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Cuando 213 minutos de película pasan con fugacidad, enganchándote a la

pantalla, deseando más y más historias, es que el resultado del producto es superlativo.
Ningún pero tiene esta Heimat, proyecto vital de su director desde los años 80 relatando
en imágenes la historia de la familia Simon, de la localidad de Schabbach en la región de
Hunsrück en Renania-Palatinado, rodeada por el Mosela y el Rhin, una saga familiar que
comenzando a principios del siglo XX se extendió hasta nuestros días en tres temporadas
televisivas, pero sobre la que el director ha ido yendo y viniendo hasta presentarnos esta
joya cinematográfica situada en el periodo 1842-1845, antes, incluso, de la existencia de
Alemania como tal, en una época de influencia prusiana sobre los territorios que formaban
parte de la misma dentro de la Confederación Germánica, siendo esta misma región, en
la frontera con Francia, al suroeste de la actual Alemania, parte del imperio Prusiano en
ese momento.
Edgar Reitz formó parte del manifiesto de Oberhausen, de 1962, que ponía punto y aparte
en la historia del cine alemán, rompiendo con la tradición anterior. “La desaparición del
viejo cine convencional alemán da al nuevo cine la posibilidad de vivir. Los filmes cortos
de los jóvenes autores, directores y productores han obtenido gran cantidad de premios
en festivales internacionales y han hallado el reconocimiento de la crítica internacional.
Estos trabajos y sus consecuentes éxitos muestran que el futuro del cine alemán está en
manos de aquellos que han demostrado hablar un nuevo lenguaje cinematográfico. Como
en otros países, también en Alemania el cortometraje ha sido escuela y campo de
experimentación para el largometraje. Declaramos nuestra exigencia de crear los nuevos
largometrajes alemanes. Este nuevo cine necesita libertades nuevas. Libertad ante las
convenciones usuales de la profesión. Libertad ante las influencias comerciales. Libertad
ante los grupos de presión. Para la producción del nuevo cine alemán tenemos ideas
creativas, formales y económicas concretas. Juntos estamos preparados para resistir
riesgos económicos. El viejo cine ha muerto. Creemos el nuevo». De este grupo de
directores han sobrevivido en la memoria cinéfila el propio Reitz y Alexander Kluge,
demostrando de forma indirecta que aquel nuevo cine nació para tener muy poco
recorrido, y, desde luego, esta monumental Heimat poco tiene que ver con aquellas
primigenias obras revolucionarias.
Nada es criticable en la propuesta de Reitz, nada sobra y nada falta, incluso su reflejo de
un momento de la historia lejana de Alemania es tan universal que podríamos situar el
éxodo permanente que contemplamos en la película en las actuales fronteras de Hungría,
Croacia, Grecia, Italia… podemos sustituir a estos alemanes de la primera mitad del XIX
por sirios, iraquíes, afganos, sudaneses… los ciclos se repiten a lo largo de la historia, los
que ahora son todopoderosos y ricos también fueron pobres durante décadas, incluso muy
pobres, tanto como los jornaleros andaluces, extremeños del mismo periodo y posteriores,
como aquellos españoles que en los 60 emigraron a la misma Alemania o en el siglo XVI-
XVII se aventuraron a ir a las Indias o a morir de hambre en Castilla. Heimat reproduce
los años de hambruna en el mundo agrario, los ciclos climáticos de extrema dureza que
pueden mermar las cosechas, y con ello, las posibilidades de subsistencia, siempre
mínimas, siempre al límite incluso en los años buenos. Reitz aprovecha la historia familiar
para mostrar los inicios de la revolución industrial (uno de los aspectos más sobresalientes
de la película, cómo en ese ambiente oscurantista surge la luz para estudiar, investigar,
crear, mejorar la maquinaria, arriesgarse al accidente), de los movimientos populares
revolucionarios, del fin del antiguo régimen y la oligarquía nobiliaria, de las larvadas
luchas de religión, ya no sangrientas, pero si atávicas y que provocan expulsar a una hija
de una familia por relacionarse con un católico, del avance de la ilustración, de los tabúes
y miedos provocados por la religión, las hambrunas, las enfermedades, la muerte, una
muerte siempre presente, un hecho natural con el que conviven a diario los habitantes de
Schabbach.
