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Colección PASTORAL

36
J E A N L A P L A C E , S. J .

EL CAMINO ESPIRITUAL
A LA LUZ DE LOS
EJERCICIOS IGNACIANOS

47337
2
9 FEB. 1Q88

Editorial SAL TERRAE


Santander
Título del original francés:
Approche spirituelle du mystère
de Dieu dans le Christ à travers
la prière et l'expérience des Exercices

© 1984 by Centre de Spiritualité Ignatienne


Sainte-Foy, Québec (Canada)

Traducción de Felipe Pardo, S. J.


(g 1988 by Editorial San Terrae
Guevara, 20
39001 Santander

Con las debidas licencias

Impreso en España. Printed in S pain

ISBN: 84-293-0793-1
Depósito Legal: SA. 19 - 1988

Impreso por:
Artes Gráficas Resma
Prol. M. de la Hermida, s/n. 39011 Santander 1988
INDICE

Págs.

PRESENTACIÓN, por Jean-Guy Saint-Arnaud, S.J. ... 7

I. PONENCIAS 11

1. La gracia del acompañante 13

2. El camino espiritual 21

1. Camino bíblico 21

2. Camino ignaciano 24

3. Interacción de los itinerarios bíblico e ignaciano 37

Conclusión 40

3. La pedagogía espiritual 43

1. Pedagogía de la oración 46

2. Pedagogía de la libertad 63

3. Pedagogía de la durabilidad 73

Conclusión 81

II. «MESA REDONDA» 83


Presentación

Los días 15 y 16 de octubre de 1983 se celebraba


en la sala Gesü de Montréal el VII Congreso anual de
los Cahiers de Spiritualité Ignatienne (Cuadernos de
Espiritualidad Ignaciana). Un tema realmente fecundo
y una persona de excepcionales recursos atrajeron a más
de trescientos cincuenta asistentes, llegados de todos
los puntos de la Provincia y de todo el Canadá.
Desde el I Congreso, celebrado en 1977, nunca ha-
bíamos visto una concurrencia tan numerosa. Induda-
blemente, el renombre y la competencia del P. ]ean La-
place tuvieron mucho que ver con el éxito de este Con-
greso. El P. Laplace, efectivamente, es muy conocido
en el mundo de los Ejercicios Espirituales, en el que
lleva trabajando desde hace treinta años.
Natural de Rouen (Normandía), el P. Laplace in-
gresó en 1927 en la Compañía de Jesús, donde cursó
los habituales y largos años de estudio junto a los PP.
Jean Daniélou y Jacques Guillet. Los comienzos de su
vida apostólica tuvieron lugar en una casa de formación
de la Compañía de Jesús, como prefecto de estudios y
profesor de griego. ¿Hay que ver en estas sus primeras
actividades una de esas misteriosas preparaciones capa-
ces de explicar la singular competencia pedagógica del
P. Laplace? Su contacto con los Padres Griegos le llevó
a colaborar en la colección Sources chrétiennes, en la
que publicó en 1943 la edición crítica de los escritos de
8 PRESENTACIÓN

san Gregorio de Nisa. Por fin, en 1952 deja el terreno


de la enseñanza y se dedica al ministerio de los Ejerci-
cios Espirituales y a la promoción de la espiritualidad
ignaciana.
Cuando se presentó en el Gesù para pronunciar las
conferencias que se recogen en estas páginas, el P. La-
place acababa de concluir en Trois-Rivières su tanda
número sesenta de Ejercicios de treinta días. Pero son
incontables sus restantes tandas de Ejercicios de todo
tipo, sus retiros, sus conferencias... Este trabajo apos-
tólico le lleva a las cuatro partes del mundo y le pone
en contacto con todo tipo de grupos de laicos, religiosos
y religiosas. Y en medio de todas estas actividades, to-
davía encuentra el P. Laplace tiempo para escribir. Sus
numerosas publicaciones vienen a completar de manera
admirable su labor de conferenciante y de acompañan-
te espiritual, proporcionándole una permanencia y un
radio de acción incalculables.
Aparte de sus numerosos artículos, señalemos los tí-
tulos de sus principales libros: Culture at Apostolat,
1960; La femme et la vie consacrée, 1963 (trad. cast.:
2
La mujer y la vida consagrada, 1966 ); La direction de
conscience et la vie spirituelle, 1965; Le prêtre à la
recherche de lui-même, 1969 (trad. cast.: El sacerdote,
1970); Une expérience de la vie dans l'Esprit, 1972
(trad. cast.: Diez días de Ejercicios. Una experiencia
de la vida en el Espíritu, 1987); Discernement pour un
temps de crise, 1978; La prière, désir et rencontre,
1974 (trad. cast..- La oración: búsqueda y encuentro,
2
197 8 ). Actualmente, el P. Laplace ha publicado sus
«Ejercicios con san Juan», con el título de De la lumiè-
re à l'amour.
En su concepción inicial, el Congreso de 1983 pre-
tendía centrarse en el tema de la oración y los Ejercicios
Espirituales. Se trataba de un tema eminentemente fe-
PRESENTACIÓN 9

cundo y que había que preparar debidamente. Con este


fin se contactó con numerosísimos «ejercitadores» a los
que se invitó a reflexionar acerca de todo cuanto con-
cierne a la oración en su labor de acompañantes de Ejer-
cicios. Los frutos de todas estas reflexiones se pusieron
en común y fueron examinados durante la sesión de
análisis de Loretteville, en junio de 1983 (cf. el n.° 29
de Cahiers de Spiritualité Ignatienne). Por supuesto que
muchos de los asistentes traían al Congreso preguntas
concretas acerca de la oración, sus modos, sus ritmos,
su evolución, su contenido, su relación con la vida...
Hemos de agradecer al P. Laplace el habernos dado, a
través de sus ponencias y de sus reflexiones en los ple-
nos, no sólo respuestas precisas a cada una de las pre-
guntas, sino también, y sobre todo, lo que él mismo de-
nomina un «sentido espiritual», los elementos de una
sabiduría que nos permite realizar por nosotros mismos
los necesarios discernimientos en relación con la expe-
riencia de oración de las personas encomendadas a nues-
tro «acompañamiento». A este fin, el P. Laplace optó
por introducir ampliamente el tema inicial y situarlo en
su obligado contexto del misterio cristiano, de la Escri-
tura y de la Iglesia. De ahí la formulación actual del
tema del Congreso: «Aproximación espiritual al miste-
rio de Dios en Cristo a través de la oración y la expe-
riencia de los Ejercicios». De sabios es saber captar,
dentro de la multiplicidad y complejidad de los elemen-
tos de una realidad, las líneas de fuerza que los agru-
pan y hacen de ellos un conjunto coherente. La flexi-
bilidad y el rigor con que el P. Laplace combina y ar-
moniza los diferentes elementos de la vida espiritual re-
velan, sin ningún género de dudas, una asombrosa sabi-
duría espiritual por su parte. Para convencerse de ello,
basta con leer sus ponencias.
Tras la ponencia introductoria, vienen dos enjun-
10 PRESENTACIÓN

diosas disertaciones, seguidas de las reacciones de los


asistentes en las sesiones plenarias. En su primera y
breve ponencia, el P. Laplace introduce el tema pre-
sentando, en sus coordenadas esenciales, en qué con-
siste la «gracia del acompañante»: hacer que emerjan
los «sentidos espirituales» y tratar de «poner al Cria-
dor con la criatura». La segunda ponencia se refiere al
camino espiritual, el de la Biblia y el de los Ejercicios,
así como a las relaciones y la interacción entre ambos.
Esta segunda ponencia sirve de telón de fondo a la ter-
cera, que trata de la pedagogía espiritual y aborda más
específicamente los problemas concretos de oración,
libertad y durabilidad.
Las dos sesiones plenarias que siguieron a las dos
últimas ponencias se presentan como una especie de
«repeticiones», en el sentido ignaciano del término:
permiten a los oyentes profundizar y entender mejor la
abundante materia propuesta por el ponente. La canti-
dad y calidad de las preguntas dirigidas al P. Laplace
permitirán adivinar al lector de estas páginas el gran ni-
vel de interés y de participación a que el ponente supo
llevar a su auditorio.
Al leer los textos, seguramente sorprenderá la sen-
sación de flexibilidad, a la vez que de rigor, que de
ellos se desprende. Esta impresión corresponde y remi-
te, indudablemente, a la sabiduría y vivacidad que ema-
nan de la propia personalidad del P. Laplace y que re-
velan su singular juventud de espíritu. Nos vienen ga-
nas de decir de él lo que se decía de Monsieur Pouget:
«Este hombre no envejece, sino que rejuvenece».

JEAN-GUY SAINT-ARNAUD, S . J .
I
PONENCIAS
1
La gracia del acompañante

«¿Puede usted conseguir que en nuestro Congreso


de 1983 nos beneficiemos de algún modo de sus treinta
años de experiencia?». Esta pregunta del P. Gilíes Cus-
son era una invitación a dar públicamente cuenta de
conciencia acerca de mi ministerio. Tanto más cuanto
que la pregunta precisaba: «nuestros oyentes están ávi-
dos de oír hablar de oración y de experiencia de Dios».
Así pues, les ofrezco el resultado de algunas reflexiones
que he hecho en torno al siguiente punto: cómo expe-
rimento yo, a través de la oración y la experiencia de
los Ejercicios, la aproximación al misterio de Dios en
Jesucristo.
Presentaré estas reflexiones siguiendo una división
muy sencilla. La materia o el objeto de esa experiencia
de oración —el camino espiritual según los Ejercicios—
será nuestro primer tema. Y el segundo versará sobre
la manera en que los Ejercicios disponen a esta expe-
riencia o, dicho de otro modo, la pedagogía espiritual
de este acercamiento a Dios.
Una constante referencia a la Biblia subyacerá a to-
da nuestra reflexión. Y es que yo no veo cómo podría
dar los Ejercicios sin referirme constantemente a ella.
Creo que fue hacia 1958 cuando un sacerdote ejerci-
tante me dijo: «Debería usted releer toda la Biblia con
14 EL C A M I N O ESPIRITUAL

ojos de animador de Ejercicios de treinta días». Así lo


hice por entonces, y redacté un centenar de páginas pa-
ra mi uso personal, en respuesta a una necesidad pro-
fundamente sentida. Y aún sigo viviendo de aquellas
páginas.
Pero se me ha impuesto una reflexión previa que
voy a presentaros en esta mi primera charla: entre tan-
ta diversidad de ministerios eclesiales, y concretamente
dentro del ministerio de la Palabra, ¿cómo definir el
que yo ejerzo por medio de los Ejercicios: la gracia del
«acompañante» ?
A la luz de dos textos que voy a mencionar (uno de
a
la 2. Anotación de los Ejercicios y otro, referido a la
unción, del capítulo 2.° de la Primera Carta de Juan), yo
definiría la «gracia del acompañante» diciendo que se
trata de una gracia que ha recibido del Espíritu Santo
para hacer pasar de la cabeza al corazón la Palabra es-
cuchada con fe y producir en quien la recibe frutos de
vida y de acción.
a
Esto es lo^que pretende hacer ver la 2. Anotación
de los Ejercicios. Hay una enseñanza que dar: la ma-
teria de la meditación o contemplación; pero quien la
transmite debe contentarse con dar una «breve o sumaria
declaración». Todo lo que se le pide es que se mantenga
objetivamente fiel a la Palabra. Y es que su finalidad
ha de ser que esa Palabra recibida con fe se convierta
en un manantial que brote a través de la reflexión per-
sonal o la iluminación de la gracia. El fin no es «el mu-
cho saber», sino el «sentir y gustar de las cosas inter-
namente», pues esto es lo que «harta y satisface al áni-
ma» y la lleva a cumplir gozosamente la voluntad de
Dios.
Y tenemos el otro texto, el de 1 ]n 2, 20.27: «Es-
táis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo sabéis».
Y más adelante: «La unción que de El habéis recibido
LA G R A C I A DEL ACOMPAÑANTE 15'

permanece en vosotros, y no necesitáis que nadie os


enseñe... Su unción os enseña acerca de todas las co-
sas». Esta unción no es una enseñanza distinta de la de
Cristo, sino que es esa misma Palabra interiorizada
mediante la acción del Espíritu. El cristiano que se ali-
menta de la Palabra no tiene necesidad de ninguna otra
enseñanza exterior. El Espíritu, cuya obra se asemeja
a la unción con un aceite que produjera una mancha
indeleble en un vestido, impregna el corazón del cre-
yente de tal manera que éste, por grandes que sean el
escándalo o las divisiones de las que pueda ser testigo,
conserva la paz y vive sin ningún temor en este mundo,
cumpliendo la voluntad de Dios, de la que no se aparta
un ápice.
De lo que aquí se trata, pues, es de ese «sentido es-
piritual» comunicado en el bautismo y que pone al cre-
yente en sintonía con la Palabra de Dios. A ese sentido
recurre el verdadero «acompañante» de los Ejercicios
pata asegurarse de que las palabras que pronuncia son-
comprendidas. Es conocido el comentario de san Agus-
tín: «Repito la Palabra. La explico. Todos vosotros en-
tendéis las palabras que utilizo. No obstante, si el
maestro interior no os da el sentido de lo que oís con
el oído, ¡cuántos de vosotros vais a salir de aquí sin
haber comprendido nada...! Tndocti'». Repetirán pa-
labras o ideas, pero no habrán penetrado en la realidad
evocada por las mismas. No habrán desarrollado ese
sentido interior que les permitiría comprenderlas y vi-
vir de ellas. Y, sin embargo, es preciso asimilarlas con
la gracia del Espíritu, la cual construye ese «sensus fi-
delium» del que habla la tradición teológica y del que
bebe el magisterio de la Iglesia para declarar su fe.
Con ese «sentir» y con esa «unción» relaciono yo
la gracia del acompañante cuando éste pone al ejercitan-
te frente al objeto de su fe. Es poco frecuente aludir a
16 EL C A M I N O ESPIRITUAL

este sentido en el ejercicio del ministerio. Más bien se


recela de él, por temor a dar pábulo a la ilusión, tan
fácil en este terreno. Este peligro real no debe, sin em-
bargo, enmascarar el peligro opuesto, igualmente real,
de la desecación del corazón ante la verdad revelada.
En un informe destinado a defender los Ejercicios, que
eran atacados por algunos teólogos, Nadal tuvo en cuen-
ta este peligro, sin duda, cuando dijo que los Ejercicios,
en aquellos tiempos en que la Escolástica se había he-
cho «nocional», habían devuelto a la Iglesia los «sen-
tidos espirituales». La gracia del acompañante consiste,
pues, en ayudar a que en el corazón de cada cual se
desarrollen estos sentidos espirituales que permiten sen-
tir y gustar la realidad divina en lo profundo del cora-
zón. Lo que fundamenta el valor de este sentido y pre-
serva de posibles excesos es precisamente la conformi-
dad con el objeto de la fe, conservada por las Escrituras
y por la Iglesia.
Este despertar de los sentidos espirituales está muy
próximo al designio más profundo de Ignacio al dar los
Ejercicios: «dejar inmediatamente obrar al Creador con
a
la criatura» (14. Anotación). Es indudable que hay que
transmitir una enseñanza. En los «ejercicios leves»
(n. 18), como el propio Ignacio los denomina, que pue-
den darse a quienes no sean capaces de más, esta ense-
ñanza ha de ser la que predomine. Nunca quiso Ignacio
que sus hijos desatendieran la enseñanza de la doctrina
y del catecismo, sino que hizo de ella una de las más
importantes preocupaciones de la Compañía de Jesús.
Pero, tratándose de ejercitantes que desean entregarse
en cuerpo y alma a la divina voluntad, «en los tales
Ejercicios Espirituales más conveniente y mucho me-
jor es... que el mismo Criador y Señor se comunique
a la su ánima devota abrazándola en su amor y alaban-
za, y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle
LA G R A C I A DEL ACOMPAÑANTE 17

adelante» (n. 15). Aquí está el ideal secreto de Ignacio,


que él experimentó en sí mismo y que desearía comu-
nicar a quienes dan Ejercicios: dejar al Criador «entrar
(en el alma), salir, hacer moción en ella, trayéndola toda
en amor de la su divina Majestad» (n. 330). Esta ma-
nera de concebir la acción de Dios en el corazón del
hombre puede plantear múltiples problemas, de orden
teológico en tiempos pasados y de orden psicológico en
nuestros días. Pero ello no obsta para que el horizonte
último de los Ejercicios siga constituyéndolo este modo
ignaciano de concebir la acción: Dios es libre para ac-
tuar a sus anchas en un corazón que se dispone a su
acción. Y no hay duda de que lo mejor de cuanto se
realiza en la Iglesia, empezando por la obra del propio
Ignacio, procede de esas manifestaciones súbitas de Dios
«sin ningún previo sentimiento o conocimiento»
(n. 330).
En todo caso, esta forma de concebir los senti-
dos espirituales y la acción de Dios determina, ya desde
su inicio, la manera de dar y de recibir los Ejercicios.
Supone, de una parte y de otra, una común fe en la gra-
cia del Espíritu Santo, que actúa en el corazón del hom-
bre para hacerle vivir de la vida y la luz de Cristo.
Desde el comienzo, acompañante y acompañado com-
parten esta preocupación: disponerse de tal modo que
esa gracia personal del Espíritu pueda ejercerse en am-
bos sin ningún tipo de obstáculos. Habrá que hacer dis-
cernimiento, pero éste deberá ser espiritual, es decir,
tendrá que aplicarse a la búsqueda de ese «conocimiento
perfecto con el que —como dice Pablo a los Filipenses
(1, 9-11)— poder aquilatar lo mejor» y estar «llenos de
los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para
gloria y alabanza de Dios».
Esta común fe en el Espíritu que habita en ellos es
la fuente de la confianza mutua que se establece entre
18 EL C A M I N O ESPIRITUAL

ejercitante y acompañante. Ambos colaboran en una


obra que les rebasa. Además, como escribe Ignacio,
«para que así el que da los Ejercicios Espirituales como
el que los recibe, más se ayuden y se aprovechen, se
ha de presuponer que todo buen cristiano ha de ser
más pronto a salvar la proposición del prójimo que a
condenarla» (n. 22). Mutuo esfuerzo de comprensión y
de fe para captar lo que de mejor hay en el otro y le
permite dar entrada en él al Espíritu. El encuentro en-
tre ambas partes (ejercitante y acompañante) de los
Ejercicios no debe llevarles a la discusión ni al recelo
mutuo, sino a escuchar al verdadero «socio» de ambos:
el Espíritu Santo.
Esta gracia de comunicación en el Espíritu no pue-
de desarrollarse si no se da por parte de ambos, en es-
pecial por parte del acompañante, un gran esfuerzo de
«indiferencia», incluso por lo que se refiere al éxito
de la empresa. Su propósito y su gozo consisten en lo-
grar que quien se ha confiado a él se abra a la libertad
del ser y, una vez logrado, retirarse y dejar, como el
a
amigo al esposo, «al Criador con la criatura» (15. Ano-
tación). El acompañante revela a Cristo en la medida
en que Cristo está en él, y pone al ejercitante en el ca-
mino en el que pueda encontrarlo y sentirlo según su
propia gracia. Las orientaciones particulares ya no son
competencia del acompañante, desde el momento en
que ha reconocido en ellas el sello del Espíritu.
El provecho personal que el acompañante obtiene
de esa indiferencia a la que nos hemos referido consiste
en que, en su acción, se hace contemplativo y coopera-
dor de la acción de la Trinidad en el corazón de los
hombres: una especie de «contemplación para alcanzar
el amor de Dios». Se halla presente a la acción de las
tres Personas que realizan la salvación del hombre. El
Padre se manifiesta al hombre mediante el don de su
L A G R A C I A DEL ACOMPAÑANTE 19

Hijo, que es para nosotros, como decían los antiguos,


la imagen manifestada de Dios. Pero el hombre sólo
puede descubrir esta imagen en el Espíritu, que nos la
revela interiormente y que —como decían también los
antiguos— es imagen manifestante. Abrir paso al Es-
píritu que conduce todas las cosas a su realización: he
ahí la gracia peculiar del acompañante. Una gracia que
supone saber retirarse y grandes dosis de indiferencia,
porque así es la gracia propia del Espíritu (silen-
ciosa, invisible y penetrante), que no pretende dar-
se a conocer a sí mismo, sino que tiene su gozo
en hacer conocer a las otras dos Personas, de las
que él es vínculo de unión y consumación perfecta. No
se trata ya del ministerio de la Palabra, que es propio
del Hijo y de la Iglesia que es su prolongación, sino
que se trata del ministerio del Espíritu, que busca per-
sonalizar esa Palabra de manera que, desde el corazón
del hombre, se extienda hasta los confines del mundo.
Vamos a hablar de la aproximación al misterio de
Dios mediante los Ejercicios; pero convendría conside-
rar cómo se realiza esa aproximación en quien los da:
sólo en la fidelidad a su propia y peculiar gracia se hace
apto para ayudar a otros en el doble aspecto del «itine-
rario» y de la «pedagogía». Respetando la diversidad de
ministerios en la Iglesia, y sin «copiar» ni envidiar a na-
die, el que da los Ejercicios acepta ser él mismo con el
don que Dios le ha hecho.
Por eso, y para concluir con un ejemplo, si bien es
cierto que tiene que transmitir la Palabra — l a enseñan-
za es siempre necesaria—, debe hacerlo de tal modo
—sea cual sea la modalidad de los Ejercicios (persona-
lizados o en grupo, en la vida ordinaria o en retiro)—
que quien la recibe se sienta llevado por dicha ense-
ñanza al silencio y a la oración. Personalmente, creo
haber logrado mi objetivo cuando oigo que un ejercí-
20 EL C A M I N O ESPIRITUAL

tante me dice: «Con sus palabras me ha puesto usted


en estado de oración». No es bueno que la enseñanza
impartida a lo largo de los Ejercicios produzca acalora-
miento de ánimo o ganas de discutir. Si quisiéramos
prolongar dicha enseñanza a base de discusiones o pues-
tas en común, estaríamos en otro registro: el de la inte-
ligencia, no el del corazón.
2
El camino espiritual

Todas las «personas espirituales» del mundo hablan


del camino. Las «personas espirituales», es decir, quie­
nes de una u otra manera buscan el sentido de la vida
aproximándose a ese mundo que ellos barruntan más
allá de éste. Platónicos, orientales y cristianos, todos ha­
blan de itinerario, de estadios, de recorrido,* de as­
censión... Cuando san Ignacio habla de «Semanas»,
durante las que se desarrollan los Ejercicios, no escapa
a esta norma. Tampoco cuando multiplica los consejos
de concentración, de alejamiento de las cosas, de des­
prendimiento o indiferencia, con el fin de tener el cora­
zón libre para buscar lo que se desea. Nosotros mismos
lo experimentamos: nuestro progreso espiritual requie­
re tiempo y exige una ascesis. En esto coincidimos con
todas las «personas espirituales» del mundo. En espi­
ritualidad, la noción de «camino» es una noción uni­
versal.

1. Camino bíblico

Sin embargo, hay una diferencia esencial entre el ca­


mino cristiano y los demás caminos: éstos consisten en
v
" Vías purgativa, iluminativa y unitiva.
22 EL C A M I N O ESPIRITUAL

una ascensión hacia un Dios o un «más allá» que no


miran o no descienden al hombre. Es éste quien, con
sus propias fuerzas naturales, y con su esfuerzo inte-
lectual y moral a la vez, asciende hacia lo inaccesible.
Para ello sólo cuenta consigo mismo o con la ayuda de
sus compañeros. No viene Dios a él; es él quien tiende
hacia Dios. Camino de dirección única.
El camino bíblico es un camino hacia un Dios que
llama al hombre y sale a su encuentro. A la ascensión
corresponde el descenso. Y, aun cuando parezca que el
hombre va en busca de un mundo que desconoce, pero
por el que se siente atraído, pronto reconoce que esa
atracción es causada en él por un Dios que le ha creado
para comunicársele. Este hecho cambia todo el sentido
del esfuerzo espiritual: no se trata ya de subir y tomar;
en esta ascensión se trata de recibir. La aventura espi-
ritual del hombre se convierte en una historia y un en-
cuentro. No vamos ahora a describir esta aventura, sino
a decir de ella justamente lo preciso para entender cómo
se inserta en ella la que Ignacio nos propone y de la
que hablaremos más detenidamente. Digamos, en pocas
palabras, que esa aventura incluye tres aspectos: la ini-
ciativa de Dios, el encuentro con Dios en Jerusalén y la
respuesta del hombre en la fe.

a) Iniciativa de Dios , ,

En primer lugar, nos hallamos ante un Dios que


se revela y que llama. Iniciativa de la creación. Iniciati-
va de la reactivación de esa creación cuando el hombre
ha puesto en peligro todo el plan. Llamamientos que se
suceden en los momentos importantes de esa historia,
a través de tantas alianzas hechas, deshechas y renova-
das, hasta llegar a la alianza definitiva que todas las
demás iban preparando y a las que ésta hace práctica-
CAMINO BIBLICO 23

mente inútiles. La alianza por la que Dios se une al


hombre en Jesús, el Verbo encarnado.

b) Encuentro con Dios en Jesucristo

En el Verbo encarnado — y sólo en él— tiene su


consumación este acercamiento de Dios al hombre. « A
Dios nadie le ha visto jamás» (Jn 1, 18). Todos los «es-
pirituales» coinciden en esto: «Dios es el inmutable, el
que está más allá de todo». Y así es; pero «el Hijo
único, que está en el seno del Padre, nos lo ha desve-
lado». Y a raíz de ese desvelamiento, sólo en Jesucris-
to descubre el hombre a Dios y se une a él. La humani-
dad del Verbo encarnado se ha convertido en el lugar
del encuentro perfecto. Algunos «espirituales» cristia-
nos han pretendido minusvalorar este momento como
si se tratara de un grado inferior dentro de la ascensión
mística. La propia Teresa de Jesús llegó a verse tentada
en este sentido, pero en seguida cayó en la cuenta de
que, tanto para el principiante como para el más consu-
mado místico, no hay más que un camino: la gloriosa
humanidad del Señor, que vino y se entregó para que
tuviéramos la vida, esa «vida que es la luz de los hom-
bres».

c) Respuesta del hombre por la fe

A esta invitación de Dios en Jesús, su Hijo ama-


do, responde el hombre por medio de la fe: tercer as-
pecto de este camino bíblico. El amor no se impone;
el amor se propone y espera la respuesta. El hombre,
convertido en compañero de Dios por la alianza en Je-
sucristo, entabla con su Creador un diálogo que se ex-
tiende desde Abraham hasta el final de los tiempos. La
vida espiritual resulta ser un crecimiento incesante en
24 EL C A M I N O ESPIRITUAL

la fe y una respuesta de amor a Aquel que nos invita


a seguirle.
Diálogo, asedio amoroso, búsqueda, encuentro fu­
gaz que da pie a nuevas búsquedas con acrecentado de­
seo... he ahí lo que es la vida espiritual para el dis­
cípulo de la Biblia. El arquetipo de todo ello es el Can­
tar de los Cantares, símbolo para Israel y para la Igle­
sia de ese mutuo acoso de amor entre Dios y su pueblo,
entre Jesucristo y cada uno de nosotros, entre el Crea­
dor y su creatura. La perfección de esta fe, que abre al
hombre a la unión que Dios le propone, la tenemos en
María, cuya fe en la Palabra y en lo imposible fue tal
que en su seno se encarnó el Verbo y se consumaron los
esponsales entre Dios y la humanidad. En ella se con­
densa la perfección, tanto de Israel como de la Iglesia.
Para el cristiano, este proceso de acercamiento espi­
ritual, lejos de ser una ascensión mística hacia unos ho­
rizontes que sustraen al hombre de su condición terre­
na y le hacen difuminarse en la inmensidad de un todo
que le absorbe, es un itinerario objetivo, con unas di­
mensiones perfectamente definidas y actuales, como las
del propio Verbo encarnado; pero es en ese itinerario
donde descubrimos «la anchura y la longitud, la altura
y la profundidad» en «el amor de Cristo, que excede
a todo conocimiento» (Ef 3, 18-19). En esta andadura,
que el hombre emprende con Jesucristo, lo que hace di­
cho hombre no es construirse a sí mismo, «autorreali-
zarse», sino entregarse incesantemente, en la fe, a un
Otro que le llama para hacerle ser él mismo en el amor.

