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Muerta

de
envidia

©Regina Roman, 2010


A todas las que son como Blanche,
Mis más sentidas condolencias.
Si aprendéis la lección, puede que salgáis del hoyo.
Buena suerte. Y adiós.
INDICE
1) Terapia
2) Las gallinas de mi corral
3) Betty Becaria
4) La infancia de otra
5) Y Blanche se zampó el bombón
6) Chismes volantes
7) El cristal con el que miro no es rosa
8) De repente, Satanás
9) Los lobos no siempre se comen al cordero
10) Sal, pimienta y otros líos
11) Trasteando en los corazones
12) Semillas de venganza
13) Las piezas del puzle vienen separadas
14) Extraños en la noche, que cantaba Sinatra
15) Alternativas al asesinato
16) Culo veo, culo quiero
17) Eliminando obstáculos
18) Un rojo que vira a negro
19) Este negro se oscurece
1-Terapia

—Háblame de tu infancia.
—Bueno, no fue para tirar cohetes —respondió Blanche
agriamente con la pupila perdida en el fondo de la sala en
penumbras—. Apuesto a que la de las demás estuvo mejor.
Mucho mejor.
—Eso no tiene importancia. Si la recuerdas como algo triste,
castrante, fuente de frustraciones… Eso es lo que quiero que me
cuentes, creo que me entiendes.
Por toda contestación, Blanche arrugó la nariz y la boca en un
mismo y único paquete.
—Castrantes…
—Puede que la palabra suene un poco fuerte, pero me refiero
al efecto que tuvo en ti. Puede tratarse de cualquier nimiedad, no
hace falta que sea un acontecimiento determinante ni vital…
—Supongo que todo habría sido un poco más sencillo si mi
madre no hubiese sido tan brutalmente sincera.
—Háblame de los recuerdos más oscuros que aún conserves
en la mente.
en la mente.
—Éramos lastimosamente pobres. No pobres en el sentido
literal, podíamos comer y teníamos televisor y esas cosas. Pero
no conocí el lujo, ni los caprichos, ni la ropa bonita. Mi madre
hizo el pino con las orejas para conseguirnos una beca a mi
hermana y a mí en aquel colegio de señoritingas estiradas y creo
que fue por el uniforme. No pagaba nada y encima se ahorraba
comprarnos vestidos. Para los ratos de ocio disponíamos de un
par de pantalones a compartir. Unos vaqueros y otros de pana
verde. Espantosos. De pana gorda, anticuada… ¡Dios! ¡Cómo
odiaba esos pantalones! Y también dos camisas y un jersey de
lana para cuando hiciera frío. Pero pasados dos años me
apretaba tanto que tenía que llevarlo sobre los hombros.
Siempre andaba constipada —sonrió con amargura—. Y luego
estaba… Valentina que venía a casa… demasiado asiduamente.
—¿Valentina?
—Una chica de mi clase. No sé el empeño en querer ser mi
amiga, porque ella era rica, su padre abogado y su madre
médico… figúrese… —Se restregó ansiosa las manos.
Valentina, Valentina—. Aún puedo verla, con su pelo rubio, sus
cuidados tirabuzones y sus grandes ojos pardos. Emperrada en
llevarse bien conmigo, se salió con la suya, tuve que invitarla a mi
casa. Estoy segura de que lo hizo para fisgonear y luego poder
reírse con las demás a mis espaldas. Ridiculizarme. A mí y a
nuestro asqueroso pisito de barrio barato. Valentina tenía cara
de ángel y ojos de bambi, pero era una serpiente.
—¿Te hizo alguna trastada? ¿Te traicionó?
—Oh, no. Jamás reveló su verdadero carácter. Siempre fue
perfecta, por dentro y por fuera.
—¿Entonces?
—Yo lo sé. A mí no podía engañarme. Llegaba a casa con
aquellos vestidos de lino blanco bordados y yo me quedaba
enganchada del vuelo de su falda, del fluido movimiento de la
tela, del crujido suave cuando se sentaba, de sus bailarinas de
piel de colores. Y mi madre ladeaba la cabeza, la miraba con
pena y esperaba que se marchara. Entonces me decía que no
soñase, que nunca tendría ropa como aquella porque no podían
comprarla.—Sobraba resentimiento en su voz. Chirriaban sus
dientes.
—Y eso te hacía daño…
—Es que no hacía falta oírlo. Yo sabía que en mi casa apenas
llegaba el sueldo, me despertaban por las noches el frío sin
calefacción y las discusiones de mis padres a cuenta del
frigorífico vacío. Pero oírselo a ella… con aquella expresión de
derrota en la cara, el tono de miseria, la resignación… yo la
odiaba.
—¿A Valentina?
—A esa también. Pero me refería a mi madre.
—¿Porque decía la verdad?
—Porque era cruel; a una niña no se le dicen esas cosas, son
traumáticas. Ya hemos terminado por hoy —agregó Blanche
tras una larga pausa.
Nadie se opuso a su deseo expresado en voz alta. Más allá
de sus oídos trinaba una melodía relajante, casi un pulso no
de sus oídos trinaba una melodía relajante, casi un pulso no
musical, que conducía las ondas cerebrales al estado alfa en un
santiamén. Las cosas esas de la esotérica moderna, que se han
puesto tan de moda. Y en algún rincón no a la vista, ardía una
varilla de incienso que a Blanche la mareaba. Hasta había
tratado de aguantar la respiración para no tener que soportarlo,
pero transcurrido un rato corto, terminó congestionándose y
tuvo que claudicar a pique de ahogarse.
¡Leches!
Se secó una lágrima díscola con el revés de la manga y se
armó de valor con el fin de incorporarse. Las sesiones la
dejaban como un trapo y siempre se le hacía cuesta arriba
regresar al mundo real, después de que la terapia la sumiera en
una especie de sopor, a ratos doloroso, a ratos balsámico.
Estaba satisfecha, muy satisfecha, incluso más que eso. Pronto
saldrían a relucir las responsabilidades de su madre, su culpa
tremenda se confirmaría. Impulsó el tronco hacia arriba y se
sentó en el diván.
Bueno, no era exactamente un diván, pero hacía las veces.
Sacudió la cabeza alejando el aturdimiento, se puso en pie y lo
dejó atrás. Anduvo lenta hasta la entrada principal y pulsó el
interruptor de la luz. Tenía lo que se merecía, que era bien poco.
Allí no había nadie más que ella. Blanche estaba sola,
terriblemente sola en el salón de su pequeño apartamento.
Permaneció aún unos minutos junto a la puerta, pasando revista
con gesto de disgusto. La mesa, el sofá, las dos butacas y el
mueble de la televisión, además de anticuados y rancios,
desafinaban. Eso, por no hablar de los cuadros. Tenía la ligera
sospecha de que unos con otros, no hacían equipo ni
conjuntaban, pero no la absoluta certidumbre como le hubiese
gustado. De ordinario no traía invitados a casa, pero si algún día
llegaba a producirse un acontecimiento tan extraordinario, le
gustaría poder mostrar un entorno con clase y distinción, algo
que pasmase a sus conocidos e incrementara su valor personal.
Pero, ¿por dónde empezar? No sabía comprar, era una
analfabeta de la decoración y cada vez que lo intentaba, se las
apañaba para elegir lo más horrendo de la tienda. Y más
espantoso todavía, quedaba al mezclarlo con los chismes
antiguos.
Borró de su imaginación al psicólogo invisible, que tanto la
ayudaba a superar las crisis de angustia cuando atacaban y
accionó el botón para cortar en seco la música relajante. Ya está
bien de estridencias, se dijo sonriente.
—Algunos se inventan un amigo invisible y nadie piensa que
estén majaras. —Arrancó la varilla de incienso aún humeante de
su base y la clavó bocabajo en un tiesto. La columnilla de humo
se extinguió al instante— ¡Apágate ya, mierdosa!
Se marchó pasillo adelante. Para la siguiente sesión no usaría
incienso, estaba decidido. Entre otras cosas, porque enturbiaba
incienso, estaba decidido. Entre otras cosas, porque enturbiaba
el ambiente en lugar de aclararlo. Y puede que también variase
la puñetera música de fondo, que era un petardo.
2 – Las Gallinas de mi Corral

Blanche atravesó el humilde portal de su edificio con paso


firme y se dirigió al coche. Su utilitario conseguía dormir cada
noche casi en la puerta misma de casa, pese a que el infernal
número de vehículos en la zona, nunca daba tregua ni concedía
el inesperado regalo de un hueco disponible. Jamás de los
jamases pensó en costearse una plaza de aparcamiento, de esas
que cuestan un riñón, en pleno centro de la ciudad. Tampoco le
quitaba el sueño el deterioro del cochecito a la intemperie,
porque era un modelo tan viejo como su chaqueta de cuadros
Harry´s. Básicamente un coche sirve para trasladarse de un sitio
a otro, se decía, pero… ¡Diablos! ¡Cómo le gustaría ser la
afortunada poseedora de un vehículo de diseño tipo Audi TT,
Mini Cooper o similares! Puestos a pedir, en versión cabrio, por
favor. Como el de Ana Tejón, la tontorrona de la oficina.
—Siempre he pensado que los coches dicen mucho de sus
dueños. Como los perros. Como el guardarropa —pensó
mientras activaba el cierre no centralizado y se sentaba.
Decididamente, Ana no se merecía un Mini Cooper.
Arrancó a la primera pese a las bajas temperaturas y se
deslizó blandamente por la calle transitada. Una suerte, el que su
deslizó blandamente por la calle transitada. Una suerte, el que su
hora de inicio laboral fueran las diez de la mañana en lugar de las
ocho o las nueve, la libraba de la mayoría de los atascos, pero
en cualquier caso, menuda lata era tener que trabajar. La gente
que no lo hace por cuenta ajena, los que han tenido la suerte de
crear su propia empresa, se lo montan como quieren, como les
viene en gana. Y por descontado, no madrugan. Van y aparecen
cuando menos se lo esperan sus sufridos empleados.
Fundamentalmente para amargarles la existencia. Luego
desayunan, leen el periódico, dan un par de voces, acojonan al
personal y se marchan a casa o a comer con clientes. Joder, eso
es vida y el que discrepe que se cosa la boca.
Tanto elucubrar la distrajo y se saltó un semáforo en rojo en
un cruce identificado como “punto negro”. Fue percatarse del
hecho y tensar cada músculo del cuerpo. Pese a llegar al otro
extremo sin percances, llevaba la sangre cuajada en mitad del
recorrido, no sólo por el peligro soportado, sino porque allí
frente a sus narices, aguardaba siniestro y encubierto un coche
de la policía local.
—Mierda, mierda y más mierda. Menuda multa me van a
cascar, como si lo viera. —Blanche se mordió el labio inferior
aminorando ligeramente la velocidad y tratando en vano de dar
con una excusa plausible, por tenerla preparada.
Pero… ¡Oh milagro! Pasó de largo, casi de puntillas y los
agentes no se volvieron a mirarla, ni la encañonaron con sus
agentes no se volvieron a mirarla, ni la encañonaron con sus
pistolas de reglamento. De hecho, ni alzaron sus gordas cabezas.
—¡No se han dado cuenta, no se han dado cuenta, no me han
visto! —Canturreó por lo bajini esforzándose por creerlo—
¡Genial, genial! —Abrió una pausa para sí misma que rompió al
mirar por tercera vez el espejo retrovisor. La patrulla seguía
ensimismada en un absurdo examen de documentos, allí como
pasmarotes en mitad de la calle— ¡Tendrán poca vergüenza!
Con lo que cobran gracias a los impuestos que paga gente como
yo y ni siquiera saben hacer bien su trabajo. ¡Era un semáforo en
rojo, coño! ¡Y de los peligrosos, podía haberme matado! —
calibró con irritación.
Puso la radio a todo volumen y se alegró el ánimo hasta enfilar
la calle donde se ubicaba su oficina. Blanche prestaba servicio
como secretaria en Tornes, una empresa dedicada a la gestión
administrativa de documentos y administración de fincas. La
plantilla era extensa, teniendo en cuenta que se trataba de una
consultoría modesta, casi doce personas y salvo el dueño que
rara vez se dejaba ver, todas eran mujeres. Pensó que sería una
mierda y un aburrimiento cuando entró a trabajar allí seis años
atrás y ahora, seis años después, seguía pensando lo mismo.
Algunas empleadas habían ido y venido, sorteado tempestades,
tomado vacaciones forzosas y vuelto a reincorporar, discutido
con el jefe, ascendido o degradado. Sólo Blanche se mantenía
fija e inmutable como bastión representativo de la empresa, que
no como cara visible. Para tal función, el jefe alistó a la horrible
Vera Márquez a quien había nombrado mandamás de
Vera Márquez a quien había nombrado mandamás de
administración en medio de una ceremonia de coronación con
canapés del supermercado y champán del bueno. La tipa se
dedicaba a pasear su palmito por los pasillos de la oficina
haciendo bien poco.
Sólo llevaba en Tornes unos dos meses y Blanche ya la
aborrecía.
Ella habría disfrutado sirviendo a un jefe masculino, guapo e
inteligente, bien vestido y perfumado, que llenase de color sus
mañanas y sus tardes con sonrisas arrebatadoras. Pero puñetas,
ni jefe, ni compañeros. ¡Vaya mierda! ¡Vaya expectativa para
una chica soltera y en edad de merecer!
De hecho, la edad de merecer se le estaba pasando a pasos
agigantados.
—Buenos días- dijo en voz alta para quien quisiera oírla.
Aquello era ya como saludar a tu madre en el desayuno de cada
mañana.
—Buenos días —respondió Ely levantando un segundo la
vista de sus papeles. Era la recepcionista con la mesa frente a
Blanche. La cara de torta de Ely por la mañana, la cara de torta
de Ely por la tarde, la cara de torta de Ely en sus peores sueños.
De buena gana se hubiese echado el escritorio a la espalda con
tal de mudarse dos pasillos más allá, frente a Ana o frente a
cualquier otra. Pero no, su destino era sentarse frente a cara de
torta, y cinco años y medio viéndola cada vez que movía el ojo,
era mucha tortura.
—¿Qué haces aquí tan temprano? —Se interesó Blanche sin
que le interesara.
—Me quedó mucho pendiente ayer tarde —resopló la
interpelada—. Estas cartas tienen que salir hoy sin falta. —Las
señaló cabeceando—. Trescientas cincuenta y cuatro, tres folios
a doble cara cada una. Tuve que alargar la jornada para dejarlas
dobladas todas y en la prensa.
—Comprendo. No te mates, que el amo nunca se entera —
recomendó inexpresiva.
La prensa había sido el gran invento de la jefa Vera. Ni más ni
menos que doblar cuidadosamente el contenido de las cartas a
comunidades y dejarlas la noche anterior bajo un par de libros
tipo ladrillo con un total de cinco kilos de peso de media, para
que se aplastasen. Al día siguiente te las encontrabas como un
sello. Y resultaba tan fácil y magnífico introducirlas en sus sobres
y quedaban tan planitas, que hasta parecían hermosas. Tenía que
habérsele ocurrido a ella, total, era una chorrada, una chapuza
casera. ¿Por qué no lo había pensado antes de que Vera le
pisara la delantera? Las novedades se festejan y te añaden
méritos. Y si encima funcionan, mejor que mejor. ¡Coño, qué
mala suerte!
—Tenemos becaria nueva —anunció Ely sin dejar de
garabatear como una posesa.
—Vaya por Dios, pobre criatura. —Fue el recibimiento de
Blanche.
—Me extraña que aún no haya llegado, debería tener mucho
interés por quedar bien, ya sabes lo de la primera impresión.
—Hay algunas listillas que lo de la primera impresión se lo
pasan por el forro del sobaco. —Comprobó el lomo de dos
carpetas de archivos y se dispuso a colocarlas—. Además, no
sé qué emperramiento tiene el jefe con lo de esas chicas, nunca
se quedan más de tres meses, dan por el culo lo que pueden,
entretienen más que ayudan y encima, te miran por encima del
hombro porque son… —Se detuvo, se irguió y ahuecó la voz—
universitarias.
Ely soltó una risa cantarina desde su cara de torta.
—Bueno, la jefa no ha llegado tampoco todavía. No sé qué
pasa hoy, todo el mundo tarde.
—Ana…
—Sin noticias desde el frente.
—Raro en ella. Y…
Precisamente iba a preguntar por Alexia Trapa, pero la vio
entrar por la puerta, con su asombrosa sonrisa y su halo de luz
alrededor, como de costumbre. Pasó rozando el borde de la
mesa de Blanche y el aroma de su perfume la hizo girarse a
mirar. Alexia soltaba el bolso en el perchero y se quitaba
distraídamente el abrigo.
—Chicas, qué tráfico del demonio. —Se quejó—. Me ha
pillado un atasco del quince. ¿Vera…?
—No ha llegado— la informó amablemente Blanche antes de
que Ely se le adelantase.
—¡Uff, qué alivio! Ahora me siento, me relajo y hago como
que llevo aquí veinte minutos. Vosotras me seguís la corriente.
—Sonrió pícara—. Comprobemos el correo.
—Hay un par de faxes en tu cesta, los dejé ayer a última hora
— indicó Ely sin separar la nariz de los papeles.
Blanche escrutó la reacción de Alexia. La jodía no se inmutó.
Sin perder ni un ápice de su alegría contagiosa, comprobó los
documentos a que se refería Ely, que por cierto no eran un par,
más bien un par de docenas, pero no dio muestras de que le
importara. Los revisó superficialmente y los dejó a un lado, a
mano para contestarlos a continuación. Blanche hubiese puesto
el grito en el cielo ante aquel abuso por parte de clientes que se
atrevieran a acumularle trabajo fuera de horario. ¿Qué tenía a
Alexia siempre tan dichosa? ¿Qué provocaba su rezume de
felicidad casi repugnante? Porque que Blanche supiera, era del
dominio público que ni estaba casada ni tenía novio. No era mal
parecida, pero tampoco era un cañón de mujer como Vera
Márquez. Entonces, ¿qué diablos? Tenía que haber algo que
explicase…
—Ah, ya lo tengo. —Se dijo deslumbrada por su sagacidad
—. Su cutis magnífico. Su perfecta carita de porcelana.
—. Su cutis magnífico. Su perfecta carita de porcelana.
Y en cuanto vio que Alexia se levantaba y se dirigía al baño,
la siguió con ansia.
Se estaba retocando el cabello y sonrió al sentirla reptando a
su espalda. Blanche le dedicó un minuto de observación.
—Me encanta tu maquillaje, te queda como un guante.
—Llevo siglos usando el mismo.
—Yo también pertenezco al club “si algo funciona, no lo
cambies”. —Estiró la boca y mostró los dientes, poniéndole por
delante de la cara un trozo de papel y un boli—. Apúntame la
marca y el color.
Alexia permaneció fuera de juego un instante. Enseguida
aceptó los objetos con cierto embarazo.
—Ah, vale… cómo no. —Se inclinó sobre la encimera del
lavabo y trazó unas palabras—. Eso sí, te advierto que no es
muy cubriente.
—¿Eso qué quiere decir? —espetó Blanche a la defensiva.
—Que es una base ligera, no sirve para tapar imperfecciones.
—Oye, ¿me estás diciendo acaso que tengo el cutis como un
guiso de arroz? —Se tensó arrebatándole el papel de un tirón,
después de asegurarse, claro está, de que la información
solicitada estaba allí escrita. Alexia se sofocó. Pero Blanche
solicitada estaba allí escrita. Alexia se sofocó. Pero Blanche
estaba peor: a Blanche literalmente le ardía una tea en el
estómago.
—No, mujer… Anda sí, pruébalo y a ver cómo te queda.
—Ya me parecía a mí. No es que tenga una piel perfecta,
pero hay con qué consolarse si me comparo con Ely —replicó
con malicia a duras penas disimulada.
—Sí, claro —balbució Alexia volviendo a ocuparse del
cepillo.
—Esa pobre chica debería hacer algo drástico con su aspecto
físico. Quizá tú, que estás tan al día de todos estos adelantos y
sabes bien cómo sacarles partido…
—Puedes encontrarlo en Perfumería Isaac —la cortó Alexia
no todo lo bruscamente que se merecía.
—¿Cómo?
—El maquillaje. —Sonrió y guardó el cepillo a toda
velocidad.
—Mil gracias, ya te contaré. —Y procuró abandonar el baño
antes que su compañera.
La razón de tanta prisa era el taconeo sutil que avanzaba por
el pasillo. Si su instinto no le fallaba, se trataba de Vera,
montada en otro par de tacones imposibles, de los de estreno en
alfombra roja, que ella dominaba como unas simples alpargatas
de andar por casa. Blanche había tratado de imitarla, de hecho
llegó a comprarse unos salones parecidos. Pero no pudo
soportarlos, el día que se atrevió a llevarlos al trabajo, acabó
dos horas más tarde caminando descalza sobre la moqueta con
los pies como dos tortillas españolas. Está claro que las cosas no
los pies como dos tortillas españolas. Está claro que las cosas no
son caras de la muerte por casualidad y que su patético
simulacro de Louboutin distaba mucho de ser cómodo. Ahí, en
la horma de precio prohibitivo, se explicaba que Vera aguantase
estoica y ella… pues no.
La jefa se aproximó concediendo toda su atención a una chica
delgadita y anodina que caminaba a su lado. Se detuvo en medio
de la sala y dio un par de palmadas. Blanche no había hecho
otra cosa que atrapar una carpeta en las manos y atendió plena
de interés, dejando resbalar sus ojos por la preciosa chaqueta
de terciopelo granate de la desconocida.
—Chicas, os presento a Betty, es nuestra nueva becaria y
aunque por el momento no puedo deciros cuánto tiempo estará
entre nosotros, espero que sea mucho y productivo. —Le
dedicó una sonrisa que la chica devolvió—. Betty realizará
turnos con todas vosotras aprendiendo vuestras funciones,
empezando por lo más básico. De ese modo estará preparada
para suplir cualquier ausencia o para servir de apoyo en caso de
acumulación de tareas. Para comenzar… Blanche, tú le
enseñarás nuestros métodos de archivo.
—¿Yo? —Era difícil discernir si estaba fastidiada o a punto
de botar de alegría.
—Sí, me consta el tiempo que pierdes recogiendo
archivadores y carpetas que otros dejan tirados por ahí. —Puso
un especial énfasis en esta parte de la frase y paseó la mirada
por el grupo de empleadas, que corrieron a esconder la vista.
Blanche estiró el labio sintiéndose valorada y mártir—. Betty te
servirá de ayuda y en un par de días asumirá ese trabajo en
solitario. En cuanto sepa dónde debe colocar cada cachivache.
—Otra sonrisa. Ya iban demasiadas. Y demasiado
empalagosas.
—Bienvenida, Betty. —Blanche abrió los brazos con gesto
teatral.
—Gracias, gracias a todas —respondió Betty dejando oír su
voz de pito afinado.
—Es todo de momento, te dejo con ellas. Cualquier cosa,
sabes dónde encontrarme. —Vera le zarandeó con cariño un
hombro y salió por la puerta como si la oficina la tuviera más
abajo que a sus pies.
¿Y para eso tanta parafernalia? Si es que esta tía es tonta y en
su casa no lo saben, por Dios, que se haga justicia y la pongan
donde debe estar, de patitas en la calle en lugar de entre mujeres
inteligentes dando órdenes que ni siquiera comprende, anheló
Blanche en un ruego mudo aunque devoto.
Incapaz de seguir mirando, desvió su atención hacia Alexia.
Era evidente que también se había retocado el lápiz de labios y
el que lucía era maravilloso, perfecto. ¡Maldición! Debía haberse
quedado en el baño un minuto más, le habría preguntado. Ahora
resultaba bochornoso y encima… tenía a Betty pegada a su
mesa, esperando, con la mirada perdida. Sin incordiar, pero
estorbando.
—Bueno, lo más seguro es que compre todo el maquillaje en
el mismo sitio —se dijo—. Lo encontraré.
Y desde luego, nada de enseñarle la sistemática de archivo a
la becaria de los cojones: aquella sencillísima tarea, le permitía
pasearse por la oficina, fisgonear en todos los despachos,
rebuscar entre los papeles de la gente con la mejor coartada y
pasar las ocho horas de jornada, sin hacer ni el huevo. ¿Pasarle
el testigo a otra? ¡Y un carajo!
3– Betty Becaria

Daban las once pasadas, cuando Ana Tejón entró por la


puerta resoplando, arrastrando tras de sí un bolso
inconcebiblemente grande. Verdoso, brillante, de esos que
sientan como una patada en los dientes. Blanche le echó un
vistazo de reojo desde su mesa. Le bastó.
—Puro plástico —pensó—, basura. Mucho Mini Cooper,
pero a la hora de comprarte un bolso, se te nota la alpargata,
hija.
No había bolsos en aquella oficina, que pudieran compararse
a los de Amanda Llorosa.
—Ni os imagináis mi odisea de esta mañana —contaba Ana
cuando Blanche regresó de su lapsus—. Había aparcado
relativamente cerca de mi casa… bueno, a cinco manzanas, pero
teniendo en cuenta cómo está el centro, eso es “relativamente
cerca”. Os juro que cuando anoche lo dejé, no había ninguna
señal de prohibido aparcar.
—Querrás decir que no la viste —rió Ely adivinando lo que
venía a continuación.
—Miré arriba y abajo de la calle, escudriñé cada farola —
insistió Ana librándose del abrigo de cuadros y del espantoso
saco que llevaba por bolso—, nada. Y esta mañana, se lo había
saco que llevaba por bolso—, nada. Y esta mañana, se lo había
llevado la grúa. —Se derrumbó sobre su silla, secándose el
sudor de la frente con un clínex arrugado—. Menudo follón y
menuda pasta.
—Con grúa y todo, me quedo con él y te entrego mi cascarria
inservible —intervino Blanche con aire de “no sé por qué te
lamentas”—. ¿A que no me lo cambias así, a tocateja?
Ana la miró pasmada.
—Pues no.
—Esas cosas pasan por tener un coche tan chulo, Ana,
debería estar prohibido. —Levantó los brazos por encima de la
cabeza— ¡Por fin, grúas, acudid, justicia en el mundo!
—Oye, mala compañera, no irás a decirme que te alegras…
—replicó Ana suspicaz.
—Mujer, qué mal pensada eres. —Sonrió Blanche
examinando por cuarta vez las mismas carpetas—. El caso es
que ya lo tienes de vuelta, congratúlate.
—Sí y doscientos euros menos, entre el taxi, la grúa y la
multa. Una putada, a ver quién es la guapa que llega a final de
mes, tal y como están las cosas. —Suspiró y se puso en pie—.
En fin, voy a comentárselo a Vera, que sepa que mi demora está
justificada.
—No va a atenderte —se oyó decir a Blanche desde el
—No va a atenderte —se oyó decir a Blanche desde el
fondo del pasillo—, la nueva becaria le ha sorbido el seso.
Ana desatendió su consejo, perdiéndose por la maraña de
despachos cerrados, a pleno rendimiento. Blanche se dedicó a
pasear todavía un ratito más, antes de hacer escala en el office y
prepararse un café. El olorcillo atrajo a Betty que venía cargada
con unos archivadores y su eterna cara de despiste.
—¿Se puede?
—Desde luego, guapa, pasa. —Invitó Blanche volviendo a
revisar la chaqueta granate. Nunca se le habría ocurrido adquirir
una prenda de ese color, qué bonito—. Deja ahí las carpetas, no
sea que se manchen y la liemos —advirtió con tono catastrofista.
—Precisamente iba a preguntarte dónde las coloco.
—Sí, ahora me encargo. —Sacó dos tazas y las dispuso en
sus platillos—. He estado pensando… independientemente de la
primera impresión que se lleve Vera, que casi nunca acierta, yo
creo que tú tienes talento para faenas más sofisticadas que un
simple llevar y traer expedientes, Betty querida.
—Pero Vera dijo…
—A ver, ¿qué estudias?
—Derecho.
—Vaya, una abogada en potencia. ¿Leche y azúcar? —Betty
asintió—. Pues vas a empezar por contabilidad y por gestiones
de calle, son muy instructivas, verás el porrón de cosas que
aprendes.
—Ya pero es que la contabilidad a mí… —Blanche le metió
—Ya pero es que la contabilidad a mí… —Blanche le metió
literalmente la taza por la nariz—. Gracias. Vaya, que el día de
mañana no la voy a necesitar…
—El saber no ocupa lugar, a una niña bien como tú se lo
habrán enseñado sus padres. —Soltó una risita condescendiente
—. No sé por qué estás aquí pero ya que has venido, procura
no perder el tiempo. —Levantó una ceja—. Una chica tan
inteligente y mona archivando. —Mandó una carcajada irónica
al aire— ¡Qué desperdicio! Mira, precisamente Amanda lleva
contabilidad. ¡Mandy!
La interpelada cruzaba de largo el pasillo sin intención de
detenerse pero oír su nombre la hizo frenar. Era una chica de
unos treinta años y pinta de pelícano gracias a su fantástica
papada. Ojos de párpados pesados y comisuras de los labios
hacia abajo. Vestida íntegramente de gris oscuro. Parecía una
verruga con patas.
—Pasa y tómate un cafetito con nosotras —ofreció Blanche
del mejor humor. La otra pareció realmente sorprendida.
—¿Queda? —fisgoneó desconfiando de tanta amabilidad.
—Para ti, siempre. —Blanche se apresuró a disponer otro
servicio—. No sé si conoces a Betty, la nueva becaria.
—La he visto por el corredor —admitió Amanda con
gravedad y voz ronca.
—Vagabundeando, esta chiquilla está muy desaprovechada.
Precisamente estábamos comentando que quiere iniciarse con la
contabilidad y tú eres la persona adecuada. —Betty la miró
sobresaltada, con cara de ¿cuándo he dicho yo tal cosa?—
Toma, tu cafelito.
—Gracias. ¿Estudias económicas?
—No, Derecho —aclaró Betty con un hilo de voz.
—Pero Vera ha dispuesto que la niña aprenda todos los
quehaceres de la oficina, empezar por contabilidad, es una
opción como cualquier otra, sólo que más fructífera e
interesante.
—Por mí, vale —dijo rancia la contable, sorbiendo el café de
un trago y devolviendo la taza vacía a la encimera—. Ahí estoy
en mi despacho, para cuando puedas pasarte —indicó
refiriéndose a Betty.
—Gracias Mandy, eres un solete —jubileó Blanche al son de
su cucharilla—. Irá en un ratito.
Una vez se quedaron solas Betty dio rienda suelta a su
sorpresa.
—¡Madre mía, qué feíta es! —susurró—. Y tiene cara de
amargada total.
—Puede, pero no veas los bolsos que se gasta la tipa, caros,
carísimos, todos de marca.
—Ya pero…
—Debería estar dando saltos de alegría. Uno de sus bolsos
cuesta el sueldo de un mes completo, de un humano. Así que si
se los permite, debe ser porque es rica o su marido o su novio lo
son y encima la adoran, porque si no, a qué viene tanto
dispendio por engalanarla. Y me inclino por la segunda opción,
dispendio por engalanarla. Y me inclino por la segunda opción,
porque si la rica fuera ella, de qué iba a estar currando aquí
doblándose el espinazo.
—Pues algo me dice que trabajar a su lado no va a ser
precisamente una fiesta —suspiró Betty resignada.
—Se viene a aprender y a ayudar —la reprendió Blanche
recogiendo las tazas a toda velocidad—, no a pasarlo bien.
Procura no cabrear a Vera que ahí donde la ves, tiene un mal
genio de Gorgona.
—Pues parece un encanto… —musitó Betty pensativa—. Y
además es tan guapa y con ese estilazo… Yo de mayor quiero
ser como Vera —resolvió abandonando la silla.
—Ten cuidado BB, las apariencias engañan —soltó en plan
bomba enigmática.
—¿Cómo me has llamado?
—BB. Betty Becaria. ¿No soy genial?

Transcurrió la jornada sin que Blanche hiciese otra cosa que


dar vueltas improductivas. Hubo un rato en que se mantuvo lo
suficientemente ocupada como para disimular. Sentada en su
mesa, la cubrió de folios diversos y aparentando que iba a
ordenarlos por fechas, extrajo del cajón una libretita de
anotaciones con las tapas de piel como la que le había visto a
Vera en el bolso. ¡Leñe, encontrarla le costó dos meses
pateándose las papelerías!
Pasó de largo la página encabezada por “VERA”. No.
Retrocedió. Vera seguía siendo importante. Betty era la
novedad, pero la otra era su razón de vivir, su modelo. Apuntó.
Vera: vestido camisero azul Klein, peep-toe pitón natural. Y en
la siguiente página en blanco, colocó “BETTY”, chaqueta
terciopelo granate.
Con la excusa de chequear qué tal le iba a la becaria, pasó
tres veces por el minúsculo cubículo de Amanda Llorosa, hasta
que consiguió ver su bolso, un fantástico Burberry´s con cierre
dorado de baúl. Tomó igualmente nota, aunque Amanda le
agradeció el interés con una miradita de asesino a sueldo.
Tras despedirse dirigió sus pasos a calle Corrida, a la
Perfumería Isaac, en busca del codiciado maquillaje y el lápiz de
labios de Alexia. Iban a ver estas qué cutis al día siguiente. La
atendió una señorita estirada y pija con uniforme de azafata. Dar
con el maquillaje no fue difícil.
—Y un pintalabios —agregó—. Con mucho brillo y un tono,
digamos, rosado suave.
Miró lo que le ofrecían.
—No tan suave, parece un chicle.—La empleada probó con
otro—. Ese tira a ciruela —rechazó Blanche meneando la
cabeza. La canija inspeccionó tres o cuatro muestrarios y se vino
con un montón de barras en las manos. Blanche examinó una
tras otra con decepción—. Y este es un poco anaranjado ¿no?
Le dije rosado —gruñó empezando a temer que le hubiera
Le dije rosado —gruñó empezando a temer que le hubiera
tocado en suerte la empleada más estúpida de todo el almacén.
—Pero ¿no sabe la marca, ni la referencia del color? —se
desesperó la pija.
—No, se lo he visto a una compañera del trabajo y me
encantó. —A la dependienta se le iluminó el careto:
—Pues pregúntele, será mucho más fácil identificarlo.
—Ya, pero es que no la conoce usted, es una verdadera
arpía. Cualquiera le pregunta algo, odia que la copien, su vida se
centra en ser exclusiva y destacar —inventó sobre la marcha—.
En fin, que es muy mala persona, ¿sabe?
—Vaya —exclamó la otra acongojada, congraciándose con
su pena.
—Es una desgracia tener que trabajar con gente así.
—De todos modos, tampoco significa nada —aclaró la
empleada algo más animosa—, porque los pintalabios adquieren
uno u otro tono, dependiendo del color de base de la piel del
labio. Un color que le parezca encantador en ella, puede no
gustarle en el suyo —añadió, sin duda, esperanzada con
empujarla a otra dirección y al fin, venderle algo. Pero Blanche
no lo tomó así.
—¿A qué se refiere? —espetó desenvainando la espada.
—Pues que no sé cómo tendrá la piel su amiga.
—No es mi amiga —rectificó agria.
—Bueno, esa… persona —se corrigió con mohín de
—Bueno, esa… persona —se corrigió con mohín de
iniciadora de plegarias: rezaría porque aquella chica impertinente
se perdiera pronto del mapa. Seguro que prefería perder la
venta, a tener que soportarla—, pero veo que su base es
bastante oscurita. Puede que el rosado se viese más arándano.
Blanche torció el gesto.
—Yo no quiero un pintalabios arándano, lo quiero rosa,
femenino y delicado.
—Pues eso, señorita. Pienso que lo más inteligente es buscar
uno expresamente para usted, el que mejor le siente.
Lo meditó un instante.
—Olvídelo. Siempre que lo hago me equivoco. Tengo cien
barras en casa que no uso, porque el color no me convence.
Quiero que me quede como le queda a ella.
—Ya, pero eso quizá no sea posible ni siquiera con la misma
barra. —La dependienta apretó las manos en torno al mostrador
y sus nudillos palidecieron—. Hágame caso.—Un par de
miradas evaluadoras—. Yo diría que este “arena tostada” es
perfecto para usted.
—No voy a llevármelo. Es beige, no rosa.
—Ya, pero…
—Los otros pintalabios que tengo arrumbados en casa,
también fueron consejos de la empleada de turno, que no saben
ustedes qué hacer con tal de vender y pillar la comisión.
Cóbreme el maquillaje y andando.
Finiquitada la cuestión, dio media vuelta y se marchó, dejando
a la empleada considerando seriamente el suicidio.

Llegar a casa al final del día, aunque llevases el mejor de los


maquillajes en una bolsa, ese que iba a convertir tus mejillas en el
culito de un bebé, siempre era invariablemente, una mierda,
pensó Blanche mientras encajonaba el cochecito en el hueco,
creado especialmente para ella, a seis metros escasos de su
portal. Otra cosa debes sentir cuando tu lugar de retiro es una
villa de las de quitar el hipo cerca de Somió, no sé, un pisazo o
un loft en el centro mismo de la ciudad o donde debe vivir con
sus padres la consentida de la Betty esta. Mira que ir a dar con
sus huesos a Tornes… Hay que ser gilipollas habiendo tantos
sitios donde hacer unas prácticas decentes, como Dios manda.
Pero se la había quitado de encima, lo que no era moco de pavo
y se la había endilgado a Amanda, lo cual no dejaba de tener su
intríngulis porque le permitiría pasearse por el despacho de la
contable, llevarles café y chismorrear sus bolsazos de niña litri.
Había que andarse con pies de plomo porque la Llorosa
odiaba que le mirasen los bolsos. ¡Imbécil! ¡Si ella más que
mirar, admiraba! El suelo que pisaba, tenía que besar la cenizas
de Amanda, que Dios regala turrón a quien no tiene dientes.
Empujó con el pie la puerta del ascensor y metió la llave en la
cerradura. De dentro salía ruido y la luz se filtraba por debajo de
la puerta.
—Ya están estas aquí dando por saco. —¡Dios lo que daría
por vivir sola y en paz! Sin intromisiones, sin colas para el baño
y sin dos compañeras de piso frescas y joviales a las que todo
en la vida parecía ir sobre ruedas. Sus planes marchaban y ellas,
venga a festejar. Tenían un trabajo genial en una empresa de
publicidad, cuyos cotilleos y anécdotas atraían a la gente como
moscas a la miel. ¿Quién en un bar o una pandilla iba a
interesarse por la chica que ordena los archivadores en una
oficinucha de tres al cuarto llamada Tornes?
Ni el Tato.
Si es que lo que es, es y lo que no… pues no.
Samantha y Beba se reían a carcajadas acopladas en el sofá,
zampándose una pizza Carbonara, con sus pijamas de Betty
Boop. ¡Hala, como dos quinceañeras! ¡Sin idea siquiera de lo
que es la responsabilidad y el trabajo desagradable! Porque el
curro, para ser trabajo de verdad, debe ser desagradable,
hacerte la vida imposible y la jornada interminable. Pero estas
dos se las apañaron en su momento para pillar cacho en una
agencia de lo más cool y ahí las tenías, felices de la vida, al tanto
de las últimas tendencias.
—Los encuadres de ese anuncio están al revés, digas lo que
digas. Han querido ser originales y se les ha chafado el invento.
digas. Han querido ser originales y se les ha chafado el invento.
Pareció que Samantha se atragantaba.
—Pues yo he cogido la misma idea para la presentación de la
semana que viene.
—¡Anda ya, no me jodas! —Beba se aguantó la risa—.
Particularmente opino que es un patinazo de padre y muy señor
mío, pero para gustos los colores, ya sabes. Ojalá tengas suerte
y el cliente sea un friki. Yo tendría dispuesta una opción b por si
acaso…
—Buenas noches, chicas —saludó cansina Blanche desde la
puerta de la cocina—. Vengo rendida.
—Qué tarde, ¿no? —Beba comprobó el reloj— ¿Echando
horas extras?
Blanche compuso una mueca de desesperación.
—Si me las pagasen, pero no hija, allí venga a reventarla a
una, a exprimirla como un limón y a fin de mes… si te han visto
no se acuerdan. ¿Queda sangría?
—Samantha ha comprado un vino blanco espumoso para
morirse, lo he puesto a enfriar, mira a ver…
Se oyó un traqueteo inhumano, seguido de una maldición.
—¡Coño, que me mato! La que sea que haya dejado este
montón de bolsas en mitad del pasillo es una puta asesina en
potencia… —bramó tras recuperarse del tropezón.
—Jolines, Blanche, qué lenguaje —se extrañó una de las
torturadoras. A Blanche se le encogió el estómago.
—Lo siento en el alma —se disculpó modosa—, ha sido el
sobresalto.
—Lo de las bolsas, culpables las dos —confesó Beba—.
Ahora mismo las quito.
—Conque de compras… —silabeó tratando de distinguir
algo por la escueta rendija de los envoltorios. Las tiendas eran
de las caras. A saber…
—Había que gastarse la bonificación que nos pagaron a
primeros de semana, hasta ahora no habíamos tenido ocasión —
rió Samantha pegándole un mordisco a su pizza.
Afortunadamente había pasado pronto por alto, los horribles
improperios de Blanche.
—Me voy a la cama, que no me sostienen los pies —anunció
con voz inexpresiva.
Nadie trató de detenerla, ni la invitaron a su jueguecito de
criticar los anuncios. Claro, como ella no tenía conocimientos
técnicos en la materia… Leería un poco antes de quedarse frita.
No pertenecía al mundo de Beba y Sam, ellas eran chicas
atractivas y modernas, seguras de sí mismas, de las que van por
la vida en plan apisonadora. Blanche se conformaba con que
pensasen que era un mirlo blanco, que la compadeciesen, que la
encontraran inofensiva. Y de momento, lo venía logrando.
Antes de acostarse trasteó el despertador programándolo
Antes de acostarse trasteó el despertador programándolo
para la mañana siguiente. Una hora antes de lo acostumbrado,
porque tenía tarea.
4 – La Infancia de Otra

Que un despertador sea rojo bermellón con corazones azules,


no lo hace menos desagradable cuando suena y te despierta.
Sam y Beba hacía rato que se habían marchado y Blanche
disponía del apartamento para ella sola, de cara a efectuar el
registro pendiente, a sus anchas.
Abrió de par en par el armario de Beba y escudriñó su
contenido. Prendas ordenadas por género y por colores. Un
asco. A saber de dónde sacaba aquella loca el tiempo para tener
los estantes tan recolocados, porque si no la pillaba
desparramada en el sofá o enganchada al teléfono, estaba por
ahí de juerga llevándose a la cama al primero que picase. Y
picaban, vaya si picaban. Su melena oscura y sedosa y sus aires
a lo Angelina Jolie tiraban a los tíos literalmente a sus pies.
Luego era una furcia mandona, pero ella se las arreglaba para
que las relaciones fallecieran antes de descubrirse y los
desgraciados, encima, se quedaban con un bonito recuerdo de
Beba la muñeca ardiente.
Apartó las perchas de un manotazo y localizó al momento un
vestido de satén gris perla que no recordaba haber visto antes.
¡Bingo! La etiqueta aún colgada. Doscientos noventa y seis
euros… ¿cómo se puede ser tan insensata? Blanche se sacó el
camisón por la cabeza, se probó el vestido y se enfrentó al
camisón por la cabeza, se probó el vestido y se enfrentó al
espejo.
No es que fuera fea. Fea, fea, lo que se dice fea, pues no, no
hasta ese punto.
Tampoco guapa.
Nada del otro jueves. Normalucha. Pero sus rasgos
resultaban algo… ¿agresivos? ¿duros? Puede que la culpa de
todo la tuviese aquella maldita nariz de bruja, herencia de su
madre. Si pudiera operarse… pero con menos fondos que una
lata de anchoas, ni en sueños podría soñar hacerlo. Mierda de
injusticia en el mundo. Su nueva nariz sería estrechita y
respingona, de esas que otorgan el delicado aspecto de un hada
traviesa.
Como la de Alicia, también de la ofi.
Alicia era basta y fea, de piel aceitunada, ennegrecida, pero
disponía de la nariz más coqueta de toda la ciudad. Operada,
por descontado. Aún recordaba el cólico que le produjo
enterarse de la noticia. Cólico que se repitió cuando consumida
la baja laboral, la interfecta regresó pavoneándose a la oficina a
restregarles su nueva facción. ¡Asquerosa! Blanche se pasó dos
días con vomitera y aún hoy, era recordarlo y hacérsele un nudo
los intestinos.
Algún día se operaría. De mano del mismo doctor que trató a
Algún día se operaría. De mano del mismo doctor que trató a
Alicia para asegurarse los resultados coincidentes.
Pero el vestidito de raso le quedaba como el orto. Se lo sacó
por encima de la cabeza poniendo especial cuidado en no rasgar
la etiqueta y revolvió frenética el estante del medio, buscando el
resto de las prendas.
Se topó con una caja de metal llena de dibujitos como las que
regalaba el cola-cao cuando ella era pequeña. Todas sus amigas
tenían una para guardar los cromos. Todas menos ella y su
hermana, claro. Le pudo la curiosidad y la abrió.
Fotos. Fotos de Beba.
Fotos personales, nada de recortes para un proyecto
publicitario.
Beba de niña, Beba de adolescente, Beba de bebé. Ropa
bonita, bicicleta, casa con jardín, padres adorables que le
pasaban con cariño el brazo por encima. Blanche notó un golpe
de ácido descargarse en su estómago.
Al fondo del todo, inexplicablemente, una foto de Elizabeth
Hurley. La examinó a fondo. El vivo retrato de la pérfida Vera
Márquez.
—Será mamona… Una foto como esta es la que te has
llevado a quirófano para que te repliquen, como si lo viera, que
llevado a quirófano para que te repliquen, como si lo viera, que
tú no puedes ser así de guapa de natural —gruñó volviendo a
poner la fotografía en su lugar. Atrapó dos de Beba adolescente,
procurando escoger las menos favorecedoras y se las metió en
el bolsillo de la bata.
Le tocaba el turno al cuarto de Samantha. Aquí todo se volvía
simplicidad, porque Sam era un monstruo del desorden. La
bolsa con las adquisiciones dentro, se la había dejado
arrumbada a los pies de la cama. Abrirla, revolver y extasiarse,
fue todo uno. Levantó un diminuto sujetador en forma de
corpiño y apretó las mandíbulas.
Su pecho era pequeño. Sus piernecillas demasiado delgadas.
Una tira sin formas, eso era ella. Y si engordaba, las curvas
nunca se colocaban en su sitio, le salía celulitis. Un destino
inmundo, para tirarse de los pelos.
Desentrañó los misterios del armario, sacando la ropa a
manojos, en busca de otra caja de instantáneas del pasado, pero
no ocurrió el milagro. Procuró dejarlo todo como se lo encontró,
o sea hecho unos zorros y empezó a arreglarse.
Ella no llegaba tarde a la oficina como las otras.

—Mira lo que he encontrado mientras limpiaba. —Sacó del


bolso la foto de Beba en el instituto, piruleta en mano y se la
bolso la foto de Beba en el instituto, piruleta en mano y se la
puso por delante a Ana—. Sí, aunque no te lo creas, limpiando
mi porquería y la de las dos vagas que viven conmigo, incapaces
de pasar una escoba. Estoy harta de recoger pelos de la ducha.
—Si es que compartir espacio y llevarse bien, es mucho pedir
—opinó Ana comprensiva.
—Tú conoces a Beba ¿no? pues mira y muérete, ¿a que no la
reconoces? Es ella, ella de jovencita. ¿Se ha operado o no se ha
operado?
—Mujer no sé, no se aprecia… —Ana aceptó la foto
vacilante.
—¿Cómo que no se aprecia? Claro que tú no la tratas todos
los días como yo, ¡pero nena, se le nota a la legua! —Recuperó
la fotografía de un tirón— . Mira el tabique de la nariz, si es un
trozo de árbol ¡igualito que el de ahora! Y los dientes…
—A mí me parece que el maquillaje de los noventa acarreaba
desastres… y esas cejas sin depilar…
—Menos mal que no tienes que ganarte la vida como
fisonomista. —La ridiculizó con disimulo—. Menuda calamidad,
si no captas ni lo evidente.
—En todo caso, a mí me parece muy bien que la gente
mejore. —Ana se puso en pie dando a entender que la
conversación no la entusiasmaba. Inmediatamente, Blanche se
sintió insultada.
—Es un contradios, esa obsesión por ser perfectos gastando
en quirófano lo que tienen y más y todo, ¿para qué? Para
exhibirse como mercancía de frutero delante de los tíos. Mira,
yo prefiero ser natural y mejor persona.
—Nada tiene que ver el culo con las estaciones del año. Sin ir
más lejos, yo había pensado retocarme esta verruga.
—¡Ni se te ocurra, por favor, es tu personalidad! —Blanche
se llevó las manos a la cabeza.
—¿Personalidad una verruga?
Peligro: ingenua y todo, Ana empezaba a desconfiar de su
sinceridad.
—Acuérdate de Cindy Crawford. —La sorprendió con una
jugada maestra. La otra se quedó un rato cavilando.
—Bueno, pero lo de ella era un lunar no una asquerosa
verruga de bruja como la mía.
—Si aprendes a sacarle partido, la convertirás en un punto a
tu favor —insistió horrorizada de pensar que Ana, aparte de
poseer un mini Cooper descapotable, mejorase de aspecto.
—¿Tú crees? —picó la otra embobada.
—No lo creo, hazme caso, estoy segura, más que segura,
segurísima.
Ana pareció considerar la posibilidad, hasta que decidió
volver a su mesa y a sus múltiples quehaceres. Blanche se
escurrió al baño.
Hubiese querido encerrarse, pero la zona de tocador no tenía
pestillo. Se observó de forma obsesiva en el espejo. Cada
rasgo, desde cada ángulo. Otra vez allí la jodida nariz de los
cojones dando el cante. Refulgiendo en la oscuridad, haciéndose
más y más visible, como la nariz de Rudolf, el puto reno de Papá
Noel.
Operarse. Operarse. Ahorrar, comprar lotería, engañar a
algún panoli para que la financiara y operarse. Cortar por lo
sano, darle al bisturí. Operarse o morir.
De momento era una necesidad tan imperiosa como
inalcanzable y para no caer en pánico, necesitaba un chute de
autoestima.
Preparó té, dos tazas a toda velocidad y regresó a su mesa.
—Ely, te he hecho un té caliente, no me digas que no te
apetece.
—¡Vaya Blanche, qué amable!
—Todo es poco para mi compi favorita, ahora que no me
oye nadie. —Sonrió de oreja a oreja mientras se sentaba en la
esquina de su mesa y se llenaba las pupilas con su cara de torta.
—¡Yo sí te he oído! —gritó Ana desde el archivo.
—No seas envidiosa, que aquí sois todas muy envidiosas —
protestó haciéndole mohines a Ely hasta que le arrancó una
sonrisita de complicidad.
—¡Quiero té, estoy helada!
—¡Pues mete alguna caloría en ese cuerpecillo famélico para
variar, prenda! —se mofó—. De acuerdo, deja que termine y te
prepararé una taza —prometió a sabiendas de que incumpliría.
Ya se inventaría alguna excusa si es que Ana no se olvidaba.
Se sentó frente a Ely y le sonrió hueca. La pobre desgraciada
Se sentó frente a Ely y le sonrió hueca. La pobre desgraciada
le correspondió con algo más de sinceridad. Blanche paladeaba
su té regodeándose en los rasgos vulgares de la otra, en su
careto aplastado. He ahí una mujer que no podrá ser bella
nunca, por más que se opere, pensó, porque, ¿cómo iba nadie a
cambiar un óvalo facial imperdonable? Y esa boca chiquita de
labios invisibles, los ojos acuosos y redondos casi sin pestañas.
Y estaba fondona.
Era fea, pero fea, fea. Esta sí. La mirases como la mirases,
hasta con compasión.
Suspiró larga y sonoramente.
—Ya me siento mucho mejor. —Depositó la taza en el plato.
—Una taza de té hace milagros —convino Ely ajena a sus
pensamientos.
—Lo que yo te diga…

Blanche se dedicó todavía un buen rato a dar paseos estériles


por la oficina, planchando la moqueta de los corredores. Vera
fue como una exhalación aquella mañana, pasó un segundo por
su despacho, recogió unos expedientes y salió zumbando a no sé
qué cita con Hacienda. Excusas, seguro que se iba de compras.
No concedió tiempo para examinar con detenimiento su
indumentaria, aunque fue bien visible su gabardina blanco roto,
ideal, que Blanche se apresuró a apuntar. Se plantó frente a la
mesa de Alexia y le sonrió con inocencia.
mesa de Alexia y le sonrió con inocencia.
—He probado el maquillaje y no me queda bien. Tengo la
piel irritada.
—¿Irritada dices? —Alexia se bajó las gafas hasta la punta
de la nariz y la miró por encima.
—Sí, mira por aquí. —Paseó su índice por la mejilla—. Toda
levantada.
—Son barrillos, guapa.
Será hija de puta… pensó Blanche. ¿De qué va esta imbécil?
—Vale, pero no me negarás que con los cuidados necesarios,
puede mejorar —argumentó controlando las ganas de clavarle el
lapicero en un ojo.
—Sí claro, eso siempre.
—Lo mismo pienso yo. Es que no le he dedicado a mi cutis ni
un segundo de esfuerzo. Una abusa de su juventud —ronroneó.
Alexia seguramente venció la tentación de decirle que la falta
de cuidados se notaba y para salir del paso, compuso una
sonrisa de circunstancias. Blanche arremetía de nuevo, en plan
ariete.
—Apúntame la dirección de tu esteticista que me han dicho
que es muy buena.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Tú, tú me lo dijiste. Además, todo el mundo en la oficina
alaba tu tino a la hora de elegir profesionales de la belleza. —Le
palmeó afectuosa una mano—. Yo no iba a ser menos, querida.

Con un papelito y una dirección en el bolsillo, Blanche se


sentía flotar, un poco más cerca del cutis perfecto de Alexia.
Todavía quedaba una hora hasta el almuerzo, pero podía
entretenerse cazando las pelusas de su jersey, que llevaba
muchas colgando. Navegó con disimulo por internet y se unió al
grupo de oficinistas que cruzaba al buffet de enfrente a matar el
gusanillo del medio día.
Por supuesto, de alguna manera tenía aquella sarta de brujas,
que amargarle la comida y qué mejor que alabando y
chupándole el culo a la jefa ausente.
—Es un crack la tía —juró Amanda Llorosa, que por cierto
llevaba colgado un Gucci que era un clásico—. La acompañé a
una inspección de hacienda y me dejó sin habla. De dos patadas
se volteó al inspector, oye.
—¿En serio creéis que es tan inteligente? —dejó caer
Blanche con aires de dudar hasta de su apellido.
—Por descontado, una fiera para los números.
—Será con los números porque con otras cosas… —insistió
con suavidad.
—Alexia pásame unas patatas que las pruebe. —Ana cruzó el
brazo por delante de la cara de Blanche. No era justo que
brazo por delante de la cara de Blanche. No era justo que
comiesen patatas fritas y mantuviesen el tipo—. No sólo con los
números, con recursos humanos, no falla.
—Mmmm… —gruñó Blanche sin atreverse a meter baza.
—Como relaciones públicas, un hacha.
—¿Y qué me decís de sus modelos?
—Menuda clase vistiendo —resumió Alexia soñadora.
—Con su sueldo, ya se puede. —La hizo bajar Blanche a la
realidad.
—Nada de eso, no lleva ropa tan cara, es el modo particular
que tiene de combinar las prendas. Muchos son básicos de
tiendas normales, no creáis, nada de diseño ni carísimo. De
hecho, nosotras también podríamos hacerlo.
—Sí, igualito nuestra percha que la suya —bromeó Ana
palmeándose la cadera.
—Exclúyeme de eso del estilo —confesó Amanda toda
franqueza, arreando un bocado de ogro a su sándwich— ¿Os
fijasteis en el borsalino que traía anteayer? Combinado con unos
vaqueros y un blazer. A mí no se me ocurriría ni en sueños y sin
embargo queda tan chic…
Blanche se imaginó a Amanda con su papada y un sombrero
en la cabeza: el vivo retrato de una seta pasada de fecha.
—Majestuosa —ensalzó Betty. Y a Blanche le llegó un
vahído.
—Increíble, un diez en estilo —encumbró otra. Y le vino un
acceso de náusea.
—Y algo más: cuando se quita el sombrero, su pelo luce
perfecto, no como el mío que se aplasta y una vez que me
perfecto, no como el mío que se aplasta y una vez que me
encasqueto algo en la cabeza ya no puedo quitármelo en todo el
día —apuntó Betty entusiasta.
Todas corearon en animadas risas. Blanche aguantaba a duras
penas las ganas de vomitar.
—Yo cuando me reencarne quiero ser Vera —resolvió
Alexia suspirando como una gilipollas.
—Parece increíble que tenga más edad que casi cualquiera de
nosotras.
—La que es una reina, es una reina.
Ahora sí que iba a vomitar, seguro. Por lo pronto, apartó la
ensalada de fruta con gesto de asco.
—Y tiene un novio mulato, creo que modelo o algo así. Joven
y potente, generador de energía, así la tiene de satisfecha,
seguro.
—¿Mulato? ¡Qué original! Tienen fama… —Ana hizo un
gesto grosero con la mano—, tú ya sabes de qué.
Todas se carcajearon como un orfeón de gallinas ponedoras.
—Pues una vida sexual plena es ideal para el cutis —aseguró
Alexia—. Que se lo pregunten a mi consolador.
—¡Qué barbaridad! —interrumpió Blanche a punto de echar
la pota allí en medio— ¡Anda, calla!
—Blanche, ¿te pasa algo? Te has puesto verdosa —reparó
—Blanche, ¿te pasa algo? Te has puesto verdosa —reparó
Betty.
—Perdonadme, creo que me he mareado. —Se levantó de
un salto dispuesta a refugiarse en el baño, a salvo de aquellas
arpías y sus conversaciones insufribles. No obstante, aún le
quedó tiempo para escuchar sus cuchicheos.
—¿Qué le ocurre?
—No sé, tiene cara como de que se muere.
Vio que se encogieron de hombros y que prosiguieron la
charla por otros derroteros. Blanche entró y se mojó las
muñecas con frenética ansiedad.
—Vera, la maravillosa y hartante Vera, Vera la insuperable,
Vera Márquez, la mejor de todas las Veras —martilleaba su
cerebro atormentado mientras la doblaban las arcadas.
Pero no expulsó ni un gramo de alimento. Siempre le costaba
un mundo vomitar, aunque de hecho apenas comiera, tratando
de mantener a raya los kilos que tan fácilmente se le colgaban
encima.
Sólo le faltaba ser gorda. El acabose.

El psicoterapeuta invisible de Blanche afirmaba que había que


ser muy lista para extraer una moraleja positiva de cada
berrinche que una se pega y que ella lo era, aunque su excéntrica
naturaleza no le permitiera disfrutarlo, ni regodearse más que en
sus desgracias. Aunque por lo general discrepase, las vomitivas
alabanzas dirigidas a Vera por las empleadas, ilustraron su
camino a seguir aquella noche, en el bar de costumbre.
Era el de costumbre, porque el camarero no estaba del todo
mal, asequible para lo que Blanche consideraba que podía
aspirar. Y se lo estaba trabajando. Con paciencia y con saliva,
dicen que se la metió el elefante a la hormiga, pero aquel chico
se pasaba de duro y ella llevaba ya tres meses y medio
dejándose caer por la barra una noche sí y otra no con su
carabina Meg (una compi de instituto más boba que Pichote)
gastándose un pastizal en copas que agravaban su celulitis, por
ver si caía algún polvo de desesperada hora de cierre. Pero ni
por esas.
De repente, todo había cambiado de color. Y nunca mejor
dicho. Recordó que el compañero del camarero, era un mulato
de armas tomar en el que nunca había posado sus ojos más de
dos minutos seguidos.
Pero ahora que sabía que el novio de Vera se le parecía, allá
iba Blanche, cuesta abajo y sin frenos, en busca del moreno con
unos hombros tamaño maleta fin de semana. A Meg no le
importó salir un miércoles, para algo era tonta de remate.
La parada de arranque fue donde siempre, en el primer
segmento de la barra.
segmento de la barra.
—Creo que voy a empezar a pasar de éste. —Señaló al
objeto tradicional de sus deseos con una ceja y un gesto de
desprecio. El muchacho sacaba brillo afanosamente a los vasos
y ni se había acercado.
—Pensé que te morías por sus huesos —se sorprendió Meg.
—Es un mierda y va dándoselas de pan y manteca, no sabe
con quién ha topado —bufó.
—¿Contigo? —rió Meg con un deje burlón que cabreó
muchísimo a Blanche.
—Sí, conmigo. Ese imbécil no me merece.
—Pero si tu teoría es que los camareros se meten de todo
para aguantar el tirón de la noche y al final de la jornada se follan
a la que quede en el bar y que por una vez esa ibas a ser tú —le
recordó Meg en un doloroso arranque de sinceridad.
Blanche le clavó una mirada envenenada empezando a
arrepentirse de lo mucho que se le soltaba la lengua en cuanto se
metía tres vodka con piña entre pecho y espalda. Nunca
sospechó que la pava de Meg tuviese memoria suficiente como
para retener sus despotriques. Mucho menos, cerebro para
computarlos. Pero por lo visto así era.
—El polvo de la desesperación —recitó.
—El que sea, que ya hace mucho que…
“¡No quiero oírlo, no quiero oírlo, no quiero oírlo! “ bramó la
tercera neurona de Blanche.
—Pues le van a ir dando, no espero más. A estas alturas si no
ha caído, es que está ciego y además es maricón. Quédate aquí
y observa.
Abandonó el taburete contoneándose exageradamente sobre
sus tacones con la copa en la mano y recorrió la barra hasta
llegar al final, donde se encontraba atareado el mulato. El
camarero de los vasos alzó ligeramente la vista a su paso, pero
Blanche lo ignoró desdeñosa. Desparramó medio cuerpo por el
mostrador, antes de sentarse y dedicarle al mulato una sonrisa
coquetuela.
—¿Te has peleado con Ric? —preguntó mostrando una
piñata de dientes apabullantemente blanca.
—No, ¿por qué lo dices?
—Siempre que vienes le das conversación y te dedicas a
pestañearle —¡Oh, mierda! ¿tan evidente resultaba? Me cago en
la leche, pensó Blanche—. Hoy sin embargo, has pasado de él.
Mira cómo te observa el pobre, lo tenías ilusionado.
Había que ser muy estúpida para no detectar el deje irónico
de su tonillo.
—No es más que un amigo —levantó una mano y esbozó un
saludo. Ric alzó las cejas interrogante y quizá confuso por su
cambio de actitud —y me niego a tener uno solo. Verás. —
Creó un ambiente confidencial inclinándose sobre la barra. El
mulato no se movió un milímetro—. Ya lo sé todo sobre Ric,
mulato no se movió un milímetro—. Ya lo sé todo sobre Ric,
hemos charlado mucho y no creo que sea chico para mí.
—¿Os habéis visto fuera del bar?
—No, nunca.
—Ah, ya me parecía.
—¿Qué te parecía? —indagó mosqueada. El otro guardó
silencio— ¿Sabes algo que yo debiera?
—Nada de importancia, no es tu chico, ya lo has dicho. ¿Te
sirvo algo?
—Sorpréndeme —silabeó a lo diva de Hollywood. El mulato
arrugó el ceño.
—No me des tanto trabajo, la noche es larga.
—Bien, un ron dulce con cola light. ¿Cómo te llamas?
—Morse.
—¿Morse? Es un mote, claro —adivinó.
—Acertaste.
—Quiero el de verdad.
—Morse me gusta.
Blanche apretó los dientes. Este segundo camarero iba a ser
otro hueso duro de roer. Se mantuvo allí sentada todavía un rato
indicando por señas a su amiga que se entretuviese con Ric y
finalmente se separó de la barra. De Morse tan sólo había
sacado unas cuantas frases sueltas y su ridículo nombre.
Se aproximó a Ric con paso remolón.
—¿Qué hay?
—Blanche… empezaba a pensar que te había ofendido en
algo.
Ella soltó una carcajada dando a entender que nada de lo que
hiciera o dijese podría ofenderla jamás, porque le importaba un
comino. Claro, que nunca sabría si el chico captó el mensaje.
—Me apetece conocer a Morse, es un joven exótico e
interesante.
—Puede que sea un buen momento —anticipó Ric
disponiendo tres vasos de chupito—, está soltero.
—Es coña…
—Te lo juro. Mira, ahí entra su ex novia.
Blanche se giró a fisgonear.
No podía esperar peor trago, fue como atizarle en la cabeza
con un taburete. La tipa era divina, de cabello largo y dorado,
nariz respingona, preciosos ojos rasgados, por no hablar de su
tipo perfecto embutido en un diminuto traje violeta. Blanche
deseó que la lámpara de hierro de la entrada le cayese encima y
aplastase tanta perfección.
—Será guarra… —musito para sí. Siempre para sí, pero a
pique de sufrir una congestión.
Notó que se acercaba resuelta a la barra y saludaba efusiva a
Morse que se apresuró a disponer copas gratis para ella y sus
cuatro amigas. Lo hizo sin preguntar, se ve que ya conocía sus
gustos.
—Pensé que habías dicho “ex” —masculló Blanche entre
dientes.
—Lo son, se llevan fenomenalmente bien. Tras diez años de
relación lo dejaron por desgaste, pero sin malos rollos. Ni
terceras personas, ni falta de respeto, todo un logro.
—Ella no debería pasarse por aquí —sentenció Blanche
compungida y rabiosa.
—Diría que son los mejores colegas. Él siempre se alegra de
verla y Marsha… bueno Marsha viene casi todas las noches y
nos alegra la vista y el local —puntualizó con clara admiración.
Blanche puso los ojos en blanco, fastidiada hasta decir basta.
—¿Te pongo un babero? ¡Dios, qué predecibles sois todos
los tíos!
—Es guapísima —silbó Meg con la boca abierta.
—¿Tú también?
—Joder Blanche mírala, no le falta ni un perejil…
—¡Bah! Esa tiene operado hasta el cielo de la boca, te lo
digo yo. Además, no será tan buena cuando Morse la ha
dejado. —Lentamente, se mojó los labios con la copa,
pretendiendo ser sensual.
Pero todas las pupilas masculinas del antro, andaban
ocupadas colándose por debajo de la falda de Marsha y nadie
se fijó en su gesto.

