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Latté, Stéphane (2012). La ‘force de l'événement’ est-elle un artefact? Les mobilisations de victimes au prisme des
théories événementielles de l'action collective. Revue française de science politique, 62(3), 409-432.
Las movilizaciones de las víctimas a través del prisma de las teorías de la acción colectiva
Stéphane Latté
Todo parece apuntar a que el investigador se incline por atribuir un papel causal al evento
dramático. En primer lugar, porque la mayoría de las asociaciones de víctimas nacen
(cronológicamente) luego de la irrupción del acontecimiento fortuito que alteró el curso
de la vida cotidiana. En segundo lugar, porque la identidad colectiva reivindicada
públicamente por estos grupos se basa en la puesta en escena de solidaridades
accidentales que parecen originarse en la experiencia común del mismo drama,
independientemente de los vectores ordinarios que suelen estructurar normalmente el
compromiso militante. Por último, porque esta forma emergente de acción colectiva es
socialmente problematizada en términos de un evento que ha generado una ruptura.
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TRADUCCIÓN PROVISORIA. El presente texto es para USO EXCLUSIVO en el marco del curso La política de las víctimas:
crisis, movilización y expertise en la gestión del sufrimiento (FLACSO, profesor: Dr. Diego Zenobi). SE RUEGA NO
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Lejos de ser un tiempo socialmente en suspenso, la situación catastrófica está signada por
normas que regulan la forma en que los actores se perciben, se expresan y se desplazan.
Ahora bien, la idea de que los actores estén determinados por el acontecimiento debe
mucho a la forma en que el papel de víctima se ha institucionalizado en Francia1. Los
conocimientos y los dispositivos a través de los cuales se construyó aquella figura
contribuyeron en particular a fortalecer la frontera entre el antes y el después del
acontecimiento. Podemos pensar en los impulsores de la victimología que, en torno al
diagnóstico del trauma y a las prácticas de la urgencia psicológica, han contribuido a la
idea de que el evento tiene un papel patogénico1; en la ingeniería conmemorativa, cuya
vocación consiste en producir ceremonias que celebren (y construyan) comunidades
accidentales centradas en torno del luto compartido2; en los códigos del periodismo que
al tratar situaciones de desastre exige a sus testigos una narración biográfica construida
en torno a los límites temporales del evento; o inclusive a las prácticas expertas que
exigen que las narraciones de quienes pretenden compensación por daños puedan
distinguir entre el daño directamente atribuible al evento de otras injusticias
experimentadas originidas en el pasado.
Este modo de entender la situación de desastre da forma a las prácticas de las víctimas y
también orienta el enfoque a través del cual la sociología las observa. Esto es lo que
queremos mostrar en este artículo, a partir de los materiales aportados por una
investigación sobre los usos de la categoría « víctima » en contextos de acción colectiva,
más concretamente en las movilizaciones tras la explosión de la planta química de AZF en
Toulouse en septiembre de 2013 ¿En qué medida la fuerza del evento es un artefacto,
tributario al mismo tiempo de las preconstrucciones que rodean a las movilizaciones de
víctimas así como del tipo de materiales que el investigador recoge en el terreno?
Según Vilain y Lemieux “Por medio de estos grupos, que se propone calificar de
circunstanciales, los individuos acceden a una existencia política que, por un lado, prescinde
del apoyo del aparato de movilización tradicional (partidos políticos, sindicatos, asociaciones
ya establecidas, etc.) y, por otro lado, no refiere directamente a las afiliaciones sociales
convencionales (profesionales, religiosas, sexuales, culturales, locales, etc.). En este nuevo
contexto de acción colectiva, las personas involucradas tienden a confiar en un solo punto
común: todos han sufrido con toda su fuerza el mismo evento trágico que ellas no provocaron
ni buscaron. En este sentido, por lo tanto, es una forma de movilización que prácticamente no
se basa en ninguna base institucional o comunitaria previa, y que no conduce a ninguna
extensión política o encadenamiento ideológico a gran escala porque se basa únicamente en
la condición de víctima que el Estado no ha podido prevenir”.1
Por último, debemos a David Snow y a sus colaboradores el último intento de integrar el
factor evento en las teorías de la acción colectiva1. Contrariamente a las derivaciones que
a veces se le endilgan al concepto de shock moral, los autores intentan circunscribir el
campo de pertinencia de las causalidades de la acción colectiva basadas en los
acontecimientos. Ellos identifican categorías de acontecimientos con un potencial
particularmente movilizador, que definen no por sus propiedades morfológicas - su
brusquedad o violencia - sino por el tipo de efectos que producen en los individuos que
los experimentan. Los sociólogos delimitan así los contextos en los que se produce la
disrupción cotidiana. En esta categoría se incluyen los accidentes que interrumpen la vida
diaria, eventos que se caracterizan por interrumpir las rutinas, romper los soportes -
incluidos los materiales- de las creencias cotidianas, y por cuestionar el orden natural del
mundo. Así, las víctimas de las catástrofes colectivas no serían impulsadas tanto por un
shock mecánico ligado a la brusquedad del accidente, sino por una disposición a querer
restablecer el orden de la vida cotidiana. Este concepto abarca todas las situaciones que
provocan una violación del entorno protector, que refiere a aquellas áreas que, como el
hogar o la familia, son culturalmente definidas como espacios privados, normalmente
protegidos de las agresiones del mundo exterior. Por ejemplo, desde esas
coceptualizaciones, las madres de la asociación americana de víctimas de la carretera
Mothers against drunk driving (MADD), así como la mayoría de los grupos NIMBY (Not in
my backyard), buscan, después de una infracción cometida por un agente externo,
recuperar su zona de control y reconstruir su burbuja protectora2.
