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El Desmantelamiento de la

Subjetividad
Estallido del Yo

Silvia Bleichmar

EDITORIAL

Colección Psicoanálisis, Sociedad y Cultura


Colección Psicoanálisis, Sociedad y Cultura

Diseño de Tapa:
Víctor Macri

Bleichmar, Silvia
El desmantelamiento de la subjetividad: estallido del yo. - la ed.
la reimp. - Buenos Aires: Topía Editorial, 2010.
104 p.; 23x15 cm. - (Psicoanálisis, sociedad y cultura; 24)

ISBN 978-987-1185-27-6

1. Psicoanálisis. 1. Título
CDD 150.195

Fecha de catalogación: 23/06/2010

ISBN: 978-987-1185-27-6

© Topía Editorial
Editorial Topía
Juan María Gutiérrez 3809 3o “A” Capital Federal
e-mail: editorial ©topia.com.ar
revista© topia.com.ar
web: www.topia.com.ar
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Producción de subjetividad y
CONSTITUCIÓN DEL PSIQUISMO *

Han pasado cien años de la publicación de Tres Ensayos, en 1905,


y si bien cabe preguntarnos qué ha pasado en el psicoanálisis a lo
largo de un siglo, la cuestión principal es qué ha pasado en la socie­
dad con a los cambios que se han operado respecto a la sexualidad.
Y es desde esta perspectiva que hace tiempo intento distinguir, en
función de la organización del pensamiento psicoanalítico y de ir
ubicando los problemas del futuro del psicoanálisis, cómo separar
aquellos núcleos de verdad que permanecen a través del tiempo y
que remiten a cuestiones invariables de la constitución psíquica de
los modos de la subjetividad que han cambiado a lo largo de tiempo.
Lo que se llama producción de subjetividad es del orden político e
histórico. Tiene que ver con el modo con el cual cada sociedad defi­
ne aquellos criterios que hacen a la posibilidad de construcción de
sujetos capaces de ser integrados a su cultura de pertenencia. Hay
proyecto de producción de subjetividad en cada sociedad y estos
proyectos de producción de subjetividad, tiene ciertas características:
el modo de funcionamiento de la familia del siglo XX en Occidente,
con funciones bien diferencias, es del orden de la constitución de la
subjetividad. Mientras que la diferenciación tópica en sistemas regi­
dos por legalidades y tipos de representación es del orden de la
constitución psíquica. De ahí que lo constitutivo del psiquismo, da
cuenta de aspectos científicos del psicoanálisis y que se sostienen con
cierta trascendencia por relación a los distintos períodos históricos.
Se trata también de una batalla por sostener nuestros enunciados
científicos en el marco de la época que nos toca vivir, pero también
por lograr su trascendencia. Cuando a veces me pregunto qué espe­
ro de lo que hago, me respondo, de manera espontánea, que espero
que en el futuro al menos no se considere como absurdo aquello que
guió mi pensamiento y mi acción. Si alguien, por casualidad, leyera
dentro de cincuenta, o cien años, nuestros escritos, supongamos,

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que alguien encuentre en una biblioteca algo de nuestro tiempo -un
tataranieto, por ejemplo- que piense que fui digna para la época que
viví, que no fui una payasa, que lo que dije, aun errado en muchos
aspectos, fue honesto y avanzado para la época que me tocó y que
estuvo cerca de lo más avanzado de esa etapa histórica.
Es en razón de esto que voy a someter algunos de los paradigmas
del psicoanálisis a este clivsge, si ustedes quieren, entre constitución
del psiquismo y producción de subjetividad.
Tomemos como ejemplo la tópica tripartita propuesta por Freud;
tanto su primera formulación, a la que recién aludí, como en la
segunda, con el ello, el yo y el superyó, para poner de relieve que
más allá de que las inscripciones que constituyen las instancias secun­
darias puedan sufrir variaciones culturales, habrá elementos insosla­
yables de la pautación que imponen sus regulaciones para que los
seres humanos puedan vivir en común y sostenerse en el marco de
los riesgos que los acechan.
Sabemos que es muy discutible que las formas de la moral tengan
carácter universal. Y una ilusión que hemos debido abandonar, y que
tuvo mucha preeminencia en el ejercicio del psicoanálisis de la
segunda mitad del siglo XX fue la convicción de que alguien que
aparentemente era un inmoral, en realidad tenía reprimida la culpa
o se defendía de una angustia extrema, cuando el tiempo nos ha
demostrado que esto bien puede no ser así -al menos, ni culpa ni
vergüenza parecen existir en estar reprimido ni producir síntomas
en tantos sujetos que hemos visto desfilar por la historia argentina de
los últimos treinta años.
Por otra parte, estos mismos sujetos se pueden melancolizar si
pierden el dinero o el poder, dando cuenta que su escala de valores
está regida por otros enunciados que aquellos que nos constituyen.
Sin embargo, más allá de esto, es indudable que las condiciones de
existencia de una sociedad no se proyectan hacia el futuro sin una
cierta universalización ética, que opera como imperativo categórico
para el universo de sujetos que engloba.1
La segunda cuestión que puede ilustrar la diferencia entre pro­
ducción de subjetividad y constitución del psiquismo tiene que ver
con la causalidad de la patología psíquica. Si bien hay cambios en la
psicopatología actual, con dominancia de síntomas y trastornos que
no son los mismos que clásicamente conocimos, la cuestión es si esto
implica relevar el paradigma de la causalidad psíquica psicoanalítica,

