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Primera edición: Diciembre 2016

Título original: El Sótano Maldito


© Rain Cross
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misión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro
u otros medios, sin el permiso previo y por escrito del autor.
INDICE

Prólogo. ¿Aún temes al hombre del saco? 4

Oscuridad 5

Halloween 6

Luna de Sangre 10

Una Noche 13

Redención 16

Porcelana 19

Sonrisa Macabra 23

Masacre a Medianoche 26

¡Maldita resaca! 29

La desdicha de la familia Pemberley 32

El Otro 37
Prólogo ¿Aún temes al hombre del saco?
Durante la infancia, tenemos miedo a muchas cosas: la oscuridad, el hombre del saco… monstruos
y criaturas que están en tu imaginación y que pueden tomar forma de cualquier cosa, como payasos u
osos de peluche, transformando esas cosas inofensivas en verdaderas pesadillas. Y los adultos, esos
sabios, te dicen que no debes asustarte, que no existen y que tan sólo están en tu mente, pero cuando
creces, ¿dejas realmente de lado todos esos terrores?
Muchos, al hacernos mayores, seguimos inquietándonos al bajar los pies de la cama, por si sentimos
que unas terribles garras nos cogen los tobillos y nos llevan al mundo de las tinieblas. Un temor irra-
cional que no nos abandona nunca.
Jamás dejamos de temer lo que no podemos entender. ¿Acaso cuando escuchas un leve crujido mien-
tras intentas dormir no te pones en alerta, segundos antes de convencerte a ti mismo de que tan sólo ha
sido el viento?
Desde tiempos inmemoriales, el miedo nos ha dominado, ya sea real o algo que no podemos expli-
car. Y por esa razón se crearon los demonios, los espíritus, las brujas y los zombis: para poner cara y
cuerpo a lo que puede que no sean más que delirios de nuestra propia mente y poder así enfrentarnos
a ellos.
Pero ¿realmente está todo en nuestra imaginación? Ahora están muy de moda las películas con el
‘Basado en hechos reales’ como reclamo publicitario, que hace que nos planteemos si estos miedos, esa
presencia que notas a tu lado cuando estás solo en casa y hace que se te erice la piel, no sea nada más
que algo creado por tu propia mente.
También se pueden encontrar muchos libros y webs que aseguran que han visto u oído fantasmas,
monstruos y demonios, ¿son reales o perturbaciones del complejo cerebro humano?Aún hay personas
que buscan a Bigfoot, y que aseguran haber encontrado al monstruo del Lago Ness, mientras otros dicen
que no es más que un esturión gigante.
Pero esa incertidumbre, por pequeña que sea, hace que no te sientas seguro. Te saca de tu zona de
confort, de luz y realidad, y un simple ruido puede llevarte en un instante a un mundo de tenebrosidad,
criaturas diabólicas y pánico.
¿No es curioso que todos nuestros temores pasen siempre de noche? Lo desconocido y lo oculto se
encuentra entre las sombras, en lo que no podemos ver y nos persigue en la oscuridad, nos inquieta y
nos devora por dentro, dejándonos una semilla de duda que va creciendo como una mala hierba y co-
rrompe todo a su paso. Que tengáis dulces sueños esta noche, amigos.

Y no dejéis que los demonios perturben vuestro descanso.

4
Oscuridad
Katie estaba cubierta de sangre. El bonito vestido azul que había comprado para el baile de gradua-
ción parecía marrón por la mezcla de colores, y su pelo castaño se le pegaba a la cara. Sintió el áspero
tacto del asfalto contra sus pies descalzos. «¿Pero qué he hecho…?», seguía conmocionada y no paraba
de mover la mano con la que sujetaba el martillo. «Las he matado… por dios, las he matado.»
Estaba delante de su casa, sola y asustada. «Soy un monstruo.» Pero una voz aguda retumbó en su
cabeza, la misma que siempre le decía que hiciera cosas malas «Se lo merecían, ellas se lo han buscado.
Igual que todos los demás.»
Recordaba pocos detalles de lo ocurrido. Su madre diciéndole que parecía una puta barata vestida
así, el martillo en su mano, y como de pronto estaba sobre ella golpeándola sin parar. Su sangre salpicó
su inmaculado vestido y las paredes blancas del salón, formando un grotesco cuadro. Trozos de hueso
y cerebro se esparcieron por toda la moqueta y Katie pensó que esas manchas no se irían con nada.
«Ella te insultó, se lo tenía merecido. Tú hiciste lo que tenías que hacer.» Esa voz no dejaba de su-
surrarle cosas. Tenía algo que le aterraba pero a la vez le resultaba demasiado familiar.
Recordó también como su hermana Linda entró en la casa y presenció parte de la escena. Katie fue
a por ella y le asestó tal golpe que su cráneo se partió en mil pedazos.
Pero ahora ella sabía que debía hacer algo más grande. «Es lo que hay que hacer. Esto ha sido sólo
un aperitivo.» Sonrió, asimilando que aquella voz era la suya propia. Soltó el martillo y cogió un bi-
dón de gasolina y una caja de cerillas del trastero. Tenía que ir al baile de graduación aquella noche. Y
quemarlo todo.
No tardó mucho en llegar al instituto, era lo bueno de vivir en un pueblo tan pequeño. Aún faltaba
más de una hora para que la noche que tantos jóvenes ansiaban tuviera lugar. Katie vació el bidón re-
partiéndolo por toda la sala de baile.
Esperó y esperó. Escondida en un rincón. Cuando todos sus compañeros entraron con promesas de
una noche inolvidable, encendió una cerilla. Y, aceptando su propia locura...

incendió todo con una sonrisa malévola en los labios.

5
Halloween
Era ya de noche cuando James se sentó en el confortable sofá marrón de su casa. Aunque aún no
tenía los treinta, sentía que ya no aguantaba el día a día como cuando era más joven, y se encontraba
cansado. Había sido un día muy raro, de llamadas sobre gente haciendo conjuros, sacrificando anima-
les, muertos que caminan… En la comisaría del pequeño pueblo costero de Cold Springs no dieron ve-
racidad a ninguna de esas llamadas, e incluso enviaron a los bomberos a que vieran si era cierto lo que
decía sobre un aquelarre haciendo una hoguera en el porche de una casa que invocaba a Satanás. Re-
sultaron ser cuatro adolescentes vestidas de negro quemando unos apuntes de instituto. En Halloween
siempre ocurría lo mismo, recibían llamadas estúpidas de gente loca. Parecía que ese día despertaba a
los perturbados.
James se duchó nada más llegar a casa, se puso sus viejos tejanos y una camiseta blanca sencilla, y
se había tumbado en el sofá con una cerveza en la mano. Puso la televisión esperando una buena pelícu-
la de terror. Encontró un canal en el que emitían de nuevo El Exorcista, y la dejó de fondo mientras re-
pasaba el día de nuevo. Llamadas tontas; Tim el novato, un chico flacucho recién salido de la academia,
le había manchado la camisa del uniforme de café; Gina, la recepcionista, una mujer de unos cuarenta
años y el lívido de una adolescente, le había invitado a una fiesta de Halloween, insinuando que se dis-
frazaría de gatita y le dejaría usar las esposas como él quisiera… se rascó la cabeza recordando aquello.
Gina era más mayor que él, pero la idea le había resultado tentadora durante unos minutos, hasta que
recordó que se había tirado a la mitad de los agentes de aquella comisaría. Apartó un pequeño mechón
rubio de su frente y suspiró.
Dio un largo trago a su cerveza, eso le relajaba y despejaba la mente. Cerró unos instantes sus ojos
verdes y echó la cabeza hacía atrás. Antes adoraba esa noche, se disfrazaba con sus amigos y hacían
alguna travesura o iban a alguna fiesta y con suerte se despertaba al día siguiente con una chica guapa
a su lado. Pero desde que era policía no era lo mismo.
Más de una vez había tenido que hacer horas extras persiguiendo a chavales que tiraban huevos a las
casas, o gamberros que se aprovechaban de alguna adolescente borracha.
Se preguntó si esa noche también ocurriría lo mismo cando sonó el tono de llamada que había elegi-
do para la comisaría: Welcome to the Jungle de Guns N’ Roses. «Bingo, nunca falla.» Cogió el teléfono
móvil que había dejado sobre la mesa de té.
—Agente Madison.
—Madison, ¡tiene que venir corriendo a la comisaría! —«Para variar…», pensó James. Aunque ha-
bía algo extraño en aquella llamada.
Era su teniente, Frank Jacksons, al que llamaban Big J, ya que de joven había sido fuerte e imponen-
te, y aún se lo seguían diciendo por su afición a las rosquillas.
—Enseguida voy, teniente.
—¡Date prisa! ¡Y Madison, tenga mucho cuidado!
—¿Cuidado, teniente? ¿A qué se refiere con…?
Se escuchó el sonido inconfundible de disparos y gritos y la llamada se cortó.James se cambió a toda
prisa y se puso el uniforme azul reglamentario. Por último, colocó su arma en el cinto y salió rápida-
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mente de su casa. En la puerta del garaje se encontraba su viejo Ford negro, se subió a él y empezó a
conducir. Vivía en las afueras, por lo que tardaría una media hora en llegar.
Se detuvo en un semáforo y contempló las calles. Parecían tranquilas, demasiado incluso. Su ve-
cindario, un lugar de casitas blancas con tejados grises era un sitio que siempre estaba en calma, con
pocos vecinos y bien educados, pero esa situación era muy insólita. No veía niños llamando a las casas
en busca de caramelos, ni jóvenes dirigiéndose a las diferentes fiestas que se hacían ese día en el centro
del pueblo.
Un pequeño golpe a su izquierda le sobresaltó. Una mujer joven había apoyado una mano ensan-
grentada contra la ventanilla del conductor. James no la pudo ver bien, así que bajó del automóvil.
—Señorita, ¿se encuentra bien?
La mujer ni siquiera le miró. Estaba de espaldas e iba aturdida, dando tumbos por la carretera. Se
fijó que llevaba una especie de disfraz de enfermera destrozado y cubierto de sangre, e iba descalza.
—Señorita, ¿la puedo ayudar en algo? —James se acercaba lentamente.
Sabía que en situaciones así debía ir con cuidado. «Puede que la hayan violado, por eso se encuentra
en ese estado… debo llevarla a la comisaría y que se encarguen allí de llevarla al hospital y tomarle
declaración».
—Señorita, debe acompañarme. No se preocupe, no le ocurrirá nada…
James estaba ya justo detrás de ella. Puso una mano sobre el hombro de la mujer y la giró para verla
bien. Ante el espectáculo que contemplaron sus ojos, dio un paso hacia atrás, horrorizado. Estaba pá-
lida como la nieve. Sus ojos, antes de un bonito azul, estaban bordeados de sangre, pero eso no era lo
peor. Le faltaba media mejilla que dejaba al descubierto una hilera de dientes ensangrentados. Tenía el
pelo rojizo apelmazado y pegado a la cara debido a la suciedad y a la sangre. Emitió un extraño gruñido
y se abalanzó sobre él
—¡¿Pero qué coño?! —James la apartó de un fuerte empujón y la mujer cayó al suelo torpemente.
Se apartó de ella y fue hacia su coche. «Parecía un zombi… parecía un puto zombi. Y no, no era por
el disfraz, si no debería ganar el premio al mejor puto disfraz de la década. Joder ¿pero qué cojones
está pasando?».
Por culpa de los nervios le costó poner el coche en marcha. La mujer había conseguido levantase y
se dirigía a él con movimientos descoordinados.
—¡PUUUM!
Otro impacto en el cristal. Una niña de unos nueve años dando golpes.
—¡Por favor, ayúdeme!
—¡Sube, deprisa! —James le indicó con la cabeza que fuera hacia el otro lado del coche.
La niña lo comprendió enseguida, abrió la puerta con rapidez y se subió cerrándola de un porrazo.
—¿Estás bien, pequeña? —James finalmente puso el coche en marcha y se dirigió a gran velocidad
a la comisaría.
—Sí, es-es-estoy bien —consiguió decir. La miró unos segundos. Llevaba un vestido largo negro
roto por el brazo derecho y las uñas pintadas del mismo color. Iba disfrazada de bruja. Su pelo castaño
estaba enmarañado y tenía el maquillaje de la cara destrozado debido a las lágrimas.
— ¿Podrías explicarme qué cojon… qué está ocurriendo, pequeña?
— No… no sé muy bien que pasa. Íbamos a ir al centro con unas amigas y la madre de Margaret y
de pronto nos atacaron. Cogieron a Linda y le arrancaron el brazo… a… a Stef la tiraron al suelo y le
mordieron en todo el estómago, y Margaret y su madre salieron corriendo. Yo intenté que alguien me
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abriera la puerta, pero nadie lo hizo, creo que tenían demasiado miedo. ¡Pero yo sí que tenía miedo!
—Tranquila, ahora todo irá bien, iremos a la comisaría.
—Aaayyy…—La niña hizo un pequeño gemido de dolor.
— ¿Seguro que estás bien? Por cierto, soy James —Intentó decirlo con la mayor normalidad que
pudo en aquel momento.
—Sí, sí… No es nada… Soy Becca. —Sonrió con tristeza acariciando su brazo, justo donde tenía la
manga desgarrada.
El resto del trayecto lo hicieron en silencio. Estaban demasiado aturdidos con todo lo que había
ocurrido para hablar. No recordaba a esa niña, pero si a Margaret y su madre, Victoria.
James contempló su vecindario mientras se dirigían hacia la comisaría. En esa zona, salvo la mujer
y otros zombis más deambulando, todo estaba relativamente en calma. Parecía que la gente se había re-
fugiado en sus casas. Pero a medida que se acercaban al centro las cosas eran distintas. Se encontraron
gente ensangrentada por todas partes, más de la habitual para ser Halloween. Los disfraces que tanto
tiempo les había costado decidir estaban ahora hechos jirones. Un chico disfrazado de Superman estaba
tirado en el suelo mientras un grupo de esos muertos lo devoraban con avidez. Uno de los comensales
no era más que un niño de seis años vestido de abeja. Otra chica disfrazada de vampiresa sexy estaba
contra la pared y vio como un hombre disfrazado de hombre de las cavernas le desgarraba la cara de
un mordisco.
Pensó por unos instantes en bajar del coche y ayudar a aquellas personas, pero sabía que si lo hacía
estaba muerto.
Intentó contactar por radio con la comisaría, pero no obtuvo respuesta. «Espero que no estén todos
muertos…» Recordó los disparos que había oído por el teléfono. «Por favor, que estén todos bien.»
Se encontraban ya cerca de la comisaría, un par de calles y la tendrían a la vista. A su lado, la peque-
ña Becca se movió. James no le había prestado atención en los veinte minutos que llevaba conduciendo
ya que tenía que evitar chocar contra la gente y la imagen del caos y la violencia que reinaba en las ca-
lles le tenían hipnotizado. La contempló durante unos segundos. Tenía los ojos cerrados, seguramente
se habría dormido por el viaje.
James siguió conduciendo, ya podía ver la comisaría y escuchó unos disparos a lo lejos. «Mierda,
mierda, ¡mierda!». Llegó a la entrada del edificio y cogió a la niña en brazos.
—Vamos, pequeña.
Becca se aferró fuertemente a James con los brazos, y de pronto sintió un intenso dolor en el cuello.
Apartó a Becca mientras le desgarraba toda la piel, la cual se quedó entre sus pequeños dientes.
La tiró al suelo con brusquedad y puso su mano en la herida de la cual manaba una cascada carmesí
que manchó de sangre su uniforme de policía. El dolor era insoportable hizo que James se tambaleara.
Miró como Becca se levantaba con torpeza del suelo y se fijó en la herida que tenía en el brazo, de la
que se había quejado en el coche: se trataba de un mordisco.
La niña fue de nuevo hacia él y le mordió en el brazo. Le desgarró el antebrazo dejando a la vista
tendones y arterias. James cayó al suelo debido al dolor. Estaba tan cerca de la comisaría, y no tenía
fuerzas para llegar a ella. Se sentía débil e impotente, mientras observaba a Becca, que no parada de
disfrutar con el gran trozo de carne que le había arrancado, saboreándolo lentamente.
James estaba cada vez peor, su cuerpo ya casi no le respondía. La sangre le circulaba a toda velo-
cidad tiñendo de rojo toda la acera. Se tumbó en el suelo, sin esperanza. Sabía que estaba condenado
desde el primer mordisco que la pequeña le había dado.
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Vio como más de esas cosas se acercaban a él: un vampiro, una cirujana, un cura, una diablesa, un
zombi… un puto zombi… Seguro que ese chico no pensó en que se trasformaría en uno de verdad esa
noche. «Ironías del destino ¿eh?» pensó James y empezó a reír cada vez más fuerte.
En breve, él también sería un zombi más.

