Está en la página 1de 6

EL FABRICANTE DE DEUDAS (SEBASTIÁN SALAZAR BONDY)

PRIMER ACTO
Es media mañana. Suena el timbre de calle. Jacinto, el mayordomo, yendo de derecha a izquierda,
acude a abrir.

(A los pocos segundos, arrollándolo, se precipita al interior David Cash)

Cash. - (Vociferante.) ¡Dile al señor que quiero hablarle! ¡Que esta vez no admito ninguna excusa!
¡Qué voy a acudir a la justicia!

Jacinto. - (Sereno y ceremonioso.) Tenga el señor la bondad de tomar asiento.

Cash. - (irritado.) ¡Déjate de protocolos! Avísale a tu patrón que estoy aquí.

Jacinto. - En seguida, señor. Con su permiso. (Sale.)

Cash. - (Al público.) Disculpen esta entrada en escena, señoras y señores, pero no podía haber
sido de otro modo. ¿Ven ustedes todo esto? (Alude a la casa.) Tantas cosas elegantes y caras ,
con tantas habitaciones hermosas y ¿¡para que!? Para que me paguen una miseria el alquiler. No
lo creo. (Se cerciora que nadie en la escena lo escucha. Confidencial.) El inquilino, desde hace seis
años, es don Luciano Obedot. Me debe tres meses de arrendamiento, pero estoy muy decidido a
desalojarlo. Sin pizca de remordimiento, lo pondré de patitas en la calle.

Obedot. - (Que ingresa sigiloso). Lo he oído todo, mi querido Cash. ¿Será usted capaz de hacerle
esa canallada a uno de sus semejantes?

Cash. - (Reaccionando vivamente). ¡Alto! ¡Usted no es mi semejante! Usted vive endeudado desde
que nació, es el inquilino de esta casa, y yo el propietario. ¡No somos en nada, semejantes!

Obedot. - (Con tono de advertencia.) ¿Usted quiere provocar la gran batalla entre los deudores y
los acreedores?

Cash. - ¡No me envuelva con sus palabras! (Se cubre los oídos con las manos.) No escucharé ni
uno sólo de los hábiles argumentos que le permiten vivir como rey sin pagarle nada a nadie.

Obedot. - (Levantando la voz para hacerse oír.) ¡Le pagaré, le pagaré…, pero evitemos la
violencia!
Cash. - (Huyendo.) ¡No oigo nada! ¡Soy todo ojos! ¡Muéstreme el dinero y se quedará usted aquí y
en paz!

Obedot. - (Persiguiendo a su interlocutor.) ¡Usted es testigo presencial de mis desgracias! ¡No


puede comportarse como un extraño!

Cash. - (Arrinconado.) ¡No escucho nada!

Obedot. - (Obligándolo a dejar los oídos libres.) ¡Atiéndame! ¡No se inhumano!

Cash. - (Vencido y suplicante.) No me cuente otro cuento más, se lo ruego. Ya no hay quien crea
en sus historias.

Obedot. - Le pido que espere. Que espere un poco. Hay algo que vendrá a salvarme y a salvarlo a
usted muy pronto. Se trata del Señor de Rondavieja, es un gran empresario en el extranjero
propietario de muchas tierras, un éxito de su trabajo. Nada menos.
Cash. - (Incrédulo.) ¿Es verdad todo eso? ¿Está comprobado? (Pausa.) ¿Y si es tan rico por qué
se ha venido al Perú? Francamente, no me lo explico.

Obedot. - (Dueño de la situación.) Le gustó el país, conoció a mi hija Pitusa y decidió establecerse
entre nosotros. Los típicos caprichos del millonario y un buen flechazo de Cupido hicieron el
milagro.

Cash. - (Que ha permanecido atento, de pronto se pone en pie.) Todo está muy bien y ojalá no
sean puras fantasías, pero vine a cobrar y no me iré con los bolsillos vacíos.

Obedot. - ¡Pero no sea intolerante, amigo mío! ¿no existe un modo razonable de que yo obtenga
un plazo, un último plazo, para cumplir con usted?

Cash. - Fírmeme una letra a treinta días por doce mil soles, los tres meses vencidos y el que corre.

Obedot. - (Desencantado.) ¡No, qué va! Esto es una injusticia humana.

Cash. - La letra será a sesenta días… ¡Más los intereses, se entiende!

Obedot. - Un poquito más de piedad aún, amigo Cash… (Pausa.) ¿A noventa días?
Cash. - ¡No! ¡No! ¡Es mucho plazo noventa días!

Obedot. - Justamente es lo que necesito. (Aparece Jacinto.)

Cash. - ¡Bueno! ¡Acabemos de una vez! ¡A sesenta días!

Obedot. - (En voz baja.) ¡Por favor, ni una palabra ante los domésticos! Iremos a su oficina. Ahí
firmaré la letra.

Cash. - Vamos. (Se dirigen a la puerta.) A sesenta días… ¿De acuerdo?

Obedot. - ¡A noventa!