2. Camino ignaciano

Es en esta perspectiva bíblica en la que hay que


resituar el itinerario que Ignacio propone en los Ejer-
CAMINO IGNACIANO 25

ciclos. «Si no hubiese Escritura que nos enseñase estas


cosas de la fe, él se determinaría a morir por ellas so-
lamente por lo que ha visto» {Autobiografía, n. 29).
La fuerza de la ilustración que recibió a orillas del Car-
doner acerca de una serie de verdades humanas y divi-
nas fue tal que la totalidad del misterio de Dios en
Jesús, tal como la Iglesia nos lo enseña y nos lo hace
vivir, llegó a ser para él una realidad íntima de la que
no podía dudar.
Sólo que esta experiencia tan profunda que le hizo
revivir las grandes intuiciones de la Biblia la vivió Ig-
nacio de una manera personalísima. Y es esta impron-
ta lo que hay que descubrir. ¿Cuáles son, en relación
al itinerario bíblico, los rasgos peculiares que constitu-
yen la originalidad del itinerario ignaciano?

a) La «reverencia» ante Dios nuestro


«criador y Señor»

Un día recibí una carta de un sacerdote que me fe-


licitaba por haber hablado de la trayectoria teocéntrica
de los Ejercicios. El sacerdote no firmaba la carta, lo
cual me dispensó de responderle. Pero he de confesar
que no me gustan nada estos distingos: ¿teocéntrica?,
¿cristocéntrica? Ante lo que nos pone san Ignacio, y
con infinito respeto, es ante el misterio grande y único
de Dios, del que él mismo había tenido experiencia.
Por supuesto que ahí está el «Principio y funda-
mento», sobre el que se ha discutido mucho acerca de
si es un documento filosófico, o es teología natural, o
se trata de un texto cristiano. De hecho, nos hallamos
ante el punto de partida de todo ese proceso de acerca-
miento a Dios que son los Ejercicios. Es un «prólogo»
que, al igual que el del evangelio de Juan, contiene en
germen todo cuanto va a venir a continuación. Lo im-
26 EL C A M I N O ESPIRITUAL

portante es hallarse desde el principio en la actitud que


ha de hacer posible todo el resto: esa suma reverencia
ante nuestro Criador y Señor, el cual está infinitamente
más allá de todo cuanto podamos pensar sobre él y
que, sin embargo, nos ha creado, en su designio de
amor, «para salvarnos». Lo demás vendrá a continua-
ción. Pero lo importante es empezar debidamente. Al
final, el corazón que haya aceptado centrar sus deseos
en esa voluntad única comprenderá lo que ha empren-
dido al principio: la libertad de hallar a Dios en todas
las cosas. La «Contemplación para alcanzar amor» res-
ponderá al «Principio y fundamento».
Mientras tanto, hay que caminar en presencia del
Dios que nos llama. Minuciosamente, casi con precisión
matemática, Ignacio establece al detalle esa trayectoria,
con el fin de conservar en el corazón esa «reverencia»
que nos pone en nuestro verdadero lugar delante de
Dios. Es una especie de liturgia o ceremonial de la ora-
ción. Tan importantes son para Ignacio estos detalles
que, si el que da los ejercicios constata que «al que se
ejercita no le vienen algunas mociones espirituales en
su alma... mucho le debe interrogar acerca de los ejer-
cicios; asimismo de las adiciones, si con diligencia las
hace, pidiendo particularmente [cuenta] de cada una
de éstas» (n. 6). Concretamente, al comienzo de cada
•ejercicio debe el ejercitante hacer la oración preparato-
ria, pidiendo que en él «todas su intenciones, acciones
y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y
alabanza de su divina Majestad» (n. 46). Es ésta una
práctica que jamás debe abandonar, sobre todo en el
momento cumbre de la «elección», y ni siquiera al final
del «trayecto», cuando se supone que se ha hecho ca-
paz de «reconocer» y de «en todo amar y servir a su di-
vina Majestad» (n. 233).
CAMINO IGNACIANO 27

En realidad, de lo que se trata es de sentir siempre


presente el misterio inefable, ante el cual hasta el espí-
ritu más amante de la precisión no puede hacer otra
cosa que perderse en el respeto y la adoración. El cora-
zón trata de adoptar la actitud exacta que la creatura
debe adoptar ante su Creador: la de la «mayor reve-
rencia» (n. 3), la «humildad amorosa» (Diario Espiri-
tual, xx. 178), «considerando cómo Dios nuestro Señor
me mira, etcétera, hacer una reverencia o humillación»
(n. 75). Ya sea que contemple la creación, el misterio
de la Trinidad o los «misterios de la vida de Jesús», el
hombre no puede por menos de sentirse «un pobreci-
to» (n. 114) que se asombra del hecho de que se le
admita a tan esplendorosas realidades.
Si en este sentimiento va implícito un temor, tal
temor no tiene nada que ver con el miedo a lo desco-
nocido. Se trata de un «temor filial», el cual es «cosa
pía y santísima, ( . . . ) todo acepto y agradable a Dios
nuestro Señor, por estar en uno con el amor divino»
(n. 370). Se trata de un temor, por lo tanto, que permi-
te vislumbrar el final: «el amor perfecto (que) expulsa
el temor» (1 Jn 4, 18) y el «servir a Dios nuestro Se-
ñor por puro amor», que es lo que «sobre todo se ha
de estimar» (n. 370).
Lo que, por encima de todo, hay en esa «reverencia
amorosa» es la búsqueda de la voluntad de Dios, que
es para lo que se hacen los Ejercicios (n. 1), pues es
gracias a ello como el hombre accede al misterio de
Dios, a imitación de Jesús, el cual no tuvo más preocu-
pación en esta tierra que la de hacer la voluntad del
Padre. En la trayectoria de los Ejercicios, todo está su-
peditado a este fin: proporcionar al «ojo de nuestra
intención» tal limpidez que pueda percibir el fin de to-
das las cosas, sin confundir el fin con los medios
(n. 169).
28 EL C A M I N O ESPIRITUAL

Todo ello es sumamente preciso, como ese «mucho


examinar» los pensamientos (n. 319) y esas notas que
aconseja Ignacio tomar después de la oración para que
la inteligencia no divague y pueda más tarde volver so-
bre aquellos puntos en los que experimentó «mayor
sentimiento espiritual» (nn. 62 y 64). Quien se irrite
ante este tipo de minuciosidad no debe olvidar que Ig-
nacio, en el momento mismo en que anota las gracias
de Dios, está dispuesto a quemar los propios papeles
en los que escribe. Con la vigorosa fe de su corazón,
busca a Dios utilizando los medios a su alcance. Pero
esa misma fe le mueve a abandonar todos esos medios
ante Aquel que está por encima de todo y que se deja
ya sentir en su corazón. Es a El a quien busca siempre,
y para ello se deja arrastrar al abismo de Dios, ternura
y misericordia infinitas, de donde regresa bañado en
lágrimas de amor, de luz y de paz.
La adoración en la más alta intimidad. ¿Será preci-
so evocar las encendidas conversaciones de Ignacio con
la Trinidad? Ignacio es consciente de hallarse ante el
Dios de Abraham y el Dios de nuestro Señor Jesucristo.
Ante el Dios-por-encima-de-todas-las-cosas en quien re-
side la iniciativa de todo llamamiento a la vida. Esta
actitud subyace a toda la trayectoria de Ignacio, el cual
jamás la abandonará, porque se sabe vinculado al amor
con que es amado. Sus prácticas no son sino las de un
niño que se deja educar —Dios le trató, según él, «de
la misma manera que trata un maestro de escuela a un
niño, enseñándole» (Autobiografía, n. 2 7 ) — y que en
los momentos de más intenso desaliento no se recata
de proclamar a gritos su miseria, aunque para ello, a
imitación de la mujer cananea, «sea menester ir en pos
de un perrillo» (Autobiografía, n. 23). Las prácticas de
Ignacio brotan de la experiencia de un hombre a quien
Dios se le ha revelado en todo su esplendor «sin inter-
CAMINO IGNACIANO 29

mediario» alguno. Su actitud es la de un respeto infini­


to por el amor.

b) La unidad del recorrido

Al sacerdote que me felicitaba por haber hablado


del teocentrismo de Ignacio habría podido responderle
que Ignacio es igualmente antropocéntrico. Para él, lo
primero es el hombre, ese hombre que «es criado» por
Dios como el fin de la creación. Pero, de hecho, tal
desglose es artificial. Lo importante es comprender que
a ese misterio de Dios, ante el que el hombre se abisma
en la adoración, estamos llamados a acceder a través de
la humanidad y el misterio del Verbo encarnado, en
quien únicamente se produce el encuentro.
Lo que más me llama la atención de este acerca­
miento de Dios en Cristo es la unidad de su recorrido.
No se trata de la unidad de una síntesis hábilmente ela­
borada por una mente poderosa, sino de la unidad del
misterio de Dios vivido en Jesucristo. Del mismo modo
que, en Dios, ninguna de las Personas distintas puede
ser separada de las otras dos, y sólo podemos recono­
cerla en la unión que mantiene con ellas, lo mismo ocu­
rre con la unidad entre los misterios contemplados y la
presencia viva y activa del Espíritu, que realiza la uni­
dad de la persona de Cristo y le conduce de un acon­
tecimiento a otro, hasta el pleno cumplimiento de la vo­
luntad del Padre. Es a la luz de la fe como puedo vivir
en Jesús la unidad del misterio de Dios que se hace
presente al hombre en Jesucristo.
Indudablemente, cuando yo hago los Ejercicios, la
naturaleza de mi mente me obliga a no considerar a la
vez más que un solo misterio y a no anticipar, por cu­
riosidad, nada de los misterios que más tarde habrán
de ser sometidos a mi contemplación. Cada «Semana»
30 EL C A M I N O ESPIRITUAL

tiene su objetivo concreto. En cada ejercicio hay que


pedir una determinada gracia, y conviene persistir en
dicha petición mientras no se haya obtenido lo que se
busca (n. 4 ) . Sucede en los Ejercicios lo mismo que en
la liturgia: que hay unas «estaciones» o «tiempos» que
es preciso respetar. No se puede vivir al mismo tiempo
la Cuaresma y el tiempo pascual.
Lo cual no impide que en esta andadura todo esté
íntimamente trabado. Es como el despliegue progresivo
de un mismo y único misterio. Según el tiempo de que
disponga o el provecho que haya sacado, puedo «alargar
o abreviar» (n. 162). Lo importante es ser introducido
al misterio, «para después mejor y más cumplidamente
contemplar» (ibid.). Misterio uno y siempre presente,
en el que yo jamás he acabado de penetrar. No puedo
detenerme en un punto concreto sin que resuenen en
él todos los demás a los que va unido por la fe. Tan es
así que, a la postre, tras haber recorrido todo el miste­
rio de la obra de Dios para con el hombre en Jesús,
me veo incapacitado para privilegiar cualquier estadio o
para detenerme en alguna devoción particular, viéndo­
me constantemente arrastrado por la dinámica que me
conduce de la Encarnación a la Resurrección, pasando
por la Cruz.

Veamos algunos ejemplos de esta unidad.


El primero sería la manera en que los Ejercicios ha­
cen meditar en el pecado: poniéndonos, tanto estructu­
ral como dinámicamente, ante la inmensa historia de la
salvación, en la que Cristo, reconocido como el Salva­
dor, nos alcanza en las profundidades mismas del mal
para conducirnos al Padre. No se intenta que hagamos
un análisis detallado de nuestros pecados, una especie
de introspección que nos deje abatidos y debilitados. Si
hay que ponderar la gravedad del pecado, es con inde-
CAMINO IGNACIANO 31

pendencia de toda perspectiva moral: «dado que [aun-


que] no fuese vedado» (n. 57). En realidad, y a la luz
de Jesucristo, el pecado es negarse a amar, es soledad,
es esclerosis. Encerrado en sí mismo, el hombre
pierde el sentido de la vida, que sólo puede recobrar en
la cruz de Jesús, la cual no es sólo instrumento de sal-
vación, sino también iniciación al misterio de amor de
Dios, que me ha amado al extremo de ir a buscarme
a las puertas mismas del infierno. Porque la propia «Me-
ditación del Infierno», donde se considera el término
absoluto de la dinámica de la libertad que dice «no»
al amor, es en sí misma una iniciación al amor univer-
sal. Al concluir dicha meditación, Ignacio nos hace
considerar a Cristo nuestro Señor en el centro mismo
de la historia humana, llamando a la salvación a todos
cuantos le han precedido en este mundo y a todos cuan-
tos habrán de venir después de él. En el fondo, toda
esta meditación —desde el pecado hasta la visión del
infierno— carecería de todo interés si no se encuadrara
en la perspectiva del amor creador que nos regenera
en Jesucristo. Aislada del resto de los Ejercicios, esta
meditación tendría el peligro de no conducir más que a
la desesperación, al desequilibrio mental y a la rebelión.
A Teresa de Jesús no se le reveló el lugar que le estaba
reservado en el infierno sino después de haber recibido
las grandes gracias del desposorio místico y la transver-
beración; y en esa revelación descubrió la santa una
insistente llamada al amor y al servicio de los hom-
bres.
El segundo ejemplo de la mencionada unidad podría
ser la manera en que Ignacio nos invita a contemplar
los misterios de la vida de Cristo. Lo que pretende es
que logremos dar a dichos misterios toda su dimensión
humana y divina. Por supuesto que Ignacio centra la
atención en el acontecimiento concreto de la Anuncia-
32 EL C A M I N O ESPIRITUAL

ción, la Natividad o lo que sea; pero introduce ese


acontecimiento en el misterio de la Trinidad y extiende
su alcance al universo entero. Son las tres Personas di-
vinas las que «determinan en su eternidad» la Encarna-
ción del Verbo y «miran todas las gentes en tanta ce-
guedad» (nn. 102 y 106). Y cuando nos hallamos con-
templando el nacimiento del Señor, se nos invita a in-
sertar este acontecimiento en esa dinámica general que
conduce a Cristo del nacimiento a la muerte y que rea-
liza la unidad de su vida: «Mirar y considerar lo que
hacen, así como es el caminar y trabajar, para que el
Señor sea nacido en suma pobreza y, a cabo de tantos
trabajos... para morir en cruz» (n. 116).
Habría que rehacer todo el camino recorrido desde
la Anunciación hasta la Ascensión para advertir cómo,
en el misterio de Cristo, todo está íntimamente unido
y constituye un único sacrificio: el que el propio Cristo
ofrece en la Ultima Cena para reconciliar al mundo. A
través de este encadenamiento de hechos llegamos a co-
nocer la gloria y la alegría de la Resurrección, con las
que Ignacio nos hace sentir «los verdaderos y santísi-
mos efectos» de la divinidad (n. 223) que al fin se
manifiesta en el cuerpo del Señor. De este modo nos
acercamos a la profundidad del misterio de Dios en Je-
sús. Y cuando, a punto ya de concluir los Ejercicios,
se nos invita a contemplar cómo Cristo desaparece de
delante de nuestros ojos en la Ascensión, todavía Igna-
cio nos anima a seguir penetrando en El. No hay que
detenerse jamás. Desaparecido Cristo, hemos de descu-
brirlo en la Iglesia, que será donde, en adelante, poda-
mos encontrarlo en la tierra.
El círculo se ha completado, y de nuevo me en-
cuentro con el «Principio y fundamento». Gracias a
Cristo, aquel germen ha revelado lo que llevaba den-
tro. Al concluir el recorrido de los Ejercicios, no me
CAMINO IGNACIANO

queda sino ampliar mis perspectivas a la medida de las


que presentíamos al comienzo: la del hombre creado
para alabar y servir a su Creador. Merced al Espíritu
que nos deja Cristo al subir al Padre, podemos descu-
brir a Dios en todo el universo. El «Principio y funda-
mento» se dilata en Amor. El término es Dios-todo-en-
todos. La Trinidad, en cuyo secreto me ha introducido
Jesús, le es comunicada al universo entero. El Creador
se ha unido a su creatura. En adelante — y tal como
nos invita a contemplar el cuarto punto de la «Contem-
plación para alcanzar amor»—, «todos los bienes y do-
nes descienden de arriba» (n. 237), y arriba han de re-
gresar. La Trinidad «aspira» el universo.

c) La libertad en la gracia

A este acercamiento de Dios al hombre en Jesús, tal


como Ignacio lo ha vivido en su propia experiencia y
nos los hace vivir a nosotros en los Ejercicios, corres-
ponde, como a una invitación, la respuesta del hombre.
Se trata de la respuesta de la fe. ¿Cómo la vive Ignacio
y cómo nos la hace vivir a nosotros?
Ignacio la vive desde el profundísimo sentido de la
libertad humana que su contacto con Dios le ha hecho
adquirir. Casi al final de las «Reglas para sentir con la
Iglesia», hace Ignacio la siguiente observación: «No
debemos hablar tan largo, instando tanto en la gracia,
que se engendre veneno para quitar la libertad» (n. 369).
La libertad es el más hermoso don que hace Dios al
hombre para que éste pueda responderle. Un don que
debe infundirnos tanto menos temor cuanto que se ejer-
cita en la gracia, y cuyo ejercicio y desarrollo conllevan
la impronta del Espíritu: la fuerza y la suavidad a un
tiempo.
«Hacernos indiferentes» (n. 23), «qué debo hacer
34 EL C A M I N O ESPIRITUAL

por Cristo» (n. 5 3 ) . . . : son expresiones típicas de la


preocupación espiritual de Ignacio. El hombre tiene algo
que hacer; algo le ha sido confiado a su libertad. Aun
estando herido por el pecado, no le conviene abandonar-
se y ceder a una aflicción que le reduzca a la inactividad.
Está lo bastante seguro de Dios, que le ha creado y re-
generado en Jesucristo, como para emprender con él una
vida nueva.
Es, sobre todo, cuando ha reconocido a Cristo como
el único camino hacia el Padre cuando su decidida li-
bertad le permite a Ignacio pedir ser «presto y diligen-
te» (n. 91). Esta respuesta es tanto más firme cuanto
que no deja al hombre abandonado a sí mismo, sino
que adquiere la forma de un diálogo en el que, sa-
biendo lo que quiere, no se fía más que de la gracia
para hacer realidad el deseo que se insinúa en él: «pedir
lo que quiero...» (n. 48, etc.). Esta petición constituye
el ejemplo típico de ese equilibrio que vive Ignacio
entre gracia y libertad, y en ella se refleja el rigor y la
nitidez de su temperamento. La oblación del Reino, el
coloquio de las Banderas y el de los Binarios coinciden
en un mismo ideal: seguir e imitar a Cristo pobre y
humillado, luchar contra las tendencias de una natu-
raleza que querría encerrarse en sí misma, y superar las
repugnancias experimentadas en la búsqueda de este
ideal. La rigurosa segunda Semana es la más difícil de
«dar» de las cuatro que componen los Ejercicios, por-
que hace al hombre escudriñar los más recónditos re-
pliegues de su libertad para descubrir en ellos las más
secretas y complejas intenciones. Esta segunda Semana
invita al ejercitante, sin ambages, a «afectarse a la vera
doctrina de Cristo nuestro Señor» (n. 164) mediante
la consideración de las «tres maneras de humildad»
(nn. 165-168). Las «reglas de discernimiento», vividas
en este tiempo de «elección», constituyen una ayuda
CAMINO IGNACIANO 35

que le es ofrecida a la libertad que desee ser absoluta-


mente pura a la hora de cumplir la voluntad de Dios.
Todo va encaminado a que el ejercitante se acerque lo
más posible a esa pureza de intención que permite a la
libertad ejercitarse sin ningún tipo de sombras.
El hombre se quedaría sin aliento en la prosecución
de ese ideal si no se viera incesantemente reconfortado
y sostenido por la contemplación de los misterios de
Cristo, cuya constante presencia le invita a unirse a él,
La conjunción de fuerza y de suavidad constituye la
prueba de que el Espíritu actúa en aquella libertad que
se abre a él. La respuesta que Ignacio da a Cristo no es
consecuencia de un voluntarismo engreído, sino que es
su manera de confiar en ese Dios que le ha dado libertad
para responder o no a su invitación. Hay en esa confian-
za un perpetuo contrapunto sin el que resultaría inso-
portable el proceso emprendido: es en la gracia donde
la libertad se desarrolla. Es preciso, pues, que el ejer-
citante vuelva de continuo sobre aquello que Dios ha
puesto en su «voluntad» (n. 155), a fin de no ir más
allá de sus propias fuerzas y al objeto de tender a dicho
ideal sin que se siga ofensa de su divina majestad ni
escándalo por parte del prójimo. Si la repugnancia ha de
ser superada y puede aspirarse a lo más perfecto, habrá
de ser en la paz, señal definitiva de la presencia y la vo-
luntad de Dios.
Se correría el peligro de «tirar demasiado de la cuer-
da» en semejante elección si a continuación no se su-
miera el ejercitante en la consideración de los grandes
misterios de la Muerte y la Resurrección. Las Semanas
tercera y cuarta son una «confirmación» que le es pro-
porcionada a la libertad por la gracia de Cristo. El
hombre débil y limitado que somos cada uno de noso-
tros, aun en sus decisiones aparentemente más firmes,
encuentra su fuerza y su certeza en el gran misterio del
36 EL C A M I N O ESPIRITUAL

amor. Es en el misterio de Jesús, que me hace sentir


los «verdaderos y santísimos efectos» de su Resurrec-
ción (n. 223) y que desempeña para conmigo «el oficio
de consolador» (n. 224), donde mi libertad puede ejer-
cerse hasta las últimas consecuencias. En adelante, y
gracias a la Resurrección de Jesús, estoy lo bastante
seguro de Dios como para confiar en la libertad que él
me da. Llegado el momento, podré abandonarme a su
poder, como si todo dependiera de él y nada de mí.
Este acercamiento a Dios por parte del hombre es
a la vez extenuante y apaciguador. Es el misterio de
Dios vivido «en el instante» por una libertad que se
abre a la gracia, esforzándose tan sólo por crear las
mejores condiciones para dicha apertura. Tal acerca-
miento supone una continua superación del «yo»; pero
una superación tal que me permite conocer la presencia
activa de Jesús en mí. Es un acercamiento que toma al
hombre tal como es, pero con la suficiente confianza en
Dios como para no exigir más de lo que cada cual pue-
de dar. Un acercamiento que estrecha, pero sin ence-
rrar, y que conserva su total independencia respecto de
los medios que propone. La penitencia es buena; pero
Ignacio, que la aconseja para «buscar y hallar alguna
gracia o don que la persona quiere y desea» (n. 87), no
ve en ella más que un recurso que permite a Dios «dar
a sentir a cada uno lo que le conviene» (n. 89), porque
siente un soberano respeto por una libertad capaz de
aceptar sus propias limitaciones y no ceder a la tenta-
ción de una perfección abstracta. No hay más que una
meta: la del «Tomad, Señor, y recibid...», donde la li-
bertad purificada se da a Dios, con todo cuanto tiene,
para que se manifieste en ella el amor.
INTERACCIÓN DE L O S I T I N E R A R I O S 37

3. Interacción de los itinerarios bíblico e ignaciano

El acercamiento al misterio de Dios mediante los


Ejercicios es, en el fondo, el mismo que puede vivirse
a través de la Biblia: sentido de Dios, sentido de Je-
sucristo y sentido del hombre. Sin embargo, el misterio
de Dios tiene su propio sello: se verifica bajo el signo
del amoroso rigor típico de Ignacio. ¿Puede todo el
mundo soportar dicho rigor tal cual? De antemano, Ig-
nacio responde que no, y aconseja que a algunos les
sean únicamente propuestos «algunos de estos ejercicios
leves» (n. 18). Ahora bien, si ese rigor no se entiende
debidamente, ¿no corre el peligro de conducir a un
cierto «elitismo»? ¿No parecerá que los Ejercicios es-
tán exclusivamente hechos para personas privilegiadas
en el plano de la naturaleza o de la gracia? Y de ahí la
subsiguiente pregunta: ¿cómo proponer el itinerario ig-
naciano de tal suerte que, sin ser infiel al mismo ni ob-
viarlo en absoluto, pueda cada cual sentirse a gusto
en él?
A este respecto, recuerdo la invitación que me ha-
cía el sacerdote al que me refería al principio: releer
toda la Escritura con los ojos de un ejercitador de los
Ejercicios de treinta días. Esta ha sido mi constante
preocupación y me ha supuesto grandes ventajas.
Ante todo, la facilidad para poner en práctica los
múltiples consejos de Ignacio acerca de la oración. En
la Biblia encuentro los textos que me permiten orques-
tar de un modo humano, vivo y adaptado a cada cual
lo que a primera vista puede no parecer más que un
esquema abstracto. Sigo paso a paso los Ejercicios y no
dejo nunca de proponer su transposición escriturística.
Este procedimiento se aplica, sobre todo, a las gran-
des meditaciones típicas de los Ejercicios. ¿Qué ejerci-
tador no se ha hecho infinidad de preguntas acerca de
38 EL C A M I N O ESPIRITUAL

la manera de presentar el «Principio y fundamento», el


«Reino», las «Banderas» o las «maneras de humildad»?
Sobre estos temas, cada cual puede formarse, mediante
el estudio y la exégesis, una opinión personal. Ahora
bien, hay trabajos y estudios exegéticos de inestimable
valor, pero que no siempre resultan accesibles en la
práctica. Sin embargo, hay textos bíblicos como, por
ejemplo, los Cantos del Siervo, de Isaías, el Prólogo
del evangelio de Juan, o las Bienaventuranzas —cumbre
de toda la Escritura y de la enseñanza de Cristo— que
son extraordinariamente útiles para dar carne y vida a
tal o cual texto de los Ejercicios que a primera vista
puede parecer a algunos excesivamente frío o abstracto.
Y por encima de todo, naturalmente, tenemos la oración
de los Salmos, reflejo de la lucha del hombre contra los
embates del mal, el sufrimiento y el pecado, y que re-
sultan inestimables para mantener al ejercitante en la
actitud fundamental de la fe, que le mueve a desear ser
pobre con Jesús pobre, y humillado con Jesús humi-
llado.
Pero hay aún otro aspecto en el que el empleo de
la Escritura me parece sumamente útil para darle toda
su dimensión a la enseñanza de Ignacio; me refiero al
discernimiento. Antes de pasar a las aplicaciones perso-
nales, he de decir que la Biblia, desde la tentación del
Génesis hasta la primera carta de Juan, es para mí el
gran libro del discernimiento objetivo y universal. En
su propio desarrollo, la Biblia me enseña a discernir las
verdaderas y las falsas salvaciones, y es el contexto en
el que puedo insertar la grandiosa meditación de las dos
Banderas y el esfuerzo que he de realizar para descubrir
en mí las maquinaciones satánicas y la tentación que
se presenta bajo apariencia de bien.
Y ahora, con mucho gusto, diré unas palabras sobre
la manera en que yo trato de realizar esa unión entre
INTERACCIÓN DE L O S I T I N E R A R I O S 39

la Escritura y los Ejercicios. Voy a señalar únicamente


dos puntos.
Cada día le entrego al ejercitante una hoja en la que
puede encontrar los textos que han de servirle de mate-
ria de oración y de lectura, de acuerdo con las medita-
ciones que le corresponde hacer. De ese modo aprende
a hacer de la Biblia un libro espiritual.
Además, doy mucha importancia a la homilía de la
Eucaristía, que preferentemente se celebra a última hora
de la tarde. Y para ello no escojo unas lecturas adapta-
das a la materia contemplada durante el día, sino que
utilizo las que correspondan según el Leccionario, por-
que me permiten ampliar las perspectivas abiertas en
ese día, gustar la dulzura, la variedad y la unidad de
la Palabra, y hacer que el objeto de la meditación re-
suene en el misterio total de Cristo, vivido en la Eu-
caristía.
Con estos y otros muchos procedimientos que no es
posible detallar aquí, espero que cada cual encuentre el
alimento que necesita. Y tengo constatado que con este
modo de proceder se familiarizan perfectamente o se
preparan para más adelante incluso aquellos para quie-
nes los Ejercicios resultan, a primera vista, un manjar
demasiado fuerte.
En suma, a mí no me sorprende oír a ejercitantes de
todo tipo decirme que los Ejercicios hechos de este mo-
do les han hecho sentir el gusto por la Escritura.
Y a la inversa — y ésta es la contrapartida de lo que
acabamos de decir—, los Ejercicios, con tal de que los
mantengamos en todo su vigor, constituyen un perfecto
hilo conductor que evita perderse en la inmensa selva
de la Escritura y atenerse a lo esencial. Tienen la par-
ticularidad de que hacen revivir de manera compendia-
da el misterio total, en la perspectiva concreta de la
elección que hacemos de Cristo y de su Reino. Con
40 EL C A M I N O ESPIRITUAL

Ignacio no hay manera de perderse en sentimentalis-


mos, en consideraciones piadosas o en «divertimentos*
espirituales. Cada palabra tiene su sentido, y cada con-
templación conduce a alguna parte. Los Ejercicios, en
contra de lo que piensan quienes no los conocen, no
son exactamente un mes de oración o de espiritualidad.
Como me decía un ejercitante sacerdote, «son algo que
estaría más acá de toda espiritualidad, como si nos hi-
ciesen recuperar los fundamentos esenciales de toda
vida cristiana». Y añadía aquel sacerdote (y debo decir
que, cuando me lo decía, estábamos atravesando un
difícil período en la vida de la Iglesia): «Yo he adqui-
rido en los Ejercicios una cierta actitud de benignidad
con respecto a determinadas medidas de la Iglesia que
me resultaban intragables». No podría expresarse me-
jor: la austeridad del lenguaje y del ideal de Ignacio es
sumamente útil para prevenir las falsas ilusiones, pero
no para detener el ímpetu del amor.