Ese año, todos llevarían el mismo disfraz.

9
Luna de Sangre
-I-

Will abrió lentamente los ojos, aturdido. La luz de la intensa bombilla le dañaba la vista. Miró hacia
un lado, intentando ubicarse.
Estaba en una habitación desconocida. A su izquierda, había una pequeña ventana con vista a la
montaña; a la derecha, una cama de metal con sábanas blancas. Era un hospital. Intentó incorporarse,
pero le dolía todo el cuerpo.
—Bienvenido de nuevo —le dijo una enfermera.
— ¿Cómo he llegado a…? —Observó su brazo; lo tenía vendado—. ¿Pero qué demonios me ha
pasado?
Los dos agentes se miraron.
—Bien, cualquier cosa que nos diga, señor Evans, será útil —Sacó una libreta—. Ayer por la noche,
en el aparcamiento situado en la calle Spring, alguien lo atacó dejándole varias heridas y contusiones.
Lo que es extraño es que no le robaron nada. Ni el coche ni la cartera, por lo que nos gustaría saber si ha
tenido algún problema con alguien. —Eso es lo que le gustaría saber a la policía —añadió la enfermera
con sarcasmo—. Se ve que tuvo un accidente. Están aquí fuera, quieren hablar con usted. —Sonrió y
marchó.
Will quería decirle que le dejara un momento para intentar aclarar su mente, pero dos agentes entra-
ron, sin llamar. Iban de paisano, aunque se veía a la legua que eran policías.
—Señor Evans, sentimos molestarle, pero nos gustaría hacerle un par de preguntas.
—Sí, sí… aunque no sé si seré de gran ayuda. No recuerdo mucho de lo ocurrido, la verdad —Volvió
a mirar a su alrededor.
—No, que yo sepa. —Pensó unos segundos, intentando recordar lo ocurrido—. Iba hacia el coche, y
oí un ruido, como un rugido a mi espalda. Me giré y algo me golpeó. No recuerdo nada más.
— ¿Pudo ver al agresor? —El agente no paraba de escribir.
—No, yo… —Recordó algo, aunque era tan extraño que pensó que serían delirios de un enfermo—.
Tenía mucho pelo… Y colmillos, como un animal salvaje.
—Puede que el agresor llevara a un perro grande para atacarle —Miró hacia su compañero y guardó
la libreta—. Creo que ya hemos acabado por hoy. Descanse, y cuando vaya recordando más cosas…
—Se sacó una tarjeta del bolsillo—. Llámenos.
—Sí, no se preocupen.
Se quedó mirando cómo se alejaban. Dejó la tarjeta del agente en la mesilla y se levantó para ir al
baño. Al empezar a andar, se dio cuenta de que tenía una vía en la mano, por lo que tuvo que llevarse
el gotero con él como si fuera un compañero de aventuras.
Entró y se examinó en el espejo.
Tenía un feo moratón en la sien, el labio partido, un arañazo en la mejilla, y todo el cuerpo magulla-
do. El brazo vendado le dolía, pero no podía ver lo que le habían hecho.
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Se tambaleó un poco, mareado, y apoyó las manos en la pica.
— ¡Señor Evans! ¡Túmbese en la cama, ahora mismo! Aún no está lo suficientemente fuerte —La
enfermera se dirigía velozmente hacia él y le ayudó a echarse en la cama.
—Gracias.
—Mañana vendrá a verle el doctor a primera hora, así que descanse.
Se marchó y cerró la puerta. Will se tumbó en la cama y trató de dormir un poco.
Tuvo varias pesadillas esa noche. Sueños sobre aullidos, sangre y la noche. En ellos, una luna gran-
de y redonda iluminaba un macabro espectáculo de garras, dientes y carne muerta.
Se despertó sobresaltado en mitad de la noche. Al incorporase, comprobó que ya estaba más fuerte.
Fue a mirarse al espejo de nuevo, intrigado; sólo hacía un par de horas que se había despertado y ya no
tenía contusiones ni heridas, y el brazo no le dolía en absoluto. Se quitó la venda y pudo ver que tenía
la marca de un gran mordisco, pero ya estaba cicatrizado.
No sabía qué hacer. Se echó de nuevo sobre el duro colchón, pero no podía dormir. Dio vueltas
durante horas, hasta que volvió a perderse en una alucinación de oscuridad y muerte.
Lo extraño fue que, en ese momento, a Will ya no le parecía una pesadilla.

-II-

Llevaba ya dos semanas en su casa. El doctor, al ver su rápida recuperación, le hizo algunas pruebas
complementarias, pero al comprobar que todas salían bien le dieron el alta a los pocos días.
Will se sentía diferente. Había dejado de comer verduras, sólo comía carne y cada vez más cruda. Se
encontraba más fuerte y ágil; invencible. Durante el día estaba muy activo, y por las noches, siempre
tenía el mismo sueño: aquella pesadilla que le perturbó el primer día, y que ahora aguardaba a lo largo
de las horas para poder perderse en ella.
Pero en los últimos dos días también estaba nervioso. Era como si algo le llamaba. Se quedaba mi-
rando al cielo antes de ir a dormir. Contemplando lo magnífica que podía ser la noche.
Y esa noche había luna llena. Él lo sabía, sin ninguna razón, pero lo sentía en su interior. Estuvo todo
el día pensando en el momento de disfrutar de la luna. De ver su luz en la oscuridad.
El día pasó rápido. Aún no había vuelto al trabajo desde su estancia en el hospital, así que estuvo
dando un paseo por un bosque cercano.
Cada vez se hacía más tarde, pero no quería volver a casa. Estaba muy a gusto en ese lugar, con la
suave brisa nocturna acariciándole el rostro. Se sentó en un banco a esperar que saliera la luna. Quería
verla ya, cada vez estaba más ansioso. Miraba su reloj compulsivamente.
Ya había anochecido y no quedaba nadie allí. Habían estado pasando corredores y ciclistas durante
todo el día, pero ya no estaban, o al menos no pasaban por donde Will se encontraba por culpa de la
oscuridad. Se levantó del banco y pensó en ir a casa, pero algo le hizo mirar al cielo.
Y al fin la vio. Era hermosa, grande y redonda. Iluminaba todo el cielo con su blanca claridad, como
un faro que guía a un barco perdido en el angosto mar.
En ese momento empezó a sentirse extraño. Notó un fuerte calor en el pecho que le iba subiendo por
todo el cuerpo. Empezó a jadear y le costaba respirar.
Cayó al suelo en cuclillas, agarrándose el corazón con una mano. Sus músculos se hincharon, ras-
gándole la ropa. Se miró las manos; sus dedos empezaban a estar cada vez más largos y peludos, se
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transformaban en garras. Su cabeza se alargó, le salieron colmillos, enormes y amarillos, y su boca y
barbilla se transformaron en un hocico. Todo su cuerpo se cubrió de pelo.
Ya no pensaba. Ya no razonaba. Ya no sentía dolor. Caminaba a cuatro patas, notando la áspera tierra
bajo sus zarpas.
Y aulló a la luna.
En ese momento, escuchó un ruido a su lado. Sus orejas, antes normales, eran ahora grandes, pelu-
das y puntiagudas, y poseían una excelente audición.
Fue hacia el origen del sonido con cuidado y con mucho sigilo. Se escondió entre los matorrales, y
vigiló a un hombre que corría. Un instinto primitivo se apoderó de él. Acechaba a su víctima, y tenía
mucha hambre.
Dejó que pasara y a continuación, se abalanzó sobre él. El deportista cayó al suelo gritando, pero
Will le desgarró la yugular de un mordisco. El chillido cesó y dio paso al dulce sonido de la sangre
deslizándose lentamente por el suelo. Will destripó a aquél hombre y se alimentó de él hasta quedar
saciado.
Oyó un aullido; era la llamada de su nueva familia, de su manada. Se perdió en la noche, con la luna
como único testigo de su transformación, de su nueva condición.

De su nueva vida.