Noches como aquella noche, eran un tormento chino. Una


vuelta, otra vuelta, otra más y por si no tenías bastante ahí iba
una cuarta. Chica convertida en tortilla de patatas, molinete y
vuelco, para cagarse en la leche. Y cuando conseguía dar una
cabezada, la asaltaban las pesadillas.
Blanche se veía circundada por el plantel de la oficina al
completo, vitoreando a Vera, asegurando que era una
emperatriz china. Se llevó las manos a las orejas en un inútil
intento por dejar de oír.
—¡Callaos! —chilló. Pero nadie le hizo el menor caso.
Siguieron y siguieron haciéndole la ola a la jefa que no estaba—
¡He dicho que os calléis! ¡Dejad de hablar de ella! —aulló
girando sobre sí como una peonza.
—Bla, bla,… Un mulato exótico. —Le llegaba en crueles
ecos—. Es que Vera es mucha Vera, un banderón de mujer
como ella, necesita al lado algo extraordinario, nada de
vulgaridades…bla, bla, bla…
No sólo no obedecían, es que tampoco la miraban, como si
fuera invisible. Entonces era cuando Blanche metía una mano en
el bolsillo y sacaba algo pesado, duro y muy frío. No, no era una
plancha. Era una pistola automática de esas que llevan los polis
guays en las películas de acción americanas. Y le pegaba un tiro
a la que tenía más cerca, que era Ely cara de torta. El estruendo
del disparo era ensordecedor y el numerito de la administrativa
estrellándose contra el suelo, para grabarlo, pero nadie se
inmutaba. Los halagos en favor de Vera crecían de volumen y
las abducía como una nave extraterrestre.
Blanche volvía a disparar. Lo hacía de nuevo. Una por una,
las arpías iban cayendo como moscas, en tanto las demás
proseguían su cacareo. Cuando disparó a la última superviviente,
Ana Tejón, estaba diciendo:
—De hecho, con tantos estudios no sé qué está haciendo aquí
cuando podría estar en Madrid o Barcelona encandilando al
personal de cualquier empresa rimbombante…
¡Chassss! El disparo. El gatillo apretado hasta las amígdalas.
¡Chassss! El disparo. El gatillo apretado hasta las amígdalas.
—No sé qué hace aquí, no sé qué hace aquí, no sé qué hace
aquí… —repitió Ana hasta que sus ojos se cerraron,
despatarrada en el suelo como después de una moña gigantesca
cual piano de cola. Asesinada pero feliz.
El chasquido del disparo despertó a Blanche y la hizo sentarse
en la cama envuelta en sudores.
—Joder, joder, joder… —Se pasó la mano por la frente.
Empapada.
Bajó del colchón y abrió la ventana, registrando
compulsivamente el cajón de la mesita de noche, con la mano
libre. Chocó con el paquete.
—Ven aquí, ven aquí amiguito, ven con mamá… —Prendió el
pitillo con mano temblorosa y se metió el humo hasta los
higadillos, en una calada criminal.
Siempre había fumado. Le sirvió para darse caché entre sus
amigas tontas cuando adolescentes. Luego en la oficina, para
hacer amistades y entablar conversaciones que de otro modo no
habrían surgido. Pero más tarde se convirtió en algo vulgar y
todo el mundo quería dejarlo aunque las batallas siempre las
ganara el vicio. Blanche inició sus fumadas a escondidas y en
casa y simplemente, dejó de hacerlo en su lugar de trabajo:
causó estragos.
causó estragos.
—Lo he dejado —comentó un día fría y desinteresadamente.
—¡Cielos! ¿Cómo?
—¿Cómo has podido?
—Con mucha fuerza de voluntad. —Era su invariable y falsa
respuesta.
—¡Quien pudiera! Yo me pongo tan histérica que acuchillaría
a mis niños…
—Yo lo intenté una vez y engordé tres kilos en una semana…
—Imposible….
—Un reto.
—Blanche, eres increíble. —Eso fue lo mejor.
—¿A que sí? —alegó estremecida de placer.
Pero sólo duró un par de días y tuvo que seguir con la mentira
y el sacrificio por siempre jamás. Hijas de perra… sólo dos días
les duró la admiración, mientras que la clase y la elegancia de
Vera eran el pan de cada jornada y se repetía más que el
pepino. La leyenda de pesadilla, le retumbaba entre las orejas:
—No sé qué hace aquí, no sé qué hace aquí… podría estar
en Madrid o Barcelona, en cualquier empresa importante…
Una maquiavélica sonrisa se dibujó en su cara antes de
apagar el tercer cigarrillo.

A la mañana siguiente, estudió a Ely durante un rato. Puede.


Parecía lo suficientemente lela como para usarla de trampolín. Se
cobijó el pechito tras una pila de carpetas vacías y se acercó a
ella, como preocupada.
—¿Vera ha venido esta mañana?
—Pues si te digo, no lo sé —respondió Ely con una gran,
gran sonrisa.
—Ely tía, que eres la recepcionista… —observó Blanche
arrugando la nariz.
—Las cartas pendientes de certificar se me caen por la mesa
en plan catarata. No puedo tener los ojos en todas partes y
Vera entra y sale como una tromba, cualquiera la controla.
—Pues ella sí que te controla a ti y conociéndola… Como se
huela que no haces bien tu trabajo te pone de patitas en la calle,
que esta no se casa con nadie.
Ely palideció.
—Lo que me hacía falta, con la hipoteca que me asfixia…
—Ándate con cuidado. —Se aproximó zalamera—. Yo te
observo y sé que eres una chica cumplidora que no para, pero
Vera es otro cantar. Se creerá que todas son como ella,
dedicadas a aparentar y a perder el tiempo. —Miró recelosa a
un lado y otro. Reinaba el silencio de la cripta de Drácula—.
¿Quieres saber un cotilleo sabroso, sabrosón? —La otra
cabeceó babeando—. Eso sí, esto es top secret, tienes que
jurarme que no se lo contarás a nadie de esta oficina.
—Te lo prometo, te lo juro por lo más sagrado. —A estas
alturas, los ojos de bola de Ely, se salían de las cuencas de pura
incontinencia.
—Pues bien. Cuentan por ahí fuentes muy bien informadas…
—¿Qué fuentes? — interrumpió Ely. Blanche se coloreó de
furia.
—No empecemos, que no te digo ni una letra más. Cuentan
los que han trabajado antes con Vera, que llegó a jefa a costa
de…
—¿De? —Le faltaba ponerse de puntillas en la silla.
—Chupársela al Director General de su antigua empresa —
soltó cual bomba de hidrógeno. Ely se tapó la cara con las
manos. Parecía una novicia de las ursulinas, sorprendida por un
exhibicionista.
—¡Anda ya!
—Como te lo digo. Lo peor, que la pillaron y la deportaron
aquí, a Gijón.
—¿Qué tiene de malo Gijón? —se ofendió la otra.
—Nada, desde luego, pero no es Madrid. ¡Y encima viene
de reina, no te jode! Como si esas cosas no acabaran
sabiéndose.
—Eso no puede ser, Vera es una señorita —negó y renegó
Ely con el mismo afán con el que defendería a su prima la de
Murcia.
Blanche no contestó. Se limitó a echarle una mirada con
arqueo de cejas, de las suyas. La otra, medio ahogada por la
impresión, gimió al borde del colapso.
—Pues no veas como da el pego… ¡Menuda guarra!
—Habrá que ver si tanta titulitis de la que presume, existe o
es un cromo que se ha pegado en la frente. Hay sitios donde lo
único que te piden es ser guapa. Ni el graduado escolar ni corte
y confección. Si estas buena y tienes tragaderas, te contratan sin
preguntas y Vera debe ser de las que están siempre… —bajó la
voz hasta convertirla en un susurro confidencial y venenoso—
dispuestas.
—Cualquiera lo diría… —balbuceó Ely rígida como un
pasmarote. Blanche se llevó el dedo a los labios.
—Ya sabes… discreción o aquí se lía. —Sonrisa pérfida.
Cara de torta asintió con puchero de bebé de teta.
—Por mí, despreocúpate.
Eso es lo que no quería, despreocuparse. Había seleccionado
cuidadosamente a Ely a fin de difundir el chisme, no había sido
casualidad. Ahora, todo cuanto quedaba era sentarse a esperar.
Y hacer como que se trabajaba. El resto de la mañana, lo
empleó Blanche en arrancarse las pelusillas del jersey que
sobrevivieron al día anterior.
5 – Y Blanche se Zampó el Bombón

Empujando la puerta con campanilla del estudio de la


esteticista, Blanche se sintió importante. Básicamente, disponer
de la propia esteticista de una, da un caché, una especie de nivel
de jerarquía, que mola mogollón. En cuanto pudiera, se lo
pasearía por las narices a Beba y Sam las imbéciles por encima
del bien y del mal. Pero algo no estaba funcionando, porque ya
iba por la cuarta sesión del carísimo tratamiento facial contra los
barrillos y su piel continuaba pareciendo una paella pasada de
hora.
—Una cosa veo clara: lo que me estás haciendo no me va,
porque el problemita no remite.
—Mujer, estas cosas llevan tiempo —rebatió Sofía la
esteticista manoseando un mortero—. Te preparo una mascarilla
calmante que te va a dejar el cutis…
—Pero ¿tú te has fijado en la piel de Alexia? —la atropelló
Blanche desde la camilla.
—Espectacular.
—Pues así la quiero yo, ni más ni menos, ¿para qué te crees
que vengo y me dejo un pastizal?
—Pero a ver, Blanche, cada cual tiene su piel por genética.
Alexia es una porcelana china, menuda suerte maneja.
—No me la des con queso —meneó el dedito estirado—,
que las que se cuidan obtienen su recompensa. Abre una revista
y dime si todas las que salen en ella, han sido bendecidas por
una genética divina.
—Crédulas, pero crédulas que sois. San photoshop bendito,
eso es lo que tienen las tipas esas, una oración para el inventor,
amén. —Y siguió batiendo tan campante. Blanche la examinó
con desconfianza—. Con razón luego venís y nos pedís
imposibles. Contra las fotos retocadas no se puede, juegan con
ventaja.
—Pues yo he venido porque la piel de Alexia me subyuga…
—Anda, a ti y a cualquiera.
—Pues eso, que yo la quiero igual, igualita, que sé que
puedes.
Sofía puso cara de querer mandarla a la mierda, pero se ve
que se lo pensó mejor. Blanche se preguntó si no sería ella, el
ejemplo vivo de la clienta ciega y desesperada por lograr algo
fuera de su alcance, carne de cañón para venderle cincuenta mil
fuera de su alcance, carne de cañón para venderle cincuenta mil
tratamientos costosísimos. Inútiles, puede, pero prohibitivos que
te cagas y si no estaría la pérfida Sofía dando inicio a la
operación “te convenzo y de aquí a un mes no te conoce ni tu
abuela”. Idéntico pellejo, bolsillo paupérrimo. La secretaria
asumió que era cuestión de tiempo, que se convirtiese en la
mejor clienta del salón. Sofía sólo tendría que citar las palabras
mágicas:
—Alexia va a hacerse…
—¡Lo quiero!
—Alexia me ha pedido que le haga…
—¡Para mí, para mí!
—Alexia vino ayer y se hizo…
—¿Peeling corporal? ¿Eso qué es? Yo quiero uno también,
dame hora.
Dicho y hecho. Y la caja registradora del salón de belleza, a
sonar. Música celestial.
Todo eso, Blanche lo sospechaba, no era ninguna estúpida.
Pero no se planteó dejar de acudir a la esteticista. Ella era la
clara responsable de la tersura del cutis que alegraba la vida de
Alexia y Blanche deseaba eso mismo por encima del cielo y la
Alexia y Blanche deseaba eso mismo por encima del cielo y la
tierra. Y si alcanzarlo suponía ser objeto de un timo, pues
adelante, seguramente a Alexia la estafaban de igual modo.

Regresó a casa con el cutis como una rosa pringosa,


buscando refugio en su cuartito porque las otras dos ocupantes
del cuchitril jugaban a “pasa palabra” berreando a todo pulmón
y ella necesitaba terapia psicológica urgente. Se aisló con unos
cascos en las orejas y puso musiquilla.
—Hay alguien de quien me gustaría hablarle —musitó tendida
en la cama con los parpados entrecerrados.
—Adelante.
—Se llama Vera y es mi jefa. Endiabladamente guapa, se da
un aire a Elizabeth Hurley.
—Vaya, un cañón.
—Eso dice todo el mundo, podría usted ser más original, ya
que fue a la universidad —gruñó.
—¿Qué sentimiento te inspira?
—¿Vera? Es un misterio, la odio, es todo lo que yo debería
ser. Para empezar, el dueño de Tornes la sacó de debajo de una
piedra y le dio un puesto que yo merecía.
piedra y le dio un puesto que yo merecía.
—¿Te lo habían prometido?
—Nada de eso, el viejo del demonio parece que nunca me
vio en la oficina. Pero si hubiese salido a concurso… Soy la
empleada más antigua, me correspondía por derecho.
—A igualdad de condiciones.
—Es cierto que yo no tengo sus estudios, si es a eso a lo que
se refiere. Pero tampoco existe prueba de que ella los tenga. Se
da por hecho que es una diosa porque se gasta el sueldo de un
año de un mortal en ropa… pero no lo ha demostrado.
—Crees que podría tratarse de una simple administrativa
dándoselas de farol —aventuró su mente psicoterapeuta.
—Podría —gruñó ausente.
—¿Se comporta como una secretaria?
—No. Tampoco va de dictadora. En realidad es muy colega.
—Se oyó un lejano rechinar de dientes—. La odio a muerte.
—Ya me lo has dicho antes. Sinceramente, creo que hay más.
—No puedo prescindir de ella. Es mi inspiración, algo así
como un modelo a seguir. ¿Quiere el escultor a su modelo?
Probablemente no, incluso la deteste, pero sin ella se le hace
muy cuesta arriba seguir trabajando y desde luego nunca, pero
nunca, acabará su obra.
—¿Me permites una observación?
—Claro, para eso vengo.
—Estás empezando a generar una obsesión.
—Pues me la cura usted —replicó saltando de la cama— y si
no puede, lo supliré. De todas formas, no estoy de acuerdo.

Aquella aburrida mañana había decidido hacerse interminable.


Blanche se tomó cuatro cafés y dos infusiones de menta, bajó
tres veces a la calle con una excusa tonta y se puso morada a
fumar, escondida en el callejón. Paseó lo impaseable, todas las
carpetas de colores chillones que encontró por la oficina: la
experiencia le decía que cuando quieres que se fijen en ti,
cruzando y volviendo a cruzar con cara de estresada, lo mejor
es adosarte un portafolios rojo bermellón a la altura del pecho.
Abrió y anotó en su libretita:
“BETTY: chaqueta pana fina verde inglés, camisa seda crema
con lazada y shorts cuadros escoceses en tonos verdes. VERA:
traje de chaqueta cuello chimenea color crema con adornos
metálicos plata. Salones crema, guantes y abrigo rojos”.
metálicos plata. Salones crema, guantes y abrigo rojos”.
—¿Dónde está Ana? —preguntó por despegar los labios.
—Mira el perchero —respondió Ely hundida en papeles hasta
las cejas—, si tiene la chaqueta colgada, no anda lejos.
—Joder qué aburrimiento… —Volvió a levantarse, presa ya
de un ataque de histeria. Se encerró en el baño y se sentó en el
inodoro, más que nada, por estar tranquila y sola: allí disponía de
pestillo.
Esa noche volvería al bar a pelar la pava con Morse. Si se
quejaba de que con Ric la cosa iba lenta, no te digo nada con
este. El mulatito se dejaba querer, eso es cierto y la miraba con
ojos engolosinados, especialmente desde que Blanche cambiase
su discreta indumentaria por unos vestidos en exceso cortos que
cantaban a las claras sus intenciones. Evaluó sus posibilidades
con frialdad: un tipo como él, exótico y bien plantao en
combinación con una “ex” zorrona dispuesta a reconquistarlo,
podía hacerle trizas el corazón como las cuchillas de una
batidora.
Se lo preguntó al espejo.
—Claro que, ¿quién te ha dicho a ti que voy a enamorarme?
Yo sólo quiero un novio original que sea un fiera en la cama, las
mate de envidia y me quite las telarañas. El único que corre el
riesgo de entregarse y sufrir como un perro es él, porque todavía
no ha llegado el hombre sensible que capte mis verdaderos
dones, pero cuando lo haga… se quedará pegado como un
sello. Por estas. —Hizo una cruz con los dedos y los besó
ruidosamente, en plan gitano.
Se acicaló la media melena. También fue mala suerte…
Resulta que Vera se cortó el pelo a lo bob. Monísimo, estilazo.
Claro, a Blanche le faltó tiempo para anotarlo en su libreta y
correr despendolada a reclamar el mismo corte. Pero… ¡oh
desilusión…! Ni por asomo se parecía y de poco o nada
sirvieron los gritos que le dedicó a la maldita peluquera, porque
la asaeteó con razonamientos estúpidos del tipo “el grosor del
cabello no será el mismo” “del ovalo facial también depende”
“ella tendrá la cabeza más apepinada…” ¡Su tía la coja sí que
tiene la cabeza apepinada, gilipuertas!
Para colmo, la melena de Vera dijo a crecer, cogió carrerilla y
en seis meses tenía de nuevo el pelo largo. Blanche tuvo que
conformarse con el horripilante corte desestructurado que le
hacía cara de pan y muuuuuchos meses después, las puntas
empezaban a superar las orejas. Si hubiera podido pagarse un
peluquero de postín como los de la jefa, otro gallo cantaría.
Al final todo es cuestión de dinero. Las que tienen lo lucen, las
que no, se joroban y punto en boca.
Salió al pasillo dando resoplidos y miró dentro del despacho
Salió al pasillo dando resoplidos y miró dentro del despacho
de Amanda. Ni ella, ni B.B. por los alrededores, pero sí un
precioso shopping bag de serpiente teñida, colgando de la
percha, que Blanche los reconocía sin dificultad aunque no se los
pudiera costear. Levantó una mano y rozó la superficie
escamosa de la piel, hipnotizada. En ese momento, la figura
rechoncha de Amanda se recortó en la puerta. La miraba en
plan “Psicosis” con las manos en jarra. Blanche retiró la mano
del bolso, como si quemase.
—¿Qué haces aquí?
—Admirando tu bolso.
—También puede admirarse desde lejos. Vuelve a tu mesa,
que la jefa se cabrea si nos ve fuera de lugar.
Otra referencia a Vera. ¿Podían juntarse cuatro letras en
aquella oficina sin que Vera Márquez saliera a relucir? Así y
todo, Blanche trató de ganarse la complicidad de Amanda.
—La jefa es una negrera. —Y le guiñó un ojo. Pero la mirada
de respuesta, fue cortante y fría.
—La jefa es como se supone que son los jefes, alguien
pendiente de lo suyo.
Amanda atravesó el despacho de dos zancadas y ocupó su
silla conforme Blanche le hacía hueco y la observaba meticulosa.
silla conforme Blanche le hacía hueco y la observaba meticulosa.
Tenía pinta de rica, aunque no llevase demasiadas joyas, pero
aquel jersey… Aquel jersey seguro que era cashemire del bueno
y la falda, era fea que te matas, pero de paño del caro. Y los
zapatos… no podía verlos con el faldón de la mesa. Blanche
sintió de repente, que anhelaba con desesperación, convertirla
en su aliada.
—Lo siento si te he ofendido —se disculpó tragando saliva.
—No tiene importancia.—La sonrisa era tan tensa que decía
otra cosa.
—Es que me pirran tus bolsos, en toda mi vida he visto una
colección más preciosa que la tuya.
—Gracias. —Seguía sin ablandarse.
—Menuda suerte.
Entonces sí reaccionó. Le clavó una mirada fulminante como
un dardo envenenado.
—Suerte es cuando vas andando por la calle y una empleada
de la tienda más cara de la ciudad te sale al encuentro y te
anuncia: ¡enhorabuena, es usted la viandante número un millón
de este día de hoy y le regalaremos un bolso de pitón por el
morro! —Amanda declamaba a grito pelado como un
principiante en un teatro—. Eso es suerte —silabeó en tanto
Blanche se arrugaba—. Si te lo compras y lo pagas con el sudor
de tu frente, no hay suerte que valga.
Blanche enmudeció de pura rabia. Hubiera querido chillarle
bien alto:
—¿Te piensas que somos idiotas? ¿Que con lo que ganamos
aquí da para comprar esos lujos? A otro perro con ese hueso,
sabe Dios si no serán falsos…
Falsos, falsos… ¡Claro! ¿Cómo no lo había pensado antes?
Todo cuanto tenía que hacer era buscar un buen bazar chino y
elegir cuidadosamente una réplica del último hit en bolsos o algo
que pareciera piel auténtica de la de cortar la respiración. Ya
tenía tarea para por la tarde después del trabajo; buscaría sin
descanso el tiempo que hiciera falta hasta dar con la joya
perfecta y luego acudiría cada día a la oficina, con ella colgada
del brazo. Mucho más feliz. Mucho más segura.
Aparte de eso, anotó en su mente el feo que Amanda
acababa de hacerle y se juró a sí misma que se la devolvería en
cuanto pudiera. Casi arrolla a Betty Becaria que venía cargada
de la fotocopiadora, cuando salió al pasillo como un tren de
mercancías.

El pub aquella noche estaba tranquilo. Y para asegurarse de


que nadie interrumpiría su avance de tanque demoledor, se dejó
a la pejigueras de Meg en casa. La luz era tenue y acaramelada
y Ric, ya acostumbrado a la nueva versión de Blanche
indiferente, ni levantó siquiera la cabeza. Es más, se ocultó en la
trastienda, puede que para carcajearse de sus patéticos
esfuerzos. Ignorando todo eso, Blanche se lanzó a matar.
—Buenas noches, bomboncito caribeño. ¿Me pones una
cerveza?
—¿Qué te han hecho los vodkas? —rió él colocando una
jarra helada sobre el mostrador.
—Negra, por favor. Resacas demasiado evidentes. Que
estamos a martes y mañana tengo que dar la cara en la oficina.
Mi jefe es muy dependiente, parece mentira que siendo tan
joven y exitoso, no sepa dar un paso si no es de mi mano…
Morse llenó la jarra hasta el borde y se la pasó sin hacer
ningún comentario. Blanche sacó un cigarrillo y le pidió fuego,
aprovechando para atraparle la nariz con el escote. Aspiró una
larga y provocativa calada.
—Es espantoso, hay mañanas que ni me permite tomar café,
allí sentadita a su lado, consultándome cada paso que da. ¿Y
qué me dices del correo? Soy la única con acceso a sus
comunicaciones, públicas y privadas… a veces pienso que
quiere algo más… —insinuó estudiando los rasgos de Morse
quiere algo más… —insinuó estudiando los rasgos de Morse
con el rabillo del ojo.
—Pues a por ello, si es rico y guapo…
—Déjate de chuflas —aleteó la mano—, no puedo liarme con
mi jefe, soy una chica seria. Ya sabes que eso no puede acarrear
otra cosa que problemas. Además, me gustan más morenos, mi
jefe es muy rubio…
Morse no se dio por aludido, pero le plantó por delante un
plato de patatas fritas.
—Así que diez años ennoviado, ¿no? —Como no entraba al
trapo de los celos, Blanche se vio obligada a cambiar de tercio y
de conversación.
—Sí, señorita, diez maravillosos y felices años —respondió
Morse con un entusiasmo que sonaba a insulto.
—¿Y nunca hubo cuernos? —Él negó con vigor— ¿Ni por su
parte ni por la tuya? —Nueva negación—. Impensable en los
tiempos que corren, se ve que eres un chico formal. Algo así
quiere para mí, mi madre —consiguió decir gracias a que el
alcohol corría ya a raudales por sus tejidos corporales.
—Tu madre te quiere bien. Disculpa un segundo. —La dejó
para atender a otro cliente. En ese instante, Meg entraba por la
puerta con pinta de despiste. Blanche se agazapó contra la barra
puerta con pinta de despiste. Blanche se agazapó contra la barra
comprimiendo la cara, rezando para que no la viera, pero se le
vino encima por detrás, con un aullido de vendedora de
pescado, que la avergonzó.
—¡No me has llamado! ¡Te has venido a tomarte una birra y
no me has llamado! —Le echó en cara agarrando un taburete e
invadiendo su espacio vital. Debía venir de otros pubs, porque
su andar era como tambaleante.
—Ha sido un impulso de última hora —se excusó sin ganas
—. Me he pasado la tarde en la calle buscando un bolso y
cuando los pies se me sublevaron, decidí pasar y picar algo, así
me ahorro tener que compartir salón con los dos monstruos de
maldad que tengo en el piso —agregó con los ojos en blanco.
—Hija, cómo sufres, a ver cuándo te las quitas de encima…
—se compadeció Meg haciéndole señas al mulato para que le
sirviera lo mismo que a Blanche.
—Están las cosas como para comprar vivienda. —Apoyó los
codos en el mostrador, se relajó y perdió definitivamente la
ensayada pose de mujer fatal que había logrado componer.
Todo por culpa de Meg la metepatas.
—No me quedo mucho rato, estoy rota. ¿Te vienes? —
invitó.
Blanche le clavó una mirada de asesino a sueldo, frío y
Blanche le clavó una mirada de asesino a sueldo, frío y
calculador.
—¿Has perdido el juicio? —señaló al mulato—. Me lo estoy
trabajando y creo que ya ando lo suficientemente borracha
como para ser atrevida.
—Es que me duelen los pies —terció Meg. Blanche se
encogió de hombros.
—Tú y tus tacones… Si no sabes andar con ellos, no te los
pongas.
—Tengo dos callos.
—Vomitivo… —Apartó la vista resentida.
—¿Qué tal va?
—¿Te refieres a Morse? —apuntó con un cabeceo al
muchacho, que retiraba los vasos vacíos y abría espacio a otro
montón destinado a… ¡Marsha y sus amigas acabadas de
aparecer!
Les llegó la risa cascabelera de la chica y Blanche apretó los
puños y se clavó las uñas hasta hacerse sangre.
—Con doña Perfecta dando por el culo noche sí, noche
también, es difícil. Él se muere por mis huesitos, se lo noto, no
sabe qué ponerme por delante, me trata como si fuera una
muñequita —inventó sobre la marcha e inmediatamente se sintió
aliviada—, pero ella es una víbora arrepentida de haberlo
perdido.
—¿Te lo parece? Se la ve muy radiante —opinó Meg con
incredulidad.
—¡Ay infeliz! No te dejes guiar por las apariencias.
—Te lo digo como lo siento —se atrincheró Meg. Blanche
sacudió la cabeza malhumorada.
—Calla, so gafe, que ha sido aparecer tú y entrar la loba.
Aparenta estar contenta por montar el numerito delante de él, no
lo deja un minuto libre, viene a asegurarse de que no hay otra
chica al acecho. Mira, es más, me atrevería a asegurar que ya
sospecha que existo y que Morse siente algo por mí. Es un
zorrón, lo que yo te diga, viene a ver si lo recupera.
—Pero Ric dijo…
—Que era normal que Marsha los visitara, claro. Pero no con
esta insistencia. ¿No te has dado cuenta de que ella ahora es
mucho más… intensa, que está más volcada? – la oteó
rebosando resentimiento— ¡Menuda bruja, ni come ni deja
comer!
—Si tú lo dices…
—Si tú lo dices…
Meg enmudeció y Blanche la miró de reojo un par de veces,
pues podía certificar lo que le rondaba la cabeza: que Marsha
nunca se había molestado en mirarlas. Ni una sola vez, en el mes
y pico que llevaban coincidiendo a escasos metros en la barra;
que Blanche semejaba ser invisible a sus ojos. Invisible e
inofensiva.
Ella también lo pensaba. Así y todo, le entraron ganas de
estrangularla, de meterle una sardina por el trasero y sacarla a
contrapelo. Se supone que una amiga leal no cavila esas
cochinadas y se mantiene al costado de una, apoyando,
sustentando.
Invisible. Cierto. Tan invisible como se sentía Blanche en
realidad, cada vez que Marsha, la irresistible, irrumpía en el
local. Pero no iba a admitirlo. Ni aunque la rociasen con aceite
hirviendo. Nunca, nunca jamás.
—Bueno, es posible que haya que recurrir a estrategias más
arriesgadas —finiquitó bebiéndose del tirón el resto de la
cerveza—. Vámonos.
Blanche no se atrevió a investigar científicamente, si el
concepto “estrategias arriesgadas” contenía el vestirse como un
putón verbenero. Pero ir de icono sexual, prometer con la
mirada y especialmente prometerle a otro poniendo celoso al
objetivo, era una táctica que rara vez fallaba.
Hubiera regalado media ceja con tal de poder preguntarle a
Vera acerca de qué modelito ponerse, pero su confianza no
llegaba a esos extremos. Tuvo que contentarse con irse de
peregrinaje por las tiendas, figurarse que ella era Vera e imaginar
qué tipo de vestido compraría. ¿Rojo? Por supuesto. ¿Encaje?
Demasiado vulgar ¿Lentejuelas? Reservado para fiestas.
¿Terciopelo? Ideal. Rojo sangre y tela de abrigo, porque los
termómetros acababan de hundirse nuevamente aquella tarde.
Peep-toes a juego. ¿Y qué tal un paso por la peluquería? Pues
también.
Hizo un alto en el apartamento y se encerró en su dormitorio a
salvo de comentarios indiscretos, por si Beba y Samantha hacían
su aparición estelar. Abrió el armario y encaró el espejo.
Resultado, óptimo. Un problema: demasiado elegante. Sí,
Vera era una mujer elegante. Pero aquella vestimenta chocaba
en un pub de mala muerte en un barrio. Claro que Vera jamás se
dejaría caer por un sitio tan cutre. ¿Dónde demonios habría
conocido al mulato? Suerte tenía ella con tener uno a mano,
podía darse con un canto en los dientes. Decididamente, aquello
era fino con un puntito sexy, pero inapropiado para el bar.
Pensando en los snobs garitos de moda, puede, mas ella no
podía costearse copas en locales de alto rango.
Mientras se arrancaba el vestido, se preguntó si le devolverían
Mientras se arrancaba el vestido, se preguntó si le devolverían
el dineral que le había costado. ¿Ahora qué? Podía cogerle un
trapo a Samantha… si regresaba lo suficientemente tarde ni se
enteraría porque aquellas criaturas entraban a trabajar a las ocho
de la mañana y se encamaban bien temprano. Escogió uno tipo
corsé, negro y ceñido para no respirar. Tacones de vértigo,
también negros. Y es que el negro estará muy visto pero ¡por
Dios! ¡Qué color más socorrido!
Allá que se presentó Blanche en el pub, con el pelo enlacado
como si fuese a un estreno, dispuesta a llevarse al mulato a la
cama aunque fuese a rastras. Iba tan entusiasmada que hasta se
permitió saludar a Ric que colocaba los vasos limpios en la
estantería
—¿Qué hay, Ric? ¡Bonita noche!
—No deja de llover, maldita sea —masculló el chico. Ella
siguió adelante y se enfrentó a Morse con una sonrisa de oreja a
oreja. Especialmente después de mirar alrededor y no divisar a
Marsha.
—Ponme un vodka con piña.
—Me alegro de que vuelvas a las viejas costumbres. —
Sonrió él, educado y cumplidor como era habitual.
—Que sea doble.
Morse arrugó en el entrecejo.
Morse arrugó en el entrecejo.
—Eso ya no mola tanto. A ver ¿qué pasa?
—Te lo cuento si me lo pones triple. O cuádruple, yo qué sé.
—Compuso un puchero.
—¿Te han dicho alguna vez que beber para olvidar no es
bueno?
Por toda respuesta, Blanche abrió el gaznate y se metió la
copa entera dentro.
—Otra —exigió dando un porrazo con el vaso en la barra.
—Oye, que no estamos en el oeste. Tranquilita y con buena
letra.
—Sé beber, Morse, no tengo quince años. Ponme otra, anda
y deja que te caliente un poquillo la oreja.
—Soy todo tuyo…
—Ojalá… Resulta que mi jefe, el guapo resultón del que te he
hablado… me ha pedido matrimonio.
El mulato respingó.
—Como lo oyes. Me he quedado muerta, jamás de los
jamases le he dado pie a que piense… Vaya, que le he
jamases le he dado pie a que piense… Vaya, que le he
rechazado y creo que puedo ir pensando en buscarme otro
trabajo.
—Pero eso no sería correcto… —comenzó. Blanche echó
atrás la cabeza y soltó una carcajada. Cada movimiento estaba
mil veces ensayado frente al espejo.
—Cielo no seas tan cándido, las cosas no funcionan así.
Fuera de este bar, hay todo un mundo de tiburones que acecha
y amenaza a las chicas decentes como yo. Ponme otra copa,
anda…
—Blanche, que ya te patina la lengua —le advirtió
resistiéndose a volcar la botella de vodka.
—Solo por un día. Estoy fatal, no sabes el berrinche que me
he llevado y lo que te rondaré, moreno. Esto no acaba aquí.
—Suena de lo más chungo… —se solidarizó él sirviéndose
un dedo de whisky y arrimando un taburete. De no haber estado
tan pedo, Blanche habría saltado de contento.
—Peor, mucho peor. La escenita ha sido de película. Él dale
con que sí, yo dale con que no… amenazas veladas… el resto
de la oficina con la oreja pegada a la puerta. Ahora se desatará
toda una corte de rumores… claro que tampoco va a afectarme,
me ha dicho a las claras que me pondrá de patitas en la calle.
—Denúncialo.
—¿Para qué? No podría volver allí aunque lo ordenase un
juez y esos juicios solo sirven para que tu jefe te vilipendie y se
inventen mil patrañas sobre ti, tu capacidad de trabajo y hasta tu
honradez. Sé de uno que echaron injustamente y luego para
remate lo acusaron de ladrón. La gente de la oficina se caga,
claro, pensando que también los despedirán y le bailan las aguas
al jefe. —Soltó una lagrimita que ya estaba tardando—. Debe
ser frustrante oír de boca de tus compañeros una mentira tras
otra…
—Joder… vaya palo.
—Tú no sabes lo feliz que eres aquí, sirviendo cubatas.
A estas alturas del show, Blanche se había metido tanto en su
papel y se había creído hasta tal punto el cuento del jefe
acosador, que lloraba a moco tendido con el corazón encogido.
Comprobar que Morse estaba afectado por su desgracia, le
daba alas, la incitaba a seguir, aunque ni siquiera tuviese jefe.
—Yo estoy sola en el mundo, dependo de mi sueldo. No sé
qué haré después de esto. Siempre esforzándome, dando
ejemplo en la oficina, para que un niño rico se vuelva loco por mí
y me arruine la vida. —¡Qué gusto le daba imaginarse en esa
tesitura!
—Bueno, seguro que mañana ves las cosas de otro color.
—Dame un abrazo. —Pidió con los ojos arrasados en
lágrimas. Morse titubeó, se lo pensó y finalmente salió del
mostrador y la estrechó en sus brazos como troncos de árbol.
Blanche se derritió allí mismo—. Gracias, gracias por
protegerme, nunca he tenido nadie que cuide de mí…
Morse pareció azorarse con el cumplido y trató de ampliar
distancias, pero Blanche ya iba embalada y lo atrajo hacia sí,
con furia africana.
—Eres tan hombre… —susurró ajena a las miraditas
perplejas de Ric desde la barra.
—Blanche, has bebido demasiado…
—¿Sabes por qué no puedo decirle que sí a mi jefe? ¿Sabes
por qué no puedo aunque quisiera?
—No, no lo sé. —Morse miró agobiado a Ric, que se
encogió de hombros y se echó el paño al ídem.
—Te lo cuento, te lo voy a contar....
—No, si no hace falta, en serio, yo soy muy discreto… —
Trató de zafarse. Imposible. Las manos de Blanche eran
auténticas tenazas— La discreción personificada…
auténticas tenazas— La discreción personificada…
—Porque me gustas tú, me gustan los hombres como tú…
Tomemos otra copa juntos.
—Deberías…
Blanche le selló los carnosos labios con un apretado beso.
Morse pareció cambiar de opinión.
—¡Qué caramba! Tomemos esa copa. ¿Vodka?
—Vodka. Triple.
Llegó la hora de cerrar y Ric se escurrió con discreción
apagando luces y dejándolos en la más encendida intimidad. Si
no era tonto del todo, se habría percatado de que allí olía a
polvo que apestaba y era mejor marcharse antes de que la
descocada Blanche les propusiera un trío. Había logrado
emborrachar a Morse, él se había dejado y ahora le rodeaba las
caderas con los muslos desnudos desde la tarima de su taburete.
Cerrando la puerta y asegurando los candados, ella acertó a
enseñarle las bragas. Morse ya metía mano por debajo y la
joven se estremecía de placer. El tipo de alarido desesperado
que dan las tías con las tuberías atascadas.
—No puedo parar, no puedo parar… —susurró Morse
pegado a su oreja. Se llevó las manos a la bragueta y se bajó la
cremallera.
cremallera.
—¿Tienes un condón?
—No tengo, no tengo, pero no voy a parar… —repitió sin
dejar de besarla. Más que besarla, le comía la boca y Blanche
pensó que explotaría de excitación allí mismo.
—¿Somos novios, vamos a ser novios? —Tuvo todavía la
sangre fría de requerir. Él puede que la oyera pero no la miró.
—Lo que quieras, lo que quieras…
Sin embargo, su mente racional se sobrepuso lo suficiente al
alcohol y al monumental calentón, como para calcular opciones.
No podía frenar al mulato, no, habiéndolo conducido hasta ese
punto límite. Si echaba atrás el culo, lo habría perdido para
siempre, la tacharían de calientapollas y sería persona non grata
en el pub hasta el día del juicio final. Eso era lo de menos, las
copas eran caras y estaban aguadas, el tema era su objetivo:
tener un novio mulato. Encaprichada con Morse, no iba a poner
en peligro su logro, por un mete-saca sin protección. Se
exponía, claro, pero… que no, que no podía enfriarlo a esas
alturas.
Simplemente dejó de apretar las piernas y lo tuvo dentro. Tan
grueso y tan duro como lo había imaginado. Después de meses y
meses con el frío consolador, la verga de Morse, palpitante y
reventona, la propulsó a la estratosfera como una bala de cañón.
reventona, la propulsó a la estratosfera como una bala de cañón.
—Creo que voy a desmayarme —musitó justo cuando él se
corría y ella le pisaba los talones a toda prisa.

Aquella noche fue la noche más feliz en la vida a corto plazo


de Blanche. Y sentó precedente en lo que a condón se refería.
Los polvos apresurados, salvajes sobre la barra del pub o sobre
la mesa de billar cuando cerraba el establecimiento y Ric se
marchaba, se sucedieron a vertiginosa velocidad, todos en
idénticas condiciones: sin protección. Blanche no se animaba a
plantear la cuestión por miedo a irritar a Morse y él no quería ni
oír hablar del asunto. Ahora, cada vez que Marsha aparecía,
Morse se cuidaba más de dedicarle toda su atención como antes
y la repartía a cuidadas dosis entre su mejor amiga y su nueva
chica. No las presentó ni le hizo a Marsha el desplante que
Blanche hubiera deseado, pero que se tomase un chupito de
cuando en cuando con ella y controlase de reojo sus devaneos
con los demás clientes cuando Meg la acompañaba, aún estando
la ex presente en el local, ya era un logro.
Una posición avanzada que no estaba dispuesta a perder.
—Entonces, ¿te lo estás tirando? —quiso saber Meg con los
ojos como paelleras.
—Qué burra eres. Estamos saliendo, somos novios. El otro
—Qué burra eres. Estamos saliendo, somos novios. El otro
día vino a mi casa.
—¿Con las dos…?
—Deja, deja… se morirían de envidia, querrían quitármelo.
No, las brujas estaban de celebración en su empresa y yo
aproveché la ocasión. Hasta le hice una cenita… Está en el bote.
Blanche observó que Meg analizaba el lenguaje corporal de
Morse, sirviendo copas a diestro y siniestro, jugueteando con las
botellas y exhibiendo sus dotes de coctel-man delante de un
grupo de veinteañeras ruborizadas. Ella siempre besaba el suelo
que Blanche pisaba y nunca se atrevería a poner en duda sus
conclusiones, pero en aquella ocasión… Blanche observó que
ponía el gesto contraído de que algo no le encajaba.
—Pronto empezaremos a ir al cine y a hacer esas cosas que
hacen los novios —añadió apresurada, subida en una nube.
—Lleváis ya…
—Dos meses y tres días.
—Y todavía no te lo ha propuesto… Me refiero a cenar, ir al
parque, presentarte a sus amistades. —se asombró Meg. Debía
ser que su escasa experiencia con las relaciones, le permitía
deducir cosas que ya deberían haber ocurrido, pensó Blanche
bastante cabreada.
bastante cabreada.
—Anda siempre liado. Mira, sale de aquí a las tantas y tiene
que dormir la mañana. Luego, después de almorzar se viene a
ordenar cajas y botellas y a disponerlo todo. —Se inclinó sobre
ella bajando la voz—. El vago de Ric no mueve un dedo, mi
chico se lo echa todo a la espalda.
—Pobre… Y pobre tú, porque las mañanas que él duerme, tú
las curras en la oficina y presiento que os vais a la cama a la
misma hora… —dedujo picarona.
—De momento lo llevo bien —aseguró Blanche obviando los
surcos oscuros que se tragaban sus ojos redondos. Ojeras como
plazas de toros— ¡Cariño! —llamó. Pero Morse no la atendió.
Lo repitió, esta vez algo más elevado el tono— ¡Cariño!
Las veinteañeras giraron a una las rubias cabezas y la miraron
con mala cara. Otro tanto pudo decirse de Morse, que le hizo
una mueca histérica y tardó más de diez minutos en acercarse.
Cuando lo hizo, venía calentito.
—No puedes llamarme así dentro del pub —la amonestó sin
contemplaciones.
—¿Por qué no?
—Porque el dueño no quiere que nos traigamos las novias al
bar, por eso. Dice que espantan a la clientela.
—¿Qué gilipollez es esa? —se encabritó. Meg le agarró
tranquilizadora el brazo.
—Tiene su lógica.
—¿Entonces cómo te llamo?
—Morse, como todo el mundo. Lo que pase entre tú y yo
cuando el garito cierra, es cosa nuestra, no tenemos que
contárselo a la gente.
Y se largó al fondo de la barra, donde el grupo de jovencitas
alborotaba y pedía copas con doble ración de alcohol. Blanche
permaneció petrificada y muda.
—No te apures. Lo tienes comiendo en la palma de la mano
—le aseguró Meg con un tono de falsete que se le clavó en el
alma.
6– Chismes Volantes

—Voy a preparar café. La que quiera que lo diga ahora o


calle para siempre —advirtió jocosa Blanche, agitando en el aire
la jarra de la cafetera. Cinco chicas levantaron un dedo—. Hoy
es el día en que os contaré acerca de mi novio mulato…
—¿Novio? —chilló Alexia.
—¡Mulato! —Betty dio un par de saltos emocionados.
—Tía, qué calladito te lo tenías… —A pesar de la pachorra
habitual de Ana Tejón, Blanche no se dejó engañar. Las había
dejado patidifusas a todas, tiesas de la impresión.
Amanda asomó su respetable nariz por el marco de la puerta.
—Siento interrumpir la animada charla, pero la jefa quiere
verte en su oficina. Que lleves libreta y boli.
—¿Qué tripa se le habrá roto ahora? —resopló Blanche—.
No sabe dar un paso sin consultarme. Encargaos vosotras del
café…
El despacho de Vera Márquez estaba muy cambiado desde
El despacho de Vera Márquez estaba muy cambiado desde
que se incorporó a la empresa. Siempre había estado ahí, estéril
para que lo ocupara el mandamás cuando venía y era antiguo,
funcional y aburrido hasta decir basta, con muebles que se
gritaban unos a otros, a cada cual más rancio. Pero Vera barrió
nada más llegar y lo dejó vacío, mandó pintar en un tono lino
natural, sustituyó los anticuados cortinones del viejo por
persianas venecianas de madera de cerezo, a juego con unas
estanterías rectilíneas claras. La mesa, enorme y con sobre de
cristal, sobre una alfombra peluda de cebra. Tapando los cables
del ordenador que tanto afeaban y en uno de los rincones,
sendos jarrones cilíndricos transparentes, cuajados de rosas con
capullos grandes como puños.
Encima olía fenomenal.
Blanche pidió tímidamente permiso y entró directa a uno de
los confidentes, adoptando aires de secretaria eficiente. Cruzó
las piernas, apoyó la libreta sobre la rodilla y la miró expectante.
Vera la taladraba a ella.
—Te he llamado porque necesito hablar contigo.
—¿No hay dictado? —se sorprendió abriendo mucho los
ojos.
—No hay dictado —la desengañó su jefa con paciencia—.
Hay un comentario feísimo que corre sobre mí por la oficina y
que casualmente y como no podía ser de otro modo, ha llegado
que casualmente y como no podía ser de otro modo, ha llegado
a mis oídos. Es lo que siempre pasa.
Blanche se esforzó por no mover un músculo. Que no se
notara siquiera que estaba tragando saliva. Aquello era un daño
colateral imprevisto.
—No sé de qué me estás hablando, perdona.
—Te hablo de mis presuntas correrías por Madrid y los altos
cargos de no sé qué empresa figurada. —La voz de Vera no era
agria pero cortaba a lo militar.
Esta vez sí. Esta vez Blanche concentró todas sus energías en
aparentar ingenuidad y pureza. Relajó los músculos de la cara,
dejó caer las mejillas, desorbitó los ojos y entreabrió la boca.
—Lo siento, sigo sin saber…
—Blanche, ¿has ido contando por ahí que yo se la chupaba a
no sé quién para medrar? —arremetió Vera directa pasando de
preámbulos. Su interlocutora parpadeó.
—¡Por Dios, no!
—Entonces ¿cómo es que esa es la versión que he captado?
—Parecía enfadada de verdad. Blanche pensó algo horrible,
tristísimo, como por ejemplo, que se convertía en indigente sin
techo y que nadie la reconocía, que se le ennegrecían los dientes,
techo y que nadie la reconocía, que se le ennegrecían los dientes,
que la echaban a patadas de los bares donde se metía buscando
un poco de calor y las lágrimas acudieron a sus ojos.
—No puedo creer lo que me estás diciendo.
—Yo tampoco podía creerlo cuando me lo contaron, te lo
aseguro. ¿Qué motivos…?
—Quiero decir… —Levantó una inocente mirada llena de
luz, hacia Vera—. Que no es así como ocurrieron las cosas y
que quien quiera que haya sido, es un monstruo de maldad. —
Vera trató de intervenir pero Blanche, muy digna, levantó la
mano y la frenó—. No, no me lo digas, Vera, no quiero saberlo.
A diferencia de otras en esta empresa, yo no soy ninguna
chismosa. ¿Quieres que te cuente lo que pasó en realidad? Pues
unas cuantas chicas, no te diré quiénes, estaban reunidas
merendando en el office; cuando entré, hablaban precisamente
de eso, de tus cuestionables métodos de ascenso profesional —
comprobó que la expresión de Vera se crispaba de indignación
— y de que enviarte a Gijón había sido una especie de castigo.
Tengo que añadir que era la primera referencia que me llegaba al
respecto, tú debes de saber que ando siempre muy pendiente de
mi trabajo y no fisgoneo ni participo en charlas de pasillo. El
caso es que me sentó tan mal que estuvieran allí, tan frescas
puteándote cuando no podías defenderte, que hice de abogado
del diablo.
—¿Lo que significa…? —indagó Vera cuyo tono afilado
empezaba a suavizarse. Se retrepó en su butaca a la espera de
nuevas revelaciones. Su postura le dijo a Blanche, que debía
seguir improvisando.
—Que me enfrenté a ellas y a sus argumentos, les dije que
aunque la historia fuera verdad, algo que nosotras no sabríamos
nunca porque hay mucho mentiroso por ahí suelto inventando
bulos, tú eras un ejemplo del buen hacer como jefa y que nuestra
obligación era defenderte y no dar crédito… —A estas alturas
del drama, Blanche moqueaba como una becerra y Vera, en un
alarde de compasión, le alargó un pañuelo—. En fin, se
pusieron como locas, atacándome y llamándome pelota rastrera.
Ahora empiezo a ver claras las consecuencias. Las represalias
— agregó para que quedase más claro, viendo que Vera no
reaccionaba.
Su jefa le había clavado dos inmensas e inquietantes pupilas,
tratando de discernir hasta qué punto Blanche era sincera o le
estaba relatando una milonga. Blanche le devolvió la mirada
preguntándose si había resultado lo bastante convincente,
procurando no perder el infantilismo de su gesto.
Vera finalmente, ¡suspiró! ¡Válgame las pulgas de mi perro!,
se dijo Blanche. Porque eso era bueno.
—En tu opinión, acusarte de echar a rodar esa mentira sobre
mi pasado, es su forma de darte las gracias por serme fiel.
mi pasado, es su forma de darte las gracias por serme fiel.
Blanche hizo un mínimo ademán de conformidad. Sin
aspavientos, por si no colaba. Vera se mordió el labio.
—Más fiel que el resto, desde luego —afirmó con un hilillo de
voz.
—¡Pues vaya panda de zorras! —Y sonrió con tanta
amplitud, que a Blanche se le quitaron los nubarrones de encima
de la cabeza—. Eso es a lo que yo llamo, tener el enemigo en
casa.
La secretaria se envalentonó.
—Soy bastante retraída, lo admito y no soy íntima de ninguna
de ellas pero hasta ahora las relaciones habían… ¿cómo decirte?
fluido con normalidad, nada de malos rollos… Entre ellas sí,
entre ellas se llevan a matar, pero conmigo… —La llorera atacó
de nuevo—. Si saben que voy siempre apagando fuegos,
apaciguando peleas… ¿Cómo me han hecho esto? Perjudicarme
hasta ese punto…
—Tú no has sido la precursora del rumor —repitió Vera para
asegurarse.
—Ni siquiera les permití seguir diseccionando el chisme.
Menuda decepción me acabo de llevar y encima… Lo que peor
llevo es que tú hayas pensado que yo sería capaz… —
llevo es que tú hayas pensado que yo sería capaz… —
Reacomodó el trasero en la butaca y se echó sobre la mesa en
una pantomima angustiada—. Yo te admiro, Vera, te admiro
profundamente. —Le temblaron los párpados y por primera vez
fue totalmente franca—. Nada me haría más feliz que ser tu
amiga. Lógico, eres la jefa y he procurado mantener las
distancias, pero… la mejor manera de probarte mi lealtad, es ser
tu asistente, tu ayudante, tu mano derecha, lo que haga falta…
Vera detectó la nota de ansiedad que flotaba en su voz.
—Bueno, mujer no te aflijas…
—En serio te lo digo, Vera, me importa un comino los
tejemanejes de esta panda de brujas, son todas unas amargadas,
no soportan que alguien como nosotras… —desaceleró y
recuperó parte de la fingida compostura de niña de colegio de
monjas— salvando las distancias, vayan felices y
despreocupadas por la vida…
—Será eso. Una lástima, te aseguro que no me habían dado
esa impresión —lamentó Vera levantándose a por café.
—No son todas, hay muy buenas chicas en esta oficina —se
apresuró a desmentir Blanche.
—¿Sí? Cualquiera se fía ahora, después de lo que sé. —
Sirvió dos tazas y se volvió a mirarla con un guiño de
complicidad—. Supongo que será mucho pedir que me digas en
complicidad—. Supongo que será mucho pedir que me digas en
quién puedo confiar.
—No me pidas eso, sería un cotilleo impropio de Blanche
Tood. Es más, Vera, puede que esa sórdida historia haya venido
de fuera… que las empleadas se hayan limitado a darle
cuerda…
—He estudiado muchos años y he trabajado muy duro para
llegar a donde estoy, no es justo que se digan esas cosas, no voy
a permitirlo. —Tomó de nuevo asiento, con su taza humeando
delante y le ofreció la otra a Blanche, que la aceptó a un paso de
hacer palmas con las orejas—. Es tan sencillo cargarse la
reputación de una chica…
—¿Verdad? ¡Qué asco!
—Son faenas típicas de los hombres que cuando se trata de
desacreditar, siempre atacan por el mismo flanco: les basta
describirte como la puta del año y santas pascuas. Jamás pensé
que ese fenómeno pudiera darse en una empresa donde somos
mayoritariamente mujeres.
—En cualquier caso, esto será una nubecilla pasajera. En
unos días no se acordarán siquiera del comentario…
—Esperemos, porque no estoy dispuesta a transigir —
advirtió Vera recuperando por un instante un tono que puso a
Blanche la carne de gallina—. Salud —agregó alzando la taza.
Blanche la carne de gallina—. Salud —agregó alzando la taza.
—Salud —la imitó Blanche sintiéndose la persona más
afortunada sobre la faz de la tierra.
—¿Y tu nombre, a qué se debe? Te llamas Tood, ¿cierto?
—Mi padre. —Sonrió tímida—. Mi padre tiene procedencia
inglesa.
—Exótico —alabó Vera enarcando las cejas. Blanche
floreció de placer.

Las cartas que Blanche jugó, tuvieron felices consecuencias


en los días posteriores, ya que sacando partido a la entrevista y
a la sarta de confesiones que habían venido con ella, la secretaria
se refugiaba a media mañana y a media tarde en el despacho de
Vera a tomarse el café, alegando que las compañeras le hacían
el vacío.
—Esto se termina en un santiamén —se enervó la jefa dando
una palmada sobre la mesa—. A esta panda de taradas les
aclaro cuatro cositas, para algo sigo siendo…
Blanche la agarró del brazo como si le estuvieran arrancando
los dientes.
—Hazlo por mí, Vera, te lo ruego, si sales a defenderme,
todo irá a peor, a muchísimo peor, porque no me perdonarán tu
intervención, en la vida. Déjalo estar. Ya te dije que en unos días
se cansan y todo volverá a la rutinaria normalidad. Todo,
cualquier cosa, menos que conozcan la camaradería entre
nosotras. Ya sabes… la envidia…
Vera se quedó de pie, rígida como una escoba y cavilando.
—Más represalias —dedujo.
—Más represalias. A saber lo que inventarían ahora. Prefiero
tomarme el café aquí contigo o sola, si te molesto —agregó sin
tardanza.
—Para nada. Mira, puedes ir tomando notas de tareas
pendientes y las repartes como te plazca entre esas arpías de ahí
fuera.
Blanche rebotó de felicidad en su silla. Iba a mangonear a las
demás empleadas. En nombre y representación de Vera, claro,
pero eso no lo hacía menos excitante.
—Venga, soy toda oídos. —Se afanó apretando el bolígrafo.
—Hay que comprar material de oficina, encargar folios
reciclados para la fotocopiadora, rotuladores de subrayar y dos
calculadoras. Doce archivadores todos iguales…
—Se lo asignaré a Betty —decidió Blanche sobre la marcha,
garabateando sin cesar.
—¿Qué tal se porta la becaria?
—No es muy espabilada, una pena, pero se deja gobernar y
apenas protesta. En los tiempos que corren, ya es un logro.
—Bien, me alegro. No ha dicho nada de largarse ¿no?
—De momento, que yo sepa, ni palabra, pero con estas
niñatas adineradas cualquiera sabe. ¿Me permites una pregunta
indiscreta de mujer a mujer?
—Dispara —rio Vera de inesperado buen humor.
—¿A qué peluquería vas? Me encantan tus reflejos cobrizos y
tu corte a capas.
—Te llevo pasado mañana si quieres, tengo que ir a
recortarme las puntas.
—Me encantaría. —Blanche se creyó al borde del desmayo
mismo.
—Luego podríamos tomarnos unas cañas e ir de compras,
para desestresar. —Oír eso le provocó vértigo. Se recuperó lo
justo para agradecer el ofrecimiento.
—¡Sería magnífico! Tengo que renovarme el vestuario…
Nadie mejor que tú para orientarme, Vera, me chifla tu estilo.
Blanche se frotó las manos con energía. Poco a poco, escalón
a escalón, sus anhelos respecto a Vera, sus objetivos, se iban
cumpliendo.

Aquel jueves comenzó de mala manera para Blanche y fue


empeorando conforme pasaban las horas. No podía ser de otro
modo, porque con arreglo a su concepto del mundo injusto, ella
era una desgraciada, la mala suerte se cebaba con sus asuntos
siempre que tenía ocasión y todo, lo que se dice todo, nunca
podía ir sobre ruedas. Si algo, pongamos por caso las relaciones
en la oficina, se enderezaba, otra cosa tenía que torcerse para
compensar. Sin ir más lejos, su sucedáneo de relación con
Morse. Los golpes de fortuna se reservaban para las demás,
Samantha, Beba y sus gloriosos puestos de trabajo, Amanda y
sus bolsos, Alexia y su cutis infame, Betty y sus padres
millonarios… Todas menos ella.
En cualquier caso, la recién inaugurada fase de buena relación
“somos íntimas hasta la médula” con Vera, la llenaba de
satisfacción y era una fuente de inspiraciones para su proceso de
mejora y pulido.
—Dar cera, pulir cera. Dar cera, pulir cera —se
cachondeaba delante del espejo, ensayando una imitación barata
de las poses de la Márquez.
Luego estaban las ventajas de conocer su estilo desde dentro.
Consiguió irse de shopping con ella un par de veces y aunque no
podía permitirse adquirir según qué prendas aunque las admirase
y se le cayese la baba pasando los dedos por las telas satinadas,
se las apañó bastante bien para sonsacarle los secretos de sus
básicos, el modo de combinar y el por qué. El cómo debían ser
los zapatos, el dónde invertir con preferencia para parecer una
señorita. Blanche se percató de lo mucho que le quedaba por
aprender y se amonestó el haberse conformado con apuntar en
una ridícula libreta, los modelos de Vera. Captar su esencia no
se limitaba a copiar su apariencia.
Pero desde por la mañana de aquel día, se la llevaban los
demonios. No había que ser un lince (y Blanche a menudo lo
era), para pillar que alguien había revuelto su cajón de las bragas
a primera hora, seguramente buscando algo que llevarse al culo.
Típico de Sam, que agotaba las suyas y se hacía la remolona en
cuanto a la colada, esperando un milagro o que bragas limpias
empezasen a llover del techo. Cuando el prodigio no sucedía,
hundía las garras en los cajones de Beba y si estaba muy pero
que muy desesperada, se las tomaba prestadas a Blanche. Pero
eso sólo ocurría si estaba al borde del suicidio o de marcharse a
currar con minifalda y el potorro al aire.
Invariablemente, cuando la prenda en cuestión regresaba al
redil, Blanche la tiraba al cubo de la basura, preguntándose
cuándo se acordaría de ponerle un candado al puñetero cajón.
Odiaba que le tocaran sus cosas, no soportaba ni un roce
siquiera. Todavía recordaba con nitidez, los guantazos que le
arreaba a su hermana la pequeña cuando su madre no miraba,
por tocarle sus escasas pertenencias. Por eso y por tener el
atrevimiento de ser monísima y rubísima y tener los ojos
azulísimos además de curvas peligrosas que ya se adivinaban
desde su tierna adolescencia.
Se arrastró fuera de la cama sin fuerzas y se dejó caer dentro
de la ducha, esperando que su cuerpo astral pudiera quedarse
allí rezagado mientras la Blanche desdoblada acudía a la oficina.
Como el incidente del pasado turbulento de Vera no había dado
más de sí gracias a la persistente mudez de Blanche, las chicas
habían vuelto a comportarse como si nada. De nuevo la
asfixiante rutina, el agobio de la no motivación. Ya ni siquiera
espiar a Vera la incentivaba, puesto que entraba y salía de su
despacho como Pedro por su casa. Se empezó a marear sólo de
pensarlo.
Acabó con arcadas y la cabeza metida en el retrete. Si es que
no se puede ser un alma sensible y tener tan mala potra.
Decidió que esa mañana llegaría tarde. Y lo cumplió a
rajatabla. Total, para lo que había que hacer y que ver… Perdió
rajatabla. Total, para lo que había que hacer y que ver… Perdió
el tiempo en el office, dándole vueltas a las tazas y tragando café
como una posesa. Ordenó seis veces las carpetas vacías por
colores y consumió un milímetro completo de suela recorriendo
las moquetas de los pasillos, pero nada mejoró. Aquella bola
inmensa a mitad del gaznate crecía y se encajaba, apretándole,
impidiéndole respirar con normalidad. Lo mismo se sorprendía
sudando como un pollo, que helada como un cadáver. Y claro,
eso, se mire como se mire, no puede ser bueno.
Era un presagio de que la noche se agravaría y de que la
encomienda que tenía pendiente sería peliaguda. Blanche no
sabía ser optimista. Y las veces que había osado serlo, la vida le
había endiñado un palo de tal calibre, que no hizo falta
recordarle que no volviera a relajarse. Telefoneó a Meg, no para
invitarla, sino para asegurarse de que no se dejaría caer por el
pub. Volvió a la cocinita de la empresa y se preparó el
duodécimo café del día. Betty se peleaba con el tarro de las
galletas. Iba perdiendo ella.
—A ver, deja que te ayude —se ofreció Blanche solícita.
—No, si ya casi está. —Con un chasquido, la tapadera cedió
y Betty salió impulsada por la inercia— ¿Ves?
—Debe estar atascado del poco uso, dime quién se atreve
aquí a comer galletas y a ponerse como una vaca burra. Sólo tú,
chiquilla que con tus años… —Bromeó sintiendo que se
desatrancaba ligeramente.
—Oye Blanche, quería contarte… No puedo con Amanda,
estoy pensando en hablar con Vera para que me asigne otro
departamento, pero ya.
A Blanche se le encendieron todas las alarmas.
—No hablarás en serio… —replicó con tono amenazador.
Betty abrió unos ojos como platos—. Lo de molestar a Vera
con lo liada que está para pedirle un traslado, que te coge manía,
nena.
—¿Está liada? —Arrugó la cara—. Pero si siempre dices que
anda vagando y luciendo palmito…
—¿Tú estás tomando pastillas de esas que toman los
universitarios en época de exámenes? — saltó Blanche alterada.
Acababa de hilvanar su amistad con Vera tras el disgusto del
chismorreo y ya podía imaginarse la que se formaría, de llegar a
sus oídos este otro comentario.
—¡No! —se asustó Betty.
—Pues no me explico cómo dices esas tonterías, yo admiro a
Vera y la considero muy trabajadora, siempre la he venerado.
—Dibujó una amplia sonrisa para tranquilizar a la becaria que se
había encogido sobre sí misma—. Da igual, a veces escucha una
un embuste y se lo adjudica a la primera que ve.
un embuste y se lo adjudica a la primera que ve.
—Será eso… —musitó Betty no muy convencida.
—En fin, a lo que íbamos, que a Vera no se le va con esas
nimiedades. Dime qué te pasa y quizá pueda ayudarte. Recuerda
que soy la mano derecha de los jefes.
—Pues el carácter insufrible de Amanda, ¿te parece poco?
Creo que voy a coger una depresión si sigo a su lado —gimoteó
Betty tragándose media galleta de un mordisco.
—Es una magnifica contable. Y tú lo que quieres es aprender
de la mejor maestra, ¿o no?
—Pero Blanche, se pasa el día rumiando desgracias, leyendo
las esquelas del periódico. Creo que la única noticia que le
alegra el día es enterarse de que alguien ha estirado la pata.
—Bueno, quizá no sea la alegría de la huerta pero maneja los
números como nadie.
Betty se desesperó sintiéndose incomprendida.
—¡Que no es eso a lo que me refiero!
—Mira BB. —La agarró por un brazo dejando clarito quién
mandaba allí—. Como ya te dije una vez, aquí no se viene a
divertirse ni a que te cuenten chistes. Para compensar la baja
divertirse ni a que te cuenten chistes. Para compensar la baja
energía de Amanda, te pasas cada ratito por nuestras mesas y te
subimos el ánimo. Y de paso tú se lo subes a tu compañera, que
puede que esté pasando por algún bache y necesite tu ayuda.
—No sé…
—Sí sabes. Un mesecito más y te pasamos a otra sección.
Pero tienes que demostrar que podrías quedarte al frente de
contabilidad si Amanda por ejemplo… se muriese.
Betty se santiguó y Blanche se echó a reír.
—Tengo que despachar asuntos urgentes con la jefa. No
puedo estar aquí perdiendo el tiempo, no sirvo para estar de
brazos cruzados. La jornada laboral es sagrada. Luego te veo
— se despidió toda cordialidad.
Se introdujo en el despacho de Vera, mutando la expresión
de su rostro amable por otro congestionado y triste.
—Perdona que te moleste. ¿Tendrías por ahí un analgésico
que darme?
—No soy muy dada al pastilleo, pero algo debo tener por si
las moscas. —Vera se puso a rebuscar en los cajones.
—Me estalla la cabeza. Otra pelea como la que acabo de
superar y dimito.
—Toma, aquí tengo una. —Se la alargó—. ¿Con quién te has
peleado?
—Yo con nadie, parece que no me conozcas. —Sonrió
humilde—. Pero esas de ahí fuera se degüellan a la primera de
cambio. Acabo de solventar un dilema entre Amanda y la
becaria que se llevan a matar y ayer impedí un motín.
—¡Qué barbaridad! —se asombró Vera—. No sabía…
—Ni tienes que saber, bastante tienes tú con aguantar a los
de arriba. No, de esto me encargo yo, como me he encargado
siempre, llevo años haciendo lo mismo, manteniéndolas
separadas para que no se tiren a la yugular. Si es que no se
pueden ver, nunca he visto un grupo peor avenido.
—Ya se sabe. Donde hay muchas mujeres… —Suspiró—.
Una gilipollez y de las gordas, porque podríamos aprovechar
para ser más colegas y solidarias. En lugar de eso…
—Tienes toda la razón. Gracias por la pastilla, eres la mejor
de las jefas.
—No hay de qué —repuso Vera volviendo a sus
expedientes.
—Otra cosita… Si esta migraña criminal no remite…, ¿me
permites irme a casa un poco antes?
permites irme a casa un poco antes?
Vera puso los ojos en blanco, ofendida por la duda.
—Gracias, mil gracias —exclamó Blanche desde la puerta.
El principal motivo de marcharse temprano a casa, era llegar y
explayarse antes de que las otras dos ocupantes la invadieran.
Se pasó tres horas probándose cosas delante del espejo del
armario.
¿Quería parecer sexy? No, puede que no esta noche. Pero
provocativa sí, al menos un puntito. Básicamente porque
Marsha, la asquerosa, haría su entrada triunfal en el peor
momento y las pupilas del mulato resbalarían hasta la orla de su
falda. Cuando Marsha aparecía, Blanche se volvía transparente
o gris a los ojos del mundo. En esos insoportables minutos,
había probado de todo, las estrategias más guerreras, darle
celos, simular desmayos… nada servía. Solo ponerse a engullir
copas como una cosaca y que la tajada le nublase la vista para
no tener que computar la escena que se desarrollaba ante sus
narices.
Los recuerdos le fueron subiendo la temperatura, hasta que
trincó un pisapapeles de metal y lo estrelló contra el espejo. No
saltó en mil pedazos pero se rajó de arriba abajo y habría que
cambiarlo de todos modos.
—Gilipollas que soy —farfulló contemplando su imagen
—Gilipollas que soy —farfulló contemplando su imagen
partida en dos como en un thriller.
Al día siguiente lo tendría que pagar y los cristaleros a
domicilio, no veas cómo se las gastan. Pero eso ahora, en aquel
crucial momento de su vida, pasaba a un segundo plano. Acabó
de arreglarse tironeando de su pelo ondulado, que
envalentonado por el corte, se emperraba en crear bucles que le
dejaban la melena a la altura del cogote.
—Mantente fría, Blanche —le dijo a su gemela reflejada—.
Calculadora, no pierdas los papeles, esta noche no toca.