Conclusión

Gracias a la experiencia de los Ejercicios y a la pre-


cisión de sus consejos, el camino para mi acercamiento
a Dios queda claro y expedito. Sin embargo, hay algo
que se nos escapa; y es que con Ignacio ocurre lo mismo
que con todos los santos: que son inclasificables. Des-
pués de haberle seguido, todavía queda algo que nos
resulta imposible de captar.
Tal vez sea ahí donde mejor advertimos el paso de
Dios a un hombre. Lo mejor que un hombre concreto
puede aportarnos a través de lo que vive y comparte
con nosotros es lo que nos arrastra más allá de las pa-
labras que emplea, de los modos de proceder que insi-
núa y de las imágenes de que se sirve. Es en su mismo
CONCLUSION 41

ser y en su modo de expresar su propio acercamiento a


Dios donde verdaderamente sirve de cauce para éste,
que está más allá de todo y no permite ser manipulado.
Así es como su experiencia personal adquiere valor uni-
versal, en la medida en que —sin dejar de ser lo que
es: una experiencia vivida por una determinada persona
y no por otra— no hace de sí misma ni de sus fórmulas
un absoluto, sino que invita a una incesante superación,
enseñándonos a acceder a Dios y a recibir al hombre,
sin rechazarlo, de Dios. Los Ejercicios constituyen un
auténtico acercamiento a Dios cuando, tras haber se-
guido su trayectoria, nos encontramos con Dios, y úni-
camente con Dios por encima de todo.
La pedagogía espiritual

En toda experiencia espiritual, cualquiera que sea,


siempre hace falta un maestro. Jamás se accede en so-
litario a los caminos que conducen a Dios, y es absolu-
tamente preciso dejarse ayudar. Los Ejercicios no son
una excepción a esta norma. Sin embargo, es menester
ponerse de acuerdo acerca de la naturaleza de esta «pe-
dagogía» cristiana, y en concreto la pedagogía de los
Ejercicios. No se trata de una pedagogía puramente na-
tural, como las que se utilizan para tratar de formar
a una persona. En la pedagogía de los Ejercicios hay
siempre un encuentro, un diálogo: nunca estamos so-
los, sino que siempre se nos propone a Alguien, Alguien
que es invisible y que está más allá de todo. Y en este
encuentro tenemos el peligro de llamar «Dios» a lo que
no lo es. Cada cual se crea su pequeño Dios, por no
decir «su pequeño Jesús»; vivimos inmersos en una at-
mósfera más o menos intelectual y más o menos senti-
mental, y siempre tenemos a Dios en los labios; pero
¿es realmente de Dios de quien vivimos? ¡Cuánta ne-
cesidad tenemos de que haya ante nosotros alguien que,
de vez en cuando, destruya nuestras certezas y nos haga
dudar de lo que somos, no para hacernos vivir en la
duda, sino, por el contrario, para hacernos superar esa
especie de equilibrio, siempre un tanto artificial, en el
44 EL C A M I N O ESPIRITUAL

que nos hemos instalado...! Ir siempre más allá, tras-


cendiendo cuanto hayamos podido realizar, para mejor
ofrecernos a Aquel que viene: éste es el objeto de la ver-
dadera pedagogía cristiana, y no el de formar un hombre
perfecto, dueño de sí mismo y del universo, que tenga
siempre y en cualquier circunstancia respuesta para to-
do, que ha hecho su propio discernimiento y está or-
gulloso de él, que ya está perfectamente formado y no
tiene que recibir lecciones de nadie... Eso es justamente
lo contrario del objetivo que nosotros nos proponemos.
Porque lo que nosotros nos proponemos en la verdadera
pedagogía cristiana (y con mayor razón en los Ejercicios)
consiste en perderlo todo, en carecer de todo tipo de
defensas, de suerte que podamos acceder a la verdadera
libertad. ¡A la verdadera libertad, que no es la de ha-
cer lo que a uno le dé la gana, sino la de reaccionar
en todo con paz, confianza y fe!
En todo ese orden pedagógico al que nos hemos re-
ferido anteriormente, siempre hay una dualidad que es
preciso tener en consideración: la de un hombre que
desea darse por entero y que, al mismo tiempo, está
llamado a desarrollarse en libertad; que quiere ser al-
guien, pero alguien para entregarse al Otro, que está
ante nosotros y tiene sobre nosotros un maravilloso
designio que sólo podremos realizar en la medida en
que seamos lo bastante flexibles para entregarnos a su
acción.
Esta es la paradoja de la verdadera formación: que
no se trata de imponer un camino a seguir, sino de po-
ner sobre un camino. El ejercitante que tenemos ante
nosotros va a encontrar progresivamente su libertad y
va a ser él mismo, pero lo va a ser para entregarse en-
teramente a Otro que le supera por completo. No se
trata, pues, de una libertad para hacer cualquier cosa,
ni siquiera para hacer realidad sus ideas más piadosas,
LA P E D A G O G I A E S P I R I T U A L 45

sino que se trata de una libertad que va haciéndose cada


vez más dócil al Espíritu Santo. He ahí la paradoja de
la pedagogía a la que vamos a referirnos.

Rasgos esenciales

Si quisiéramos individualizar los rasgos esenciales de


esta pedagogía, podríamos reducirlos a tres. Con frecuen-
cia, al cabo de varios años de haberles dado Ejercicios,
he tenido ocasión de preguntar a algunos sacerdotes:
«¿Qué recuerdo conserva usted de sus Ejercicios de
mes? ¿Qué es lo que le queda de los Ejercicios, que
seguramente habrá renovado usted a lo largo de estos
años?» Y creo que las respuestas pueden clasificarse
en tres «acápites»: en primer lugar, una educación en
la oración, y muy especialmente en la oración a base de
la Escritura; he ahí, pues, el primer efecto de esta pe-
dagogía: formación en la oración: «La verdad es que
desde entonces sé lo que es orar». El segundo efecto
es algo más profundo: « ¡Ahora soy libre! Sigo siendo
el de antes. Y tengo las mismas dificultades de antes...,
pero soy libre». Formación en la libertad: he ahí el se-
gundo aspecto, que es tal vez más profundo que el pri-
mero, como enseguida veremos. Y, por último, el tercer
aspecto de esta pedagogía es la continuidad, la durabi-
lidad y la aceptación del tiempo. He ahí tres aspectos
de la pedagogía en la que nos introducen los Ejercicios
y que ahora vamos a considerar: oración, libertad y du-
rabilidad.
A medida que vaya desarrollando todos estos aspec-
tos, voy a seguir las inspiraciones que me vengan so-
bre la marcha para ofrecer los oportunos ejemplos. Por-
que cuanto aquí digamos sólo valdrá, efectivamente, en
la medida en que sea aún más personalizado que lo
anterior; el lector deberá caer en la cuenta de que todo
46 EL C A M I N O ESPIRITUAL

esto no se basa en especulaciones ni en teorías, sino en


los hechos, en la existencia. Una pedagogía hay que ve-
rificarla, y lo que voy a decir a continuación lo he ex-
perimentado.

1. Pedagogía de la oración

¿En qué sentido son los Ejercicios una escuela de


oración? Se habla de ellos como de un método y, como
es fácil suponer, a mí no me gusta demasiado la palabra
«método», como tampoco me gusta la palabra «es-
cuela». Y es que, cuando se emplean estas palabras («mé-
todo» o «escuela»), tiene uno la impresión de que
se trata de algo definitivo: « ¡Al fin he asistido a una
escuela de oración, he seguido un método, y ahora es-
toy seguro de lograrlo! » Tal vez pueda decirse esto en
el terreno de la industria; pero no se construye un ser
humano del mismo modo que se construye una casa de
piedra. Un ser humano es un ser vivo, y sólo consigue
ser él mismo cuando ha logrado responder a otro ser
con el que se encuentra en la vida. No está formado por
el hecho de ser capaz de ocupar en la sociedad un puesto
que le permita ganarse la vida; si no fuera más que eso,
no pasaría de ser un robot, por muy inteligente que sea
y por muy grande que pueda ser el éxito alcanzado.
Sólo habrá llevado a buen puerto su vida el día en que
tenga ante sí a alguien a quien pueda amar con todo su
ser. Recuerdo a una madre de cuatro hijos que se sentía
un poco decepcionada porque su marido, un hombre de
valía, no había alcanzado la situación a la que ella
pensaba que podía aspirar. Me contaba su decepción
durante unos Ejercicios: «Es indudable que mi marido
no ha alcanzado el éxito humano al que podía aspirar,
pero en lo que no hemos fracasado es en nuestro amor
y en nuestros hijos».
LA P E D A G O G I A E S P I R I T U A L 47'

Una vida no resulta fallida cuando se ha descubier-


to el amor, aun cuando el éxito, humanamente hablan-
do, no haya sido nada del otro mundo. Lo importante
no es formar un ser a la perfección. ¿Cuántos errores se
han cometido en la vida religiosa por haber pretendi-
do formar seres perfectos, auténticas «reglas» vivien-
tes...! ¡Justamente esas reglas son las que no son vi-
vas, porque están perfectamente acabadas! Esos seres
habrán de ser fieles a lo establecido hasta el fin de sus
días; pero ¡hay que ver cómo puede ocultarse en esa
fidelidad el profundo egoísmo de un ser que jamás ha
salido de sí mismo...! Ha sido formado en unas prácti-
cas, pero no ha sido formado en la verdadera oración,
que consiste en la desposesión de sí mismo para encon-
trar a otro. Así pues, en lugar de hablar de «método»,
hablemos de «evolución».

a) Evolución de la oración en su objeto

De lo que se trata, por tanto, es de formar en una


evolución, porque la oración evoluciona incesantemen-
te. Evoluciona, ante todo, en su objeto (que es el pri-
mer aspecto que vamos a desarrollar). Y evoluciona
también en el sujeto que se somete a dicho objeto. Por
lo demás, en la educación siempre se encuentra este do-
ble aspecto. «Cuando se trata de orar, yo me pongo
delante de Dios... y espero». No tengo nada en contra,
porque Dios es perfectamente libre. Pero ¡cuánto más
humilde y auténtico es someterse primeramente a un
dato, el dato de la fe, del misterio de Jesús...! Poner
objetivamente a alguien frente a este dato de la Palabra
de Dios es precisamente lo que hacen los Ejercicios al
proponernos gradualmente las grandes verdades cristia-
nas, para que se hagan vivas en nosotros.
¿Qué significa la división de los Ejercicios en Se-
48 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

manas sino ese deseo de hacer desfilar ante el ejerci-


tante los diferentes aspectos del misterio de Jesús, a fin
de que profundice en ellos y reciba sus particulares gra-
cias? La Primera Semana, por ejemplo, nos pone ante
el misterio de Jesús-Salvador, haciéndonos descender a
las profundidades más recónditas de nuestro ser. Este
es el primer estadio de la evolución: un descenso. Pero
un descenso en el que, justamente para llegar a esas
profundidades, tengo que pedir la gracia pertinente. Y
una vez más aparece la dualidad: me encuentro ante un
misterio un tanto áspero (meditar acerca de los pecados,
acerca de lo que en mí constituye un obstáculo y me
mantiene en mi egoísmo) y, sin embargo, en ese des-
censo pido la paz y la consolación. El primer momento
de esa salida de mí mismo que es la evolución espiritual
consiste en que, encontrándome conmigo mismo, des-
cubra en el «yo» pecador que soy a mi liberador. Des-
ciendo al infierno para encontrar en él a Jesucristo: he
ahí la gracia de la primera Semana.
Es muy frecuente que quien comienza la meditación
sobre el pecado encuentre en ella ocasión para replegar-
se sobre sí mismo, con lo cual, a poco masoquista que
sea, se desespera y no avanza lo más mínimo. ¿Quién
no recuerda aquellas meditaciones que solían proponer
en la primera Semana ciertos predicadores? Por desgra-
cia, a pesar de su buena intención, lo que hacían era de-
teriorar a sus oyentes —causando a veces verdaderos
estragos—, sobre todo si se trataba de personas todavía
un poco infantiles que lo único que pedían era que las
destrozaran. En realidad, de lo que se trataba era jus-
tamente de descender con ellos al infierno para encon-
trar en él al Señor. Lo cual requiere tiempo. Unos irán
más deprisa que otros; pero lo de menos es el tiempo
que transcurra. Lo importante es pasar en ello el tiempo
suficiente para saber que lo esencial es eso, y no el a n a -
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 49

lisis psicológico de sus respectivos estados interiores.


Bien sabe Dios que la psicología es algo francamente
bueno y útil; pero, en nuestro caso, puede ser perjudi-
cial si desemboca exclusivamente en una introversión,
en un detallado análisis de los propios pecados, sin re-
conocer cómo Jesús nos libra de ellos.
Pero ¿cómo hacer la confesión? Precisamente se
trata de empezar la primera Semana evitando todo tipo
de preocupaciones relativas a la confesión: «¿Qué es
lo que tengo que decir...?». Es como el ejercitante que
se dice a sí mismo: «Voy a ir a ver al director..., pero
¿qué voy a decirle?». Y se pasa el día preocupado acer-
ca de lo que habrá de decirle... y ¡adiós oración! No
pienses en tu confesión; ya se te dará el modo de ha-
cerla si de verdad se trata de una obra espiritual, si es
el Espíritu quien trabaja tu interior. Puede ocurrir per-
fectamente que no llegues más que a una simple formu-
lación de ti mismo sumamente escueta, sencilla y sin
detalles, pero que será tan verdadera o más que todos
esos análisis que se hacen a veces con ayuda de cuestio-
narios «ad hoc». Por lo demás, es éste el camino en el
que nos introduce Ignacio cuando nos sitúa frente a la
realidad objetiva del pecado tal como nos lo revela la
Escritura; es decir, cuando nos sitúa no frente a lo que
nos hace culpables, sino frente a lo que nos hace peca-
dores, que es algo muy distinto. En efecto: lo que me
hace pecador es precisamente lo que constituye mi espe-
ranza, porque en ello descubro a Jesucristo, que, desde
el momento mismo en que me reconozco pecador, está
ahí para salvarme. «Mira los pecados que te son perdo-
nados». Supongo que todo el mundo conoce el maravi-
lloso pensamiento de Pascal en El misterio de Jesús: «Si
conocieras tus pecados, te descorazonarías. Me descora-
zonaré, pues, Señor, porque creo en su malicia por vues-
tra palabra. Eres tú quien me revela mi pecado; por eso
50 EL C A M I N O ESPIRITUAL

tengo en ti toda mi esperanza». Aprender a pasar, del


conocimiento de mí mismo, al conocimiento de Jesús,
que me restituye en lo que realmente soy, unido a él en
el pecado y liberado por él para pasar a un estadio su-
perior: eso es en realidad la primera Semana.
Superada esta etapa, puedo entonces acceder a la
segunda Semana, la más difícil de dar, en mi opinión.
Al salir de la primera Semana experimentamos una es-
pecie de alivio, de descanso. Hay algunos predicadores
que, después de la primera Semana, proponen meditar
la acogida y el banquete que dispensa el padre al hijo
pródigo. Y bien está, si les parece que deben hacerlo.
Pero, a mi modo de ver, ello supone creer con excesiva
precipitación que todo está solucionado. Se ha hecho
una buena confesión, se ha conocido uno un poco más
a sí mismo y se han tomado algunas decisiones. Pero
es preciso pasar a otro estadio. Tenemos que descubrir
a la persona de Jesús, no ya en cuanto Salvador, sino
en cuanto luz de nuestra vida, como la luz de un faro
que rastrea el océano para descubrir a los navios perdi-
dos en medio del temporal. Será menester aceptar que la
luz del Señor proyecta su resplandor sobre toda nuestra
existencia y que, poco a poco, llegamos a conocerlo en
lo esencial, del mismo modo que hemos tenido que co-
nocer lo esencial del pecado, que no era la falta de la
que nos acusamos, sino tal vez ese yo profundo que no
conseguimos identificar para entregárselo al Señor. Aho-
ra hemos de descender a ese yo profundo que desea
hacerse a sí mismo.
Lo que tenemos que aprender en la segunda Sema-
na es a desprendernos de nosotros mismos. El obstácu-
lo que nos impide responder a la llamada del Señor es,
evidentemente, el pecado; pero el pecado que se rein-
troduce en nuestro deseo de perfección, de suerte que
corremos el peligro de sucumbir a la tentación que se
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 51

presenta bajo apariencia de bien. Lo primero que hay


que meditar son los misterios de la infancia de Jesús, a
fin de aprender lo que es el Verbo encarnado, el cual no
hizo «como si» fuera hombre, sino que lo fue de ver-
dad; y también para aprender la paciencia. Y luego, de
pronto, como un relámpago en medio de un cielo sereno,
surge la Meditación de las Banderas.
Singular meditación esta de las Banderas, que nos
sumerge de nuevo en el misterio de Cristo, pero ilumi-
nándolo inexorablemente. Si pretendemos seguir a Je-
sús, hemos de estar con él en la pobreza y en la humil-
dad. Una vez más, aprendemos que, para hacer realidad
semejante cosa, no hemos de fiarnos de nuestras pro-
pias fuerzas, sino que, por el contrario, debemos pedir
humildemente «ser recibidos» (n. 98). ¡Cuántos ejerci-
tantes olvidan esto! Como me decía un sacerdote: «La
primera vez que hice los Ejercicios no me quedé más
que con el id quod voló, 'lo que quiero'; la segunda vez
me quedé con todo: petere id quod voló, 'demandar lo
que quiero'». Por supuesto que debemos querer algo,
aspirar efectivamente, con todo nuestro ser, a esa po-
breza y humildad con Jesucristo. Pero, ¡ojo! : no se-
remos nosotros quienes lo consigamos a fuerza de
puños.
«Un coloquio (pidiendo)... para que yo sea recibi-
do», dice san Ignacio (n. 147). Se trata de una fórmula
realmente admirable, sobre todo si se pone en relación
con determinadas visiones que tuvo san Ignacio, concre-
tamente en La Storta, donde se le aparece el Padre mos-
trándole al Hijo y diciendo a éste: «Yo quiero que to-
mes a éste como servidor tuyo» (Fontes Narrativae II,
n. 133). Ser tomado como servidor suyo, ser recibido
por él, es una gracia que hay que pedir. Y se trata de
una petición tan importante que habrá que repetirla una
y otra vez. Por eso nos dice Ignacio: «Hacer los mis-
52 EL C A M I N O ESPIRITUAL

mos tres coloquios que se hicieron en la contemplación


precedente de las dos banderas» (n. 156). Lo impor-
tante es pedir la pobreza y la humildad con Jesús. Ser
pobre y humilde con él: he ahí el camino, y no hay
otro. Cuando, tras habernos adentrado por dicho ca-
mino, nos hayamos liberado un poco más (gracias a
nuestra determinación de seguir a Jesús, de la manera
que sea, en su espíritu de humildad y de pobreza), en-
tonces nos encontraremos frente a los grandes misterios
que habrán de ser la fuerza de nuestra vida dentro mis-
mo de nuestra debilidad.
Sigue a continuación la tercera Semana (la muerte
del Señor, con el efecto que muchas veces produce de
«muro infranqueable»), y nos sentimos desbordados.
¡Feliz desbordamiento! Es precisamente a esto adonde
nos conduce el objeto de nuestra fe. Nos hallamos más
allá de lo que podemos imaginar o razonar; por eso
pedimos acceder al misterio de la Pasión del Señor para
llegar a padecer con él sus mismos sufrimientos, para
ser como el niño que se encuentra ante un dolor que le
desborda: el pobre pequeño no sabe ya qué hacer, pero
lo cierto es que está allí, viendo padecer a aquellos a
quienes ama. Jesús, que ha llegado a serlo todo para
nosotros, se encuentra en un mundo que nos resulta
extraño: el mundo del sufrimiento. Y nosotros perma-
necemos ahí y pedimos, con más insistencia que nunca,
ser introducidos en ese misterio.
Viene luego la cuarta Semana, en la que aún quedan
gracias por pedir: la gracia de la alegría y el gozo. Es
más fácil que la tercera Semana, la cual es un tanto
ardua y no debe prolongarse demasiado, porque, a fin
de cuentas, siempre existe el peligro de venirse abajo.
Con la cuarta Semana viene la tranquilidad, y el sol
entra a raudales. Pero hay que tener cuidado, porque,
si la segunda Semana es la más difícil de dar, creo que
LA P E D A G O G I A E S P I R I T U A L 53

la cuarta es la más delicada de proponer. Y es que no se


trata de cualquier tipo de alegría o de gozo. Desde luego,
no se trata del gozo que proporciona la satisfacción de
haber realizado una hermosa obra al servicio del Señor,
sino del gozo de ver a Jesús experimentando el gozo.
Ahí está verdaderamente la cumbre de la gratuidad en
el amor. Esta cuarta Semana supone un elevadísimo
grado de purificación y de evolución en el ser, porque
se trata de alegrarse con el gozo y la alegría que siente
Cristo resucitado.
Esa es la gracia de la cuarta Semana. No se trata
del alivio y el relajamiento de la tensión subsiguientes
al duelo y al dolor, ni tampoco de una especie de alegría
desencarnada indiferente a las preocupaciones del mun-
do. Se trata del acceso a esa vida nueva en la que Jesús
pasa a estar con su Padre, liberándose de nuestros con-
flictos y dejándonos su Espíritu para vivir en la Iglesia.
Por eso, si nos quedamos como los Apóstoles, mirando
al cielo con la boca abierta mientras el Señor asciende
a lo alto, él nos dice: « ¡No os quedéis ahí parados!
¡Ea, en marcha! » .

b) Evolución de la oración en el sujeto

Hasta ahora hemos hablado de la evolución con res-


pecto al objeto que nos es presentado en la oración de
los Ejercicios. Y naturalmente, tras la consideración del
objeto, podemos volver a considerar al sujeto: el sujeto
que pide, que se ofrece a ser tomado y que contempla
los diferentes aspectos del misterio. Y es que no se
obtiene la gracia por encargo ni puede echarse mano de
ella a voluntad. De lo que se trata, consiguientemente,
es de que dispongamos nuestro corazón y nos adapte-
mos en lo más profundo de nuestro ser al objeto que se
nos propone en nuestras meditaciones.
54 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