12
Una Noche
Entre el ruido de los borrachos hablando y de botellas contra la mesa, no podía concentrarse. Le do-
lía la cabeza, algo frecuente desde que había empezado a ir a ese lugar. Peter comenzaba a estar ebrio,
y la conversación de sus amigos era cada vez más absurda. Una noche normal, de un día cualquiera.
Desde que hacía un año Elí, su mujer, había muerto en un accidente de coche, se pasaba todos los días
de su miserable vida bebiendo con una panda de borrachos a los que jamás llamaría amigos en ese bar
de mala muerte.
Apestaba a alcohol y a sudor, el mismo olor que había en el apartamento que unas semanas antes de
perder a su mujer habían alquilado juntos. Un piso hermoso en el centro, con vistas a un parque. Quedó
a medio decorar, y ahora parecía una pocilga sucia y abandonada. Su rutina diaria era ir a trabajar, ya
que debía pagar el alquiler, comer cualquier cosa, y beber hasta olvidar. Algunas veces, en la estación
de metro que le llevaba al trabajo, había pensado en lanzarse a las vías y acabar con todo; con el su-
frimiento del día a día, de enfrentarse a su nueva vida sin ella. Pero nunca había tenido el valor para
hacerlo.
Observó a la gente que estaban en aquel momento en el bar, los mismos de siempre quejándose de su
estúpida existencia. Que si el trabajo es un coñazo, que si su mujer es una perra… odiaba a ese tipo de
personas; los que tenían un trabajo y a alguien en casa que les quería y se lo agradecían de esa forma.
A veces, veía como alguno de ellos le metía mano a una de las camareras o a las pocas mujeres que
entraban en el lugar, e intentaban tirárselas en el callejón de atrás. Eran patéticos.
Pero esa noche, era diferente. Lo notaba en el ambiente. En una de las mesas más alejadas y oscuras
había un grupo que nunca había visto antes. Tres hombres y dos mujeres. Eran extraños, no parecían
encajar en ese lugar. Una de las mujeres, una preciosidad castaña de ojos azules no paraba de mirarle.
Peter bajó la vista y contempló su casi vacía cerveza. Desde que Elí murió, no había mirado nunca a
ninguna otra mujer, no de esa forma. Con deseo.
— ¿Quieres otra? —le dijo una de las camareras del bar.
—Sí, por favor —Puede que fuera un borracho, pero aún tenía modales. La mujer volvió poco des-
pués con otra botella y continuó bebiendo.
No prestaba atención a la conversación de sus compañeros de borrachera. Miró de nuevo a la mu-
jer, ella también le estaba observando. Bajó los ojos, incómodo. No es que no fuera atractiva, también
había visto mujeres de buen ver otras noches, pero nunca se había sentido así: una mezcla de deseo y
vergüenza. Sentía miedo de deshonrar la memoria de Elí.
A los meses de su muerte, cuando empezó a caer en el mundo del alcohol, muchos de sus antiguos
amigos y familiares le habían dicho que levantara cabeza, que ella no querría verle así, hundido y con
una depresión que casi no le dejaba moverse de la cama. Les hizo caso, en parte. Volvió al trabajo, pero
los niveles de cerveza en su cuerpo iban subiendo más y más.
Y jamás había podido estar con otra mujer.
Pero ella era diferente. Levantó la cabeza y la contempló. Le sonrió y Peter notó una extraña sen-
sación en el estómago; se había puesto nervioso. No le devolvió la sonrisa, pero levantó su cerveza en
forma de saludo. Ella susurró algo a la chica que tenía al lado y las dos le miraron. Peter volvió a poner
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toda su atención en la botella que tenía entre las manos. Puede que se estuvieran riendo de él, del típico
fracasado de bar. Y eso no le gustaba.
La camarera le sobresaltó al acercarse con sigilo.
—Te han invitado a otra cerveza. Esa mesa de allí —Señaló la mesa del extraño grupo.
—Diles que gracias —gruñó mientras la cogía sin dejar de pensar que le estaban tomando el pelo.
No le gustaba esa sensación. Se había convertido en sólo una sombra del hombre que fue antaño.
Del hombre que Elí amó hace años. Si ella lo viera ahora… Se sentía avergonzado de haber acabado
así, pero no lo podía evitar. El dolor y la pena lo consumieron hasta llegar a ser una burla de sí mismo.
Un bufón. Un borracho.
Miró a la mujer instintivamente; ella no apartaba sus ojos de él. Le hizo señas para que se acercara
a su mesa, pero Peter no se atrevía. Sólo iban a reírse de él. Negó con la cabeza, y ella le miró con
tristeza. El resto de la noche fue un cruce de miradas entre el bellezón castaño y él.
Llegó a pensar que le podía gustar, y es que a pesar de haber acabado así, conservaba algo de su
encanto natural. Era alto y atlético, aunque había empezado a sacar algo de barriga por culpa del al-
cohol. Cabello rubio ceniza, el cual Elí siempre alborotaba, y ojos avellana. La noche fue pasando,
y ninguno de los dos se movió de sus respectivas mesas. Cuando ya eran las tres de la mañana, Peter
decidió marcharse.
—Bueno, chicos, ha sido una gran noche, pero debo irme a descansar un poco o mañana llegaré
tarde al trabajo —Los demás ni se inmutaron, como de costumbre.
Salió del bar y fue hacia un callejón cercano, era un atajo a su casa. Se sentía inquieto. Era una noche
sin estrellas, y a pesar de la luz de las farolas, todo tenía un aspecto aterrador. Empezó a caminar cada
vez más deprisa, mirando a los lados. No estaba muy lejos de su casa pero aún le quedaban unos diez
minutos para estar a salvo en ella. Notó un movimiento a su espalda y se giró sobresaltado.
— ¿Quién anda ahí? ¡Sal, cobarde! —dijo, pero no obtuvo respuesta. Peter retomó su camino, cada
vez más nervioso.
Algo le inmovilizo; le tenía cogido del pecho. Miró y unos brazos delgados y delicados lo habían
envuelto en un abrazo del que no podía escapar. No entendía como algo a la vista tan frágil podía tener
tanta fuerza. Intentó soltarse, sin éxito.
—Es inútil, será mejor que no te resistas. Créeme —dijo una voz seductora.
Su atacante apoyó la cabeza en el hombro de Peter, y gracias a eso pudo ver su perfecto perfil. Era
la mujer del bar.
— ¿Pero qué coño haces? ¡Suéltame, puta! —Se zarandeó sin éxito.
—Te he dicho que no te resistas… —La mujer le cogió con más fuerza.
Peter dejó de intentarlo, no sabía porque, pero había perdido las ganas de luchar contra ella. La
miró de nuevo y la mujer le sonrió, pero no con esa sonrisa encantadora del bar, sino como quién tiene
hambre y ve un buen chuletón en un restaurante. Notó como algo punzante se le clavaba en el cuello
y su vida empezó a abandonar su cuerpo. Ella estaba bebiendo su sangre con tanta ansia que en pocos
segundos estuvo mareado.
— ¿Por… qué…? —Dijo Peter—. ¿Por qué a mí…? Ella apartó la boca de su cuello.
—Porque lo estabas pidiendo a gritos. Porque ya estás realmente muerto —le susurró en el oído y
siguió bebiendo.
Relajó su cuerpo, dejando que ella acabara con su vida en cada trago que daba. Era algo que deseaba
desde hace tiempo, pero que nunca se había atrevido a hacer.
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Pero en esa noche, todo acabaría. Su sufrimiento. Su miseria.
Cerró los ojos y vio a su mujer. Su hermosa Elí, que le había sido arrebatada demasiado pronto. Abrazó
su destino y besó a la mismísima Muerte.

Sabiendo que pronto se reuniría con el amor de su vida.

15
Redención
-I-

Kat fregaba los platos mecánicamente en la pequeña cocina del apartamento que compartía con su
marido. Tenía la vista perdida, y su mente repasaba lo ocurrido minutos antes en el comedor. Había lle-
vado la comida a la mesa y Howie, al probarlo, le lanzó el plato a la cara porque la sopa estaba fría. Le
dio en el ojo y le empapó la camiseta, pero no hizo ningún gesto de dolor. Kat ya estaba acostumbrada
a ese comportamiento así que, en silencio, tratando de parecer invisible, recogió el plato del suelo y
limpió la mesa mientras la sopa le acariciaba el rostro y veía marchar a su marido por la puerta entre
gruñidos. Lo más seguro es que fuera al mugriento bar de la esquina. Howie siempre encontraba cual-
quier excusa para ir a ese lugar.
Cuando la cocina y el comedor estuvieron limpios, Kat fue a darse una larga ducha. Eso siempre le
relajaba. Dejó que el agua la envolviera en una sensación de calidez y bienestar.
Repasó su vida: lo feliz que fue de niña junto a sus padres, cuando conoció a Howard, siempre in-
tentando hacerla reír, era tan galante… pero con los años, esa galantería se transformó en violencia, en
insultos y malos tratos. Hacía años que ya no sonreía, y en momentos como ese, se alegraba de no haber
tenido hijos con él y así no tener que sufrir por ellos, ya que, desde que se casaron, Kat vivía con miedo.
Salió de la ducha y se quedó mirándose unos segundos en el espejo. Tenía los ojos tristes y un pe-
queño moratón se le dibujaba debajo de la ceja derecha, donde le había dado el borde del plato. Ése
tono violáceo hacía que sus ojos se vieran aún más verdes. Recogió su cabello dorado en una pequeña
trenza y se vistió con rapidez.
Dentro de unas horas vendría Howie, borracho, y exigiría la cena en la mesa, así que empezó a pre-
pararla intentando que fuera perfecta.

-II-

Howard llegó ebrio, como de costumbre, se dirigió como pudo a la cocina a coger una cerveza y se
sentó en el sofá.
—Espero que la cena esté mejor que la comida, que parece que no sepas hacer bien ni una puta sopa
—Observó como Kat ponía el plato de ensalada en el centro de la mesa desde su confortable asiento
del salón.
—He hecho chuletas, tu plato favorito, cielo —contestó sin mirarle.
—Bien, bien. Eso suena cojonudo —Apuró su cerveza y se sentó para comer.
Kat se sentó en el lado opuesto de la mesa, y empezó a jugar con su comida. Howie la terminó rápi-
damente y se fue de nuevo al sofá.
— ¿Sabes cuál sería la mejor forma de disculparte por la mierda de comida que me has puesto antes?
—Miró a Kat para ver si le prestaba atención, ella le devolvió la mirada.
— Que bajes a comprarme una botella de whisky a la tienda —sentenció y puso la televisión.
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Kat contempló a su marido. Había cambiado tanto. Antes era apuesto, atlético y con una cabellera
suave rubia oscura. Ahora, había engordado más de la cuenta, y el pelo se le había vuelto áspero y
blanquecino.
Se levantó lentamente de la mesa, recogió los platos y fue a comprar lo que su marido le había pe-
dido. Su palabra era ley en esa casa.

-III-

Kat tuvo que ir a un comercio tres calles más lejos de lo habitual, ya que en las más cercanas no
había el whisky que tanto le gustaba a Howie.
Cuando estaba a dos calles de vuelta a casa, pasaron un par de personas sangrando por su lado. No
les dio importancia y siguió su camino. Debía darse prisa si no quería enfadar a su marido y que le
volviera a romper algún hueso. Eso era lo peor, ya que tardaba varios meses en recuperarse y su familia
hacía preguntas que ella no podía responder.
A lo lejos escuchó gritos y sirenas de todo tipo. Parecía que había ocurrido un gran accidente justo
delante de ella. Vio una gran columna de humo y a medida que se acercaba pudo comprobar que ese no
era el mayor de los problemas.
Había muertos por todas partes. Los policías disparaban a un grupo de personas que se abalanzaban
sobre ellos. El humo que había visto se debía a que un camión de bomberos había chocado contra un
turismo, haciendo que la gasolina emanase de los vehículos y se prendiera.
Kat dio un par de pasos hacia atrás, aterrorizada por lo que estaba viendo. Dos personas estaban so-
bre otra una mujer, arrancándole las entrañas. Otros corrían sin rumbo, tratando de alejarse lo máximo
posible de ese caos.
Pero lo que realmente inquietaba a Kat eran unas personas que caminaban con lentitud y estaban
cubiertas de lo que parecía ser sangre seca.
Parecían torpes e intentaban acercarse a la gente que corría. Consiguieron atrapar a uno y de un
mordisco le desgarraron la carne. El aire estaba corrompido por los olores del humo y de algo dulzón
que ella no lograba adivinar. Del cielo caía ceniza.
Sabía que debía de salir lo antes posible de allí y llegar a casa. Decidida, apretó el whisky contra su
pecho y empezó a correr esquivando a cualquiera que se le acercara. Su mente recordó las veces que
había logrado esquivar los golpes de Howie.
Después de tantos años, aprendió a ser muy rápida.
Pero, a pesar de ello, no lo vio venir. Una niña, de no más de seis años, chocó contra ella haciendo
que perdiera por unos instantes el equilibrio. Cuando consiguió recuperarlo, aferró fuertemente la bo-
tella y con la otra mano cogió a la niña por un brazo.
— ¿Estás bien…?
La niña la miró, pero eran ojos muertos, vacíos. Kat apartó rápidamente su mano de ella. Tenía una
fea herida en el cuello y su ropa estaba manchada de rojo escarlata.
La pequeña se lanzó contra Kat y ésta la empujó, pero la niña fue más rápida y pudo cogerla del
brazo. A Kat se le cayó el whisky del susto e intentó soltarse de ella, pero la niña le dio un mordisco en
el brazo que le arrancó parte del músculo y los tendones.
La sangre fluía con fuerza por su herida y la niña empezó a saborear el suculento bocado.
17
Kat aprovechó el momento para escapar. Corrió lo más rápido que pudo, y en pocos minutos llegó
a su casa. Allí estaría a salvo.

