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Sal Terrae

Colección «EL POZO DE SIQUÉN»


406

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José García de Castro, SJ

LA VOZ DE TU SALUDO

Acompañar, conversar, discernir

Prólogo de Javier Melloni, SJ

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39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 944 470 358
info@gcloyola.com
gcloyola.com

Imprimatur:
✠ Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
15-04-2019

Diseño de cubierta:
Magui Casanova

Impreso en España. Printed in Spain


ISBN: 978-84-293-2856-1

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A mi madre, Isabel,
«por tanto [y tanto] bien recibido» (Ej [233])

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Índice

Prólogo, por JAVIER MELLONI, SJ


Abreviaturas
Luz de ambiente

PRIMERA PARTE
Comunicar, hablar, conversar
1. Comunicarse: milagro y maravilla
2. Hablar
3. Conversar: cuando la vida se vierte en las palabras

SEGUNDA PARTE
Ignacio y las palabras
4. Ignacio de Loyola, hombre de palabras
5. La conversación en los Ejercicios Espirituales. «Como un amigo…» [Ej 54]
6. Las palabras y los jesuitas

TERCERA PARTE
La palabra en ejercicio
7. Las formas de la conversación
8. La conversación espiritual
9. Conversación pastoral y acompañamiento
10. Conversar para discernir
11. La estructura interna de la conversación pastoral
12. Las palabras que no se pronuncian: comunicación no verbal
13. Nueve tentaciones del acompañante
14. Conversar en el Espíritu
15. Para seguir aprendiendo
Notas
Índice general

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Prólogo

«Al principio existía la Palabra. La Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios.
Todo se hizo por ella y, sin ella, no existiría nada de lo que existe» (Jn 1,1-3).
La Palabra es el éxtasis del Silencio, tal como Cristo es el éxtasis del Padre. La
Palabra irrumpe desde una profundidad abisal, ignota. Esa profundidad es la que sostiene
el mundo. Cuando la Palabra irrumpe, da una forma precisa a lo que emerge de ese
Fondo.
La Palabra sagrada es la que contiene esa resonancia primigenia como origen y como
meta. Cuando esa Palabra es pronunciada y nuestros oídos son capaces de escucharla,
somos recreados por ella, porque nos retorna a los orígenes a la vez que nos relanza
hacia la meta.
La palabra sagrada contiene este doble movimiento de salida y de retorno, de éxtasis
y enstasis, de exitus y reditus. Y en su camino, abre, recorre, atraviesa, transforma. De
este modo, la Palabra que venía de lejos se acerca y cada vez se hace más íntima a
nosotros mismos para configurarnos desde dentro.
En la Biblia, Dabar YHWH, la Palabra de Dios, realiza lo que dice, lleva a cabo lo
que enuncia. Por esto es palabra sagrada. La palabra vana, en cambio, vacila, resbala y se
extingue.
Los textos sagrados contienen la incandescencia de las palabras primigenias.
Provienen de personas que se dejaron consumir por ellas. Relatan también
acontecimientos fundantes que han inspirado a generaciones durante milenios y
contienen relatos arquetípicos donde los personajes encarnan los valores que suscitan.
Multitudes se han nutrido de ellas. Han iluminado sus noches, han fortalecido sus
vacilaciones, han orientado en sus extravíos, han interpelado sus inercias.
La Palabra verdadera no nace: engendra. Por ello la comunidad necesita estar a su
escucha. Convocada por ella, la asamblea se regenera. De aquí que toda comunidad
tenga sus tiempos y sus lugares para escuchar la Palabra sagrada y todas las tradiciones
tengan un ritmo y un espacio litúrgico para celebrarla.
Pero estos espacios y tiempos preservados no son suficientes. No solo se requiere que
haya quien sepa proclamar e interpretar las Palabras primordiales, sino que haya quienes,
por la calidad de su vida, tengan la capacidad de recrearlas. Toda comunidad necesita
que broten palabras verdaderas no solo en sus orígenes, sino en cada generación.
Necesitamos estar cerca de palabras auténticas que nos regeneren.
Solo puede recrear la Palabra quien está cerca de la Fuente de la que emana. Una
existencia así se convierte ella misma en Palabra.
Reconocemos las palabras reveladas porque son revelatorias, porque descorren el

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velo que oculta el significado de los acontecimientos y están muy cerca de la substancia
de las cosas. Y están próximas a nosotros mismos. Al revelar, nos revelan, dicen de
nosotros de un modo que desde nosotros no alcanzaríamos nunca a comprendernos.
Porque nos traspasan, crecemos hacia ellas; porque nos trascienden, corremos hacia ellas
a la vez que nos impulsan.
La palabra sagrada tiene un carácter intemporal que atraviesa los siglos y no se
desgasta. Resignifica el mundo cada vez que se proclama. Al mismo tiempo, tiene un
tono y un sabor que depende de quien la transmite. Aunque la Palabra sagrada sobrepasa
y traspasa a quien la comunica, su fuerza también depende de quién tiene la
responsabilidad y la vocación de transmitirla.
La Palabra sagrada es insistente y reiterativa, a la vez que es siempre nueva. Porque
está conectada con la experiencia primigenia, su contenido renace cada vez que se
enuncia. Tiene la capacidad de fecundar el presente de un modo inédito, de manera que
da origen a caminos inexplorados.
Se ha dicho que el texto crece con quien lo lee. En efecto, hay un modo de leer y un
modo de escuchar que aumentan el potencial de cada palabra. Este crecer de la Palabra
en cada uno depende del espacio que tenga para acogerla. Pero el texto también puede
decrecer si no encuentra ese lugar.
Nuestras vidas están llamadas a emitir palabras sagradas. A través de nuestra
existencia empalabramos el mundo. Cuando nos dejamos configurar por la Palabra,
nuestra vida la recrea de un modo único ante los demás, con los demás y para los demás.
Nuestra existencia se convierte en la interpretación, la actualización y la encarnación de
la Palabra primordial.
El libro que tengo el gozo de prologar está escrito por alguien que está comprometido
con la Palabra con todo su ser. Palabra que escucha como Voz, porque sabe que toda
palabra es una comunicación de un ser con otro: de Dios con el ser humano y también de
los seres humanos entre sí, para humanarse y hermanarse. De ambas comunicaciones
(con Dios y con los demás) se habla profusa y generosamente en estas páginas. Un libro
de Palabra y palabras y en medio de todas ellas un libro de experiencias que contienen la
Experiencia de Dios.
En una cultura con tantos cruces de tantas palabras, agradecemos un libro así, actual y
necesario, práctico y espiritual que nos ayude a reconocer la Palabra que todo lo habita y
todo lo llena.

JAVIER MELLONI, SJ
Marzo de 2019

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Abreviaturas

Au Autobiografía de san Ignacio de Loyola

Co Constituciones de la Compañía de Jesús

Ej Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola[1]

FN Fontes narrativi sancti Ignatii, 4 vols., IHSI, Romae 1943-


1965

[1] Las referencias de la Autobiografía, las Constituciones de la Compañía de Jesús y los Ejercicios
Espirituales están tomadas de Obras completas de san Ignacio de Loyola, ed. de I. Iparraguirre y C. de Dalmases,
BAC, Madrid 19834.

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Luz de ambiente

«Cuántas veces he estado


–espía del silencio–
esperando unas letras,
una voz».
P. SALINAS, La voz a ti debida

1. «La voz de tu saludo»


Semana Santa de 2018. En la casa de ejercicios espirituales La Inmaculada de El Puerto
de Santa María, en Cádiz. Una biblia, un tiempo de silenciosa meditación y una preciosa
vista sobre las amplias playas del Atlántico. Las páginas del libro descansan mostrando
los primeros textos del Evangelio de San Lucas: el conocido pasaje de la Visitación de la
Virgen María a su prima Isabel. No sé cuántas veces habré escuchado, leído,
contemplado, meditado y orado con este texto. Muchas. Recuerdo con memoria viva que
ya en mis tiempos del colegio, en el mes de mayo escuchábamos una o dos veces este
breve texto lúcidamente comentado por alguno de los jesuitas de la comunidad
educativa. Treinta y tres, treinta y cinco o cuarenta años después el mismo texto vuelve a
mí. Pero ahora el que no es el mismo soy yo.
Me dispuse para comenzar mi oración, una de tantas en uno de tantos ejercicios
espirituales que uno va acumulando a lo largo de su vida. En mis manos, una biblia;
Lucas 1,39-56. Comencé a leer el texto como si fuera la primera vez que lo hacía y, a los
pocos minutos, una expresión captó poderosamente mi atención, eran las palabras de
Isabel a su prima María: «Apenas escuché la voz de tu saludo, el niño saltó de alegría en
mi seno». Con frecuencia nos pasa al volver sobre los mismos textos de la Biblia, los
mismos de siempre, los de tantos días y años y, sin embargo, por la presencia del
Espíritu que los sostiene y alienta, estos textos de siempre, siempre vuelven a nosotros
como si fueran nuevos. Leer el Evangelio es estrenar la vida.
La Voz, «la voz de tu saludo». Somos algo más de siete mil quinientos millones de
personas que compartimos este planeta. No hay dos voces iguales. La voz nos da
identidad, es parte de nuestra genética, de nuestro ser, como el color de los ojos, nuestro
modo de caminar, nuestra huella dactilar o nuestra caligrafía. Por la voz nos
reconocemos e identificamos. La madre reconoce la voz de su hijo mucho antes de que
pueda pronunciar algún sonido articulado. Por la voz, como por la mirada, mostramos el
alma, encauzamos y reflejamos nuestras alegrías, nuestros logros y también nuestros
fracasos y tristezas: «Te lo noto en la voz».

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Basta una voz para evocar toda una historia, para activar la memoria, para viajar
repentinamente al pasado y despertar un sentimiento o una emoción profunda que ya
creíamos dormida o silenciada para siempre… y todo con una palabra, con una voz:
«María». «¡Rabbuní!»[1].
Algo reaccionó espontáneamente en las entrañas de Isabel al escuchar la voz de
María. Sintió que la criatura que llevaba en su seno se hacía eco de su propia alegría. Al
llegar a este versículo, mi oración se detuvo sin yo pretenderlo y comencé a considerar el
valor de la palabra, de las palabras; el valor de saber pronunciarlas acertadamente y de
los efectos que pueden provocar en quien las escucha. Creo que todos habremos lo
experimentado alguna vez: hay voces que nos han llenado de ilusión y de vida, y otras,
por el contrario, nos han provocado pequeñas o grandes muertes. Hay voces que
desearíamos escuchar más a menudo y las guardamos como un tesoro en nuestro
recuerdo; otras, en cambio, desearíamos borrarlas para siempre de nuestra memoria.
En aquella meditación frente al mar, todo resonó con más fuerza en mi interior. «La
voz de tu saludo». Comprendí que se trataba, entonces, de dejarme enseñar por la
experiencia de Isabel, de eso que Ignacio llama «reflectir para sacar provecho»[2].
Permanecí en silencio en presencia de Isabel y poco a poco comenzaron a resonar tres
cosas que pronto convertí en oración. Le pedí al Padre la gracia de reconocer la Voz de
su Espíritu entre tantas voces que cada día resuenan en mi entorno; la gracia de
interpretarla como su saludo vivificador, como fuente de vida, de futuro, de proyecto y
esperanza, y, en tercer lugar, le pedí la gracia de permitir que esa Voz genere vida, salte
en mis entrañas y se vierta al mundo como voz constructiva, voz de «buena nueva».

2. Este libro
Las palabras de Isabel a su prima María me empujaron a detenerme a considerar algo tan
sencillo y habitual como el valor de las palabras en la vida de los hombres. Algo tan
natural, tan cotidiano, tan espontáneo como es el lenguaje de las palabras se nos revela
como una de las actividades más nobles del espíritu humano. Hablar es lo maravilloso
hecho costumbre, lo sobrecogedor hecho hábito. Si no fuera tan común y ordinario y, por
tanto, tan poco valorado, estoy seguro de que lo consideraríamos un milagro, una obra de
los dioses.
En un mundo tan universal y radicalmente abierto a la comunicación durante, tal vez,
las últimas dos décadas, este libro ofrece unas reflexiones acerca de lo que implica la
comunicación lingüística humana y del valor y función del lenguaje en la vida y el
crecimiento espirituales. Por las palabras podemos evangelizar y cristianizar nuestra
vida; por las palabras podemos construir eso que llamamos Reino de Dios, con las
palabras podemos ser buenos, hacernos mejores y hacer mejor este mundo que
habitamos.
Estoy convencido de que las palabras, el amor y el tiempo son las tres estructuras más
arrebatadoramente humanas. Dios lo sabe: es la Palabra y es el Amor encarnados en el
tiempo, y nosotros su imagen y semejanza.

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PRIMERA PARTE

COMUNICAR, HABLAR, CONVERSAR

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1

Comunicarse: milagro y maravilla

«Se lo llevaron todo y nos dejaron todo…


Nos dejaron las palabras».
PABLO NERUDA, Confieso que he vivido

Una confianza fundamental y casi siempre inconsciente atraviesa nuestro cotidiano vivir
desde los primeros instantes del día hasta el ocaso. La manera más elemental y básica
que tiene el entorno que nos acoge de conversar con nosotros es a través de implícitos
pactos de confianza. Vivir es, en gran medida, confiar. El mundo está ahí, como realidad
viva ante nosotros. Donde hay vida hay comunicación, y el mundo se nos da en
asombrosa fidelidad comunicativa. Nosotros creemos en él, el mundo es digno de
nuestra confianza porque hemos experimentado repetidamente que no nos engaña.

1.1. Un mundo en incesante comunicación


Confiamos en el cosmos en que vivimos, en la sorprendente y vertiginosa expansión de
sus galaxias, que nos llevan por el universo hacia donde no sabemos, «agarrados» a la
atracción del Sol a unos 630 kilómetros… ¡por segundo! Confiamos en que planetas y
estrellas conservarán con exactitud y fidelidad asombrosas sus órbitas y equilibrios.
Confiamos en este sistema solar, en la regularidad de sus órbitas y en sus leyes
matemáticas, un hogar en el universo todavía tan desconocido. Confiamos en la
Naturaleza, Madre absolutamente incondicional que con regularidad sorprendente ofrece
el sol siempre por el mismo sitio, a la misma hora, sobre buenos y malos, para que todos
los frutos vayan madurando, todas las plantas produciendo sus ciclos y todo ser humano
salga un día más de la oscuridad.
Confiamos en la Tierra, que hoy volverá a girar a la misma velocidad (¡29,7
km/segundo!) y con la misma inclinación, como ayer, como mañana, como siempre;
confiamos también en el paisaje de cada día y en el entorno en el que nos movemos, que
estarán ahí, como siempre, un día más a nuestra disposición, sin voluntad de engañarnos
ni despistarnos.

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Confiamos también en la técnica y en la tecnología que los hombres hemos ido
generando, poco a poco, a lo largo de los siglos. Confiamos en el despertador, que
sonará a la hora programada, y en el calentador, que responderá al correr del agua.
Confiamos en que el coche arrancará al sentir el giro de la llave de contacto, o que cada
mañana los semáforos regularán el tráfico con mayor o menor éxito. Confiamos en la
memoria del ordenador que estará-ahí para mí, tal y como lo dejé ayer, y responderá
fielmente a los dígitos de mi contraseña. Confiamos también en los compañeros de
trabajo, que cada mañana nos reconocemos y, sin decírnoslo, nos aventuramos a vivir
otra jornada, sumando nuestras horas y nuestro esfuerzo para el bien de nuestra empresa.
Confiamos, y cada día me asombro más, en los procesos internos de nuestro propio
organismo: en la transformación de millones de células que sin saber quién las gobierna
van renovando con precisión mi propio cuerpo; en la vida compleja de los cien mil
millones de neuronas capaces de producir unos trescientos trillones de sinapsis que de
forma ordenada, regular, y rapidísima permiten que podamos reaccionar adecuadamente
a las demandas de nuestro entorno: hablar, reír, recordar, soñar o movernos
armónicamente, todo depende de esas conexiones cerebrales que jamás conoceremos.
Confiamos en el trabajo silencioso y anónimo de tantas vísceras que controlan las
miles de funciones del propio cuerpo para mantener un equilibrio riguroso y maravilloso
sin que yo me entere de nada de lo que pasa dentro de mí. Solo el hígado rige más de
500 funciones en el cuerpo humano. ¿Cómo no confiar en la fidelidad incondicional del
corazón, que con sus cien mil latidos diarios bombea unos siete mil doscientos litros de
sangre al día, sin entender de principio moral alguno? Por nuestros pulmones pasan unos
ocho mil litros de aire cada jornada y, si pusiéramos en fila todos los metros de venas,
arterias y vasos capilares que tiene nuestro cuerpo…, ¡podríamos dar dos veces la vuelta
a la Tierra! La estructura del ojo, el diseño del oído, las funciones de la médula… Y
podemos movernos… Pero ¿hemos caído en la cuenta de la coordinación tan compleja y
espontánea de nuestros movimientos, a veces tan rápidos y distintos?
Y confiamos también en el tiempo desde que hace unos trece mil ochocientos diez
millones de años empezó a «correr». El tiempo ha perseverado con regularidad absoluta,
no nos ha fallado ni un solo día, ni un solo segundo; lo hemos experimentado hasta hoy,
nos anima a encarar el futuro sostenidos y fundamentados en un porvenir fiel. Mañana
volverá a ser hoy y hoy ayer, y esto, que es puro don y regalo de la misma vida, ya lo
tenemos asumido como si fuera un derecho propio e irrenunciable. Confiamos tanto en el
tiempo que incluso lo adelantamos y rellenamos con desmesurada antelación y vértigo
nuestras agendas.
Un larguísimo etcétera podría prolongar esta expresión de confianza hecha costumbre
que no por ello deja de ser también sorpresa maravillosa. Y toda esta «fiel
comunicación» del Sol, de la Tierra, del otro, de la técnica, del organismo, de los
planetas o del tiempo se nos da sin que nosotros hayamos hecho nada para lograrla o
merecerla; todo está ahí como transparente y diáfano «bien recibido». Todo está ahí para
que podamos vivir un día, un mes, tal vez un año más. Las «cosas» nos hablan desde lo
que son. Ser, y ser simple y totalmente ellas mismas, es el mejor mensaje, la mejor

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palabra que pueden pronunciar en cada instante. Nuestro mundo y sus cosas…, fieles e
incondicionales interlocutores.

1.2. La mirada providente sobre la comunicación


Más allá de nuestros límites, toda esta confianza básica y cotidiana tiene para el creyente
un fundamento religioso y una inspiración trascendente. Este modo bondadoso de ser el
mundo con nosotros es el lenguaje propio y acostumbrado de Dios; es, sencillamente, su
manera de conversar con nosotros, transmitiendo, contagiando su fidelidad y su cuidado
providente a todo aquello que habita. Tener fe, antes que asentir con convicción a un
complejo sistema de enunciados teológico-dogmáticos, es asombrarse reverencialmente
ante esta armonía de fidelidades. Los parámetros y coordenadas de mi existir me son
dados en sigilosa pero absoluta honradez y fidelidad. Dios se comunica conmigo
posibilitando que el mundo mantenga de manera fiel su propia estructura; está bien
hecho, y esta inamovible Bondad silenciosa es el argumento más convincente de su
Palabra.
El salmista lo intuyó, tal vez al final de sus días, en una sentencia de profunda
lucidez: «Desde el vientre materno me ibas entretejiendo […], todas mis sendas te son
familiares»[1]. Ya desde antes de nacer, la Naturaleza providente trabajaba en mí. Este
poeta expresó con asombro y reverencia que su vida había sido vivida en su Presencia y
con Él, lo cotidiano se tornaba maravilloso, digno de admiración…, todo es verdad.
Desde este «ser-así» de Dios con el mundo, del que somos parte irremediablemente,
brota una posible definición de la vida. Vivir consiste en observar e integrar estos
procesos macro- y micro-cósmicos de fidelidad amorosa e implicar reflejamente nuestra
libertad, como si fuese un acorde eufónico en medio de tanta bondad y sensatez. Vivir es
sumarse a este modo de ser de Dios responsable y pacífico. El mundo, mejor, el Mundo,
me precede en ser, en tiempo y en sabiduría. Nacer es haber sido invitado a formar parte
de él. Este Mundo nos da la bienvenida. Tomarse en serio la vida solo puede reflejar una
reverente humildad agradecida: en el origen, antes de que siquiera pudiera balbucir una
palabra, he sido recibido, he sido acogido.
Conversar, lo sepamos o no, es empezar a formar parte de esta humildad fiel de un
entorno cuya palabra es silenciosa y absoluta donación. Conversar es reflejar este modo
propio del Espíritu de habitar la historia[2]. Conversar, antes de crear un «aparte» o un
paréntesis en el mundanal ruido para empezar a hablar de nuestras vidas, es integrase
felizmente en este Coloquio previo e incesante del Macro- y del Microcosmos, perfilado
por las «mil gracias» que su Creador derramó con hermosura[3]. El Mundo que
habitamos es un Tú reverente, en permanente conversación. El mundo es ya por sí
mismo un locus conversationis, un lugar habitado por su Palabra; Dios es Presencia
dialogal que nos precede: Él nos habló y nos amó primero[4]. Ludwig Wittgenstein tenía
razón. Tengamos o no fe, tengamos más o menos fe, este mundo es un milagro. Aunque
todo lo que hemos visto acerca de las maravillas del mundo nos sobrecoja (un precioso
atardecer en las Rías Bajas, las impresionantes cumbres del Himalaya, la anchura

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inabarcable del río Congo, el silencio de un anochecer en el desierto de Atacama…),
aunque todo esto pueda ser para nosotros motivo de profunda experiencia religiosa,
hemos de asentir con el filósofo de Viena: «Lo místico no es cómo sea el mundo, sino
que el mundo sea»[5].

1.3. La Naturaleza es comunicación


Sería un enorme y vano orgullo de nuestra especie llegar a creernos que el hombre es el
único animal que se comunica. La comunicación es un rasgo inherente a todo ser vivo.
Vivir es comunicarse. Las todavía llamadas «nuevas tecnologías» han situado a la
comunicación en el centro de la vida de los humanos. Hoy ya no sabemos vivir si no es
conectados, en permanente e inagotable apertura a la comunicación, a los otros. Lo que
todavía tal vez pueda llamarse «nueva» es la tecnología; lo que es tan antiguo como la
raza humana y la vida misma es la comunicación.
Tener vida encierra la posibilidad e incluso la necesidad de comunicarse. En las
últimas décadas se ha avanzado mucho en el conocimiento de la comunicación entre los
animales de diversas especies. Aproximarse a estos sistemas de comunicación no puede
menos que producir asombro… y en ocasiones ¡pasmo! Las abejas se transmiten unas a
otras la distancia de las flores a través de una peculiar «danza». Un complejo sistema de
silbidos y chillidos sirve a los delfines para ayudarse a encontrar comida o alertarse
acerca de posibles peligros, mientras que las hormigas se sirven del tacto, de ciertos
sonidos o de feromonas para mantener la compleja organización de su comunidad. Los
lobos, chacales y otros cánidos han desarrollado hasta veintiún tipos diferentes de
aullidos, como si se tratara de dialectos distintos y propios de cada especie. Las ballenas
utilizan el sonido y el eco que sus ondas producen en el agua para rastrear su terreno,
para socializar o para reproducirse; parece que diversos sonidos tienen significados
comunes y que diferentes familias de orcas desarrollan sus propios lenguajes para
comunicarse. Desde los 11 200 metros a los que puede volar el buitre Griffon hasta los
más de 8 000 metros de profundidad por los que se mueve el pez caracol por la fosa de
las Marianas, todo ser vivo es un ser comunicación.
No quedan fuera de este impulso vital nuestros hermanos del reino vegetal. Hay
plantas que han desarrollado sus propios sistemas de comunicación a través de la
emisión de algunas sustancias para alertarse de ciertos peligros, o para atraer a insectos,
como las avispas, para que acudan a liberarlas de otros «visitantes non gratos», como los
gusanos. La bióloga canadiense Suzanne Simard ha demostrado la solidaridad que
acontece bajo tierra entre árboles y plantas, quienes mueven agua, hidratos y nutrientes
como si se tratase de un solo organismo. ¡Una verdadera «intranet» subterránea e
invisible a nuestros ojos![6].
Vivimos inmersos en un hábitat de comunicación, en una estructura comunicativa
muchísimo más densa, compleja, asombrosa y universal de lo que podíamos imaginar…,
y lo que nos queda por descubrir. Aunque hayan pasado más de dos mil doscientos años,
hoy podemos afirmar con mayor conocimiento de causa que el autor del libro del

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Eclesiástico: «Y eso que no vemos más que una chispa»[7].

1.4. El hombre: sed y deseo de comunicación

Creemos no equivocarnos si afirmamos que, de entre las especies animales


conocidas, la que ha desarrollado un sistema de comunicación más complejo, diverso y
sutil es la especie humana. Antes de llegar a comentar el aspecto lingüístico de la
comunicación verbal propia del ser humano, conviene afirmar y llegar a creernos que el
hombre, lo sepa más o lo sepa menos, es un ser en permanente comunicación.
Comunicamos con nuestros gestos, con nuestra postura corporal, con nuestra mirada, con
nuestro vestido, con nuestra expresión facial, con nuestro silencio y, sobre todo, con
nuestra voz; una voz que, a su vez, comunica con su volumen, con su timbre, con su
fuerza o con sus balbuceos y titubeos… Todo en nosotros es permanente comunicación.
Aunque muchas veces no lo pretendamos, la sola presencia es ya por sí misma un
mensaje. Que pueda ser interpretada como acto comunicativo positivo o negativo
dependerá tanto de nuestra manera de estar presentes como de la capacidad observadora
e interpretativa de quien nos esté observando.
A lo largo ya de muchos siglos, el hombre se ha auto-definido de muy diversas
formas. Reflexionando acerca de sus diferencias con el resto de los animales y pensando
sobre aquello que pueda ser lo específicamente constitutivo de la raza humana, los
hombres nos hemos definido como Homo culturalis, un alguien capaz de generar arte,
literatura, música o danza; como Homo religiosus, como un ser dotado de un sentimiento
y un deseo interior de relacionarse con otro Ser, digamos, superior o trascendente. El
hombre también ha dicho de sí mismo que es Homo rationalis, con entendimiento, razón
y con capacidad de generar pensamiento (una res cogitans) y, por tanto, con un plus de
ser por encima de otros seres incapaces de pensar al modo humano. Podríamos seguir
ofreciendo otras definiciones: el hombre como Homo ludens, Homo aestheticus o,
puestos un poco más pesimistas…, Homo homini lupus, como ya nos definió Tito M.
Plauto en el siglo III antes de Cristo[8].
Desde el tema que nos ocupa en este libro, decimos también verdad si afirmamos que
el ser humano es un Homo linguisticus, alguien para quien vivir es estar en permanente e
incesante relación con el lenguaje. Vivir es estar hablando incluso cuando no decimos
nada, porque es entonces, en el silencio, cuando el pensamiento nos ocupa. Pero ¿qué es
el pensamiento? Pensar es producir lenguaje, porque no tenemos otra manera de
desarrollar pensamiento si no es con palabras lógica y orgánicamente organizadas. El
pensamiento es lenguaje silencioso; al fin y al cabo, palabras. Nos resulta imposible
dejar de conversar con el parlanchín que llevamos dentro, aunque sea, en ocasiones, para
llevarnos absurdamente la contraria. Si ahora pudiéramos acceder con un micrófono a
nuestros pensamientos, nos encontraríamos, ante todo, con lenguaje: opinión, juicio,
valoración, crítica, distracciones de todo tipo… Pensar es hablar; somos un
conglomerado, a veces nebuloso y confuso, de múltiples voces internas que se suceden o
superponen a velocidad vertiginosa sin respetar en absoluto su turno de palabra. «El

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pensamiento no puede tomar asiento»[9], lo suyo es pasar, estar siempre de paso.
Tras siete días de estricto silencio meditativo en la pagoda de Igatpuri (Maharastra,
India) practicando la austera meditación budista vipassana, el maestro que guiaba la
sesión nos propuso que cada uno se encerrara en una diminuta «celda de meditación»
individual de poco más de un metro cuadrado y apenas 90 cm de altura. Nuestro objetivo
era permanecer en silencio absoluto de pensamientos, sin ceder a ningún tipo de
distracción ni de voz interna… ¡durante un minuto! Después de casi veinte años, sigo
reconociendo con cierta pena que no lo logré.
Dar cauce a esta necesidad tan humana, hasta instintual, que es comunicarse ha
suscitado en el hombre apostar por lo imposible. En 1620, Juan Pablo Bonet publicaba el
primer alfabeto para un sistema de signos que favoreciese la comunicación con y entre
personas sordomudas. Años más tarde, el jesuita Lorenzo Hervás y Panduro, ya a finales
del XVIII, analizaba por primera vez en términos lingüísticos esta comunicación por
señas. Para los «prelocutivos», como él llamaba a los sordomudos, escribió su Escuela
española de sordomudos o arte para enseñarles a hablar y escribir el idioma español
(Madrid 1795). Treinta años después, gracias al alfabeto ideado por Louis Braille en
1825, los ciegos empezaban a poder leer todo tipo de información a través de un
desarrollado sentido del tacto. Pero no se acababa ahí; lo más difícil parecía ser
establecer comunicación con personas sordomudas y ciegas. ¿Cómo llegar a entenderse
con personas que parecen cerradas a todo estímulo de comunicación con el exterior? El
Tadoma Method de la profesora Sophia Alcorn († 1967) fue uno de los métodos
pioneros en utilizar el tacto para establecer comunicación entre sordociegos. Los que
tengan ya una mediana edad tal vez recuerden una de las primeras (¡y tremendas!)
películas del antibelicismo norteamericano, Johnny cogió su fusil, y la sobrecogedora
escena final protagonizada por aquel joven soldado, Joe Bonham, herido en la Primera
Guerra Mundial, desprovisto de sentidos, de rostro y de extremidades[10].
Hoy en día, la investigación continúa y, en diversos países y lenguas, se va
desarrollando todo un sistema de comunicación llamada dactilológica con el fin de
posibilitar a toda persona el acto de comunicación como manera de autotrascenderse,
poder salir de sí y dar cauce a esa condición de alteridad inherente al ser humano.
Pero esta sed y este deseo de comunicación, literalmente, no tienen fronteras. El 18
de abril de 2018 despegaba de Cabo Cañaveral (Florida) un cohete Falcon 9 con la
misión de poner en el espacio el satélite TESS (Transiting Exoplanet Survey
Satellite[11]). TESS es fundamentalmente un impresionante telescopio que durante dos
años explorará el cielo con la esperanza de encontrar más de 20 000 exoplanetas,
planetas que están más allá de nuestro sistema solar, y con el fin de estudiar la
posibilidad de que puedan albergar vida. TESS podrá fotografiar la superficie de estos
exoplanetas, podrá verificar si hay agua y si pudieran darse las condiciones para algún
tipo de vida similar a la nuestra. ¿Y si hay alguien más allá del Sol? ¿Sería posible
establecer algún tipo de comunicación?
Y es que el hombre es un ser en comunicación, en relación. Nuestra misma estructura
psicosomática está diseñada para comunicarnos con el mundo, con todos los elementos

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de nuestro entorno: un ser que ve, que oye, que toca, que huele, que gusta, que entiende,
que razona, que critica, que valora, que habla, que pondera, que decide, que escucha, que
actúa. Un ser que ama como constatación del nivel más radical de la comunicación…
«El amor consiste en comunicación de las dos partes»[12]; no hay manera más plena de
vivir en comunicación que viviendo en el amor.
Hemos de reconocer que la comunicación y el lenguaje nos habitan, o, tal vez más
apropiado, ¿habitamos nosotros en una estructura comunicativa que nos precede? El
filósofo tenía razón: «El lenguaje es la casa, el hogar del ser»[13].

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2

Hablar

El lenguaje se desvela principalmente en el hablar. Hablar es de los verbos más


humanos que tenemos. Hablar es tan propio y connatural al hombre como respirar. Nos
auto-entendemos hablando y nos extrañamos de nosotros mismos o de ciertas situaciones
cuando, sin saber muy bien por qué, se hace silencio. Lo más frecuente y más normal es
que no llevemos bien las situaciones de silencio; tienen un «no sé qué» de rareza que
provoca que no nos sintamos cómodos con las circunstancias. Nos reunimos para hablar,
tomamos un café o un aperitivo para hablar. Estamos acostumbrados a entendernos en
presencia de otros mediados por el lenguaje.

2.1. La «magia» de la comunicación humana


Quien por primera vez hace unos ejercicios espirituales o algún tipo de retiro espiritual
en silencio experimenta lo extraño que resulta compartir la mesa con cuatro o cinco
compañeros y amigos y que nadie diga nada durante la comida; resulta extraño cruzarse
en un pasillo o entrar en un sitio común y compartir el silencio. El silencio tiene algo que
da un colorido especial a la relación. Pero fuera de esas circunstancias no muy comunes,
reclamamos las palabras. Es como si las palabras otorgaran el alma a nuestros contextos.
El silencio incómodo y a veces tenso en un ascensor, los silencios breves (pero tan
largos) en una entrevista de trabajo, los silencios en una situación difícil ante el féretro
de un ser querido o a los pies de la cama de un enfermo muy grave. Es como si hablando
todo fuera más nuestro. La palabra expande y suaviza situaciones. Hablando se entiende
y se distiende la gente; con palabras, todo parece y es más normal.
Y es que hemos de reconocer que a todos nos gusta mucho hablar (a algunos, tal vez,
demasiado). Somos seres en comunicación y el lenguaje verbal es el medio más
ordinario y estadísticamente más frecuente a través del cual se produce esa
comunicación. Preferimos que nos saluden, que nos digan «hola» o «adiós» a que nos
ignoren al entrar en una tienda o salir de una oficina, silencio que interpretamos con
frecuencia como falta de educación. Preferimos tener noticias de seres queridos, recibir
sus palabras cuando están lejos o distantes, porque «el amor es comunicación», el amor
busca conservar y aumentar la comunicación. Por la palabra se despierta, se conserva y
se aumenta el amor; si falta la palabra, el amor se resiente:

21
«Como nunca sonaban,
me las decía yo,
las pronunciaba, solo
porque me hacían falta»[1].

El rápido y enorme éxito de las redes sociales manifiesta este deseo inherente al ser
humano: permanecer en comunicación. Cincuenta, cien, doscientos, trescientos contactos
en mi móvil a los que puedo acceder en cualquier momento y desde cualquier sitio. Hace
un par de años eran unos 60 000 millones de mensajes de WhatsApp y Messenger los
que se enviaban cada día a la Red; unos dos mil quinientos millones a la hora, o casi
cuarenta y dos millones ¡por segundo! (14 de abril de 2016), cifra que a día de hoy ya
habrá aumentado notablemente. ¿Te imaginas si pudiéramos ver de alguna forma todos
esos mensajes sobrevolando nuestras cabezas? Formarían una densísima y tupida nube
de palabras en nuestro ambiente y sentiríamos en verdad que vivimos atrapados en
medio de una red de lenguaje. Hoy damos con facilidad «me gusta» a algo nuevo que
descubrimos en Instagram o escribimos un comentario rápido como reacción a una
noticia que nos ha interpelado; este sencillísimo acto nos pone ya en comunicación con
el rincón más insospechado del planeta.
El lenguaje nos envuelve, nos configura, nos da la vida, pero su ausencia… también
puede robárnosla:
«Cuántas veces he estado
–espía del silencio–
esperando unas letras,
una voz»[2].

2.2. Pronunciar, escuchar, entender


Pero dejemos por unos minutos el lenguaje minimalista de los wasaps y volvamos al
lenguaje humano que se emite y se recibe en un encuentro presencial de dos o más
personas. Los que son padres habrán podido comprobar de qué manera aparentemente
espontánea y sin esfuerzo los niños van apropiándose del lenguaje, o, tal vez mejor, el
lenguaje va apropiándose de sus hijos. Sin otra tarea que convivir con sus mayores, los
niños van asimilando la lengua que les rodea, por complejo y difícil que tal o cual
idioma pueda parecernos: ruso, español, chino, noruego, vietnamita… Todos los
pequeños van, poco a poco, imperceptiblemente, transformando sus incomprensibles
balbuceos en las primeras sílabas de su lengua materna. Basta una comunidad que hable
tal o cual idioma para que el niño, sin esfuerzo, vaya inconscientemente siendo
apropiado por la lengua. La lengua y él empiezan a ser, poco a poco, una sola cosa.
El «milagro» aumenta cuando en algunas zonas del planeta los niños crecen
simultaneando tres, cuatro o cinco lenguas diferentes: la de su familia y pueblo, la de su
región, la de su estado e incluso la de su país, como ocurre en lugares de la India o en no

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pocos países de África, por ejemplo.
Recibir una lengua es ya un dato maravilloso en la estructura de la personalidad
humana. Por tratarse de un hecho tan habitual y común, al alcance de [casi] todo el
mundo, hablar ha perdido su componente de asombro; hemos perdido la admiración ante
el dato cotidiano de ¡poder hablar! Si nos paramos a considerarlo con un poco de calma,
podremos sobrecogernos ante una de las actividades más nobles del ser humano: el
poder hablar con sentido, poder entendernos hablando y poder construir y transformar el
mundo a través de las palabras. Durante mis estudios de Filología, además de fonética,
semántica o sintaxis, aprendí también a maravillarme con el misterio y la grandeza del
lenguaje. ¡Poder hablar!

a. Pronunciar y ordenar: la creación de la palabra

Sin que importe de que país vengas o a qué cultura pertenezcas, el hecho físico de tu
hablar es el resultado de la combinación y la interacción rapidísima de unos ocho
órganos que toda persona tiene entre la parte media de su garganta y el extremo de su
boca: las cuerdas vocales, el velo del paladar, el paladar, las fosas nasales, los alvéolos,
los dientes, la lengua y los labios. Cuando queremos decir algo, el cerebro, de manera
supersónica, da la orden a todos y cada uno de estos órganos, les concede un orden de
intervención y hace que todos se pongan de acuerdo para pronunciar una palabra. De
manera simultánea y sin que a nosotros nos dé tiempo a controlarlo, el cerebro llama
desde los pulmones a la cantidad de aire que esa palabra o frase necesita para ser
pronunciada. Asombroso.
Sí, tal y como lo «oyes». La producción de lenguaje, lo que llamamos «fonética
articulatoria», es uno de los actos humanos de sincronización de movimientos más
precisos, rapidísimos y… maravillosos. Una frase tan común como puede ser pedir a un
camarero un vaso de agua, «Por favor, ¿me podría traer un vaso de agua?», puede
convertirse en causa de asombro justificado. Todos los órganos fonadores se ponen de
acuerdo y sincronizan de manera tan rápida y precisa para que la p, la o, la r, la f…
ocupen el lugar exacto en el momento preciso y la frase resulte al final inteligible.
Al mismo tiempo que se pronuncian los sonidos, el cerebro va estableciendo
internamente las concordancias de género y número entre las palabras para que la frase
resultante, además de bien pronunciada, esté armónicamente construida. Pedimos «un
vaso» de agua, y no «unas vaso», por ejemplo.
Pero además de esta atención inconsciente a que las palabras coincidan unas con otras
(la estructura morfológica de la lengua), el lenguaje tiene por sí mismo una lógica
interna que se nos impone. Cada hablante ha de respetar este orden lógico que llamamos
«sintaxis» si en verdad quiere participar de la lengua de tal o cual comunidad lingüística
y hablarla con más o menos corrección. Las palabras nacen en nuestro cerebro y se
articulan en nuestros órganos fonadores con un orden preestablecido y admitido por la
comunidad lingüística, que es lo que hace que podamos entendernos. Si nos saltamos ese
orden no habremos aprendido bien (todavía) una lengua.

23
¿Qué pasaría si le dijera al camarero «Me por vaso un de trae favor agua»? Tal vez
nos respondería: «Lo idea no que diciendo tengo ni usted de está me». Las palabras que
acabamos de leer están bien pronunciadas y guardan su concordancia de género y
número, pero no hemos respetado las leyes del orden sintáctico, que, aunque en algunas
lenguas es más flexible que en otras, no podemos romper de manera absoluta si
queremos entendernos.
En este sentido, comprobamos cómo es legítimo afirmar que «el lenguaje nos posee»:
una vez en él, en su estructura y en sus leyes, no podemos salirnos de lo que él mismo
nos impone. Hablar desordenadamente como en el ejemplo que acabamos de poner es
algo muy difícil, por no decir imposible, de hacer en nuestro hablar cotidiano. El
lenguaje es así.
¿No es increíble? La cantautora chilena cayó en la cuenta de ello e incluyó al
lenguaje como una de las grandes cosas que le había dado la vida. «Gracias a la vida,
que me ha dado tanto. Me ha dado el sonido y el abecedario. Con él las palabras que
pienso y declaro, madre, amigo, hermano»[3].

b. Significar: el vestido de la palabra


Pero hay mucho más. La complejidad interna del hecho de hablar afecta también a otras
dimensiones del acto comunicativo. Hablar es algo mucho más rico y más complejo que
pronunciar bien y en su orden lógico unas determinadas palabras. Si solo hiciésemos eso
estaríamos reduciendo el precioso hecho de hablar a su dimensión meramente
descriptiva o científica, y hablar sería casi siempre algo bastante aburrido.
Pero, gracias a Dios, contamos también con esto que llamamos «semántica», la parte
de la lingüística que trata del significado, acepciones y connotaciones de las palabras.
Hay palabras que significan varias cosas, son polisémicas, como cola, que puede
referirse a la cola del cine, a la cola que utiliza el carpintero en su taller para unir con
firmeza dos piezas de madera o a la cola del caballo. La palabra banco puede aludir a un
lugar para sentarse o a un establecimiento donde se guarda el dinero, o a algún lugar del
mar donde hay muchos peces (banco de peces), pero también a algún lugar de la
carretera donde se pierde la visibilidad por exceso de niebla (banco de niebla). Las
utilizamos con normalidad, sin necesidad de tener que explicarlas, sabiendo que el
contexto les dará el significado oportuno y, por tanto, la interpretación adecuada.
Otras veces, las palabras adquieren connotaciones secundarias en algunas
expresiones, tomadas de otros significados primeros: podemos decir «Estoy sumido en
un mar de dudas», sin que por ello tenga que estar bañándome en el Cantábrico o
Mediterráneo, o «José Ramón es un libro abierto», para decir que sabe muchas cosas, sin
que por ello necesite sostener durante veinticuatro horas un libro en sus manos. Que
«este asunto va a traer cola» quiere decir que muy probablemente se complicará por
algún lado.
Todo esto también lo sabe nuestro cerebro y por eso adapta rápidamente las palabras
a cada situación buscando que tengan el significado más próximo al que en verdad

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queremos otorgarles. A veces son las situaciones mismas en las que nos encontramos las
que dan significado a las palabras. Podremos pedirle al camarero un vaso de agua, o,
incluso, que nos saque una foto, porque, en un restaurante, en una mesa y estando
cenando, resulta una petición «con sentido». Pero no podremos pedirle al camarero que
vemos pasar con una bandeja de refrescos «una rueda de repuesto» o «una raqueta de
bádminton» porque, por muy correcta que sea toda la frase que pronunciamos, el
contexto que la acoge la vacía de sentido, haciendo de ella una petición «infeliz» o
frustrada.
Los buenos humoristas conocen, tal vez sin saberlo, todas estas posibilidades del
lenguaje y por eso lo que dicen nos resulta divertido. En definitiva, el humor no es otra
cosa que juegos de lenguaje en los que se rompen algunas de sus leyes internas
provocando así la sorpresa y, muchas veces, la risa. Dobles sentidos, ironías, recurrir a
imágenes o metáforas creativas y rompedoras, o incluso al absurdo, son maneras de
servirse de las palabras para hacer nuestro día a día un poco más entretenido.
Pero si no estamos en un espectáculo cómico explícitamente definido como tal, la
cosa puede ser más seria. Una proliferación de peticiones o frases «infelices» o
desafortunadas en la vida de una persona es motivo suficiente para pedir cita al
psiquiatra o al neurólogo. Las distorsiones lingüísticas son con frecuencia la punta del
iceberg que nos permite concluir que puede haber un problema interno más serio en la
persona, probablemente de carácter neurológico.
La necesidad, los contextos y las situaciones pueden transmutar el significado de
expresiones y enriquecerlas con sentidos y significados nuevos. Volvamos a algo tan
simple como estas dos palabras: por favor. Si aplicamos sobre ellas un componente
afectivo, veremos que cambian totalmente de significado. Podemos decir «por favor»
como fórmula de cortesía universalmente utilizada y desarrollada en numerosas lenguas
(please, s’il vous plaît, bitte, per favore), «por favor ¿puede decirme la hora?» o «por
favor, ¿en qué sala es la conferencia?».
Ahora bien, si estas dos palabras las pronuncia un profesor al comienzo de su clase
con veinticinco alumnos de 2.º de primaria en el aula y en un volumen
desproporcionadamente alto (70 decibelios), el significado de por favor es otro muy
distinto, y muy probablemente esté transmitiendo una orden: «¡silencio!». Pero si estas
dos mismas palabras, por favor, las pronuncia una persona con cierto tono de
resignación acompañado de un ligero movimiento de manos, podría no estar
pronunciando una fórmula de cortesía ni dando ninguna orden, sino más bien
manifestando su desacuerdo con lo que se está diciendo.
Pero no acaban ahí las posibilidades expresivas del lenguaje. Hablar puede también
dar la voz a las dimensiones más hondas del ser. La expresión del amor, la verdad o la
belleza toma forma privilegiada en el poema, como la casa del sentimiento que busca
trascenderse. La poesía es el lenguaje de la emoción sin otra lógica, a veces escondida,
que la del poeta, una lógica que no define ni describe, sino que, sencillamente, expresa.
El lenguaje se trasciende a sí mismo en todo un nuevo universo de posibilidades a través
de metáforas, imágenes, aliteraciones, símiles, símbolos…, donde ser, sentir, alteridad,

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deseo o trascendencia convergen en unas palabras que dicen mucho más de lo que
significan. En el siguiente poema, en el ámbito de nuestra realidad más histórica, nadie
se esconde, nadie gime, no hay ningún ciervo, nadie huye ni nadie queda herido,
tampoco nadie sale hacia ningún sitio y, sin embargo, todo sirve para expresar una
realidad profundamente humana de inabarcable contenido espiritual:
«¿A dónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
habiéndome herido,
salí tras ti clamando y eras ido»[4].

c. Escuchar y entender: acoger la palabra

Pero, para que la lengua sea en verdad un medio para la comunicación, precisa de un
interlocutor, un receptor competente que conozca esa lengua y sea capaz de manejarla de
manera mínimamente inteligente. ¿Qué ocurre una vez que hemos pronunciado algo?
¿Qué media entre esa sencilla petición de un vaso de agua que hicimos al camarero en el
apartado anterior y el dato real de que pocos minutos después un nuevo vaso de agua
fresca está sobre mi mesa? Lo que media es aire y solo aire. Es a través del aire, y
gracias a él, como se produce el acto no menos asombroso de la escucha, la capacidad de
descodificar eso que llega a nuestros oídos en forma de imperceptibles ondas.
Antes de que el camarero reciba mis palabras, al salir de mi boca se encuentran con
aire. El aire es el ecosistema de las palabras. El aire recibe todo aquello que los órganos
fonadores han producido y permite su viaje en forma de ondas: los sonidos graves
producen unas ondas diferentes que los agudos, y los sonidos vocálicos diferentes que
los consonánticos. Las palabras… ¡son aire! Se las lleva el viento, sí, y ¡menos mal que
se las lleva! Solo pueden tener vida gracias al aire de los pulmones, solo pueden dar vida
a otros gracias al aire que media y solo pueden ser comprendidas gracias a la relación
que establece el aire con el oído interno de la persona que escucha. Sí, las palabras son
aire, pneûma, soplo, espíritu, y ahí cobran vida.
El viaje de las palabras por el aire no es fácil. Estas ondas llegan al pabellón
auricular, a la oreja, de nuestro camarero y tendrán que realizar un largo, pero
rapidísimo, recorrido hasta llegar a su cerebro y una vez allí traducir nuestra petición de
«un vaso de agua» en un mensaje inteligible para él. Oreja, oído, nervio auditivo y
corteza cerebral se ponen de acuerdo para interpretar las ondas y proceder a descodificar
mi mensaje: «un vaso de agua». El oído, como cualquier otra parte del cuerpo humano,
es un órgano muy complejo. Se divide, a su vez, en tres partes: oído externo (del
pabellón auricular a la membrana auditiva), oído medio (de la membrana auditiva,
pasando por el tímpano, a la ventana oval) y oído interno, donde se encuentra el caracol
o cóclea, una diminuta «central eléctrica» de unos tres centímetros y medio, encargada
de producir las descargas eléctricas que enviarán al cerebro la información. Ahí se
encuentra el órgano de Corti, con unos 15 000 «estereocilios» que provocarán diminutos

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chispazos debido a la combinación de dos líquidos, endolinfa y perilinfa, con cantidades
muy diferentes cada uno de ellos de potasio y sodio. Esta corriente eléctrica llega al
cerebro, a la corteza auditiva: frecuencia (Hz), intensidad (dB) y duración (ms) se
combinan en milésimas de segundo para hacer inteligible el mensaje: al final «un vaso
de agua» estará sobre nuestra mesa.
Un proceso rapidísimo en el que emisor y receptor pueden mantenerse activos en la
conversación gracias a la precisión y sincronización de los órganos que articulan el
lenguaje y los que lo reciben para descodificarlo.
Asombroso, sí; ¿milagroso? Yo diría que también. En estas páginas, hemos tenido
que ser muy simples para poder realizar esta rapidísima exposición sobre cómo
hablamos y nos entendemos. Dotados de esta capacidad, la pregunta que ahora nos brota
es ¿cómo y para qué utilizamos nuestro lenguaje? ¿Qué función tiene esta dimensión
lingüística en nuestra vida social, en nuestra vida espiritual, en nuestra relación con
Dios?