A veces se oye hablar de un método de meditación


propio de los Ejercicios. Es éste un modo de hablar que
realmente no me satisface. Y siempre que lo oigo, no
puedo resistirme a decir que cada sujeto crea su propio
método, que no hay un método concreto en los Ejerci-
cios, que hay tantos métodos como objetos de medita-
ción, incluso en la primera Semana.
Basta fijarse en el esquema de la primera Semana
y en la oración que nos propone Ignacio. Consideremos,
en primer lugar, la importante meditación de los tres
pecados (el pecado de los ángeles, el pecado del hombre
y el pecado de la humanidad). Es comprensible que, por
lo que se refiere a esta historia del pecado, se hable de
la «meditación de las tres potencias» (memoria, inteli-
gencia y voluntad). « ¡Acuérdate, Israel! » ¡Cuántas ve-
ces recurren los Salmos a la memoria para hacer recor-
dar. El pecador es el que no tiene memoria: una especie
de tonel agujereado incapaz de retener una gota de lí-
quido. Por el contrario, el creyente, el cristiano, es el
que tiene memoria y recoge en su corazón la Palabra
de Dios. ¿Qué dices tú del pecado, Señor? Ante todo,
debo instruirme, meter en mi memoria las palabras que
tú pronuncias al respecto. Y una vez introducidas en mi
memoria, repetírmelas a mí mismo, volver una y otra
vez sobre ellas, «rumiarlas», como María, que conser-
vaba todas aquellas cosas en su corazón y las meditaba
de continuo. Y viene luego la inteligencia; pero no una
inteligencia especulativa y raciocinadora, sino una inte-
ligencia que «considera». Y de este modo, progresiva-
mente, mi corazón, que es el centro de la oración, que
ha recibido la Palabra en su memoria y en su inteligen-
cia, prorrumpe en cánticos, por su deseo de darse por
entero a Jesucristo. Tal es la manera natural de que
dispone el creyente para acceder al objeto de su fe, en
la medida en que reciba dicho objeto para interiorizarlo
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 55

y, posteriormente, vivir de él. Y tal es también la di-


námica de la meditación.
Pero la consideración del pecado, tal como me la pre-
senta Ignacio y tal como me la ofrece la Escritura, va
a adoptar otras formas. En efecto, a partir del segundo
ejercicio ya no se trata de las tres potencias, sino, por
el contrario, de una especie de gran diálogo amoroso
entre Dios y yo. Primeramente me encuentro sólo en
medio del horror, la fealdad y la gravedad del pecado;
poco a poco, y gracias a una serie de «olas» que van a ir
arrastrándome cada vez más, acabo encontrándome, tras
los cinco puntos de la meditación, sumido en el océano
de la misericordia. Entonces se apodera de mí la admi-
ración y me invade el agradecimiento al considerar «có-
mo todas las criaturas... me han dejado en vida y con-
servado en ella» (n. 60) a pesar de ser pecador, y al
tomar conciencia de lo mucho que Dios me ha amado.
Así pues, la meditación de este segundo ejercicio, al
contrario de lo que ocurre con el primero, se amolda
al sujeto. Al hacerse el objeto más personal, el corazón
se ve progresivamente requerido a introducirse, a su
modo, en la realidad que le es propuesta, la cual se le
convierte en algo tan personal que en los ejercicios ter-
cero y cuarto se le invita a hacer sendas repeticiones. A
tal efecto se anotan «los puntos en que he sentido mayor
consolación o desolación o mayor sentimiento espiri-
tual» (n. 62), con el fin de volver sobre ellos, dado
que la gracia me ha llevado en esa dirección. Y sobre
ellos habré de volver precisamente en los ejercicios ter-
cero y cuarto; y, sobre todo, intensificaré los «colo-
quios» para pedir la interiorización de todo ello. Haré
un coloquio con nuestra Señora, otro con Cristo y otro
con el Padre, pidiendo «interno conocimiento de mis pe-
cados, ( . . . ) el desorden de mis operaciones ( . . . ) conocí-
56 EL C A M I N O ESPIRITUAL

miento del mundo» (n. 63) en esta multiforme orga-


nización en la que me encuentro inserto.
Pero no se hable aquí de un método perfectamente
acabado; digamos, mejor, que hay una incesante evo-
lución. Y si tiene alguna utilidad el acompañar al ejer-
citante, es precisamente la de ayudarle a que no se en-
cierre en un método concreto, sino que trate de evolu-
cionar con el Espíritu Santo, que le empuja cada vez
más a conocer tal o cual aspecto de este itinerario a
través del pecado. Al final quedo tan invadido por El
que me sale por todos los poros del espíritu, si vale la
expresión. Es entonces el momento de la «aplicación de
sentidos», que sólo podré hacer en la medida en que
me haya dejado agarrar por la dinámica interior de la
gracia que me revela el objeto de mi fe. Esta es la pro-
funda realidad de la oración en los ejercicios de la pri-
mera Semana.
También en la segunda Semana es fácil constatar
que la oración se ve llevada a evolucionar enormemen-
te. Por supuesto que de la contemplación de los mis-
terios del Señor puede hacerse una especie de pasatiem-
po. Se va uno a Tierra Santa y vuelve de allí cargado
de diapositivas que se proyectan en una pantalla y se
dice: «Hagamos una contemplación. Ved cómo era el
niño Jesús en Nazaret; fijaos en esa mujer, cómo se
parece a la Santísima Virgen...». Es cuestión de echarle
imaginación. Pero en la contemplación no se trata de
recurrir a la imaginación para reconstruir un misterio
acaecido hace dos mil años. Cristo vive hoy en nuestros
corazones, y el interés del acontecimiento relatado por
el evangelio no consiste en su exactitud histórica en el
sentido actual de la expresión, sino en disponer de la
suficiente materia sensible, por así decirlo, para que, a
partir de ese fijar mi atención en el objeto concreto que
relata el evangelio, pase inmediatamente de lo visible a
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 57'

lo invisible, a través de la santísima humanidad del Se-


ñor, que se halla ahora en la gloria del Padre y de quien
evoco ahora los recuerdos de cuando se encontraba en
esta tierra. Paso a la realidad profunda del Verbo encar-
nado para conocerlo íntimamente, pero no como se co-
noce a alguien que vivió en otro tiempo, sino a alguien
que vive hoy en la Iglesia, de suerte que su amor me
invade y me impulsa a servirlo, y en esta sucesión de
contemplaciones diversas voy descubriendo progresiva-
mente hacia dónde me lleva el Espíritu.
Es a través de esa purificación profunda del corazón,
de ese desprenderme de todo cuanto de falso y artificial
hay en mí, como accedo a la Elección. Todo este movi-
miento de la contemplación profunda me conduce a
adherirme a la persona de Jesucristo en el acto de li-
bertad por el que decidió subir a Jerusalén y llegar a las
últimas consecuencias del amor. La Elección, propia-
mente, consiste en asociarse a aquel acto de libertad.
¡Cuan necesario es a nuestros constructos espiritua-
les liberarse de la herrumbre acumulada, para que lle-
guen a ser el lugar del verdadero descubrimiento de Je-
sucristo, que vive en nuestros corazones, prosigue en
nosotros su vida y hace eficaz en medio del mundo la
luz que vino a traer! Para ello es preciso que el ser in-
terior se haya purificado y se haya decidido a seguir a
Jesús de tal modo que nada en él escape al influjo del
Espíritu Santo. Del mismo modo que el Espíritu Santo
fue libre para obrar en Jesús, así también se hace libre
para obrar en quienes se entregan a su acción. He ahí la
transformación que experimenta la oración en la segun-
da Semana, mientras contemplamos los misterios del
Señor.
Dentro de esta evolución tiene su verdadero lugar
la Elección, que es algo muy distinto de una simple de-
cisión. Yo querría saber lo que debo hacer; entonces
58 EL C A M I N O ESPIRITUAL

imagino que los Ejercicios, como si de una apisonadora


se tratara, me van a poner inexorablemente ante la ne-
cesidad de optar. Y no es así en modo alguno. Yo pre-
fiero la definición que me ofrecieron unos ejercitantes
en una obra humorística que compusieron a propósito
de mí y en la que remedaban mi vocabulario. Ellos de-
finieron la Elección como «recogida de la fruta madu-
ra». ¡Excelente definición! Efectivamente, se trata de
madurar el tiempo suficiente en la contemplación de los
misterios de Jesús, para que de ella brote la decisión,
pero no como un asunto de simple voluntad, de discer-
nimiento intelectual o racional, de razones «en pro» y
«en contra», sino como un asunto de maduración inte-
rior, de evolución de todo el ser en la gracia del Espí-
ritu que forma a Jesús en nosotros.
Llegados a este punto, hemos de insistir en la im-
portancia de las «repeticiones». Los que están acostum-
brados a los Ejercicios saben perfectamente lo que son
las repeticiones. Recuerdo que un sacerdote —que lle-
garía a obispo, por cierto— me decía durante unos Ejer-
cicios de mes: «Las primeras veces que hice Ejercicios,
lo que me exasperaba eran las repeticiones. ¡Siempre
repitiendo! ¡Lo importante era repetir! Cuando medi-
taba en la Anunciación por primera vez, todo iba per-
fectamente, porque las ideas fluían. Luego había que
meditar la Visitación, y todavía me quedaban algunas
ideas. Pero por la tarde, cuando había que volver sobre
ambos misterios en otras tantas repeticiones, entonces
mis ideas se habían agotado. Sin embargo, ahora he caí-
do en la cuenta de que era precisamente entonces cuando
accedía al terreno de la oración». Así es. Precisamente
en el momento en que ya no tenemos ideas, en que he-
mos desintelectualizado el objeto y en que ya no nos
encontramos a nosotros mismos, precisamente entonces
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 59

es cuando somos introducidos ante la persona de Jesús


y podemos reconocerlo personalmente. Ya no tenemos
nada que decir; sólo tenemos que gustarlo y saborearlo
a él. Este es el objeto de la repetición: la desintelectuali-
zación, a fin de que nuestra oración se haga «cordial».
Así pues, no se trata tanto de profundizar en las
cosas. Recuerdo a otro sacerdote a quien le impresiona-
ron ciertas reflexiones que hice sobre la Eucaristía en
la tercera Semana. «¡Lástima, me dijo, que no nos de-
tuviéramos más en el tema! Habríamos podido disfru-
tar en las ideas que usted nos expuso...» Y fue otro
quien le respondió: « ¡Hombre, qué bien! Nosotros lo
tomamos y hacemos una síntesis, cuando de lo que se
trata, por el contrario, es de dejarse arrebatar por el
misterio de Cristo...». En efecto, la repetición no es
para profundizar intelectualmente en un tema, sino para
llegar a lo más hondo del corazón, a sentir y gustar la
realidad, porque al principio se corre el peligro de
quedarse en la mera superficie.
Es en el contexto de una repetición de esta natu-
raleza donde surge la posibilidad del misterioso ejercicio
que evocábamos hace un momento a propósito de la me-
ditación del infierno: la aplicación de sentidos. Tal ejer-
cicio no es producto de una determinación voluntarista,
sino, más bien, la conclusión espontánea de esa dinámi-
ca que, a través de los gestos y las palabras de Cristo,
permite acceder a la intimidad de la persona, hasta lle-
gar, como dice Ignacio en la aplicación de sentidos de la
primera y la segunda Semanas, a «oler y gustar... la
infinita suavidad y dulzura de la virtud del ánima y de
sus virtudes y de todo» (n. 124). He ahí la cumbre
adonde conduce la contemplación de los misterios de
Cristo en la segunda Semana. Tal vez haya quien diga
que es demasiado. Y efectivamente, es algo que produ-
ce vértigo, como también produce vértigo la persona
60 EL C A M I N O ESPIRITUAL

de Cristo que se revela en todo su esplendor. La condi-


ción para llegar a esta aplicación de sentidos no reside
en las explicaciones que nosotros podamos dar de ella,
sino en la apertura y la sencillez del corazón, que, lle-
gado el momento, permiten realizar este ejercicio sin
caer en la cuenta siquiera de que se está haciendo.
Y me asalta en este momento otro recuerdo. Con
ocasión de una reunión de jesuitas llegados a Loyola
desde todos los rincones del mundo para dedicarse du-
rante diez días al estudio de los Ejercicios, a mí me tocó,
lógicamente, integrarme en el grupo de lengua francesa,
donde estaban, entre otros, los PP. Stanislas Lyonnet,
Donatien Mollat y Gustave Martelet. Este último ha-
bía tenido una breve ponencia sobre la aplicación de
sentidos y la tradición de los sentidos espirituales en la
Iglesia. Luego se entabló un debate, y el P. Mollat,
que estaba junto a mí, me dijo: « Y usted, que está
siempre dando Ejercicios, ¿no dice nada? ¿Qué piensa
usted de lo que estamos hablando?» «La verdad, le
respondí, es que mi propio silencio me estaba preocu-
pando a mí mismo, y me estaba preguntando por qué
—aun admitiendo profundamente todo lo que están di-
ciendo, que me resulta verdaderamente interesante—
no tenía nada que decir. Pues bien, les diré lo que se
me ocurre en este momento. Admito todo cuanto uste-
des dicen, pero en la práctica, cuando me encuentro ante
un ejercitante, no siento la necesidad de explicarle todo
eso. Para mí, lo importante es cerciorarme de su dispo-
sición de ánimo, para que él mismo, a base de purificar
su oración y evolucionar en ella, vaya llegando, poco a
poco, a adquirir unas disposiciones que, de un modo
natural y sin apercibirse de ello, le permitan practicar
lo que llamamos 'aplicación de sentidos'. La oración sólo
es auténtica cuando hace que la persona salga de sí de
tal manera que ya no se pertenezca a sí misma».
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 61

Después he seguido asistiendo a muchos congresos,


que me parecen excelentes. Pero, ¡ojo!, no nos deje-
mos engañar por nuestros estudios y nuestras pedago-
gías, porque correríamos el peligro de ser como esos pe-
dagogos que han elaborado unos planes tan perfectos
que no sirven para formar a nadie. Nuestros sistemas y
nuestras pedagogías no tienen tanta importancia, por-
que estoy convencido de que las personas que nos han
precedido, y a las que solemos criticar por su rigidez y
su estilo anticuado, podían, igual que nosotros, encon-
trar al Señor en la profundidad de su corazón con sus
«detestables» métodos, porque la gracia del Señor no
depende de los métodos que empleemos. Este es el pe-
ligro constante de los métodos consumados: son tan per-
fectos que no los podemos aplicar; o bien, tenemos tal
conciencia de su perfección que nos complacemos en
ella, mientras se desvanece la realidad profunda del Se-
ñor hacia la que tales métodos pretenden conducirnos.
Nos creamos y nos representamos nuestro propio Cris-
to, pero resulta que no es Cristo. Ahora bien, la ventaja
de la oración de los Ejercicios es que, al mismo tiempo
que nos lleva a ser más conscientes de lo que ocurre en
nosotros (y esto es importante), nos mueve incesante-
mente a desposeernos de nosotros mismos. Ambas cosas
son igualmente necesarias, porque se trata de lograr el
equilibrio entre, por una parte, la conciencia de lo que
hacemos y, por otra, el salir constantemente de nosotros
mismos, la abnegación y la renuncia a nosotros mismos,
dentro de esa conciencia, cada vez mayor, de lo que
ocurre en nosotros. Si ambas cosas no van unidas, se
produce un desequilibrio: o incurrimos en el psicolo-
gismo, por un exceso de autoanálisis, o, por el contrario,
incurrimos en el voluntarismo, por nuestros esfuerzos
tendentes a alcanzar determinada perfección. ¿Dónde
tiene cabida ahí Jesucristo? Es con la totalidad de no-
62 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

sotros mismos como vamos a él, hasta el olvido radical


de nosotros mismos. He ahí la evolución de la oración
en los Ejercicios.

c) Acción y contemplación

Me queda por abordar un último punto acerca del


tema que nos ocupa. Este modo de hacernos evolucio­
nar en la oración — a la vez en el objeto que contem­
plamos y en el sujeto que contempla dicho objeto—
nos lleva a superar la oposición que solemos establecer
con toda naturalidad entre acción y contemplación. So­
bre este importantísimo asunto hay que decir que, evi­
dentemente, no conviene quemar etapas. Como suelo
decir con frecuencia, para llegar a orar con los ojos
abiertos hay que mantenerlos durante mucho tiempo
cerrados. Entonces, de la interioridad misma de nuestra
oración brota el descubrir a Dios en todas las cosas y
el poder contemplar a las crituras, seguir los aconteci­
mientos y recobrar todo lo vivido: en todas partes,
tanto en las alegrías como en las penas, encontraré a
Jesucristo. Ya no habrá para mí, por una parte, los mo­
mentos de oración (que deberé observar cuidadosamen­
te para no dejarme arrastrar por la acción) y, por otra,
la acción propiamente dicha, las obras con las que poder
probar a Dios que le amo. No. Se trata de salir y desa­
propiarse de sí mismo de tal manera que ya no exista
sino la obra del Espíritu, bien sea en la oración, bien
en la acción. Sólo así se comprende la maravillosa fór­
mula que nos ofrece Nadal al tratar de definir la ora­
ción de san Ignacio: era contemplativo en la acción. Y
esto se dejaba sentir, según el propio Nadal, en una
cierta irradiación de su rostro. Se hallaba tan lleno de
Dios que en todas partes se sentía a gusto.
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 63

La Contemplación para alcanzar el amor de Dios


representa perfectamente la meta adonde nos conduce
la dinámica de los Ejercicios. Sea cual sea nuestra ma-
nera de hacer oración, y aunque ya no podamos prolon-
garla indefinidamente, como podíamos hacerlo durante
los Ejercicios, podemos, sin embargo, encontrar a Dios
en todas las cosas, porque nuestro corazón ha quedado
liberado. ¿Qué otra cosa es la Contemplación para al-
canzar amor sino una manera múltiple de orar, con el
corazón libre? Una vez liberado el corazón por esta
dinámica de la oración, puedes hallar a Dios en todas
las cosas, que es adonde verdaderamente conducen los
Ejercicios. Sea cual fuere la etapa de tu vida en la que
te encuentres, la ancianidad o la juventud, en la soledad
o en la vida superactiva, da lo mismo: llevas tu tesoro
en tu propio interior. Y no es que tengas que defender-
te, sino que sabes que en todas las partes y en todas
las cosas está Dios en actividad. Lo has descubierto en
todas partes, como Jesús, que se sintió a gusto en su in-
fancia, en su vida pública y hasta en la cruz, y que se
puso en todas las cosas en manos del Padre. Un cora-
zón libre para orar y para hallar a Dios en todas las co-
sas: he ahí la pedagogía de la oración. Sé que me he
extendido más de la cuenta, pero creo que era impor-
tante para poder abordar ahora el segundo punto: «Pe-
dagogía de la libertad».

2. Pedagogía de la libertad

No me gusta que se hable de los Ejercicios como


de una «escuela de oración», porque con ello parece
como que se reducen los Ejercicios a un ideal de «yo»
espiritual dedicado por entero a sus prácticas de piedad.
En realidad, de lo que se trata, a través de esta educa-
54 EL C A M I N O ESPIRITUAL

ción en la oración, es de ir aún más lejos y liberar al


ser. ¿En qué sentido? ¿Libre para qué? Todos estamos
en favor de la libertad, ¿no es así? También lo estaba
aquella joven que me dijo lo libre que se sentía. Me
contó cómo había dejado a sus padres y a su familia y
cómo se sentía liberada de su infancia, de su educación,
de los prejuicios familiares y de todo lo demás. Tras
haberla escuchado atentamente, me limité a hacerle la
siguiente pregunta: «Ya eres libre; y ahora, ¿qué vas
a hacer con tu libertad?» Ella me miró aviesamente y
me dijo: « ¡Vaya hombre, justamente la pregunta que
no deseaba oír! » Y es que, efectivamente, no somos li-
bres para cualquier cosa, para seguir cuantas inspiracio-
nes puedan venirnos. Somos libres para alguien; somos
libres para amar. Por eso los Ejercicios, más que una
escuela de oración, son una educación en la libertad. Eso
sí, hemos de ponernos de acuerdo acerca de la palabra
«libertad» y del modo de disponernos a ella.

a) Aceptación de sí

Yo diría que los Ejercicios estructuran nuestro ser.


Una carmelita que había hecho los Ejercicios me decía
que le daban «la impresión de una arquitectura inte-
rior». Como expresión, no está mal. Todos, de una u
otra manera, hemos experimentado esa estructura, que
no consiste en un determinado número de principios un
tanto artificialmente establecidos que hay que seguir y
que habrán de proporcionar a la persona una cierta den-
sidad y una cierta seguridad en sí misma. Tal vez lo
importante es que estas estructuras ayuden a la persona
a recuperar la manera profunda de comportarse, tanto
en la naturaleza como en la gracia, de suerte que no
tenga la sensación de que se le impone algo exterior
a ella misma, sino de que, gracias a la dinámica de la
LA P E D A G O G I A E S P I R I T U A L

vida, ha recobrado los más profundos principios de su


ser. Algo parecido a la manera en que se reeduca a un
minusválido, al que se entrena en un determinado nú­
mero de movimientos hasta que, poco a poco, se siente
a gusto, porque ha recuperado el miembro lisiado. Es­
toy por decir que las estructuras de los Ejercicios son
idénticas a los ejercicios de recuperación a que se so­
mete a alguien para que recobre la ligereza de sus miem­
bros. Una vez recuperada, ya no piensa en ello, sino
que se limita a vivir; ya no piensa en observar unas re­
glas, sino que, sencillamente, vive. He ahí la verdadera
educación en la libertad
Evidentemente, esta educación en la libertad, más
aún que la educación en la oración, requerirá mucha
calma y, sobre todo al principio, la humilde aceptación
de sí. No se construye nada sólido — y menos aún en el
orden de la gracia que en el orden de la naturaleza—
sobre la negación, el rechazo o el miedo. Primero tiene
uno que aceptarse, conocerse a sí mismo tal como es.
No se puede pedir a cualquiera cualquier cosa. En esto
es en lo que piensa Ignacio cuando insiste con tanta
frecuencia en la necesidad de adaptarse a la constitución
del sujeto, «a la disposición de las personas», según
sus propias palabras (n. 18). Esta adaptación a la «dis­
posición» natural dista mucho de ser una concesión o
una infidelidad a Dios. «Yo no puedo hacer tanto
como otros; ellos pueden hacer mucho, porque son muy
generosos, pero yo no puedo...». Pero, precisamente,
no te encontrarás con el Dios real (no tu propio Dios,
sino el Dios real, el Dios vivo) sino en la medida en
que aceptes vivir en tu propia piel, tomarte tal como
eres y no pasarte la vida defendiéndote de ti mismo y
agobiándote con tus complejos. Libérate; pero no man­
dando a paseo a la naturaleza, sino aceptándola tal como
es (una naturaleza herida), pero aceptándola. La acep-
66 EL C A M I N O ESPIRITUAL

tación de sí es el fundamento y el principio de esta


educación, que yo definiría así: Primero, ofrecerse, pero
ofrecerse con paz, para después poner en práctica esa
paz en la que Dios nos instala.
Ofrecerse, pero ofrecerse con paz: he ahí una de
las paradojas de toda educación en la gracia. Por una
parte, Ignacio nos dice: en estos Ejercicios me ofreceré
a Dios «con gran ánimo y liberalidad... para que su di­
vina Majestad, así de mi persona como de todo lo que
tengo, se sirva» (n. 5 ) . Pide Ignacio una generosidad
absoluta, a la vez que insiste una y otra vez en aconse­
jar la pacificación interior. A mí me encanta la reflexión
que hace al exponer los tres modos de orar: «Antes de
entrar en la oración repose un poco el espíritu..., con­
siderando a dónde voy y a qué» (n. 239). En suma, sé
generoso, entrégate por entero y sin reservas, pero no
pierdas la paz. Deberá ser una preocupación constante
del ejercitador el que aquel a quien ayuda a encontrar
el camino de Cristo, sin rechazar nada de antemano,
se mantenga en la paz y en las limitaciones que le son
propias y de las que es cada vez más consciente.
La lucha por la libertad no se realiza bajo el signo
del voluntarismo, sino bajo el signo del Espíritu, que
se caracteriza por aunar en sí la fuerza y la suavidad.
Es éste un punto difícil de admitir, sobre todo por parte
del principiante e incluso por parte de quienes podría­
mos considerarnos «proficientes». Aceptación y supe­
ración han de ir a la par. Pero el ser concreto que es
cada uno no es un absoluto. Desde el momento en que
uno ha tomado conciencia de que se acepta y se posee
a sí mismo, desde ese mismo momento ha salido de sí.
Lo que este ideal de los Ejercicios nos propone no es un
simple equilibrio natural. A la vez que se acepta la su­
peración y la ley de una libertad que se abre al amor
—pero a un amor, eso sí, que pretende superarse a sí
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 67

mismo—, la persona debe permanecer incesantemente


en la paz y en el asentimiento a una gracia que le impide
caer en la dureza y la rigidez. Se trata de liberarse y de
darse, pero en la gracia. Podríamos describir aquí, vol-
viendo a los Ejercicios, el admirable juego entre la gra-
cia y la libertad. Una libertad que crece a la par de la
gracia que la solicita. Y una primera regla para el buen
funcionamiento de esa interacción entre gracia y liber-
tad consiste en aceptar la necesidad de situarse debida-
mente.
¡Qué importantes son, para todos, esos consejos de
los Ejercicios, los «preámbulos», que ofrece Ignacio al
comienzo de cada contemplación! Ya sé que puede pa-
recer algo artificial: «Pongámonos en presencia de Dios
y adorémoslo». Ahora bien, resulta que antaño, cuan-
do orábamos, todo estaba previsto, pero el espíritu di-
vagaba. No había una auténtica «puesta en presencia».
Y en esto precisamente consiste el «preámbulo»: en mi-
rarse uno a otro. Conozco una anécdota que ilustrará
perfectamente este punto. Sucedió en África. Una su-
periora que tenía muchas cosas que hacer llamó una
mañana a su «chauffeur» africano y comenzó a entregar-
le paquetes y a darle apresuradamente toda clase de ins-
trucciones. El africano la escuchaba impasible y, cuando
ella acabó de hablar, le dijo: «Buenos días, madre».
Ella sólo había olvidado lo esencial: antes de decir cual-
quier cosa, primero hay que mirarse, situarse uno con
relación al otro, tomarse tiempo para darse los buenos
días, que tampoco hace falta que sea demasiado largo.
Pero ¡qué bueno es situarse con confianza y aceptarse
recíprocamente! Este, y no otro, es el sentido de los
«preámbulos», que, lejos de ser algo artificial, consis-
ten en situarse en la profunda dependencia que nos co-
rresponde con respecto a Dios.
Lo que san Ignacio llama «coloquio», al final de
G8 EL C A M I N O ESPIRITUAL

cada uno de los ejercicios, también constituye una pues-


ta en práctica de la libertad. La palabra «coloquio» pre-
tende expresar una conversación, o bien un profundo
y sosegado silencio, como una recapitulación de todo
mi ser delante de Dios, al objeto de refugiarme en él
y encomendarme a él con todo cuanto haya podido pen-
sar o sentir durante la hora de oración, creyendo firme-
mente que lo mejor que hay en mí lo ha hecho el Se-
ñor, a quien entrego mi corazón y todo lo que mi cora-
zón ha descubierto gracias al Señor. Tal es la actitud
que hay que alcanzar mediante los preámbulos y el co-
loquio.
Ignacio prevé un tercer ejercicio en este mismo sen-
tido, tanto para los Ejercicios propiamente dichos como
para la vida ordinaria. Se trata del examen de concien-
cia, que nosotros hemos convertido en una especie de
examen moral y jurídico. Evidentemente, todos nosotros
tenemos un trabajo excesivo, y hace ya muchísimo tiem-
po que lo hemos abandonado, porque no lo hemos en-
tendido correctamente. Pero, si lo entendiéramos como
es debido, veríamos que el examen de conciencia consis-
te en que, tras haber estado atareada todo el día, la per-
sona, por así decirlo, vuelve en sí y se pone la mano en
el corazón. Haya obrado el bien o el mal, considera
ambas cosas exclusivamente en relación a Dios: «Te
ofrezco el mal que haya hecho, Señor, a fin de que sea
para ti ocasión de manifestar tu amor y tu poder. Y
te ofrezco también el bien que haya podido hacer, por-
que reconozco en él tu obra». En esto consiste el exa-
men: en ponerse en el lugar debido.
Y lo mismo podríamos decir de los consejos de
todo tipo que se nos dan acerca de la oración. No se
trata de hacerse esclavo de dichos consejos, que lo úni-
co que pretenden es liberar, sino de comprender su fi-
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 69

nalidad, que no es otra que la de provocar ese necesario


posicionamiento.

b) Salir de uno mismo

Junto a la aceptación de sí, hay una segunda línea


de fuerza que recorre todos los Ejercicios y que, a mi
modo de ver, consiste en salir incesantemente de uno
mismo, sin lo cual se corre el peligro de que la libertad
se desarrolle exclusivamente para gozar de sí misma.
Este salir de uno mismo se ve favorecido por la actitud
a que induce siempre la «oración preparatoria», en la
que, antes que cualquier otra cosa, pido a Dios «que
todas mis intenciones, acciones y operaciones sean pu­
ramente ordenadas en servicio y alabanza de su divina
majestad» (n. 46). Es una especie de recuperación cons­
tante del «Principio y fundamento», en el que me
ofrezco a Dios y expreso mi deseo de ser perfectamente
libre respecto de todo lo demás.
San Ignacio vuelve a invitar a este «salir de uno mis­
mo» cuando, en los coloquios de la segunda Semana, nos
pide que nos ofrezcamos a un mayor desprendimiento
de nosotros mismos en la pobreza. La «suma pobreza»
(n. 147) y el «desear más de ser estimado por vano
y loco» (n. 167) son expresiones, cada vez más intensas,
de una libertad que se ha decidido no recobrar, ni
siquiera en las obras aparentemente más simples. La
libertad se torna intransigente consigo misma, decidida
a poner completamente en claro sus intenciones e in­
cluso sus repugnancias, sus «afecciones desordenadas»
y todo cuanto podamos experimentar que obstaculiza
en nosotros los caminos de la libertad y del amor.
Con respecto a este salir de uno mismo, podría­
mos, evidentemente, repetir lo que decíamos acerca del
examen de conciencia concebido como un constante fil-
70 EL C A M I N O ESPIRITUAL

trado de los pensamientos mediante el recuerdo fre-


cuente del Señor Jestis, de suerte que todo lo que pien-
so y deseo, todas mis intenciones, pasen no por el filtro
psicológico, sino por el filtro de la presencia del Señor
que vive en mí. Consiguientemente, todo cuanto descu-
bro en mí de odio, de amargura, de pereza, de sensuali-
dad... lo reconozco y lo asumo, pero no para desani-
marme (porque sé perfectamente que no conseguiré li-
berarme de ello por mí mismo), sino para exponerlo
a la acción de la gracia de Dios. El salir de uno mismo
se traduce entonces en una actitud de presentar cons-
tantemente la propia vida al Señor, cuya fuerza experi-
mento en medio de mi propia debilidad. De este modo,
el examen diario de conciencia se convierte para noso-
tros en una especie de posicionamiento perpetuo en
nuestra fe en Jesucristo; un posicionamiento, práctica-
mente sacramental, por el que, desde el fondo de nues-
tro corazón, damos al Señor todo cuanto somos, para
que él nos dé lo que él es. Nosotros le damos nuestro
cuerpo, y él nos da el suyo. Nos ponemos en nuestro
lugar de creaturas, dependientes de nuestro Creador, y
le damos lo que somos en nuestra vida diaria, a fin
de que todo ello sea para él ocasión de manifestar el
poder y la gratuidad de su amor.
He ahí el intercambio, el posicionamiento y el cons-
tante volver en sí que se producen en lo que hemos
llamado «salir de uno mismo». Porque, como dice san
Ignacio, «piense cada uno que tanto se aprovechará
en todas cosas espirituales, cuanto saliere de su propio
amor, querer e interés» (n. 189). Todo lo demás es li-
teratura piadosa, carente de todo valor.
Tal es el rigor de Ignacio. Y, evidentemente, a la
larga, todo ello supone una profunda purificación del
ser. Por supuesto que existe el peligro del voluntaris-
mo; pero hay que saber conservar la flexibilidad y com-
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 71

prender que, en lugar de replegarse constantemente so-


bre sí mismo, sin que ocurra nada digno de reseñar, lo
importante es aceptarse a sí mismo para darse a otro y
olvidarse de sí cada vez más. Equilibrio entre la liber-
tad y la gracia: he ahí la formación en la verdadera li-
bertad.