-IV-

Al entrar, se apoyó contra la pared. Estaba cansada, y la herida del brazo le dolía cada vez más. Era
un dolor agudo, punzante y constante, nada comparado a lo que había sentido antes. Ni en las peores
borracheras de Howie.
—Joder, sí que has tardado para ir a comprar una puta botella de whisky…
Howard se levantó del sofá, tambaleándose, y se acercó a ella. Por un momento le recordó a las ex-
trañas personas que había visto en la calle.
— ¿Pero qué? ¿Y mi whisky? —dijo furioso.
—Se… se me ha caído… —contestó Kat aturdida y confusa. Howie no se había dado cuenta de que
tenía la camiseta empapada en sangre. Estaba totalmente borracho.
— ¿Qué se te ha caído? Eres una puta inútil.
Howard estaba ya a dos pasos de ella. Kat no se movió, no tenía fuerzas. Le dolía todo el cuerpo, y
tenía frío.
—Maldita puta…
Le dio un fuerte puñetazo en la cara que le hizo caer al suelo. Lo había visto venir, pero no pudo
esquivarlo.
—Sólo… te… he… pedido… una… jodida… botella… de… whisky… —Con cada una de esas pa-
labras, Howard le propinaba una patada en las costillas.
Kat se cubrió la cabeza con las manos para evitar los golpes en ella, siempre lo hacía, pero al poco
relajó los brazos. Su cuerpo destrozado se quedó quieto en el suelo, sin emitir ni siquiera un sonido.
Desfalleció. Al cabo de lo que parecían pocos minutos abrió los ojos. Howard estaba en el suelo a su
lado, sollozando.
—No, Kat, no. Pequeña, despierta… —Al verla, Howard cayó sobre sus manos al suelo y se arrastró
hacia atrás, alejándose de ella—. ¿Kat?
Empezó a incorporarse. Ya no padecía dolor, ni miedo, pero sí que vio ese sentimiento en los ojos de
su marido. Su Howie, el hombre que tanto había amado y que tanto daño le había causado. Kat ladeó
la cabeza para verle mejor, él se incorporó y chocó contra el sofá.
— ¿Kat? Ha… ha sido un accidente… yo… —Estaba paralizado, aterrado.
Ella se acercó lentamente a él.
No podía hablar, tampoco lo veía necesario. Ya no sentía amor por el que fuera su marido durante
tantos años. Ni miedos después de tantas palizas. No experimentaba nada salvo una cosa: hambre. Un
apetito atroz que le invadía todo el cuerpo.Se lanzó contra Howard, haciéndole caer. Se puso sobre él y
le dio un gran mordisco en el cuello. Él gritó, pero el sonido duró pocos minutos. Kat le dio otro bocado
en la cara, desgarrándola por completo.
Dejó que la cálida sangre resbalara por su garganta. Eso, por alguna extraña razón, le gustó.

Y después de tantos años, Kat sonrió.


18
Porcelana
-I-

Emma nunca supo por qué le atrajo esa parada de antigüedades en medio del mercado. Era demasia-
do pequeña para comprender que algo la llamaba. Tiró de su madre para ver las cosas que descansaban
sin orden sobre la mesa improvisada. «Todas son viejas y sucias», pensó arrugando su pequeña nariz.
Había libros polvorientos, marcos con fotos de gente de otro tiempo, juguetes de madera y varios
objetos de decoración ajados; nada de lo que a Emma le gustaba. Un chico joven en bicicleta chocó
contra la parada y tiró unos frascos que antaño habían contenido algún líquido que ahora, al caer contra
el suelo, dejaron escapar una fragancia a rosas.
— ¡Lo siento! —dijo el chico deteniéndose en seco y levantando una pequeña nube de polvo.
— ¡¿Qué lo siente?! ¡Estos frascos son de los años 20! —Espetó el dependiente, un hombre viejo
y encorvado con aspecto de buitre poniendo el grito en el cielo—. Tendrá que pagarlos —sentenció.
El chico, a regañadientes, sacó su cartera y comenzó con el dependiente un regateo que acabó sin
contentar a ninguno de los dos.Emma les observaba, curiosa. Le resultaba divertido ver como los hom-
bres intentaban ponerse de acuerdo. Volvió a mirar los objetos de la parada y esta vez, algo captó toda
su atención. Como una polilla hacia una luz cegadora, se plantó delante de una vieja muñeca.
— ¡Mamá, mira! Es preciosa —dijo acercándose a ella con los ojos abiertos como platos.
La muñeca era antigua, de blanca porcelana. Llevaba un vestido azul deteriorado por el paso de los
años, le faltaba el ojo izquierdo y partes de su pelo rubio pajizo. Tenía una expresión seria, sin alma.
A diferencia de la mayoría de muñecas que Emma poseía, ésta no tenía una sonrisa dibujada en el
rostro.
— ¿Lo dices en serio, Emma? —preguntó su madre cogiendo la muñeca y mirándola detenidamen-
te—. Está rota y sucia —La dejó sobre el mostrador y cogió un tren de madera—. Mira, esto es más
bonito —Se lo acercó.
—No me gustan los trenes —contestó Emma apartándolo—. Pero la muñeca se podría arreglar ¿ver-
dad, mamá? —La miró esperanzada—. Ooooh, vamos mamá, la quiero
—Dibujó su mejor sonrisa y agarró la muñeca con fuerza.
—Ya veo, ya —Su madre entornó los ojos y se dirigió al dueño de la parada—. Perdone, ¿cuánto cuesta?
— ¿La muñeca? Veamos… Se la dejo por diez dólares. Está regalada, señora — Sonrió enseñando
su dentadura desdentada.
La mujer la miró y sonrió.
—Está bien, nos la quedamos —Le entregó el dinero al hombre.
— ¡Gracias, mamá! —Emma la abrazó y le quitó la muñeca de las manos. Su madre la miró con ternura.
Dieron un paseo por el mercado, observando las paradas de velas y decoración; después, una con
llamativos vestidos veraniegos.
Su madre trató de enseñarle un vestido violeta, ideal para ir al parque aquel caluroso verano, pero
Emma no podía apartar los ojos de su muñeca, por lo que desistió.
19
Estuvieron unos minutos más y al volver a la parada donde habían comprado la muñeca, decidieron
marcharse a casa.
Emma no dejaba de sonreír, le encantaba su nueva adquisición. Pronto se convertiría en su nueva
mejor amiga.

-II-

Volvieron a casa cansadas. Marie miró a su hija; tenía una radiante sonrisa mientras abrazaba a la
andrajosa muñeca. «En fin, al menos está contenta.» En cuanto llegó su marido, la niña corrió hacia la
puerta con su nuevo juguete en los brazos.
— ¿Otra más? Si tienes muchas, además es un poco… —Marie le miró con advertencia. Su marido
suspiró—. Está algo rota, pero es muy bonita —Sonrió y su hija asintió con la cabeza.
—Pero eso no importa, mamá me ha dicho que se puede arreglar —contestó la niña con decisión y se
fue a su cuarto a jugar.
Estuvo todo el día en la estancia. Sólo salió para cenar y después volvió de nuevo a su habitación.
Marie pasó delante de la puerta y escuchó a su hija hablar con la muñeca, aunque no era nada nuevo. Pero
le pareció oír una especie de susurro que le heló la sangre. Una voz gélida y aguda, que no parecía la de
su hija. Abrió la puerta corriendo y vio a Emma con la muñeca en el suelo.
—Cielo, ¿quién está contigo? —Miró hacia los lados.
—Nadie, mamá. Sólo estamos Caroline y yo —Emma le sonrió y alzó la muñeca.
— ¿Caroline? ¿Es el nombre que le has puesto? —Su madre le devolvió la sonrisa.
—No, me lo ha dicho ella —Miró a la muñeca y la abrazó.
Un escalofrío le recorrió la espalda. «No seas estúpida —La voz de la razón inundó su cabeza—. Los
niños siempre se inventan cosas mientras juegan. Es algo normal.»
—Bueno, vete a dormir, que ya es tarde, ¿de acuerdo? Buenas noches, Emma.
—Voy —Emma fue a la cama sin soltar la muñeca, se tapó con las sábanas y dijo con voz dulce—.
Buenas noches, mamá.
Marie cerró la puerta. En aquel momento no le dio importancia a la voz que había escuchado. Pensó
en el amigo imaginario que Emma ideó cuando tenía cuatro años. «Son cosas normales —Se dijo a sí
misma—. En unos años se le pasará.» Pero esa noche tuvo pesadillas.
Pesadillas sobre muñecas que hablan y dicen cosas horribles en las sombras.

-III-

Emma se quedó dormida abrazada a Caroline. Y desde aquella primera noche, comenzó a escuchar
susurros en la oscuridad.
Una voz aguda resonaba en su cabeza, empalagosa y sibilante, que le envenenaba los pensamientos
sin que ella se diera cuenta. Al día siguiente despertó con una extraña sensación. Debía hacer algo, pero
aún no lo comprendía muy bien.
Transcurrieron unos días, y Emma estaba cada vez más apegada a la muñeca.
Pasaron semanas, meses, y cada vez se encontraba más ausente.
Su madre le preguntó si quería arreglar la muñeca y comprarle un vestido nuevo. Ella se negó; le
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gustaba tal y como era. Ante los inocentes ojos de la niña, Caroline era perfecta.
Emma ya no quería jugar con sus otros juguetes, sólo con Caroline. Ella era su amiga y no quería
alejarse de ella ni un segundo. No veía la televisión, a pesar de la insistencia de su madre. Se encerraba
en su habitación y pasaban el día hablando y riendo con la muñeca.
Caroline le contaba cosas de otras épocas, pero en cuanto oía ruido, se callaba. Una vez, Emma le
preguntó por qué lo hacía, y Caroline le respondió que los adultos no lo entenderían. Emma tampoco,
pero le sonrió y la abrazó.
Una noche mientras dormía, se despertó sobresaltada y descubrió a su madre intentando quitarle la
muñeca de los brazos. Emma la agarró con más fuerza y miró desafiante a la mujer. Sus ojos estaban
llenos de ira.
— ¿Qué haces, mamá? ¿Acaso quieres separarnos?
—Yo sólo quería… —balbuceó su progenitora.
Emma rió. Encontraba cómico ver esa mezcla de miedo y asombro en el rostro de su madre. La mu-
jer se alejó de la niña sin decir nada más y cerró la puerta con un leve crujido.
—No te preocupes, nunca nos separarán —Emma le dio un beso en la frente a Caroline y se durmió
profundamente. Sabía que su madre no volvería a entrar en su habitación. No entendía cómo, pero lo
sabía en su corazón.
En sus sueños, jugaba con Caroline; siempre se encontraban juntas. La muñeca le decía cosas, reían
y le mostraba a Emma su verdadero ser.