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3

Conversar: cuando la vida se vierte en las


palabras

«Es la noble conversación…


madre del saber, desahogo del alma,
comercio de los corazones, vínculo de la amistad».
BALTASAR GRACIÁN, El Criticón[1]

Una de las primeras cosas que hacemos al comenzar la jornada es saludar con un «hola»
o «buenos días» a los familiares en la casa o a los colegas en el trabajo. Si a esas horas
nuestro interlocutor está lo suficientemente consciente, nos responderá de la misma
manera u otra parecida; es posible que este cotidiano saludo sea el comienzo de una
conversación.

3.1. Contarnos la vida, la nobleza del ser humano


Como tantas otras del español, conversación es una palabra que procede del latín:
conversatio, y del infinitivo conversare. A su vez, estas palabras latinas se forman a
partir de una raíz común, versare: un verbo que deriva de vertere, nuestro castellano
verter, verter agua en un vaso o verter un líquido en un recipiente. Esta acepción
etimológica da a conversación una nueva y valiosa luz. Hablar con otros, conversar,
tiene mucho de verter y de verterse. La conversación se nos manifiesta así como un
canal, una posibilidad privilegiada para comunicar la vida, verterla en la vida del otro a
través de las palabras pronunciadas y escuchadas. Como el agua sale de la jarra para
verterse en el vaso, así salen las palabras de los que conversan para ir vertiendo sus vidas
en el lugar común del encuentro, una conversación.
Antes de que verso aludiese a cada una de las líneas de un poema, se refería a cada
uno de los surcos que el agricultor iba trazando en el campo con el arado. La
conversación nos lleva a través de la palabra por el mismo verso, por el mismo camino.
Por la palabra nos vinculamos, nos amigamos, empezamos a querernos. Hablar es la
posibilidad para el amor. No hay amistad sin conversación, no hay amigo sin palabras

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compartidas, porque solo por la palabra podemos compartir nuestra vida y es este
compartir la vida lo que va entretejiendo una amistad. Pocas, muy pocas cosas hay que
vinculen tanto a las personas y fortalezcan los afectos entre ellas como una buena
conversación.
En uno de los numerosos (y siempre provechosos) cursos que recibí en mi noviciado,
hace ya unos cuantos años, escuché de la persona que nos acompañaba: «Una de las
cosas más grandes que un jesuita puede hacer por otro es…». Yo esperaba algo así como
«ser mártir, ser santo, morir en la misión, ser perfectamente obediente, rezar más devota
y frecuentemente…». Mientras todas mis magníficas hipótesis se sucedían rápidamente
en mi pensamiento, esperando que alguna de ellas fuese la acertada, nuestro compañero
terminó su frase: «… es contarle su vida». Reconozco que sentí gran sorpresa y, al
mismo tiempo, cierta desilusión y hasta decepción: «¿Una cosa tan grande, la más
grande, contar la vida a otro compañero?».
Aquella frase permaneció en mi memoria a lo largo de estos treinta años,
resistiéndose a ser comprendida e interpretada. La grandeza de la conversación no reside
aquí en la belleza de la retórica o en la elegancia de la oratoria que se utilice, sino en la
seriedad primordial de lo que se cuenta: la vida, mi vida. Al decir-nos nos estamos
vertiendo. Si no hay palabras sobre mi vida, mi vida permanecerá a oscuras y
permanecerá en sombra para todos, pero ante todo para mí mismo. Contar la vida es
iluminar mi presencia y, por tanto, comenzar a entregarme, a sincerarme, a verterme.
Dios se-dijo y a ese decir-se lo llamamos Navidad.
La palabra tiene, para lo bueno y para lo malo, una energía vinculadora. Decantarse
por una u otra opinión, por ejemplo en una mesa de decisiones, es posicionarse frente a
un objeto, un proyecto, y, de manera inevitable, frente a los demás, sin duda a favor de
unos y, muy probablemente, en contra de otros. Pronunciar «Te quiero» es permitir que
un vínculo emocional personal vea la luz y redimensione una relación hasta entonces, tal
vez, de colegas o de amigos. Pronunciar «Te odio» puede suponer el final de una
relación o llevarla hacia un lugar distante y necesitado de reconstrucción y
reconciliación. Hay palabras que orientan o reorientan toda una vida y pueden, en
ocasiones, derivarla hacia parcelas de no retorno.
Todos, de alguna forma, nos vamos dando a conocer de manera indirecta a través de
nuestros actos, silencios, modos de presencia, a través de nuestras opiniones o nuestros
gestos… Hablar directa y expresamente sobre uno mismo y hacer de la propia vida el
argumento primero de una conversación es darle a la palabra un nuevo protagonismo y
un nuevo estatus de dignidad. Cuando el argumento primero de la conversación somos
nosotros, que estamos aquí y ahora, la palabra no es un mero medio para describir,
analizar o valorar tal o cual «objeto», o para opinar o criticar tal o cual situación, sino
que se convierte en lo que da forma inteligible a nuestra vida; la palabra es nuestra vida
hecha lenguaje y, por tanto, comprensible y transparente para todo aquel que la escuche.
Yo me entrego en mis palabras.
Hablar sobre uno mismo es comenzar a compartir quién soy, quiénes somos y cómo
estamos; implica necesariamente ir perdiendo intimidad y, dicho en positivo, favorecer

29
que nuestras vidas sean luminosas para los otros. Hablar así es empezar a ser amigos.
Hablar sobre uno mismo es decidirse a ir por la vida con cierta lúcida ingenuidad
porque es optar por volverse libremente vulnerable, herible. La vida que se abre y se da
por la palabra es el inicio de una desposesión vital, es empezar a ser configurado por un
tipo especial de pobreza. Hablar sobre uno mismo es quedar expuesto, en gran medida, a
disposición de otros, que conocen y pueden utilizar lo que saben sobre mí en una u otra
dirección. Al conversar así, nos arriesgamos a perder el poder que concede disponer de
información «reservada». Conversar así es entregarse confiadamente, poner nuestra vida
en manos ajenas y acoger al mismo tiempo en las nuestras la vida del otro.

3.2. Y ¿cómo hablar de mí mismo?

Todos habremos constatado alguna vez que hablar sobre uno mismo no es tarea fácil. A
unas personas les cuesta más que a otras. Unas son más extravertidas y otras más
tímidas. Con todo, el hecho de que se dé (o no) la conversación no tiene por qué estar
directamente vinculado a este rasgo psicológico de la personalidad. En este punto, como
en tantos otros, las apariencias pueden engañar. Una persona extravertida puede ser muy
comunicativa, y tener facilidad para hablar y compartir acerca de los aspectos externos
de su vida, pero ser incapaz de hablar abiertamente sobre su mundo interno. Y, por otro
lado, puede pasar también que sean las personas tímidas quienes estén más
acostumbradas a conversar personalmente sobre sí mismas, sobre aquello que más les
interesa o concierne. Unas personas, por su propia historia personal y familiar pueden
estar más acostumbradas, otras menos. Unas pueden haber quedado heridas de
conversaciones anteriores y tal vez hayan decidido cerrar definitivamente su vida y
anclarse en un definitivo «mi vida, para mí».
Por lo general, no nos resulta fácil traducir y poner en palabras aquello que nos está
pasando. No pocas veces experimentamos que somos unos extraños para nosotros
mismos y que si nos tomamos en serio esa pregunta tan aparentemente trivial, «¿cómo
estás?», y nos paramos a pensar sobre ella, muy probablemente nos costaría responder.
Creo que por mucho que crezcamos en autoconocimiento y por muchas horas que
podamos invertir en diversos tipos de «terapia», nunca acabaremos por conocernos
completamente y siempre seguiremos peregrinando con una zona de misterio dentro de
nosotros mismos.
Cuando nuestro propio mundo interior es el referente primero de nuestro lenguaje,
con frecuencia no sabemos qué decir, y experimentamos una sensación de cierto
«bloqueo lingüístico», sencillamente porque desconocemos qué palabras se ajustan más
a nuestras emociones, deseos o sentimientos… No estamos acostumbrados a hablar de
nuestro mundo interno, y por eso no es fácil de establecer la asociación entre la palabra y
el objeto al que la palabra quiere referirse (nuestras propias emociones). La intención del
poeta era muy clara, pero la realidad, muchas veces, no acompaña a las intenciones:
«Quiero que mis palabras

30
digan lo que yo quiero que digan,
y que tú las oigas
como yo quiero que las oigas»[2].

Neruda expresa así un optimismo muy grande, a mi modo de ver desproporcionado,


acerca de las capacidades comunicativas del lenguaje, pero la experiencia nos dice que
no siempre la relación entre la palabra y las «cosas» a las que se refieren es tan diáfana
ni tan coherente como a uno le gustaría. A veces no se ajustan con exactitud a lo que
queremos que digan y muchas veces no se escuchan o interpretan como deseamos que se
escuchen y sean interpretadas. Los sentimientos y las emociones están ahí, pero no
sabemos cómo sacarlos a la luz por la palabra precisa y ajustada. Tal vez nos haya
ocurrido en alguna conversación amistosa o en alguna reunión que pensábamos
transmitir unas ideas y, por tanto, decir unas cosas, pero al final constatamos que hemos
dicho otras cosas diferentes o no hemos dicho lo que queríamos decir como teníamos
pensado decirlo. También nos puede pasar que decimos unas cosas tal y como deseamos
decirlas y nuestros interlocutores entienden otras distintas con las que no nos
identificamos y en las que nos reconocemos («Habré dicho yo eso? ¿Se estará refiriendo
a mí?»). Comunicar, y comunicar bien, no es fácil. Pese a estar como estamos hoy,
hipercomunicados, constatamos que sigue habiendo errores en la comunicación y
malentendidos en la interpretación.
Juan Ramón Jiménez, tan acostumbrado a poner la palabra justa en el verso
adecuado, pidió:
«¡Intelijencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente»[3].

Conversar es imbricar dos historias, «amistar» dos existencias por el poder vinculador
del lenguaje que las expresa. Al finalizar una conversación, parte de mí se va con el otro
y parte de la vida del otro ha empezado a ser, para siempre, parte de mi propia vida.
Hablar de uno mismo es darse y por eso dejar de pertenecerse, una manera de
empobrecerse. Jesús lo sabía y optó por hablar: «Todo lo que he oído a mi Padre os lo he
dado a conocer»; por eso nos llama amigos[4].
La vida no la poseemos: la recibimos e intentamos gestionarla responsablemente.
Conversar es en sí mismo un acto dignificador del ser humano. La palabra es el medio
que tenemos para acercarnos a nosotros mismos, de quien en no pocas ocasiones estamos
tan distantes. Hablar sobre mí, hacer de mi propia historia y de mi quehacer cotidiano el
contenido de mis palabras, es un acto de autoconsciencia en el cual, lentamente, me voy
des-cubriendo y des-velando en mi verdad. El lenguaje es la luz de lo real. La
vinculación afectiva con el entorno en que vivo nos la da el lenguaje; sin él todo sería
confuso y nebuloso.

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«¿Por qué tienes nombre tú,
día, miércoles?
¿Por qué tienes nombre tú,
tiempo, otoño? […]
Si tú no tuvieras nombre
yo no sabría qué era
ni cómo ni cuándo. Nada»[5].

Por la palabra me reconozco en paisajes de reacciones o deseos inexplorados o, tal


vez, nunca vistos. Hay «cosas» que no eran mías o no era todavía yo porque nunca antes
las había pronunciado: «¿Acaso soy yo mismo este del que estoy hablando?», «¿de
verdad me reconozco en lo que estoy diciendo?»…, porque casi todo permanece oculto y
sin identidad hasta que no se pronuncia.
Conversar es ir alcanzándome en mi yo más verdadero, en ese ámbito solo mío,
donde bajan a reposar cada noche los temores, los deseos y anhelos, las angustias y
cansancios, alegrías e ilusiones que emergen a la luz de la palabra solo cuando
vislumbran el hogar apropiado al calor de una escucha sincera. Al conversar así
sumamos honestidad al mundo. Hay muchas conversaciones negativas que generan
malestar interno y agresividad y que pueden despertar sentimientos y deseos negativos.
Pero hay conversaciones que van suavemente construyendo una atmósfera de bien-estar.
Hay bienestares que nacen de palabras bien dichas, oportunamente lúcidas y
afectivamente apropiadas. Pronunciar palabras de manera acertada y constructiva
despierta la empatía, la acogida y el afecto. El bien hablar, el bien decir es causa primera
del bien estar. Hay conversaciones que vencen el tiempo, que encierran ese no sé qué de
abstraída concentración que se hace tarde sin haberlo imaginado. Y algo desde dentro
reacciona sin querer: «Estamos bien aquí, sigamos hablando».
Pero se hace tarde y, sí, hay que irse. La conversación se termina, pero permanece en
el tiempo el eco de las palabras. El eco no son las palabras mismas que vuelven como de
lejos; el eco no es siquiera la memoria de lo que me dijeron o la información nueva que
me transmitieron; no. No es eso, ni ese el eco principal de las palabras. Es algo más
profundo que tiene que ver con el sentir que se queda, con la memoria afectiva que
permanece tiempo, tal vez para siempre, cuando el interlocutor ya se ha ido. Los de
Emaús tal vez se olvidaron de la explicación sobre las Escrituras que el Resucitado les
estaba ofreciendo, pero lo que nunca pudieron olvidar es que, escuchándole, les «ardía el
corazón»[6].
Esto no se impone y, en muchas ocasiones, ni siquiera se pretende: sencillamente, se
da. La conversación construye nuestra identidad y guía nuestro destino. Sí, hablar, hablar
libre, abiertamente, hablar haciendo del decir una conversación, algo así de simple, es
una de las experiencias más arrebatadoramente humanas por las que podemos transitar.

3.3. Un hogar para la palabra

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La palabra necesita una casa, un hogar. Si deseamos hablar sobre nosotros mismos, y
verternos en nuestra conversación, hemos de construir contexto apropiado. El primer y
más importante elemento es el interlocutor. Ese «otro» que sepa y desee acoger la vida
que se le ofrece a través de las palabras. Este saber no se refiere ahora a un «saber
profesional», propio de un psicólogo, psicoterapeuta o director espiritual, por ejemplo.
No. El interlocutor y receptor de una vida o de fragmentos de vida es alguien que acoge
desde una existencia también abierta y está dispuesto a compartirla vertiéndola también
en palabras.
La vida que busca expresarse así es como la ardilla que se asoma primero al entorno y
comprueba tímidamente si el contexto en el que se encuentra es el apropiado para salir.
Muchas veces, muchas más de las que creemos, la conversación queda frustrada no tanto
por la ausencia del deseo de comunicar, o por la incompetencia de los interlocutores,
como porque no se ha sabido favorecer ni cuidar el ambiente en el que la palabra, como
la semilla, podía «caer». Sabemos que Dios, en su infinita generosidad, se ofrece y se
expone a través de su palabra en todos los contextos: entre zarzas, en terreno pedregoso,
en tierra seca y también en tierra buena[7]. Nosotros solemos ser menos generosos que
Dios y arriesgamos menos; preferimos guardar silencio antes de que fragmentos de
nuestra vida hecha palabra caigan al borde de un camino o en contextos hostiles que
puedan malinterpretarla, manipularla o tergiversarla.
La palabra sobre la propia vida sale de nosotros cuando sentimos que la tierra que la
va a recibir es tierra buena, tierra de confianza, de libertad, de comprensión y
misericordia…, en definitiva, tierra de amistad. Nos exponemos a contar algo, a «contar-
nos», cuando sabemos que nuestra palabra va a ser recibida sin ser juzgada, sin ser
analizada ni criticada, sino que va a ser acogida «tal cual se expresa», sin sospechas ni
juicios previos, sin necesidad de ecos teñidos de consejos morales o de recordatorios
jurídicos. Es vida que se vierte y que se acoge, se escucha y se comparte; el resto se nos
da por añadidura.

3.4. «Y dijo Dios…»: Dios respira y Dios pro-nuncia


«Dijo Dios». Este es el estribillo que recorre el precioso relato de la creación que nos
ofrece el primer capítulo del Libro del Génesis. Lo primero que hace Dios es hablar,
decir. Y Dios habla para poner orden porque «la tierra era un caos informe». Pero «Dios
dijo» y su decir fue el comienzo del orden, de la armonía, del entendimiento. Dios
empezó a relacionarse con su creación hablando con ella, mimándola con sus palabras.

a. Dios, Luz y Palabra


«Que exista la luz»[8]. Son las cuatro primeras palabras que pronuncia Dios en la Biblia:
«Que exista la luz». Luz y Palabra. Por la Palabra se hizo la Luz. Donde hay palabra bien
intencionada, bien pronunciada… se hace la luz. Y dijo Dios. Y así las cosas fueron
apareciendo, porque fueron pronunciadas por Dios: la bóveda del cielo, la luna y las

33
estrellas, las aguas de los océanos, la tierra de los continentes, los animales, las plantas…
Dios empezó a relacionarse con el mundo hablándole y, en su hablar, todo fue
encontrando su lugar adecuado, su lugar natural. La naturaleza es el fruto fecundo de
Dios pro-nunciándose, la consecuencia de sus primeros actos lingüísticos en favor del
hombre. Por su Palabra, Dios fue configurando un lugar habitable para el hombre.
Si el hombre fue creado el día sexto, es claro que no existía ningún hombre que
pudiera escuchar estas frases de Dios en los días primero, segundo, tercero… Pero no
importa. Lo que ahora nos interesa es que el hombre imaginó a un Dios verbalizado, un
Dios que utilizaba el mismo medio que el hombre para entrar en relación: la palabra. «Y
dijo Dios». El autor del Génesis pone en Dios este acto inherente a la estructura humana
que es el habla y atribuye a Dios una de las capacidades humanas más milagrosas, que es
el lenguaje. «Nuestro Dios –pensaría él– tiene que hablar y su palabra ha de ser enérgica,
poderosa». Dios habla y, al hablar, el mundo se transforma, se ordena, se dignifica. Por
eso Dios habla mucho dentro de nosotros. Esto quiere decir «Dijo Dios». Es muy
importante lo que dice Dios, pero mucho más importante es un Dios que dice. Dios es
comunicación y su Palabra es parte de su Ser.
El mundo nace de la Palabra de Dios, del aliento de Dios, ese mismo que se cernía
sobre las aguas, pero que todavía no se había organizado en lenguaje[9]. La Creación
adquiere así un orden lingüístico, en la creación hay una lógica… La creación es
cósmica y no caótica, la creación es Palabra de Dios. Dios es un eterno «estar diciendo»
y por eso el mundo continúa expandiéndose infinita y vertiginosamente: porque Dios
sigue pronunciándolo.
Este decir de Dios es constructivo. Cuando reconocemos que Dios habla entendemos
ahí un acto de creación, de aliento de vida, de generación de vida. Hablar Dios es hacer
Dios, Dios hace cuando habla… y eso mismo nos ha transmitido a nosotros, el poder de
construir el mundo a través de las palabras. La estructura material y física, el tiempo y el
espacio, el día y la noche, la tierra y el agua…, eso ya nos lo ha dado Él por su Palabra.
Pero la administración diaria de esta realidad divina ha sido confiada al hombre, quien a
través de la palabra está también capacitado para generar vida, desarrollar la vida, vida
digna y vida en abundancia. ¿Qué cambia para bien cuando hablamos?
Al autor del Génesis no le interesaba tanto insistir en el poder de Dios y en su mágica
capacidad para generar ser a partir de la nada, o del no ser, como vincular a Dios, Ser
supremo, con el lenguaje y a este con el mundo. Así, hombre, mundo y Dios están
vertidos en la misma conversación que se desarrolla en el hálito, en el aliento de Dios.
Ruaḥ, aliento, aire, viento. La palabra precisa del aire. Pronunciando, Dios se comunica
a sí mismo por su Espíritu, porque no hay palabra sin aliento. Dios y el Lenguaje
engendraron el Mundo. No sabemos, nunca sabremos qué pasó o qué pudo pasar en el
Principio, pero lo que sabemos nos basta para inspirar la vida divina en esta vida y en
esta muerte que tenemos. Dios es La Palabra. Esto no se refiere, en primer lugar, a que
Dios diga esto o lo otro. Pretender entender a «Dios Palabra» como la palabra humana
que escuchamos de un amigo es no entender la dimensión comunicativa de Dios.
Dios es el hálito cósmico que todo lo ordena. Dice el Génesis que «el aliento de Dios

34
se cernía sobre la faz de las aguas»[10]. Para cobrar vida, las palabras requieren aire,
aliento, respiración. Nosotros vivimos en esta respiración de Dios, en la vida que
transmite el hálito que todo lo llena y que a todo llama a la vida:
«Amas a todos los seres, y no aborreces nada de lo que has hecho. Si hubieras odiado
alguna cosa, no la habrías creado […] ¿Cómo conservarían las cosas su existencia si
tú no las hubieses llamado? Pero a todos perdonas porque son tuyos, Señor, Amigo de
la vida»[11].

Ser imagen de Dios es haber sido incorporados a esta respiración eterna e infinita del
Creador y vivir en la certeza de estar siendo respirados, recreados, vivificados…,
pronunciados.

b. «Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor»: Dios escucha


Israel vivía en la convicción de que Yahvé era un Dios que hablaba, un Dios que se
comunicaba. Israel fue desarrollando como pueblo una tradición y una cultura de la
escucha a la voz de su Dios. Dios ya había hablado por la ley y por los profetas; lo que
Israel tenía que hacer ahora para ser buen hijo era acoger esa palabra; y acoger consistía,
en primer lugar, en escuchar. «Escucha, hijo mío, la instrucción de tu padre, no olvides
la enseñanza de tu madre»[12]; «conserva mis palabras en la memoria, guarda mis
preceptos y vivirás»[13]. «Habla, Señor, que tu siervo escucha»[14] es el consejo de Elí
a Samuel.
Pero esta experiencia religiosa dialogal es reversible. El hombre escucha a su Dios,
pero vive en la convicción de que su Dios no solo le habla, sino que también le escucha
y, al escuchar, actúa en su favor. «Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante,
porque inclina su oído hacia mí»[15], con la convicción de que «el Señor me oye cuando
lo llamo»[16] y no permanece indiferente ante mi súplica: «Desde su templo escuchó mi
clamor, / mi grito de socorro llegó a su presencia, a sus oídos»[17]. Dios me escucha
internamente, íntimamente: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón»[18].
Esta cercanía de Dios daba a Israel seguridad frente a sus enemigos: «Apartaos de mí,
malhechores, porque el Señor ha escuchado mi llanto»[19], y consuelo en la dificultad:
«Los israelitas gemían a Dios»; y Dios responde a Moisés: «He escuchado el clamor de
mi pueblo»[20]. En definitiva, la vida de Israel se jugaba mucho en la expresión de este
deseo: «Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor»[21].
La Biblia enseña también que la escucha de Dios tiene sus «frecuencias» favoritas:
pequeños y pobres, huérfanos y viudas. Nadie queda fuera del radio de acción de la
escucha de Yahvé y de la esperanza de que Dios actuará en su favor… «Este pobre
clamó y el Señor le escuchó»; «tú escuchaste, Señor, los deseos de los humildes, los
animaste prestándoles oído»[22]; «para escuchar los lamentos de los cautivos / y librar a
los condenados a muerte»[23]; «La súplica del pobre va de la boca a los oídos / y Dios le
hace justicia enseguida»[24].
Israel fue desarrollando la tradición de hacer de la comunicación una experiencia

35
religiosa. Dios y el hombre pueden mantener una conversación personal, íntima, única e
irrepetible. El pueblo adquiere de manera casi innata la convicción de que una
importantísima dimensión de la realidad de Dios es Escucha y otra directamente
vinculada a esta es Lenguaje, Palabra. La religión no solo es cuestión de fe, en el sentido
de asumir acríticamente preceptos, leyes o dogmas, sino que también y al mismo tiempo
es cuestión de experiencia de comunicación. Una fe sin comunicación petrifica la
convicción y corre el riesgo de apagar el horizonte de trascendencia propio de toda
religión. No es el haber interiorizado e incluso memorizado unos principios o verdades
de nuestros padres lo que nos hace religiosos, sino vivir en la comunicación con Dios,
escuchándole, hablándole, tal vez «como un amigo habla a otro amigo»[25] y actuando
en consecuencia. Dios se empeñó en hablar a su pueblo, en salir de sí mismo y
comunicar su vida y su voluntad.

c. «En el principio era la Palabra»: Dios dice


Hay una dimensión inherente a Dios que se define como «Misterio», que alude a esa
definición de Dios como absolutamente Trascendente, el totalmente Otro. A veces nos
referimos a Él como el Ser infinito, inabarcable, sin límites. Una corriente mística que se
aproxima a este Dios-Misterio en tanto que inefable –aquel del que nada o casi nada se
puede decir– se llamó «apofática» porque mantiene que la opción por el silencio ante la
majestad de Dios es la más adecuada y apropiada para el hombre. Según esta corriente,
Dios es Aquel acerca del cual nada se puede decir con acierto, porque Dios trasciende
toda definición, todo concepto, toda palabra. Una definición de Dios que guarde silencio
será más adecuada que aquella que se aventure a pronunciar una palabra sobre Él.
Si esto fuera solo así, el proyecto trinitario de la Encarnación se habría, en gran
medida, frustrado, pues en la venida del Hijo la Trinidad expresaba su deseo de hacerse
accesible, cercana, inteligible, incluso «uno de tantos»[26]… En Jesús, el Misterio se ha
hecho hombre como la mejor de las maneras posibles de ofrecer un sentido para nuestra
vida y nuestra muerte. En Jesús, Dios se ha comunicado; en Jesús, Dios ha dicho algo,
mucho, todo sobre sí mismo. Si Dios hubiera tenido otra manera mejor de comunicar su
vida a los hombres, lo habría hecho; en Cristo reconocemos que Dios se nos ha dado
hasta el colmo de lo posible, «hasta el extremo».
Muchas veces hemos oído también que Jesús es la Palabra, el Verbo del Padre que
existe desde siempre y para siempre junto a Él[27]. Pero el Hijo ensanchó el «estar junto
a Él» y pasó a estar además «junto al mundo, en el mundo». «En esta etapa final nos ha
hablado por medio de un Hijo»[28]. Lo que Dios nos tenía que decir, lo ha dicho por el
Hijo. Este ser y estar del Hijo entre nosotros no solo atañe a un qué, sino también a un
cómo. Dios en Jesús no solo ha dicho algo al ser humano, sino que se-ha-dicho. Jesús es
Dios pronunciándose a sí mismo. Jesús es la Comunicación de la Trinidad en la historia,
en nuestro mundo; Jesús es la constancia y evidencia de Dios hecho lenguaje «a nuestra
manera». Desde lo que vamos viendo en estas páginas, bien podemos afirmar que Jesús
es «Fonética del Padre».

36
En Jesús, Dios no ha comenzado a hablar el lenguaje del hombre, sino que, al revés,
nos ha desvelado que el lenguaje que nosotros veníamos hablando era el lenguaje de
Dios. Nosotros no teníamos otra vida ni otro lenguaje que el lenguaje de Dios. La
Encarnación de Jesús nos ha mostrado con suavidad y dulzura[29] que éramos mucho
más divinos de lo que creíamos y que todo el mundo que nos configuraba era ya parte de
la vida de Dios, de su respiración. El mundo era ya su Palabra, pero nosotros todavía no
lo sabíamos.
Jesús vino como Palabra de Dios a mostrarnos cómo, cuándo y dónde Dios se
comunica. Y Jesús no nos habló de nubes misteriosas, ni de montes solitarios, ni de
carros de fuego. Nos habló de lirios y pájaros, de pan y levadura, de agua y vino, de un
pastor y unas ovejas, de una mujer y un pozo. Y nos demostró que la Palabra puede ser
brisa y tormenta, caricia y látigo. Palabra de verdad, palabra sincera: «Que vuestro “sí”
sea “sí” y vuestro “no” sea “no”»[30]. Dios habla por Jesús y su sola presencia es
suficiente para generar dignidad: «porque en darnos como nos dio a su Hijo, que es una
Palabra suya –que no tiene otra–, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola
Palabra, y no tiene más que hablar»[31].
En Belén empieza otra historia. Belén es el aula donde estudiamos la lengua de Jesús:
¿hebreo? ¿Arameo? Belén es una nueva lengua entre Dios y el ser humano y Jesús es la
Gramática que se nos ofrece para aprenderla. Bastaría con mirar, escuchar, ir
aprendiendo, volver a mirar, reflectir… para ir haciendo de nuestra vida lenguaje de
Dios: ir pasando haciendo el bien[32].
Jesús de Nazaret habló con su vida y también Él fue habitado por un lenguaje: habló.
Los Evangelios han conservado pequeños párrafos en los que se recogen conversaciones
de Jesús. El Nazareno conversó con mujeres, hombres y niños de su tiempo; habló, para
sorpresa de algunos, con una mujer de Samaría (¡escándalo!) y con otra que padecía
flujos de sangre; habló con un centurión romano, con un hombre enfermo de lepra y con
otro que estaba ciego; habló también con Zaqueo, con Herodes y Pilato, con Pedro, con
Nicodemo, con María Magdalena, con los fariseos y escribas, con Juan el Bautista. Jesús
creyó tanto en el poder vivificador de la palabra que, para irrisión de algunos, llegó a
hablar hasta con los muertos[33].

d. «Quiero: queda limpio»: Dios hace


Como cualquier otro hombre de su tiempo, Jesús utilizó la palabra y la palabra adquirió
la categoría de «medio divino». En Él, la palabra manifiesta un valor realizativo nuevo.
La palabra en Jesús, como la de Dios en el Génesis, es energía que transforma el mundo,
el corazón, el destino, el pasado y el futuro. Al hablar, Jesús sana, genera vida, devuelve
dignidad, otorga confianza, restablece, restaura, perdona, anima, conforta, consuela,
provoca. Fue «profeta poderoso en obras y palabras»[34] y, en no pocas ocasiones, obrar
y decir confundían en Jesús su significado: «Quiero, queda limpio»[35], «Mujer, nadie te
ha condenado, yo tampoco, vete en paz»[36], «Levántate, toma tu camilla»[37],
«Lázaro, ¡sal fuera!»[38], «¡María!»[39].

37
Su decir era hacer. En Jesús, pronunciar es vivificar, restaurar la Creación que
también había brotado de un eficaz pronunciarse Dios: «Y dijo Dios: Hagamos…», y de
su decir resultó un hacer vital. La palabra de Jesús es continuación de aquella palabra
primordial de Dios en el Génesis por la que todo fue hecho, y su venida a nuestro mundo
es consecuencia de una palabra intratrinitaria: «Hagamos redención»[40], y ese hacer se
historizó en la encarnación en María.
Como hijo de su cultura religiosa, Jesús vivió en la convicción irrenunciable de que el
Padre le escuchaba: «Padre, te doy gracias porque me escuchas, porque siempre me has
escuchado»[41]. Jesús vivía en constante comunicación con el Padre, y ese modo de
vivir en su presencia fue motivo de conversación con sus discípulos: «Pedid y se os dará,
buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá»[42]. «Si pedimos algo según su voluntad, él
nos escucha»[43].
La escucha es acogida y tiene vocación de historia, de ser cumplida. Continuando lo
comenzado por Dios en el principio, Jesús enseñó con su vida que la vocación última de
la comunicación con Dios es llegar al puerto de la acción; es más, solo la acción
transformadora de la historia puede revelar que en verdad se ha escuchado la Palabra de
Dios. Las obras no son un acto independiente del de la escucha e interiorización de la
Palabra, sino la última parte de todo un proceso interno que comienza por ponerse a la
escucha de Dios y que culmina con la acción en favor del hermano. Hacemos porque nos
vivimos como parte de la Respiración y la vida de Dios donde todo se asienta,
fundamenta, donde todo tiene su lugar adecuado, propio, consistente.
«Llevad [la Palabra] a la práctica y no os limitéis a escucharla, pues quien escucha la
palabra y no la pone en práctica se parece a aquel hombre que se miraba a la cara en
el espejo, y apenas se miraba, daba media vuelta y se olvidaba de cómo era»[44].

Hacer el bien es estar en el ámbito de irradiación de la virtud de Jesús, es formar parte


del «aire de familia» del que participan los que se dicen «cristianos», tal y como había
respondido Jesús: «Mejor dichosos los que escuchan la palabra y la ponen en
práctica»[45]. Pero es más. La acción bondadosa, justa, misericordiosa construye, es
verdad, la historia y el mundo haciéndolos siempre mejores, más justos y
misericordiosos. Pero Jesús nos dijo también que el lenguaje de las acciones buenas,
justas y misericordiosas nos construye a nosotros mismos; la acción bondadosa, justa o
misericordiosa da consistencia cristiana a la propia vida, es la roca sobre la que se
asienta el edificio de la vida. No hacer el bien es construir una existencia sobre arena,
una de las maneras más tristes de desperdiciar una vida.
Porque Jesús habló y habló así, también nosotros somos invitados a hablar y a hablar
así, convencidos de que la conversación en su nombre es fuente de vida, arquitecta de
historias y causa de acciones de justicia.

38
SEGUNDA PARTE

IGNACIO Y LAS PALABRAS

Ya en las primeras páginas del libro nos referimos brevemente a la relación de los
jesuitas con las palabras. Estos primeros capítulos han reflexionado acerca del valor, del
sentido y del componente maravilloso de la comunicación y el lenguaje; de la relación
tan directa entre decir y hacer, entre las palabras y las obras. Hemos considerado también
el valor de la Palabra en la vida religiosa de Israel, que culminó en la aproximación a
Jesús como la transparencia de la Palabra del Padre. Estas reflexiones previas nos sirven
de pórtico apropiado para adentrarnos en el valor que los jesuitas concedieron (y
conceden) a la palabra y en la interpretación que la espiritualidad ignaciana hace de este
acto tan humano como religioso que es hablar.

39
4

Ignacio de Loyola, hombre de palabras

«Dios y el hombre se hacen señas.


Este a través del lenguaje humano,
aquel actuando en el corazón humano
por medio de movimientos y mociones».
PETER-HANS KOLVENBACH, SJ[1]

«Maestro Ignacio, hombre de la palabra». El P. Peter-Hans Kolvenbach podría haber


calificado a Ignacio como hombre de sueños, proyectos, utopías o incluso hombre de
grandes obras. Pero escogió «hombre de la palabra». Efectivamente, gran parte de la
vida apostólica de este creyente y gran parte de la obra que fundó y dejó en herencia solo
se entienden adentrándose en el conocimiento y en el manejo tan apropiado de la palabra
que Ignacio de Loyola y sus primeros compañeros desarrollaron.

4.1. El humanismo: aprender a «decir bien»


Ignacio de Loyola vino al mundo en una época en la que el humanismo resituó al
hombre para colocarlo en el centro de la historia y del mundo. Una vez ahí, una de las
claves del éxito (y también del posible fracaso) residía en la capacidad de relación y de
comunicación. Para llegar a ser alguien relevante e importante, había que manejar bien
las palabras. Esto implicaba y revelaba una formación sólida en gramática, retórica y
oratoria y permitía exponer con claridad, persuadir con asombro y convencer con
autoridad.
El Renacimiento fue, sin duda, el tiempo de las artes y de los inventos, de la
economía, la banca y de la burguesía, pero fue también, entre todo eso, posibilitando
todo eso, el tiempo de las palabras. Reconocimiento social, prosperidad económica y
gloria mundana estaban muy vinculados al buen uso y manejo de las palabras.
Así, el humanismo fue el tiempo de la recuperación y la expansión de la retórica
como el arte de bien organizar un discurso; de la elocuencia o el arte de componerlo con
elegancia, y de la oratoria, el arte del bien pronunciarlo o proclamarlo, de saber

40
expresarlo con corrección. Este arte de la palabra se vehiculaba a través de tres grandes
foros o escenarios de comunicación: ars arengandi o el arte de componer discursos en el
ámbito sociopolítico; ars praedicandi o el arte de componer sermones, en el ámbito
eclesiástico, y ars dictaminis o el arte de bien escribir, de componer cartas y epístolas
con belleza y elegancia. Curiosamente, los primeros jesuitas se dedicaron con empeño y
destacaron en estos tres escenarios. En el origen de esta dedicación a conocer y manejar
bien la palabra se encontraba Íñigo de Loyola.

4.2. Ignacio de Loyola, un hombre de «bien decir»


Durante sus años en Arévalo (1507-1517), Ignacio de Loyola se inició en el aprendizaje
y el domino de las artes de la palabra. La formación recibida dio sus frutos. En los
primeros párrafos de la Autobiografía, cuando las tropas afines al rey de Castilla que
defendían la fortaleza de Pamplona consideraban la posibilidad de rendirse ante el
enorme ejército francés que la asediaba, Ignacio intervino con energía y convicción:
«Dio tantas razones al alcaide, que le persuadió a defender la fortaleza viendo
claramente que no se podían defender»[2]. Muchas veces nuestra manera de conocer e
interpretar las cosas tiene que ver con el discurso que sobre ellas pronunciamos. ¿Qué le
diría Ignacio al alcaide? ¿Cómo argumentaría para dar la vuelta a su parecer y decisión?
¿Qué metodología de la discusión tendría Íñigo? ¿Qué le haría ser tan persuasivo y,
sobre todo, tan convincente?
Los pocos datos que nos ofrece el texto que llamamos Autobiografía nos revelan que
Ignacio era un hombre entrenado en la conversación y en el manejo de las palabras. Nos
da la impresión de que era una persona a la que le gustaba hablar y conversar con la
gente; tenía experiencia, estaba formado en ello y, desde las oportunidades que su vida
en la corte le posibilitaba, habría practicado el arte de la conversación en contextos,
situaciones y con personas muy diferentes.

4.3. Dios, el Interlocutor más original de Ignacio


Se ha escrito mucho sobre el proceso de la conversión de Ignacio de Loyola en su casa
torre: su lectura de la Vita Christi y las vidas de santos, sus primeros sentimientos de
consolación y desolación, sus deseos de ir a Jerusalén… A nosotros ahora nos interesa
acercarnos a esa intensa etapa de su vida desde la clave de «conversación», porque
sabemos que, en gran medida, esta primera experiencia de Dios con Ignacio tuvo una
gran influencia en la configuración, años después, de los Ejercicios Espirituales.
Lo que aconteció en Ignacio desde que comenzó a leer los libros de devoción que su
cuñada Magdalena de Araoz le proporcionó fue una intensa conversación espiritual
interna que irrumpió con fuerza durante su larga convalecencia. Una conversación que
fue trenzando suave e inconscientemente a tres o cuatro interlocutores: Ignacio, los
textos que leía y sus personajes, eso que más tarde acabará llamando «mal espíritu» y
Dios mismo. La conversión de Ignacio se fue produciendo en la medida en la que fue

41
cayendo en la cuenta de las diferentes voces que intervenían en esta conversación y en la
medida en que fue actuando en consecuencia, respondiendo con hechos a la voz que
creía que procedía de Dios.
Así, el proceso de Ignacio nos ayuda a concluir que todos conversamos con
pensamientos (palabras), con fantasías e imágenes, con recuerdos, con deseos y
sentimientos que se suscitan espontáneamente en nuestro interior. Nuestro mundo
interno es un «ámbito conversacional» en el que coinciden diversos interlocutores que se
van pasando la palabra unos a otros, la mayoría de las veces sin pedirnos permiso. A
veces hablan varios a la vez, otras veces unos hablan «más alto» que otros, otras veces
unos guardan estratégico silencio…
Ignacio fue aprendiendo poco a poco a distinguir estas voces interiores: de dónde
vienen unas y otras, qué buscan o qué quieren de él, quién está detrás de sus
pensamientos o propuestas, hacia dónde le llevan… Lo importante, lo que realmente fue
capital en toda esta primera y balbuciente experiencia de Ignacio en Loyola, es que fue
consciente de que una voz producía unos efectos afectivos en él; se trataba de una voz
que cuando resonaba en el interior, cuando le prestaba atención, él empezaba a notar que
le proporcionaba ilusión, alegría, reconciliación, paz, serenidad, armonía, amor,
esperanza… Dios e Ignacio comenzaron así sus «silenciosas conversaciones»,
haciéndose señas el uno al otro, como líneas más arriba nos recordaba Kolvenbach.
La conversación no siempre era nítida y clara. En ocasiones uno de los interlocutores,
Dios, parecía guardar inquietante y preocupante silencio; en otras ocasiones Ignacio
malinterpretaba algunas palabras o signos o intentaba hacer decir a su interlocutor lo que
realmente no estaba diciendo… Otras veces, Dios hablaba de manera inequívoca y tan
clara que le obligaba a cambiar sus propias decisiones, incluso aquellas que creía
inamovibles[3]. Aprender a relacionarse con todo este mundo interno de pensamientos,
deseos, afectos y propuestas para reconocer ahí la presencia y la voz de Dios es lo que
llamamos discernimiento.

4.4. Ignacio, aprendiz y maestro de conversaciones


Ignacio experimentó que estas conversaciones con Dios le hacían mucho bien. Ir
tomando decisiones en función de estas experiencias internas era algo que le llenaba de
vida. Así se despertó en él el deseo de darles continuación incluyendo a otros
interlocutores cercanos, empezando por sus familiares y gente de su entorno más
próximo. Eran sus primeras conversaciones espirituales; él disfrutaba hablando y
compartiendo sus experiencias y de manera simultánea iba notando el bien que hacía en
aquellos con quienes conversaba. Como principiante en este mundo de la conversación,
Ignacio fue aprendiendo de la experiencia, logrando sus pequeños éxitos y también
integrando algunos fracasos de los que, sin duda, también sacó no poco provecho.

a. Logros

42
Con las personas cercanas y conocidas empezó a compartir algo o mucho de lo que él iba
conversando con Dios: «Todo lo gastaba en conversar y con esto ayudaba a las
ánimas»[4]. Poco después, en Manresa, además de las conversaciones que él buscaba,
había otras de personas espirituales que buscaban a Ignacio y «deseaban conversarle»[5].
La conversión de Ignacio va muy directamente vinculada a la conversación, al cotidiano
y connatural hecho lingüístico de hablar libremente sobre aquello que «de Dios» va
pasando.
Esta conexión me parece muy interesante para lo que más tarde va a ser algo muy
propio del carisma ignaciano y de la espiritualidad de la Compañía de Jesús: «ayudar a
las ánimas». Esta sencilla manera de hacer el bien empieza a estar directamente
relacionada con la conversación, con el recto y bondadoso uso de la palabra. Desde estos
primeros tiempos de Loyola y Manresa, Ignacio no abandonó esta manera de
relacionarse con los prójimos a través de la conversación espiritual: en París «conversaba
con Maestro Fabro»[6] y «venido de Flandes la primera vez, empezó más intensamente
que solía a darse a conversaciones espirituales»[7].
Ignacio fue aprendiendo a adaptar sus palabras y conversaciones al contexto y a su
interlocutor por muy diferentes que estos fuesen. Sus familiares se sorprendían del
cambio que en Ignacio se iba operando y lo podían comprobar tanto por sus
conversaciones como por otros gestos y hábitos que empezaba a introducir en su vida[8].
Un poco más tarde, ya en Barcelona, conversando con Isabel Roser y su marido,
«comenzoles a hacer una plática breve, espiritual que los dexó admirados y llenos de
devoción»[9]. Y una vez finalizados sus estudios en París, de paso por su tierra, Azpeitia
(1535), y guiado por el deseo de reformar algunas costumbres de su villa natal, «hizo
que con ejecución se prohibiese [el juego] persuadiéndolo al que tenía el cargo de la
justicia»[10]; también persuadió al gobernador para que castigase a las mujeres que se
cubrían la cabeza por algún varón que no era su marido[11]. Ignacio supo encontrar un
espacio en el hospital y tiempo en su apretada agenda para «hablar con muchos que
fueron a visitarle, de las cosas de Dios, por cuya gracia se hizo mucho fruto»[12].

b. Fracasos
Pero no todo fueron éxitos La Autobiografía nos habla al menos de dos importantes
«fracasos retóricos».
Cuando Ignacio se dirigía a Manresa, con el deseo de seguir camino hacia Jerusalén,
le alcanzó en su camino un moro que iba en su mulo y vinieron a hablar sobre la
virginidad de Nuestra Señora. El moro admitía que la Virgen María pudiera haber
concebido sin intervención de varón, pero no podía aceptar que Nuestra Señora quedara
virgen después del parto. Ignacio intentó rebatir el razonamiento del moro, «la cual
opinión, por muchas razones que dio el peregrino no pudo deshacer»[13]. Tal vez
cansado de discutir, y viendo que la conversación no daba más de sí, el moro se adelantó
en su camino e Ignacio quedó muy molesto internamente, sintiendo «indignación contra
el moro» y pensando que no había hecho bien dejándole partir con sus «erróneas» ideas

43
sobre la virginidad de María. Fue esta su primera derrota dialéctica en materia teológica;
por otra parte, bien comprensible si tenemos en cuenta los nulos conocimientos
mariológicos del inmaduro peregrino.
La partida de Ignacio de Jerusalén fue resultado de otra derrota retórica, esta vez con
los franciscanos custodios de los Santos Lugares. Después de tanto tiempo y esfuerzo
invertidos para llegar a Jerusalén, Ignacio intentó por todos los medios permanecer allí,
pero la voluntad de los frailes, respaldada por la autoridad de las bulas del papa, terminó
por imponerse de manera clara: «Dijo el provincial [de los franciscanos] que ellos tenían
autoridad de la Sede apostólica para hacer ir de allí, o quedar allí, quien les paresciere, y
para hacer descomulgar a quien no les quisiese obedescer»[14]. No sin dolor, Ignacio
tuvo que supeditar su enorme deseo de permanecer en Jerusalén a los argumentos
pontificios que cerraban la puerta a toda discusión posterior. Tenía que marcharse. A esta
nueva derrota vino a sumarse una nueva sensación grande de fracaso. Casi dos años
había tardado Ignacio en llegar a Jerusalén y ahora su proyecto de quedarse allí se
desvanecía tras una conversación con un interlocutor firmemente aferrado a su postura
innegociable; con los franciscanos no hubo posibilidad de conversar, solo se podía
obedecer.
Todavía podemos referirnos a otra experiencia singular de Ignacio. Tan importante
como aprender a hablar resultó también aprender a callar. Sospechoso de enseñar modos
de orar poco ortodoxos, la Inquisición llevó a Ignacio al convento de los dominicos de
Salamanca, donde fue interrogado acerca de sus actividades pastorales. Los padres
dominicos, maestros de retórica y oratoria, fueron llevando la conversación a modo de
interrogatorio hasta un punto límite y comprometedor para Ignacio: «Vosotros [Ignacio y
sus compañeros] no sois letrados y habláis de virtudes y de vicios, y desto ninguno
puede hablar sino en una de dos maneras: o por letras o por el Espíritu Santo. No por
letras, luego por el Espíritu Santo», argumentaron los dominicos. Atrapado en un
callejón sin salida, con el fin de no poder ser acusado de alumbrado, Ignacio optó por el
silencio como la mejor de las respuestas posibles: «Luego de haber callado un poco, dijo
que no era menester hablar más de estas materias»[15].
Hablar, sencillamente hablar, fue la primera y más inmediata herramienta apostólica
de Ignacio. Una herramienta simple, inmediata, directa, barata, connatural, al acceso de
todos, y comprendida por todos. Una herramienta poderosamente humana,
profundamente espiritual y eficazmente apostólica. ¿Cómo la utilizó Ignacio para ir
configurando un grupo de auténticos amigos? ¿De qué hablar? ¿Cómo empezar y
sostener una conversación así?

4.5. La conversación como ejercicio espiritual y apostólico


Al regresar de Jerusalén, Ignacio se preguntó de nuevo: ¿qué hacer? Alcanzado el nivel
suficiente de latín como para proseguir estudios, Ignacio abandonó Barcelona y se
dirigió a la Universidad de Alcalá, recientemente fundada por el cardenal Francisco
Ximénez de Cisneros. Pero allí estudió poco «y con poco fundamento»[16]. ¿Por qué?

44
Porque, más que dedicarse a los estudios de Humanidades y Teología, se dedicó
principalmente a conversar. Sí, estas primeras actividades pastorales de Ignacio son
ministerios de la palabra, de hablar y conversar con la gente que se le acercaba o que él
buscaba para hablar de cosas espirituales: «Se ejercitaba en dar los ejercicios espirituales
y en declarar la doctrina cristiana»[17]. ¿En qué consistirían estos «ejercicios
espirituales»?
Ignacio conversaba por las calles de Alcalá, por las inmediaciones de la universidad o
en la pequeña habitación que tenía asignada en el hospital de Antezana y que todavía
hoy se puede visitar. Conversaba con gente de diverso tipo, jóvenes estudiantes, mujeres
de las cercanías y de diversos círculos sociales que visitaban a aquel laico, un tanto
estrafalario y ya maduro, en busca de consejo, orientación, de una luz o de algún método
sencillo para orar y sentirse más cerca de Dios.
Fue a través de la conversación como Ignacio consiguió unir al primer grupo de
compañeros: Diego de Cáceres, Calixto de Sá, Juan de Arteaga y Juan Reynalde,
Juanico. Sabemos poco de ellos. Llegaron a ser buenos amigos, y decidieron seguir
juntos estudiando en París, aunque aquel proyecto no llegó a realizarse. ¿A qué se
dedicaban? En gran medida, a los ministerios de la palabra, a hablar sobre las cosas de
Dios con la gente. Ignacio no debió de hacerlo mal, pues años después recordaba:
«Mayormente en España, se maravillaban de que yo hablase y conversase tan largo en
cosas espirituales»[18].
Seguramente, hablaban y compartían sus experiencias con devoción, con convicción
y tal vez con pasión, pero con escaso fundamento. Les faltaba la palabra de la tradición,
la palabra de la Iglesia, la palabra que pudiera explicar lo que había venido siendo la
relación de Dios con su pueblo y, sobre todo, la palabra que pudiera interpretar
correctamente el lenguaje de Dios en el corazón del hombre, eso que más tarde llamaría
«mociones». Por eso decidieron continuar juntos los estudios en París, una ciudad
distante, que les permitiría concentrarse con seriedad en los estudios. Ignacio se adelantó
para ir preparando el terreno, pero ninguno de los cuatro le siguió; la Autobiografía nos
informa brevemente sobre qué fue de cada uno de ellos, lo cual nos da a entender que
Ignacio, desde la distancia, les seguía la pista y estaba un poco al tanto de sus vidas[19].
El hecho de que este grupo se dispersara vino a sumar otro fracaso más en la lista de
Ignacio.