Cash. - (Saliendo.) ¡Más los intereses!

Obedot. - Menos altos, por supuesto… (Salen discutiendo.)

(Jacinto los ve salir. Se encoge de hombros y, enseguida, se pone a pasar su plumero por los
muebles.)

Jobita. – (ingresa y se dirige a Jacinto) pareciera que en esta casa nunca pagan, llevo esperando
tanto tiempo algún milagro, pero nunca llega (con ironía). (se dirige al público) Como ya vieron
algunos, el señor Obedot, no es un hombre de fiar, de eso no hay novedad alguna.

Jacinto. – En eso estoy totalmente de acuerdo, pero…

Jobita. – (interrumpe las palabras de Jacinto) voy a renunciar si no pagan, tienen varias deudas
tanto en bancos como en miseras tiendas, a quien intentan engañar, todos saben que no tienen ni
un centavo, lo único que les queda es esta casa y ni es suya (con reclamo)

Jacinto. – Bueno, como decía (algo molesto) he escuchado que Don Obedot piensa comprometer
a su hija con un tal Señor de Rondavieja que tiene un buen negocio de bienes y raíces, y que
podría ayudarlos económicamente o eso creo, ahí es cuando cobraremos. (con entusiasmo)

Jobita. – ¡Oh! Eso es muy bueno, si es que es así, bienvenido sea el Marqués. (extiende sus
brazos en forma de alabanza)

(De pronto ingresa la señora de la casa y Jobita se desaparece)

Socorro. – (ingresando) Jacinto, ¿Has visto al señor?


Jacinto. – Hace un instante salió con el señor Cash.

Socorro. - ¿Con Cash, el casero?

Jacinto. – Sí, señora. Con el casero (Socorro hace un gesto de fastidio)

Socorro. – Si ve al señor infórmele que me encuentro esperándolo y que quiero platicar con él. (Se
sienta en uno de los asientos de la sala)

(Entra apresurado Obedot)

Obedot. – Mujer, ya conseguí todo, los preparativos están completos.

Socorro. – ¡Luciano! Tú….

(En ese momento tonante, entra Sagarra en escena)

Sagarra. – (A voz en cuello). ¡Al fin lo pesco, Obedot! ¡Esta vez no se me escapa!

Socorro. – ¡Dios mío!

Obedot. – (Que se ha dado vuelta hacia el escenario en cuanto sonó la voz del acreedor) ¡Eh!
(Con los brazos abiertos avanza hacia él) ¡Bienvenido sea, estimado Sagarra! Qué gran alegría
verlo en este día.

Sagarra. – (Apartándolo). Déjese de formalidades, ¡Es inconcebible que para dar con usted tenga
uno que deslizarse como un ladrón por la puerta de calle entreabierta, cuando no está a la vista
ese cancerbero con chaleco a rayas que tiene usted por mayordomo!

Obedot. – (Calmo). Ese acto no es abuso alguno tratándose de amigos. ¡Bienvenido!

Sagarra. – (Fuerte). ¡Vengo a cobrar!

Obedot. – (Sereno). Voy a pagar.

Sagarra. – (Desconcertado). ¿Va a pagar?

Socorro. – (En tono de reproche). ¡Luciano!

Obedot. – (A su mujer). Querida, te ruego que me dejes arreglar a solas mis asuntos con el señor.

Sagarra. – (Que ha advertido, de pronto, que no ha saludado a la Señora Obedot) ¡Oh, señora
discúlpeme! No la había visto.

Socorro. – Esta usted disculpado, señor

Sagarra. – Muy amable. Gracias.

Socorro. – Con permiso. (Sale)

Obedot. – Tome usted asiento, mi estimado amigo.

Sagarra. – (Lo obedece, con alivio) Dijo usted pagar… Eso me quita un peso de encima.

Obedot. – Sí, dije pagar. Ahora veamos cómo y cuándo.

Sagarra. – (Sobresaltado) En dinero efectivo y al instante. De otra manera, le embargo los


muebles.

Obedot. – Usted es hombre de negocios, Sagarra. Le tengo una propuesta….

Sagarra. – Lo escucho (atento)


Con gran astucia, Don Obedot logra conseguir un acuerdo con Sagarra.

Sagarra. – Un gusto hacer negocios con usted, Don Obedot. (entusiasmado se despide con un
fuerte apretón de manos)

Socorro. – (Ingresando) ¡Luciano, todo ha sido una descomunal mentira! ¡He estado escuchando!

Obedot. – ¿Descomunal mentira? No tanto, solo dije una cosa y otra, y ve los resultados, todo sale
a mi favor, podre saldar esta cuenta y puede que otras más.

Socorro. – ¿Justifica ello tales medios?

Obedot. – ¡Claro que sí! Sobre todo, si se trata de nuestra hija, una muchacha como la nuestra,
tímida, romántica, fuera de serie.

Socorro. – Pitusa tiene su encanto. Tiene sentimientos delicados, es culta…

Obedot. – Espero que considere el matrimonio como una transacción económica.

