encuentran dos grupos en alguna zona limítrofe neutral —por ejemplo, un arroyo
—. Los machos se amenazan unos a otros durante un rato, finalmente se aburren
y vuelven a lo que estuvieran haciendo antes. Pero hay un adolescente, de pie en la orilla del arroyo, fascinado. ¡Nuevos babuinos, un montón! Da cinco pasos en dirección a ellos, retrocede cuatro, nervioso, agitado. Cruza con cautela y se sienta en la otra orilla, se sitúa detrás por si algún nuevo babuino se fija en él. Así empieza el lento proceso de transferencia, pasando cada día más tiempo con el nuevo grupo hasta que rompe el cordón umbilical y pasa la noche. No ha sido expulsado. Al contrario, si tuviera que pasar un día más con los mismos babuinos monótonos ya sabe cómo sería toda su vida, se la pasaría gritando. Entre los chimpancés adolescentes, son las hembras las que no pueden escaparse lo suficientemente rápido. Nosotros los primates no somos expulsados de la adolescencia. En cambio, ansiamos desesperadamente lo novedoso[23]. Por consiguiente, la adolescencia tiene que ver con la asunción de riesgos y con la búsqueda de lo novedoso. ¿En dónde encaja el sistema dopaminérgico de recompensa? Recuerde del capítulo 2 cómo el tegmento ventral es la fuente de la proyección mesolímbica de dopamina al núcleo accumbens, y de la proyección mesocortical de la dopamina hacia el lóbulo frontal. Durante la adolescencia, la densidad y la señalización de la proyección de la dopamina aumentan constantemente en ambas vías (aunque la búsqueda de la novedad alcanza el pico hacia la mitad de la adolescencia, reflejando probablemente la aparición posterior de la regulación frontal[24]). Cambios en la cantidad de actividad dopaminérgica en el «centro de recompensas» del cerebro después de recompensas de diferentes magnitudes. En el caso de los adolescentes, las altas son más altas, y las bajas son más bajas. No está claro cuánta dopamina se libera de forma anticipada a la recompensa. Algunos estudios muestran que en los adolescentes hay una mayor activación anticipada de las vías de recompensa respecto a los adultos, mientras que otros muestran lo opuesto, produciéndose la respuesta dopaminérgica menor en los adolescentes que son más proclives a la asunción de riesgos[25]. Las diferencias de edad en los niveles absolutos de dopamina son menos interesantes que las diferencias en los patrones de liberación. En un gran estudio, niños, adolescentes y adultos sometidos a escáneres cerebrales realizaron alguna tarea en la que la respuesta correcta producía una recompensa monetaria de diferentes cantidades (ver figura anterior[26]). Durante esta prueba, la activación prefrontal tanto en niños como en adolescentes fue difusa y poco definida. Sin embargo, la activación en el núcleo accumbens de los adolescentes era peculiar. En los niños, una respuesta correcta producía más o menos el mismo incremento en la actividad fuese cual fuese la cantidad de la recompensa. En los adultos, una L recompensa pequeña, mediana y grande producía incrementos pequeños, medianos o grandes en la actividad del accumbens. ¿Y en los adolescentes? Después de una recompensa mediana pasaba más o menos lo mismo que en los niños y adultos. Una recompensa grande produjo un incremento descomunal, mucho mayor que el producido en los adultos. ¿Y con la recompensa pequeña? La actividad del accumbens descendió. En otras palabras, los adolescentes experimentaban las recompensas mayores de lo esperado de una forma mucho más positiva que los adultos, y las recompensas menores de lo esperado les producían aversión. Una peonza que gira casi fuera de control. Esto sugiere que en los adolescentes las recompensas grandes producen una señalización dopaminérgica exagerada, y que las recompensas sensatas por acciones cautelosas sientan fatal. El lóbulo frontal inmaduro no puede contrarrestar un sistema dopaminérgico como este. Pero hay algo desconcertante. En medio de estas neuronas de dopamina alocadas y desenfrenadas, los adolescentes muestran una capacidad de razonamiento que, en muchos ámbitos de percepción de riesgos, iguala a la de los adultos. A pesar de eso, la lógica y el razonamiento son, a menudo, desechados, y los adolescentes actúan como tales. El trabajo de Laurence Steinberg, de la Universidad Temple, ha identificado una coyuntura decisiva en la que los adolescentes son particularmente propensos a lanzarse antes de mirar: cuando están rodeados de sus colegas. COLEGAS, ACEPTACIÓN SOCIAL Y EXCLUSIÓN SOCIAL A vulnerabilidad adolescente a la presión social por parte de los amigos, especialmente la de los colegas que quieres que te acepten como amigo, es muy conocida. También se puede demostrar experimentalmente. Steinberg estudió a un grupo de adolescentes y adultos que asumían riesgos en la misma proporción en un videojuego de conducción. El añadir dos colegas para incentivarlos no causó efecto alguno sobre los adultos, pero triplicó la asunción de riesgos en los adolescentes. Además, en los estudios de neuroimagen, en los sujetos a los que se les incentivó con colegas (por un intercomunicador) disminuyó la actividad de la CPFvm y aumentó la actividad del estriado ventral en los adolescentes, pero no en los adultos[27]. ¿Por qué los colegas de los adolescentes tienen