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TRADUCCIÓN PROVISORIA.

El presente texto es para USO EXCLUSIVO en el marco del curso La


política de las víctimas: crisis, movilización y expertise en la gestión del sufrimiento (FLACSO,
profesor: Dr. Diego Zenobi). SE RUEGA NO CIRCULARLO.

Latté, Stéphane (2012). La ‘force de l'événement’ est-elle un artefact? Les mobilisations de victimes au prisme des
théories événementielles de l'action collective. Revue française de science politique, 62(3), 409-432.

LA FUERZA DEL EVENTO ¿ES UN ARTEFACTO?

Las movilizaciones de las víctimas a través del prisma de las teorías de la acción colectiva

Stéphane Latté

En las publicaciones académicas y en las narrativas locales, la aparición de asociaciones de


víctimas en los últimos veinticinco años –víctimas de atentados, accidentes industriales o
desastres naturales- y la lógica del compromiso militante que tiene lugar en esos casos,
suelen estar relacionadas con la confrontación a un acontecimiento inaugural (la muerte
de un niño, la destrucción del entorno familiar, la experiencia de miedo ante un accidente
fuera de lo común, etc.), las consecuencias traumáticas que le siguen y las alteraciones en
los patrones de comprensión del mundo que se supone que engendran. El
acontecimiento dramático porta en sí mismo la capacidad de generar grupos movilizados
y de producir sufrimiento y descontento por el solo hecho de su fuerza y evidencia. Si
queremos explicar la movilización de las víctimas, puede presentarse la gran tentación de
retrotraer el análisis hacia esa caja negra que es el acontecimiento. En razón de su
evidencia, éste daría forma a las unidades movilizadas, esto es, las víctimas se
reconocerían inmediatamente como tales. Asimismo, automáticamente crearía
solidaridad entre ellas, que tuvieron la desgracia de sufrirlo. Es decir que el evento
generaría un daño a sus víctimas de tal manera que ellas tendrían razones directas para
actuar colectivamente.

Todo parece apuntar a que el investigador se incline por atribuir un papel causal al evento
dramático. En primer lugar, porque la mayoría de las asociaciones de víctimas nacen
(cronológicamente) luego de la irrupción del acontecimiento fortuito que alteró el curso
de la vida cotidiana. En segundo lugar, porque la identidad colectiva reivindicada
públicamente por estos grupos se basa en la puesta en escena de solidaridades
accidentales que parecen originarse en la experiencia común del mismo drama,
independientemente de los vectores ordinarios que suelen estructurar normalmente el
compromiso militante. Por último, porque esta forma emergente de acción colectiva es
socialmente problematizada en términos de un evento que ha generado una ruptura.
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Lejos de ser un tiempo socialmente en suspenso, la situación catastrófica está signada por
normas que regulan la forma en que los actores se perciben, se expresan y se desplazan.
Ahora bien, la idea de que los actores estén determinados por el acontecimiento debe
mucho a la forma en que el papel de víctima se ha institucionalizado en Francia1. Los
conocimientos y los dispositivos a través de los cuales se construyó aquella figura
contribuyeron en particular a fortalecer la frontera entre el antes y el después del
acontecimiento. Podemos pensar en los impulsores de la victimología que, en torno al
diagnóstico del trauma y a las prácticas de la urgencia psicológica, han contribuido a la
idea de que el evento tiene un papel patogénico1; en la ingeniería conmemorativa, cuya
vocación consiste en producir ceremonias que celebren (y construyan) comunidades
accidentales centradas en torno del luto compartido2; en los códigos del periodismo que
al tratar situaciones de desastre exige a sus testigos una narración biográfica construida
en torno a los límites temporales del evento; o inclusive a las prácticas expertas que
exigen que las narraciones de quienes pretenden compensación por daños puedan
distinguir entre el daño directamente atribuible al evento de otras injusticias
experimentadas originidas en el pasado.

Este modo de entender la situación de desastre da forma a las prácticas de las víctimas y
también orienta el enfoque a través del cual la sociología las observa. Esto es lo que
queremos mostrar en este artículo, a partir de los materiales aportados por una
investigación sobre los usos de la categoría « víctima » en contextos de acción colectiva,
más concretamente en las movilizaciones tras la explosión de la planta química de AZF en
Toulouse en septiembre de 2013 ¿En qué medida la fuerza del evento es un artefacto,
tributario al mismo tiempo de las preconstrucciones que rodean a las movilizaciones de
víctimas así como del tipo de materiales que el investigador recoge en el terreno?

En primer lugar, volveremos a la genealogía de las herramientas conceptuales propuestas


por la sociología de las movilizaciones durante los últimos veinte años con el objetivo de
aislar el factor evento de la acción colectiva. Ya se trate de invocar un shock moral4 , de
los agravios súbitamente impuestos5 o de contextos que sacuden la vida cotidiana6 , la
fuerza del acontecimiento aparece con toda su fuerza cuando los factores ordinarios de la
acción colectiva parecen haber fracasado (y nos encontramos, en cambio, con un
reclutamiento asociativo inesperado, alianzas impensables, carreras militantes reveladas
por el desastre, etc.). La intensidad del acontecimiento está atestiguada sobre todo por el
uso sistemático de los testimonios de las víctimas recogidos en terreno.