En el pub se notaba que no era fin de semana. Había tres


gatos desperdigados por la barra, corazones solitarios tragando
cerveza como los tiros de una fuente, un par de parejas
refugiadas en las mesas más sombrías. Un grupo de estudiantes
alborotadores jugando al submarino, a los que Ric mandaba
bajar el tono cada cinco minutos. Y Morse entrenando sus
malabarismos con las botellas de licor.
Blanche lo contempló largo rato en silencio y él pareció
encantado de disponer de público. Por unas horas, flotó en el
ambiente una suerte de entendimiento entre ambos, que la
ilusionó. Todo cambió cuando la invencible Marsha empujó la
puerta de cristal, seguida de dos de sus acólitas. Morse voló
literalmente a atenderlas y allí se quedó tonteando ante la mirada
estupefacta de Blanche. Cuando se dignó a regresar simulando
que buscaba los vasos de los chupitos, ella le hizo una seña.
—¿Cuándo vas a decirle que deje de venir? —refunfuñó
mirando a Marsha con ganas de freírla en una sartén.
—¿Te refieres a ella?
—Bingo, a ella y a sus amiguitas. Veo que hoy te has
levantado espabilado —repuso con sarcasmo.
El comentario no le sentó a Morse demasiado bien.
—Y tú te has levantado borde como una esquina. No voy a
hacerlo, es más, no puedo hacerlo, son clientas. ¿Cómo le voy a
prohibir la entrada a nadie? Esto es un establecimiento público
por si no te has dado cuenta, mi jefe me despellejaría si…
—Es tu ex novia.— Lo cortó Blanche terminante.
—Y también es mi amiga.
—Me pone nerviosa —consideró pensando que eso, de por
sí, ya era suficiente.
—Ese es tu problema, no creo que Marsha tenga nada que
ver con tus inseguridades.
—¿Mis inseguridades? ¡Vaya! Ahora resulta que soy yo la
insegura. Mira llevamos viéndonos más de tres meses y…
—No tanto tiempo.
—Sí, casi tres meses y si preguntas a cualquiera en el pub
incluido Ric, nadie me identificaría como tu novia.
Eso puso a Morse aún de peor humor.
—Porque no lo eres.
—¿Cómo que no lo soy? —Se atragantó Blanche.
—Yo no tengo novia de momento, tú y yo, todo lo más,
estamos liados y no le des a la cosa una repercusión que no
tiene…
—Pero tú me dijiste… me aseguraste… —exigió Blanche
con voz desgarrada. Morse levantó los brazos al cielo.
—¡A ver! No me pidas explicaciones de lo que digo cuando
estoy empalmado. —Bajó el tono hasta convertirlo en un
susurro discreto—. En esos momentos sería capaz de prometer
que cierro el agujero de la capa de ozono.
—Estoy embarazada —soltó a bocajarro. Morse se puso
blanco, lo que refiriéndose a él, era decir mucho.
—Bromeas…
—En absoluto. Estoy embarazada y te aseguro que no he
estado con nadie aparte de ti.
Morse abandonó la barra como una exhalación, la atrapó del
brazo y la arrastró entre la gente hasta la calle.
—¿Qué haces? Está lloviendo y hiela, ¿quieres matarnos?
Se refería al niño y a ella. Lo deletreó con la intención de que
Morse lo pillara.
—Repíteme eso que me has dicho ahí dentro —siseó con voz
sombría.
—Creo que lo has entendido muy bien. Estoy preñada,
esperando un hijo tuyo.
—No vas a seguir adelante con eso —dio por sentado.
Blanche no respondió—. No te preocupes si no tienes dinero,
yo puedo ayudarte, pero hay que solucionarlo. —Ella siguió
muda—. Di algo, no podemos hacernos responsables de algo
así…
Morse se alejó unos pasos mesándose el cabello con
angustia.
—La culpa la tienes tú por no querer usar…
—¡Déjalo ya, Blanche! ¡Ha ocurrido y ahora lo que tenemos
que hacer es enmendarlo! —le gritó.
—¡Qué fácil todo! ¡Qué fácil para ti! —lloriqueó ella sin
saber aún qué actitud adoptar. ¿Fría? ¿Altiva? ¿Desamparada?
¿Le reprochaba? ¿El qué?
Morse pareció tranquilizarse un tanto. Volvió a su altura y la
tomó por los hombros.
—No estés nerviosa, no vas a estar sola. Voy a darte
dinero…
Y dale con lo mismo.
—No lo quiero —rechazó con acritud. Por lo menos, que el
día de mañana Morse no la recordase como una mercenaria,
sonaba demasiado asqueroso. Si jugaba a hacerse la infeliz,
quizá tocara su fibra sensible.
—No seas tonta. —Intentó acariciarle la cara. Pero ella dio
un paso atrás.
—Quiero que estés conmigo, que saquemos esto adelante,
que siga nuestra relación, nos iba bien, muy bien…
—¿Cómo tengo que decírtelo? No hay ninguna relación,
—¿Cómo tengo que decírtelo? No hay ninguna relación,
Blanche, me temo que sólo existe en tu cabeza. —Se señaló con
el dedo.
—Porque no quieres darle una oportunidad. Soy una buena
chica, iremos al cine, cocinaré para ti…
—Déjate de sandeces. —La miró como si de repente le
hubiesen salido cuernos y amenazase con escupir lenguas de
fuego por las orejas—. Yo nunca te he pedido algo así.
—Tienes miedo, tienes miedo de comprometerte pero es
porque nunca nadie te ha cuidado — aseguró ella cargando
baterías. Mas Morse no se dejó atrapar.
—Mira, haz lo que quieras. Yo no voy a cargar con el
mochuelo, sabes que tienes mi apoyo cuando lo necesites —
afirmó con expresión siniestra—. Piénsatelo.
Desapareció en media vuelta dentro del pub. Dentro del puto
local donde bailaba, bebía y reía alborozada, libre de preñados y
otras hierbas, sin más preocupación que enseñar sus cachas, la
maldita Marsha. Blanche llegó a su casa llorando a gritos. Se
sentó en los escalones del portal secándose las lágrimas y
controlando los hipidos. Lo más probable es que Beba y Sam
estuviesen roncando. Felices ellas, sin problemas ni
calentamientos de cabeza. Entró de puntillas y se llevó el
teléfono a su dormitorio. El espejo seguía roto y los trozos,
desprendidos durante el día, esparcidos por el suelo, listos para
desprendidos durante el día, esparcidos por el suelo, listos para
ser esquivados. Marcó el número de la salvación. Acababa de
plantearse un ultimátum.
—¿Meg? Meg soy Blanche. No me pasa nada, estoy un
poco acatarrada. Oye mira… que tengo un problemita y tengo
que ir a Madrid a solucionarlo.
Al otro lado de la línea, Meg estuvo en un tris de caerse
redonda. Blanche nunca la hubiese figurado tan lúcida.
—¿A Madrid?
—Como has oído.
—¡Ay que ya me figuro la clase de probl…!
—Los sermones déjalos para misa, Meg, la pregunta es, me
acompañas o no. Si vienes, te pago el autobús.
—Joder, joder… —Podía imaginársela dando vueltas,
tratando de agarrarse el rabo—. ¿De Morse?
—Calla, so plasta. Ya te lo iré contando por el camino —se
sorbió los mocos—, de algo tendremos que hablar. Entonces,
¿vienes?
Blanche recordaría después aquello, vagamente, como una
visita rutinaria al ginecólogo. La misma silla y la misma postura.
¿O era una camilla? Le pusieron una vía conectada a un suero,
con la aguja tan gorda que pensó que le tendrían que poner un
punto para cerrarle el agujero. Se dejó a una Meg temblorosa
como un flan en la sala de espera y cuando despertó, también
fue su cara pecosa lo primero que vio. Meg debía tener por lo
menos, nueve millones de pecas. Todas las pecas del mundo, se
las había reservado para ella. Agonías… Volvió a quedarse
grogui.
Pestañeó. Debía de haber pasado un rato porque la luz
natural había mermado de forma alarmante, aunque Meg
continuase en la misma postura, sentada en la silla, ligeramente
reclinada hacia adelante, mirándola con ansiedad. Blanche logró
sonreír.
—¿Qué tal?
—Tengo mucho sueño. —Soltó una carcajada a medias—.
Es como… —Volvió a descojonarse y Meg la miró
desorientada— ¡Ay no sé…! Es como un estar borracha…
¡Joder qué ganas de cachondeo!
—El doctor va a darte el alta en cuanto te examine —la
informó Meg alentadora.
—Que el doctor haga lo que le salga de los cojones —se
pitorreó Blanche irreverente—. Yo me quedo a dormir…
—Tenemos que volver a casa, el último autobús sale a las
once y media —le advirtió Meg levantándose y sacando unos
sacos oscuros del armarito. Blanche se fijó mejor. No, no eran
sacos, era su ropa.
—Oye, no me metas prisa ni me estreses, que acabo de
abortar.
Meg perdió el habla. Al parecer, la palabra tenía mucho peso
para sus oídos. Pero Blanche la pronunció completamente
hueca, vacía de contenido. Si estaba afectada, lo disimulaba
divinamente. ¿Se suponía que debía sentirse devastada, vuelta
del revés como un calcetín? Algo había leído sobre chicas que
abortaban y después de hacerlo, el sentimiento de culpa las
carcomía. Lo curioso es que ella no alentara la menor emoción.
Era como si aquello jamás hubiese ocurrido.
Sí recordaba la vara que Meg se había dedicado a darle
durante el viaje en autocar.
—Te estás precipitando, deberías pensarlo un poco más.
—Lo he pensado —aseveró para quitársela de encima.
—Otra vez.
—No quiero pensarlo otra vez. De hecho, no quiero pensarlo
más, me duele la cabeza.
—Pero nena, se lo dijiste anoche, reaccionó mal como casi
todos los tíos y tú decides sobre la marcha, impresionada…
—¿Qué sabes tú de cómo reaccionan los tíos, si ni siquiera
tienes novio?
—No soy imbécil del todo, Blanche. A ningún camarero que
tiene un rollo con una clienta, le mola que le cuelguen un
embarazo no deseado de la noche a la mañana.
Lo que Blanche le clavó se parecía a una mirada. Quiso
arrojarla por la ventana en marcha, despellejarla viva, colgar sus
higadillos de la barra de la ducha.
—¿Un rollo con una clienta? ¿Cómo te atreves…?
—Es como él lo consideraba, me temo. No es que yo lo vea
así —se escudó Meg alargando las manos por si Blanche le
mordía.
—¡Joder! No me lo puedo creer, pensé que eras mi amiga.
Conocernos desde el instituto, se ve que no es suficiente título,
me estás sorprendiendo… para mal, se entiende. ¡Eres una hija
de puta integral!
La anciana que hacía ganchillo en el asiento de enfrente, las
miró recriminadora. Meg no se dejó acobardar por el mal humor
desbordado de Blanche, se lo achacaría a los nervios,
pobrecilla.
—Lo que haya dicho en primer lugar no tiene por qué ser su
postura definitiva, eso es lo que quiero decirte. Espera, no des
este paso. Por un tiempito más…
—Doy el paso que me da la gana —se obcecó con aspereza.
—Eres tan radical… Concédele un par de días a Morse y lo
volvéis a hablar.
—¿Para qué? ¿Para qué me humille babeándole a la tal
Marsha en los zapatos? Que no, Meg, que ya le he dado
demasiadas oportunidades a ese tío, yo valgo mucho,
demasiado.
—Por eso, mujer él también debe entenderlo. Además a tu
edad… —Blanche giró la cabeza en plan pantera africana— no
es ningún disparate ser madre.
—Tendré el niño con un marido o no lo tendré. A ver, ¿qué
tienen otras que yo no tenga? ¿Acaso pido demasiado? Un
chico genial que me respete y me adore, que me ame por encima
de lo imaginable. Puestos a pedir, a eso podría sumarle un
trabajo maravilloso y no la mierda en la que me hundo cada
trabajo maravilloso y no la mierda en la que me hundo cada
mañana. Quiero ser feliz, Meg, tengo derecho.
—Claro que sí, cariño —la consoló afectuosa su amiga. Pero
Blanche navegaba a miles de kilómetros de distancia.
—El caso es que Morse me trataba… —su imaginación
empezó a desbordarse— como a un caramelito. La forma en
que me miraba… Meg, no tenía ojos más que para mí. Cuando
me veía llegar, se le caía la baba y ya ni te digo, cuando me
colocaba mis vestidos cortos y mis tacones y me veía tontear
con algún cliente del pub…
Sí, siempre que se preparaba para ensartarme, pensó. Pero
no lo dijo.
—Sufría, yo sé que sufría aunque aparentase esa frialdad —
prosiguió medio ausente.
—Lo único que te pediría es que volvieses a meditarlo —
repuso la pecosa, probablemente prostituyendo su verdadera
opinión—, que no seas drástica.
—Por lo que a mí respecta, la decisión está más que tomada.
Cuando vuelva a casa, ya no llevaré encima esta molestia. —Se
puso a mirar por la ventanilla, cómo pasaban los árboles a toda
velocidad. Con su actitud le mostró a Meg que discutiendo no
adelantaría.
Así llegó a su fin el interminable viaje en autobús y así entraron
a la clínica, discutiendo como dos gatos rabiosos. La mala leche
sólo se disipó cuando se llevaron a Blanche, grogui total, al
quirófano y a Meg se le saltaron los lagrimones.
Entre las risas postoperatorias de Blanche y sus muecas de
comedia, pasó el doctor por la habitación, le exploró los bajos e
hizo un montón de recomendaciones a las que Meg asintió con
vigor, pero que la interesada no entendió. Luego, cuando su
amiga la ayudó a vestirse, dedujo que la estaban echando de la
clínica, después de clavarle una factura que dejaría su cuenta
corriente temblona para el resto del año. ¡Cabrones
aprovechados!
—Tendré que llamar a la oficina y pedir la baja. Diré que
estoy enferma, cualquier excusa es buena, Vera se lo traga todo
— se mofó. Meg la tomó del brazo para evitar que trastabillara
contra las papeleras.
—No te preocupes, yo llamaré por ti.
Aquella noche, una vez encajonada en la cama y quizá por
culpa de su cálido abrazo, Blanche se notó invadida por una
somera conmoción que recordaba mucho a la depresión. Sabía
que no era el niño perdido, sino la historia del mulato reventada,
lo que pudo ser y no fue. Ahora que se llevaba tan bien con
Vera, no le veía la importancia al detalle, pero tener un novio
seguía siendo una de sus principales obsesiones. Tener un novio
exótico como Vera, la segunda. Encontrar a alguien que la
quisiera, la tercera.
¿O la primera? Porque las cosas no tenían por qué desfilar
necesariamente en ese orden absurdo…
Sam golpeó con suavidad la puerta de su dormitorio y asomó
la cabeza. Demasiado fina, tratándose de ella.
—Tienes visita.
—¿Visita yo?
Lo que menos se esperaba. Vera vestida de sport, tan divina
como siempre y sosteniendo un enorme paquete.
—Es para ti. —Le dio dos besos y el papel de celofán crujió
bajo ellas—. ¿Cómo te encuentras?
Blanche compuso una mueca extravagante.
—Estos virus desconocidos… ya sabes… —Escurrió el bulto
— ¡No me lo puedo creer! ¡Me has traído una tarta de
gominolas!
—Tu amiga Meg me dijo que te encantan.
—¿Meg? Si tú no la conoces…
—Me llamó y me contó todo, así que no hace falta que
disimulemos ni que hablemos del virus de las vacas locas. —
Tomó una de sus manos y se la apretó.
—Hija de perra, cotilla… —Se le escapó. Vera la miró con
extrañeza.
—Es una buena chica, se preocupa por ti, pensó que al
menos alguien en la oficina debía saberlo.
—Eso soy yo quien lo decide, Meg no tenía derecho. Está
muy suelta últimamente, con la boca como un rape, tendré que
cosérsela —comentó irritada.
—¡Eh! No voy a contarlo y te servirá de alivio no tener que
fingir delante de alguien. Supongo que lo has pasado muy mal.
Blanche se derrumbó a medias. Por alguna razón, tenía
encasquillados los sentimientos y no acababan de rodar. O a lo
peor, es que no tenía sentimientos. No guardaba el menor
recuerdo de Morse, sólo de su entrepierna.
—Fatal, peor y sin nadie de mi familia cerca —mintió. Lo que
menos deseaba es que la odiosa de su madre o la repelente de
su hermana tuvieran noticia del descalabro y se presentaran de
visita—. Además el padre se portó como un auténtico cerdo.
Por respeto a ti no voy a decir que los caribeños son unos
calentones cabezas de chorlito, pero…
—¿Lo dices por Ralph? —Vera movió la melena y se echó a
reír. Daba gusto escucharla, se reía desde dentro—. Ya pasó a
la historia.
—Supongo que Ralph será tu novio mulato… ¿Cortasteis?
No te veo muy afligida.
—Los hombres pasan, la vida sigue. Las relaciones son como
las vacaciones: las disfrutas mientras duran y si se prolongan
mejor, siempre que el hotel siga siendo confortable. Si empiezan
a raspar las toallas, adiós muy buenas, quédate con los buenos
recuerdos.
Blanche la observó con detenimiento desde sus almohadones.
—Caramba, Vera, envidio tu frialdad.
—No soy una mujer fría, ni lo pienses, es sólo que me cabrea
toparme con una congénere que no se siente completa sin un
tipo al lado. Y es muy común, no creas. Esas desgraciadas que
piensan que no son felices porque les falta el adorno con pito,
pero que juran y perjuran que en cuanto lo encuentren, su vida
se volverá color de rosa.
—Patético —se admiró Blanche recordando cómo ella misma
pensaba así la mayoría de las tardes.
—No es que esté en contra de tener un compañero, es sólo
que no me conformo con cualquier pareja y todas las mujeres
deberían hacer lo mismo. Que primero hay que estar contenta
con una misma y entender que somos seres completos, enteros,
sin necesidad de añadiduras adosadas. Que nacemos solos y
nos morimos solos, Blanche, aunque la gente lo olvide a
menudo. Y cuando estamos en esa plenitud de “soy guay, me
siento bien conmigo mismo”, aparece el compañero perfecto. Ni
antes, ni después, te lo aseguro. Aparecerá, no un macarra
cualquiera, sino tu verdadera media naranja —recapituló como
si hablase por propia experiencia.
—¿En serio lo crees?
—Como que me llamo Vera. Pero hija, cuéntaselo a más de
una desesperada que vaga por ahí… —De repente cayó en la
cuenta de la tragedia personal de Blanche y un ademán culpable
contrajo su cara—. Caramba, tú acabas de pasar por todo esto
y yo filosofando… Lo siento, a veces me dejo llevar.
—No, si me encanta escucharte, dices verdades como puños
—la defendió con entrega—. Si Morse hubiera sido mi media
naranja de verdad, habría querido que siguiera adelante con lo
del niño y me habría pedido matrimonio —detalló convencida.
Vera alzó una ceja ante tanta civilizada racionalidad.
—Pues eso —convino después de una pausa. Realmente no
le quedaba nada por decir.
—Que le den por el culo. No me pienso pasar por ese pub en
todos los días de mi vida. Como si lo hubiesen borrado del
mapa.
—Él se lo pierde —añadió Vera picarona—. Míralo así.
—El caso es que… Yo le interesaba, le interesaba de verdad.
A estas alturas sé distinguir cuándo le gusto a alguien y él… No
voy a negar que a veces nos resultaba difícil olvidarnos de la
permanente vigilancia de su ex novia, pero creo que lo hicimos lo
bastante bien…
—Sí, se lo montó de puta madre, tanto como para dejarte
embarazada —bromeó Vera. Blanche enrojeció—. ¿Cómo
pudo ocurrir?
La súbita palidez de Blanche decía mucho más que su
silencio.
—No usasteis protección. —Blanche negó—. ¿Nunca?
—Él lo odiaba y yo no quería forzarlo —reconoció la
culpable bajando la cabeza—. Pensé que si lo presionaba
saldría corriendo y no querría saber nada más de mí. —Vera
contrajo la cara.
—Joder Blanche…
7—El cristal con el que miro no es rosa

Sofía enjuagó las esponjitas y las pasó repetidamente por la


frente de su clienta, frotando y esquivando granos y barrillos.
Carraspeó con ligereza antes de soltar la trola del mes.
—Oye, esto va fenomenal, cómo hemos mejorado…
—¿Tú crees? Yo lo veo casi igual.
—Ni punto de comparación, mujer. Lo que pasa es que
tenías el cutis muy descuidado, hemos tenido que empezar desde
cero y las cremas no hacen milagros. Las mías, casi, pero hay
que ser constantes. A ver, ¿te pones religiosamente el serum de
la mañana y el de la noche?
—Sí.
—No me los confundas, el de la mañana por la mañana y …
—El de la noche por la noche. Sí, lo hago.
—¿Y los contornos de ojos? Me los separas bien
separaditos.
—El de la mañana para el día, el de la tarde para la noche —
repitió Blanche como un salmo aprendido de memoria.
repitió Blanche como un salmo aprendido de memoria.
—Y las cremas, la hidratante, la nutritiva…
—La del cuello, la del escote y esa poco espesa para las
patas de gallo. Todas, todas. Si me gasto aquí el sueldo del
mes…
—¿Y en qué mejor que en una? Piensa que esto no es un
gasto, guapa, es una inversión —la animó—. Tú y tu belleza,
sois el mejor depósito a plazo fijo. A propósito, Alexia me ha
venido con una novedad apabullante.
—¡Cuenta, cuenta! —Blanche se olvidó en un santiamén de
sus estrecheces económicas y de la relativa eficacia de los
potingues. Sofía se relamió.
—Ha descubierto en una revista las extensiones de pestañas y
ya me las está pidiendo.
—Suena bien.
—Una virguería, no veas cómo quedan. Eso sí, los cien euros
no nos los quita nadie, que hay que pegarlas pelo a pelo. Y
seríamos pioneras porque de momento, no conozco un sólo
salón donde se atrevan a meterles mano, que hay que ser muy
habilidosa.
—Pues estaba yo pensando, Sofía, en traerte a mi amiga
Meg. Y si logro convencer a mi otra amiga, Vera… —Se
incorporó en la camilla con las mejillas arreboladas—. Bueno,
bueno, con Vera de clienta, ya puedes olvidarte de trabajar más.
Entre lo que se cuida y los posibles que maneja, para qué te
cuento.
—Tráela, tráela… —la azuzó Sofía con ojos codiciosos.
Blanche levantó un dedo avizor.
—Con una condición.
—Pide por esa boca. —De repente sus manos masajeando,
se hicieron más ágiles y diligentes.
—Me pones las pestañas en cuanto te lleguen. Y a mis
amigas. Pero a Alexia, ni mú. Es más, si te las pide, le dices que
no te han llegado y así hasta que se aburra.
Sofía intercambió una mirada cómplice, que llevaba implícito
el signo del dólar.
—Mira que eres brujilla…
—¿Y lo bien que nos lo pasamos? —Desvió el comentario y
suspiró encantada—. Por cierto, eso que me has dicho sobre la
uña del dedo gordo del pie derecho…
—Sí, qué pasa —identificó Sofía con impaciencia.
—La que me has dejado torcida, más corta de un lado que
de otra y que de momento no tiene arreglo… —prosiguió
Blanche con soniquete.
—¡Y dale! Que no te la he dejado torcida, que se llevan así.
A Alexia se la he puesto igual.
—No me lo creo —rebatió Blanche con el desparpajo que
da la confianza.
—Palabrita del niño Jesús. Pídele que te la enseñe y verás —
aseguró cruzando los dedos para que Blanche no se atreviera.
—Si es que es invierno. Calcetines, botas… mucho pedir.
¿Seguro que ella la lleva igual?
—Seguro —cabeceó Sofía encomendándose a todo el
santoral.
—Y supongo que centrarse solo en un pie y olvidarse del
otro, forma parte de la moda… — apuntó Blanche suspicaz.
Pero Sofía toreaba sin ponerse ni roja.
—Tú lo has dicho. Los americanos, hija, que ya no saben que
inventar… pero no os quejéis, que os tengo al día de lo último y
lo mejor, recuerda la novedad de las extensiones de pestañas.
—Pues a ver si puedes centrarte más en mí y olvidarte un
—Pues a ver si puedes centrarte más en mí y olvidarte un
poco de Alexia, que yo voy a traerte clientas nuevas.

Siempre que Vera la llamaba a su despacho, Blanche se


atragantaba pensando que sus peores pesadillas se hacían
realidad, que su jefa tras descubrir sus mentiras, la ponía de
patitas en la calle, después de negarle su amistad para los restos
y enmarcar su foto en el cuadro de “deshonor” de la oficina.
Pero el oscuro presagio nunca se cumplía. Vera confiaba cada
vez más en ella, le encomendaba nuevas tareas que Blanche iba
delegando en otras para sentirse supervisora y la relación mutua
se hacía más cercana.
Al menos ahora que Vera no salía con nadie, Blanche no
sentía la punzante necesidad de buscar pareja y olvidar el fiasco
llamado Morse, se hizo más llevadero, menos achicharrante.
La Márquez estaba como de costumbre, sentada tras su
mesa, con las gafas de cerca y su montura moderna que le
otorgaban un toque intelectual irresistible. Blanche se preguntó si
podría comprarse unas parecidas aunque no llevasen
graduación.
—Necesitamos una jefa de servicio de contabilidad. ¿Qué te
parecería ponerte a ello?
—¿A qué?
—¿A qué?
—Apuntarte a un cursillo de contabilidad —aclaró Vera
mirándola por encima de los lentes.
—Huy qué pereza, ¿y eso para qué?
—Mujer, trato de recompensar tu dedicación y sobre todo, tu
antigüedad en la empresa. De momento ha surgido esta
oportunidad, aunque el director me exige que la candidata sea
licenciada en Ciencias Económicas.
—Entonces por mucho que yo me ponga… —dedujo
Blanche aliviada.
—Esos requisitos tontos me los salto yo a la torera. Tú ya
tienes un recorrido y una experiencia constatable en Tornes. Con
que manejaras mínimamente el plan general me vale para
presentarte como candidata ideal… —soñó, con un entusiasmo
que puso a la otra la carne de gallina.
—Que no, Vera, te lo agradezco igual, pero yo no tengo
cabeza para estudiar ahora, que me comen los problemas.
Vera suspiró con la tranquilidad del deber cumplido.
—Pues tendré que ponerme con los currículos. Tengo miles
de solicitudes, ya ves. —Volvió a mirarla por si su expresión
mutaba de “interés cero” a “interés mínimo”, pero nada.
Blanche había puesto sus miras en otra cosa bien distinta y
más sosegadita.
—En eso puedo ayudarte. Te hago una selección previa de
aspirantes si quieres.
—¿En serio?
—Tengo pilas innobles de trabajo, pero lo haré por ti —
ronroneó con sonrisa de farsa.
—No sabes lo que te lo agradezco, guapa, estoy hasta arriba.
—Te lo debo, eres mi mejor amiga —dejó caer con
candidez.
Enseguida se apoderó del montón de expedientes que
reposaban en la esquina de la mesa. Vera los miró con disgusto,
como a un pretendiente brasas del que estás loca por
deshacerte.
—Prefiero que sea chica. —Fue su única indicación.
—Oído cocina —bromeó Blanche tratando de sonar jovial.
En su fuero interno, se cagó en la sota de bastos. Otra bruja en
la familia. ¿Acaso permitir el paso a hombres de pelo en pecho
se estaba convirtiendo en un crimen?
Regresó a su mesa dando un rodeo que le permitiera
inspeccionar el momento presente de todas las empleadas. Betty
y Amanda parecían dos toros bravos a punto de embestirse,
cuando ella asomó la cabeza por el quicio de la puerta, con la
mejor de sus sonrisas, sobre todo para fichar el bolso del día.
—¿Las cosas bien por aquí? —indagó mirando
significativamente a la becaria. Betty se recompuso al instante
recuperando su expresión cotidiana de despiste.
—¿Necesitas algo? —bramó Amanda refugiada en sus
montañas de papeles.
—En un rato os traigo un café. —Blanche no se dejó
arrastrar por aquella atmósfera tétrica—. Para ser sincera, creo
que os vendrá de perillas.
La despidió un bufido de la economista, que no le afectó
demasiado, ahora que tenía la certeza de que Betty Becaria,
pese a los millones de sus papis y su guardarropa fetén, se
amargaba sistemáticamente, ocho horas al día. Las que duraba
su jornada laboral. Y ella haría lo que estuviese en su mano, para
que esa situación no cambiase.
Por cierto, la niña llevaba una americana de paño roja con
escudo bordado en el bolsillo, ideal de la muerte. Al salir de la
oficina, pasaría el resto de la tarde localizando una igualita.
Tomó asiento mirando de soslayo a Ely cara de torta, afanada
en pegar un sello tras otro en los sobres con membrete de
Tornes. ¡Qué vida tan insulsa! Menos mal que la tenía a ella
como botón de muestra de alguien que no intimida, ni preocupa,
ni altera. Ely no tenía personalidad, ni demasiada inteligencia, no
tenía bolsos chulos, ni un mini, ni vestía bien.
Ely distaba mucho de ser perfecta.
Joder, menos mal. Algo de paz para su atormentado espíritu.
Fue pasando las páginas de los currículos, fijándose en la
fotografía de carnet que los acompañaba. Dio por hecho que
todos eran licenciados en económicas o empresariales, o al
menos, contables, pero de comprobar eso, ya se ocuparía más
tarde. Entresacó los expedientes correspondientes a varones y
los apartó con un gemido de resignación.
Aquella oficina sería igual de aburrida, por los siglos de los
siglos. Sin hombres, ya se sabe.
Cuando aquella foto en particular entró en su retina, Blanche
no daba crédito. No podía ser, después de tantos años y con lo
grande que era la ciudad y no te digo el mundo, venir a caer
precisamente allí, en sus manos. Se percató de que temblaba
violentamente, de que los folios aleteaban entre sus dedos.
Sus manos, su tarea, su santa voluntad. Afortunadamente, ella
podía borrar las huellas de aquella aspirante indeseable, porque
podía borrar las huellas de aquella aspirante indeseable, porque
su misión era seleccionar con carácter previo, los currículos
entre los que Vera se decidiría. No podía permitir que pasara
aquella fase. Miró a Ely con disimulo, pero cara de torta parecía
perdida en algún desierto de otra galaxia. Subió disimuladamente
el volumen de la radio, para que la música mitigara el efecto del
papel rasgándose. Rompió el currículo en cuatro pedazos y lo
arrojó a la papelera. ¡Coño! Se había mareado y todo.
Separó el montón de los chicos y lo hizo desaparecer dentro
de unas carpetas. Todos llevaban foto y teléfono, direcciones,
correos electrónicos… Ella seguía soltera y casi entera, en fin,
que nunca se sabe. Tirarlos sería un desperdicio. Se puso en pie
haciéndose con su abrigo de cuadros y su pequeño bolso. No
descansaría hasta tener en su poder una chaqueta de paño rojo
con escudo bordado.
—Me encuentro fatal, Ely, si Vera pregunta por mí, le dices
que me marché a casa con unas náuseas de campeonato. Y si
puedes, le pasas estos currículos que ya están revisados.
—Sin problemas, que te mejores.
Después de marcharse Blanche, en un rato considerable, Ely
no abandonó su puesto de trabajo. Pero cuando necesitó sacarle
punta al lapicero, buscó su papelera sin encontrarla. Blanche
debería haber estado presente en aquel instante en que se fraguó
su futuro cercano.
—¡Ana! ¿Otra vez se ha llevado la señora de la limpieza mi
papelera al baño? ¡Qué fijación!
Mientras hablaba, se levantó y llegó a la mesa de Blanche. En
la papelera de su compañera, algo llamó su atención. Se agachó
y recuperó el expediente. Ojeó la foto.
—Mira qué chica más mona. —Siguió leyendo—. Y
economista además. Jolines, idiomas… inglés, francés, italiano…
Ha debido desecharlo por error. A lo mejor como estaba un
poco estropeadillo decidió terminarlo de romper…
Sacó papel celo y pegó los trozos como mejor pudo. Luego
introdujo el currículo en el montón confundiéndolo con el resto y
al final de la jornada, se los entregó a Vera.
Obviamente, el arrugado y restaurado, era el que más llamaba
la atención. El mal estaba hecho.

Otra bendita tarde de regalada soledad en el piso. Beba y


Samantha echando horas extra por culpa del rodaje de un
anuncio. Que no se quejaran después, que disfrutaban como
enanas, entre el catering, los modelos y la gente famosa
revoloteando alrededor. Menudo chollo.
La ventaja, su sesión de psicoterapia podía celebrarse a lo
La ventaja, su sesión de psicoterapia podía celebrarse a lo
grande, en el salón. Mitigó la luz y se tumbó en el sofá.
—¿Eres rencorosa? —indagó la vocecilla que a veces le
retumbaba insolente en el cerebro. A Blanche le molestó la
pregunta.
—¿Por qué no habría de serlo?
—Pareces muy convencida de tu… ¿derecho?
—Cualquiera que haya sido sometida a la presión y las
humillaciones que he soportado yo durante años, lo sería. No es
más que una conclusión lógica —manifestó con tajante aplomo.
—Blanche, nadie te ha sometido a nada, no te han presionado
ni te han humillado, lo has hecho tú sola.
—¿Y si así fuera? Las consecuencias siguen siendo las
mismas.
—¿Cómo te sientes en un lugar concurrido?
—¿Se refiere a una estación de metro o a una fiesta de
conocidos?
—A ambas situaciones.
—Bueno, en la estación corro peligro, hay mucho demente
por ahí suelto y yo inspiro… ¿ternura? Eso quiero, eso me
gustaría. Ser una chica tipo muñequita, un bombón del que te
gustaría cuidar. Los hombres son muy protectores a veces. Por
otro lado, cualquiera sabe, para esos criminales, los corderos
son las victimas más apetecibles…
—Céntrate en la fiesta.
—Invisible —respondió sin deje de vacilación—.
Descolgada. Nerviosa, angustiada y ansiosa por acometer
alguna función que me haga útil y necesaria, que no se note tanto
que estoy fuera de lugar.
—¿Das por hecho que estas fuera de lugar?
—Por supuesto.
—Y cuando te preguntan cómo lo has pasado, ¿qué
respondes?
—Que fenomenal, que era el centro de las miradas de todos
los tíos buenos del local. Que lo siento por ellos, pues no me
interesa ninguno, que estoy muy tranquila con mi vida y que no
estoy abierta a relaciones de momento. ¿Qué iba a decir? ¿No
suena interesante?
—Suena engreída.
—¿En serio? Bueno —dudó—, ese no es el perfil que me
—¿En serio? Bueno —dudó—, ese no es el perfil que me
gustaría mostrar. Quiero que la gente piense que soy madura,
responsable y buena gente. Sobre todo, buena gente. No hay
nada de malo en no querer tener novio. Vera dice…
—No es lo que diga Vera, es lo que pienses tú y te estás
engañando porque lo que de verdad deseas… es un novio
formal que te lleve a vivir lejos de este apartamento.
—Eso lo desearía cualquiera en su sano juicio, después de
pasar tres días junto a Samantha y Beba —gruñó con voz ronca.
—¿Qué te parece si empiezas a ser honesta contigo misma y
apuntas tus objetivos? Puedes empezar a vivir tu propia
existencia en lugar de plagiar la de los demás.
—Ellas son más felices que yo, más afortunadas. A mí no me
pasa nada bueno nunca.
—Puede que eso suceda sólo desde tu atormentada
perspectiva.
—Oiga, yo no soy ninguna amargada… —se sublevó.
—Blanche, si empezamos a discutir, no llegaremos muy lejos.
Me refiero a que puede que distorsiones ligeramente la realidad,
tu realidad, porque también te pasan cosas maravillosas.
—Anda ya…
—Anda ya…
—Parece claro, que hoy estás negativa.
—Tengo que hablar con Morse —terció cambiando el
coloquio sin previo aviso—. Ya han pasado cinco días y no me
ha llamado.
—¿Esperabas que lo hiciera?
—Puede que esté preocupado por mí y no se atreva. La
última vez que nos vimos, prácticamente lo mandé a la mierda.
—Eso no es verdad, recuérdalo bien. Él pasó de ti y regresó
al pub.
—Es que hacía mucho frío. Pero ya no hay nada de qué
preocuparse, hablaremos y volveremos a salir. El problema que
tanta grima le daba, ha desaparecido.

Blanche se olvidó pronto de los currículos y del susto que uno


de ellos le había ocasionado, en vista de que sus repetitivos
garbeos por el pub, no daban ningún fruto. Estaba segura de
seguir todas las reglas: primero, se acicalaba con meticuloso
cuidado, incluso sexy y provocativa se ponía. Segundo, lucía la
mejor de sus sonrisas y el cabello lo más reluciente posible.
Tercero, ignoraba la archipresencia de Marsha y se esforzaba
por no congestionarse al cazarla de reojo. Cuarto, sonreía
ampliamente a Morse, todo el rato. Tanto, que regresaba a casa
con agujetas en las mandíbulas.
Nada de eso funcionaba. Ninguna de sus sencillas y amorosas
artimañas daba resultado. Morse la ignoraba con amable
cordialidad de camarero profesional.
—Quiero hablar contigo. —Finalmente se decidió a tomar el
toro por los cuernos.
Pero el mulato la miró con tristeza, casi con compasión y
Blanche notó que se rompía por dentro en un millar de trozos.
—No hay nada de qué hablar. —Y se retiró cargado de
botellas.
Meg se aproximó a recogerla por si se desvanecía. La vio
palidecer tan de repente que se supuso necesaria. Pero contra
todo pronóstico, Blanche hizo girar el taburete con una fiereza
que pudo hacerla salir disparada por la puerta cual bala de
cañón. Los ojos le echaban chispas.
—¿Este sabe lo del aborto? —ladró. Para su sorpresa, Meg
asintió con timidez— ¿Se lo has dicho tú?
—Me lo preguntó y no se lo negué —confesó la bobalicona
mordiéndose el labio.
—Eres una idiota integral —estalló Blanche—, no sé cómo se
te ocurre.
—No lo hice con mala intención —parecía ahogarse en su
propio remordimiento—. No me digas que no te olías la tostada.
—¿Eh?
—Que Morse te iba a dejar más plantada que una maceta. —
Le clavó los ojos ansiosos—. ¿No te lo figurabas?
Blanche se debatió entre despellejarla o simular inocencia y
lloriquear. No quería por nada del mundo que Meg u otra
persona adivinasen su fortaleza y la abandonaran, así que hizo lo
imposible por sonar desamparada.
—Necesito una copa urgentemente, pídesela a Ric. —Se
llevó la mano al cuello—. Creo que me estoy asfixiando, sufro
una especie de taquicardia.
—Si quieres te llevo al médico, tengo el coche aquí cerca —
se afanó Meg con un terrible sentimiento de culpabilidad.
Blanche la apartó de un manotazo.
—¡Es por tu culpa, mala amiga! —Meg retrocedió
acobardada—. Has arruinado la última posibilidad que tenía con
él.
—Lo siento, Blanche, de veras que lo siento.
Esos arrebatos nuevamente… No podía ser tan bruja. Ni tan
castigadora o echaría a perder la imagen de chica buenaza que le
había costado tanto labrarse. Concentrándose hasta echar humo
por las orejas, logró echarse a llorar con desconsuelo,
intercalando aspavientos que indicasen su urgente necesidad de
huir de allí.
—Me odia, me odia —rumió una vez fuera, entre hipidos y
sollozos—. Gracias a ti, Morse me odia y lo he perdido para
siempre. No puedo volver a este pub, me produce una especie
de shock nervioso inenarrable.
Meg la miró desconsolada. Blanche adivinó que de buena
gana se hubiese golpeado la cabeza contra el semáforo, por
metepatas y persona diabólica. Simplemente no tenía perdón y
así se lo hizo saber ella. Que no le cupiese duda.

Estuvo pensándolo varios días, sacándole las tripas a lo


sucedido, rememorando cada línea de expresión, cada gesto
huraño y cada sonrisa rota de Morse, hasta concluir que la
historia había explotado para mal. Fin. The end. A la porra el
mulato. Otra decepción, otro episodio de desengaño que
apuntar en la triste historia de su vida.
Se resistió a aceptarlo pero debía enfrentarse al hecho de que
el camarero pasaba de ella y la ignoraba. Se habían estado
acostando, llegó a imaginar que él sentía algo y de repente ese
salto mortal a la indiferencia más absoluta… Eso Blanche no se
lo esperaba. Qué duro golpe. La culpa la tenía esa lechuza de
Meg.
—Si es que no aprendes, Blanche, que eres muy buena gente,
alimentando cuervos que no se lo merecen. A la menor
oportunidad van y te picotean la mano hasta abrirte un boquete
—se dijo—. Esa es Meg, no lo olvides y no vuelvas a salir con
ella por pena, que se busque la vida u otras amigas a las que
traicionar.
Lo peor sobrevino al cruzarse con el mulato en la calle.
Llevaba a Marsha amorosamente enlazada por la cintura y
conversaban en un tono dulce y desconocido para ella. Blanche
estiró el cuello y cambió de acera pero el porrazo fue
monumental; suele pasar cuando uno cae del guindo y abre los
ojos por fin, plantándose ante el verdadero color de las cosas.
Fue el regusto del fracaso lo que la deprimió más allá del aborto
y del abandono. Se encajó catatónica en un sillón viejo de una
esquina del salón y allí permaneció horas y horas, día tras día.
Samantha y Beba se miraban espantadas.
—Nena ¿te encuentras bien? —Menuda majaretada de
pregunta.
pregunta.
—Oh, sí, muy bien, perfectamente —respondía con voz de
autómata.
—Oye, es que tampoco hoy te has movido.
—De hecho me encuentro mejor que nunca en mi vida —
agregaba.
—¿Comiste?
—Algo.
—Si necesitas cualquier cosa, puedo bajar al supermercado
—se ofrecía Beba nerviosa—. Leche, flanes, yogures
desnatados…, bueno no, yogures desnatados no.
—¿Por qué no?—quiso saber Sam.
—Porque ya está delgada como el tobillo de un canario, ¿no
la ves? Oye, que si quieres podemos llamar al médico.
—No hace falta. —Quiso sonreír pero no le salía.
—Nos tienes muy preocupadas.
Vaya, pensó Blanche. Ya era hora de que os preocupase algo
en esta vida que no fueran las plataformas de los zapatos ni el
degradé de las lentejuelas. Como siempre, tenía que ser ella la
degradé de las lentejuelas. Como siempre, tenía que ser ella la
que daba las lecciones a los demás. Todo a su costa.
—Hemos avisado a tu oficina. Vera se ha empeñado en venir
a verte.
Blanche levantó los hombros.
—Preguntó si te importaba. ¿Te importa?
Segundo alzamiento de hombros. Beba sacó conclusiones por
sí sola.
—La llamaré y le diré que sí, a ver si puede hacer algo. —
Suspiró y cruzó una mirada de impotencia con Sam.
Pues sí podía. Si alguien era capaz de obrar el milagro y
despertar a la durmiente, esa era Vera Márquez. Nada más
verla aparecer por la puerta, el gusanillo de regresar a la oficina,
vestirse guapa a diario y apuntar la ropa magnífica que lucían las
demás, empezó a picar a Blanche. Fue un rasguño fugaz, apenas
un arañazo en su maltrecho ánimo, pero ocurrió. Vera se
acomodó en una butaca anticuada junto a su cama y la miró con
compasión.
—Era cuestión de tiempo, si me permites decirlo —repuso
condescendiente.
—No te comprendo —balbuceó la enferma.
—No te comprendo —balbuceó la enferma.
—Que te desplomases, el asunto realmente te ha afectado
hondo. Me hago cargo, mujer, que abortar no es plato de gusto
para ninguna chica.
Lo decía pronunciando con cuidado cada palabra, con tono
considerado y compasivo. Justo lo que Blanche esperaba.
Porque a ella el episodio del aborto, ni le iba ni le venía: al igual
que el día en que ocurrió y el siguiente y el que le sucedió, haber
interrumpido el embarazo del mulatito, la dejaba fría como un
témpano. Lo que no podía soportar era haber hecho el ridículo
por enésima vez, que Morse la despreciara. Podía imaginarse
sus charletas con Marsha a costa de ridiculizarla y le aullaban los
tímpanos como una sirena de policía.
Vera seguía a lo suyo. Dándole ánimos, consolándola.
Bañándola en consejos bien intencionados que no necesitaba.
Blanche fingió escucharla con interés.
—Lo que es triste, tristísimo y decepcionante, es la mala
imagen que mi novio tiene ahora de mí. Bueno, mi ex novio —
corrigió sin querer pararse a pensar que habían sido unos
cuantos polvos sin importancia contra el mostrador y la mesa de
billar.
—¿Por el aborto?
—Básicamente por la prensa horrorosa que Meg se ha
—Básicamente por la prensa horrorosa que Meg se ha
encargado de darme. —Goteó ácido—. La que iba de amiga
del alma, ya ves, se ha afanado bien en desmerecerme,
criticarme y ponerme verde.
—No será tanto.
—Ha confesado. Me ha reconocido que le habló perrerías
sobre mí a Morse. Él se ha bloqueado, la ha creído a pie juntillas
y no quiere saber nada de mí. Lo fácil que se empaña una
reputación —pestañeó—. Bueno, por desgracia tú lo sabes.
—Me parece increíble porque Meg semejaba ser buena chica
y a ti… en fin, te tenía en un pedestal —repuso Vera con un
suave gemido.
Evaluando cómo estaban las cosas, Blanche notó la necesidad
de ir un paso más allá.
—Pues ya ves lo que tarda el pedestal en derrumbarse. La
traición, doble. El desengaño, ni te cuento. Si hubiese sido lista
me habría percatado de que a Meg le gustaba Morse —dejó
caer con fría malicia. A Vera se le abrieron unos ojos como ollas
de cocido.
—¿Van por ahí los tiros? —se extrañó. Blanche asintió—.
Joder, qué rastrera.
—¿Quién necesita enemigas?
—¿Quién necesita enemigas?
En un momento dado, sucumbiendo a un arrebato
inexplicable, capturó la mano de Vera y se la apretó al borde del
estrangulamiento.
—Para mí significa mucho tu visita, muchísimo. Desde que me
enfrenté a la plantilla por salir en tu defensa, eres la única
persona en la oficina que me muestra algo de afecto. Me refiero
a afecto sincero.
—Puede que el hecho de que ignoren lo que en realidad te ha
ocurrido, tenga mucho que ver —alegó Vera dando de nuevo
rienda suelta a su vena samaritana. Blanche no se dejó cazar y
deseó ser capaz de sacar a relucir alguna lagrimita. Habría
quedado genial.
—En Tornes nadie quiere a nadie. Te lo digo yo, que llevo
bregando con la empresa y su contenido muchos años. Dime una
cosa, ¿qué imagen tenías de mí?
—Bueno, no te conozco mucho. Aun hoy apenas si hemos
intimado, salvo circunstancialmente, pero me pareces una
persona decente.
Blanche quería más, mucho más. Hubiera estado bien por
ejemplo, que se subiera a la silla y le hiciera la ola mientras
coreaba su nombre.
—Sin eufemismos, Vera. Algo te dirían sobre mí las chicas
cuando entraste.
—Llevo poco más de cuatro meses con vosotras y odio a
muerte los cotilleos. No le he dado a nadie oportunidad de
encerrarse en mi despacho a diseccionar a las compañeras.
Alexia me parece un encanto, siempre con la sonrisa fácil. Ely es
una chica voluntariosa…
—Algo simplona y metepatas —agregó Blanche recordando
que su intención siempre había sido colgarle a Ely el muerto del
bulo contra Vera. Además, qué coño: ella había preguntado por
su persona, no por el resto de la plantilla.
—Puede; siempre la cojo angustiada por cumplir con sus
tareas. Amanda es muy seria, me mantiene las distancias.
—Una bruja —espetó la convaleciente cada vez más amarilla.
—Pero magnífica economista; sus informes dejan patidifusos
a los auditores y hacen las delicias de los inspectores de la
oficina fiscal. De Ana Tejón no opino, no dispongo de datos y
en cuanto a ti, siempre me pareciste modosita, el tipo de chica
que no se mete en problemas.
Blanche resopló aliviadísima. Así era precisamente, cómo
querían que la vieran.
Sí, sí, sí.
8 - De Repente, Satanás

El office no es que fuese muy espacioso, pero se las apañaba


bastante dignamente, para aglutinar a la flor y nata de la oficina
cuatro veces al día: desayuno, cafelito con galleta de media
mañana, café de sobremesa y merienda. Allí se desgranaban las
más variopintas conversaciones a las que Blanche le gustaba
asistir, la mayoría de las veces sin participar, sólo escuchando y
tomando nota, por la sencilla razón de que para no decir ninguna
brillantez, mejor mantener el pico cerrado.
Las muy bobaliconas se lo pasaban de rechupete con un café
recalentado y una galleta reblandecida. Si es que cuando una es
simple, es simple y basta.
Por poner un ejemplo, la sacaba de sus casillas, la capacidad
de convocatoria que adornaba a Alexia. Era inaceptable.
Bastante tenía con un cutis sedoso y unas pestañas naturales de
infarto. Bastante tenía. Pues en el momento en que Blanche
atravesó el sagrado umbral, las tenía a todas embobadas con el
comienzo de su operación bikini, más contentas que unas
pascuas. Blanche se sumó y fingió estar interesada.
—Pero si estamos en enero —andaba sobresaltándose Betty.
Pensaría que se perdía algo.
—Misiones imposibles como la mía, necesitan tiempo —
dilucidó Alexia zampándose una magdalena de un mordisco—.
Voy a correr todas las tardes y luego me podré comer unas
galletas. De hecho empecé ayer.
—¿Cuánto corriste?
—Cinco minutos creo, me dio para comerme cinco galletas;
un minuto, una galletita salada, así funciona. Me las llevo encima
como recompensa y tentempié.
—No me digas que corres y comes al tiempo —se desternilló
Ana sirviéndose café en ración doble.
—Noooo, corro, me paro y trago, no quiero riesgos —Alexia
la sacó de su error. Acto seguido, todo el personal rompió a
reír.
—Yo prefiero ir al gimnasio, me motivo más —alardeó Ana
con aires de sobrada.
—Mi cuenta corriente no me lo permite. Además, demasiado
tío sudoroso por ahí suelto, no podría concentrarme. —Alexia
desde luego, tenía sus razones.
—Oye, si es que sólo aparecer en la puerta del gimnasio y ya
me veo más delgada.
—Pues hala, ya puedes volverte —se carcajeó la del cutis
—Pues hala, ya puedes volverte —se carcajeó la del cutis
inmaculado mientras sus carnes blandas se bamboleaban bajo el
ataque de risa.
Blanche apretó una ceja contra la otra y no despegó los
labios. Alcanzar el armario de las ensaimadas se le antojaba
misión imposible. Sonó un estruendo desagradable parecido a un
burbujeo hueco, pero a lo bestia. Se hizo el silencio.
—¿Eso son tripas? —preguntó Felicity, de recursos humanos
— ¿A quién le suenan así?
—Las mías — confesó Ana con la palma apoyada en la
barriga. La otra desorbitó los ojos.
—¡Qué barbaridad! Ha sonado a trueno y de los gordos, a
retorcimiento de tripas de señora obesa…
Betty se dobló por la mitad.
—Podrían ser las mías —se mofó Alexia conteniendo la risa.
—Pero no lo son, soy yo —insistió Ana con un guiño.
—Vaya, que no entiendo cómo cabe ese meneo en un cuerpo
tan pequeño —caviló Felicity sin salir de su asombro. Todas
volvieron a reírse. Todas menos Blanche a la que el chiste no le
hacía la menor gracia.
—Que no son mis tripas mujer. —Ana acabó de secarse los
lagrimones que le provocó el cachondeo—, es el dispensador de
agua, la garrafa que ha cogido aire.
—¿En serio te lo habías creído? —acertó a decir la becaria
entre risotada estúpida y carcajada imbécil.
—Pues la verdad, sí —reconoció la otra con toda
ingenuidad. Blanche la examinó apretando la delgada línea de
sus labios.
Si es que no se podía ser más tonta, ni pagando, pensó
Blanche; pero seguía erguida, contemplándolas, sonriendo
inofensiva.
—Cambiando de tema —se recompuso Ana—, supongo que
os agradará saber que este fin de semana he ido de excursión
fuera de la ciudad y me he acordado de vosotras.
—Dime que me has traído un granjero, alto, rubio y con
tractor propio —Alexia hizo ademán de arrodillarse. Ana
manoteó el aire.
—Te vas a tener que conformar con una bolsa de caramelos
toffé de esos para chuparse los dedos.
—De esos que se pegan a los empastes —rugió Amanda
preparándose para salir de estampida; demasiados minutos
desperdiciados lejos de sus facturas—. No cuentes conmigo.
—Conmigo sí —agradeció Alexia con una sonrisa
resplandeciente.
—Pero ¿y tu operación bikini? —intervino Betty.
—Supongo que puede esperar —se consoló.
Afortunadamente fueron agotando sus gansadas y retornando
a sus puestos de trabajo. Al quedarse sola, Blanche soltó un
eructo que tenía atornillado en la garganta esperando su
oportunidad.
—¡Vaya! ¡Salud! —sonó a su espalda. Blanche se giró roja
como un tomate maduro. Era Amanda.
—Oh, lo siento, lo siento muchísimo, se me escapó. —Llevó
la mano a su pecho con cierto dramatismo—. Algo debió de
sentarme mal.
—No, si es mejor así, al menos demuestras que eres humana.
Como soltó una taza y huyó a toda prisa, no pudo interrogarla
convenientemente acerca de qué pretendía insinuar. Blanche
odiaba quedarse con dudas, con cosas en el tintero que la
abrumasen y no le permitieran dormir. Bastante tenía ya con su
espantoso destino, como para sumar…
Se pasó por el despacho de Vera sólo por saludar pero al
empujar la puerta con un breve golpeteo y un veloz “¿se
puede?” la pilló escondiendo un papel a toda prisa.
—¿Necesitas algo?
—No… precisamente venía a preguntarte lo mismo. Es
posible que tenga que llegarme a la papelería. ¿Post it? ¿Bolis
que pinten de verdad? ¿Un frapucchino?
—Muy amable, te lo agradezco. Sólo necesito marcharme —
la detectó nerviosa—, la cabeza me va a estallar.
—Ah, eso también te lo arreglo, hoy tengo analgésicos de
todas clases y colores. Te traigo uno.
Salió zumbando sin dar opción a negativas. Tarde o
temprano, iba a desvelar el misterio. ¿Qué había guardado Vera
con tanta rapidez?
Hizo entrega de la píldora, regresó a su mesa frente a cara de
torta y esparció las carpetas haciendo como que las numeraba.
Cinco minutos más tarde, sonó el timbre de la puerta. Ninguna
de las dos se movió, pero Blanche alzó la cabeza y le dedicó a
su compañera una generosa sonrisa. No pensaba acudir. A ella
no le pagaban por atender la recepción, a la otra sí. Como a Ely
le constaba, suspiró imperceptiblemente y abandonó su tarea y
su silla.
su silla.
—Vaaale, aceptamos pulpo como animal doméstico —
masculló divertida. Fuera cual fuese su intención, a Blanche el
comentario le golpeó la cara.
—¿Te refieres a que abrirás la puerta? ¿Te estás
cachondeando de mí? —graznó molesta por su falta de tacto.
—No, mujer. —La expresión dolida de Blanche no varió—.
No te pongas susceptible, que te conozco.
“No, no me conoces en absoluto” murmuró Blanche
conforme la veía alejarse. A continuación aguzó la oreja. La
recién llegada era una chica.
Para variar en aquella oficina. Ni que hubiese un cartel y tres
perros lobos ahuyentando a los hombres.
—Buenos días. —Jolines, qué educada, qué fina. Debía ser
una clienta de postín, de esas que sólo reciben los jefes—. Venía
a ver a Vera Márquez —¿Lo ves? Blanche había vuelto a dar en
el clavo.
—Adelante, enseguida la aviso.
Ely la encerró en la sala de espera y volvió sobre sus pasos
decidida a cumplir con la encomienda.
—¿De quién se trata?
—De una chica monísima, un primor. Y si no recuerdo mal la
foto del currículo, creo que es la nueva.
—¿La nueva? —repitió Blanche con desgana.
—Sí, la responsable del departamento de contabilidad.
Veremos cómo le sienta el tiro a Amanda. —Ely sonrió y se
perdió por esos pasillos de Dios. Blanche evaluó la situación.
Mientras creyó que se trataba de una clienta, le importó poco.
Tras certificar que sería una más del corral, ardía en deseos de
ponerle el ojo encima y ser pionera en sacar conclusiones. Pero
si la abordaba en la sala de espera sería demasiado descaro.
Tendría que domeñar su impaciencia y aguardar… Ely
regresaba.
—Creo que Vera va a presentarla con carácter oficial —
cuchicheó—. En un rato, en la sala de juntas.
—Tanta parafernalia, ¿para qué?
—Mujer, que se sienta bien recibida. Además esta chica vale
mucho, te lo digo yo que repasé su titulitis, habla un montón de
idiomas… —De repente pareció recordar sus deberes—.
Enseguida vuelvo.
Se preparó para el acto formal. Tenía razón cara de torta,
iban a rodar cabezas con la Llorosa recalentada y molesta por la
usurpación. Le vendría bien un rapapolvo, experimentar lo
mismo que sufrió ella cuando vio aparecer a Vera, nombrada
jefa de todo entre flautas y oropeles, arrasando con sus
esperanzas de prosperar. Sonrió de medio lado, sin que se
notara lo satisfecha que estaba. Pero cuando atisbó el rostro de
la nueva destacando entre la masa aglomerada, creyó que se
caería redonda al suelo. No podía ser.
Se le aceleró el pulso.
Se le secó la boca. Se le obstruyeron los tímpanos hasta tal
punto, que se perdió la presentación. Le temblaron las piernas.
La nueva volteó la cara y la miró directamente.
—¿Blanche? ¿Blanche Tood? ¡Por amor de Dios, qué
casualidad!
Blanche deseó con fervor que la tarima del suelo se abriera en
grieta y se la tragase. A ella no, a la otra.
—¿Os conocéis? —se interesó Vera hablando por todas.
—Fuimos juntas al colegio, éramos íntimas de pequeñas…
Blanche arrugó la boca como si comiese pipas de girasol y se
le marcó el código de barras. Si llega a verse en un espejo, las
habría dejado sordas con su alarido de histeria.
—Íntimas, íntimas, tanto como íntimas… —refunfuñó por lo
bajini. Valentina la miraba con aquellos ojos de cervatillo,
relucientes bajo la iluminación de los flexos. Como no supo qué
hacer a continuación, se le arrojó encima y la apretó con fiereza.
—Me pasaba el día dando la lata en su casa, ¿te acuerdas?
Aquellos bocadillos que nos preparaba tu madre… —prosiguió
Valentina emocionada.
—Bueno, bueno sí, bonito, muy bonito, precioso el discurso
pero —la agarró del brazo y la apartó del grupo—, ya
recordaremos viejos tiempos más adelante, que estas chicas no
tienen todo el día. —Lo que hacía falta: que fuese contándole a
todas lo miserable de su pisito y las estrecheces económicas de
la familia Tood, desvelando los secretos celosamente guardados
por Blanche durante tantos años.
—No tan rápido, Blanche —rio la jefa—, no nos la
secuestres, antes hay que ubicarla.
—Creo que ya sabemos todo lo que había que saber—
intervino Amanda con deje rancio—. Bienvenida, Valentina. —
Y alargó una mano abierta, que la recién llegada estrechó de
buen grado. Un saludo que a Blanche le supo a falsedad de la
apestosa.
De momento no salía del shock. ¿Cómo había sucedido
aquello si ella se encargó de destruir el currículo? El reencuentro
con Valentina Olivieri suponía una impresión demasiado fuerte:
un reencuentro capaz de remover todos sus amargos recuerdos
de la infancia, hasta los más anquilosados. Miró su reloj de
pulsera. Las once de la mañana. Apuntó el dato en su mente,
porque en ese mismo instante supo con seguridad que su vida
daría un vuelco infernal.
—Es lo último que esperaba, encontrarte aquí en la empresa.
—Valentina la mareaba hablando sin parar con los ojos
centelleantes, gesticulando con todo el cuerpo como solía—. No
sabes la ilusión que me ha hecho. ¿Tu familia bien?
—Sí.
Observaba.
—¿Tu padre, tu madre, tu guapísima hermana? —Eso, insiste,
sigue metiendo el dedo en la llaga, recuérdamelos a todos,
maldijo Blanche. Pero hizo lo posible por estirar los labios en
una sonrisa.
—Todos estupendamente. Bueno, mi padre no, mi padre se
murió. ¿Y tu madre médico y tu padre abogado? —silabeó.
—Fenomenal, andan por Suiza ahora, los dos jubilados
felices de la vida…
—Así que por Suiza… fíjate… Y mi madre en su casa de
siempre en el mismo barrio… muerta de asco la pobre —musitó
con remilgo.
—Oye, siento muchísimo lo de tu padre… —Apoyó una
mano de virgen o bailarina o similar, en su antebrazo. Un ojo de
Blanche repasó su manicura perfecta.
—Se fue siendo un completo extraño para mí, jamás en toda
su vida lo vi sonreír. Sólo veía su bigote curvado hacia el suelo y
su eterno gesto de cabreo —comentó en voz queda. Logró que
a Valentina se le encogiera hasta el hígado.
—Yo siempre pensé que tenías una familia encantadora —
alegó con apresuramiento. Más que nada, por quedar bien,
adivinó Blanche.
Debió continuar con su cacareo, pero Blanche ya tenía lo que
necesitaba: la dicha rodeaba a su amiga igual que el halo de un
puñetero santo, haciéndola refulgir como si fuese un hada buena.
Consiguió arrastrarla hasta el office en soledad y ahora
compartían una taza de té como en los viejos tiempos los zumos
del colegio. Blanche sacó del bolsillo los caramelos de toffé
pegajosos que le regaló Ana y se los ofreció a Valentina.
—Toma, están buenísimos. —Y son de los que se pegan en
los dientes, agregó en su fuero interno. Ahora comprobaremos
de qué calidad son tus empastes.
—No debería… —Se avino a aceptarlos—. Estoy tratando
de hacer un poco de dieta…
Ah, ¿no era por los empastes? ¿Acaso no tenía? Blanche
había inspeccionado minuciosamente sus preciosos dientes cada
vez que entreabría los labios para hablar, convencida de que los
llevaba corregidos con ortodoncia. Ella también podría hacer
algo por los suyos; mejorar, siempre mejorar.
—¿Por qué me miras de esa manera?
Blanche sacudió la cabeza para ser capaz de reaccionar.
—Jolines, todavía me tiene pasmada la sorpresa de volver a
verte… han sido muchos años…
—Veinte —calculó su amiga—. Y tantas cosas habrán
cambiado…
—Nada parece haber cambiado —afirmó amarga.
A lo lejos, dando tumbos por el pasillo, llegaron los ecos de
una agria discusión entre BB y Amanda que se comunicaban a
sutil grito pelado. Valentina dio un brinco. Blanche la tranquilizó
con un aleteo de la mano.
—Ni te inmutes. Estas andan todo el día a la gresca, discuten
—Ni te inmutes. Estas andan todo el día a la gresca, discuten
por el sí y por el no, pero trabajan juntas.
—Qué desagradable…
—Huelga decirte que siento que pertenezcan a tu
departamento. A ver si las metes en cintura. —Se inclinó sobre
Valentina—. Una es una becaria engreída que saca los pies del
plato. La otra una solterona amargada más fea que Picio,
enfadada con el planeta en su globalidad.
—Dos regalitos —consideró Valentina mordiéndose un labio.
Ese gesto lo tenía por bandera desde pequeña y encandilaba a
Blanche. ¿Por qué no tenía ella también algún gesto propio y
encantador?
—Tú puedes con eso y con más, seguro que las domas. Voy
a poner paz antes de que se arranquen la piel a tiras, es mi
cometido en esta oficina de tres al cuarto.
Y salió del office dejando a Valentina impresionada por su
potencial y probablemente, algo atemorizada ante lo que
vendría. Sentaba genial tener el control de las situaciones, el
rábano por las hojas, el puto toro por los cuernos. Sentirse
importante, al menos por algo. Se cruzó con BB, corriendo por
el pasillo; sus ojos diluviaban. Blanche se la llevó a su mesa.
—A ver, ¿qué ha pasado?
—Querrás decir qué ha pasado esta vez… —Betty la miró
desde su rostro congestionado.
—No puedo creerme que no seáis capaces de compartir
espacio como dos seres adultos.
—¡Es muy difícil compartir espacio con alguien que está todo
el tiempo enfurruñada! ¡No sé qué le ocurre! —Betty perdiendo
los estribos, la cosa se ponía interesante—. Nada de lo que
hago le sienta bien ni le parece correcto. ¡Yo no tengo la culpa
de que se le atasque el programa! Es la eterna insatisfacción en
persona.
—Exageras… —la disuadió Blanche entornando los ojos.
—¡Ni una micra! Mira, tengo pesadillas con ella, estoy
estresada, temblona e insegura y no quería contarles nada a mis
padres porque pensaba que podría resolverlo.
—A tus padres… —claaaaaro, imaginó Blanche, esos papis
ricachones siempre dispuestos a cobijar bajo el ala a su
palomita.
—Les cuento todo —explicó la chica gimiente—, tengo
mucha confianza con ellos…
—Las cosas de la oficina son trapos sucios que se limpian en
casa, BB. Tienes que aprender a comportarte como una adulta
casa, BB. Tienes que aprender a comportarte como una adulta
—la amonestó. La otra hizo un puchero de desesperación
contenida.
—No imaginé que pudiera darse una situación así, con una
compañera que me crispa los nervios, me acosa, me regaña y
me martiriza. La veo por todas partes. —Arrancó el sollozo a lo
bestia—. Estaba tan ilusionada con este trabajo, incluso pensé
hablar con Vera y quedarme con vosotras para siempre… Creí
que lo manejaría, te lo juro, Blanche, lo he intentado todo, todo;
ser amable, ser indiferente, ser cortés, respetuosa, cumplidora,
puntual, anticiparme a sus deseos, presentar las cuentas de tres
formas distintas para que elija… ¡pero nada es suficiente!
Blanche dejó ir un melodramático suspiro y aprisionó la
cabeza de BB entre sus brazos. La chica se abandonó en un río
de lagrimones.
—Hala, desahógate, chiquilla. No es culpa tuya. Amanda
debe tener muchos conflictos internos que hacen de su vida un
continuo desasosiego.
—¡Me importan un carajo sus conflictos internos! ¡Yo
también tengo los míos, ella es la que hace de mi vida un
continuo… eso! —explotó.
—Ten paciencia —susurró—. Gozas de más oportunidades,
eres más joven, mejor relacionada… Deberías sentir lástima por
ella.
ella.
—Me está amargando la existencia —resumió BB mientras se
asfixiaba. Blanche oteó los alrededores hasta cerciorarse de que
estaban solas.
—Ahora que ha llegado Valentina todo irá mejor, no tienes
que soportarla si no quieres. Pégate a Valentina, es la jefa y una
chica muy comprensiva, te irá mejor. Cuando Amanda se vea
arrinconada como un trasto viejo, recapacitará y volverá con el
rabo entre las piernas. —BB alzó los ojos vidriosos.
—¿Te parece?
—Estoy segura. Conozco a Valentina desde hace siglos y me
he topado con muchas víboras como Amanda, antes. Sécate
esas lágrimas y sonríe… ¡vamos! ¡Regálame una sonrisita!
No es que la muchacha no se esforzara, que se esforzó, pero
la mueca distaba mucho de ser sonrisa. Blanche se contentó y le
dio unos golpecitos animosos en la espalda.
—Y ahora vas a coger esa puerta —señaló la de la calle— y
sales a darte un garbeo. Te refrescas, te despejas, te zampas un
par de bollos, se te baja la hinchazón de los ojos y vuelves como
si nada hubiera pasado. Yo mientras tanto, voy a poner al
corriente a Valentina para que te proteja.
BB la observó como si viera a Dios.
BB la observó como si viera a Dios.
—Qué buena eres, Blanche —alabó sofocada.
—Venga, tira para la calle —azuzó con tal de quitarle
importancia al cumplido. De sobras sabía que Ely miraba. Más
que mirar, admiraba. Y ella entretanto, creaba adeptos.
La confirmación de sus sospechas llegó en cuanto la quejica
Betty desapareció escaleras abajo. Ely semienterrada tras
toneladas de papel, se emocionaba.
—Menuda lección de aguante y de saber estar acabas de
darle a la niña.
—Lo que deberían haber hecho sus padres hace tiempo, que
con comprarle ropa cara a los hijos no se cumple. Me da mucha
pena esta chiquilla, es una víctima —mintió a lo canalla—. Ahora
voy a cumplir con la segunda fase del plan.
—¿La bruja?
—Pobrecilla, también habrá que oír su versión y entender
hasta qué punto la pija es insoportable. Cuando vuelva te traigo
un té.
—Eres un amor, Blanche.
—Me encanta que me lo recuerdes, creo que no me quieren
lo suficiente.
Golpeó discreta la puerta del despacho de Amanda. Entre las
cejas tenía un surco para aparcar bicicletas, con todas las
preocupaciones del mundo mundial allí agolpadas. Blanche le
obsequió la mejor de sus sonrisas ensayadas.
—¿Puedo pasar?
—Está abierto —ladró la otra desde su mesa. Blanche
avanzó indecisa hasta el centro del cuarto. Extraño, no ver a
Valentina por ninguna parte.
—¿No está la jefa nueva por aquí?
—Está despachando con Vera, como debe ser. —
Contempló impertérrita cómo Blanche ocupaba una silla—. ¿En
qué te puedo ayudar?
—No logro remediar pasarlo mal cuando hay tensiones. Paso
en esta empresa más tiempo que en mi apartamento, sois como
mi familia… —Los ojos oscuros de Amanda la taladraron—.
Quiero decir… Betty me ha contado que habéis discutido.
—No irás a decirme que no se han oído los gritos por toda la
oficina —sonrió irónica.
—Eso también. La he mandado a paseo en el sentido literal
del término. Dicho de otro modo, después de echarle un buen
rapapolvo, le he dicho que suelte las miasmas en la calle y
regrese limpita. Sé que es una bobalicona torpe, malcriada y
engreída. Te compadezco, Amanda. Y aunque no lo creas, te
comprendo.
Por un segundo, Amanda Llorosa dejó de ser ella. Pestañeó
desconcertada. Blanche arremetió con el empuje de un tren de
mercancías.
—Estas niñas bien se empeñan en incorporarse a empresas y
hacer como que trabajan, pero su sentido del sacrificio y la
responsabilidad dejan mucho que desear. Te preparan una carta
sin faltas de ortografía y creen haberse ganado el sueldo del mes.
Sé de lo que hablo, me crié entre ellas. Entiendo que te
convulsione con lo ordenada y meticulosa que eres para el
trabajo.
—Me gustan las cosas bien hechas —sesgó la otra sin dar
más pistas.
—Efectivamente y si no, no las haces. Me parece perfecto.
Ahora hace falta que tu pupila lo entienda.
Amanda compuso una mueca de horror al límite.
—Si esa tontorrona llega a ser mi discípula, o ella o yo
acabamos muertas.
—Voy a utilizar todos mis recursos con Vera para que te la
quite de encima, aunque me huelo que Valentina la fascinará,
pertenecen a la misma clase, sólo que Val ya es una mujer hecha
y derecha y Betty tiene mucho que aprender. Si se pega a ella
babeando, te dejará en paz.
—Mmmmmm.
—Por el bien de esta empresa, sólo te ruego un poco más de
correa, sé que puedes Amanda, y Vera también lo sabe, de lo
contrario no te lo pediría. Tú eres imprescindible para la jefa…
Por cierto, me asombro de que el puesto de supervisora no te lo
hayan dado a ti, siempre es mejor alguien de dentro…
—No estaré a la altura. —Y lo dijo como si no le quemase.
—Eres economista igual que ella.
—En toda mi vida sólo he ejercido de contable. Soy lo que se
conoce como ratona de biblioteca.
—¿Te apetece un té?
—¿Me lo traerías?
—De mil amores.
Puso el agua a calentar. Té para Ely, té para Mandy y para
Puso el agua a calentar. Té para Ely, té para Mandy y para
ella… en cuanto pudiese se escurriría a la calle.
—Un cigarrito pal pecho, por lo bien que lo he hecho —se
congratuló.

