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Los personajes... Esas fieras de las que el escritor no puede huir por mucho que
corra; esos coleópteros en los que, como en La metamorfosis, de Kafka, el narrador de
historias se ve convertido una mañana, sin saber muy bien cómo ni por qué; esos
imitadores lúcidos y descarados de las personas; esos invasores de la Tierra que,
aprovechando la imperfección del ser humano, se hicieron con nuestra conciencia de la
realidad...
Al principio dan miedo, todo escritor lo sabe. Uno se introduce en un personaje
y no sabe cómo va a acabar, ni si algún día saldrá de su piel. Parece una catarsis, un
viaje astral, una transubstanciación, la famosa abducción de la que los crédulos hablan,
alguna de esas historias en las que uno nunca ha creído. Vivirlo en las propias carnes da
vértigo, qué duda cabe. Pero sólo las primeras veces. Luego te zambulles sin miedo en
los más diversos especímenes (depravados, violentos, tiernos, amorosos, envidiables,
envidiosos, estúpidos...), hasta el extremo de no querer volver a tu ser habitual, tan
aburrido, tan monótono, tan cotidiano.
Los personajes son los iconos que dan vida a la fantasía literaria. Para muchos
escritores es lo más difícil de imaginar y desarrollar. Ello es debido a la enorme
dificultad que supone meterse en una piel distinta de la nuestra. En efecto, se adoptan
puntos de vista que no tienen, en ocasiones, nada que ver con los nuestros. Da igual si se
trata de opiniones, valores, sentimientos, emociones, pensamientos… O sencillamente
de formas de ver el mundo en general.
Los personajes son esas criaturas misteriosas y en ocasiones incluso extrañas
del todo a nuestra propia conciencia. No obstante necesitamos construirlas bien si
queremos darle vida a nuestro relato. Porque un relato sin los tipos de personajes
adecuados es un relato vacío e insustancial. A veces los personajes no son ni siquiera
humanos, pero sin duda siempre estarán acompañados por una voz humana, con
características humanas.
Personaje, como se sabe, viene del término latino “persona”. La palabra
persona en latín significa máscara, o más precisamente, la máscara usada por un
Ciclo de Talleres de Literatura Fantástica Página 1
personaje teatral. El latín lo tomó del etrusco, phersu y este del griego πρὀσωπον
(prósopon = máscara). "Máscara" en griego está formada de προς (pros = delante) y
ωπος (opos = cara), o sea "delante de la cara" En el teatro clásico antiguo, los actores
utilizaban unas máscaras que daban a entender que estaban representando a seres
imaginarios, a los tipos de personajes más variopintos: héroes míticos, gigantes,
monstruos, demonios, divinidades y dioses, etc. Por una casualidad del destino
lingüístico, el vocablo “persona” no nos ha llegado a nosotros en la actualidad como
sinónimo de máscara.
Llamamos “personaje” a cada una de las invenciones imaginarias de un escritor
que dan vida a la historia contada. ¿Puede una obra no tener personajes? Son casos
contados en los que se da esta circunstancia, muy especiales y sin relevancia práctica.
Principales:
Son los que destacan a lo largo de toda la obra, por su importancia capital en la
trama. También llevan el peso de la acción. A su vez, pueden dividirse en:
Protagonistas: son aquellos sobre los que gira toda la trama. Puede ser un
individuo o más de uno. Por ejemplo, en El Quijote prácticamente hay dos personajes
protagonistas, si contamos también como tal a Sancho Panza.
Secundarios:
Son los personajes no decisivos, que pueden tener una importancia relativa en
episodios concretos nada más. Sirven de contrapunto al resto de personajes principales.
Incidentales o fugaces:
Son los personajes que aparecen de un modo casual o debido a una escena
concreta en la que sea necesaria su presencia por cualquier circunstancia. La mayor
parte de las veces forman parte de la “ambientación” de la obra. Otras veces preparan la
escena para la entrada del protagonista (o del antagonista).
No cabe insistir mucho en esta clase de tipos de personajes, puesto que son la
base sobre la que los fabulistas y los cuentistas han desarrollado sus relatos y
narraciones en el pasado, que pueden ser cuentos y fábulas para niños como novelas en
las que toman la voz los animales, aunque el discurso esté dirigido a adultos. Veamos
un ejemplo de este último aspecto:
«Cuando Mayor vio que estaban todos acomodados y esperaban con atención,
aclaró su voz y comenzó:
—Camaradas: os habéis enterado ya del extraño sueño que tuve anoche. Pero de
eso hablaré luego. Primero tengo que decir otra cosa. Yo no creo, camaradas, que esté
muchos meses más con vosotros y antes de morir estimo mi deber transmitiros la
sabiduría que he adquirido. He vivido muchos años, dispuse de bastante tiempo para
meditar mientras he estado a solas en mi pocilga y creo poder afirmar que entiendo el
sentido de la vida en este mundo, tan bien como cualquier otro animal viviente. Es
respecto a esto de lo que deseo hablaros.»