De todos modos, a pesar de sus diferencias, estos intentos por rehabilitar el papel del
evento enfrentan idénticas dificultades teóricas. El uso del esquema centrado en la
ruptura a partir del evento explica demasiado y demasiado poco. Demasiado porque en
cuanto se observa una movilización resulta difícil cuestionar o matizar la explicación por
el evento y evitar reducir a esa sola causa todos los compromisos dispares que se suman
en ella4. Muy poco porque la fuerza del acontecimiento hace que las situaciones de
apatía sean incomprensibles1. ¿Por qué ante la misma tragedia algunas víctimas, la gran
mayoría de ellas sin duda, no participan en ninguna acción colectiva? Se trata de un matiz
que debilita el edificio construido por D. Snow y su equipo que, por lo demás, están de
acuerdo en que las mismas causas del evento no siempre producen los mismos efectos
movilizadores.
Según Snow et al. “Por supuesto, existen ejemplos de rupturas en la vida cotidiana como el
caso de ciertos desastres o desplazamientos de población que debilitan los lazos sociales
existentes, desmoralizan a quienes afectan y, en última instancia, hacen improbable cualquier
tipo de acción colectiva y, más concretamente, una movilización sostenida. Esta observación
sugiere que existe un umbral más allá del cual la interrupción de la vida cotidiana y la acción
colectiva se vuelven antinómicas”.2
Pero más allá de estas dificultades, las teorías de la acción colectiva centradas en el
evento están expuestas, sobre todo, a un problema metodológico porque al no tomar en
cuenta el carácer coactivo e impuesto de ciertos motivos que encuadran el discurso de los
actores en el contexto de un desastre, registran e inscriben ellas mismas ciertas rupturas
de las que los entrevistados sólo deben dar cuenta.
Las hipótesis del grupo sin ataduras (sans attache) y la del descontento desnudo parecen,
a primera vista, particularmente adecuadas para describir la movilización de las víctimas.
En cualquier caso, estas interpretaciones encuentran una serie de ecos y confirmaciones
en el material recogido en nuestros campos de investigación. El relato de los orígenes
ofrecido, por ejemplo, por los líderes del movimiento de los afectados por la explosión de
la fábrica AZF pone en juego los motivos que apoyan la interpretación eventual de las
movilizaciones posteriores al desastre. Según el folleto de presentación pública de esta
asociación de víctimas de la catástrofe de Toulouse:
“La asociación se formó a partir del encuentro fortuito entre dos vecinos que, sin conocerse,
se encontraron atrapados en la triste condición de víctimas luego de la explosión y del
desastre. Fue suficiente con hacer unos carteles muy caseros, pegados en los árboles del
barrio, que invitaban a los habitantes a una reunión pública en el estacionamiento de la
piscina municipal. Y ellos vinieron con su ira, su desolación, su soledad y sus vendas. Los
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convocantes, subidos a dos sillas tambaleantes intentaron organizar y dar la palabra con la
ayuda de un megáfono. Había mucha rabia a flor de piel, incontrolable, como el evento. Cada
uno trajo sus quejas y su corazón, su soledad y su miedo. Todos expresaban una ira que se
asemejaba mucho a la desesperación. Este extraño encuentro, entre un ‘tribunal de los
milagros’ y un mitín reivindicativo, encontró su unidad, su identidad, en la demanda unánime
y recurrente de justicia. Eso fue el 23 de septiembre de 2001”.
Este tropismo del evento, el peso de las emociones violentas que puede haber generado,
la intensidad del shock que provocó, el carácter imperativo de las motivaciones para
actuar que puede haber despertado, también están presentes en muchas de las
entrevistas que realizamos con líderes de asociaciones de víctimas ¿Qué estatus hay que
atribuir a estas emociones crudas, entregadas en las entrevistas, a estos relatos de
infortunio, a estas crónicas detalladas del drama, a estas confesiones de experiencias
traumáticas en las que parece originarse la acción colectiva? ¿Se trata de registrarlas
como evidencia de la manifestación de un shock moral (« Nada volverá a ser igual ») o
deben ser reducidas a excesos del discurso? ¿Deben utilizarse como la columna vertebral
de la explicación o, por el contrario, deben tratarse como una forma local de « langue de
bois », es decir como un artificio retórico orientado a alcanzar algún fin no explicitado u
obtener alguna ventaja? Estas preguntas no dejan de crear incomodidad. La invocación de
los contextos narrativos, las estrategias de legitimación, los modos prestablecidos de
autopresentación, corre el riesgo de parecer negar la realidad del sufrimiento
experimentado y expresado. El hecho de promover un distanciamiento del sufrimiento,
parece poner en cuestión esos momentos densos que experimentamos en las entrevistas
tanto los entrevistados como el entrevistador. Por el otro lado, tomarlo como dato, como
expresión desnuda, implicaría renunciar a las reglas elementales de control de los
materiales de campo, y olvidarnos de problematizar el estatus que atribuimos al discurso
recogido. Aquí no se trata de negar la fuerza del acontecimiento, sino de evaluar su lugar
en la narración.