Socorro. – ¡Qué idea, Luciano!

Obedot. – Ahora llama a Pitusa, que debo hablarle. Es preciso que comprenda la finalidad de la
cena de esta noche.

(Socorro sale en busca de su hija).

Entran Socorro y Pitusa.

Socorro. - Ya le he dicho que se ha presentado un partido que no conviene rechazar.

Obedot. - Así es, hijita. Te vas a casa.

Pitusa. - (Con voz dulce.) Entonces, ¿ya te habló el joven Castro?

Obedot. - ¿El joven Castro? ¿Quién es ése?

Pitusa. - Ángel Castro, papá. Una vez fui con él a una fiesta. ¿Recuerdas?

Obedot. - ¿Un tipo demacrado?

Pitusa. - ¡Un muchacho delicado, papá!

Obedot. - ¿Y por qué habría de hablarme el joven Castro?

Pitusa. - Para pedirte mi mano, papá.

Socorro. - ¿Qué? ¿Estás enamorada de él?

Pitusa. - Sí, mamá.

(Obedot mira a Socorro, Socorro a Obedot, totalmente desconcertados ambos.)

Obedot. - (Sin saber qué hacer ni qué decir.) ¿Y qué pruebas tienes de que ese individuo te
quiere?

Pitusa. - Quiere casarse conmigo.

(Pausa. Hay desorientación entre los padres.)

Socorro. - (Con ternura.) ¿Y cuándo te ha dicho que quiere casarse contigo?

Pitusa. - Todas las tardes.


Socorro. - ¿Todas las tardes? ¿Te ves con él todas las tardes? ¿Se podría saber dónde?

Pitusa. - En el parque. Ahí nos reunimos diariamente.

Obedot. - (Conteniendo la cólera.) ¿Y por qué no nos lo has dicho antes?

Pitusa. - Nunca ustedes me lo preguntaron.

Obedot. - (Estallando.) ¡Pero quién es él! ¡Cuál es su familia!

Pitusa. - (Natural.) Se llama Ángel Castro. Estudia en la Universidad. Es huérfano.

Obedot. - (Desesperado ya.) ¡Huérfano! ¡Estudiante! (Al público.) Ahí tienen ustedes una muestra
de lo que son estos absurdos tiempos. Un jovenzuelo que no tiene dónde caerse muerto y que
debería pasarse los días y las noches con la cabeza metida en los libros, que no ha salido
prácticamente del cascarón, ya quiere casarse… (A su hija) ¡Pitusa!

Pitusa. - Sí, Papá.

Obedot. - (Tratando de exponer un razonamiento convincente.) Escúchame, criatura. Bueno, te


casas con el tal Ángel. (Pitusa sonríe complacida.) ¡Tú no tienes ni un sol! ¡Él tampoco! Al día
siguiente de la boda, ¿qué comen? ¿De que viven? ¿Acaso lo han pensado?

Pitusa. - Sí, papá.

Socorro. - (Emocionada.) ¡Oh, mi niña está enamorada!

Obedot. - (Grita.) Mujer, por favor. (A Pitusa) ¿De que viven? He dicho, ¿qué comen?

Pitusa. - Lo que haya. Un pan, una papa, un vaso de agua. De nuestro amor viviremos.

Obedot. - ¡Eso es pura fantasía!

Pitusa. - Hemos decidido alquilar un pequeño departamento en las afueras. Cocinaremos juntos,
pasearemos juntos, leeremos juntos. Haremos todo juntos.

Obedot. - ¿Pero ese insensato alimenta alguna ambición en la vida?

Pitusa. - Es inteligente y voluntad no le falta. Llegará a ser por lo menos embajador.

Obedot. - Mira, hija. En estos tiempos, embajador es cualquiera. (Pausa.) Y..¿Qué estudia tu
galán?

Pitusa. - (Muy orgullosa.) Antropología.

Obetot. - (En el colmo de la perplejidad.) ¿Antropología? ¿Y para qué sirve eso?

Pitusa. - El mundo futuro necesitará de los antropólogos.

Obedot. - Y mientras esperamos que venga de no sé dónde ese mundo futuro, ¿cómo se las
arreglarán ustedes dos?

Pitusa. - Todo lo solucionará nuestro cariño, nuestra unión.

Obedot. - ¿Tu angelito conoce la situación económica por la que atravesamos?

Pitusa. - (En son de protesta.) Nunca hemos hablado de dinero.

Obedot. - (Insidioso.) ¿Te cree rica, entonces?

Pitusa. - (En silencio) Mmn…


Obedot. - (Triunfal.) ¡Ahora comprendo!

Socorro. - (A Pitusa.) ¿No te parece?…


Obedot. - (Deteniéndola.) Nada, nada. Escucha, hijita le vas a decir a ese niño que venga a hablar

conmigo esta tarde. ¿Puedes citarlo?

Pitusa. - (Alegre.) ¡Claro que sí, papá!

Obedot. - A las cinco lo espero. (Didáctico.)

También podría gustarte