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Tomás es un preso político condenado a muerte por un régimen totalitario, que comparte con cuatro compañeros

de celda la espera de la ejecución. Tras haber sido detenido cuando repartía propaganda, fue torturado y delató
a los miembros más importantes de su organización, que comparten con él la prisión. Abrumado por los
remordimientos, intentó suicidarse, lo que fue evitado por su compañero Asel. Ante esta situación su mente
desvaría y cree encontrarse en una fundación en la que sus amigos y él están becados para investigar. Mediante
este brote esquizofrénico se defiende de la realidad.

Pero todos estos detalles del argumento son casi desconocidos para el público hasta muy cerca del final. La
trama sigue un camino diferente: los compañeros de celda están tratando de que Tomás recobre la cordura,
aunque esto también se ignore durante un tiempo. Cuando comienza la obra, el escenario nos presenta el
ambiente agradable de una fundación, algo que sólo está en la mente de Tomás, y no la cárcel real en que se
encuentra. Es este personaje el que impone su visión subjetiva a todo el universo escénico: los petates son
sillones; las paredes, librerías; ve un ventanal sobre el campo. Pero esto no lo sabe el espectador, porque
también lo ignora Tomás. Incluso, las progresivas quiebras que la realidad introduce en su mundo alucinado son
vividas por él y por el público como absurdos inexplicables.

Cuadro primero
La obra comienza cuando Tomás está solo en la habitación. Su soledad es relativa, pues dialoga con el supuesto
enfermo y con Berta. Las respuestas están en la mente del joven. Pero además afloran datos y pensamientos,
sin duda subconscientes, que revelan su lucha interior entre la enajenación y la verdad. Su mente está librando
una batalla ayudada por el auxilio de sus compañeros en la que la realidad va penetrando en las grietas de la
Fundación. Asel actúa como el médico que no es. Su papel es el de un demiurgo, una especie de Maese Pedro,
que va moviendo los hilos del retablo, para la curación de su amigo. Por eso, ya en las primeras escenas Tomás
da muestras de inseguridad: el proceso de desalienación había comenzado antes. Las palabras del enfermo no
pueden justificar su perplejidad al comprobar que no come ni bebe, pero tratan de explicarla: está cansado,
duerme mucho, el mal olor procede del cuarto de baño.

Todo lo que la muchacha expresa es lo que él comienza a intuir o temer. El motivo o metáfora del ratón
constituye otra muestra del debate interior de Tomás. El animal se llama igual que él y Berta lo define como su
novio, pero añade: “Hay que salvar a Tomás. Me gustaría rescatarle de lo que le espera… Y lo salvaré”, lo que
no es otra cosa que el deseo soterrado de Tomás por acceder a la normalidad.

El verdadero carácter de estos diálogos no es conocido por el público en el momento de producirse; para él,
Berta es un ser real como Tomás. Por eso, algunas reacciones o comentarios de los personajes resultan difíciles
de entender: por ejemplo, la brusquedad de Tulio, que es el menos dispuesto a seguir el juego a Tomás. Esta
discordancia a veces tiene motivos nimios (ofrecer una cerveza…), pero en ocasiones supone un amargo e
irónico contraste. Tulio no siempre puede reprimirse ante tales afirmaciones. Sus brotes de impaciencia
contribuyen a acelerar la vuelta del loco a la cordura y complementan la labor más cuidadosa de Asel. Pero
tampoco se puede afirmar que sea Tulio únicamente el que provoca las rupturas. Algunas ya se han producido
antes de comenzar la obra y de ahí que en el decorado aparezcan elementos tan diversos como una taquilla de
hierro, seis talegos, que contrastan con lo confortable del resto.

Tomás no ve que Max se sirva una bebida, aunque percibe el vaso y observa que el cigarrillo de Lino se
consume en el cenicero, a pesar de que él manifiesta su deseo de fumar. Son indicios de que Tomás va
accediendo progresivamente a la cordura. Por eso con frecuencia afirmará: “No lo entiendo, no me lo explico...”

Cuadro segundo
Las disonancias se acentúan. Dos de los cinco sillones han sido sustituidos por petates y han desaparecido las
sábanas. Tomás se equivoca al identificar al autor de un cuadro que supone estar viendo en un libro y acepta la
rectificación de Tulio, al igual que acepta el supuesto parecido entre dos obras de Van Eyck y Vermeer. A
continuación desaparece la cajetilla y empieza a pensar que están jugando con él. Su perplejidad aumenta al ver
a los camareros sin frac y al encargado cerrar la puerta sin permiso.

Su desasosiego sigue creciendo y Lino declara que hay que llevarlo a la enfermería. Tulio lo invita a que abra la
puerta cerrada. Tomás, angustiado, siente que su mundo se desajusta. En esta situación vuelve a enfrentarse
con Tulio, que finge hacer una fotografía con un vaso de aluminio, que Tomás reconoce como lo que es. Aunque
habla de que el paisaje está extrañamente iluminado, es el hombre tumbado el que le obsesiona. Incluso vuelve
a oírlo hablar. Inmediatamente llegan los carceleros y se aclara que lleva varios días muerto.