La película se rueda en un primoroso blanco y negro donde la luz juega un papel
fundamental, iluminando momentos como destellos de esperanza. Planos en permanente
blanco y negro en los que una piedra preciosa, unas flores, una pared, un cometa, pueden
colorearse provocando un contrapunto de belleza añadido. Heimat es la crónica de una
desesperanza de un colectivo y, al tiempo, el retrato de una sucesión de rencillas
familiares solapadas por el respeto y el amor a una madre. Jacob ha nacido fuera del
tiempo y lugar que su espíritu merecía, objeto de palizas paternas por leer. Ese plano
inicial en el que un libro sale volando por una puerta y, posteriormente, el propio Jacob,
muestra a las claras el ambiente de oscurantismo en el que esta comunidad protestante se
desenvuelve. Leer es perder el tiempo y lo importante es trabajar, un trabajo duro como
el de herrero para el que Jacob no está preparado. Jacob es el hijo pequeño mimado por
la madre, que respeta su diferencia, y despreciado por un padre que reniega de su
debilidad, no es el llamado a heredar ni la forja ni la granja, pero todas las circunstancias
le conducen inexorablemente a anclarse a una tierra despojada. Refugiado en los libros
representa ser uno de los primeros hijos de la ilustración, un heredero de las guerras
napoleónicas y de la dominación francesa hasta la restauración del imperio austrohúngaro
y la labor eficaz de Metternich metiendo en cintura todo aquello que se había
resquebrajado durante la revolución de la luz.
Pero alguna semilla de libertad ha ido calando en el pueblo, una semilla que florece a
fuerza de injusticias, de abusos, de sanciones despóticas impuestas por el rey de Prusia.
Al oscurantismo y resignación le sale algún sarpullido en forma de proclamas de libertad
dichas en francés. Pero son los menos, como los unionistas de la joven Alemania
acallados a tiros, lo que predomina es el exilio, la diáspora, la promesa de una nueva tierra
donde alejarse del frío. Estos campesinos se comportan como las hormigas en busca de
una nueva patria, sintiéndose progresivamente expulsados de su territorio por la
necesidad, poco a poco van emigrando, Sudamérica se convierte en el nuevo paraíso a
descubrir, tierras gratis, fertilidad de la tierra y, sobre todo y ante todo, huir del frío y los
largos inviernos. Como las hormigas exploradoras, las primeras familias marchan al
destierro forzado por el hambre en solitario, viejas carretas tapadas por sábanas que
cubren muchos enseres que, difícilmente, llegarán a su destino. Las siguientes
expediciones irán aumentando su número, dos carretas, dos familias, cuatro, seis… así
hasta organizar expediciones que reparten cupos por regiones previa invitación del
(entonces) imperio brasileño, un horizonte lejano en el que van confluyendo las caravanas
procedentes de diferentes pueblos, localidades que van quedando despobladas o
solamente con ancianos abandonados.

Brasil, y sus tribus, son el objetivo de Jacob, esa otra patria de la que habla el título. Como
espíritu de la ilustración y de la influencia francesa, Jacob se interesa por la ciencia, por
el idioma, por las lenguas que se hablan en la idealizada nueva América y a las que dedica
estudio y análisis. Sorprende esa desubicación, en un entorno francamente hostil a la
erudición se forja una persona cultivada con el mismo tesón y esfuerzo con el que su
familia golpea el hierro fundido en el yunque. Las dos personalidades, aunque se
esfuercen en presentarse como antagónicas, terminarán confluyendo demostrando que
todas son necesarias. Hasta ese punto casi final del relato, la vida de Jacob habrá supuesto
frustración tras frustración perdiendo todos sus sueños, su viaje a Brasil, su
enamoramiento de Jettchen, su libertad, alejarse de su familia y su pueblo… sólo quedará
su imaginación para perderse por los bosques que rodean su casa, subirse a los árboles,
respirar una naturaleza a la que habla en los idiomas del nuevo continente.
