A. En 1846, el médico húngaro Ignaz Semmelweis, de veintiocho años de
edad, inició sus labores como asistente del departamento de obstetricia de la Universidad de Viena, y casi desde el principio fue un hombre obsesionado. La terrible enfermedad que infestaba las áreas de maternidad en la Europa de entonces era la fiebre puerperal. En el hospital en que trabajaba el joven Semmelweis, una de cada seis madres moría de ese mal poco después de dar a luz. Al realizar la autopsia, los médicos encontraban la misma pus blancuzca y pestilente, así como una cantidad desacostumbrada de carne pútrida. Viendo los efectos de esa enfermedad casi todos los días, Semmelweis no podía pensar en otra cosa. Dedicaría su tiempo a resolver el enigma del origen de esa afección. En esa época, la explicación más común de la causa de esa dolencia giraba alrededor de la idea de que partículas en el aire, que entraban por los pulmones, ocasionaban la fiebre. Pero para Semmelweis eso no tenía sentido. La epidemia de fiebre puerperal no parecía depender del clima, condiciones atmosféricas ni nada en el aire. Él señaló, como algunos otros, que la incidencia era mucho mayor entre mujeres atendidas en el parto por un médico, no por una partera. Nadie se explicaba la razón de esa diferencia y a pocos parecía inquietarles. Tras mucho pensar y estudiar la bibliografía sobre el tema, Semmelweis llegó a la pasmosa conclusión de que la causa de la enfermedad era el contacto directo entre médico y paciente, concepto revolucionario en esa época. Mientras formulaba su teoría, ocurrió un hecho que pareció confirmarla de modo concluyente: uno de los principales médicos del departamento se había herido accidentalmente el dedo con un cuchillo mientras realizaba la autopsia de una mujer que había padecido fiebre puerperal y murió en cuestión de días a causa de una infección generalizada. Cuando se le hizo la autopsia, presentó la misma pus blanca y carne pútrida que la mujer. A Semmelweis le pareció claro entonces que en la sala de autopsias los médicos se contagiaban por vía táctil, y al examinar a las mujeres y procurar el nacimiento de los bebés, transmitían la enfermedad a la sangre materna a través de varias heridas abiertas. Los médicos envenenaban literalmente a sus pacientes con fiebre puerperal. Si ésta era la causa, la solución era simple: los doctores tendrían que lavarse y desinfectar sus manos antes de manejar a cualquier paciente, práctica que nadie seguía en ningún hospital en aquel entonces. Semmelweis instituyó esta práctica en su área, y el número de muertes se redujo de inmediato a la mitad. En vísperas del que podía ser un gran descubrimiento científico –la relación entre gérmenes y enfermedades contagiosas–, Semmelweis parecía estar en camino a una ilustre carrera. Pero había un problema. El jefe del departamento, Johann Klein, era un caballero muy conservador que quería que sus doctores se adhirieran a la estricta ortodoxia médica establecida por la práctica. Él creía que Semmelweis era un médico inexperto convertido en radical que quería alterar los procedimientos establecidos y hacerse fama por ello. Semmelweis discutía incesantemente con él a causa de la fiebre puerperal, y cuando por fin promulgó su teoría, Klein se puso furioso. La implicación era que los médicos, incluido el propio Klein, habían dado muerte a sus pacientes y eso era demasiado. (Klein atribuyó el menor número de muertes en el área de Semmelweis a un nuevo sistema de ventilación que él había instalado.) Cuando, en 1849, la colaboración de Semmelweis estaba por concluir, Klein se negó a renovarla, dejando desempleado al joven médico. Para entonces, sin embargo, Semmelweis había conseguido ya varios aliados clave en el departamento médico, particularmente entre los jóvenes. Los exhortó a realizar experimentos controlados para reforzar su argumento y a integrar después sus hallazgos en un libro que difundiría su teoría en Europa. Sin embargo, no podía distraer su atención de la batalla con Klein. Su malestar aumentaba día a día. La adhesión de Klein a una teoría ridícula y sin prueba alguna sobre la fiebre era criminal. Tal ceguera ante la verdad le hacía hervir la sangre. ¿Cómo era posible que un hombre tuviera tanto poder en su campo? ¿Por qué Semmelweis tenía que dedicar tanto tiempo a hacer experimentos y escribir libros cuando la verdad era tan obvia? Decidió entonces dictar una serie de conferencias sobre el tema, en las que también podría expresar su desdén por la estrechez de miras de tantos de sus colegas. Médicos de toda Europa asistieron a las conferencias de Semmelweis. Aunque algunos de ellos seguían siendo escépticos, él conquistó más conversos para su causa. Sus aliados en la universidad insistieron en que aprovechara el impulso ya acumulado haciendo más investigaciones y escribiendo un libro sobre su teoría. Pero meses después de celebradas las conferencias, y por razones que nadie podía entender, Semmelweis abandonó repentinamente la ciudad y regresó a su natal Budapest, donde halló los puestos y reconocimiento que lo habían eludido en