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El Amor Engañoso.

Charles Baudelaire.

Cuando te veo cruzar, oh mi amada indolente,


Paseando el hastío de tu mirar profundo,
Suspendiendo tu paso tan armonioso y lento
Mientras suena la música que se pierde en los tejados.

Cuando veo, en el reflejo de la luz que la acaricia,


tu frente coronada de un mórbido atractivo;
donde las luces últimas del sol traen a la aurora,
y, como los de un cuadro, tus fascinantes ojos.

Me digo: ¡qué bella es! ¡qué lozanía extraña!


El ornado recuerdo, pesada y regia torre,
la corona, y su corazón, prensado como fruta,
y su cuerpo, están prestos para el más sabio amor.

¿Serás fruto que en otoño da maduros sabores?


¿Vaso fúnebre que aguarda ser colmado por las lágrimas?
¿Perfume que hace soñar en aromas desconocidos,
Almohadón acariciante o canasto de flores?

Sé que hay ojos arrasados por la cruel melancolía


Que no guardan escondido ningún precioso secreto,
Bellos arcones sin joyas, medallones sin reliquias;
más vacíos y más lejanos, ¡oh cielos!, que esos dos ojos tuyos.

Pero ¿no basta que seas la más sutil apariencia,


alegrando al corazón que huye de la verdad?
¿Qué más da tontería en ti, o peor aún, la indiferencia?
Te saludo adorno o máscara. Sólo adoro tu belleza.

La Musa Enferma.
Charles Baudelaire.

Mi Pobre Musa, !ay! ¿qué tienes este día?


Llenan tus vacuos ojos las visiones nocturnas,
Y alternándose veo reflejarse en tu tez
La locura y el pánico, taciturnos y helados.

¿El súcubo verdoso y el rosado diablillo


El miedo te han vertido, y el amor, de sus urnas?
¿Con su puño te hundieron las oscuras pesadillas
En el fondo de algún fabuloso Minturno?
Quisiera que, exhalando un saludable aroma,
Tu seno de ideas fuertes se viese frecuentado
Y tu cristiana sangre fluyese en olas rítmicas,

Como los sones múltiples de las sílabas viejas


Donde, reinan por turno Febo, padre del canto,
Y el gran Pan, cuyo imperio se extiende por los campos.

Charles Baudelaire.

Mujeres Condenadas.
Charles Baudelaire.

Como bestias inmóviles tumbadas en la arena,


Vuelven sus ojos hacia el oceánico horizonte,
Y sus pies que se buscan y sus manos unidas,
Tienen dulces caídas y temblores amargos.

Las unas, corazones que aman las confidencias,


En el fondo del bosque donde el arroyo canta,
Deletrean el amor de su pubertad tímida,
Y marcan en el tronco a los árboles tiernos;

Las otras, como hermanas, andan graves y lentas,


A través de las peñas llenas de apariciones,
Donde San Antonio vio surgir como la lava
Aquellas tentaciones con los senos desnudos;

Y las hay, que a la luz de líquidas resinas,


En el hueco ya mudo de los antros paganos,
Te llaman en auxilio de su aulladora fiebre.
¡Oh Baco, que adormeces todas las inquietudes!

Y otras, cuyas gargantas lucen escapularios,


Que, un látigo ocultando bajo sus largas ropas,
Mezclan en las sombrías y solitarias noches,
La espuma del placer con el llanto del suplicio.

Oh vírgenes, oh monstruos, oh demonios, oh mártires,


De toda realidad desdeñosos espíritus,
Ansiosas de infinito, devotas, vampiresas,
Ya crispadas de gritos, ya deshechas en llanto.

Vosotras, a quien mi alma persiguió en tal infierno,


¡Hermanas mías!, os amo y os tengo compasión,
Por vuestras penas sordas, vuestra insaciable sed
y las urnas de amor que vuestro pecho encierra.

Charles Baudelaire
Ángel o Demonio.
Angel or devil, Ella Wheeler Wilcox.

Usted me llama Ángel de Amor y luz,


un ser de bondad y eterno fuego,
enviado desde el Cielo para guiar vuestros pasos
por senderos donde los espíritus ansían caminar.
Dices que brillo como un astro en el firmamento;
como un rayo en el crepúsculo, una chispa de la Fuente.

Ahora escucha mi respuesta, y deja que el mundo la oiga:


Hablo sin temor sobre lo que conozco;
El puro, el fervoroso Amor es el espíritu creador
que hace de las mujeres ángeles.
Yo vivo, existo sólo por usted, sólo en usted.
Nuestras almas juntas yacen atadas
por las antiguas leyes sagradas,
y si yo soy un Ángel, usted es la causa.

