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Muerta de Envidia
Muerta de Envidia
de
envidia
—Háblame de tu infancia.
—Bueno, no fue para tirar cohetes —respondió Blanche
agriamente con la pupila perdida en el fondo de la sala en
penumbras—. Apuesto a que la de las demás estuvo mejor.
Mucho mejor.
—Eso no tiene importancia. Si la recuerdas como algo triste,
castrante, fuente de frustraciones… Eso es lo que quiero que me
cuentes, creo que me entiendes.
Por toda contestación, Blanche arrugó la nariz y la boca en un
mismo y único paquete.
—Castrantes…
—Puede que la palabra suene un poco fuerte, pero me refiero
al efecto que tuvo en ti. Puede tratarse de cualquier nimiedad, no
hace falta que sea un acontecimiento determinante ni vital…
—Supongo que todo habría sido un poco más sencillo si mi
madre no hubiese sido tan brutalmente sincera.
—Háblame de los recuerdos más oscuros que aún conserves
en la mente.
en la mente.
—Éramos lastimosamente pobres. No pobres en el sentido
literal, podíamos comer y teníamos televisor y esas cosas. Pero
no conocí el lujo, ni los caprichos, ni la ropa bonita. Mi madre
hizo el pino con las orejas para conseguirnos una beca a mi
hermana y a mí en aquel colegio de señoritingas estiradas y creo
que fue por el uniforme. No pagaba nada y encima se ahorraba
comprarnos vestidos. Para los ratos de ocio disponíamos de un
par de pantalones a compartir. Unos vaqueros y otros de pana
verde. Espantosos. De pana gorda, anticuada… ¡Dios! ¡Cómo
odiaba esos pantalones! Y también dos camisas y un jersey de
lana para cuando hiciera frío. Pero pasados dos años me
apretaba tanto que tenía que llevarlo sobre los hombros.
Siempre andaba constipada —sonrió con amargura—. Y luego
estaba… Valentina que venía a casa… demasiado asiduamente.
—¿Valentina?
—Una chica de mi clase. No sé el empeño en querer ser mi
amiga, porque ella era rica, su padre abogado y su madre
médico… figúrese… —Se restregó ansiosa las manos.
Valentina, Valentina—. Aún puedo verla, con su pelo rubio, sus
cuidados tirabuzones y sus grandes ojos pardos. Emperrada en
llevarse bien conmigo, se salió con la suya, tuve que invitarla a mi
casa. Estoy segura de que lo hizo para fisgonear y luego poder
reírse con las demás a mis espaldas. Ridiculizarme. A mí y a
nuestro asqueroso pisito de barrio barato. Valentina tenía cara
de ángel y ojos de bambi, pero era una serpiente.
—¿Te hizo alguna trastada? ¿Te traicionó?
—Oh, no. Jamás reveló su verdadero carácter. Siempre fue
perfecta, por dentro y por fuera.
—¿Entonces?
—Yo lo sé. A mí no podía engañarme. Llegaba a casa con
aquellos vestidos de lino blanco bordados y yo me quedaba
enganchada del vuelo de su falda, del fluido movimiento de la
tela, del crujido suave cuando se sentaba, de sus bailarinas de
piel de colores. Y mi madre ladeaba la cabeza, la miraba con
pena y esperaba que se marchara. Entonces me decía que no
soñase, que nunca tendría ropa como aquella porque no podían
comprarla.—Sobraba resentimiento en su voz. Chirriaban sus
dientes.
—Y eso te hacía daño…
—Es que no hacía falta oírlo. Yo sabía que en mi casa apenas
llegaba el sueldo, me despertaban por las noches el frío sin
calefacción y las discusiones de mis padres a cuenta del
frigorífico vacío. Pero oírselo a ella… con aquella expresión de
derrota en la cara, el tono de miseria, la resignación… yo la
odiaba.
—¿A Valentina?
—A esa también. Pero me refería a mi madre.
—¿Porque decía la verdad?
—Porque era cruel; a una niña no se le dicen esas cosas, son
traumáticas. Ya hemos terminado por hoy —agregó Blanche
tras una larga pausa.
Nadie se opuso a su deseo expresado en voz alta. Más allá
de sus oídos trinaba una melodía relajante, casi un pulso no
de sus oídos trinaba una melodía relajante, casi un pulso no
musical, que conducía las ondas cerebrales al estado alfa en un
santiamén. Las cosas esas de la esotérica moderna, que se han
puesto tan de moda. Y en algún rincón no a la vista, ardía una
varilla de incienso que a Blanche la mareaba. Hasta había
tratado de aguantar la respiración para no tener que soportarlo,
pero transcurrido un rato corto, terminó congestionándose y
tuvo que claudicar a pique de ahogarse.