Viena. Parecía que no había podido soportar un minuto más en la misma ciudad que Klein y requería completa libertad para operar por sí solo, pese al relativo rezago médico de Budapest en ese tiempo. Sus amigos se sintieron traicionados. Se habían jugado su reputación al apoyarlo y él los había dejado en la estacada. En los hospitales de Budapest en los que trabajaba ahora, Semmelweis instituyó sus políticas de desinfección con tal rigor y tiránica obstinación que redujo los índices de mortalidad, pero se enemistó también con casi todos los médicos y enfermeras con que trabajaba. Cada vez más personas se volvían contra él. Había impuesto sus novedosas ideas sobre la desinfección, pero, sin libros ni los experimentos apropiados que las respaldaran, daba la impresión de que no buscaba otra cosa que promoverse, obsesionado con una caprichosa idea de su creación. La vehemencia con que insistía en la veracidad de sus ideas sólo atraía más atención a la falta de rigor académico para sustentarlas. Los médicos especulaban sobre otras posibles causas de su éxito en la menor incidencia de fiebre puerperal. Finalmente, en 1860, presionado una vez más por sus colegas, decidió escribir un libro que explicara su teoría en extenso. Al terminarlo, lo que debía haber sido un volumen relativamente reducido se había convertido en una diatriba de seiscientas páginas casi imposible de leer. Era demasiado repetitiva y embrollada. Sus argumentos se convertían en polémicas al enumerar a los doctores que se le habían opuesto, y que por tanto eran asesinos. En esos pasajes, su escritura se volvía casi apocalíptica. Sus adversarios salieron entonces a la superficie. Él se había comprometido a escribir, pero lo había hecho tan mal que ellos podían señalar los numerosos errores en su argumento, o sencillamente llamar la atención sobre su tono violento, con el que hacía un flaco favor a su causa. Sus antiguos aliados dejaron de apoyarlo; habían terminado por detestarlo. Su conducta se volvió crecientemente ampulosa y errática, hasta que sus jefes en el hospital tuvieron que despedirlo. Prácticamente quebrado y abandonado por casi todos, cayó enfermo y murió en 1865, a los cuarenta y siete años de edad. B. Como estudiante de medicina de la Universidad de Padua, Italia, en 1602 el ciudadano inglés William Harvey (1578-1657) comenzó a tener dudas sobre la concepción entera del corazón y su función como órgano. Lo que se le había enseñado en la escuela se basaba en las teorías del médico griego Galeno, del siglo II, las que sostenían que parte de la sangre se generaba en el hígado y otra parte en el corazón, así como que era transportada por las venas y absorbida por el cuerpo, al que de esta forma nutría. De acuerdo con esa teoría, la sangre circulaba lentamente del hígado y el corazón a las diversas partes del cuerpo que la necesitaban, pero no regresaba a ellos, sino que era meramente consumida. Lo que inquietaba a Harvey era cuánta sangre contenía el cuerpo. ¿Cómo era posible que produjera y consumiera tanto líquido? En los años siguientes, la carrera de Harvey prosperó, culminando con su nombramiento como médico real del rey Jacobo I. En esos años siguió ponderando las mismas preguntas sobre la sangre y el papel del corazón. Y para 1618 había dado con una teoría: la sangre circulaba por el cuerpo no lenta, sino rápidamente, y el corazón fungía como bomba. La sangre no era producida y consumida; en cambio, circulaba en forma continua. El problema de esta teoría era que no había modo directo de confirmarla. En ese tiempo, abrir el corazón de un ser humano para estudiarlo significaba la muerte inmediata. El único medio disponible para la investigación era la vivisección de animales y la disección de cadáveres humanos. Una vez abierto el corazón de animales, sin embargo, éste se comportaba en forma irregular y bombeaba con demasiada rapidez. La mecánica del corazón era compleja, y para Harvey sólo podía deducirse mediante experimentos controlados –como el uso de elaborados torniquetes en venas humanas– y era imposible de observar directamente con la vista. Luego de muchos experimentos controlados como ésos, Harvey tuvo la seguridad de que estaba en lo correcto, pero sabía que tenía que planear con cuidado su siguiente paso. Su teoría era radical. Echaba por tierra muchos conceptos de anatomía que habían sido aceptados como verdad durante siglos. Sabía que publicar los resultados obtenidos hasta entonces no haría sino provocarle animadversión y muchos enemigos personales. Así que, pensando seriamente en la natural renuencia de los individuos a aceptar nuevas ideas, decidió hacer lo siguiente: posponer la publicación de los resultados de sus investigaciones y esperar a reafirmar su teoría y acumular más pruebas. Entre tanto, involucraría a sus colegas en más experimentos y disecciones, pidiendo siempre sus puntos de vista. Una creciente cantidad de ellos quedaba impresionada y apoyaba su novedosa teoría. Ganando poco a poco para su causa a la mayoría, en 1627 se le concedió el sitio de honor en el College of Physicians, lo que