Cuanto más familiar y duradera era la relación con nuestros entrevistados más parecían
desvanecerse las marcas del evento, a veces hasta el punto de hacerse invisibles. Cuando
revisamos nuestras transcripciones pudimos ver que a menudo desconocíamos los
detalles de los daños personales sufridos por esos representantes que eran nuestros
interlocutores más cercanos. Cuanto más retrasábamos la realización de entrevistas en el
proceso de investigación, más nos perdíamos de contar con el relato subjetivo del
desastre. Paradójicamente, ese relato subjetivo llegó cuando tomamos contacto con
algunos entrevistados que se mostraban reticentes a recibirnos. A pesar de esa
desconfianza, el grado de intimidad del testimonio se hacía más intenso en las entrevistas
ya que ellos preferían evitar referirse a algunos temas públicos y políticos espinosos. Por
ejemplo, este técnico de la planta de AZF se mostró reacio a recibir a un sociólogo por
considerar que pertenecía a los grupos profesionales más resistentes a la industria
química (como periodistas y profesores). Durante la entrevista tímidamente concedida,
orientó sistemáticamente la conversación hacia la evocación subjetiva del desastre y evitó
referirse a los temas que se habían convertido en problemáticos a nivel local (las
condiciones de trabajo en la fábrica, que fue incriminada en la investigación judicial, las
acciones sindicales reportadas en la prensa, el acuerdo con los empleados que
estigmatizaba a quienes realizaban denuncias).
“Stéphane, llamémonos por el nombre de pila porque, ya sabes, vamos a hablar de cosas tan
personales que no puedo llamarte ‘señor’ o tratarte de ‘usted’, aunque no te conozca”.
Aunque no habíamos tenido tiempo de hacer ninguna pregunta, el desplegó durante casi
una hora un relato contundente del accidente que lo sumió en el luto trece años atrás:
“Escucha, tengo que advertirte algo. No es la primera vez que hablo de mi historia, de mi vida.
Incluso tiendo a lo opuesto. Desde que ocurrió el accidente, cuando conozco a alguien nuevo,
tiendo a empezar con eso. Tarde o temprano, lo traigo porque creo que ha sacudido tanto mi
vida que... no siento que tenga que hacerlo, pero viene por sí solo porque es parte de mí y
quiero que eso sea tenido en cuenta. He tenido muchas oportunidades de hablar de ello... no
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es la primera vez... he estado trabajando en esto durante varios años. Pero, aún así, hay
momentos en los que la emoción surge, así que me disculparás si a veces... “2
Confesión sin confesor, mayéutica sin obstetricia, anamnesis que a veces es un soliloquio,
la expresión de la indignación privada aparece como una cuestión adecuada para hacerse
pública. No es que ese discurso sea conveniente – en un sentido artificial o estratégico -
sino que simplemente no se lo considera inconveniente, o mejor aún, se cree que hay que
expresarlo públicamente.
oficialización del diagnóstico del trauma psicológico para este tipo de situaciones1. Desde
entonces, el trauma se ha convertido en parte de la caja de herramientas discursivas de la
que se sirven regularmente las asociaciones de víctimas, que hace posible vincular grupos
y situaciones muy diferentes que no están cimentadas por una historia común.
“La gente sabe cómo presentar las cosas... si no fuiste herido, entonces se habla enseguida de
shock... la gente del vecindario no te dirá: tengo ‘daño moral’. No saben lo que es, hay que
haber pensado un poco en el problema para reivindicar el perjuicio moral, es algo abstracto...
así que te dicen: estamos muy shockeados. Todos sabemos lo que es un shock. Un vecino fue a
hacerse una pericia y habló con los forenses, vio que ellos hablaban de esa manera, entonces
comenzó a hablar así y luego otro vecino también comenzó a referise al ‘shock’...” 1
El sociólogo se encuentra incluido, aún cunado no lo note, en una red más amplia en la
que la evocación del acontecimiento cobra fuerza y hace a la naturaleza de los sujetos con
los que trabaja2. Así pues, los sociólogos intervinimos en el saturado mercado de las
historias vinculadas a la catástrofes que otros actores -periodistas y psicólogos en
particular- han conformado y regulado antes de que nosotros entráramos en él.