4.6. La conversación de los amigos de París


Su primera tentativa de construir un grupo de compañeros en Barcelona y Alcalá no
llegó a buen puerto. Aquellos primeros amigos nunca llegaron a la ciudad del Sena. Pero
Ignacio no se dio por vencido y, sin otra arma que una interesante y atractiva
conversación que nacía de una auténtica experiencia, comenzó a levantar de nuevo el
edificio de un pequeño grupo de amigos. En el entorno universitario de París había
muchos y, sin duda, buenos jóvenes. Tal vez algunos desearían sumarse al proyecto de
Ignacio; él tenía que intentarlo.

45
El primer caso, y tal vez el más ilustrativo, es el de la amistad con Pedro Fabro. El
saboyano lo recuerda muy bien en los comienzos de su Memorial:
«Este mismo año [1528] vino Ignacio al colegio de Santa Bárbara y ocupó la misma
habitación que nosotros […]. Él quiso que yo enseñase a este santo hombre, y que
mantuviese conversación con él sobre cosas exteriores y más tarde sobre las
interiores; al vivir en la misma habitación compartíamos la misma mesa y la misma
bolsa. Me orientó en las cosas espirituales [a través de la conversación], mostrándome
la manera de crecer en el conocimiento de la voluntad divina y de mi propia voluntad.
Por fin, llegamos a tener los mismos deseos y el mismo querer»[20].

Los demás compañeros fueron testigos de cómo esta amistad entre Ignacio y Fabro se
fue consolidando a través de la conversación; porque
«cuando comenzaban a hablar, se embevían en la plática de tal manera, que se
olvidaban de Aristóteles y de su lógica y filosofía, como los que estaban ocupados en
otra más alta que la suya»[21].

Fabro fue un gran maestro de la palabra, gran conversador. Simón Rodrigues, otro de
los primeros compañeros, dijo de él:
«Tuvo este padre, entre otras muchísimas virtudes, la más especial y encantadora
suavidad y gracia que he visto en mi vida para tratar y conversar con las gentes,
porque de cualquier cosa y sin escandalizar a nadie sacaba materia para tratar y hablar
de Dios; y no sé cómo ni cómo no, pero con su mansedumbre y dulzura ganaba para
Dios los corazones de aquellos con los que trataba»[22].

Parece que Fabro no perdía mucho tiempo; es como si hubiese integrado o asimilado
el uso bondadoso de la palabra en toda circunstancia de su vida. «Nunca he oído –
comenta san Pedro Canisio– que salga de sus labios ni en la conversación ordinaria ni en
las conversaciones íntimas, ni cuando está a la mesa, nada que no redunde en honra de
Dios e inspire devoción»[23].
Fabro creía mucho en el poder de la conversación y para él se fue convirtiendo en un
verdadero ejercicio espiritual, muy vinculado a los Ejercicios Espirituales que él hacía y
daba: «Lo que más ayuda para mantener los frutos y conservar y aumentar las gracias
recibidas en los Ejercicios Espirituales es tener conversaciones espirituales»[24].
Fieles a su dimensión etimológica, Fabro e Ignacio experimentaron lo que implicaba
ir vertiendo sus vidas en un mismo verso, en un mismo lugar espiritual a través de la
conversación. Por la trabazón de las palabras fueron entrelazándose sus vidas,
configurando una amistad que, por estar centrada en Cristo, recibía en toda su hondura el
calificativo de «espiritual».
Desde latitudes más lejanas, Francisco Javier también lo pone de relieve: «Cuando
comienzo a hablar en esta santa Compañía de Jesús, no sé salir de tan deleitosa
comunicación, ni sé acabar de escribir […], pues por tantas vías tengo conocido lo

46
mucho que debo a todos los de la Compañía»[25].
Poco a poco fueron llegando más: «Todos estos cinco [compañeros], por vía de
ejercicios y de conversación, vinieron a mucho aprovecharse en las cosas espirituales y
determinarse de dejar el mundo y seguir el instituto de Íñigo»[26].
Con cierto tono de admiración y devoción por aquel primer grupo de París escribe
cuarenta años más tarde escribe Pedro de Ribadeneira: «Y el voto que tenían hecho (el
cual renovaban cada año) de perpetua pobreza, el verse y conversarse cada día
familiarmente, el conservarse en una suavísima paz, concordia y amor, comunicación de
todas sus cosas y corazones, los entretenía y animaba para ir adelante en sus buenos
propósitos»[27].
Así, los primeros jesuitas iniciaron un modo de proceder en el cual la palabra fue
ocupando un lugar cada vez más importante. El afecto y la unión entre ellos estaban muy
vinculados a las conversaciones y palabras compartidas. Fueron trenzando una
comunidad de amigos dispersos por muchos lugares, pero vinculados por la palabra, la
que permanecía en la memoria y la que regularmente conservaba encendido el afecto a
través de las cartas que se recibían.

47
5

La conversación
en los Ejercicios Espirituales.
«Como un amigo…» [Ej 54]

«… como un amigo habla con otro amigo».


SAN IGNACIO DE LOYOLA [Ej 54]

A quienes hayan realizado alguna vez los «Ejercicios Espirituales» según método
ignaciano no les resultará extraña la aparente paradoja que se da al vivir un tiempo de
retiro en absoluto silencio externo, por una parte, y la frecuente presencia de la palabra
en la experiencia espiritual interna, por otra.
En no pocas ocasiones el ejercitante es invitado a situarse ante los misterios de la vida
de Cristo en actitud contemplativa, lo cual implica ver y mirar lo que las personas hacen,
así como oír lo que las personas dicen y hablan[1]. Jesús se hace cercano y familiar en la
contemplación tanto por su voz y sus palabras como por sus gestos y acciones; todo es
para el ejercitante posibilidad para conocerle internamente. Fiado de su propia
experiencia, Ignacio mostró siempre una enorme confianza en el poder transformador de
la palabra que brota de la conversación con Dios.

5.1. Los Ejercicios, experiencia de palabras


Ignacio de Loyola dio los Ejercicios Espirituales a sus primeros seis compañeros: Pedro
Fabro, Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Nicolás Bobadilla, Simón Rodrigues y
Francisco Javier. Los Ejercicios son un tipo de retiro cuyo método puede adaptarse a un
período breve de dos o tres días o a uno un poco más largo, ejercicios de una semana o
incluso de un mes, tal y como los pensó Ignacio[2]. El clima de retiro y silencio es un
elemento muy importante en el método. Podemos entonces preguntarnos: si los
Ejercicios se hacen en silencio, ¿qué valor y función puede tener, entonces, la palabra?
Partiendo de su propia experiencia, Ignacio diseñó un camino espiritual en el que la
experiencia religiosa se va construyendo atendiendo a las diversas modalidades de

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conversación que van apareciendo en el interior del ejercitante.
¿Qué son los Ejercicios Espirituales? Desde esta perspectiva que nos ocupa, los
Ejercicios pueden ser definidos como un tiempo para la palabra y para la conversación;
en definitiva, un ejercicio de retórica espiritual. El proceso espiritual de conocimiento
interno de Jesucristo se va construyendo integrando un cuidado silencio externo con una
peculiar relación con la palabra que se escucha en el interior; serán los efectos afectivos
(mociones) de tales palabras los que irán marcando el itinerario de la experiencia.
En el breve libro de los Ejercicios Ignacio de Loyola desplegó toda una estrategia
para el uso y manejo de la palabra. El mismo texto que nos dejó es por sí mismo ejemplo
de concisión y exactitud. Lejos de buscar una estética literaria o una belleza expresiva,
Ignacio elaboró un árido texto en el que cada palabra está en su lugar adecuado con su
finalidad propia al servicio del conjunto y para el bien de quien hace los Ejercicios.

5.2. «Más en las obras que en las palabras». ¿Y si las palabras son las obras?
Esta es una de las frases más conocidas de los Ejercicios Espirituales. Aparece como
una de las notas introductorias al último de los ejercicios propuestos por Ignacio de
Loyola, la conocida como «Contemplación para alcanzar amor»[3]: «El amor se debe
poner más en las obras que en las palabras»[4]. Muy probablemente, cuando escribía
esta frase, Ignacio tenía detrás el precioso texto de la Primera Carta de San Juan:
«Hermanos, no amemos de palabra y de boca, sino en verdad y con obras»[5]. A lo largo
de su método, Ignacio ha ido proponiendo un recorrido en el cual el ejercitante va
cayendo en la cuenta de las obras que Dios ha ido haciendo por él, «por mí»; María lo
expresó en su gran poema a la alegría: «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí»; sí,
son obras enormes, obras fundantes, obras fundamentales: Dios me ha creado y me ha
dado la vida; Dios me ha mostrado su perdón y misericordia incondicionales. Dios ha
obrado la Encarnación, la vida de Jesús; ha aceptado ir a su pasión y muerte y el Padre
ha obrado su resurrección «por mí»; y Dios me sostiene y mantiene vivo por su amorosa
presencia, habitándome, haciendo de mí templo de su Espíritu[6]. Al final, en la citada
contemplación sobre cómo alcanzar el amor de Dios, Ignacio invita a contemplar cómo
Dios «trabaja y labora por mí en todas las cosas criadas»[7], Dios es y se relaciona
conmigo obrando por mí.
Una primera lectura de la frase «el amor ha de ponerse más en las obras que en las
palabras» puede llevarnos a establecer cierta oposición entre «las obras» y «las palabras»
dando primacía a las primeras sobre las segundas, pues, como dice el santo de Loyola,
las primeras, las obras, han de ser la expresión principal del amor, superando a las
palabras. Son frecuentes las alusiones que encontramos en el Evangelio al valor de las
obras: la parábola del buen samaritano con su sentencia final: «Ve y haz tú lo
mismo»[8]; la parábola del juicio final que describe san Mateo: «Lo que hicisteis a uno
de estos pequeños a mí me lo hicisteis»[9], o las referencias a los buenos frutos como las
buenas obras[10]. La vida cristiana está muy vinculada a la puesta en práctica del amor,
al ejercicio de la caridad; es una vida que en gran parte se juega en hacer el bien. En la

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tradición de la Iglesia, esta praxis del amor quedaba formulada, en gran medida, en las
llamadas «obras de misericordia». En nuestros días, la organización Caritas se
caracteriza por hacer el bien a los necesitados y no tanto por pronunciar discursos
bonitos o brillantes homilías sobre el amor de Dios: en la palabra se contiene la obra.
¿Cómo entender, entonces, el valor y la función de las palabras? ¿Para qué las
queremos? Los jesuitas aparecen en la historia de la Iglesia en 1540 como una orden
religiosa de «vida activa», dedicados a las obras, que ellos denominaban «ministerios».
Tenían claro que no eran una orden de vida «contemplativa», dedicada principalmente a
la oración, al rezo en común o a la liturgia. No eran monjes. Los jesuitas se
autocomprendieron obrando, trabajando, y lo reflejaron en frases como «contemplativos
en la acción» o «en todo amar y servir»: el servicio manifestado en las obras aparecía
como la manifestación visible y mensurable del amor. Hemos experimentado que Dios
nos ha amado trabajando en todas las cosas; por eso nosotros intentamos amar todas las
cosas sirviendo en toda circunstancia: amamos porque hacemos… y, no es menos
verdad, hacemos porque amamos.
Ahora bien, al tener que precisar en la llamada Fórmula del Instituto las tareas a las
que se iban a dedicar, los jesuitas explicitaron no pocos de los «ministerios de la
palabra», disolviendo así esta oposición entre «hacer» y «decir», entre «obrar» y
«hablar». Aquellos primeros jesuitas entendieron que su «hacer» consistía, en gran
medida, en «hablar». Su manera de actuar en la historia y de entenderse como gente en
acción iba a consistir, en gran medida, en hacer uso eficaz y apostólico de la palabra. Por
las palabras construían la historia, generaban dignidad, edificaban la Iglesia, ayudaban a
las almas; y todo… con las palabras[11].
Así, «decir» se aproxima mucho a «hacer», y gran parte del hacer consistía y consiste
en decir. Cómo hacer cosas con las palabras[12] es el título de un clásico libro sobre
filosofía del lenguaje. El filósofo de Lancaster John Langshaw Austin impartió en la
Universidad de Harvard en 1955 un ciclo de doce conferencias donde abordó el tema de
los «actos de habla» (speech acts), ayudándonos a caer en la cuenta del valor fáctico de
algunas de las expresiones comunes; la propiedad que tienen algunos términos de hacer
algo en el momento en el que se pronuncian. Austin concentraba esta dimensión práxica
de las palabras en lo que llamó «actos lingüísticos realizativos o performativos». Por
ejemplo, la acción de prometer o de jurar solo se realiza cuando se pronuncia «Prometo»
o «Juro» y no admite otro tipo de expresiones alternativas para que la acción se lleve a
cabo. Es necesario y obligatorio pronunciar esas palabras en primera persona del
singular o del plural para que la acción de prometer o jurar exista; no podemos prometer
en lugar de otra persona y no podemos prometer si no pronunciamos «prometo». Para
que la promesa sea eficaz y se realice necesita de la palabra.
Al leer el relato de la creación del Libro del Génesis, constatamos que Dios confiere
al lenguaje esta dimensión performativa o realizativa. Dios hace y crea por el lenguaje,
por la palabra pronunciada: «Y dijo Dios: “Que exista la luz”. Y la luz existió»[13], «Y
dijo Dios: “Que exista una bóveda entre las aguas…”. Y así fue»[14]. Entre el
pronunciar y el ser hecho no media un tiempo para que la luz o la bóveda se configuren,

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sino que fueron hechas a través de las palabras pronunciadas, entendiendo todo esto,
claro está, a la luz de lo que significaban los relatos de la creación del siglo VI a. C. Con
todo, lo que el autor del Libro del Génesis deseaba dejar muy claro era la potencia
vivificadora de la Voz de Yahvé; el cosmos responde a su Voluntad, que se manifiesta
en su Voz. Por la voz viene la vida, y vida ordenada que responde también a «la voz de
su Saludo».
En Jesús se transparenta también esta facultad de hacer cosas a través de las palabras.
Jesús pronuncia y al pronunciar se produce la acción pronunciada: «Si quieres, puedes
limpiarme», suplicó el enfermo de lepra; Jesús respondió: «Quiero, queda limpio»[15] y
al instante se le quitó la lepra. Pero es claro que esta relación entre palabra y acción que
nos presentan el Génesis o el Evangelio de San Marcos no pertenece al orden de lo
naturalmente humano; por eso, cuando se constata en la vida de Jesús esta relación
vivificadora entre palabra y obra, se reconoce como milagro, pues la acción resultante,
en este caso la curación de un hombre con lepra, no puede ser explicada con naturalidad
a través de la causa que la ha provocado, las palabras de Jesús.
Los actos estrictamente realizativos humanos que pertenecen al orden de lo natural
son los que Austin nos presentó en sus conferencias: la acción que, sin tener unas
consecuencias cuantificables en el mundo físico, acontece en el ámbito de lo intencional,
de lo deseado o de lo metafísico. Pronunciar «Prometo» delante del texto de la
Constitución de un país, ante el jefe del Estado y en una ceremonia que otorga un
contexto válido a esa palabra que se pronuncia no cambia nada inmediatamente
cuantificable en el ámbito físico de la realidad, porque las cosas, en cuanto tales cosas,
siguen siendo las mismas cosas; pero sí produce un cambio tanto en la persona que
promete como en el ámbito social o político en el que tal promesa se realiza. Así,
persona, comunidad y realidad quedan vinculadas de manera nueva por la promesa que
se ha realizado y, en ese sentido, «Prometo» sí ha incidido en una parte del mundo
afectado por la promesa y la ha cambiado: la persona que promete algo queda
comprometida con la historia para hacer unas cosas implicadas en su promesa y no hacer
otras contrarias a lo que ha prometido.
Algo parecido ocurre con la acción de perdonar, que pide y reclama la presencia de
las palabras «te perdono» para que la acción se cumpla. Las cosas en cuanto tales no
cambian después de haber perdonado, pero sí puede cambiar, por ejemplo, el mundo
afectivo interno de una o varias personas; puede aparecer también un nuevo modo de
comprender una relación o de comprenderse a sí mismo después de haber recibido u
otorgado el perdón, y estas nuevas comprensiones pueden contribuir a cambiar parcelas
de la realidad que estaban enemistadas. Muchas cosas pueden ser muy distintas después
de haberse perdonado. No podemos dudarlo: hay palabras que provocan cambios en el
mundo, que transforman nuestra historia.
Estos actos realizativos del lenguaje nos muestran que la frontera entre decir y obrar
no es tan nítida como a veces podemos creer. Pensemos en los siguientes ejemplos
tomados de la vida cotidiana: una persona imparte una conferencia: ¿ha obrado algo o ha
dicho algo? Porque una conferencia, al fin y al cabo, son palabras. Una profesora da una

51
clase magistral: ¿ha obrado algo o ha dicho algo? Una clase magistral precisa de
palabras, y casi exclusivamente palabras, para que se realice. Un psicólogo recibe a su
cliente y después de una sesión de noventa minutos se despiden: el psicólogo ¿ha obrado
algo o ha dicho algo? Una sesión de terapia psicológica consiste principalmente en
escuchar palabras y en pronunciar palabras. Un político da un mitin en una céntrica plaza
de la ciudad, los parlamentarios discuten los presupuestos de un país en el Parlamento o
una periodista anima una mesa redonda en un programa de televisión en torno a un tema
de candente actualidad… En todas estas actividades se están haciendo cosas, sin duda,
pero ese hacer consiste en hablar, dialogar, discutir… palabras y más palabras, y en no
pocas ocasiones… solo palabras.
Ahora podemos volver a la famosa frase de san Ignacio «El amor ha de ponerse más
en las obras que en las palabras». Parece que Ignacio diferencia claramente entre estos
dos conceptos y, por tanto, las realidades hacia las que apuntan, pero no nos explica qué
entiende por palabras y qué entiende por obras. «Es evidente –podemos pensar–, todo el
mundo sabe lo que son las palabras y lo que son las obras». Ahora bien, si volvemos a la
Fórmula del Instituto, ese breve primer documento (1540) que recoge la identidad de los
jesuitas, al exponer los medios a través de los cuales la Compañía de Jesús desea cumplir
(hacer) los objetivos para los que había sido fundada, nos encontramos principalmente
con actividades lingüísticas, con hechos de palabras: «predicaciones públicas, lecciones,
y todo otro ministerio de la palabra de Dios, de ejercicios espirituales, y de la educación
en el Cristianismo de los niños e ignorantes, y de la consolación espiritual de los fieles
cristianos, oyendo sus confesiones»[16]: palabras.
¿Cómo entender, entonces, la frase de san Ignacio «El amor se debe poner más en las
obras que en las palabras» de manera que podamos interpretar tantas cosas que hacemos
con las palabras como acciones de amor? Ignacio se estaba refiriendo a las palabras que
hablan y que se pronuncian sobre el amor y se refieren al amor. En ese sentido, pero solo
en ese sentido, es mejor poner el amor en hechos y obras que expresen «Te quiero» que
pronunciar «Te quiero» o glosar en preciosos tratados lo que esto implica sin ofrecer
obra alguna que lo muestre. El amor se explica mejor «a sí mismo» obrándo-se que
pronunciándo-se, y en esto consistió y consiste la encarnación de Dios.
Tanto aquellos primeros jesuitas como estos últimos que en el siglo XXI podamos
conocer estaban y siguen convencidos de que con palabras se pueden hacer muchas
cosas, muchas buenas cosas. Con buenas palabas y bien pronunciadas se puede despertar
y transmitir mucho amor. Nada más que con palabras, pero nada menos… que con
palabras.

5.3. Las conversaciones internas del Espíritu


Quien hace los Ejercicios va avanzando con y a través de las palabras internas
organizadas según todo un sistema de preámbulos, puntos, peticiones, coloquios,
conversaciones… que van abriendo el camino hasta llegar a la meta final: ser alcanzado
por el amor de Dios[17]. A través de la imaginación, la «vista imaginativa», como él la

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llama, Ignacio anima al ejercitante a meterse en el escenario en el que acontecen los
misterios de la vida de Jesús y, una vez en esa escena, «como si presente me
hallase»[18], quien hace los Ejercicios es invitado a participar en la conversación: «oír lo
que [los personajes] hablan» y «escuchar lo que dicen» son expresiones recurrentes en
los Ejercicios[19]. En este sentido, Ignacio no pone límites a la imaginación.

a. Las palabras en la contemplación


Ignacio invita a imaginar, nada menos, lo que las personas de la Santísima Trinidad
hablan entre sí, «lo que dicen las personas divinas»[20], lo que comparten y deliberan
antes de tomar la decisión «Hagamos redención». También invita a entrar en el diálogo
entre el ángel y María en el momento de la Anunciación para «[oír] lo que hablan el
ángel y nuestra Señora»[21]. En la contemplación del nacimiento de Jesús Ignacio
insiste: «Mirar, advertir y contemplar lo que hablan», y en la aplicación de sentidos que
propone para «antes de la hora de la cena» recuerda: «Oír con el oído lo que hablan o
pueden hablar»[22].
En los ejercicios del Rey Eternal y de las Dos Banderas la palabra tiene también un
papel muy importante. El primero se construye a partir del diálogo entre el rey y los
súbditos: «Mirar cómo el rey habla», y, a continuación, «considerar qué deben responder
los buenos súbditos»[23]. De igual manera, la atención se dirige después al diálogo entre
Jesús y sus seguidores: Jesús «a cada uno en particular llama y dice», y los que más se
quieren afectar y señalar hacen «oblaciones de mayor estima y momento
diciendo…»[24].
Por su parte, el ejercicio de Dos Banderas pivota principalmente sobre el tercer punto
de cada uno de los dos protagonistas, Lucifer y Cristo nuestro Señor: «considerar el
sermón»[25], escucharlo, ponderarlo detenidamente, valorar sus puntos, analizarlos…
Una vez finalizado el proceso de los Ejercicios, Ignacio presenta, a modo de
apéndice, cincuenta y un misterios de la vida de Cristo para que el que da los Ejercicios
pueda escoger según estime más conveniente. En casi todos ellos aparecen referencias a
diálogos o conversaciones entre sus protagonistas que el ejercitante ha de escuchar con
atención, «discurriendo por donde se ofresciere» para luego sacar la enseñanza para su
vida («reflectir para sacar provecho»). Desde los misterios de la infancia y vida oculta,
pasando por los de la vida pública de Jesús, su pasión, muerte y resurrección, en todos
ellos se encuentra presente la palabra como mediación de la experiencia: la visitación de
María a su prima Isabel, la adoración de los pastores, la presentación de Jesús en el
templo, son solo unos ejemplos[26].

b. Peticiones
Cada semana o etapa de los Ejercicios tiene su propio objetivo, que Ignacio define en
cada una de las peticiones articuladas a través de las palabras. Si no hay palabra no hay
petición, y es la petición la que focaliza la intención y orienta el deseo más relevante en

53
ese momento determinado de la experiencia. Ignacio propone pedir «conocimiento
interno del pecado», o «conocimiento interno de Jesús». En la tercera semana, la petición
se centra en compadecer con Jesús en su pasión: «dolor con Cristo doloroso que por mí
fue a la Pasión», mientras que en la cuarta se pide «gracia para me alegrar y gozar
intensamente de tanta gloria y gozo»[27] por la resurrección de Jesús. Las peticiones son
fórmulas, palabras que articulan un deseo, un afecto, una intención.
El itinerario de los Ejercicios es un camino hacia eso que estas palabras nos desvelan
y que es preciso formular interior o vocalmente para ir avanzando. Cuando el sentir
interno constata que se está viviendo lo que la petición formulaba, entonces estamos
preparados para avanzar hacia la siguiente etapa. La palabra de la petición es como la luz
del faro que desde la distancia nos va orientando. En el camino ignaciano es muy
importante saber «a dónde voy y a qué». Otra cosa es que el camino esté más o menos
iluminado o sea más o menos duro…, pero hay camino. Pocas cosas se oponen tanto a
los Ejercicios de Ignacio como una oración desorientada, sin rumbo y vagabunda.

c. Coloquios
Si la petición es la palabra que abre cada ejercicio, el coloquio final, al cual Ignacio
nunca renuncia, es la palabra que lo cierra. Ignacio sitúa en una extrema cercanía al
ejercitante con las personas espirituales del misterio y tiene la convicción profunda de
que la persona que hace Ejercicios está en verdad ante Dios y ante los personajes
centrales de nuestra fe: «Hase de hacer un coloquio pensando lo que debo hablar a las
tres personas divinas, o al verbo eterno encarnado, o a la madre y Señora nuestra»[28].
Esta extrema cercanía, lejos de expresarse con fórmulas de barroca solemnidad que
podrían provocar distancia entre los interlocutores, se vive amistosamente en un diálogo
sincero y cercano con María o con Jesús, el Señor, «como un amigo habla con otro
amigo». La propuesta de Ignacio está llena de fe y de ternura: «El coloquio se hace
propiamente hablando, así como un amigo habla a otro, o un siervo a su señor; quándo
pidiendo alguna gracia, quándo culpándose por algún mal hecho, quándo comunicando
sus cosas, y queriendo consejo en ellas; y decir un Pater noster»[29].
El coloquio evita así que el ejercitante concluya su hora de meditación o de oración
con la impresión de haber estado reflexionando o incluso contemplando de manera
distante e impersonal, introduce el coloquio final, un tipo de oración basado en la
conversación que reclama la presencia de un «tú». Así, todo ejercicio queda enmarcado
en una relación directa, de «tú a tú», con Dios articulada por la palabra: al comienzo, la
petición; en el medio, «oír lo que hablan», y al final el coloquio, todo para favorecer que
el Creador se comunique lo más inmediatamente posible con su creatura[30].

d. El segundo modo de orar


En uno de los apéndices finales del libro de los Ejercicios, Ignacio ofrece tres modos de
orar con el fin de ayudar al ejercitante a conservar y aumentar la vida de oración que ha

54
ido desarrollando a lo largo de los días de retiro. El segundo modo «es contemplando la
significación de cada palabra en la oración»[31]. Se trata de un modo de rezar
sumamente simple en su forma, en el que el ejercitante lo único que ha de hacer es
permanecer en la consideración de cada palabra de una oración «tanto tiempo cuanto
halla significaciones, comparaciones, gustos y consolación»[32]. Ignacio está
convencido del poder evocador de la palabra y de la energía transformadora que
permanece en su interior. Lo único que necesita la palabra es tiempo y atención para
poder desplegar toda la vida espiritual que contiene.
Por eso Ignacio insiste en que no hay que tener prisa. La persona puede estar
considerando una palabra todo el tiempo necesario mientras el sentir y gustar
permanezca en su interior. Así, una oración como el padrenuestro puede terminarse en
«uno o en muchos días»[33]. Por la repetición atenta de la palabra podemos sentir y
gustar la presencia de Dios en el corazón.

e. Otras voces
Pero no toda voz interna es mi propia voz o la voz de Dios. Muchas otras palabras se
pronuncian silenciosamente en el discurrir incesable de pensamientos en nuestra vida, y
de manera especial durante la experiencia de Ejercicios. En el párrafo 32, Ignacio
escribe: «Presupongo ser en mí tres pensamientos» es decir, tres voces, tres fuentes de
palabras que trabajan en nuestro interior. Una es la voz de Dios, otra es mi propia voz
(«de mi mera libertad y querer») y otra es la voz que viene «del mal espíritu»[34], de
todo aquello que tiende a alejarme de Dios. Las tres voces se sirven de palabras para
hacerse oír en el interior de cada uno; son pensamientos que nos vienen de fuera y que
hay que discernir e identificar para orientar nuestra vida por uno u otro camino.
El «enemigo de natura humana» se sirve precisamente del elemento más humano que
tenemos, el lenguaje, y recurre con frecuencia a brillantes y bonitos discursos para
desviar y entorpecer nuestro seguimiento de Cristo. El enemigo se sirve del lenguaje
sutilizado y alambicado para construir su propia propuesta. Son las «razones aparentes,
sotilezas y asiduas falacias»[35]; en definitiva, modos originales de ir desplegando la
tentación a través de un lenguaje aparentemente consistente y bien construido; razones
aparentes era expresión ya cercana en tiempos de Ignacio: son «las que de repente
mueven, pero una vez consideradas no tienen consistencia»[36]; sotilezas: «concepto
excesivamente agudo, falto de verdad, profundidad o exactitud»; y la falacia, por su
parte, alude al discurso con un desarrollo coherente, pero construido sobre unas premisas
falsas…; al fin y al cabo, todo es una cuestión de palabras, de configuración de un
lenguaje y unos modos de expresión brillantes pero frágiles, como las construcciones
que se levantan sobre arena.
Los primeros pasos de la conversión de Ignacio en Loyola (1521) muestran también
esta «batalla de palabras y pensares» que acontecía en su interior, sin que él en sus
inicios fuera consciente de cómo se estaba desarrollando[37]. Ignacio tardó en descubrir
que el «mal espíritu» sabe mucho de retórica y de oratoria y que buscará

55
persistentemente a través de un sutil pensamiento provocar un deseo, una decisión y una
acción (por ese orden) tras habernos convencido de su [aparente] bondad, todo y siempre
a través de palabras. Desde esta perspectiva, los Ejercicios podrían ser definidos como la
«escuela de interpretación y traducción» de estas voces internas que se suceden y a veces
se simultanean sin orden lógico aparente en nuestro interior.
Al hacer Ejercicios, pasamos a ser sujetos de conversaciones espirituales, un lugar en
el que se desarrollan conversaciones y por donde discurren los pensamientos[38]; los
espíritus batallan en nuestro interior a través de retóricas y discursos enfrentados en los
que, además de construcciones lingüísticas, entran también las construcciones y procesos
mocionales, es decir, las consecuencias afectivas provocadas por estos pensamientos,
estas palabras. La representación simbólica más clara del enfrentamiento de estos
discursos aparece en la meditación de las Dos Banderas, y de manera especial en los dos
párrafos en los que se exponen los sermones de ambos «líderes»: el del enemigo de
natura humana y el sermón de Cristo nuestro Señor[39]; en definitiva, dos estrategias
retóricas enfrentadas con el fin de orientar a la persona por dos caminos opuestos y
contrarios.

5.4. Acompañar Ejercicios: la experiencia en la palabra


Además de estas conversaciones internas, Ignacio integró en la experiencia de los
Ejercicios la conversación con la persona que «da los Ejercicios». Ignacio confió mucho
en esta relación de palabra que se va construyendo a lo largo de los días del retiro. Un
breve tiempo de cada jornada estará dedicado a una conversación entre quien da los
Ejercicios y quien los hace; no cualquier conversación y no de cualquier forma. Para que
este diálogo cumpla su objetivo, ayudar a quien hace Ejercicios a buscar y hallar a Dios
en su vida, ha de seguir una serie de pautas que Ignacio expone de manera muy breve en
diversas anotaciones. Sin perder de vista que el primer protagonista de la experiencia es
el Espíritu Santo, que habita en los corazones de sus fieles[40], no pocas veces el éxito
(o fracaso) de los Ejercicios puede depender de la habilidad y lucidez del que da los
Ejercicios a la hora de manejar la palabra en esta conversación.
Para poder considerar «más o menos ignacianos» unos Ejercicios Espirituales, hemos
de observar qué acontece en esta conversación y cómo se maneja la palabra entre «el que
los da» y «el que los recibe». Por su propia experiencia de dar y hacer los Ejercicios,
Ignacio era consciente de la importancia de esta conversación, hasta el punto de que los
primeros párrafos de su libro Ejercicios Espirituales están dedicados a ofrecer pautas
sobre su forma y desarrollo.
La mayor parte de estas orientaciones están recogidas en lo que el mismo Ignacio
llamó «Anotaciones»[41]. Tras ofrecer en el primer párrafo una definición de «ejercicios
espirituales», el segundo párrafo del libro ya está dedicado a orientar sobre cómo dar los
puntos para la meditación y la oración. De lo que se trata es de «narrar fielmente la
historia de la tal contemplación o meditación, discurriendo solamente por los puntos, con
breve o sumaria declaración»[42]: fidelidad, concisión y brevedad. El que da los

56
Ejercicios sabe que lo verdaderamente importante durante la experiencia acontece en la
comunicación directa entre Dios y el ejercitante. Para no condicionar esa relación
primera ni pretender influir en ella, el que da los Ejercicios ha de ofrecer el apoyo
necesario pero mínimo para que el ejercitante pueda por sí mismo adentrarse en esa
relación inmediata con su «Criador y Señor». Los Ejercicios no están pensados ni deben
orientarse hacia aprender y saber muchas cosas nuevas, sino sentirlas y gustarlas
internamente[43]: he ahí la novedad.
Otras veces la palabra del que da los Ejercicios busca ayudar al ejercitante para que
pueda atravesar con prudencia y lucidez los paisajes de su mundo interno, habitado por
consolaciones y desolaciones. Si quien hace los Ejercicios está «desolado y tentado»,
entonces el que los da ha de animarle y prepararle, blanda y suavemente, alentando la
esperanza para mejores tiempos futuros, tiempos de consolación[44]; y, al contrario, si el
ejercitante está «consolado y con mucho hervor», es tarea de quien los da prevenirle y
aconsejarle para que no tome decisiones inconsideradas o precipitadas para su vida[45]
de las que más tarde tenga que arrepentirse.
Pero, además de acompañar los movimientos internos del ejercitante, es muy
importante que el que da los Ejercicios permanezca atento a sus propias inclinaciones y
deseos para no influir en el proceso de quien hace los Ejercicios y ser extremadamente
respetuoso con el ritmo y el lenguaje que Dios va utilizando con su criatura[46]. Quien
da los Ejercicios puede tener sus propias ideas o «pre-juicios» acerca del ejercitante,
pero ha de ser lúcido con todo ello para que no interfiera en la búsqueda del deseo y la
voluntad de Dios. Puede ocurrir que nuestras ideas, expectativas, imágenes o juicios
sobre cosas, personas o situaciones no coincidan con las ideas, expectativas, imágenes o
juicios que Dios tiene sobre todo ello.
Entonces, estrictamente hablando y según la anotación decimoséptima[47] ¿de qué
debería tratar esta conversación entre quien da los Ejercicios y quien los hace? Ignacio es
muy fino. La conversación debería tratar no sobre los pensamientos propios de quien se
ejercita ni, mucho menos, sobre los pecados del ejercitante, sino sobre los pensamientos
que le vienen de fuera, causados o provocados por los «varios espíritus»[48]. Ignacio
estaba convencido de que, en el momento en el que la persona entra en la experiencia de
Ejercicios, los espíritus actúan provocando algún tipo de pensamiento o de deseo que
pueden a su vez ser causa de consolaciones y desolaciones[49]; es sobre estos
movimientos sobre lo que quien da los Ejercicios ha de «ser informado fielmente»[50].
La finura y delicadeza de Ignacio quedan aquí muy bien reflejadas: el ejercitante
mantiene su parcela de intimidad y tanto él como quien da los Ejercicios sabe que la
conversación en los Ejercicios no es, en principio, el lugar para compartir la vida,
problemas o proyectos, sino, principalmente, la experiencia de mociones que durante la
oración le vienen «de fuera»[51]. El ejercitante espera que quien da los Ejercicios le
ayude a discernir y pueda orientarle en posibles decisiones que puedan ir apareciendo a
lo largo de la experiencia.
Ignacio muestra su incondicional fe en las palabras. Su método está, en gran medida,
pensado para ofrecer canales veraces y eficaces de comunicación por los que pueda

57
discurrir espontánea y libremente la palabra. Se trata de entrar en conversación con Dios,
convencidos de que Dios escucha, entiende y acoge nuestra oración hecha palabra. Dios
es el interlocutor más válido con quien podemos contar, hasta el punto de que conversar
con Dios es ya experimentar la transformación en Cristo. Dios habla nuestra lengua, y su
palabra sobre nosotros es transformadora.
En resumen. Ignacio despliega en los Ejercicios todo un abanico de posibles usos de
la palabra para intentar acertar con lo que más ayude a la persona en su momento y
circunstancia:
– Uso fiel de la palabra: «Narrar fielmente la historia. No declarar ni ampliar el
sentido»[52].
– Uso lúcido de la palabra: «Mucho le debe interrogar cerca los ejercicios. Habla de
consolación y desolación»[53].
– Uso afectivo de la palabra al recomendar al que da los Ejercicios que se comporte
«blando y suave» con el que los hace[54].
– Uso instructivo, dosificado e iluminador de la palabra: platicarle de las reglas de la
primera y la segunda semanas[55].
– Uso prudente de la palabra: «No sepa [el ejercitante] cosa alguna en primera
semana de lo que ha de hacer en la segunda semana»[56].
– Uso exhortativo de la palabra: «Ha de advertir mucho…»[57].
– Uso informativo de la palabra: «Ser informado fielmente de las varias
agitaciones»[58].

58
6

Las palabras y los jesuitas

6.1. Buscad, [hablad] y hallaréis: las deliberaciones de 1539

Llegó un momento en el que Ignacio y sus jóvenes compañeros de París tuvieron que
sentarse a pensar, hablar y decidir acerca de cómo reorientar el rumbo de sus vidas. Las
importantes decisiones que se fueron fraguando a lo largo de los meses de abril a junio
de 1539 fueron fruto de largas conversaciones. No era la primera vez que se juntaban a
deliberar y conversar juntos para hacer avanzar la vida del grupo. Ya se habían reunido
en París para pensar acerca de la ceremonia de Montmartre (15 de agosto de 1534) y
consensuar la fórmula de los votos que allí pronunciaron; o en Venecia y Vicenza (1536)
mientras esperaban la embarcación, que nunca llegó, para viajar a Jerusalén. Pero,
aunque podemos imaginar y concluir con bastante certeza sobre qué hablaron, de estas
primeras reuniones de París y Venecia no tenemos documento alguno que nos muestre
cómo conversaron.
Sí conservamos una breve información, a modo de acta, de aquellas reuniones en
Roma en la primavera de 1539[1]. Son cuatro o cinco páginas que recogen los
principales temas que abordaron y cómo los trataron. Las preguntas que buscaban
responder en sus reuniones implicaban a todos para el resto de sus vidas. Si ir a Jerusalén
no es posible, ¿seguimos juntos o es ya hora de separarnos? Después de pensar, rezar y
conversar sobre el tema, concluyeron con suficiente claridad que lo que Dios quería de
ellos era que permanecieran juntos, aunque todavía no supieran qué forma habría de
tener esa unión. Una vez que estaban de acuerdo en esta primera respuesta, vino después
esta otra pregunta derivada de la primera: entonces, «si permanecemos juntos, ¿es
conveniente que elijamos a uno como responsable del grupo y nos comprometamos con
él (y con el grupo) bajo obediencia?». Responder a esta pregunta les resultó algo más
dificultoso y tuvieron que invertir algo más de tiempo para dar con la respuesta
adecuada.
Para ello desarrollaron un método para compartir la palabra, inspirado en lo que se
llama el tercer tiempo de elección de los Ejercicios espirituales[2]. Allí Ignacio expone
una sencilla manera de analizar una situación antes de tomar una decisión. El método
combinaba los tiempos de oración personal en silencio con las conversaciones
comunitarias al final de cada jornada. Los compañeros reflexionaron y conversaron

59
organizadamente siguiendo las pautas propuestas: primero, todos se esforzarían por
dialogar acerca de las razones en contra de obedecer a uno de ellos, y después, al
contrario, acerca de las razones a favor de obedecer a uno de ellos. La consideración y
ponderación ulterior de unas y otras razones les llevó con bastante claridad a decidir
elegir a uno de ellos como responsable del grupo: en aquella decisión se encuentra el
origen de la obediencia ignaciana y jesuítica. La tarea más importante de este
responsable era «cuidar del grupo», dedicándose, sobre todo, a mantener viva la
comunicación entre los miembros que ya empezaban a dispersarse por diversas partes de
Europa. Así, una de las primeras conclusiones que se desprendió de aquellas
conversaciones fue nombrar un encargado de la correspondencia. El primero de estos
encargados, aunque por poco tiempo, fue Pedro Fabro. Cada semana escribiría a los
compañeros dispersos, recordándoles también su «obligación» de escribir al resto del
grupo participando su situación.
Estaba naciendo lo que años más tarde iba a convertirse en el epistolario más amplio
conservado de todo el humanismo europeo: la colección de cartas e instrucciones de
Ignacio de Loyola (1541-1556) y los primeros jesuitas. Desde estos primeros momentos
de la vida del grupo, la comunicación adquirió una importancia enorme: por la carta se
recibe el conocimiento y con este se alienta el afecto, pues «el amor consiste en
comunicación»[3].

6.2. Los jesuitas y su compromiso con las palabras


En los comienzos de la conocida como Fórmula del Instituto o Fórmula de vida
(Formula vivendi) se expresan las principales tareas, llamadas ministerios, a las que se
querían dedicar los jesuitas. La Fórmula es el documento que los primeros jesuitas
tuvieron que presentar al papa Paulo III para poder ser reconocidos y aprobados como
nuevo grupo religioso en la Iglesia. Es como su documento de identidad, en el que se
encuentra la respuesta a estas preguntas elementales: ustedes ¿quiénes son?, ¿en dónde
se encuentra su originalidad?, ¿qué van a hacer en la Iglesia?, ¿a qué se van a dedicar?
Después de alguna que otra dificultad en la que ahora no nos podemos detener, el papa
Paulo III aprobó esta Fórmula el 27 de setiembre de 1540 y, así, la Compañía de Jesús
empezó a ser, de manera oficial, parte de la vida de la Iglesia.

a. Los ministerios de la palabra


Teresa de Lisieux escribió en su precioso memorial Historia de un alma: «He
encontrado mi lugar en la Iglesia: yo seré el amor y así lo seré todo»[4]. Otros grupos
religiosos, como los camilos, de gran tradición hospitalaria, podrían afirmar: «Nosotros
en la Iglesia somos la salud»; las Misioneras de la Caridad, fundadas por santa Teresa de
Calcuta, bien podrían decir: «Nosotras somos el consuelo», y los escolapios de san José
de Calasanz o los salesianos de san Juan Bosco, por ejemplo, podrían afirmar con sano
orgullo «Nosotros somos la educación»… y así, carismas y carismas.

60
Es sabido que los jesuitas no nacieron con una tarea o una misión concreta y definida.
Su identidad no estaba asociada directamente a un tipo de trabajo, sino que esta Fórmula
ofrecía un amplio espectro de tareas y ministerios a los que los jesuitas podían dedicarse.
Entonces, ¿será posible identificar su carisma con alguna función que los defina, como
hemos visto que puede pasar con los escolapios, los camilos, los salesianos o las
Misioneras de la Caridad? Yo creo que sí, que sí es posible identificarlos; no tanto con
tal o cual tarea como con la herramienta común empleada en todas las tareas que
desempeñan. No erraríamos mucho si afirmáramos que, en la Iglesia, la Compañía de
Jesús puede ser la «palabra» y los jesuitas son ministros, servidores de la palabra; a
través de la palabra realizan sus ministerios:
«… esta Compañía fundada principalmente para emplearse en la defensa y
propagación de la fe y en el provecho de las almas en la vida y doctrina cristiana,
sobre todo por medio de las públicas predicaciones, lecciones y cualquier otro
ministerio de la palabra de Dios»[5].

La Compañía de Jesús seguía y confirmaba así la pequeña tradición empezada por


Ignacio durante su convalecencia en Loyola, cuando empezó a conversar con familiares
y amigos acerca de su propia experiencia y a notar que aquellas conversaciones causaban
«mucho provecho en sus ánimas»[6].
Los jesuitas se convirtieron pronto en hombres dedicados a las palabras: lecciones,
homilías, conferencias, clases, sermones, Ejercicios, confesiones, dirección o
acompañamiento espiritual, conversaciones… Prácticamente toda su actividad apostólica
se construía a partir de la palabra y tenía la palabra como principal medio de evangelizar,
de ayudar a las ánimas. La historia nos dice que aquellos letrados del siglo XVI no lo
debieron de hacer mal, pues en no pocos de los frentes en los que se situaban enseguida
destacaban por la bondad y eficacia de su palabra.
Ignacio recomendaba con frecuencia cuidar y atender las conversaciones «de las que
no nos podemos excusar», consciente de que con una buena conversación podría ganarse
mucho, pero también perderlo todo con una mala[7]. Predicaban bien; se hicieron
conocidos por su estilo de confesar y pronto se convirtieron también en confesores y
consejeros de reyes y de gente influyente en la sociedad y en la política. Enseñaban bien,
y, tras años de experiencia y ensayos, publicaron el método pedagógico más influyente
en la Europa moderna, la conocida como Ratio studiorum, aprobada definitivamente en
1599 por el quinto general de la orden, el P. Claudio Aquaviva. A finales del siglo XVI
la Compañía de Jesús era la empresa educativa más influyente de Europa y a través de su
amplísima red de colegios se hacía presente en los diferentes ámbitos de la cultura de
entonces: humanidades, arte, ciencia, teología…

b. Escribir como ministerio


Pero, a partir del genial invento de Gutemberg, los jesuitas se posicionaron también muy
pronto y con enorme influencia en el ámbito de la palabra impresa, la publicación de

61
libros[8]. Los teólogos de la Compañía de Jesús que intervinieron en el Concilio de
Trento destacaron por la claridad, organicidad y profundidad de sus intervenciones
teológicas, así como por su persuasiva oratoria al exponerlas en el aula conciliar. La
primera obra publicada por un jesuita fue el sermón del P. Alfonso Salmerón a los padres
del Concilio, que vio la luz en 1546.
Los jesuitas escribieron mucho… y de ¡casi todo! Se sirvieron de las posibilidades de
la imprenta para evangelizar en prácticamente todos los campos del saber humano. No
había disciplina del conocimiento, por rara que pueda parecernos, en la que no apareciera
el nombre de algún «curioso» jesuita: filosofía, literatura, teología, sociología o política,
retórica, cartografía, cosmología, física, matemáticas… Los dieciséis grandes tomos de
la impresionante obra del P. Charles Sommervogel Bibliothèque de la Compagnie de
Jésus son indicador de hasta dónde los jesuitas se comprometieron con la palabra
escrita[9].
Ignacio de Loyola tuvo especial interés en que el Colegio Romano, fundado en 1551,
tuviera pronto su propia imprenta, que logró instalarse solo unos meses después de la
muerte de Ignacio (31 de julio de 1556). Con el fin de producir textos universitarios y
científicos, en 1564 esta imprenta adquirió caracteres arábigos y en 1577 los hebreos.
Ignacio impulsó mucho la evangelización a través de la palabra escrita. Animó, entre
otros, a Jerónimo Nadal y a Pedro Canisio a combatir las ideas protestantes por
Alemania, ya fuese a través de obras más sistemáticas, como el gran Catecismo, ya a
través de folletos de fácil y rápida divulgación. Animó también a Polanco a escribir su
Directorio de confesores, de gran ayuda para los jóvenes sacerdotes que comenzaban a
iniciarse en este delicado sacramento de la confesión; en pocos años se había traducido a
las principales lenguas europeas. Pocos meses después de haber instalado esta imprenta
en Roma, se inauguraba otra en Goa en cuyas prensas vio la luz la Doctrina cristiana de
Francisco Javier.
Se podía considerar a los jesuitas apóstoles y amigos de las palabras, filó-logos. Los
compañeros de Ignacio se sentían muy cómodos con las palabras; se preparaban a
conciencia para saber utilizarlas bien y por eso invertían no poco tiempo de su larga
formación en estudios de gramática, oratoria, retórica, latín, griego… Al final, era
imprescindible saber desenvolverse bien con las palabras, pues la larga jornada de
trabajo iba a consistir, en gran medida, en combinar con acierto y «a mayor gloria de
Dios»… palabras: clases, seminarios, cursos, conversaciones, conferencias, homilías…

6.3. Las palabras en la vida interna de la Compañía de Jesús


Hemos visto cómo aquel grupo de primeros compañeros, poco antes de dispersarse,
asumió un compromiso con la comunicación. Aunque dispersos por diversas partes de
Europa y la India, deseaban permanecer unidos y para eso era vital mantener viva la
comunicación. Aquellos primeros diez jóvenes universitarios, maestros por París, no
podían sospechar que su iniciativa iba a tener una buena recepción en la Iglesia. Fueron
testigos de cómo durante los primeros años de vida de la institución el número de

62
miembros de la orden no paraba de crecer. Dieciséis años después se habían
multiplicado… ¡por cien!
Cuando uno piensa en instituciones, suele pensar en construcciones arquitectónicas,
en sólidos y grandes edificios en cuyo interior se desarrolle algún tipo de actividad
organizada: un colegio, una universidad, un banco, unos grandes almacenes… Si bien la
apariencia física y visible se muestra como lo más evidente de una institución, es claro
que la vida que se desarrolla en el interior de esas grandes construcciones está alentada y
orientada por las decisiones que se toman en las mesas de gobierno, mesas de discusión,
de debate, de deliberación…, de conversación.
La Compañía de Jesús se fue expandiendo con rapidez por la Europa del siglo XVI.
Al morir Ignacio de Loyola los jesuitas lideraban cincuenta colegios, pero apenas quince
años después, al morir el tercer general de la orden, Francisco de Borja (1572), las
instituciones educativas eran ya 163. Desde su frágil sede central en Roma, los jesuitas
tuvieron que potenciar un sistema de comunicación ágil y eficaz que, en la medida de las
posibilidades de aquel tiempo, permitiera disponer de la mayor cantidad de información
en el menor tiempo posible para, por una parte, tomar las decisiones institucionales más
acertadas y, por otra, mantener vivos los afectos y las relaciones entre los jesuitas.
La Compañía de Jesús se mantuvo siempre como una institución viva y dinámica
gracias a la comunicación interna que por ella misma discurría. El «cuerpo», el nombre
que se le daba a la institución, se conocía y reconocía por las palabras. La palabra
cohesiona, vincula, une al cuerpo. Y, al contrario, el cuerpo se debilita por la inflación de
palabras aparentes, sutiles, vanas o falaces o por el avance de bolsas de silencios que
poco a poco van debilitando las diferentes partes del cuerpo.
Ignacio de Loyola se reafirmó en que no quería una institución de carácter capitular
que demandara numerosas reuniones o congregaciones oficiales de sus miembros. Los
jesuitas pasarían su jornada realizando sus ministerios, con amplia libertad de
movimientos y disponibles para ir a donde resultara más conveniente. O se buscaban
medios para mantener los ánimos y los corazones unidos, o la dispersión física acabaría
por disgregar los lazos entre los miembros del grupo. Era necesario encauzar y organizar
bien las palabras.