ese poder social? Para empezar los adolescentes son más sociales y además de una forma más compleja que los niños y adultos. Por ejemplo, un estudio del año 2013 demostró que los adolescentes tienen por media más de cuatrocientos amigos en Facebook, muchos más que los que tienen los adultos[28]. Además, la sociabilidad de los adolescentes tiene que ver especialmente con el afecto y con la reacción a la señalización emocional —recuerde la mayor respuesta límbica y la menor del lóbulo frontal a las caras emocionales durante la adolescencia—. Y los adolescentes no acumulan cuatrocientos amigos en Facebook para tener suficientes datos para sus doctorados en sociología. En vez de eso, existe una necesidad frenética de pertenencia. Esto es lo que produce la vulnerabilidad adolescente a la presión social del grupo y al contagio emocional. Además, dicha presión es un «entrenamiento para la desviación», incrementando las probabilidades de caer en la violencia, el consumo de drogas, el crimen, el sexo inseguro y los nefastos hábitos de salud (muy pocas bandas de adolescentes presionan de una forma amable a sus miembros para que usen hilo dental). Por ejemplo, en los dormitorios de las residencias universitarias, un bebedor excesivo tiene más probabilidades de influir en su compañero de cuarto abstemio que al revés. La incidencia de los desórdenes alimenticios en los adolescentes se propaga entre los colegas con un patrón que recuerda al contagio de un virus. Lo mismo ocurre con la depresión entre las adolescentes, lo que refleja su tendencia a «procesar en conjunto» los problemas, reforzando el estado afectivo negativo de la otra persona. Los estudios de neuroimagen demuestran la drástica sensibilidad de los adolescentes a sus colegas. Si preguntamos a los adultos que piensen en qué imaginan que los demás piensan de ellos, y luego qué piensan sobre ellos mismos, dos redes diferentes, parcialmente superpuestas de estructuras frontales y límbicas, se activan para las dos tareas. Pero en el caso de los adolescentes los dos perfiles son el mismo. «¿Qué piensas de ti mismo?» es respondido neuronalmente con «Lo que piensan los demás de mí[29]». La necesidad frenética de pertenencia a un grupo de los adolescentes se demuestra excelentemente en estudios sobre la neurobiología de la exclusión social. Naomi Eisenberg, de la UCLA, desarrolló el endemoniadamente inteligente paradigma de la «ciberbola» para hacer que la gente se sintiera despreciada[30]. El sujeto está sometido a un escáner cerebral, y cree que está participando en un juego Online con otras dos personas (obviamente, no existen —es un programa informático—). Cada jugador ocupa un punto de la pantalla, formando un triángulo. Los jugadores se pasan una bola virtual entre ellos; el sujeto elige a quién lanzársela y cree que los otros dos hacen lo mismo. La bola va pasando entre ellos durante un rato; y entonces, sin que lo sepa el sujeto, empieza el experimento —los otros dos sujetos dejan de pasarle la pelota a él—. Esos cretinos le han excluido. En los adultos, se produce una activación de la sustancia gris periacueductal, el cíngulo anterior, la amígdala y la corteza insular. Perfecto —estas regiones son fundamentales para la percepción del dolor, la ira y la repugnancia—.[31] Y entonces, después de una demora, la CPF ventrolateral se activa. Cuanto mayor es esa activación, más se silencian el cíngulo y la ínsula y hay menos sujetos que después reconocen haberse enfadado. ¿Por qué se produce ese retraso en la activación de la CPFvl? «¿Por qué me estoy enfadando? Solo es un estúpido juego de pasarse la bola». El lóbulo frontal viene al rescate aportando perspectiva, racionalización y regulando la emoción. Haga ahora el estudio con adolescentes. Algunos muestran en las neuroimágenes los mismos perfiles que los adultos; se trata de individuos que se definen a sí mismos como poco sensibles al rechazo y que pasan la mayor parte del tiempo con amigos. Pero para la mayoría de los adolescentes, cuando se produce la exclusión social, la CPFvl apenas se activa; los otros cambios son mayores que los producidos en los adultos; y los individuos informan al final haberse sentido muy mal —los adolescentes carecen de la suficiente fortaleza frontal para ver que eso no importa—. El rechazo duele mucho más a los adolescentes, haciendo que la necesidad de encajar sea más fuerte[32]. Un estudio de neuroimagen examinó un componente neurológico esencial de la conformidad[33]. Si miramos una mano moviéndose, las neuronas de las regiones premotoras que contribuyen al movimiento de nuestra propia mano se activan ligeramente —nuestro cerebro está a punto de imitar el movimiento—. En ese estudio, niños de diez años miraban vídeos de una mano moviéndose o de expresiones faciales; los más vulnerables a la influencia del grupo de amigos (evaluados según una escala desarrollada por Steinberg)[34] mostraron la mayor activación premotora…, pero únicamente ante las expresiones faciales emocionales. En otras palabras, los chicos que son más sensibles a la presión del grupo están más preparados para imitar la emocionalidad del otro. (Dada la edad E de los sujetos, los autores catalogaron sus hallazgos como potencialmente predictivos de un posterior comportamiento