¡Leches!
Se secó una lágrima díscola con el revés de la manga y se
armó de valor con el fin de incorporarse. Las sesiones la
dejaban como un trapo y siempre se le hacía cuesta arriba
regresar al mundo real, después de que la terapia la sumiera en
una especie de sopor, a ratos doloroso, a ratos balsámico.
Estaba satisfecha, muy satisfecha, incluso más que eso. Pronto
saldrían a relucir las responsabilidades de su madre, su culpa
tremenda se confirmaría. Impulsó el tronco hacia arriba y se
sentó en el diván.
Bueno, no era exactamente un diván, pero hacía las veces.
Sacudió la cabeza alejando el aturdimiento, se puso en pie y lo
dejó atrás. Anduvo lenta hasta la entrada principal y pulsó el
interruptor de la luz. Tenía lo que se merecía, que era bien poco.
Allí no había nadie más que ella. Blanche estaba sola,
terriblemente sola en el salón de su pequeño apartamento.
Permaneció aún unos minutos junto a la puerta, pasando revista
con gesto de disgusto. La mesa, el sofá, las dos butacas y el
mueble de la televisión, además de anticuados y rancios,
desafinaban. Eso, por no hablar de los cuadros. Tenía la ligera
sospecha de que unos con otros, no hacían equipo ni
conjuntaban, pero no la absoluta certidumbre como le hubiese
gustado. De ordinario no traía invitados a casa, pero si algún día
llegaba a producirse un acontecimiento tan extraordinario, le
gustaría poder mostrar un entorno con clase y distinción, algo
que pasmase a sus conocidos e incrementara su valor personal.
Pero, ¿por dónde empezar? No sabía comprar, era una
analfabeta de la decoración y cada vez que lo intentaba, se las
apañaba para elegir lo más horrendo de la tienda. Y más
espantoso todavía, quedaba al mezclarlo con los chismes
antiguos.
Borró de su imaginación al psicólogo invisible, que tanto la
ayudaba a superar las crisis de angustia cuando atacaban y
accionó el botón para cortar en seco la música relajante. Ya está
bien de estridencias, se dijo sonriente.
—Algunos se inventan un amigo invisible y nadie piensa que
estén majaras. —Arrancó la varilla de incienso aún humeante de
su base y la clavó bocabajo en un tiesto. La columnilla de humo
se extinguió al instante— ¡Apágate ya, mierdosa!
Se marchó pasillo adelante. Para la siguiente sesión no usaría
incienso, estaba decidido. Entre otras cosas, porque enturbiaba
incienso, estaba decidido. Entre otras cosas, porque enturbiaba
el ambiente en lugar de aclararlo. Y puede que también variase
la puñetera música de fondo, que era un petardo.
2 – Las Gallinas de mi Corral
Otra mañana más. Otra vez Candy dando por saco. Una
ocasión que sumar a las muchas en que Blanche la sacaba a la
calle para no soportar los berridos de Valentina cantando en la
ducha y poder pensar un poco. Lástima que Sabrina le tenía
cogida la hora y no pasaba un día sin que se le adosara. Aquel,
para su sorpresa, apareció con un cachorro, primo hermano de
la abominable Candy.
—¿Y eso?
—Estoy muy sola, para que me haga compañía.
—Es idéntico a Candy. Su collar es también igual al nuestro.
—Es idéntico a Candy. Su collar es también igual al nuestro.
—Bonito, ¿verdad?
—Pues sí.
—Ahora estas salidas mañaneras nuestras, serán mucho más
divertidas, tú con tu perro, yo con el mío.
—No es perro, es perra y no es mío, es de Val —gruñó
exasperada; dio correa. Sabrina la imitó a la perfección. Era
como estar mirándose en un puto espejo. De repente, Blanche
se sintió
abucheada.
—Se llama Blanco.
—Es negro —observó. De paso se mordió la lengua para no
advertirle que nadie le había preguntado.
—Se lo he puesto en honor a ti, a tu nombre.
Blanche se giró entera para mirarla. Extrañada. Extrañadísima.
Sabrina sonreía ufana.
—¿En serio?
—En serio. Es que eres genial.
La secretaria entornó los párpados. ¿Podía, una anoréxica
desquiciada, estar riéndose de ella?
FIN