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vale decir el de la determinación libidinal del sufrimiento psíquico.
No se trata de desconocer los cambios operados, pero tampoco de
ceder en el debate por la defensa de los paradigmas ante la neuro-
ciencia, con su pretensión de anular toda causalidad representacio-
nal de la patología mental. Aceptar, por ejemplo, la denominación
de “fenotipo TOC” -trastorno obsesivo compulsivo -, implica, de
hecho, convalidar que hay un genotipo determinante de este modo
de funcionamiento psíquico, tirando por la borda años de trabajo
fecundo tanto en la investigación como en la transformación de esta
patología.
Nuestro trabajo debe centrarse en el trabajo de revisión intrateó-
rico que permita afrontar las nuevas cuestiones atinentes a la sexua­
lidad, luego de más de un siglo de psicoanálisis. Por eso el curso de
postgrado que dicto este año en la Universidad Nacional de Córdoba
se llama “Qué permanece de nuestras teorías sexuales infantiles”,
título que remite a un enunciado provocativo de Laplanche cuando
aludiendo a la teoría de la castración femenina como constructo
infantil para dar cuenta de la diferencia sexual anatómica la conside­
ró “la teoría sexual de Freud y de Hans”.
Vayamos en primer lugar al aporte capital que propone Freud en
Tres ensayos al esbozar, por primera vez en la historia del pensamien­
to, el concepto de sexualidad ampliada. No se trata sólo de recono­
cer que los niños tienen sexualidad, sino que la sexualidad tiene un
carácter polimorfo, invasivo de las funciones básicas, que no se redu­
ce a la función genital.
Se trata de definir lo sexual como un plus de placer no reductible
a la autoconservación, donde el chupeteo cumple una función
autoerótica, desprendida de la función alimenticia, y cuya finalidad
se ve desgzyada de lo autoconservativo. El chupeteo posterior a la
ingesta pone de relieve que está destinado al reequilibramiento de la
energía psíquica, más allá de lo somático, ya que se rige por una
economía libidinal puesta en marcha a partir de procesos de excita­
ción, y cuyas vías de resolución son irreductibles ya al plano autocon­
servativo, en virtud de que se rige por el placer-displacer y no por la
saciedad o carencia somáticas.
Lo central del descubrimiento freudiano radica en la no subordi­
nación de la sexualidad al instinto, su carácter irreductiblemente
ligado a las series placer-displacer. Y esto nuestra época lo ha llevado
hasta el límite, poniendo en el centro de la vida sexual su disociación