Ciertamente, presentar la investigación como sociológica podría haber sido adecuado
para desmantelar el malentendido habitual entre la sociología y la psicología, entre una
disciplina mal identificada y otra que se ha vuelto familiar en el contexto de un desastre, y
permitirnos tomar distancia de los modos de narración que son relevantes para la
segunda (el shock o el trauma). Sin embargo, aunque hay varios agentes en una vida y
varias historias de vida posibles para cada agente3, la mera mención del objeto de la
investigación a los entrevistados fue suficiente para predefinir el papel social a asumir y
prediposnerlos a la adopción de los caminos y secuencias tipificadas correspondientes. El
encuestado sabe que está siendo entrevistado como víctima o como representante de
una asociación de víctimas. Por lo tanto, no hablará como el profesor, el padre de familia,
el hijo de un refugiado español, el activista de la LCR, el habitante de un barrio obrero,
que también es. El itinerario está escrito de antemano ya que clandestinamente circula
una grilla de preguntas oculta, no explicitada, definida por el entrevistado y no por el
entrevistador, que está encabezada por una pregunta que no necesita ser formulada:
¿Qué pasó ese día? Así pues, empezar desde el principio es siempre colocar en el centro
al acontecimiento inaugural (al interrogar a los militantes de las asociaciones otros puntos
de partida podían ser posibles, como, por ejemplo trazar la genealogía de sus
compromisos cívicos). Tanto es así que cuando, para correr del centro al acontecimiento,
solicitamos que la persona entrevistada nos trazara un camino de su vida, ésta nos relató
su trayectoria como víctima.
Esta hipertrofia del evento se traduce finalmente en una serie de dificultades. Al principio
nos avergonzábamos en la interacción cuando nos decían que escucháramos lo que no
sentíamos que teníamos derecho a escuchar. Una mujer representante de ventas, que se
reunió con nosotros unos días después de una entrevista con su marido, nos agradeció:
“Fue bueno para él hablar con ustedes sobre la explosión, nunca habla de ello en casa, lo
ayudó a seguir adelante”. Lo mismo ocurrió con una secretaria médica que nos insistió
para que concretáramos una entrevista con su hijo: “Creo que podría ayudarle”. Esto
representa un obstáculo para la interacción porque, como señalan con razón Julien
Langumier y Violaine Girard, la omnipresencia de la catástrofe desvía la entrevista
etnográfica de su objetivo clásico: la narración de lo vivido monopoliza la narración de la
vida1. Más precisamente, la huella del evento coloca sobre el discurso superposiciones,
iluminaciones, desbordamientos, elementos proyectados en el mismo y por lo tanto
inevitablemente - en modo espejo - silencios, huecos, censuras, sombras, puntos ciegos.
En efecto, es difícil en este contexto hablar de un pasado previo al acontecimiento que
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podría arrojar luz sobre la lógica del compromiso politico de las víctimas según los
criterios clásicos de la sociología de la movilización, que en este contexto pueden resultar
irrelevantes o simplemente estar fuera de alcance. En las entrevistas, las trayectorias
profesionales, las solidaridades previas, las afiliaciones políticas y las membresías
asociativas preexistentes desaparecen para volverse opacas, incluso en algunos casos,
indecibles en cuanto se acepta socialmente (se requiere) que la verdad sobre las víctimas
y su movilización se concentra totalmente en el evento.
La cuestión del evento está incrustada en los materiales producidos por el investigador.
También está presente en las fuentes originadas en la prensa que por las
preconstrucciones que las sustentan, refuerzan y acreditan una lectura de los
compromisos de las víctimas centrada en el acontecimiento. Las asociaciones de víctimas
son un modo de organización colectiva que cuenta con cierta historia. Ellas están
atrapadas por ciertas convenciones heredadas que regulan la forma en que los grupos y
sus portavoces se expresan públicamente y en la prensa. Esto último puede llevar a
subestimar el peso del sustrato social en el que se basa el grupo y a confundir su
presentación con lo que en realidad es. La idea del encuentro fortuito a causa de la mala
suerte es en parte un modo típico de presentación. Dado que la identidad pública de
estos movimientos se basa en el intercambio de afectos en esa coyuntura, los líderes de
las asociaciones trabajan duro para negar las afinidades políticas y los atributos sociales
previamente existentes. No nos conocíamos antes, nos encontramos por casualidad:
estas afirmaciones pueden ser inocentes observaciones, pero una vez que pasan a formar
parte del discurso público, se convierten en estandartes. Se trata, entonces, de
confrontarlas con la observación de los canales efectivos de reclutamiento asociativo.
Sin embargo, los requisitos de presentación pública de los grupos tienden a eclipsar el
pasado militante de las víctimas movilizadas. El contexto del desastre en el que se
produce la acción colectiva cambia la jerarquía relativa de los recursos y redistribuye el
derecho a la voz pública. En ese marco, después del 21 de septiembre, la posición de los
medios de comunicación fue ganando centralidad. Las reglas y normas propias de la
presentación mediática participaron de la puesta en escena de estas personas como
víctimas seculares enteramente definidas por la tragedia. Movilizarse como víctima de un
acontecimiento dramático significó renunciar, al menos temporalmente, siempre
parcialmente, al menos públicamente, a otros rasgos destacados de la identidad social,
como la afiliación política. El recurso circunstancial a la experiencia directa del desastre
garantizó la visibilidad de los legos-profanos (las víctimas) y obligó a la retirada (al menos
pública) de muchos activistas que se mantuvieron en la retaguardia.