c) Apertura del corazón

Queda todavía por examinar un último punto de


esta formación en la libertad: la apertura del corazón,
de tal capital importancia en los Ejercicios, sea cual sea
el modo de darlos. Por supuesto que el abrir el propio
corazón a un ejercitador o a un «director espiritual»
supone un acto de humildad, lo mismo que el no fiarse
del propio juicio y pedir ayuda a otra persona. Este tipo
de 'comportamiento revela una excelente disposición,
pero, en definitiva, apenas llega al fondo de las cosas.
Yo creo que la apertura profunda de conciencia ha de
afectar a la realidad misma de nuestro ser de cria-
turas.
Hablando san Ignacio de la materia de la elección,
dice algo que a mí me gusta particularmente: «Es ne-
cesario que todas cosas de las cuales queremos hacer
elección... militen dentro de la santa madre Iglesia
jerárquica» (n. 170). Es mi libertad la que debe com-
prometerse; pero se trata de una libertad que se sabe
esencialmente creada y limitada. La libertad sólo es au-
téntica cuando ha asumido sus limitaciones de criatura
delante de Dios. Y una manera de asumir dichas limita-
ciones consiste en saberse miembro del grupo en el que
uno vive, de la humanidad de la que es solidario, y de
esta Iglesia a la que pertenece y con la que se identi-
fica. Por eso no es posible hacer elección sobre cual-
quier cosa; primero habré de ser plenamente yo mis-
72 EL C A M I N O ESPIRITUAL

mo, plenamente libre, situarme en la comunidad de la


Iglesia y aceptar someterme previamente a su manera
de ser. No existe verdadera elección cuando uno pre­
tende ser independiente de toda inspiración, de todo
influjo y de toda norma. Es de capital importancia que
la libertad que se embarca en la elección sea una li­
bertad que previamente se ha «situado». Y yo creo que
la apertura de conciencia es un medio excelente de vi­
vir este misterio de la Iglesia de la que somos solida­
rios.
Si tuviera que analizar en toda su profundidad el
intercambio que se produce entre ejercitador y ejercitan­
te, yo diría que en él nos hallamos en el centro mismo
del misterio de la Iglesia, dado que nadie vive solo,
sino en una constante relación — y relación privilegia­
da— que le permite manifestar que no se pertenece a
sí mismo. Esta libertad que se abre y aprende a some­
terse a la gracia, a fin de entregarse por entero al amor,
se convierte entonces en libertad espiritual.
Y es oportuno recuperar aquí, cuando dicha libertad
ha alcanzado su madurez, la célebre expresión de san
Agustín: «Ama y haz lo que quieras». Naturalmente, no
debe olvidarse el contexto en el que Agustín emplea
esta expresión. El amor, unas veces será duro, y otras
tierno. Podrá ocurrir que el amor impulse a realizar una
acción dolorosa, pero lo importante es que dicha acción
provenga de lo más profundo del amor. En toda mi
vida, yo sólo he dado dos bofetadas, pero puedo asegu­
rar que ambas estuvieron bien dadas. Y nunca he la­
mentado haberlas dado, porque las di en frío, aparte
de que la persona que las recibió me dijo más tarde
que yo había obrado bien y que, además, le había ser­
vido para desbloquearse. «Ama y haz lo que quieras».
Lo cual significa: sé lo bastante libre en lo más pro­
fundo de ti mismo (es decir, desinteresado de tu bus-
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 73

queda personal), habitúate a salir constantemente de ti


mismo, tanto en tu oración como en tu acción, de tal
modo que puedas entregarte a la libertad de tu inspi­
ración. Entonces poseerás esa capacidad de discerni­
miento interior y espontáneo que te permita, sin nece­
sidad de excesivas reflexiones, ser justo. Gracias a la
práctica fiel del examen de conciencia, tal como lo he­
mos propuesto, tu corazón se acostumbrará a salir de sí
mismo, y de ese modo podrás vivir a gusto y con li­
bertad en cualquier tiempo y circunstancia y podrás ha­
llar a Dios en todas las cosas.
Por lo que se refiere al modo de ser aplicada al
objeto de la elección, esta libertad es una libertad trans­
parente, firme y flexible a un tiempo, abierta a todo
tipo de repercusiones, sea lo que sea lo que se aborde.
Has decidido hacer tal cosa y has querido hacerlo jus­
tamente a la manera de Dios, con absoluto desinterés
de ti mismo; por lo tanto, al día siguiente eres capaz
de hacer exactamente lo contrario de lo que hacías la
víspera, porque, respecto de tus decisiones, conservas
la profunda flexibilidad del Espíritu. Es a este estado
de libertad al que apuntan los Ejercicios. Y si la línea
de éstos es tan rigurosa, y la renuncia que exigen tan
profunda, sólo es para hacer posible dicha libertad, cuyo
fruto maduro es la Elección. Esto es lo que tenía yo que
decir acerca de la pedagogía de la libertad en relación a
la pedagogía de la oración.

3. Pedagogía de la durabilidad

Queda por ver un tercer aspecto de la pedagogía es­


piritual de los Ejercicios que se desprende obviamente
de cuanto acabamos de decir. Tanto al hablar de la pe­
dagogía de la libertad como al hablar de la pedagogía de
74 EL C A M I N O ESPIRITUAL

la oración, nos hemos referido a lo que hemos denomi-


nado una «evolución», es decir, al aspecto temporal o
de «durabilidad». Al Espíritu Santo no se le fijan pla-
zos. Viene cuando él quiere y nos lleva adonde le place.
Y para seguirle hay que aprender la paciencia frente a
los días, que pasan sin cesar, y las limitaciones que eri-
zan de obstáculos nuestro camino. Cuando disponen de
esta paciencia, tanto el ejercitante como el ejercitador
experimentan, cada cual por su lado, una gracia que
sólo se concede a una libertad siempre dispuesta y ja-
más imperativa. He ahí el tercer aspecto de esta peda-
gogía de los Ejercicios: el respeto profundo a la dura-
bilidad, al condicionamiento temporal.
Es preciso introducirse en una dinámica espiritual
en la que es menester dejarse conducir. Este es, real-
mente, el importante papel que desempeñan, cada cual
en su lugar, ejercitador y ejercitante: dejarse conducir.
Recuerdo ahora a la señora Daniélou, una excelente edu-
cadora que fundó en Francia el Colegio de Santa María.
En cierta ocasión quiso que las chicas mayores de su
colegio hicieran unos Ejercicios, y su hijo le sugirió mi
nombre. Después de darlos durante un par de años, le
dije a la señora Daniélou: «Quisiera pedirle que encar-
gara usted a otro; ¿por qué ha de darlos siempre el
mismo?» Y ella me dijo algo que no he podido olvidar:
«Porque usted conduce al ejercitante. Otros suelen sol-
tar su rollo y, cuando todo ha terminado, se marchan...
¡y allá se apañen las ejercitantes! Pero usted las toma
desde el principio, les da materia para avanzar durante
el tiempo, media entre charla y charla, vuelve a tomar-
las tal como son y, de este modo, las va usted condu-
ciendo poco a poco». La preocupación profunda del
ejercitador debe ser, verdaderamente, la de «conducir
al ejercitante», no sólo la de saber lo que sucede du-
rante la oración, sino saber también lo que el ejercitante
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 75

vivencia entre sus diferentes oraciones, especialmente


cuando se hacen los «Ejercicios en la vida corriente».
En suma, se trata de saber lo que el ejercitante vive ha-
bitualmente a la luz de lo que ha vivido en la oración.
Es importante que el ejercitante capte la coherencia
y la continuidad profundas que existen entre las diversas
meditaciones. Una de las principales preocupaciones del
ejercitador debe ser la de hacer sentir al individuo o al
grupo que no hay ningún tipo de discontinuidad cuando
se cambia de tema; cuando, por ejemplo, se pasa del
Principio y fundamento a la primera Semana. Desde el
punto de vista conceptual, se trata, evidentemente, de
dos temas distintos; pero sucede lo mismo que con el
«Credo»: no se puede suprimir ningún artículo del mis-
mo sin que se resienta el conjunto, o sin hacer del
«Credo» una serie de afirmaciones intelectuales. Es
igualmente importante que el ejercitador se adelante y
prevenga al ejercitante, haciéndole tomar conciencia
de la mencionada continuidad. ¡Cuántas veces he es-
cuchado la siguiente reflexión: «Pensaba ir a verle a
usted a las once de la mañana, pero en los puntos que
ha dado a las diez ha respondido usted a las preguntas
que pensaba hacerle»! Indudablemente, todo ello es
producto de la experiencia, que, mediante un lenguaje
sencillo y directo, permite obviar, antes de que afloren
a la superficie, las dificultades que normalmente se pre-
sentan.

a) Experiencia de las consolaciones y las desolaciones

Ese perdurar en la gracia —pues de eso se trata, en


realidad— es algo que se aprende, según dice el propio
Ignacio, gracias a la experiencia de las consolaciones y
las desolaciones. Ahí es donde se aprende a perdurar,
76 EL C A M I N O ESPIRITUAL

y en ese perdurar se aprende la gracia. Permítaseme


aducir un insignificante ejemplo.
Me encontraba yo dando mis primeros Ejercicios
de diez días a seminaristas, entre 1957 y 1958. Y siem-
pre recordaré a un joven de 23 ó 24 años, alto y bien
parecido, a quien le asustaba un tanto la idea de pasarse
diez días en absoluto silencio y con cuatro meditaciones
diarias. La noche del primer día vino a verme y me
dijo: « ¡Tengo que decirle que es fantástico! Jamás ha-
bría creído que fuera tan fácil. Me he pasado el día en-
tero haciendo oración». Estaba radiante, pero yo pen-
saba para mí: «Espera y verás, amigo, cuando las co-
sas te vengan mal dadas...» De hecho, al día siguiente
se encontraba absolutamente desanimado y dispuesto a
marcharse: «Lo que hacemos aquí no sirve para nada;
haríamos mejor dedicándonos a otra cosa».
Y es que, evidentemente, hay que aceptar pasar por
la experiencia de las consolaciones y las desolaciones, y
esa experiencia no puede hacerla nadie en lugar de otro.
Tanto en el caso de las desolaciones como en el de las
consolaciones es preciso aprender a rebasar el estado
afectivo en que uno se encuentra. Si te encuestras en
desolación, sigue avanzando como puedas y trata de
mantenerte en la fe. Cuando menos lo pienses, percibi-
rás que Dios está contigo. — S í , eso se dice fácilmente,
pero ¡ya querría yo verle a usted en mi pellejo! —Por
supuesto que yo no estoy en tu pellejo y no puedo ex-
perimentarlo en tu lugar; pero ya verás cómo, de re-
pente, como dice el Deuteronomio, caes en la cuenta
de que Dios te ha hecho caminar por el desierto du-
rante cuarenta años dando vueltas en redondo, a fin
de que durante ese tiempo aprendieras que tus pies no
se han hinchado ni tus vestidos se han hecho jirones.
Dicho de otro modo: habrás aprendido la presencia de
Dios en la gracia, suceda lo que suceda. Por otra par-
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 77

te, en los momentos en que las cosas parecen ir sobre


ruedas, aprenderás que es preciso que, como dice san Ig-
nacio, «en cosa ajena no pongamos nido» (n. 322). No
deberás creer apresuradamente que las cosas suceden
sin más. Aprenderás a dar gracias a Dios tanto en un
caso como en el otro. De este modo, a partir de la si-
tuación sentimental o intelectual en que te encuentres
concretamente, te verás llevado incesantemente a tras-
cender el momento en que te encuentras y a superar la
tristeza o la satisfacción que sientes. Y así experimen-
tarás cómo la gracia actúa en el tiempo, y poco a poco,
superando las oscilaciones de tu sensibilidad interior,
aprenderás a vivir en paz, pero no la paz de quien huye
de la realidad o la ignora, sino una paz constructiva: la
firme y sólida paz de quienes se han asentado en la fe.
Y de ese modo, cuando lleguen los momentos difíciles,
podrás al menos sostenerte en pie.
Una religiosa que habría tenido todos los motivos
del mundo para abandonar su Congregación me decía:
«¿Sabe usted? Cada vez que me entran ganas de mar-
charme, entonces, en esos momentos de tristeza, pongo
en práctica sus excelentes principios. Trato de resistir
y me digo a mí misma: en medio de la niebla no se
puede decidir. Entonces me mantengo hasta que recu-
pero la paz y, una vez recuperada la paz, caigo en la
cuenta de que tengo suficiente gracia de Dios para pro-
seguir». He ahí cómo se aprende a no apoyarse en uno
mismo, sino en Dios. Pero esto sólo puede hacerse en
la prueba, en esa gran prueba de la gracia que actúa
en el tiempo. Y es en este aprendizaje en el que nos
forman los Ejercicios, sobre todo en el tiempo de Elec-
ción.
78 EL C A M I N O ESPIRITUAL

b) Experiencia de la Elección

La Elección, efectivamente, es un momento privile-


giado para aprender a perdurar. ¡Cuántas elecciones se
hacen apresuradamente! Recuerdo a un joven religioso
que, al cabo de unos cuantos años de vida religiosa, de-
cidió abandonar. Yo le había conocido tiempo atrás, y
por eso le ayudé a tomar su decisión. «¿Quiere usted,
me dijo, que le enseñe la elección que hice durante los
Ejercicios que hice al acabar mis estudios en el cole-
gio?» Me mostró sus papeles y luego me preguntó:
«¿Qué piensa usted de todo ello?» «No sé —le res-
pondí— lo que te habría dicho hace unos años, cuando
decidiste hacerte religioso, pero sí sé perfectamente lo
que te diría ahora: que todas las razones 'a favor' y to-
das las razones 'en contra' que ahí aduces no tienen
ningún valor. En esos papeles hablas como si fueras
un libro; eres el reflejo —expresivo y caluroso, por lo
demás— de las palabras que escuchaste al ejercitador.
Basta con someter a alguien durante unos días a una
atmósfera suficientemente caldeada para que, con tal
de que el ejercitador tenga un poco de 'gancho' y de
dinamismo y quiera imponerse mínimamente, haga de
los ejercitantes lo que quiere. Entonces las vocaciones
nacen como hongos, pero no se mantienen más de diez
años, porque se han fundado en una especie de genero-
sidad ardiente y precipitada que ha sido racionalizada a
base de razones 'a favor' y razones 'en contra', pero que
no han surgido de la libertad profunda de esos adoles-
centes. Evidentemente, el Espíritu Santo, a pesar de
todo, acaba desembrollando el lío».
La Elección no es asunto de racionalización ni de
voluntad. La Elección, como decía más arriba, es verda-
deramente la «recogida de un fruto maduro». Una elec-
ción apresurada tiene el peligro de ser un fruto seco o
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 73'

de no ser el fruto que Dios quiere darnos. Pensemos,


por ejemplo, en una religiosa de 45 años, sumamente
activa y seducida por un deseo de vida contemplativa,,
que pretende hacer realidad inmediatamente su deseo.
En el fondo, lo de menos es que pertenezca a una Or-
den de vida activa o de vida contemplativa. Ese estado
de sobreexcitación, de voluntad imperativa de llegar a
todo y de hacer realidad inmediatamente sus proyectos,
le impide pertenecer sosegadamente a Dios dondequie-
ra que se encuentre. Esto es lo que ella necesita descu-
brir; pero esto no se descubre haciendo una lista de
razones «a favor» y razones «en contra», sino descen-
diendo a lo más profundo del propio ser mediante todo
un proceso interior. ¿Bastarán unos Ejercicios para per-
mitirla descubrirlo? Una vez más, digamos que al Espí-
ritu Santo no se le imponen leyes. No se hace una Elec-
ción apresuradamente. Tal vez esa religiosa necesite re-
correr un largo camino interior para descubrir dónde
está el verdadero obstáculo que bloquea su paz.
¡Qué admirable resulta aquel hombre de 62 años
que disfrutaba de una excelente situación en Francia y
se convirtió en el ocaso de su vida! Había perdido a su
esposa, y de pronto pensó en consagrar su vida a Dios
en un monasterio. Pero necesitó el largo proceso de
purificación de los Ejercicios pata caer en la cuenta de
que el asunto no era tan simple. Se trataba de que des-
cubriera, por el modo en que lo deseaba, que tal vez
lo mejor en sí no era lo mejor para él. Y acabó com-
prendiendo que tenía que afrontar de otra manera su si-
tuación en el mundo. ¿Una vocación malograda? ¡Al
contrario! La verdadera vocación de Dios se manifiesta
en la aceptación radical del ideal absoluto, pero a condi-
ción de que se consiga desear ese ideal en la más absolu-
ta calma, con una profunda paz y desde una actitud
de entrega incondicional.
80 EL C A M I N O ESPIRITUAL

«No tengo duda alguna de que quiero ser trapense.


Pero comprenderá usted que, mientras no esté seguro,
pienso seguir como si tal cosa». Recuerdo muchas veces
a aquel apuesto muchacho que me decía esto, hace ya
más de veinte años, en unos ejercicios. Y recuerdo que
pensé: «te veo en la Trapa antes de lo que crees...»
Lo de menos es que se trate de la Trapa o de cual-
quier otra cosa; lo importante es estar allí donde Dios
quiere que estemos. Dicho de otro modo: no convirta-
mos en asunto nuestro el objeto de nuestros deseos. La
Elección la recibimos, y descubrimos la acción de Dios
en nosotros. Lo cual requiere tiempo, porque la gracia
de Dios actúa en el tiempo para purificar todas nuestras
secretas motivaciones, descubrirnos poco a poco a noso-
tros mismos en nuestra profunda libertad y llevarnos
aún más lejos. De una parte y de otra —de parte del
maestro, si se me permite la expresión, y de parte del
discípulo—, de parte del acompañante y de parte del
acompañado, ello exige una enorme dosis de humildad.

c) Experiencia en el acompañante

También el maestro o «acompañante» debe apren-


der cómo actúa la gracia en el tiempo, en la «durabi-
lidad». Y esto lo aprende a costa suya, en la manera
de proponer los Ejercicios, que deberá ser más suge-
rente que explicativa, por lo que deberá aceptar dete-
nerse a tiempo. «¿Por qué no habla usted durante más
tiempo? ¿Por qué no da usted más explicaciones?» El
acompañante ha de adoptar un método de exposición
más progresivo que inmediato, consciente de que lo
que se dice al principio sólo será comprendido al final.
Es el estilo mismo de la Escritura, el estilo de Dios,
que consiste en avanzar progresivamente, sin necesidad
de decirlo todo. Por supuesto que, al final, la gente
LA P E D A G O G I A ESPIRITUAL 81

dirá: «¿Por qué no lo dijo antes?» Y la respuesta es:


« ¡Para que lo descubrierais por vosotros mismos! »
A este propósito, hemos de decir algo acerca de las
entrevistas entre ejercitante y ejercitador. El director de
unos Ejercicios no necesita saberlo todo, como dice san
Ignacio, sino tan sólo lo imprescindible para poder de-
cir al ejercitante la palabra clara y positiva que le per-
mita avanzar. Por eso ha de estar «informado fielmente
de las varias agitaciones y pensamientos que los varios
espíritus le traen» (al ejercitante), pero no necesita sa-
ber sus pecados (n. 17). Lo importante es identificar
lo que Dios hace, y tener la libertad de decirle al ejer-
citante en determinados momentos: «¿Estás seguro de
que eso es obra del Espíritu Santo?» De este modo, y
gracias a la acción recíproca del mutuo intercambio, el
ejercitante llega a discernir, por deducción, lo que el
Espíritu desea hacer; y aun cuando haya días en los que
resulte evidente que el ejercitante no ha de llegar mu-
cho más lejos, el ejercitador no debe intentar forzar su
postura, sino que deberá callarse: ya volverá mansa-
mente... Nunca son buenas las prisas por palpar los re-
sultados, como si éstos dependieran del ejercitador.
La profunda paz anímica que debe poseer el ejercita-
dor no es fruto de la mera resignación ni de la pura pa-
sividad de un amigo al que se le puede decir todo. Cons-
ciente, por supuesto, de que tiene un papel que desem-
peñar, y sin incurrir en falsas modestias ni en falsas
humildades, el ejercitador encuentra su gozo en cola-
borar en la obra del Espíritu, que actúa en el tiempo.

Conclusión

A modo de conclusión, es preciso reconocer que la


pedagogía que acabamos de describir (con sus tres as-
pectos de oración, libertad y durabilidad) nos introduce
82 EL C A M I N O ESPIRITUAL

en algo que nos rebasa: en la obra del Espíritu Santo.


Por eso, nuestra presencia en dicha obra será tanto ma­
yor cuanto mejor y más alegremente aceptemos vernos
rebasados. Hay maneras de dar los Ejercicios que obsta­
culizan la acción del Espíritu Santo. La perfección pre­
tendida por el hombre debe dejar paso a la perfección,
todavía desconocida por nosotros, a la que el Espíritu
nos guía. Y es aquí donde los Ejercicios, al igual que
la oración litúrgica, adquieren todo su significado, ayu­
dándonos a situarnos en ese plano de la gracia; una
gracia que le es constantemente ofrecida a la libertad;
y una libertad que se ofrece a la gracia.
Iii
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X)
M
G
C
2
Desde el I Congreso de los Cahiers de Spiritualité
Ignatienne, en 1977, ha sido costumbre invitar a los
participantes a manifestar su reacción ante las ponencias
presentadas. Por lo general, suele hacerse en forma de
grupos de trabajo, más o menos numerosos, bajo la guía
de un animador. Este método permite expresarse a todo
el mundo y garantiza una mejor comprensión del tema
sometido a estudio. Al final de sus sesiones, cada grupo
presenta a la asamblea plenaria una o dos preguntas a
las que el ponente habrá de intentar responder.
Pero el crecido número de participantes en este Con­
greso hizo prácticamente imposible recurrir a dicho mé­
todo. Por eso tuvimos que idear otro modo de hacerlo.
Inspirándonos, pues, en el método de las «buzz-se-
ssions», pedimos a los congresistas que se dividieran
en multitud de grupos de dos o tres personas, según
las afinidades, para dialogar, reaccionar, discutir y, por
último, llevar a la asamblea plenaria las preguntas que
quisieran hacer al P. Laplace. Este método se reveló
sumamente provechoso, en opinión de algunos, porque
permitió una participación más numerosa e intensa. El
único inconveniente fue el número de preguntas (más
de ciento veinticinco) llevadas al pleno, lo cual supuso
una verdadera pesadilla para la comisión encargada de
hacer la selección. Y aunque el P. Laplace, lógicamente,
no pudo responder a todas las preguntas, resultará inte­
resante, sin duda, ofrecer aquí un resumen. Será una
86 EL C A M I N O ESPIRITUAL

especie de fotografía de lo que los participantes tenían


en mente al concluir la primera jornada del Congreso.
Una primera serie de preguntas de carácter general,
que desbordaban el tema del Congreso, se referían a
Ignacio, a la espiritualidad ignaciana y a los Ejercicios.
¿Hasta qué punto es preciso conocer a Ignacio y refe-
rirse a su vida y a su experiencia espiritual para hacer
debidamente los Ejercicios? ¿No basta con referirse a
Jesucristo? El hecho de considerar los Ejercicios inde-
pendientemente de toda espiritualidad, ¿no significa, en
realidad, asimilar espiritualidad cristiana y espiritualidad
ignaciana? ¿En qué consisten los «ejercicios leves» (n.
18)? ¿Debe darse todo el proceso completo de las cua-
tro Semanas en unos Ejercicios de ocho o diez días?
¿A qué se debe la importancia que se concede hoy a
los «Ejercicios en la vida corriente»? ¿En qué consiste
la «indiferencia», el «magis», los «binarios», la «volun-
tad de Dios», el «discernimiento»...? ¿Favorecen los
Ejercicios el compromiso en favor de la justicia junto
a los pobres y los oprimidos?
Otras preguntas se referían más concretamente a las
ponencias del P. Laplace y retomaban sus principales
puntos: Biblia y Ejercicios (¿qué hacer si el ejercitante
no está versado en la Biblia?; pasividad y actividad en
el «acompañamiento» (rigor y flexibilidad; gracia y li-
bertad; no tomar, sino recibir...); sentido espiritual
(¿en qué consiste exactamente?; ¿qué lugar ocupa entre
racionalismo y sentimentalismo?; ¿cómo desarrollarlo?;
¿cuáles son las relaciones entre, por una parte, el sen-
tido espiritual y el «sentir» ignaciano y, por otra, el
discernimiento?). Algunas preguntas sobre la oración
(¿cómo debe entenderse lo de «pasar de la cabeza al
corazón»: «discurrir con el entendimiento y acabar con
la voluntad» [n. 5 2 ] ? ) hacían desear la ponencia del
día siguiente, que trataría de ello más en concreto.
«MESA REDONDA» 87

Pero fueron los problemas relativos al «acompaña-


miento» los que merecieron más atención por parte de
los congresistas. Se hicieron preguntas acerca de la ne-
cesidad del «acompañamiento» en los Ejercicios, de la
frecuencia de las entrevistas con el «acompañante» y
del papel de éste con respecto a la acción del Espíritu
(¿hasta qué punto debe el «acompañante» mantenerse
al margen y en silencio?; ¿cómo puede favorecer ese
«paso de la cabeza al corazón»?), de la selección que
hay que realizar (¿cuándo está la persona preparada
para comenzar los Ejercicios?; ¿quiénes son los desafor-
tunados a quienes se les niega la posibilidad de hacer
los Ejercicios completos?; ¿pueden darse los Ejercicios
a gente joven?; ¿están reservados a una «élite» de per-
sonas «cultivadas»?), de la formación que hay que dar
al ejercitador (cualidades requeridas, formación psicoló-
gica y espiritual, etc.) y de determinados puntos concre-
tos de los Ejercicios (¿cómo presentar la meditación del
infierno?; ¿cómo introducir en la difícil segunda Se-
mana?; ¿cómo concluir debidamente los Ejercicios sin
escamotear la cuarta Semana?).
La tarea de animar la sesión plenaria le fue enco-
mendada al P. Bernard Bélair, que cumplió su cometido
con gran acierto y supo escoger las preguntas apropia-
das y hacérselas al P. Laplace en el grato clima familiar
de una conversación.

¿Qué quiere decir exactamente Ignacio cuando ha-


bla de desarrollar los sentidos espirituales?