Ahora el mundo de la fundación se derrumba, aunque no desaparece del todo. La luz se hace triste y algunos
elementos del espacio escénico se transforman. Sólo las esquinas permanecen en penumbra, como
representación de los recuerdos de su mente que aún se niegan a entender. Tras la pregunta: “¿Estoy enfermo,
Asel?”, se produce el regreso a la normalidad.
Cuadro tercero
Ya no hay sillones, la mesa es de hierro, los uniformes de los personajes son de presos, pero Tomás conserva el
suyo al principio. La inseguridad le hace andar a tientas como un ciego. Continúan las transformaciones hasta el
punto de no saber distinguir la verdad de la pesadilla. En la confusión que lo domina hay retrocesos, busca
excusas y defensas, pero la evidencia se impone. Resulta afectado el paisaje, que se convierte en un corredor
de prisión, y el que se percibe a través de la ventana se oscurece. Tomás continúa perplejo y, además, debe
enfrentarse a la acusación de Asel de ser un delator.

Tras un nuevo desajuste, cuando el teléfono deja de funcionar, tiene lugar la escena en que Tulio le invita a
soñar. Es un paréntesis distensivo en que vuelven a aparecer risas y bromas. El fortísimo contraste en que Tulio
es llamado para morir no es entendido por Tomás. No solo no está curado, sino que parece haber sufrido un
retroceso. Afirma que hay motivos para estar alegres, porque a Tulio le han levantado el arresto. Entonces Lino
lo encara definitivamente con la verdad: “Lo van a matar, imbécil”. Tomás regresa a su fantasía y eso lo lleva a
imaginar a Berta. Es el último intento de negar la realidad, de ahí que se oiga la música de Rossini y que el
paisaje vuelva a iluminarse. Berta representa el subconsciente de Tomás, que se enfrenta a su deseo de
permanecer allí.

Cuando el teléfono deja de funcionar, tiene lugar la escena en que Tulio le invita a soñar. Es un paréntesis
distensivo en que vuelven a aparecer risas y bromas. El fortísimo contraste en que Tulio es llamado para morir
no es entendido por Tomás. No solo no está curado, sino que parece haber sufrido un retroceso. Afirma que hay
motivos para estar alegres, porque a Tulio le han levantado el arresto. Entonces Lino lo encara definitivamente
con la verdad: “Lo van a matar, imbécil”. Tomás regresa a su fantasía y eso lo lleva a imaginar a Berta. Es el
último intento de negar la realidad, de ahí que se oiga la música de Rossini y que el paisaje vuelva a iluminarse.
Berta representa el subconsciente de Tomás, que se enfrenta a su deseo de permanecer allí.

El proceso llega a su desenlace: el paisaje se oscurece y admite la desaparición de la Fundación: “Estamos en


la cárcel, condenados a muerte”. El tercer cuadro termina con las voces de los centinelas que él antes no quería
oír. Berta aparece por última vez y de su mano cae un ratón muerto.

Cuadro cuarto
Ya no hay ventanal, sino un lienzo de pared. Tomás, vestido de preso, resume la historia. Tras recordar su
pasado- detención, tortura, delación, intento de suicidio-, la cortina que separaba el inexistente cuarto de baño
desaparece. Sólo en este momento el espacio escénico muestra con todo detalle una prisión.

Sin embargo, Tomás empleará aún la locura al tratar de encubrir la muerte de Max. La situación es distinta a la
anterior, pues él domina su imaginación en lugar de ser dominado por ella. La Fundación es ahora un arma
contra los carceleros para conseguir el traslado a las celdas de castigo y, de ahí, la posible liberación. Ya no
delira y en el diálogo final con Lino se atreve a pensar en el futuro.

Pero, antes de que caiga el telón y cuando no hay personajes en escena, esta se transforma y recobra de nuevo
el aspecto del comienzo. Este final no engaña al espectador, pero quizá tiene la misión de prevenirle sobre las
“fundaciones” que le acechan en la realidad extra-teatral, porque si esta prisión concreta se ha visto refutada,
otras perduran en el mundo. En el plano teatral ese fin puede tener otro sentido: la anécdota ha concluido, pero
la vida sigue. Unos nuevos huéspedes están a punto de entrar. La obra ha presentado el caso de Tomás, pero
podía haber presentado otros, porque sólo se ha ofrecido un caso clínico de la alineación en general. El mal no
es individual, sino colectivo; por eso los espectadores han compartido el punto de vista del loco y han sido
convertidos en Tomás. Aunque no están encerrados en una prisión, también a ellos se les esfuman un televisor,
un vaso… en una alucinante carrera consumista. En definitiva, el mundo es igual fuera que dentro: todo es una
fundación.

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