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MARÍA TERESA GARCÍA PARDO ENRIQUE III EL DOLIENTE
equivalencia de un real de plata al de tres maravedís, y éste al de
dieciocho blancas.
La Blanca era una moneda castellana, de origen medieval, y
utilizada durante todo del Antiguo Régimen. Desde Pedro I de
Castilla seis blancas componían un real de plata, pero las sucesivas
reformas monetarias hicieron que esa equivalencia pasara a ser de
68 (34 maravedíes el real).
La primera alteración fue obra de Juan II de Castilla (blancas de la
banda, desde 1442), durante cuyo reinado 3 blancas equivalían a 2
de las de reinados anteriores.
Las acuñadas desde 1451 tenían muy poco contenido de plata.
Desde 1497 (segunda reforma de los Reyes Católicos) pasaron a
cambiarse 68 por un real. Las acuñadas en el reinado de Felipe II
de España tuvieron aún menos contenido de plata. En los reinados
posteriores no se volvieron a emitir.
Se denominaba así por el color blanco que adquiría por una
operación de blanqueo especial tras su acuñación, que las hacía
asemejarse a la plata.
Tenían tan poco valor que "estar sin blanca" pasó a ser una frase
hecha con el significado de "no tener dinero" o "ser pobre".
En el Ordenamiento de Cortes de 31 de enero de 1391 se decidió
que la mejor forma de regir el reino durante la minoridad del rey era
a través de un Consejo de 25 personas, once hombres ricos y
caballeros y catorce procuradores de las ciudades, que se
encargarían de redactar las normas.
Fueron designados: Fadrique Enríquez, duque de Benavente;
Alfonso de Aragón, marqués de Villena; Pedro, conde de
Trastámara; Pedro Tenorio, y Juan García Manrique, arzobispos
respectivamente de Toledo y de Santiago; los maestres de las
Órdenes de Calatrava y Santiago (Gonzalo Núñez de Guzmán y
Lorenzo Suárez de Figueroa) y ocho procuradores de las ciudades.
Pedro Tenorio, descontento por un consejo tan numeroso y
basándose en principios jurídicos sobre los nombramientos, se
negó a jurar y se apartó de la Corte marchando a Alcalá de
Henares. Envió a las ciudades copias del testamento de Juan I, en
el que, designando una comisión de regencia muy semejante a la
formada en las Cortes, se excluía al duque de Benavente.
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El duque se apartó del Consejo y se unió a Pedro Tenorio y al
maestre de Calatrava. De esta forma, trataban de dar a entender
que rechazaban la legitimidad del Consejo.
Se trataba de dos concepciones muy diferentes de la autoridad real:
1. los que daban preferencia a la voluntad del monarca,
expresada en su testamento;
2. los que pensaban que es el reino, en caso de vacante, quien
genera el nuevo principio de autoridad.
3. Se formaron dos bandos.
El presidente del Consejo, Juan García Manrique, arzobispo de
Santiago, intentó consolidar su posición en el plano internacional
con embajadas al Papa, a Inglaterra y Francia, sin mucho éxito. Por
otro lado, se negociaba con Pedro Tenorio, también con poco éxito.
Las Cortes se clausuraron el 25-IV-1391 con las negociaciones
todavía en marcha, aunque el Consejo conservó la legalidad.
Leonor de Aragón, esposa del rey Juan I, concertó una entrevista
con los dos bandos. Allí se acordó la aceptación del testamento del
monarca difunto, añadiendo a los regentes en él consignados, el
duque de Benavente, el conde de Trastámara y el maestre de
Santiago. Una regencia de nueve miembros.
Los regidores de Burgos trazaron un plan para mantener la paz en
la ciudad y asegurar el éxito de las Cortes. Así, a cada partido se le
instaló en un lugar diferente y se negoció con cada uno por
separado para conseguir un acuerdo previo, para que las sesiones
de Cortes sólo tuvieran un carácter formal.
Pero el conde de Benavente y el arzobispo de Santiago entraron
con las armas, lo que provocó que se pidiera que abandonaran la
ciudad, quedando en ella el rey. La situación tardó en resolverse
una semana. En Burgos se analizaron por parte de dos equipos de
juristas, uno por cada bando, el testamento y el resto de los
argumentos. Se decidió que la regencia se formaría por un Consejo,
cuyos componentes se decidirían por las Cortes.
Esa situación amenazaba el monopolio político que la nobleza
había establecido. Leonor advirtió que tal proposición daría a los
ciudadanos, el tercer estamento, una superioridad tal que sus
opiniones serían las que realmente se tendrían en cuenta.
Había que elaborar un plan para que los dos primeros estamentos
tuvieran ocho votos, frente a seis de los ciudadanos.
