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De acuerdo a la construcción de la leyenda, su primer escenario fue la

calle y su primera actuación ocurrió al momento de nacer, en 1915. Una


placa colocada a la altura del número 72 de la rue de Belville, en París,
asegura que su madre la parió en las escaleras del edificio. En la misma
línea mitológica, su abuela la alimentaba con vino tinto porque era el
líquido disponible en el prostíbulo que regentaba. También dicen que
llegó a curarse de una ceguera crónica gracias a una cadena de
oraciones.

Quizás, lo único cierto en una infancia desgraciada es que la niña Édith


Giovanna Gassion utilizó las herramientas que encontró en casa -la voz
de una madre cantante, la necesidad, la desdicha, el abandono y las
acrobacias de un padre contorsionista- para configurar el estilo de la
futura Édith Piaf, la cantante francesa más reconocida de todos los
tiempos.

«Era alguien extremo, que atraía hacia ella acontecimientos y personajes


extremos. Era inteligente y sensible, muy testaruda, con una mezcla de
desesperanza y tiranía, pero todo lo hacía por su amor a la canción, por
su deseo de compartir las emociones con el público», dijo en una
entrevista la actriz Marion Cotillard, quien interpretó a Piaf en la
película La Môme (La vida en rosa, en español) y cuya actuación le valió
un Óscar.

Esas emociones, que aprendió a compartir desde que cantaba el himno


nacional de Francia en la calle para ganarse un pan, fueron talladas desde
el sufrimiento y las privaciones. Fue abandonada por su madre y criada
primero por su abuela materna (domadora de pulgas y alcohólica) y
luego por la paterna (madame de un burdel) hasta convertirse a los 12
años en parte del elenco de teatreros y músicos ambulantes junto a su
padre.
Esas emociones, que aprendió a compartir desde que cantaba el himno nacional de Francia
en la calle para ganarse un pan, fueron talladas desde el sufrimiento y las privaciones.
A los 17 años quedó embarazada de una hija que fallecería a los 18
meses. Entonces, ya independizada del padre, se instala en la zona de
Pigalle y se dedica a cantar en veredas, bares y cuchitriles junto a su
amiga Momone. Cuenta una leyenda que Édith tuvo que prostituirse para
pagar el sepelio de su hija. Cuenta otra que el cliente le dio el dinero sin
pedirle nada a cambio al quedar conmovido con su historia de amor y
muerte.

En 1935, “pálida, despeinada, sin medias, flotando dentro de un abrigo


con los codos agujereados que me llegaba a los tobillos, cantaba un
estribillo de Jean Lenoir”, según cuenta en su autobiografía El baile de la
suerte, cuando llegó a su vida Louis Leplé, quien la invitó -sin todavía
saberlo- a ser una estrella de la canción francesa.

Antes había intentado construirse a sí misma con nombres como


Mademoiselle Édith, Tania, Denise Jaye o Huguette Helia. Leplé le
puso la môme (la niña, en francés) y luego Piaf a secas (gorrión), nombre
con el que Édith se apoderó de un repertorio inmenso ajustado a ese
cuerpo pequeñísimo y frágil: La vie en rose, Hymne à l’amour, Padam-
Padam, La foule, Les amants d’un jour, Mon Dieu, Non, je ne regrette
rien o Milord.

Jean Cocteau, quien decía nunca haber conocido a un ser más


desprendido de su alma, describió la impresión que causaba verla cantar.
“Una voz que sale de las entrañas, una voz que la habita de los pies a la
cabeza, despliega una alta ola de terciopelo negro. Una cálida ola que nos
invade, nos atraviesa, nos penetra”.
“Una voz que sale de las entrañas, una voz que la habita de los pies a la cabeza, despliega
una alta ola de terciopelo negro. Una cálida ola que nos invade, nos atraviesa, nos penetra”.
A pesar de convertirse en una diva de la chanson a ambas orillas de un
océano, la mala fortuna siguió alimentando con dolores su voz y su vida.
El boxeador Marcel Cerdan, su más grande amor, falleció en un
accidente aéreo, dejándola sumida en una profunda depresión de la que
se liberaría -a ratos- a través del alcohol, de nuevos amores y del
recuerdo de otros pasados, como Marlon Brando, Yves Montand,
Georges Moustaki o Charles Aznavour.

A lo largo de su vida, Édith Piaf encarnó todas las tristezas y adicciones.


La última a la morfina, producto de un accidente de tráfico, de la artritis
que padecía, de un insomnio crónico y de una melancolía enraizada. A
los 47 años tenía el cuerpo de una anciana y un marido 20 años menor
que ella, el griego Théo Sarapo, quien la acompañó hasta sus últimos
días de gloria sin grandes alegrías. Murió un año después a causa de su
debilidad hepática.

Édith sufrió el abandono, la muerte, la guerra -fue acusada de


colaboracionista aunque luego se descubrió que también ayudó a escapar
a muchos prisioneros-, el amor, la pérdida, la fama, las adicciones, la
pobreza. No tenía la necesidad de fingir cuando se ponía delante del
público enfundada en su clásico vestido negro: ella había vivido mucho
más de lo que sus canciones contenían.

En los videos donde aparece cantando, se ve a una mujer atornillada al


escenario, con la vista puesta en otra parte, en un lugar lejano que solo
ella alcanza a ver. Prácticamente no se mueve. Gira la cabeza, se abraza a
sí misma y canta esa composición de Michel Vacauire que, en principio,
estuvo dedicada a la Legión Francesa, pero que con los años se
transformó en un himno a la vida sin arrepentimientos reconocible desde
el primer acorde:

“No, no me arrepiento de nada”, canta Édith Piaf, que lo vivió todo.

“Nada de nada”, insiste. Por si no quedó suficientemente claro.

Édith Piaf (1915 – 1963)

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