-IV-

Marie volvió a la habitación de matrimonio intentando no molestar a su marido. Se metió en la cama


y empezó a dar vueltas, sin poder dormir.
No podía olvidar la cara de su hija; el odio que rezumaban sus palabras. Y hubo algo más: en cuanto
Emma abrió los ojos, la muñeca giró la cabeza y la miró con rostro amenazador.
Intentó dormir para no molestar a su marido. Tuvo de nuevo la misma pesadilla. Una voz siseante le
decía cosas horribles. Decía que debía morir.
Desde el día en que compraron esa maldita muñeca, nada había vuelto a ser como antes.Su hija no
salía de su habitación, tan sólo para comer, y cada vez lo hacía menos.
Marie temía que se hubiera obsesionado con la muñeca, por lo que intentó quitársela para separarlas
durante un tiempo. Pero fue en vano. Emma la había asustado y la muñeca parecía esconder un oscuro
secreto tras el único ojo que poseía.
Empezó a pensar que esa muñeca no era un juguete. Pero siempre que le venían esos pensamientos
trataba de apartarlos de su mente. «No seas estúpida. Emma se ha obsesionado con ella. Mañana la
llevaré al psicólogo infantil y todo esto acabará.»
Se despertó en mitad de la noche, aún con el temor de lo que había presenciado horas antes. La muñeca
de su hija observándola. No podía apartar ese ojo destartalado de su mente.
Ni la expresión de Emma. Era como si la muñeca estuviera viva. Intentó dormir de nuevo para poder
así pensar en una forma de separar a Emma de Caroline al día siguiente.
Escuchó un crujido en la oscuridad que la sobresaltó.
Marie levantó la cabeza de la almohada para ver mejor. La puerta del dormitorio se abrió despacio
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y la luz del pasillo proyectó una pequeña sombra. Se trataba de Emma.
— ¿Cielo? ¿No puedes dormir? Ven a la cama con nosotros. —Se apartó un poco para dejarle hueco
y separó las sábanas.
La niña empezó a caminar hacia la cama, tenía las dos manos detrás de la espalda. Marie se incor-
poró un poco y encendió una pequeña lámpara que había en la mesilla de noche. Una tenue iluminación
invadió su lado de la habitación.
Emma se acercó a su madre con sigilo. Parecía más pálida, tenía ojeras bajo sus ojos y una expresión
terrorífica. Su hija se asemejaba cada vez más a la muñeca.
—Emma, ¿estás bien? ¿Pero qué…? —Marie la miraba sorprendida. Emma se inclinó sobre su ma-
dre y se acercó a su oído.
—Caroline dice que nos quieres separar. Y eso no lo podemos permitir —dijo en un susurro.
Marie la observó, atónita. Emma apartó sus brazos de la espalda y mostró lo que escondía en las
manos. Dos enormes cuchillos relucían ante la bombilla de la lámpara. Le clavó uno de ellos en la gar-
ganta y el otro fue directo a su ojo izquierdo, el que le faltaba a Caroline.
Marie intentó gritar, pero sólo consiguió que la sangre de su cuello fluyera con más fuerza. El do-
lor era intenso y constante. Trató de sacarse el cuchillo que tenía incrustado en la cuenca de su ojo sin
éxito.
Su marido se despertó, cogía a Emma y la separó de ella entre gritos. Emma no opuso resistencia y
empezó a reír con histeria.
Marie miró hacia su hija con su último aliento poniendo las manos sobre la gran herida que tenía
en la garganta. A su lado, apoyada en el marco de la puerta de la habitación, se encontraba Caroline.
La maldita muñeca. Le sonría con satisfacción mientras contemplaba como Marie se desangraba...

Ante su perverso rostro de porcelana.

22
Sonrisa Macabra
Pum, pum, pum.

Rachel Matherson notaba los incesantes golpes contra la puerta una y otra vez. Estaba sentada con
la espalda apoyada en ella, abrazando a su pequeña Penny, y con un gran cuchillo en la mano. La di-
minuta cocina cuadrada parecía un lugar enorme desde esa perspectiva. Los azulejos anaranjados y
blancos y los muebles de color madera clara que antes le resultaban acogedores eran ahora aterradores
ante lo que les acechaba afuera. La luz estaba apagada, y por la ventana situada a su derecha entraba
un poco de claridad gracias a una gran luna que llenaba la habitación de sombras. Las cortinas color
crema danzaban como fantasmas con la brisa nocturna. Hacía mucho viento, y una rama arañaba la
ventana.
—No te preocupes, cielo, todo irá bien —Cogió el rostro redondo de su pequeña entre las manos y
le acarició las mejillas. Un rayo de luz iluminó sus enormes ojos azules.
Rachel no estaba segura de que esa cosa las iba a dejar en paz. Penny reclinó la cabeza en el pecho
de su madre, y Rachel le acarició su espeso pelo castaño. A diferencia de ella, su hija tenía el pelo más
claro, y con sólo cinco años parecía una hermosa muñeca.
Seguía notando los golpes en su espalda, cada vez más fuertes. Pum, pum, pum. Pum, pum, pum.
Llevaban una media hora escondidas allí, pero ese ser las había encontrado sin problemas. Rachel
cerró los ojos, deseando que todo aquello fuera sólo una pesadilla, pero sabía demasiado bien que era
algo que llevaba tiempo espiándola, esperando su oportunidad; y ese momento había llegado. Estaban
las dos solas. Peter, su marido, se encontraba de viaje por trabajo.

Pum, pum, pum.

«Maldita sea, ¿y ahora qué hago?», miró a su alrededor, no había escapatoria. La ventana era
demasiado pequeña para poder salir por ella. Nada les iba a servir contra eso, ni el cuchillo que ha-
bía cogido al atrincherarse allí. Pero a pesar de saberlo, el notarlo en la palma de la mano le daba un
sentimiento de falsa seguridad.
«Joder… Joder… ¡Joder!» Estaba desesperada. Miró al techo, la lámpara se encontraba justo en el
centro, pero ya no funcionaba, como el resto de aparatos electrónicos de la casa. Los móviles tampoco
daban señal. Estaban aisladas del mundo.
Y todo ocurrió en un segundo, casi sin darse cuenta. Se encontraban en el dormitorio principal cuan-
do todo empezó aquella noche. Las dos se habían tumbado en la cama, Rachel con unos viejos panta-
lones tejanos y una sudadera, y Penny con su pijama blanco de estrellas plateadas. Veían una película
infantil en el televisor de la habitación principal y reían mientras un lobo cantaba una alegre canción.
De pronto, tanto la televisión como las luces se apagaron y la oscuridad las engulló. Penny chilló
asustada, y Rachel la abrazó. Sabía lo que aquello significaba.
Desde hacía unos meses, todas las noches sentía unos ojos clavados en ella. Mientras dormía, cuan-
do iba a ver a Penny a su cuarto, mientras cocinaba y su hija dibujaba en la mesa de al lado...
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Siempre siguiéndola entre las sombras.
En esas ocasiones, sentí un escalofrío por la espalda, y a pesar de no ver nada, sabía que algo se
ocultaba en la oscuridad.
Una semana antes de acabar encerradas en la cocina de su propia casa, durante una noche de vio-
lentas tormentas, Penny había ido corriendo al cuarto de sus padres, aterrada. La niña durmió con ellos,
y en mitad de la noche, Rachel se despertó por culpa de una pesadilla. Al acostumbrarse a la negrura
de la habitación, observó que algo que no podía identificar se encontraba sobre ella.
Sus ojos, dos pozos rojos de sangre la miraban, y le mostró sus dientes afilados en una sonrisa ma-
cabra. El ambiente era frío incluso para ser otoño, y estaba cargado de un olor putrefacto que le pro-
vocaba arcadas. Esa cosa sacó una lengua viperina y se relamió los dientes mientras la contemplaba.
A pesar de que parecía tener la consistencia del humo, su peso no la dejaba moverse. Rachel gritó de
terror y Peter encendió la luz, sobresaltado, y el ser desapareció.
Penny se asustó y se puso a llorar, y su marido le dijo que se calmara, que seguramente era la
continuación de la pesadilla que estaba teniendo, pero ella sabía que no, aquello era real.
En los días siguientes a aquel incidente Rachel seguía sintiéndose vigilada a todas horas. Inten-
taba no quedarse nunca a oscuras, y empezó a dormir en el sofá o en la habitación de Penny para que
su marido no le recriminara que dejara la luz encendida. Aun así, nunca se sentía segura. Escuchaba
ruidos en las paredes; golpes y susurros en cuanto el cielo se volvía negro. Estaba nerviosa, asustada,
y nadie podía ayudarla.

Pum, pum, pum.

Los constantes golpes contra la puerta no cesaban, y sabía que no lo harían hasta que consiguiera
lo que quería. Las tenía atrapadas, y si recordaba lo ocurrido antes de encerrarse allí, sabía que el ser
las había llevado hasta la cocina dirigiéndolas por toda la casa como si de dos ratas de laboratorio se
tratara. Cuando las luces se habían apagado, escucharon arañazos detrás de las paredes. Se quedaron
en silencio unos segundos, paralizadas por el miedo, y Rachel notó un aliento gélido contra su cuello.
Cogió a Penny a toda prisa y fueron hacia el piso de abajo, pisando los peldaños de la escalera con
cuidado.
Cuando llegaron al último escalón, intentaron llegar a la puerta pero los muebles se movían a su
paso, impidiéndolas llegar hasta la salida y empezaron a correr. Esa cosa estaba jugando con ellas, y
Rachel tenía miedo de sus intenciones. Y de pronto, se encontraban encerradas en la cocina, sin nin-
guna escapatoria.

Pum, pum, pum.

El ruido no la dejaba pensar y no sabía qué hacer. La pequeña seguía contra su pecho, y de tanto
en tanto temblaba de miedo. Rachel sabía que debía ser fuerte y no demostrar miedo ante ella.
—Tengo miedo, mamá —Penny sollozaba entre sus brazos.
—No debes tener miedo, princesa, mamá está aquí y no dejaré que te ocurra nada malo —La
abrazó con fuerza, dejando el cuchillo en el suelo.

Pum pum, pum.


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El ambiente empezó a llenarse de ese desagradable olor que había notado la vez que vio a ese ser.
La temperatura descendió y esa diferencia hacía que saliera humo de sus bocas. Los golpes cesaron sú-
bitamente, y Rachel dejó escapar una lágrima que recorrió toda su mejilla; sabía que eso estaba dentro.
Sintió un fuerte escalofrío, debían de salir de allí y rápido. Penny seguía abrazada a ella.
—Cariño —Rachel hablaba en susurros —, tenemos que salir de aquí antes de que…
—Me aburro —Penny cortó a su madre con tono burlón y la miró.
Rachel se quedó paralizada. La luz de la luna iluminó la estancia. El rostro de su hija, dulce e ino-
cente, tenía ahora un aire de maldad. Penny se alejó de los brazos de su madre, se puso frente a ella y
la miró.
—Al principio me he divertido, pero empiezo a estar cansado, todo el rato aquí fingiendo —su voz
sonaba extraña, lejana.
— ¿Qué? ¿Pero qué…? —Rachel no sabía que decir. Su pequeña, su niña, ya no era ella.
Apoyó una mano en la puerta para levantarse, pero ya no tenía fuerzas. La bombilla de la cocina se
encendió e iluminó toda la habitación haciendo que Rachel parpadeara varias veces debido al contras-
te. Penny la observaba; sus ojos estaban perdiendo su color azul y se tornaban rojos.
—Pensabas que eras tú todo éste tiempo, ¿eh? Me lo he pasado bien acechando a tu hija y viendo
como estabas cada vez más asustada. Ella ni se daba cuenta de lo que yo quería, pensaba que era su
amigo imaginario. Pero tú, tú me tenías auténtico terror. Hasta me presenté ante ti, para que vieras a lo
que te enfrentabas.
— ¡¿Qué eres tú?! ¡Deja a mi hija en paz!—Rachel la zarandeó y Penny empezó a reír histéricamente.
— ¿Acaso crees que me intimidas, mujer? Soy un demonio, y ella ya no está aquí. — Se apartó de Rachel
y dibujó una siniestra sonrisa con sus labios rosados—. Gracias por la diversión, pero el juego ha terminado.
Rachel notó un fuerte dolor en su estómago. No sabía cuánto hacía que Penny había cogido el cu-
chillo del suelo. Puso las manos sobre el vientre para detener la sangre, pero su hija le dio cuatro puña-
ladas más. Estaba atónita; siempre pensó que era a ella a quien acechaban, pero no había caído hasta
ese momento que siempre que sentía esa presencia, Penny estaba a su lado.
—Lo has comprendido ahora, ¿eh, zorra? Ella es mía, su alma es mía, y tú… tú estás muerta. Salú-
dala de mi parte en el infierno.
Rachel estaba ausente cuando Penny le dio una última puñalada, esta vez en el corazón. La sangre
manó con fuerza, y la que antaño había sido su hija...

Sonreía mientras ella se desangraba ante sus ojos.