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Si eclesiásticos y nobles permanecían unidos, serían los dueños del
Consejo, Pero los ataques y sospechas hicieron que los
acontecimientos se precipitaran.
Al final los procuradores decidieron, con amplia mayoría del
estamento ciudadano, mantener el testamento del difunto rey. Esta
situación provocó una verdadera guerra civil.
Juan Hurtado de Mendoza “el limpio” pasó a formar parte del
Consejo. Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo, terminó encarcelado.
Enrique III, en las Huelgas de Burgos (1393) decidió tomar por sí
mismo las riendas del gobierno. Faltaban dos meses para su
mayoría de edad.
En las relaciones con Portugal el Consejo aceptó las condiciones de
la tregua presentada en Sabugal en 1393 que prorrogaba la anterior
otros 15 años, otorgándose libertad de comercio entre ambos
países.
En política interior, lo más destacado de la regencia fue el
antisemitismo y las matanzas de judíos en 1391. El fallecimiento
en 1390 del arzobispo de Sevilla, Pedro Gómez Barroso, convirtió
provisionalmente a Ferrán Martínez en la única autoridad
eclesiástica en aquella diócesis, provocando con sus exaltados
sermones antisemitas motines en diversas ciudades andaluzas,
comenzando por la propia Sevilla.
Las matanzas de Sevilla llegaron a conocimiento de los regentes,
que estaban con el rey en Segovia, y ordenaron a los concejos que
tomaran las medidas necesarias para salvaguardar la vida y
hacienda de los judíos, que eran propiedad del rey.
En Castilla las matanzas fueron menores que en la Corona de
Aragón. En el valle del Duero el miedo condujo a que se produjeran
un gran número de conversiones, y que algunas juderías
desaparecieran para siempre.
Tras su mayoría de edad, Enrique III aplicó las disposiciones
conciliares en relación con la residencia obligatoria de los judíos en
barrios señalados, la generalización del uso de la rodela bermeja, y
la supresión de los antiguos privilegios judiciales.
La mayoría de edad no convertía a Enrique III en rey de hecho, pero
le permitía consumar su matrimonio. Este acontecimiento era
crucial, porque la boda con Catalina de Lancáster, nieta de Pedro I
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El Cruel de Castilla, suplía los problemas de legitimidad que en
origen pudiera plantear su persona.
En 1393, Enrique III se encuentra ante una gran inestabilidad
interna agravada por las recientes matanzas de judíos y las
ambiciones de los nobles. El reinado de Enrique III consistió en un
gran esfuerzo por mantener el orden.
El monarca convocó Cortes, como era costumbre a finales de año.
La razón de dicho retraso fue acudir a Vizcaya para prestar
juramento y ser reconocido como señor natural de esa tierra,
señorío integrado al patrimonio de la Corona desde 1375, y que
proporcionaba grandes beneficios comerciales.
Según la costumbre no hay señor en Vizcaya hasta que el titular
acude a tomar posesión y jura los fueros y libertades. El rey juró las
libertades, privilegios y fueros, así Vizcaya tenía nuevo señor.
Ante las Cortes se confirmaron las decisiones y actos realizados por
la Regencia en política exterior:
La alianza con Francia,
El apoyo al Papa de Avignon,
La apertura de las relaciones comerciales con Inglaterra,
Las treguas generales prorrogadas con Portugal.
Entre 1395 y 1399 Enrique III reorganizó la Administración, hecho
que favoreció a los nobles debido a los reajustes en sus
propiedades. La caída de los parientes del rey puso en manos de
Enrique III un gran número de estados señoriales, disponibles para
ser entregados a los nobles como remuneración. Los nobles tenían
conciencia de que eran una minoría superior por su origen y forma
de vida. Esta forma de vida correspondía a las rentas y en menor
proporción al comercio.
Otra característica del reinado de Enrique III fue la independencia
en la administración de justicia. El rey no quería modificar las
atribuciones de los jueces locales, en los concejos y los señoríos, y
lo que pretendió fue más eficacia.
La postura de Castilla frente al Cisma había venido marcada por la
relación mantenida con Francia durante la Guerra de los Cien Años.
Tras la muerte del Papa en Avignon, Clemente VII en 1394, se
eligió al aragonés Pedro de Luna que tomó el nombre de Benedicto
XIII.
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En 1395 los duques de Borgoña y Orleans presionaron a Benedicto
XIII para buscar una solución, lo que causó la protesta de Castilla
que, siguiendo el ejemplo francés, en una asamblea del clero
reunida en Alcalá de Henares el 13 de diciembre de 1398, hacía
pública la decisión de no obedecer a Benedicto XIII.