Mientras mi bote agitaba las espumas del mar,


observé en calma desde la proa:
Encantador el Amor brillaba,
el pulso firme sobre el timón;
iluminado en sus bellas formas.
¿Maldeciré entonces la barca que en la noche fue naufragio,
pues el infame navegante abandonó su puesto
envuelto en radiantes sombras?
Mi propio bote no es ajeno,
pues él también se ha perdido.
¿Ha desertado el marinero
o se ha dormido en su puesto?

He dejado los tesoros de mi alma a vuestros pies,


(sé que algunas damas lo hacen cada día).
No hay criatura que camine por esta calle
que posea el negro corazón que yo anhelo.
Usted ha despreciado todos los tesoros,
así como muchos caballeros con el corazón de hielo.

Esta llama del altar de Dios,


este fuego sagrado del Amor,
que arde como dulce incienso sólo para usted,
hoy será el estigma de mi vergüenza.
Ha torturado mi espíritu con su falsedad,
ignominia que todo lo pervierte;
los Ángeles y los Demonios nacen del mismo vientre
hasta que la Pasión los guía hacia abajo,
o por el camino ascendente.

Yo les advierto, a todas las mujeres


que habitan bajo la máscara de esposas,
y a las dulces y tiernas madres,
que el destino nunca es justo.
Son las damas las que abandonan sus vidas
por la locura que brota de la desesperación.
Como la brasa que en la chimenea consume su calor,
el desdén derriba todos las murallas.

El mundo es cruel al juzgar estas cosas,


un gran mal y un gran bien
se alimentan del mismo seno.
El Amor nos convoca y nos desgarra,
cubriendo nuestros hombros con sus alas;
Y lo mejor bien puede ser lo peor,
y lo odioso ser lo deseable.
Usted debería agradecer que esta pena se haya ensañado así,
pues el Demonio ha enterrado al Ángel que hay en mí.

Ella Wheeler Wilcox.

La hechicería de Aphlar (The Sorcery of Aphlar) es un relato de terror del escritor


norteamericano Duane W. Rimel, escrito en colaboración con H.P. Lovecraft, publicado en la
edición de diciembre de 1934 de la revista The Fantasy Fan.

La colaboración entre estos autores nos ha regalado otros dos grandes cuentos fantásticos: El
árbol de la colina (The Three on the Hill) y La exhumación (The Disinterment).
La hechicería de Aphlar.
The Sorcery of Aphlar, Duane W. Rimel (1915-1996) H.P. Lovecraft (1890-1937)

El consejo de los doce, reunido en el estrado de joyas celestiales, ordenó que Aphlar fuera arrojado
más allá de las puertas de Bel-haz-en. Se sentaba solo demasiado a menudo, decretaron, y meditaba
tristemente cuando el trabajo habría tenido que ser su mayor alegría. Y en sus oscuras y escondidas
investigaciones leyó con demasiada frecuencia aquellos papiros de edades primitivas que descansan
en el santuario Guothic y sólo suelen ser consultados por raros y especiales propósitos.

La crepuscular ciudad de Bel-haz-en había vuelto la espalda al conocimiento. No hacía mucho que
los filósofos, sentados en las esquinas de las calles, dirigían sabias palabras a las gentes, pero ahora
la ignorancia y la estupidez reinaban entre los desmoronados e inmemorialmente antiguos muros.
Allí donde la sabiduría de las estrellas había florecido, sólo la debilidad y la desolación ocupaban
ahora su puesto, extendiéndose como una monstruosa plaga y mamando su asqueroso alimento de
los estúpidos habitantes. Y, surgidas de las aguas del Oll, que se retorcía desde las montañas de
Azlakka hasta atravesar la vieja ciudad, caían muy a menudo grandes nubes de pestilencia que
atormentaban a los afligidos moradores, haciéndoles empalidecer y llevándoles a la muerte. Todo
esto les hizo abandonar la búsqueda de la sabiduría. Y ahora el consejo expulsaba al último y más
grande de los sabios que había entre ellos.

Aphlar vagabundeó hasta las montañas, muy lejos sobre la ciudad, y construyó una caverna para
protegerse del calor del verano y los escalofríos del invierno. Allí estudió en silencio sus rollos y
expuso su inmensa sabiduría al viento entre los riscos ya las aladas golondrinas. Todos los días se
sentaba y vigilaba el valle o hacía extraños dibujos con trocitos de piedra y cantaba para ellos, pero
sabia que un día u otro los hombres buscarían la caverna y le matarían. La astucia de los doce no
podía ser burlada.