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Masacre a Medianoche
— ¿En serio te vas a comer todo eso tú sola? —Judith la miraba extrañada.
Karen había pedido dos hamburguesas, patatas fritas grandes y después, querría postre. Judith, en
cambio, cenó un sándwich vegetal y una limonada, por lo que acabó su cena en diez minutos. Su
amiga estaba acostumbrada a comer en grandes cantidades cuando salía fuera, ya que su menú diario
consistía en algo de verdura y carne a la plancha.
—Si lo he pedido, es que puedo con ello —contestó Karen guiñando uno de sus ojos marrones.
—Está bien —Suspiró. Judith se puso un mechón de cabello oscuro tras la oreja izquierda—. Pues
como te iba diciendo, después del cine, podrías quedarte a dormir a mi casa, así no tienes que coger
el coche.
—Me parece buena idea —Karen dio un gran mordisco a su hamburguesa—. Menos mal que lo
aparqué al lado, entonces —Miró el reloj—. Vaya, la peli empieza en treinta minutos —Empezó a en-
gullir la comida con rapidez.
Quedándose sin postres por la demora, fueron directas a la taquilla del cine.
—Dos para Masacre en el paraíso, por favor —Karen miró a su alrededor, haciendo que su larga
cabellera emitiera destellos dorados—. Qué bien que no haya cola.
—Sí, ha sido buena idea venir a esta hora —comentó Judith.
Por esa razón, habían decidido ir a la sesión nocturna. Habría poca gente y al estar en un centro co-
mercial, podían cenar antes de ir a ver la película. Ya eran las once de la noche y los comercios estaban
cerrados salvo los bares y restaurantes, y como no, el cine.
Compraron unos refrescos y palomitas pequeñas y se dirigieron a la sala. Unas veinte personas es-
peraban ansiosos a que se apagaran las luces. Karen y Judith buscaron sus asientos; escogieron los
que se encontraban en el centro para poder ver mejor la pantalla.
En pocos minutos, todo quedó a oscuras y empezaron los anuncios de los próximos estrenos.
— ¿Es buena? —preguntó Karen y se metió un gran puñado de palomitas en la boca.
—Es de terror: sangre, muertos y eso. Pasaremos un buen rato —contestó Judith sonriendo.
La película comenzó. Como bien había dicho Judith, trataba sobre un grupo de estudiantes que iban
a pasar las vacaciones en un paraíso tropical y se encontraban con un grupo de muertos que los ma-
sacraban. «El título no deja mucho a la imaginación», pensó Karen.
Faltaban sólo veinte minutos para que acabara la película cuando alguien por detrás empezó a chi-
llar y salió corriendo por el pasillo.
— ¿Qué pasa? Pero si la película no da miedo —Karen se incorporó pero desde su posición no po-
día ver nada. Se escucharon más gritos—. Que susceptibles son algunos ¿no? —Judith no respondió;
estaba mirando hacia la entrada. Karen se relajó y volvió a centrarse en la película hasta que notó un
codazo y se sobresaltó— ¿Pero qué…? — empezó a decir pero no pudo continuar.
Todo pasó en segundos. Judith se levantó y cogió a Karen del brazo. La gente empezó a salir a toda
prisa de la sala. Las luces se encendieron y Karen pudo ver que había más personas allí de las que vie-
ron al principio. Judith la llevaba hacia el lugar por donde habían entrado. Subieron los escalones con
rapidez, sin detenerse por nada. Vio a algunos caer al suelo y un pequeño grupo abalanzándose sobre
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ellos y descuartizándoles. Las puestas del lugar se abrieron de par en par y personas ensangrentadas,
erráticas y violentas atacaban a quien estuvieran delante.
Karen y Judith corrieron hacia la salida de emergencia. La gente chocaba contra ellas y el caos
se hizo dueño de la sala de cine. La salida estaba colapsada y algunas personas quedaron atrapa-
das entre las puertas y la muchedumbre asustada; incluso se podía oír el chasquido de los huesos al
romperse. Del peso de tantas personas agrupadas las puertas cedieron y Karen y Judith salieron de allí
como pudieron.
En el centro comercial había estallado la locura. Al igual que en el cine, la gente corría, sangrando,
mientras intentaban escapar.
— ¡Vamos! ¡Por aquí! —Judith cogió a Karen de la mano y corrieron para refugiarse en un rincón.
Desde allí, pudieron observar lo que ocurría durante unos segundos. La gente intentaba abrir las persianas
de los comercios cerrados, desesperada. Los bares y restaurantes que aún permanecían abiertos eran trampas
mortales. Karen se fijó en los atacantes. Esas personas que caminaban con torpeza, tenían la ropa
hecha jirones y estaban manchados de sangre seca. Eran lentos, muy lentos, pero en grupo eran le-
tales. Algunos presentaban heridas graves, pero todos tenían en común que atacaban a cualquiera sin
piedad. Era extraño, ya que a pesar de sus heridas parecían voraces cazadores. Uno de ellos las vio y
fue hacia ellas.
— ¡Corre! —gritó Karen.
Intentaron ir hacia la salida del centro comercial. Cerrada. Dieron la vuelta mientras contemplaban
cómo muchos caían y eran devorados. « ¿Pero qué coño está pasando?», pensó Karen, estaba aterrada.
Fueron a otra de las puertas. Cerrada. El centro comercial, con la mayoría de sus salidas selladas, se
estaba convirtiendo en una ratonera mortal.
Judith resbaló en un gran charco escarlata. Karen fue corriendo en su ayuda, pero esos seres
fueron más rápidos. Un grupo se abalanzó sobre ella y empezaron a comérsela mientras aún estaba
viva. Karen se acercó y tiró de su mano, pero se quedó tan sólo con trozo de su brazo. Se alejó, entre
lágrimas, mientras veía como le arrancaban pedazos de carne y vísceras a su amiga.
Chocó contra una pared a unos metros de distancia y se dejó caer. Observó más de cerca a esos se-
res mientras éstos disfrutaban de su siniestro banquete en un frenesí de sangre y órganos. Estaban tan
ansiosos por devorar a Judith que ni se dieron cuenta de su presencia. El olor a podredumbre y muer-
te le inundó los pulmones. Los miró durante unos segundos. No cabía duda de que estaban muertos.
«Zombis… son zombis». Respiró hondo y salió corriendo hacia un pasadizo con una señal luminosa
que decía: Salida de Emergencia. Debía intentarlo de nuevo.
El lugar era un laberinto de pasillos. Chocó contra alguien y cayó al suelo debido a la velocidad. La
otra persona, un hombre de mediana edad grueso y calvo, intentó levantarse pero al mirar hacia ade-
lante, justo detrás de Karen, bramó de terror y empezó a caminar a gatas. Ella se giró y vio a un gran
grupo de muertos que se dirigía hacia ellos. Se levantó rápidamente y empezó a caminar sollozando.
El hombre la miró suplicante mientras intentaba levantarse torpemente. Karen le tendió la mano y en
un gesto rápido lo puso en pie y se alejó a grandes zancadas. Pero el hombre no fue lo bastante rápido
y Karen pudo oír sus alaridos mientras lo devoraban.
Caminó durante unos minutos hasta que encontró la salida de emergencia. No le quedaban más op-
ciones; el centro comercial estaba abarrotado de muerte. Empujó las puertas y estas cedieron. Con un
gran alivio sintió el aire fresco de la noche abofeteándole suavemente el rostro.
Pero esa agradable sensación duró poco.
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La ciudad estaba en llamas. Las sirenas de coches patrulla y ambulancias aullaban a la luz de la luna.
Karen se dio cuenta de que, al igual que en el centro comercial, se encontraba envuelta de caos y muerte.
De pronto, sintió un gran dolor en su hombro izquierdo. Uno de esos seres le había dado un gran
mordisco del que brotaba un gran río de sangre que le empapó la camiseta en cuestión de segundos.
Lo apartó y empezó a correr, intentando encontrar un refugio. Vio varios coches que parecían abando-
nados en la calle y pensó en robar uno. «Aunque en estas circunstancias, ¿se podría decir que eso es
robar?» El brazo le dolía cada vez más y no le dejaba pensar con claridad. Intentó abrir varios de los
vehículos pero todos estaban cerrados.
Se sentía cada vez más débil y tuvo que apoyarse en la pared para poder mantenerse en pie. La heri-
da le ardía; era como si le estuvieran clavando un punzón al rojo vivo. La tocó y se miró la sangre de
la mano, ya no era roja sino oscura y espesa. No podía aguantar más de pie y se sentó en un bordi-
llo entre dos coches. Estaba ardiendo y mareada, y notaba como cada partícula y célula de su cuerpo
moría. Escuchó gritos, alaridos y gemidos, pero el sonido le llegaba amortiguado. La cabeza le daba
vueltas y le costaba mantener los ojos abiertos, hasta que finalmente, se desmayó.
Cuando despertó ya no tenía miedo, ni cansancio, ni dolor. No sabía quién era ni donde estaba.
Pero había una cosa que sí sentía: hambre.

Tenía mucha hambre y sólo la dulce carne humana era ahora capaz de saciarle.