No creo que Ignacio hable de «desarrollar los sen-


tidos espirituales, sino de la «aplicación de sentidos».
Lo que ocurre es que, como antaño yo estudié deteni-
damente la enseñanza de los Padres, en especial los de la
Iglesia griega, descubrí un punto de vista más amplio
88 EL C A M I N O ESPIRITUAL

que el de Ignacio cuando habla de la aplicación de sen-


tidos: el de los sentidos espirituales. Existe toda una
tradición de la Iglesia acerca de la formación de los
sentidos espirituales a partir del bautismo. Por citar a
un autor de dicha tradición, me referiré al libro que se
aconsejaba a los maestros de novicios en los primeros
tiempos de la Compañía de Jesús y que había sido es-
crito por un tal Diadoco, obispo de Fotike, un monje
del siglo V del que no sabemos sino que escribió un
pequeño libro titulado Cien capítulos sobre la perfec-
ción espiritual. He de confesarles que este librito me ha
resultado muy útil para tomar conciencia de que, al
igual que tenemos un organismo físico, tenemos tam-
bién un organismo espiritual que nos hace connatura-
les con la realidad espiritual, de suerte que el bautiza-
do que desarrolla esos sentidos consigue percibir la rea-
lidad espiritual, del mismo modo que quien posee el
sentido de la vista percibe la realidad de las cosas vi-
sibles, o quien posee el sentido del gusto puede decir a
la primera: «este vino es un Burdeos de tal año», mien-
tras que el que no tiene esta capacidad se limitará a
beber sin decir nada al respecto. Pues bien, el sentido
espiritual es una especie de organismo recibido en el
bautismo que hace que, por emplear la expresión de san
Pablo, el bautizado posea ese tacto afinado que le per-
mite discernir lo mejor sin necesidad de hacer interve-
nir a su inteligencia... Eso es, en el fondo, el sentido
espiritual. Como digo, Ignacio no habla directamente
de estos sentidos espirituales, pero yo creo que toda la
dinámica de los ejercicios supone la activación de este
sentido interior, que nos hace cada vez más sensibles
a la realidad espiritual. Por eso es por lo que el discer-
nimiento de espíritus no es, en el fondo, más que la
aplicación de dicho sentido interior. El discernimiento
de espíritus nos enseña a desarrollar en nosotros mis-
«MESA REDONDA» 39

mos ese sentido que poseemos y que hace que, al cabo


de cierto tiempo, «sintamos» las cosas mediante la ex-
periencia. Esto es lo que se me ocurre decir a propósito
de la aplicación de sentidos, que es la expresión propia
de Ignacio, y a propósito de los sentidos espirituales, de
los que no habla directamente Ignacio, aunque pueden
darse por supuestos en toda su doctrina y, de manera
muy especial, en la práctica del discernimiento de espí-
ritus.

He aquí otra pregunta que va en el mismo sentido:


¿Cómo desarrollar ese sentido espiritual? Según creo,
ha mencionado usted que la pedagogía de los Ejercicios
ayuda a ajinar y desarrollar ese sentido espiritual. ¿Me
equivoco?

La pedagogía de los Ejercicios se funda precisamen-


te en esa capacidad que posee el ser cristiano de «sen-
tir» a Dios y es la que da al cristiano que hace los Ejer-
cicios el medio de desarrollar ese sentido espiritual. Es
ahí donde —incluso casi con independencia del sujeto
que haga los Ejercicios— la materia en la que éste se
halla inmerso (y en particular la materia de la segunda
Semana) le enseña a realizar ese discernimiento objeti-
vo al que yo me refería cuando hablaba de la medita-
ción de las dos Banderas; es decir, le enseña a reconocer
la realidad que subyace a las apariencias. Tómense, por
a
ejemplo, los cuatro primeros capítulos de la 1. Carta a
los Corintios, donde —con una palabra que, evidente-
mente, sólo resulta «bárbara» a quienes ignoran el grie-
go— compara Pablo a los «psíquicos» con los «pneu-
máticos». Los «psíquicos» son personas que juzgan las
cosas únicamente con la razón, mientras que los «pneu-
máticos» son quienes juzgan las cosas con el «pneuma»,.
es decir, con el Espíritu Santo que les ha sido dado.
30 EL C A M I N O ESPIRITUAL

Los «psíquicos» no pueden comprender la realidad


de la cruz del Señor, porque es algo que les rebasa.
Ante la cruz del Señor y la manera en que Dios viene a
nosotros, el «psíquico», aunque haga uso de toda la ra-
zón y toda la reflexión del mundo, se verá rebasado y
dirá: « ¡No es posible! » De la misma manera que un
Platón, por ejemplo, ante la eventualidad de una Encar-
nación, de un Dios que se hace carne, dirá: « ¡Es impo-
sible! » Mientras razone con la razón natural, el «psíqui-
co» sólo podrá decir: «Es 'alogos', es irracional». Como
decimos nosotros: no tiene sentido. Así es el hombre
«psíquico»: irreconciliable con la realidad de Dios tal
como se da en Jesucristo.
El «pneumático», por el contrario, el que es instrui-
do por el Espíritu de Dios, ante el misterio, por ejem-
plo, del nacimiento virginal, accederá inmediatamente
—al igual que la Virgen— a esa realidad de Dios, por-
que •—gracias a todo un proceso de «afinamiento» inte-
rior y gracias, concretamente, a su disposición orante,
creyente, de entrega confiada a Dios, de educación pro-
gresiva en la fe— será sensible a la realidad espiritual
que le sea presentada por la fe. De manera análoga
—por poner otro ejemplo—, Pascal, en sus Pensa-
mientos, habla del envilecimiento que nosotros decimos
detectar en la Encarnación y en la Cruz de Cristo, y
formula esta sorprendente frase, que sólo puede ser di-
cha por alguien que posea ese sentido espiritual de la
realidad cristiana: «No hay razón para escandalizarse
por un envilecimiento inexistente». Para el cristiano,
la cruz no constituye una vergüenza; ante el misterio
de Cristo crucificado, aquel a quien el Espíritu Santo
ha formado interiormente y posee su unción no puede
decir: « ¡Dios mío, qué horror, qué espanto! » Su afi-
nado sentido espiritual, formado poco a poco en la ora-
ción y la contemplación, le permite decir, por el contra-
«MESA REDONDA» 91

rio: «Por supuesto que es algo duro y difícil de sopor-


tar, pero ahí está Dios». En los momentos difíciles de
su vida, ¿no han experimentado ustedes que vivían en
dos planos distintos? Está, por una parte, ese plano
superficial de tumulto interior, de la angustia de vivir,
del trato imposible, de las personas insoportables y de
todo lo demás, de todo cuanto nos molesta en la exis-
tencia; y, sin embargo, cuántas veces se oye decir: «He
pasado por momentos de enorme tristeza y hastío; pero,
a pesar de todo, he tenido la profunda experiencia de
que la paz no me abandonaba». He ahí el sentido espi-
ritual que, en medio de las tergiversaciones y los eno-
jos de la existencia, permite vivir profundamente en
paz. Es este sentido espiritual el que transmite el Se-
ñor a sus Apóstoles durante el discurso de después de
la Ultima Cena. Tendréis dificultades en el mundo —les
dice—, y el mundo creerá haberos destrozado, y seréis
encarcelados, y asesinados, y pensarán que el cristianis-
mo ha desaparecido; pero, dado que viviréis del Espí-
ritu que yo os voy a dar, asistiréis, en medio de todo
el sufrimiento que habrá de rodearos, a un alumbra-
miento. Cuando da a luz, la mujer no cabe en sí de
gozo por haber traído al mundo a un ser humano, y ello
no se debe a ninguna reflexión natural, sino al desarro-
llo del sentido espiritual. Ustedes se preguntan: «¿Có-
mo se desarrolla ese sentido?» Pues gracias a la prácti-
ca de la oración, y en especial la oración sobre la Escri-
tura; y gracias también al esfuerzo constante por vivir
interiormente esa realidad de la Palabra de Dios que
nos ha sido dada.

Dada la dificultad que entraña para una persona


«psíquica» entrar en los Ejercicios, es inevitable pre-
guntarse: ¿Quiénes son las personas aptas para hacer
92 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

los Ejercicios completos? ¿Están acaso reservados a una


«élite»?

Es una interesante pregunta, porque se trata de una


dificultad con la que suelen topar personas que no co-
nocen los Ejercicios o que tienen de éstos la idea de
que son algo bastante misterioso. Y entonces dicen: «Sí,
claro, pero yo no tengo la formación intelectual que se
requiere para hacerlos, yo no he estudiado... Y jamás
podré resistir tanto tiempo...».
Le responderé basándome en mi propia experien-
cia: no son necesariamente los más intelectuales ni los
más cultos los que entran con mayor facilidad en los
Ejercicios. ¿Cómo esbozar la silueta de la persona que a
mí me parece apta para hacer los Ejercicios? Creo que,
ante todo, se requiere una cierta cualidad natural; y al
hablar de «cualidad natural», no me refiero a ningún
tipo de capacidad intelectual o física. Se trata de una
cierta aceptación profunda del propio ser humano. Se
trata de aceptarse a sí mismo, de vivir una cierta lucidez
respecto de uno mismo, como esas personas que tienen
los pies en la tierra, están a gusto consigo mismas y po-
seen ya, en lo más profundo de sí mismas, un cierto
sentido de la libertad. Y al decir «sentido de la liber-
tad» no quiero decir que no padezcan en su interior
ningún tipo de determinismos ni condicionamientos,
fruto de una psicología que puede ser más o menos
sana. En absoluto. Hay personas que experimentan la
angustia o el miedo y que jamás se verán libres de este
tipo de sentimientos. Pero si, frente a lo que experi-
mentan, tienen la capacidad de distanciarse lo bastante
como para decir: «Hay que sobrellevarlo sin perder la
paz», entonces yo no tendría inconveniente alguno en
admitirlas a los Ejercicios. Se trata de almas extrema-
damente sencillas que no se bastan a sí mismas, que no
«MESA REDONDA» 93

viven de ideas prefabricadas, ni están a merced de lo


que dicta la moda, ni se preocupan de su propia repu-
tación, sino que están reconciliadas con la verdad. Y
existe una especie de verdad natural que se encuentra
a veces en personas sumamente sencillas y que permite
acceder directamente a la experiencia de los Ejercicios.
¿Puede haber alguien que comprenda mejor que estas
personas la proposición que podamos nosotros hacerles
de las verdades evangélicas? Lo cierto es que el sujeto
más apto para los Ejercicios no es necesariamente el que
ha hecho grandes estudios, sino el que, gracias a un
cierto hábito de silencio, de oración y de sencillez de
vida, recibe las cosas globalmente y siente la verdad de
lo que le dices, aunque no siempre sea capaz de expli-
carlo. Y es ahí, evidentemente (no pueden hacerse los
Ejercicios en solitario), donde se necesita el acompaña-
miento de alguien. Sin embargo, conviene que el acom-
pañante i no se llame a engaño por la dificultad para ex-
presarse que experimentan ciertas personas, porque a
veces se trata de personas sumamente sencillas y caren-
tes de medios expresivos, pero dotadas de auténtico
frescor, transparencia y honradez: basta con oírlas para
darse cuenta de que lo que dicen suena a auténtico. Por
el contrario, hay otras personas que serán capaces de
repetirte todo lo que les has dicho y de discutir sobre
ello y que —no me resisto a decirlo— ¡creerán haber-
lo comprendido! ; pero, por desgracia, muchas veces no
buscan más que agradarse a sí mismos, al ambiente y
al acompañante. Y he de confesar que en tales casos yo
me siento bastante incómodo. Si hay algún elitismo en
los Ejercicios, es el elitismo de unas personas que, ante
la realidad humana y la realidad espiritual, son abiertas,
limpias, conscientes de sí mismas y que, al mismo tiem-
po, se expresan tal como son.
94 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

Se han hecho muchas preguntas referidas al acom-


pañante. Usted acaba de decirnos que no cree en la ex-
periencia de los Ejercicios sin acompañamiento indivi-
dual. Entonces, ¿qué ocurre con los Ejercicios en grupo
o en la vida corriente? ¿No puede el propio grupo, al
permitir que las personas compartan su experiencia en
cada reunión, realizar la función del acompañante? ¿No
basta con el acompañamiento del grupo?

Le voy a responder lo que yo siento, aunque, natu-


ralmente, no estoy seguro de que se trate de una res-
puesta globalmente verdadera, pero sí espero que con-
contenga una parte de verdad. Yo no creo posible ha-
cer los Ejercicios sin que, de una u otra manera, se dé
un acompañamiento personal. Y al hablar de «acom-
pañamiento personal» no quiero decir que haya que es-
tar con el acompañante a todas horas. Pero sí creo que
el acompañamiento del grupo no puede suplir ese con-
tacto personal, de persona a persona, si es que se pre-
tende que la experiencia espiritual que proponen los
Ejercicios llegue realmente al fondo. Aquí estamos to-
cando un axioma espiritual de todos los tiempos y de
todas las confesiones: siempre ha habido maestros es-
pirituales y comunidades espirituales. Así pues, será
preciso hallar la forma de armonizar ambas cosas. Es
evidente que en un grupo se camina de manera colec-
tiva, lo cual no impide, sin embargo, que haya que bus-
car en el grupo a alguien a quien hacer saber de manera
especial lo que se vive, para poder «ponerse a punto».
Espero que mi respuesta no haya sido la típica del
normando —que lo soy— que no dice ni que sí ni que
no; pero es que me parece que este problema no pue-
de zanjarse tajantemente. Hay 36.000 maneras de hacer
los Ejercicios, y éstos pueden hacerse a muy diferentes
«MESA R E D O N D A . 95

niveles. En la relación entre acompañante y acompaña-


do hay que tener en cuenta cada caso particular.

Hay quienes desean que explicite usted aún más el


papel del acompañante, sobre todo con respecto a lo
que usted ha dicho de que debe pasar a un segundo
plano, y también en su dimensión de personas que ayu-
da a discernir.

Habremos de volver a hablar acerca del papel del


acompañante, porque de ello dependerá el modo de dar
los Ejercicios. Pero creo que podemos ya avanzar una
respuesta. En primer lugar, acerca de ese «pasar a se-
gundo plano». ¿Cómo definir esta realidad? Estoy por
decir que ese «eclipsamiento» del acompañante tiene
que ver con la intensidad de su presencia ante la perso-
na que tiene delante; una intensidad de presencia que
le permite recibir a dicha persona en un silencio que no
es en sí violento, aun cuando le violente al otro. Y ahí
es donde se encuentra el desinterés: en la independen-
cia que el acompañante debe manifestar y que es de-
seable que conserve frente a las reacciones inmediatas
del acompañado, el cual reaccionará a veces agresiva-
mente y se quejará de no ser comprendido: «No me
haga usted preguntas; dígame lo que debo hacer». Sin
perder la tranquilidad, el acompañante ha de aceptar
escuchar todo eso, pero sin inquietarse, para que, lle-
gado el momento, pueda hacer al acompañado la pre-
gunta que éste tal vez no quiera oír, pero que servirá
para desbloquearlo y, mediante el acto de profunda hu-
mildad que es necesario, dar el paso preciso. En esto
consiste esa especie de «desinterés». Se trata del desin-
terés respecto de las reacciones inmediatas del acompa-
ñado para, a través de los contactos cotidianos, seguir la
línea de fondo y alcanzar la meta hacia la que uno y otro
•96 EL C A M I N O ESPIRITUAL

se dirigen. Lo cual, efectivamente y sin lugar a dudas,


supone una enorme independencia de corazón, y resulta
bastante difícil en determinados momentos, sobre todo
al principio, cuando no se tiene suficiente seguridad en
uno mismo. Y hay que estar muy seguro de sí mismo y
confiar mucho en la gracia de Dios para ser capaz de
callarse, de no urgir, de no atosigar con preguntas. Lo
cual no es impotencia, sino, por el contrario, una enor-
me certeza de que el «maestro» es el Espíritu Santo. Y
ésta no es, en modo alguno, la actitud de quien dice:
«Ah, sí, estupendo: dejemos que el Espíritu Santo se
las arregle; de ese modo no hay que hacer nada».
Pero veamos el segundo punto: el papel del acom-
pañante de ayudar a las personas a discernir. Para ayu-
dar a alguien a discernir, hay que tener en cuenta, una
vez más, la experiencia espiritual de dicha persona y esa
purificación profunda que debe operarse en ella para
que pueda ver las cosas con claridad, que es algo que
de momento no puede hacer. Así pues, creo que la
cuestión consiste en aclararla de tal forma que pueda
encauzar su oración hacia unas meditaciones que le per-
mitan ir purificando poco a poco su manera de ver.
Porque, cuando alguien no puede discernir, ocurre con
el discernimiento de espíritus lo mismo que con el dis-
cernimiento de los colores: probablemente, el órgano
de la visión necesita ser purificado. En este sentido, el
progresivo encadenamiento de las meditaciones de los
Ejercicios conduce, poco a poco, a una purificación que
permite ver por uno mismo lo que al principio no se
veía. Este ayudar a discernir estaría, para mí, en pro-
fundizar la purificación del corazón mediante la oración,
la meditación de la Escritura, la aceptación de los acon-
tecimientos y la reacción ante los mismos. Hay quien
reacciona de tal o cual manera y, a la hora de explicitar
sus reacciones ante los acontecimientos, se da cuenta
«MESA REDONDA» 97

de que hay algo que disuena. Pues bien, ni siquiera


habrá necesidad de decírselo, sino que él mismo lo no-
tará con sólo atreverse a formularlo y confrontarse con
la oración de la Escritura.

¿Cómo ayudar a un ejercitante que tiene tendencia


a intelectualizar excesivamente? En definitiva, ¿cómo
hacerle pasar de la cabeza al corazón? Y viceversa, ¿qué
hacer con el que es en exceso voluntarista?

Permítanme que les cuente primero una historia


que quienes han hecho Ejercicios conmigo seguramente
ya conocerán, porque suelo recordarla con frecuencia.
En una de mis primeras tandas de Ejercicios de treinta
días había un sacerdote de unos treinta años que solía
ponerse en la primera fila, en un estado de tensión que
se reflejaba en una serie de extrañísimos gestos. Un
día vino a verme y yo le invité a que me hablara sobre
lo que él vivía y, concretamente, por qué estaba tan
tenso. Y él, medio en broma medio en serio, me dijo:
«Me aburre usted con sus preguntas y con su dichosa
fidelidad a las cuatro o cinco horas de oración previs-
tas». Era verano y había gran cantidad de troncos de
madera en el parque de la casa de ejercicios en la que
estábamos. Entonces le dije: «En el parque hay mucha
madera que cortar; quizás haría usted mejor en cortar
leña que en hacer oración». Yo también se lo dije medio
en broma medio en serio, pero él lo tomó en serio. De
manera que le pareció bien y se dedicó a cortar leña.
Pero al cabo de dos días vino a verme de nuevo y me
dijo: «¿Sabe usted que mientras cortaba leña he apren-
dido un montón de cosas? He aprendido, por ejemplo,
que yo solía poner la oración o demasiado arriba o de-
masiado abajo; o la ponía en la cabeza o en las visceras,
cuando se trataba de ponerla en el corazón». Había
98 EL C A M I N O ESPIRITUAL

aprendido que se trataba también de distenderse, de no


creer que a fuerza de voluntad y de tensión se consigue
que brote la gracia, el don de lágrimas, etc. Pues bien,
creo que este ejemplo responde suficientemente a la pre-
gunta que se me ha hecho. Es verdad que todo cuanto
sea sentimentalismo, o intelectualismo, o voluntarismo,
constituye un obstáculo. Pero lo importante es que cada
cual sepa identificar qué obstáculo es el suyo. Hay
quienes, en la oración, ceden excesivamente al senti-
miento, mientras que otros, por el contrario, raciona-
lizan en demasía, e incluso otros pretenden conseguirlo
todo a base de puños. Unos y otros deben pasar por
lo que los místicos denominan «noche oscura», que no
es algo tan excepcional como algunos creen. Por esa
noche oscura debe necesariamente pasar todo aquel que
pretenda llevar una vida de oración continuada y autén-
tica en la fe. Nadie se libra de ello. Podemos compren-
derlo acudiendo a un ejemplo que aparece en mi libro
Diez días de Ejercicios: «La experiencia del muro»
(pp. 147-148). Una experiencia por la que pasan mu-
chos ejercitantes al llegar a la tercera Semana, a la me-
ditación de la Pasión del Señor. He aquí un diálogo,
entre director y dirigido, que he mantenido muchas ve-
ces y que siempre me ha llamado la atención:
—Qué, ¿cómo va eso?
—En fin, no del todo bien..., ya sabe...
—¿Qué es lo que le ocurre? ¿Se encuentra can-
sado?
— ¡No, no, no! ¡En absoluto! En ese sentido no
hay pegas: duermo estupendamente, la comida está
bien y la casa es perfecta... Pero me ocurre algo ex-
traño: cada vez que me pongo a hacer oración, sobre
todo ahora que tenemos que meditar la Pasión, me
asaltan malos pensamientos, tentaciones como jamás las
«MESA REDONDA.. 99

he tenido... ¡y eso que yo soy un hombre más bien


cerebral! Pero no dejo de pensar en el problema del
mal y del sufrimiento. Es algo obsesivo. Doy vueltas y
vueltas, y no hay manera de orar.
—Está bien; escuche: tal vez necesite calmarse un
poco, ir un poco más despacio.
— ¡Ah, no, de ninguna manera! Tengo la seguridad
de que, si hiciera esas meditaciones, sacaría un enorme
provecho. Pero es curioso que, cuando salgo a pasear
después de la hora de oración, entonces todo marcha
perfecta y maravillosamente. Pero luego, cuando me
pongo a hacer oración de nuevo, vuelve a empezar la
misma película...
—En resumidas cuentas, que se encuentra usted de-
lante de un muro...
— ¡Exacto! ¡Esa es la palabra!
—Pues bien, le diré un acosa: agradézcaselo a Dios,
porque es justamente eso lo que necesita. Usted se ha-
bía apresurado a creer que ya había llegado. Sin embar-
go, era preciso que aprendiera usted en propia carne que
todos (y ésta es la profunda verdad de la «noche oscu-
ra» o del muro) nos encontramos ante el muro de lo in-
visible, del más allá de Dios, que casi podemos tocar
con la mano. Pues bien, es preciso que nuestra mente y
nuestro corazón, tal vez un tanto sentimentales, perma-
nezcan así ante ese muro, en el deseo, un deseo muy os-
curo y que no produce grandes punzadas. ¡Permanecer
en esa pobreza del ser que se encuentra ahí, mendigan-
do ante Dios, y que ya no sabe qué decir! Ahí comien-
za la oración, la verdadera oración. Ya le concederá Dios
sus gracias el día que él lo quiera. Y ese día no sentirá
usted la tentación de decirse a sí mismo: « ¡Ya está, ya
he llegado! » Habrá aprendido usted en la práctica lo
que es la verdadera pobreza que da acceso al reino.
100 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

Para proseguir con un tema que ya fue esbozado


esta mañana, ¿podría usted precisar y explicitar las re-
laciones que existen entre el camino bíblico y el camino
ignaciano?

En mi opinión, el camino ignaciano sigue el camino


bíblico; son lo mismo. Es el camino de un ser que se
pone ante Dios, ante Aquel que está más allá de todo.
San Ignacio es un creyente. Pues bien, no falta quien
pregunte si pueden darse los Ejercicios a increyentes. Y
yo diría que quizá se les puedan dar unos Ejercicios
«preliminares». El hombre tiende naturalmente hacia
Dios, hacia un Dios al que desconoce. Entregado a sus
fuerzas naturales, prueba toda clase de métodos, todos
los métodos de moda (meditación trascendental, yoga,
zen...) para ascender hasta un Dios a quien desconoce
y entrever algo del más allá. Evidentemente, el que es
rico y se encuentra atascado en una vida puramente na-
tural no podrá percibir nada, porque tiene un lastre ex-
cesivo del que deberá desprenderse para tener un espí-
ritu más sutil y ligero. Y todo ello constituye un pro-
ceso natural que no está reservado en exclusiva a los
cristianos.
La diferencia que yo establecía entre este itinerario
natural y el itinerario cristiano radica en que, para el
cristiano, existe de parte de Dios una respuesta al deseo
natural del hombre; un deseo que el propio Dios ha
inscrito en su corazón y en la naturaleza misma de su
ser, de suerte que el propio Dios viene a su encuentro
por medio de la revelación cristiana, y especialmente
por medio de Jesucristo y de la Iglesia. Cada cristiano,
según su temperamento y su manera propia de ser, ha
de aceptar la visita que Jesucristo le hace, a fin de vi-
vir con El y en El. Por eso es por lo que la reacción
de Teresa de Jesús o la de Francisco de Borja no es la
«MESA REDONDA»

misma que la de Ignacio. «Aquella parte es mucho me-


jor para cualquier individuo», escribía Ignacio a Fran-
cisco de Borja, «donde Dios nuestro Señor más se co-
munica» (Epist. 2, 233-237).
Hay, pues, un ascenso y un descenso simultáneo; la
aparición de un diálogo entre el Dios que llama y el
hombre que responde. Ese es, en mi opinión, el itine-
rario cristiano. El sello peculiar de Ignacio, dada su ex-
periencia, consiste en que la respuesta que él da a Dios
posee un determinado rigor, el rigor propio del tempe-
ramento de aquel «caballero» que fue seducido por Dios
y se dejó moldear progresivamente por la gracia divina.
Toda vida espiritual conlleva un verdadero esfuerzo
para llegar a aceptarse a sí mismo y el propio tempera-
mento. No se va a Dios metido en el pellejo de otro.
Cuanto más personal se hace la experiencia espiritual,
más se ve uno llevado a aceptarse a sí mismo tal como
es y a reconocer el don de Dios en la propia psicología
y en el propio temperamento, de tal manera que no
hemos de copiar a otros ni compararnos con ellos. Cada
cual ha de vivir personalmente la gracia de Dios que le
ha sido dada. Lo que a mí me parece admirable en san
Ignacio es que su experiencia, que es rigurosamente
personal, fuera tan desinteresada y pura que ha podido
servir de modelo a otras personas distintas de él y con-
ducirlas a Dios al estilo de cada cual. Siempre aparecen
estos dos aspectos en la forma de apropiarse la expe-
riencia de Ignacio: asumirla de una manera personal e
íntima, bajo la gracia del Espíritu Santo, y aprender
a ser cada vez más libre y más dichoso en ella, según
la gracia peculiar de cada cual. Fijémonos en los com-
pañeros de Ignacio: Nadal, Fabro, Javier, Laínez...
Todos ellos, si se me permite la expresión, tenían un
genio endiablado. Quiero decir que tenían personali-
dad, que no estaban «hechos en serie», milimétrica-
102 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

mente uniformados y programados para hacer lo mismo.


Pues bien, cuanto más se daban a Dios, más desarrolla-
ban, en el contacto personal con Dios, su personalidad
profunda.

Ha hablado usted de «rigor», refiriéndose a san Ig-


nacio. ¿Puede usted explicar esta paradoja del amoroso
rigor de san Ignacio, particularmente en lo referente a
la preparación de la oración, así como en la fidelidad
en cuanto a anotar las gracias recibidas? ¿Cómo man-
tener ese rigor y , al mismo tiempo, respetar el ritmo
personal de cada cual en la oración?