Igual que ocurría en Francia, no se trataba de si Benedicto XIII era o
no el verdadero Papa, lo que se atacaba era el principio de la
autoridad pontificia.
A pesar de la amistad entre Castilla y Francia, Enrique III mantenía
contactos con Martín I en Aragón. En 1401, Enrique III volvió a
someterse a Benedicto XIII, aunque el acto público, tal y como
exigía el Papa no se celebró hasta el 29 de abril de 1403 en la
Colegiata de Santa María la Mayor de Valladolid.
La paz concertada con Juan I de Portugal en 1393 duró poco
tiempo. La deuda adquirida con Portugal fue aplazada y podía
provocar represalias. En 1396, Juan I de Portugal tomó Badajoz por
sorpresa, haciendo prisionero al obispo.
Los portugueses conquistaron más adelante Tuy, en Pontevedra,
pero la guerra fue desfavorable para ellos, puesto que el almirante
Diego Hurtado de Mendoza se adueñó del mar y Ruy López
Dávalos obligó al enemigo a levantar el cerco de Alcántara, en
Cáceres, y conquistaba Miranda de Duero, en Soria.
Las pérdidas sufridas por ambas partes en la guerra superaban las
indemnizaciones reclamadas; además, el comercio con los
genoveses y con Inglaterra estaba sufriendo un grave deterioro por
los ataques marítimos en la zona del Estrecho y en Galicia.
Los comerciantes genoveses tomaron la iniciativa para una nueva
negociación de paz. A partir de diciembre de 1398, se fueron
negociando treguas sucesivas y el interés se centraba en conseguir
un tratado de paz, pero las negociaciones no prosperaron porque
los castellanos consideraron inaceptables las condiciones
portuguesas. El 15 de agosto de 1403 se firmó una tregua por otros
diez años.
Esta tregua le permitió a Enrique III centrarse en el tema de
Granada. Las treguas con este reino se mantenían, pero una serie
de incidentes deterioraron las relaciones.
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En 1394, el portugués Martín Yáñez de la Barbuda, maestre de
Alcántara, invadió el Reino de Granada en periodo de paz y sufrió
una derrota que le costó la vida.
En 1397, fray Juan Lorenzo de Cetina y fray Pedro de Dueñas,
intentaron predicar el Evangelio en el reino nazarí y fueron
degollados.
Desde 1406 la tregua se rompe porque los granadinos invadieron el
Reino de Murcia. El cruce de embajadas granadinas y castellanas
hacía entrever la firma de una tregua que debía durar dos años.
En plenas negociaciones se intensificaron los ataques musulmanes
y los cristianos se defendieron bien y, aunque perdieron Ayamonte,
en Huelva, obtuvieron una victoria cerca de Baeza (Jaén) en la
batalla llamada de “los Collejares” en 1406.
La política de Enrique III alcanzó una gran vitalidad en Castilla. Una
escuadra castellana destruyó Tetuán (Marruecos) en 1400, que era
un nido de piratas.
El 14 de noviembre de 1401 Catalina de Lancáster dio a luz una
niña, María. Este nacimiento alejaba al infante Fernando, que hasta
entonces había actuado como heredero reconocido del Trono. Pero
sus esperanzas desaparecieron definitivamente en 1405, cuando
Catalina dio a luz al futuro Juan II.
La confirmación de heredero se produjo en las Cortes de Valladolid
de 1405, cuando la enfermedad del rey hacía prever un cambio en
la titularidad de la Corona. Ello permitió a las Cortes recuperar el
protagonismo perdido desde 1393.
Enrique III murió el 25 de diciembre de 1406. Enrique III había
convocado Cortes para atender a los gastos de la guerra
musulmana cuando murió. Al infante don Fernando le
correspondería terminar el avance.
La conquista de las Islas Canarias
La conquista de Canarias se llevó a cabo entre 1402 y 1496. No fue
una conquista sencilla, dada la resistencia de los aborígenes en
algunas islas.
Tampoco lo fue en lo político, puesto que confluyeron los intereses
de la nobleza, que deseaba fortalecer su poder económico y político
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mediante la adquisición de las islas, mientras que Castilla deseaba
el fortalecimiento de la Corona frente a la nobleza.
Se distinguen dos periodos en la conquista de Canarias:
1. La conquista señorial
Se conoce con este nombre a la conquista llevada a cabo por la
nobleza, en beneficio propio y sin una participación directa de la
Corona, que otorga el derecho de conquista a cambio de un pacto
de vasallaje del noble conquistador hacia la Corona.
Se distinguen dentro de ella la llevada a cabo por Jean de
Bethencourt y Gadifer de La Salle entre 1402 y 1405 y que afectó a
las islas de Lanzarote, El Hierro y Fuerteventura.