Aún le martilleaba la cabeza el secreto de Vera, su rápido


ademán escondiendo un papel. Claro que el descoloque que
trajo consigo la visión de la angelical Valentina, explicaba su
freno. Valentina con un maravilloso vestido de vuelo en seda,
estilo años cincuenta. Valentina con sus zapatos clásicos de
salón entaconados. Valentina con sus ojos dulces de cervatillo
asustado.
—Rediós… Esta tarde tendré que hacer terapia, sesión
cuádruple.
Pero en cuanto se percató de que Vera salía del despacho, se
cargó con mil y una carpetas y se coló en sus dominios. Las dejó
abandonadas en una esquina de la mesa y se lanzó a la búsqueda
con un cosquilleo en el estómago. ¿Qué podía ser?
En la zona donde la vio maniobrar, no había gran cosa.
Fundamentalmente material de oficina y sobres vacíos. Un
momento…
—Una carta de un bufete de abogados. Suelen ser malas
noticias —razonó con cierta esperanza—. Una demanda de
divorcio…
Nada insólito. Vera era la demandante, el presunto marido un
tal Joe Sinclair, extranjero por lo visto, pero no había sido un
pleito de mutuo acuerdo, no. Allí ponía bien claro “divorcio
contencioso”. Tras la carátula de mera presentación, alguien
había arrancado el resto del documento sujeto con una grapa, no
había que ser ninguna lumbreras para adivinar quién.
—Averiguaré qué escondes, mona —se prometió a sí misma.
Y antes de salir, echó un largo vistazo de evaluación al
despacho que debería pertenecerle si en el mundo existiera la
ecuanimidad. Pero no existía, ¡para qué agotarse!

Blanche se tomó la licencia de fumar en aquella sesión de


psicoterapia. Colocó un cenicero bien a mano y sorbió una
infernal calada que le traspasó los pulmones y se los convirtió en
colador.
—Ya le hablé de Vera.
—La responsable de tu oficina.
—Llamándola así hace que suene hasta caritativo. Es la jefa.
Punto redondo.
Punto redondo.
—También es tu amiga.
—Pensé que hacía falta mucho más para considerar amiga a
nadie, máxime a una rival en el trabajo. En fin, tiene secretos.
—Todo el mundo tiene secretos, tú también los tienes.
—Me refiero a que no es lo que parece.
—Tú tampoco. Tú mucho menos.
—Estas sesiones son para relajarme, para sentirme mejor y
para encontrar a mi yo perdido, no para soportar insultos. Si va
a ser así, me marcho —amenazó.
—¿Consideras que te he insultado?
—Me ha llamado falsa e hipócrita.
—¿Por qué piensas eso?
—Una persona que no muestra su interior real, es una
despreciable hipocritona.
—¿Qué sentimiento te inspiran tus compañeras?
—¿Todas?
—Sí, en conjunto.
—Las odio, no las aguanto.
—¿Y lo manifiestas?
—¿Está usted chalado? Pues claro que no.
—¿Entonces?
—Eso no es hipocresía, no me líe, es educación, educación
forzada. Socializar tiene sus costes —aseguró dispuesta a
blindar sus sentimientos—. En fin, de los misterios de Vera ya
charlaremos en otra ocasión, lo más importante es que Valentina
Olivieri ha vuelto a mi vida.
—Vaya, Valentina. ¿Te has alegrado?
—Me gustaría poder decir que no, pero sí. Son muchos años
y está muy guapa; bueno, como siempre. Llevaba puesto un
lápiz de labios rosa con un matiz azulado que jamás había visto,
se compra las cosas en Italia. Remarca su inocencia, le da
aspecto de hada. Encima sufre la bendición de un esqueleto
ligero…
—Si me preguntaras, yo diría que el tuyo también lo es.
—El de ella más. El caso es que me ha removido mucho
barro, no debería haber aparecido, bastante tengo con mi
barro, no debería haber aparecido, bastante tengo con mi
sufrimiento cotidiano.
—Enumérame hechos que te hagan padecer.
—Hay demasiados.
—Escoge los primeros que se te vengan a la cabeza —la
animó el psicoanalista invisible.
—Pues que Alexia tenga sin esfuerzo, un cutis de seda. Que
Amanda no sea rica pero lleve unos bolsos de escándalo y que
la imbécil de Ana tenga un coche fardón. Que Vera sea
pluscuamperfecta y me haya robado el puesto, que mis
enervantes compañeras de piso sean guapas y felices, tengan
hombres, éxito y ropa cara. ¿Quiere que siga?
—¿Qué tienes tú?
—Eso. ¿Qué leches tengo yo?
—Por ejemplo, entras a trabajar a las diez de la mañana, tus
compañeras de piso, a las ocho.
—Vaya cosa.
—Puedes descansar más. ¿No es motivo para alegrase?
—Pues no.
—Siempre encuentras aparcamiento, lo que para el común de
los mortales, se convierte en misión imposible. —Blanche enarcó
las cejas burlona—. A ver, insisto, dime algo bueno que haya en
tu vida.
—Nada. Na. Da.
—Un elemento positivo, tiene que haberlo.
—Le repito que nada. Mi vida es una mierda recubierta de
mediocridad.
—Estás enfadada.
—Mucho. Y tengo razón, no vaya a salirme con que no.
—¿No será que ansías desesperadamente que te quieran?
—¿Yo? ¿Qué me quiera quién?
—Cualquiera, conque sea un ser humano te conformas:
amigas, familia, amantes… La lista es larga y no necesariamente
por ese orden.
—Paparruchas, me quiero yo y basta.
—Repíteme eso. ¿Eres sincera cuando dices que te quieres?
Blanche quiso escabullirse lejos, a salvo de la incómoda
cuestión. Pero sin moverse un milímetro, se limitó a aplastar la
colilla del cigarro. Apenas había fumado.
—Cuando alguien se me acerca y lo dejo entrar, acaba
defraudándome, aprovechándose de mí. Si intimo con alguien
acabo peleada.
—Deja que adivine… ¿Te refieres a Meg por casualidad? —
Blanche se arrugó contra el sofá y se negó a responder—.
Sabes perfectamente que eso de que la acusas no ha ocurrido.
Te lo has inventado para desacreditarla delante de los demás,
pero a mí no puedes engañarme. —Persistió el silencio—. ¿No
será por casualidad que tienes una pobre opinión de ti misma?
Blanche aceptó salir del letargo. De Meg, no hablaba.
—Eso, mi madre; nunca estaba contenta, nunca le parecía
suficiente nada de lo que conseguía. Con mi hermana era otro
cantar.
—Pues cuéntame cosas de tu hermana, de vuestra relación.
—Hoy no, no me apetece vomitar.
9 - Los Lobos no Siempre se Comen al Cordero

En los días que siguieron al descubrimiento, Blanche mantuvo


a Vera bajo vigilancia. La notó agobiada, rara, descuidada
incluso. Mil veces revolvió su escritorio en busca de pistas y mil
veces se dio con un canto en los dientes al no encontrar nada de
nada. Si la mandamás guardaba algo, lo ocultaba cual tesoro de
dragón. Pero aquella tarde a la hora del café, entró de sopetón
en su despacho y la pilló llorando.
—¡Vera! ¿Qué pasa?
—Nada, nada serio, no te preocupes. —Se secó las lágrimas
con un rápido revés. Blanche galopó hasta la silla.
—¿Cómo no voy a preocuparme? Eso que te corre por las
mejillas es llanto.
—Son follones familiares nada agradables de contar, ni para ti
ni para mí.
—Eso no es justo, yo te conté lo mío —reprochó apretando
los labios. Vera sonrió socarrona, en tanto Blanche le apretaba
un hombro con afecto.
—Mientes. Si no se le llega a escapar a Meg, ni me entero.
—No me la nombres, menuda sinvergüenza —se enderezó.
—¿Sinvergüenza Meg?
—He perdido a Morse por su culpa, le comió la cabeza con
sus cotilleos malsanos… Pero eso ya lo sabes. ¿Qué es de ti?
Vera cedió aunque de evidente mala gana. Se vería
acorralada, de otra manera no se entiende.
—Nada extraordinario, tengo un juicio contra un familiar. Un
asunto muy desagradable.
—¿Padre, madre, sobrina, tío… tu abuela?
—Mi… ex marido.
—No sabía que hubieras estado casada. —Fingió absoluto
desconcierto.
—Todo el mundo tiene un pasado y todo el mundo comete
errores. Yo metí la pata hasta la ingle, debo reconocerlo. Desde
que me mandaron la citación no vivo y eso que no es hasta
dentro de un mes. Por nada del mundo quiero verle la cara.
—Te acompañaré, cuenta con ello.
—Ni lo sueñes. No quiero hacerte pasar…
—Vera. Me ofendes. —Ni loca se perdía ella el fisgoneo
sabrosón y la monumental bronca—. Estaré allí sin falta, a tu
lado apoyándote. Ni más ni menos que lo que tú hiciste en su
día. Te lo debo.
Vera se llevó las manos al pelo. Se alisó un mechón.
—No me debes nada, Blanche, por amor del cielo. —Se
irguió en la silla dando a entender que el mal rato estaba
superado—. ¿Qué tal van las cosas?
—Si te refieres al trabajo, igual que siempre. Si te refieres a
mi vida privada, desastrosa.
—¿Morse?
—Después de la traición de Meg tomó por la calle de en
medio, no se lo reprocho, era la más facilonga: volvió con su
novia de toda la vida aunque ya no la quiere.
—Craso error…
—Eso le habría dicho yo, eso mismo. Pero no me preguntó.
—Hombres… ¿Y con Valentina? Qué suerte que seáis
amigas desde hace tanto, te habrás llevado una sorpresa…
—Hay que tener mucha cautela con ella —insinuó mirándose
los pliegues de la falda.
—¿En serio?
—Me conoces, sabes que no me gusta hablar mal de la gente
sin motivo, pero es que Valen es muy mosquita muerta. Cuando
menos te lo esperas… ¡Zas!
—Joder… vaya si lo disimula. Al final va a ser verdad lo de
que las apariencias te estafan.
—Es que ella parece un angelito, le falta la corona. —Suspiró
ancho y largo—. En fin, no quiero ponerme triste, bastante
tenemos con la guerra abierta y el despelleje entre Amanda y la
becaria; yo rezo a las alturas para que en estos años, Valentina
haya recapacitado sobre el daño que hizo… con sus cosas.
Vera la miró con temblorosa suspicacia y Blanche olfateó que
a partir de ahora, sometería a Valentina a un férreo control.
Acababa de sembrar la picante duda, tenía a media empresa
manipulada y a sus pies. Los lobos no siempre se comen al
cordero.
—La buena noticia es que se nos casa. Y el evento la
mantendrá absorta y ocupada; un bodorrio le sorbe el seso al
más pintado —continuó Blanche con gesto irónico—, no te
cuento a ella…
—Ah. —Vera enarcó las cejas.
—Ya me lo ha contado unas diez veces, la pobrecilla está
como niña con zapatos nuevos.
La hoja de la puerta se entreabrió tras unos discretos
golpecitos de preaviso. Valentina, cómo no. Con su sonrisa de
perlas deslumbrantes.
—¿Interrumpo?
—No, no, que va. Ya habíamos terminado —se apresuró a
aclarar Vera.
—¿Puedes venir un momentito, Blanche? Te necesito.
—Sí claro, desde luego. —Se puso en pie de un brinco y
dejó colgada su última mirada en la barbilla de Vera—. Ya
sabes, para lo que necesites, no tienes que enfrentarte a esto
sola.
La jefa cabeceó.
Valentina y Blanche salieron a la desapacible temperatura
mixta del corredor.
—Tenéis mucha confianza, ¿verdad?
—Tenéis mucha confianza, ¿verdad?
—Me lo consulta todo, me aprecia un montón; es que llevo
aquí un millón de años, sé más de la empresa que el fundador.
—Vaya.
—Ese “vaya” ha sonado a demolición. —Mentira; había
sonado a congoja.
—No, pensaba que están malgastando tu valía, archivando
papelotes te desperdician.
Blanche echó atrás la cabeza y soltó una alegre carcajada.
—¿Tú sabes lo bien que vivo? Sin presiones, sin agobios…
no cambio mi trabajo por nada del mundo.
—No, si el caso es que te veo contenta… —calibró
Valentina algo descolocada—. En fin, tú verás. Cambiando de
tema, tengo que presentarte a Carlos, mi prometido. ¿Te vienes
a almorzar con nosotros? Ya le hablé de ti. En realidad llevo
semanas haciéndolo.
La secretaria se mordió la lengua. Sabía que tarde o temprano
el ofrecimiento llegaría, de ahí pasaría a petición y luego a
insistencia. Nada aborrecía más que la idea de conocer al
polluelo con el que su enemiga formaría nido para ser felices por
siempre jamás. Qué asco. Le daría todas las largas que pudiese,
cuanto más retrasara ese encuentro, más tardaría en
envenenarse.
—Ay, lo siento una barbaridad, hoy no va a poder ser. Tengo
hora en una peluquería famosa, me ha costado un riñón y parte
de otro conseguir cita, no puedo perderla por nada del mundo,
espero que lo entiendas. —Le atrapó ambas manos en un gesto
que se moría por ser bondadoso—. Beba, una de mis
compañeras de piso hizo la gestión, pidiendo favores a sus
conocidos y todo eso, no puedo dejarla plantada…
—No, no, claro que no, hay mil días, Carlos y yo… nos
vemos a cada rato —balbuceó Valentina azorada.
—¿No vivís juntos? —Negó con la cabeza—. ¿Vais a
casaros y no vivís juntos?
—No lo haremos hasta que nos mudemos a nuestro nuevo
hogar, es cuestión de principios.
—¿Los tuyos o los suyos? —ahondó riendo.
—Ambos, estamos de acuerdo en eso. Mientras tanto, estoy
feliz de la vida con mi pisito divino.
Madre mía. Valentina no había cambiado en nada, pero nada
nada, desde los tiempos del colegio. Igual de guapa, igual de
dulce, igual de cursi.
—Pues eso, chatina, otro día. Y ahora vuelvo al redil, que me
comen las carpetas buscando su lugar.
—Blanche… —La llamó cuando ella ya se había alejado
unos metros. Cruzó los dedos para que no le propusiera comer
juntos al día siguiente y se giró con parsimonia—. Me alegro de
haberte reencontrado.
—Yo también, amiga —convino almibarada.

El único modo humano de poder atender su pelo desbaratado


un día sí y dos no sin romper el equilibrio de su famélica
economía, era acudir a la escuela de peluquería, donde las
alumnas hacían lo que podían bajo la supervisión de sus
profesoras y peinarte costaba dos euros. Ahí y no a otra parte,
es donde Blanche encaminaba sus pasos. No faltó a la verdad
en cuanto al negocio, sólo en cuanto a la categoría del mismo.
—Menudencias —se dijo. Sonó su móvil y leyó el nombre de
Meg en la pantalla. Aquella pesada que no paraba de llamarla y
enviarle mensajes suplicándole que le explicase por qué su
amistad había acabado trágicamente de la noche a la mañana.
Ella debería saberlo muy bien, después de lo que hizo, meditó
Blanche enfurruñada. Echó un vistazo acelerado al reloj del
móvil y luego lo tiró al bolso y lo ignoró—. Mierda, voy tarde.
—También la había borrado del Messenger, del Facebook, del
—También la había borrado del Messenger, del Facebook, del
Whatsapp y de su agenda de correos electrónicos, como si
jamás hubiera existido. A ella, la que se la hacía, se la pagaba,
nunca daba segundas oportunidades.
Antes de subir los dos escalones que la separaban de la
tumultuosa entrada donde las aprendices se apiñaban sin recato
a fumar como chimeneas de barco, Blanche notó la punzada del
hambre y echó una última mirada al cielo. El sol escondido entre
nubarrones se le antojaba una torta de aceite envuelta en
algodón de azúcar. ¿Por qué tenía siempre tanta hambre?
Porque su madre se había dedicado a ensancharles la tripa hasta
convertirla en una mochila de acampada, a base de patatas,
habas y otras cosas igualmente baratas y saciantes. Nunca
comió como un pajarito y nadie le explicó en su casa que las
señoritas comen recatadamente y poco. Así se explicaban su
insaciable apetito voraz y el tipín de Valentina. La cara y la cruz
de una misma y roñosa moneda.
Una ola de apabullante calor procedente de los secadores, la
recibió al entrar y calentó su cuerpo aterido por los rigores del
exterior. Los módulos de espera ya estaban abarrotados, cada
cual con su número de orden en la mano. Divisó dos clientas que
se dirigían a la máquina expendedora de números con paso
flemático y las superó de dos zancadas, birlándoles el turno
delante de sus narices. No había dónde sentarse, pero rechinó
los dientes satisfecha. Las lentas y pasmadas se conformaron
con los dos números posteriores. Al cabo de tres minutos,
con los dos números posteriores. Al cabo de tres minutos,
Blanche ya estaba poniéndose histérica. La señora que
acababan de sentar en el lavacabezas, sostenía un papelito rosa
entre los dedos. El suyo era azul. El de la de enfrente también
azul. El de dos mujeres ancianas sentadas en los módulos…
¡horror! ¡Amarillos!
¿Qué se estaba cociendo allí?
—Oiga, ¿qué turno tiene esta clienta? —interrogó ansiosa a la
peluquera.
—Ni idea señorita, yo no puedo llevar el control de los
números. —Fue la taciturna respuesta de la joven.
—El cuarenta y tres —aclaró la aludida con el cabello a
medio mojar.
—Pues yo tengo el veinticinco —mugió Blanche—, debería
haberme atendido primero.
—Pero usted tiene papel azul.
—Ya…
—Yo lo tengo rosa…
Blanche aparcó su tono imperativo consciente de que por las
malas no llegaría muy lejos. Sacó a relucir su sempiterna cara de
santa mártir. Pánico le daba que le tomasen el pelo y fueran
luego a regodearse de haberla timado.
—Ya, bueno… Soy nueva. ¿Me explica usted…?
—El rosa es para el color. ¿Usted va a teñirse?
—No, sólo lavar y marcar.
—Entonces espere su turno.
—Bueno, vale —cedió. Pero divisó libre uno de los asientos
de lavar cabezas y aprovechó para sentarse. En un segundo
había escalado mil posiciones y dándose la circunstancia de estar
ligeramente oculta tras un pilar, si pillaba a una alumna
despistada, le contaba una milonga y que la lavase cuanto antes.
Desfilaron clientas que la miraban con suspicacia. A
cualquiera que osaba acercarse, lo recibía con una mirada fiera;
ella estaba allí apoltronada en su loseta, defendiéndola como si
de las puertas de Numancia se tratase. Cuando se percató de
que una venerable anciana le hacía señas para que abandonase
su privilegiada posición, se puso tensa.
—¿Qué número tiene? Dígame, ¿qué número tiene? —La
señora no parecía entenderla— Pregúntele qué número tiene —
ordenó a la peluquera. La vieja camino del lavatorio y ella allí
esperando—. Oiga, esta señora tiene papelito azul y yo quiero
saber…
—Tiene el veinte, enseguida le toca a usted. ¿Sería tan
amable de dejar libre la silla?
Blanche se desinfló de complacencia. Vale, nadie se le había
colado, menos mal. Esto de tener siempre la impresión de que te
van a tomar el pelo y celebrarlo, es una cruz muy difícil de
cargar, sí señor. Culpa de su puñetera madre y de la educación
birriosa que les dio. Como todo.
Cuando por fin llegó su turno, Blanche se dejó mimar y
enseguida se quedó dormida bajo el efecto de los masajes en el
cuero cabelludo. En sus ensoñaciones vio una iglesia enorme,
engalanada con barroco recargamiento y allí estaba ella plantada
en los soportales, con una pamela del tamaño de un platillo
volante. Vio a Valentina vestida de novia, apearse de un coche
de lujo negro esplendor, deslumbrante como una modelo
profesional, sonriendo de oreja a oreja, encantada de haberse
conocido. Entonces Blanche desviaba la mirada y se fijaba en el
reloj de la iglesia que marcaba las cinco en punto de la tarde y
detectaba la franca desilusión plasmada en el rostro de Valentina
al comprobar que el novio no se le había adelantado. Pasado un
rato que Valentina había empleado en dejarse achuchar por unos
y otros, gente babosa en su mayoría, Blanche desvió los ojos
hacia el reloj y comprobó que ya eran las seis. De repente el
cielo se encapotaba y el flamante día se ennegrecía; los invitados
se llevaban las manos al rostro presos del terror y Valentina
se llevaban las manos al rostro presos del terror y Valentina
arrojaba el bouquet de flores contra una farola chillando como
una demente. Carlos la había plantado, el muy miserable. Y
entonces se abrazaba a ella y cuando recibía su recatado cuerpo
envuelto en tules, descargaba un chaparrón que le empapaba
toda la cara y el cuello y mandaba al traste su cuidado
maquillaje…
—¡Torpe! ¡Idiota! —farfulló dedicándole estas dulces
palabrejas a la aprendiza de peluquera que le enjuagaba el
champú y de paso la bañaba. Pero en cuestión de un segundo
había recompuesto el gesto y encarcelado su ira. Tenía que ser
amable y granjearse el afecto de aquellas inútiles, ya que
pensaba acudir a menudo—. Chica, perdona, me había quedado
dormida… ya sabes, el sobresalto…
La peluquera la miró anonadada, sin ánimos para responder.
Pero Blanche se quedó tranquila, al menos se había disculpado.
Si la gilipollas no le concedía su perdón, es que era una soberbia
de tomo y lomo, peor para ella y para su conciencia. Se secó la
cara a toda prisa con una toalla limpia.

Camino de casa desvió sus pasos hasta Perfumería Isaac en


busca del preciado lápiz de labios rosado con tinte azulado, que
tanto embellecía a Valentina. Pero nada más verla asomar la
nariz, la empleada del maquillaje de la otra vez, salió corriendo y
se escondió en la trastienda.
—Aficionadas…

De vuelta al apartamento con más laca que un jarrón chino y


sin barra de labios, le esperaban más tragos amargos. Al cerrar
la puerta, una sombra voló a perderse en el dormitorio de Beba,
hipando, conforme pudo comprobar. El salón convertido en un
auténtico estercolero, puso a Blanche los nervios de punta. No
soportaba el desorden ni la suciedad y no es que las dos memas
con las que compartía espacio fuesen especialmente desaseadas,
pero no le llegaban a la altura de la babucha. Y eso que Beba
era la más responsable, hasta elaboró un calendario de reparto
de tareas y esta semana la limpieza era cosa suya; debió
entregarse a otros placeres más mundanos y se olvidó de
cumplir. Allí estaba el resultado y la prueba irrefutable de su
inmadurez…
—¿Qué es esto?
Un montón de pastillas de colores. Tres botes al menos y
varias píldoras desparramadas por la mesa del café. Blanche se
inclinó a recuperarlas y se entretuvo en leer las etiquetas. Las
conocía de sobra.
—Antidepresivos.
Como una sonámbula, siguió a su instinto que la llevó al
cuarto de la chica. Dio un par de suaves coscorrones a la puerta
y sin esperar permiso, la empujó y entró.
—¿Se puede? —La otra estaba deshecha sobre la cama,
llorando como una becerra huérfana—. Oye… ¿te encuentras
bien?
—No —fue la tosca respuesta de Beba justo antes de darse
la vuelta en plan tortilla y hundir la cara en la almohada. Blanche
se acercó otro poco.
—No sabía que tomaras antidepresivos. ¿Son tuyos?
—Sí. Menuda vergüenza, ¿no? —Apenas la oyó desde
dentro de su cántaro de plumas.
—Saca la boca de la almohada que no te entiendo —rió
Blanche por desdramatizar la cosa—. Mujer, vergüenza ¿por
qué? Si hoy día la gente se toma estas drogas como caramelos
de menta.
—Yo jamás he necesitado nada para tirar para adelante —
gimió Beba retirando ligeramente la nariz húmeda de su parapeto
—pero ahora… ¿Qué quieres que haga?
—Anda, cuéntame y te desahogas —la incentivó.
—Estoy sometida a mucha presión, siempre perfecta, siempre
inspirada, hay que inventarse el anuncio del siglo cuando mi jefe
chasquea los dedos y aguantar sonriendo el chaparrón de quejas
de los clientes eternamente insatisfechos.
—Gajes del oficio —comentó Blanche con una gota de
cinismo.
—Tengo a todas horas ganas de suicidarme —concluyó Beba
enderezándose. Tenía los párpados hinchados como botas y las
mejillas amoratadas.
—Pareces tan alegre… —Blanche no dejó traslucir su
impresión.
—Que lo parezca no significa que lo sea. Daría lo que fuese
por un trabajo tonto y aburrido que no me obligara a pensar
todo el tiempo.
“Exactamente como el mío”, se dijo Blanche. Fue al baño,
recogió el rollo de papel higiénico y se lo entregó a Beba. La
muchacha cortó un buen pedazo y se secó las lágrimas.
—Suénate los mocos, tienes la nariz como dos piscinas.
La comparación arrancó una breve risa de Beba que Blanche
aprovechó para pasar por su cuarto. Al regresar, traía las manos
ocupadas.
ocupadas.
—Pensé que habías dejado el tabaco…
—Las aflicciones de la gente me hacen recaer, no puedo
remediarlo, mi sensibilidad me acogota y me supera, soy muy
empática —suspiró la consoladora.
—No quiero que por mi culpa caigas. Me da mala conciencia
—aseguró Beba mientras sus ojos miraban ávidos la cajetilla y
expresaban otra cosa. Blanche se encogió de hombros.
—Uno no va a matarme, toma. —Prendieron sus pitillos en
silencio y aspiraron una larga y deliciosa bocanada de humo que
a la dueña del tabaco le supo a frambuesa. Su plácido y
satisfecho estado de ánimo hizo el resto.
—Siento que hayas tenido que tragarte el numerito —se
disculpó Beba transcurrido un rato de mortal silencio. No
parecía muy sofocada, pero en su momento debió estarlo pues
Blanche apreció que pestañeaba de modo convulso.
Se vio en la obligación de quitarle hierro al asunto si pretendía
que la otra se confesara y la hiciera feliz. Que no quedase duda
de que allí estaba ella para recoger sus pedazos, aunque sólo
fuera para ahondar en sus miedos y pesares, ahora que había
descubierto que los tenía. Beba continuó todavía un buen rato
desgranando desgracias sin dar tregua a sus ojos enrojecidos;
puteando a su jefe, recriminándole al reloj que moviese las
puteando a su jefe, recriminándole al reloj que moviese las
manecillas cuando ella iba corta de plazo, maldiciendo a las
musas que acampaban lejos cuando tenía la obligación de
inspirarse… Sumida en las penumbras del dormitorio, envueltas
por espirales de humo, Blanche reparó en que era la primera vez
desde que alquilaron juntas, que compartían cierto grado de
intimidad. Claro que Sam no estaba en casa, el arranque de
Beba podía deberse simplemente a eso, a que su amiguita del
alma andaba de parranda. Preguntó por ella.
—Está trabajando.
—¿Trabajando a estas horas? ¿Dónde? —En el catre de
algún productor, pensó Blanche.
—Está rodando unos spots nocturnos, para que salga la puta
luna —repuso la otra con infinita amargura—, figúrate, a estas
alturas no pueden usar un croma como Dios manda y ahorrarle
al equipo el trasnoche. —Blanche contuvo el aliento. Entre otras
cosas no sabía lo que era un croma y no pensaba preguntarlo—.
Si es que lo hacen por fastidiar, siempre inventando nuevas
formas de joderte la vida para que les chupes los zapatos… En
tu trabajo será lo mismo ¿verdad?
—Igual, igual… peor. Menos entretenido.
Se fumaron otros dos pitillos en reverente silencio. Los
hipidos de Beba se iban consumiendo y de repente pareció
adormecida. Blanche se apresuró a levantarse de la esquina de
adormecida. Blanche se apresuró a levantarse de la esquina de
la cama que había sitiado.
—Ya te veo mejor, me marcho a dormir, que el despertador
es un cafre que no perdona…
—Mil gracias por este ratito de charla, me ha venido muy
bien. —Blanche observó fascinada cómo se curvaban sus
sensuales labios al expulsar las volutas.
—Para lo que necesites, Beba, si es que andamos con
demasiada prisa y casi ni hablamos…
—Compartimos vivienda y apenas nos conocemos —
concluyó la otra tenebrosa. Blanche sufrió un escalofrío.
—Que descanses.
Se desvistió lentamente, pensando en Beba. Repulsivo le
parecía, el que una chica con limitada y dudosa preparación que
disfrutaba de una vida muelle inmerecida, fuera de quejumbrosa
por la vida. No tenía derecho, el mundo, el destino, habían sido
tremendamente generosos con ella. En su pellejo de
secretarucha de tres al cuarto quisiera verla. Se arrebujó en las
sábanas haciéndose hueco a patadas. Su último pensamiento fue
para Valentina. Otra. Esa se merecía que la dejaran plantada el
día de su boda. Sólo entonces se haría justicia y volvería a creer
en Dios.
Cuando por la mañana pasó por el salón camino de la cocina,
las pastillas delatoras de Beba habían desaparecido. El
dormitorio de Sam era un revoltillo de calavera que evidenciaba
lo tarde que había aterrizado. Blanche se preparó un par de
tostadas y las mordisqueó con flema mientras analizaba sus
sensaciones. Vera le provocaba ansiedad; convertía su
estómago en una montaña rusa conjugando las ganas de ir a la
oficina, ver su modelito del día, estudiar su comportamiento y
bañarse los ojos con su método de vida, con la mortificación
derivada de comparar su patética existencia y el brillo de lucero
de la otra.
—A eso suelen llamarlo envidia —disertó su psicoanalista
incorpóreo sin que nadie le hubiese llamado a participar.
—No tengo tiempo de una sesión ahora, el deber me llama
—cortó Blanche seca.
—Piensa en ello. ¿Es envidia lo que sientes?
—Yo lo llamo injusticia —se defendió con la tostada como
escudo.
—La injusticia es un hecho no un sentimiento.
—Parece usted un diccionario… Si fuese envidiosa como
—Parece usted un diccionario… Si fuese envidiosa como
insinúa, no estaría confusa. Quiero decir, que son personas a las
que admiro y que hablan con criterio, pero su disparidad me
sume en el caos. Por ejemplo: Vera me dice que cuando me vea
obligada a elegir entre un hombre y mi futuro profesional,
recuerde siempre que una buena carrera nunca despierta una
mañana, te mira con frialdad y te confiesa que ya no te ama.
Tiene razón, pero así y todo yo quiero casarme.
—¿Por…?
—Porque es lo que Valentina anhela y si ella lo desea, por
fuerza tiene que ser bueno y la hará feliz. —Se quedó pensando
—. Por otro lado, Vera también es una mujer de éxito. Si
tuviese que votar… ¿quién querría ser? Indudablemente Vera.
Vera la deslumbrante.
—De Valentina ¿qué es lo que quieres?
—Tengo que irme. —Blanche abandonó la cocina a toda
velocidad.
Al torbellino de pasiones a que le inducía Vera, ahora se unían
las que Valentina traía de la mano que tampoco eran mancas.
Blanche se pasó la mano por la frente enjugándose un sudor
inexistente, aunque el gesto no le hizo sentir menos agobio. Dios
aprieta pero no ahoga, solía decir su madre, exacerbada
católica. Pues no sabía a otros, pero a ella, siempre se las
arreglaba para asfixiarla un poco más. Acabaría con la tráquea
arreglaba para asfixiarla un poco más. Acabaría con la tráquea
como un sello. Por eso, una vez se vio en la calle, le entraron
ganas de chillar hasta que reventaran los cristales de los
escaparates.
—De Valentina lo que quiero es venganza.
10 – Sal, Pimienta y Otros Líos

Empezaba a colársele la rutina de la empresa, como un


veneno oscuro por debajo de la piel. La atmósfera de la oficina
se volvió opresiva como por arte de magia, se transformó en un
fuelle de chimenea que la comprimía en el medio. A ratos, sólo a
ratos, la entretenía planear: había advertido que Valentina llevaba
los dientes corregidos, de modo que allá iría ella a invertir todos
sus ahorros en una ortodoncia. Le daba un poco de repelús, le
habían asegurado que era molesto y muy doloroso. Lo peor
serían las noches y las ganas de asesinar a los dentistas, pero eso
era otro cantar, no iba a detenerse por un quítame allá esas
pajas. Luego de discurrirlo, se conectó a Facebook y anduvo
dando vueltas, mareándose sin rumbo. Finalmente puso en su
Nick bien clarito:
“Todo va mal. Igual dejo el curro…”
Que cundiera el pánico, que brotase la curiosidad malsana,
que todos la atosigaran a preguntas, preocupados, consternados
por su incierto futuro. Pero aunque estuvo un par de horas
conectada, nadie absolutamente, le dio gusto.
—¿Qué tal te viene hoy almorzar una pasta italiana de muerte
—¿Qué tal te viene hoy almorzar una pasta italiana de muerte
con quesito por encima? —¡Dios, qué sobresalto! Era Valentina
dando de nuevo la tabarra con lo de conocer al novio. Blanche
arqueó las cejas.
—De momento no puedo decirte. La oferta es tentadora,
pero no sabré si tengo el segmento del mediodía libre, hasta
dentro de unas horas. —Como Valentina no se retiraba, agregó
más información—. Tengo unos asuntillos pendientes con Vera,
prioridad uno.
El tono lúgubre y su gesticular misterioso, dieron a entender a
la otra que los temitas eran confidenciales.
—Ah, claro, sin problema… ya me dices.
Se refugió en el office, calmó la angustia que le provocaba la
presencia etérea de Valentina atiborrándose de galletas, y
preparó café para casi todo el mundo. Dispuesto en una
bandeja, listo para ser repartido. Detalles como este le
granjeaban simpatías y le permitían fisgar lo que hacía cada cual
en su cubículo, que la gente se enganchaba a internet en horas
laborables y perdían la vergüenza. A ver si pillaba algún cotilleo
que traspasarle a Vera.
Pero su paseo de reconocimiento no hizo sino llevarla al
convencimiento de que algo raro se cocía en los alrededores.
Ana, extrañamente huraña, revisaba su móvil con gestos
convulsos y enviaba mensajes a todo meter. Apenas le
agradeció el servicio. BB y Amanda no se dirigían la palabra, en
su cuartito había energía electrostática suficiente para iluminar un
aeropuerto. Vera se mostró llorosa y el simple timbre del
teléfono la sobresaltó y tiñó su rostro de una mortal palidez.
Lo que peor le sentó fue que Alexia, tristona, rechazase las
pastitas de acompañamiento al café.
—¿Acaso te has puesto a régimen? —indagó notando cómo
el ritmo del corazón se le aceleraba.
—No, nada de eso. De hecho, ya ni corro. Simplemente no
tengo apetito.
—Eso no es posible, tú siempre tienes las mandíbulas
dispuestas. —Hizo un chiste. Pero la otra se encogió de
hombros y la crema de su escote, bamboleó.
—Pues ya ves.
—Yo de todas formas, te las dejo en el plato. Están muy
ricas, si más tarde te animas… — manifestó imbuida de
esperanza.
—Gracias Blanche, eres un sol. —Pero su alabanza acabó
siendo suspiro y se perdió entre las estanterías.
De allí salió trinando. Sólo le faltaba a Alexia, ser guapa y
De allí salió trinando. Sólo le faltaba a Alexia, ser guapa y
delgada. Espantoso pensar que perdiera todos aquellos kilos
sobrantes y que a su piel de nácar viniera a unirse “un resto de
ella” atractivo por demás. El vientre se le arqueó en un retortijón
que la llevó derechita al baño. Estando en mitad de la faena, pitó
su móvil y era Beba.
Sospechoso.
—Oye, Blanche, esta noche vamos a salir con gente de la
agencia a tomar una copa. Nada sofisticado, no es una fiesta ni
nada, pero igual paramos por La Buena Vida… ¿Te sumas?
La interpelada se quedó sin palabras. Apretando el trasero
para que no se escapara un pedo empeñado en correr a sus
anchas.
—¿Te apetecería venirte o ya tienes plan? —insistió Beba.
—Yo… yo… Creo que no va a poder ser, tengo un lío… te
lo agradezco mucho, otra noche quizá… —Tras el tropiezo de
lengua, el resto de la excusa le salió del tirón.
—Vaya, bueno, como veas. Si te arrepientes luego, sólo
tienes que darme un toque al móvil y te diré por dónde andamos.
—Conforme.
Pulsó la tecla de desconectar, todavía incrédula. Beba
Pulsó la tecla de desconectar, todavía incrédula. Beba
invitándola a salir con la jet-set de la agencia. Beba contando
con ella para salir de parranda. Cielos, lo que se ganaba una con
un ratito de compasión humana, porque esto no era otra cosa
que agradecimiento de compromiso por lo bien que se portó ella
esa noche… O una dádiva para mantenerle la boca cerrada con
respecto a los antidepresivos…
Pero no aceptaría ni en esa ocasión ni en ninguna otra. Su
inseguridad bien camuflada no le permitía compartir espacio y
atenciones con chicas que brillaban, cuando ella era mate y bien
mate. No había ninguna necesidad de sentirse herida e invisible,
cuando podía zascandilear por el apartamento a sus anchas y
acabarse el libro que traía entre manos, una magnífica comedia
que alejaba sus demonios y hacía posible carcajearse de
aquellas cosas estupendas que siempre le pasaban a los demás,
en lugar de sentirse miserable y rastrera. Ya lo había intentado
otras veces antes y jamás funcionó. Lo de salir de marcha con
chicas gloriosas y tratar de imitarlas, bailando como ellas,
bebiendo lo que ellas, mimetizando sus contoneos y gestos;
hasta se había reído a la par que ellas aunque el chiste no tuviera
ninguna gracia.
¿Y qué había conseguido? Eso, nada, cero pelotero. Ser un
montoncito de humo gris difuminándose entre los neones, antes
incluso de haber sido divisado. No tenía necesidad de sufrir, era
absurdo. Las chicas resultonas saldrían juntas a hacerse
mutuamente la puñeta, a ver quién le amargaba la vida a quién. Y
ella, si era inteligente, elegiría con cuidado sus compañeras de
ocio cuando hubiera que enfrentarse a público masculino: o
salvajemente feas o tan agresivas que los hicieran temblar con el
saludo militar. Frente a unas y otras, su físico modesto pero
agradable y su fingida dulzura, llevaban las de ganar.
Pero Beba insistiría; se sentía en deuda y volvería a llamar.
Ella volvería a hacerse de rogar, para finalmente, no ir. Dio plena
libertad a sus ventosidades, redimida ya, de la presión por la
oferta de Beba.
—Este para ella —dedicó nada más permitirle escapar—. Y
este para Sam.
Y el pedo más gordo y virulento…
—Para Valentina.
Luego la buscó por los despachos hasta dar con ella. Tenía a
Betty Becaria sentada al lado con ojitos de cordero degollado.
—Valen, que sí, que al final salgo a comer con vosotros. Yo
también tengo ganas de echarle el ojo a tu chico.

Salieron juntas y recorrieron la calle sin hablar. Un aire


cargado de hojarasca muerta tuvo la osadía de dejarle el pelo
como un nido de grullas. Maldita sea, vaya pinta tendría cuando
como un nido de grullas. Maldita sea, vaya pinta tendría cuando
conociese a Romeo… El establecimiento elegido era un
agradable italiano con olor a pizza cocida a la piedra que puso a
Blanche, de inmediato, a calcular calorías. Valentina la guiaba
eficaz, zigzagueando por entre las mesas, hasta que su destino
las obligó a parar y la visión de Carlos frenó sus matemáticas.
—Blanche, Carlos, Carlos, Blanche —estaba presentando
Valentina en el momento en que ella volvió de contar musarañas.
El interpelado se puso en pie y le alargó una mano que ella tardó
en aceptar.
—Ya era hora, no veía el momento de conocerte, Val no
para de hablar de su amiga de la infancia.
Blanche desencajó su mandíbula congelada e hizo como que
se alegraba, estirando su mano con torpeza. La sospecha no
engañó, la diestra de Carlos era ancha y potente y tan apetecible
como una tarta de manzana caliente. Sus ojos castaños le
sonreían y su boca carnosa y bien dibujada la invitó a ocupar
una silla.
—Bueno, espero que no te haya llevado a crearte unas
expectativas… injustamente altas, no soy más que una oficinista
recatada y cumplidora —explicó en un murmullo, ocultando la
mirada y extendiendo la servilleta sobre sus rodillas.
—Blanche es muy modesta, siempre lo ha sido —Valentina le
rozó el dorso de la mano con ternura—. Y yo la adoro como a
una hermana.
—Figúrate —acertó a decir.
—Bueno, es genial esto de que las chicas conservéis la
amistad a través de los tiempos. Los hombres que conseguimos
hacerlo después de casados somos unos afortunados.
—¿Cómo que después de casados? —Valentina simuló
irritarse. Carlos se protegió la cara con las manos, frente a una
bofetada que nunca llegaría.
—¡Qué bromista! —distendió Blanche deseosa de caer bien.
Le gustaba Carlos, le parecía un buen chico; sería a todas luces
un marido deseable. De nuevo, Valentina le cogía la delantera,
ella ni siquiera tenía fichado un candidato a esposo—. Bien,
cuéntame cómo os conocisteis.
—Te lo he contado mil veces, no querrás en serio oírlo de
nuevo —se horripiló Valentina. Sus rizos ondearon brillantes y
perfumados. Blanche la odió desde el fondo de su alma.
—Nunca escuché su versión de los hechos —asumió Blanche
pacífica apuntando a Carlos—. Ya sabes, el contrapunto
masculino…
—Tu amiga es una chica inteligente.
—Claro que lo soy, ni lo dudes. Venga, desembucha —rió
cantarina.
Con esa sencilla pregunta echó a rodar la gran piedra de las
confesiones. Acariciando la mano de Valentina entre las suyas,
prestándole más atención a las féminas que a su plato de
tortellinis, lo cual no dejaba de ser un punto a su favor, Carlos se
metió de lleno en la historia de romántico azúcar y desgranó el
relato de hechos que trajeron del brazo a Val. En lo sucesivo,
Blanche no despegó los labios, se limitó a observar y a
escucharlos. Babeaban amor. Repugnante. Nauseabundo.
Espantoso. Es lo que ella deseaba para sí, lo que su madre le
recordaba que nunca tendría. Un hombre hermoso que la
protegiera y le cantase dulces palabras al oído.
Aquel día, entre parmesano rallado y mantelitos a cuadros,
Blanche empezó a fraguar su plan. Un plan tan maquiavélico
como desquiciado.
Apenas probó bocado. Las delicias culinarias del país del
espagueti estaban de rechupete, pero el estómago le hizo pinza
en cuanto Carlos contó lo mucho que amaba a Valentina y ella lo
miró con embeleso soltando otro tanto con cara de iluminada y
él volvió a insistir en que sería el hombre más feliz del planeta al
salir de la iglesia el día “D” y a Blanche se le agrió la leche del
capucchino y Carlos ponía los ojos en blanco y la tontorrona de
Valentina suspiraba dichosa y Blanche se mareaba y… Todo un
Valentina suspiraba dichosa y Blanche se mareaba y… Todo un
fiasco. Una mierda de las gordas.
Salió zumbando del restaurante, con unos inquietantes picores
acribillándole sobacos e ingles, pero resuelta a reventar aquella
historia de amor rosa fucsia, del modo más drástico posible.
Encaminó sus embravecidos pasos hacia el supermercado de
su barrio, donde el frío inmisericorde no la sorprendiera y las
etiquetas de los enlatados pusieran un poco de color en su vida
insulsa. Recorrió los pasillos a trompicones cegada por la rabia,
conteniendo las ganas de liarse a cebollazos contra el expositor
de las lechugas de hoja de roble y de estamparle en la nuca, dos
boniatos bien maduros a una señora con moño.
El porqué de que Valentina lo tuviera todo y ella el boquete
de un rosco, sería un misterio por los siglos de los siglos. Atrapó
una bolsa de patatas fritas. Belleza, sensibilidad, finura y un cutis
de cera. Las acompañaría con salsa guacamole. Procedía de
buena familia, estudios superiores y un novio bien plantado que
bebía los vientos por ella. Un paquete de magdalenas. Una
madre hermosa que podía presentar sin avergonzarse, en
cualquier sitio. La suya gastaba pintas de fregona mal pagada. Y
si quieres más, tampoco sufría de hermana que le hiciera
sombra; ella sí.
¿Se puede ser más desgraciada? ¿Y todavía se extrañaban
algunos por su enfado con el mundo?
Llegó hasta la caja sosteniendo la compra con los dientes y
miró compadecida al cliente que la antecedía. Un brick de caldo
de pollo prefabricado, una lata de sardinillas bajas en sal y una
barra de pan. Típica cena de soltero ante el televisor. Pobre…
porque no estaba mal del todo el chico, ella le echaría un polvo
la mar de contenta. Claro que eso no contaba porque estaba
desesperada y se hubiese liado con cualquiera, con que tuviera
menos de dos cabezas. Pero se dio cuenta de la cantidad de
gente sola que hay en el mundo.
—Empezando por mí —suspiró entre dientes—. Cóbreme.
Puso el pie en la calle y se disiparon sus pornofantasías: el
atribulado chico célibe tiró para la derecha y ella para la
izquierda, rumbo a su casa, todavía más malhumorada que antes.
Empujó la puerta del apartamento. Beba corrió a ayudarla con la
bolsa y ante el inesperado detalle, Blanche notó una punzada de
complacencia.
—¿Qué ha pasado con tu curro?
—Nada, ¿qué iba a pasar? —Colocó las porquerías
alimenticias sobre la mesa y se hizo la desentendida.
—Tu estado en el Facebook anunciaba problemas, decías
que incluso podías renunciar —insistió Beba recalcitrante.
Blanche se permitió sonreírle condescendiente.
—Va todo bien, ya conoces mi aguante, gracias por
preocuparte.
—¿Qué menos? ¿Ya te han hecho otra guarrada?
Se dejó caer sobre la silla, se descalzó y abrió la bolsa de
patatas fritas embriagándose con el aroma. Invitó a Beba a
acompañarla, más que nada, por no ser la única destinataria de
aquella bomba calórica.
—Una detrás de otra. Qué oficina, es un campo de
concentración. La moqueta apesta y el aire acondicionado en
verano, una tortura, que una cosa es el fresquito y otra muy
distinta, la refrigeración industrial… Y suma y sigue.
—¿Por qué no lo dejas?
—Por lo mismo que no lo dejas tú, amiga. No es fácil
asegurarse un sueldo hoy día y no tengo dónde ir.
Eso último lo dejó caer con tanta teatralidad como pena.
Beba la miró compungida con dos latas de refresco en la mano.
—¿Ves como tengo razón? Tienes que salir y procurar
distraerte, conocer gente. Puede que hasta te topes con otra
oportunidad laboral, nunca se sabe.
—Una chica sencilla como yo, nunca destacará en esos
—Una chica sencilla como yo, nunca destacará en esos
eventos; al menos, no lo suficiente como para entablar
conversación y sacar algo de provecho —se atrincheró.
Esperaba que Beba insistiera pero la publicista se encogió de
hombros y robó un puñado de patatas fritas, confirmando sus
peores temores: que no pensaba entretenerse resaltando sus
virtudes y que su congoja, fuera del tamaño que fuese, la traía al
pairo.

El día siguiente amaneció plomizo, con un cielo atestado de


nubes pardas que taponaban la respiración. La luz artificial de
Tornes contribuyó a que la melancolía de Blanche se
desarrollase de forma preocupante. Sin embargo, pese a su
“nota anzuelo” del día anterior en el Facebook, nadie salvo la
insustancial Beba, se interesó por si seguía viva o muerta.
Preparó un café de malas ganas y la conveniencia de la hora la
obligó a compartir espacio con Alexia. De nuevo la encontró
demasiado pálida.
—No tienes buen aspecto, me vas a permitir que te lo diga —
rumió observando cuidadosa sus movimientos. Tropezaba con la
vajilla y derramó la poca leche que quedaba sobre la encimera.
Blanche entornó los párpados— ¿Te encuentras bien?
—Un poco mareada, nada serio.
—Sobrecarga de trabajo, lo veo claro y diáfano. —Adoptó
—Sobrecarga de trabajo, lo veo claro y diáfano. —Adoptó
ese tono de suficiencia con el que conseguía recuperar las
riendas de una situación. Tal que si viniera de vuelta de todo—.
Yo en tu lugar no me pensaría mucho más una charlita con Vera,
te mereces unas vacaciones Alexia. —Posó una mano en su
hombro mullido—. Tanto va el cántaro a la fuente…
—Tienes razón, puede que me tome unos días libres. Es que
ahora estamos muy colapsados. —Se mordió el labio inferior y
Blanche volvió a fijarse en el precioso tono de su lápiz labial.
—Eres muy cumplidora, demasiado. El tipo de empleada
perfecta que yo buscaría si fuese la dueña y señora de Tornes.
Pero no soy más que la tonta del bote que recoge unas migajas
de agradecimiento de la jefa, cuando se despista —culminó en
un rebose de amargura. Alexia suspiró y se tambaleó; fue un
vaivén escandaloso. Blanche alargó el brazo y le dio apoyo—. A
ti te pasa algo.
Los colores volaron lejos de los mofletes de Alexia. Parpadeó
convulsa como si espantase moscas con las pestañas.
—Las almorranas me están matando.
Blanche la soltó de sopetón sin disimular su gesto de asco.
—Pues hija, una buena cremita y santas pascuas.
Recuperó su taza y salió al pasillo en soledad. Encaminó sus
Recuperó su taza y salió al pasillo en soledad. Encaminó sus
pasos hacia el despacho de Valentina. Punteaba facturas como
una posesa y alzó los ojos sonrientes al verla entrar.
—No te he traído un café porque sé que no tomas —se
defendió nada más aparecer. Valentina aleteó la mano. Blanche
fue a sentarse y lo hizo sobre el móvil. Tremendamente doloroso
— ¡Jolines! —Se lo sacó de debajo del trasero y lo depositó
sobre la mesa— ¿Qué tal el día?
—Tirandillo.
—Sospecho que Alexia padece “cuentitis” y está a punto de
meterle a Vera la madre de todas las trolas, con el propósito de
tomarse unos días libres.
—Oye, no me has criticado constructivamente a Carlos —
requirió Val con una chispa de picardía. Blanche arrugó el ceño.
—¿No te molesta que engañen a la jefa? Debería, detrás de
ella, tú eres el cargo más alto de esta empresa y… En fin, me
veo en la obligación de revelárselo, es mi condición natural, no
puedo quedarme impasible.
—La gente se pone pachucha y descansa. Luego se
reincorporan y redimen la tarea perdida; Alexia es muy puntual
por norma general. Anda, suelta algún detallito sobre mi
caballero de brillante armadura. —Relucieron sus ojos.
—No lo entiendo amiga, tú antes no eras ni por asomo, tan
difusa. ¿Se dice así?
Valentina soltó una risa como una ristra de cascabeles.
—Es que estoy contenta, soy feliz, muy feliz. —Se impulsó
hacia atrás y su silla de oficinista con ruedas giró sobre su eje
como un molinillo—. Voy a casarme con el hombre al que amo
y me han regalado unas flamantes cortinas escocesas.
—Ah, claro, lo de los cortinones es vital, me figuro. —Su
móvil retumbó suave contra el cristal de la mesa.
—¿No lo coges?
—Es Beba, mi compañera de piso. —Su expresión era
indescifrable.
—¿Y?
—En estos días la anima una macabra diversión: quiere a toda
costa presentarme a sus compañeros de la agencia. Ella y
Samantha me invitan a salir para ridiculizarme, porque me toman
por una pueblerina.
—Creí que era muy buena chica, eso al menos me dijiste.
Blanche procuró componer un ademán digno de una víctima
camino del patíbulo.
—Depende del día. Trato de poner en práctica las
enseñanzas de mi madre y pensar que todo quisqui es bueno,
pero para ser una santa es astuta como una comadreja. —Por
fin el estúpido artefacto paró su chicharra. Blanche lo atrapó
como si estuviese al rojo—. En fin, voy a visitar a Vera y a
ponerla al corriente de cuanto se cuece en el gallinero.
—Blanche…
Se giró cuando ya rozaba el picaporte de la puerta.
—No te inmiscuyas en esas menudencias. Vive y deja vivir.
—¿Tú crees? ¿No estaré faltando a mis obligaciones? —
Corrió de nuevo hasta Valentina—. A veces creo que soy sólo
una ignorante de la que todo el mundo se aprovecha. —Se dejó
caer de rodillas al suelo. Valentina la observó anonadada.
—¡Pero… levanta! ¡Estás llorando!
—Soy muy desgraciada, Val, esa casa… Vivir con esas dos
es un infierno.
Dejó que su amiga enjugara las escasas lagrimitas que logró
reunir, mientras apelotonaba un enjambre de lamentos
entrecortados. Allí permaneció un rato en silencio, con la cara
oculta entre las rodillas de Valentina, hasta que de repente se
oculta entre las rodillas de Valentina, hasta que de repente se
puso en pie y salió del cuarto.
En el despacho de Vera, el teléfono tampoco paraba de
sonar. Blanche se sorprendió de cómo se repetían las
secuencias, igual que bucles en el tiempo. Pocos minutos atrás
era ella la que no descolgaba porque tenía algo que ocultar.
Observó a Vera con suspicacia.
—¿No vas a atender?
—No, déjalo.
—Vera, ¿te decidirás a contarme qué te pasa? Estás muy
tensa. —Y había perdido peso, eso también lo observó—.
Sabes que en mí puedes confiar, que soy una tumba aunque
tanta discreción me meta a menudo en problemas.
—Despreocúpate, no pasa nada que no pueda manejar.
Apretó las mandíbulas. Vera y sus secretos se cocinaban
crudos: menudo hueso para roer.
—Pues que sepas que Alexia se encuentra mal. Tiene cara de
inspector de hacienda.
Vera esbozó un amago de sonrisa.
—Lo sé, me lo ha comentado.
—Deberías tomarlo en cuenta, hace un rato estuvo a punto de
desmayarse.
—¿Vives siempre agobiada por los demás?
—Siempre —confirmó.

