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En este sentido se puede decir que los martirios de los cristianos fungieron como una
“propaganda” que iba volviendo cada vez más atractivo al cristianismo ante un panorama
muy incierto donde la sociedad se encontraba ávida de un nuevo fundamento espiritual,
desahuciada por el progresivo debilitamiento de la religión oficial romana, y perdida entre
ritos y sectas que brindaba respuestas parciales a sus necesidades, pero no lograban
apuntalar a algo sólido que por otra parte, pudiera darle coerción al pueblo.
La propuesta de la nueva religión fue resultando cada vez más atractiva en la medida en
la que los cristianos entregaban su vida a su pasión en el gran coliseo romano. No
obstante, con el paso del tiempo, las persecuciones fueron cesando y se volvieron
innecesarias aquellas muestras desmedidas de fe. A esto se le añade que los teólogos
cristianos fueron encontrando en esas muestras una expresión de vanidad más que de
amor, que podía poner en peligro la verdadera esencia de las enseñanzas de Cristo: no
se trataba de sufrir para demostrar una gran virtud, sino de asumir lo inevitable cuando se
ha abrazado la fe desde el corazón.
Durante la época medieval, el laicado, explica el autor, fue meramente pasivo. Los
creyentes se limitaban a escuchar la liturgia y a cumplir con los sacramentos que fueron
destinados a ellos como el bautismo o el matrimonio. Su conocimiento sobre Cristo, pese
a la liturgia, se quedaba en la superficie, lo cual se veían reflejado también en su
comportamiento, regido más por una imposición externa que por una auténtica convicción.
De manera lamentable, los laicos se fueron asemejando a unos niños que son
escarmentados y guiados por unos padres exigentes y regañones, como lo eran en este
caso los sacerdotes.
La sociedad se fue alejando poco a poco del cristianismo, y este fue perdiendo adeptos,
debilitándose así la Iglesia que ante el panorama inquietante se dispuso a replantear
algunas nociones que incumbían principalmente al laicado. Gran parte de las
trasformaciones que se fueron dando durante los últimos siglos se materializaron en el
Concilio Vaticano II. El autor del texto nos dice “La atención a los laicos en el Concilio
cobró un papel relevante, por tratarse del primer texto conciliar sobre los mismos en toda
la historia de la Iglesia, donde se recuperaba un sentido positivo de los mismos, junto a la
visión tradicional negativa que los distinguía de los miembros del orden sagrado y del
estado religioso.” (p. 122) A partir del concilio, la comunidad cristiana cobró una
importancia aún mayor pues recobró el papel activo en la propagación de la fe que había
tenido el cristianismo durante sus primeros años. Más allá de su formación académica, es
responsabilidad del cristiano hablar de sus experiencias de fe a los demás y unirlos a este
nuevo gran proyecto que consiste esencialmente en rescatar la palabra de Cristo en toda
su extensión, palabra que se ha ido desvaneciendo gradualmente con la llegada de la
modernidad.
El nuevo reto que se le plantea al laicado tiene alcances interesantes, pues conlleva una
vuelta a los orígenes del cristianismo al mismo tiempo que echa una mirada hacia un
futuro que parece ir en dirección de una espiritualidad fundada en la unidad y en una
mayor asimilación de los individuos entre sí. Esto significa que las sociedades tendrán
que ser capaces de lidiar con una estructura más horizontal en la cual cada individuo,
despojado de la ambición de diferenciarse del resto, deba comprender y asumir su
pequeña función dentro del gran todo, ese gran absoluto donde encontramos a Dios.