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de la reproducción, corroborando las tesis psicoanalíticas a niveles
impensables en su momento de partida. Al punto de que podemos
afirmar que si durante siglos la humanidad trató de tener relaciones
sexuales sin procrear, esta etapa se caracteriza por el intento de pro­
crear sin tener relaciones sexuales, lo cual implica un giro monu­
mental, al cual la Iglesia intenta poner coto con la prohibición de los
anticonceptivos-lo cual es casi incitación al delito en una humanidad
diezmada por el SIDA.
Y si este descubrimiento psicoanalítico que pone de relieve la
des-soldadura entre la sexualidad y el instinto es coherente con la
separación de la función nutricia o excremencial respecto al placer
oral o anal, hace obstáculo desde el interior mismo de la obra freu-
diana: la imposibilidad de sustraerse de una cierta teleología de la
sexualidad que culminaría necesariamente en la genitalidad procre-
tiva, con reunificación de lo parcial, y una suerte de ideal madurativo
de la genitalidad adulta -cuestión que luego retomaré para revisar el
concepto de perversión. Desde el punto de vista intrateórico, esta
valoración de la reproducción al servicio de la conservación de la
especie, sostenida desde una epistemología de la contigüidad para la
cual las leyes que rigen la naturaleza se extenderían a lo psíquico, o
incluso expresarían los mismos principios, culmina en una impasse
que lleva a Freud, en la segunda teoría de las pulsiones, a colocar a
la sexualidad del lado de la pulsión de vida a partir de su subordina­
ción a la especie, lo cual echa por tierra lo fundamental del descu­
brimiento, vale decir el carácter disfuncional, mortífero del deseo
inconsciente. Dualismo de las pulsiones de vida y de muerte que
podrían rescatarse al poner del lado de la vida el amor por el yo y
por el semejante, incluso aquello del orden de lo que yo he concep-
tualizado como “narcisismo trasvasante”, que lleva no sólo a la pre­
servación del sujeto y del objeto sino incluso a abrir espacio repre-
sentacional para el hijo que viene a trascender amorosamente la
angustia de muerte y el vacío de existencia que impone la reducción
a la inmediatez a la que condena el goce. En este sentido, dualismo
recuperable si se define como un dualismo entre dos tipos de sexua­
lidad, ligada y amorosa por un lado, desligada y parcial -o perversa-
por otro, dando cuenta de dos formas de funcionamiento respecto
al objeto y de dos tipos de legalidades.
Esta epistemología de la contigüidad que hace tabla rasa con la
diferencia entre la vida natural y la representacional que da pie a

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concebir la pulsión de muerte como retorno a lo inorgánico, que
tiene su enlace con la metabiología propuesta por Ferenczi en la
cual se articula un continuo entre el hombre como ser social y la
naturaleza, se contrapone a otros momentos de la obra freudiana en
la cual muy claramente Freud plantea la necesidad de intervención
del otro humano como transformador de la tendencia a la descarga
absoluta, cualidad básica de lo biológico -como en el Proyecto, por
ejemplo. Esta epistemología de la contigüidad aparece en Tres ensayos
también a través de la noción de-estadio, que sabemos ha dado sus­
trato a una psicología del desarrollo a partir del psicoanálisis, psico­
logía cuya génesis se ve endógenamente determinada y que lleva a
alguien como Spitz a afirmar que así como se caen los dientes de
leche, la fase oral precede a la anal, desde un determinismo para el
cual lo somático determina lo psíquico desde una delegación que
antecede al concepto de pulsión como concepto límite.

Vayamos ahora a la cuestión de los cambios sufridos respecto a los


modos tradicionales de constitución familiar que dieron marco a la
estructura del Edipo durante el siglo XX. Si pretendiéramos atender
hoy a niños clásicos que odian al papá porque duermen con la
mamá, serían muy pocos nuestros pacientes. El otro día escuché
decir a un niño refiriéndose a un amiguito: “¡Pobre! sólo tiene cua­
tro abuelos”. Los niños de hoy tienen seis abuelos, u ocho, y si bien
no tienen muchas madres y padres, es también de hacer notar que
no siempre aquél que duerme con la madre es el padre, de modo tal
que la pregunta que surge es: ¿de qué manera entonces se produce
la desapropiación edípica a partir de la disociación establecida entre
engendramiento y sexualidad. El hombre, el marido que comparte