De acuerdo con los cánones del periodismo se dió lugar central al formato del testimonio
individual de una figura ideal de víctima que era calificada únicamente por el daño
sufrido. Así, se acumularon en la prensa bloques ilustrativos que mostraban las biografías
afectadas y los retratos de víctimas ordinarias que luchaban contra los efectos del
acontecimiento extraordinario. En consecuencia, aunque omnipresentes en el
movimiento, quienes tenían inserciones locales, cuya pertenencia política o sindical era
bien conocida, sabían que los atributos otorgados al papel de víctima en los medios de
comunicación corrían el riesgo de descalificar de antemano el discurso que ellos podían
desplegar. Si bien los activistas de diversas causas también pueden ser víctimas de
desastres y documentar los daños personales, ellos seguirán estando públicamente
asociados a sus compromisos previos como partidarios o simpatizantes más que como
víctimas. Los militantes del SUD o de la LCR, que pueblan la causa de Toulouse, tienen en
cuenta esta modificación de los títulos que deben exponerse públicamente. Por ello,
remiten preferentemente a los periodistas a otros compañeros de la asociación cuya
vocación parece haber nacido abruptamente tras la explosión, personas anónimas que
rápidamente dejaron de serlo y que no llevaban consigo la sospecha de un compromiso
político previo. Este sindicalista, referente de un grupo de asociaciones de víctimas de
catástrofes, dice por ejemplo:
“Antes, estábamos siempre demandando, [los periodistas] nos veían llegar por la cuestión de
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Palestina, por los indocumentados, el desempleo, las pensiones… estaban hartos de ver
siempre los mismos rostros. Así que con la explosión necesitaban caras nuevas, tipos que
estuvieran afectados, pero de los que nunca habían oído hablar antes”.1
“En la asociación hay personas decididas pero a menudo están pegadas a un mandato o
compromiso político. Se los identifica como activistas políticos. Los activos, Patrick,
Thibault, Catherine, todos tienen un compromiso. Así que tuvimos que sacar a alguien ‘de
la galera’. Eso es lo que me hizo ser relevante, entre comillas, porque no tenía etiquetas
asignables. A mí me gustaría que pudiéramos poner a un tipo de SUR y la Liga. Pensar que
no sólo somos víctimas del desastre, sino también que uno es cazador, el otro un
pescador, uno es activista, el otro filatelista, y así...” 2
Los pocos militantes de larga data que sobrevivieron a esta renovación de los portavoces
son aquellos cuyo estigma dejado por la explosión es lo suficientemente visible e
irrevocable como para borrar su compromiso político previo y ajustarse al patrón
periodístico que enfatiza la ruptura del evento. Por ejemplo, este miembro de Lutte
Ouvrière señala con ironía que la cicatriz que va del ojo a la nuca fue algo así como el
‘sésamo’ que abrió la puerta a los medios de comunicación: “Me dio la legitimidad de ser
una verdadera víctima del desastre3”. Añade, con una sonrisa: “tuvieron mala suerte,
porque el único herido grave de la ciudad era también el único activista”. Las notas
biográficas difundidas en los medios de comunicación nacionales ignoraron a menudo sus
antecedentes militantes, el apellido desaparecía detrás del nombre de pila y la calificación
por el daño tenía prioridad por sobre la etiqueta de ‘sano’ : “Jean-Michel, herido de la
ciudad de Bellefeuille”. Cuando excepcionalmente se marca el atributo político, de nuevo
de pasada, el mimso es precedido de una descripción del daño personal.
“Jean-Michel Godart, profesor de la IUFM, estaba sentado en su mesa de trabajo: ‘La puerta de
la ventana me tiró por las escaleras. Me levanté. Mi cara y mi cuello sangraban mucho. Todos
los que me vieron se desmayaron’. Estaba desfigurado, se había golpeado la arteria carótida.
Perdió tres litros de sangre. Debe su supervivencia sólo a una extraordinaria fortaleza física.
El domingo 21 de octubre, Jean-Michel regresó a la ciudad de Bellefeuille. Una larga cicatriz le
atravesaba la cara y el cuello. El es un militante de los derechos de los trabajadores, todo el
mundo en el barrio lo conoce. Logró sobreivr porque su edificio, el más afectado, fue
evacuado a tiempo.”
Los periodistas locales que conocen al personaje porque lo han visto en movilizaciones
anteriores (fue cabeza de lista en las elecciones regionales de 1998 e impulsa
regularmente campañas por los movimientos de indocumentados), evitan el detalle
biográfico disonante, prefiriendo insistir en una bifurcación biográfica atribuida al drama.
Así, de este editor de la prensa regional escribía que:
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Esta conformidad con el modelo elaborado sobre lo accidental se aplica tanto a las
biografías individuales como a las autopresentaciones colectivas. Si bien este entrevistado
fue despojado, en parte a pesar suyo, del trabajo militante de más de 20 años que
alimentó su compromiso tras la explosión él también contribuyó a la producción del
prototipo mediático de la víctima estrictamente definida por el acontecimiento sufrido.