Su mejor refugio en aquel apretón emocional fue el retrete. Se


acopló en él como pudo y cerró los ojos. No era desde luego el
mejor lugar para una sesión de terapia, pero si no la llevaba a
cabo ipso facto, se volvería chalada. Tenía la impresión de
haberse pegado un atracón de almejas, con la subsiguiente
consecuencia: era alérgica y se le inflamaba la garganta hasta
asfixiarla.
—Se trata simple y llanamente de fortaleza de carácter —
susurró—. Yo quisiera ser como Vera que debe de tener encima
un marrón monumental y ahí la tiene, digna, entera como un
peñón en alta mar.
—Te he oído decir en más de una ocasión que las apariencias
engañan.
—Y lo sigo diciendo, fíjese si no en Meg.
—¿Otra vez con lo mismo? Pensé que a estas alturas sabrías
—¿Otra vez con lo mismo? Pensé que a estas alturas sabrías
que a mí no puedes engañarme. Tú inventas una historia y a
costa de contarla, acabas creyéndotela, Blanche, eso es el inicio
de algo muy peligroso que algunos denominan mitomanía.
—Yo lo denomino “paparruchas de las gordas”. Estoy
sanísima y divina. Lo que ocurre es que me ha mirado un tuerto,
que tengo la buena suerte de espaldas, vamos. Que todo lo que
me rodea es una caca. —Su tono se fue ensombreciendo.
—Alguna vez, para variar, podrías mirar hacia adentro en
lugar de tratar de culpar a los demás de lo que consideras tu
desgracia.
—¿Eeeeh? —gruñó furibunda.
—Que en realidad seas tan desgraciada como cuentas, es
cuestión de enfoques. Lo que a tus ojos es una desdicha
horrorosa, para otra persona menos negativa…
—Yo no soy negativa, negativa lo era mi madre.
—…Para otra persona más negativa, no pasa de ser un
contratiempo. Pero incluso de los peores incidentes, no siempre
tienen la culpa “los otros” —remachó cortante.
—Estoy planteándome seriamente dejar de hacer terapia, sus
consejos son cada vez más ambiguos, menos útiles.
—Lamento que lo veas así. ¿Quieres conocer mi
interpretación?
—Será subjetiva, pero si insiste… —Miró para otro lado
haciéndose la longuis.
—Te disgusta oír la verdad y mucho más, enfrentarte a ella.
—Eso no es cierto. —Se revolvió—. Siempre estoy
dispuesta a mejorar.
—Es lo que haces creer a la gente. La chica sumisa, dulce y
amable, siempre atenta. Pero tú y yo sabemos que esa no eres
tú.
—Si no fuera una chica educada, lo mandaría a la mierda.
Pero debe ser su día de suerte.
Regresó a zancadas al despacho de Vera, para cruzarse con
un hombre alto y siniestro que salía dando un portazo. Ni
siquiera se entretuvo en saludar, llevaba el ceño fruncido como el
pliegue de una falda de uniforme. Sin detenerse a llamar, se
adentró en la habitación. Al fondo, parapetada tras su mesa pero
no sentada, Vera lucía anormalmente pálida, retorciéndose las
manos, asomada a la ventana y dio un respingo al oírla entrar,
casi como si temiese que fuese él de nuevo. Blanche decidió no
andarse por las ramas.
—¿Estás bien? ¿Era él?
—¿A quién te refieres?
—El hombre que acabo de cruzarme, ¿era tu marido?
—Querrás decir ex marido —recalcó Vera sofocada. Sacó
un pitillo de la nada y lo prendió. Blanche persiguió las volutas
con codicia.
—Como tú lo quieras llamar, estará bien. ¿Tiene él la culpa
de que estés tan atacada?
—No me trae buenos recuerdos precisamente y soy de la
opinión de que los trapos domésticos no se lavan en la empresa
de una. Me ha puesto de mal humor verlo aparecer por aquí.
Blanche dedujo que no era precisamente mal humor lo que
destilaban sus ojos. Era otra cosa, más potente, más
demoledora, pero de momento no sabía ponerle nombre.
—Estás siendo injusta contigo misma y conmigo, no me
cuentas nada cuando lo único que quiero es ayudarte —casi
suplicó. Pero Vera sonrió queda y giró la cabeza. En un segundo
sólo vio su impecable melena.
—Nadie puede ayudarme, Blanche, en serio, pronto todo
esto será agua pasada.
Algo insufrible como una losa de cien toneladas, pareció
caerle encima y le dejó la coronilla plana cual pista de aterrizaje.
Envidiaba a Vera y su perfecta perfección. Consideraba suyos
muchos de los logros que la otra se había adjudicado por el
morro, pero también notaba una tremenda y descorazonadora
pesadumbre, una congoja ajena alojada en las amígdalas.
¿Acaso se trataba de solidaridad femenina?
—Claro, el juicio… ¿Se me ha pasado? ¿Qué día era?
—El juicio se celebra mañana —informó Vera con toda la
gravedad que la situación requería.
—Voy contigo, no se hable más.
—No, Blanche, no es necesario.
—¡No te oigo, no te oigo! —Se taponó las orejas con las
manos—. ¿A qué hora quieres que te recoja?
—A ninguna porque te vas a venir a la oficina a sustituirme
como cabecilla por todo un día y espero que me mantengas a
raya los amotinamientos.
Blanche se lo pensó todo un segundo.
—Me ofrece usted una alternativa sumamente apetecible,
pero no picaré, señorita. Voy a recogerla en la puerta de su casa
a la hora que me encomiende y si se empeña en no darme la
información me plantaré en su portal a las siete de la mañana y
me echaré encima cuando la vea bajar.
Sus exageraciones lograron relajar la expresión tirante de
Vera, que a punto estuvo de dejar ir una carcajada.
—Vale, me rindo. Yo te recogeré a las nueve. —En ese
momento, sonó su móvil. Vera se tensó como el palo de una
fregona—. ¿Contesto?
—¿Es él? —Vera asintió—. De ninguna manera.
11—Trasteando en los corazones

Blanche se quedó parada mirando el amenazador edificio.


Hay nombres y lugares desagradables “per se”; Juzgados con
todo su contenido, es uno de ellos. Su deletreo provoca un
explicable erizamiento del vello, un coágulo del tamaño de un
bollo suizo en las arterias y varias oleadas seguidas de mareos.
Si para colmo tiene más de nueve plantas, a la ristra de miserias
puede sumarse una buena tortícolis. Por mucha fachada
acristalada, por mucho dibujito de colores dispuestos para
tranquilizar a la desgraciada víctima; nada evitó que Blanche se
echara a temblar y supuso que Vera no lo estaría pasando
mucho mejor.
Subieron a la tercera planta en absoluto silencio,
acompañadas de un letrado cubierto con toga, que les esperaba
fúnebre en el recibidor. Una vez allí, plantados ante la puerta
cerrada de la sala de vistas, Vera se retiró discretamente a
parlamentar con su abogado, manteniéndose lejos del ex marido,
un tipo que la miraba hiriente y diabólico. Al llegar la hora,
Blanche le transmitió su consuelo con un enérgico apretón de
manos y a continuación, la vio entrar sola. La otra parte del
proceso repasó a la secretaria de pies a cabeza, tal que si
quisiera hacerle un ataúd a medida y también desapareció
quisiera hacerle un ataúd a medida y también desapareció
dentro.
Fueron los peores cuarenta y cinco minutos que Blanche
recordaría en mucho tiempo. El “difunto” de Vera estaba muy
bien hecho, a las cosas por su nombre, pero lo rodeaba un halo
de malignidad ingobernable, que puede que no fuera otra cosa
que la predisposición de ella a verlo con malos ojos. Blanche
ignoraba los entresijos de la relación entre su superiora y aquel
señor de cuarenta y pocos, alto y fornido cual armario de cuatro
puertas, moreno, de mentón poderoso y cuadrada mandíbula,
con dos ojos azul hielo como puñaladas traperas que la
traspasaron y la dejaron convertida en colador emocional. Sin
embargo, no había que ser un lince para pronosticar que los días
de vino y rosas fueron escasos en aquel matrimonio.
Cuando se cansó de peinar las losetas del pavimento, se
adueñó de un banco frente a la sala judicial. En tres eternos
cuartos de hora, la hoja dejó entrever el interior y “Johnny el
malo” salió zumbando en plan torpedo, olvidó asesinarla con las
pupilas y se arrojó por el hueco de las escaleras. Una manera de
hablar, está claro. Bajó peldaño a peldaño como casi todo el
mundo, salvo que con más mala leche. Por detrás del telón,
absolutamente desencajada, brotó Vera conversando
acaloradamente con su abogado. Blanche aguardó paciente su
turno.
—¿Qué tal? ¿Cómo han ido las cosas?
—Bueno… según mi Letrado… —comunicó Vera insegura.
—Bien, bien, todo correcto dentro de unos términos —alegó
el togado. Tanteó el antebrazo de Vera y se la llevó aparte.
Blanche se quedó enganchada: ¿dentro de unos términos? ¿Qué
términos? ¿Qué significaba lo de los términos? ¿Iban a dejarla
con la duda?
Regresó Vera. Se la veía agotada.
—Blanche no sabes lo que te agradezco tu apoyo y tu
presencia. Tómate la tarde libre y por favor, no me repliques, te
lo ruego.
—El Juez… ¿ha resuelto a tu favor? —indagó con cierta
timidez.
—No hay nada decidido, me temo.
—¿Habrá que volver?
—Si Dios no lo remedia, tendré que verle el careto de nuevo
a ese indeseable.
—¿Está muy embrollado el asunto? —Blanche estaba a punto
de hacerse pis de la excitación. Si Vera no aflojaba la lengua en
menos de dos segundos, le daba un soponcio allí mismo.
—Hablaremos, tesoro, hablaremos. —La largó con dos
palmaditas de mierda en la espalda y el infarto rondando más
cerca.
No había nada que hacer. Vera volvió a sumirse en una tétrica
conversación con el hombre-escarabajo y Blanche se lanzó a la
calle, compró bocadillos y refrescos e invitó a Valentina a
almorzar en plan picnic en el parque público. Lo único
desastroso, que la cursi aprovechó para llamar a su Carlos y
comentárselo, por si le venía bien darse un garbeo y visitarlas.
Se jodió el picnic, dedujo la secretaria.
—Espero que no te moleste, él suele correr en ese mismo
parque —explicó entre sonrisas. A Blanche le desagradó esa
interdependencia, esa ñoñería insoportable, aunque procuró que
no se le notase—. Te noto muy taciturna… ¿Fue bien el
juzgado?
—Ya sabes cómo son estas cosas, tan desagradables… —
Puso los ojos en blanco—. He notado a Vera muy afectada, es
como si su marido le provocara pánico.
Se dio cuenta de la inquietante sensación, en el momento
mismo en que pronunciaba la palabra. Y vibró de impaciencia su
espalda. ¿Se podía tener miedo de alguien con quien un día te
casaste toda ilusionada? Se perdió en una maraña de temores y
a Valentina no le quedó otra que extender el mantel y disponer la
a Valentina no le quedó otra que extender el mantel y disponer la
comida sin ayuda. Tiró de su falda y la sobresaltó.
—Blanche, ya puedes sentarte. He traído una ensalada de
fruta… ¡Mira, por ahí viene mi novio!
Carlos era ciclista y tenía los gemelos como la cabeza de un
recién nacido. Llegó sudoroso y con el pelo brillante, deseable
según para qué féminas: a Blanche le resultaba almibarado en
exceso y en lugar de olerle a sexo salvaje como sería de esperar,
le tufaba más bien a seminarista. Teniendo en cuenta el tiempo
que llevaba sin conocer varón, eso era decir mucho. El chico se
encajó en su sudadera de marca y tomó asiento en el césped
rozando la rodilla de su novia, con los ojos como dos bombillas
halógenas. Blanche se preguntó diez o doce veces cuál sería la
reacción de Valentina si su idilio se iba al carajo; cómo de entera
se sentiría, en caso de perderlo. Y al tiempo que mantenía una
estudiada mueca de melancólico “estoy fuera de lugar”, iba
consolidando su vendetta, ideando cómo darle a la odiosa
Valentina donde más le doliera.
Porque allí sentados en el parque, los amantes habían
conseguido levantar un cascarón protector alrededor, que los
aislaba de la tristeza de Blanche. Porque cuanto más dejaba ella
vagar su mirada huérfana y manifestarse su melancolía, más
demostraban ellos lo poco que les afectaba. Y en consecuencia,
el resentimiento crecía salvaje.
—Me parecen horrorosos. ¿A ti no, Blanche?
La interpelada sacudió la cabeza. No tenía ni idea de qué
porras le preguntaban. Le dirigió una mirada cándida que
invitaba a aclararse.
—Los sofás de color marrón. Son feos, feos y no pegan con
nada. Carlos dice que ha visto uno de cuero…
—Color chocolate, no marrón de pana, que no es lo mismo –
la corrigió el morenazo con una sonrisa.
—Dicen que está de última moda, pero probablemente no
soy la más indicada para aconsejarte… El día que repartieron
gusto decorativo, yo debía de estar perdida por alguna parte. —
Blanche suspiró ruidosa e hizo ademán de levantarse—. Creo
que iré marchándome.
—No, no por favor. —Carlos se irguió de un salto, batiendo
las manos—. Soy yo el que se evapora, que me reclaman la
ducha y mis muchos quehaceres. Si en realidad esto era una
reunión de chicas, soy el indeseable que se ha colado.
—Tú siempre eres bienvenido. —Valentina atrapó su mano y
los ojos de ambos se encontraron. Blanche desvió los suyos y
los mandó a pasear por el bosque cercano. De compañía, un
retortijón.
Al día siguiente, Blanche despertó en su particular día de la
marmota, sin saber exactamente qué hora era, ni qué día de la
semana, pero convencida de que lo que fuera que fuese que la
amargaba, llegaba a su fin, o pegaba un quiebro. Saltó de la
cama y se maquilló cuidando de resaltar con lápiz negro unas
temibles ojeras que le allanasen el camino. Llovía a cántaros.
—¿No ha llegado Vera? —quiso saber nada más asomar por
la puerta y comprobar que el despacho de la jefa sonaba a
hueco.
—Llamó temprano para avisar. Creo que tiene asuntos
personales graves que resolver —informó Ana en tono
confidencial—. Bueno, eso entre nos, porque la versión oficial es
que está en Hacienda.
—Tarde o temprano todos mentimos. —Fue el ácido
comentario de Blanche. Colgó el impermeable de la percha y fue
directa a prepararse un café. Por el camino, se desvió y visitó a
Valentina, antes de que el efecto “ojeras falsas” se malograse.
—¡Cielos, Blanche! ¡Qué malísima cara! —Soltó el bolígrafo
de golpe y se apartó las gafas—. ¿Te encuentras bien? ¿Cuántas
horas has dormido?
—Una o ninguna… creo. —Se aproximó con ademanes de
necesitada—. Val, necesito contarte algo, me hace falta tu
consejo.
—Aguarda un minuto, tengo que acabar esto, es una petición
directa del jefe oficial.
—Val, por favor…
—Está que echa humo —agregó, fruncido el ceño. Blanche
retrocedió física y mentalmente.
—Vale, acábalo. Yo mientras tanto, estaré llorando en alguna
esquina.
Valentina soltó el teclado con un suspirito y metió impulso a
las ruedecitas de su silla de oficinista; rodó hasta ella.
—A ver, ¿qué pasa?
—Que me quedo en la calle, Val. ¿Te parece poco para
querer morirse?
—¿Qué significa que te quedas en la calle? —Le señaló una
silla cercana y Blanche obedeció sumisa, pegando el culo ipso
facto.
—Soy la pringada oficial de esta oficina —comenzó.
Valentina la observó con aire de descoloque.
—Mujer, no, más bien creo que todo lo contrario…
—…Y la de mi casa —prosiguió como si no la hubiese
escuchado. Valentina se arrugó ligeramente dentro de su vestido
rosa palo.
—¿Bromeas?
—He llegado al fondo, fondo, ya no puedo más. Me enviaron
toda clase de señales, debí haberme marchado, pero no tenía
adónde. Y he sufrido, me han martirizado… —Observó el
rostro inexpresivo de Valentina—. Me estoy refiriendo a
Samantha y a Beba. No me quieren en su apartamento, me han
echado a las bravas.
—No puede ser tan grave, habla con ellas, debe de tratarse
de una rabieta sin importancia.
—Preferiría frotarme el cuerpo con una piña. Y eso que ya no
me queda dignidad después de tantas humillaciones juntas. Pero
se han entretenido en hacerme las maletas y dejármelas en el
portal. No hay vuelta atrás.
—Soy de la opinión de que charlando se entiende la gente —
martilleó Valentina sin darse por vencida. Blanche resopló ante
tanto obstáculo absurdo.
—La situación hace tiempo que se volvió tensa, incómoda,
—La situación hace tiempo que se volvió tensa, incómoda,
tipo sonda anal, para que te hagas una idea. —Logró arrancarle
a su amiga una sonrisa—. Me lo tomo con humor porque de lo
contrario me pegaría un tiro en la pierna. Pero esto es grave,
Val. No tengo dónde dormir esta noche, no tengo nada.
—Por supuesto que lo tienes, me tienes a mí. —Se arrimó a
ella y le tomó ambas manos. Afortunadamente para Blanche,
parecían dos carámbanos, circunstancia que impresionó a su
víctima—. En mi casa hay un dormitorio libre, recuerda que vivo
sola.
—Pero…
—Ni peros ni manzanas, no hay más que hablar. Ya que
tienes preparadas las maletas, la mudanza será rápida. ¿No te
parece genial? Las dos unidas otra vez, como cuando éramos
pequeñas. Nos haremos mutuamente compañía.
—No quiero molestar —advirtió con suma debilidad, no
fuera a arrepentirse. Pero Valentina iba embalada, radiante, feliz.
Menuda gilipollas crédula.
—No digas tontadas. Esas ojeras desaparecerán de tu rostro,
sí o sí. ¿Hace?
—Hace. —Tontadas. Las palabrejas estúpidas de la cursi,
pensó antes de sonreír candorosa y abandonar el despacho
caminando despacito.
caminando despacito.

Alexia ocupaba todo el aseo con su tamaño de morsa;


abandonaba el retrete secándose la boca, cuando se cruzó con
la secretaria.
—¿Has vomitado? —adivinó Blanche.
—El médico me ha mandado unas píldoras venenosas que me
producen arcadas. Para rematar la faena me ha dicho que debo
perder peso.
—¿Cuánto?
—Supongo que un par de toneladas estaría bien.
Las tripas de Blanche se retorcieron entre ascuas llameantes.
Fue muy parecido a lo que sentía viendo a Morse desvivirse por
la guarra de su ex novia. Un sentimiento irreprimible, destructivo,
que quemaba y que a veces hubiese preferido no experimentar.
Así y todo, su lengua fue por libre.
—Eso, tú empéñate en ponerte sílfide y verás a dónde
mandas la salud. Alexia, que lo de las dietas salvajes está muy
proscrito por los médicos serios, que son los que entienden. La
que es rellenita, pues es rellenita y punto en boca. Total, ¿qué
más da? Tú eres divina, con una piel de seda que ya quisiera yo
para mí, sólo vas a conseguir ponerte fea de asustar, cansarte y
marchitarte. —Frenó en seco su estudiadísimo mitin. Alexia la
atendía con una mueca indescifrable entre los labios y Blanche
dedujo que no le estaba haciendo ni puñetero caso. Se encogió
de hombros—. En fin, tú verás lo que haces.
Alexia abandonó el baño con la misma intrigante expresión de
antes, de hacía unos días. Cada vez resultaba más patente que
había decidido adelgazar a costa de lo que fuese y dejar de ser
la mujer elefante. Blanche se miró al espejo y en lugar de ver su
rostro anguloso, vio a una Alexia renovada, fina, esbelta como
un sable y saludable dentro de unos vestidos ajustados y
favorecedores. Se mareó al segundo y pasó contraída y callada
el resto de la jornada, sin participar ni en la merienda.

La vuelta a casa no fue todo lo agradable que hubiese


deseado. Pese a sus últimas discrepancias con el psicoterapeuta,
la renuencia de Vera a confesarle sus problemas, la tenía muy
deprimida, necesitaba una confesión en soledad y completo
silencio. En lugar de eso hubo de enfrentarse a Beba y a Sam y
contarles una milonga que justificara sus próximos movimientos:
—Valentina tiene problemas con su novio y se ha venido
abajo. Ya sabéis cómo son estas chicas tan dependientes, con
fecha de boda requeteprogramada… Pero somos amigas desde
la infancia y me necesita.
—Total que… —Sam la animó a continuar.
—Pues que voy a mudarme con ella, a su apartamento.
—¿Nos dejas?
—Puede que sea por poco tiempo, mientras se anima.
—O te vas o no te vas, porque nosotras necesitamos tu parte
para pagar el alquiler —cortó Sam con tajante desinterés. Beba
por el contrario, se mostró ligeramente más sensible.
—Podría acompañar a esa chica unos días…
—No me líes, ya sé cómo acaban estas cosas y tú también lo
sabes, recuerda lo que pasó con Pilar. Tres meses dando por el
culo, que me voy que me quedo, que os pago con retraso, que
os dejo colgadas. —Giró toda ella hacia Blanche que se había
quedado pálida—. Perdona mi franqueza, pero con las cosas de
comer, yo no juego. Eres parte de este inquilinato o no,
entiéndenos, las experiencias previas nos han hecho prevenidas.
Blanche fingió cavilar.
—Vale, pues me voy. Se lo debo a Valentina, es mi buena
obra del mes.
—Querrás decir del año. Y buena obra, depende del punto
—Querrás decir del año. Y buena obra, depende del punto
de vista. A nosotras nos dejas colgadas con el primero de mes
asomando por la puerta —renegó Sam con los labios apretados.
Blanche sintió que un sutil placer la recorría de arriba abajo, y
mitigaba el dolor de la “intriga Alexia” y el “enigma Vera”.
—Sé que lo entendéis, sois buenas personas. Os he cogido
mucho cariño, a ti en especial, Beba, no es por desmerecerte,
Sam, pero…
—Voy a hacerme una tortilla. —Sam giró sobre sus talones y
se perdió en el pasillo, con zancadas de gigante. Beba enarcó las
cejas.
—No se lo ha tomado del todo bien —repuso Blanche
aflautando la voz.
—Es muy mirada para las cosas del dinero y no estamos muy
boyantes que se diga. —Le apretó los hombros con simpatía—.
Saldremos de esta. Si te tienes que ir, te vas y el mundo seguirá
girando. Gracias por todo.
—No tienes por qué darlas. Si alguna vez necesitas un rato de
terapia de grupo, el grupo lo formaremos tú y yo. Un café con
charla, antes que una pastilla de esas. —Y se sintió
enormemente satisfecha de poder sermonearla y recordarle su
terrible vicio: estaba enganchada a los antidepresivos y ahora
Blanche conocía su secreto. De alguna forma, estaba en sus
manos; que no lo olvidase nunca. La información es poder con
manos; que no lo olvidase nunca. La información es poder con
mayúsculas.
12- Semillas de venganza

Le costó un riñón y parte del otro, que Vera les concediese a


ambas un par de días libres para la mudanza. Valentina tenía que
ayudarla a empaquetar y había que hacerlo a todo gas, mientras
las dos lagartas curraban en su agencia de pacotilla, a fin de
evitar que se encontraran cara a cara con una Valentina nada
deprimida, con relucientes bucles y mofletes, por contra. Si la
arpía de Samantha sospechaba, capaz era de exigirle su parte
del alquiler del mes siguiente. Finalmente, tras recordarle a Vera
con etérea malicia que el estatuto de los trabajadores
contemplaba este tipo de permisos para los desgraciados que
tienen que servir y que ella misma llevaba tres días sin aparecer
por Tornes, la gerente aflojó la cuerda y les dispensó el permiso.
Su semblante oscurecido y su mirada sombría, atrajeron la
curiosidad de Blanche, pero no podía permitirse el lujo de
pararse a investigar. Tenía que ver con el tipo inglés ese. Fijo.
Antes de esfumarse tuvo a bien entregar en mano la
correspondencia personal de la jefa y comprobó que una carta
en concreto, con la dirección cuidadosamente caligrafiada en
tinta azul brillante, la puso como una moto.
—¿Va todo bien? —La vio apresar el sobre con angustia y
retirarlo de su radio de acción. Pese a la tensión, se sobrepuso y
sonrió como si nada. Menuda hembra, pensó la secretaria.
—Todo bien. Fenómeno. Instálate y vuelve pronto, querida
Blanche.
—Reconoce que me necesitas —bromeó enternecida. Le
encantó que Vera asintiese sin titubear.
De todos modos, Ana iba y venía por los pasillos
descompuesta. Alexia cuchicheaba a escondidas con Ely y con
Felicity, la de recursos humanos, en tanto Amanda se traía algo
entre manos y no era precisamente el asesinato de Betty
Becaria, aunque hubiese estado bien. Demasiados misterios
cociéndose en aquellos muros y ella, al margen, mudándose.
Hay que ser borrica e inoportuna…
El apartamento de Valentina. ¿Cómo describirlo sin caer en la
cursilería? Era eso, muy Valentina. Romántico, juvenil, femenino,
con estilo, todo lo que ella hubiese deseado para sí, además de
amplio y luminoso. Debía costar un pastón de cortar el resuello.
Puede que se hubiera precipitado con la decisión de mudarse; se
atrevió a preguntar estrangulada:
—¿Cuánto pagas de alquiler? Me temo que no esté a mi
alcance… —Ni se atrevió a soltar las maletas, por si acaso tenía
que salir de estampida. Pero la respuesta de Val fue muy
tranquilizadora.
—Ni un euro. Es mío y la hipoteca me la regalaron mis
padres. —Cómo no. Otro motivo para desearle una muerte
lenta y dolorosa. Valentina se adentró en uno de los dormitorios,
gorjeando feliz como un ruiseñor—. Y estos, son tus aposentos.
—Dios mío… ¡Qué bonito!
Era cierto, lo era. Precioso. No sólo un espacio donde
dormir, oscuro y rancio como el cuchitril en el piso de las
capullas, no. Conformaba una especie de suite, con escritorio,
sofá y televisor; un enorme ventanal ofertando una vista deliciosa
de la calle ajardinada y cortinas de pequeñas mariposas de
colores. La cama, un sueño de un metro cincuenta, hecho
realidad.
—¿Te gusta? –preguntó Valentina. Blanche se volvió a
mirarla con los ojos empañados—. Jolines, veo que sí. Anda,
dame un abracito.
Tenía razones para aborrecerla. Ser propietaria de todo
aquello, el pisazo, el sol, además de lo anterior… Pero ya
tendría tiempo de trabar su venganza. De momento, se
emocionó, se refugió en sus brazos, se sintió apreciada con
sinceridad y se dejó llevar. Un momento de debilidad lo tiene
cualquiera.
cualquiera.
Un momento de debilidad que se cargó el timbre de la puerta.
Valentina vibró de entusiasmo.
—Es Carlos, te dejo tranquila que deshagas las maletas y te
concilies con tu nuevo hogar. Bienvenida.
—Gracias —silabeó desde su posición.
Se quedó sola. Pero hay conversaciones que tarde o
temprano, te llegan a la oreja. Y por mucho que Carlos quiso
ser discreto y se guareció en la cocina, no contaba con Blanche
espiando desde el pasillo. Descubrir cómo pensaba, fue
demoledor y encima complicaba sus planes:
—No entiendo cómo has permitido que se cuele en la casa
—protestaba en el instante mismo en que Blanche aguzó los
sentidos.
—Baja la voz, que puede oírnos —siseo Valentina con azoro
—. Qué cosa tan horrible acabas de decir, nadie se ha colado
en ningún sitio, la he invitado yo, que para algo soy la dueña del
apartamento.
—Pensé que habíamos decidido mudarnos aquí por un
tiempo después de la boda, hasta que encontrásemos algo
apropiado.
—Y lo haremos, los planes no han cambiado.
—No sé cómo vamos a hacerlo con tu amiga ocupando el
segundo dormitorio. ¿Crees que es lo mejor para unos recién
casados?
—No, desde luego, pero es una solución temporal, ella
acabará encontrando algo, Carlos. ¿Qué querías que hiciera? La
pobre estaba literalmente en la calle y nos conocemos de toda la
vida, no podía cerrar los ojos y hacerme la longuis. Ella habría
hecho lo mismo por mí. Es más, tú habrías hecho lo mismo por
un amigo, no me lo reproches.
La zorra de Valentina estaba sacando sus armas de seducción
masiva, poniendo vocecita de niña desvalida y seguramente,
sacando morritos, porque Carlos se vino debajo de sopetón.
—No te lo reprocho, cariño, si te comprendo, te has visto en
un terrible compromiso; pero me preocupa qué será de nuestras
noches de sofá…
Blanche carraspeó para anunciarse.
—¡Hola Carlos! Qué alegría verte.
—Bienvenida, Blanche. Valentina me estaba poniendo al
corriente de esta sorpresiva novedad. —Cumplidor como pocos
e hipócrita como muchos, se irguió al segundo y le ofreció la
mano. Blanche se tragó su repugnancia y la estrechó con resuelta
cortesía.
—Espero no molestar demasiado —dejó caer mirando de
soslayo a su amiga. La perfecta anfitriona, turbada.
—Por descontado que no molestas. Mira, te muestro dónde
guardo el menaje. —Contuvo los nervios abriendo y cerrando
armaritos, en plan histérico—. Las ollas, la ensaladera…
—Tu puta madre —masculló Blanche por lo bajinis. Luego
carraspeó—. Sigo con el equipaje y puede que salga a comprar
algunas perchas. —Parpadeó mirando a Carlos—. Haced como
si no estuviera. Hasta pronto.
En efecto, Blanche salió a la calle con la excusa de las
perchas, pero fue para esperar a Carlos a la salida. Cuando su
pie abandonó el portal hacia la acera, se la topó de bruces. No
disimuló su extrañeza. Ella sí. Ella se hizo la encontradiza.
—Huy, ¿ya te marchas? Había comprado unas patatas fritas
crujientes y recién hechas, para el aperitivo de la cena. Confiaba
en que nos acompañarías.
—Tengo que preparar cosas para la oficina —repuso tenso.
—Llevarse trabajo a casa es una mala costumbre, te lo digo
por experiencia. Al final las novias acaban cansándose.
—¿Por eso dejaste a tu último novio? —espetó quizá con un
pelín más de humor. Blanche hizo ascender una mirada angelical
que lo descolocó bastante.
—Me temo que hace mucho que no salgo con nadie. Estoy
bastante sola. —Carlos se atolondró y apartó los ojos. Se
aclaró la garganta y soportó otra arremetida de Blanche—. No
creas que no entiendo tus temores, sé lo importante que es la
intimidad de uno. Esto que Valentina ha hecho por mí, no lo
olvidaré mientras viva, pero haré lo imposible por buscarme un
lugar donde vivir, cuanto antes; no quiero interponerme ni
estorbar.
Bingo. Carlos se puso del color de las sirenas de ambulancia.
—Quedan cinco meses para la boda, no hay prisa.
—Eres un chico muy compresivo. Mi mejor amiga ha tenido
mucha suerte, me alegro. —Coincidieron sus sonrisas, ya más
relajadas. Blanche hizo un gesto con la enorme bolsa de fritura
—. ¿De verdad no te animas?
—No, en serio. Os veo mañana. Que descanses y de nuevo,
bienvenida.
Esta vez, el hijo de la Gran Bretaña sí que sonó sincero.
Menos mal.
Subió al tercero, contenta, contenta, haciendo palmas con las
orejas. Tanto, que ni tomó el ascensor y por poco la palma en el
camino. Al llegar a su rellano, aferró la barandilla y se tragó
medio kilo de aire. Una esperpéntica muchachita ocupaba la
mitad de medio hueco en la puerta principal y Valentina la
atendía. No debía pesar ni cuarenta kilos. Al oír sus mugidos, se
volvió a cotillear.
—¡Hola! Tú debes de ser Blanche.
—Sí —jadeó la referida—. Blanche, la imbécil que prefirió
las escaleras al ascensor y está a un tris de perder un pulmón. —
La chica-sable soltó una risilla cascada.
—¡Ay, qué graciosa eres!
—¿Lo soy?
—Sabrina es nuestra vecina —se apresuró a aclarar Val con
un esbozo de sonrisa. Le debían de apretar los zapatos. A esas
horas, ya se sabe, a una le incordian hasta las horquillas.
—Os he traído un bizcocho casero.
—Qué amable por tu parte. —Blanche se preguntó qué
querría a cambio. Pero por lo visto, Sabrina se contentaba con
agradar. Para alguien como Blanche, que siempre contaba con
un plan “b” oculto, aquello resultaba cuanto menos, inquietante.
un plan “b” oculto, aquello resultaba cuanto menos, inquietante.
La despacharon sin muchas ceremonias y Sabrina salió de sus
vidas, al menos, por aquella noche.
—Qué raro —comentó Valentina—. Llevo meses viviendo
aquí y nunca pasó de saludarme fríamente en el ascensor.
—Debe ser una chismosa de las de cuidado.
—O simplemente tímida. Desde luego ha sido muy amable
trayéndonos la merienda de mañana. Por cierto, ¿te incomodan
los perros?
Blanche aborrecía a muerte todo aquello que ladrase y
moviera el rabo. De todos los tamaños, razas o colores.
—¿Los perros? Me chiflan —mintió—. ¿Por qué? ¿Piensas
invertir en uno?
—Lo cierto es que ya lo tengo. Le he pedido a Carlos que se
la quedara esta noche, por si tenías alergia o algo parecido. Me
alegro de que te gusten, te llevarás a las mil maravillas con
Candy.
—Candy —repitió tragando saliva.
—Es un caniche enano —la ilustró Valentina. Y relucía
dichosa, la muy… perra.
La cosa no podía pintar peor: caniche, enana y con ese
nombre repelente. Donde las dan las toman.

En opinión de Blanche, lo de que se te acumule el trabajo de


espionaje, es espantoso. Y es precisamente lo que andaba
ocurriendo en la sosa empresa donde ella veía ahogar sus días
de flamante mocita, que de repente, se volvió interesante. Ana
iba y venía suspirando como la dama de las camelias, con peor
cara que los pollos del supermercado de oportunidades. Hasta
le detectó los ojos hinchados. Alexia continuaba vomitando y
perdiendo peso a una alarmante velocidad. Vera no se quitó las
gafas de sol aquella mañana y en cuanto Blanche se despistó,
desapareció del mapa. Para colmo, Amanda no compareció al
sagrado café del desayuno. El agudo sentido del olfato de la
secretaria, le inspiró que algo grave se cernía sobre la plantilla y
ella tenía que enterarse, pero ya.
—¿Alguien sabe por qué Mandy nos ha despreciado?
BB la miró con cara de rata de cloaca. Sucia y atravesada.
Alicia, la otra encargada de recursos humanos, la de la nariz
operada, se aclaró la garganta.
—Déjala donde está, que está bien —musitó.
—Algo ha pasado y algo gordo, me huelo —insistió Blanche
—Algo ha pasado y algo gordo, me huelo —insistió Blanche
machacona. Todas menos ella, parecían incómodas con el tema
de conversación.
—No, pero podría pasar —vaticinó Alicia con una sonrisa
que se desvió antes de consumar.
—Nada relacionado con el trabajo, espero. –Blanche siguió
indagando.
—No; cosas de la vida exterior, que también existe.
—Vaya.
En cuanto pudo, se escurrió y agarró a Valentina de la mano.
En la otra sostenía una pila de informes en precario equilibrio.
—Vamos a controlar a esa pobre chica y a llevarle un café.
Sea lo que sea lo que ha pasado, nadie debería ser dada de lado
con tanta crueldad. Y a esta panda de loros, parece que no les
mueve las entrañas.
Valentina se la quedó admirando desde detrás de sus gafitas
caras. Porque no la miraba simplemente. Era un vistazo
rebosante de fervor mariano.
—Pero qué compasiva eres…
—Ni más ni menos que lo que me gustaría que hiciesen
conmigo. Vamos a ver si podemos ayudarla. Trae también una
magdalena, total, ya está gorda. ¿Y Ana? ¿Qué pasa con Ana?
Debería estar agradecida de su suerte, menudo coche tiene. Y
en vez de eso, ¿qué hace? Manipular el móvil y perder
miserablemente el tiempo con jueguecitos de niña pequeña. —
Se detuvo en mitad del pasillo y declaró solemne—. Pienso que
está desarrollando un gravísimo problema de adicción. Adicción
al juego. Enganchada al teléfono y a internet, habrá que ver sus
facturas...
—No es eso. —Valentina traspasó su peso de un pie a otro.
Sujetando la magdalena con ambas manos.
—Ah, ¿no?
—No. Su marido la engaña.
Blanche invirtió un par de minutos en reaccionar. Y solo
quince segundos en ocultar su regocijo.
—¿Eso es todo?
—¿Te parece poco?
—Hija, para ir con esa cara de viuda desolada… sí.
—Pues casi es eso, una viuda, solo que el tipo en vez de
morirse, se la pega con la vecina del quinto. Ya ves, no sé qué
es peor. —Valentina meneó seria la cabeza y a Blanche se le
antojó una monja clarisa condenando un pedo en público.
—¿Cómo es que yo no me he enterado del notición y tú sí?
—Alguien la pilló peleando con el esposo a voz en grito por
teléfono, llorando como una plañidera y se corrió el rumor. —
Bajó la voz hasta acompasarla con el runrún de la fotocopiadora
—. Pobre, está hecha polvo, por lo visto. Tres niños y loquita de
amor por su marido.
—Que no se queje, que otras no tenemos ni perrito que nos
ladre. Al menos tuvo una familia y un coche fardón a más no
poder. Mientras le duró fue feliz.
—Lo del perrito que te ladre, no lo dirás por ti. —La sonrisa
de Valentina surgió hermanada con el pellizco que le dio el
estómago a Blanche. ¡Mecachis! Había olvidado a Candy, por
completo—. Además, no seas tan superficial. Está pasando un
momento truculento…
—Vamos a consolar a Amanda. Quizá en un rato me
convenzas y hagamos lo mismo con Ana. —Ladeó la cabeza y
se mostró inocente—. En el fondo, haces conmigo lo que
quieres, bandida.
Se sentaron en el despacho con Mandy, bastante alerta a la
mera visión del café y la amabilidad en bandeja. Pero los ojos de
ciervo dócil de Valentina derrumbaron sus defensas en un
santiamén. En menos que se santigua un devoto, estaba
confesándose y desembuchando.
—Ely me ha robado al chico con el que casi salía, en una
fiesta, delante de todos.
—¡Cielos, qué situación tan espeluznante! —se dolió
Valentina. A Blanche le preocupaban otras cosas: por ejemplo,
cómo era que Amanda con su papada floja y su ser gris tenía un
casinovio; cómo era que Amanda y Ely salían juntas y por qué
nadie la había invitado jamás a tomarse una simple copa fuera de
Tornes. No se engañaba al pensar que la evitaban.
—Qué ridículo —comentó sin reflexionar. Y debe ser que
Amanda estaba demasiado deshecha como para lanzársele al
cuello y morderle.
—Bien calculada la ocasión, desde luego —completó la
damnificada sacando un clínex y sonándose los mocos.
—Pero, ¿salíais formales? —indagó Blanche con deje
lastimero.
—Bueno, todos los asistentes a la puñetera verbena sabían
que entre Roberto y yo…
—¿Cama? —espetó Blanche. Valentina le obsequió una dura
mirada de contrariedad.
—Sí, Blanche, cama, no te escandalices, tenemos treinta y
dos años y estamos en el siglo veintiuno.
—No, ya… Si es que así, el tipo es mucho más cabrón. —
Imposible adivinar si lo que sentía ante la desgracia de Amanda,
era solidaridad femenina o puro gozo. Su tono, su gesto,
congelados como un polo flag.
—Figuraos, yo sólo andaba esperando que madurase la cosa
y entonces, ocurrió. Medio borracho, se besuqueó con Ely allí
mismo, sin importarles mis sentimientos.
—¡Qué cerda! —exclamó Blanche exaltada— ¡Con la cara
de no haber roto un plato que tiene! Pero qué desvergonzada…
Menuda zorra. —Un cosquilleo de gloriosa satisfacción le corrió
por la espalda.
—Oye, que él también lleva lo suyo. —Valentina le golpeó el
brazo para que recapacitara.
—Y seguro que encima, Ely te lanzó una mirada así como
desafiante, de esas que significan “jódete, puta, gané yo”.
—Sí, bueno… puede —tartamudeó Amanda, a estas alturas,
encharcada en lágrimas. Valentina no cuajaba una palabra,
probablemente desconcertada por el inusual desparpajo de
Blanche. Seguía dominando la conversación y el despelleje,
Blanche. Seguía dominando la conversación y el despelleje,
como si se hubiese desdoblado su personalidad.
—Te la echó, fijo, aunque tú no estuvieses en condiciones de
captarla. Supongo que te querrías morir ¿no?
—Claro…
—Igual que yo cuando aquellas dos desalmadas me echaron
de mi propia casa —suspiró—. Igual, igual.
E inmediatamente, pasó a auto compadecerse.
Evidentemente, sus tragedias lo eran mucho más, más graves y
desgarradoras que las de Amanda. Aficionadilla.
—Por si no era suficiente la cosa, no quedó ahí, peor fue con
Alicia. —Y volvió a sonarse los mocos. Valentina le alargó otro
clínex con premura.
—¿Con Alicia? Pero Alicia es tu mejor amiga. —Eso al
menos, sí le constaba y no se había cocinado a sus espaldas.
—Busqué consuelo en ella y me sale con que si era tonta, me
llamó ciega, que sólo yo tenía la culpa de haberme hecho
ilusiones con Roberto, que ya se veía venir…
—Menuda petarda. Ni siquiera sabía que salíais juntas en
pandilla, qué calladito os lo teníais. Barbacoas, fiestas… y una
sin coscarse.
sin coscarse.
Pero la atribulada Amanda lloraba demasiado como para
percatarse del afilado tono de reproche de Blanche. Había
entablado una conversación ojo a ojo con Valentina que la
atendía con expresión de búho atento, aunque no articulase
palabra.
—Me ha defraudado. Cuando más la necesitaba, mi mejor
amiga me ha dado la espalda. Parece que la putada de Ely le
pareciera una bromita sin importancia.
—Me dejas de piedra. Nos dejas, nos dejas —rectificó
incluyendo a Valentina por simple educación.
—Amanda, aquí tienes dos hombros en los que llorar siempre
que lo necesites —ofreció Val. Dudó—. Bueno, cuatro, cuatro
hombros. Dos míos y dos de Blanche.
—Gracias, Valentina —hipó peligrosamente cerca de una
congestión—. Y gracias, Blanche. No sabéis cómo os lo
agradezco. —Ahora sí que la miró directamente a ella—. Tú y
yo, nunca…
—Eso no cuenta, ya sabes cómo son las relaciones en la
oficina: superficiales y desconcertantes. Cuando llegan las vacas
flacas es cuando la gente asoma el careto, el de verdad, sin
dobleces. Fíjate si no, en la jugarreta de Alicia.
—Oye, que vuelven del desayuno —las alertó Valentina
surcando el espacio con su melena color miel.
—Lo dicho, Mandy, cualquier cosa —repitió Blanche antes
de salir.
—Gracias, gracias —vocalizó ya sin hablar.

Por el estómago y a la altura del píloro, le correteaba una


malsana satisfacción. Dios era justo. Parecía. Si bien, toda
sombra de deleite desapareció de cuajo, cuando esa noche tuvo
que presentarse oficialmente a la horripilante Candy. Una bola
de sedoso pelo ensortijado y negro, como una cantante de
copla, que la miró atravesada y muy mosqueada. Eso de que los
perros tienen sexto y séptimo sentido, debe ser verdad, rumió
Blanche para sí, porque aquel maldito chucho pulgoso la
observaba sin pestañear, adivinando su mala baba. Pese a todo,
la secretaria se esforzó en sonreír.
—¡Pero qué monada! —No se agachó ni intentó acariciarla,
igual le arrancaba un dedo, la muy salvaje. La albóndiga peluda
la examinaba desde abajo.
—Como si fuera tuya, puedes achucharla, sacarla a pasear…
Lo que quieras —recitaba Valentina como si le estuviese
regalando billetes de doscientos.
regalando billetes de doscientos.
—Qué ilusión, siempre quise uno de estos…
—¡Oh, un perrito! —Sabrina se coló de improviso en el
cuadro. Llevaba una espantosa bata de cuadros escoceses
pasada de moda, con la que bien podía darle tres vueltas a su
cuerpecillo de fideo— ¿Es tuyo, Blanche?
—De las dos —se anticipó Valentina dicharachera. Oye, qué
empeño, qué estrambótica felicidad la suya, ni que estuviese
compartiendo un boleto de lotería.
—De las dos. Se llama Candy. Candy, saluda a Sabrina. —
Al flexionarse ligeramente sobre la perrita, esta le soltó un
gruñido que la hizo recular. La gilipollas de Valentina soltó una
risilla insulsa.
—Te extraña todavía, es muy miedosa.
—Avísame cuando la bajes a pasear y te acompaño —musitó
Sabrina. Blanche pensó que sus ojos de cordero degollado los
dirigía a Val, pero no; la estaba mirando a ella, con intenso
arrobo, lo nunca visto. Tuvo una desconocida punzada de
ansiedad en mitad del pecho.
—Voy a acostarme, mañana tengo un día terrible en la
oficina.
Las dejó a las dos chismorreando en el quicio de la puerta,
pero fue por poco rato. Valentina despidió a la vecina y cerró
tras de sí. Blanche jugueteaba con el mando de la tele y se
arrugó cuando Candy, de un salto de tapón, se apropio del sofá
a su lado. Valentina prendió su ordenador portátil y se enganchó
a Facebook de inmediato.
—Estoy pensando en ir a visitar a Vera.
—¿A estas horas? —Valentina acariciaba al perro sarnoso.
Blanche miró para otra parte.
—No son más que las nueve. ¿No te has fijado qué semana
más estrafalaria lleva? Lo pasó fatal con el juicio de divorcio,
ahora falta al trabajo y hoy no se quitó las gafas de sol en todo el
día, debe tener los ojos como dos puñaladas en un tomate, de
llorar y llorar. Ella estuvo a mi lado cuando la necesité, yo no
voy a ser menos.
—Qué razón tienes. ¿Crees que debería acompañarte?
—Contigo no hay tanta confianza, no se abriría. Mejor voy
sola. Me pongo unos vaqueros y un jersey y salgo pitando.
Cuida de Candy en mi ausencia —agregó risueña. “Y si se te
brinda la oportunidad, métela en el microondas” completó en su
fuero interno.
13- Las piezas de los puzles vienen separadas

Vera vivía, como no podía ser menos, en un edificio


grandioso de la zona residencial de Gijón, rodeado de jardines
privados en los que Candys particulares, podían hacer sus pis y
sus pos y todas sus asquerosas necesidades, que luego venía
corriendo un empleado parecido al padre de Blanche, y lo
recogía todo con sus manos enguantadas. Vera se sorprendió al
descolgar el interfono, pero debió de darle apuro mandarla a
freír espárragos, después de molestarse en visitarla a deshoras.
Sin embargo Blanche que no era tonta, la notó reacia a la
entrevista.
Cuando le abrió la puerta, le llamó la atención la falta de luz,
mitigada en exceso y procedente de velas. Opción a, andaba
corta de euros y le habían cortado el suministro; opción b,
acababa de interrumpir una sesión de espiritismo; opción c, Vera
escondía algo con su mejilla al bies.
—Siento la intromisión, pero me tienes muy preocupada.
—No tienes por qué —Pese a su tono, que pretendía ser
tranquilizador, el que Vera no se apartase de la puerta le dio que
pensar.
—¿Puedo pasar?
El mobiliario, divino, como ya había tenido oportunidad de
comprobar en anteriores okupaciones. El difusor de aromas,
espléndido y las botellas de whisky semivacías sobre la mesita
del café, intrigantes cuanto menos.
—Vera, no hace falta recordarte que tú estás en posesión de
uno de mis mayores secretos. Lo que pasó con Morse…
—Siéntate. ¿Quieres una copa? —Blanche negó—. Si no te
molesta me serviré una. —Y por su andar tambaleante, Blanche
dedujo que no era la primera, ni la segunda.
—A lo que iba. Puedes confiar en mí, soy una tumba. ¿Qué te
ha pasado en el ojo?
—Ah, no es nada. Una sesión de botox, más bien una
intentona, el médico era un principiante que por poco me
traspasa el temporal.
—Menudo moratón.
—Por eso salí corriendo, ni le pagué.
—Pero lo tienes sólo en el lado derecho. Déjame ver…
—Blanche, no tiene importancia, no insistas.
Y el cuello de Vera seguía describiendo una postura cercana
al descalabre, con tal de que la otra no atisbase el ala oeste de
su faz, pero ningún intento de librarse podía a esas alturas con
una Blanche embalada cual torpedo, dispuesta a todo por
desvelar el enigma. Hasta osó apartarle el pelo de un manotazo.
—Yo no me he puesto botox en mi vida, pero apostaría las
suelas de mis zapatos…
—Vale, tú ganas. —Vera se derrumbó derrotada. De
repente, Blanche cayó del guindo.
—¡Te han pegado! —Agitó las manos y se tapó la boca—
Pero… pero… ¡Vera! ¿Quién? ¿Cómo? ¿Por qué? —Una
pausa helada como la escarcha, le dio la pista—. Él…
Por toda respuesta, Vera engulló de un trago el whisky sin
hielo y se sirvió otro; esta vez, doble.
—Malnacido, hijo de… ¿Dónde ha sido?
—Me esperó en el portal, agazapado como un vulgar
delincuente.
—Como lo que es —trinó la secretaria abstraída ante el
silencioso caudal de lágrimas de su jefa—. Te habrás hecho
fotos, lo habrás denunciado.
—No he hecho nada de eso. ¿En serio no quieres una copa?
—¿Vas a dejar que se vaya de rositas? No puedo creerlo y
menos viniendo de ti.
—Ese hombre se ha propuesto arruinarme la vida allá donde
vaya. Huí de Madrid escapando de él y me refugié en Gijón. Por
lo visto no ha servido de nada, por los papeles del divorcio se
enteró de mi nueva dirección y ahora sale y entra de este edificio
como Pedro por su casa.
Misterio desvelado. Blanche le arrebató el vaso a Vera y se lo
coló enterito entre pecho y espalda.
—Viene, se da un garbeo, te mete dos guantazos, ¿y se va
tan pancho? ¿Es así como lo hace?
—No, me exige dinero, más todo lo anterior. —Los ojos de
Vera, inflamados y enrojecidos, se perdieron más allá de las
cortinas del balcón, buscando probablemente un consuelo que
nadie le ofrecía—. Se lo doy pero no me lo quito de encima.
—Y no piensas acudir a la policía. —Blanche se retorció las
manos fuera de sí. Aquella situación y la pachorra de Vera
borracha, se le antojaban un tanto surrealistas.
—Cuando lo hice hace un año, solo obtuve como resultado
—Cuando lo hice hace un año, solo obtuve como resultado
una pierna rota.
—¡Qué fuerte! ¿Qué hacemos, qué hacemos? —La acribilló
a pellizco limpio en el antebrazo—. ¿Que qué hacemos?
—Lo que sea, menos el ridículo. Si acudo a las autoridades
este cabrón se cachondea en mi cara. Tengo que resolverlo por
mis propios medios.
La secretaria dio un par de vueltas por el amplio salón. Los
cuadros y las lámparas le pasaban por delante como borrones
desenfocados.
—Como no contrates a un matón… —Inmediatamente se
arrepintió de darle ideas. La mueca que se dibujó en la boca de
Vera le puso los pelos como escarpias—. No estarás
fraguando…
—No voy a decidirlo en este momento, gracias, estoy
demasiado bebida. Te agradezco la visita y todo eso, pero tengo
sueño y quiero acostarme. Mañana será otro día.
—Qué miedo dejarte sola.
—Tengo seis cerrojos dobles, al apartamento no puede
entrar, te lo aseguro. Eso sí, ni una palabra de todo esto en la
oficina o te deporto al Aconcagua, Blanche, te hablo en serio.
—La duda ofende. Cuenta conmigo para lo que quieras. Pero
por amor de Dios, Vera, piénsate dos veces lo del asesino a
sueldo, creo que es una locura de las tremebundas. No era más
que una broma estúpida.
—Lo pensaré mañana como Escarlata O´Hara. Hala, a tu
casa.
Blanche bajó en el ascensor, escudriñando los rincones en
sombras, temiendo que el tal Sinclair saltara de detrás de una
palmera artificial y le cortase el cuello. Pero el portal se
encontraba en reposada e inofensiva calma. Tampoco la asaltó
nadie en el trayecto hasta el coche y una vez dentro, con los
pestillos asegurados y el motor en marcha, el corazón dejó de
martillearle las costillas.
—Es increíble. Hasta para lo negativo tiene suerte esta mujer
—susurró recolocando el espejo retrovisor—. Todo suena tan
de película policíaca… El maníaco perdidamente enamorado
que la golpea con salvaje frenesí… Porque todo esto es un amor
descabellado que se sale de los cánones habituales, pero amor
loco, al fin y al cabo. Y es que un hombre debe desear
ardientemente a una mujer como para perder los papeles hasta
ese punto. Vera levanta pasiones, qué guay. Yo no levanto nada.
Me gustaría saber hasta dónde aguantaría Morse que le tocase
las pelotas. ¿Se atrevería a levantarme la mano?
—No puedo creer que estés fantaseando con recibir una
paliza. Tú estás por completo, desquiciada.
El puto psicoanalista de nuevo.
—¿Quién le ha dado vela en este entierro? Que yo sepa, no
he concertado ninguna cita, ni sesión, ni nada que se le parezca,
no puede usted colarse sin autorización en mi vida y en mi
coche a cantarme las cuarenta como viene haciendo las últimas
semanas. Yo fantaseo con lo que me da la gana —gruñó irritada.
—Pretendes atrapar a Vera e intentas hacer otro tanto con
Valentina, absorberlas, vivir sus vidas en lugar de la tuya. Así
nunca tendrás amigas verdaderas, terminas espantándolas.
—No me engaño, estoy más sola que la una. No tengo
amigas, ¿lo ha entendido? Creí que me mostraría cómo hacer
amigos, pero es usted un psicoterapeuta nefasto.
—No tan nefasto, óyeme: sufres una carencia afectiva y
emocional desde la infancia, que se transforma en una especie de
vacío muy difícil de llenar. Lo que la gente suele hacer, es
compensarla: se rodean de personas que los distraen, les
muestran un mundo exterior distinto que les ayuda a olvidar
cómo se sienten. Tú vas mucho más allá, rozando lo enfermizo.
Recuerda que a la hora de tomar decisiones, estamos solos, de
nada sirve que otro tome la decisión por nosotros, eso nos
convertirá en seres dependientes. ¿Estás realmente sola o es
simple aburrimiento?
—No recuerdo bien cuál era la calle… —canturreó
haciéndolo luz de gas.
—¿Cuándo piensas aprender a disfrutar de ti misma? Prueba,
por ejemplo, a llevarte a ti misma al cine.
—Me está usted tomando el pelo. Todas las parejas de la
sala me compadecerían.
—En absoluto. Una relación amena con uno mismo, es la
base de vida más sana que nadie puede tener. Y tú llegas a
desear algo tan espantoso como el maltrato sólo porque alguien
a quien admiras y envidias lo tiene en su vida…
—Yo no deseo nada, únicamente meditaba lo especial que
debe ser una relación fogosa hasta ese extremo. Qué increíble,
no recuerdo bien el camino al bar de Morse.
—Conduce hasta tu casa sin desviarte.
—Váyase a la mierda. Si pongo a prueba al mulato, si lo
arrincono, si lo insulto… ¿Le importaré lo suficiente como para
darme una buena hostia?
—A veces es difícil distinguir la soledad del hecho de tener
que pedir ayuda; es simple, hemos finiquitado nuestros recursos
y debemos saber pedirla.
—Mis recursos deben ser muy limitados, pero odio
humillarme y pedir auxilio.
—¿Te soportas bien a ti misma?
—Si se refiere a si me río de mis chistes, la respuesta es no.
Me soporto a veces. —Detuvo el motor del cochecito pero no
se apeó. Introdujo las manos entre las rodillas y retrocedió unos
veinte años de golpe y porrazo. Hasta oír al terapeuta con la voz
de su madre.
—Pues deberías centrarte en eso. En conocerte y hacer las
paces contigo misma, congraciarte con quien eres. Calmarás ese
desasosiego físico palpable que es la angustia, y que crece
cuanto más incómodos estamos dentro de nuestra propia piel.
—Usted no dice más que tonterías, imagino que no constarán
en ningún manual.
—Pues te aseguro que es una de las lecciones más
complicadas de superar. Anda, arranca el coche y vete a casa.
—Ni siquiera es mi casa, es la casa de Valentina y me obliga
a compartirla con un caniche imbécil con el que me gustaría jugar
a la ruleta rusa.
—Mira alrededor y descubrirás que hay gente más
—Mira alrededor y descubrirás que hay gente más
desafortunada que tú.
—Lo dudo.
—Mira si no, tu vecina.
—¿La anoréxica? Esa está como una regadera, no hay más
que verla. Pero ha ganado usted por pesado. Me marcho a
dormir, provocaré la ira de Morse en otra ocasión. ¿He oído un
suspiro de alivio por su parte? —rezongó—. Se toma usted
muchas molestias por mí, no vale la pena.

Amaneció otra jornada en Tornes, con las cosas candentes y


el incentivo del lío de Amanda. Lo primero que hizo, fue llevarle
un café a la cabizbaja Vera y asegurarle que se ocuparía de todo
lo que no requiriera su firma estampada. La encontró bastante
sosegada. Luego, escabullirse hasta recursos humanos, a
calentarle la oreja a Alicia, dejando bien claro que conocía hasta
los más recónditos detalles de la escabrosa historia, por vía
directa de Amanda y que esta la estaba poniendo a parir, por
haber defendido lo indefendible, esto es, a Ely. Se escabulló
entusiasmada, después de que Alicia llamase “mamarracha” un
par de veces a Amanda y jurara por encima de su cadáver
muerto, que no volvería a dirigirle la palabra. De ahí, fue al office
a por el desayuno, pero la cafetera estaba defenestrada y las
chicas habían bajado a la cafetería cercana. Todas menos
chicas habían bajado a la cafetería cercana. Todas menos
Amanda, claro, puesto que Ely iba y no deseaba
enfrentamientos. Con detalles como este, Ely se creció escudada
por BB, que por fin halló modo de vengarse de la economista.
Blanche bajó los escalones como un cohete y se unió a ellas,
sonriente.
En ese momento, Alexia extraía una cajita sobrada de
píldoras de colores y se las fue zampando con flemática
diligencia, tal que si fueran aceitunas. Llegó un momento en que
se quedó sin agua. El grupo chachareaba animado con la sola
excepción de Ana, paliducha y delgada, encogida en un rincón.
Alexia examinó la mesa vecina, detectó un culín de agua en una
botella y la pidió prestada, con todo el morro.
—Disculpe, ¿le importa? Es para las pastillas…
—Cómo no, cójala, cójala.
Blanche calibró su buena fortuna y se maravilló de que le
echase tanta cara. El vecino de mesa le regalaba su agua y no se
molestaba. Si lo hubiese intentado ella, le habrían echado los
perros. Píldoras para adelgazar. Pastillas que le provocaban
arcadas pero gracias a las cuales, lanzaba fuera todo cuanto
comía. Los michelines de Alexia perdían a sus parientes a
marchas forzadas y la ropa ya le colgaba. Hasta se permitía
bromear con que se imponía una jornada urgente de compras.
Pero su impecable cutis soportaba estoico todas las arremetidas,
estaba más guapa que nunca, al menos, así la veía Blanche,
creciendo amenazadora en su hermosura, como un enemigo que
prospera y se convierte en gigante.
—¿Subimos? —dejó caer alguien. Y todas volaron a
descolgar sus bolsos y chaquetas del respaldo de la silla.
—Por cierto, voy a llamar a mi prima Paula, que aún no le he
contado que me voy a morir —repuso Alexia con un gesto
cómico.
—Es muy loable el humor con que te lo estás tomando pero
no hace falta ser cruel con una misma —cuchicheó Alicia desde
alguna parte.
—Bah, es humor negro, me chifla.
—Eres fuerte, saldrás de esta —dijo otra. Blanche ya hacía
rato que se había perdido.
—Por descontado. Y si tengo que marcharme… Bueno, lo
asumo y procuraré salir del planeta sin estridencias, pero
mientras tanto…
—Lo estás llevando divinamente, no hace falta que hagas
chistes…
Blanche no se permitió atender aquella sarta de majaderías sin
sentido. No deducía nada de nada, parecían compartir una clave
secreta al hablar, de la que ella, para variar, estaba excluida.
Pues que les dieran. Se apartó ligeramente del grupo y
meditabunda, subió sola a la oficina. Valentina parloteando sin
cesar, se vinculó a Betty Becaria que echaba pestes sobre
Amanda y de nuevo, la cháchara encriptada, atrajo su
curiosidad.
—Ni te imaginas lo que esa pobre chica sobrelleva —iba
comentando la Olivieri.
—Cuando dices “pobre chica”, te refieres a mí, supongo —
replicó la becaria agria.
—No, me refiero a Amanda. Sufre su propia tragedia
personal, unos padres con Alzheimer de los que debe cuidar en
solitario.
—Anda ya…
—Como lo oyes. Está muy amargada, es comprensible.
—Sí que lo es… —Repasó los labios con la punta de la
lengua, cavilando. Blanche adelantó unos pasos y se unió a ellas
con mal sabor de boca. Le escocía la sensación de apartheid,
que lejos de mitigarse, se cuadruplicaba.
—¿Desde cuándo sabes tú eso de los padres?
—Desde que me lo contó Amanda en persona. Se desespera,
nadie le echa un cabo, tampoco los servicios sociales. Ni
siquiera le es factible mantener una relación con un chico.
Pobrecilla.
—Pobrecilla, sí.
Perfecto, rugió Blanche para sí. Valentina llega la última a la
oficina y se queda con el personal en un abrir y cerrar de ojos.
Su natural dulce talante mueve a la gente a confiar y la convierte
en depositaria de los más temibles secretos familiares. Y ella,
entretanto, de adorno. Val desapareció cargada de papeles en el
despacho de Vera y cerró la puerta. Tendrían para un rato, así
que se brindaba una ocasión de oro.
—Hola Amanda —Blanche cerró a su espalda con la más
amplia sonrisa del repertorio—. ¿Estás mejor hoy?
—Los ánimos los tengo por el suelo, la verdad. No paro de
acordarme y acordarme… Es como un puñetero disco rayado
en mi cabeza. Fue una humillación en toda regla; ya es malo que
tu chico te deje por otra, pero que lo haga en vivo y en directo
con espectadores…
—¡Qué me vas a contar, a mí me ocurrió exactamente lo
mismo! Sé lo que se siente. —Se abstuvo de confesar lo que
realmente pensaba, “Ganas de arrancarle la piel a tiras a la
mamona de turno”, porque no combinaba con la imagen dulce
y cariñosa que fomentaba a toda costa. Puso cara de cenicienta
—. Y lamento no traer buenas noticias. —Amanda respingó—.
Me temo que Valentina ha pecado de indiscreta y ha comentado
algo con Alicia.
—No me lo puedo creer… ¿En tan poco tiempo? Si se lo
conté ayer mismo —se desesperó. Blanche aprovechó para
otear su bolso. Un Dior de la temporada pasada. Verdadero o
falso, pero precioso.
—Igual no ha sido con mala intención, ya sabes cómo son
esas cosas, una se sienta, la otra le tira de la lengua… Apuesto a
que la penca de Alicia ya se olía tu disgusto, perfectamente
justificado, dicho sea de paso. Pero me sienta mal, me
avergüenzo, porque yo confiaba en Val por encima de todas las
cosas, nunca metió la pata de este modo, habrá sido
involuntario.
—Lo que me faltaba. —Amanda se apretó el labio inferior
con los dientes.
—Te ruego que no le digas que te advertí, no quiero más líos,
ya tenemos bastantes.
Amanda arrojó el bolígrafo contra la mesa y se puso en pie,
pestañeando a velocidad de flecha.
—Debo decirte que siempre me equivoco con la gente y tú no
has sido una excepción. No te tragaba, me parecías más falsa
que Judas, pero has conseguido sorprenderme. Eres una buena
persona.
—Lo mejor que pueden recibir mis oídos. ¿Me permites un
consejo pese a que no me lo has solicitado? —La otra asintió
casi sin fuerzas—. No te fíes de nadie en Tornes, están todas
fatal, especialmente la gorda, anda fuera de cobertura.
—Se agradece, Blanche. Y ya que estamos, un favor
personal: pídele a Vera que se lleve a Betty ya, de mi
departamento o la degüello. Ella verá.
—Oído cocina. No te preocupes por eso. —Guiñó un ojo y
se fue.