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el lecho con la madre luego de un divorcio no es en general quien
ha engendrado al niño, y la escena primaria queda claramente sepa­
rada del engendramiento de hermanos, para devenir lugar de goce
e intercambio entre adultos de la cual el niño está excluido. Lo cual
nos lleva a dejar de lado los clichés para poder establecer una práctica
más cercana al fantasma infantil.
Ese Edipo que se sacaba los ojos, ese ser moral, personaje trágico
que marcó nuestra formación, debe reencontrar su lugar hoy en una
cultura en la cual la paidofilia y el abuso sexual infantil cobran exten­
sión ya no mítica sino degradada. Por eso de lo que se trata es de
recuperar lo esencial de la propuesta freudiana más allá de los modos
históricos que ha tomado, que consiste en la regulación del goce
intergeneracional como eje de pautación de la cultura. Redefiniendo
entonces el Edipo como el modo con el cual cada cultura pauta el
acotamiento de la apropiación del cuerpo del niño como lugar de
goce del adulto, salimos del pequeño marco de la familia occidental
del siglo XX y de la condena moralista a la cual nos convoca, para
rescatar sí, la gran cuestión ética que está en juego. Ya que el gran
descubrimiento del psicoanálisis que da cuenta de esta prohibición
articula también el descubrimiento de una asimetría de poder y saber
que el adulto sostiene respecto al niño, simetría que debe consistir en
la protección y cuidado de la cría para crear las mejores condiciones
de humanización. Es en ese sentido que nos conmociona la brutali­
dad con la cual nuestra sociedad actual, ha vuelto a desarticular la
protección de la infancia y la ha convertido en objeto de la sexualidad
adulta. El turismo sexual en este momento, no es para buscar muje­
res, es para buscar niños. Es una de las cosas más patéticas que está
ocurriendo en esta época. Malasia, lugares de Centro América, parte
de la Triple Frontera, son lugares por donde se cuelan situaciones de
turismo paidófilo. Las redes que se han encontrado de turismo paidó-
filo, ustedes saben que inclusive acaban de encontrar una red en la
que hay argentinos implicados dando cuenta de la necesidad de recu­
perar el descubrimiento psicoanalítico, pero en particular los desa­
rrollos de Lacan al dar un nuevo giro a la cuestión, poniendo en el
centro el deseo del adulto respecto al niño, el cual vuelve de modo
invertido del lado del niño. Por primera vez en la historia. Lacan da
vuelta esta historia, y dice: “el Edipo proviene del otro adulto, y cobra
su forma invertida en el deseo del niño”.
La propuesta de Lacan reposiciona la cuestión, dando un giro al

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endogenismo paralizante que sostenía el estadismo al cual nos
hemos referido anteriormente, pero dejando a su vez por resolver la
cuestión del erotismo del adulto. Digo erotismo, o deseo erótico del
adulto, y les pido tolerancia a los colegas lacanianos presentes, ya
que Latean pone en centro la problemática del narcisismo del adulto,
y muy particularmente de la madre. Sobre esto también hay que
retrabajar para salir del estructuralismo formalista que devino un
nuevo obstáculo en la práctica con niños -de todos modos no es el
tema a desarrollar hoy.
Sí quisiera remarcar las grandes líneas que se abren, aquello que
sí hay que recuperar, entonces, del concepto de prohibición del
Edipo, a partir de esta redefinición que acabo de ofrecer poniendo
el acento en el modo con el cual la cultura pone coto a la apropia­
ción del cuerpo del niño como lugar de goce del adulto. Instauración
de una pautación que no se reduce al hecho de que el niño no
pueda acostarse con la madre, sino fundamentalmente de que el
adulto no puede usar el cuerpo del niño como lugar de ejercicio de
su propio goce -lo cual propicia, en última instancia, el fantasma de
reencuentro erógeno del niño con el adulto.

Y con esto voy al último aspecto que quiero marcar: “Teoría de la


castración”. Les confieso que siendo la obra de Freud el corpus teóri­
co con el que trabajo permanentemente algunas afirmaciones me
producen, a esta altura, un cierto escozor. Cuando leo, por ejemplo,
afirmaciones acerca de la castración femenina, siento pudor, ya que
Freud se hace cargo de una teoría sexual infantil de su época respec­
to de la diferencia anatómica, y la eleva a teoría general del psicoa­
nálisis. Teoría que por supuesto cada vez escuchamos menos, y que
en caso de ser formulada lo es en otros términos y sostenida por
poco tiempo en la primera infancia. Habría que clivar, de ese descu­
brimiento, lo fundamental: el hecho que el deseo no está articulado
por la castración, en el sentido de la pérdida del pene, sino por la
castración, en sentido ontológico. La perspectiva abierta por Klein
respecto de la envidia al pecho en correlación con la envidia al pene,
da cuenta de esto como un descubrimiento muy importante en psi­
coanálisis, que permite definir la cuestión en los siguientes términos:
La castración es el reconocimiento de la falta ontológica, vale decir,
es el reconocimiento de que hay algo del orden de la incompletud,
de la imposibilidad del sujeto de encontrar en sí mismo todo el