Por eso, cuando Jacob ha asumido que su destino permanecerá para siempre unido a
Schabbach, la aparición del progreso, de la ciencia, la posibilidad de ser reconocido y de
ser tratado como un científico, le trastornará y le obligará a huir. Jacob tiene el espíritu
justo para la aventura, y el control temeroso de sus actos, pero, de vez en cuando, un rapto
de locura libertaria le hace reaccionar, enfrentarse al poderoso, pero lo normal será que,
en vez de bajar la cabeza y asumir la condición de derrotado, huya para agotar a su cuerpo
y eliminar la rabia contenida. La aparición de Alexander von Humboldt en el poblado
(Werner Herzog asumiendo el rol de representante de la “intelligentzia” alemana) supone
un terremoto de tal entidad en la mente del joven que, ante la posibilidad de que su
estabilidad emocional se derrumbe por una oferta de acudir a Berlín, de explicar sus
hallazgos en mecánica o en lingüística, de ser tratado de igual a igual por el mito de la
ciencia alemana del XIX, opte por la fuga, por abandonar la forja y dejar pasar otra
oportunidad más de encontrar esa nueva patria incluso dentro de su propia patria.
La estética de la película es minuciosa, detallista, pictórica. Digna, en sus interiores, de
cualquier cuadro de la escuela holandesa barroca, y en sus exteriores parece reflejar esas
viejas fotografías de los inicios de ese arte. La cámara se mueve pero los personajes
parecen, en muchas ocasiones, posar delante de la cámara como si temieran perder su
alma captada en ese instante, capturada para no dejarles reposar. Imagen, música,
movimiento, paisaje, pueblo, todo forma una unidad estilística de proporciones
asombrosas, casi, en ocasiones, uno puede sentir la tentación de abandonar la historia y
refugiarse, solamente, en el tratamiento de la imagen, en la disposición de los personajes,
en los roles de mujeres y hombres, en la iconografía religiosa, en la cámara sobrevolando
el pueblo y las caravanas de emigrantes, una delicia visual en un contexto desolador. Seres
fatigados, vestidos de negro cuando tienen fiestas o funerales, hay escasos momentos de
dicha en sus vidas, hasta el sexo es triste y furtivo marcado por el sentimiento de pecado
y por la amenaza de estigma familiar y social si media un embarazo prematrimonial, como
si las consecuencias de cualquier acto condujera a la melancolía, enfrentarse a un nuevo
día es enfrentarse a un nuevo esfuerzo creciente. Heimat es una de las más portentosas
historias contadas en los últimos años, es tan grande que sus casi cuatro horas consiguen
crear tal interés como para desear enfrentarse a las otras 50 que conforman las películas
y series anteriores.
Los dos años que Heimat retrata lo hace de tal manera que ahí se encuentra la base de la
Europa que vivimos, el origen de lo que somos, el sojuzgamiento intelectual que provocan
las religiones, la incomunicación entre católicos y protestantes que, ahora, puede
equipararse a cristianos y musulmanes, las fronteras permeables al avance de los
hambrientos, para quienes no hay valla ni océano que impida cambiar de país si hay una
mínima posibilidad de sobrevivir, el abuso del poder, arrogante y manifiesto y ahora, en
pleno siglo XXI, tan obsceno como para usar la ley en beneficio particular brindando la
idea de que se protege el bien común. Por eso, cuando Jacob lee la carta que su hermano
Gustav y su esposa Jettchen mandan desde Brasil, 13 meses después de emprender el
viaje, sus lágrimas no son de alegría, no es emoción por recibir noticias de sus familiares,
son lágrimas de decepción, son las lágrimas de quien sabe que esa carta tenía que haberla
escrito él con Jettchen, que esas tierras, esas cabezas de ganado tenían que ser suyas, que
su esposa Floritzen tenía que ser la de su hermano, que siendo el hijo pequeño no tenía la
obligación de quedarse con sus padres. Son las lágrimas de la decepción de quien
buscando una nueva tierra y deseándola por su espíritu de aventura y conocimiento, fue
encadenado a penar en Schabbach sin huída posible.

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