Pasaron los días y no conseguía quitarse de la chepa, ni a


Sabrina ni a Carlos ni a Candy, que encima se liaba a ladridos
cada vez que se le acercaba. Se propuso sacarla a pasear al
menos una vez al día, buscando hacer la convivencia más
pacífica, pero solo logró que la perra se le pegara como un
percebe buscando diversión y que Sabrina se emperrase en
acompañarlas.
—¿Y en qué trabajas?
—Ya te lo he dicho, soy jefa de administración en una
empresa con un montón de empleados —gimió Blanche con
desgana.
—Ostras, qué interesante —alabó la otra. Y de verdad
parecía creerlo así. Blanche se aguantó la risa—. Yo tengo un
trabajo de mierda, frustrante y vergonzoso. Soy la imbécil que
corta la carrera de los viajeros apresurados en la estación de
tren, para preguntarles si viajan asiduamente por este medio y
trata de convencerlos para que fichen por una tarjeta descuento.
El que no me taladra, me fulmina, muchos niegan haberse subido
en su vida a un vagón y todos, sin interrupción, se cagan en mis
muelas. Ni me miran.
—Vaya. —Blanche malgastaba sus minutos controlando el
tamaño de las caquitas de Candy. El tono chillón de la voz de
Sabrina, la enervaba, así que mejor distraída.
—Siempre quise ser chica de oficina, así como tú. En plan
ejecutiva, ponerme trajes de chaqueta y tacones…
—Claro… —Menuda cagada. La Candy con diarrea, justo la
semana que a ella le tocaba limpieza. Si es que la mala suerte se
cebaba con su persona, pensó. Sabrina seguía a lo suyo, con
frenesí.
—Porque tengo uniforme. Zapato bajo de sereno, unos
pantalones de guardia urbano y…
—Me subo, tengo frío, la perra está pocha y traje tarea a
casa. —La cortó con determinación. Sabrina alzó unos ojos
saltones e implorantes.
—Puedo haceros un bizcocho de nueces para merendar, si os
apetece.
—No, gracias. Valentina está a dieta y aún queda del que nos
trajiste anteayer. Y los rosquillos del martes pasado. Y creo que
hasta parte del flan de hace una semana. No te molestes.
—Si no es molestia. Me enloquece cocinar para mis amigas.
Blanche desanduvo sus pasos, preguntándose en qué parte de
la historia se había extraviado y quién le había contado a la
anoréxica loca, que ellas eran sus amigas. Menuda pesada.
Cuando le cerró la puerta en las narices, se sintió a salvo. Miró a
Candy y la caniche le devolvió la mirada inquieta.
—¿Te cae tan gorda como a mí? ¿Tan gorda y reventona
como Carlos? ¿Por qué está esta casa a rebosar de idiotas que
vienen de visita y se quedan a cenar? Voy a poner la escoba con
el cepillo hacia arriba, mi madre siempre lo hacía cuando una
petarda se le colaba en casa y no veía la hora de irse… ¡Val!
¡Valentina!
Sepulcral silencio. Nada. Ni una nota. Qué poca
consideración, masculló entre dientes. Fue a la cocina y quitó de
en medio los comederos de Candy, justo cuando la perrita iba a
saciar su sed.
—Ni de broma. Que luego meas y cagas por toda la casa y
me toca limpiar. Hoy, ayunas.
Encendió el ordenador y se sumergió de lleno en su perfil de
Facebook recién creado. Lo hizo por mimetismo con Valentina
y cada vez que accedía, era en realidad, para fisgonear por la
página de su compañera de piso. ¡Qué popularidad! Cualquier
comentario de la Olivieri venía secundado por una docena de
chistes y notas. Blanche se había fijado una meta: conseguir el
mismo movimiento en su cuenta, que la rubia insulsa que tenía
por amiga. Empezaba un poco tarde, pero no tenía por qué
resultar imposible. Había agregado a todas las chicas de la
oficina y también a la vecina por insistente. Se coló en el perfil de
Ely planteándose cómo “cara de torta” se las había apañado
para quitarle el novio a nadie. Vale que Amanda era un callo,
pero es que la otra, no tenía desperdicio: fea, sosainas y sin
estudios superiores. ¿Qué habría de buscar en ella un hombre en
su sano juicio? Hay enigmas que plantea la existencia humana y
que no tienen salida, te pongas como te pongas. El caso es que
si siempre había sido penoso sobrellevarla en la mesa de
enfrente, ahora la cuesta arriba, se hacía imposible. Ely tenía, lo
que a ella el destino le negaba, una pareja que la idolatraba; un
chico capaz de humillar a su novia y plantarla, para cortejar a
chico capaz de humillar a su novia y plantarla, para cortejar a
una soltera reprimida e insignificante, con la cara como una
paellera. Blanche ojeó a Candy que daba vueltas tratando de
pillarse el rabo, a ver si de camino, encontraba agua que llevarse
a la boca.
—¿Por qué no me pasan a mí esas cosas? A las demás, a las
demás, siempre a las demás.
Acompañó su desgarrada protesta con una soberana patada a
la mesa, que por un pelo no le partió el dedo gordo. Se lo
estaba masajeando enfurecida, cuando sonó el timbre de la
puerta. Abandonó renqueando el sofá.
—Valentina, llévate las llaves, puñetera, que no soy tu
criada… ¡Ah, hola, Carlos! Val no está, creo que ha salido a
distraerse con los escaparates.
El muchacho pareció turbarse. Candy saltaba y le hacía
cucamonas.
—Ni siquiera llamé, perdona. ¿Te importa que estudie aquí?
—De su brazo colgaba una voluminosa mochila.
“Menudo morro, ahora también me pedirá un café”, pensó
Blanche. Pero sonrió de oreja a oreja sin dejarlo notar, porque
su rol era, por encima de todo, parecer simpática, caer bien.
—Por supuesto que no, pasa, pasa.
—Por supuesto que no, pasa, pasa.
—Me acomodaré en un rinconcito del salón y ni notarás mi
presencia.
—Carlos, no digas tonterías, la presencia de la gente
agradable es para notarla. ¿Te apetece un café?
—Me vendrá de perillas, sólo Dios sabe las horas de sueño
que llevo atrasadas.
Blanche se introdujo en la cocina y apartó a Candy de un
puntapié en cuanto tuvo oportunidad. La caniche corrió a
refugiarse entre los brazos de Carlos, que soltaba lastre en la
mesita del comedor.
—¡Ay qué mona, cómo te quiere! Valentina me dijo que
estabas de exámenes.— Él asintió, parecía extenuado—. A ella
le parece una barbaridad sin sentido, pero quiero decirte que a
mí, la decisión que has tomado de estudiar medicina al tiempo
que trabajas, me parece admirable.
—A veces, hasta yo mismo lo dudo. —Sonrió incómodo.
Blanche aprovechó la pausa para trastear la cafetera—. Mañana
tengo un examen, me juego mucho y en casa es imposible
concentrarse. Mamá ha contratado una filipina que para la
limpieza, es un verdadero desastre. No limpia, traslada la
porquería de un sitio a otro. Y ha tenido que ser hoy, que a mi
madre le dé el ataque y se arme con la aspiradora a culminar lo
madre le dé el ataque y se arme con la aspiradora a culminar lo
que la otra deja a medias.
—Zafarrancho de combate, casa patas arriba, como si lo
viera. Nosotros teníamos algo parecido cada jueves por la tarde.
—Apretó febril los dos trozos de cafetera—. A mí me entraban
ganas de levantar una loseta y meterme debajo, lo malo es que
mamá no lo permitía. Creo que me traumatizó para siempre el
rugido de la aspiradora. Qué poco imaginaba que con el tiempo,
me tocaría pasarla a mí. —Sacó la cabeza sonriente por la
puerta—. ¿No envidias a la gente sucia?
—¡No! —exclamó Carlos sin comprender la broma.
—Me refiero a los que no se incomodan si las cosas no
relucen alrededor. Valentina, sin ir más lejos, es capaz de
enganchar las pelusas del suelo con los tacones, sin inmutarse.
—¿Val? —Elevó las cejas varios centímetros—. No da esa
impresión, más bien todo lo contrario.
—¡Ay chico! Todos los hombres sois iguales, tan fáciles de
engañar… Llevas con ella mil años pero no tienes ni idea de lo
que es la convivencia. Otra persona, lo que yo te diga. Y aquí
tenemos este maravilloso cafelito que te ayudará a despejarte y a
estudiar mejor. Si necesitas ayuda, dímelo; de lo contrario, me
pondré a leer aquí mismo en el sofá.
Carlos la obsequió con una larga mirada, al término de la cual,
accedió a coger la taza.
—Oye, ¿de verdad no estorbo? Me parece un poco invasivo
mi comportamiento, la verdad.
—Te doy a elegir con qué quieres que te arree en la cabeza,
por majarón —propuso Blanche sin perder la calma—: con esta
cafetera caliente o con el paraguas de madera que tenemos en la
entrada. Te aconsejo el paraguas que no quema —concluyó con
un guiño.
Carlos se echó a reír y le hizo una seña para que se sentase a
compartir merienda. Blanche temió que la insólita exaltación que
le subía por el estómago, le impidiese beber sin atragantarse.
14 —Extraños en la noche, que cantaba
Sinatra

El tiempo atmosférico hace lo que le sale de la peineta,


cuándo y como quiere. De manera que aquella mañana del mes
de febrero amaneció calurosa como una tostada a la plancha,
sorprendiendo a todo el mundo, y el cochecito de Blanche se
cobró su tributo, cuando ella abrió la puerta y la atacó una
ráfaga de aire polvoriento y recalentado, realmente asqueroso.
Apestaba a viejo. Volvió a acordarse del utilitario moderno que
realmente se merecía y le ardió la barriga. Calibró si pintando en
rojo su carro de lata, parecería de mejor familia. ¿Lo tomarían
por un mini, quizás?
En Tornes habían abierto los ventanales de par en par a fin de
que corriera el impetuoso aire de las calles de Gijón. El
resultado, Ely cazando folios como moscas que planeaban e iban
a perderse en las juntas entre estanterías.
—Utiliza esto de pisapapeles. —Blanche le alargó solícita, un
jarrón chino impenitente que llevaba allí mil siglos. De seguro, un
regalo de boda al propietario de la firma.
—Jolines qué bochorno —bufó la recepcionista. En estas,
entró Ana al trote, desprendiéndose de una gabardina ligera, sin
mirar a nadie. Bueno, al suelo sí.
—Señor de los milagros, qué calor. Tengo el Mini echando
chispas —repuso tras sacudir la melena para secarse el sudor
de la nuca.
Blanche se alegró de oírla. Con un poco de suerte le cogería
inquina al coche y decidiría venderlo. Al principio pediría una
burrada por él. Que si tiene motor BMW, que si es
prácticamente nuevo, solo tiene un año, que si le añadí pack
súper deportivo… Enseguida, cuando no lo vendiera, se vería
obligada a bajar el precio. Y a bajar y a bajar. Y ahí estaría ella,
aguardando paciente como la araña espera a que la mosca
enganche sus alas en la tela. Para devorarla. En su caso, para
cumplir un sueño: ser la propietaria del Mini de Ana por cuatro
perras gordas. Especialmente ahora que esta se ahogaba en
perras gordas. Especialmente ahora que esta se ahogaba en
problemas maritales… Puede que se quedase hasta sin pensión.
Amanda cruzó el pasillo al tiempo que Valentina entraba con
la calculadora y trescientas facturas. La dejó virtualmente con la
palabra en la boca y desapareció. Valentina se giró sorprendida
e hizo resbalar su mirada, del culo ancho de Amanda y de sus
espaldas, hasta Blanche.
—¿Qué le pasa, si puede saberse?
—Está muy fastidiada. —Meneó las manos indicando que le
concediera espacio. Valentina, como de costumbre, no puso
muchas trabas.
—Lleva así varios días, pero sólo conmigo.
—No solo contigo, también conmigo —intervino Ely. Menos
mal.
—Y con Alicia —completó Blanche en tono neutro—.
Dejadla que se le pase el berrinche.
Con sinceridad: Blanche esperaba, convencida de que Ely le
regalaría su versión de la lúgubre historia “cara de torta roba
novio esperpéntico a papada de pavo navideño”. Pero esta
se cerró en banda y volvió a su mesa-mostrador.
—Por aquí anda la gente enfadadilla últimamente —refunfuñó
entre dientes. Ahí quedó todo. Ni una gota de información
adicional. Blanche tuvo ganas de liarse a mamporros con el
jarrón reconvertido en pisapapeles.
—Vera ¿está en su despacho? —preguntó, más que nada,
por no arrearle un zambombazo a la recepcionista, que de
repente, parecía atareada.
—Sí, llegó súper temprano. Si vas a verla, infórmale que
tengo que bajar a la distribuidora de papelería, nos hemos
quedado sin carpetas de archivar. Y como no las suba yo…
—Señor, sí, señor —se mofó Blanche. Betty irrumpió cual
huracán caribeño, corrió directa a Ely y apoyó ambas manos en
su mesa.
—Cuando me lo han soplado no me lo podía creer, eres mi
—Cuando me lo han soplado no me lo podía creer, eres mi
heroína. Por fin alguien que le da su merecido a Amanda. —
Alzó dos puños revolucionarios al aire—. ¡Viva tú!
—Betty por Dios… —Se sonrojó cara de torta. Blanche
permaneció alerta.
—Es una cabrona amargada, insufrible, soberbia y pagada de
sí misma. No se merecía tener novio ni un duro en el bolso, pero
ya que le salió uno, me alegro de que lo haya perdido y ahora
esté a tu merced.
A Blanche se le revolvieron los higadillos: lo que faltaba, hasta
la fea iba a tener su minuto de gloria. Viendo a la becaria rendida
a sus invisibles encantos y a sus imaginarias armas de mujer,
deseó tirarse en plancha por el balcón. Queriendo alejar la idea,
aprovechó para empujar a Valentina hasta el cuartito de la
fotocopiadora.
—Insisto —iba diciendo—. Quiero saber qué diablos le pasa
a Amanda… —Lo de siempre. Cada loco con su tema,
Valentina con el suyo.
—¿Es mi sensación o aquí todo el mundo está perdiendo la
chaveta? —Interrumpió Blanche sin ambages—. Ana y Alexia
locas perdidas, Vera ausente, pasa de todo; por fortuna me tiene
a mí para gobernar este barco amotinado, pero… —Meneó la
cabeza expresando su hondo disgusto—. Ni te preocupes por
descifrar las extrañas señales de Amanda, está ciega de
resentimiento. Y ahora esta —Un gesto de su cabeza señaló a
Ely—, que siempre fue una mosquita muerta y de repente nos
sale con leyes y pretensiones de fama. ¿Has oído su tono de
engreída? —Se arrimó a la oreja de su amiga—. Lo dicho, Val.
Poco a poco, el castillo se desmorona.
Se apartó para observarla mejor y sopesar el efecto de sus
deliberaciones. Quedó bastante satisfecha: la luz del interrogante,
borrada de los ojos de cervatillo de Valentina, le indicaba que
no persistiría en aquello de interrogar a Amanda.
—Debe de ser el cambio de estación —coincidió la Olivieri.
—Astenia primaveral, sangre alterada y todo más liado que el
moño de una loca. ¿Imaginas lo que daría por poder salir de
aquí? ¿Por tener un trabajo realmente interesante rodeada de
aquí? ¿Por tener un trabajo realmente interesante rodeada de
auténticos profesionales? —Se mesó el cabello, nerviosa—. No,
no lo imaginas. Lo daría todo, Val, todo, por perderlas de vista.
Valentina le acarició el hombro. Tenía cara de estar
haciéndose cargo de su sufrimiento; así como compungida.
¡Bien!

Al cabo de un rato, la secretaria pasó revista a su jefa y la


encontró más animada. El moratón en su ojo iba mitigándose,
disimulado bajo capas y capas de espeso maquillaje e iluminador
por toneladas. Estaba apagada, lenta, pero no vencida. Lo que
Blanche necesitaba de modo acuciante, es que le confesase sus
intenciones. ¿Contratar a un sicario para acabar con Joe Sinclair,
o no contratarlo? ¿Mancharse las manos de sangre u olvidarse?
Esa era la cuestión. Una cuestión que comenzaba a ofuscarla.
—Dime si has pensado algo —susurró. Vera no levantó los
ojos de su libreta.
—¿Algo sobre qué?
—Ya sabes… Él. Cómo eliminar el problema.
—No he decidido un pijo, de momento.
—Vera, me tienes en ascuas —Se retorció las manos en el
sentido de las agujas del reloj. Dos veces. Luego, varió de
dirección.
—No tienes por qué. Vuelve a tus labores, Blanche. Esto aún
está muy crudo. —Seguía sin mirarla, la puñetera.
—Estaré en la puerta, vigilando, por si me necesitas.
Vera asintió con pereza. Blanche corrió hacia la salida. No
obstante, antes de marcharse, creyó necesaria una aclaración.
—Me refiero a la puerta principal de la oficina. Me plantaré
allí como un sereno y no entrará ni el gato.
—Te excedes en tus desvelos, querida amiga.
Solo dijo eso, y su deje fue además bastante indiferente, pero
el halago colmó a Blanche de un dulce deleite. De hecho,
el halago colmó a Blanche de un dulce deleite. De hecho,
regresó a su mesa casi en volandas. Cada mochuelo estaba en
su olivo, esto es, cada oficinista en su cubículo haciendo lo que
le venía en gana, menos cara de torta, que no se reincorporaba.
Y eso que hacía más de dos horas que se había despedido.
—Para comprar veinte carpetas no hace falta tanta
parafernalia —masculló Blanche—. Salvo que haya empleado el
pretexto para verse con su novio, el que le afanó a Amanda y
ande tomando café por ahí, la muy zorra, en horario de oficina.
Esto no me lo callo, esto se lo digo a Vera ahora mismito y si
tengo que formalizar una queja por escrito…
Ella sola se iba calentando. Cuando estaba a punto de
explotar por combustión espontánea, sonó el timbre del teléfono.
Era la centralita. No le tocaba responder. Pero aquel pitido
estridente no se aguantaba. De mala gana, levantó el auricular.
Era el hospital: Ely cara de torta había colado el pie en una
alcantarilla y se había partido un tobillo. ¡Hay que ser imbécil!
—¡Betty, Betty, hazme el favor! —llamó. La becaria acudió
al instante—. Nos hemos quedado sin recepcionista y me temo
que será por un par de semanas como mínimo. ¿Tú podrías…?
Los ojos de Betty se iluminaron.
—Yo la supliré. Cualquier cosa con tal de perder de vista a…
No. No se lo iba a poner tan sencillo. Bastante tenía con ser
una niña rica y cien mil prendas de vestir, de primera calidad. Si
de ella dependía, Betty Becaria seguiría llevando la cruz
bautizada como Amanda Llorosa.
—Me refería a si le comentarías el suceso a personal y que
envíen un sustituto. Hombre, a poder ser, y de camino le damos
un poco de color a este corral.
—Pero es que yo, podría… —Trató de rebelarse. Con la
autoridad conferida por Vera, Blanche no pensaba permitírselo.
—Colabora, Betty, colabora y no rechistes, que bastante
follón hay ya montado. Te advierto, además, que estás en la
picota.
—¿Yo? —De nuevo esa inexpresiva faz de bobalicona
desarmada que tanto satisfacía a Blanche.
desarmada que tanto satisfacía a Blanche.
—Sí, guapa, que cómo se nota que no tienes hipoteca ni hijos
que mantener; que eso, aquí, se paga con censura por parte de
las amables compañeras —criticó a garganta abierta, olvidando
que ese también era su caso—. Es que te lo echas todo encima.
La becaria la miró sin comprender. O sin querer hacerlo.
—Que todo el sueldo te lo gastas en ropa, monina, que llevas
trabajando aquí seis meses y no te hemos visto repetir chaqueta.
Betty se encogió de hombros.
—Son todas preciosas —intervino Valentina conciliadora.
Venga a dar paseos y a incordiar.
—Si yo no digo que no, pero tanto cambio cuesta un pastizal
y no todas se lo pueden permitir. Por eso te miran mal. Te
aconsejo que pases lo más inadvertida posible y sobre todo, que
seas sumisa, Betty. Su. Mi. Sa.
Betty Becaria abandonó el cuartito con un gesto contraído y
raro. Blanche apostó que se iba preguntando, por qué ella tenía
siempre a punto un comentario ácido y cuál era el motivo de
sonar tan avinagrada. Pero BB no verbalizó sus cuitas.
Seguramente porque enseguida se olvidaría y por saber que su
paso efímero por aquella oficina de mala muerte, no sería tan
importante como para dejarle huella. Permanecer en Tornes y
echar raíces, no era ni con mucho, el objetivo profesional de
Betty y cuando se cansara de aguantarlas, daría media vuelta y
desaparecería sin recordarlas un solo minuto más.
Ese pensamiento le apisonó A Blanche el páncreas. Por si
fuera poco estar achicharrada con el futuro tipazo de Alexia,
ahora esto y lo de Ely, y el modelón que lucía Vera, cuyo estilo
no se corrompía por mucho ex marido chantajista y maltratador
que se entrometiese en su vida. Todo el mundo parecía inmune
al desconchón, a la mediocridad. Salvo ella. Se escondió en el
baño y desfogó su mala uva rompiendo papel higiénico. Alexia
seguía con las pastillas, fundiendo lorzas como si fuese
mantequilla y a ella le engordaba hasta el agua.
Con tanto mal rato, se le encajó un dolor de cabeza del
demonio. Visitó a Vera para ponerla al corriente de la falta de
demonio. Visitó a Vera para ponerla al corriente de la falta de
recepcionista, pero el despacho estaba vacío. Blanche se temió
lo peor. Abrió el penúltimo cajón, el de los documentos
personales de la jefa y revolvió ansiosa en pos de la citación
judicial que dio inicio al espectáculo. Cuando la tuvo, copió la
dirección de Joe Sinclair en su libretita. Y a continuación:
BB: chaleco rayas diplomáticas, blusa blanca y faldita
gris. Merceditas de charol negras.
—Qué mona va siempre, la jodía.
Dicho y hecho. En ese momento de lucidez, decidió Blanche
que no acudiría a la oficina por la tarde. Otras tareas mucho más
acuciantes la reclamaban.
Apostó su cochecito en un callejón adyacente al edificio
donde vivía el interfecto, o sea, Joe Sinclair, alias “manos largas”
y observó en concentrado silencio. Sería terrible que Vera se
dejara llevar por la desesperación, contratase un sicario para
asesinar a su ex marido y por un quítame allá esas pajas, todo se
descubriera. Porque al final, todo se descubre, ya se sabe cómo
se las gasta la poli, pillan al desgraciado, le pegan cinco bimbas
bien plantás, el tío canta por peteneras y es cuestión de tiempo
que los maderos localicen al inductor del crimen. Vera saldría en
todos los periódicos. ¿Se haría famosa? Seguro que la llamaban
de todos los canales de televisión para entrevistarla, daba muy
bien en cámara.
Controlando los escalofríos que la perspectiva le provocaba,
puso la radio bajito. Una canción de los cincuenta, que le
recordaba la película Casablanca. Qué chula vida tienen algunas,
llena de glamur y de aventuras, existencias peliculeras. Delitos de
sangre, pasión a raudales, amor, huidas, enfrentamientos en
juicio… Otras sólo tenían el albor del día igual al anterior y la
rutina absurda de la vulgaridad. Qué aversión, qué ordinariez.
Lo negativo de toda aquella epopeya que se avecinaba
cuando detuviesen a Vera, es que Tornes cerraría sus puertas,
alcanzada por un escándalo sin precedentes. El mandamás
estaba muy mayor y podía darle cualquier sopicaldo con la
impresión, que los vejetes no están ya para tracas. Y ella se
quedaría sin trabajo, tirada como una colilla. Tenía que impedir
como fuese el crimen contra Joe Sinclair.
Esa tarde, Blanche esperó en vano. Nadie salió ni entró en el
Esa tarde, Blanche esperó en vano. Nadie salió ni entró en el
oscuro portal. Comprobó la dirección tres veces para
asegurarse y no había cometido ningún error. Simplemente, el
fulano dormitaba o se había ido al cine y ella tenía el culo
dormido de tanto asiento. Al día siguiente, lo intentaría de nuevo.
No esperaba encontrar una sorpresa en casa. Deseaba que la
compañía varonil de Carlos y sus libros de texto, colorease el
cursi salón de Valentina como muchas noches, pero por lo visto,
no era día de machos. Allí estaba su amiga, radiante, lustrosa,
felicísima, la hija de perra, como si dispusiera de su propio sol
particular. Bueno, pasados unos cuartos de hora, no fue
precisamente el sol quien apretó el timbre, sino su madre
rutilante cual estrella de cine aún por jubilar. Instantes previos a
ocupar una esquina del sofá, con el más recatado cruce de
piernas que Blanche viera nunca, repartió a partes iguales, besos
entre su hija y la que no lo era. Pareció alegrarse de verla y
todo.
—¡Blanche! —Ese abrazo con excesivo afecto... Caluroso,
pero excesivo—. Cuando mi hija me contó que os habíais
reencontrado después de tantos años, no me lo podía creer. Lo
que son las casualidades de la vida.
—Sí, es verdad. —Sonrió forzada. Observó que aquella
mujer esquivaba los años con la pericia de un gimnasta olímpico.
A ver… ¿Dónde estaban las arrugas y las ojeras y la melena
clareando y la figura deforme? Porque a su madre, todos
aquellos estragos la tenían crucificada y sin embargo la madre de
Val, brillaba como una lentejuela al sol. Comprensible, por otra
parte, si no hacía más que recibir masajes y mimos en el
balneario suizo. Siendo ricachona se conserva una muy bien, que
no vengan luego hablando de los genes.
—Voy a preparar té. ¿Quieres, Blanche?
—Por favor. —Qué requetebién sonó. Educadita, a lo niña
pudiente. La pediatra la intimidaba ahora en la treintena, igual
que cuando era cría.
Blanche odiaba a su madre, la hizo sentirse indigna y pobre
toda su vida; al contrario que Julia Ballesteros, pediatra de
profesión, cuyo resplandor alumbró el camino de su hija. Parte
de la popularidad de Valentina en el colegio, radicaba en que
Julia trataba al cien por cien de los hermanos menores de las
Julia trataba al cien por cien de los hermanos menores de las
alumnas y por lo visto, era un hacha en lo suyo. Así acabó,
podrida de pasta y casada en segundas nupcias con un abogado
célebre. Prestigio, buenas casas, marcas caras y nada de
codearse con chonis: eso quedaba para el barrio de Blanche, su
padre empleado de la suministradora eléctrica y su madre gris
lavavajillas.
Regresó a la tierra cuando Valentina le metió la taza de té
hirviendo por las narices. Julia debía estar contando algo serio,
porque andaban las dos, como consternadas.
—Un fósil… —estaba diciendo—. Cielos, chicas. ¿Soy un
fósil?
—¿Fósil? Qué va a ser usted eso. —Para fósil, mi madre,
pensó Blanche. Si ella supiera…
—Nunca pensé que esto me podría ocurrir a mí, pero está
pasando. Alberto se muestra tan distante y distraído…
—Mamá, será el estrés.
—Valentina, querida, no hay estrés en nuestras vidas, sólo
beatífica paz y sosiego. Es otra mujer —concluyó ácida. Blanche
se sobresaltó. ¿Cuernos en perfectilandia?
—No seas mal pensada. Habla con él… son rachas.
Julia suspiró tan hondo que Blanche temió que se quedase por
el camino. Luego con una elegancia sin parangón, cambió de
tercio y sonrió tierna.
—¿En serio no quieres que te ayude con los preparativos de
la boda? Mira que estoy ociosa la mayor parte del tiempo.
—Quedan casi tres meses y está todo en marcha. Tú ocúpate
únicamente, de ponerte preciosa.
—Y rezar para no tener que recurrir a un acompañante de
alquiler para el día X.
Blanche se rascó el gemelo con la punta del otro pie. ¿Casi
tres meses? ¿Dos meses largos? ¿En serio quedaban sólo dos
meses y pico para que Bambi se desposara? Se le había ido la
olla por completo, qué despiste. Había que empezar a malmeter
olla por completo, qué despiste. Había que empezar a malmeter
a toda prisa o su plan de vendetta fracasaría. Se puso en pie de
improviso. Julia la observó contrariada.
—Tengo que salir.
—Es tarde. ¿A dónde va una chica decente a estas horas?
—Mamá, no seas carca, no te pega —rió Valentina.
—Déjala, me encanta que se preocupe. Pero es que quiero
darles su poquito de intimidad y además… —miró a Valentina
—. Es Vera, me quita el sueño. Voy a darle un rato de charla y
a asegurarme de que no comete ninguna tontería.
—Un día de estos me contarás qué os traéis entre manos.
—La discreción me puede. Julia, encantada de volver a verla,
está usted guapa, guapísima.
—Puede, pero mi marido me los pone dobles —replicó la
doctora con un apretón de labios.
—Ya estamos. Mamá no inventes.
Un par de besos, esquivar a la pesada de Sabrina en el
descansillo de la escalera, una carrera corta hasta el coche y
nada de encaminarse a casa de Vera. Acabó en la misma
esquina de por la tarde, agazapada en el coche, espiando la
cercanía de algún tipo con pinta de camello, que por aquel barrio
debían abundar.
Tardó en identificarlo. Llevaba vaqueros raídos y una
camiseta de manga corta, pese a la rasca. El pelo alborotado y
dos soberanas ojeras crónicas bajo los ojos. Unos muchachitos
lo cercaron, trapichearon un rato y cuando por fin se alejaron,
manipulaban ansiosos una bolsita pequeña con polvo blanco.
Blanche tragó saliva, se santiguó y abrió la portezuela.
Enseguida la volvió a cerrar y se plegó sobre sí misma, dentro
del utilitario. Se acercaba Joe Sinclair, quien parecía haber
menguado veinte centímetros y gestado una respetable chepa.
No sólo andaba encogido, también zigzagueando. Se entretuvo
un buen rato con las llaves y la cerradura, bajo la mirada
inexpresiva del camello. Se le cayó el manojo al suelo y tuvo que
sujetarse a la pared para no hocicarse al recogerlo. Finalmente,
sujetarse a la pared para no hocicarse al recogerlo. Finalmente,
después de una ardua tarea, el ex de Vera se difuminó en la
oscuridad de su roñoso portal. Cuando Blanche alcanzó la altura
del chico, el aire aún apestaba a licor.
—¿Llevas coca?
—Llevo.
—¿Cuánto?
—Sesenta pavos el gramito. —Parloteaba como si se le
hubiese hinchado la lengua. Blanche lanzó un vistazo temeroso
alrededor. Seguían solos. No era momento de regatear, pero
regateó: la intensa emoción de lo ilegal.
—Un poco caro me parece.
—Tía, lo tomas o lo dejas, me sobran los clientes. Tú no eres
de por aquí, no te he visto nunca.
—No empecemos con el mal rollo, lo quiero para una fiesta.
—Sacó el monedero sin mostrar el interior—. Con medio gramo
me apaño.
—¿Ves? Si al final, cutre y todo. A ver si vuelas, piba, que es
de primera.
—Eso se lo dirás a todos. —Le entregó el dinero y agarró la
bolsa con una zarpa. Galopó al coche, pulsó los pestillos y salió
de allí como una bala.

Otra mañana más. Otra vez Candy dando por saco. Una
ocasión que sumar a las muchas en que Blanche la sacaba a la
calle para no soportar los berridos de Valentina cantando en la
ducha y poder pensar un poco. Lástima que Sabrina le tenía
cogida la hora y no pasaba un día sin que se le adosara. Aquel,
para su sorpresa, apareció con un cachorro, primo hermano de
la abominable Candy.
—¿Y eso?
—Estoy muy sola, para que me haga compañía.
—Es idéntico a Candy. Su collar es también igual al nuestro.
—Es idéntico a Candy. Su collar es también igual al nuestro.
—Bonito, ¿verdad?
—Pues sí.
—Ahora estas salidas mañaneras nuestras, serán mucho más
divertidas, tú con tu perro, yo con el mío.
—No es perro, es perra y no es mío, es de Val —gruñó
exasperada; dio correa. Sabrina la imitó a la perfección. Era
como estar mirándose en un puto espejo. De repente, Blanche
se sintió
abucheada.
—Se llama Blanco.
—Es negro —observó. De paso se mordió la lengua para no
advertirle que nadie le había preguntado.
—Se lo he puesto en honor a ti, a tu nombre.
Blanche se giró entera para mirarla. Extrañada. Extrañadísima.
Sabrina sonreía ufana.
—¿En serio?
—En serio. Es que eres genial.
La secretaria entornó los párpados. ¿Podía, una anoréxica
desquiciada, estar riéndose de ella?

Había regresado el frío de finales de febrero y el volumen de


trabajo en la oficina, a unos niveles aceptables. Blanche pasó un
rato compartiendo café en el despacho de Valentina, leyendo sin
escrúpulos por encima de su hombro, todo lo que escribía en la
red social. Ciento veintitrés amigos; ella, sólo sesenta. Y eso que
invitaba y aceptaba sin control, a todo el que se le cruzara por
delante.
—¿Le das a la poesía? No sabía que tuvieses ese don.
—Nada del otro mundo, tonterías mías.
—Pues se ve que a la gente le gusta.
—Pues se ve que a la gente le gusta.
—Hay muchos buenos escritores pululando por Facebook, al
final acabamos conociéndonos. Es divertido.
—Guay. Yo no escribo nada.
—Tienes otras virtudes.
—No que yo sepa.
A Valentina le dio por reírse, ajena a la carga de sinceridad
de aquella frase y al dolor que encerraba.
—Vera ha preguntado por ti.
—Jolines, no puede pasar sin que le sujete la barbilla. Allá
voy.
—Comemos con Carlos —la informó Valentina cuando ya se
marchaba. La boca de Blanche marcó una dulce sonrisa.
Siempre quería notar de nuevo, la chispa de complicidad que
estaba surgiendo entre el futuro médico y ella. Pero replicó seca:
—¿Otra vez?
—Hija, es mi novio.
—Tienes razón, qué tonta, es de la familia. Como mi
hermano. Igual.
—Por cierto, que a tu madre y a tu hermana las quiero invitar
a la boda…
Blanche trotó lejos evitando tener que contestar. Y un carajo
iban a venir aquellos dos adefesios a fundirse con el garbo
Olivieri Ballesteros. Empujó la puerta del despacho principal.
—Hola amiga. Dime que estás divina y que ya no piensas en
matar a tu ex.
Ese fue su saludo. A Vera no le sentó muy bien, chistó y la
hizo callar.
—Ni una palabra de esas privacidades en la ofi, Blanche, te
lo advierto. —Y se lo advirtió apuntándola con el bolígrafo y
bastante mala leche.
bastante mala leche.
—Pierde cuidado, sólo lo sabemos nosotras dos. Pero no
creas que el personal no sospecha, al notarte tan taciturna. Dios
sabe cuántos embustes he tenido que echar para cubrirte, sobre
todo con Valentina que está especialmente fisgona.
—Te lo agradezco. —Bajó el arma de redactar—. Si se
sabe, me muero de la vergüenza.
—Cambiando de tema ya que no sueltas prenda. ¿Puedo
hacerte una pregunta? Sabes que sólo confío en tu criterio. —
Sin que nadie la invitara, se sentó frente a su jefa.
—Me halagas, Blanche, no creo que sea para tanto.
—Sí lo es, eres la madre sensatez en persona.
—Suena a señora mayor.
—Bueno, tómalo como quieras, pero no conozco a nadie con
tu raciocinio. Todo mi entorno, empezando por mí misma, lo
compone una panda de descerebradas juerguistas.
Ella hacía un siglo que no salía de juerga, pero qué bien le
sentó oírlo. Hasta se lo creyó.
—¿Y de qué se trata?
—Si supieras que la pareja de tu mejor amiga le está siendo
infiel, ¿se lo contarías?
Vera puso cara de sobrepasada. Por un dichoso momento
Blanche imaginó que tiraría la toalla y admitiría que no sabía qué
decir. Pero enseguida reparó en que le urgía el consejo y rezó
porque se le iluminase la bombilla. Felizmente Vera se
recompuso.
—Es una buena pregunta, de esas que dan para horas de
filosofía.
—¿Se lo dirías? –insistió Blanche impaciente. No disponía de
esas horas, sonaba horrible.
—En principio sí, pero con condiciones.
—Explícame, por favor —rogó con la escasa humildad que
—Explícame, por favor —rogó con la escasa humildad que
logró reunir.
—Primero tendría que estar muy, muy segura de que las
cosas son lo que parecen: unos cuernos en toda regla. Ni una
vieja amistad inofensiva, ni una cena de negocios, ni una foto
tomada desde un ángulo criminal, ni un coqueteo sin importancia.
—La gente con pareja no debería coquetear —sentenció
Blanche severa.
—No seas tan rígida, el flirteo puede ser muy saludable,
excita, incita a tu pareja, te sube el ego… No tiene por qué
poner en peligro una relación si la base es firme.
—Supongamos que es lo que creemos que es. A tu amiga se
la están metiendo doblada.
—Bien, entonces también dependería de la clase de persona
que sea mi amiga. ¿Es de las que prefieren ser felices en su
inconsciencia? ¿De las que prefieren seguir ciegas y te odiarán si
rompes el equilibrio de su imaginario mundo perfecto? Bien,
entonces no se lo digas. Si por contra es una echada para
adelante sin temor a enfrentarse a la vida, de las que se morirían
si descubren que llevan diez meses haciendo el ridículo…
adelante, díselo.
Blanche pestañeó extasiada. ¡Cuánta sabiduría en una mujer
joven! Ella nunca habría llegado ni a las murallas de semejantes
conclusiones.
—¿Y cómo puedo saber qué clase de persona es mi amiga?
—La conoces tú, no yo. Supongo que prevés sus reacciones.
Blanche dudó y se acarició el mentón.
—La verdad, no sé, nunca hemos tocado un tema de
conversación tan espinoso. —A continuación, se mordió una
uña.
—Llévatela a tomar una copa, algo sencillo, que no parezca
premeditado y saca el tema. Pregúntale sutilmente, si todo va
bien con su pareja. Esos momentos son muy delicados. Tan
complicado es el contenido de la noticia, como la manera de
comunicarla. Debe ser algo cariñoso, tierno, atento. Que no la
comunicarla. Debe ser algo cariñoso, tierno, atento. Que no la
dañe. Nada de espetar a bocajarro “tu chico te pone los
cuernos”. Simplemente me limitaría a decir lo que he visto, con
suavidad, sin adornos, que él o ella saquen sus propias
conclusiones. Sin darle consejos, sin asumir el papel de juez del
otro y sobre todo, sin condenar. Recuerda siempre que
desconoces las dos versiones.
—Dicen que el que se mete en medio de una pareja lleva las
de perder…
—Cierto; pero la amistad conlleva ciertas responsabilidades.
Uno de los primeros sentimientos que abordan al cornudo, es la
sensación de que la gente se ha reído de él a sus espaldas. Vivir
una traición, pensar que alguien en quien confiabas, te ha
engañado sin ningún reparo.
Blanche se quedó especulando y Vera le dio unos golpecitos
en la palma de la mano, con el bolígrafo.
—Eso abarca a los amigos. No sería raro que te acusaran de
haberte callado algo que sabías y que le habría ahorrado el
ridículo. ¿No te parece que es otra forma de fallarle?
—Bueno… puede. Pero si luego se arreglan, te odian.
—Si tu comentario no fue destructivo ni malvado, si fue hecho
con delicadeza y tu amiga es medianamente razonable, no hará
sino agradecértelo. Nadie puede echarte en cara haber sido
sincero.
Blanche suspiró dos veces encadenadas.
—¿Puedo saber de quién se trata?
—Valentina.
—¿Carlos? Pero si van a casarse.
—Eso lo hace aún más difícil.
—¿Tú estás completamente segura de que le está siendo
infiel?
—Y tanto. De obra no, de momento, pero de pensamiento te
certifico que sí.
certifico que sí.
—¿Te lo ha confesado él mismo?
—Casi —mintió.
Vera silbó.
—Chica, vaya marrón, la verdad. Vives con ella y supongo
que Carlos pasará mucho tiempo con vosotras.
—Todos los días un buen puñado de horas. Dispone de un
bono de suscripción a la mesa de nuestro comedor, la convirtió
en su zona de estudio.
—No sé cómo se atreve a mirarte a la cara. Ya se habrá
figurado que se lo dirías a Valentina, para algo sois amigas de la
infancia.
—Se ha asegurado mi silencio —repuso Blanche enigmática.
—¿De qué manera?
—Jurándome que se lo contará él mismo.
—Vaya. En ese caso…
—Lo estoy pasando fatal. ¿Y si no cumple su palabra?
—Mantente al margen de momento —aconsejó Vera con una
mueca de pánico.
Al cabo de un rato, Blanche meditaba en el retrete. Su
psicoanalista peculiar revoloteaba por encima de su cabeza,
luchando por entrometerse. Suerte que ella estaba fuerte y capaz
y lo mantuvo a raya.
—¿A qué ha venido todo ese rollo de la infidelidad? Te
consta que Carlos no le es desleal a Valentina.
—Lo será muy pronto. ¿No ha visto cómo me mira? Ah no,
claro que no. Usted nunca se fija en detalles que me beneficien.
—Estás creando una fantasía. Si la alimentas crecerá y te
devorará.
Huyó del aseo como de la peste y se cobijó en el despacho
Huyó del aseo como de la peste y se cobijó en el despacho
de Vera. Pálida y sudorosa.
—¿Algo más acerca de los cuernos de tu amiga? —bromeó
retirando la atención de sus papeles.
—Olvidé decirte que Ely debería estar aquí con nosotras,
pero circunstancias excepcionales y un tobillo descuajaringado,
se lo han impedido. Está escayolada, tiene para unos tres meses.
—¡Cielos! Habrá que buscar…
—Sustituto, sí. Tengo alguien en mente; deja que haga unas
gestiones y averigüe si está disponible.
—Ok, pero no te demores, esa recepción no puede estar
desatendida más de dos días.
Recorrió veloz el pasillo y buscó a Valentina. Otra fundida
entre sus facturas. De repente, aquel día plomizo, a todo el
mundo le había dado por currar con dureza.
—Me dijiste que tu primo buscaba trabajo. El que acaba de
llegar de Italia. ¿Es guapo?
—Mucho. Y sí, busca algo en qué ocuparse.
—Llámalo, tenemos algo estupendo.
Y más estupendo todavía, calibró Blanche una vez a solas, su
mesa y la del mancebo frente a frente. Good bye, cara de torta.
No estaba mal el cambio.
15- Alternativas al asesinato

Cualquier desconocido puede encerrar en sí un tesoro;


cualquier desconocido puede hacerte la puñeta. Sobre todo, si
cae rematadamente bien y la gente se dedica a hacerle la ola
mañana y tarde. Eso fue lo que ocurrió con Iván, el primo de
Valentina. Tan atractivo como ella. Tan odioso. Desmoronó las
expectativas de Blanche, que lo imaginaba pijo, pudiente y mal
recibido a zapatazos, por las chicas de la oficina, más bien
rojillas y de izquierdas. Pero de nuevo el tiro le salía por la
culata. Lo miró de reojo una vez más y ya iban cuatro. Iván
repasaba concienzudo los registros de llamadas, con un traje de
chaqueta sobrio a la par que juvenil. Un repulsivo chico-anuncio.
En los días previos, Blanche había desarrollado una
implacable labor de espionaje respecto a Joe Sinclair.
Fisgoneaba la esquina de su calle siempre que tenía un minuto
libre, consciente de que no estaba esforzándose lo suficiente por
intimar con Carlos o lanzarle miraditas de hembra subyugada.
Dos tareas pendientes. Dos labores de vital importancia y sólo
24 horas disponibles cada día: joderle el compromiso a
Valentina e impedir que Vera tirase por el desagüe el futuro
profesional de las empleadas de Tornes. La acumulación de
trabajo sólo logró que un estrés galopante arrollara su natural
trabajo sólo logró que un estrés galopante arrollara su natural
flema y la pusiera de los nervios. Pero a cabezona nadie la
ganaba y se juró a sí misma, que llevaría todo para adelante, a
costa de lo que fuese.
Tocaba despachar con la jefa: deslizó una tercera vez los ojos
por la libreta que sostenía, cambió de pie, se rascó el empeine
con la punta del zapato y carraspeó. Vera estaba lenta de
reflejos. Le pareció una mujer cansada.
—Te resumo las novedades. Ely sigue escayolada. A la
hecatombe hay que sumar, la caradura de Amanda que dice que
tiene depresión y se ha pedido una baja, de esas indefinidas.
Valentina dice que no hay problema, que ella la suple y ya ni
conversa conmigo, todo el tiempo buceando entre albaranes y
facturas y papelotes del Conta-plus.
—¿La becaria? —indagó sin apenas levantar la cabeza de su
trabajo.
—Feliz de la vida, ayudando a Val. Se ha convertido en su
pinche.
—Bien. Si el primo de tu amiga se maneja de modo
medianamente aceptable en recepción, no hay nada por lo que
temblar. De hecho, puede que este sea el comienzo de una etapa
de beatífica paz en Tornes.
—Vera…
—Vera…
Vera regresó de los mundos de Yupi, donde se acababa de ir
mientras daba instrucciones.
—¿Eh?
—Tengo… cierta información acerca de tu… Joe Sinclair.
Dos ojos vidriosos que no parecían ni de lejos los de la jefa,
se posaron en Blanche y esta se sintió menguar.
—Asiste con regularidad a un centro de desintoxicación para
alcohólicos —vomitó de golpe antes de que le fallara el coraje.
Vera se mantuvo impertérrita—. ¿Lo oyes? Es un enfermo
alcoholizado. Puede que el dinero que te sonsaca sea para pagar
su rehabilitación… —Vera suspiró y hundió la cara entre las
manos.
—Le quedan seis meses de vida. —La noticia en sus labios
fue como la hoja de un cuchillo bien afilado—. Una cirrosis
hepática del copón, está en fase terminal, desahuciado y
rehabilitarse no ha sido nunca jamás, una de sus opciones. Ni de
lejos.
—¿Entonces?
—Lo que Joe Sinclair pretende es disfrutar a tope de lo que
le queda, a costa de mi dinero y si para conseguirlo tiene que
le queda, a costa de mi dinero y si para conseguirlo tiene que
arrearme unos sopapos, pues me endiña y santas pascuas.
Ante una confesión de tal calibre, Blanche se sintió con
derecho a tomar asiento. Abandonó su rígida postura de
secretaria eficiente, de pie en mitad del despacho y se arrojó
contra la mesa de Vera.
—¡Será…!
—Sí, lo es. Pero también es el hombre con el que me casé.
Estaba tan enamorada… —Desvió la vista y tragó saliva—.
Cuando me enteré de lo de su enfermedad lo llamé dos veces a
pesar de todo, pero me colgó el teléfono. Lloré una semana
entera.
—¿Lo quieres… todavía? ¿Te pega y lo quieres? —se
espantó Blanche tratando de comprender lo incomprensible.
Vera negó despacio.
—No, no lo quiero, pero siento mucha pena por él. Es un
pobre diablo que llega al final de la peor manera. En fin… vamos
al tajo, que hay temas pendientes.
Blanche se escurrió al pasillo, dando gracias al santoral
completo, porque Vera no le hubiese preguntado cómo llegó a
saber lo de Joe. Habría sido jodido tener que confesar que lo
espiaba. Ahora todo perdía sentido: Vera no estaba rabiosa,
pese a su evidente depresión, su desaliño y su ojo morado.
pese a su evidente depresión, su desaliño y su ojo morado.
Decía que le inspiraba lástima con lo cual, es probable que no lo
matase, pero algo haría y ella tenía que averiguar qué era. De
momento, había que concentrarse en Carlos y en aguarle la boda
a Valentina, que las semanas corrían en su contra. Llegó hasta su
mesa y observó a Iván, rubito y delicado, ordenando meticuloso
las agendas.
—No quiero molestar a tu prima que bastante tiene con suplir
a Amanda, pero tengo un ataque de lumbago que pide cama a
gritos. No me quedo a comer y no vendré esta tarde. ¿Se lo
comentas?
—Desde luego. ¿Necesitas algo, que te lleve al hospital?
—Si no empeora, creo que saldré de esta. Pero debo
colocarme en horizontal con urgencia, o no respondo. Gracias,
eres un solete.
—De nada, Blanche, para lo que quieras —insistió mostrando
su perfecta piñata blanca.
La secretaria se marchó pensando que Iván se había fijado en
ella. De otra forma, no se explicaba tanta solicitud. Llegó a casa
y puso en marcha el plan. Humedeció varias toallas y las
dispersó por el baño y el salón. Desordenó la cocina lo que
pudo y llamó a Carlos por teléfono.
—Cuñadito del alma, perdona que te moleste, pero ¿podrías
—Cuñadito del alma, perdona que te moleste, pero ¿podrías
hacerme un tremendo favor? He tenido que venirme del trabajo
con un espantoso dolor de espalda y Valentina aún tardará en
llegar. Si estás por la calle y puedes acercarte a una farmacia…
—Cómo no. ¿Qué necesitas?
Mmmmm. Las palabras mágicas, dichas por boca de un
hombre, pensó Blanche estremecida.
—Algún analgésico de caballo y probablemente un
antiinflamatorio. Tengo que evitar por todos los medios acabar
en el servicio de emergencias. De ahí no sale nadie vivo.
Carlos soltó una carcajada.
—Enfermita y todo te queda humor para regalar. Anda,
échate en el sofá, pon tu serie favorita de la tele y espera a tu
médico.
—¿Hago café?
—Ni en sueños. Ya lo preparo yo cuando llegue.
No se demoró ni cuarenta minutos, debía de estar impaciente
por verla. Ella se cepilló la melena, se cambió la blusa del
trabajo por una camiseta escotada y obligó a sus tetillas a salir
de garbeo al balcón del escote, posicionándolas de la mejor
manera. Casi parecía lucir una noventa, como Valentina. ¡Qué
gustazo! Cuando Carlos pulsó el timbre, ella corrió a la puerta,
frenó en seco, ensayó su mejor postura de quebrada y accionó
el picaporte. El chico traía la bolsa de la farmacia enganchada en
el brazo y se apresuró a prestarle apoyo.
—Estoy pensando en regalarte una llave del apartamento —
se quejó Blanche con la mano apoyada en su cintura—. Total,
eres de la familia y te vienes cada día a estudiar… Así no te
hago de portera.
No se le pasó por alto el vistazo evaluador que él echó a las
toallas tiradas de cualquier manera por el salón. La condujo
amablemente hasta el sofá donde Blanche se recostó. Candy
acudió a saludar ladrando a todo gas.
—Perdona el desorden. Normalmente, apaño los cataclismos
de mi querida Valentina antes de que llegues, pero hoy en estas
circunstancias, me ha sido imposible.
—Recórcholis.
—Eso, para que veas lo desastrosa que es la convivencia. Si
alguna vez quieres descansar de Valentina, una temporadita en el
infierno sería una buena opción.
—Cualquiera lo diría… Siempre lo ha tenido todo tan
recogidito… —musitó consternado.
—Se cuida muy mucho de guardar las apariencias cuando tú
vienes; pero claro, ahora me tiene a mí de criada filipina. —
Cerró el pico y suspiró—. Perdona, estoy dolida con ella por su
egoísmo. —Y ¡oh, milagro! Llegó a esbozar unas lagrimitas que
pusieron a Carlos tan atacado, que se levantó como un tapón de
corcho tras una explosión de champán.
—No te disculpes, te duele la espalda. Yo recojo y hago
café. ¿Te parece?
—Me parece. Valentina tiene muchísima suerte. Ya te lo dije
nada más conocerte y persisto. Lo que no sé es si se puede
decir de ti lo mismo.
—¿Qué tal en la oficina? —Desde la cocinita, Carlos cambió
de tercio. Había recogido toallas por el camino y se las
maravillaba para introducirlas en la lavadora.
—¿La verdad? Desastroso. Dos chicas de baja por larga
temporada, la jefa mentalmente ausente por problemas
personales y todo sobre mi espalda. Valentina suelta en horario
laboral todas sus malas pulgas para luego poder sonreír. Pero yo
me quedo hecha puré.
—Qué mal suena eso… ¿galletas?
—Sí, por favor. Creo que hoy las merezco, a la porra la
dieta. ¿Y tú? ¿Qué me cuentas de los estudios y el trabajo?
—Lo primero mejor que lo segundo, están haciendo recortes
de personal, me preocupo y rezo para que no me toque.
—Un chico preparado como tú, encontraría trabajo con sólo
chasquear los dedos. ¡Qué bien huele ese café, por Dios! Si casi
me está curando el lumbago.
—Tengo a mi padre pachucho, andan haciéndole pruebas sin
parar, mi madre pronostica una enfermedad horrible porque es
una hipocondríaca de mucho cuidado. Han conseguido hacer de
casa, un antro de espantosa angustia. —Le alargó la taza.
—Pues te vienes aquí con nosotras, siempre que quieras. Eres
bien recibido. Ya mismo te cobraremos alquiler. —Guiñó un ojo
con simpatía y observó los deliciosos hoyuelos que se marcaban
en las mejillas de Carlos al sonreír.
En un rato, la chicharra del móvil de Blanche vino a
interrumpir su animada charla. Carlos se lo colocó en la mano.
Blanche reconoció el número de Tornes.
—Nena, me ha dicho Iván que te fuiste muy perjudicada,
¿estás mejor?
—Un poco sí —respondió escueta.
—No te supones el lío acumulado que nos ha dejado la amiga
Amanda, la pluscuamperfecta y afanosa Amanda. Tengo para
varias horas extra. No te molesta ¿verdad?
—Qué iba a molestarme, mujer. Tomate el tiempo que haga
falta. Un besito.
—Otro para ti. Está empezando a dolerme la cabeza.
—Era Valentina —informó al colgar. Carlos enarcó las cejas
—. Se queda en la oficina, va muy atrasada.
—Ah… vale. —El desconcierto pintado en el rostro de
Carlos, contentó a Blanche. Se había ganado la confianza y
dependencia de Valentina hasta tal punto, que en lugar de llamar
a su novio para comunicarle el retraso, la llamaba a ella. Bien,
bien, bien.
—Aprovechemos el tiempo. Dame tu libro de microbiología y
te pregunto la lección, como hacía conmigo mi madre, de
pequeña.
—¿No te importa?
—Estoy dispuesta a acostarme hoy, sabiendo los nombres de
dos o tres bacilos vacilones. Sé que tienes que estudiar, no
pienso poner la tele.
—Eres un cielo, Blanche.
—Lo sé, lo sé —rió—, pero me gusta que me lo recuerdes.
Carlos se giró a sacar el libro de su mochila y Blanche se
acomodó el escote, empujándose los pechitos hacia arriba. Sí,
era un cielo. Un cielo que había desordenado los documentos de
Amanda y desviado algunos expedientes en su ruta, hacia la
papelera. Iba lista Valentina si confiaba en encontrarlos antes de
tres horas.
De tener que puntuar sus avances con Carlos, Blanche se
auto adjudicaría un sobresaliente. Cuanto más tareas pendientes
retuvieran a Valentina en Tornes, de más tiempo disponía ella
para prometerle al chico, en sentido figurado, el oro y el moro
de una relación con alguien sumisa, volcada en él y en sus
intereses estudiantiles, mujer de su casa, incapaz de dejar toallas
mojadas llenas de pelos, encima de las butacas. De una manera
sutil, como entre líneas, se las arreglaba para destacar todo lo
negativo de su amiga y presentarse como víctima. La macabra
intención con la que adquirió la droga, no se había atrevido a
materializarla. La reservaba para una ocasión más propicia, que
no tardó en presentarse.

Estaban almorzando en Dindurra, cerca de la empresa.


Valentina y ella solas. Vera se ausentó temprano bajo la atenta y
temerosa mirada de su secretaria de confianza, pero sin decir ni
pío. Y ellas se habían zafado del resto de pesadas, en especial,
pío. Y ellas se habían zafado del resto de pesadas, en especial,
de Ana, que lloriqueaba por las esquinas la pérdida de su
matrimonio y jugaba a hacerse la víctima, pero sin poner el Mini
en venta.
—Carlos y yo hemos tomado una decisión trascendental. —
Hasta entonces Valentina cotorreaba incansable acerca de los
trastos inútiles que componían su lista de bodas y Blanche
miraba las musarañas. Pero tras esa frase, la miró directamente a
los ojos de bambi—. En unos cuantos meses tras la ceremonia,
nos iremos a vivir a Canadá.
—¿A Canadá? —Se atragantó con un sucedáneo de gamba.
—Sí, Norte América.
—Ya sé dónde queda Canadá —mugió Blanche
desesperada.
—Entonces, ¿para qué preguntas?
—Pero… qué estupidez… Carlos está estudiando
medicina… su ilusión es ejercer aquí.
—Allí son menos años, será médico antes. Ya va siendo hora,
tiene mucha edad, no debería ser un simple estudiante, siempre
creí que para cuando nos casáramos… —Se mordió la lengua.
—Continúa, continúa —la animó. ¡Dios! ¡Por fin, un chisme
—Continúa, continúa —la animó. ¡Dios! ¡Por fin, un chisme
en la vida de película de Valentina!
—Yo pensaba que mi marido mantendría la casa. —Habló
como avergonzada, evitando la mirada. Pero su tono era
resuelto y determinante—. Sabes lo tradicional que soy para
esas cosas.
—No te disculpes, amiga, estás en tu derecho. Los maridos
mantienen a las esposas y más en tu caso, eres una reina y
cualquiera que no te tenga como te mereces, sobra. —
Aprovechó y le cogió una mano. Bambi temblaba ligeramente.
—No pido nada fuera de serie, un marido como Dios manda,
como mi padre… Bueno, como siempre lo fue antes de darle a
mi madre los quebraderos de cabeza…
—Que sí, que sí, Val, que ya no tenemos ni treinta y que hay
que tirar para adelante; si tienes pareja es para que arrime el
hombro, no para que ser tú quién lo mantenga. —Generó una
mueca de repulsión—. Hasta suena feo.
—Carlos ya estudió su carrera de empresariales, no sé a qué
viene ese antojo de estudiar medicina a sus años. No se centra
en el trabajo, parece que lo espine.
—¿Y él está feliz con la perspectiva de mudaros?
—Pues no, pero se tendrá que aguantar. Su padre está
—Pues no, pero se tendrá que aguantar. Su padre está
enfermo y esperaremos a ver qué pasa, pero te prometo que
tarde o temprano, cogeremos ese avión y tendrá que espabilar.
—Por supuestísimo que sí. Yo te apoyo. Te apoyo y pienso
igual que tú, no te dejes embaucar. —Abrió una pausa gélida y
llena de sinsabores, que hizo trizas al cabo de unos minutos
angustiosos. Era arriesgado pero debía lanzarse—. Valentina…
Tengo que contarte una cosa.
—Dime.
—¿Hay alguien que pueda estar influenciando a Carlos?
—¿En qué sentido?
Blanche se removió inquieta en su silla y pidió una tila doble.
—Es que no sé por dónde empezar. Un día de los de siempre
que Carlos aparece y yo cuelgo su cazadora… Algo se escurrió
de uno de sus bolsillos. —Los ojos de Valentina se salían de sus
órbitas—. Algo que tengo escondido en casa porque no me
atrevía a enseñártelo.
—¿Preservativos?
—No. peor. Mucho peor.
—¿Qué puede ser peor que eso?
—Cocaína —sentenció grave. Valentina ahogó un grito.
—¿Estás completamente segura de que era suya?
—Saltó de su bolsillo, hasta ahí, es lo que sé. —Val
parpadeó atónita.
—Oh, señor, señor…
—Por favor, no le digas que te lo he chivateado yo, por
favor, por favor, no se lo digas.
—No lo puedo creer. —Valentina no salía de su estupor.
Blanche no lograba hacerla reaccionar.
—Puede que esté experimentando emociones fuertes… El
agotamiento, la presión…
—Mi chico… Mi chico no hace esas cosas… —insistió la
Olivieri con la voz rota.
Por detrás de los ventanales del Dindurra, rompió a llover a
cántaros. ¿Lloraba el cielo sobre el Paseo de Begoña, o lloraba
el corazón de Valentina destrozado por la noticia? Por un
estúpido microsegundo, Blanche sufrió un ramalazo de
arrepentimiento. Pero era tarde para recular: Carlos se había
colado en sus sueños y en su vida, en parte le pertenecía, no
podía marcharse y menos, tan lejos.
podía marcharse y menos, tan lejos.
—Desengáñate, Val, que hay tíos que son así, muy íntimos,
muy pegados a sus vicios, no se quieren más que ellos. Poco
importa si tienen una mujer estupenda al lado, son el sol de su
propio mundo. ¡Ay, cómo me duele verte…!
—Tengo que hablar con él, va a explicarme… —boqueó la
Olivieri.
—Ni se te ocurra. Si lo colocas entre la espada y la pared, te
mentirá. Se pondrá a la defensiva y te llamará loca, te acusará de
vigilarlo… No, no puedes atacarlo a quemarropa y pedirle
explicaciones, tienes que ser más sutil.
Para entonces, Valentina berreaba a moco tendido con medio
dispensador de servilletas entre los dedos.
—¿Cómo? ¿Cómo lo hago?
—Estudia sus reacciones, examina lo que dice, cómo lo
dice… Pregúntale qué hace en su tiempo libre y con quién sale.
—Le pasó un clínex. Más suavecito, menos rasposo que las
servilletas.
—Por Dios, Blanche, si no está estudiando en casa, está
trabajando. No sospecho cuándo…
—Del modo que sea, está encontrando tiempo para sus
fiestecitas. Sé elegante.
Por fin, la palabra mágica. Valentina quería a toda costa, ser
elegante en cada minuto de su vida. Recordárselo fue un triunfo,
porque hasta se recompuso. Se secó las lágrimas y miró
desafiante al frente.
—Está bien, lo haré. No sé qué sería de mí sin tus sabios
consejos.
—Para eso estamos las amigas, querida, para eso estamos.
¿Vas a querer ver la bolsita de coca?

Blanche condujo hasta la calle Libertad donde estaba situada


Tornes. Encontró milagrosamente aparcamiento y descendió del
vehículo con aires de princesa. Se sentía mejor que nunca. Había
estallado tormenta entre los amantes de Teruel. La noche
anterior, sentados rígidos en el sofá, delante de la tele y con
Blanche entre ambos, Valentina se negaba a desvelar qué la
tenía de morros y Carlos empezaba a cansarse de mendigarle
una explicación. Para colmo, Blanche había propuesto ir los tres
juntos al cine y Valentina rehusó.
—¿Qué mal va a hacernos un poco de diversión? Anda,
nena, que los ánimos están muy acalorados.
—Id vosotros, a mí me duele la cabeza.
—Id vosotros, a mí me duele la cabeza.
Y se había encerrado en el dormitorio. Blanche era de las que
piensan que la ocasión la pintan calva, aferró el brazo de Carlos
y lo arrastró al centro comercial más cercano. Jugueteó hasta la
saciedad con un algodón de azúcar y lo obligó a olvidar sus
tristezas. En un momento dado, después de la película, los ojos
castaños de Carlos acariciaron el rostro de Blanche y ella
enrojeció hasta la raíz de los cabellos. De vuelta a casa preparó
un discurso de buena amiga con el que complacer a Valentina,
pero esta no se dignó a asomar la nariz.
Sin embargo, una vez amanecido, pese a su avance con
Carlos, Blanche no despertó del todo contenta. El motivo que
empañaba su dicha, la proximidad de su cumpleaños. La
amargaba. Entró en la oficina para toparse de bruces con Iván el
angelito, ensimismado con una llamada. La saludó agitando el
mentón y siguió a lo suyo. Blanche no se ofendió, tenía cosas
pendientes. Por ejemplo, anotar un calendario con los días que
restaban para la fatídica boda, en su libretita de “modelitos en
los que inspirarme”, gracias a la cual copiaba impunemente los
estilismos de Betty Becaria y de Vera, sin ponerse ni roja. Pero
ahora, lo vital era contabilizar el tiempo que restaba para el fin
de la misión y las aspas en rotulador rojo engullían a vertiginosa
y alarmante velocidad, el espacio en pos del trece de mayo.
—El trece de mayo, la Virgen María, bajó de los cielos, a
Cova de Iría… —canturreó. En su mente se formó el cuadro de
Cova de Iría… —canturreó. En su mente se formó el cuadro de
ella y Valentina, con seis años, tomadas de la mano, cantando a
todo pulmón ante la figurita de la Virgen de Fátima, en el
colegio. Ella, raquítica, escuálida y mate. La Olivieri, lustrosa y
saludable, con un enorme lazo de organdí blanco atando sus
tirabuzones rubios. Las fantásticas fiestas de cumpleaños que
organizaba la madre de su amiga y la merienda cutre con medias
noches pasadas de fecha, de que disfrutaba ella. No fue
consciente de lo bochornoso de las celebraciones, hasta que
cumplió los siete años. En ese definitivo instante, reclamó que las
pantomimas que le regalaban como fiesta cesaran y su madre en
lugar de lamentarlo, pareció aliviada. Ahorrar siempre le venía
bien a aquella familia.
Iván la miraba con una sonrisa colgada de la comisura.
Blanche se despojó de la mala leche y sonrió a su vez.
—Ya que eres nuevo en Gijón, había pensado… cualquier
tardecita, dar una vuelta, tomar un refresco…
—Tengo novia, gracias —declaró el otro con tono de sainete.
A Blanche le entraron ganas de clavarle un compás en el ojo.
—Era un mero e inocente ofrecimiento, por si te encuentras
solo y abandonado, no fabules, que yo también estoy
comprometida.
—He encontrado el listado de material que Ely dejó
pendiente. Hacen falta mil cosas, bolígrafos, cajas de papel,
pendiente. Hacen falta mil cosas, bolígrafos, cajas de papel,
típex, papel de notas… ¿Bajas? —Aleteó en el aire dos billetes
de veinte euros.
—Va a ser que no, Iván querido. Con mi reciente ataque de
lumbago, no me atrevo a coger peso. Sé un caballero de los que
escasean y te encargas.
—Ok. Hazme el favor de atender la centralita si llaman…
—Pierde cuidado. Ve tranquilo y date un paseo si te apetece.
Esto está muy tranquilo. Demasiado.
En cuanto Iván desapareció tras la puerta, Blanche se tiró
contra su mesa y abrió el cajón del dinero. Un billete de cien,
dos de cincuenta y uno de veinte. Se aseguró de que estaba sola
y se apropió de uno de cincuenta. Luego cerró el cajón como si
nada y se dirigió al baño. Fechoría realizada. Ana y Alicia
comadreaban en murmullos.
—La pobre, lo está llevando muy bien. Demasiado…
—Menudo problemón, tan joven. Y esas cosas son para toda
la vida.
—Quién iba a decirlo.
Blanche aguzó la oreja. ¿Hablaban de Vera? ¿Estaban al
corriente del asunto “Joe manos ligeras”? ¿Se lo habría
corriente del asunto “Joe manos ligeras”? ¿Se lo habría
confiado la propia interesada en un momento de debilidad? No
podía figurarse a la jefa contándole sus intimidades a aquellas
dos pajarracas, pero nunca se sabe. Ana, ahora, pasaba por una
crisis matrimonial, puede que Vera se hubiese sentido
identificada… No. La supervisora no confiaba en otra persona
que no fuese Blanche, no podía hacerlo, sería una deslealtad
frente a la que siempre había estado dispuesta a ayudarla. El
estómago se le contrajo y soltó un chorro de ácido en forma de
punzada. Permaneció a la escucha.
—Los vómitos la traen por la calle de la amargura.
Ah, no era Vera, menos mal.
16- Culo veo, culo quiero

Compuso una mueca inocentona.