Establecido por razones políticas en un barrio obrero cerca de la fábrica AZF, este
militante trotskista inició una movilización en su bloque de viviendas que no se diferencia
de las acciones políticas de abajo hacia arriba llevadas a cabo por el comité de residentes
de Bellefeuille que dirige desde 1986. Sin embargo, su ajuste a las expectativas de los
medios de comunicación le llevó después de dos meses de relativa invisibilidad pública, a
convertir este comité de residentes con una fuerte identidad social local en un colectivo
de “los sin ventanas”, una etiqueta que elimina las propiedades sociales del grupo
movilizado y que se centra en la calificación de los daños. Esta cuestión semántica le valió
a su autor una notable amplificación mediática: la etiqueta integró rápidamente el
lenguaje común, contibuyendo a su autonomización del grupo en que participaba
originalmente. Un periodista de Le Monde, por ejemplo, aplaudió la invención de una
nueva categoría de personas socialmente dañadas: los 'sin ventanas'2, mientras que
Libération dedicó un post al éxito del término que refería a ‘las víctimas colaterales del
big bang de AZF’3.
Para reescribir el evento en plazos más largos, para reintroducir el status de víctima en el
marco de otros roles y pertenencias sociales de la vida cotidiana, y para trivializar el
análisis del compromiso de las víctimas1, es conveniente actuar, a través de la elección de
ciertos métodos, sobre la naturaleza de los marcos de enunciación y sobre las condiciones
de recepción de las palabras de la víctimas. En los inicios de nuestra investigación más
amplia sobre las asociaciones de víctimas, realizamos una primera exploración de aquellas
que nos parecían significativas (Federación Nacional de Víctimas de Accidentes Colectivos,
Asociación de Padres de Niños Víctimas, Solidaridad con la catastrofe de Sainte-Odile,
Asociación de familias del incendio Édouard Pailleron). Operando mediante entrevistas
puntuales, aisladas unas de otras, desvinculadas de los contextos sociales, los materiales
a veces resultaron decepcionantes. Nos exponíamos al riesgo de producir las víctimas que
finalmente buscábamos, es decir, individuos abstractos definidos de manera única por el
acontecimiento sufrido, seres ficticios previamente recortados por el investigador,
rebanadas de vida arrancadas artificialmente de la carne de los actores sociales
concretos, construyendo protagonistas unidimensionales (víctimas esperadas) y caminos
unidireccionales (que surgen a partir del evento -un accidente de tren, un incendio, un
asesinato- que finaliza en la movilización). Por lo tanto, para evitar este sesgo al
centrarnos en una situación particular, nos hemos propuesto trabajar utilizando los
principios del método etnográfico.
Su encuentro con la causa de las víctimas del desastre puede entenderse, en primer
lugar, a la luz de sus experiencias pasadas. En su evocación del día de la explosión se
entrelazan el miedo inmediatamente sentido y el recuerdo vivo de sus años oscuros.
El día de la explosión ella no estaba en su casa, sino a unas pocas cuadras, en casa de sus
parientes. Ella relaciona su angustia por lo sucedido con la reminiscencia de la culpa que
sintó cuando se dio cuenta de su impotencia para sacar a sus hijos de un hogar violento y
amenazante. Este descentramiento en relación al evento de AZF también se puede
ver en las desviaciones del lenguaje del trauma que ella puso en juego. Cuando luego
de la explosión sugería a vecinos y afectados a hablar con los psicólogos enviados a
la zona, les sugería sistemáticamente que contaran su historia, que mencionaran el
desempleo, la miseria material, el aislamiento del barrio, sus repercusiones en la unidad
familiar, etc. Y mientras los psicólogos intentaban reducir a las narraciones de sus
interlocutores a la explosión, ella insistía constantemente en que se destacaran los
errores y daños y carencias arrastradas desde el pasado. Por ello concluyó una sesión de
debriefing señalando a la terapeuta: espero que se dé cuenta de que el trauma ya estaba
presente antes de la explosión.
Su participación en la campaña de ayuda a mujeres maltratadas le ha permitido
adquirir conocimientos técnicos y a descifrar cuestiones relevantes que pudo
transponer directamente a las secuelas de la catástrofe de AZF: familiaridad con la
etiqueta de víctima; conocimiento de las posibilidades y recursos que implica;
capacidad de vincular tragedias privadas con causalidades estructurales (ya sea el
patriarcado en el caso de la violencia doméstica o el capitalismo en el caso de AZF);
una apreciación del testimonio público y la atribución judicial de responsabilidad
como medio de reparación de las injusticias experimentadas; una teoría
relativamente explícita de los mecanismos de dominación (ocultación, aceptación,
renuncia, incapacidad de actuar y denunciar); una destreza en el discurso público y
más específicamente en esta forma particular de intervención política, que es la
expresión del sufrimiento personal que debe articularse en relación con
reivindicaciones generales más amplias (aquí ella hace valer su conocimiento previo
surgido de los testimonios de mujeres que sufrieron violencia).
Pero el compromiso con una asociación de víctimas se debe también a las cualidades
propias de este tipo de movilización. El mundo social de las víctimas tiene fama de
ser plástico, no porque las jerarquías sociales se desvanezcan bajo el efecto
mecánico de la solidaridad accidental sino porque la ilusión de una comunidad de
destino viene a recubrirlas (siempre temporalmente, de manera desigual, imperfecta).