¿Acaso no oía desgarradores gritos por la noche, bajo las dos redondas lunas, clamando por el
último de los arrojados sabios, cuando las gentes pensaban que había logrado escapar a salvo?
¿Acaso no había visto con sus propios ojos las acuchilladas formas de los sacerdotes flotando sobre
las envenenadas aguas? Sabía que ningún león había matado al viejo Azik, mas dejó que el consejo
creyera en su fuerza. ¿Acaso algún león golpea con una espada y abandona su presa sin devorarla?

A lo largo de muchas estaciones Aphlar siguió sentado en la montaña, contemplando cómo el


fangoso Oil atravesaba la brumosa distancia que le separaba de la tierra por la que nunca volvería a
aventurarse. Pronunció sus palabras de sabiduría para los caracoles que se afanaban en la tierra
bajo sus pies. Parecían entenderle, y ondulaban sus viscosas antenas entre ellos antes de
desaparecer de nuevo bajo las arenas. En las noches de luna trepaba a la colina sobre su caverna y
hacía extrañas ofertas al dios-luna Alo; y cuando los pájaros nocturnos oían el sonido se acercaban y
escuchaban los susurros. Y cuando extraños seres alados revolotearon en el oscurecido cielo y se
recortaron confusamente contra la luna, Aphlar estuvo contento. Aquel a quien se había dirigido se
había dignado enviarle una señal como respuesta. Sus pensamientos habían llegado muy lejos, y sus
plegarias habían sido ofrecidas a las pálidas quimeras del crepúsculo.

Por aquel entonces, un día, después de la crecida matinal, Aphlar bajó de su silla de tierra y
descendió a grandes pasos por la rocosa ladera de la montaña. Sus ojos no prestaban atención a la
putrefacta y amurallada ciudad, sino que miraban fijamente hacia el río. Cuando estuvo cerca del
lodoso borde se detuvo y contempló el seno de la corriente. Un pequeño objeto flotaba cerca de los
juncos y Aphlar lo rescató con tierna y curiosa solicitud. Luego, ocultando la cosa entre los pliegues
de sus ropas, volvió de nuevo a su caverna en las colinas. Todos los días se sentaba y contemplaba el
objeto; ya rebuscando una y otra vez entre sus mohosas crónicas y murmurando terribles sílabas, ya
dibujando tenues figuras sobre un trozo de pergamino.

Esa noche la luna gibosa se alzó, pero Aphlar no trepó sobre su vivienda; extraños pájaros nocturnos
volaron frente a la boca de la caverna, gorjearon extrañamente, y desaparecieron de nuevo entre las
sombras.

Muchos días pasaron antes de que el consejo enviara sus mensajeros de muerte; pero, por último,
llegó el momento adecuado, y siete hombres de oscuro ceño subieron a las colinas. Mas cuando los
siete ceñudos enviados alcanzaron la caverna no hallaron al sabio Aphlar. En cambio, pequeñas
matas de hierba habían brotado sobre su silla de tierra. Todo lo que allí había eran papiros confusos
y mohosos, con figuras indistintas pintadas sobre ellos. Los siete se estremecieron y huyeron en el
acto cuando contemplaron aquellas cosas, pero mientras el último hombre se retiraba agitadamente
vio una cosa redonda y desconocida que yacía sobre el suelo. La recogió y sus compañeros se
aproximaron llenos de curiosidad; mas sólo vieron sobre ella extraños símbolos que no sabían leer,
pero que les hicieron encogerse y temblar sin saber el motivo.

Entonces el que la había encontrado la arrojó rápidamente al escarpado precipicio que había junto a
ellos, pero no llegó ningún sonido desde la pendiente por la que debía haber caído. Y el lanzador
tembló, temiendo muchas cosas que no eran conocidas, sino tan sólo susurradas oscuramente.

Entonces, cuando contó cómo la esfera que había cogido parecía de piedra salvo por su peso; y cómo
se había quedado flotando en el aire como las semillas de cardo, él y los seis que le acompañaban
huyeron con el rabo entre las piernas de aquel lugar y juraron que era un lugar maldito.

Pero después de que ellos se fueron, un caracol se arrastró lentamente desde una hendidura arenosa
e intentó deslizarse hacia donde los matojos de hierba crecían. Y, cuando alcanzó el lugar, extendió
sucesivamente dos viscosas antenas y las inclinó extrañamente hacia abajo, como si ansiara avizorar
eternamente el sinuoso río.

Duane W. Rimel (1915-1996) H.P. Lovecraft (1915-1996)

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