—Hola chicas ¿De quién habláis? ¿Alguien se ha puesto
malita?
—Ponerse, no se ha puesto nadie —Alicia la observó con
desconfianza—, más bien está y continúa.
Estupendo el acertijo, se mofó Blanche para sus adentros.
Ahora era cuando tocaba hablar en cristiano.
—Ya, pero ¿a quién os referís?
—A Alexia —recapituló Ana con un chillido estridente.
—Ah, claro, no me extraña, con esa salvaje manía de
quedarse sílfide que le ha dado últimamente…
—No bromees, nena, que es muy seria la cosa.
—Desde luego que lo es, desde el punto y hora en que te
provocas una enfermedad tú misma por tus ansias…
—¿Estás de coña? —Alicia abortó su bienintencionado
discurso, con un gesto hosco y cortante.
discurso, con un gesto hosco y cortante.
—Puede que no lo sepa —terció Ana confusa.
—Que no sepa ¿qué? —Blanche soltó un ladrido.
—A Alexia le han diagnosticado un cáncer.
Blanche se quedó muerta, rígida, patidifusa. Clavada en la
loseta. Temblona. Blanca cadáver.
—Apañados estamos. —Fue todo lo que se le ocurrió decir.
Las otras dos la miraron como si fuese una oruga purulenta—.
¿Y eso cuándo ha sido?
—Hace más de dos meses ya —informó Ana con la nariz
atascada. ¿O estaba a puntito de llorar?
—No me había dado cuenta, pensé que estaba a dieta…
—Es un tema muy grave —dijo Ana. Y se puso a rebuscar un
pañuelo en su bolso de plástico barato. Blanche tragó saliva.
—Ya te vale, guapa —atacó la beligerante Alicia—, que a
veces me pregunto si percibes el mismo universo que el resto de
los humanos o habitas uno exclusivo, de tu propia creación.
En ese maldito instante, Blanche sintió hurgar en las entrañas
un sentimiento que hacía mucho que no profesaba: vergüenza. Se
avergonzó profundamente de haber estado tan ciega y calibró lo
avergonzó profundamente de haber estado tan ciega y calibró lo
mal que había quedado delante de toda la oficina. No es que
sintiera especial afecto por Alexia, pero un tumor maligno es
algo por lo que lamentarse en todo caso y ella debería haber
estado a la altura de las circunstancias. Sin embargo, se
sobrepuso al momento de debilidad y reparó en lo íntimo y
conminatorio, de la observación de Alicia. Ella no pertenecía a
su departamento, tampoco a ninguno de los que tenían despacho
próximo; en definitiva, hablaban poco, sólo cuando coincidían en
el desayuno o en alguna reunión, de higos a peras. ¿Cómo la
conocía de aquel modo? ¿O sólo suponía aquella barbaridad del
“universo paralelo”? Porque realmente, era así como Blanche se
notaba a menudo, pero no se lo había contado a nadie, menos a
Alicia.
Se sublevó. Aquella soberbia prepotente pensaba conocerla.
Imposible, no se conocía ni ella.
—Es el estrés. —Las palabras acudieron a su lengua como un
torrente de apoyo y el tono traumatizado la auxilió. Ana, ya
parecía compadecida—. A veces no me percato de lo que me
pasa por delante. Lo siento, lo siento tanto… Estoy muy
arrepentida… Yo venía a confiaros un enorme secreto, algo que
acabo de descubrir —se interrumpió adrede y disfrutó al ver las
dos caras interesadas volcarse sobre ella—, pero al lado de
esto, carece de relevancia.
—¿De qué se trata? —indagó Alicia.
—¿De qué se trata? —indagó Alicia.
— Iván, el nuevo recepcionista…, mete la mano en la caja.
—¿Quieres decir que roba?
—¿Iván, el primo de Valentina?
—No había querido identificarlo así, no pretendo inmiscuirla.
Pobrecilla, con lo buena gente que es ella, tener un mal bicho en
la familia. —Por un intervalo de tiempo, nadie dijo nada. Todo el
mundo parecía meditar—. Lo despedirán, ¿no?
—¿Cómo van a despedirlo? Si no lo han pillado con las
manos en la masa, no hay pruebas en su contra —expuso Alicia
reseca. Blanche la odió en silencio. A la vista quedaba, que el
chisme le supo a poco.
—Pon a Vera al corriente, supongo que propondrá tenderle
una trampa o algo así. La legislación laboral es tan austera hoy
día… —reflexionó Ana.
—Austera no es la palabra adecuada, Anita. Es una garantía
de permanencia en el puesto de trabajo, una eficaz protección
para el trabajador y una salvaguarda contra los caprichos de los
mandamases —tarareó Alicia en plan discurso reivindicatorio.
—Bien dicho —secundó Ana sin pensar.
—Ya, pero un ladrón no es el mejor trabajador que uno
—Ya, pero un ladrón no es el mejor trabajador que uno
pudiera desear —arremetió Blanche decidida a que nadie le
chafase el plan—. Voy a contárselo a Vera y a ver qué dice.
—Y no olvides decirle algo a Alexia cuando te la encuentres.
Ahora está faltando mucho por aquello de las pruebas y la
quimio, pero la chiquilla prefiere venir a trabajar antes que
quedarse en casa lamentando su suerte —aconsejó Alicia con su
deje de maestra de escuela.
—Siempre dije que era fuerte y valerosa. —Ana se sorbió los
mocos emocionada. Blanche salió del pequeño office, turbada y
tambaleante.
Mira que había decidido no hacer nada especial por su
cumpleaños. Mira que odiaba a muerte ese funesto día. Pero
había que congraciarse con el resto del equipo y rápido. Las
invitaría a comer en algún sitio barato, cerca de la oficina, que no
supusiera mucha complicación y lavase su imagen. Y no bastaba
con comentarlo en Tornes de viva voz, no podía cometer el
error imperdonable de olvidar a las enfermas, de baja. Pondría
el anuncio en Facebook: almuerzo en su honor, para el día
siguiente. Eso de publicar la noticia y ser el eje, le levantó el
ánimo.
—Chúpate esa, Valentina. Seré protagonista indiscutible del
día.
Regresó a su mesa, programó las frases en la red social,
comprobó refunfuñando el número creciente de amigos de
Valentina y encaminó sus pasos al despacho de la jefa. Vera
parecía, como de costumbre, sumida en sus documentos.
Absorta en los problemas de la empresa, para minimizar los
suyos, supuso la secretaria. Tras llamar con discreción a la
puerta, tomó asiento delante de ella, memorizando de paso, el
precioso vestido camisero de seda roja que llevaba puesto.
—Tenemos un problemita —anunció sin emociones.
—Otro más no. Al menos deja la noticia para mañana, ya
tengo suficiente y no es ni medio día.
—¿Joe?
Vera arrugó el entrecejo.
—Hija, qué fijación. No, Joe no. Unos balances
descuadrados que me tocará a mí justificar, aunque ignoro
cómo. —Soltó el bolígrafo y la miró por encima de las gafas—.
¿Es muy importante el problema?
—De momento, unos cincuenta euros, calculo yo. Espero
poder llegar a mañana y que la cosa no se desmadre. —Aleteó
la mano restándole importancia a la noticia—. No pasa nada.
¿Te has pensado lo de la denuncia? Porque al juzgado no vas
sola, de ninguna de las maneras, te acompañaré y juntas…
—No voy a formular ninguna denuncia. Ya te lo dije. —El
tono de Vera fue tan afilado, que Blanche temió que tras la frase
llegara un guantazo.
—Entonces, ¿no vas a vengarte por todo lo que te ha hecho?
No puedo creerlo.
—Es un pobre diablo sin esperanza, Blanche y sin apenas
tiempo. ¿De qué serviría?
—¡Te lo debes a ti misma! ¡Te ha estafado y agredido!
—Debo de estar vieja, porque casi no me importa. Si este
llega a pillarme con veinte años, cuando me comía el mundo y al
que construyó el mundo… Pero a los veinte años la fuerza se me
iba por la boca y lo único que hice fue enamorarme de él como
una ceporra.
—Vera, por favor, te ruego que te lo pienses dos veces. —
Se inclinó sobre la mesa y le agarró el antebrazo. Vera lo retiró
con súbita fiereza y el gesto contraído.
—Doscientas me lo he pensado, Blanche. De momento, las
cosas se quedan así.
Los ojos de la secretaria permanecían prendidos de ese
pedazo de manga, justo la que cubría un antebrazo amoratado.
—Ha vuelto a hacerlo, ¿no? ¿Ha vuelto a pegarte?
—Anda, ocúpate de tus quehaceres. —Se hizo con el boli, lo
cual era inequívoca señal de que la pausa para charla se había
consumido. Blanche la estudió con una mezcla de estupor y
tirria.
—¿Es tu última palabra?
—Lo es. Asunto zanjado.
—Es un borracho y un delincuente. Te arrepentirás —
sentenció firme antes de atravesar la puerta.

La inesperada marcha atrás de Vera, le concedía tregua para


ocuparse de otras cuestiones. Por ejemplo, sabotear el
compromiso de Valentina, algo que requería de su entera
dedicación y de sacos y sacos de horas de reloj. Lo primero que
debía hacer, era asegurarse muchas horas extra para Valentina,
que se mantuviera ocupada en la oficina. Así que marcó el
número de Amanda. Le respondió una voz ronca desconocida.
—¿Amanda?
—Soy yo, ¿quién llama?
—Soy Blanche, chica, de repente no te había conocido.
¿Estás acatarrada?
—No, estoy llorando. Se supone que es lo que una hace
cuando enferma de depresión. He estado a punto de no
contestar cuando he visto el teléfono de Tornes.
—Pues que sepas que me acuerdo mucho de ti, me
preocupas y te echo de menos. —Soltó de corrido.
—Estoy planteándome volver. No es fácil, te lo aseguro, pero
no puedo abusar de mi suerte, tengo quintales de trabajo
pendiente, no puedo pretender que Vera tenga la santa
paciencia…
—Por el trabajo ni te inquietes. Tenemos a la diligente
Valentina que por una vez se está ganando el sueldo y lleva las
cuentas adelante sin despeinarse. De hecho, no te llamaba
únicamente para comprobar cómo estás, también para
informarte de que por aquí, los maremotos no han arreciado.
—Explícamelo mejor.
—Que están muy envenenadas contra ti, Amanda, que no sé
qué mosca les ha picado. ¿A que nadie te ha llamado?
—Pues precisamente, Felicity y Ana, un par de veces.
Dijeron que me echaban de menos…
—¡Qué barbaridad! Más falsas que Judas, si andan las dos
tachándote de loca desquiciada por los pasillos, lo que hay que
oír. Fíjate que ya hoy, en el colmo de lo absurdo, te han culpado
de que yo ignorase lo de la pobre Alexia. ¿Tú lo sabías, lo de la
pobre Alexia?
—¿Qué yo…? ¿Por qué iba yo a tener la culpa…? —
Blanche pensó que soltaría un berrido de dejarla sorda, pero
para su pasmo, Amanda se echó a llorar a gritos.
—Relájate, mujer. Están todas chifladas de atar. Ana,
sensible con lo suyo, su matrimonio desmoronado, Vera,
problemas que vienen de antiguo y la malévola Alicia,
aprovechando los bajos estados de ánimo, envenenándolas a
todas. Debes esperar a que se cansen y se ocupen de otro
chisme, para volver. Y no te preocupes, está al caer un nuevo
escándalo.
Lo ideal hubiera sido que Amanda se interesara por el
cotilleo, pero sólo graznaba y lloriqueaba como un bebé de teta.
Blanche prosiguió como si nada.
—El dignísimo Olivieri, el primo de Valentina, roba. Lo he
pillado, falta dinero en la caja. Cincuenta euros.
—Jolines —gimió la otra.
—Para que veas. Reposa, cuídate y aguarda paciente, que ya
—Para que veas. Reposa, cuídate y aguarda paciente, que ya
te aviso. Adiós, Amanda. Ya sabes que aquí tienes una amiga.
Colgó y pensó que explotaría como un pollo relleno. Acababa
de asegurarse ingentes tardes de quedarse fuera de horario para
Valentina. Y a ella, vía libre con Carlos. Se marchó a almorzar
en casa. Preparó a todos gas unos espaguetis y telefoneó al
chico.
—Si andas desubicado y te apetece comer, que sepas que
tengo una pasta al dente recién hecha, con salsa no engordante.
—¿Y Valentina?
—Se quedó en la oficina, se comerá un sándwich. Me dijo
que no quiere verte.
Carlos permaneció en silencio.
—¿Vienes? —insistió Blanche.
—Voy.
La charla del almuerzo giró en torno a la joven con ojos de
bambi. Como no podía ser de otro modo, pero eso, Blanche ya
lo tenía asumido. Carlos empezaba a plantearse muchas cosas y
la tierra se esponjaba y se preparaba para recibir su semilla. La
semilla del mal.
—No entiendo qué le pasa —comentó el joven girando el
tenedor sin ganas—. Ha cambiado, Valentina no era así antes.
—Me temo que ha sido igual toda la vida, yo la conocí de
pequeña, siempre tenía que salirse con la suya o montaba unas
pataletas de aúpa. La quiero mucho, pero a veces, defenderla es
más difícil que defender el sarampión. Ahora se ha empeñado en
aprovechar la baja por depresión de la economista de toda la
vida de la empresa, para acumular méritos. Ya imaginas el resto.
—Carlos abrió dos ojos como dos lunas de verano.
—Pretende quitarle el puesto.
—A costa de lo que sea, está encabezonada. Como lo de
Canadá —agregó sabiendo lo mucho que el asunto lo
mortificaba. Carlos la miró alicaído.
—Señor qué sorpresas… Si no fuese por ti, jamás lo habría
sabido.
—Eso sí, te ruego que no me descubras. Entre Valentina y
yo, no sólo es amistad lo que está en juego, su madre, mi madre,
son muy amigas… —mintió—. De hecho ahora mismito me
encuentro en un dilema… —Le sirvió más vino. La copa
colmada— ¡Ay, Carlos, no sé qué hacer!
—Tiene que ver con Valentina —adivinó.
—Indirectamente. He pillado a su primo Iván apropiándose
de dinero de la caja de Tornes, no sé si sabes que conseguí que
lo emplearan aprovechando la baja de la recepcionista;
Valentina me insistía tanto y aseguraba que era un chico
estupendo. Ahora yo me siento responsable frente a la jefa,
imagina qué apuro si fui yo quien lo recomendó.
—Denunciadlo sin contemplaciones —opinó Carlos tajante.
—No es tan sencillo, es pariente de Valentina, ella lo aprecia
como a un hermano. Y además hay más… Echo de menos
cosas desde que me vine a vivir aquí, en particular, una preciosa
pulsera que me regaló mi madre. Le he preguntado mil veces a
Val y finge no haberla visto. Yo me pregunto si esto de la
cleptomanía tendrá un componente genético.
—¡Madre mía! Parece que estamos hablando de alguna
extraña mujer que ni conozco… —Carlos se había puesto
pálido y se abanicaba con la servilleta.
—No sabes cómo lamento tener que ser yo la que te desvele
estas cosas, pero mi familia está lejos, ahora tú eres mi único
apoyo aquí, mi cuñado, casi como un hermano. Lo paso muy
mal con estas cosas, Carlos, soy pobre pero honrada, no puedo
con los ladrones.
—Tengo que meditar tantas cosas, tenemos la boda encima.
—Ahora no puedes echarte atrás —Blanche simuló espanto
—, Valentina no te lo permitiría.
Carlos no respondió. Por el contrario, atacó con furia
inusitada su plato de pasta y se metió en la boca, la mitad de su
contenido. La secretaria adivinó que se debatía en angustia.
Por la tarde, Blanche regresó a Tornes y se fue directa a
hacer café. Llevó una taza a Valentina y se sentó a su lado,
mirándola con insana atención. Extenuada se la veía, tenía dos
círculos oscuros bajo los ojos, que ni por esas, dejaban de
parecerle hermosos. Se había recogido la sedosa melena con un
lazo de raso azul. Divina.
—No puedes con tu alma, te lo leo en la cara.
—Estoy rendida, Blanche. Gracias por el café, el té ya no me
despabila. Agotada, mi trabajo, el de Amanda, preocupada…
¿Por qué todo tiene que coincidir en la misma semana? No
puedo dejar de pensar en Carlos, en esa droga… tengo que
hablar con él, aclarar las cosas…
—Pues tendrás que esperar a estar más despejada, o será un
suicidio. Mira cariño, me he estado informando, me paso los
ratos libres en la biblioteca buscando información científica y los
cocainómanos…
—¿Información para mí? —Mostró los lustrosos dientes—.
—¿Información para mí? —Mostró los lustrosos dientes—.
No sabes cómo te lo agradezco.
—Bah, ni lo menciones. A lo que iba, se vuelven muy
habilidosos con la mentira, siempre niegan que tengan nada que
ver con los vicios y es harto complicado sacarles algo en claro.
Hablar con él no va a conducirte a nada.
—¿Cómo que no? Le mostraré que sé qué anda haciendo,
que no pienso darle el sí a un vulgar drogadicto. —Fue como si
oírse a sí misma, la estimulara. Valentina adoptó una pose de
trágica repulsión— ¿Cómo y cuándo ha podido ocurrir algo tan
horrible? Carlos, mi Carlos, era un dechado de virtudes… —Se
restregó los ojos—. Me quiero morir.
Blanche se acercó más y la abrazó.
—Todo tiene solución en esta vida, menos la muerte.
Tranquilízate y piensa qué vas a comprarme por mi cumpleaños.
—Valentina se secó las lagrimitas—. Mañana almorzamos todas
las chicas de Tornes en la cafetería de abajo. No puedo
permitirme más dispendio, pero estará bien, celebraremos y os
ayudará a todas a sosegaros. No sabes lo que sufro viéndote
llorar, no te lo mereces. —Le agarró las manos con decisión—.
Mira, Val, si ese chico se ha torcido, lo mandas a la porra y en
paz, tú volverás a enamorarte de un príncipe azul.
—Pero lo quiero. —Se obstinó la otra. Blanche meneó la
cabeza.
cabeza.
—No siempre salen las cosas como las planeamos, es parte
de la madurez y del reto de ser sensatos.

Esa noche, para gloria de Blanche, estalló la madre de todas


las peleas entre Carlos y Valentina. Lo había estado esperando
con ansiedad, abonando el terreno con cuidado y por fin
sucedió. El extremo agotamiento de Valentina ayudó, desde
luego, porque se dejó el bolso y el abrigo por medio y se
derrumbó en el sofá; el insignificante detalle prendió la mecha.
Carlos se puso en pie y con un ruidoso suspiro, retiró las
pertenencias y las llevó al dormitorio. Al regresar, no venía sólo:
traía mala leche acumulada a raudales.
—Las dimensiones del apartamento no animan a abarrotarlo.
Podrías ocuparte de que los trastos estén fuera de circulación.
—Trastos —repitió Valentina sin dar crédito—. Ahora resulta
que mi bolso y mi ropa son trastos y además, estorban. En mi
propia casa.
—A la vista está que no eres la única que vive aquí, podrías
pensar un poquito en los demás para variar.
Valentina se giró enfurecida y echó a su novio una mirada
avinagrada desde su posición, en cuclillas sobre el sofá.
avinagrada desde su posición, en cuclillas sobre el sofá.
—Me estás llamando egoísta.
—Te estoy llamando desordenada —aclaró él con calma.
—¿Y desde cuándo tienes tú moral para darme lecciones?
—Desde que me convertí en el que va a casarse contigo y
deberá soportar tus manías en la convivencia y tus reparos con
la limpieza.
—Carlos, te estás pasando —advirtió la chica—. Mira, voy a
hacer como que no te he oído llamarme puerca y caótica.— Y
se giró de nuevo hacia la tele. Blanche aprovechó para sisearle.
—Pero lo cierto es que te lo ha llamado.
Valentina se removió tras oírla, pero salvó valerosa la
situación, sin menear un músculo. Carlos continuaba con sus
libros de patología sobre la mesa del comedor. Se adivinaba la
falsedad de la tregua, era sólo cartón piedra.
—No hemos vuelto a hablar de Canadá —rememoró Carlos
después de trascurrido un rato. Blanche quiso aplaudir pero se
contuvo.
—No sufras; allí la casa será grande, para que mis objetos
personales no salgan al acecho a ponerte la zancadilla —replicó
Valentina con tono monocorde.
—Veo que ya lo has decidido.
—Chicos por favor… —intervino Blanche dulcificando el
deje.
—Pues sí, ya está decidido, pensé que también habías
participado, quizá fue con tu hermano gemelo, el que no tienes,
con el que discutí el asunto.
—No lo tengo nada claro, te consta.
Valentina se arrojó del sofá y caminó hacia la mesa a grandes
zancadas. Llevaba el pelo revuelto y los puños apretados.
—Si lo que no quieres es casarte conmigo, ¿no crees que va
siendo hora de que lo expongas con claridad? O ¿acaso la idea
es plantarme en el altar delante de toda la familia?
—No me refiero a la boda, me refiero a lo que haremos
después de casarnos.
—Es posible que ya no te contentes conmigo —reprochó
Valentina con tanta acidez como dolor—, que te hayas
aficionado a sensaciones más… salvajes.
—No tengo ni idea de a qué te refieres.
—Eres un mentiroso —estalló sin mecha—. Corrijo, te has
vuelto un mentiroso.
—Por favor, os lo ruego. —Blanche volvió a la carga desde
su sillón, simulando no disfrutar.
—Al menos, antes de dejarte ir con tu ataque de histeria,
deberías tener en cuenta la presencia de Blanche. No te importa
ponernos a todos en evidencia —reclamó Carlos enrarecido.
Sonaba rencoroso como nunca.
—Vete al infierno.
—Chicos… Vaya mal rato que me estáis dando —comenzó
Blanche. La interrumpió el timbre—. Lo que faltaba, la cotilla,
¿qué os jugáis?
—Hipócrita. —Valentina seguía a lo suyo, fulminando a
Carlos con sus ojos antaño amorosos.
Pues sí, era Sabrina, flaca como nunca, la que logró colar la
cabeza por el estrecho hueco que le liberó Blanche.
—Las paredes son tan finas… He oído gritos, ¿pasa algo?
—Nada de nada, puedes estar tranquila.
—¿Puedo entrar?
—No es buen momento. En otra ocasión.
—¿Bajamos los perros?
—Ahora no, Sabrina.
—¿Me acompañas mañana de compras?
A Blanche no le quedaba paciencia. Tuvo la tentación de
empotrarla contra la pared del descansillo de la escalera. Igual
adornaba y todo.
—Estoy muy liada con el trabajo y ayudando a Valentina con
la boda. Otra vez será.
—Es que preciso de tus sabios consejos con el maquillaje, los
zapatos, un par de vestidos que necesito para una ocasión
especial… —cotorreó sin detenerse ni a respirar. Blanche
empujó la puerta adrede, pero Sabrina parecía el palo mayor del
Juan Sebastián El Cano. Ni se inmutó. —Y mañana sería un
buen día, magnífico día en realidad, me viene al pelo…
—A mí no, acuéstate y ya hablamos en otra vida.
—Pero es que…
—Ni es que, ni nada, hala, a dormir. —Le atrapó el brazo y
la lanzó a la calle, lejos de la puerta. A continuación la cerró con
un portazo— ¡Señor, está majara!
Carlos y Valentina se retaban con miradas llenas de
resentimiento. Colocados frente a frente, como dos toros en una
embestida. Carlos recogió sus libros a trompicones y se echó la
cazadora al brazo, dispuesto a evaporarse como una tromba.
—No es la única loca del edificio, te lo aseguro.
—Carlos cálmate, por favor. —Blanche se posicionó
hábilmente y le acarició los hombros antes de dejarlo ir. Cerró la
puerta con lentitud, una vez se hubo marchado. Valentina
gimoteaba a todo pulmón.
—Este es el fin, el fin, Blanche. El fin de mi compromiso, de
mi noviazgo, de mi amor…
—Te aconsejé que esperases, que estabas muy al límite y no
quisiste atenderme, te has precipitado.
—Pero tenía que responder a sus acusaciones, no tienen
sentido, Carlos jamás me habló con tan mal tono estaba…
estaba como maniático y enajenado.
—Tómatelo con calma, los consumidores de cocaína tienen
estos arranques de ira, pero son pasajeros.
17- Eliminando Obstáculos

De milagro, Vera se avino a bajar al almuerzo de cumpleaños


y apareció con un delicado paquetito entre los dedos, que
despertó la curiosidad de todas. De mañana, Blanche se había
consagrado por anticipado a todos los santos, rogando porque
las muchas cavilaciones de su jefa y su reticencia a intimar con
las empleadas, no la llevase a desairarla y a rechazar la
invitación. Pero no. Allí estaba, como prueba palpable del afecto
que le tenía y del caché de la propia Blanche. Las demás
marisabidillas, incluida la enfermiza Alicia, tuvieron que
tragárselo.
El presente de Vera resultó ser un exquisito perfume. Entre
todas las demás, habían realizado una lastimosa colecta para
comprarle una camiseta ajustada y fea que ella nunca se pondría.
Tuvo que hacer como que le fascinaba, estirar los labios hasta lo
indecible y cacarear a gusto de la platea. Menudo asco. En
cuanto pudo se escabulló al aseo y se enfrentó al espejo.
—¿Te das cuenta de lo que me obligas a hacer? —farfulló a
su reflejo.— Con toda probabilidad no hay fecha más espantosa
que la de mi aniversario. Un puñetero recordatorio de que me
hago vieja a pasos agigantados y de que nadie se entretiene en
hago vieja a pasos agigantados y de que nadie se entretiene en
quererme. Estas de ahí fuera han acudido a hincharse, atraídas
como moscas a la porquería y no se han gastado ni tres euros
por barba en mi regalo, menudas tacañas… Ahora me toca
desembolsar un menú de nueve euros para cada una y a cambio,
una prenda de mercadillo. La primera intención es siempre,
indefectiblemente, la buena: no tenía que haberlo celebrado.
Se atusó el cabello y eliminó los churretes de rímel corrido,
provocados por el llanto. La losa que le apretaba el esternón no
era fácil de ignorar, pero respiró hondo y salió del baño. Cuál no
sería su sorpresa, cuando divisó a Sabrina ojeando las mesas,
haciéndose la distraída.
—¿Cómo tú por aquí?
—Huy, Blanche —jugó a sorprenderse. Valiente falsa…—,
qué feliz casualidad; la verdad es que vengo mucho, es mi
cafetería favorita.
Mientes, dedujo Blanche. Yo como aquí muchos días de la
semana y jamás hemos coincidido. Algo en Sabrina, en su
penetrante mirada, tufaba a siniestro.
—¿Estás sola?
—No, desde luego que no. ¿Ves esa mesa de ahí, abarrotada
de chicas? Pues es la mía.
Sabrina lanzó al fondo, una mirada codiciosa. Blanche disfrutó
de su desencanto, al no invitarla, como seguramente ella
esperaba.
—Querida, te dejo, tengo que atenderlas. Nos vemos en
casa.
—Te aviso cuando vaya a sacar al perro. Bajas con Candy,
yo con Blanco y hablamos, necesito consejo…
Blanche le regaló una perspectiva de su espalda, ignorando el
resto de su frase. Le espinaba Sabrina, le escocía como una
braga de encaje barato. Era una plasta.
En un puñado de minutos, Vera se excusó, la besó en las
mejillas y voló puertas afuera. El grupo se desgranó en silencio y
todas se encajaron sus chaquetas mientras Blanche cargaba con
la cuenta. Sólo Valentina se mantuvo a su lado.
—Hay gente que aprovecha para ir al servicio cuando toca
pagar y gente que aprovecha y paga cuando otros van al servicio
—se quejó—. ¿Y de Sabrina, qué me dices? Se ha enterado de
lo del almuerzo de cumpleaños por el Facebook y viene a
hacerse la encontradiza; se pensará que me chupo un dedo. Qué
mala cara tienes, amiga —agregó en tanto contaba billetes.
—¿Qué esperabas? Lo de Carlos va a terminar conmigo. He
llamado a mi madre buscando consuelo, pero está peor que yo.
llamado a mi madre buscando consuelo, pero está peor que yo.
Al final no se equivocaba, mi santo padre se la pega y está
considerando seriamente tomarse un tarro de pastillas e irse al
otro mundo.
—Bromeas, supongo —se envaró Blanche. Valentina negó
con suavidad.
—Creo que la visitaré este fin de semana, he pedido el lunes
libre por asuntos propios; lo necesito, me vendrá bien y nos
beneficiará a ambas. Nos contamos nuestras penas y nos
sentimos mejor, segurísimo.
—O peor, según se mire. —Por tercera vez repasó
mentalmente la cuenta de la comida y con un suspiro, la
escondió en el bolso—. Te aconsejo kilos y kilos de helado, yo
lo hago cuando me deprimo. Eso sí que no te defrauda.
—Estoy tan cansada que sólo pienso en dormir. Señor,
Señor… A pata suelta. —Se le saltaron las lágrimas y las secó
veloz, antes de que nadie se percatase—. Tengo treinta
expedientes que dejar listos, con las cuentas cerradas, antes de
marcharme. Si lo logro, me iré más tranquila.
Sin articular palabra, Blanche se colgó de su brazo y salieron
juntas, mientras un cosquilleo agradable le recorría la barriga.
Justo cuando pensaba que su vida era una mierda, solo tenía que
fijarse en la de Valentina.
Planeó con cuidado una cenita inocente para el viernes.
Invitado único, Carlos. Eso sí, después de ayudar a Valentina
con la confección de su maleta, animarla hasta lo indecible para
que no variase de opinión y jurarle por sus ancestros que
vigilaría el comportamiento de su novio y trataría de sonsacarle
alguna información acerca de los garitos en donde
presuntamente se perdía para esnifar.
—Tengo muchas cosas que hacer, igual también me llego a
ver a mi madre, pero si tú me lo pides, hasta te hago de espía.
El inesperado ofrecimiento arrancó una sonrisa de la triste
boca de Valentina.
—No será necesario, amiga. Ven aquí, dame un abrazo. —
Se fundieron apretadas—. Si no fuese por ti no imagino cómo
estaría superando este trago. Los ánimos de mi madre están por
los suelos, no puedo contar con ella. No sabes el bien que me
haces. Eres como una hermana; mejor que una hermana, más
valiosa.
Blanche ladeó el cuello con afectación. Oír cosas bonitas la
embelesaba; en esos momentos aflojaba la guardia a tal punto,
que cualquiera podría haberla convencido de cualquier cosa.
Eso sí, quedaba un drástico fleco suelto:
—Llévate a Candy, si la dejas atrás, le romperás el corazón.
Tu madre se alegrará de verla.
—Gran idea. —Se rascó la barbilla y Blanche interrumpió su
metódica tarea dobla bragas—. Sigo pensando que debería
llamar a Carlos antes…
—Se merece un escarmiento, no que le bailes las aguas, Val,
que lo tienes muy consentido. Hazte la dura aunque sólo sea una
vez para variar, sorpréndelo, que compruebe que vuelas libre e
independiente, que tema perderte. Asústalo.
No respiró tranquila hasta que comprobó desde la ventana,
que Valentina desaparecía con su coche y el jodido caniche.
Segunda parte del plan. Comprar vino y algo de marisco ya
cocido. A eso de las seis llegó Carlos como siempre a estudiar y
se encontró con que su novia había emigrado sin dignarse avisar.
—Permíteselo, es mejor así, necesita tiempo, reflexionar, irse
con su madre y que la mime. En el fondo, a Valentina la pierden
las gachas de niña pequeña, se empeña en no crecer, para no
tener que asumir responsabilidades. —Hablaba desde la cocina,
moviendo la salsa para el asado y Carlos la atendía apoyado en
el quicio de la puerta, aspirando los aromas.— Creen algunos
que hacen muy bien, librando a sus hijitos de todo mal, pero los
convierten en unos consentidos incapaces.
—Empiezo a estar de acuerdo contigo. Mis padres fueron
—Empiezo a estar de acuerdo contigo. Mis padres fueron
severos la mayoría del tiempo.
—Y el resultado es que tú ahora, te vales por ti mismo.
Genial, ¿no lo ves? ¿Puedes servirme algo de vino?
—Sí y pondré la mesa. Ya es bastante el engorro de tener
que cocinar, casi pienso que debería irme a casa…
—¿Y dejarme sola como la una? Al menos hoy, quédate.
Todo lo que está pasando con Valentina me tiene deshecha,
llevo varias noches sin dormir. Su trabajo en Tornes es penoso,
me lo ha dicho Vera Márquez; Valentina no rinde. Por alguna
razón está distraída. Solo piensa en la boda, en la tontería del
traje y en las flores para los jarrones.
—La boda —repitió Carlos como en un letargo.
Probablemente habría sonado más vivo, de mencionar un
funeral. Blanche giró radiante, con la fuente de gambones
rosados en la mano. Se la alargó.
—Ahora te olvidas de todo, colocas esto en la mesa y nos
ponemos morados. Al mal tiempo, buena cara. A ver cómo
regresa nuestra Valentina, puede que haya reflexionado y se
arrepienta de sus malos modos.
Carlos la esperó sentado, un poco catatónico, todo hay que
decirlo. Antes de abandonar la cocina con el redondo de carne
mechada en la bandeja, Blanche se compuso el escote. Tirón de
mechada en la bandeja, Blanche se compuso el escote. Tirón de
tetilla por aquí, tirón de tetilla por allá, voilá, todo fuera,
exuberante y principesco. Al inclinarse para depositar la carne
en la mesa, ofreció doble ración de ídem a su invitado. Con los
pechos colocados a la altura de la nariz, Carlos bizqueó; al fin y
al cabo, era humano.
—Debí comprarme un corsé —rumió la secretaria para sí.

Sábado por la mañana. Llovía a cántaros y Blanche no


madrugó. La velada junto a Carlos se había desarrollado a las
mil maravillas, merecía un premio. Bien es cierto que no llegó a
besarla, pero apostaría la mano izquierda a que estuvo a punto
en más de un par de ocasiones. Lo deslumbró con su talento
culinario, sin confesar, claro está, que todo lo compró pre
cocinado y que se limitó a calentar el asado y la salsa. Una
mentirijilla piadosa no escuece ni hace mal a nadie, ella había
presenciado mil veces cómo su madre se las endosaba a su
padre con las sopas de sobre.
Sabrina la telefoneó dos veces y ella se limitó a anular el
sonido del móvil. La cargante muchacha, cada día le resultaba
más insoportable. Pero cuando le dio por aporrear la puerta con
fruición gritando a los cuatro vientos que traía churros calientes,
no le quedó más remedio que abrirle y dejarla pasar, para evitar
una detención por escándalo público. Bueno, y por los churros,
qué carajo, que olían a gloria desde dentro del apartamento.
La flaca no dejó de parlotear un sólo segundo y se limitó a
beber café, tres se tomó en total y a pasear un churro a lo largo
y ancho del mantel, evitando morderlo. Blanche calculó por
encima que debía medir un metro sesenta y cinco, quizá algo
más y que rozaba los cuarenta kilos. Un esqueleto andante, de
piel ajada y pelo estropajoso, teñido de caramelo. Rondaría los
veintiocho o treinta años, imposible saberlo. También podía
contar con cuarenta y muchos. Traía puesto un chándal idéntico
al que Blanche usaba para bajar a Candy a cumplir con sus
necesidades fisiológicas. Mismo modelo, mismo color, ni eso se
había molestado en cambiar. Rechinó los dientes hasta que logró
librarse de su cháchara y echarla de vuelta a su piso.
—Necesito una sesión urgente —se abalanzó sobre el sofá y
cerró los párpados—. Vamos, ¿a qué espera usted? Mi vecina
insidiosa empieza a convertirse en un incordio. ¿Se ha dado
cuenta? ¡Me está copiando! ¡Me replica!
—Buenos días, Blanche. La verdad, no me explico qué es lo
que te contraría tanto. ¿No es eso lo que tú vienes haciendo?
Con Vera, con Betty, con Val…
—No confunda inspiración con vulgar copieteo, esa tipa es
una demente.
—¿Cuándo dejaste de ser envidiosa para ser simple y
—¿Cuándo dejaste de ser envidiosa para ser simple y
llanamente mala?
La secretaria notó un ramalazo hirviente que la recorría de
arriba abajo, como aceite puesto al fuego. Oía a su madre. Su
madre de nuevo. Muchas veces le echó en cara que era mala,
pero ella no era tal cosa.
—No me llame usted así, es un insulto y no se permite insultar
a las pacientes, debe estar escrito en alguna parte. En sus reglas
de conducta. ¿No disponen ustedes de manual de tratamiento?
—Cada paciente es un mundo, nos ajustamos a sus
necesidades.
—Pretenderá hacerme creer que lo que yo necesito, es que
me denigren y me menosprecien.
—Lo has dicho tú, no yo.
—Qué lástima, hubo un tiempo en que hablar con usted me
consolaba, incluso podía considerarlo un guía, pero eso ha
cambiado. Ya no lo necesito y desde luego, no tengo por qué
soportar su… —Tronó el móvil, el nombre de Vera en la
pantallita—. Disculpe, tengo cosas más importantes que atender;
dispongo de amigas que me escuchan y me aconsejan… ¿Diga?
Un golpe seco. Y una especie de chasquido que sonó a hueso
tronchado. A continuación un gemido lastimero y un intento de
aullido:
—¡Blanche!
—¡Dios mío, Vera! ¿Qué está pasando? ¡Vera! ¿Vera?
Sin mirarse siquiera al espejo, se lanzó a la calle, con las
manos temblonas, las llaves de casa, las del coche, el móvil y
toda su desesperación, como único equipaje. En menos de
dieciocho minutos, aparcaba de cualquier modo el coche frente
al lujoso portal de Vera, tras haberse saltado dos semáforos en
rojo y unas cinco preferencias de paso. Cruzó la calle como una
exhalación y apretó frenética el interruptor de llamada del
ascensor. El pasillo del piso estaba enmoquetado en un elegante
tono arena y la puerta de Vera aparecía marcada con un 15 en
latón lustroso. La aporreó sin miramientos.
—¡Vera abre! ¡Vera! —Pegó la oreja a la puerta y captó el
barullo de muebles cayendo dentro. Agitó la manija pero no
cedió— ¡Ábreme!
Nunca sabría cómo lo hizo. Cuentan que en ocasiones,
madres llevadas al extremo por encontrarse sus hijos en una
situación peligrosa, habían llegado a desplegar una fuerza física
sobrehumana que les permitió desplazar varias decenas de
metros, un utilitario de casi dos toneladas. Pues Blanche le arreó
tal patada a la puerta, que la cerradura se vino abajo y le
franqueó el paso. El salón estaba desierto, el suelo plagado de
franqueó el paso. El salón estaba desierto, el suelo plagado de
cristales rotos y pedazos de muebles ruinosos, descuartizados a
golpes. Blanche siguió la estela de destrucción que la llevó hasta
el dormitorio y se encontró con Vera tirada en la cama, apenas
visible bajo el corpachón de Joe Sinclair, alias manos ligeras, su
ex marido borracho, que a tirones con su ropa, sorteaba sus
patadas.
—¡Vera, por Dios! —Antes incluso de que el atacante se
percatase de su presencia, ya estaba Blanche buscando algo
contundente con lo que atizarle. Pero lo único que vio a mano
fue una percha de madera. Trató de sacudirle en la nuca con el
punto de unión entre las dos varillas, pero no dio resultado: la
diana era escueta, Joe se movía demasiado y la secretaria no
controlaba sus nervios. Tiró la percha a los pies de la cama y le
propinó una patada en el culo.
—¡Cabrón malnacido…! ¡Suéltala! ¡Suéltala o llamo a la
policía!
Joe se giró ligeramente y la miró con soberano desprecio.
Animada por el asco que rezumaban sus ojos, Blanche se hizo
con una bufanda pashmina de Vera que descansaba en una
butaca próxima y se abalanzó al trote contra el hombretón,
enrollándosela en la garganta con eficacia; a continuación saltó
sobre su espalda y se montó a caballito, tirando de la prenda
hacia sí. Joe se vio obligado a separarse de su víctima, para
proteger su cuello estrangulado, tratando en vano de zafarse.
Vera aprovechó los segundos de ventaja y se escabulló de su
radio de acción gateando desesperada. Antes de que ganase
muchos metros, Joe le propinó un puntapié que apenas llegó a
rozarla. Blanche apretó furiosa el lazo.
Entonces Joe se irguió y comenzó a sacudirse con la cólera de
un potro salvaje y la secretaria colgada de la chepa como un
birkiki. Incapaz de sujetarse en aquella postura y de seguir
tironeando, Blanche aflojó la presión una micra y de un
espasmo, Joe la despidió volando bien lejos; la estrelló contra
una cómoda. Blanche notó un dolor agudo que le traspasaba la
espalda y se le incrustaba en los pulmones, como si abrasaran. A
continuación, se le quebró la respiración.
Joe Sinclair sudaba y apestaba a alcohol. Tenía los ojos
enrojecidos y llorosos y el atractivo gesto, contraído. Una
evidente mancha de sangre dominaba la pechera de su camisa,
pero no estaba herido. Entre nebulosas, Blanche dedujo que
pertenecía a Vera. La misma Vera que acudió por la espalda
renqueando, y cuando el hombre pretendía patear a Blanche, le
asestó un monumental sartenazo en la cabeza. Sinclair se
derrumbó dirección al suelo, rígido como una tabla. Allí
permaneció inmóvil, en tanto Blanche y Vera recuperaban el
aliento.
—¿Está…? —balbució Blanche. Y se rascó el chichón que
venía de camino.
—Ni de coña, pero debería estarlo —apuntó Vera mirándolo
con fijeza, sin dejar de empuñar la sartén antiadherente tamaño
familiar.
—¿Ocurre algo? —Un vecino alarmado y pálido, se plantó
en el centro del dormitorio, bizco a causa de la impresión. Se
colocó junto a Vera y observó consternado el cuerpo yacente
de Joe.
—¡A buenas horas, mangas verdes! ¿De dónde sale usted?
—Estaba en casa…, me pareció oír gritos. ¿Quieren que
llame a la policía?
—No, gracias, ya nos las arreglamos nosotras —replicó
Vera. Pero el buen samaritano, no iba a darse tan fácilmente por
vencido. Sacudió la cabellera incrédulo.
—Este hombre… —señaló a Joe—. Podría estar herido.
Tengo que avisar a jefatura, ellos sabrán qué hacer.
—Ese hombre es un delincuente que por poco mata a mi
amiga —explicó Blanche a voces poniéndose en pie—. Le
agradecemos que se mantenga al margen.
—Con más motivo, si se ha cometido un delito…
Blanche lanzó el grito de guerra que Vera parecía esperar.
Blanche lanzó el grito de guerra que Vera parecía esperar.
—Arréale a este también.
Ni se percató de por dónde le venía. ¡Ras! Otro sartenazo y
otro tipo al suelo, sin conocimiento. Blanche saltó por encima de
ambos, cerró la puerta y la apalancó con una mesita baja y un
butacón.
—No tenemos mucho tiempo antes de que recuperen la
consciencia. ¿Tienes pastillas para dormir?
—Sí…
—Tráeme todas las que puedas. Y un mortero —se adentró
en la cocina y comenzó a abrir armaritos—. Y necesitaré una
botella, agua y un embudo.
El tono de voz de Blanche indicaba que estaba despierta y en
pleno uso de sus facultades; que disponía de un plan. De modo
que la eficiente Vera se limitó a seguir a pies juntillas todas sus
indicaciones y le facilitó la serie de objetos requeridos. Blanche
dejó caer un buen puñado de pastillas en el mortero y las redujo
a polvo de unos cinco o seis golpetazos. Luego llenó la botella
de agua, echó dentro la mitad del polvo con ayuda del embudo,
mezcló líquido y pastillas y le introdujo el cuello del embudo a
Joe en la boca, bien adentro, después de girarlo y ponerlo boca
arriba de un patadón.
—¿Qué piensas hacer? —la pregunta de Vera brotó como un
gruñido de animal asustado.
—Ganar tiempo mientras pensamos. Sujétale la cabeza, como
si le estuviéramos haciendo el boca a boca. Por cierto, qué asco,
prefiero que se muera. —Volcó el contenido de la botella hasta
apurarla y miró al vecino magnánimo—. Me temo que a este
habrá que hacerle lo mismo.
—Blanche, no te pases. —Pero acto seguido, extraía el
embudo de la garganta de Joe y se lo incrustaba al desconocido
en la boca. Blanche rellenó la botella y vertió polvo dispuesta a
repetir la delicada operación.
—¿Lo conoces?
—No lo he visto en mi vida, ni siquiera en el ascensor.
—Pues mejor; menos remordimientos —resolvió la
secretaria. Cuando hubo acabado, suspiró y estiró las rodillas.
Miró a Vera con un ademán directo.
—Perdona que haya resultado de tan escasa ayuda —se
justificó la jefa. Blanche observó que tenía la piel plagada de
arañazos y sangre seca—. Estoy atontada todavía.
—No te disculpes, yo ya he agotado mi caudal imaginativo y
te toca ser la mandamás que siempre fuiste. ¿Qué hacemos a
continuación?
Vera no contestó de inmediato; se limitó a mirar a los dos
bellos durmientes con aprensión.
—¿Están… lo que se dice bien dormidos?
—Es difícil calcular, pero diría que tienen para un par de días,
con bastante aproximación. —Vio que Vera ponía pies en
polvorosa, aunque se frenó en el salón, a la altura del mueble
bar.
—Necesito una copa. Te sirvo una.
—No te diré que no. Pero tenemos que ir decidiendo.
—El vecino, de vuelta a su casa.
—¿Con el chichonazo?
—Cuando despierte, con suerte no sabrá si lo ha soñado. Sí,
tendrá magulladuras, pero no puede probar nada. Juraré por mis
ancestros que no lo conozco más que de cruzármelo en el portal
y que ha debido tener “un mal viaje” con alguna droga y le dio
por mí. Ya me entiendes.
—Jolines, Vera, no pensé que fueras tan maquiavélica. —
Alargó la mano ansiosa y atrofió los dedos alrededor del vaso
de vodka. Se lo encajó de un trago.— ¡Ay qué rico! ¿Queda
de vodka. Se lo encajó de un trago.— ¡Ay qué rico! ¿Queda
más?
—Ya nos emborracharemos luego. Hay que dejar a este
entrometido en su casa y luego nos desharemos de Joe.
Blanche asintió obediente, se desprendió del vaso y agarró al
desconocido por los tobillos.
—Me pregunto en qué estabas pensando cuando volviste a
abrirle la puerta al cenutrio de tu ex marido. Debiste olerle el
aliento a kilómetros.
Vera meneó decaída la cabeza.
—Reconozco que he sido una crédula y una estúpida.
—Te lo has buscado tú solita. Si no llego a acudir, igual te
viola. Bueno, que te violase es lo de menos porque para algo
habéis estado casados un montón de años y ya debes conocerlo
a fondo en la cama, aunque claro, una nunca sabe si cuando se
inflan de güisqui el comportamiento va…
—Blanche, por los clavos de Cristo. ¡Cierra el pico! —Vera
introdujo las manos por debajo de las axilas y tiró del cuerpo,
aunando su movimiento con el de la secretaria y dirigiéndose a la
puerta, previamente evacuada de obstáculos.
—¿Está despejado el pasillo?
—¿Está despejado el pasillo?
—Ni un alma. Sábado a medio día, figúrate, los centros
comerciales de bote en bote y nadie en el edificio. Podemos
salir, es el apartamento de enfrente.
Fue muy sencillo depositarlo en la cama y cerrar suavemente
la puerta de la calle, que el vecino se había dejado abierta.
Blanche, hasta se entretuvo en peinarlo y colocar una botella de
güisqui en su mesita de noche, para mayor confusión del pobre
desgraciado, cuando despertase. Se palmeó con garbo las
manos.
—Ahora, a por “manosligeras”.
—Llamaré al cerrajero de urgencia para que venga a reparar
la cerradura; así eliminamos pruebas y cualquier argumento a
favor del cuento chino que venderá el vecino a la poli, en cuanto
regrese al mundo de los vivos —razonó Vera tomando el
teléfono—. Y a un almacén de embalajes, para que nos envíen
una caja de… respetable tamaño.
Ahora fue Blanche la que la estudió con detenido pavor.
—¿Vamos a despedazarlo?
—Anda, mujer, qué cosas se te ocurren. Vamos a
asegurarnos de que no vuelva.
—Pues justo eso es a lo que me refiero…
—No hagas que te lo explique, tengo las neuronas
centrifugadas. Por favor…, limítate a seguirme y darme
cobertura.
Todo se desenvolvió sobre ruedas. Clausuraron el dormitorio
donde Joe dormía el sueño de los injustos, el cerrajero de
emergencias desempeñó su función a las mil maravillas y treinta y
cinco minutos más tarde, disponían de cerradura flamante y
contenedor tipo cajón de pino, en mitad del living. Encima, todo
pagado.
—Ahora, lo metemos dentro, lo clavamos bien clavadito con
unas puntillas que tengo por ahí y un buen martillo y le toca el
turno a la empresa de transportes. —Vera se conducía vivaz y
aguda. Se lavó la sangre y se mudó de ropa. Como si nada
hubiera pasado.
—¿Y cuál es el destino si puede saberse?
—El puerto.
—Podrá respirar, ¿verdad? —Blanche tradujo a palabras los
pensamientos de ambas. Sin embargo la respuesta de Vera fue
desconcertante.
—Francamente, querida, eso me importa un bledo.
Alcanzaron de chiripa la oficina de carga portuaria, porque la
chica cerraba a las cuatro y puso cara de malas pulgas al verlas
entrar resollando. Mascaba chicle y de paso mostraba todos los
empastes.
—¿Un cargamento de última hora? —dedujo sagaz,
echándole una ojeada a la caja a través de los ventanales.
—Sí, disculpe. Se nos ha hecho tarde.
—Y tan tarde, el barco está a punto de zarpar. ¿Han
rellenado los impresos? Pueden recogerlos en la…
—Oficina de la entrada, sí, aquí los tenemos —se adelantó
Vera con aplomo y total dominio del fiasco.
Debió desinflarse la burbuja de ilusión de la oficinista que
esperaría poder desembarazarse del encargo. Agarró los folios y
les dio un par de vueltas.
—Madagascar… Mmmmm… la verdad, no sé si ya a estas
horas…
—Haga un poder, señorita, es un cargamento de muñecas —
la auxilió Blanche componiendo su mejor cara de desamparo. La
oficinista hizo un globo con el chicle mientras la analizaba.
—Barbies para ser más exactos. Van para los niños pobres.
—Barbies para ser más exactos. Van para los niños pobres.
—¿Y por qué no han venido antes? Esto no es un
supermercado, no pueden dejarlo para última hora…
—Es que no aparecían los vestiditos —se apresuró a aclarar
Vera.
—Pero ahora sí, ya van; y las braguitas. Doscientas veinte
braguitas Barbie y diez trompos —completó Blanche rebosando
entusiasmo.
—El embalaje es un poco grande, ¿no? —La empleada echó
un vistazo suspicaz al exterior. Blanche y Vera se estremecieron
a la par.
—Van todas en sus cajitas, como debe ser. Y con plástico de
burbujas alrededor.
La oficinista imbécil volvió a dudar.
—Es que estoy de sustitución, mi compañera es la que
entiende de estas cosas. Yo, como no traiga el sello de
embarque y es que no lleva el sello de embarque, comprenderán
ustedes…
—Cuando finiquite la sustitución, podrá llevarse a su casa la
satisfacción de una buena obra. Piense en esos niños
hambrientos…
Blanche le endosó un buen codazo a Vera. No podía jurar
que en Madagascar pasaran hambre. Mejor no meter la pata
con detalles innecesarios.
—Eso, piense en los niños…
Las dos clavaron cuatro ojos ávidos en la mascadora de
chicle, que al final, se avino a colaborar.
—De acuerdo. El fletante manifiesta que el contenedor incluye
un cargamento de muñecas Barbie. Sello va. —Y lo estampó
contra los papeles, provocando a Blanche y Vera la mayor
satisfacción de sus vidas.
—Mil gracias señorita. Es usted un ángel. A partir de ahora,
será considerada la madrina de todos esos alegres chiquillos…
—A la tipa se le contrajo el careto—. Figurada, entiéndame,
madrina figurada.
Salieron zumbando de la oficina, sin toparse con más
impedimentos y se refugiaron en el coche de alquiler que Vera
dispuso para borrar rastros. Del mismo modo, había falsificado
hasta el último dato del impreso. Jamás sabría nadie, quién había
embarcado a Joe Sinclair rumbo a Madagascar. Condujo con
cuidado lejos del muelle y aparcó bien parapetada en un hueco
desde el que se divisaba el gran barco carguero. Un empleado
con mono azul acababa de pegar en el cajón unas etiquetas
con mono azul acababa de pegar en el cajón unas etiquetas
adhesivas del tamaño de una toalla de lavabo y le pasaban unas
cinchas a lo largo y ancho de su superficie. La grúa comenzó su
tarea y el cajón se elevó un par de metros por encima del suelo.
—Parecen firmes —musitó Vera ensimismada—. Me refiero
a los arneses.
—Lo son, lo son. Además lleva dentro una botella de agua y
un paquete de pan Bimbo, fuiste muy considerada; yo le habría
metido una botella de vinagre de a litro.
—Mujer… También le puse un buen fajo de billetes. —cortó
tajante las protestas de Blanche—. Que el poco tiempo que le
quede, lo viva en condiciones. En Madagascar o donde pille. No
tiene tiempo de volver.
—Ya te vale, Vera. —Callaron las dos y miraron el barco
atestado de fardos. La caja de madera con el durmiente, fue
depositada en la parte superior de los contenedores metálicos,
casi con dulzura—. Mira por donde, el carguero se llama
Esperanza —adujo Blanche pensando repentinamente en un
paquete de kikos. Menudo antojo. Vera mantenía las cejas
juntas. Ahora fue ella quien preguntó con la voz quebrada por
las emociones.
—¿Crees que entrará suficiente aire en la caja?
Blanche giró el cuello, contabilizó mentalmente las aberturas
Blanche giró el cuello, contabilizó mentalmente las aberturas
que recordaba entre tablón y tablón y sonrió.
—Francamente, querida, nos importa un bledo.
18-Un rojo que vira a negro

No fue hasta la tarde, que la cosa explotó. Vera determinó


regresar a su apartamento a limpiar en plan posesa y a eliminar
cualquier signo de lucha, objetos partidos y similares, mientras
Blanche buscó cobijo en su pisito, presa de unos desquiciantes
temblores tardíos. El complejo de culpa se desató. Telefoneó a
Carlos y le pidió compañía aludiendo que se encontraba fatal de
ánimos.
—Te contaré cuando vengas —agregó para darle más
pimienta. Él, como era de suponer, picó. Menudo desgraciado,
a sus años y sin nada que hacer un sábado por la noche.
Pero la espera acabó de ponerla frenética y se fumó nueve
cigarrillos pegada a la ventana. A Carlos le bastaron diez
segundos y dos inspiraciones, para sospechar.
—No sabía que fumaras —apreció nada más saludar.
—Y no lo hago —repuso Blanche a la defensiva.
—Bueno, el olor del salón, tu aliento y las colillas en esa
maceta, cuentan otra cosa.
Blanche dejó caer los hombros.
—Vale, confieso. Estoy muy nerviosa. Es… se trata de mi
madre, está en las últimas… ¿Y tu padre, cómo sigue?
—Enfermo y a mi juicio, empeorando. No dejan de hacerle
pruebas pero nadie da con el diagnóstico. Acabarán
ingresándolo. ¿Tu madre está en el hospital?
—Sí. En cuidados intensivos. ¿Te das cuenta? Mi padre ya
murió… Y mi hermana me odia. Desde pequeñita, no soporta
que me haya forjado una vida, que haya aprendido a caer de pie
pese a todo. Si se va mi madre me quedaré sola. Sola en el
mundo —repitió como un eco de ultratumba.
Hasta que llegó Carlos, Blanche dispuso de tiempo para
decidir su postura. De pie, debilitada junto a la ventana del
salón, mirando melancólica a la calle. La cortesía obligó al chico
a mantenerse junto a ella y Blanche aprovechó el instante de la
confidencia para alzar unos ojos implorantes. Carlos no pudo
evitar acariciarle la barbilla.
—Sola en el mundo, sin nadie que me proteja, ¿te das
cuenta? —Se arrimó un poco más—. Tengo miedo, Carlos,
tengo miedo de quedarme sola.
—Tienes amigos que te quieren —susurró momentáneamente
arrepentido de su osadía. Se retiró sutil y Blanche apretó los
arrepentido de su osadía. Se retiró sutil y Blanche apretó los
labios con fastidio.
—Supongo que te refieres a ti, porque no consigo pensar en
nadie más, ni siquiera de Valentina me fío a estas alturas —
moduló la voz para que asemejara un trino de pájaro—. Pero te
marcharás. Cuando os caséis te irás a Canadá y no volveré a
verte.
Su puntualización molestó a Carlos, pareció devolverlo a la
cruda realidad.
—Te repito que no quiero irme a Canadá, no se me ha
perdido nada por esos lares.
Blanche dejó ir un estudiado suspiro y se dirigió al sofá.
Carlos la siguió dócil. Se acopló a su lado. Sobre la mesita
descansaban dos vasos, una cubitera y varias botellas de alcohol
diverso.
—Valentina lo tiene más que decidido. Está dispuesta a
apartarte de Gijón, vaya usted a saber por qué oscura causa.
—Se ha vuelto manipuladora y dictatorial. Abusa.
—A veces me tortura la idea de que Val y tú no seáis felices
juntos, no te imaginas lo diferentes que se os ve desde fuera. Es
cierto que cuando uno está implicado… bueno, pierde la
perspectiva, entiendo que de alguna manera… consideres a
perspectiva, entiendo que de alguna manera… consideres a
Valentina tu media naranja pero sinceramente… Creo que
anheláis cosas distintas. —Se detuvo y abrió una pausa para
estudiar el efecto de sus palabras. Carlos asentía con
pesadumbre—. Os quiero tanto a los dos que lamentaría que
todo acabase en naufragio.
—Con Valentina iba directo a la boda sin pensármelo, pero
estos últimos meses… Es como si hubiese descubierto una chica
nueva, distinta, que puede que siempre haya estado ahí, pero
que no sé si acaba de gustarme. —Sacudió la cabeza—. Creo
que no debería estar diciendo estas cosas horribles de tu amiga.
Soy un tipo despreciable, pensarás que lo soy…
Blanche selló su silencio con un beso. Tierno y suave al
principio. Casi tímido. Apasionado después, en cuanto
comprobó que Carlos le respondía. Allí se quedaron, retrepados
en el sofá, besándose como dos adolescentes apasionados
durante casi una hora. Algo saltaba de gozo en el estómago de la
secretaria. La venganza; el sentido de la justicia alcanzada; la
soberbia; el placer de imaginarse a Valentina sollozando en casa
de su madre pediatra pluscuamperfecta, mientras su novio se la
pegaba con… Ella: la niña pobre de barrio humilde a quien nadie
admiraba. ¡Chúpate esa, Olivieri!
Arrastró a Carlos a la cama sin el menor remordimiento y
procuró hacer realidad todos sus deseos aquella noche.
Imaginando a Valentina cursi como un repollo con lazos y
Imaginando a Valentina cursi como un repollo con lazos y
ciertamente reprimida en cuestiones de sexo, a ella le
correspondía encarnar a la diosa del vicio. Lo que quisiera
Carlos, lo que quisiera, como deseara, cuando gustase...
No le hizo ni pizca de gracia abrir los ojos y descubrir que el
pájaro había volado lejos del nido. Carlos no estaba y en su
lugar no había ni nota amorosa, ni flor ni un triste donut para el
desayuno. Nada de nada. Solo vacío. Saltó con energía y atrapó
el teléfono. Mientras marcaba furiosa su número, notó que la
desagradable sorpresa había logrado incluso, velar el buen
recuerdo de la noche anterior. Carlos se tomó su tiempo antes
de atender. Bastante, por cierto. Y cuando lo hizo, no lograba
hablar.
—¿Carlos? ¿Eres tú?
—Sí, Blanche, disculpa… Soy yo.
—Al no verte esta mañana… Bueno, me había asustado…
—Blanche, lo siento estoy tan confuso… Tengo que pedirte
perdón, mil perdones para ser exactos y no sé cómo hacerlo, no
entiendo cómo pude dejar que ocurriese… Yo debería…
—Estás arrepentido —dedujo ella amarga.
—No sabes cómo.
—Fue precioso, los dos lo quisimos, es una tontería que te
culpabilices… Yo te necesitaba, fue increíble.
—¿En serio no piensas que soy un canalla y un aprovechado?
—¿Por qué iba a pensar eso?
—Puede que porque voy a casarme con tu mejor amiga y os
debo un respeto. —El arrojo de su tono volvió a derrumbarse
—. A las dos.
—No estoy tan segura de que debas dar por cierto ese
matrimonio.
—En cualquier caso, necesito pensar. —Una larguísima
pausa, como un puente colgante que nadie se atrevió a cruzar—.
Lo comprendes, ¿verdad?
—Claro que sí. Pero solo si me prometes que no te darás con
el látigo. Soy adulta, Carlos, no me has seducido ni engañado,
no te has aprovechado de mi virtud. Pasó porque los dos
quisimos… Me repito, creo que eso ya te lo he dicho.
—¿Sería mucho pedir…? Sé que no tengo derecho a pedirte
esto…
—Dime, dime. Lo que quieras —prometió ilusionada.
—Mantengamos de momento a Valentina al margen de lo
—Mantengamos de momento a Valentina al margen de lo
ocurrido. ¿De acuerdo?
Blanche no se molestó en ocultar su decepción. Esperaba
algo más y mejor. Pero le concedió su deseo.
—Conforme. No diremos nada. —Y colgó—. De momento.
Como colofón a su sentencia, un trueno dominó el cielo
encapotado y gris de aquel tonto domingo y tras la atronadora
melodía, una cortina de lluvia helada descargó sobre la ciudad.
Blanche encendió velas y puso música suave. Tostó pan, untó
mantequilla como no lo había hecho desde jovenzuela y sonrió
malvada. Entonces una bien conocida voz, inundó su cerebro.
—Estarás contenta, mira la que has liado. Es el principio del
fin. El holocausto, la hecatombe.
—Huy, qué drástico. No le he llamado, no estoy preparada
para una sesión ahora. —Y acabó de morder la tostada.
—Tienes la obligación de escucharme. Olvida eso que tienes
planeado, deja a Carlos y a Val que sigan su vida, tal y como la
conocían antes de que tú entrases en ella y lo emponzoñases
todo.
—¿Bromea? Por una vez, ¿me oye? por una sola y maldita
vez, voy a salirme con la mía. Valentina me debe mucho desde
hace años; se encargó de minar mis defensas, mi credibilidad, al
hace años; se encargó de minar mis defensas, mi credibilidad, al
lado de ella, yo no significaba nada. Ahora es mi momento. Ella
sufrirá y sabrá que duele. En lo que lleva de vida, a Valentina no
la han dañado mucho.
—Eso de lo que hablas, es maldad.
Blanche se encogió de hombros y volvió a la carga con otra
rebanada.
—Desde su retorcido punto de vista, puede. Desde el mío es
justicia. Y no se hable más, no va a convencerme.
—Eres insufrible cuando te obcecas.
—¿Yo? ¿Y usted? ¿Quiere que le diga lo que me parece? Un
maniquí, un corazón de plástico que no siente ni padece. ¿Nunca
se cabrea?
Blanche abandonó flemática la cocina, pero la voz la persiguió
más allá del salón, hasta el dormitorio. Llevaba una taza de café
en las manos y le daba pequeños sorbos.
—Oh, sí, tú has estado a punto de sacarme de mis casillas en
muchas ocasiones.
—¿Y por qué no cede y se rinde? ¿Por qué juega a hacerse
el fuerte?
—No lo hago, lo soy.
—No le creo. Es fachada para impresionarme. No crea que
no sé el efecto que provoco en los chicos, Carlos se volvió loco
de atar, para que le conste.
—Te equivocas en más de un aspecto; por lo que a mí
respecta, no eres una dama a la que cortejar sino mi paciente.
—Usted no tiene ni chispa de sangre en las venas —lo
despreció. Abrió la puerta del armario y atisbó dentro algo
bonito con lo que consolarse.
—Quieres saber hasta dónde soy capaz de aguantar.
En ese trágico instante, Blanche fijó los ojos en el reflejo del
espejo. Una mujer pálida y delgada, anodina y triste, con la
frescura de la juventud diciendo adiós.
—No aguante, doctor sabelotodo y arrogante, dígamelo.
Escúpalo bien alto, hace años que lo sabe ¿Qué soy? ¿Qué le
parezco?
—Ese no es mi papel. Y no estires la goma, está a punto de
romperse.
—No es sincero y eso no me sirve. Empiece por ponerme
nombre —retó con desgarro sin apartar un milímetro las pupilas
del espejo. Atrofió los puños y se clavó las uñas en las palmas.
del espejo. Atrofió los puños y se clavó las uñas en las palmas.
—Eres…
—Vamos, no sea cobarde, ¿qué soy?
—Eres…
—No se atreve, no se atreve —se burló bien alto— ¿Qué
soy?
—Una desgraciada. —El adjetivo descendió de las alturas y
se clavó en el suelo con la fuerza de un cuchillo. Blanche se
desinfló de repente, inmóvil, detenido hasta su pulso,
conteniendo el llanto, tragando dados de saliva sólidos como
torreznos.
—Le ha costado, doctor —musitó—. Le ha costado.
Se dejó a medio vestir y se transformó en un ovillo amarrado
al sofá. Tiritando y llorando sin consuelo. Para cuando oyó el
traqueteo de las llaves de Valentina hurgando en la cerradura de
la puerta, tenía los ojos hinchados como patatas viejas. Su amiga
soltó de golpe la maleta en el recibidor y corrió a consolarla.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué te pasa, por qué estás así?
—Mi madre, mi madre se me muere, Val… Estoy sola, nadie
me quiere y los que me quieren se arrepienten —recitó del tirón
y sin respirar— ¡Nadie se preocupa por mí!
—Ignoraba que estuvieses en tan mal estado, mujer, haberme
llamado, habría venido corriendo… ¿Quieres una infusión? ¿Un
vaso de leche caliente?
—Un cola cao estaría bien —sorbió la nariz todo lo ruidosa
que pudo. Valentina le facilitó un clínex mentolado.
—Voy a preparártelo y de paso me tomo yo otro, que hay
que ver cómo se ha puesto la tarde.
Valentina la trigueña, desapareció tras el murete de la cocina
charlando de intrascendencias, seguramente para que Blanche se
apaciguase. Pero no existía bálsamo para su interior devastado.
Al primer descuido de su amiga, se arrojó a la calle, en ropa de
andar por casa y zapatillas, arrastrándose bajo la lluvia. Hizo
falta muy poco rato para que Valentina la localizase abrazada a
una farola, con la mirada perdida y completamente empapada.
Venía debajo de un paraguas rosa tachonado de corazones. Le
sonrió tranquilizadora y Blanche adivinó los colmillos de vampiro
tras aquel intento. Se aferró con mayor ímpetu al mobiliario
urbano. Valentina ladeó la cabeza y recurrió al móvil.
—Carlos, te necesito. No te molestaría si no fuese
importante, se trata de Blanche. —Qué tono más áspero y
desagradable estaba usando, pensó Blanche en mitad de su
paranoia—. Estamos en la calle no consigo separarla del tronco
paranoia—. Estamos en la calle no consigo separarla del tronco
de una farola. Parece ida. Sí, por favor, estamos en la Plazuela,
muy cerquita de casa, ya sabes, frente al Café di Roma.
Y en brazos de Carlos, su príncipe azul arrebatador, Blanche
regresó al apartamento y después a su mullida cama, luego que
Valentina le cambiase la ropa y le secase el cabello, con una
ínfima colaboración por su parte, todo hay que decirlo. Podía
haberle cedido la labor a Carlos, se le daba mejor desnudarla y
además contaba con la ventaja de la práctica. Pero la lengua de
Blanche estaba atada por el hilo invisible de la parálisis. No
articularía palabra, ni siquiera para mortificar a Valentina. Por
cierto, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, allí
estaba Sabrina plantada en mitad del salón con los primeros
vaqueros que le veía vestir, exactos a los de Blanche el día
anterior. Quiso vomitar pero no le salía. Todos la observaban
como si fuese un mono en peligro de extinción.
—Y de repente le dio, fue una especie de ataque. Me giré a
mirar y se había ido, con la que estaba cayendo —Oyó explicar
a Valentina. Se estaba tomando una tila, típico en ella: hasta en
los peores momentos de los demás, tenía que exteriorizar que
era la que más sufría. Por suerte, Carlos mantenía las distancias,
era Sabrina la que se sentaba a su lado.
—Hiciste bien en bajar a recogerla, pobrecilla, quién sabe
dónde habría podido acabar. —Sabrina se rehízo del temblor
que la recorrió toda, figurándose aquella sarta de desagracias
con Blanche como protagonista—. Se la ve muy afectada…
¿Sabes por qué?
—Me dijo algo acerca de su madre —explicó Val. Carlos
respiró aliviado—. Al llegar me la encontré llorando. Puede que
al visitar yo a la mía, haya removido en ella recuerdos…
—O circunstancias —adujo el chico, ya con más calma—:
creo que está muy enferma. Me refiero a su madre. Y es la única
familia que le queda.
—Su madre es una bellísima persona —relató Valentina—,
de esas que por no ofender, no hablan. Y no imagináis lo que
quiere a sus hijas.
Desde su cama, Blanche deseó tener poderes y que la mayor
lámpara del apartamento se estrellase en la cabeza de Valentina
la gilipollas. ¡Qué sabía ella de su madre! ¡Bellísima persona!
Desde fuera… Vete a vivir con ella y verás lo que es una gota
de agua sobre el cráneo día tras día, año tras año, robándote la
cordura.
—¿Deberíamos avisar al médico? —sugirió Valentina
consternada. Sabrina desvió la mirada hacia Carlos. Al parecer,
esperaba que fuese él quien tomara la decisión.
—Sinceramente, no creo que haga falta, si no empeora…
—Pero está en estado de shock, ¿no la ves?
—¿Un psiquiatra?
—No, hombre, un psiquiatra no, qué exagerado. Cualquier
médico valdría —refutó Valentina retirando la cara molesta.
—No, cualquiera no valdría, si dices que está sufriendo un
colapso nervioso y que ha tenido un brote psicótico, tendremos
que contar con un psiquiatra como poco y ya que lo mencionas,
no soy un exagerado, tú planteas los dilemas y luego no te
satisface ninguna solución que aportamos los demás —casi chilló
Carlos. A simple vista, Blanche notó que tenía los nervios
crispados. Sabrina asistía a un partido de tenis, observándolos
de hito en hito.
—Pues lo dejamos. No voy a localizar a un psiquiatra que la
atiborre de pastillas —atajó Valentina con un tono más resuelto
de lo que era habitual en ella.
—Pues de acuerdo —rezongó Carlos caminando nervioso a
la cocina—, tú lo habías propuesto, no yo.
—Estoy bien, por amor del cielo, no peleéis. —Blanche
consideró que ya era momento de dejar de hacerse la dormida y
aquietar los ánimos—. Las personas se ponen tristes y se
deprimen y a veces les da por llorar sin freno, eso es todo. Hoy
me ha pasado a mí.
Valentina corrió hasta su cama, se arrodilló y la abrazó.
Blanche habría preferido que fuese Carlos el que se le tirara
encima.
—¡Qué susto me has dado!
Blanche alzó la mano lenta y acarició el sedoso pelo de su
amiga.
—Estoy bien, no te preocupes. —Su última ojeada, pasando
por encima de la atónita Sabrina, fue para Carlos.