Es una excelente pregunta. La experiencia demues-


tra que las personas tienen necesidad de estructuras.
Por otra parte, tienen que adiestrarse en proceder con
calma, a fin de desarrollar en ellas verdaderas estruc-
turas, no actitudes artificiales. El acompañante ha de
mantener un cierto rigor con respecto al acompañado,
rigor que frecuentemente habrá de exceder las expecta-
tivas de éste, el cual, por lo demás, espera que se le
pidan cosas difíciles. El acompañante, por el contrario,
le dirá: «Todo eso es secundario y relativo; no es eso
lo esencial», para, de este modo, llevarle poco a poco a
descubrir por sí mismo las verdaderas exigencias de
Dios. Y la prueba de que algo es exigencia de Dios con-
siste en que el acompañado, aun sintiendo su dificultad,
encuentra que ese «algo» es liberador. De este modo, el
camino de lo imposible aparece como camino de paz
y de amor. He ahí el sello del Espíritu Santo, que dis-
pone todas las cosas con fuerza y suavidad a un tiempo,
«fortiter suaviterque disponens omnia» (Sab 8, 1). Hay
personas de fuerte temperamento. Fijémonos, por ejem-
plo, en san Ignacio al comienzo de su conversión, cuan-
do imaginaba que servir a Dios significaba realizar co-
«MESA REDONDA» 103

sas difíciles: dejarse crecer las uñas y el cabello, hacer


duras penitencias... Lo cual hizo que el pobre Ignacio
pusiera en peligro su salud. Pero al cabo de algún tiem-
po cayó en la cuenta de que estaba desviándose del ver-
dadero problema. Existe, efectivamente, un cierto rigor
de vida que no conduce necesariamente a Dios, sino que
sirve tan sólo para satisfacer un cierto tipo de amor
propio espiritual. Poco a poco, Ignacio llegó a descu-
brir en todo lo que hacía lo esencial: la dulzura, la
humildad y la discreción, que todo lo regulan. A partir
de aquel momento abandonó sus erróneas prácticas as-
céticas: se cortó las uñas y los cabellos y comenzó a
comer con normalidad, incluso carne, contra el parecer
de su confesor, que le decía que tal vez se trataba de
una tentación. Y es que Ignacio vio que lo esencial era
otra cosa. Igualmente, cada uno de nosotros ha de des-
cubrir que la verdadera pobreza y la verdadera renuncia
no son una pobreza y una renuncia aparentes que satis-
fagan a nuestra imaginación religiosa o a nuestro entor-
no. Por el contrario, se trata de llegar al interior, a lo
más hondo del corazón, en ese desasimiento absoluto
de nosotros mismos que nos proporciona auténtica li-
gereza y nos impide volvernos de nuevo sobre nosotros
mismos y tener perpetuamente ante nuestros ojos ese
pequeño espejo en el que podemos observarnos para de-
cirnos: « ¡Verdaderamente, qué cosa tan buena es la
humildad! » Se ha acabado ese esfuerzo de desasimiento
y desapropiación de la persona volcada sobre sí mis-
ma. En su interior, la persona busca, a la vez, ser cada
vez más libre e ignorarse a sí misma, porque la verda-
dera virtud no se conoce, y la verdadera oración es la
que no tiene conciencia de serlo. Como dice Casiano,
«el que ora, y además se da cuenta de que ora, ignora
lo que es la oración».
104 EL C A M I N O ESPIRITUAL

Al parecer, no todos pueden soportar el rigor de Ig-


nacio. ¿Cómo puede el acompañante presentar el itine-
rario de Ignacio para que a nadie le resulte incómodo
o excesivamente duro?

Efectivamente, si se le entrega al ejercitante el ma-


nual de los Ejercicios tal como salió de las manos de
Ignacio, lo más frecuente es que al principio no com-
prenda absolutamente nada y que el manual le parezca
plagado de contrasentidos enormes y propiamente im-
practicables. Y aunque se contente uno con leer al ejer-
citante el texto de Ignacio y decirle: «He aquí lo que
hay que hacer», aun así le resultará duro y difícil. En
mi opinión, el verdadero modo de acceder a la Escritu-
ra (y con mayor razón a los Ejercicios) no consiste en
presentar el texto, la letra —ni siquiera so pretexto de
fidelidad—, sino en proponer los Ejercicios según las
capacidades de cada uno, de forma que pueda asimilar-
los progresivamente mediante las oportunas meditacio-
nes. Ya sé que alguien podrá decirme: « ¡Pero usted no
dio el 'Principio y fundamento' cuando sometió a con-
sideración el salmo 139! » La verdad es que siempre
comienzo por este salmo, porque, si le permitimos que
resuene en nuestro interior, nos pone en la actitud fun-
damental, en esa indiferencia profunda, en ese desasi-
miento absoluto de nosotros mismos y en ese deseo úni-
co de aferramos a Dios que nos hace absolutamente li-
bres frente a todo. El que pueda entender, que entien-
da... Habrá quienes la comprendan a fondo, mientras
que otros lo comprenderán a medias, pero de algún mo-
do percibirán que aún les queda por percibir algo, de
suerte que la verdad capaz de liberarlos queda para
ellos como tamizada, adaptada a sus posibilidades.
En cierto modo, la luz que puede proporcionarnos
Ignacio es una luz «brutal», reflejada en un vocabulario
..MESA R E D O N D A . 105

nítido, claro y preciso. Pero yo diría que esa luz no está


hecha para el ejercitante, sino para quien, habiendo
hecho ya los Ejercicios y conocido la profundidad de
los mismos, puede adaptar correctamente a las caracte-
rísticas de cada ejercitante la luz que él, acompañante,
ha recibido precisamente de los Ejercicios. De ese modo,
tamiza la luz conforme a las posibilidades receptoras de
luminosidad de los ojos de cada uno. Lo que el ejer-
citante no haya obtenido durante los Ejercicios lo ob-
tendrá más tarde. Pero es absolutamente indispensable
no pretender obtener inmediatamente el resultado últi-
mo, que en sí mismo es deseable. Es preciso tener pa-
ciencia y no exigir a nadie más de lo que puede dar.
Personalmente, creo que no significa traicionar a san
Ignacio el decirle al ejercitante: «Hoy por hoy, no estás
en condiciones de dar todo eso, pero procura dar lo que
buenamente puedas. Has rendido con gozo lo poco que
hoy se te pedía: mañana ya podrás rendir más».
Lo importante es haber suscitado en el corazón el
deseo de aceptar el hoy, dentro de las propias limitacio-
nes y posibilidades, y el deseo, al mismo tiempo, de una
constante superación. El mañana me aportará su propia
gracia a partir de lo que hoy haya aceptado humilde-
mente como posible. De este modo se darán simultánea-
mente la aceptación y la superación. Los Ejercicios son
peligrosos si se toman de una manera rígida y absoluta.
Por eso el acompañante debe no sólo conocerlos inte-
lectualmente, sino, sobre todo, poseer esa especie de
dulzura profunda, de paciencia divina y de longanimi-
dad que Pedro atribuye a nuestro Señor en su carta. La
falta de brusquedad y la capacidad de espera no es de-
bilidad, sino la verdadera fuerza de Dios. Dios sabe es-
perar y nunca tiene prisa, mientras que nosotros que-
rríamos palpar los resultados inmediatamente. Los Ejer-
cicios tomados como un método riguroso que produce
106 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

necesariamente el resultado deseado ya no son los Ejer-


cicios Espirituales; serán un método voluntarista para
formar la libertad, para obtener una cierta perspicacia
natural o incluso para aprender a orar, pero no serán
esos Ejercicios Espirituales en los que, a través de una
progresiva purificación en la gracia de Dios, la persona
aprende a discernir, día a día, lo que Dios le pide, a
fin de alcanzar mayores cotas de libertad y de gozo.

Usted ha hablado profusamente de la Biblia y de los


Ejercicios. ¿Es imprescindible tener unos determinados
conocimientos bíblicos antes de entrar en los Ejercicios?

Todo depende de lo que se entienda por «conoci-


mientos bíblicos». Personalmente, considero que mu-
chos cristianos que jamás han leído la Biblia la viven,
aunque parezca paradójico, con mayor profundidad que
algunos grandes teólogos que la han estudiado a fondo.
El conocimiento de la Biblia no consiste en conocer el
libro. El que, de acuerdo con nuestras capacidades in-
telectuales y, sobre todo, con las posibilidades que ofre-
ce actualmente el auge de las ciencias bíblicas, nos preo-
cupemos de leer diariamente la Biblia, ponernos al co-
rriente de lo que se escribe, estudiarla e incluso hacer de
ella nuestro libro de lectura espiritual, es algo verdade-
ramente digno de encomio. Pero, por otra parte, ¡cuán-
tas personas que jamás han abierto la Biblia viven con
toda sencillez y profundidad su fe cristiana...! Oyen
todos los domingos en Misa, e incluso durante la sema-
na, tales o cuales textos de la Escritura y, en lugar de
entenderlos «desde fuera», dejan que la Palabra resue-
ne en su interior y transforme sus comportamientos. El
«sensus fidelium» actúa entonces haciendo que su vida
se haga conforme con la Palabra escuchada.
Antaño se tenía miedo a la Biblia. Era un libro que
«MESA REDONDA» 107

ni siquiera se abría, por temor a todas las falsas inter-


pretaciones que de él podían hacerse. Consiguientemen-
te, ¡mejor ni tocarlo! Por supuesto que se trataba de
un monstruoso error; pero no habría sido menor error
animar a la gente, indiscriminadamente, a leer la Biblia.
Hace falta una cierta preparación. Ahora bien, la prepa-
ración necesaria para hacer de la Biblia el libro de la Pa-
labra que nos instruya interiormente no consiste en la
mera explicación de los textos. Se trata de una cierta
disposición anímica que nos permita no reducir la ver-
dad a lo que seamos capaces de descubrir por nosotros
mismos y que, ante esa Palabra ofrecida, nos ponga en
actitud de receptividad. Si recibo así la Palabra, si la
rumio profundamente en mi interior y, sobre todo, si
la vivo y la pongo en práctica día a día, entonces apren-
deré, acerca de Dios y de Jesucristo, más que otra per-
sona que se haya limitado a hacer exhaustivos estudios.
Ya sé que estoy poniendo casos extremos y que es pre-
ciso, por supuesto, que cada cual desarrolle su inteli-
gencia lo más posible; pero estamos tratando de otro
orden de cosas: el del descubrimiento del Verbo en-
carnado.
Nuestros antepasados de la Edad Media apenas sa-
bían leer y, sin embargo, supieron construir catedrales
que respiran Biblia por sus cuatro costados. ¿Seríamos
nosotros capaces de hacer lo mismo? La verdad es que
lo ignoro; pero creo que es menester poseer interna-
mente enormes dosis de flexibilidad y de agudeza para
darse perfecta cuenta de que no por recomendar a al-
guien que lea la Biblia va a tener necesariamente una
experiencia espiritual de la misma. Para que en una
persona se produzca la experiencia espiritual es preciso
que posea en lo más profundo de su corazón el deseo
dé recibir la Palabra de Dios por encima de las palabras
mismas con que se expresa dicha Palabra; algo pare-
108 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

cido a lo que ocurre con los sacramentos. Porque, en de-


finitiva, ¿qué es la Palabra de Dios, sino un sacramen-
to, un signo sensible a través del cual descubrimos a
Dios? Hay en la Iglesia ciertas personas que han reci-
bido la gracia de poder explicar la Palabra de Dios. Re-
cuerdo a una persona sumamente sencilla que estaba ha-
ciendo los Ejercicios de treinta días y de la que yo no
estaba muy seguro de que fuera capaz de comprender
perfectamente. Un día expuse una serie de ideas un
tanto «sofisticadas», desde el punto de vista espiritual,
acerca del lugar de María en nuestra vida. Aquella per-
sona vino a verme al día siguiente y comprendí que lo
había entendido a la perfección. Ella no sabía expli-
cármelo, pero, al comprobar su dicha y su apertura de
corazón, detecté, sin necesidad de mayores averiguacio-
nes, la intervención del Espíritu. Yo me había limitado
a hacer mi trabajo, ¿y en quién había encontrado eco?:
precisamente en la persona más sencilla, pero que man-
tenía una actitud de apertura. Esta es mi respuesta per-
sonal acerca de la necesidad de unos ciertos conocimien-
tos bíblicos para poder sacar fruto de los Ejercicios y de
cualquier experiencia espiritual. Tan necesaria es la Bi-
blia como el no ser esclavo de la letra y del libro en
cuanto tal libro. La Biblia es una Palabra viva. En reali-
dad no es un libro, sino que es Jesucristo en persona.

Ha dicho usted que la segunda Semana es la más


difícil. ¿En qué sentido lo dice usted y cuáles son los
criterios por los que se puede saber si una persona está
en condiciones de hacerla?

Hablando esquemáticamente, diré que la primera


Semana está llena de sorpresas. Espera uno encontrarse
con unas terribles meditaciones acerca del pecado y del
infierno... y no es así. Tampoco quiero decir que sean
«MESA R E D O N D A . 109

unas meditaciones que le hagan a uno dar saltos de ale-


gría; sin embargo, si se hacen como es debido, esas me-
ditaciones nos hacen sentir lo que san Ignacio llama
«consolación», a pesar de tratarse de una materia que,
por lo general, no invita a semejante sentimiento, por-
que la meditación sobre el pecado debería impresionar.
«Padre, me da la sensación de que no he debido de ha-
cer bien la primera Semana, porque me siento en paz y
tranquilidad. Seguramente, no he sabido hacerlo...»
«Nada de eso. Precisamente está usted recogiendo los
frutos. Pero no se preocupe: ¿desea usted dificultades?
Pues bien, ahora viene la segunda Semana. ¡Ya verá
usted lo que es dificultad! » Y a propósito de la segunda
Semana, me confesaba un seminarista: «Esto no son
unos Ejercicios; esto es una labor de demolición».
Y es que la segunda Semana es una auténtica tarea
de desescombro cuyo objetivo no consiste tanto en entre-
garse confiadamente a Dios en el interior mismo del
propio pecado (« ¡Qué alegría y qué felicidad, saber que
Dios está siempre con nosotros aun en lo más profun-
do de nuestro pecado! » ) , sino en descubrir en nosotros
todo cuanto hay de artificial, de engañoso y de falsa
virtud.. Al cabo de un cierto tiempo, y a fuerza de sen-
tirnos deprimidos, corremos el riesgo de comprobar que
no poseemos absolutamente nada; hasta tal punto hay
en nosotros «virtudes» que creemos excelentes y que
en realidad son falsas. La segunda Semana conduce a
esta lucidez del discernimiento; lucidez que no es úni-
camente la que se encuentra en germen en la «oblación
del Reino» (seguir al Señor en la pena y en la gloria
[n. 9 5 ] ) , sino esa otra lucidez más rigurosa del discerni-
miento tal como es propuesto en las «dos Banderas»
(n. 147).
El discernimiento arroja luz sobre la tentación que
se nos presenta bajo apariencia de bien, porque el dia-
110 EL C A M I N O ESPIRITUAL

blo siempre nos hace ver lo que tenemos de más exce-


lente, a fin de falsearlo todo y vaciarlo de contenido
sin que lo advirtamos. En último término, viene a en-
cerrarnos en nuestro yo: nuestro «yo» todo lo piadoso,
religioso y apostólico que se quiera, ¡pero nuestro yo,
a fin de cuentas! Justamente entonces sobreviene la luz
de Jesús en medio de todo ello para echar por tierra ese
falso yo, ese revestimiento externo de virtud, a fin de
que quede únicamente él, en su desnudez, en su po-
breza y en su humildad, y consigamos, con la gracia
divina y «sin pecado de ninguna persona», aceptar se-
guirle a él y «ser recibidos debajo de su Bandera»
(n. 147). Seguirle imperturbablemente, «en suma po-
breza espiritual y, si su divina majestad fuere servido...,
no menos en la pobreza actual (y) en pasar oprobios
e injurias» (ibid.).
« ¿ Y eso le parece a usted fácil? ¡Pero si es horro-
roso...! ¡Jamás podré llegar yo a ello! » Para llegar a
descubrir el gozo en lo que aparentemente es contrario
a él, se requiere mucho tiempo y mucha dedicación.
Siempre recordaré a un viejo cura bretón cuya casa es-
taba materialmente incrustada en la roca, en un promon-
torio de la costa de Bretaña. Me invitó a comer en su
casa y, al acabar la comida, salimos afuera. Había un
fuerte temporal, y ante nosotros se extendía el inmenso
océano. Parece que todavía le estoy oyendo: «¿Qué
quiere usted? Cuando uno ha tenido todo eso delante
desde la infancia, un día u otro no tiene más remedio
que acabar embarcando». Pues bien, yo diría algo pa-
recido: es evidente que hay que haber pensado durante
muchísimo tiempo en ese ideal evangélico de la pobre-
za, en ese seguimiento de Jesús en la humildad, y hay
que haber contemplado al Señor durante mucho, mucho
tiempo, para poder decir un buen día: «sí, en esto esta-
ría la alegría perfecta», por emplear las palabras del her-
«MESA REDONDA» 111

mano Francisco. Pero todo ello no se produce por las


buenas, sino que requiere tiempo; y en esto radica el
rigor de la segunda Semana, que no consiste en darse
un paseo sentimental por los jardines del Evangelio o
de la Escritura con una flor en el ojal, ni en pasarse lar-
gos ratos haciendo oración delante del santísimo sacra-
mento y experimentando su dulzura, sino en decir: «Se-
ñor, hazme comprender lo que no comprendo. Hazme
comprender que ahí está la alegría perfecta, y que sólo
seré profundamente tuyo el día en que sea lo bastante
libre como para poder decir cuando se presente la di-
ficultad: no debo hacer de esto un obstáculo insalva-
ble, porque eres tú quien me llamas a ello y me permi-
tes superarlo. Y con tu gracia he de llegar adonde creía
que sólo podría llegar con un enorme esfuerzo de vo-
luntad. Experimentaré tu gracia cuando llegue a com-
prender que es ahí donde se encuentra la alegría per-
fecta de las Bienaventuranzas». He ahí el rigor de la se-
gunda Semana.

¿Cómo concilla usted en la práctica, por un lado, la


necesaria libertad que hay que dejar al Espíritu para
que garantice la autenticidad de la experiencia y , por
¿tro, el hecho de programar unos Ejercicios de treinta
días con un número fijo de días y en el marco de las Se-
manas ignacianas?

Es ésta una excelente pregunta, porque, personal-


mente, yo siempre he experimentado esa dificultad.
Cuando comienzo unos Ejercicios de treinta días con
un grupo, suelo decir: «Hasta cierto punto, es un con-
trasentido reunirles aquí a todos ustedes para hacer esta
experiencia ignaciana, siendo así que habría que acom-
pañarle a cada uno conforme a la gracia particular que re-
ciba del Espíritu Santo. Por otra parte, también veo
112 EL C A M I N O ESPIRITUAL

ventajas en el hecho de tenerles a ustedes en grupo,


porque en unos Ejercicios es menester impartir, de una
manera muy clara y precisa, toda una enseñanza espi-
ritual que quizá no pudiera darles uno a uno».
Se dice que lo ideal son unos Ejercicios hechos in-
dividualmente, en los que el «director» pueda seguir
perfectamente la dinámica espiritual que ve esbozarse
en el ejercitante. Hay que ser honrados y decirlo cla-
ramente: la experiencia de los Ejercicios en grupo es,
de algún modo, un «sucedáneo» de los Ejercicios he-
chos individualmente. Pero, por otra parte, si hubiera
que dedicar exhaustivamente el tiempo a un solo ejer-
citante, quizá se quedaran muchos sin poder hacerlos.
Consiguientemente, hay que llegar a un compromiso:
dejar plena libertad al Espíritu, pero «programándole»
un poco. En la práctica, creo que la modalidad de los
Ejercicios en grupo puede servir de gran ayuda para en-
tender esa dinámica espiritual personal. Pero es evidente
que, si las cosas están excesivamente programadas y su-
jetas a un itinerario y un horario demasiado rígidos, el
Espíritu Santo no podrá actuar como es debido.
Pero hay formas de «airear» la jornada para per-
mitir un respiro al ejercitante. Para ser prácticos, les
diré el horario que yo suelo seguir en los Ejercicios en
grupo: dos reuniones diarias. Una por la mañana, que
puede durar fácilmente una hora, en la que doy dife-
rentes consejos que creo necesarios para la oración. Se
trata de una reunión de discernimiento de espíritus, o
de formación en la oración, y he de precisar que no se
trata de dar materia de oración, sino simplemente con-
sejos. Explico las Anotaciones y las Adiciones de los
Ejercicios, que ayudan a entender la dinámica espiritual.
Y por la tarde, generalmente antes de la Eucaristía, re-
servo una media hora para presentar una serie de textos
de la Escritura que sirvan de materia para la oración
«MESA REDONDA» 113

del día siguiente. El resto del tiempo es de libre dispo­


sición por parte del ejercitante, el cual, poco a poco, vive
de este modo la experiencia de la soledad consigo mis­
mo y con el Espíritu. El «director» está allí únicamente
para proporcionar impulso, dar diferentes consejos, pre­
venir errores y permitir que cada cual, mediante los di­
ferentes textos de la Escritura propuestos para la jor­
nada, descubra cuál es lo que mejor le va. Hay sufi­
cientes textos para que cada cual pueda descubrir los
que más le ayudan o los que más le atraen. Y la lectura
de los restantes pasajes de la Escritura que no medite
directamente le ayuda a mantener el clima de la jor­
nada. Y así, poco a poco —independientemente de la
entrevista, sobre la que ahora diré unas palabras—, se
va creando en él una atmósfera de gran libertad espiri­
tual por la que, mediatne la educación en la oración,
llega a comprender que orar no significa ser fiel a un
programa, sino seguir una dinámica interior de la que
podrá dar cuenta, a su manera, al que da los Ejercicios.
En los Ejercicios en grupo, la entrevista del director
con el ejercitante me parece primordial para que con­
serven su carácter personal. Es preferible que dicha en­
trevista sea frecuente, sin que ello signifique que tenga
que ser diaria ni que deba durar demasiado tiempo.
Cada cual ha de ver lo que más le conviene. Pero, por
lo general, en un grupo de treinta e incluso más perso­
nas, alrededor de una tercera parte de los ejercitantes
vienen a verme todos los días, y creo que con bastante
provecho. Otros, por el contrario, si vinieran a verme
a diario, experimentarían una especie de encogimiento
o de inquietud. Y es que, ciertamente, ha de haber
una educación en la libertad.
La dificultad surge cuando se trata de pasar de una
Semana a otra. Las Semanas están necesariamente pro­
gramadas, y están previstos determinados días de des-
114 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

canso. A algunos ejercitantes les gustaría prolongar la


experiencia y permanecer un día más en determinada
etapa. Yo trato de corregir esta tendencia inculcándole
progresivamente al ejercitante el sentido de los Ejerci-
cios, que no son una experiencia que haya que hacer a
plazo fijo, sino que introducen en un espíritu. Por su-
puesto que se pueden hacer apresuradamente; sin em-
bargo, en la medida en que uno haya logrado captar su
espíritu, una vez acabados, siempre podrá retomarlos y
profundizar en ellos.
Resumiendo: lo ideal son los Ejercicios hechos de
manera individual y con la ayuda de un «guía». Sin em-
bargo, hay un modo de «socializar» los Ejercicios que
no supone necesariamente falta de fidelidad al espíritu
de los mismos, a condición de que se preste mucha
atención a la manera de presentar las cosas y no se pro-
ceda como antaño. Confieso que cuando comencé a dar
Ejercicios, allá por 1952, reaccioné muy vivamente con-
tra la inveterada costumbre de «dar puntos» cuatro ve-
ces al día, sin apenas dejar tiempo a la oración. No po-
día admitir que se supliera la acción del Espíritu. Y en-
tonces decidí que yo no habría de hablar más de un cuar-
to de hora, o media hora a lo sumo; que a continuación
invitaría al ejercitante a que diera un paseo para disten-
derse, y luego hiciera cuatro horas de oración a lo largo
del día. Pero, en realidad, hay tantas maneras de dar
los Ejercicios como ejercitadores. Lo importante es que
el ejercitante se encuentre a gusto en los Ejercicios, y
que el ejercitador se sienta igualmente a gusto en su
manera de proceder.

Ha citado usted muchos ejemplos de «elecciones»


por el método de los «pros» y «contras» que no eran
elecciones maduras, pero no ha hablado usted de los dife-
rentes tipos de elección. ¿Qué tiene usted que decir, por
«MESA REDONDA» 115

ejemplo, de la elección de «tiempo tranquilo», o de la


consolación «sin causa precedente», o del juego de «va-
rios espíritus»? ¿Es cierto que, para san Ignacio, los
«pros» y los «contras» tenían la función de favorecer
los movimientos de espíritus?

Tal como se ha formulado la pregunta, parece dar a


entender que yo no creo en la elección a base de razo-
nes en favor y razones en contra. Por eso voy a referir-
les algo que me ocurrió hacia 1969, cuando escribí mi
libro Le prêtre à la recherche de lui-même. El censor
del libro •—un sacerdote al que yo conocía perfectamen-
te— reaccionó a propósito de las páginas en las que yo
hablaba del amor y la afectividad en la vida del sacerdo-
te. Allí decía yo que, para ejercer su ministerio, el sacer-
dote necesita haber conocido la experiencia del amor hu-
mano, porque, de lo contrario, ¿cómo podría consagrar-
se en el celibato? Y de ahí pasé a hablar del matrimo-
nio. Aquel sacerdote me dijo: «En el fondo, usted cree
muy poco en el matrimonio contraído por motivaciones
racionales, ¿no es cierto? Y, sin embargo, hay casos en
los que funciona...» Pues bien, algo parecido diría yo
de la elección por el método de los «pros» y los «con-
tras»: que no es lo ideal, porque tiene el peligro de
quedarse en el plano puramente racional, pero que pue-
de ser muy útil, a pesar de todo, para tratar de hacer un
balance del estado en que nos encontramos, a condi-
ción de que se haga, como dice san Ignacio, empleando
las «potencias naturales» y con verdadera indiferencia
de parte del corazón.
Ese balance de las razones a favor y las razones en
contra representa, en el fondo, la historia de nuestra
propia vida y nos permite ver dónde nos hallamos en
el terreno de nuestras inclinaciones y nuestros deseos,
las razones para ir en una dirección o en otra... Al ha-
116 EL C A M I N O ESPIRITUAL

cer ese balance, que ha de ser lo más desinteresado po-


sible, poco a poco logramos presentarnos a Dios con lo
mejor de nosotros mismos y a experimentar con el áni-
mo tranquilizado el efecto de los diversos espíritus. En-
tonces pasamos al «segundo tiempo de hacer elección».
En realidad, no deseamos nada, sino que, de una ma-
nera lógica y fría, nos limitamos a decir: «A pesar de
todo, yo tendría tales razones para hacer tal cosa y tales
otras para no hacerla». Pero, como esto lo vivimos en
la oración y con un intenso deseo de hallar a Dios y no
de obrar a nuestro antojo y según nuestras inclinacio-
nes, esa misma oración purifica el corazón. Y en esta
purificación, Dios hace, si así lo quiere, que nos incline-
mos hacia un punto o hacia el otro.
Es entonces cuando llegamos a ese «segundo tiem-
po», que no es ya la elección a base de sopesar razones
a favor y razones en contra, sino la elección mediante el
discernimiento de nuestras mociones internas. Y así, una
vez que hemos aceptado darnos enteramente a Dios, nos
decidimos por la solución que nos proporciona una ma-
yor paz. Sin embargo, no podemos negar que hay mo-
mentos en los que no tiene por qué justificarse la elec-
ción: es el denominado «primer tiempo de elección»,
en el que Dios entra en el alma libremente y sin obs-
táculos. En mi opinión, es el mejor de todos. Si me
preguntaran por qué entré en la Compañía de Jesús
cuando no era más que un crío (¡tenía yo dieciséis
años!), no sabría qué responder, ni siquiera después de
llevar cincuenta y cinco años siendo jesuíta. Es lo mis-
mo que si se le pregunta a un hombre casado por qué
escogió a la que es su mujer y no a otra: no podría dar
razones, a pesar de estar seguro de que es a esa mujer a
la que ama. En el fondo, nos movemos aquí en un or-
den superior al de la razón: el orden del amor. Por su-
puesto que habrá que hacer verificaciones, dado que,
«MESA REDONDA» 117

sobre todo en los jóvenes, puede tratarse de una simple


inclinación absolutamente normal en la persona joven
en el momento de su maduración humana. Lo cual no
significa, en absoluto, que esa persona que le atrae vaya
a ser la mujer (o el hombre) de su vida. Será preciso
verificarlo. Y es aquí donde interviene el discernimien-
to de las consolaciones y las desolaciones, dejando que
el tiempo transcurra a su ritmo.
El mismo fenómeno se produce cuando se trata de
una vocación. Yo no tengo razones que expliquen la en-
trega que hice de mí mismo y todas las dificultades que
necesariamente tuve que experimentar; es lo que ha
venido después lo que me ha demostrado que era preci-
samente aquí donde Dios me quería. Las dificultades
se han convertido para mí en fuente de una mayor paz
y de un mayor amor. Es exactamente lo que ocurre en
el matrimonio o en la confrontación de dos personas
que desean unirse: las dificultades que experimentan,
en lugar de bloquearlas, se hacen para ellas, por el con-
trario, ocasión de una mayor transparencia, de un mayor
amor y de una mayor comprensión. La evolución de una
vocación, por tanto, guarda un extraño parecido con la
evolución de un enamoramiento.
Todo ello no puede encerrarse en un esquema o en
un cuadro sinóptico. Por ello comprenderán que, a pe-
sar de todo, yo sienta siempre una cierta desconfianza
ante un papel que habla de razones a favor y razones en
contra. Es algo que, naturalmente, tengo en cuenta;
pero siempre me pregunto si quien me presenta ese
papel está psicológica, cristiana y espiritualmente madu-
ro, porque el procedimiento, cuando menos, resulta un
tanto «adolescente». En el caso de aquel joven al que
me refería, que hablaba como un libro abierto, he de
reconocer que sus razones eran intelectualmente válidas,
pero, desde el punto de vista humano, psicológico y es-
118 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

piritual, apenas tenían valor, porque no eran razones


brotadas de lo más profundo de sí mismo.
/

Una pregunta relacionada con el problema del fac-


tor-tiempo: suele decirse que los Ejercicios culminan en
la elección; ¿cree usted que treinta días de Ejercicios
son un tiempo realmente suficiente para llegar a ese cul-
men?