prácticamente garantizaba su empleo para el resto de su vida y lo libraba de la preocupación de que su teoría pusiera en peligro su sustento. Como médico de la corte, primero de Jacobo I y después de Carlos I, quien ascendió al trono en 1625, Harvey se esmeró en conseguir el favor real. Adoptaba una actitud diplomática y evitaba alinearse con cualquier facción o enredarse en intrigas. Se conducía con modestia y autorreprobación. Confiaba pronto sus descubrimientos al rey para obtener su confianza y apoyo. En el campo, un joven se había fracturado severamente las costillas del lado izquierdo del pecho, dejando abierta una cavidad por la que era posible ver y tocar su corazón. Él lo trasladó a la corte real y se sirvió del muchacho para mostrar a Carlos la naturaleza de las contracciones y expansiones del corazón, y la forma en que éste trabajaba bombeando la sangre. Por fin, en 1628 Harvey publicó los resultados de sus muchos años de trabajo, iniciando el libro con una muy astuta dedicatoria a Carlos I: “¡Rey serenísimo! El corazón del animal es la base de su vida, su principal miembro, el sol de su microcosmos; del corazón toda su actividad depende, del corazón toda su vitalidad y fuerza surge. Igualmente es el rey la base de su reino, el sol de su microcosmos, el corazón del Estado; de él el poder emana y toda gracia se deriva”. El libro causó revuelo, como era de esperar, particularmente en el continente, donde Harvey era menos conocido. La oposición procedió sobre todo de viejos médicos que no podían aceptar una teoría que derribaba por completo su idea de la anatomía. Ante las numerosas publicaciones aparecidas para desacreditar sus ideas, Harvey permaneció prácticamente mudo. Un ataque ocasional de médicos eminentes lo inducía a escribir cartas personales en las que refutaba sus ideas, cortés aunque rotundamente. Como había previsto, dada la firmeza de su posición en la medicina y la corte, y la gran cantidad de pruebas que había acumulado a lo largo de los años, las cuales se describían claramente en su libro, su teoría ganó aceptación poco a poco. Al morir, en 1657, su obra se había vuelto parte aceptada de la doctrina y práctica médicas. Como escribiría su amigo Thomas Hobbes: “[Harvey fue] el único de mis conocidos que, conquistando la envidia, estableció en vida una nueva doctrina”.
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Los relatos históricos comunes sobre Semmelweis y Harvey revelan nuestra
tendencia a ignorar el decisivo papel de la inteligencia social en todos los campos, incluidas las ciencias. Por ejemplo, la mayoría de las versiones de la historia de Semmelweis enfatizan la trágica cortedad de miras de hombres como Klein, quien llevó al límite al joven y noble húngaro. En el caso de Harvey, enfatizan su talento teórico como la causa singular de su éxito. Pero en ambos casos la inteligencia social desempeñó un papel clave. Semmelweis ignoró por completo su necesidad; tales consideraciones le fastidiaban; lo único que importaba era la verdad. Pero en su celo, se enemistó gratuitamente con Klein, quien ya había enfrentado antes otros desacuerdos con estudiantes, pero no a tal grado. Discutiendo sin cesar, Semmelweis forzó a Klein a despedirlo, perdiendo así una importante posición en la universidad desde la cual difundir sus ideas. Consumido por su batalla con Klein, no expresó su teoría en forma clara y razonable, exhibiendo así una monumental desconsideración por la importancia de persuadir a los demás. Si hubiera dedicado su tiempo a explicarse por escrito, a la larga habría salvado más vidas. El éxito de Harvey, por su parte, se debió en gran medida a su agilidad social. Sabía que incluso un científico debe hacerla de cortesano. Involucró a otros en su trabajo, asociándolos emocionalmente con su teoría. Publicó sus resultados en un libro meditado, razonado y fácil de leer. Y luego permitió calladamente que su libro hablara por sí mismo, sabiendo que si hacía valer su punto de vista después de su publicación, llamaría la atención a la persona, no a la obra. No alimentó la necedad ajena librando batallas insignificantes, y toda oposición a sus teorías se marchitó por sí sola. Comprende: tu obra es el principal medio a tu disposición para expresar tu inteligencia social. Si eres eficiente y detallista en lo que haces, demostrarás que piensas en el grupo en general y promueves su causa. Volviendo fácil y claro de seguir lo que escribes o presentas, muestras tu interés en el público en su conjunto. Al involucrar a otras personas en tus proyectos y aceptar de buena gana sus observaciones, relevas tu comodidad con la dinámica del grupo. El trabajo sólido también te protege de la connivencia política y la malevolencia ajena; es difícil discutir los resultados que produces. Si experimentas las presiones de maniobras políticas dentro del grupo, no pierdas la cabeza ni te dejes consumir por mezquindades. Manteniendo tu concentración y hablando socialmente mediante tu obra, seguirás elevando tu nivel de habilidades y descollarás sobre quienes hacen mucho ruido pero no producen nada.