George Orwell: Rebelión en la granja
En esta conocida novela, Orwell desarrolla la acción dando la voz a los animales
de una granja, pero el lector pronto descubrirá que se trata de una alegoría que hace
referencia a los seres humanos y —más en concreto— a algunos colectivos específicos
de seres humanos.
Aunque pueda parecer increíble, también las plantas han servido como
personajes en algunas narraciones. Veamos una de las más recientes, “El bosque
animado” de W. Fernández Flórez, llevada incluso a la pantalla grande:
ALCANZAR LA OTREDAD
Acción y personaje
Acción y personaje están íntimamente ligados en cualquier obra literaria. La
unidad del relato requiere que el personaje sea consecuente con su personalidad, por lo
que no podemos atribuirle actos que él, por su propio pie, no realizaría (Don Quijote
nunca podría decir: «To be or not to be, that is the question»); de la misma forma, si
tenemos claro el argumento de la historia, hemos de escoger un personaje funcional que
lo lleve a buen término, que nos facilite la tarea en lugar de estorbarnos (si deseamos
hablar de la ruptura de una pareja por culpa de los malos tratos del marido, éste último
no puede ser alguien equilibrado y encantador).
Si hacemos este primer examen y comprobamos que el personaje le viene grande
a la historia (es decir, se nos va por las ramas o tiende a expandirse en toda su
complejidad, más allá de las fronteras que le teníamos marcadas), quizá nos tendríamos
que plantear escribir una novela o servirnos de un personaje más simple, con los rasgos
imprescindibles para que el argumento funcione; de la misma forma habremos de actuar
si, por el contrario, la historia le viene grande al personaje (por ejemplo, en el caso de
que a un personaje plano le estemos embarcando en aventuras existenciales
excesivamente complejas).
Visualización
Después de esa primera comprobación, el siguiente paso que nos ayudará a
avanzar en nuestro relato será visualizar al personaje. Él va a ser quien llevará a cabo las
acciones que constituirán la historia y, si no conseguimos verlo íntegramente ante
nuestros ojos, caeremos fácilmente en las trampas de la falacia, en la autocomplacencia
de atribuir al personaje pensamientos o actos que corresponden al escritor. Asimismo, si
nosotros no vemos al personaje, difícilmente lograremos que lo vea luego el lector. Por
último, si conseguimos dar vida en nuestra mente al personaje con imágenes, como al
actor de una película, nos resultará más sencillo desarrollar las acciones.
Identificación
No obstante, y ahí está la mayor dificultad de narrar historias, en la mayoría de
las ocasiones no basta con observar al personaje desde fuera. Tras conseguir tenerlo ante
nuestros ojos y seguirlo en sus acciones (decididas o no de antemano), en muchas de
nuestras historias tendremos que introducirnos también en su interior, acceder a sus
pensamientos, a sus emociones y a sus sentimientos. En resumen, convertirnos en él...
salvo que hemos de continuar mirándolo también desde el exterior (como narradores).
Tarea complicada donde las haya: desde fuera y desde dentro, todo a la vez, como una
cámara que se aleja y que se acerca hasta traspasar la piel de nuestro protagonista, en un
juego continuo de zooms.
Meternos en la piel del personaje nos permitirá cubrir otra parte importante de la
historia: no tanto la de los hechos y acciones, sino la de las causas, las motivaciones, las
reacciones (lo que, a su vez, puede que afecte al argumento). Como veis, un relato o una
novela se trata de un entramado que se desmorona si falta alguna de las piezas. Si no
logramos visualizar al personaje, difícilmente podremos relatar sus acciones de una
forma verosímil; si no nos identificamos con él, ¿cómo darle un sentido a esas acciones?
Comprensión
Porque, al fin, de lo que se trata en literatura es de investigar en el alma humana,
de encontrar matices y resquicios a los que no podemos acceder en nuestra vida real
(demasiado compleja, demasiado caótica, demasiado real), de entender
comportamientos que siempre nos habían intrigado... Ningún buen escritor escribe sobre
lo que sabe de sobra; ningún lector saca más que entretenimiento de una narración que
no le dice nada nuevo.
Si somos capaces de introducirnos dentro de un personaje y comprenderlo, de
sentir lo que él siente y después transcribirlo en palabras, estaremos en disposición de
entendernos mejor a nosotros mismos y a los que nos rodean. De la misma forma, el
lector sacará lección del análisis y seguirá un proceso parecido al del escritor: verá al
personaje en conexión con sus acciones, se identificará con él, llegará a comprender
desde dentro y desde fuera sus motivaciones, las razones de sus cambios, y de esta
forma se entenderá mejor a sí mismo y a las otras personas.