6.4. Los canales de las palabras


La Compañía de Jesús generó desde el principio cauces para la palabra, para la
conversación; todo un sistema de entrevistas, diálogos y encuentros entre los jesuitas: la
cuenta de conciencia, las consultas y los consejos, los informes, los admonitores y
colaterales, las asambleas y congregaciones cuando fuera estrictamente necesario.
Ignacio de Loyola y sus primeros compañeros fueron pensando y diseñando una
institución en la que la palabra tuviera un enorme protagonismo no solo como
herramienta apostólica (ministerios), sino también como elemento de cohesión,
organización y conservación de la institución, la Compañía de Jesús. Pensaron en
ámbitos en los que la palabra había necesariamente de ser compartida (consejos,

63
consultas, comisiones) y también en ámbitos en los que la palabra quedaba blindada por
el imperativo de la confidencialidad.
Inspirándose, tal vez, en la relación que se va construyendo entre quien da los
Ejercicios y quien los hace, animaba a los jóvenes jesuitas a abrir sus conciencias a sus
superiores, y a estos a su provincial. En la Compañía de Jesús se acuñó el término cuenta
de conciencia, un ámbito para la conversación espiritual y vocacional entre el provincial
/ superior y el súbdito, un ámbito privado y confidencial en el que el superior pudiera
ayudar al súbdito en lo que necesitara y este a su vez pudiera ayudar al superior en la
organización y gobierno de la institución[10].
Ignacio fue consciente de que, dada la intensa dispersión de los miembros del cuerpo
de la Compañía, la institución necesitaba una sólida estructura de gobierno, donde la
simplicidad de una organización fundamentada en la obediencia supliera la compleja
estructura capitular de otros grupos religiosos. Con el fin de equilibrar este fuerte acento
puesto en el orden jerárquico de la institución, los jesuitas diseñaron instancias de ayuda
para el gobernante o directivo correspondiente (rector, superior) en los procesos de toma
de decisiones. Así, aunque este directivo asumía siempre la responsabilidad última de la
decisión tomada, esta podía estar iluminada, contrastada o apoyada por el parecer de
otras personas.
Al padre general se le atribuyó un equipo de «asistentes» y a los provinciales un
equipo de «consultores». A los rectores y superiores de comunidades locales se les
asignaba, además de la «consulta de la casa», un admonitor o un colateral[11], cuya
función primera consistía en cuidar de la persona del rector o superior; y tenían, además,
la obligación de contrastarle, alentarle, alertarle o transmitirle por los cauces más
adecuados lo que observaban o sentían de otros miembros de la comunidad[12]. En
definitiva, todo un sistema de canales de palabras, de informaciones, de conversaciones
que, dentro de lo posible, favoreciera el fluir de la comunicación para un buen gobierno
y funcionamiento de la institución. Pero además… había que mantener unidos a estos
dispersos jesuitas.

6.5. Escribir cartas para vivificar afectos


Escribir cartas de afecto o de amistad para comunicarse con amigos o conocidos es un
ejercicio en vía de extinción. Habitantes de un mundo hipercomunicado, nos cuesta
imaginar la importancia y el valor que una carta como «unidad de comunicación» podía
tener hace cuatrocientos años. Hoy un wasap entrega nuestras palabras en el otro lado del
planeta en décimas de segundo. En el siglo XVI una carta podía tardar año y medio en
llegar a Goa desde Roma o en adentrarse en la selva de la Amazonía para ser entregada a
su destinatario. Hoy podemos hacer un uso enormemente «gratuito» de las palabras y
generar atmósferas y hábitos de sobrecomunicación. Las redes sociales, al tiempo que
contribuyen a mantener informado e intercomunicado a este planeta, tienen también el
riesgo de generar un hiperconsumo de lenguaje y minusvalorar el acto de la
comunicación como uno de los más humanos y dignificadores del ser humano.

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Pero en el siglo XVI la comunicación era otra cosa. Escribir una carta no era un
ejercicio habitual y no todo el mundo podía hacerlo; tinta, papel y pluma no formaban
parte del ajuar del común de los mortales. Cuando uno se sentaba a escribir, aprovechaba
bien el tiempo para comunicar aquello que en verdad deseaba comunicar, evitando todo
lo que pudiera parecer innecesario o superficial. Las cartas corrían el riesgo de perderse
en el viaje, o de caer en manos de bandidos o salteadores como parte de algún botín en el
camino o de hundirse para siempre en el barcocorreo sorprendido por una tormenta. Pese
a dificultades y contrariedades, los jesuitas invirtieron mucho, muchísimo tiempo en
escribir cartas, hasta el punto de generar uno de los sistemas de comunicación más
eficientes en la Europa moderna[13]. La recomendación de escribir entró pronto en las
Constituciones: «Ayudará también muy especialmente la comunicación de letras misivas
entre los superiores y los inferiores, con el saber a menudo unos de otros y entender las
nuevas e informaciones que de unas y otras partes vienen»[14].
Y todo empezó con el mismo Ignacio, hombre de palabra y de palabras, hombre de
relaciones y por ello de comunicación. Quien se acerca a la biografía de Ignacio de
Loyola puede verse sorprendido por diversos y originales puntos; uno de los que llama la
atención es su capacidad para mantener relaciones en el tiempo. Por ejemplo, conoció a
Isabel Roser, una señora de la alta burguesía barcelonesa, en 1521. En 1545, veinticuatro
años después, Isabel estaba en Roma deseando formar parte de la Compañía de Jesús;
veinticuatro años (!) durante los cuales Ignacio mantuvo una cercana relación en la
distancia a través de las cartas. Pero es solo un ejemplo. La Autobiografía se refiere con
cierta frecuencia a esta afición de Ignacio por mantener vivas las relaciones humanas a
través de la correspondencia epistolar[15].
Ignacio quiso que la Compañía de Jesús integrara la comunicación fluida y
sistemática en su modo habitual de proceder y de vivir, pero su deseo tardó en verse
realizado. La curia central no logró diseñar un sistema, un modelo satisfactorio para
organizar la comunicación, hasta la llegada a Roma de Juan Alfonso de Polanco en
marzo de 1547, cuando la Compañía de Jesús llevaba ya siete años de vida. Hasta
entonces todavía no había logrado configurar un buen equipo de gestión y
administración, que la joven empresa empezaba a necesitar con urgencia. Entre sus
múltiples tareas, Polanco entregó gran parte de su vida a alentar, mantener y aumentar la
comunicación; a pensar y desarrollar un sistema epistolar que mantuviera vivo el afecto
y la amistad entre los jesuitas y que al mismo tiempo ofreciese información necesaria
para poder tomar la mejor de las decisiones posibles. Polanco insistía a tiempo y a
destiempo, incluso reñía si fuera necesario a los jesuitas más perezosos o remolones a la
hora de sentarse con la pluma en la mano y el tintero sobre la mesa. Polanco fue
secretario de la Compañía de Jesús durante los gobiernos de Ignacio de Loyola (1547-
1556), de Diego Laínez (1558-1565) y de Francisco de Borja (1565-1573), tiempo
suficiente como para dejar bien consolidado un eficaz sistema de comunicación[16]. En
la serie de documentos jesuíticos conocida como Monumenta historica Societatis Iesu
contamos con más de 160 gruesos volúmenes que contienen la mayor colección de
documentos, la mayor parte cartas, sobre el origen y el primer desarrollo de una

65
institución del siglo XVI.
A través de las cartas se animaba, se aconsejaba, se escuchaba, se consolaba, se reñía,
se corregía, se alentaba, se informaba… La palabra escrita, pese a las enormes distancias
por terrenos incluso inexplorados, vencía el tiempo y lograba mantener vinculados a los
miembros de una institución marcados por la necesaria dispersión que imponía la misión
recibida. Escribir, comunicarse, que venía a significar la misma cosa, no era una
actividad realizada por gusto, inclinación o afición personal. Ignacio y su primer equipo
de gobierno consideraron que se trataba de un ejercicio de capital importancia en la
Compañía de Jesús y que, por tanto, necesitaba estar regulado; no podía ni debía
depender de aficiones personales o estados de ánimo particulares.
Comunicarse pasó a ser una obligación para el bien de todos, hasta el punto de
dedicarse algunas de las Constituciones a «regular» modos, tiempos y maneras de
escribir: «Los prepósitos locales y Rectores que son en una provincia y los que son
enviados para fructificar in agro Domini deben escribir a su prepósito provincial cada
semana. Y el Provincial y los otros al General, si se halla cerca, asimismo, cada
semana»[17].

6.6. Un espíritu para la comunicación


¿Qué intuición o convicción podemos descubrir en el fondo de todos estos circuitos de
palabras? Además de favorecer la unión y la cohesión entre los jesuitas y además de
poder organizar mejor la misión y vida interna de la orden, la comunicación frecuente y
fluida ofrecía también otras ventajas. En la regla decimotercera de discernimiento[18]
Ignacio nos expone una de las tácticas preferidas del mal espíritu: la búsqueda de la
oscuridad a través de procesos de falso y engañoso silencio: «querer ser secreto y no
descubierto». El antídoto contra estas dinámicas que poco a poco pueden ir generándose
en el interior de la persona, pero también de las instituciones, es, precisamente, sacarlas a
la luz a través de la palabra: comunicarlas a alguna persona de sabiduría y de
experiencia, «persona espiritual», como aparece en los Ejercicios.
Lo que Ignacio descubrió y desveló en el nivel de la interioridad personal, lo detectó
también en el ámbito de la estructura institucional o empresarial. La comunicación oral y
escrita, la conversación y la carta, son los medios privilegiados para favorecer el fluir de
la historia y, por tanto, la vida en la verdad. El enorme esfuerzo invertido en
comunicación redundaba en un deseo de transparencia institucional.
La institución necesita estos espacios y canales de transparencia. Donde no hay
comunicación se favorecen procesos de sombra y ambigüedad: se generan espacios de
pregunta (1) que suelen evolucionar hacia sentimientos de desconfianza (2) que acaban
atracando en el puerto de la sospecha (3) e incluso del miedo (4); en definitiva, espacios
de niebla y sombra que hay que afrontar con rapidez y eficacia para no terminar en el
malentendido o en el conflicto (5) de difícil solución. «Háblame para que yo te
conozca», sentenció Séneca. La comunicación se evita, se evade o resulta peligrosa
cuando se tiene algo que ocultar. Por la palabra bien manejada se desvanecen la

66
sospecha y la desconfianza. Por la palabra se aclaran las cosas, se iluminan las zonas de
recelo y ambigüedad, fortaleciendo, por tanto, el entusiasmo y la identidad de la
institución. «Hablando [pero hablando bien] se entiende la gente».

¿Por qué se desarrolló tanto y tan rápido la Compañía de Jesús? Una serie de
elementos vinieron a coincidir. ¿Orden y disciplina? Puede ser. ¿Generosos benefactores
y abundancia de dinero para las fundaciones? Tal vez. ¿Larga y sólida formación de sus
miembros? Es posible. ¿Acertadas relaciones político-sociales y eclesiásticas? Sin duda.
Con todo esto y sin negar nada de esto, una de las claves del éxito de la rápida expansión
de la orden, tanto numérica como geográficamente, descansa en la red de comunicación
interna que estableció entre personas e instituciones de la Compañía de Jesús. Las cartas
eran la vida.
En definitiva…, cuando miramos la estructura interna de una compleja organización
como la Compañía de Jesús, ¿con qué nos encontramos?: con todo un sistema de gestión
de la palabra organizada a través de un cuidado sistema de comunicación. Ignacio estaba
convencido de que la salud, la vida y la vitalidad de la institución y sus personas
dependían, en gran medida, de cómo fluyera la palabra por los cauces explícitamente
diseñados para ella con un objetivo en el horizonte: la ayuda de las ánimas.

67
TERCERA PARTE

LA PALABRA EN EJERCICIO

68
7

Las formas de la conversación

«… mientras más santas,


más conversables con sus hermanas».
SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección[1]

Hablar, escribir, comunicar… No podemos vivir, al menos vivir bien, sin comunicarnos
bien. Con los avances imparables en esta era tecnológica estamos viviendo una
verdadera revolución de las comunicaciones. Tal vez por estar todavía envueltos en la
poderosa energía de este «tiempo de conexiones» no tenemos distancia suficiente como
para valorar con serenidad la enorme, gigantesca revolución en la que estamos metidos.
El tiempo, unas cuantas generaciones más allá, nos lo irá desvelando.
Las posibilidades de comunicación hoy en día son muy diversas, atractivas, eficaces e
inmediatas. Uno se puede comunicar por Twitter, por Facebook, por Instagram, por
WhatsApp, por correo electrónico, por mensajería de móvil, por teléfono (con o sin
cámara), por Skype, por Zoom o, si lo desea, por una carta tradicional manuscrita
enviada por correo postal. La rapidez e instantaneidad de las comunicaciones nos sitúa
de manera nueva ante el tiempo, ante las decisiones y, en consecuencia, ante la acción.
Programamos y trabajamos cada día contando con esta velocidad de las relaciones en la
que todos estamos metidos. No estar interconectado es empezar a estar fuera del sistema
y, por tanto, correr el riesgo de comenzar a ser olvidado. Todavía no sabemos muy bien
cómo, pero esta revolución tecnológica afecta también a la identidad y a la personalidad.
Pero vamos a la conversación. Podemos juntarnos para hablar de diversas maneras
similares en cuanto a la forma (dos o más personas se reúnen para hablar) pero al mismo
tiempo muy diferentes en cuanto a su sentido, motivación, finalidad e, incluso,
procedimiento y desarrollo. En este capítulo recordaremos brevemente estas
modalidades de la conversación «espiritual» para poder comprenderlas desde lo que son
y, sobre todo, para no confundirlas en la función y valor diferentes que tienen en la vida
de las personas.

7.1. La conversación espiritual

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Nos detendremos en ella en el próximo capítulo. Podemos pensar en dos modelos de
conversación espiritual, uno más espontáneo y otro más orientado o preparado. El
primero se da cuando dos o más personas hablan y hablando comparten sus vidas. En ese
compartir, su vida religiosa, sea cual sea, adquiere un protagonismo especial. Se puede
hablar con libertad, con honestidad, con paz. En esta conversación no hay roles, todos
los participantes son iguales; tampoco hay unas conclusiones que extraer ni objetivos
que lograr. Hablar es ya estar llegando. La conversación espiritual puede aparecer sin
avisar, y nosotros vernos envueltos en ella sin haberlo buscado o pretendido.
Hay otro modelo de conversación espiritual que se dinamiza cuando una comunidad
o un grupo de amigos se pone de acuerdo para guiar su conversación según unos pasos
determinados, según un mínimo protocolo que va orientando y organizando las
intervenciones y va buscando un fin concreto. Sobre todo esto hablaremos en el siguiente
capítulo; por ahora nos basta dejarlo enunciado.

7.2. La confesión
La celebración del sacramento de reconciliación en un contexto un poco extraordinario
(de retiro, de Ejercicios Espirituales, de liturgia penitencial) puede favorecer una
conversación espiritual en la cual puede dedicarse un tiempo a algún tipo de consulta o
pregunta que requiera orientar la conversación por caminos más allá de lo estrictamente
referido a la confesión de los pecados. En ocasiones será bueno que surja esta
conversación y, sin duda, tendrá efectos positivos en el penitente: comprensión y
clarificación de algún punto, profundización necesaria en algún proceso de
reconciliación, tiempo para algún consejo o pauta que el penitente pueda solicitar. Pero
es claro que la relación entre confesor y penitente es muy diferente de la que pueda
surgir como «conversación espiritual» y diferente también de la relación propia del
acompañamiento.
Con todo, es muy recomendable que no se confundan las dos relaciones que se dan en
los diferentes tipos de encuentro y que las personas puedan distinguir con claridad los
dos ámbitos, el de la conversación espiritual y el del sacramento de la confesión o
reconciliación. Algunos maestros espirituales, entre ellos san Ignacio de Loyola,
aconsejaban que los dos roles implicados (acompañante y confesor) estuvieran bien
separados en dos personas diferentes[2].

7.3. La conversación con el superior eclesiástico


Este tipo de conversación es otra manera de entender y construir una relación entre dos
personas que pertenecen a algún grupo o asociación religiosa en la Iglesia; se trata de
otro ministerio que los superiores eclesiales, ya sean religiosos o diocesanos, ejercen en
la comunidad. Con cierta frecuencia, dependiendo de personas y circunstancias, los
superiores hablan con los súbditos con el fin de ayudarlos en su situación personal y
vocacional o en su ministerio pastoral, o también para fortalecer o hacer más eficaz la

70
misión de la Iglesia en tal diócesis o en tal provincia religiosa canónica. Es la relación
que se da, por ejemplo, entre el rector de un seminario diocesano y el seminarista; entre
el provincial de una congregación religiosa y los religiosos de su provincia, o entre el
obispo y los sacerdotes o fieles de su diócesis.
Si la conversación discurre en honestidad, en espíritu fraterno y con el deseo de
buscar lo mejor para las personas, para una diócesis o provincia religiosa y para el Reino
de Dios en general, lo esperable es que esta conversación redunde en frutos de
consolación. Este tipo de conversación es un momento privilegiado para volver al núcleo
de la identidad personal, para experimentar la vinculación fuerte con la Iglesia a través
del superior ordinario y para sentirse animado y reconfortado en la misión recibida y en
la tarea desempañada. Al mismo tiempo, la conversación puede resultar de gran ayuda al
superior para conocer un poco mejor a sus colaboradores más cercanos y poder, por
tanto, planificar la misión de la manera más acertada. Es una oportunidad también para
poder expresar con libertad y confianza opiniones, sentimientos, valoraciones, quejas,
frustraciones, cansancios… que durante la vida cotidiana no encuentran el contexto ni el
lugar ni el momento adecuados.
Aunque en ocasiones esta conversación con el superior legítimo pueda integrar algún
elemento del acompañamiento, tampoco es ni debe ser entendida como relación de
«acompañamiento espiritual». El superior canónico, el superior mayor y el obispo saben
que la relación con las personas que tienen encomendadas, si bien en algún momento
puede asumir algunos elementos de una relación de acompañamiento espiritual, no es un
acompañamiento espiritual. Entenderla así sería empezar a confundir dos dimensiones
muy diferentes de la vida de las personas, lo que podría provocar malentendidos y
conflictos internos tanto personales como institucionales. En la Compañía de Jesús, esta
conversación con el superior mayor (provincial) se conoce con el nombre de cuenta de
conciencia[3] y a ella nos hemos referido más arriba.

7.4. La relación profesional de ayuda

Es la relación que se establece entre un psicólogo/psicoterapeuta y su paciente/cliente.


Esta relación está mediada por unas condiciones conocidas por ambas partes; tiene
también sus objetivos, finalidades, procedimientos y su propio marco jurídico, dentro del
cual se comprende. En ocasiones, antes de iniciar de manera formal esta relación
construida a través de entrevistas, puede preceder algún tipo de test o prueba que facilite
un diagnóstico del paciente y que, por tanto, dé orientación a las posibles conversaciones
futuras en contenidos, métodos y etapas. Hay diversas escuelas y maneras de entender en
qué pueda consistir y cómo desarrollar esta relación: con preguntas/respuestas, dejando
la iniciativa al paciente, a través de símbolos, imágenes o fotografías, a partir de
recuerdos o asociaciones de la memoria, a partir de conflictos o problemas que se están
viviendo…
A diferencia de las relaciones anteriores, esta que se da entre psicoterapeuta y cliente
no queda formalmente interpretada por un contexto religioso, aunque el tema religioso,

71
si es importante en la vida del paciente y la misma dinámica del proceso lo va pidiendo,
puede tener su lugar y su tiempo en las entrevistas. Por el contrario, en otras ocasiones lo
más conveniente puede ser que tanto el profesional como el cliente dejen de lado sus
creencias religiosas para abordar el tema de la sesión desde una perspectiva
estrictamente clínica según la metodología propia de la escuela psicológica a la que
pertenece el psicoterapeuta.

7.5. La conversación espontánea


Pero la vida permanece abierta y no siempre podemos programar todo con la previsión
deseada. Hay conversaciones que aparecen espontáneamente, más allá de los contextos
institucionales de las anteriores situaciones que acabamos de ver. Son conversaciones
puntuales que no forman parte de ningún proceso y en las que puede acontecer que los
interlocutores no se conozcan. Es el caso, por ejemplo, de la atención pastoral a alguien
que contacta de manera imprevista para solicitar un tiempo de conversación, o alguien
que en un retiro, durante unos Ejercicios, se acerca a quien los da para preguntar o
aclarar algún tema que ha ido saliendo o, sencillamente, para desahogarse por algún
punto, duda o conflicto interior y desea conocer la opinión de otra persona cualificada
sobre el tema.
Este tipo de conversación tiene claros límites: en primer lugar, el mutuo
desconocimiento entre las personas, que puede dificultar el ofrecer una opinión, parecer
o consejo más fundamentado. En segundo lugar, la falta de continuidad en el análisis u
orientación del tema que se expone; las dos personas saben que, muy probablemente, esa
primera conversación va a ser la última y, por tanto, no hay mucho margen de maniobra
ni mucho tiempo para intentar ayudar de la mejor manera posible. Pero estos límites
evidentes pueden ser al mismo tiempo las fortalezas de este tipo de encuentros. El hecho
de no conocerse, de contar con poco tiempo para la conversación y de saber que no
habrá continuidad en la comunicación puede dar al encuentro una profundidad, libertad y
objetividad que no se dan en otro tipo de conversaciones. Algo de esto apuntó Ignacio de
Loyola en los Ejercicios Espirituales al exponer el modo de orientar a una persona en un
proceso de toma de decisión: «Mirar a un hombre que nunca he visto ni conocido, y
deseando yo toda su perfección considerar lo que yo le diría que hiciese y eligiese»[4].
Como hemos visto, varias son las formas que puede adoptar una conversación y los
canales por los que pueda discurrir. Una misma persona puede al mismo tiempo
participar en varias o en todas ellas simultaneando, además, las dos posibles funciones.
Una persona puede acompañar y ser acompañada; puede dialogar con un miembro de su
institución, ya sea como superior o como súbdito; esa misma persona puede estar
participando en algún tipo de terapia psicológica, ya sea como cliente o como
psicoterapeuta, y puede también estar abierta a recibir a otras personas que de manera
esporádica solicitan opinión, valoración o consejo sobre algún punto particular de sus
vidas.
Aunque algunas de las formas brevemente expuestas puedan coincidir en algún

72
punto, es importante que las dos partes se sitúen adecuadamente en cada una de ellas y
sepan qué puede dar (y hasta dónde) y qué no esta modalidad o la otra de conversación.
En los capítulos que siguen nos aproximaremos a la conversación espiritual (en sus
dos modelos o formas posibles, arriba enunciadas) y a la conversación de
acompañamiento espiritual.

73
8

La conversación espiritual

«… cuando comenzaban a hablar,


se embevían en la plática de tal manera,
que se olvidaban de Aristóteles y de su lógica
y filosofía, porque estaban ocupados
en otra más alta que la suya».
S. RODRIGUES, Origen de la Compañía de Jesús[1]

Antes de entrar a describir en qué consiste o cómo se desarrolla una conversación


espiritual, conviene caer en la cuenta de dos cauces posibles por los que esta puede
discurrir. Una es conversación espontánea en su origen, informal en su método y libre en
sus objetivos; y otra es conversación deliberada en su origen, formal en su método y con
unos objetivos bien delimitados. Estas dos formas de conversación coinciden en no
pocas cosas, pero también se distancian en algunas otras. Podemos llamar a la primera
«conversación abierta» y a la segunda «conversación orientada» o pautada.
Comencemos por la primera.

8.1. Conversación espiritual abierta


La conversación espiritual de la que queremos hablar ahora germina y crece en espacios
compartidos más informales en los que, sin pretenderlo ni buscarlo, la propia
conversación nos va llevando hacia temas cada vez más personales y autoimplicativos. A
lo largo de la conversación, empezamos a notar que algo o mucho de nosotros mismos se
está entregando a través de la palabra. Son espacios donde la propia subjetividad
empieza a tomar protagonismo sin otro recurso mediático que la pobreza de la palabra.
Una conversación espontánea, apenas preparada, puede derivar hacia una teología de las
pequeñas cosas o una espiritualidad de la vida cotidiana.
Puede tratarse de una conversación que a veces no se recuerda bien por dónde o por
qué ha empezado, pero que en un momento dado empezó a tratar «de mí, o de nosotros»,
que ahora estamos aquí, sin más equipaje que unas vidas expuestas y abiertas y un

74
lenguaje confiado y veraz. Es la conversación que trata de quiénes somos o de cómo
estamos ante la vida, ante la vocación que Dios nos ha dado, ante la muerte o el tiempo,
ante el trabajo, ante los demás, ante el amor o ante Dios mismo. Sin que sepamos
exactamente cómo hemos llegado hasta aquí, podemos sorprendernos hablando sobre
cómo está Dios en todo esto que somos, o tal vez, más místicamente, cómo está todo
esto que somos en Dios.
Si, después de haber conversado así, revisamos qué ha pasado y tal vez también cómo
o por qué ha pasado así, podremos descubrir algunos de estos elementos.

a. Escucha y libertad
Hay conversación espiritual donde se ofrece y se recibe un nivel profundo y sereno de
escucha; donde los que participan son conscientes de que aquí y ahora lo más importante
es la palabra que fluye y se pronuncia. En la conversación espiritual se respira un aroma
de respeto por la intervención del otro, quien hablando nos ofrece su vida. Es la
confianza entre los interlocutores lo que posibilita el descender hacia zonas de la vida
más personales y, por tanto, menos frecuentadas. Es una conversación sembrada de
libertad, donde no es necesario medir ni pensar detenidamente las palabras que se
escogen, porque emergen espontáneamente desde el corazón y sabemos que ahí nadie se
siente amenazado ni juzgado. No hace falta decirlo, pero se da por supuesto un pacto
implícito de confidencialidad como muestra del respeto a lo que se está compartiendo.
La conversación espiritual puede conducirse y orientarse, pero ante todo tiene un
carácter espontáneo en ocasiones imprevisto: se da, surge, y esa es parte de su grandeza.
La conversación espiritual no tiene por qué ceñirse a un tema concreto predeterminado
que convenga abordar; tampoco requiere estar en continuación o coherencia con alguna
otra conversación anterior, pues no tiene un itinerario marcado ni un lugar concreto
adonde llegar. Es una conversación que trata de la dimensión religiosa de la vida, trata
de nosotros y de Dios o de cómo Dios va viviendo en nosotros, o de cómo nosotros por
mil caminos y de mil maneras deseamos vivir en Dios. Puede tratar de mi trabajo, de mi
familia, de mi descanso, de mis deseos y sueños, de mis fracasos y de mis crisis, también
de mis límites y desahogos, de mis incoherencias y fragilidades y de mis maldades y
pecados…, puede tratar de muchas cosas. Todas ellas son entendidas e interpretadas a la
luz de Dios, que las ilumina, y formuladas desde el Fundamento vital que da consistencia
y solidez a mi vida.
La conversación fluye y en ese fluir se va sintiendo la presencia del Espíritu en medio
de las palabras, porque son palabras que abren Camino, que tratan de la Vida y nacen de
la Verdad. La conversación así atrae a los conversadores hacia el sentido primigenio y
etimológico de la palabra, «verterse en lugar común», compartir la vida en la frágil
plataforma común de las palabras.

b. Igualdad

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En esta modalidad de conversación espiritual no hay un moderador o un facilitador que
vele por la distribución más o menos equilibrada del tiempo o esté atento a que los
contertulios no se desvíen del tema. En la mesa de esta conversación no hay cabecera ni
presidencia; no hay roles que representar ni defender. No hay acompañante ni
acompañado, superior ni súbdito, psicoterapeuta ni cliente, maestro ni novicio; no hay
jerarquía de ningún tipo; es más, la presencia de pretensiones jerárquicas más o menos
implícitas puede ser causa primera para el final de la conversación.
Esta conversación espiritual solo reconoce una sola función de la que todos
participan: compartir vida y generar vida, de tú a tú, un «entre nosotros» simple, libre y
confiado. Los que conversan son sencillamente hermanos/as, amigos/as en la fe unidos y
vinculados por la palabra sobre la vida de cada uno.

c. Verdad y dulzura
Una conversación así solo puede ser verdadera. Lo que se comparte solo puede ser
palabra de vida; de vida acontecida, pero también y muchas veces de vida soñada,
imaginada, deseada, o de vida frustrada y fracasada, a veces la más real que tenemos.
Estar en la conversación espiritual es haber perdido de vista hace ya mucho tiempo la
posibilidad de sumar «no-verdad» (o mentira) a aquello que decimos. La palabra fluye
por las acequias de la honestidad. Nada ni nadie nos impone ser veraces; al contrario, la
conversación despierta el deseo de decir verdad acerca de lo que somos, y diciendo eso
todos nos encontramos bien; estamos hechos para vivir en la verdad, y la conversación
nos ofrece un ámbito donde desplegar esa dimensión tan constitutiva de lo que somos y
experimentar la densidad, la profundidad y la serena alegría de lo que vivimos.
Esta conversación espiritual es un camino religioso hacia nosotros mismos y esto solo
puede ser una experiencia de relación con la verdad. Conversar así consiste tan solo en
glosar dos palabras: «soy yo».
Estamos demasiado acostumbrados a convertir las palabras en espadas de nuestra
retórica. Las utilizamos con mucha frecuencia para prevenirnos, justificarnos,
defendernos y también para atacarnos. Por eso cuando conversamos espiritualmente
podemos sentirnos un poco extraños a nosotros mismos, porque el lenguaje nos revela su
dimensión de suavidad y dulzura, que probablemente no conocíamos[2]. Las palabras
que salen de lo auténtico del corazón son una manera de ir llegando a mí mismo, de
alcanzar y tocar mi vida y la vida de otros por el lenguaje. Por la conversación estoy
permitiendo a los otros que se acerquen y me alcancen, porque me escuchan o porque me
hablan. Al conversar así experimentamos la dimensión más sensorial de las palabras.
Con las palabras se podía acariciar, sanar, abrazar, perdonar, reconfortar, mimar,
reconciliar y hasta besar:
«Que hay otra voz con la que digo cosas
no sospechadas por mi gran silencio;
y es que también me quiere con su voz»
(Pedro Salinas)[3].

76
Estamos hechos para la verdad. Buscamos la verdad. Nos gusta que nos digan la
verdad y no podemos aceptar que nos mientan. Como tantas parcelas de nuestra
sociedad, también el lenguaje está muy amenazado por la corrupción. Corromper el
lenguaje es pretender manipular el mundo, hacerle decir lo que no es e intentar
absurdamente vaciarlo de sí mismo. La vida humana se encuentra a gusto desplegándose
en la verdad, en la adecuación de la palabra a las acciones y a los hechos, en la
interpretación de los hechos con las palabras que a ellos se ajusten más verazmente.
La conversación espiritual es compartir nuestra verdad y al hacerlo nos hacemos más
verdaderos. Cuando Dios quiso mostrarnos su verdad, nos habló en Jesús, y su Palabra
era verdadera porque generaba Vida, una vida abundante. Solo lo que nos da vida es
verdad, aunque a veces nos duela.

d. Comprensión
Conversar verazmente sobre mí, sobre nosotros, solo puede ser una experiencia de
construcción y comprensión de la persona. Nos hacemos en la medida en que nos
decimos. A veces atravesamos experiencias originales, profundas, extravagantes o
extrañas. Unas veces la vida nos las pone delante sin nosotros pretenderlas o esperarlas;
otras veces las buscamos porque deseamos vivir tal o cual cosa y nos gustaría
compartirla. Contar lo que nos pasa en el nivel más personal de nuestros sentimientos,
convicciones y emociones no es fácil y con frecuencia necesita de todo un aprendizaje.
Hay importantes dimensiones del mundo, de mi mundo, que no terminan de llegar a mí
porque no puedo traducirlas en palabras. Están ahí y lo sé porque las he vivido, yo he
pasado por ellas, pero ellas todavía no han pasado del todo por mí. No acabamos de
hacer experiencia de las cosas hasta que no hablamos con ellas y de ellas.
Hablar nos vincula con el mundo y con las cosas. Hablar sobre nosotros nos lleva a
niveles más profundos de nosotros mismos e implica vincularnos sin remedio unos con
otros. De la misma manera, escuchar a otros hablando de sí mismos me permite entrar en
lugares insospechados de su vida y su mundo. Ir diciéndonos libre, confiada, espontánea
y verazmente es, probablemente, la mejor manera de construirnos. Escuchar al otro nos
lleva muchas veces a una nueva mirada e interpretación de lo que es. La conversación,
en este sentido, nos hace humildes porque con frecuencia nos lleva a reconocer que tal
opinión que teníamos sobre el otro carecía de fundamento; estábamos equivocados.
Saber del otro es empezar a comprenderlo y liberarlo de juicios valorativos erróneos e
injustos que tal vez habíamos empezado a construir sobre él. No podemos imaginar la
riqueza del misterio que somos hasta que no empezamos a explorar el trasfondo
almificado de aquello que vivimos.

e. Pobreza y transparencia
Comunicar en verdad lo que vamos siendo es experimentar que somos llevados, casi
arrastrados, hacia la pobreza. Hacer de «mí y mis circunstancias» un tema de

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conversación implica compartir la autoridad sobre mí mismo, o, mejor, empezar a perder
esa autoridad que creo tener sobre mí mismo; empezar a desposeerme y, en alguna
medida, empezar a ser de otros, de aquellos que saben sobre mí. Es muy frecuente en
diversos tipos y formatos de reuniones no atreverse o no querer manifestar la propia
opinión o el propio sentimiento hasta haber comprobado qué es lo que más conviene
para la dinámica de la reunión sin que uno mismo quede «marcado» por una voz o un
parecer que pueda resultar disonante con el común. La conversación, si es auténtica,
ahuyenta el temor.
Por la palabra nos mostramos lo que somos y cómo somos, y eso, sin remedio, nos
convierte en vulnerables. Hay gente que, en nombre de una falsa prudencia, prefiere
siempre permanecer en un enigmático silencio: una manera de protegerse y de entender
el entorno más como una amenaza que como una posibilidad de construir algo juntos.
Son silencios que generan espacio de sombra, de desconfianza, y que amenazan la
dinámica propia de la comunicación, que solo puede ser hacia la confianza y la libertad.
Por el contrario, en la medida en que conversamos se va haciendo la luz, nos vamos
exponiendo y dando a conocer, y así nos vamos entregando: una manera de
empobrecernos. Jesús se empobreció hasta el máximo de lo posible, por los gestos del
Lavatorio de los pies, la entrega de su vida en la eucaristía y, al final, por haber ido a la
cruz. Antes, ya se había empobrecido por la palabra –«Todo os lo he dado a
conocer»[4]–, y en ese despojo lingüístico, en ese descender luminoso por sí mismo a
través de la palabra se fundamenta la amistad: «Os llamo amigos», somos amigos porque
nos conocemos, nos hemos entregado uno al otro vertidos en palabras; vamos,
sencillamente, contándo-nos la vida.
Por la conversación nos vamos transparentando unos para los otros y vamos
permitiendo que la pobreza construya la relación. La palabra vehicula un intercambio de
libertades y de entregas construidas desde la confianza. La conversación espiritual es
amiga de la humildad, invita a arriesgarme a perder el poder y la autoridad sobre las
parcelas del yo que consideraba mías y solo mías. En la medida en que el otro va
sabiendo de mí y yo voy sabiendo del otro, se despierta el interés y el afecto; la palabra
ha vinculado las vidas. Ser yo empieza a tener algo o mucho de nosotros. La palabra es
la mistagoga de la amistad y del amor. Es la palabra quien va transformando la vida en
común-unión. La amistad verdadera tiene sus inicios en palabras verdaderas: «Os llamo
amigos»[5].

f. Memoria
La memoria es inconscientemente selectiva y va guardando aquello que la vivifica y que
la ayuda a seguir creciendo. Con frecuencia intenta liberarse del peso de recuerdos de
dolor y muerte, aunque a veces tanto le cueste. Las conversaciones así vividas pasan al
patrimonio del recuerdo que ya no se va. Esta conversación vence al tiempo. Hay muy
pocas cosas que venzan al tiempo: el Amor y la Palabra. Nos podemos olvidar de
detalles y datos de lo que compartimos, pero no podremos olvidar el hecho de que hemos

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conversado así y de que parte de nuestra vida se ofreció, se entregó en tal conversación,
y de que en tal conversación recibimos la vida de otro o de otros.
Entregar la vida a través de la palabra es un punto de no retorno en una relación; la
hace descender a un nivel de profundidad poco común, poco visitado. Allí, la vida
despierta, crece y la memoria acude a esos lugares porque sabe que desde allí da y dará
vida.

8.2. Conversación espiritual orientada


La conversación espiritual puede discurrir por otros cauces, menos espontáneos, más
claramente motivados y con unos objetivos definidos. Es la conversación que decide
iniciar un grupo de amigos o una comunidad cuando desea profundizar en algún punto
concreto de su vida espiritual o tomar una decisión que pueda afectar a todos los
miembros del grupo. Este tipo de conversación puede, por tanto, estar emparentada con
el método de toma de decisiones o el discernimiento en común. O, lo que es lo mismo, el
discernimiento en común puede y debe servirse de algunos aspectos de esta conversación
espiritual.
Para que este tipo de conversación dé sus frutos es conveniente que los miembros del
grupo tengan cierta experiencia de oración personal y que tengan un mínimo recorrido
compartido como grupo o comunidad que posibilite, sin forzar la situación, que los
miembros puedan compartir con libertad y espontaneidad su experiencia.
¿Cómo se organiza y cómo discurre una conversación de este tipo? Un posible
modelo podría tener estas características y participar de este proceso.

a. Alentar la disposición interior


Ignacio de Loyola habla de «preparar y disponer la ánima»[6] para poder adentrarse en
los Ejercicios Espirituales. La conversación puede considerarse un tipo de ejercicio
espiritual que requiere también su preparación y disposición. Será conveniente que, antes
de la reunión, cada miembro del grupo dedique unos minutos en silencio a preparar su
intervención, a favorecer en su interior un nivel de escucha atenta y profunda y a poner
en oración ante Dios la vida de los compañeros y la reunión que va a comenzar.

b. Estilo de la conversación
Una comunidad o grupo pude reunirse con diversos fines o propósitos: recibir una
información de interés general, aprobar algún tipo de proyecto o presupuesto, debatir el
análisis de un punto de interés común para todos y profundizar en él. Según sea el
objetivo que la convoque, así discurrirá la conversación por uno u otro cauce. La reunión
de conversación espiritual no es primeramente de carácter informativo, ni analítico, ni
argumentativo. Tampoco se trata de una reunión de discusión o de debate en torno a un
punto. Tampoco es una reunión de oración comunitaria.

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Se trata de una reunión de carácter expositivo en la que cada uno de los miembros
comparte con los demás ecos, sentimientos, experiencias, pareceres personales
vinculados con el tema que convoca la reunión. Se habla y se intenta compartir
principalmente eso que san Ignacio llamaba «mociones»[7], los movimientos internos
que se dan en el espíritu y que podemos reconocer como paso de Dios por nuestras
vidas. El grupo escucha y acoge lo que cada uno comparte, pero no se discute ni se
valora, ni mucho menos se critica o se juzga nada de lo que se ha escuchado.

c. Animador o facilitador de la reunión


Al tratarse de una conversación espiritual orientada, es conveniente que el grupo cuente
con un facilitador que ayude a ir desarrollando la conversación por su cauce adecuado.
El facilitador ha de realizar su tarea de manera discreta y respetuosa; conviene que sea
una persona familiarizada con el método, con claridad sobre los objetivos que se
persiguen y con la manera de desarrollar la reunión. El facilitador ofrece la mínima
estructura para el buen desarrollo del encuentro, pero no debe nunca convertirse en el
personaje principal de la reunión. Ha de manejar su palabra con el acierto suficiente para
que el grupo y cada uno de sus miembros sean los únicos protagonistas de la
conversación. Algunas de las características que el animador ha de tener presentes a lo
largo de la conversación para mantenerse en el lugar que le corresponde y favorecer que
la conversación del grupo vaya discurriendo con su propia dinámica son las siguientes:
– Atención al ambiente general del grupo para favorecer la escucha, salir al paso de
posibles cansancios o velar por el equitativo reparto del tiempo y la palabra.
– Respeto y prudencia para intervenir en los momentos adecuados a fin de aclarar
algún punto, acoger las intervenciones o dinamizar, si hiciera falta, al grupo.
– Delicadeza en su manera de intervenir, favoreciendo la integración de todos en la
conversación y evitando que nadie se pueda sentir molesto, juzgado o ignorado.
– Realismo con el avance de la reunión y la relación de los contenidos con el tiempo
disponible.
– En definitiva, humildad para reconocer el papel importante que tiene en sus manos
y, al mismo tiempo, saber permanecer en un discreto lugar secundario que
favorezca el protagonismo de quienes conversan.

d. Estructura de la conversación
Frente a la conversación espiritual abierta de carácter más espontáneo, esta conversación
orientada precisa de una mínima estructura que la organice y favorezca su desarrollo.
Antes de que el grupo se reúna es conveniente que los miembros de la comunidad que va
a reunirse para conversar conozcan con antelación el objeto de la conversación («¿de qué
se va a hablar?») y puedan preparar en actitud orante aquello que se quiere comunicar y
compartir en la reunión.
Reunida la comunidad, la conversación puede desarrollarse siguiendo estos pasos:

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d.1. Breve oración inicial que ayude a los miembros del grupo a ponerse en
presencia de Dios y a favorecer un nivel de escucha atenta, profunda y religiosa.
Esta oración recuerda al grupo la motivación y el horizonte espiritual de la
reunión y anima al grupo a vivirla como experiencia del Espíritu. No se trata
solo de compartir desde y para nosotros mismos, sino desde el Dios que camina
con nosotros y vive en este grupo y comunidad.
d.2. Palabras introductorias. El facilitador ayuda a generar un ambiente de escucha
atenta y espiritual que recuerde al grupo el sentido de la reunión y la
metodología que se seguirá.
d.3. Conversación 1. Cada uno de los miembros del grupo comparte lo que ha
meditado u orado en el tiempo anterior a la reunión. Se trata de un compartir
oracional que puede integrar tanto las ideas o las reflexiones sobre tal o cual
tema como los afectos y sentires que se hayan despertado a partir de lo
reflexionado. En este primer turno de intervención no hay reacciones o contraste
por parte de otros miembros del grupo; solo hay escucha atenta de lo que cada
uno va aportando. Se reciben las intervenciones de los otros como experiencia
religiosa; sus palabras son la formulación de su experiencia de Dios (de Dios en
ellos) y eso requiere profundo respeto y acogida sin condiciones.
En este momento de la reunión es importante que todos los miembros
presentes participen y que el facilitador permanezca atento para garantizar que
todos cuentan con un tiempo parecido de intervención. Al intervenir, cada uno
habla desde sí mismo, sin citar a otros compañeros y evitando hacer referencias a
lo que otros hayan podido decir anteriormente. En cuanto a su duración, se
espera que las intervenciones sean proporcionadas al número de miembros del
grupo (no es lo mismo una reunión de cuatro o cinco personas que otra de doce o
quince). Se espera siempre que las intervenciones sean de carácter personal y
transmitan de manera sencilla y directa las mociones y la experiencia de cada
uno de los miembros del grupo.
d.4. Silencio. Con el fin de favorecer una escucha serena y profunda, es conveniente
abrir breves espacios de silencio al final de cada una de las intervenciones; así,
todos los del grupo pueden acoger e interiorizar lo que se acaba de decir,
evitando entrar en una dinámica de cierto «consumismo de experiencias». Los
breves silencios pueden contribuir también a generar un clima oracional y
recordar así el tipo de reunión en el que se participa.
d.5. Conversación 2. Una vez que todos han participado, el facilitador abre un
segundo turno de intervención en el cual de manera espontánea los miembros del
grupo pueden reaccionar a lo que han escuchado. Conviene recordar que no se
trata de una reunión para cuestionar, discutir o juzgar opiniones diversas, sino
para compartir ecos o nuevas luces que hayan podido recibir a partir de lo
aportado por los compañeros, o, sencillamente, para compartir el sentimiento
principal que permanece al final de la reunión. Compartir y escuchar son el
objetivo de esta reunión.

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d.6. Oración final. Esta conversación orientada finaliza con una sencilla oración de
agradecimiento a Dios que vuelva a recordar al grupo el horizonte espiritual de
la reunión. Alguna oración vocal conocida por todos o un canto de acción de
gracias pueden ser fórmulas muy válidas para cerrar este ejercicio.

e. Beneficios de esta conversación


Finalizado este recorrido por la conversación espiritual, podemos preguntarnos: ¿qué
beneficios nos trae desplegar este método de comunicación espiritual en una reunión de
una comunidad o cualquier otro tipo de grupo humano? ¿Merece la pena?
e.1. Una conversación así favorece un contexto y una oportunidad para la
comunicación profunda y personal, muy difícil de lograr si no viene alentada por
esta estructura que la posibilite. La conversación espiritual favorece también el
mutuo conocimiento entre los miembros del grupo, de manera especial acerca de
la vida espiritual de cada uno. Dios puede sorprendernos mostrándonos de qué
manera puede trabajar en el corazón de nuestros hermanos.
e.2. Este mutuo conocimiento puede aumentar el entendimiento y la comprensión
entre los miembros del grupo: conocer la vida y las circunstancias del otro, sus
temores, esperanzas o ilusiones o sus crisis puede ser explicación suficiente para
interpretar con mayor acierto modos de actuar o de proceder de cada uno. La
conversación puede ser, por tanto, un silencioso remedio para una espontánea
resolución de conflictos, si los hubiere. La comprensión es la antesala del
perdón.
e.3. La conversación puede aumentar el afecto entre los diversos miembros del
grupo; con el afecto, el grupo se cohesiona, y esta cohesión traerá beneficios
para la tarea o la misión que la comunidad esté desarrollando; no tanto en su
eficacia o en su rendimiento objetivo, que también (pues un grupo bien avenido
es siempre más eficaz que un grupo dividido por los conflictos o marcado por el
anonimato o la indiferencia), como en la conciencia del sentido del trabajo y la
renovación de las motivaciones que lo sustentan.
e.4. En el caso de que la conversación estuviera orientada hacia una toma de
decisión, esta, alcanzada y asumida por todos, será fuente de unión y
robustecimiento de los vínculos entre los miembros del grupo y de la comunidad.
Todos los participantes se sentirán implicados en el proyecto que comience con
esa decisión, lo cual le otorga una consistencia y energía extraordinarias.
e.5. Esta conversación ayuda a desarrollar valores evangélicos contraculturales en
nuestro tiempo: escucha pacífica y honesta; gratuidad, al dedicar tiempo de
calidad sin pretender obtener un beneficio mensurable; fraternidad, al compartir
con una comunidad en la que todos se sitúan y comparten desde el mismo lugar
religioso; humildad, al experimentar la voz y la revelación de Dios siendo «uno
de tantos».