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¡Maldita resaca!
Steve Blumer no sabía lo que le había ocurrido. Se despertó, aturdido, entre dos contenedores de
basura. Se encontraba en un callejón oscuro donde el asfalto brillaba por culpa de la humedad de la
noche y el reflejo de la luna llena. Apoyó una mano en la pared de ladrillo rojizo para poder levantar-
se y escuchó el sonido de cristales al romperse. Miró hacia abajo y vio que tanto el pantalón como la
camisa blanca impoluta que se había puesto por la mañana estaban manchados de algo marrón oscuro,
suciedad y alcohol. En su muñeca izquierda tenía una herida ya casi cicatrizada y que no recordaba
haberse hecho. « ¿Pero qué demonios ha pasado?» Consultó su móvil y descubrió que era ya domin-
go por la noche. « ¿Cómo puede ser domingo si ayer fue viernes?» Pensó extrañado. Tenía veinte
llamadas perdidas, todas de su esposa Helen, y una de su hermano, Tim. Sacudió la cabeza, confuso,
y empezó a caminar hacia la calle principal.
Las farolas iluminaban el cielo oscuro, mientras las pocas personas que se encontraban por las ca-
lles se abrigaban con finas chaquetas para protegerse del frío. Steve se sentía aturdido, y miraba a su
alrededor intentando recordar cómo había pasado dos días inconsciente en aquél callejón. «Debo llamar
a Helen.» Sacó el teléfono del bolsillo y de él cayó algo más al suelo. Se agachó a cogerlo y descubrió
que era una tarjeta con una diablesa sexy dibujada en tonos rojos. «Devil’s Night Club». ¿Cuándo he
estado yo en ese lugar?» La giró para ver la dirección del club. Nada. Se la guardó de nuevo y llamó a
su mujer.
— ¡Al fin coges el teléfono! ¡Estaba muy preocupada por ti, Stevie! —dijo Helen en tono alterado.
Steve entornó los ojos y suspiró.
—Cariño, siento haberte preocupado. No sé qué me ha pasado, pero ahora voy a casa, no te preocupes.
— ¿Que no sabes qué ha pasado? ¡Has estado desaparecido durante dos días! ¡Pensaba que estabas
muerto! ¡La policía te está buscando!
— ¿La policía? Helen, llámales y diles que estoy bien. Seguramente me emborraché y los chicos me
dejaron tirado pensando que despertaría en unas horas, pero la resaca se me fue de las manos.
—Mejor hablaremos cuando llegues a casa —contestó Helen con tono contarte—. Y respecto a tus
chicos, van a saber lo que es bueno. Tendrán que buscar nuevos empleados en tu empresa. No tardes
—Colgó el teléfono.
Steve rió. «Helen, mi querida Helen, siempre tan bélica.» Amaba mucho a su mujer pero a veces
tenía un humor de perros, y cuando llegaba tarde de salir con sus compañeros de trabajo siempre se
enfadaba durante varios días. Y ésta vez la había cabreado pero bien, «Miedo me da como se va a
poner cuando me vea. Tendré que pensar en algo para que me perdone.»
En su cabeza le vinieron fragmentos de lo que recordaba. Salió del trabajo con algunos de sus com-
pañeros y decidieron ir a tomar unas copas. Tenía el fin de semana de fiesta, así que se relajó y bebió
más de la cuenta. Después de unas cuantas cervezas, decidieron cambiar varias veces de local. Hubo
risas, alcohol y camaradería; y ya no recordaba nada más.
«Piensa, Steve, piensa.» Vio que las personas con las que se cruzaba lo miraban extrañadas, examinó
su ropa, « ¿Es que nunca han visto a alguien sucio?», pensó y sonrió.
Siguió su camino, con las manos en los bolsillos, y deseando llegar a su hogar lo antes posible. Le
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incomodaba la forma en que lo observaban, y quería darse una larga ducha.
Cuando llegó al fin ante la puerta de entrada, sacó las llaves y la abrió esperando que su mujer le gritara.
—Ya he llegado —dijo escuetamente y dejó las llaves en la mesa de la entrada.
—Al fin —Helen apareció con un vestido azul oscuro y su delantal de cocina favorito ante él. Era
una mujer menuda y esbelta, de ojos grises y cabello rubio oscuro. Se abalanzó sobre Steve y le dio
un largo abrazo—. No me des más estos sustos, joder.
Steve la rodeó con sus brazos y le besó en el cuello.
—No te preocupes, no tengo intención de volver a hacerlo.
— ¿Qué ha pasado? ¡Seguro que alguno de tus amigos te ha drogado para gastarte una broma
pesada! —dijo poniendo las manos sobre las caderas.
«Esa es mi Helen.»
—La verdad es que no tengo ni idea, me he despertado entre dos contenedores de basura, en un ca-
llejón, y no recuerdo nada.
Su mujer le miró de arriba a abajo.
—Estás horrible, ¿y esas manchas de sangre? ¿Estás herido? —preguntó preocupada.
—No me duele nada, así que supongo que no es mía —contestó Steve, «Puede que nos metiéramos
en alguna pelea, seguro que por culpa de Matt.»
—Anda, ve a darte un baño y te preparo algo para cenar —añadió Helen dibujando media sonrisa
en el rostro—. Me alegro de que estés en casa.
Steve la besó en los labios y fue directo al baño. Su casa era pequeña, modesta. Contaba con dos
habitaciones medianas, un baño, una cocina y un salón que hacía a su vez de comedor.
Dejó la ropa sucia en el suelo y se miró en el espejo. Tenía el rostro enjuto y muy pálido, dema-
crado. Los ojos marrones estaban más oscuros de lo normal, y descubrió varios cortes cicatrizados por
todo el torso. «Joder, ¿cómo me he hecho esto?» Su cuerpo estaba manchado de sangre reseca.
Steve no entendía nada.
«Tengo que llamar a alguno de los chicos, espero que no hiciéramos algo malo aquella noche.»
Se metió en la ducha y dejó que el agua caliente recorriera todo su cuerpo. Recordó la tarjeta que
se le había caído del pantalón, «Devil’s Night Club». Intentó forzar su cerebro para que recordara,
apoyando las manos contra los azulejos de la pared y dejando que el agua le cayera directamente en
la cabeza.
Varios flashbacks aparecieron de pronto en su cabeza: estuvieron bebiendo cervezas en ese local,
que resultó ser un club de streptease. No recordaba cómo habían llegado hasta allí, ya que a él no le
gustaba frecuentar esos lugares. Algunas chicas se les acercaron y coquetearon con ellos. Escuchó un
grito de Fred, uno de sus compañeros, y todo se volvió negro.
Salió de la ducha y se secó con una toalla. Al quitarse la sangre del cuerpo comprobó que estaba
más pálido de lo que pensaba. «Debería ir al médico mañana.» Fue a la habitación de matrimonio con
la toalla anudada a la cadera y notó el inconfundible olor al estofado que preparaba Helen y que a él
tanto le gustaba. Sonrió satisfecho y se puso unos tejanos y una camiseta gris, algo cómodo para estar
por casa.
— ¡Vamos, que se enfría! —bramó Helen y Steve acudió a su llamada con rapidez.
—Como sabes que me encantan tus guisos —Steve se sentó en la mesa y se frotó las manos.
—Lo sé, pero como vuelvas a desaparecer, te pondré rábanos fritos. Añadió Helen divertida, y se
sentó en frente de su marido.
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Steve se introdujo la primera cucharada en la boca y dejó que su sabor le inundara los sentidos.
Pero algo fue mal.
Cogió la jarra de agua, se llenó un vaso y se lo tragó en un solo sorbo.
—Stevie, ¿estás bien? —preguntó Helen extrañada.
—Sí, sí, sólo me he atragantado —mintió Steve, « ¿Por qué sabe tan raro?»
Repitió el proceso, esperando que sólo fueran imaginaciones suyas, pero volvió a notar un gusto
extraño y desagradable en la garganta. Se obligó a tragar y sonrió.
—Si no te gusta, dímelo —le dijo Helen enfadada.
—No, si me encanta, sólo es que hace días que no como, y parece que mi cuerpo se tiene que acos-
tumbrar otra vez a ello —Sonrió y siguió comiendo.
Al quinto bocado no podía más. Helen no dejaba de mirarle con suspicacia. Steve bebió de nuevo,
pero el agua empezó a saber mal. «Debo tener un tumor, esto no es normal», pensó asustado.
—Ya no puedo más, creo que he pillado algo, mañana iré al médico —Se excusó y cogió el plato
para llevarlo a la cocina.
— ¿Quieres que vayamos ahora? —preguntó Helen.
—No, hoy quiero descansar —contestó Steve.
Al pasar por su lado, percibió un olor dulzón, agradable, que le abrió el apetito e hizo que le sonaran
las tripas.
Cerró los ojos y dejó que el aroma se apoderara de todo su ser. Su mente se puso en blanco, y escu-
chó de fondo un chillido.
Cuando abrió los ojos, se encontraba en la cocina, con el cuerpo de Helen en los brazos. Había pla-
tos y vasos esparcidos y rotos por el suelo, y todo estaba manchado de rojo.
—Helen, ¡Helen! —gritó sacudiéndola de los hombros.
Helen ladeó la cabeza, sin vida, y Steve vio una gran herida en su cuello. Notó un sabor como a
óxido en la boca y escupió babas y sangre.« ¿Pero qué he hecho?»
Acunó a su mujer, apoyando la cabeza en su frente, sin entender cómo...

Había sido capaz de asesinarla.