En las primeras semanas, la identidad social aparece suspendida, permanece en todo
caso silenciosa en la cotidianidad asociativa, a favor de una identificación
circunstancial basada en la cercanía con el drama. Se trata de un espacio abierto
donde sólo parecen estar autorizados a expresarse quienes hablan desde los daños
personales y ya no desde los títulos, mandatos, cualidades estatutarias o
profesionales. Para una mujer como aquella entrevistada, que está en constante
contradicción entre la clase objetiva y la pertenencia subjetiva, la militancia como
víctima aparece como un intersticio en el que, en olvido de la posición social
efectiva, pueden florecer las aspiraciones contrariadas. Así pues, en su compromiso
con la victimización, ella se acerca a los estratos sociales que su profesión y su lugar
de residencia suelen limitarle.
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Nos referimos, por ejemplo, al movimiento de los inquilinos de Jeambart que durante
2002 comenzó a exigir una mayor compensación por los daños. En la petición dirigida por
los habitantes de este polígono de viviendas, la afiliación social, territorial y patrimonial
prevalece sobre las identidades públicas promovidas tras la explosión. La mención de sí
mismos como víctimas de la catástrofe del 21 de septiembre se añade sólo tardíamente,
por consejo del responsable de una asociación ajena al barrio. Esta continuidad en las
formas de nombrarse a sí mismos muestra una indiferenciación en lo relativo a la
percepción de las formas de injusticia que este grupo venía sufriendo. Aquí, la
estructuración del relato en torno a una clara partición entre un antes y un después de
AZF (el que está orientado en función de la reparación del daño o la presentación
periodística de los testimonios) resulta problemática. Ello se hace visible cuando se
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TRADUCCIÓN PROVISORIA. El presente texto es para USO EXCLUSIVO en el marco del curso La política de las víctimas:
crisis, movilización y expertise en la gestión del sufrimiento (FLACSO, profesor: Dr. Diego Zenobi). SE RUEGA NO
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intenta disociar los males atribuibles a la explosión de las dificultades previas que el
accidente confirma, intensifica o ratifica, más que producirlas. De hecho, el desastre
forma parte de una temporalidad más amplia que abarca un declive a largo plazo, tanto
individual como colectivo. El aislamiento experimentado inmediatamente después de la
explosión recuerda el aislamiento progresivo de la ciudad en el territorio local; la
destrucción material de los equipamientos públicos forma parte de una degradación
continua del entorno vital causada por la disminución de las inversiones públicas; el éxodo
de numerosos inquilinos después del 21 de septiembre se hace eco del descenso
demográfico del barrio y de las sucesivas olas de salidas que han debilitado las
solidaridades del barrio; la desorganización en la distribución de las donaciones recuerda
la competencia que se suele percibir en el mercado de la asistencia social; los temores y
dificultades poco atendidos de los niños debilitan aún más un marco educativo que antes
ya era difícil de mantener, etc. Como resultado, existe una brecha entre el modo en que se
presentación las quejas y vinculadas a lo “accidental” por un lado, y por el otro, la
experiencia de sufrimiento más amplia que experimentan estos actores. Ya sea que los
iniciadores de este movimiento soliciten la mediación del alcalde, la asistencia de una
asociación de víctimas de catástrofes o la solución del litigio por parte de la dirección de la
oficina del HLM, ellos se encuentran sistemáticamente con el mismo rechazo, cuando les
dicen: “Ustedes están mezclando todo”.
afiliación de las asociaciones creadas tras la explosión, ellos mantuvieron su fidelidad a las
estructuras de gestión del grupo profesional al que pertenecían algunos fallecidos (el
sindicato de la fábrica y la asociación creada para conmemorar a los antiguos
trabajadores de AZF).
Se podrían invocar múltiples factores para explicar el arraigo duradero de esta división
entre víctimas y empleados y la imposibilidad de crear una comunidad unificada entre
unos y otros a partir del siniestro. Por supuesto, hay que recordar que los intereses
materiales inmediatos son contradictorios ya que, mientras las asociaciones colectivas
exigen el cierre definitivo de la planta química los empleados de AZF exigen que la misma
se vuelva a poner en marcha y que se mantenga el funcionamiento intramuros. También
hay que mencionar la progresiva marginación de esos trabajadores que habitan la zona
afectada. Aunque hasta los años ochenta el barrio de viviendas construido por la empresa
química para sus operarios fue un punto de referencia y de sociabilidad, los empleados
fueron abandonando poco a poco lesas viviendas adyacentes a la planta para acceder a
propiedades fuera de la ciudad. Los residentes y los empleados ya no compartían la
misma experiencia residencial ni las mismas estructuras de encuadramiento. Y sobre
todo, debemos recordar los obstáculos que imposiblitan la asunción del papel de víctima
cuando el evento es designado como un “accidente laboral”2 (lo que implica una
consideración incorporada del peligro como una experiencia normal, estrategias
profesionales para prevenir situaciones de accidente3, obstáculos económicos y jurídicos
para la denuncia pública del riesgo industrial por parte de quienes lo sufren, etc.).
contratados para la ocasión. Allí tomó forma una pequeña comunidad. Durante casi seis
meses, la solidaridad en la fábrica continuó alrededor de las viejas líneas de producción
en desuso y casi la mitad de los empleados fueron a sus puestos sólo ocasionalmente. Las
reuniones organizadas cada semana por el director de la planta, las asambleas generales
de los empleados y las giras sindicales alimentaron un denso tejido de relaciones sociales.