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8.3. ¿Por qué conversamos poco?
La experiencia nos da que conversar así, según alguno de estos dos modelos de
conversación espiritual que acabamos de comentar, no es frecuente. No es fácil encontrar
el contexto o el momento adecuados, y cuando estos se dan, al comenzar a hablar unos
con otros, con frecuencia aparecen resistencias y dificultades no previstas. Unas son más
voluntarias y conscientes; otras proceden de las rutinas de la vida y, sencillamente, nos
van llevando sin que nos demos cuenta de ello. Entonces ¿por qué conversamos tan
poco? Podemos apuntar varias causas.

a. Por falta de sabiduría


Una vez que nos hemos aproximado con cierto detenimiento a la conversación espiritual,
tal vez podemos reconocer que «no sabemos conversar», aunque, por otra parte, seamos
capaces de elaborar discursos retóricamente impecables. Pero conversar así es otra cosa.
Tal vez la falta de experiencia, de práctica o de circunstancias apropiadas vienen a
sumarse a las resistencias que proceden de eso que llamamos pudor o reserva, tal vez
vergüenza o intimidad. Con frecuencia es fácil observar que muchas personas se sienten
incómodas, incluso entre compañeros cercanos, hablando de sí mismas.
La conversación espiritual tiene algo de ir a lo esencial de uno mismo, algo de
descenso al lugar del corazón que no solemos visitar y que incluso para nosotros mismos
es con frecuencia un lugar desconocido. En este sentido reconocemos con humildad que
no sabemos o que nos cuesta mucho hablar. No sabemos qué hacer cuando una
conversación invita a ir profundizando y a ir descendiendo hacia temas y dimensiones
más nuestros. Hay quien se pone nervioso, hay quien reacciona eludiendo la
conversación y desviándola con diferentes técnicas, hay incluso quien puede sentirse
molesto…
Entre tanta y tanta palabra como hoy generamos y recibimos cada día, echamos de
menos maestros o mistagogos de la conversación.

b. Por falta de atención


Tal vez por deformación profesional y afición personal, he pasado mucho tiempo
observando cómo ocurren y por dónde discurren las conversaciones en las que
normalmente participo. Esta observación puede ser simultánea o posterior. Es decir, a
veces, casi sin pretenderlo me descubro ante esta pregunta: «¿qué está pasando, y cómo,
en esta conversación en la que ahora estoy implicado?». De manera casi inmediata, una
parte de mí se convierte en un ojo observador de cómo se está organizando y
gestionando la palabra alrededor de esta mesa de amigos, en esta sobremesa de café, en
una reunión de trabajo o en una reunión de esta comunidad, por ejemplo. Otras veces,
esta pregunta aparece al final, cuando los participantes ya se han dispersado cada uno
para su lugar habitual, y, entonces, me vienen las preguntas «¿qué ha pasado en esta
conversación?», «¿cómo se ha desarrollado?», «¿qué temas y personas han

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prevalecido?». Y ya, incluso, el análisis de los datos pide en ocasiones remontarse a sus
causas: «¿por qué ha pasado así? ¿Podría haber sucedido de otra manera?».
Si prestamos un poco de atención a cómo se suceden las palabras en una
conversación, comprobaremos que el número de temas que pueden ir discurriendo entre
los conversadores es muy diverso y con frecuencia se suceden de modo aleatorio. Los
temas se van enganchando según van apareciendo afinidades o posibles conexiones entre
ellos, como tan frecuentemente ocurre con nuestros pensamientos: una anécdota o un
recuerdo llevan a otro, una persona o un tema enganchan con el siguiente…
Es bastante normal que una persona más habladora, o la de perfil psicológico más
espontáneo o primario, o la personalidad más fuerte sea la que vaya imponiendo los
temas a base de tópicos o temas de su interés particular, episodios personales o erudición
adquirida. Si en el grupo no aparece algún conversador atento que pueda en algún
momento oportuno introducir algún tipo de comentario, observación o pregunta que
pueda reorientarla hacia un lugar común, la conversación seguirá el cauce marcado por
tal o cual personalidad.
En ocasiones, es suficiente una pregunta o comentario apropiado en este grupo o para
esta persona para que la conversación descienda a un nivel de mayor implicación, interés
o profundidad. Pero para esto hace falta un poco de atención y haber notado en el grupo
cierta predisposición para empezar a «hablar».

c. Por falta de interés


Si falla el interés, cuya presencia es fácil de detectar a lo largo de la conversación, hay
muy poco o nada que hacer. Una conversación que requiere la implicación personal de
los contertulios no puede ni debe nunca imponerse; es más, tal imposición puede
convertirse en la primera dificultad estructural que pueda bloquear el precioso ejercicio
de la conversación, no solo en el aquí y ahora, sino para posteriores circunstancias en las
que pudiera darse. La conversación espiritual ha de brotar de la libertad del contexto en
el que se da o pueda darse, y pide un ambiente que la posibilite y anime. Podemos contar
con unas circunstancias ambientales muy favorables (lugar y tiempo), pero si no
disponemos del interés mínimo por parte de los contertulios no saldrá la conversación.
También es cierto que puede ocurrir lo contrario: encontrarnos en aparentes
circunstancias adversas (lugares en teoría poco apropiados y escaso tiempo), pero si se
detecta interés pueden brotar conversaciones muy interesantes; en este caso se confirma
que «querer es poder».

d. Por falta de escucha


La falta de escucha básica suele estar relacionada con la falta de interés, a la que nos
acabamos de referir. Toda conversación, por tratarse de un acto social básico, pide un
mínimo nivel de escucha. Este nivel mínimo es el de oír lo que nos están diciendo. El
oído es un sentido muy selectivo. Así como no podemos dejar de oler lo que se nos

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impone en el aroma del ambiente, sí podemos orientar el oído, y con él nuestra atención,
hacia un lugar u otro según sea nuestro interés. Podemos, por ejemplo, dejar de prestar
atención a la conversación de nuestra mesa y seguir con atención la de la mesa de al lado
si despierta nuestra curiosidad e interés. A todos nos ha podido pasar en una
conversación y, sin saber muy bien por qué, sentirnos llevados por una u otra distracción
a otro lugar. Aunque seguimos físicamente presentes alrededor de una mesa o en una
sala acogedora, psíquica y emotivamente podemos estar ausentes, muy distantes,
virtualmente presentes en otro lugar. El poder de la distracción puede ser tal que
literalmente podemos dejar de oír a la persona que tenemos al lado.
Muchas veces una conversación se ve frustrada porque más o menos de manera
consciente nos damos cuenta de que no hemos sabido generar una atmósfera de escucha.
No hemos integrado que el acto social que nos convoca para conversar implica
necesariamente una apuesta decidida por la escucha y lo que ello conlleva. Con
frecuencia confundimos el respeto al turno de la palabra de un interlocutor con la
escucha básica, y pensamos que por haber guardado silencio durante el «turno de
palabra» ya le hemos escuchado. Otras veces falta incluso este mínimo dato de
educación, y las intervenciones se suceden encabalgándose unas sobre otras, sin respetar
el final de una intervención o esperar otras posibles. No puede darse auténtica
conversación sin un consolidado ambiente de escucha.
Que uno de los miembros de la conversación tenga la impresión de que no es
escuchado puede ser motivo para cierto bloqueo temporal o definitivo en la
conversación. Escuchar es síntoma, ante todo, de educación y de respeto; además, de
acogida, de consideración, de inclusión, de valoración. No escuchar, aunque tantas veces
sea un acto inconsciente, es signo de exclusión que puede ser interpretado por la persona
afectada como gesto de rechazo.
En ocasiones hablamos mucho, y no pocas conversaciones se frustran porque hay
personas que hablan demasiado. Hablar demasiado puede desvelar algún tipo de
situación psicológica complicada (ansiedad, angustia, nerviosismo) o un perfil
psicológico tendente al narcisismo y la necesidad imperiosa de escucharse, como quien
se mira en el espejo de sus propias palabras. Otras situaciones que dificultan o incluso
pueden bloquear la escucha son: acudir a una reunión o hacerse presente en una
conversación con ideas y prejuicios muy fijos sobre las cosas y personas; disponer de la
respuesta preparada antes de que el otro haya terminado de formular su pregunta o su
intervención; cortar, interrumpir o, sencillamente, ignorar lo que otro pueda estar
compartiendo. Conversar implica escuchar, escuchar bien, para lo cual también debemos
formarnos, pues a escuchar también (y sobre todo) se aprende.

e. Por exceso de comunicación


A esto hay que añadir el impacto de la ruptura del discurso producida por nuevos medios
de comunicación facilitados por las (¿nuevas?) tecnologías. El dato ahí está. Al día se
mueven por las autopistas virtuales de la información unos 62 000 millones de wasaps.

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Sí, yo mismo me quedé perplejo al ver la respuesta que Google me ofrecía al preguntarle
«¿Cuántos wasaps se mandan al día?».
No hay que poner en duda lo que aplicaciones como WhatsApp nos han facilitado la
vida. Comunicación rápida, directa, económica en el uso de palabras, instantánea desde
cualquier rincón del planeta. Se trata también de una comunicación fragmentada en su
estructura lingüística, expresada a través de abreviaturas, palabras clave o registros de
carácter intuitivo (emoticonos), y en la que no se tiene delante al interlocutor (sus gestos,
su postura, su voz), que puede camuflarse en expresiones estereotipadas o palabras
parcial o totalmente desvinculadas de su situación existencial. Hoy vivimos envueltos en
comunicación. La sobreabundancia de comunicación (que no debemos confundir con
información) tiene el peligro de que subestimemos el valor de la palabra, que precisa de
un contexto conversacional apropiado para pronunciarse; a veces el exceso de palabrería
puede provocar la asfixia de la palabra.

8.4. La salud de la conversación. Guía de aprendizaje


Reflexionar críticamente sobre las experiencias de conversación puede resultar de gran
ayuda para ir mejorando su práctica. A continuación ofrecemos algunas pautas que
pueden ayudarnos para ir conociendo aquello que ocurre mientras conversamos.

a. A nivel personal
1. ¿Cuál es el sentimiento predominante al terminar la conversación? ¿Ilusión,
esperanza, alegría, frustración, tristeza, aburrimiento, cansancio, pereza, optimismo,
cierto enfado, tensión, incomodidad…? ¿Por qué creo que ha prevalecido este sentir?
¿Qué lo ha provocado?
2. ¿Cómo me he encontrado a lo largo de la conversación?
a. ¿He notado variedad en mi estado de ánimo a lo largo de la conversación?
b. ¿Podría conectar la variedad en el estado de ánimo con alguna causa particular
(alguna alusión que me afectó, alguna intervención que me gustó o me
desagradó…)?
3. ¿Cuál ha sido mi nivel de escucha?
a. En términos «cuantitativos»:
i. ¿Me he reconocido atento al discurrir de la conversación?
ii. ¿He tenido distracciones notables?
iii. ¿Han afectado a mi contribución a la conversación?
iv. ¿Alguna distracción ha destacado claramente sobre otras?
b. En términos «cualitativos»:
i. ¿Ha predominado la escucha libre de prejuicios sobre temas o personas?
ii. ¿Ha estado la escucha condicionada por mis propios intereses?
iii. ¿He escuchado alguna/s intervenciones condicionado (positiva o
negativamente) por la persona que intervenía?

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iv. ¿Ha sido una escucha, en términos generales, positiva y constructiva?
v. ¿Ha sido una escucha interna cargada de prejuicios y desilusión?
4. Mi participación hablada:
a. En términos de tiempo, ¿ha sido una participación equilibrada teniendo en cuenta
el número de participantes en la conversación?
b. Actitud
i. ¿Me he sentido libre para intervenir cuando creía que tenía que hacerlo?
ii. En caso negativo, ¿qué frenaba y dificultaba mi participación? ¿Puedo
localizar algún miedo o temor?
iii. ¿He podido expresar lo que de verdad quería expresar?
c. Implicación
i. ¿Ha sido una participación más bien teórica y racional o he aportado algo de
mi experiencia personal?
d. Tono de mi participación
i. ¿Respondió al que yo quería que fuese?
ii. ¿Ha sido menos claro de lo que yo pretendía?
iii. ¿Ha sido más impulsivo o «agresivo» de lo que me hubiera gustado?
e. Recepción
i. ¿Me he sentido escuchado por el grupo?
ii. ¿He sentido y notado que mi aportación era acogida y tenida en cuenta para el
conjunto de la conversación del grupo?

b. A nivel grupal
1. ¿Cuál es el sentimiento general que he percibido en este grupo a lo largo de esta
conversación?
2. El nivel de escucha en el grupo:
a. ¿He notado a la gente concentrada en la conversación?
b. ¿Se ha dado un nivel tal de escucha que favorecía las intervenciones personales de
manera abierta y sincera?
c. ¿Escucha atenta y respetuosa?
3. La participación de los conversadores:
a. ¿Ha habido fluidez en la participación?
b. ¿Ha sido una participación equilibrada, con un reparto, dentro de lo posible,
equitativo del tiempo?
c. ¿En qué nivel se han sucedido las intervenciones? ¿Un nivel más teórico-racional?
¿Un nivel más implicativo-personal?
d. ¿Se ha quedado gente fuera de la conversación? ¿Por ser más tímida? ¿Porque no
acababa de encontrar un momento para intervenir? ¿Porque otros ocuparon
demasiado tiempo en sus intervenciones?

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9

Conversación pastoral
y acompañamiento

«Nos han sido dadas dos orejas,


pero una sola boca,
para que podamos oír más
y hablar menos».
ZENÓN DE ELEA, s. V a. C.

Jesús hablaba con sus discípulos. Algunos fragmentos de esas conversaciones, muy
pocos, aparecen recogidos en los Evangelios: los fragmentos que los evangelistas
consideraron más importantes. Pero muchas horas de conversación mantenida mientras
iban de camino, mientras comían o descansaban, se han perdido. A través de la
conversación, Jesús ayudaba a sus discípulos a comprender mejor su presencia entre
ellos, lo que significaba el Reino o cuál era el verdadero rostro bondadoso del Padre.
Desde entonces, los amigos de Jesús no han abandonado esta práctica tan sencilla como
profunda de encontrarse para conversar sobre el Señor y evangelizar sus vidas.

9.1. ¿Qué es la conversación de acompañamiento?


La conversación puede encontrar su lugar de realización como un ministerio, un
encuentro que se favorece para ayudar a otros en el crecimiento de su vida cristiana y se
realiza en el nombre del Señor Jesús. La conversación es, entonces, una tarea y una
misión, un tiempo de ayuda religiosa a otra persona a través de la palabra.
Como ministerio apostólico, el acompañamiento espiritual tiene una arraigada
tradición en la historia de la Iglesia. Ya las primeras comunidades monásticas
descubrieron el valor enorme de esta instancia o mediación de ayuda entre la íntima e
irrenunciable experiencia interna de Dios y la orientación fundamental de la propia vida
en sus decisiones, acciones y palabras. El anciano o el abad (abba) era persona de
reconocida experiencia («persona espiritual»[1], que llamará Ignacio de Loyola),
familiarizada tanto con el lenguaje de Dios y su consolación como con el lenguaje del

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«demonio», de sus falacias, ilusiones y tentaciones[2]. Los ancianos eran los más
apropiados para orientar a los jóvenes y menos iniciados en el camino de la vida
espiritual.
¿Se ajusta o adecua el término acompañar/acompañamiento a la relación de
crecimiento en la fe, en el ámbito pastoral en el que nos encontramos? Pues sí en algunos
aspectos y no tanto en otros. El término acompañamiento sitúa a los dos protagonistas de
la conversación de manera distinta de como lo hace el término dirección espiritual.
Acompañamiento supone que ambas personas están en un mismo nivel, como la relación
propia que se da entre compañeros: compañero de clase, compañero de trabajo. Lo que
ocurre es que en no pocos casos la persona que acompaña (acompañante) participa de
algunos rasgos que la sitúan en un plano distinto del de la persona acompañada: cierta
autoridad reconocida, experiencia y trayectoria, sabiduría, responsabilidad…, con lo cual
el término acompañamiento dice más de lo que por sí mismo dice: del acompañante se
espera algo más y diferente de lo que se espera normalmente de un compañero.
Por su parte, la expresión dirección espiritual, y sus afines director/dirigido, implican
una mayor diferenciación de los roles en la conversación. En nuestro lenguaje común, el
director tiene una autoridad reconocida, en muchas ocasiones explícita y remunerada.
Del director se espera que conozca la dirección, el camino a seguir, los objetivos a
lograr; es alguien que puede tener una mayor y más clara influencia sobre el dirigido. La
palabra director remite a mayor protagonismo, conocimiento e iniciativa; y su relativo
dirigido, a una mayor receptividad y pasividad.
El empleo de una u otra expresión (acompañante/director) revela una manera de
entender la relación espiritual entre dos personas y, con frecuencia, desvela también una
teología subyacente, de manera particular una visión de la comunidad, una eclesiología.
En unos ámbitos de la comunidad eclesial es más frecuente el término
acompañante/acompañamiento espiritual, mientras que en otros prevalece
director/dirección espiritual.
En mi opinión, ninguno de los dos se ajusta con exactitud a aquello en lo que consiste
su función. Quien ayuda a otro a evangelizar su vida desde esta perspectiva de ministerio
o misión recibida es algo diferente de un compañero (porque se espera de él algo más),
pero también es diferente de un director (porque se espera de él algo menos). Además, en
una relación de este tipo, quien ejerce la ayuda puede (y debe en ocasiones) adaptar su
función en la conversación a la necesidad de la persona; en ocasiones podrá ayudar más
acompañando el proceso y en otras ocasiones ayudará más dirigiendo el proceso si
considera que es lo que en ese momento la persona, dadas sus circunstancias, más puede
necesitar. La cuestión terminológica es importante y puede influir en la relación.
Como en casi todo, esta relación de ayuda es susceptible de ser interpretada de
maneras muy distintas dependiendo de estilos o modelos eclesiológicos, o de pequeñas
tradiciones instaladas en las comunidades o dependiendo de la mentalidad teológico-
pastoral o de la formación recibida de quien desempeña la función de
acompañante/director. Lo que es importante es que las dos partes implicadas en la
conversación tengan claro en todo momento el fin que se pretende (ayudar a las personas

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a evangelizar sus vidas, a vivir más cerca de Dios, a buscar su voluntad) y desarrollar,
por tanto, estilos de conversar y funciones en la conversación que más ayuden a este fin.
Como acompañantes o directores espirituales, los jesuitas asumieron desde los inicios
este tipo de ministerio, muy presente entre las principales actividades de la Compañía de
Jesús, y lo integraron en expresiones como «provecho de las almas en la vida y doctrina
cristiana», «todo otro ministerio de la palabra de Dios» o «consolación espiritual de los
fieles cristianos», presentes en su carta magna, la Fórmula del Instituto. Las primeras
conversaciones espirituales del primer grupo de amigos de san Ignacio en París
incluyeron este aspecto de «ayuda» en la comprensión y orientación de la vida, e
Ignacio, sin perder su condición de amigo y compañero, fue, de hecho, acompañante o
director espiritual de Pedro Fabro, Francisco Javier, Diego Laínez y el resto de los
«amigos en el Señor».
Al tratarse de un ministerio, entendemos este tipo de conversación como un lugar de
revelación y de trabajo de Dios. Aunque pueda parecernos algo simple y rutinario, la
palabra es un medio privilegiado a través del cual Dios se hace Presencia, Dios se da.
Nuestra palabra, en cualquier sentido que se pronuncie, como acompañante o como
acompañado, puede ser motivo o causa de una experiencia de Dios, que hemos de
reconocer con humildad y, en ocasiones, hasta con asombro. Desconocemos el alcance y
el valor que pueden tener las palabras pronunciadas en el contexto adecuado: una
expresión, una cita, un comentario que brota «como de pasada»… pueden tocar lo hondo
de nuestro interlocutor y alentar en su vida el comienzo de algo nuevo, insospechado.

9.2. Acompañar, actitud humana y disposición del espíritu


Acompañar tiene un profundo significado de compartir espacios y escenarios de vida, de
«estar ahí». Es una pena que hayamos perdido de vista el sentido etimológico de las
palabras compañero y acompañar: proceden de cumpanis, y remiten a las personas con
las cuales se compartía el pan; solían ser compañeros de camino, porque era común que
los peregrinos a lo largo del camino compartieran el alimento que llevaban en la alforja;
por eso quienes caminaban juntos se convertían, con frecuencia, en compañeros.
Este encuentro que se da en la conversación pastoral es una relación de ayuda entre
dos creyentes con el fin de contribuir a descubrir el paso de Dios por la propia historia y
favorecer el seguimiento de su voluntad en la vida ordinaria. No es una conversación que
pida tanto hablar de «cosas de la vida [explícitamente] espiritual» como de «las cosas
como hechos espirituales de la vida» y, por tanto, desde una perspectiva de la fe cristiana
en la tradición a la que pertenecemos. El acompañamiento, deteniéndose en una
diversidad muy grande de temas, trata de algo muy concreto, profundo y concerniente:
del paso de Dios, del Señor Jesús por nuestra vida, que toca y alcanza a todas nuestras
«cosas», a todo «mi haber y poseer», a «lo que tengo y soy»[3]. El objeto de la
conversación pastoral es, por tanto, la vida en toda su riqueza y complejidad, en toda su
verdad y densidad, la vida que desea ser iluminada desde la fe. Lo que otorga la cualidad
de «espiritual» a la conversación no es tanto el «qué» se comparte como el «desde

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dónde» y el «para qué» compartimos nuestras vidas.
En el sentido más estricto del término, acompañar a alguien (a un enfermo, a un
necesitado) implica asumir su situación y adaptar mi vida a la suya: le acompañamos al
lugar adonde él quiere ir, que muchas veces no coincidirá con el nuestro; le
acompañamos al paso que él marca, que muchas veces no será nuestro paso; le
acompañamos en el lugar en el que está, que muchas veces no coincidirá con el nuestro.
Acompañar a otro es aprender a situarse en relación de igualdad o, incluso, por debajo y
al servicio del otro. La disposición principal del acompañante en la conversación
pastoral requiere asumir un papel de pasividad y, una vez ahí, y solo desde ahí, asumir la
actividad humilde que la conversación vaya demandando.
Acompañar un duelo, una enfermedad, un tiempo de espera en una sala de un hospital
a las puertas de un quirófano, acompañar un féretro por el cementerio hasta que queda
en-terrado, acompañar un despido laboral, acompañar un no a la decimosegunda
entrevista de empleo, acompañar la noticia del diagnóstico de un cáncer maligno,
acompañar una ruptura no deseada de pareja o matrimonio, acompañar la noticia de un
accidente mortal de un hijo, acompañar, acompañar… Acompañar bien situaciones
difíciles no es fácil; tiene su componente de carisma, de don, de pericia y de saber, de
sabiduría y también de formación.
El ejercicio de la conversación pastoral pide a quien realiza este ministerio un trabajo
previo de liberarse o, si se prefiere, de vaciarse de sí mismo. Ignacio de Loyola escribió
que en «la vida espiritual tanto más se aprovecha cuanto más se sale del propio amor,
querer e interés»[4]. Solo desde el fundamento más auténtico que es la humildad se
podrá ir construyendo con éxito una relación cristiana de acompañamiento a través de lo
que aquí hemos llamado «conversación pastoral».
Para que la conversación dé sus frutos, o al menos no se vea dificultada por una de las
partes, pide un trabajo de atención constante a posibles prejuicios o intereses sobre
personas, temas o situaciones, o a posibles recompensas, imágenes que de manera más o
menos consciente puedan estar influyendo en el desarrollo de la conversación y, por
tanto, en la persona acompañada. Esta conversación pastoral tiene mucho de salida y de
éxodo de uno mismo para permitir que la vida del acompañado vaya entrando en la del
acompañante y este pueda ponerse a su disposición en verdad y humildad, nada más.
En todos estos y tantos otros casos, se revela la verdadera identidad de lo que es
acompañar. Cada palabra que se pronuncie puede llenarse de sentido y convertirse en luz
y esperanza… o al revés, puede sonar a tópico hueco que viene a sumar más
incomprensión a lo que se está viviendo. Conversar es también aprender a calibrar
también los silencios, unas veces como lo más oportuno y necesario de la conversación y
otras como reclamos de unas palabras que acudan a llenar de ánimo, de paz y quietud.

9.3. El Espíritu Santo, Ecosistema de la conversación


Antes que unos temas sobre los cuales desarrollar la conversación, contamos con un
Contexto para el diálogo y con un Protagonista primero de dicho diálogo. El Espíritu

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Santo es el Ecosistema en el que se desarrolla una relación de acompañamiento. Sé que
esta afirmación es muy solemne, pero lo sorprendente de la vida cristiana, vivida desde
la clave de la presencia de Dios entre nosotros, es que lo cotidiano está lleno de
solemnidad. Ignacio de Loyola creía mucho en esta primacía del Espíritu y estaba
convencido de que lo que resulta más provechoso es permitir que Dios tome la iniciativa
en la relación con la persona: «Más conveniente y mucho mejor es, buscando la divina
voluntad, que el mismo Creador y Señor se comunique a la su ánima devota, abrazándola
en su amor y alabanza y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle en
adelante»[5].
Jerónimo Nadal decía de san Ignacio: «Seguía al Espíritu, no se le adelantaba; de ese
modo era conducido con suavidad a donde no sabía […], poco a poco se le abría el
camino y lo iba recorriendo, sabiamente ignorante»[6].
Desde la perspectiva de quien acompaña puede resultar fácil resbalar por la pendiente
de la autodependencia y llegar a creer que lo que acontezca en esta relación que va
construyendo la conversación pastoral pueda depender exclusivamente de la pericia y
empatía psicológica, de la formación académica o de la virtud espiritual del
acompañante. No cabe duda de que, si se dan algunos o todos estos elementos (pericia,
formación y virtud) en la persona que acompaña, la conversación se verá muy
enriquecida y, por lo tanto, la vida del acompañado resultará más iluminada en la fe,
fortalecida en la esperanza y arraigada en la caridad. Pero estos tres elementos (pericia,
formación y virtud) pueden convertirse en enemigos poderosos si quien acompaña les
concede el erróneo estatus de protagonistas de la experiencia desplazando al único que la
construye y fundamenta, el Espíritu Santo.
El sentido de la conversación espiritual, por un lado, orienta el deseo del acompañado
de ir construyendo su vida más y más según la voluntad de Dios iluminada por su fe y,
por otro, expresa la voluntad del acompañante de contribuir con su experiencia, saber,
pericia… a que el deseo del acompañado se vaya cumpliendo. La conversación espiritual
adquiere significado cristiano en tanto que entendida como búsqueda del Espíritu en el
Espíritu. Más allá de estas coordenadas estaremos construyendo otro tipo de relación
conversacional, muy válida también, pero no la conversación espiritual que aquí estamos
estudiando.
Vistos algunos de los elementos inspiradores de la conversación pastoral, podemos
pasar a comentar algunos de sus aspectos más concretos. Conversar es una armónica
síntesis de estar y hablar; pero estar ¿cómo? y decir ¿qué? ¿Cómo prepararse para esta
conversación? ¿Cómo se inicia? ¿Cómo se desarrolla? ¿Cómo se termina? Incluso…
¿hay algún modo de evaluarla para seguir aprendiendo?

9.4. El entorno de la conversación


Habiéndose preparado el acompañante, es importante preparar también algunos aspectos
del contexto en el cual se va a desarrollar la conversación. Estos aspectos pueden
contribuir en gran medida al buen resultado del encuentro, o, por el contrario, convertirse

92
en causa desconocida de un posible fracaso. Algunas de estas condiciones se refieren a
elementos tan básicos como los siguientes.

a. Un espacio acogedor

Puede ocurrir que el desarrollo y el resultado de una conversación no sean los esperados
debido a una falta de atención al espacio en el que acontece. Ahora nos referimos al
espacio habitual para el desarrollo de una conversación pastoral, sabiendo que pueden
darse circunstancias puntuales y extraordinarias que precisen a hacer excepciones y en
cuyos espacios pueden darse.
1. Espacios que se han de evitar. Aunque pueda parecer demasiado obvio
recordarlo, conviene evitar de cinco tipos de espacios para la conversación
habitual:
a. Espacios excesivamente íntimos o domésticos, como una cocina, una
habitación particular o una sala de estar abierta a terceras personas.
b. Espacios excesivamente formales, como un despacho o una oficina de trabajo.
c. Espacios excesivamente informales, como un bar concurrido, una cafetería
ruidosa, un contexto de fiesta.
d. Espacios excesivamente abiertos que no favorezcan un mínimo de intimidad y
discreción: un hall de una estación o de un gran edificio.
e. Espacios inapropiados por encontrarse demasiado próximos a pasillos, salas
de TV, ascensores, cuartos de baño…
2. Espacio proporcionado y ¿abierto? La sala de la conversación ha de ser
proporcionada al espacio que pueden ocupar cómodamente dos personas. Si es
demasiado grande, resultará un lugar impersonal, frío, que puede dificultar la
mínima calidez que la conversación precisa. Si es demasiado pequeña, puede
transmitir exceso de intimidad o demasiada cercanía y puede resultar incómoda
para alguna de las dos (o para las dos) personas.
En algunas circunstancias, puede resultar conveniente desarrollar la
conversación pastoral en un espacio natural abierto, como un jardín o un parque.
En primer lugar, según el perfil del acompañado. Hay personas que se
expresan mejor en espacios abiertos, pues el hecho de tener que permanecer
sentado en una butaca en un espacio cerrado enfrente del acompañante les
provoca cierto malestar y nerviosismo; en casos como este, puede resultar mejor
buscar un lugar apropiado por el que pasear o caminar. Hay personas también que
pueden necesitar estos espacios abiertos para las primeras conversaciones hasta
que internamente vayan cogiendo confianza en sí mismas y en la persona que las
acompaña. En no pocos casos será la atención del acompañante quien pueda
captar qué puede resultar mejor y proponerlo a la persona acompañada.
En segundo lugar, puede resultar conveniente que la conversación propia de
unos días de retiro en los que la persona pasa varias horas al día en espacios
cerrados, como su habitación o la capilla, pueda darse en un espacio abierto. En

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estos casos, o en otros que se vea conveniente, habrá que asegurarse de que las
condiciones de dichos espacios exteriores no sean causa de distracción para la
conversación: la presencia de conocidos que puedan interrumpir la conversación,
perros sueltos, moscas o mosquitos, exceso de ruido o de gente en los mismos
lugares, tráfico, lluvia…
Lo importante es no perder de vista el fin y favorecer una conversación que
pueda verbalizar la experiencia que el acompañado desea compartir.
Acompañante y acompañado valorarán qué es lo que más ayuda para el fin que se
pretende.
3. Espacio digno: orden y limpieza; sobriedad y luz. Fijados el tiempo y el espacio,
mucho ayuda ambientar mínimamente el lugar para la conversación: orden,
limpieza, decoración, luz. El espacio ha de ser suficientemente digno e invitar (al
menos no provocar rechazo) a hablar sobre la vida con paz y serenidad.
Supuestos el orden y la limpieza, el espacio ha de transmitir por sí mismo
confidencialidad y discreción. Ha de ser un espacio que garantice el silencio
exterior de la comunicación y, por lo tanto, estar suficientemente insonorizado
como para que no pueda oírse nada de la conversación desde el exterior.
Un espacio sobrio en su decoración que evite distracciones, pero, al mismo
tiempo, suficientemente cálido y acogedor. En este sentido es importante también
cuidar la iluminación: una luz que evite la creación de un ambiente, digamos,
intimista, por un lado, o de un exceso de luz que pueda, incluso, resultar molesto
a los ojos, por otro. Es conveniente que la puerta de la sala donde se desarrolla la
conversación contenga algún punto de luz, de cristal transparente o traslúcido.
4. Mobiliario cómodo: forma y disposición. Pocas cosas se necesitan para mantener
una buena conversación. Si se va a desarrollar en un ámbito cerrado (habitación,
salita) será necesario disponer de un par de asientos lo bastante confortables. La
elección de un tipo de asiento u otro ha de tener en cuenta estos dos criterios:
comodidad y cierta formalidad. Las personas que conversan han de estar
suficientemente cómodas durante el tiempo que dura la conversación: ¿una hora?,
¿tal vez algo más? Por «formalidad» entiendo un tipo de asiento que favorezca
una postura corporal que transmita naturalidad y evite transmitir desinterés o
exceso de confianza. No pocas distracciones en la conversación pueden tener su
origen en los reclamos de un cuerpo que no se encuentra cómodo.
El tipo de asiento es más importante de lo que en un principio podemos
pensar. Conviene evitar tanto las estructuras excesivamente rígidas y frías (como
sillas de comedor o de oficina) como las estructuras excesivamente cálidas y
confortables (como amplios sillones o sofás) que inviten a posturas poco
favorables para una escucha atenta. El asiento ha de ser lo bastante confortable,
permitir mantener la espalda erguida con naturalidad apoyada en el respaldo,
posibilitar también el descanso de los brazos en los apoyabrazos y permitir con
facilidad un pequeño cambio de la postura.
A lo largo de mis años de experiencia como acompañante y acompañado, el

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tipo de asiento que me ha resultado más confortable y apropiado ha sido la
pequeña butaca suficiente como para acoger con comodidad a todo el cuerpo pero
sin permitir posturas demasiado «cómodas» que provoquen distracción. Al igual
que nos ocurre durante los tiempos de oración y meditación, el cuerpo no debe
ser causa de distracción. Durante la conversación, las personas han de estar
centradas en los temas de la conversación y, para ello, el cuerpo no ha de ser
causa de distracción.
Una vez que disponemos de los asientos, ¿cómo situarlos? No conviene
colocar una butaca enfrente de otra, pues recuerda o invita más a un «encuentro
de confrontación» –más propio de contextos académicos (examen), policiales o
penitenciarios (interrogatorio)–, que puede provocar cierta tensión o algún
agobio. Tampoco conviene colocar los asientos en ángulo de noventa grados;
puede transmitir cierta rigidez en la disposición y favorecer que la mirada se
desvíe con más frecuencia y espontaneidad hacia algún punto enfrente de cada
uno de los que conversan y pueda resultar un tanto forzado dirigirla al
interlocutor. Un ángulo de sesenta grados me parece una ubicación adecuada.
Para contribuir a generar una atmósfera apropiada al tipo de conversación que
se desarrolla, conviene evitar también la presencia de una mesa alta que medie
entre quienes conversan. Sí puede ayudar una mesita baja con alguna imagen o
fotografía que recuerde el sentido último de la conversación y ofrezca un poco de
calidez al entorno.

b. Distancia para conversar


Ya dentro del espacio de la conversación, hemos de prestar atención a la distancia entre
los interlocutores y acertar con aquella que sea la adecuada para mantener una
conversación personal y confidencial. Todas las personas convivimos con un «espacio
personal» privado, que consideramos casi necesario para desenvolvernos con comodidad
en la vida ordinaria; coloquialmente se conoce como «espacio burbuja». Respetar este
espacio es necesario para que la conversación pueda desarrollarse confortablemente.
Si las dos personas se sitúan demasiado cerca una de la otra, se transmite un exceso
de intimidad que puede incomodar a alguno de los interlocutores o dificultar la
conversación; si se colocan demasiado lejos, puede producir una sensación de distancia y
frialdad. Este tipo de conversación discurre dentro del «espacio personal», que oscila
entre los 45 cm y 1,20 m. El sentido común suele dictar sensatamente cómo proceder.
Por lo que respecta a la postura, durante el tiempo de la conversación lo recomendable es
permanecer sentados, si bien por razones extraordinarias (la salud puede ser un caso)
alguno de los participantes puede permanecer de pie, paseando o, incluso, tumbado.

c. Presencia y apariencia
Junto con las condiciones del espacio hay otras también importantes, como son la

95
presencia y la apariencia de los protagonistas de la conversación, que piden también
cierta sobriedad y naturalidad. Quien recibe, el acompañante, es alguien a quien el
acompañado le va confiando de manara progresiva aspectos importantes de su vida. El
acompañante ha de aparecer ante el otro/a como alguien responsable, creíble y fiable;
credibilidad y confianza que comienzan a entrar por los ojos del interlocutor a través de
la apariencia externa.
El vestido es por sí mismo un modo de comunicar. Quien acompaña debe evitar
generar ambigüedades en modos de vestir que puedan despistar al acompañado. En este
sentido, es conveniente tender a un natural punto medio y tener en cuenta la relación que
se tiene con esa persona, así como su edad, tradición, etc. No es lo mismo recibir para
una conversación pastoral a un viejo amigo (lo que podría permitir cierta informalidad)
que a una persona desconocida y formada en un determinado modo de vivir y entender
las relaciones humanas y «religiosas».
Por lo tanto, es conveniente evitar los dos extremos. Por una parte, vestimentas
demasiado informales, poco acordes con la sencilla seriedad que implica la relación de
acompañamiento; demasiada informalidad puede transmitir poca seriedad. Por otra parte,
conviene evitar también vestimentas demasiado formales, que puedan generar distancia
y frialdad. Ignacio de Loyola recomendaba una «honesta apariencia exterior, por la
conversación que en nuestro instituto y modo de vivir se requiere con los prójimos»[7].
Sensatez y sentido común nos parecen también suficientes para integrar este aspecto
importante en la relación, pues cada situación pide un «vestuario lingüístico».

d. Acogida, saludo inicial y comienzo de la entrevista


La acogida y el comienzo de la conversación son momentos importantes que pueden
condicionar para bien o para mal su desarrollo. Al igual que estos otros aspectos que
venimos comentando, el saludo inicial hay que situarlo entre dos extremos marcados, por
un lado, por la frialdad y la distancia que pueda imponer un respeto desproporcionado y,
por otro, por el exceso de cercanía («coleguismo») que pueda amenazar la seriedad del
encuentro. La primera impresión, sobre todo en las primeras conversaciones, es siempre
muy importante. En ocasiones, hay quien decide no continuar conversando con tal o cual
persona debido a una primera impresión no satisfactoria.
Reconociendo que siempre pueden darse excepciones según circunstancias y
personas, una conversación suele discurrir por tres momentos principales: introducción,
nudo o desarrollo, y conclusión. Atento al correr del reloj, el acompañante ha de ser
consciente de cómo discurre la conversación por estos tres momentos, concediendo a
cada uno de ellos el tiempo que requiere. El momento de la introducción, que ya incluye
el saludo inicial, al que nos acabamos de referir, puede constar de estos dos elementos:
a) Unos breves momentos de conversación informal mientras las personas toman
asiento y se preparan para la conversación: cómo ha ido el día, breve referencia a
alguna última noticia de actualidad…, palabras que ayudarán a generar cierto
ambiente y facilitan entrar en el segundo paso.

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b) Una breve referencia a la última conversación que permita recordar los últimos
temas comentados y ayude a situar a los dos interlocutores en un punto de partida
común. Dados estos breves pasos introductorios, la conversación puede discurrir
por donde el acompañado crea más oportuno orientarla, bien avanzando y
profundizando sobre temas de la conversación anterior o bien introduciendo temas
nuevos.

e. El cierre de la conversación
El cierre y la despedida de la conversación son también momentos importantes. El
acompañante ha de contar con dedicar unos breves minutos a cómo ir terminando la
conversación. Esto implica ir orientando su final hacia un cierre suave y tranquilo que no
suponga un corte brusco con todo lo anterior. Cerrar precipitada o desacertadamente el
encuentro puede hacerle cuestionar a la persona todo lo conversado anteriormente.
Dependiendo del tipo de relación de que se trate pueden ayudar dos cosas: a) Orientar
algún tipo de trabajo sobre algún punto concreto para el tiempo que medie hasta la
próxima conversación; ofrecer un breve sumario con los puntos principales de lo
conversado; explicitar las pistas que se han ido abriendo en la conversación, puntos
sobre los que volver en la próxima entrevista… b) ¿Conviene al final de una
conversación fijar la fecha para la próxima? En algunos casos puede ser conveniente y
práctico, pero siempre según lo vayan mostrando las situaciones particulares y
dependiendo del tipo de encuentro de que se trate. En una relación de acompañamiento
espiritual ya formalizado y acostumbrado a conversaciones periódicas resulta práctico,
pues ya las dos personas cuentan con que habrá un próximo encuentro. Después de una
conversación pastoral, digamos, más esporádica, puede ser mejor dejar abierta tanto la
posibilidad de una próxima entrevista como su posible fecha y que sea la persona
acompañada quien tome la iniciativa para un futuro contacto. Algunas personas se
pueden sentir presionadas fijando una fecha, pues pueden no tener claro si desean tener
otra conversación o no, y prefieren no decidirlo en ese momento. Por el contrario,
podemos encontrar personas a quienes lo que más les ayuda y conviene es fijar en ese
momento la fecha de la próxima conversación y es posible que lo pidan.
Entre encuentro y encuentro es muy conveniente mantener los roles y, por tanto, no
favorecer contactos o vínculos que pudieran dar lugar a confusiones con respecto a la
relación que se establece en la conversación. Ignacio recomendaba «la despedida presta
y graciosa»[8].

9.5. El uso de la palabra


El acompañante ha de estar atento para intervenir acertadamente en la conversación. Por
acertadamente entendemos la capacidad de valorar lo que se va a decir una vez
considerados los interrogantes que la construyen: ¿qué voy a decir?, ¿por qué?, ¿para
qué?, ¿cómo? Para un uso apropiado de la palabra y antes de que se pronuncie, el

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acompañante ha de intentar ser lúcido tanto con el origen de eso que ahora se siente
inclinado a decir como con la intención, el «para qué» va a decir eso. En ocasiones
puede ocurrir que algo que espontáneamente aparece como algo conveniente para ser
dicho no lo parezca tanto una vez considerados el por qué o el para qué queremos
decirlo.
Como acompañantes, podemos pensar en intervenir en la conversación por razones
diferentes de lo que el guion pueda estar pidiendo: por sentirnos aludidos en un punto,
por contrastar una posición (idea u opinión) del acompañado que no compartimos, por
pensar que el acompañado pueda estar equivocado en tal o cual punto… No son razones
por sí mismas «malas», pero parecen insuficientes como para cortar el discurso del
acompañado y condicionarlo con aportaciones personales. Es conveniente, por tanto, que
el uso de la palabra del acompañante esté previamente iluminado por estas preguntas que
en silencio ha de favorecer con naturalidad. Atención y práctica revisada ayudarán a
integrar este importante elemento en la conversación espiritual.
La palabra del acompañante, por lo general, tiene mucho peso en la vida del
acompañado. La persona que acude al acompañamiento espiritual va a hablar sobre sí
misma, sin duda, pero también espera recibir alguna palabra por parte del acompañante
que le sirva de apoyo, luz o inspiración cristiana para continuar su personal seguimiento
de Cristo. Por eso es muy importante aprender a saber cuánto y cómo decir, pues no todo
conviene en el mismo momento, ni de la misma manera a todas las personas. Ignacio de
Loyola recomendaba captar el tipo de perfil o «natura» del interlocutor para adaptarse,
«hacernos a ella»[9].
Lo importante es que el acompañado vaya haciendo su propio proceso, recorriendo su
propio camino y, por lo tanto, descubriendo, desde su propia experiencia, lo que Dios va
trabajando en él. Para esto es importante que el acompañante sea consciente de aquello
que se siente inclinado a decir y tenga lucidez suficiente como para evaluar su
intervención antes de pronunciarla y decida el momento y la manera más adecuada de
decirla para ayudar al acompañado. Lo que Ignacio recomienda en la sexta de las «Notas
para sentir y entender escrúpulos» que se haga en una asamblea o concilio puede inspirar
el modo de proceder en la conversación espiritual:
«La sexta: quando la tal ánima buena quiere hablar o obrar alguna cosa dentro de la
Iglesia, dentro de la intelligencia de los nuestros mayores, que sea en gloria de Dios
nuestro Señor, y le viene un pensamiento o tentación de fuera, para que ni hable ni
obre aquella cosa, trayéndole razones aparentes de vana gloria o de otra cosa, etc.;
entonces debe de alzar el entendimiento a su Criador y Señor; y si vee que es su
debido servicio o a lo menos no contra, debe hacer per diametrum contra la tal
tentación»[10].

98
10

Conversar para discernir

«Para decir la verdad,


poca elocuencia basta».
SÓCRATES

La relación de acompañamiento no se reduce exclusivamente al discernimiento, es decir,


a ayudar a la persona acompañada a vislumbrar/buscar la voluntad de Dios para su vida
en tal o cual momento o circunstancia; sin embargo, la misma experiencia pone en
evidencia que el discernimiento antes o después se hará presente de modo explícito en
algún lugar del itinerario del acompañado: tener que decidir y desear decidir bien (para
nosotros según la luz del Evangelio) es deseo de todo seguidor del Señor Jesús. Antes o
después aparecen cuestiones y temas de importancia diversa que han de ser
vislumbradas, aclaradas a la luz del Espíritu Santo, a la luz de Dios; es ahí donde nos
encontramos con el discernimiento.

10.1. Discernir y discernimiento

¿Qué es el discernimiento? Sabiendo que las cosas pueden ser y son casi siempre más
complejas de lo que parecen, podemos definir el discernimiento como «el ejercicio
espiritual en el cual, a través de la percepción e interpretación de las mociones
(sentimientos, deseos, pensamientos…) interiores, la persona puede llegar a conocer la
voluntad de Dios para su vida e implicar lúcidamente su libertad para seguirla,
haciéndola efectiva en la historia».
Desarrollar cada uno de los elementos que componen esta definición desborda las
posibilidades de este libro, pero tenerlos presentes y volver a ellos en algún momento
nos ayudará en nuestra exposición. Acompañar discerniendo o discernir acompañando
consiste en ayudarnos unos a otros a descubrir la presencia de Dios en nuestra vida,
interpretar su voluntad y mover nuestra libertad para darle cumplimiento en la historia.
Es ir en búsqueda de la verdad.
Como acompañantes, la búsqueda de Dios y de su voluntad en la vida de esta persona

99
acompañada nos lleva a comprendernos como participantes activos y diligentes. El
Espíritu Santo habita dinámicamente en los corazones de los hombres y esta presencia es
energía, movimiento, «moción» que reclama atención y disposición atenta para detectar
e interpretar sus modos de presencia.
Discernir es una operación del espíritu que reclama ejercicio y tarea, pues son
muchas las actividades de la estructura humana que se ponen en movimiento para
construir esta actividad que llamamos «discernimiento». Sin salirnos de la metodología y
propuesta de san Ignacio, encontramos no pocos verbos, no pocas actividades
directamente relacionadas con el ejercicio de discernir: mirar, observar, escuchar,
detectar, sentir, ponderar, orar, silenciar, esperar, comparar, analizar, criticar, valorar,
juzgar, rectificar, verbalizar, compartir, reflectir, reaccionar, repetir, confirmar…

10.2. Actitudes y acciones básicas en el proceso de discernimiento


Acompañar un proceso de discernimiento en la relación de acompañamiento es tarea
delicada, importante y cualificada. El acompañante ha de ser consciente, asumir y, si
fuera necesario, trabajar una serie de actitudes internas propias para el bien del
acompañado, de su comunidad de fe y, en definitiva, de la Iglesia.
En tanto que «ministerio», acompañar tiene una dimensión carismática/antropológica
y una dimensión eclesial/institucional. Hay perfiles humanos, psicológicos y espirituales
más dados al ministerio del acompañamiento y los hay también menos propensos. Hay
gente que lo realiza de manera más connatural y con facilidad y otras personas a las que
les cuesta más y les requiere mayor esfuerzo. Junto con esta dimensión
personal/vocacional está también la dimensión institucional, que acontece cuando el
ministerio de acompañar se recibe como misión por parte de la autoridad legítima de la
Iglesia. Así, uno puede ser designado como acompañante de tal movimiento, comunidad,
seminario o grupo de fieles y dicho nombramiento puede llevar implícita la tarea del
acompañamiento espiritual personal.

a. Delicadeza, importancia, cualificación


Discernir es una tarea delicada. Implica sensibilidad y atención al lenguaje del Espíritu,
que habla y se comunica en medio de muchos otros lenguajes, signos y voces que
normalmente rodean a toda persona en su vida diaria, tanto externa como internamente.
La delicadeza y sutileza de la brisa del Espíritu requiere por parte del acompañante un
espíritu delicado y sutil capaz de empatizar con la interioridad rica, compleja y en
ocasiones convulsa del acompañado. Es, por tanto, responsabilidad del acompañante
trabajar por desarrollar su sensibilidad y delicadeza internas, su escucha y atención, su
«finura» y sentidos internos para en lo posible detectar e identificar las mociones
interiores del acompañado.
Discernir es una tarea importante porque en un proceso de discernimiento está
implícita una decisión que puede tener unas repercusiones muy significativas para la

100
persona acompañada, hasta el punto de reorientar y poder cambiar, incluso radicalmente,
el rumbo de su vida. El acompañante, por muchas horas al día que dedique al
acompañamiento con personas diversas, no puede perder de vista esta dimensión original
de cada una de las conversaciones. Cada conversación es única, irrepetible, nueva y
puede ser, tal vez, la más importante para el acompañado.
Por ello, discernir y ayudar a discernir es también una tarea que requiere
cualificación. La experiencia nos enseña que la sola buena intención acompañada de
buenos deseos de querer ayudar y hacer el bien a través del acompañamiento se ha
revelado como insuficiente para desarrollar con cierta profundidad y veracidad este
ministerio.
Es relativamente reciente la creciente importancia que se le ha venido dando al
acompañamiento espiritual como ministerio cualificado en la Iglesia. En círculos
intraeclesiales se ha captado la importancia de lo mucho que se «juega» o «trae entre
manos» en el proceso acompañado de discernimiento, y por eso se ha empezado a
introducir la formación explícita sobre este tema en instituciones apostólicas. Aunque
queda mucho camino por recorrer, los centros en los que se imparte algún tipo de
formación teológica o pastoral comienzan a ofrecer entre sus programas formación
sistemática en el acompañamiento espiritual a través de seminarios, asignaturas
académicas o, incluso, en másteres de posgrado.
Es mucho el bien que se puede hacer desde un buen acompañamiento… pero también
es grave el mal que se puede causar, inconsciente o involuntariamente, debido a la
ausencia de una mínima preparación supervisada para este ministerio. Veamos entonces
algunas de las disposiciones básicas que favorecerían un «sano y bueno»[1] proceso de
discernimiento en el proceso del acompañamiento personal.

b. Rectitud de intención
Ignacio de Loyola ancla el desarrollo de la experiencia espiritual del ejercitante en un fin
muy claro y en una «actitud básica» que repite hasta la saciedad en los Ejercicios
Espirituales: la rectitud de intención: «Que todas mis intenciones, acciones y
operaciones sean rectamente ordenadas en servicio y alabanza de su divina
Majestad»[2]. Resulta de enorme provecho para el acompañante traer al comienzo de
cada conversación de acompañamiento esta máxima, que sin duda contribuirá a ordenar
internamente el mundo de sus intenciones y deseos para reconducirlos y ordenarlos todos
a la voluntad y el servicio de Dios nuestro Señor.
Acompañar un discernimiento implica orientar y ordenar las facultades internas
exclusivamente a la búsqueda de Dios y su voluntad. Ese es el fin que ilumina el camino.
Otros fines y otras orientaciones han de integrarse en este fin primero para no dañar la
relación de acompañamiento o, lo que pudiera ser más grave, a la persona acompañada.
El fin nos lo marca en el «Principio y Fundamento» de los Ejercicios Espirituales:
«El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor»[3].
Esta máxima teológica y teleológica es de gran utilidad para la relación de

101
acompañamiento espiritual: se trata de ayudar a la persona en su discernimiento a
encontrar su lugar más adecuado en este mundo y en esta historia, el lugar desde el cual
la alabanza, el servicio y la reverencia de esta persona acompañada fluyan con mayor
libertad y espontaneidad. El acompañante apunta y mira con el acompañado hacia ese
horizonte común: en definitiva, la «gloria de Dios», que Dios viva en el hombre.
Es en estos horizontes de sentido y finalidades inspirados por el Principio y
Fundamento y la oración preparatoria en los que se enmarca toda palabra que sale de la
boca del acompañante: palabra finalizada, palabra inspiradora y constructiva.

c. Respeto
En este proceso de discernimiento, el acompañante ha de distinguirse por el respeto. Él
mismo ha de discernir cómo le influye esta necesaria actitud de respeto, que ha de
interactuar con otras actitudes vecinas que veremos a continuación. El «respeto discreto
o respeto discernido» integra dos polos.
Por una parte, ha de ser tal que permita al acompañado desarrollar en libertad su
propio proceso, así como expresarse sin temores ni condicionantes que pueda atribuir a
la persona del acompañante. Por otra parte, ha de permitir a quien acompaña intervenir
en la conversación cuando crea conveniente o necesario para el bien del acompañado,
según vimos en el capítulo anterior. Cuando Ignacio de Loyola despliega en los
Ejercicios Espirituales su metodología para tomar una sana y buena elección[4], es
decir, en el momento clave del discernimiento en el proceso de los Ejercicios, Ignacio da
consejo a quien los da: «El que da los ejercicios no debe mover al que los recibe más a
pobreza ni a promesa que a sus contrarios, ni a un estado o modo de vida que a otro»[5].
Es decir, ha de respetar al máximo la moción y los ritmos internos del acompañado,
donde creemos que el Espíritu está desvelando su voluntad.

d. Liberación del juicio y del afecto


Una de las dificultades, a veces incluso impedimentos, que pueden obstruir un sano
proceso de discernimiento viene configurada por los «juicios previos» o pre-juicios que
el acompañante pueda tener hacia la persona acompañada. Estos prejuicios pueden ser
positivos o negativos, favoreciendo una comprensión positiva, a veces
desproporcionadamente positiva, del acompañado o, al contrario, favoreciendo una
mirada negativa del acompañado. Si el acompañante no es lúcido (consciente) con estos
juicios previos que de hecho están ahí condicionando la relación de acompañamiento, los
pensamientos que sobre él irá proyectando y las posibles interpretaciones de su situación
estarán a su vez impregnados del juicio previo. Muy probablemente, estos juicios
acabarán mostrándose en la conversación a través de palabras influidas por este
condicionante previo y ajeno a la persona, situación y problemática del acompañado.
Es, por tanto, tarea previa irrenunciable del acompañante caer en la cuenta de qué
juicio/valoración previa (si hay alguno) tiene de la persona a la que acompaña y aprender

102
a tomar distancia cognitiva y afectiva de estos prejuicios para acompañar con mayor
libertad a la persona.
Estar condicionados, tanto por pre-juicios negativos (personas difíciles para el
acompañante o que «le caen mal») como por pre-juicios positivos (personas agradables
que «le caen bien»), y dejarse llevar por ellos, puede resultar problemático para la
relación. La ingenuidad acrítica del acompañante puede provocar la tendencia a
identificar sus prejuicios negativos hacia el acompañado con el «mal espíritu», y el
prejuicio positivo con el «buen espíritu». El acompañante ha de ser consciente de que el
Espíritu Santo es más grande que sus pensamientos y valoraciones sobre las personas y
no está supeditado a sus propios límites empático-afectivos.
Dios trasciende la posible pobreza de nuestras previas y condicionadas
hermenéuticas. Esto no dispensa al acompañante de prestar atención en todo momento a
las «varias mociones»[6] que se causan en su interior al acompañar a una persona e
intentar dar con el origen que las provoca[7] para mejor ayudar en todo al acompañado.

e. Prudencia
Desde su propia experiencia de «ensayo-error», Ignacio de Loyola fue aprendiendo a no
identificar de manera espontánea sus propios impulsos internos con la voluntad de Dios,
que deseaba encontrar y cumplir. No le resultó fácil y alguno de los episodios más
importantes de su vida, como el de su viaje a Jerusalén, le enseñó precisamente algo de
esto: «Lo que yo veo claro que es voluntad de Dios para mi vida, resulta que la historia y
las circunstancias me revelan que no lo es, o no lo es de la manera como yo pensaba». Es
interesante notar que la expresión voluntad de Dios no aparece en la Autobiografía hasta
el párrafo 50, para expresar cómo el peregrino entendió que «no era voluntad de Dios
que quedara en Jerusalén»[8].
En el proceso de acompañamiento, prudencia, prima hermana de la paciencia,
significa la capacidad de saber esperar para sopesar y analizar la cualidad del impulso
interno que me lleva a hacer algo «en el nombre del Señor». ¿Cómo nos habla Ignacio de
Loyola de la prudencia en el acompañamiento?:
«El que da los ejercicios espirituales [acompañante], si ve al que los recibe
[acompañado] que anda consolado y con mucho hervor, debe prevenir que no haga
promesa ni voto alguno inconsiderado y precipitado; y cuanto más le conociere de
ligera condición, tanto más le debe prevenir y admonir»[9].

