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Naturalmente los pueblos han vivido miles de años sin contar con esas máquinas que hoy
nos son tan familiares como imprescindibles. Podríamos pensar que medir el tiempo con
instrumentos más exactos ha sido una necesidad consustancial a la humanidad. Lo que
ocurre, solemos concluir espontáneamente, es que si ésta ha vivido siglos sin relojes ni
despertadores, se debe a que los avances científicos y tecnológicos llevan su tiempo: tal
necesidad se habría podido colmar poco a poco, ensayando primero, y perfeccionando
después, sistemas de notación capaces de capturar y comunicarnos, con mayor precisión,
la sucesión de los días, meses y años (calendarios), así como el orden de las horas, los
minutos y los segundos (relojes).
De hecho, buceando en la historia de los ingenios elaborados en diferentes épocas y
lugares, encontramos evidencias de mecanismos destinados a dividir o a introducir
discontinuidades en el flujo del devenir: la clepsidra, de origen mesopotámico que
delimitaba fracciones de tiempo, según lo que tarda una cantidad de agua en pasar de un
recipiente a otro de iguales dimensiones; el reloj de sol egipcio, vinculado en principio a
funciones sacerdotales; el pájaro mecánico inventado por los griegos (250 a.C.), que
sonaba cuando subían la mareas; los campanarios de las iglesias comunales que tañían,
en los albores del mercantilismo (siglo XII), al ritmo de las actividades de comerciantes y
artesanos; el reloj de arena usado para establecer la duración de las misas (siglo XVI), o
el cuerno utilizado por los encargados para despertar a los trabajadores de los talleres en
los distritos textiles ingleses (siglo XVI).
Sin embargo, tales indicios no deben tomarse como una mera sucesión de intentos que
responden a simples peldaños en la evolución del mundo humano. En verdad, como
sugiere el sociólogo e historiador Lewis Mumford en Técnica y civilización, son esas
máquinas, que forman parte indiscutible de nuestra vida cotidiana, las que contribuyen a
asentar la creencia en una realidad -la del tiempo serializado en horas, minutos y
segundos- independiente del acontecer humano, como si de un hecho externo se tratase.
Al punto que llegamos a atribuirle al instrumento físico, en sí mismo, el conjunto de
costumbres que lo crearon y lo acompañaron. El sociólogo Norbert Elías, en su libro El
tiempo, recuerda el papel jugado tanto por las ciencias físico-naturales como por la
filosofía en la representación del tiempo como un hecho ajeno a la acción humana.
Mientras las primeras lo presentaron como un dato equivalente a otros fenómenos
naturales no-humanos; la segunda -en particular el pensamiento cartesiano y
posteriormente el kantiano- lo concibe como una categoría innata de la experiencia, un
hecho inalterable de la naturaleza del hombre.
Son las máquinas, que forman parte indiscutible de nuestra vida cotidiana, las que
contribuyen a asentar la creencia en una realidad independiente del acontecer humano
Lo que ambas tienen en común, en definitiva, es hacer del tiempo un hecho universal,
previo y extrínseco a toda época, lugar y mundo social particular: como si fuese un
fenómeno transhistórico y transcultural. Los planteamientos de Mumford y Elías
contribuyen a desafiar nuestras impresiones habituales, al hacernos ver que el tiempo no
es solo materia de intervención humana sino, más aún, que no es ajeno al conjunto de
símbolos utilizados para percibirlo, ordenarlo y regularlo (los relojes y los calendarios,
entre otros, todos de factura humana), los cuales responden a pautas, procesos y formas
concretas de organización social.
El historiador británico Edward Thompson en su texto Tiempo disciplina y
capitalismo ilustra, con casos sorprendentes a nuestros ojos, la “indiferencia a las horas
del reloj” en diversas geografías sociales, no excesivamente remotas. Así, por ejemplo, los
intervalos de tiempo en Madagascar se medían en función de “una cocción de arroz”, o de
la “fritura de una langosta”. La duración de un terremoto en el Chile del siglo XVII se
medía en “credos”. Entre los Nuer del Sudán, en los años 1940, el paso de un día se
componía de la sucesión de las labores ganaderas y los ciclos de tareas domésticas. Las
actitudes del campesino de la kabilia argelina, donde al reloj se lo conocía como “el
molino del diablo”, fueron descritas en la década de 1960 por el sociólogo Pierre
Bourdieu en términos de una “impasible indiferencia ante el paso del tiempo, al que
nadie pretende dominar, utilizar o ganar”. La prisa se consideraba una falta de pudor y la
noción de una cita exacta era desconocida; los kabiles solían quedar diciendo,
simplemente, “nos encontramos en el próximo mercado”.
Resistencia a la 'modernidad'
Tendemos naturalmente a considerar extraños estos comportamientos. Los atribuimos a
la resistencia de las sociedades tradicionales ante la modernidad; o al desconocimiento
tecnológico e, incluso, a la indisciplina o indolencia propia de quienes lo malgastan. Y si
lo hacemos es, en realidad, porque los percibimos y juzgamos mediante un modo de ver
aprendido que ha forjado en nosotros una experiencia específica del tiempo y de su valor.