A puerta cerrada se desarrolló y solidificó un relato alternativo de la tragedia, en el que
los empleados fueron reconociéndose como víctimas, no de la explosión sino de la
reprobación social que apunta a la industria química.
“Me hubiera gustado hacer el retrato de un empleado que lo perdió todo, con algún amigo
muerto o que hubiera estado salvando compañeros durante el incendio, porque hubo actos
heroicos, empleados que literalmente salvaron a sus colegas... eso habría sido híper fuerte
para el contexto periodístico. Pero nadie se ofrecía para dar ese tipo de testimonio. Ese era
el mayor problema para los periodistas: tenías un montón de gente que quería dar su
testimonio de un lado y ninguno del otro.”1
A pesar de que se les insistía con la cuestión (ese periodista les señalaba “Ustedes
también son víctimas de la catástrofe, deben mostrar eso al pueblo de Toulouse”2), el
testimonio en nombre propio era percibido por estos representantes sindicales como
una traición al mandato recibido de sus colegas. Había una reticencia a la narración de sí
mismos que se origina, si seguimos a Claude Poliak, en la conciencia de pertenecer a un
Nosotros y también en las sospechas respecto a las formas de expresión asociadas a lo
femenino y a la fragilidad emocional3. Este delegado de los trabajadores se diferenciaba
y cuestionaba las formas lúgubres que ponían en escena la mayoría de los portavoces de
las víctimas: “Nosotros no estamos de luto, no mostramos nuestras almas en pena... al
menos yo, personalmente, no soy así... En cambio, del otro lado, hay mucha gente sabe
cómo llorar”.4
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“Para las asociaciones, las víctimas del desastre eran sólo ellos. Las víctimas eran los de
afuera. Por eso nos vimos obligados a decir: los empleados son las primeras víctimas. El diez
por ciento murió y el cien por ciento perdió su trabajo. Bueno, mierda, si eso no es ser
víctimas... Así que, sí, nosotros somos los afectados. De hecho, el abogado nos dijo: pueden
solicitar la aprobación de la asociación a la justicia como víctimas, todos ustedes son víctimas
del desastre. Incluso nos dijo que los jubilados eran víctimas del hecho y es cierto que algunos
de los trabajadores retirados estaban traumatizados”.2
viven con SIDA3, en los que el sexo y el género tienen un gran peso; en las afinidades
confesionales en el caso de los grupos de víctimas de sectas4; en el papel que tienen las
redes militantes por el derecho a la vivienda en la creación de asociaciones de víctimas de
incendios o de envenenamiento con plomo (saturnismo)1; en la concurrencia del partido
independentista polinesio, de la Iglesia protestante y de las organizaciones por la paz, en
el movimiento antinuclear impulsado por las víctimas de ensayos atómicos2; en la fuerte
contribución de las redes de ex combatientes a las asociaciones de víctimas del síndrome
de la guerra del Golfo3; en la transformación de ciertas secciones sindicales en
asociaciones de intoxicados con amianto o asbesto en lugares de trabajo4; en la
inscripción de la movilización de las víctimas de la marea negra en el marco del tejido
local del activismo comunitario 5; o en los numerosos círculos sociales (el Movimiento
Scout, asociaciones de padres que colaboran con las escuelas, las asociaciones creadas
con fines de ocio y distracción) que a menudo alimentan los movimientos ocasionales
creados en torno a la muerte violenta de un niño.
¿Es esto, simplemente, otro alegato a favor del continuismo? Uno se expondría entonces
a la crítica del fijismo de las ciencias sociales desarrollado por Alban Bensa y Eric Fassin:
trabajos de Michel Dobry, afirmó que [la crisis] no es una ruptura: es la continuación de
un sistema de relaciones bajo condiciones diferentes7.
Stéphane Latté: Profesor de ciencias políticas en la Universidad de Alta Alsacia, Stéphane Latté es
miembro del laboratorio PRISME-GSPE. Su doctorado (Prix AFSP/Mattéi Dogan, 2009) ha dado lugar a
artículos sobre la historia de las asociaciones de víctimas (Victim Movements, en David A. Snow,
Donatella Della Porta, Bert Klandermans, Doug McAdam (eds), The Blackwell Encyclopedia of Social and
Political Movements, Chichester, Wiley Blackwell, 2012), a la sociología de las emociones y a los usos
políticos del luto (No respetas a los muertos del AZF, Ordenar las emociones en una situación
conmemorativa, en Sandrine Lefranc, Lilian Mathieu (dir.), Mobilisations de victimes, Rennes, Presses
Universitaires de Rennes, 2009, p. 205-220), al recurso militante a la psicología (Enquête sur les usages
sociaux du traumatisme, Politix, 73, 2006, p. 159-184). Al mismo tiempo, también realizó investigaciones
sobre el reclutamiento político local (Cocina y dependencia. Les logiques pratiques du recrutement
politique, Politix, 60, 2003, pp. 55-81), la paridad y la construcción de identidades de género en la vida
política municipal (con Catherine Achin et alii. Sexes, genre et politique, París, Economica, 2007). Su
trabajo se centra en la construcción social de la categoría de víctimas y sus usos en la acción colectiva
(Universidad de Alta Alsacia, 16 rue de la Fonderie, 68093 Mulhouse, cedex
<stephane.latte@gmail.com>).