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Raymond Carver
Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que
solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando
que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas
de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas
de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una
vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando
fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el
trabajo de Jim.
Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía
de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus
negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez
días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su
ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y
regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos
y se besaron ligeramente en los labios.
—Por supuesto —dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo. —Y gracias de nuevo.
Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós
con la mano también.
—Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones —dijo Arlene. Le tomó del
brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su
apartamento.
—No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche —. Estaba de
pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había
comprado el año pasado en Santa Fe.
Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado pero saltó
rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de
las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se
miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de
las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: “Harriet Stone. Una al
día según las instrucciones”, y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una
jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el
aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió
dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el
aparador.
—¿Qué te ha retenido? —dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando
televisión.
—Nada. Jugando con Kitty —dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los senos.
Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinticinco permitidos en su
descanso de la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el
estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta
que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender
del ascensor.
Se encogió de hombros.
La dejó que usara su llave para abrir la puerta. Miró la puerta al otro lado del vestíbulo
antes de seguirla dentro.
Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con
apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
—Estaba en este momento pensando en eso —dijo él. — Iré ahora mismo.
Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando
regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Lo miró fijamente antes de volver
a su caja-dormitorio. Él abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los
cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los
platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos
al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía
enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de
una mesilla de noche, encontró un paquete medio vacío de cigarrillos, y se los metió en
el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a
la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.
—¿Qué te ha retenido tanto? —dijo Arlene. —Llevas más de una hora aquí.
Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un
desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor.
Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento.
Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A
continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.
Se tumbó en la cama y miró el techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después
movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de
recordar cuándo regresaban los Stone, y se preguntó si regresarían algún día. No podía
acordarse de sus caras o de la manera como hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo
se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones
cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela
marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el
espejo de nuevo. Fue a la sala y se sirvió una bebida y comenzó a beberla mientras
regresaba al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca
y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y fue a servirse otra bebida.
—Ponte cómodo mientras voy a su casa —dijo ella. — Lee el periódico o haz algo —
Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.
—¿De verdad? —dijo ella. — Supongo que he debido estar jugando con Kitty.
—Es divertido —dijo ella. —Sabes, ir a la casa de alguien más así. — Asintió con la
cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta. Abrió la puerta de su propio
apartamento.
Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas.
Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.
—¡Maldición! —dijo ella. —Mal-di-ción— cantó ella con voz de niña pequeña
aplaudiendo con las manos. —Me acabo de acordar de que me olvidé real y
verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las
plantas. Le miró —¿No es eso tonto?
—No lo creo —dijo él. —Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.
Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se agarró de su
brazo y dijo:
Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi
no se podía oír su voz.
Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover el pomo. No
se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus
brazos y ella se echó en ellos.