En consecuencia, apenas si nos preguntamos cómo hemos llegado a considerar
imprescindibles esos aparatos tan precisos y, más todavía, a ordenar nuestra vida en
torno a las regularidades y cadencias que ellos representan.
La prisa se consideraba una falta de pudor y la noción de una cita exacta era
desconocida; los kabiles solían quedar diciendo, simplemente, “nos encontramos en
el próximo mercado”
La época de la cosecha, entretanto, puede obligar a laborar intensivamente de sol a sol,
antes de que el producto se arruine o que lleguen las épocas de climas desfavorables. Los
pueblos pescadores, dependientes de las mareas y de los vientos, han de observar y
atenerse a sus movimientos, entre otras tantas cosas … ¿A que el pájaro mecánico griego,
que sonaba con la pleamar, cobra mayor sentido en un contexto como ese, que un reloj
despertador al que le fijamos una determinada hora para despertarnos? En tales y otras
condiciones semejantes, las jornadas pueden alargarse o acortarse en función de las
labores necesarias en cada momento, la distinción a las que estamos tan habituados entre
las actividades ordinarias (festividades, mercados, rituales, conversaciones, salidas,
intercambios y contactos sociales de todo tipo, crianzas y enterramientos, etc…) y las
relativas a la subsistencia, se anudan entre sí y entremezclan. Como poco, en el sentido
de que no existe una demarcación entre los hechos y tiempos de la vida, y los del trabajo.
Si nos retrotraemos al medioevo, de la mano del historiador Jacques Le Goff (Au Moyen
Âge: temps de l’Église et temps du marchand), se pone en evidencia una crucial
transformación del pensamiento cristiano occidental sobre el tiempo y la historia, el cual
tiene lugar en el corazón del siglo XII cuando entra en conflicto el tiempo de la iglesia y el
tiempo del mercader, y comienza a tomar forma la elaboración de la ideología del mundo
moderno. Tras la emergencia del comercio y la formación de redes mercantiles el tiempo
se convierte en objeto de una atención y regulación particular. Las tareas del mercader
requieren de un tiempo mensurable, orientado y previsible: la duración de los viajes por
mar o tierra, la fluctuación de los precios en el curso de las operaciones comerciales, la
duración del trabajo artesanal que provee las mercancías, devienen objeto de
reglamentación cada vez más exacta. Si en la mayoría de las regiones cristianas de
Europa, las campanas de los monasterios anunciaban las “horas canónicas”, es decir una
división regular del día en siete momentos, a cada uno de los cuales correspondía un
conjunto especifico de oraciones, pronto el instrumento se extenderá fuera del
monasterio y su modelo de regularidad se prestará a otras funciones. Las campanas se
pondrán al servicio de los fines profesionales y del control del trabajo artesano: sonarán
en los momentos de las transacciones comerciales, y para marcar los turnos de trabajo de
los obreros textiles, a quienes se comienza a fijar horarios precisos de entrada y salida de
los talleres.
Es en el siglo XII cuando entra en conflicto el tiempo de la
iglesia y el tiempo del mercader, y comienza a tomar forma la
elaboración de la ideología del mundo moderno
Con la integración en sociedades más abarcadoras, en el proceso de
transición a la sociedad industrial y una vez que la mano de obra se
convierte en contratada, se produce una profunda reestructuración
de los hábitos anteriores. Mientras en las sociedades
preindustriales, ya sean éstas las (mal) llamadas “primitivas”, o las campesinas, sean las
manufactureras a escala doméstica… (etc.), responden a pautas fluctuantes, discontinuas,
cambiantes e incluso estacionales de ejecución de los quehaceres cotidianos, el
advenimiento de la industria mecánica exige una sincronización, regularidad y exactitud
muy precisas del trabajo para determinar la posición, la duración, el ritmo y la sucesión
de actividades de los trabajadores.
Una de las imágenes más antiguas del reloj de arena está en este cuadro, 'Templanza', de Ambrogio Lorenzetti
(1338). / WIKIMEDIA COMMONS.
Estos cambios fueron graduales, y no hubo una sola forma de transición, en todo lugar.
De hecho no son desconocidos los oficios mixtos en los comienzos del industrialismo
(mineros que eran pequeños agricultores; artesanos textiles ocupados en la construcción,
etc.). Y a poco que lo pensemos, podemos descubrir algunas formas contemporáneas de
otros usos del tiempo. En cuanto a los relojes, y formas de despertar, tal vez la cuestión,
no sea tratar de dilucidar si la difusión del reloj –y del despertador o sus sucedáneos- fue
en sí mismo un factor del cambio, o a la inversa, el síntoma de una nueva forma de
organización de la vida. No obstante, desde el siglo XIV se erigen relojes en iglesias y
lugares públicos, y la difusión general de los relojes se produce al ritmo que la revolución
industrial exige mayor sincronización del trabajo.
El reloj es, tal vez, el más notable de esos dispositivos de la modernidad, aunque también
integramos esos usos y valores, a través de los sistemas de fichado a la entrada y salida
del trabajo, o de las sanciones que acompañan los retrasos, de los permisos establecidos
con minuciosidad para los llamados “asuntos personales”… y más aún, con los horarios
de la escuela, o los establecidos para el juego, el dormir o el comer.