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La desdicha de la familia Pemberley
Charlotte miraba a su alrededor asqueada. Su madre había reunido a las más altas personalidades de
la ciudad y les había invitado a su casa esa noche para presentar en sociedad a su hermana pequeña,
Josephine. Pero lo que planeaba en realidad la señora Pemberley era buscar un apuesto joven para ella.
Charlotte ya tenía casi dieciséis años, y que siguiera soltera era toda una deshonra para la familia. Su
padre había fallecido hacía cinco años y sólo habían tenido dos hijas. Y su madre intentaba por todos
los medios que se casara con un hombre de su condición, pero a Charlotte no le gusta ninguno de los
pretendientes que le había presentado; o eran demasiado mayores o demasiado aburridos. Charlotte
quería un joven con buenos modales, apuesto e inteligente.
Se levantó y se colocó bien la falda color marfil que su señora madre había escogido para la ocasión.
El corsé no le dejaba respirar bien, pero ya estaba acostumbrada a su incomodidad. Josephine llevaba
un vestido azul cielo con pedrería que la hacía resaltar sobre todos los asistentes, que por lo general
llevaban prendas en tonos ocres. Su madre se había decantado por un voluminoso ropaje negro con
polisón en la parte trasera.
Se acercó a Josephine por detrás y le hizo cosquillas.
—Mi querida hermanita, qué mayor te has hecho ya —dijo sonriendo—. Padre estaría orgulloso de ti.
A pesar de tener tan sólo doce años, Josephine parecía más una dama que una niña de su edad.
—Al igual que de ti —Josephine abrazó a Charlotte.
—Sabes que a madre no le gusta que hagas eso en público —Charlotte le devolvió el abrazo—.
Menos mal que no está mirando.
Las dos rieron. Charlotte buscó a su madre por el gran salón de la casa y la vio charlando con un
duque francés. Seguro que intentaba que su hijo la cortejara.
—Creo que madre vuelve a hacer tratos para mandarme a Francia. Me quiere lejos de su adorada
hijita —La cogió de la mano, como hacía cuando eran pequeñas—. Puede que mandarme a la otra
punta de Inglaterra sea demasiado cerca para ella.
Josephine rió con ganas, lo que hizo que varias personas la miraran. Charlotte le apretó la mano
para que callara.
— ¿Has escuchado lo que ha ocurrido en la ciudad? —Dijo Josephine de repente—. Lorraine me
ha contado que han aparecido dos cadáveres en el Támesis —Charlotte la miró escandalizada—. Dice
que eran dos mujeres y que estaban descuartizadas y esparcidas por todo el río.
Josephine hizo un gritito al acabar la frase; Charlotte le acarició la mano.
—Querida, eso no debería alterarte —La miró a los ojos y apartó un mechón de cabello castaño de
su rostro—. Además, ¿de dónde has sacado tú ese lenguaje? Ah, ya se, de Lorraine.
Lorraine era la hija de la cocinera que trabajaba en su casa desde que ella tenía memoria. Era dos
años más mayor que Charlotte, y les tenía mucho cariño a las dos; pero a veces le llenaba la cabeza a
Josephine de cosas absurdas que ocurrían en pleno centro de Londres.
—Sí, y es cierto. También lo leí en el periódico de madre.
Eso sí que la sorprendió. Josephine solía leer libros de princesas y caballeros, y Charlotte no sabía que ya
se interesaba por las cosas que pasaban en el mundo. «Se está haciendo mayor», pensó Charlotte con dulzura.
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—Puede que sea cierto, pero no debes preocuparte. Aquí estamos a salvo. Vivimos en las afueras
de la ciudad y nunca estamos solas.
Josephine ladeó la cabeza procesando la información y asintió. Frances y Rowena, dos de las amigas
de Josephine, se acercaron a ellas.
—Disculpadme, por favor —dijo escuetamente Charlotte y se alejó de su hermana y sus amigas.
No es que le cayeran mal, si no que no soportaba la cháchara insulsa.
Charlotte fue a un rincón de la sala y observó el lugar. El olor de la comida aún impregnaba la es-
tancia a pesar de que ya hacía una hora que habían cenado. El ambiente era cálido gracias a las dos
chimeneas de carbón que se encontraban a cada lado del salón. Charlotte suspiró mientras sus ojos
verdes se posaban en todos los jóvenes del lugar. Su madre revoloteaba por la sala, hablando con
cordialidad con sus invitados. Puede que la señora Pemberley fuera severa con sus hijas, pero era in-
negable de que era una excelente anfitriona.
También prestó atención a las conversaciones; la mayoría giraban en torno a los últimos cotilleos,
pero algunas personas charlaban sobre los asesinatos que Josephine le había dicho minutos antes.
—Dicen que los cadáveres estaban completamente desfigurados —dijo una mujer oronda sin dejar
de mover su abanico de encaje—. Oh, es espantoso —Empezó a abanicarse con más fuerza.
—Leí en el periódico que los cuerpos estaban medio devorados —comentaba un empresario con un
gran bigote gris.
—La hija del señor Wilson me dijo que las dos mujeres estaban destrozadas, que incluso los peces
no tenían nada que comer en esos cuerpos. Sólo quedaban sus huesos…—aseguraba uno de los invita-
dos consternado.
«Lo que está claro es que están muertas, por lo demás, no tienen ni idea de lo que les pasó», pensó
Charlotte con preocupación. «A nosotras no nos puede ocurrir nada, esas cosas sólo suceden en la ciu-
dad.»
Miró de nuevo a los invitados de su madre y vio a un apuesto joven que jugueteaba con una copa de
vino. Tenía el pelo rubio muy claro cortado pulcramente y sus ojos eran dos océanos azules. Llevaba un
elegante traje negro y una camisa blanca con el cuello subido hasta las mejillas; una pequeña corbata
roja le daba el toque de color a su perfecto atuendo. No le conocía, y nada más verle, no pudo apartar
sus ojos de él.
— ¿Estás en las nubes, chiquilla? —Su madre la sobresaltó con su voz chillona.
—Hola, madre —Hizo una pequeña reverencia—. Sólo observaba. ¿Quién es ese joven de allí? —
Señaló con la cabeza hacia el chico misterioso.
—Ah, es Harland Merryweather. Su familia se ha mudado hace poco a la ciudad. Su abuelo era un
lord —dijo con satisfacción remarcando esa última palabra.
—Ha estado hablando con su padre, ¿verdad madre? —A Charlotte no le hacía falta esperar la res-
puesta, sabía que así era.
—Claro, he charlado con todos mis invitados. El señor Merryweather es un hombre muy cortés.
Tiene tres hijos, Harland es el mayor de todos. Y está soltero.
Por una vez, a Charlotte no le incomodó que su madre intentara emparejarla con aquél joven.
—Ven conmigo —dijo su madre agarrándola de la mano—. Deberías conocerle.
Charlotte no opuso resistencia.
Le daba vergüenza acercarse a él, y con la ayuda de su madre lo iba a conseguir.
Harland estaba con su padre y con dos chicos más jóvenes que seguramente fueran sus hermanos.
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—Señor Merryweather, quería presentarle a mi hija mayor, Charlotte —anunció su madre con su
mejor sonrisa.
—Es un placer señorita —El hombre le besó la mano con cortesía—. Es evidente que ha heredado
su belleza.
Charlotte y su madre tenían el cabello castaño rojizo, a diferencia de Josephine, que lo tenía castaño
como su difunto padre. La diferencia más notable la tenían en los ojos; tanto ella y su hermana tenían
los ojos verdes de su abuela paterna.
—Es usted todo un galán —contestó la señora Pemberley—. Creo que nuestros hijos deberían…
conocerse, ¿usted qué opina? Charlotte podría enseñarle nuestro hogar a Harland.
—Estoy de acuerdo con usted —Miró a su hijo—. Harland, acompaña a la señorita Pemberley.
Harland la miró y Charlotte se sonrojó. « ¿Qué me ocurre? Me sonrojo como una simple colegiala».
—Será todo un honor —Harland le tendió la mano con caballerosidad.
—Acompañadme, por favor —Cogió la mano del joven y un escalofrío le recorrió toda la espalda.
El cálido tacto de sus dedos la hizo estremecer y Charlotte notó un nudo en su estómago.
—Si le pa-parece bien, podría enseñaros nuestro jardín, es el orgullo de mi señora madre —bal-
buceó Charlotte, nerviosa.
—Claro, me encantaría salir y ver las estrellas con usted.
Fueron los dos juntos hacia la parte trasera de la casa; su madre le sonreía en la distancia mientras
hablaba con el señor Merryweather.
Su hermana, al verla con Harland, le guiñó un ojo con complicidad.
Al salir al gran jardín, el aire fresco de la noche le azotó el rostro con delicadeza.
El cielo estaba totalmente despejado y miles de luces blancas les observaban en la lejanía. La luna
era una enorme esfera que iluminaba la oscuridad. Le llegó el aroma de las rosas y la hierba recién
cortada.
—Es un lugar muy hermoso —dijo Harland con voz melosa—. Como usted.
—Sois muy gentil —Charlotte miró hacia al suelo, nerviosa.
—No esperaba encontrarme a alguien interesante en esta fiesta. Mi señor padre siempre quiere ir a
estos eventos para ver si encuentro una buena esposa. Quién me i b a a decir que al mudarnos a Lon-
dres su deseo se iba a hacer realidad —sonrió. Charlotte nunca había visto nada tan bello.
—Yo… —empezó a decir Charlotte, pero Harland le puso uno de sus dedos en los labios.
—No diga nada más. Sólo asiente si está de acuerdo, ¿lo ha entendido, señorita Pemberley? —
Charlotte asintió con los ojos abiertos como platos. « ¿Por qué dejo que haga lo que quiera? Debería
apartarle y abofetearle por su descaro» —. Bien, he esperado mucho tiempo para encontrar a alguien
como usted. Y no quiero dejarla escapar. Mañana por la noche, espéreme aquí mientras hablo con su
señora madre de nuestro compromiso. ¿Está conforme?
Charlotte asintió. Un joven de familia noble, inteligente, apuesto, encantador… era osado, pero
tenía algo que hizo que fuera toda suya desde que lo vio.
—Excelente, entonces —Harland apartó lentamente el dedo de sus labios y sonrió con picardía—.
Mañana por la noche, a las diez, salga al jardín. Yo diría que sobre las once ya podrá pasar a ver la…
reacción de su familia. Y sellaremos nuestro compromiso con un beso.
Charlotte tenía las mejillas encendidas. Siguió con la mirada a Harland mientras se alejaba de ella
y entraba de nuevo en la casa.
El resto de la fiesta fue un sin fin de miradas de curiosidad de su madre y hermana.
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No podía dejare de sonreír bobaliconamente durante el resto de la velada, y cuando se marcharon
todos los invitados, su madre le hizo un interrogatorio.
— ¡Dios es misericordioso y te ha encontrado un marido! —Su madre estaba eufórica; nunca la
había visto tan feliz.
—Felicidades, hermana. Parece un buen partido —Josephine la abrazó con alegría.
—Mañana a las diez vendrá a hablar con usted, madre. Espero que todo vaya a la perfección —
dijo Charlotte con entusiasmo.
—Sí, sí. Todo irá perfecto, querida —Su madre se marchó a sus aposentos con una enorme sonrisa
dibujada en el rostro.
Charlotte no pudo dormir en toda la noche. Estaba muy nerviosa, Harland era un joven encantador
y estaba encantada de que se hubiera fijado en ella. Todo iba demasiado rápido, pero eso no le impor-
taba. Desde que lo había visto sólo podía pensar en él; su corazón le pertenecía.
El día transcurrió con normalidad. Se levantó temprano y fue a desayunar a la cocina. Tomó unas
tostadas recién horneadas con mermelada de fresa y miel, huevos pasados por agua, pastel de carne,
leche fresca y una manzana. Lorraine le preguntó por el misterioso joven de la noche anterior. «Jo-
sephine no ha tardado nada en contárselo», pensó y le relató todo lo acontecido la noche anterior.
Después, fue a la biblioteca a leer, hizo calceta con su hermana, comieron crema de verduras y cerdo
asado; a las cuatro en punto tomaron su té diario con su señora madre, acompañado de galletas variadas
y sándwiches de pepinillo.
Cuando el cielo se oscureció, Charlotte estaba a punto de darle un ataque de nervios. Decidió seguir
leyendo en el salón al lado del confortable calor de la chimenea. No cenó, no podía comer nada más,
y esperó con paciencia a que llegara la hora acordada.
Aquella noche era la que el servicio tenía libre, por lo que habían preparado aperitivos fríos antes
de marcharse a sus casas. Dejó el libro y cogió un reloj de bolsillo que descansaba en una de las mesas
de la sala, una delicada obra de arte de plata y oro que antaño había pertenecido al señor Pemberley
y empezó a juguetear con él, nerviosa. En cuanto el enorme reloj de madera anunció las diez de la
noche, salió a toda prisa al jardín.
Se sentó en uno de los bancos blancos que su madre había mandado hacer a un ebanista cuando aún
vivía su padre y esperó, ésta vez con impaciencia, el momento en el que debía volver a su hogar.
Miró hacia el cielo; la noche era hermosa y el aire, fresco. En sus pensamientos veía la alegría en el
rostro de su madre, por una vez estaría orgullosa de ella; su hermana la abrazaría y llorarían juntas de
la emoción. Charlotte miraba de vez en cuando el reloj de su padre hasta que las manecillas marcaron
las once. Se levantó del banco con torpeza, suspiró y entró al salón intentando aparentar tranquilidad
con el recuerdo de su padre entre sus manos para que le diera suerte.
Pero al entrar, el reloj cayó al suelo y se hizo añicos ante el dantesco espectáculo. Todo estaba
lleno de sangre, tanto el sillón lavanda de su madre como el sofá color crema donde se sentaba
siempre con Josephine. El reguero llegaba hasta el comedor y Charlotte, dubitativa, decidió seguirlo.
Al entrar en él, la mesa estaba puesta. Lo primero que vio Charlotte fue una gran bandeja de plata
con los restos de su madre sobre ella. Estaba partida en pedazos pequeños, desnuda. Su cabeza estaba
colocada en un lugar de honor en la mesa; sobre un plato en el sitio donde su madre siempre se sentaba.
Las copas estaban a rebosar de un líquido rojo espeso que no era vino. Los comensales eran la familia
Merryweather.
El patriarca estaba a la derecha de la cabeza de su madre devorando un trozo de brazo demasiado
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pequeño para ser de la señora Pemberley; sus dos hijos menores se encontraban en frente de él, y no
había rastro de Harland. Charlotte miró a la mesa contigua, en la que el servicio ponía los platos que
no cabían en la principal. Allí estaba el cuerpo de su hermana pequeña, también desnuda, y con una
incisión desde el esternón hasta la ingle que dejaba todo su interior al descubierto. Movió la cabeza
levemente y Charlotte pudo comprobar que seguía aún con vida.
— ¡Por dios! —Charlotte emitió un gemido de horror. Y mientras sus ojos se llenaban de lágrimas
se llevó las manos a la boca.
—Querida, has llegado —Harland salió de entre las sombras y se puso a su lado—. Y puntual, así
me gusta.
— ¿Pero qué...? ¡¿Por qué?! ¡¿Qué sois?! —dijo Charlotte, aterrorizada.
Harland emitió una fuerte carcajada, dejando ver unos dientes manchados de sangre. Charlotte re-
cordó la sonrisa que la había enamorado la noche anterior; no se parecía en nada a esa expresión cruel
que tenía ahora en su rostro. «Pero no puede ser… ¿Cómo alguien tan galante, tan… normal, se había
convertido en ese ser monstruoso?». Estaba cada vez más asustada y confusa.
Harland se puso delante de ella e hizo una reverencia.
—Querida, el qué ya lo está viendo. Teníamos hambre y debemos alimentarnos. El porqué, bueno,
estábamos ya cansados de comer siempre cosas de poca calidad en las zonas más humildes de la ciu-
dad. Intentamos probar suerte y vuestra familia era perfecta. Nos encanta el sabor de la carne femenina
en nuestro paladar. Y de clase alta, nada más y nada menos. Y sobre qué somos… buenos, nos han
llamado de muchas formas. Monstruos, asesinos… Caníbales, esa es la más correcta. Venimos de una
larga estirpe de antropófagos que lleva siglos vagando por el mundo, alimentándose de carne humana.
Pocas veces tenemos la suerte de toparnos con un festín tan… suculento —Sonrió y se acercó a Char-
lotte. Estaba temblando— Por cierto, te debo un beso.
La cogió fuertemente de los brazos y la besó con fiereza. Empezó a sentir un fuerte dolor en sus
labios y mientras Harland se apartaba de ella le iba desgarrando la boca y la lengua. Masticó con ganas
el trozo de carne que le había arrancado mientras su padre y sus hermanos reían. Charlotte se llevó las
manos a la boca y notó cómo un líquido caliente le recorría los dedos.
Se estaba ahogando por culpa de la saliva y la gran cantidad de sangre que estaba perdiendo. Cayó
al suelo de rodillas, mareada por el dolor.
—Qué suerte que hayas venido justo en éste preciso instante —Vio los zapatos de Harland cerca
de ella; Charlotte levantó la cabeza y empezó a llorar al ver que llevaba dos grandes cuchillos en sus
manos—. Tú querida… Tú eres el postre.
Charlotte intentó gritar con todas sus fuerzas, pero no pudo al faltarle la lengua. En cuanto Harland
empezó a cortarla en pedazos...

Se desmayó envuelta en un gran charco carmesí.

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El Otro
Tengo frío, mucho frío, pero ya no siento dolor. Me sangran los oídos y noto como los ojos se salen
de sus órbitas. Espero a que el párroco saque el cuchillo de mis entrañas, triunfante, pensando que
ha vencido al mal. Pero el otro ríe. Le noto retorcerse dentro de mi cuerpo, disfrutando del momento.
Escupe a la cara del cura, que se aleja sorprendido, dejando el arma dentro de mí.
Pongo las manos en el mango, intentando sacarlo, pero el otro me detiene. «Aún no—susurra en
mi cabeza—. No es el momento» Mis piernas caminan hacia el padre Garreth, que mira con horror mi
destrozado cuerpo. Mi piel está pálida como la cera y llena de laceraciones que no recuerdo como apa-
recieron. Mis ojos se han vuelto dos pozos oscuros, llenos de odio por el hombre que tengo ante mí.
El padre Garreth aferra su crucifijo, pensando y deseando que eso le proteja. No puedo evitar reír,
pero mi voz se mezcla con la del otro. También encuentra cómica la escena.
— ¡Atrás, engendro del infierno! —grita, atemorizado.
Ladeo la cabeza, con una sonrisa distorsionada en el rostro. El sabor del óxido invade mi boca pro-
vocándome una arcada. La contengo, y saboreo la sangre en mi paladar; ya no me resulta tan desagra-
dable. El olor a azufre impregna mis pulmones, y en cada exhalación lleno el ambiente con ese aroma,
como si mi cuerpo tratara de expulsarlo en vano.
Cojo el crucifico con una mano, insolente, pero me abrasa en el acto. Veo salir humo de la herida y
como esta se llena de ampollas supurantes. No siento el dolor, pero el otro se aparta, él sí lo ha notado.
El cura sonríe y se acerca amenazante a nosotros. Empieza a recitar una oración sobre santos y de-
monios. El otro se contorsiona como un artista circense. Me siento más débil. Pongo mis ojos sobre
la herida abierta del estómago. Todo está manchado de rojo; la sangre me llega a los pies. El padre
Garreth ahora grita la misma oración; sus palabras me dan dolor de cabeza y deseo arrancarle la lengua.
Me mareo y caigo al suelo. El cura me rocía con agua bendita. El otro se retuerce de nuevo. Se
aferra más fuerte a mí, en un último intento desesperado de seguir en mi cuerpo. Pero yo estoy cada
vez más cerca de la oscuridad.
Desfallezco. Todo está negro. Escucho al padre emitir un grito de júbilo. Piensa que ha ganado, pero
no es así del todo. Él tiene mi alma; yo ya estoy muerta.

Y derrotada, dejo que el infierno me devore para siempre.

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