Pasaron dos días adormecidos y lentos, durante los cuales,


Blanche se permitió quedarse amodorrada contemplando cómo
un rosario de seres humanos afligidos, apisonaba su trasero en la
misma silla uno tras otro, se inclinaba sobre ella con mueca
ambigua y le tomaba la mano con delicadeza. Vera la tranquilizó
por si acaso su inesperada recaída se debía al incidente con Joe
manosligeras. Sin noticias; ni de él ni de la pasma. Bien.
Valentina se ocupaba de cocinarle calditos y Carlos la suplía
cuando las facturas en Tormes se la llevaban. Entre col y col,
lechuga, esto es, Sabrina dando por el saco, fisgando y
probando que guardaba en su armario, una prenda siamesa de
cada una de las que Blanche poseía. En su mente enajenada,
Blanche sólo soñaba con matarla lentamente y disfrutando.
Aquella tarde, Vera pasó de nuevo a visitarla y parecía
excitada. Venía muy guapa, con un traje de chaqueta en color
vino y jersey beige finito de cuello a la caja. Se encontró a
Blanche tumbada en el sofá cubierta con una manta. Valentina se
retiró discreta a la cocina y para fastidio de la secretaria, Carlos
la siguió como un perrito faldero.
—Y no hay ni el menor atisbo, ni una llamada, un telegrama,
no sé… ¿Te imaginas si se ha muerto? —Blanche bajó de las
nubes, sólo porque Vera la miraba anhelando una respuesta.
—Pues si se ha muerto, mejor, se lo merecía —cuchicheó
con agotamiento.
—Total, ya era poco lo que le quedaba, espero que la
comida le bastase para el viaje y que la pasta que le coloqué en
el bolsillo no resultara insuficiente. —Lanzó un rápido vistazo a
la cocina, donde Valentina se afanaba con una ensalada César
—. Ya sabes, no es más que la conciencia reconcomiendo.
Figúrate, que me han convocado a Burdeos ni más ni menos,
cuatro días de seminario y especialización a cuenta de la
empresa y no me veo con cuerpo. De hecho, no pienso ir.
¿Puedo fumar?
—Mejor no. Valentina podría arrancarte el hígado de un
mordisco.
—Vale, pues no fumo. —Guardó el paquete de cigarrillos
que había empezado a sacar del bolso. Se conducía con
atropello.
—Pero esa beca habrá que adjudicársela a alguien —
prosiguió Blanche más por seguirle la corriente que por otra
cosa. Empezaba a olerse el pan frito: que la imbécil de Valentina,
por acumular méritos delante de su prometido, estaba dispuesta
a elaborar los picatostes ella misma. A lo lejos la vio tonteando y
la mano de Carlos que rozaba su mejilla. Ella le correspondía en
el acto. Inmediatamente, una idea inundó la mente de Blanche—.
Manda a Valentina.
—¿A Valentina? Pero si es nueva.
—Será nueva en Tornes, pero no en eso de la contabilidad y
las inspecciones tributarias. Recuerda, además, que la pusiste al
frente de un departamento, sería una muestra de coherencia por
tu parte.
—Bueno, podría… —bufó—. No sé, tengo que pensarlo.
Me cuesta mucho parar y meditar una decisión, estoy…
revolucionada. —Soltó una risilla traviesa que Blanche apenas
escuchó. Estaba pendiente de los amantes de Teruel haciendo
las paces en la cocina. De repente tenía una misión que cumplir y
eso le puso las pilas. Instantáneo.
—Se me está pasando el bajón, Vera. De modo que puedo
—Se me está pasando el bajón, Vera. De modo que puedo
anunciar y anuncio, que tu mano derecha o sea yo, está mañana
de vuelta en la oficina.
Estrenó el día en el despacho de Vera, con dos cafés
primorosamente confeccionados y la más sinuosa de sus
sonrisas.
—Después de mucho pensar, ya que tú estás tan bloqueada,
he llegado a la conclusión de que Valentina es la persona ideal
para ese delicado encargo en Burdeos.
—Pero casi no la conozco… El viaje supondrá reuniones con
los jefazos, algún cliente importante…
—Además habla francés —agregó Blanche haciéndose la
sorda—, creo que es la única en la oficina.
—No es necesario, las reuniones y conferencias se
desenvolverán en inglés.
—Pero no me negarás el buen efecto que causará
expresándose en el idioma nativo.
—No sé, Blanche…
—Mira Vera, sabes que soy tu apoyo incondicional, te consta
que te deseo lo mejor…
—Me consta.
—También soy la empleada más antigua. Sé que Valentina
acaba, como quien dice, de desembarcar, pero la conozco
desde niña, no encontrarás a nadie tan responsable y dispuesto.
Valentina es la leche a poco que se lo proponga.
—Vaya, tiene en ti una buena defensora.
—No la necesita aunque se la merece. En esta empresa
somos muchas y es difícil destacar pero puedo asegurar sin
temor a equivocarme que cuando muchas se hayan ido,
Valentina aún permanecerá y te convencerá de su valía.
—Me estás convenciendo tú. —Sonrió con sorna.
—Un encargo de responsabilidad como este la animará a
poner, si cabe, más empeño en sus tareas, es una chica muy
capaz, hazme caso. —Vera se dio por vencida. Blanche pudo
adivinarlo por su pestañeo repetitivo.
—No te esfuerces, lo compro, pero conste que te hago
directamente responsable; dile que pase, se lo notificaré en
persona.
—No te arrepentirás. Eso sí, a mí ni nombrarme, no quiero
deudas de gratitud. Te he recomendado a Val porque es apuesta
segura, no porque sea mi amiga. Ya sabes, no quiero que se
sienta obligada a recompensarme…
Salió del despacho en volandas, felicísima de la vida, como si
le hubiesen insuflado kilo y medio de felicidad directamente en
vena. Se sentó en su mesa y ni se molestó en ofenderse porque
el bueno de Iván siguiera atendiendo la recepción de Ely en lugar
de pasar sus días en Guantánamo. Cuando vio venir a Valentina,
ya adivinaba la escena. Arrastraba los pies…
—Menudo lío, nena. Vera quiere que viaje a Burdeos.
—¡Pero qué magnífica noticia! —se congratuló sin exagerar ni
chispa.
—Qué va, mi suegro está fatal, lo tienen ingresado en el
hospital, es el peor momento para ausentarme.
—Vaya por Dios. Mujer, por un par de días.
—¿Y si se muere? ¿Y si se muere y me pilla de viaje? —
Valentina se retorció las manos con angustia. Iba a ser verdad
que el viejo le importaba.
—Coño, no seas agorera, qué se va a morir, ya sería
puñetera casualidad.
—Puede pasar, ya sabes. La Ley de Murphy.
—Yo lo que sé es que a Vera no se la puede contradecir. —
—Yo lo que sé es que a Vera no se la puede contradecir. —
Blanche procuró que sus arremetidas sonasen más solemnes. No
contaba con tanta resistencia por parte de Valentina, la verdad.
—¿Crees que le sentaría muy mal si le digo que por motivos
familiares graves no puedo ir? No me he atrevido a
comentárselo.
—Ni se te ocurra, como te coja manía estás condenada para
los restos, no te comerás un colín en esta oficina y con lo mal
que está el mercado laboral y los gastos que conlleva un
bodorrio... —Comprobó con entusiasmo que Valentina se
desmoronaba—. Te estás ahogando en un vaso de agua, amiga.
Deberías estar saltando de contento de que te haya elegido a ti
siendo el último mono de la oficina. —Bajó el tono hasta
convertirlo en un murmullo confidencial—. La mayoría de estas
mataría por un viaje a la cuna del vino con los gastos pagados.
—A ver no me malinterpretes, si yo me siento muy honrada.
—Pues va siendo hora de que también lo parezca, quita esa
cara de acelga y prepara la maleta. No va a pasar nada malo.

Así fue como Blanche se quitó a Valentina de en medio,


alertada por esos tímidos acercamientos a Carlos, en presencia
de una fuente de picatostes crujientes. En efecto, el padre del
chico estaba fatal y Blanche albergaba la insana ilusión de que la
chico estaba fatal y Blanche albergaba la insana ilusión de que la
palmase en ausencia de la joven nuera. Dos horas y media más
tarde de despedir a su amiga y cerrar la puerta, consiguió atraer
a Carlos con la excusa de que tenían que hablar. Al principio se
resistió pero Blanche le apretó las tuercas:
—Me lo debes, me lo debes, sabes que me lo debes —
repitió como un disco rayado hasta que sucumbió. Preparó
oloroso café y galletitas aunque Carlos llegó con prisas.
—Tengo que marcharme al hospital, mi padre está
empeorando. Mi madre, desquiciada; menudo momento ha
elegido tu jefa para mandar a Valentina a un seminario.
—Oye, que mi jefa pensaba ir ella en persona, que hablamos
de un honor de los de copete; bien que procuró Valentina
asegurarse el pasaje, recurrió a todo, peloteo, promesas de
horas extra, juramentos de fidelidad infinita… Le puso la cabeza
como un bombo a la pobre Vera.
—¿En serio? —arrugó el ceño— Ella me contó…
—Parece que no aprendes que lo que Valentina cuenta, rara
vez coincide con la verdad. Reflexiona y deduce, Carlos, es la
última empleada en incorporarse a Tornes, ya tenemos otra
economista, Amanda, fabulosa por cierto. ¿A cuento de qué iba
Vera a depositar tal grado de confianza en una chica a la que
apenas ha rozado? —Lentamente Carlos asintió y Blanche hizo
un gesto de “¿lo ves, como tengo razón, toda la razón y nada
un gesto de “¿lo ves, como tengo razón, toda la razón y nada
más que la razón?”—. Si es que a mi amiga no se le pueden
negar sus virtudes y aparte de lo evidente… sabe ser persuasiva
cuando le conviene, persuasiva al máximo. Y no sé de qué me
asombro porque eso es precisamente a lo que juega contigo —
acercó los dedos al cabello oscuro de Carlos—, a convencerte
de cualquier cosa.
En los ojos del chico leyó algo muy cercano a la vergüenza.
Pero le sonó el móvil y se rompió el encanto. Carlos se sacudió
el embeleso con un cabeceo y descolgó. Blanche rezaba para
que no fuese Valentina.
—¿Cómo? ¿Así de mal? Voy para allá enseguida, no te
preocupes mamá, no tardo nada. Cinco minutos; menos.
Tranquila.
—Tu padre —comprendió Blanche en tanto Carlos se
levantaba de un salto. La precipitación lo llevó a dejarse el móvil
en el cojín del sofá—. Péinate primero, que llevas unos pelos
innobles.
En cuanto Carlos se dirigió al baño, ella se apropió del
teléfono y lo escondió en el hueco entre los asientos. Luego
reptó hasta el aseo.
—Conduce con cuidado, tu padre quiere que llegues. Todo
va a ir bien, dale mucha fuerza a tu madre, va a necesitarla. Yo
me convertí en el bastón de la mía cuando lo de mi padre.
Carlos soltó el cepillo. Tenía peor aspecto que antes de
peinarse.
—Eres tan comprensiva y tan fuerte y tus consejos son tan
buenos… ¿Vas a venir al hospital?
—Sí, claro que sí. Ve en avanzadilla, es a ti a quien desean
ver tus padres. Yo iré a hacerte compañía en un rato. —
Inesperadamente, Carlos estiró el cuello y le besó los labios.
—Gracias Blanche, te lo agradezco. No sé si podré
sobrellevarlo.
—Podrás, eres un gran chico, apuesto a que tus padres están
súper orgullosos de ti.
El hijo imprescindible salió por la puerta hinchado como un
pavo, sintiéndose indispensable y heroico y por supuesto,
olvidándose del móvil. Antes de que pudiera volver, Blanche lo
agarró por la esquina, lo arrojó al váter y tiró de la cisterna.
—A la mierda Valentina.
Trascurridas dos horas, para hacerse desear, Blanche aparcó
en el hospital De Cabueñes. Subía las escaleras de acceso,
cuando Valentina la telefoneó desde Burdeos.
—¡Hola guapa! ¿Ya aterrizaste? ¿Todo bien?
—Sí, genial —respondió con premura—. Oye, Carlos no me
contesta al móvil, bueno, da la llamada y se corta… Me tiene
preocupada.
—No sé nada de él, la verdad, he salido de compras a ver si
me sacudo un poco la depresión. Pero lo localizo y te cuento.
—A ver si va a ser que mi suegro está peor… Como en el
hospital no dejan tener los móviles encendidos…
—No creo, habría avisado. Mira, quiero que estés relajada y
atenta a ese seminario, Val. Tienes que dejar el pabellón de
Tornes a la altura, nadie mejor que tú para apabullarlos. Quiero
que te olvides de enfermedades y clínicas, yo me ocupo, te
tendré al tanto y si ocurriera una desgracia, Dios no lo quiera, yo
misma te canjearé el billete de vuelta. ¿Mejor ahora?
—Cielos, tienes razón, soy una boba, no consigo dejar de
imaginar desgracias. Vale, lo dejo en tus capaces manos. Yo me
encargo de los franceses.
—¡Por fin una frase con sentido! Adelante, déjalos con la
boca abierta. Yo seré tu gaceta de las noticias. Te dejo Val, voy
a pagar tengo a la cajera esperando.
—Blanche…
—Blanche…
—Val, la cola de clientas, me van a apalear.
—Gracias, eres la mejor amiga que he tenido nunca. —
Blanche sonrió y eliminó el nombre de Valentina del registro de
llamadas recibidas.

Camino de la planta donde su futuro suegro estaba


encamado, sacó dos cafés de la máquina y apareció con ellos.
Carlos y su madre charlaban a medio gas en el pasillo. El rostro
del chico se iluminó al verla aparecer.
—Hola, ¿cómo va todo? —Le entregó el café.
—Estable dentro de la gravedad; mira Blanche, esta es mi
madre.
—Encantada.
—Lo mismo digo. Perdone, no le he traído nada pero en un
rato vuelvo a bajar y le traeré una infusión. ¿Qué prefiere, tila,
poleo?
—Una tila, gracias. Qué muchacha más detallista.
—He debido de perder el móvil, lo malo es que Valentina
puede estar tratando de localizarme…
—No te apures, no ha llamado. ¿Qué cómo lo sé? Porque si
—No te apures, no ha llamado. ¿Qué cómo lo sé? Porque si
no te localiza a ti, a la siguiente persona que llamaría es a mí y
mira mi listado de llamadas, cero pelotero. Esta chica con el
trabajo… Me siento fatal, es mi amiga, pero debería estar aquí.
A veces su comportamiento es tan caprichoso… Bueno, estoy
yo.
—Sí, menos mal, también eres amiga de mi hijo ¿no?
—Carlos, mi Carlitos. —Se tomó la licencia de pellizcarle las
mejillas. Él por su parte, se ocupó de enrojecer—. Lo quiero
una barbaridad. Nos queremos y cuando se deja, también cuido
de él, que es un desastre.
—Eso quiero para mi hijo, una mujer que lo atienda y lo
mime.
—No se preocupe, está en buenas manos. Voy a por su tila.
—No tenía esa imagen de Valentina, fíjate —le confió la
señora interrumpiendo su marcha—, parece tan educada y
miradita…
—A veces no se acuerda de nadie. La ambición por ser, es lo
que tiene. Hay que reconocer que la empresa le ha otorgado una
gran oportunidad, pero en cuestiones de trabajo, Val se pasa,
siempre se pasa. El ascenso prometido va siempre por delante
del resto del mundo, incluida su familia. —Sonrió más ancha que
larga y se empleó a fondo con el encargo de las bebidas.
larga y se empleó a fondo con el encargo de las bebidas.
Corrió que se las pelaba.
—Su tila.
—Dios te lo pague, Blanche.
—Dios no tiene nada que ver en esto, me lo curro yo solita
—se dijo entre dientes mientras localizaba nuevamente la ranura
de “meter moneda” en el dispensador de snacks.

Es curioso lo lento que circula el tiempo cuando estás en


clausura. Aparcada junto a un ventanal, Blanche contempló el
cielo próximo a la noche cerrada. Había dedicado sus últimos
cuarenta minutos a dorarle la píldora a la constreñida mamá de
Carlos. A su juicio la tenía en el bote. Claro está, que su
concepto de la realidad no siempre acertaba, pero la mantenía
entusiasta y vital, cuanto más la convencía de su éxito.
Carlos continuaba taciturno deambulando por el pasillo, con
la nariz ligeramente humedecida.
—He estado charlando con tu madre, qué encanto de mujer,
te quiere a rabiar. —El imbécil de Carlos se puso triste en vez
de contento.
—No sé qué va a ser de ella cuando falte mi padre, siempre
han estado juntos, toda la vida.
Blanche se enganchó de su brazo y aprovechó el gesto para
arrimarse.
—No va a pasar nada malo y si pasara, tiene a su familia y a
gente como yo que no permitiremos que sufra sola. —Carlos se
giró y la encaró con fijeza.
—¡Qué gran corazón tienes!
—Lo he tenido siempre, lo que pasa es que Val no te deja
verlo —soltó mezclando veneno y risitas. Podía haberse callado
y no nombrarla; no hizo bien.
—Por cierto, ¿dónde se habrá metido?
—¿Dónde va a ser? Embebida en sus cosas, que esta niña es
muy mona pero muy egoísta, Carlos, lo que yo te diga. Que nos
conocemos desde chiquitas y la Valentina que se muestra a tus
ojos no es al cien por cien, la Valentina real. Viene con
sorpresas y alguna, te aseguro que no te va a gustar.
Carlos no replicó pero dejó ir un suspiro que la animó a
continuar.
—Necesitas una chica segura de sí misma que esté a tu lado a
las duras y a las maduras, que las hay que sólo aparecen cuando
las duras y a las maduras, que las hay que sólo aparecen cuando
la foto. —Teatralmente, le dio la espalda—. Me cago en la
leche, Carlos, que no te mereces un feo como este y tu santa
madre, menos.
Ahí freno y dejó que el eco de sus sentencias se asentara
como la niebla; por las miradas sorprendidas y las sonrisas
agradecidas que cazó en Carlos, acababa de apuntarse un +10.
19- Este negro se oscurece

Como no podía ser de otro modo, puesto que Blanche le


había atado los huevos a San Cucufato el milagroso y
encomendado a todo el santoral completo, el padre de Carlos
murió aquella noche. Se escapó con la excusa de un pis y
comunicó con Valentina, no fuera a inquietarse y a liarse a
llamar.
—Tengo noticias. Tu suegro está grave, pero de momento,
vive, no te angusties.
—¿Cómo no voy a angustiarme? Estoy a un millón de
kilómetros.
—Ya estamos exagerando. Concéntrate en quedar bien y en
aprender mucho. Llamo a la agencia de viajes y miro lo del
billete anticipado.
—Te lo agradezco, jolines, ¿te puedes creer que me he
echado a sudar? Qué mal rato…
—No te pongas maríaagobios, que a la madre de Carlos la
tienes rezumando por todos sus poros como un botijo, orgullo
por su nuera la ejecutiva importante. Le ha contado a medio
hospital que estás en el extranjero.
—Uff, me quedo más conforme. Gracias de nuevo, Blanche,
de no estar tú ahí…
Después de la conversación, Blanche desconectó el móvil y
por descontado, no movió un dedo. Luego diría que estuvo en el
hospital, sin cobertura, consolando a los inconsolables,
cubriendo su ausencia para que no la repudiasen y lograría que
Valentina se sintiera tan mal que no insistiría en el asuntito del
pasaje de avión. A lo que tenía que consagrarse ahora en cuerpo
y alma era a ronear a su futuro novio y a su señora madre.
—Valentina no me responde al teléfono, lo tiene apagado,
debe de ser que en el seminario no le permiten… —Carlos
elevó unos ojos vidriosos y enrojecidos. Tenía abrazada a su
madre—. Ya sé que no debería defenderla, que no tiene perdón.
Después de lo que has hecho por ella muere tu padre y ni
siquiera está aquí para consolarte. Hasta yo me siento culpable.
—No tienes por qué, querida —intervino la desolada viuda.
Blanche le atrapó las manos y le regaló un apretón.
—Ya no hay nada que podáis hacer, tenéis que descansar,
mañana será un día duro —apuntó.
—Pero no quiero dejarlo solo, no quiero dejar aquí a tu
padre… —sollozó la mujer. A Blanche le entraron ganas de
espabilarla con una bofetada. “¡Señora, está muerto, muerto
como el mío, fiambre, no se puede hacer nada!”
—Blanche tiene razón mamá. Te llevaré a casa. ¿Tienes
coche? —le preguntó a Blanche.
—No, vine en taxi —mintió—, pero no te ocupes de mí, ya
me busco la vida…
—De eso nada.
—Llévala a su casa, Carlos, yo te espero aquí, así me permito
—Llévala a su casa, Carlos, yo te espero aquí, así me permito
un ratito más con papá, antes de que se lo lleven —Un vendaval
de lágrimas le obstruyó la garganta.
—¿Estarás bien? —Su hijo la observó con preocupación. Ella
cabeceó e hizo una seña para que la dejasen sola. Blanche se
apresuró a retirarse. En un puñado de minutos, Carlos la seguía.
Si bien es cierto que no resulta muy ortodoxo ventilarse al
futuro ex novio de tu futura ex mejor amiga la misma noche que
su bendito padre pasa a mejor vida, tampoco nos vamos a
engañar: en el amor y en la guerra todo vale y aquella cruenta
batalla tenía mucho de las dos cosas. Aprovechando la extrema
debilidad emocional del chico, Blanche lo arrastró al tálamo y le
procuró el mayor éxtasis a base de chupetones. Ella se quedó a
verlas venir, habida cuenta el radical desoriente del joven pero
eso aquella noche, no era lo primordial. Ya le había ocurrido con
Morse infinidad de veces y nunca le importó sacrificarse. Y eso
que Morse no tenía la menor posibilidad de ser el padre de sus
hijos, como la tenía Carlos.
Y lo dicho: Sexo sucio con Carlos para seducirlo; cuando tu
rival es una cursi de bandera, no resulta demasiado complicado
ser pecaminosa. Se inspiró en Angelina Jolie y digamos que
triunfó.

Cuando Valentina asomó la nariz por Gijón, deprisa,


corriendo y acongojada, el entierro estaba ya cocido. El
recibimiento no pudo ser más frío por parte de toda la parentela
política que sin embargo, acogieron a la dulce Blanche en su
política que sin embargo, acogieron a la dulce Blanche en su
seno como una más. El que Val se derrumbase como un edificio
ruinoso, facilitó las cosas porque su concepto de sí misma era
tan pobre que ni se molestó en defenderse. Después del funeral,
Blanche la acompañó a casa. Estaba hecha papilla.
—No se lo tomes en cuenta; la sequedad, la antipatía, digo.
Están muy tocados con la muerte del patriarca, no la saben
llevar, eso pasa.
—Te lo dije, Blanche. Te lo dije, lo sabía, sabía que Pepe se
moriría en cuanto yo tomase ese avión, maldita sea mi mala
suerte. —Era un torrente inagotable de desconsuelo.
—A ver si ahora va a resultar que el pobre hombre se ha
muerto a conciencia para darte un disgusto. Estaba desahuciado,
se lo esperaban tarde o temprano y si no se lo esperaban es que
no son muy inteligentes. Val, deja de culparte que Carlos
también lleva lo suyo.
—¿A qué te refieres?
—¿A qué va a ser? No te respeta, no respeta tu trabajo ni tu
dedicación. Debería admirarte por lo sacrificada e inteligente que
eres y en lugar de eso, te trata con severidad. Se ha emperrado
en no irse al Canadá, piensa boicotear tus logros… Ese es un
machista y planea atarte a la pata de la cama en cuanto te eche
el lazo.
—¿Tú crees? —Valentina abrió unos ojos grandes como
platos de sopa.
—¿Apostamos algo?
—No hace falta, si sé que tienes razón, a la vista está.
—Tú más no puedes hacer, tienes que pensar en tu carrera,
—Tú más no puedes hacer, tienes que pensar en tu carrera,
demonios, ¿por qué serán los hombres tan egoístas? Él sí puede
permitirse la farra y el drogueteo. Por el contrario, viajar para
ascender y tener contenta a tu jefa, es un crimen horrible. Nena,
deberías pensarte lo de la boda. No digo anularla, pero
retrasarla y meditarlo mejor.
—Eso mismo dice mi madre —convino Valentina con voz
estrangulada.
—Tu madre es que siempre fue listísima.

Se sucedieron un par de días extraños: Carlos se convirtió en


una sombra de su progenitora demolida por la pérdida y no
apareció por el apartamento de las chicas un solo minuto.
Blanche alegaba que salía de compras y se llegaba a verlos con
tremendas cajas de pasteles para endulzarles el duelo. Se
tragaba las interminables chácharas de la enlutada, sus batallitas
de cuando conoció a Pepe, de cuando Pepe se le declaró, de
cuando sus padres le prohibieron que se viera con Pepe a solas
porque solo contaba trece años… ¡Dios, qué plasta!
Blanche evaluó la situación, el estancado devenir de los
acontecimientos: si Dios no lo remediaba y aquello no avanzaba
un paso de gigante, tarde o temprano Valentina retornaría
dándose golpes de pecho y pidiendo perdón. Y cuando
pestañease un par de veces con esos ojazos de bambi desvalido,
Carlos se derretiría. Todo su trabajo al carajo. Mira, hasta en
verso, se dijo. Tenía que dar con alguna triquiñuela, ya. Y por
favor, que fuese endiabladamente buena.
favor, que fuese endiabladamente buena.
Lo fue. Vino de mano de Ana Tejón que llevaba toda la
mañana vagabundeando por la oficina como una zombi. Esa era
la especialidad de Blanche, de modo que constatar que tenía una
imitadora, la irritó sobremanera. Procuró encerrarla en el cuartito
del café y la sometió al cuarto grado.
—Dime qué te pasa que estás tan rara.
—Ay, Blanche, si te lo cuento no te lo creerías.
—Prueba, yo me lo creo todo, te lo aseguro.
—He tenido una crisis con mi marido.
—Ah, ¿ya no la tienes?
—No creas, una gorda, pero bien gorda. El caso es que
hemos quedado algunas veces para parlamentar, un matrimonio
de tantos años no se finiquita de un soplido… Y un día nos
acostamos.
Ahí calló, roja como el culo de un mandril. Blanche alzó las
cejas intrigada.
—Bueno, tampoco es un delito. Estáis casados todavía.
—El caso es que no me baja la regla.
Blanche se llevó la mano a la boca para ahogar una
exclamación cuyo contenido debería haber sido: “¿A tus años?”
Pero la habría verbalizado solo de ser sincera. Y cruel, seamos
honestas. El caso es que se mordió la lengua y no dijo ni mú.
—¿De cuánto es el retraso?
—De seis semanas.
—¿Y todavía lo dudas? —Se lo pensó mejor— Porque la
menopausia no es, ¿verdad que no?
—Puede, pero me temo que esta menopausia trae patucos y
se llamará Blas —respondió Ana rancia.
—¿No tienes curiosidad? Por Dios, ¡hazte la prueba!
—Se me salen los papeles de la mesa pero tienes razón, por
darte gusto, ahora cuando tenga un rato bajo a la farmacia.
—Me toca ir a por los periódicos que el inútil de Iván los
confunde todos y monta cada cirio… Yo te lo compro.
Veinte minutos más tarde la metía a empellones en el baño,
con una cajita azul alargada, entre los dedos.
—Sácame de dudas, Ana, me tienes en ascuas.
—Os tengo, ya se lo he dicho a todas —replicó la interesada
desde dentro.
—Vaya… ¿Qué pone?
—¡Da positivo!
—Y… ¿estás feliz? —Notó una especie de pellizco bajo los
pulmones. Pero fue muy liviano.
—La verdad, no lo sé… Casi no puedo respirar de la
emoción.
—Genial. Ve a confirmarles la noticia a las chicas, lo estarán
deseando.
Ana salió reluciente y al trote. El grupo de cacatúas la
esperaba en el despacho de recursos humanos que era el más
amplio. Rodearon a Ana y la acribillaron a besos y achuchones.
—Voy a ver si encuentro algo con lo que brindar —se
ofreció Blanche sonriente.
De ahí se escurrió al baño. Se envolvió la mano en papel
higiénico y rebuscó en la papelera hasta dar con el test de
embarazo. Lo recogió exultante.
—Aquí estás. Bendito seas.

Ahora tenía a Carlos sentado enfrente, en una cafetería


recoleta no muy lejos de casa de su madre donde seguía
recluido. Tuvo que sacarlo a tirones. En parte, Blanche estaba
convencida de que el muy cobarde, utilizaba el pretexto de la
mamá desvalida, para quitarse de en medio el marrón de los
cuernos y el tener que decidir. Pero aquí estaba ella, dispuesta a
no dejarle pasar ni una. Cumplir, cumpliría aunque tuviese que
arrastrarlo por las orejas haciendo el ventilador.
Carlos estiró una mano y le ordenó al camarero, la quinta tila
de la tarde.
—No puede ser, Blanche, si sólo fueron dos veces… —
Semblante pálido y demudado, voz quebrada, manos sudorosas.
Blanche indignada en pie de guerra.
—Estas cosas pasan. Dos jóvenes se aman, mantienen
relaciones, ella se queda embarazada. El destino está escrito —
ironizó sarcástica a más no poder.
—Pero Valentina…
Le acarició la mano. Bueno lo intentó, porque él la retiró
como si ella fuese una antorcha.
—Te ayudaré a decírselo, enfrentaremos al monstruo juntos.
—No me has entendido. Yo la quiero, quiero estar con
Valentina, lo que pasó entre nosotros fue un error irrepetible.
Blanche perdió la visión por una fracción de segundo, tal fue
la impresión. Tratar de enfocar al tembloroso Carlos y respirar a
la vez, se le hacía muy cuesta arriba. Se sujetó el esternón con la
palma abierta.
—¿Un error? ¿Te estás cachondeando de mí? Llevamos
meses tonteando.
De repente parecían extranjeros hablando idiomas diferentes.
Carlos la revisó con miedo.
—Eso son figuraciones tuyas. Blanche, no quiero ser duro
contigo, eres buena chica… —Tuvo intención de abrazarla y
esta vez fue ella quien reculó.
—¡Quítame las manos de encima! ¿Buena chica? ¿Error?
¡Me has preñado! ¡Estoy embarazada de ti, cabronazo, no
puedes decirme que es una equivocación y quedarte tan
tranquilo!
—Blanche por favor, te lo ruego, baja la voz, en este bar me
conocen…
Pero era tarde para advertencias, desde la palabra “preñado”
el camarero fingía limpiar vasos y no les quitaba ojo.
—Las cosas no funcionan así, listillo, estos no son los mundos
de Yupi de Valentina. Tú aceptarás ante todos que me quieres,
empezando por ella y por tu familia, y cumplirás.
—Mira, no voy a echarme atrás con lo del niño, te ayudaré en
lo que haga falta.
—¡Me ayudarás! —Sofocó una carcajada— ¡Pero me
quedaré sola! ¡Con eso no basta! —Se puso en pie, convulsa,
literalmente convertida en una fiera— ¡Yo quiero una familia
normal, que el padre de mi hijo no se case con otra! ¡Mira
normal, que el padre de mi hijo no se case con otra! ¡Mira
gilipollas, si tú destrozas mi vida, te juro por Dios que yo me
encargaré de hacer un infierno de la tuya!
Abandonó la cafetería dando un portazo y llorando de rabia.
La reticencia de Carlos ante la cita debió hacerla sospechar. En
lugar de eso, pensó, ilusa, que se emocionaría con la noticia de
que iba a ser padre. El nudo de las tripas se apretó un poco
más. Llovía. Otra vez a cántaros. Como si los ángeles hubiesen
abierto a mala idea las puertas del cielo. Y sin paraguas. Pensó
en arrojarse a las ruedas del primer camión que cruzase la
avenida, pero le dio repelús el dolor que supuso, sería intenso.
Rememoró una tras otra las escenas de su aborto: Meg, el
autobús oliendo a sudor y humanidad, las losetas blanquecinas
del quirófano, la verruga en la frente del médico que la atendió,
el pinchazo de la anestesia, el mareo, el hedor a
medicamentos… Todo ese horror, ¿iba a repetirse?
Dejo de andar y se palmeó la frente.
—Pero qué tonta, si no estoy preñada, es todo un cuento. —
Entonces soltó una carcajada histérica de esas que sólo sueltan
las locas cuando la camisa de fuerza viene de camino—. Te has
pasado con él, Blanche, has ido demasiado lejos. Llámalo y
discúlpate. Recobra terreno.
Marcó el número de Carlos. Una, dos, tres, cuatro veces.
Dejó que sonara hasta agotar los tiempos reglamentarios. Tras
veinte intentonas fallidas, envió un mensaje:
—Lo siento muchísimo, no sé qué me ha pasado, supongo
que estoy asustada.
Sin respuesta.
Sin respuesta.
—Muy asustada.
Sin respuesta.
—Necesito hablar contigo, por favor, responde al
teléfono.
Sin respuesta.
—Si no quieres por teléfono, quedemos para vernos,
comamos juntos, entiendo que quieras tratar esto cara a
cara.
Sin respuesta.
—Carlos, te quiero, no voy a hacerte daño, todo eso que
dije lo dije sin pensar, estaba muy enfadada. Te quiero
sinceramente.
Sin respuesta. Para entonces, Blanche estaba empapada. Se
refugió en un portal y ocupó un escalón, manipulando su móvil
compulsivamente.
—Tienes que perdonarme, te consta que no hablaba en
serio, Valentina ha hecho cosas peores y la has perdonado,
tienes que perdonarme a mí también.
Sin respuesta. Llamó otras quince o dieciséis veces. Sin
respuesta.
—¿Por qué ella sí y yo no? No tengo la culpa de haberme
enamorado de ti, tú me buscaste, tú también tienes culpa,
estás majara si piensas que cargaré sola con esto.
Sin respuesta.
—Te odio, Carlos, ojalá te mueras, esto no se le hace a
una buena persona como yo, lo único que hice fue
protegerte y abrirte los ojos. Te mereces lo peor, casarte con
Valentina.
Sin respuesta.
—Vete a Canadá y púdrete allí con el oso Yogui, cabrón
indecente. Me alegro de que tu padre la haya palmado.
Señal de teléfono móvil desconectado.
Blanche dejó caer el suyo al suelo, resbalando de entre sus
dedos. Llegó con un golpe seco. Hundió la cabeza entre las
piernas y lloró al menos durante tres horas.
En ese intervalo, nadie franqueó el portal. Valentina no vino a
buscarla mojada bajo la lluvia con su paraguas rosa de
corazones. Ni siquiera Sabrina.
¡Sabrina! ¡Era lo suficientemente lela como para incluirla en su
plan B!
Se secó las lágrimas a toda velocidad y paró un taxi. Al
conductor no le hizo mucha gracia que le mojase los asientos y
tuvo que darle propina para que se callara. Hay tipos que mejor
colgados; contentas deben de estar sus mujeres.

Empezó por cabrearse al identificar el vestido de Sabrina


como el mismo que ella se compró seis días antes. Continuó
olvidándolo, porque de otro modo le sería imposible aleccionarla
y llegar al final y cuando hubo culminado su obra, se marchó a
casa y moqueó hasta las tantas.
Durante el día que siguió, en la oficina todo le producía un
halo siniestro. Las chicas arracimadas en los corredores
parecían, las cabronas, más dichosas que nunca. Felicitaban a
Ana a grito pelado como si fuese la única preñada del universo
conocido y aporreaban la espalda de Alexia sabe el cielo por
qué ignoto motivo. Sonreían, sonreían, sonreían. Dientes,
dientes, que es lo que le jode a Blanche, parecían querer decir.
Esquivar a Valentina fue arduo y complicado. La muy brasas
se había empecinado en usarla de bastón de apoyo para hacerse
perdonar ante Carlos y su parentela. Que si Blanche sabía
torear, que si le sobraba mano izquierda con su suegra, que si
caía rematadamente bien a la familia “Corleone”… Reptó tras
ella sin darse por vencida, hasta la fotocopiadora.
—Te necesito, Blanche, en serio. Esto se está poniendo
resbaladizo. Nunca pensé que el enfado les durase tanto.
Tenemos que hacer algo.
¿Tenemos? Vete a la mierda, pensó la interpelada con los
dientes apretados.
Luchaba tratando de ordenar pedazos de información
dispersa. La gente de la oficina, jovial y risueña. Vera, entregada
a las felicitaciones generales, apenas le había dedicado un café
apresurado y un rato de charla intrascendente. Necesitaba
atención, le faltaba cariño y le sobraba anonimato. Y en lugar de
eso… Valentina la eterna egoísta, la egocéntrica, la ombligo del
mundo, reclamando sus escasas fuerzas. Golpeó la máquina con
el tocho de folios blancos.
—Val. No estoy bien —deletreó con debilidad—. Desde
hace tiempo, no me hallo. No puedes pedirme que te siga
ayudando de por vida, no soy tu tata.
Valentina mostró kilos de sorpresa en sus grandes ojos
castaños.
—Pero… ¿Qué…?
—Depresión. Aguda, severa o como lo quieran llamar. Digo
yo que será eso. No tengo energías, no tengo ilusión ni
esperanza, vivo atormentada por demonios invisibles y pesadillas
repetitivas. Tengo edad de ser madre por partida doble y si
siquiera tengo un triste pretendiente que me coja la mano y me
lleve de paseo. —Dicho esto, giró con violencia hacia la
fotocopiadora y apretó con apremio el botón de arranque—.
Maldito chisme…
—No lo sabía. No lo sospechaba siquiera.
Blanche superó el momentáneo placer que le producía el tono
de arrepentimiento en la voz de su amiga. Tenía nauseas. Hasta
sus orejas llegaban los gritos de las gallinas festejando y nadie
contaba con ella. ¿Qué celebraban? ¿Qué la gorda tardaría
menos en morirse y que una tipa menopáusica concebía por
milagro divino? ¿Y ella? ¿Qué pasaba con ella? Sus sueños de
amor hechos trizas, despechada, despreciada y aletargada. Y
con un embarazo psicológico. Toma ya.
—¿Hay algo que pueda hacer? —insistió Valentina rozándole
el antebrazo.
—Estás tú como para ayudar a los demás. En esa familia no
quieren ni verte. Mi consejo es que te alejes, te mantengas al
margen para que recapaciten y ni te dejes ver.
—Pero es que…
—Te estás poniendo pesada, ¿cómo te lo explico para que lo
—Te estás poniendo pesada, ¿cómo te lo explico para que lo
entiendas? —La apartó de un súbito manotazo—. Voy al baño.
Vomitó hasta la primera papilla. Ahí fuera seguían riéndose y
por lo visto, Valentina se les había unido, la muy insensata.
¿Esfumados sus desasosiegos? Pues qué suerte, qué pronto y
fácil. Muy grandes no serían.
Aquella noche, la noche “H”, su apartamento se convirtió en
el reposo del guerrero. Cerró con llave la puerta principal. Pero
se acordó de sacarla de la cerradura y colocarla en la mesita.
Daban las once de la noche cuando con el corazón en un puño,
tomó el frasco de pastillas. Valentina no había aparecido pese a
las horas; tampoco salieron juntas de la oficina. Malas noticias,
¿estaría reconciliándose con Carlos el indeseable? Pues les
quedaba poco. Miró al techo, se santiguó y lo hizo. A
continuación dirigió sus inseguros pasos al dormitorio y se tumbó
en la cama, procurando que su precioso camisón quedase bien
extendido y sin arrugas. Muere joven, deja un cadáver bello…,
blablablá.

Despertó en una cama de hospital. Adosada a un tubo que se


conectaba con sus entrañas a través de una aguja. Con la boca
pastosa y los párpados como piedras. Sentado relativamente
cerca, enjuiciándola con una indescifrable mirada, descubrió a
Carlos, hundido y ojeroso.
—¡Cariño! —Extendió una mano pero solo se topó con el
vacío— ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Dos días —hizo una pausa—. Estás loca. ¿Qué intentabas
—Dos días —hizo una pausa—. Estás loca. ¿Qué intentabas
demostrar?
—Mi corazón late aunque yo no quiera. No deseaba vivir.
Con este problema y sin ti, no merecía la pena —Tantas veces
había ensayado el melodramático desenlace. Lo bordó, oye.
Pero como Carlos no replicaba, se obligó a mirarlo de reojo.
¿Era desprecio lo que leía en sus pupilas?
—Blanche, no estás embarazada, nunca lo has estado —
manifestó con desgarro—. Nos lo han confirmado los médicos.
—Debe ser un error. Claro que lo estoy, tú mismo viste la
prueba… ¡Dios mío! ¡Lo he perdido! —Quiso echarse a llorar
pero no le salía. Mierda, qué falta de concentración en los
peores momentos. Carlos continuaba serio. Tan serio que
parecía de mármol.
—Sabrina nos avisó a tiempo. Me llamó gritando que algo
espantoso ocurría porque no le abrías la puerta pero todos
sabemos que detestas a tu vecina y que mil veces antes, te has
negado a abrirle. No tenía por qué asustarse, salvo que estuviese
preparado. Un astuto plan entre ella y tú. Sabrina era tu gancho
para que la ambulancia llegase a tiempo.
Carlos desgranaba palabras que iban sonando como una
sucesión de puñetazos. Blanche estaba convencida de que lo del
intento de suicidio era una buena maquinación, nunca supuso que
fuese tan transparente. O eso, o había menospreciado la
inteligencia de Carlos el calzonazos, el eterno enamorado de
Valentina ojos de bambi.
—Tienes mucho que callar —arañó insolente—, no me
acuses.
acuses.
—Si te refieres a lo nuestro, ya se lo he contado a Valentina.
Asumo que no quiera volver a verme, que rompa el
compromiso, pero tampoco caeré en tus redes como pretendías.
No sé cómo he podido estar tan ciego. —Meneó la cabeza
durante un buen rato. Blanche lo intentó una vez más.
—Carlos, si quise matarme fue por amor…
—Déjate de paparruchas y faroles, ten un poco de dignidad,
por amor de Dios. —Se irguió desde su silla—. Supongo que
esto es una despedida y aunque lo que me nace es escupir a un
lado, sigues siendo una mujer y yo me tengo por caballero;
además, das lástima.
—Vete a la mierda, Carlos. Yo no necesito tu pena.
—No, necesitas un buen psiquiatra. Suerte contigo misma,
Blanche. Ahí te quedas. —Se giró ya con la mano en el
picaporte—. Hay alguien que inexplicablemente, quiere verte.
—Que se lo ahorre quien quiera que sea, no veré a nadie. —
Dobló la cabeza hacia la ventana.
—Blanche… —¡Señor, era Valentina! ¡Qué vergüenza!
Sobre el duro colchón hospitalario, Blanche se encogió.
—Puedes marcharte. Y llevarte tus insultos de paso. No diré
que no los merezco pero prefiero no oírlos.
La chica avanzó a pasitos cortos. Se las arreglaba para
parecer etérea en cada movimiento, la jodía. Encima olía
fenomenalmente bien. Perfume regalo de Carlos, fijo. Para hacer
las paces. Ella, sin embargo, no tenía nada. A nadie.
—¿Cómo te encuentras?
Blanche se negó a responder. Bastante tenía con tragarse la
bola que le atravesaba la garganta. Encima amargaba.
—Me marcho con Carlos. Al final no nos vamos a Canadá,
nos quedaremos en España.
—Espera que me arranco el suero y bailo de alegría aquí
mismo —mascó todavía sin mirarla.
—Blanche… ¿Tan desgraciada eras? ¿No fuiste feliz ni un
momentito? ¿Ni uno siquiera?
—Vete, Val. Ya te pediré disculpas cuando me muera.
Consuélate pensando que mis últimos pensamientos irán
destinados a tu persona. Perdona, perdona, Valentina querida.
Perdóname si puedes —se burló.
—Hablas como sólo hablaría una amargada.
Entonces sí la encaró. Y los ojos le ardían. Allí tenía a la dulce
Valentina, con las manos escondidas entre las rodillas y un
delicioso vestidito rosa. ¡Cristo de los faroles, qué grima!
—¿Y te extraña? ¿Te has parado a preguntarte que quizá lo
estuviera? ¿Que se han coleccionado en mi triste vida miles de
motivos para estarlo? ¿Has reparado en lo sencilla que fue la
tuya, con esa carita preciosa, esos rizos y esos padres relevantes
y millonarios? Deberías morirte y volver a nacer donde nací yo.
Con mi madre vacía y mi padre muerto en vida; con una odiosa
hermana que te lleva a recordar a diario lo corriente que es tu
cara, tu persona entera. Ser fea es malo pero ser pobre es
mucho peor. Y si además de eso eres gris… entonces, estás
perdida.
—Nadie nace gris. Tú escoges el color de tus días.
—Nadie nace gris. Tú escoges el color de tus días.
—Cállate, pareces un cura en domingo.
—Podías haber escogido mejor: ser alegre y optimista, querer
a la gente en lugar de repudiarla. No dejarte carcomer por la
envidia.
—Es admiración, Val, admiración.
—La admiración no hace sufrir. Lo tuyo es envidia pura y
dura, estás envenenada.
—Vete a la mierda, guapa. Y de paso, como eres tan
caritativa, uno de estos años, me perdonas. —Todo estaba
dicho, de modo que enterró las pupilas en la cortina deseando
que Valentina se largara con viento fresco.
—Ya lo he hecho. Adiós.
—Valentina.
La chica con cara de ángel se giró a mirarla desde la puerta.
—¿Sí?
—Ojalá todo esto te hubiera pasado a ti.

Cuando se supo sola volteó la cabeza y miró la pared blanca.


¿Quién coño se creía Valentina que era para ir por el mundo
repartiendo sus perdones como dádivas? Soberbia y engreída
hasta el final, menos mal que no volvería a verla. Había estado
tan cerca de darle su merecido… Que no tenía corazón, ¡ja!
Claro que lo tenía, pero bañado en ácido. La vida perra, la mala
suerte, incapaz de querer… Porque al fin y al cabo, ¿un corazón
corroído sirve para algo?
Ahora la reputearía en la red social. Tan fácil, tan efectivo.
Escribiría algo como “eh, tú, mujer de pelo de rata entre
veinticinco y treinta y cinco años, sé lo que me has hecho, lo
que has intentado, ¿cómo te has atrevido? No se puede ser
más miserable, mi venganza será terrible. Todos cuantos me
conocen lo saben”. Cuando la Olivieri redactara eso, revelando
que también sabía ser un poquito venenosa, ella podría replicar
“pareces la bruja avería, maldiciendo”. Pero no podría
engañar a nadie, Valentina tenía razón al vituperarla, era una mal
nacida, egoísta y asquerosa, innoble, mal bicho…
La puerta volvió a abrirse. ¡Coño, aquello parecía un desfile!
—¡Vera!
—Hola Blanche. —Parecía nerviosa—. No me quedaré
mucho rato.
—Me recuerdas a mi madre, no has llegado y ya te vas. Estás
muy seria. No te apures mujer, no ha sido nada, un arrebato
amoroso…
—Blanche, no insultes a mi inteligencia. Ha sido una
pantomima indigna. En la oficina ha dado lugar a muchos
comentarios. Lo tuyo con Carlos… Ya lo saben todo. —
Blanche apretó los dientes—. Han salido a la luz tus trapicheos,
tus mentiras, tus trampas. Ya sé que fuiste tú quien inventó lo de
mi traslado por motivos escabrosos. —Meneó la cabeza
desencantada—. Joder, qué decepción, pensé que eras una
mujer honesta y auténtica, cabal y sincera. En lugar de eso, me
has tomado el pelo como te ha venido en gana. Yo que te creía
una amiga…
Blanche notó una aguda punzada bajo la teta izquierda.
Blanche notó una aguda punzada bajo la teta izquierda.
—¡Lo soy! ¡Vera, soy tu amiga! ¡La mejor, la más fiel! Si
hice todo eso fue para ganarme tu confianza, eras tan inaccesible
y yo tan insignificante, nunca habrías reparado en mí, pero
¿quién te apoyó en los malos momentos? ¿Quién te ha
defendido por encima de todo? Dime, ¿quién? —Trató en vano
de agarrarla. Vera se había convertido en un escurridizo
pescado imposible de retener.
—Eres una mala persona, Blanche. Alguien que como no
cambie se verá sola el resto de su vida. Tendrás amigos mientras
puedas engañarlos pero en cuanto alguien levante el velo
quedarás al descubierto.
La enferma trató en vano de aligerar su tono.
—Cuando recapacites te darás cuenta de que estás siendo
innecesariamente dura conmigo.
—Todo lo contrario, para la maldad que guardas, para la
cantidad de virus que has puesto en circulación… Muy blanda
soy, demasiado. Alguien hace mucho tiempo debió ponerte en tu
sitio pero qué complicado resulta cantarle las cuarenta al
prójimo. Al menos, de frente.
Blanche arrugó su carita demacrada y jugó a hacerse la
víctima, el rol que jamás fallaba. Pero Vera parecía vacunada
contra sus triquiñuelas, porque la observó sin emoción.
—Oye, que la vida no ha sido nada misericordiosa conmigo,
tuve una infancia muy desgraciada, sin nada de lo que sentirme
orgullosa.
—No eres la única, los hay peores y han salido adelante
bastante dignamente. Si en lugar de reparar en lo que te falta
bastante dignamente. Si en lugar de reparar en lo que te falta
apreciases lo que tienes…
—¿Y qué tengo, eh? ¿Qué tengo? Una nariz como una tapa
de queso.
—Una nariz que muchos considerarían de gran personalidad.
Y una mirada viva y despierta. Y unos dientes impecables.
—Ya. Y el resto…
—El resto debería ser encanto personal trabajado dura y
lentamente por ti misma, Blanche. Todos venimos al mundo con
un pequeño saco de dones y tus dones son como un puñado de
monedas: unos los invierten y multiplican beneficios. Otros
pierden los años lamentándose de lo poco abultada que está su
bolsa y malgastan lo que trajeron hasta que se quedan sin nada.
—No conocía esta faceta filosófica tuya. Vienes en plan
parábola, la mayoría de lo que dices, no lo entiendo —advirtió
una insidiosa Blanche. Vera sonrió con conmiseración y
endureció el tono.
—Sí lo entiendes, vaya si lo entiendes, de hecho, eres dueña
de una de las más agudas inteligencias que conozco. Claro, que
decidiste ponerla al servicio del mal. Si no tuvieras un fondo tan
oscuro hasta me darías lástima.
El estómago de Blanche estuvo a un tris de vomitar todo el
suero. Serían cuatro litros, contando por encima.
—Joder, pareces Gandalf del Señor de los Anillos dando un
mitin. ¿Qué os pasa hoy a todos? ¿He estado a punto de
morirme y no se os ocurre nada mejor que traeros en una maleta
todos los reproches? Panda de resentidos…
—Qué perspicacia. Siempre tienes a punto una excusa con la
que cargarle el muerto a los demás.
Blanche disimuló una risita áspera.
—No hables de cargar el muerto precisamente tú, aunque
como sé que en el fondo me aprecias, lo tomaré como un
cumplido.
—No te convenzas tan pronto. Cada humano tiene la
obligación de sacar el mejor partido posible de sus aptitudes,
¿qué menos? —Se irguió y se colgó el bolso. Un precioso
Chanel rojo con cadenita, dos mil euros como poco—. No hace
falta que te pases por Tornes, te ingresarán tu finiquito en cuenta.
—Esa que habla no eres tú. Ni siquiera suena a tu voz. No
eres tú, es fría e impersonal, es cruel. No eres tú…
—Soy yo. Yo sí puedo decir que soy la misma. Salvo que
ahora tengo los ojos abiertos. —Compartiremos un terrible
secreto hasta el fin de nuestros días —le recordó. Aunque fuese
veladamente, quiso que sonase a amenaza. Pero la reacción de
Vera fue sonreír y meter la mano en su bolso.
—Es el certificado de defunción de Joe Sinclair. Se lo llevó el
cáncer, viviendo feliz en Madagascar. De hecho, dejó previsto
que me lo enviasen junto con una carta de agradecimiento de su
puño y letra. Te he traído una copia del certificado, por si te
hace ilusión tenerlo.
—No, gracias —silabeó.

Vera salió de la habitación y Blanche la siguió mordiéndose el


labio, a sabiendas de que también salía de su vida. Había llegado
a tenerla, Vera la quiso y se preocupó por ella. Compartieron
ratos inolvidables, confidencias, caché. Ahora era una miserable
sin amistades que para colmo no tenía ni trabajo.
—¿Se puede?
—Pasa, Sabrina. Ya estabas tardando.
—Buenos días.
—¿Qué tienen de bueno? —graznó— ¿Queda alguien ahí
fuera?
—Ni un alma. —Blanche cabeceó—. Dice el médico que
esta tarde te darán el alta y Valentina y su novio, que dejan el
piso, pero que tienes dos meses para buscarte uno nuevo.
Entretanto, puedes seguir usándolo.
—Genial, inmejorable noticia.
—¿Quieres venirte a vivir conmigo? —propuso de repente la
flaca henchida de júbilo. Blanche la miró asqueada. Seguía
pesando menos de cuarenta kilos y su rostro mortecino parecía
insensible a lo vital.
—¿Qué te pasa conmigo? ¿Eres la única que no piensa que
soy horrible? ¿A qué viene ese empeño por ser mi amiga, mi
alma gemela, mi… nosequé?
—Me pareces una tía fantástica. Guapa, talentosa y con
estilo. Ojalá pudiera parecerme a ti. ¿Te importa si me siento?
En tanto Sabrina arrastraba ruidosa una silla, Blanche se
dedicó a quedarse sin habla. Hay que ver cómo desfiguran
algunas la realidad. Ella era un ser incapaz de conocer la
felicidad, una desgraciada crónica, una pipa de girasol sin carne.
felicidad, una desgraciada crónica, una pipa de girasol sin carne.
Y cuando empezaba a asumirlo, de repente aquella dedicatoria
que parecía un poema. Claro que provenía de una escoba
vestida con un traje que le sentaba como una patada en los
dientes. Quizá no tuviese mucho mérito, porque Sabrina era
rara, pero rara, rara.
—¿En serio crees eso?
—¡Ya lo creo, eres mi ídola!
Y parecía sincera, porque le brillaban los ojos al hablar. La
secretaria suspiró y clavó los ojos en la persiana. No estaba muy
limpia, dicho sea de paso.
—No voy a compartir casa contigo. Tengo que empezar de
nuevo desde cero, pero puede que seamos amigas. Siempre que
dejes de copiarme la ropa y todo lo que hago.
—Es admiración, Blanche, admiración.
Blanche se planteó que en su caso, puede que sí lo fuera.
Pero le respondió otra cosa.
—No, es falta de personalidad. Ahora desarrollarás la tuya.
Por cierto, la detestable Candy es de Valentina, ahora que va a
llevársela, ¿qué harás con Blanco?
—Sacarlo a pasear como cada día. Lo quiero a morir.
—Bien dicho. Es guay eso de tener alguien a quien querer.
¿Me dejas sola un ratito? Quiero telefonear a mi madre, hace un
siglo que no hablo con ella.
—Sí, claro, voy a por chocolate.
—Ración doble, porfa.
Seis meses y cuarto más tarde, Blanche no estaba en el
mismo punto vital ni en el mismo punto geográfico. Acababa de
encontrar empleo y nuevo apartamento, después de convivir con
su madre por espacio de treinta días. Y no se cortó las venas.
Ninguna de las dos lo hizo. Aprovechó la coyuntura para
espantar demonios y recapacitar. Hasta hizo una pira y quemó la
ropa estilo Vera y Betty Becaria y las libretitas de apuntes.
Vida nueva, personalidad naciente. No las tenía todas consigo
pero lo intentaría. Ahora sabía mucho más sobre sí misma que
antes; una buena noticia: no comenzaba de cero.
El sol lucía rabioso por la calle Goya en pleno Madrid y le
pareció que sus sandalias eran las más bonitas de la ciudad; las
había elegido ella, sin asesorarse por nadie. Sonó la chicharra
del móvil y respondió alegre.
—Sí, mamá, te llamé antes. Es que estoy muy contenta, ya
tengo trabajo. Soy gerente en una empresa de abogados, estoy
a cargo de todo. ¿Qué te parece? Bueno, si te apetece, puedes
contárselo. A lo mejor te sorprendo este fin de semana y paso a
visitarte. Un beso mamá. Yo también te quiero.
—¿Otra vez soltando mentiras? —oyó retumbar una voz en
su interior. Blanche torció el gesto.
—¿Otra vez aquí sin que nadie le llame, caballero?
—¿Cómo le dices a tu madre que eres gerente? ¿Gerente de
qué, si trabajas para un solo abogado y eres la única empleada?
Blanche caviló un segundo y a continuación se echó a reír.
—No lo he hecho con mala intención, es para que se sienta
—No lo he hecho con mala intención, es para que se sienta
orgullosa de mí. Creo que por primera vez en su vida su hija
mayor le da una satisfacción.
—Está bien oírte hablar de ese modo, ni siquiera pareces tú.
—Lo que deseé para Valentina, lo pasé yo. Quiero decir que
me morí un par de veces y a continuación resucité. —Se encogió
de hombros—. A veces es necesario. Y ahora, se lo ruego, no
me dé más la murga y déjeme disfrutar de esta soleada mañana.
Bamboleó sus menudas caderas taconeando calle arriba,
convencida de que pronto cambiaría su suerte, tendría novio,
enseguida lo elevaría a categoría de marido, y podría hacer
realidad uno de sus mayores sueños, decir a voz en grito con el
mandil puesto:
—En esta casa, a las once, se forrrrrrnica. Esté el Titi, o no
esté el Titi.
¿Se sabría el chiste, su psicoanalista?

FIN

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