La otra fase se conoce como conquista señorial castellana, que fue
llevada a cabo por nobles castellanos que se apropiaron, mediante
compras y matrimonios, de las primeras islas conquistadas e
incorporaron la isla de La Gomera hacia 1450.
2. Conquista realenga
Este término define la conquista llevada a cabo directamente por la
Corona de Castilla durante el reinado de los Reyes Católicos,
quienes financiaron la conquista de las islas que faltaban por
dominar: Gran Canaria, La Palma y Tenerife.
En el año 1496 llegó la conquista a su fin con el dominio de la isla
de Tenerife, integrándose el archipiélago canario en la Corona de
Castilla. La conquista realenga tuvo lugar entre 1478 y 1496.
Leyes de Ayllón
El 2 de enero de 1412, son promulgadas por la reina doña Catalina
de Lancaster durante la minoría de edad del futuro rey de Castilla,
Juan II, las llamadas Leyes de Ayllón, también conocidas como
Segundo Ordenamiento de Valladolid.
Conforman un conjunto de leyes restrictivas contra los judíos y los
mudéjares, personas de origen musulmán que vivían en el territorio
cristiano de la península ibérica durante la dominación islámica.
Fueron mucho más restrictivas que las leyes anteriores con el
objetivo de lograr su conversión al cristianismo.
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Las medidas contemplan, entre otras:
Pérdida de la autonomía judicial de la que disfrutaban las aljamas.
En el artículo 2º, 5º y 20º de la “Pragmática” se señala una lista de
oficios cuyo ejercicio queda prohibido a los judíos; ya no podrán ser
médicos, ni cirujanos, ni boticarios, ni arrendadores de tributos, ni
herradores, ni carpinteros, ni sastres, ni cortadores de paños, ni
carniceros, ni peleteros, ni zapateros, no podrían vender pan, vino,
harina, manteca, ni ninguna otra cosa de comer a cristiano; no
podrán tener tienda, ni mesas en público.
Se les prohíbe usar el título de don, se les obliga a llevar barba y
pelo largo para que se les pueda distinguir fácilmente de los
cristianos; además tendrán que llevar cosida a su ropa, que debería
ser modesta y sin ninguna clase de lujo, una rodela bermeja:
“manda e ordena el dicho sennor rey e tiene por bien que todos los
jodios traygan sobre las ropas de ençima tabardos con aletras e non
traygan mantones e que traygan sus sennales bermejas
acostumbradas que agora tienen”.
Prohibición de administrar, arrendar, ni recaudar las rentas del rey.
Pero la medida más grave es la obligación que se les hace de vivir
en barrios exclusivos y cerrados de los cuales no podrán salir sino
bajo ciertas condiciones; desde entonces empiezan a formarse
juderías o barrios judíos en distintas ciudades.
Así nacieron los guetos, como áreas separadas para la vivienda de
un determinado grupo étnico, cultural o religioso, voluntaria o
involuntariamente, en mayor o menor reclusión.
También se les retira el derecho de cambiar libremente de domicilio.
Las leyes se redactaron por influencia del dominico Vicente Ferrer,
tras su estancia en la villa de Ayllón, poco antes del Compromiso de
Caspe (5 de junio) en pro de Fernando de Aragón por la sucesión
de la Corona de Aragón.
Estas leyes se aplicaron en otras villas y fueron modelos de otras
leyes entre ellas la bula de Benedicto XIII en 1415 (Valencia). Estas
leyes fueron derogadas en 1418.
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MARÍA TERESA GARCÍA PARDO ENRIQUE III EL DOLIENTE
BIBLIOGRAFÍA:
G. González Dávila, Historia de la vida y hechos del rey don
Henrique Tercero de Castilla..., Madrid, Francisco Martínez, 1638;
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Enrique III” y “Nobleza y monarquía en la política de Enrique III”, en
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VV. AA., Homenaje al Excmo. Sr. D. Emilio Alarcos García, vol. II,
Valladolid, Universidad-Facultad de Filosofía y Letras, 1965;
E. Mitre Fernández, Evolución de la nobleza de Castilla bajo
Enrique III (1396-1406), Valladolid, Universidad, 1968;
P. López de Ayala, Crónica del rey don Enrique tercero de Castilla e
de León, Barcelona, Planeta, 1991;
E. Mitre Fernández, Una muerte para un rey. Enrique III de Castilla
(Navidad de 1406), Valladolid, Universidad, Ámbito, 2001.
Real Academia de la Historia
IMAGEN:
ORTEGA MATAMOROS, CALIXTO. Enrique III el Doliente. Museo
del Prado
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