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orden deseante, todos los objetos, todas las posibilidades. Y es en este
sentido creo que Lacan apuesta algo muy importante, que trasciende
la afirmación de que el pene siga siendo el significante de la falta, al
colocar el concepto de falo no como remitiendo a un objeto parcial
sino como un ordenador de todo intercambio posible. ¿Deberíamos
seguir llamando fálico al investimiento narcisista que da cuenta del
orden de la completud narcisismo, una vez que no consideramos al
pene como el significante privilegiado de la presencia-ausencia de la
completud ontológica? Después de todo seguimos hablando de teo­
ría atómica, cuando ya sabemos que el átomo es divisible, y no cons­
tituye la parte más pequeña de la materia. Los conceptos trascienden
el conocimiento mismo que generan, y devienen articuladores que
pueden ser llenados de nuevos sentidos, por lo cual podríamos, por
ahora, de manera provisoria, sostener esta nominación como sostén
de un descubrimiento que vale la pena conservar en el marco de la
desarticulación de los modos de significación de las diferencias ana­
tómicas desde el punto de vista histórico. Las niñas de hoy, en gene­
ral, no plantean que quieren tener un pene, más aún, los varones se
quejan de ser discriminados por ser varones, que a veces las niñas
son tratadas mejor, son mejor vistas por las maestras, las trata mejor,
por ejemplo como decía un pacientito con tono reivindicativo:
“claro a mí me tratan mal, porque soy un varón en la escuela”, refi­
riéndose a la maestra, o: “claro, a mi hermana siempre le dan más
porque es mujer”. Esto no tiene nada que ver con lo que relatan
algunas pacientes hoy, gente grande ya, de cómo fue significada en
su casa la cuestión durante su infancia. Hoy se podría someter a cau­
ción que el fantasma dominante acerca de la completud sea el pene
-al menos en Occidente- quedando abierto el problema acerca de
qué manera se fantasmatiza la diferencia anatómica.
De todo esto surge un nuevo orden de cuestiones, que remite a
las nuevas formas de organización de las relaciones de alianza y filia­
ción. Desde las familias homoparentales hasta las monoparentales.
Ello nos lleva indudablemente a revisar el concepto de familia, para
poner el centro en la relación de filiación y no en la relación de
alianza: hay una familia en la medida en que hay alguien de una
generación que se hace cargo de alguien de otra, o incluso cuando
los vínculos generan una asimetría en la cual alguien toma a cargo
las necesidades de otro para establecer sus cuidados autoconservati-
vos y su subjctivación. Una pareja en sí misma no constituye una

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familia, su existencia sólo determina la relación de alianza. Y en el
caso de las familias homoparentales, uno de los aspectos importantes
a pensar es cómo se articula en este caso la cuestión de la alteridad,
la cual quedó de manera poco fecunda reducida a la diferencia ana­
tómica, siendo inherente a la relación al semejante en la cual la
diferencia anatómica devino paradigmática durante un período his­
tórico. Sabemos que se puede tener una relación sin reconocimiento
de la alteridad entre un hombre y una mujer y se puede tener una
relación de alteridad entre dos hombres entre dos mujeres y porsu­
puesto se pueden plantear todas las fallas de alteridad en el interior
de una relación homosexual o heterosexual. Hace poco vino un
señor y me dijo algo que me llevó a una respuesta que nunca había
formulado: “Bueno, mi mujer y yo no estamos de acuerdo en muchas
cosas, y en la crianza de los hijos tenemos las diferencias que pueden
tener cualquier hombre y cualquier mujer”. Y le dije: “No, tienen las
diferencias que pueden tener dos seres humanos: trate de criar sus
hijos con su socio y va a ver cómo también tiene una enorme canti­
dad de diferencias...”. Porque en realidad las diferencias están dadas
no porque él sea un hombre y ella una mujer, sino porque provienen
de familias distintas, de historias edípicas distintas, o de organizacio­
nes deseantes diferentes y con modalidad de organización del ideal
diferente. Si no fuera así, estarían muy locos, ya que estas diferencias
dan cuenta de la existencia de un encuentro de alteridades, por eso
es inevitable la pelea, ya que lo que esta en pugna es el modo en que
coagula la historia.

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