Le haré yo otra pregunta: ¿conoce usted a muchas


personas que en el tiempo estricto de sus primeros Ejer-
cicios, aunque hayan sido de treinta días, hayan hecho
una elección realmente válida? Este sigue siendo para
mí un verdadero problema. Lo que vengo observando
es que, si se repite al cabo de uno o dos años el proceso
seguido en unos Ejercicios de diez o de treinta días, se
crea progresivamente una cierta manera de considerar
las decisiones que hay que adoptar. Gracias a este adies-
tramiento, el ejercitante, llegado el momento, podrá to-
mar una determinación, probablemente fuera del marco
estricto de los Ejercicios. Y esa determinación, aunque
no se haya tomado durante los diez o treinta días de
Ejercicios, será perfectamente válida, porque la persona
se ha adiestrado precisamente para tomar decisiones hu-
manas y espiritualmente válidas. No hay que establecer
unos límites excesivamente rígidos.

¿Quiere usted decir que la elección es susceptible


de modificaciones en determinadas etapas de la vida?

Si verdaderamente se ha hecho una elección en el


Espíritu Santo, dentro de unos Ejercicios o fuera de
ellos, pero siempre en el espíritu de los mismos, tal
elección expresará la voluntad de absoluta fidelidad a
Dios. Pero, precisamente por tratarse de una voluntad
. M E S A REDONDA» 119

de fidelidad a Dios, podrá admitir modificaciones si se


modifican las circunstancias. Con respecto al objeto
concreto de la elección, hay que conservar la suficiente
flexibilidad para que, si la situación cambia, ello no
suponga una dificultad insalvable. Como dice el propio
san Ignacio, hay elecciones irrevocables, y cita como
ejemplos el matrimonio, el sacerdocio y la vida religiosa;
pero, junto a ellas, hay también elecciones revocables.
Y precisamente, lo que permite en este último tipo de
elecciones poseer la necesaria flexibilidad es el haber
mantenido una cierta distancia con respecto al objeto
concreto de la elección; una elección que ciertamente ha
sido querida por Dios y que, precisamente, se ha hecho
porque ha sido querida por Dios. Por poner un ejem-
plo: a quien yo he escogido es a Jesucristo, no a la
Compañía de Jesús. Si yo hubiera escogido únicamente
a la Compañía de Jesús, correría el peligro de haber es-
cogido una obra, no a la persona de Jesucristo. Lo cual
no impide que no haya para mí más que un medio de
ir a Jesucristo, y que es justamente vivir en la Compa-
ñía de Jesús, del mismo modo que hay otros para quie-
nes el único medio de ir a Jesucristo es la vida matri-
monial, o la vida de laico consagrado, o la Trapa...
Pero, a mi modo de ver, siempre habrá que distinguir
entre la persona a la que uno se consagra y la forma
concreta de realizar esa consagración.

¿Podríamos resumir lo anterior diciendo que nues-


tro compromiso fundamental con Jesucristo no cambia,
pero sí pueden cambiar los medios de realizarlo, según
sea la evolución de la persona o de las situaciones que
la persona vive?

Perfectamente. Cuando hablo de la libertad en la


elección o, más exactamente, del provecho de la Medita-
120 EL C A M I N O ESPIRITUAL

ción de dos Banderas, suelo citar un ejemplo con el fin


de que el ejercitante adquiera la libertad suficiente para
elegir y para obrar. Es un ejemplo que me parece para-
digmático. Siempre es preciso distinguir entre la mate-
ria de la elección y la manera de hacer la elección, por-
que la materia de la elección puede ser excelente y, sin
embargo, no ser de Dios la manera en que se quiere el
objeto de la elección. Y pongo el ejemplo de san Igna-
cio cuando, en sus últimos años, accedió al papado un
cardenal que no era precisamente amigo suyo: el carde-
nal Carafa. Aquel cardenal no sentía especial predilec-
ción por san Ignacio, que se había permitido hacerle
ciertas observaciones acerca de la fundación de la Or-
den de los Teatinos, a la que pertenecía el tal cardenal.
Pues bien, cuando la campana del Vaticano repicó para
anunciar la elección del nuevo Papa, san Ignacio pre-
guntó quién había sido elegido. «Carafa», le respondie-
ron. El propio Ignacio confesó que en aquel momento
«se le estremecieron todos los huesos del cuerpo». « ¿ Y
si llegara el papa a suprimir la Compañía?», le preguntó
un Padre, «¿qué diría usted?». Tras un momento de re-
flexión, el rostro de Ignacio se iluminó y dijo: «Pienso
que, si un cuarto de hora me recogiese en oración, que-
daría tan alegre y más que antes» (P. Concalves de Cá-
mara, Memorial).
Esto es lo que quería dar a entender cuando decía
que hay que distinguir entre la persona a la que uno se
ha entregado y la obra en la que Dios ha querido que se
consagrara. Ignacio estaba seguro de que la Compañía
era obra de Dios. Sin embargo, tenía también la segu-
ridad de que dicha obra, en la que él había dado lo
mejor de sí mismo y había palpado la gracia de Dios,
no dejaba de ser secundaria con relación a lo esencial.
Sabía que Dios es absolutamente libre e independiente
de todas las cosas, y que puede conducirnos adonde él
«MESA REDONDA» 121

quiera a través de las más distintas y hasta contrapues-


tas circunstancias. Creo que este ejemplo expresa per-
fectamente la dualidad a la que me refería entre la per-
sona de Jesucristo y la obra que hay que realizar. El
pensamiento de san Ignacio revela ser teocéntrico: el
motivo verdaderamente profundo es tan sólo Dios.
¿Dónde me quiere Dios? ¿Me quiere en tal o cual de-
terminado lugar? Pues bien, sólo aceptando ese medio
encontraré a Dios. En lo más profundo de uno mismo,
siempre habrá que dar este paso de una a otra cosa.

La libertad, tal como es propuesta en los Ejercicios,


¿puede vivirse en una Iglesia estructurada como lo está
en el siglo veinte?

Habría mucho que decir al respecto. La libertad en


el Espíritu Santo y con Jesucristo sólo puede ser vivida
concretamente en la Iglesia, pero a condición de com-
prender a la Iglesia con la inmensa visión de san Igna-
cio. Para Ignacio, la Iglesia es, ante todo, la Iglesia nues-
tra Madre, la Iglesia Esposa de Cristo; y entre el Esposo
y la Esposa hay un mismo Espíritu. He ahí el verdadero
fondo del asunto. En segundo lugar, es también la Igle-
sia militante, en la que hemos de librar nuestro com-
bate: el combate de las Bienaventuranzas o, si lo pre-
fieren, el combate de las «dos Banderas». Y, por últi-
mo, es la Iglesia jerárquica, que no es otra cosa sino la
estructuración interna de la Iglesia Esposa de Cristo y
de la Iglesia militante. De este modo, no hemos de ce-
der a una especie de disociación que consiste en decir:
«yo contemplo a la Iglesia, y ella me juzga». Nada de
eso. La Iglesia eres tú. Y allá donde tú estés, allá se
encuentra la Iglesia católica.
Creo que es verdaderamente notable la respuesta
de un joven cristiano africano a la reflexión que se le
122 EL C A M I N O ESPIRITUAL

hacía acerca de la Iglesia. Le decía un adventista: «La


Iglesia católica disminuye progresivamente; como po-
drás ver, no tiene futuro». Y el africano, un joven que
no había hecho grandes estudios, sino que únicamente
poseía su fe nativa de bautizado, le respondió: «En
cualquier lugar donde yo esté hay Iglesia católica». No
tenemos derecho alguno a disociarnos de la Iglesia, aun
cuando en un determinado momento nos enfrentemos
con tal o cual representante de su jerarquía. En los pri-
meros años del pontificado de Pío XII, años difíciles en
los que apareció la célebre encíclica «Humani generis»,
que produjo auténtica dentera a más de uno y contra la
que se pronunciaron algunos jesuítas, Henri-Irénée Ma-
roux publicó un espléndido artículo en la revista Esprit.
Maroux era profesor de historia de las religiones en la
Sorbona y un excelente cristiano. Y en su artículo, «Del
buen uso de una encíclica», escribía: « ¡Cómo me gus-
taría poder explicárselo a mis amigos protestantes!
Cada vez que oigo esta voz, es la voz de mi propio bau-
tismo la que oigo».
Es preciso observar una profunda seriedad respecto
de todo cuanto la Iglesia nos da, a fin de conservar la
necesaria independnecia frente a la práctica. No es sólo
que este modo de acceder a las profundidades del mis-
terio de la Iglesia no aliena nuestra libertad, sino que,
por el contrario, la verdadera obediencia a la Iglesia es
una fuente de profunda libertad, porque en esos mo-
mentos cae uno en la cuenta de no ser el centro del
mundo y de tener que situarse en relación a los demás.
Conviene constatar que, mucho más allá de mis reivin-
dicaciones y reacciones personales, está esa voz profun-
da de mi bautismo que es independiente de toda civi-
lización y de toda cultura. Esa voz, cuando se expresa
en labios de alguien que no pertenece a mi cultura, ha-
brá necesariamente de producirme dentera en determi-
«MESA REDONDA» 123

nados momentos. Pero precisamente es esa apariencia


exterior del otro la que hay que trascender para poder
descubrir en lo más profundo de él la verdad de lo que
es la Iglesia, es decir, esa palabra de unión y ese amor
fraternal que se simbolizan en la Iglesia jerárquica. Por
eso, aun cuando ésta pueda ocasionalmente contrariar
mi parecer, he de tener sumo cuidado (y aquí habría
que releer las reglas de san Ignacio «para sentir con la
Iglesia») en aceptar en lo posible todo cuanto venga de
ella. Y si tengo que hacer alguna crítica, trataré por to-
dos los medios de hacerla exclusivamente delante de
quienes son capaces de entenderla, no delante de per-
sonas en las que tales críticas, como dice san Ignacio,
«engendrarían más murmuraciones y escándalo que
provecho» (n. 362).

Es frecuente la tendencia a confundir «espirituali-


dad ignaciana» con Ejercicios. Vara ser un buen acompa-
ñante, ¿habría que conocer los Ejercicios Espirituales,
la Biblia y , además, toda la espiritualidad ignaciana, que
incluiría las Constituciones y las Cartas de san Ignacio?
¿Hay que tener una cierta competencia en todo ello para
poder dar unos Ejercicios?

Yo diría que, desde luego, hay que conocer perfec-


tamente los Ejercicios y haberlos experimentado perso-
nalmente; y, si es posible, conviene ser un verdadero
amante de la Palabra de Dios. Ello hará posible disfru-
tar de ambas cosas: de los Ejercicios y de la Biblia.
Pero en modo alguno es necesario haber profundizado
en la totalidad de la obra de san Ignacio, y concreta-
mente en las Constituciones. Por supuesto que es muy
útil conocerlo. Si uno se siente atraído por la Orden
benedictina, tendrá especial empeño en concer la obra
de san Benito; y lo mismo se diga acerca de cualquier
124 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

otra Orden religiosa. Si uno se siente atraído por el es-


píritu de san Ignacio, le gustará conocer lo que ha sa-
lido de esa pequeña obra maestra que son los Ejercicios:
la Compañía de Jesús; y el conocer su obra le ayudará
a conocer mejor los Ejercicios, evidentemente. Pero,
de por sí, creo que es importante disociar ambas cosas,
porque de lo contrario los Ejercicios estarían reserva-
dos exclusivamente a los que están destinados a entrar
en la Compañía de Jesús. Y podemos estar seguros de
una cosa: los Ejercicios no tienen la finalidad de «jesui-
tizar» a quienes los hacen.

Hay otro punto clave: los Ejercicios Espirituales y


la oración de la Iglesia. ¿Podemos orar a partir de la
oración de la Iglesia sin dejar de ser fieles a la dinámica
descubierta en los Ejercicios? A partir de los textos li-
túrgicos del día, ¿podemos asegurarnos una continuidad
en el camino iniciado en los Ejercicios?

Responderé con mi experiencia personal. Jamás me


he creído obligado a seguir los Ejercicios durante el año,
ni siquiera durante mis días de retiro anual. Evidente-
mente, los Ejercicios me han formado, pero ¿en qué?
¡En la libertad! Tras haberme enseñado a degustar y
saborear la Palabra de Dios, los Ejercicios me permiten
ser libre para tomar de la Escritura lo que me ayude
a orar en un momento determinado. Suelo preparar
mi oración diaria la noche anterior, leyendo los textos
de la misa del día siguiente. Y creo hallarme de lleno en
el espíritu de los Ejercicios.
Para mis días anuales de retiro suelo tomar un libro
de la Escritura, según lo que me apetezca en ese mo-
mento de mi vida. Y así, un año tomaré el evangelio de
san Juan, otro una carta de san Pablo, o el Apocalipsis,
«MESA REDONDA» 125

o el Cantar de los Cantares, o una serie de Salmos... Y


creo hallar en ellos, sin necesidad de excesivas reflexio-
nes, el ritmo profundo de los Ejercicios. No la materia-
lidad del texto, naturalmente, sino su espíritu. Si trato
de llegar al corazón mismo de la vida litúrgica y de la
forma en que la Iglesia me presenta la Escritura en la
liturgia, estoy seguro de que habré de hallar la dinámica
profunda de los Ejercicios, porque esta dinámica no es
sino la dinámica natural del alma cristiana que medita
el misterio de Jesús.
Un día vino a verme un profesor de un seminario
mayor que más tarde llegó a ser Vicario general y que,
tras haber servido largo tiempo a su Iglesia diocesana,
acabó ingresando en el Carmelo. «Mi vocación al Car-
melo», me dijo, «se la debo a los Ejercicios de treinta
días que hice con usted cuando yo era un sacerdote jo-
ven». Recuerdo perfectamente que él me gastaba bro-
mas porque yo hablaba constantemente de «itinerario»,
de «Semanas», de «estadios» sucesivos... Y recuerdo
también que un día asistí yo a una charla suya en la que
habló de la liturgia e insistió en el itinerario espiritual
de la Cuaresma. Y a la salida le dije: « ¡Vaya, hombre;
así que un itinerario...! »
En el fondo, la mejor manera de ser fieles a los
Ejercicios Espirituales en tales casos, una vez que hemos
sido formados por ellos, por su estructuración y por
la libertad que nos proporcionan para encontrar a Dios
en todas partes, consiste en seguir simplemente el año
litúrgico y todos sus «Tiempos». Es una verdadera fuen-
te de renovación perpetua. Y pienso que la mejor for-
' ma que tengo de agradecer la formación que he recibido
es descubrir esa libertad de vivir a mi aire la oración
de la Iglesia.
126 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

¿Cómo puede uno saber si es lo bastante libre in-


teriormente para hacer un discernimiento individual o
comunitario? En un discernimiento o en una elección,
¿cómo puedo comprobar que, en último término, no es
a mí a quien encuentro, sino la voluntad de Dios?

Creo que, de hecho, semejante seguridad sólo pue-


de alcanzarse poco a poco, en un contacto personal y
regular con alguien en quien se confíe y que le conozca
a uno lo suficiente para saber lo que se esconde bajo
sus palabras. Así, en los momentos de incertidumbre
que pueda uno experimentar, podrá él garantizar que
dispone uno de esa madurez humana que es necesaria
y de la que es natural dudar en determinados momen-
tos. ¿Quién puede decir: «Yo soy lo bastante maduro,
o me siento lo bastante libre, para hacer una elección»?
Ya se trate de un discernimiento individual o de un dis-
cernimiento comunitario, esa seguridad sólo puede dar-
se en la medida en que hay alguien de quien fiarse.
En esto consiste la utilidad de lo que venimos llamando
«acompañante» (y que antiguamente se llamaba «Padre
espiritual») que le conozca a uno perfectamente y al
que poder recurrir en caso de dificultad. Aunque se
encuentre uno muy lejos de él, como le ha conocido
a uno perfectamente durante bastante tiempo, hay que
saber recurrir a él en tales ocasiones, porque es en él
donde se va a encontrar una profunda seguridad, aparte
de que así no se siente uno solo. Y es que, efectivamen-
te, si uno se encuentra solo, ¿cómo va a poder hallar
seguridad?

Hoy es muy frecuente oír decir: «Dios me ha habla-


do en tal o cual acontecimiento», o «el Espíritu Santo
me ha hablado», etc. ¿Cómo reconocer, en definitiva,
si nos habla Dios en un determinado acontecimiento?
«MESA REDONDA» 127

En primer lugar, hay que contar, por supuesto, con


lo que acabamos de decir: la confrontación con alguien
que le conozca a uno; aunque uno esté profundamente
convencido de que es Dios quien le habla, esta verifi-
cación es siempre necesaria. Como dice san Ignacio, hay
que distinguir siempre entre, por una parte, el momen-
to en que Dios le toca directamente al alma y, por otra,
la transposición que cada uno de nosotros siente la ten-
tación de hacer de dicha palabra auténtica de Dios. La
Iglesia jamás se comprometerá con respecto a las revela-
ciones de los santos, aun de los más grandes, tal como
han sido formuladas por ellos. La Iglesia se ha compro-
metido con una revelación en toda su integridad una
sola vez, concretamente con la Sagrada Escritura (lo
cual le ha ocasionado más de una dificultad, por cierto).
De la Escritura lo ha asumido todo: la letra y el espí-
ritu; y ello acarrea a veces ciertos problemas. Pero
la Iglesia jamás se ha comprometido con ninguna reve-
lación personal, ni de santa Brígida ni de santa Teresa
ni de ningún otro santo (o santa), y mucho menos, lógi-
camente, si se trata de una persona cualquiera con la
que puede uno encontrarse en el despacho y que le diga,
papel en mano: «El Espíritu Santo me ha hablado y
me ha dicho esto...»
Yo creo que Dios, efectivamente, puede hablar. Pe-
ro de lo que no se dan cuenta muchas y muy santas
personas es de que han transpuesto la acción inmediata
de Dios a sí mismas, con su temperamento, su imagi-
nación y su propia manera de representarse las cosas.
Fijémonos en la admirable santa Catalina de Siena, que
hace hablar a Dios en lenguaje escolástico... Lo cual no
es extraño, porque ella había tenido una formación do-
minicana. Pero es evidente que nos apresuramos a trans-
poner las gracias de Dios a nuestra personal manera de
128 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

hablar y de ver las cosas. Y si topamos con una persona


suficientemente equilibrada, ¡menos mal...! Pero re-
sulta que Dios también puede hablar a personas cuyo
equilibrio es más que dudoso. Pues bien, ese desequi-
librio habrá de reflejarse en las palabras que dichas per-
sonas atribuyan a Dios. De ahí el malestar que experi-
mentamos ante determinados escritos. Por una parte de-
cimos: «esta persona es una santa»; pero, por otra, sa-
bemos que ha hecho una transposición a su propio len-
guaje de las gracias que ha recibido de Dios.

Formulemos la pregunta de otra manera: en los


Ejercicios en la vida corriente pedimos al ejercitante
que anote lo que observe que ocurre en ella a partir del
momento en que se detiene a orar, pero también que
esté muy atenta a los acontecimientos de su vida. ¿En
qué sentido es posible ver en los acontecimientos que
se viven que algo viene de Dios y es capaz de iluminar-
me y ayudarme a avanzar?

Personalmente, yo no vería la fidelidad a Dios en


los propios acontecimientos, como si todo estuviera cro-
nometrado de antemano en el cielo para que se produz-
ca tal encuentro, sobrevenga tal enfermedad, etc. Sole-
mos decir que una cosa es «providencial». Pase. Al
igual que todos los seres humanos, también nosotros pa-
decemos la fatalidad del acontecimiento; pero precisa-
mente porque vivimos del Espíritu Santo, hemos apren-
dido con Cristo —que también se sometió a la fatali-
dad humana— a recibir con amor, en la medida de lo
posible, cuanto nos sucede, ¡no a canonizar nuestras ad-
versidades! « ¡Qué bien! Dios me ha hecho un favor
enviándome sufrimientos...» ¡Qué lenguaje tan lamen-
table! Sin embargo, es en el acontecimiento, y sólo en
el acontecimiento, donde podremos vivir el amor de
»MESA REDONDA» 129

Dios. Esto es evidente. Por eso hemos de ser fieles a


lo que se nos ha dado vivir.
Pero ¿en qué consiste esa fidelidad? Consiste en la
confianza, en la dulzura y en la paz que seamos capaces
de mantener aun en los acontecimientos más adversos.
En el momento de su Pasión, Jesús se puso en manos
de su Padre, pero no porque viera en el sufrimiento
la voluntad de Dios, sino porque es capaz de hallar la
voluntad del Padre incluso en el sufrimiento y, consi-
guientemente, sabe hallar la manera de aceptarlo. No
profiere una sola palabra contra los enemigos que vie-
nen a arrestarlo, y conserva hasta el final, frente a sus
perseguidores, esa visión de verdad: «Padre, perdóna-
los, porque no saben lo que hacen». Y así es como
encuentra a Dios en el acontecimiento.

Se ha hablado del contexto de libertad que es pro-


pio de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio. ¿Cree
usted que los divorciados y vueltos a casar pueden vivir
la experiencia de los Ejercicios?

La responderé abiertamente: sí. Y no quiero decir


que puedan hacerlo mejor que otros. Pero precisamente
estas personas tal vez tengan especial necesidad de apren-
der —en ese atolladero en que se encuentran por propia
voluntad o por culpa de las circunstancias— cómo lle-
var una vida espiritual profunda en el marco y en la
vida misma de la Iglesia. Puede que su fidelidad a la
Iglesia deba expresarse en su no acceso a los sacra-
mentos. Lo cual no significa que no pertenezcan a la
Iglesia y que no tengan, al igual que los demás, que
vivir una vida espiritual.
130 EL C A M I N O E S P I R I T U A L

¿Puede la gente joven, entre los veinte y los treinta


años, hacer -provechosamente los Ejercicios de treinta
días o los Ejercicios en la vida corriente?

Supongo que sí, puesto que yo los hice cuando tenía


poco más de dieciséis años, y creo que algún provecho
saqué de ellos. Todo depende de la madurez humana de
quien los hace. Conocí a una joven que deseaba abrazar
la vida religiosa y que al mismo tiempo, sin embargo,
sentía que Dios la quería en otra parte. Comenzó a es-
tudiar teología con los seminaristas en el Instituto Ca-
tólico de París. Y al fin me dijo: «Quisiera hacer los
Ejercicios de treinta días». Por aquel entonces, a los
Ejercicios de treinta días que iban a comenzar en Cla-
mart iba a acudir gente mayor, en su mayoría sacerdo-
tes. Se lo dije y le pregunté: «¿No te resultará incómo-
do estar entre esas personas, siendo una mujer tan jo-
ven?» Pero ella hizo los Ejercicios y quedó encantada,
e indudablemente adquirió la estructuración espiritual
que necesitaba para acometer sus estudios. Al cabo de
diez años volvió a hacer los Ejercicios de treinta días,
los mismos que ya había hecho y, sin embargo, dife-
rentes, porque había madurado. Lo cual no quiere de-
cir que, a pesar de poseer la suficiente madurez humana y
el mínimo imprescindible de vida espiritual, pudiera abor-
dar los Ejercicios de treinta días sin dificultad alguna.
Siempre es posible profundizar más, porque nunca
acabamos de profundizar en lo que hemos recibido una
vez. Los Ejercicios actúan como una semilla. Al concluir
una tanda de treinta días que di a las Hijas de San
Francisco Javier, me decía Mme. Daniélou: « ¡ A h , los
Ejercicios...! ¡Son dinamita!». Así es. Los Ejercicios
pueden hacerte saltar hasta el techo... y hacer saltar con-
tigo la casa. Es un germen que se halla en tu interior
y que exige desarrollarse para dinamizar todas las cosas.
«MESA REDONDA» 131

Una última pregunta: ¿cómo ayudar a una persona


a asumir sus limitaciones personales en orden a la obten-
ción de una vida más libre?

Supongo que se refiere usted a la asunción de las


limitaciones personales que son como una negación de
la libertad. Pues bien, yo creo que todo depende de la
persona en cuestión y de la manera que tenga de vivir
su vida, tanto su vida humana como su vida espiritual.
En la medida en que el proceso de la vida espiritual
permita a esa persona ir progresivamente simplificán-
dose y dejar de buscar la unión con Dios en cualquier
lugar que no sea el acontecer de su vida, en esa misma
medida conseguirá asumir sus limitaciones personales.
Todo depende de la calidad profunda de la persona.
Y esto me hace recordar a un viejo amigo, un an-
ciano hermano Trapense al que conocí en la Trapa de
Bellefontaine, en Francia. Era un anciano delicioso, co-
mo todos esos viejos Hermanos que le hacen pregun-
tarse a uno si será la naturaleza o la gracia lo que les
ha hecho así. La última vez que le vi, estaba el pobre
invadido por un cáncer. Como era enfermero de oficio,
conocía perfectamente su mal, y sufría mucho. Me pa-
rece estar oyendo ahora cómo me dijo con su hermosa
voz de campesino: «Estoy sufriendo por todos los po-
ros de mi cuerpo: ya no queda en él lugar para la ora-
ción...» ¡Fantástico! Se había hecho todo él oración
en su propio cuerpo. No necesitaba decirse: «Debo con-
servar la unión con Dios a pesar del sufrimiento». Era
incapaz de ello. Ya no podía hacer absolutamente nada,
porque era todo él oración en el sufrimiento. Y lo había
comprendido instintivamente. ¡He ahí la libertad!
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E j e r c i c i o s i g n a c i a n o s y pedagogía d e l a f e
p a r a jóvenes 216 págs.

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Sadhana
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5. STURM-M. WITTSSCHIER
Antropología y teología p a r a u n a educación
cristiana responsable 152 págs.

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Los E j e r c i c i o s p e r s o n a l i z a d o s e n l a v i d a c o r r i e n t e
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8. E Q U I P O DE C O N S I L I A R I O S C . V. X . B E R C H M A N S
Jesucristo
( C a t e c u m e n a d o p a r a u n i v e r s i t a r i o s • 1) (2." e d . ) 224 págs.

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12. ALBERTO IN1ESTA
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E Q U I P O DE C A T E Q U I S T A S
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14. KLEMENS T I L M A N N
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16. F R A N Z JOSEF HUNGS


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17. E Q U I P O D E C O N S I L I A R I O S C.V.X. B E R C H M A N S
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C a t e q u e s i s d e Confirmación
( M a t e r i a l para e l c o n f i r m a n d o ) (2.* ed.) 160 págs.

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Reflexiones sobre los Ejercicios Espirituales
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35. JOSÉ D E L I C A D O BAEZA
Pastoral juvenil desde la Confirmación

36. JEAN LAPLACE


El camino espiritual
a la luz de los Ejercicios ignacianos

Editorial SAL TERRAE


Guevara, 20
39001 Santander

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