El acompañante, desde la distancia necesaria para acompañar con lucidez el proceso


del acompañado, ha de caer en la cuenta, primero, del estado de ánimo y espiritual del
acompañado. En este párrafo de los Ejercicios, Ignacio se refiere a la persona que está en
un momento de notable y objetivable optimismo, acompañado, tal vez, de una subida del
nivel de autoestima.
Es en momentos como este cuando las personas alentadas por estos sentimientos
generadores de vida estamos más propensas a tomar decisiones grandes e importantes. El

103
peligro está en que de este sentimiento positivo puede fluir una energía capaz de
oscurecer la lógica de lo racional y proporcionado «para mí, en este momento y
circunstancias de mi vida» (diría el acompañado). ¿Hay que desconfiar y, por tanto,
descartar todo proyecto o iniciativa que nazca de estos momentos de ilusión y de
consolación explícita? No. El principio ignaciano no va por ahí; de hecho, Ignacio tomó
decisiones en su propio proceso basándose en estos sentimientos vivificadores. La clave,
creo yo, está en que, sea cual sea la decisión que se acabe tomando, esta sea una decisión
discreta, esto es, discernida. El principio ignaciano, más que a máximas universales que
impongan un criterio a decisiones particulares, irá siempre vinculado al análisis religioso
de la situación particular y a partir de ella tomar la decisión más adecuada.
Sin este análisis (a cuya ausencia llama Ignacio «indiscreción»), la libertad queda un
tanto mermada y supeditada al impulso de la emoción positiva que el acompañado está
sintiendo y que le hace percibir el mundo del ámbito de su decisión como más pequeño y
conquistable, frente al desproporcionado ánimo y autoconsciencia de sí mismo,
engrandecidos por su agradable sentir. Algo de esto le ocurrió en Loyola cuando,
pensando en las hazañas que habían hecho los santos, «le parecía fácil ponerlas por
obra»: el sentir no analizado (no discernido) estaba agrandando desproporcionadamente
la percepción de su propio yo, al tiempo que disminuía el mundo. Si no encendemos la
luz de la discreción en estas situaciones, el riesgo de error se multiplica; yo diría que el
error está prácticamente asegurado.
En la relación de acompañamiento, ¿qué ha de hacer el acompañante? Llamar a la
prudencia al escenario de la decisión y hacerle intervenir como mediadora entre el ánimo
engrandecido del acompañado en el momento álgido de su autopercepción y el mundo
de su decisión, disminuido artificialmente por el sentir de la consolación. La prudencia
dirá, tan delicadamente como la pericia del acompañante sea capaz, algo así: «Ni tú eres
realmente ese tan capaz que ahora mismo te estás imaginando, ni el mundo es tan
pequeño y tan simple como tú ahora lo estás representando».
La prudencia aparece entonces como la sensata mediadora entre la voluntad de
decisión del acompañado y el objeto sobre el que tiene que decidir. Acompañante
prudente será, entonces, aquel que ayude a su acompañado a recuperar la proporción de
lo real en los dos términos de la dialéctica (sujeto y mundo). La decisión se da en la
historia tal cual es y no en aquella que un sentir de la orientación que sea
(consolación/desolación) nos ofrece representada.
Aprendiendo de la experiencia, el acompañante se va familiarizando con este sentido
de la proporción y aprende a ir familiarizándose con diferentes perfiles
psicoantropológicos en los cuales Dios habla de maneras diversas. Si Dios se adapta a
las categorías y estructuras internas de los acompañados, no está de más que el
acompañante practique también tal adaptación. Esto nos abre la puerta a nuestra
siguiente actitud o cualidad del acompañante.

f. Adaptación y flexibilidad como «estrategia pastoral»

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Este proceso de acompañamiento reclama la capacidad del acompañante para adaptarse a
diferentes interlocutores y, por tanto, cierta flexibilidad en el método y en el lenguaje
utilizados. Los que hemos pasado por la experiencia constatamos con facilidad que no es
lo mismo acompañar, por ejemplo, a adolescentes de bachillerato que a jóvenes
universitarios en las últimas etapas de sus estudios, que a religiosos o seminaristas
jóvenes, que a laicos, sacerdotes o religiosos/as adultos en plenitud de vida apostólica.
Tampoco es lo mismo acompañar a la misma persona en diferentes etapas o
circunstancias de su vida, en ocasiones tan cambiantes y hasta contradictorias. También
es cierto que un acompañante puede «especializarse» en un determinado perfil de
acompañado: adolescentes que piensan qué carrera elegir para su vida futura, jóvenes
universitarios/as con inquietud vocacional, personas adultas en plena etapa profesional
de su vida, personas mayores jubiladas y que afrontan la ya inmediata vejez.
Incluso en esta especialización, en el caso de que pudiera darse químicamente pura, el
acompañante ha de estar preparado y formado para flexibilizar y adaptar su lenguaje, y
en ocasiones hasta su estilo, en función del acompañado que tenga enfrente, sin que por
ello pierdan nada la solidez y consistencia de su método de acompañamiento. De lo que
se trata es de acertar con el mayor bien de los posibles, la mejor forma de ayudar al
prójimo.

10.3. Cinco pasos para acompañar un proceso de discernimiento


Un proceso de discernimiento inspirado en el itinerario de los Ejercicios Espirituales
podría integrar estos cinco pasos, según este orden cronológico:

a. Definición y delimitación del objeto


Si la relación de acompañamiento se origina y se centra en un proceso de discernimiento,
el primer paso, por obvio que pueda parecer, conviene explicitarlo. ¿Cuál es el objeto del
discernimiento?, ¿en qué se centra la decisión que se quiere tomar? Alrededor de este
«qué» pueden aparecer otros temas que ayuden a poner un contexto a este
discernimiento: «¿por qué este objeto de discernimiento ahora, en este momento de mi
vida?», «¿qué hay en mi vida que favorece, provoca o llama este discernimiento?», «¿de
dónde viene esta inquietud aquí y ahora?».

b. Lucidez sobre las afecciones desordenadas


Como sabemos, el concepto de «afección desordenada» es muy rico y complejo. Para
Ignacio es importante, y lo incluye en la misma definición de sus Ejercicios Espirituales:
«para vencerse a sí mismo y ordenar su vida sin determinarse por afección alguna que
desordenada sea»[10]. Ignacio cuenta con la presencia de afectos o tendencias
desordenadas en la interioridad humana, con «cosas» que no están rectamente ordenadas
en su servicio y alabanza, pero cuenta también con la gracia del Espíritu y con los

105
medios necesarios para reconocerlas y, en su caso, eliminarlas.
Las afecciones desordenadas son, ante todo, afectos; y, por serlo, no siempre
detectadas por la luz de la razón o la lógica del entendimiento. Pueden habitar en el
ámbito del inconsciente y desde ahí ejercer su influencia para dificultar un seguimiento
de Cristo en libertad y responsabilidad. Acompañar un proceso de discernimiento no
puede prescindir ingenuamente de este elemento.
A lo largo del proceso de Ejercicios Espirituales, Ignacio va ofreciendo diversas
formas de localizar y, en su caso, enfrentar estos posibles bloqueos del discernimiento: el
intenso proceso de primera semana en torno a la meditación del pecado, la
contemplación de los misterios de la vida de Cristo, el despliegue del método de elección
«Dos banderas», «Tres binarios», «Tres maneras de humildad», la fuerza de la
contemplación de la pasión de Cristo o la «Contemplación para alcanzar amor» son
herramientas muy válidas para detectar y, en su caso, reaccionar contra las afecciones
desordenadas.
El arte y la pericia del acompañante se revelarán en su capacidad de entrever estos
condicionantes paralizantes del discernimiento y en su capacidad para ayudar al
acompañado con preguntas, comentarios, contrastes, propuestas… que le faciliten entrar
más adentro en el ámbito de sus verdaderas motivaciones y deseos que de ellas puedan
surgir. ¿Nos ofrece san Ignacio alguna recomendación sobre cómo acompañar estas
afecciones? No mucho. La anotación 16 de los Ejercicios comenta varias cosas: 1)
Existe un afecto hacia algo, un afecto detectable y reconocible. 2) Ese afecto es juzgado
como «desordenado» porque se reconoce que no está orientado hacia el servicio de Dios,
sino hacia el propio provecho e interés temporal. 3) Se recomienda inclinarse hacia lo
contrario con oraciones y otros ejercicios espirituales para poder ordenar el deseo y la
afección. A continuación ofrecemos una presentación del texto según su estructura
interna que nos ayude a comprender mejor el largo y complicado párrafo ignaciano:
«1. si por ventura la tal ánima está afectada y inclinada a una cosa desordenadamente,
muy conveniente es moverse,
poniendo todas sus fuerzas,
para venir al contrario de lo que está mal afectada;
así como si está afectada para buscar y haber un oficio o beneficio,
no por el honor y gloria de Dios nuestro Señor,
ni por la salud espiritual de las ánimas,
mas por sus propios provechos y intereses temporales,
debe afectarse al contrario,
instando en oraciones y otros ejercicios
espirituales, y
pidiendo a Dios nuestro Señor el contrario,
es a saber,
que ni quiere el tal oficio o beneficio ni otra cosa
alguna,
si su divina majestad,

106
ordenando sus deseos,
no le mudare su afección primera.

De manera que la causa de desear o tener una cosa o otra sea solo servicio, honra y
gloria de la su divina majestad»[11].

En este párrafo las palabras afección/afectarse y deseo/desear aparecen siete veces.


Pero Ignacio está convencido de que es posible detectar y reaccionar con libertad y
determinación («poniendo todas sus fuerzas») ante estos afectos desordenados. Es decir,
es posible alcanzar cierto nivel de lucidez (entendimiento) sobre el desorden interno
(voluntad) y, en consecuencia, pedir a Dios la gracia para ser ordenado. Ignacio cree que
es Dios, «su divina majestad», quien ordena los afectos y deseos, contando con la firme
determinación de quien se ejercita.
Un proceso de discernimiento tendrá fundamento suficiente para llevar hacia una
sana decisión si se ha visto liberado no tanto de estas afecciones como de la influencia
que estas afecciones puedan producir en el discernimiento. Acompañar, ahora, consiste
en ayudar a iluminar y verbalizar las cosas hacia las que el ejercitante está afectado
desordenadamente y en alentar el itinerario de oración que favorecerá el proceso de
reordenamiento en «servicio, honra y gloria de su divina majestad».

c. La actitud básica de indiferencia


Conocidos y detectados posibles condicionantes o bloqueos, un tercer paso es favorecer
una actitud de indiferencia, algo muy relacionado con la rectitud de intención que ya
comentamos:
«es menester tener por objeto el fin para el que soy criado,
que es para
alabar a Dios nuestro Señor y
salvar mi ánima y
con esto hallarme indiferente, sin afección alguna desordenada.

De manera que no esté más inclinado ni afectado


a tomar la cosa propuesta que a dejarla,
ni más a dejarla que a tomarla,
mas que me halle como en el medio de un peso
para seguir aquello que sintiere ser más en gloria y alabanza de Dios»[12].

¿Cómo acompañar hacia la indiferencia? ¿Es la indiferencia una gracia? Sí, lo es. Se
puede pedir y también trabajar para que vaya apareciendo como un contexto de libertad
para la toma de decisión. Lucidez, oración y un proporcionado y discernido agere contra
pueden contribuir a restablecer el orden interno. El acompañante puede ayudar

107
favoreciendo la conversación sobre este tema, escuchando al acompañado y animándole
en su oración.
No se trata de pretender suprimir «mágicamente» el afecto que reconocemos como
desordenado, sino de detectarlo e impedir que influya en la libertad interna que exige el
proceso de la búsqueda de la voluntad de Dios y su cumplimiento.

d. La escucha de lo que Dios quiere


Es este uno de los puntos más originales de la aportación de Ignacio a la historia y
tradición del discernimiento. Dios se comunica y esta comunicación tiene un lenguaje;
las «palabras» de Dios se llaman «mociones», movimientos internos que se revelan a
través de sentimientos, deseos, fantasías, temores, ilusiones, pensamientos… El
acompañado comparte estos movimientos internos, estos ecos que la meditación y la
oración sobre su objeto de discernimiento provocan en su interior. Deseos, temores,
ilusiones, alegrías, tristezas, sequedades… El conocimiento y el análisis de estos
movimientos irán poco a poco clarificando una decisión en torno al objeto que las
provoca.
Ignacio de Loyola estaba muy convencido de que estos movimientos se producen en
el alma. El alma es para Ignacio el lugar religioso de la estructura humana, allí donde
Dios se comunica. Para Ignacio, afirmar que de hecho se da algún tipo de experiencia
espiritual consiste en verificar si se da algún tipo de moción. El discernimiento consistirá
en detectar estos movimientos y analizarlos teniendo en cuenta principalmente estos
cuatro puntos: su origen (¿de dónde vienen?), su naturaleza (¿qué son?), su tendencia
(¿hacia dónde orientan mi libertad?) y sus efectos (¿cómo me dejan?). Al final habrá que
valorarlos y ver qué tipo de influencia ejercen sobre el objeto de la decisión.
Para Ignacio de Loyola, cuando un número suficiente de mociones reconocidas como
buenas orientan y mueven la libertad hacia un mismo horizonte es señal de que Dios nos
está pidiendo que nos movamos en esa dirección y tomemos la decisión cae bajo esa
influencia.

e. Confirmación de lo re-conocido como voluntad de Dios


Según la propuesta ignaciana, una decisión no acaba de tomarse hasta que no se
confirma, es decir, hasta que no se tiene la experiencia interna de serena y profunda
consolación de que eso que se elige es querido por Dios[13]. Estrictamente hablando,
siendo fieles a la expresión y pensamiento de Ignacio, el protagonista primero de la
elección es Dios. La persona no escoge lo que desea y después pide a Dios que lo
confirme, sino que, más bien, se trata de escoger lo que intuimos y concluimos que Dios
ha elegido para nosotros y, antes de ponerlo en práctica, deseamos confirmarlo: es la
«divina majestad quien recibe y confirma la elección hecha».
En esto consiste reconocer, en releer mi experiencia de Dios como experiencia de
Dios en mí: Él lo ha hecho. Para Ignacio, reconocer es siempre un verbo religioso; es la

108
operación del espíritu que, volviendo a la memoria, va des-cubriendo la presencia de
Dios donde hasta entonces había pasado des-apercibida. La expresión de la petición de la
«Contemplación para alcanzar amor» es muy ilustrativa: «Para que yo, enteramente
reconosciendo [el bien recibido], pueda en todo amar y servir a su divina majestad»[14].
Esta confirmación consiste en dar un tiempo para sentir y experimentar en la oración
que en verdad Dios quiere y desea «eso para mí». Este sentir ha de revelarse como
consolación en alguno de sus variados modos de aparecer[15].

109
11

La estructura interna de la conversación pastoral

Si con una mirada «a vista de pájaro» (o «de dron», diríamos hoy) pudiéramos
sobrevolar una conversación pastoral, veríamos, ante todo, a dos personas hablando
tranquila y amigablemente; este paisaje nos invitaría a concluir que se trata de un tiempo
donde las cosas fluyen con libertad y espontaneidad. Esta conclusión tendría su parte de
verdad, pero no se trataría de toda la verdad; una serie de elementos invisibles
permanecen silenciosos a lo largo de la conversación contribuyendo a su adecuado
desarrollo, desde esa parte humilde de la historia siempre invisible que acontece detrás
del escenario.

11.1. Su preparación
El resultado más o menos positivo de una conversación pastoral puede tener gran
relación con la calidad de la preparación que le hayamos dedicado. Sabiendo que la vida
es compleja y que los compromisos de las agendas no siempre facilitan afrontar las
situaciones con la preparación y tranquilidad que sería deseable, antes de recibir a la
persona que se acerca para una conversación espiritual, puede ayudar tener en cuenta los
siguientes puntos.

a. «A dónde voy y a qué»


Lo primero es caer en la cuenta del tipo de encuentro que se va a dar. Cuando en los
Ejercicios Espirituales Ignacio introduce el primer modo de orar, nos anima a considerar
brevemente antes de entrar en la oración «a dónde voy y a qué»[1]. Una conversación de
acompañamiento o una conversación puntual solicitada por una persona en busca de luz
sobre algún punto de su vida merece ser acogida y desarrollada desde la clave teológica
y espiritual que le da sentido y significado. Cada tipo de encuentro requiere un particular
saber estar: un tono, un tipo de intervenciones, un lenguaje, una formalidad[2].
Es de gran ayuda para el acompañante y para el desarrollo de la conversación
disponer de unos breves momentos para traer a la consciencia el ministerio que se va a
desarrollar y poder concederle la importancia que pide.

110
b. «Traer a la memoria»
Haciéndonos eco de esa recomendación ignaciana, «a dónde voy y a qué», ayuda mucho,
antes de comenzar una conversación, traer a la memoria a la persona que vamos a
recibir. Esto puede hacerse en algún momento a lo largo del día, releyendo, si las
hubiere, algún tipo de notas de anteriores encuentros o, sencillamente, haciendo memoria
de la vida que esta persona venía compartiendo en anteriores encuentros.
¿Había quedado algún tema pendiente de ser abordado o profundizado? ¿Hay alguna
circunstancia especial en la vida del acompañado que sea importante recordar y
mencionar en la conversación? Traer a esta persona y su situación concreta a la memoria
puede ser una buena ocasión para rezar brevemente por ella y por su situación,
situándola así cerca de Dios, introduciéndola en el Ecosistema al que más arriba nos
referíamos. Pronunciar en silencio una sencilla oración de bendición puede ser suficiente
para dar sentido religioso a este «dónde voy y a qué voy».

c. Trabajar la disposición interna


Realizado este simple ejercicio de autoconsciencia, ayudará también a la conversación
que el acompañante sea lúcido con su propia disposición interna[3], con un breve
ejercicio de concentración que le dé luz sobre cómo se encuentra y dónde está en este
momento con respecto a esta entrevista y a esta persona. En este momento, ayudará
intentar localizar todo aquello que pueda condicionar o amenazar una escucha atenta,
libre de prejuicios y lo más objetiva posible.
Estos posibles condicionantes pueden ser tanto negativos (cansancios, perezas,
repugnancias, dificultades, miedos…) como positivos (ilusiones latentes, expectativas,
emociones despertadas por noticias recibidas ajenas a la entrevista…). El acompañante
ha de localizarlos y situarlos en su adecuado lugar interior para impedir que influyan de
cualquier manera en el ejercicio de escucha o distorsionen el valor o el contenido de la
comunicación.
En este sentido, la conversación tiene sus dosis de ascesis, pues lo que se pide al
acompañante es que intente posponer todo aquello que internamente le pueda estar
condicionando y hacer del otro, de su vida y sus circunstancias, y de la manera más libre
posible, el centro único de su atención. El otro es aquí y ahora lo más importante y el
otro en tanto que mirado y querido por Dios, lo cual precede en importancia y sentido a
los juicios o prejuicios que el acompañante haya podido ir haciendo sobre la persona o
las circunstancias del acompañado. Ignacio recomendaba «no mirar mi comodidad, mas
traerme a mí mismo a la comodidad y condición de la persona con quien quiero
tratar»[4].

d. Alentar la consideración positiva


«Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo que a
condenarla»[5]. Otra gran ayuda para la conversación de acompañamiento, antes de que

111
dé comienzo, consiste en que el acompañante trabaje la propia motivación para que la
escucha sea lo más honesta posible. Se trata de invertir unos breves momentos en valorar
positivamente a la persona con la que se va a encontrar, sin que ello implique cerrarse a
ver los problemas o limitaciones que puedan ir saliendo a la luz. Si nos dejamos inspirar
por el ejercicio de contemplación ignaciana, se trataría de «mirar con la vista
imaginativa[6] cómo Dios mira a esta persona y a su circunstancias» y pedir la gracia de
sumarse a esa mirada bondadosa de Dios sobre ella.
No se trata en ningún caso de no ver o no querer ver problemas o conflictos que
pudieran aparecer o que ya han aparecido, sino de pedir la gracia de poder abordarlos
desde la bondad, misericordia y la libertad propias del Espíritu. Se trata de un ejercicio
para favorecer una rectitud de intención: escuchar en libertad al acompañado, desde lo
que es y desde donde está «aquí y ahora», tratando de superar posibles prejuicios o ideas
previas que el acompañante pueda tener sobre él/ella[7]. Una breve oración, un deseo de
paz y bendición pueden ser suficientes para orientar el encuentro hacia su puerto de
destino: la búsqueda de Dios.
Este pequeño ejercicio de «consideración positiva» es tanto más necesario cuanto
más difícil nos resulta la persona a la que tenemos que acompañar, ya sea por la falta de
empatía que pueda darse, ya sea por el rechazo interno que pueda producir la situación
concreta en la que se encuentra. Ni la anti-patía ni el rechazo han de ser quienes orienten
la conversación que va a comenzar: toda persona tiene derecho a ser escuchada en
verdad, en libertad y en la atmósfera del Espíritu.

11.2. Los relojes de la escucha


En toda conversación pastoral es muy importante manejar con equilibrio los diversos
«tiempos» que interactúan en ella. Un tiempo cronológico, un tiempo psicológico y un
tiempo pneumatológico o espiritual. Digamos una breve palabra sobre cada uno de ellos
y sobre cómo se relacionan.

a. El reloj cronológico. «Para estar con Él»


Es el más evidente. Para que la conversación pueda fluir con tranquilidad es importante
garantizar un tiempo cronológico suficiente para que pueda desarrollarse sosegadamente.
El tiempo puede variar en función de las personas y del objetivo; cada «maestro» puede
tener una opinión sobre cuánto debe durar una conversación pastoral. La experiencia nos
viene enseñando que una hora, tal vez hora y cuarto o, como mucho, una hora y media,
es un buen intervalo de tiempo para garantizar el buen desarrollo de una conversación. Si
no se puede disponer de un tiempo tranquilo suficiente, es mejor posponer el encuentro
para otro momento hasta que se disponga de él o clarificar al comienzo de la
conversación a qué hora debe finalizar, para que las dos partes puedan situarse con
lucidez ante el tiempo disponible. La prisa, por ejemplo, por otro compromiso adquirido
a continuación (por cualquiera de las dos partes) puede ser causa de intranquilidad,

112
nerviosismo y, por tanto, distracción en el acto de escucha. Una conversación mantenida
entre las prisas del acompañante puede provocar en la persona acompañada la impresión
de ser poco escuchada y valorada y puede tener consecuencias negativas para la relación
de acompañamiento: «Ayuda mucho [para la buena conversación] no mirar mi ocio o
falta de tiempo con priesa»[8].
Si la conversación pastoral se da en un contexto de acompañamiento espiritual
continuado, conviene también que los encuentros mantengan cierta periodicidad; esto
favorecerá conversar sobre diversos puntos, evitando silencios demasiado largos que
dificulten la continuidad en el tratamiento de los temas. Un acuerdo entre acompañante y
acompañado, dependiendo de personas y circunstancias, valorará la periodicidad con la
que conviene ir insertando las conversaciones. A algunas personas les ayudará más en
algún período de su vida encontrarse más frecuentemente con el acompañante, y a otras
menos. Habrá que ir viendo según tiempos disponibles, circunstancias, personas…,
sabiendo que de lo que se trata es de favorecer un tiempo para estar con el Señor.

b. El reloj psicológico. «Rema mar adentro»


Este reloj tiene que ver con las disposiciones previas arriba mencionadas y con la
«atmósfera anímica» de quien escucha. El acompañante ha de abrir un espacio interior
suficientemente liberado de otras preocupaciones o asuntos internos que le posibilite sin
mayor esfuerzo centrar su atención en la persona que tiene delante. El tiempo de
preparación al que nos hemos referido puede ayudar mucho a que el diálogo no se vea
amenazado por las reiteradas distracciones que puedan asaltar debido a otros temas
ajenos a la conversación: asuntos laborales o profesionales pendientes, compromisos
futuros inmediatos que reclaman la atención, circunstancias personales…
El acompañante, en definitiva, ha de trabajar por la calidad de su propio tiempo
psicológico y velar por favorecer un ámbito interior de escucha liberado, en lo posible,
de condicionantes y distracciones que poco o nada tienen que ver con la persona
acompañada. De manera parecida, el «acompañado» ha de caer también en la cuenta de
cómo se encuentra su espacio interno psicológico para favorecer una serena
concentración que le ayude a situarse según aquella máxima del «a dónde voy y a qué».
Es conveniente dedicar unos minutos a localizar las posibles distracciones o
preocupaciones y dialogar con ellas para evitar que dificulten, pretendan bloquear o
impidan el sano desarrollo de la conversación.
Cuidar el tiempo psicológico tiene que ver, por tanto, con caer en la cuenta de la
densidad del momento presente en que me hallo. Tiene que ver con tranquilizar el
espíritu y liberarlo de pequeñas o grandes preocupaciones de futuro que puedan estar
provocando nerviosismos o angustias desproporcionadas. Cuidar el tiempo psicológico
tiene que ver también con buscar la paz interior, que muchas veces descansa medio
dormida en dimensiones más profundas de nuestro interior, más allá de prisas o
pensamientos tan periféricos que buscan un protagonismo inmerecido en el escaparate
del yo. A veces puede ocurrir que la conversación no da tanto de sí como se esperaba

113
porque no se ha cuidado esta dimensión anímica del silencio y del tiempo. Puede ocurrir
que el acompañado entre en la conversación de manera precipitada, necesitado, por
tanto, de unos instantes de tranquilidad que le permitan conectar con la dimensión
religiosa de su interioridad: «¿Para qué estoy aquí?». El acompañante ha de estar atento
en los comienzos del diálogo para captar desde «qué lugar del ánimo» se está
desarrollando la conversación y favorecer suavemente el descenso hacia el sentido del
encuentro: ayudar al acompañado a «remar mar adentro».

c. El reloj espiritual. «Soy yo, el que habla contigo»


Con frecuencia, las conversaciones de acompañamiento están explícita o implícitamente
relacionadas con la búsqueda de Dios y de su voluntad en la vida de la persona
acompañada. Esta voluntad puede estar pidiendo concretarse en algún punto que reclama
tomar una decisión. El acompañante ha de traer a la memoria con cierta frecuencia que el
ritmo del proceso interno de las personas lo marca el Espíritu Santo. ¿Cómo adaptarse a
los tiempos de este peculiar reloj?
De cara a posibles procesos de discernimiento y a las posibles decisiones (¡y
acciones!) que de él puedan derivarse, el acompañante ha de ser lúcido con la tentación
de marcar ritmos diferentes. La pericia del acompañante tiene mucho que ver con su
familiaridad con los «signos de Dios y de sus tiempos» sobre la vida de esta persona. En
ocasiones, la persona acompañada puede pretender adelantarse al tiempo del Espíritu y
lanzarse a tomar una decisión que el acompañante considera que todavía no está madura.
Este debe, por tanto, prevenirle para que considere despacio la situación y se tome el
tiempo conveniente para seguir sopesando y considerando la situación según la
recomendación de san Ignacio en la anotación decimocuarta de los Ejercicios: «El que
los da, si vee al que los rescibe que anda consolado y con mucho hervor, debe prevenir
que no haga promessa ni voto alguno inconsiderado y precipitado; y quanto más le
conosciere de ligera condición, tanto más le debe prevenir y admonir»[9].
O, al contrario, el acompañante puede percibir perezas o miedos en el acompañado
que estén paralizando o bloqueando su proceso de crecimiento; entonces, ha de encontrar
la forma de animarle para seguir adelante en la búsqueda de Dios y de su voluntad,
según el espíritu de la anotación séptima: «El que da los exercicios, si vee al que los
rescibe que está desolado y tentado, no se haya con él duro ni desabrido, mas blando y
suave, dándole ánimo y fuerzas para adelante»[10]. Tanto en una como en otra situación,
el acompañante ha de ser crítico consigo mismo, sin pretender identificar su propia
opinión y criterio con la opinión y el criterio del Espíritu.
Pongamos un ejemplo sencillo. Como acompañante, yo no veo todavía humanamente
madura a esta persona para ingresar en el seminario o en la vida religiosa. Tengo cierto
temor de que si le doy «luz verde» para su ingreso en el seminario o en el noviciado sea
fuente de conflicto en su comunidad y, por tanto, el problema se vuelva hacia mí, como
responsable de su proceso de discernimiento. El rector del seminario o el maestro de
novicios podrán amonestarme por mi falta de tino y discreción a la hora de seleccionar

114
los candidatos.
O, al contrario, puede pasar que yo, como acompañante, vea a esta persona
suficientemente preparada para dar este paso en su vida. Además, me gustaría que en
nuestro noviciado hubiera más novicios o novicias, según el caso, y esta persona a quien
acompaño puede ser un buen candidato o candidata. Que esta persona entrara en el
seminario o noviciado supondría para mí un cierto motivo de autoestima, pequeño éxito
pastoral y positivo reconocimiento por parte de mis colegas de equipo. Guiado por el
reloj de mi propio tiempo, me veo con fuerzas para «animar» a este joven a que dé este
importante paso en su vida, imponiendo, más o menos conscientemente, mi propio reloj
al reloj del acompañado (que tal vez no lo ve tan claro como yo) y al reloj de Dios, que
muchas veces es el último que consultamos.
Ante todo, aquí lo importante es volver al punto primero de estas disposiciones que
estamos comentando: la rectitud de intención, que implica la purificación de los deseos,
y la oración sincera ante Dios para intentar vislumbrar y concluir qué es lo que Él quiere
para esta persona en este momento y circunstancias de su vida. Lo demás ha de ser
siempre secundario. Una vez que he intentado ajustar mi tiempo al tiempo de Dios,
intentaré también, respetuosamente, adaptar el tiempo del acompañado ayudándole a
reconocer su propio calendario, su propio tiempo en sus pros y en sus contras… Saber
esperar a una armónica sincronización de los relojes implicados será siempre más sabio
y fecundo que dejarse llevar acríticamente por el empuje indiscreto de un único tiempo.
Conversar tiene mucho de aprender a escuchar en las palabras el paso de Dios; de
aprender a esperar el signo oportuno del Espíritu para avanzar por aquí o por allá, y de
aprender a animar y a mantener el paso apropiado para ir sincronizando los tiempos
diferentes que intervienen en esta conversación pastoral. Como le ocurrió a la mujer
samaritana que hablaba con Jesús junto al pozo, acompañante y acompañado han de
despertar los oídos internos para escuchar la voz que habla en los corazones: «Soy yo, el
que habla contigo»[11].

11.3. La actividad interna y silenciosa del acompañante


Tras exponer brevemente las disposiciones previas de quien escucha, las condiciones del
contexto y la breve introducción a la conversación, nos detendremos ahora a comentar el
trabajo interno y silencioso que el acompañante realiza mientras el diálogo sigue su
discurso. Sabemos que gran parte del trabajo del ejercitante consiste en escuchar, pero
¿en qué mantiene ocupada su cabeza mientras escucha para ir construyendo la mejor de
las conversaciones posibles?
Permanecer una hora, más o menos, en conversación con una persona puede ser algo
sencillo y, hasta cierto punto, habitual en nuestra vida ordinaria; pero acompañar es
mucho más que ofrecer una presencia pasiva y atenta a nuestro interlocutor. Supone todo
un despliegue de capacidades internas que se van organizando para elaborar
responsablemente la información que se recibe e intentar, en consecuencia, ofrecer la
mejor de las respuestas posibles. La conversación espiritual, que será en gran medida un

115
ejercicio de pasividad, requiere, sin embargo, una gran actividad interna por parte de
quien escucha. La experiencia «conocida y notada»[12], es decir, examinada y evaluada,
es la mejor maestra. Veamos, por tanto, algunas de las tareas que ha de hacer quien
acompaña a lo largo de la conversación.

a. Escucha y autoatención
Escuchar, y no hablar, es lo primero. «Hablar poco y tarde; oír largo y con gusto»,
recomendaba san Ignacio de Loyola a los PP. Pascasio Broët y Alfonso Salmerón en su
instrucción «Del modo de negociar y conversar en el Señor»[13]. Y a los padres
enviados a Trento insiste: «Sería tardo, considerado y amoroso», y más adelante,
«ayudándome en el oír»[14].
Liberado, en lo posible, de los prejuicios y distracciones que acechan, el acompañante
escucha y recibe las palabras del acompañado de manera silenciosa, favoreciendo que la
persona se exprese como es y desde lo que aquí y ahora lleva en su interior. La escucha
del acompañante es activa y ha de trabajar por guardar en su memoria aquellos puntos de
la conversación que por cualquier motivo resuenen en él como especialmente
importantes y significativos.
El acompañado puede revelar la importancia de una experiencia por diversas vías a
las que conviene prestar atención: ya sea porque el acompañado ha invertido más tiempo
en tal o cual punto, ya sea porque al sacarla a la luz ha enfatizado las palabras con algún
tipo de reacción corporal o emotiva importante (a veces tiembla la voz, se interrumpe o
fragmenta el discurso, se enrojece el rostro, se cambia la postura corporal, varía el tono,
el volumen o el timbre de la voz, se juega con las manos, se humedecen los ojos…)[15].
La escucha discernida/discreta nos irá diciendo si es conveniente intervenir en ese
preciso momento o permanecer en silencio y permitir a la persona continuar con su
relato. Al escuchar con atención al tiempo que recibe las palabras, el acompañante va
relacionando los contenidos con otros puntos que han ido apareciendo a lo largo de la
conversación o en conversaciones anteriores. Evocar estas relaciones en el momento
apropiado de la conversación puede resultar provechoso para el acompañado, pues le
ayuda a reconocerse en reacciones (internas o externas) parecidas viviendo situaciones
muy diferentes, favoreciendo así el autoconocimiento.
La conversación exige al acompañante autoatención y autocontrol. La distracción
viaja siempre como compañera de camino y puede hacerse presente a partir de diversas
circunstancias a lo largo de la conversación. Puede ocurrir que algunas cosas que el
interlocutor va comentando evoquen situaciones personales del acompañante, o le
remitan a otros asuntos muy distantes de lo que ahora reclama su concentración. A veces
basta una imagen, la alusión a un lugar conocido, a una persona o a una experiencia…
para que el acompañante se sienta invitado a viajar con su imaginación o memoria a otro
lugar diferente de la sala donde acontece la conversación. Por lo tanto, es necesario que
una parte interna del acompañante esté en vela para ayudar a la «atención a permanecer
atenta» y mantener la concentración que la persona que está enfrente necesita y merece.

116
b. Entender y comprender internamente
En su nivel elemental, escuchar implica entender de la manera más precisa la
información que se está compartiendo, con especial atención a expresiones o palabras
cuyo significado pueda escaparse debido, tal vez, al ámbito social o cultural al que
pertenece el acompañado, o a su ámbito profesional, etc. Durante la conversación, no
conviene quedarse con dudas sobre el significado de palabas o expresiones concretas,
pues puede ocurrir que el discurso continúe apoyándose precisamente en aquello que no
hemos entendido y convirtiéndose así en causa de distracción para quien acompaña. El
acompañante ha de estar atento para encontrar el momento adecuado y, sin mucho
tardar, intervenir para preguntar, matizar o afinar la comprensión de lo que va
escuchando. Esta interrupción del relato ha de hacerse con respeto y delicadeza:
«Disculpa que te interrumpa. ¿A qué te refieres cuando hablas de tal cosa?» o «Disculpa,
y para poder entenderte mejor, ¿qué quieres decir cuando hablas de esto o de aquello?» o
«¿Quién es esa persona que acabas de mencionar?». Estas o algunas otras fórmulas
parecidas pueden ayudar a mantener la atención y la concentración en la conversación.
Este tipo de intervenciones, que no deberían ser numerosas, han de ser breves y
precisas y, una vez aclarado el punto que no se había comprendido bien, se ha de volver
cuanto antes a la conversación, sin favorecer que al acompañado le distraiga la pregunta
y le desvíe del tema que venía desarrollando. Lejos de provocar distracción, estas
preguntas pueden dar seguridad y confianza al acompañado, como pequeña muestra de
que le estamos prestando atención y tenemos interés por lo que está compartiendo.
Este ejercicio básico y primario de entender de lo que se está hablando abre la
escucha al nivel más profundo de la comprensión. Comprender consiste en acceder a un
nivel de sentido de lo que se escucha más allá del significado gramatical concreto que las
palabras y las frases poseen por sí mismas. Comprender es entender lo que se dice desde
las circunstancias concretas de quien lo dice desde su «aquí y ahora» intransferible. Lo
que se dice tiene un plus de significado otorgado por la vida de quien las pronuncia.
Comprender es desplegar una dimensión de empatía entre quien escucha y quien habla
para tratar de conversar desde el sentido más apropiado de lo que se está hablando.
Palabras como dolor, crisis, accidente, trabajo, engaño, paro, terminal, separación,
vocación, familia, enfermedad, Dios, traición, amor, pareja, hospital y tantas otras
pueden tener un significado particular otorgado por la situación concreta de la persona
que las pronuncia. Comprender pasa por asumir la dimensión existencial del significado
como base del mínimo de «empatía» necesario para este tipo de comunicación. La
relación de acompañamiento se va construyendo desde una suficiente y atemática
afinidad de ánimos que favorece la fluidez de la conversación y el progreso en la
confianza. Y todo para seguir buscando y, muy probablemente, hallando a Dios en la
vida diaria.
Una relación de este tipo en la que dos personas (acompañante y acompañado) han de
permanecer no pocas veces a solas durante una hora, sin más «entretenimiento» que su
propia conversación, y esta sobre temas personales y autoimplicativos, ha de estar

117
favorecida por una suficiente afinidad psicológica. Al decir «suficiente», podríamos
decir también «mínima»; su ausencia podría provocar en la relación algún tipo de
rechazos afectivos implícitos no formulados pero sí perceptibles por otros lenguajes.
Lo que en principio solo es, o puede ser, falta de afinidad psicológica puede
evolucionar hacia una dificultad mayor o incluso impedimento que pueda bloquear la
relación de acompañamiento. Si esto se diera, bastaría con que alguno de los dos
explicitase respetuosamente sus dificultades y se viera la mejor manera de continuar las
conversaciones de acompañamiento con otro acompañante. Detenerse a analizar las
causas de tales anti-patías podría suponer entrar en un campo de apreciaciones que muy
probablemente sería motivo de distracción para el proceso del acompañado. Los dos,
acompañante y acompañado, han de examinar las causas de posibles antipatías y ver de
qué forma se pueden integrar en el proceso. En ocasiones pueden aparecer malestares en
el acompañado debido a la toma de conciencia de aspectos sombríos y desconocidos
para él que el acompañamiento va desvelando. Los dos protagonistas de la conversación
tendrán que tomar conciencia y distancia de estos malestares para evitar que puedan
derivar hacia tensiones o antipatías interpersonales.

c. El «lugar vital» del otro


Es tarea del acompañante ejercitarse a fin de despertar la sensibilidad suficiente para
captar cómo viene la otra persona, cómo está en este momento que está delante de él; y,
supuesto que entiende y comprende qué está diciendo, intenta además darse cuenta de
desde dónde está comunicando. Con gran frecuencia, este «desde dónde», provocado en
gran medida por sus circunstancias personales, requiere observación e intuición, es algo
que se capta o percibe más que se analiza o se concluye. La experiencia es, también en
este punto, la gran Maestra.
La persona puede llegar a la conversación de acompañamiento con estados de ánimo
muy diferentes: preocupada, cansada, estresada, atemorizada, desilusionada… o, por el
contrario, animada, optimista o ilusionada, y tal vez no desee explicitarlo al comienzo de
la conversación. El acompañante puede captar esta situación por la mirada, por la
expresión general del rostro, por el lenguaje no verbal de todo el cuerpo o por diversas
señales «no lingüísticas» que con frecuencia emitimos las personas con nuestra simple
presencia. Para quien acompaña es importante, y por ahora suficiente, comenzar la
conversación habiendo registrado este dato y proceder adelante.
Hay personas que por sus años de experiencia o su psicología tienen más desarrollada
esta sensibilidad y otras que menos; en todo caso, se trata de algo que se puede trabajar
con un poco de atención y observación. Si en el mismo momento del saludo inicial o en
los comienzos de la conversación el acompañante nota algo extraño, conviene no insistir
con preguntas y comentarios para pedir al acompañado que lo explicite. En principio, a
no ser que se vea con claridad que pueda tratarse de algo capaz de bloquear la
conversación, es más conveniente seguir adelante y dejar libertad a la persona para que
comparta o no aquello que la preocupa, entristece o ilusiona, según ella misma estime

118
conveniente. La experiencia nos ha ido mostrando que si la persona se va encontrando a
gusto, muy probablemente esta preocupación o problema podrá aparecer a lo largo de la
conversación; si no aparece no es necesario preguntar; es probable que en futuras
conversaciones aparezcan estos puntos que van quedando implícitos en el camino.

d. Memoria: historia y gracia


Otra de las funciones que corresponde a quien acompaña es mantener vivamente activa
su memoria para recordar los temas que van saliendo en la conversación e ir viendo si
pueden converger en algún centro o núcleo de interés primordial. Más adelante, en el
momento más conveniente, podrá ofrecer el comentario, sugerencia, opinión, pregunta o
contraste que considere más oportuno.
Hay personas que tienen mayor dificultad en encontrar por sí mismas el hilo
conductor de su propio discurso y necesitan más tiempo para ir entrando en los temas
más personales que desean que se traten en el acompañamiento. Si el acompañante es
consciente de que el acompañado va haciendo su propio itinerario, conviene no
intervenir y esperar a que los temas vayan saliendo al ritmo que el acompañado va
marcando. Saber esperar y no tener prisa suele ser más acertado que intentar forzar la
aparición en la conversación de algún punto que el acompañante considera importante
para el acompañado.
Pero también nos encontramos con personas que no se preocupan por seguir un hilo
conductor más o menos coherente, sino que proceden en la conversación comentando
temas de diverso contenido e importancia sin aparente orden o jerarquía. A estas
personas hay que ayudarlas a descubrir un orden subyacente en medio de la
yuxtaposición de temas o problemas que van exponiendo sin aparente conexión lógica.
En medio de este aparente «caos expresivo», el acompañante puede ayudar a vislumbrar
el tema más importante entre los que van apareciendo y desde él comenzar a jerarquizar
y a situar el resto de los puntos como subtemas relacionados con el tema principal o
central. La experiencia nos enseña que, normalmente, la persona muestra en la
conversación uno o dos temas importantes en el momento actual de su vida; temas que
van apareciendo de una u otra manera, con frecuencia disfrazados de pequeñas anécdotas
o situaciones que la persona va compartiendo. Ayudar a quitar el disfraz a los episodios
de la vida y descender a su significado vital es una de las funciones más propias del
acompañante.
En este punto, la pericia del acompañante es doble. Por una parte, consiste en saber
distinguir la historia que se cuenta del tema principal que le da sentido, que muchas
veces no está explicitado: ¿un temor?, ¿una angustia?, ¿una preocupación
desproporcionada?, ¿una ambición?, ¿un fracaso?, ¿un deseo?… La tarea del
acompañante podría ser intentar dar respuesta a esta o a otra pregunta parecida: «¿de qué
me está hablando (sin decirlo) esta persona?» o «¿de qué desea hablarme que no aparece
verbalmente explicitado?». Por otra parte, el acompañante ha de ir también realizando
sus conexiones internas con todos los subtemas que han ido apareciendo para ayudar a la

119
persona a descubrir la relación interna que les ha llevado a aparecer en la conversación y
a descubrir así el tema central que en este momento de su vida pide ser iluminado por la
luz de la fe.
¿Qué hacer con la información que el acompañante va acumulando en su memoria?
Según se van reteniendo los puntos que van saliendo durante la conversación, el
acompañante ha de ir también trabajando para establecer posibles nexos causales o
temáticos acerca de lo que va escuchando e ir interpretando lo que intuye que pueden ser
datos necesarios para iluminar una situación o un problema. ¿Hay alguna cosa que están
comunicando los diferentes temas o subtemas que van apareciendo? ¿Puede haber algún
denominador común entre estos aparentemente inconexos temas que la persona está
sacando a la luz? ¿Tienen alguna relación, tal vez, con los temas de conversaciones
anteriores? ¿Qué está comunicando esta persona sobre sí misma a partir de las diferentes
y diversas «anécdotas» que está compartiendo? Estas son algunas preguntas a las que el
acompañante ha de ir respondiendo internamente mientras escucha en silencio al
acompañado para ayudarle a descubrir la lógica interna de su propia vida y cómo Dios
pueda estar haciéndose presente a través de ella.
Hay personas, en fin, que acuden a la conversación de acompañamiento con los temas
que desean compartir bien ordenados y con un guion previo bien elaborado. Son, por lo
general, personas muy ordenadas en su vida, que creen conocerse sistemáticamente y
que con frecuencia creen también conocer la mejor de las soluciones posibles para
aquello que les pasa. Una de las mejores intervenciones que el acompañante puede tener
con este perfil de acompañados es intercalar algún tipo de comentario o pregunta que no
se refiera a los temas de la lista preparada o caiga exactamente dentro de ellos o, lo que
es lo mismo, ayudar al acompañado a ir más allá de sí mismo y animarle a explorar
dimensiones de su propia personalidad todavía desconocidas para él. Será la mejor forma
de ayudarle a crecer, ayudándole a ir más allá de los límites de su propia
autoconsciencia.
En el seguimiento del Señor Jesús, la persona está llamada a trascender lo que conoce
o cree conocer de sí misma, y es labor del acompañante conducir al acompañado hacia
zonas desconocidas o malinterpretadas de su propia interioridad religiosa.
En definitiva, el acompañante ha de permanecer vigilante para decir aquello que sea
en verdad lo que más conviene para el crecimiento del otro, y no tanto para satisfacer sus
propias ideas, juicios, curiosidades, planteamientos… con respecto a la situación vital
del acompañado.

e. Detección, ponderación y jerarquización


Otra de las actividades silenciosas del acompañante consiste en detectar el sentimiento o
moción principal que subyace al discurso verbal que se está explicitando. Captar este
sentimiento o experiencia central nos puede ayudar a establecer nexos congruentes entre
lo que se está diciendo y lo que se está viviendo, así como a interpretar desde él la
diversidad de experiencias o situaciones que se exponen, que con frecuencia o se

120
originan en él o tienden hacia esta moción princeps. Aunque no aparezca en la
conversación, tal vez de lo que se está hablando es de resentimiento, o de angustia, o de
miedo, o de ilusión, o de humillación, o de fracaso, o de éxito…, de consolación o
desolación.
Con frecuencia la persona acompañada no es consciente de la presencia de tal
sentimiento en su interior; puede y sabe contar diversas experiencias o situaciones
recientes que ha ido viviendo, pero tal vez no es consciente de la presencia de este sentir
principal y común a todas ellas. Detectarlo y poder compartirlo y analizarlo juntos para
comprender su significado es uno de los grandes bienes que el acompañante puede
ofrecer a la persona acompañada.
No todo tiene la misma importancia ni las mismas repercusiones en la vida de la
persona. En ocasiones puede pasar que pequeños detalles o asuntos de la vida ordinaria
sacados de su contexto o de su valor objetivo están provocando un malestar y confusión
desproporcionados en el acompañado. Bastará entonces con ayudar a localizarlos,
ponerles nombre y situarlos, con la imaginación, sobre la mesa como primer paso para
comprenderlos y controlarlos.
En otras ocasiones, hay parcelas de la vida que se ven trastocadas por un único
problema más importante que está influyendo silenciosamente sobre ellas y que tal vez
el acompañado desconozca. Es parte de la tarea de quien acompaña ayudar a la persona a
profundizar en lo que va compartiendo a través de alguna pregunta suave o indirecta, o
con una evocación, con el fin de ir iluminando lo que permanece escondido y, por tanto,
desconocido.

121
12

Las palabras que no se pronuncian:


comunicación no verbal

«La mitad de tu sonrisa es para ti;


la otra mitad, para el mundo».
PROVERBIO TIBETANO

Comunicar sin decir[1]. La cantidad de comunicación no verbal que cada día emitimos
es enorme: el 55 % de la información puede deberse a la expresión del rostro; un 38 %,
al tono de voz, y un 7 %, a las palabras[2]. Las cifras conceden un valor enorme al
lenguaje no verbal y muestran cierta minusvaloración de la palabra; los datos ahí están.

12.1. La comunicación no verbal


Lenguaje verbal y no verbal forman una unidad en el acto de comunicación. En todo
encuentro mediado principalmente por la palabra desempeña un papel determinante toda
la comunicación que se produce a través del lenguaje de los numerosos elementos del
cuerpo.
Comunicamos y hablamos con todo lo que somos. La palabra se expresa no solo en lo
que se está diciendo, sino también en cómo se está diciendo; la palabra tiene también una
corporalidad constituida por el tono, volumen, la fluidez, la seguridad o inseguridad con
la que hablamos, la coherencia que transmitimos al pronunciar lo que decimos, etc. Lo
esperable es que en nuestro acto comunicativo el lenguaje verbal y el no verbal apunten
en la misma dirección y así nuestros gestos, nuestra mirada o nuestra postura corporal
confirmen o enfaticen aquello que comunicamos con nuestras palabras. Pero no siempre
es así; pueden darse ocasiones en las que nuestro lenguaje no verbal pueda estar
contradiciendo lo que afirmamos con palabras: «lo que dices me distrae de lo que
eres»[3].
La sola presencia ya transmite, por ejemplo, seguridad, confianza, miedo,
prepotencia, tensión, cansancio, temor, duda, orgullo, deseo, tranquilidad, armonía… En
las empresas, los responsables del departamento de recursos humanos encargados de

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hacer entrevistas para la selección de nuevo personal tienen muy en cuenta toda esta
comunicación que el candidato al puesto está mostrando con su cuerpo. Rasgos de su
personalidad y de su psicología pueden aparecer más claramente a través de silenciosas
expresiones corporales que a través de frases tantas veces estereotipadas y propias de una
entrevista de trabajo.
También este elemento no verbalizado inherente a todo acto de comunicación aparece
entre acompañante y acompañado durante la conversación espiritual. ¿Cómo captarlo?
¿Cómo manejarlo y cuidarlo para el bien de la conversación? ¿Qué hacer? ¿Qué evitar?

12.2. El lenguaje no verbal del acompañante

a. El lenguaje de los ojos y la mirada

Uno de los medios de comunicación más habitual es la mirada. El acompañante ha de ser


lúcido con el uso que hace de la mirada. Un uso distractivo de los ojos puede provocar
malestar en la conversación e incluso bloquear algunos de sus aspectos. Comenzaremos
exponiendo algunos gestos visuales que conviene evitar.
Mirar repetidamente el reloj. Este desafortunado gesto puede transmitir varias cosas:
en primer lugar, lo asociamos espontáneamente con la prisa por terminar la
conversación; el acompañado puede interpretar que el acompañante tiene algo más
importante que hacer y ya desea terminar la conversación, lo cual provocará una
disminución de atención y concentración. En segundo lugar, puede transmitir
aburrimiento, que puede ser interpretado por el acompañado como falta de respeto hacia
él: «Lo que estoy compartiendo no es de su interés». Puede transmitir también cierto
nerviosismo o ansiedad, al hacer notar al acompañado, por ejemplo, que lleva demasiado
tiempo tratando un tema o explicando una misma cosa… Todo esto puede provocar una
pérdida de confianza y seguridad en el acompañante.
Como ya expusimos[4], saber manejar el tiempo con acierto es muy importante para
el desarrollo de la conversación. Para evitar este gesto de mirar el reloj, puede resultar de
ayuda colocar un reloj en algún lugar fácilmente visible para el acompañante. Si fuera
necesario, también se puede comentar abiertamente con el acompañado que se va a mirar
el reloj para no retrasar el final de la conversación y así no perjudicar posibles
compromisos posteriores. Esta claridad suele satisfacer al acompañado y la considero
mejor que mirar el reloj reiteradamente con escaso disimulo.
Mirar repetida o detenidamente hacia otro sitio. Refleja distracción por parte del
acompañante. Muy probablemente, algo se ha cruzado en el mundo de sus pensamientos
que ha desviado la atención, y se ha quedado como absorto fijando su mirada en un
punto. Sin darnos cuenta, podemos descubrirnos mirando al techo, o al suelo o a algún
pequeño detalle de la habitación. Este gesto puede ser interpretado como una falta de
atención y de educación por parte del acompañante. Es comprensible si pasa una vez,
pero no sería conveniente, y podría ser preocupante, si ocurriera con relativa frecuencia.
Estar con la mirada inquieta cambiándola con frecuencia de sitio. Transmite

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intranquilidad y cierto desasosiego, que puede contagiarse al acompañado. El
acompañante debe preguntarse el porqué de esta reacción. ¿Está nervioso por algo?, ¿le
inquieta algo de esta conversación o algo ajeno a ella que le está influyendo aquí y
ahora? Normalmente somos muy sensibles al contacto visual, y el acompañado notará
esta «inestabilidad visual», que puede estar reflejando una «inestabilidad anímica» más
profunda. Este gesto puede ser interpretado como falta de atención y dar a entender que
el acompañante está virtual y existencialmente en otro lugar aunque se encuentre
presencialmente en esta sala.

Vistos algunos de estos gestos visuales que conviene evitar, ¿cómo manejar los ojos
durante la conversación para que no provoquen distracción?
En toda conversación es esperable un contacto visual. Con la mirada podemos
transmitir confianza, atención, acogida, seguridad, empatía, afabilidad. El contacto
visual es importante y puede contribuir muy positivamente al buen desarrollo de la
conversación. Ahora bien, el contacto visual dirigido a la persona acompañada ha de
evitar dos extremos posibles: el de no mirar nunca a los ojos del acompañado y el de
mirar demasiado y con demasiada intensidad. La primera reacción puede ser interpretada
de diversas formas, como distracción, desinterés (incluso desprecio), distancia o timidez
extrema, y puede dificultar la comunicación. La segunda (mirar demasiado y demasiado
intensamente) puede provocar en el acompañado una sensación de invasión de la
intimidad, de autoridad o intromisión, y sentimientos de inseguridad, desconfianza,
sospecha o miedo. Un contacto visual de este estilo puede resultar distractivo, y el
acompañado puede empezar a preocuparse más de cómo reaccionar ante lo que está
pasando que del desarrollo de su propia conversación.
Como viene siendo habitual, la naturalidad es el criterio más ajustado, si bien es
difícil de evaluar con precisión. Es conveniente que el acompañante examine de vez en
cuando este elemento importante de la comunicación en la conversación.

b. El lenguaje del cuerpo


La postura corporal comunica mucho sobre el estado de ánimo. Durante la conversación
es importante mantener una postura que transmita tranquilidad y que nos permita estar
cómodos sin tener que cambiarla con frecuencia. Movernos repetidamente en el asiento
sin causa justificada transmite nerviosismo y puede denotar falta de concentración o de
interés por lo que se está hablando. En este punto, como dijimos más arriba, conviene
disponer de unos asientos que nos permitan escuchar con comodidad.
Una actitud de escucha reposada y acogedora precisa sobriedad en los movimientos y
tranquilidad en los gestos y reacciones ante lo que se escucha. Conviene evitar, por
tanto, sobresaltos, reacciones corporales desproporcionadas que puedan mostrar
sorpresa, admiración o desacuerdo exagerados con lo que el acompañado expresa,
aunque por dentro así podamos sentirlo. Una reacción inapropiada puede provocar que la
persona se retraiga y decida no seguir comunicando.

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Esta tranquilidad necesaria para la conversación reclama, por tanto, una postura
corporal que transmita naturalidad, confianza y atención.

c. El lenguaje de las manos

Las manos son una de las partes más comunicativas del cuerpo. Cada acto de
comunicación requiere un uso diferente del movimiento de las manos y, en su caso, de
los brazos. No es lo mismo ofrecer un discurso en un mitin multitudinario en una gran
plaza pública o en un estadio deportivo que dar una clase en una pequeña aula, participar
en una mesa redonda o escuchar a una persona en un acompañamiento.
Durante la conversación es recomendable mantener las manos quietas mientras
escuchamos en una posición que transmita naturalidad: por ejemplo, en reposo sobre las
piernas o sobre los apoyabrazos del asiento, si los tuviere. Conviene evitar un exceso de
movimiento de manos o estar «jugando» con los dedos, pues son movimientos que
pueden denotar distracción, nerviosismo o aburrimiento. Eso sí, cuando hablamos
podemos enfatizar o acompañar algo de lo que decimos con algún movimiento tranquilo
de manos, evitando transmitir emociones fuertes, como enfado, ansiedad, agresividad,
que puedan desconcertar a la persona acompañada.

d. El lenguaje de la sonrisa
Sonreír suele ser signo de empatía y de acogida. A lo largo de la conversación, y siempre
en relación con el momento apropiado y su contenido, habrá ocasión para mostrar esta
actitud a través de una sonrisa que pueda transmitir confianza y atención. Aparecerán,
sin duda, otras ocasiones en las que sea conveniente mostrar un rostro más serio, cuando
el tema que se está compartiendo así lo requiera; pero sonreír con naturalidad puede
contribuir a iniciar la conversación, hacer que avance y profundizar en ella. La sonrisa
puede ayudar a resolver un momento de encrucijada o de duda. Acoger, iniciar y
terminar una conversación sonriendo es enmarcarla en la cordialidad y la afabilidad.

e. El lenguaje del «no tacto»


La conversación de acompañamiento tiene lugar, por lo general, en un espacio de
dimensiones adecuadas para transmitir cierta confianza entre acompañante y
acompañado. Al mismo tiempo, esta distancia ha de permitir a los dos interlocutores
disfrutar de un mínimo pero suficiente espacio personal que ha de ser respetado por el
otro. Es espacio privado. La conversación de acompañamiento debe respetar esos
espacios en ambas direcciones y no invadir la «parcela del otro» a través del contacto
corporal.
Es deseable que la sala de la conversación garantice estos mínimos espacios, que
eviten, por ejemplo, el contacto o roce involuntarios de piernas o pies que pueda resultar
incómodo para los interlocutores. De la misma manera deben evitarse otros gestos de
carácter voluntario que, aunque realizados con buena intención, puedan convertirse en

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signos equívocos y, por tanto, incómodos para alguno de los interlocutores: roce o
apretón de manos que pretenda transmitir confianza o apoyo, algún tipo de palmada que
busque comunicar ánimo o felicitación, pequeños abrazos de consuelo en momentos
difíciles o más emotivos de la conversación.

f. Gestos distractivos
Con frecuencia podemos realizar gestos que resultan distractivos para la conversación.
Algunos son muy obvios, otros no tanto; con frecuencia los hacemos sin darnos cuenta y
sin ponderar las consecuencias que pueden tener. Algunos de estos gestos que, en lo
posible, conviene evitar son los siguientes.
Bostezar. Es un claro signo de una de estas dos cosas (o, en ocasiones, de las dos):
aburrimiento o cansancio. Si se trata de aburrimiento, el acompañante ha de esforzarse
por fortalecer la atención en lo que se está escuchando. Tal vez el acompañado está
volviendo reiteradamente sobre temas ya tratados… Si así fuera, el acompañante puede
intervenir con delicadeza con algún comentario o pregunta para hacer avanzar la
conversación hacia algún nuevo punto que necesite ser abordado. Si no fuera posible, tal
vez la conversación ya se ha agotado por este día y es conveniente ir derivando la
conversación hacia la despedida.
Si el hecho de bostezar se debe al cansancio, puede ser conveniente proponer cerrar
en ese momento la conversación. Se puede reconocer con honestidad y humildad que
uno está más cansado de lo que conviene para atender con seriedad a esta conversación
y, por el bien de la misma, es mejor continuarla en otro momento. El acompañado
entenderá la situación y, seguramente, agradecerá la honestidad del acompañante. Esta
opción habría que reservarla para situaciones extraordinarias, cuando circunstancias no
previstas hayan producido este cansancio. Es mejor posponer la conversación que seguir
adelante soportando un cansancio visible y explícito que impedirá seguir con la mínima
atención la vida que el acompañado está compartiendo.
Jugar con el bolígrafo, las llaves…o con algún otro pequeño instrumento. Aunque es
cierto que hay gente a la que la ayuda a concentrarse, estos pequeños gestos pueden
transmitir cierto nerviosismo, intranquilidad o aburrimiento por parte del acompañante.
También pueden ser causa de distracción para la persona acompañada y hacerle perder el
hilo de lo que viene comentando. Hablar sobre uno mismo no siempre es fácil, y
conviene evitar todo gesto, por insignificante que nos parezca, que pueda provocar
alguna distracción.
Atender al teléfono móvil. El teléfono móvil es una de las causas más habituales de
distracción y, con él, todo lo que a través de esa pequeña pantalla «toca» a nuestra vida.
Se considera una falta de atención y de respeto grave atender sin razón el teléfono móvil
y estar jugueteando con él durante la conversación, aunque sea de manera más o menos
disimulada. Dada la importancia que deseamos conceder a la conversación de
acompañamiento, lo más recomendable es silenciar el teléfono al comienzo de la
conversación. Tener el móvil en «modo vibración» puede también ser distractivo para

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alguno o para los dos interlocutores, al poder derivar la atención hacia quién habrá
enviado y qué contendrá el mensaje que acaba de vibrar. En el caso de que uno de los
dos esté esperando una llamada de «importancia alta» y que deba ser respondida a lo
largo de la conversación, conviene explicitarlo al principio para que la distracción sea
menor y así evitar que ocupen la cabeza pensamientos erróneos mientras el otro habla
por teléfono.

12.3. El lenguaje no verbal del acompañado


Dado que, a lo largo de la conversación, es al acompañado a quien normalmente le
corresponde el protagonismo en el uso de la palabra, es normal que esté en continua
comunicación con sus gestos y reacciones corporales. Algunos aspectos a los que
conviene estar atentos son los siguientes.

a. El lenguaje de los ojos y la mirada


Los ojos son los grandes embajadores de las palabras. Después del lenguaje verbal, los
ojos son probablemente nuestro canal más comunicativo. ¿Qué expresa el lenguaje
ocular en la conversación de acompañamiento? Puede mostrar interés, confirmación,
inseguridad, miedo, nerviosismo, ilusión, alegría…, ¡tantas cosas expresamos a través de
la mirada! El lenguaje de los ojos, en ocasiones, refuerza la comunicación verbal; otras
veces dinamiza la conversación. Podemos observar si la persona nunca mira a su
interlocutor o si lo hace de vez en cuando, y cómo: si con inseguridad o temor o con
confianza y respeto; el modo de mirar refleja muy frecuentemente un estado de ánimo
interior.
Las personas extravertidas tienden a mirar más que las introvertidas. Lo sepamos o
no, los ojos ofrecen información sobre el sentimiento interno de la persona que tal vez
nunca llegue a traducirse en palabras: tristeza, ilusión, cansancio, alegría, miedo, culpa,
duda, aburrimiento, inseguridad… Durante la conversación es normal y esperable que se
dé contacto visual entre acompañante y acompañado.
Como vimos más arriba, lo esperable sería que los dos extremos posibles (ausencia
de contacto visual y exceso de contacto visual) se evitaran en la conversación y que la
naturalidad en este punto fuera lo habitual. El acompañante ha de permanecer atento a
este lenguaje de los ojos. Si el acompañado mostrara una ausencia llamativa y frecuente
de contacto visual, debería preguntarse por su posible causa: ¿extrema timidez de la
persona acompañada?, ¿incomodidad con el acompañante?, ¿falta de confianza?, ¿alguna
dificultad o bloqueo con el tema que se está tratando? Un exceso de contacto visual suele
resultar incómodo, en ocasiones incluso violento, y está considerado como mala
educación.
¡Atención! Hemos de tener en cuenta que hay culturas, por ejemplo en algunos países
de África, en las que una persona en una conversación no debe mirar a los ojos de quien,
por cualquier razón (social, política, familiar, religiosa), considera superior.

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Acompañando a jóvenes religiosos africanos y debido a mi ignorancia sobre este tema,
estaba interpretando erróneamente como continua y preocupante distracción e
indiferencia lo que para el acompañado era el mayor signo de respeto según los códigos
de su propia cultura. Por otra parte, en no pocos rincones de nuestro planeta no está bien
visto que una mujer mire a los ojos de un varón si no es en momentos de intimidad.
Por lo general, el lenguaje de los ojos puede reforzar y confirmar lo que se está
expresando con las palabras, pero, en algunas ocasiones, la mirada puede contradecir el
lenguaje verbal. Podemos expresar seguridad con las palabras y, al mismo tiempo, temor
e inseguridad con los ojos; podemos manifestar con palabras que estamos contentos,
pero estar comunicando una profunda tristeza con la mirada. Normalmente somos mucho
menos conscientes del lenguaje no verbal y, por lo tanto, escapa a nuestro control. Esto
quiere decir que aquello que manifestamos con la mirada expresará algo auténtico de lo
que estamos viviendo y en ocasiones habrá que darle mayor crédito que a las palabras.

b. El lenguaje de las lágrimas y las emociones


A lo largo de un proceso de acompañamiento, no es extraño que en alguna conversación
aparezca algún tema personal que afecte de manera especial a los sentimientos y llegue a
provocar el llanto de la persona acompañada. Dada la profundidad y a veces intimidad
de la conversación, el acompañamiento es un contexto favorable, tal vez el único para
muchas personas, para que esta reacción emotiva aparezca. La mayoría de las veces,
llorar es un encuentro con la honestidad de lo que somos. Es cierto que, puestos a buscar
casos, incluso las lágrimas se pueden fingir, pero, por lo general, es uno de los lenguajes
más auténticos de nuestra verdad. Llorar es una reacción espontánea y libre de un
corazón que no pide permiso para expresarse; las lágrimas aparecen, por lo general, de
manera imprevista y no controlada.
Cuando hablamos de cosas muy personales a las que casi nunca tenemos ocasión de
asomarnos, solemos hacerlo con todo nuestro ser: memoria, intelecto, afectividad. Todo
se implica y hasta se complica, y en esa implicación puede aparecer el llanto.
Aunque el efecto de la reacción emotiva sea el mismo –las lágrimas–, las causas que
las provocan pueden ser muy variadas. Podemos llorar por tristeza, por rabia, por ilusión,
por agradecimiento, por alegría, por decepción, por impotencia… Ayudará mucho al
acompañante y, por lo tanto, al acompañado conocer la causa de esa reacción por si en
un futuro esta situación volviera a aparecer, para poder así abordar el tema con el mayor
acierto posible.
El acompañante ha de ser lúcido con el momento de la conversación en el que
aparecen las lágrimas, porque se trata, sin duda, de un tema importante o muy importante
para el acompañado. ¿Qué experiencia se estaba evocando? ¿Una persona? ¿Un lugar?…
En ocasiones hay que detener la conversación porque la persona necesita un tiempo,
sencillamente, para llorar. A través del llanto se libera mucha emoción contenida que
habitaba silenciosamente en el corazón y que todavía no había encontrado la oportunidad
para expresarse. En estos momentos, conviene que el acompañante permanezca en

128
silencio, respetando el momento de intimidad por el que pasa la persona que tiene
delante, hasta que el llanto más sensible pase y se pueda retomar la conversación. Este
respeto pasa por un silencio compartido. Poder llorar es un derecho, y el acompañante ha
de saber respetarlo sin condicionarlo. No es bueno que el acompañante intente detener el
llanto, ni que procure restarle importancia; tampoco es el momento para mostrar
reacciones de cariño extraordinarias, como pueda ser un «abrazo solidario». Alguna
breve palabra de ánimo o consuelo puede ser suficiente. El llanto se da y se acoge
respetuosamente.
Pretender llenar con largas palabras de apoyo, de ánimo o de consuelo el silencio que
pueda provocarse puede resultar desacertado, sobre todo si todavía el acompañante
desconoce el motivo principal de esas lágrimas, que puede ser muy variado. Pasados
esos instantes, tal vez minutos, puede retomarse la conversación con una sencilla
pregunta o volviendo a las últimas palabras que se pronunciaron antes de comenzar a
llorar, y tantear delicadamente si conviene o no seguir en esta conversación con el
mismo tema o es mejor pasar a otro.
A partir de mi experiencia (como acompañante y como acompañado que ha llorado
en más de una conversación), mi opinión es que conviene dejar la iniciativa al
acompañado y continuar según lo que captamos que es su deseo. Hay quien una vez
recobrada la calma prefiere seguir hablando sobre ese tema, y hay también quien prefiere
dejar por el momento ese tema que le provocó el llanto y pasar a otro. Si el acompañado
opta por esta segunda opción, el acompañante estará atento en próximos encuentros por
si este tema sensible u otros afines se hacen presentes en futuras conversaciones.

c. El lenguaje de las manos


A lo largo de la conversación, el acompañado puede utilizar el lenguaje de sus manos
para reflejar algún sentimiento interno predominante. En ocasiones, las manos entran en
el «escenario comunicativo» (no pocas veces de manera inconsciente) cuando en la
conversación aparece un tema de especial importancia. Según se muevan más o menos,
si se tensan o articulan los dedos de manera no habitual, puede comunicar ansiedad,
alguna tensión interna, temor o miedo. El nerviosismo o la ansiedad pueden dejarse ver a
través de un temblor de manos. Por el contrario, si permanecen tranquilas en uno u otro
sitio… pueden indicar sosiego, tranquilidad o seguridad. El acompañante puede observar
este lenguaje de las manos para caer en la cuenta de la relevancia de lo que se está
hablando.

d. El lenguaje del cuerpo


El cuerpo, en general, es también un medio muy comunicativo e interviene más de lo
que pensamos en una conversación en la que el protagonismo primero recae en las
palabras. El cuerpo puede tener sus reacciones somáticas o fisiológicas ante algunos
puntos más delicados o personales de la conversación. Estas reacciones aparecen de

129
manera espontánea, sin pedir permiso, sin que pasen por el consciente ni por la libertad
de la persona; sencillamente, ocurren, se dan, y, en ocasiones, de manera imprevista y
repentina. Con frecuencia no es posible afirmar con precisión la conexión exacta y cien
por cien veraz entre la reacción visible y la causa interna o sentimiento que la produce.
Dependerá mucho de personas y diversidad de perfiles psicológicos.
Sin entrar en análisis detenidos sobre el tema, a continuación prestaremos atención a
estas posibles reacciones del cuerpo. Conocerlas puede resultar de gran ayuda para el
«conocimiento interno de la conversación espiritual».
Postura corporal. La manera de sentarse puede ya estar comunicando algo (o mucho)
sobre el estado anímico de nuestro interlocutor. Hay posturas que denotan seguridad en
uno mismo, confianza, alto grado de autoestima, a veces incluso una autoestima
desproporcionada. Otras maneras de sentarse reflejan timidez, humildad, fragilidad,
temor, baja autoestima… En ocasiones, el modo de sentarse puede reflejar el sentimiento
general predominante en la persona en el momento de comenzar la conversación; esta
postura puede ir cambiando a lo largo del encuentro, reflejando así que el sentimiento de
la persona va también evolucionando.
Temblor. A veces puede aparecer cierto temblor de piernas o de manos. Como ya
señalamos anteriormente, el temblor del cuerpo puede indicar inseguridad, temor,
nerviosismo, ansiedad o miedo ante el tema que se está tratando. El temblor, como otras
reacciones corporales, puede tener una causa retrospectiva y proceder, entre otras cosas,
del recuerdo y comentario de alguna experiencia difícil, dura o desagradable que la
persona haya podido sufrir y que todavía no está sanada del todo. Pero el temblor
también puede tener una causa proyectiva y proceder de la anticipación imaginativa de
situaciones difíciles todavía no vividas, pero cuya hipotética anticipación es ya causa de
miedo y temor. Este signo de la comunicación suele aparecer de manera imprevista,
espontánea, y escapa al control de la persona, lo cual le otorga veracidad: lo que se está
comunicando es, por tanto, algo muy importante que el acompañante habrá de tener en
cuenta para esta o futuras conversaciones.
Ruboración y sudoración. Son reacciones que pueden aparecer de manera simultánea.
Por lo general dejan entrever un sentimiento de vergüenza o profundo agobio ante un
tema que resulta difícil de comunicar, ya sea porque toca parcelas de la propia intimidad
o porque lo que se cuenta se vive con notable sentimiento de indignidad, culpabilidad o
de vergüenza; o porque se refiere a asuntos pasados no cerrados, ante los que se siente
impotencia, fracaso o humillación. Otras veces puede tratarse de una «ruboración
positiva» cuando el acompañante, por ejemplo, ofrece una valoración positiva de algún
aspecto de la personalidad del acompañado o destaca alguna de sus cualidades…
Tics nerviosos. Se conocen como «movimientos auto-adaptadores». Aparecen cuando
la conversación entra en temas que, por diversos motivos, provocan nerviosismo,
ansiedad o inseguridad en el acompañado: rozarse la nariz o rascarse una oreja,
arreglarse el pelo, tocarse una rodilla… Es muy probable que la persona no se dé cuenta
de estos gestos espontáneos que repite en momentos muy determinados de la
conversación; se trata de pequeños signos de que ese tema de la conversación es de

130
especial importancia para ella.
Inquietud general. Se refleja, por ejemplo, en un aumento del movimiento de manos
o pies o cambios más frecuentes de postura, que pueden indicar nerviosismo, agitación
interna, disconformidad con lo que se está tratando o, incluso, cierta agresividad
contenida.
Todas estas reacciones son indicadores de que aquello que la persona ha dicho o ha
insinuado, o incluso aquello que no ha dicho, pero ha pensado, tiene una importancia
significativa para ella. Por lo tanto, si algunas de estas reacciones aparecen a lo largo de
la conversación, el acompañante ha de estar atento para vincular la reacción corporal con
el tema verbalizado y encontrar el momento adecuado para profundizar en la cuestión
que se está tratando. Dependerá de la delicadeza, la sensibilidad y la discreción del
acompañante abordar o no abordar en ese momento o en esa misma conversación esos
puntos que están provocando esas reacciones en el acompañado.
Llegando al final de este capítulo, hemos de recordar que estamos comentando los
diferentes aspectos de la comunicación no verbal dentro de lo que hemos llamado
«conversación pastoral» y, por tanto, no se trata de una «entrevista de terapia
psicológica». En este otro caso, cada terapeuta, siguiendo las pautas de la escuela a la
que pertenece, procederá de una o de otra manera, buscando siempre lo mejor para la
persona con la que se entrevista.

131
13

Nueve tentaciones del acompañante

«Es mejor ser rey de tu silencio


que esclavo de tus palabras».
WILLIAM SHAKESPEARE

Dedicar una parte del tiempo de una vida al ministerio del acompañamiento espiritual o a
la conversación pastoral es una inversión de enorme valor en la vida de la Iglesia. Es un
ministerio poco visible, que se realiza con discreción, silencio y, necesariamente,
humildad. Como todos los trabajos, no está exento de verse amenazado por una serie de
tentaciones que intentarán desviar la tarea de su recto camino y verdadero sentido. De
nuevo, una llamada a la lucidez y al examen personal ayudará a desarrollar una relación
lo más fructífera y provechosa para el acompañado. A continuación exponemos las
nueve tentaciones que hemos detectado en la función del acompañante. De cada una de
ellas ofrecemos una breve información sobre en qué consiste y cómo se manifiesta y
proponemos alguna manera de afrontarlas y, en su caso, superarlas.

13.1. Tentación de distracción

«Haced lo que él os diga».

a. Descripción
Esta es una tentación ingenua pero peligrosa. Si un ministerio requiere escucha atenta y
concentración es el acompañamiento. A veces se da por supuesto, pero conviene
explicitarlo. Mientras escucha, el acompañante ha de permanecer vigilante a su propia
interioridad e intentar ser lúcido con sus propias distracciones sin perder la
concentración en el discurso de la conversación.
Hay niveles muy diferentes de distracción. Unas distracciones son coyunturales, de
circunstancia, debidas a la situación personal como acompañante (exceso de trabajo,
preocupación por algún tema pendiente, el próximo compromiso pastoral que está

132
esperando una vez terminada esta conversación, algún malestar físico…). Otras son
distracciones más estructurales que pueden afectar a dimensiones más profundas de la
vida del acompañante y, por tanto, condicionarle en su ministerio: un momento de
dificultad personal, comunitaria o institucional; un problema grave en la familia que
exige y «tira» de él afectiva y psicológicamente; la implicación en un proyecto que
conllevará cambios serios en su vida…
Lo normal es que esta tentación de la distracción se haga más presente cuando los
acompañantes están demasiado ocupados y han de atender las conversaciones con los
acompañados en los escasos momentos libres que las vertiginosas agendas lo permiten.
Así, puede ocurrir que, aunque estemos sentados en la silla de la sala de
acompañamiento, nuestra cabeza continúe recibiendo impactos unas veces por la tarea
que acabamos de dejar y otras por la tarea que nos espera a continuación. Cuando esto
ocurre, nos convertimos en acompañantes que acompañan más con el buen deseo y la
buena intención que con la calidad y la entrega que el ministerio del acompañamiento y
el acompañado se merecen.
La distracción no perdona. Si el acompañado percibe que el acompañante se distrae
reiteradamente durante la conversación, puede pensar, con razón, que su vida no es
motivo de interés para esta persona en un contexto tan serio como el del
acompañamiento espiritual. Una reiterada distracción puede, y en ocasiones debe, ser
motivo para abandonar la relación.

b. Reacción
¿Podemos dominar y controlar totalmente las distracciones? No; pero sí podemos
realizar algún sencillo ejercicio que favorezca la concentración durante el
acompañamiento y, por tanto, disminuya la posibilidad de distracción. Como en casi
todo, es cuestión de entrenarse un poco.
Antes de la conversación, puede ayudar tomarse unos minutos de silencio y
concentrarse. Puede resultar de ayuda traer a la memoria las posibles distracciones que
más nos han asaltado durante los últimos días y dialogar internamente con ellas,
conocerlas y situarlas en el lugar adecuado. Las distracciones, una vez en el consciente,
pierden mucho de su energía distractiva.
Si durante la conversación nos asaltan esas distracciones, puede ayudar dedicarles
interiormente unos segundos sin por ello perder la atención a la conversación con el
acompañado. Uno mismo puede decirse a sí mismo, por ejemplo, que el próximo
compromiso pastoral puede esperar y será bien atendido después, o que este asunto
familiar que ahora le «asalta» está bien atendido y se ocupará de él más tarde al terminar
esta conversación. Son pequeños ejercicios de «autoconsciencia» que ayudan al
acompañante a mantener la calma y la concentración durante la conversación.
Una vez finalizada la conversación, puede ser conveniente realizar un pequeño
examen sobre cómo ha discurrido y poder revisar la identidad y cualidad de las
distracciones, si han aparecido. ¿Qué «cosas» me han distraído? ¿Por qué? ¿Cómo he

133
reaccionado ante las distracciones? ¿Cómo han influido en la conversación? No todas las
distracciones significan lo mismo ni tienen la misma finalidad.
El pequeño ejercicio preparatorio del inicio, la atención a las distracciones a lo largo
de la conversación y el sencillo «examen» una vez concluida la conversación pueden ser
un eficaz antídoto para ir controlando las distracciones e ir ganando, por tanto, en la
calidad de la escucha y del acompañamiento.

13.2. Tentación de «respeto indiscreto»

«El Espíritu Santo os inspirará


lo que tengáis que decir».

Es una de esas tentaciones que Ignacio de Loyola llamaría «bajo capa o especie de
bien»[1], algo que aparece como bueno pero en el fondo suele resultar dañino. ¿En qué
puede consistir este respeto indiscreto?

a. Descripción
En primer lugar, en no asumir con confianza y responsabilidad la misión encomendada
de acompañar. Un falso respeto que puede llevar a pensar al acompañante que en esta
relación todo depende del acompañado y que, por tanto, escuchar más o menos cálida o
empáticamente es lo único que tiene que hacer. A veces este falso respeto se mezcla
también con algo de falsa humildad que nos lleva a interrogarnos de manera retórica algo
así como: «¿Quién soy yo para intervenir y condicionar la vida de esta persona?,
¡indigno de mí!». El acompañante se siente inclinado a no intervenir por temor a decir
algo desagradable que no va a caer bien; a no intervenir por miedo a interferir en lo que
Dios va haciendo con esta persona; a no intervenir por temor a equivocarse y no saber,
tal vez, después corregir su error; a no intervenir porque esta persona a quien acompaña
es de gran autoridad social, eclesial, política, cultural… y, efectivamente, «yo no soy
nadie para incidir en su vida». El falso respeto puede hacer mucho daño a una sana
relación de acompañamiento.

b. Reacción
Esta tentación suele hacerse más presente en acompañantes jóvenes y hay que responder
con la virtud de la libertad y la confianza en el Espíritu del Señor. Como acompañante y,
por tanto, como apóstol en este ministerio de la Iglesia, la persona ha de realizar su
misión-apostolado con la libertad de quien ha sido enviado para este ministerio. Ignacio
de Loyola, en las poco conocidas notas al final de los Ejercicios «para sentir y entender
escrúpulos» ya cayó en la cuenta de la sutileza y peligro de este «falso respeto» como
dañina tentación y resolvió este tema de la siguiente manera: la persona tentada de no
decir o de no obrar alguna cosa en la Iglesia «debe alzar el entendimiento a su Criador y

134
Señor y si ve que es su debido servicio, o a lo menos no contra, debe hacer per
diametrum contra la tal tentación»[2]. Disponemos además de una carta de
acompañamiento espiritual en la que desarrolla preciosamente este punto de cómo el
«enemigo» se sirve de la falsa humildad para impedirnos progresar en la vida espiritual y
crecer en la amistad con Cristo[3].
En definitiva, cuando nos descubrimos reaccionando bajo la influencia de este «falso
respeto» nos vendrá bien aumentar en grandes dosis nuestra confianza en Dios y creer
que Dios puede y de hecho va a hablar a través de nosotros en favor de la persona
acompañada. También puede ayudar orar unos minutos antes de comenzar el
acompañamiento para «traer a la memoria» esta libertad de los hijos de Dios y hablar sin
temores paralizantes y con la discreción propia que se espera de un buen acompañante.
Dios inspirará «la palabra oportuna» en el momento adecuado.

13.3. Tentación de autoritarismo

«No será así entre vosotros.


Quien quiera ser el primero…».

En el extremo opuesto al del «respeto indiscreto» encontramos el perfil de


acompañante que se ha revestido de una autoridad desproporcionada e injustificada en
nombre de su mismo rol o papel.

a. Descripción
Si bien cuando somos tentados del falso respeto tendemos a situarnos por debajo de la
persona acompañada, esta tentación de la «autoridad autoatribuida» nos lleva a situarnos
ante el acompañado desde una relación de marcada verticalidad, en clara superioridad,
por encima en saber, en experiencia y en autoridad. Esta tentación consiste en pensar que
por ser acompañantes ya tenemos conocimiento de la situación interna y personal del
acompañado mejor que él/ella mismo/a y, por tanto, nuestras palabras son las palabras
acertadas y válidas para estos momentos en estas circunstancias; palabras que, además,
no han de ser cuestionadas. Es una tentación peligrosa, que con brevedad mueve hacia la
indiscreción elaborando unos diagnósticos sobre la vida del acompañado un tanto
precipitados y, con frecuencia, desacertados.
Las intervenciones que el acompañante suele ofrecer en esta relación tan jerárquica
corren riesgo de ser desafortunadas e imprudentes. Se tratará, en su mayor parte, de
opiniones que procederán con frecuencia de juicios previos poco críticos sobre la
persona o su situación no contrastados, pero que el acompañante justificará sin más,
apoyándose en el rol que «posee» en esta relación.
Dejarse llevar por esta tentación desliza al acompañante por la pendiente de un modo
de acompañar desmedidamente jerárquico y, por tanto, poco evangélico; un modo
autoritario que relega al acompañado a una situación pasiva de acoger acríticamente lo

135
que se le dice «desde arriba». El acompañante puede, además, llegar a creerse que es una
especie de «elegido» que ha recibido la luz del Espíritu para comprender lo que pasa, por
qué pasa y cómo hay que reaccionar ante esto que está pasando. Si además el
acompañante pertenece a algún peldaño del estamento eclesiástico, puede llegar a
creerse que tal autoridad les viene «de arriba» por su situación o cargo en la Iglesia. La
autoridad se verá aún más reforzada y, por tanto, se puede volver más peligrosa. En
situaciones como esta, poco espacio queda para algún posible discernimiento; el
acompañado debe seguir fielmente lo que desde arriba viene ya «decidido» por diáfana
voluntad de Dios que el «director» le desvela.

b. Reacción

¿Cómo reaccionar ante esta tentación? Es difícil batalla, sobre todo porque el
autoritarismo suele cegar el entendimiento y dificultar, por tanto, la posibilidad de
razonar. Cuando nos creemos en posesión de la verdad de manera tan diáfana, se cierran
las puertas al posible diálogo. El primer paso lo pueden dar otras instancias pastorales
cercanas desde las que se anime a los acompañantes a hacer revisión, evaluación y
examen sobre el modo de realizar el ministerio del acompañamiento; se pueden ofrecer
modelos de acompañamiento que sirvan de contraste a quienes tiendan a ser demasiado
autoritarios o jerárquicos, para que les anime a reorientar su método y estilo de
acompañar.
Pero este cambio en las formas (que, de producirse, no es poco) es insuficiente, pues
antes o después volverá a imponerse lo que configura la personalidad y la estructura
antropológica del acompañante. El trabajo debería continuar proponiendo y asimilando
una nueva teología y espiritualidad del ministerio del acompañamiento para intentar
llegar a niveles más profundos de la personalidad del acompañante y poder trabajar
después un cambio de interpretación y de situación sobre el ministerio del
acompañamiento espiritual.
Por otra parte, será muy importante recibir la opinión y valoración del propio
acompañado y de cómo se siente en su relación de acompañamiento. El acompañado ha
de hacer un examen de la relación para ver si le ayuda para seguir creciendo en libertad,
autonomía, en su personal seguimiento de Cristo. De no ser así, ha de tener la libertad
suficiente como para proponer un cambio de acompañante y poder continuar su camino
con otra persona que sepa adaptarse mejor a su situación.

13.4. Tentación de protagonismo

«Yo no soy. Detrás de mí viene otro…».

a. Descripción
Por inseguridad, inexperiencia o narcisismo latente, el acompañante puede pensar que la

136
relación de acompañamiento depende (exclusivamente) de él y, por tanto, verse en la
obligación de adquirir un protagonismo que sobrepasa aquello que el guion le concede.
Un protagonismo que puede manifestarse en un exceso de palabras o en una
desmesurada influencia sobre el acompañado. Las consecuencias de no ser lúcidos con
esta tentación pueden ser muy graves, pues con frecuencia desplaza e ignora al único
protagonista de la relación, que es el Espíritu Santo.
Animado, tal vez, por una desmesurada imagen de sí, el acompañante puede llegar a
pensar cómo debe ser el proceso del acompañado e intentar amoldarlo incluso con cierta
«violencia intencional» según lo que él piensa que debe ser el recorrido que el
acompañado ha de seguir. Anclado en este simple y absurdo protagonismo, el
acompañante podrá también entrar en sana crisis al comprobar que las cosas, con
frecuencia, no son como él cree y que el Espíritu guía y orienta a las personas por otros
derroteros por él insospechados. Antes o después, más bien lo primero, la relación se
resentirá, y lo más conveniente, de no advertir cambios, será cambiar de acompañante.

b. Reacción
El tratamiento más adecuado para estas situaciones ha de llevar al acompañante a darse
cuenta de su «papel secundario» en la relación de acompañamiento y volver a la fuente
primera que lo fundamenta. Para ello puede ayudar mirar a Juan Bautista e impregnarse
bien de la «espiritualidad deíctica», propia de aquel que reconoce con humildad que «yo
no soy», sino que «hay otro detrás y delante de mí que va haciendo posible esta relación
de acompañamiento»[4]. Es probable que este perfil de acompañantes se dé en personas
dedicadas por lo general a unos ministerios pastorales en los que tienen mucho o todo el
protagonismo: por ejemplo, sacerdotes dedicados a administrar sacramentos,
acompañantes que también son profesores con un rol muy activo frente a la pasividad de
los alumnos…; tal vez, por inercia profesional, tienden a situarse en la relaciónde
acompañamiento como quien se sitúa ante un grupo de alumnos o una pasiva asamblea
de fieles.
Lo segundo es orar. Orar para caer en la cuenta de que el acompañamiento es
«espiritual», o sea, «en el Espíritu». El protagonista primero que dirige los corazones de
sus fieles es el Espíritu Santo, y él (el acompañante) está como mediación iluminadora e
inspiradora de lo que el Espíritu vaya iluminando.
En tercer lugar, sentida la tentación, resultará de gran ayuda para la relación de
acompañamiento, una vez finalizada la conversación, dedicar unos minutos a realizar un
sencillo examen de la misma, que nos permita ir descubriendo cómo ha trabajado la
tentación durante la conversación, para que «con tal experiencia conoscida y notada nos
guardemos para delante de sus acostumbrados engaños»[5].

13.5. Tentación de responsabilidad irresponsable


«Dad al César lo que es del César».

137
a. Descripción
Esta tentación acecha al acompañante animándole a asumir una responsabilidad que no
le pertenece. No se trata del vano protagonismo de la tentación anterior, y por eso tal vez
es un poco más difícil de detectar. Movido por una buena intención y por un honesto
pero desenfocado deseo de ayudar, el acompañante puede llegar a creerse que él es el
responsable de esta relación, de las posibles decisiones que estén en juego y, en
definitiva, el responsable del bienestar espiritual de esta persona a quien acompaña. Este
punto es delicado, pues puede llevarle a ejercer un tipo de desacertada influencia
motivada por este exceso de errónea responsabilidad.
El acompañante puede llegar a creer que él es el responsable de que el acompañado
experimente la consolación, o de que tenga sus ideas claras y sus afectos ordenados. De
manera más o menos consciente, el acompañante se va atribuyendo funciones y tareas
que no le pertenecen, sino que son propiedad del acompañado o del mismo Dios; es Dios
quien tiene un calendario, un ritmo y un una manera de hacer las cosas con cada persona.
Si el acompañado no está anímica ni espiritualmente tan feliz y realizado como el
acompañante desearía, no es problema ni responsabilidad del acompañante.
Hay acompañantes que asumen como propios los fracasos o crisis del acompañado
debido a sus propias situaciones personales de inseguridad o a narcisismos camuflados,
pues llegan a creer que el fracaso o la crisis de su acompañado puede empañar su imagen
de «buen acompañante». De la misma manera, tenderá a vivir como propios los éxitos y
buenos momentos del acompañado, como si hubiesen sido causados o provocados por él.
Todo comenzó por una errónea comprensión de lo que era una relación de
acompañamiento: un vacío de saber y una humildad todavía no evangelizada suelen estar
detrás de esta tentación.

b. Reacción
¿Cómo tratar pedagógicamente esta tentación? Cuando, como acompañantes, somos
tentados por esta «responsabilidad irresponsable», necesitamos, por una parte,
desafectarnos ordenadamente de la relación de acompañamiento a través de una sana
toma de distancia crítica del acompañado y, por otra, necesitamos aumentar
simultáneamente nuestra confianza en Dios. Para ello, es necesario iniciar un proceso,
primero, de ordenación interna de la intención para integrar de manera ordenada el
ministerio del acompañamiento en el conjunto de tareas y trabajos pastorales que el
acompañante tenga. Esta búsqueda del orden ha de venir acompañada de una claridad
conceptual acerca de lo que es/no es el ministerio del acompañamiento que contribuya a
liberarlo de posibles influencias en la autoimagen y posibles búsquedas de
reconocimiento social.
En tercer lugar, hemos de trabajar por ir creando una distancia crítica en la relación
que venga a devolver la libertad a los espacios que la misma relación, por propia
naturaleza, pide y reclama y que el acompañante había ido, irresponsablemente,
usurpando.

138
Recuperada la libertad, el acompañante se verá rectamente liberado de cargas que él
mismo se había atribuido y que, por no pertenecerle, le resultaban más pesadas de llevar.
El acompañante ha de aprender a atribuirse a sí mismo lo que es de él mismo, al
acompañado lo que es del acompañado y al Espíritu Santo lo que es del Espíritu Santo,
según aquello de «al César lo que es del César…»[6]. Puede también recordar las
palabras del salmo: «Si el Señor no construye la casa / en vano se cansan los albañiles» y
«si el Señor no vigila la ciudad, / en vano se cansan los centinelas»[7].
Esta distancia de la que ahora hablamos se refiere y afecta al ámbito de los deseos y
seguridades/inseguridades del acompañante y no al trato interpersonal entre
acompañante y acompañado, que no ha de perder la cordialidad o empatía mínima en la
que debe desarrollarse.

13.6. Tentación de paternalismo

«Conviene que él crezca y yo disminuya».

Cercana pero algo distinta, y también bastante sutil, aparece la tentación del
paternalismo.

a. Descripción
El paternalismo es un tipo de comportamiento que implica un exceso de atención,
preocupación y cuidado por la persona acompañada, manifestado siempre de formas
correctas y delicadas que evitan el autoritarismo pero que con el tiempo van generando
un tipo de dependencia insana del acompañado hacia el acompañante.
El paternalismo pude desarrollarse muchas veces de manera no consciente y tiende a
ir erosionando la libertad del acompañado, mientras que el acompañante va «ganando en
autoridad» en la relación. La manera de aparecer del paternalismo es sutil. En ocasiones
puede presentarse como pequeños juegos de palabras o propuestas formuladas como
consejos en los que el acompañante va dejando entrever lenta pero progresivamente su
mayor experiencia en tal o cual aspecto de la vida. La relación no puede menos que
resentirse.
El paternalismo suele estar enraizado en el ámbito de las necesidades, por lo general
afectivas, del acompañante, necesidades no satisfechas: reconocimiento social, afecto,
fecundidad, atención, estima… Al manifestarse de formas correctas, en ocasiones
demasiado correctas, es una tentación delicada y difícil de reconocer, tanto por parte del
mismo acompañante como del acompañado o de otras instancias externas. En apariencia,
no hay nada incorrecto desde ningún punto de vista (jurídico, canónico, moral,
lingüístico, pastoral), pero en el modo y la manera como se desarrolla la relación se
respira algo que no funciona bien. Si el acompañado hace un poco de examen sobre la
relación notará algo «que no va», algo que le quita libertad, que le impide expresarse
abiertamente; notará también que se siente un poco asfixiado, como si le faltara aire,

139
algo radicalmente contrario a lo que pretende la relación de acompañamiento, que es
«respirar el aire del Espíritu».
El acompañado irá notando que, poco a poco[8], la relación se ha ido centrando más
y más en la persona del acompañante que en la suya propia o en la de Cristo nuestro
Señor. La expresión «poco a poco» es importante: la sutileza del paternalismo va
desarrollando una dinámica lenta pero constante, lo cual la hace imperceptible y, por
tanto, difícil de detectar.

b. Reacción
¿Cómo detectar el paternalismo y cómo proceder con él? Así como resulta más fácil
detectar el acompañante que es demasiado autoritario o jerárquico, pues su modo de
proceder es objetivamente perceptible, en el caso del paternalista es más difícil. La
«finura de comportamiento y lenguaje» puede justificar siempre que todo va bien y que,
aparentemente, no ocurre nada extraño en la relación. Es el acompañado quien ha de
hacer revisión detenida de cómo está viviendo esta relación, captar las dificultades con el
acompañante y poder compartirlas con alguna otra instancia o persona que le ayude a
objetivar lo más posible qué está pasando en la relación.
¿Cómo detectar el paternalismo en los acompañantes o la posible dimensión
paternalista de mi propio acompañamiento? No sabemos hasta qué punto una persona
con tendencia al paternalismo es consciente de su propio comportamiento, y por eso será
difícil que un acompañante reconozca con facilidad y humildad su paternalismo en el
modo de realizar el acompañamiento. Detectar este comportamiento suele ser posible
gracias a la confluencia de dos factores. En primer lugar, es el propio acompañante quien
tras notar que algo no va bien en la relación con el acompañado debe hacer examen
honesto sobre su manera de realizar el acompañamiento. Pero no será fácil que como
acompañantes nos reconozcamos «paternalistas»; por eso, en segundo lugar, suele ser
necesaria la intervención de una tercera instancia que ponga un poco de luz objetiva en
la situación y ayude a recuperar el timón de la rectitud de intención. En esta tercera
instancia pueden encontrarse las instituciones responsables de los acompañamientos
(centros de espiritualidad, parroquias, centros de formación de laicos, religiosos o
seminaristas, centros educativos…). Detectado el paternalismo subyacente, la solución
más oportuna será cambiar de acompañante.
Una relación de acompañamiento basada en el paternalismo es enfermiza; tiende a
acentuar las necesidades del acompañante y a infantilizar al acompañado. Con el tiempo
dejará de ser una relación que busca la presencia de Dios en la vida del acompañado,
para intentar llenar vacíos o pulir complejos del acompañante. Dejarse llevar por la
tentación del paternalismo puede hacer mucho daño al acompañado y conduce la
relación al fracaso.

13.7. Tentación de moralismo

140
«Quien esté libre de pecado…».

a. Descripción

Esta tentación suele atacarnos por un doble frente. Por una parte, a través del saber. El
acompañante utiliza sus nociones más o menos sólidas de teología moral y pastoral,
incluso nociones básicas de derecho canónico, para iluminar lo que está bien y lo que
está mal, lo que es correcto y lo que es incorrecto. Por otra parte, la tentación se hace
también presente a través de una visión del mundo bastante rígida e inflexible del
acompañante.
En una relación de acompañamiento construida desde el moralismo, el acompañante
tiende a consolidar una relación de carácter vertical fundamentada de manera
desproporcionada en el «deber ser». Tiende a ser también una relación autoritaria y
«conductual», no tanto en las formas como en los contenidos. El acompañante que se
deja llevar por esta tentación pondrá un acento desmesurado en las pautas y las normas
de la institución o del grupo al que pertenece. Cuando como acompañantes nos
relacionamos desde el moralismo, la rectitud (¡y perfección!) de la vida de los
acompañados pasa a ser lo más importante y, por tanto, daremos primacía irrenunciable
a la objetividad de la norma moral o canónica y al valor de su cumplimiento, en
detrimento de la atención a las circunstancias y contexto vital de la persona.
En este tipo de relación el acompañante suele carecer del mínimo de escucha
empática, aunque permanezca muy atento y concentrado durante la conversación con el
acompañado. Lo que más le preocupa es reconducir al acompañado por la «senda del
bien», que, por otra parte, ya está claramente definida en las normas y documentos
eclesiales, que el acompañante conoce y maneja con soltura.
Desde una buena intención, que en ninguno de los casos que vamos viendo hay que
poner en duda, de querer guiar al acompañado por esta la senda de la verdad, es gran
tentación para el acompañante desplegar estos conocimientos y, a través de insistentes
recomendaciones, influir en el comportamiento del acompañado para que tome la
decisión que el acompañante cree ser la correcta, aquella que más se adapta al
cumplimiento de la norma en su formulación más clara y objetiva y, con frecuencia,
poco abierta a integrar excepciones.

b. Reacción
¿Cómo salir al paso de esta tentación que antes o después nos puede afectar como
acompañantes? Un tiempo de examen, como es habitual, puede ser muy provechoso. Un
examen que trabaje el autoconocimiento y nos favorezca una reflexión crítica acerca de
cómo entendemos el acompañamiento. Este ejercicio puede ayudarnos a examinar hasta
qué punto la formación académica y profesional del acompañante puede estar influyendo
desordenadamente en el ámbito de sus ministerios pastorales, como es este del
acompañamiento.

141
Como acompañantes, debemos preguntarnos acerca de la situación del acompañado,
sus circunstancias, su momento vital, su problemática concreta, y tratar de valorar en su
justa medida cómo están implicadas la libertad del acompañado y sus propias decisiones
en aquello que le está pasando. La afición del acompañante y su fe en el valor moral de
la norma ahogan el espacio de la libertad del acompañado donde acontece la experiencia
de Dios que precisamente el acompañante está llamado a descubrir, verificar o
confirmar. Lo importante es favorecer el conocimiento interno y la amistad con Cristo
del acompañado, para lo cual la luz que emana de la ley puede ser, sin duda, un camino y
un medio muy apropiado.
A través del examen no resultará difícil para el acompañante comprobar la llamativa
pasividad del acompañado en la orientación de su propia vida y la necesidad, por tanto,
de introducir algún cambio en la manera de situarse en el acompañamiento para
favorecer un mayor protagonismo, responsabilidad y libertad del acompañado. Esto
probablemente tendrá que pasar por una toma de distancia crítica y discreta de la
preocupación por la rectitud objetiva de la norma.
Si como acompañantes nos descubrimos demasiado influenciados por el moralismo,
puede ser positivo favorecer «experiencias de mundo» en contextos donde la primacía y
urgencia del bien de la persona se manifieste de manera evidente y, por tanto, la norma
pase a convertirse en instancia inspiradora y liberadora de la conducta y no en su
opresora. A este perfil de acompañante le puede venir bien situar el «deber ser» en su
lugar adecuado y comenzar a desplazarse hacia la primacía del «ser», es decir, hacia lo
que de hecho está aconteciendo y cómo está aconteciendo en la vida del acompañado
para, desde ahí, enfocar su ministerio como acompañante.
¿Y el acompañado? Si está un poco atento a su situación, antes o después tendrá que
notar que la experiencia de acompañamiento le está convirtiendo en un espectador
pasivo de su propia vida; observará que, de alguna manera, le «están viviendo su propia
vida». El acompañado irá notando que su vida, más que crecer en libertad y en la
expansión del corazón, va siendo flanqueada estrechamente por toda una serie de pautas,
principios y normas, algunos cercanos, otros infinitamente distantes, que amenazan
constantemente una decisión propia y libre.
Los acompañantes que tienden a construir una relación de acompañamiento basada en
el moralismo pueden recordar el pasaje evangélico en el que Jesús se puso a dibujar o a
escribir en la arena. Diez palabras fueron suficientes para provocar la conversión de
aquellos religiosos obsesionados con la norma: «Quien esté libre de pecado, que tire la
primera piedra»[9]. Jesús supo reorientarles desde la opresión de un «deber ser» mal
entendido a un «ser-así» al que hay que responder de la manera más humana (y, por
tanto, religiosa) posible.
Una relación de acompañamiento construida desde una excesiva preocupación por
cumplir bien con las normas establecidas puede contribuir a la «deformación» de sujetos
infantiles, sin capacidad para asumir responsablemente su propia vida a través de
decisiones libres, aceptando así el riesgo humano y religioso de la equivocación. Una
relación de acompañamiento construida desde el moralismo contribuye a formar también

142
sujetos inseguros de sí mismos y desproporcionadamente dependientes del frágil sistema
normativo que les ampara.

13.8. Tentación de «consejerismo»


«Donde no hay buen consejo, el pueblo cae;
pero en la abundancia de consejeros
está la victoria»[10].

A lo largo de mis últimos treinta años, he acudido en varias ocasiones a compañeros


mayores que yo, en edad y en sabiduría, a pedirles, sencillamente, un consejo. Buscar y
pedir consejo implica reconocer que uno solo no se basta a sí mismo, que no lo conoce
todo y que necesita de otros más sabios para mejor acertar en sus decisiones. Estoy
seguro de que muchos de nosotros conoceremos a personas que nos ofrecen confianza y
seguridad y las reconocemos como fuentes veraces para sabios consejos.
Ahora bien, una cosa es recurrir a un compañero/a en busca de un buen consejo en un
momento puntual e importante de nuestra vida y otra pretender construir una relación de
acompañamiento haciendo del consejo el pilar fundamental y exclusivo de la relación.

a. Descripción
En la conversación pastoral puede, y en ocasiones debe, haber un espacio para el sano
consejo, sin duda, pero sería malinterpretar este tipo de relación que el acompañante
hiciera del dar consejos el eje central de la conversación. El acompañante que tiende a
ser «consejero» es de perfil parecido al del moralista, pero con una diferencia notable. El
moralista recurría a la norma objetiva para pautar el comportamiento del acompañado,
mientras que el consejero recurre a su propia experiencia y propio criterio para ofrecer su
consejo en función de lo que a él le haya podido servir a lo largo de su vida.
Una conversación pastoral de acompañamiento no busca abrir el camino del
acompañado, ni mucho menos andarlo por él. Poner el acento de esta relación en el
consejo implica ceder a la tentación de pretender adelantar en falso el recorrido vital del
acompañado y hacerlo desde una posición de sutil y delicada superioridad sin otro
criterio que el de la propia y subjetiva experiencia. La tentación de dar consejos estará
siempre presente con la aureola de buena voluntad: para animar a una buena acción, para
impedir una mala, para ofrecer una rápida salida a una situación complicada, para hacer
el discernimiento más simple y fácil… El acompañante ha de ser lúcido con esta
tendencia o tentación y ser consciente de su presencia antes de haber dado tal o cual
consejo: «Lo mejor que puedo hacer ahora ¿es dar un consejo?».
Inspirándonos en ese sabio párrafo de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio[11],
lo que verdaderamente aprovecha, lo que da «gusto y fruto espiritual», para la vida de
quien hace Ejercicios, no son las muchas palabras de quien los da, sino el discurrir por
aquello que él/ella va descubriendo por sí mismo. Dar un consejo implica ofrecer una

143
verdad ya descubierta y diáfana que marca con claridad una trayectoria y un sentido y
puede ser algo práctico, rápido y fácil. Sin embargo, puede ser de mucho más provecho
para la persona ayudarla a analizar una situación en la complejidad de factores que
puedan estar construyéndola y retirarse después para que sea ella misma quien,
ponderando los elementos, tome la decisión que estime más conveniente, asumiendo el
maravilloso y divino riesgo de la equivocación.
Construir una relación de acompañamiento haciendo del consejo su eje principal es
edificar sobre arena. El acompañante estará impidiendo el crecimiento del acompañado
en sus dimensiones vitales más primarias. Se le dificultan las vías de exploración de
autoconocimiento, se le recorta su capacidad de análisis crítico de sus propias
situaciones, se paraliza su capacidad de decisión autónoma y libre, se fomenta una
relación de dependencia infantil con el acompañante, se favorece la inseguridad y la
duda sobre uno mismo… Una relación construida de manera desproporcionada desde el
consejo puede camuflar una relación basada en una autoridad moral insana que puede
estar ocultando una relación de poder y hasta de sumisión entre acompañante y
acompañado.
¿Hemos, por tanto, de retirar de manera radical y absoluta el consejo de la relación de
acompañamiento? Claramente, no. Pasarse al otro extremo por norma absoluta tampoco
es sano. El acompañante ha de aprender a manejar la «herramienta del consejo» con
prudencia y utilizarla en escasas ocasiones cuando crea que es lo más conveniente para
el acompañado. En ocasiones puede ser el acompañado quien recurra a la petición de
consejo con demasiada frecuencia; entonces será la pericia del acompañante la que irá
reconduciendo la conversación ayudando y enseñando al acompañado a analizar las
situaciones por sí mismo, la mejor manera de favorecer su crecimiento en libertad.
¿Qué perfil de persona es más propenso a construir una relación basada casi
exclusivamente en el consejo? Las inseguras y las vagas, rasgos que pueden afectar tanto
al acompañante como al acompañado. La persona insegura va en busca, obviamente, de
seguridad y confianza; el vago va en busca de la respuesta fácil que pueda ahorrarle el
trabajo de buscar y discernir una decisión más o menos compleja.

b. Reacción
¿Cómo reorientar una relación de acompañamiento que esté desproporcionadamente
construida desde el consejo? En primer lugar, puede ser común que por debajo de este
«consejerismo desmesurado» se oculte un larvado narcisismo. El acompañante puede
caer en la tentación de dar consejos sin otra inspiración o fundamento que su propia
experiencia, como si esta fuera la referencia fundamental para toda otra persona en toda
circunstancia.
Este acompañante ha de trabajar por descentrarse en la relación de acompañamiento y
empezar a pensar que el mundo es mayor de lo que él alcanza a ver y entender y que, por
tanto, su propia experiencia, que tanto a él le ha servido, puede ser inútil o, incluso,
contraproducente para otras personas. En definitiva, se trata de ir hacia el único lugar

144
posible para una sana relación de acompañamiento: la humildad. Una vez que se haya
entendido este paso y se esté en disposición de avanzar hacia la humildad como lugar
asintótico del acompañante, hemos de mover al acompañante hacia el trabajo, el
ejercicio. Dar consejos le evitaba pensar, deliberar, escuchar, discernir, caminar,
contrastar, buscar, analizar, sopesar, errar, orar… Salirse de la dinámica del consejo
rápido y fácil implica ahora empezar a caminar y construir una relación de auténtico
acompañamiento y, por tanto, poner su persona al trabajo[12]. Desenmascarar esta
tentación, que antes o después estará inspirada por un «yo que tú», no solamente implica
descubrir un larvado «Narciso», sino también a un vago camuflado. Hay acompañantes
que no están dispuestos a trabajar lo que les corresponde en la conversación y pretenden
suplir este ejercicio espiritual con consejos centrados en su hipermagnificada
experiencia. Pero aquí no se trata de esto.
Como tantas otras ocasiones, podemos recurrir al examen. El acompañante puede y
debe reservar quince minutos al final de la conversación para «traer a la memoria» este
encuentro y tratar de recordar cuántos consejos ha dado, por qué, y cómo se podrían
haber evitado, pensando en posibles salidas que, evitando el consejo, ayuden a crecer al
acompañado sin ahorrarle ni un paso del recorrido que él/ella debe hacer por sí mismo y
desde su propia experiencia.
Y ¿cómo tratar con acompañados inseguros y/o vagos? Contra estos dos perfiles a los
que más arriba nos referimos, ha de trabajar el acompañante para ayudarles a crecer y
madurar en sus itinerarios. Con los primeros será bueno trabajar la autoestima, la
confianza en Dios, y lanzarse sin temor a la piscina de la posibilidad y probabilidad del
error, que a tanta gente tanto le asusta; con los segundos, los vagos, ha de trabajar la
dimensión irrenunciable de ejercicio que supone construir una vida cristiana en
búsqueda constante de la voluntad de Dios: «mira a ver», «ora más este punto»,
«examina esto otro»… y otros pequeños ejercicios que le devuelvan a su responsabilidad
lo que pretendía recibir resuelto por el acompañante.

13.9. Tentación de proteccionismo

«Mirad los lirios del campo».

a. Descripción
Es muy probable que a lo largo de la relación de acompañamiento, que puede extenderse
a lo largo de meses y años, salgan a la luz situaciones de dificultad en la vida del
acompañado. Dificultades familiares, laborales, afectivas, económicas, relacionales… El
acompañante ha de tener claro que el ámbito de incidencia en la vida del acompañado
finaliza al terminar la conversación que con regular periodicidad puedan tener.
Puede ocurrir que el acompañante, con la información recibida y con muy buena
voluntad, trate de ayudar por diversos medios al acompañado para intentar mejorar
alguna de las dificultades que está atravesando. Esta ayuda podría concretarse, por

145
ejemplo, en hablar con terceras personas implicadas en alguna de esas «dificultades», o
en facilitar algún tipo de influencia en el ámbito laboral que pueda mejorar el posible
problema, o en favorecer algún tipo de «coincidencia» en la familia en conflicto o,
incluso, en apoyar económicamente de diversas y «discretas» maneras al acompañado…
Esta tentación de salir en ayuda del otro más allá del ámbito propio de la conversación
puede tener efectos negativos en la relación. El acompañado puede sentirse, con razón,
invadido en parcelas de su vida e interpretar, también con razón, que el acompañante ha
hecho un uso equivocado de la información que con confianza y confidencialidad había
depositado en él.
Este tipo de acciones que puedan surgir de una buena, pero desenfocada, voluntad
pueden tener consecuencias negativas para la relación, como la pérdida de confianza en
el acompañante, muy difícil de recuperar. El mal espíritu puede engañar al acompañante
haciéndole creer que está ejerciendo la bondad y la caridad con el acompañado,
trayéndole pensamientos referidos, por una parte, a la difícil situación del acompañado y,
por otra, a la buena acción que podría realizar interviniendo en su favor. El final del
pensamiento malo, pero que empezó bien trayendo pensamientos «buenos y santos»[13],
acabará por reflejar un ego envanecido y proyectado: «tanto o más importante que
ayudar a esta persona en sus dificultades era quedar yo bien, como acompañante
bondadoso y solidario».

b. Reacción
El acompañante ha de observar con «mucha vigilancia y atención»[14] la aparición de
esta tentación y no dialogar con los pensamientos que le vienen. Estos comenzarán
haciéndole ver con claridad la difícil situación del acompañado, el sufrimiento que está
atravesando, y despertando, en consecuencia, sentimientos de pena o de compasión.
Logrado este sentir, el pensamiento avanzará hacia búsquedas prácticas de posibles
ayudas (contactos, influencias, apoyos…), haciéndole ver con la vista imaginativa, en
primer lugar, el alivio del acompañado y su bienestar debido a su buena acción y, en
segundo lugar, la nobleza de su ego ante sí mismo y ante los demás.
El mejor antídoto es no prestar atención a estos pensamientos y propuestas y tener
claros los límites de la relación de acompañamiento, que no debe entrar en otras parcelas
de la vida del acompañado. La mejor manera de ayudar a la persona es acompañarla en
su proceso interno, orientando en lo posible su itinerario espiritual y ofreciendo el apoyo
necesario en el acompañamiento que contribuya a aliviar y ver a Dios en los momentos
de dificultad.

13.10. En resumen
Todas estas tentaciones, que no son sino propuestas que aparecen en el camino para
desviarnos del rumbo adecuado, nos muestran con claridad que acompañar bien no es
una tarea fácil. Líneas más arriba comentamos que el acompañamiento espiritual es un

146
ministerio que requiere cualidad y formación. Escuchar con buena voluntad y cálida
atención es muchas veces insuficiente para ayudar con seriedad a las personas en la
conversación, que es de lo que se trata.
Como acabamos de ver, las tentaciones en el camino son numerosas y es posible que
algunas de ellas estén ya arraigadas en la psicología del acompañante; es difícil, por
tanto, detectarlas, sacarlas a la luz y poder enfrentarlas. Autoconocimiento, rectitud de
intención, familiaridad con el examen de la conversación, formación y contrastar
discretamente con gente experimentada los procesos que uno mismo va acompañando y
cómo los va acompañando son algunos requisitos recomendables para que la relación de
acompañamiento goce de buena salud.
Junto con todo esto, será de gran ayuda para las dos partes de la relación contar con la
oración como un elemento constructor del acompañamiento espiritual. Orar uno por otro,
orar por las circunstancias, dificultades, problemas o pequeños o grandes logros que
puedan ir surgiendo; orar para iluminar con el Espíritu la presencia de las tentaciones y
todo tipo de propuestas que pretendan desviarnos del camino; orar para mantener con
firmeza el timón de la rectitud de intención, para conservar en la memoria el «a dónde
voy y a qué [voy]»; orar para no dejarnos llevar por perezas, cansancios o antipatías que
nos lleven a perder la calidad de la presencia que la relación de acompañamiento pide.
Orar para no dejar de confiar en que en este ministerio del acompañamiento espiritual,
como en tantas otras dimensiones y tareas de nuestra vida cristiana, es el Señor quien
construye la casa y nosotros somos siervos que desean colaborar con diligencia y
responsabilidad en la común tarea de la construcción de su Reino.

147
14

Conversar en el Espíritu

Todo está lleno de palabras. Vivimos en las palabras y las palabras viven en nosotros.
Para casi todo disponemos de la inmediatez de la palabra que nos sale al paso para
reaccionar adecuadamente con el entorno. La palabra es el hogar de la experiencia, y la
experiencia pide la palabra para autocomprenderse. Cuando la palabra encuentra un
contexto apropiado, un deseo encendido y otra palabra de amigo, entonces nace la
conversación. Hablar y conversar tiene mucho de quererse con las palabras.
Conversar es tomarse en serio el maravilloso dato antropológico de poder hablar; es
ser lúcido con el bien incalculable que es posible sumar al mundo a través de un uso
responsable y evangélico de nuestro decir. Conversar implica lucidez con cuánto bien
deja de hacerse por palabras no pronunciadas en su momento… o, también en su
momento, palabras mal pronunciadas. Jesús habló y sus palabras hicieron mucho bien.
Leyendo los Evangelios uno tiene la feliz impresión de que Jesús disponía siempre de
«la palabra oportuna», aquella que iba a hacer más bien, el mayor bien posible, a otro, a
ti, a mí.
La conversación construye el ser, o, lo que es lo mismo, la ben-dición es causa de
bien-estar. Las palabras bien pronunciadas nos hacen sentir bien. Estamos hechos para
bendecir y ser bendecidos; para decir bien de los demás y que nos hagan bien diciendo
bien de nosotros. Decir bien es decir verdad.

***

Jesús construyó e improvisó contextos para la conversación; la persona que tenía


delante era para Él su primera preocupación, y su conversación transformaba
internamente: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras?». Jesús
era la Palabra del Padre y, por tanto, absoluta comunicación. Si algo hizo Jesús fue
comunicar y comunicarse, y en esa comunicación nos entregó el Ser, la Vida. Su Palabra
fue eficaz y transmitía salud, verdad, dignidad, ilusión. Su Palabra interpelaba,
cuestionaba, criticaba lúcida y evangélicamente. Con su Palabra, Jesús hacía crecer a la
persona; era un decir vital. Palabra y Vida. La Palabra de Jesús traía siempre una «Buena
Noticia». La Eucaristía y el Lavatorio de los pies fueron sus últimas Palabras, el colmo
de su comunicación. La palabra se hizo obra. Y luego, guardó silencio. La Cruz es la

148
Palabra del Silencio; no se podía llegar más lejos.

***

Nuestras palabras, cuando quieren ser palabras en el Espíritu, se inspiran en Jesús.


Conversamos espiritualmente cuando hablamos con sinceridad. Cuando sentimos que la
vida que tenemos en nuestras manos se convierte en fonética y sintaxis y así las palabras
son nuestra vida. Una conversación es espiritual si sus frases son las líneas de la vida, si
en ella se vierte no solo lo que acontece en mi vida, sino también el sentir que me
produce, las repercusiones afectivas que los datos de mi vida producen en mi vida
(temores, angustias, alegrías, nerviosismos, tensiones, enfados, incomprensiones,
miedos, desconciertos, perezas, envidias, paces…). Para Jesús, conversar era tocar con la
palabra el corazón de la vida de su interlocutor. Tocarnos el Señor es escuchar su Palabra
y desplegar el proceso de transformación en Él.
Nosotros conversamos espiritualmente cuando escuchamos con sinceridad; cuando
nos situamos ante el interlocutor sin pre-juicios ni ideas previas; cuando le permitimos,
sin que nadie se entere, ser plenamente él mismo. Ser respetados en nuestros prejuicios
es un derecho que todos tenemos; este vacío de prejuicios resitúa mi libertad y favorece
que la conversación sea, en verdad, cristiana. En ocasiones, los significados de las
palabras que escuchamos no dependen tanto del «diccionario» que manejamos como de
los prejuicios que sobre el otro y su circunstancia se nos han ido imponiendo sin que lo
hayamos pretendido, o incluso en contra de nuestra voluntad. El criterio para conocer si
en verdad estoy escuchando desde la libertad es que la búsqueda del bien de mi
interlocutor se me impone como motivación primera y transparente. A Jesús, consciente
del riesgo que asumía, nunca le importaron los «prejuicios» que podían pesar sobre todo
aquel que le dirigía la palabra. Por eso hablar como Él habló será siempre un acto de
libertad, de una libertad que puede complicar una vida.
Conversamos espiritualmente cuando hablamos con gratuidad. Cuando en el
discurrir de nuestro discurso sentimos que no tenemos nada que imponer ni que temer
sobre lo que decimos; aunque nos extrañe, nos sentimos llevados por la propia palabra.
Hablamos en el Espíritu cuando nuestra retórica, en contra de toda preceptiva
ciceroniana, deja de ser persuasiva para ser meramente expositiva. Hablar es exponerse
y, en parte, dejar de pertenecerse; y, una vez ahí, todos nos volvemos vulnerables.
Conversar así es caminar hacia la pobreza. Jesús habló y se nos fue dando poco a poco
en su mensaje; Él era su Palabra. Su vida se fue donando a través de sus palabras, todo
nos lo fue dando a conocer, empezando por Él mismo. Hasta que llegó al final, hasta el
extremo, hasta un punto donde no se puede decir más. A partir de ahí todo será Silencio.
«Tomad y comed» culminó este proceso de exponerse, en el colmo de la vulnerabilidad.
Ser amigos empezaba a significar otra cosa[1].
Conversamos espiritualmente cuando, en los temas que compartimos, la caridad va
silenciosamente informándolo todo y la vida de Jesús va iluminando, como referencia
ineludible, nuestras propias vidas. Esto, aunque muchas veces no sea palabra

149
pronunciada, es experiencia vivida: «¿No ardía nuestro corazón…?», se preguntaron
extrañados los que iban hacia Emaús[2]. Su conversación había sido «en el Espíritu»
porque su vida estaba siendo iluminada y ordenada en Él, renacía la esperanza y la
alegría es memoria del Resucitado.
Conversamos espiritualmente cuando nuestro posterior actuar es más evangélico.
Muchas de nuestras acciones bondadosas nacen de nuestras buenas palabras. Nuestra
retórica es jesuánica si y solo si la vida que la hace creíble es buena noticia para los
hermanos. «Quiero, queda limpio»[3], «Vete en paz»[4].

150
15

Para seguir aprendiendo

ALEIXANDRE, Dolores, «Imágenes bíblicas para el acompañamiento»: Sal Terrae 85 (1997), 641-657.
ALEMANY, Carlos, La comunicación humana: Una ventana abierta, col. Serendipity 169, Desclée de Brouwer,
Bilbao 2013.
ARANA, Germán, «La conversación espiritual, instrumento apostólico»: Centrum Ignatianum Spiritualitatis 36
(2005), 23-48.
AUSTIN, J. L., Cómo hacer cosas con las palabras, Paidós, Barcelona 1990 (orig.: How to do things with words,
Clarendon Press, Oxford 1962).
BALANZÓ, Estanislao, La entrevista pastoral en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, EIDES, Barcelona
1992.
BREEMEN, Pieet van, «Acompañamiento espiritual hoy»: Manresa 68 (1996), 361-372.
DANIELS, R., «Obstacles to Good Listening»: The Way 55 (2016), 7-18.
DÍAZ, Luz M., «Spiritual Conversation as the Practice of Revelation»: The Way 55 (2016), 43-54.
GARCÍA DE CASTRO, José, «Dios Presencia»: Sal Terrae 93 (2005), 1015-1024.
– «El Dios de la Palabra»: Sal Terrae 95 (2007), 835-846.
– «Cartas», en Diccionario de espiritualidad ignaciana, col. Manresa 37, Mensajero/Sal Terrae,
Bilbao/Santander 2007.
GARCÍA DOMÍNGUEZ, Luis M.a, «Cómo hacer la entrevista de Ejercicios»: Manresa 80 (2008), 183-195.
– La entrevista en los Ejercicios Espirituales, col. Manresa 44, Mensajero/Sal Terrae, Bilbao/Santander 2010.
GARCÍA-MINA, Ana, «Esencia y condiciones de conversar»: Sal Terrae 95 (2007), 821-835.
HANSEN, Michael, «The Ignatian Guide to Spiritual Conversation», en The First Spiritual Exercises, Ave Maria
Press, Notre Dame 2013, 355-364.
IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales, Sal Terrae, Santander 2018.
– «Del modo de negociar y conversar en el Señor», instrucción de san Ignacio a los PP. Broët y Salmerón,
enviados a Irlanda, en Obras completas, BAC, Madrid 1982, 678-679.
IPARRAGUIRRE, Ignacio, «La conversación como táctica apostólica de S. Ignacio de Loyola»: Razón y Fe 160
(1959), 11-24.
KNAPP, M. L., La comunicación no verbal: El cuerpo y el entorno, Paidós, Barcelona 1982.
KOLVENBACH, Peter-Hans, «Maestro Ignacio, hombre de palabra», en Decir… al Indecible, col. Manresa 20,
Mensajero/Sal Terrae, Bilbao/Santander 1999, 15-31.
LAPLACE, Jean, Preparing for Spiritual Direction, Franciscan Herald Press, Chicago 1975.

151
MARROQUÍN, Manuel, «El acompañamiento personal como pedagogía de la escucha», en Psicología y Ejercicios
Ignacianos, edición de C. Alemany y J. A. García Monge, col. Manresa 5, Mensajero/Sal Terrae,
Bilbao/Santander 1991, 182-194.
O’MALLEY, John W., «Ministerios de la palabra», en Los primeros jesuitas, col. Manresa 14, Mensajero/Sal
Terrae, Bilbao/Santander 1996, 119-170.
PINTO, Rolphy, «Transcendence and Immanence II: Ignatian Spirituality and Spiritual Conversation»: The Way 57
(2018), 67-79.
PRIMEROS JESUITAS, «Deliberaciones de 1539», en Escritos esenciales de los primeros jesuitas, edición del Grupo
de Espiritualidad Ignaciana, col. Manresa 62, Mensajero/ Sal Terrae/U. P. Comillas, Bilbao/Santander/Madrid
2017, 44-51.
RESTREPO, Darío, «Para conversar»: Manresa 68 (1996), 379-394.
– «Conversación», en Diccionario de espiritualidad ignaciana, col. Manresa 37, Mensajero/Sal Terrae,
Bilbao/Santander 2007, 472-480.
RODRÍGUEZ OLAIZOLA, José M.a, «Las palabras furiosas»: Sal Terrae 104 (2016), 971-984.
ROTSAERT, Mark, «La conversation spirituelle»: Christus 50 (2003), 285-293.
SASTRE, Jesús, El acompañamiento espiritual, San Pablo, Madrid 2001.
VALLADARES, Xiskya, «La palabra en la era digital»: Sal Terrae 104 (2016), 985-1001.

152
Notas

Luz de ambiente
[1] Jn 20,16.
[2] Ej [108].

I. COMUNICAR, HABLAR, CONVERSAR

1. Comunicarse: milagro y maravilla


[1] Sal 139,3.
[2] Ej [235].
[3] «Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura […] vestidos los dejó de hermosura», San JUAN
DE LA CRUZ, Cántico espiritual A, estrofa 5.
[4] 1 Jn 4,10.
[5] Ludwig WITTGENSTEIN, Tractatus logico-philosophicus, [6.44].
[6] Puede verse «La red social del bosque» en su blog Los árboles invisibles, https://bit.ly/2Y169ze.
[7] Eclo 42,22.
[8] Tito MACCIO PLAUTO († 184 a. C.), Asinaria. Cita popularizada por Thomas Hobbes en De cive.
[9] L. Eduardo AUTE, «De paso».
[10] Título original: «Johnny Got his Gun» (1973. Director: Dalton Trumbo). En Wikipedia:
https://bit.ly/2TNSRH7.
[11] Satélite de sondeo de exoplanetas en tránsito.
[12] Ej [231].
[13] Martin HEIDEGGER, Carta sobre el humanismo.

2. Hablar
[1] Pedro SALINAS, «Cuántas veces he estado» [46], en La voz a ti debida, ed. de M. Escartín, Cátedra, Madrid
2010, 198.
[2] Pedro SALINAS, La voz a ti debida, cit., 198.
[3] Violeta PARRA, canción «Gracias a la vida».
[4] San JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, estrofa 1.

3. Conversar: cuando la vida se vierte en las palabras


[1] Ed. de Emilio Blanco, Ariel, Barcelona 2018, 37.
[2] Pablo Neruda.
[3] Juan Ramón JIMÉNEZ, Eternidades. Recordamos el uso original que J. R. Jiménez hacía de la letra j
empleándola en lugar de la g delante de e/i.
[4] Jn 15,15.
[5] Pedro SALINAS, «¿Por qué tienes nombre, tú…?» [9], en La voz a ti debida, cit., 125.
[6] Lc 24,32.

153
[7] Mc 4,1-20.
[8] Gn 1,3.
[9] Gn 1,2.
[10] Gn 1,2.
[11] Sab 11,24-26.
[12] Prov 1,8.
[13] Prov 4,4.
[14] 1 Sm 3,10.
[15] Sal 116,1.
[16] Sal 4,4.
[17] Sal 18,17.
[18] Os 2,16.
[19] Sal 6,9.
[20] Ex 3,7.
[21] Sal 95,7.
[22] Sal 10,17.
[23] Sal 102,21.
[24] Eclo 21,5.
[25] Ej [54].
[26] Flp 2,7.
[27] Jn 1,1.
[28] Heb 1,1.
[29] Ej [124].
[30] Mt 5,37.
[31] San JUAN DE LA CRUZ, Subida del monte Carmelo, libro II, cap. 22, 3.
[32] Hch 10,38.
[33] Mc 5,41.
[34] Lc 24,19.
[35] Mc 1,41.
[36] Jn 8,18.
[37] Jn 5,8.
[38] Jn 11,43.
[39] Jn 20,16.
[40] Ej [107].
[41] Jn 11,41-42.
[42] Mt 7,7.
[43] 1 Jn 5,14.
[44] Sant 1,22-24.
[45] Lc 11,27-28.

II. IGNACIO Y LAS PALABRAS

4. Ignacio de Loyola, hombre de palabras


[1] P.-H. KOLVENBACH, «Maestro Ignacio, hombre de la palabra», en Decir… al Indecible, ed. de I. Iglesias,
Mensajero/Sal Terrae, Bilbao/Santander 1999, 29.
[2] Au [1].
[3] Au [27].
[4] Au [11].

154
[5] Au [21].
[6] Au [82].
[7] Au [77].
[8] Au [10].
[9] Scripta de Sancto Ignatio, Matriti 1904, 735.
[10] Au [88].
[11] Au [89].
[12] Au [88].
[13] Au [15].
[14] Au [46].
[15] Au [65].
[16] Au [64].
[17] Au [57].
[18] Ignacio de Loyola a Juan III (Roma, 15 de marzo de 1545), en Obras completas, BAC, Madrid 1982, 700.
[19] Au [80].
[20] Pedro FABRO, Memorial [8], Monumenta Fabri, Matriti 1914.
[21] Simón RODRIGUES, FN II, 384-385.
[22] Monumenta Broëti, Matriti 1903, 453.
[23] Pedro CANISIO, Epistulae et acta, 76-77.
[24] Pedro FABRO, Monumenta Fabri, cit., 450.
[25] IGNACIO DE LOYOLA, Epistolae et instructiones 2, Matriti 1904, 8.
[26] Juan Alfonso de POLANCO, Sumario hispánico, en FN I, 181-183.
[27] Pedro de RIBADENEIRA, Vida de Ignacio de Loyola, en FN IV, 233-235.

5. La conversación en los Ejercicios Espirituales. «Como un amigo…» [Ej 54]


[1] Ej [107.115.194].
[2] Ej [18-20].
[3] Ej [230-237].
[4] Ej [230].
[5] 1 Jn 3,18.
[6] Ej [235].
[7] Ej [236].
[8] Lc 10,37.
[9] Mt 25,40.
[10] Mt 7,20.
[11] La relación de los jesuitas con las palabras es el objeto del capítulo 7.
[12] John L. AUSTIN, How to do things with words, Oxford University Press, Oxford 1990 (trad. española: Cómo
hacer cosas con las palabras, Paidós, Barcelona 1990).
[13] Gn 1,3.
[14] Gn 1,4.
[15] Mc 1,41.
[16] Fórmula del Instituto, en Escritos esenciales de los primeros jesuitas, Mensajero/Sal Terrae/U. P. Comillas,
Bilbao/Santander/Madrid 2017, 60s.
[17] Ej [232-237].
[18] Ej [114].
[19] Ej [107.115.123.194].
[20] Ej [107].
[21] Ibid.
[22] Ej [115 y 123] respectivamente.

155
[23] Ej [93 y 94].
[24] Ej [95.97] respectivamente.
[25] Ej [142.146] respectivamente.
[26] Ej [261-312].
[27] Ej [63.104.203.221] respectivamente.
[28] Ej [109].
[29] Ej [54].
[30] Ej [5].
[31] Ej [249].
[32] Ej [252].
[33] Ej [256].
[34] Ej [32].
[35] Ej [329].
[36] Sebastián de COVARRUBIAS, Tesoro de la lengua castellana (1611), Altafulla, Barcelona 1987, s. v.
«Apariencia».
[37] Au [6-8].
[38] Ej [333].
[39] Ej [142.146] respectivamente.
[40] Rom 5,5.
[41] Ej [1-20].
[42] Ej [2].
[43] Ej [2].
[44] Ej [7.320.321].
[45] Ej [14].
[46] Ej [15].
[47] Ej [17].
[48] Ej [17].
[49] Ej [6].
[50] Ej [17].
[51] Ej [32].
[52] Ej [2].
[53] Ej [6].
[54] Ej [7].
[55] Ej [8.9.10].
[56] Ej [11].
[57] Ej [12].
[58] Ej [17].

6. Las palabras y los jesuitas


[1] «Deliberaciones de 1539», en Escritos esenciales…, cit., 44-51.
[2] Ej [181], cuarto punto.
[3] Ej [231].
[4] Historia de un alma, cap. 9.
[5] Fórmula del Instituto [1].
[6] Au [11].
[7] Instrucción para la jornada de Trento (Roma, principios de 1546), en Obras, 706.
[8] Puede verse John W. O’MALLEY, «Los ministerios de la palabra», en Los primeros jesuitas, Mensajero/Sal
Terrae, Bilbao/Santander 1995, 119-170.
[9] Charles SOMMERVOGEL, Bibliothèque de la Compagnie de Jésus, Bruxelles/Paris 1890-1900.

156
[10] Co [91-92].
[11] Co [659-661].
[12] Con todo detalle sobre todos estos cargos de gobierno: AA.vv, «Gobierno», en Diccionario histórico de la
Compañía de Jesús 2, IHSI/U. P. Comillas, Roma/Madrid 2001, 1745-1762.
[13] Puede verse José GARCÍA DE CASTRO, «Cartas», en Diccionario de espiritualidad ignaciana 1,
Mensajero/Sal Terrae, Bilbao/Santander 2007, 294-306.
[14] Co [673].
[15] Au [45.46.79].
[16] Sobre Polanco: José GARCÍA DE CASTRO, Polanco (1517-1576): El humanismo de los jesuitas,
Mensajero/Sal Terrae/U. P. Comillas, Bilbao/Santander/Madrid 2012.
[17] Co [674].
[18] Ej [326].

III. LA PALABRA EN EJERCICIO

7. Las formas de la conversación


[1] Santa TERESA DE JESÚS, Camino de perfección (V), 41.7.
[2] Ej [17].
[3] Co [93.95].
[4] Ej [185].

8. La conversación espiritual
[1] Simón RODRIGUES, De origine et progressu Societatis Iesu, FN II, 384-385.
[2] Ej [124].
[3] Pedro SALINAS, «Qué alegría, vivir» [21], en La voz a ti debida, cit., 151.
[4] Jn 15,15.
[5] Jn 15,15.
[6] Ej [1].
[7] Ej [6].

9. Conversación pastoral y acompañamiento


[1] Ej [326].
[2] Ej [329].
[3] Ej [234].
[4] Ej [189].
[5] Ej [15].
[6] FN II, 252.
[7] Ignacio de Loyola al P. Urbano Fernandes (Roma, 1 de junio 1551), en Obras, 809.
[8] Ignacio de Loyola a los jesuitas enviados a Irlanda (Roma, sept. 1541), en Obras, 677-679.
[9] Ibid., 678.
[10] Ej [351]: sobre pensar lo que se va a decir.

10. Conversar para discernir


[1] Ej [175].
[2] Ej [46.65.91.101] passim.
[3] Ej [23].
[4] Ej [176].
[5] Ej [15].

157
[6] Ej [313].
[7] Ej [32].
[8] Au [50].
[9] Ej [14].
[10] Ej [21].
[11] Ej [16].
[12] Ej [179].
[13] Ej [183].
[14] Ej [233].
[15] Ej [316].

11. La estructura interna de la conversación pastoral


[1] Ej [239].
[2] Cf. cap. 7, «Las formas de la conversación».
[3] Cf. cap. 8, apartado 2.a, «Alentar la disposición interior».
[4] Ignacio de Loyola, instrucción para la jornada de Trento, en Obras, 706.
[5] Ej [22].
[6] Ej [47.91.112.122].
[7] Puede verse capítulo 10, apartado 10.2.d, «Liberación del juicio y del afecto».
[8] Ignacio de Loyola, instrucción para la jornada de Trento, en Obras, 706.
[9] Ej [14].
[10] Ej [7].
[11] Jn 4,26.
[12] Ej [334].
[13] Obras, 678.
[14] Obras, 706.
[15] Cf. capítulo 12, «Las palabras que no se pronuncian: comunicación no verbal».

12. Las palabras que no se pronuncian: comunicación no verbal


[1] Puede verse C. ALEMANY, «La comunicación humana no verbal», en La comunicación humana: Una
ventana abierta, Desclée de Brouwer, Bilbao 2013, 49-92, con abundante bibliografía.
[2] A. MEHRABIAN, Silent messages, Wadsworth, Belmont (CA) 1971, 43.
[3] Pedro SALINAS, «Lo que eres / me distrae de lo que dices» [34], en La voz a ti debida, cit., 177.
[4] Cf. 11.2, «Los relojes de la escucha».

13. Nueve tentaciones del acompañante


[1] Ej [332].
[2] Ej [351].
[3] Ignacio de Loyola a Teresa Rejadell (Venecia, junio 1536), en Obras, 657-662.
[4] Jn 1,29-30.
[5] Ej [334].
[6] Mt 22,21.
[7] Sal 126,1ss.
[8] Ej [332].
[9] Jn 8,7.
[10] Prov 11,14.
[11] Ej [2].
[12] Ej [97].
[13] Ej [332].

158
[14] Ej [336].

14. Conversar en el Espíritu


[1] Jn 15,15.
[2] Lc 24,32.
[3] Mc 1,44.
[4] Mc 5,34.

159
Índice general

Índice

Prólogo, por JAVIER MELLONI, SJ

Abreviaturas
Luz de ambiente
1. «La voz de tu saludo»
2. Este libro

PRIMERA PARTE
Comunicar, hablar, conversar
1. Comunicarse: milagro y maravilla
1.1. Un mundo en incesante comunicación
1.2. La mirada providente sobre la comunicación
1.3. La Naturaleza es comunicación
1.4. El hombre: sed y deseo de comunicación
2. Hablar
2.1. La «magia» de la comunicación humana
2.2. Pronunciar, escuchar, entender
a. Pronunciar y ordenar: la creación de la palabra
b. Significar: el vestido de la palabra
c. Escuchar y entender: acoger la palabra
3. Conversar: cuando la vida se vierte en las palabras
3.1. Contarnos la vida, la nobleza del ser humano
3.2. Y ¿cómo hablar de mí mismo?
3.3. Un hogar para la palabra
3.4. «Y dijo Dios…»: Dios respira y Dios pronuncia
a. Dios, Luz y Palabra
b. «Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor»: Dios escucha

160
c. «En el principio era la Palabra»: Dios dice
d. «Quiero: queda limpio»: Dios hace

SEGUNDA PARTE
Ignacio y las palabras
4. Ignacio de Loyola, hombre de palabras
4.1. El humanismo: aprender a «decir bien»
4.2. Ignacio de Loyola, un hombre de «bien decir»
4.3. Dios, el Interlocutor más original de Ignacio
4.4. Ignacio, aprendiz y maestro de conversaciones
a. Logros
b. Fracasos
4.5. La conversación como ejercicio espiritual y apostólico
4.6. La conversación de los amigos de París
5. La conversación en los Ejercicios Espirituales. «Como un amigo…» [Ej 54]
5.1. Los Ejercicios, experiencia de palabras
5.2. «Más en las obras que en las palabras». ¿Y si las palabras son las obras?
5.3. Las conversaciones internas del Espíritu
a. Las palabras en la contemplación
b. Peticiones
c. Coloquios
d. El segundo modo de orar
e. Otras voces
5.4. Acompañar Ejercicios: la experiencia en la palabra
6. Las palabras y los jesuitas
6.1. «Buscad, [hablad] y hallaréis»: las deliberaciones de 1539
6.2. Los jesuitas y su compromiso con las palabras
a. Los ministerios de la palabra
b. Escribir como ministerio
6.3. Las palabras en la vida interna de la Compañía de Jesús
6.4. Los canales de las palabras
6.5. Escribir cartas para vivificar afectos
6.6. Un espíritu para la comunicación

TERCERA PARTE
La palabra en ejercicio

161
7. Las formas de la conversación
7.1. La conversación espiritual
7.2. La confesión
7.3. La conversación con el superior eclesiástico
7.4. La relación profesional de ayuda
7.5. La conversación espontánea
8. La conversación espiritual
8.1. Conversación espiritual abierta
a. Escucha y libertad
b. Igualdad
c. Verdad y dulzura
d. Comprensión
e. Pobreza y transparencia
f. Memoria
8.2. Conversación espiritual orientada
a. Alentar la disposición interior
b. Estilo de la conversación
c. Animador o facilitador de la reunión
d. Estructura de la conversación
e. Beneficios de esta conversación
8.3. ¿Por qué conversamos poco?
a. Por falta de sabiduría
b. Por falta de atención
c. Por falta de interés
d. Por falta de escucha
e. Por exceso de comunicación
8.4. La salud de la conversación. Guía de aprendizaje
a. A nivel personal
b. A nivel grupal
9. Conversación pastoral y acompañamiento
9.1. ¿Qué es la conversación de acompañamiento?
9.2. Acompañar, actitud humana y disposición del espíritu
9.3. El Espíritu Santo, Ecosistema de la conversación
9.4. El entorno de la conversación
a. Un espacio acogedor
1. Espacios que se han de evitar
2. Espacio proporcionado y ¿abierto?

162
3. Espacio digno
4. Mobiliario cómodo: forma y disposición
b. Distancia para conversar
c. Presencia y apariencia
d. Acogida, saludo inicial y comienzo de la entrevista
e. El cierre de la conversación
9.5. El uso de la palabra
10. Conversar para discernir
10.1. Discernir y discernimiento
10.2. Actitudes y acciones básicas en el proceso de discernimiento
a. Delicadeza, importancia, cualificación
b. Rectitud de intención
c. Respeto
d. Liberación del juicio y del afecto
e. Prudencia
f. Adaptación y flexibilidad como «estrategia pastoral»
10.3. Cinco pasos para acompañar un proceso de discernimiento
a. Definición y delimitación del objeto
b. Lucidez sobre las afecciones desordenadas
c. La actitud básica de indiferencia
d. La escucha de lo que Dios quiere
e. Confirmación de lo re-conocido como voluntad de Dios
11. La estructura interna de la conversación pastoral
11.1. Su preparación
a. «A dónde voy y a qué»
b. «Traer a la memoria»
c. Trabajar la disposición interna
d. Alentar la consideración positiva
11.2. Los relojes de la escucha
a. El reloj cronológico. «Para estar con Él»
b. El reloj psicológico. «Rema mar adentro»
c. El reloj espiritual. «Soy yo, el que habla contigo»
11.3. La actividad interna y silenciosa del acompañante
a. Escucha y autoatención
b. Entender y comprender internamente
c. El «lugar vital» del otro
d. Memoria: historia y gracia

163
e. Detección, ponderación y jerarquización
12. Las palabras que no se pronuncian: comunicación no verbal
12.1. La comunicación no verbal
12.2. El lenguaje no verbal del acompañante
a. El lenguaje de los ojos y la mirada
b. El lenguaje del cuerpo
c. El lenguaje de las manos
d. El lenguaje de la sonrisa
e. El lenguaje del «no tacto»
f. Gestos distractivos
12.3. El lenguaje no verbal del acompañado
a. El lenguaje de los ojos y la mirada
b. El lenguaje de las lágrimas y las emociones
c. El lenguaje de las manos
d. El lenguaje del cuerpo
13. Nueve tentaciones del acompañante
13.1. Tentación de distracción
a. Descripción
b. Reacción
13.2. Tentación de «respeto indiscreto»
a. Descripción
b. Reacción
13.3. Tentación de autoritarismo
a. Descripción
b. Reacción
13.4. Tentación de protagonismo
a. Descripción
b. Reacción
13.5. Tentación de responsabilidad irresponsable
a. Descripción
b. Reacción
13.6. Tentación de paternalismo
a. Descripción
b. Reacción
13.7. Tentación de moralismo
a. Descripción
b. Reacción

164
13.8. Tentación de «consejerismo»
a. Descripción
b. Reacción
13.9. Tentación de proteccionismo
a. Descripción
b. Reacción
13.10.En resumen
14. Conversar en el Espíritu
15. Para seguir aprendiendo

Notas
Índice general

165
Índice
Portada 3
Créditos 5
Índice 7
Prólogo, por Javier Melloni, SJ 8
Abreviaturas 10
Luz de ambiente 11
Primera Parte: Comunicar, hablar, conversar 13
1. Comunicarse: milagro y maravilla 14
2. Hablar 21
3. Conversar: cuando la vida se vierte en las palabras 28
Segunda Parte: Ignacio y las palabras 39
4. Ignacio de Loyola, hombre de palabras 40
5. La conversación en los Ejercicios Espirituales. «Como un amigo...» [Ej 54] 48
6. Las palabras y los jesuitas 59
Tercera Parte: La palabra en ejercicio 68
7. Las formas de la conversación 69
8. La conversación espiritual 74
9. Conversación pastoral y acompañamiento 88
10. Conversar para discernir 99
11. La estructura interna de la conversación pastoral 110
12. Las palabras que no se pronuncian: comunicación no verbal 122
13. Nueve tentaciones del acompañante 132
14. Conversar en el Espíritu 148
15. Para seguir aprendiendo 151
Notas 153
Índice general 160

166

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