Sin embargo, demostraremos que el peso de la ruptura generada por el evento no se


puede autentificar únicamente a partir de las narraciones de los actores desplegadas en
situación de entrevista o en el escenario público. En efecto, las narraciones producidas
por las víctimas están en gran medida filtradas por el régimen de legitimación pública
propio de los contextos de desastre y por normas discursivas (la invocación de un shock,
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por ejemplo) puestas en circulación y controladas por psicólogos, periodistas e impulsores


de la movilización.

Entonces, abogamos por un cambio de prisma en lo que hace a lo metodológico. El


recurso a la etnografía permite matizar la hipótesis basada en la discontinuidad y
reinscribir estas movilizaciones accidentales en las historias sociales de largo plazo: la de
las disposiciones y compromisos pasados que inclinan a algunos (pero no a todos)
individuos a asumir el papel social de víctima; la de los espacios militantes que llevan a
algunos (pero no a todos los) grupos a convertirse en comunidades accidentales. Lejos de
negarle toda fuerza al acontecimiento, este artículo propone en cambio analizar la
manera en que las coyunturas dramáticas barajan las cartas de la protesta e imponen
nuevas reglas para la enunciación de los agravios, ofreciendo nuevos marcos para la
denuncia de la injusticia.

¿Víctimas movilizadas por el evento? La hipótesis sobre el grupo « sin


arraigo» y el descontento al desnudo

La sociología de las movilizaciones de víctimas se ha construido principalmente en torno a


la hipótesis del grupo sin ataduras (sans attache). Desde esta perspectiva, ciertas
propiedades morfológicas parecen distinguir las asociaciones de víctimas de otras formas
de acción colectiva. Esta especificidad reside principalmente en los efectos unificadores
del evento dramático y en el poco peso que tendrían en esos casos los soportes
habituales de la movilización. Los individuos cuya vida se ha visto sacudida por la
irrupción del acontecimiento fortuito estarían movilizados sobre la única base de la mala
suerte que los unió. Ya sea que los llamemos, con Jean-Paul Vilain y Cyril Lemieux, grupos
circunstanciales1, o, siguiendo a Stefaan Walgrave y Joris Verhulst, nuevos movimientos
emocionales2 , estos colectivos tendrían la propiedad principal de basarse únicamente en
un vínculo accidental. Las solidaridades que surgirían directamente del evento lograrían
reemplazar los resortes ordinarios de la acción colectiva tales como el compartir
afinidades sociales o políticas previas, el apoyo en redes de conocimiento interpersonal o
el recurso a formas de movilización específicas ya conocidas. En una sugestiva
comparación histórica entre dos acontecimientos similares (el incendio de un cine en
1947 y el de un complejo de baños termales en 1991), Vilain y Lemieux trazan una clara
oposición entre dos modos de producción de colectivos después de una catástrofe: el
primero, que prevalece en 1947, al que llaman categorial porque se basa en solidaridades
a priori, redes firmemente arraigadas en la vida cotidiana (sindicatos, círculos de vecinos,
clientelas políticas). El segundo modo -los grupos circunstanciales- se basan más bien en
una solidaridad a posteriori organizada directamente en torno a la experiencia común del
evento. Las asociaciones de víctimas contemporáneas se asemejan a los grupos sociales
en estado bruto3 en el sentido de que nacen de un encuentro fortuito, de una
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determinación puramente basada en los acontecimientos, simplemente porque se


encontraron juntos en el lugar equivocado en el momento equivocado

Según Vilain y Lemieux “Por medio de estos grupos, que se propone calificar de
circunstanciales, los individuos acceden a una existencia política que, por un lado, prescinde
del apoyo del aparato de movilización tradicional (partidos políticos, sindicatos, asociaciones
ya establecidas, etc.) y, por otro lado, no refiere directamente a las afiliaciones sociales
convencionales (profesionales, religiosas, sexuales, culturales, locales, etc.). En este nuevo
contexto de acción colectiva, las personas involucradas tienden a confiar en un solo punto
común: todos han sufrido con toda su fuerza el mismo evento trágico que ellas no provocaron
ni buscaron. En este sentido, por lo tanto, es una forma de movilización que prácticamente no
se basa en ninguna base institucional o comunitaria previa, y que no conduce a ninguna
extensión política o encadenamiento ideológico a gran escala porque se basa únicamente en
la condición de víctima que el Estado no ha podido prevenir”.1

La hipótesis del descontento desnudo complementa y amplía, como corolario, la hipótesis


del grupo sin ataduras. En efecto, además de su capacidad para formar grupos, desde esa
perspectiva se le otorga al evento autoridad para crear y modelar el descontento y las
quejas. Por la magnitud del daño y por la violencia de los sentimientos que provocan, los
acontecimientos dramáticos generarían una base de sufrimiento compartido que sería
capaz de generar movilización por sí mismo. En los últimos veinte años, muchos autores
se han esforzado por reintroducir el factor evento tradicionalmente descuidado por la
sociología de la acción colectiva. En un artículo fundamental, Edward Walsh muestra, por
ejemplo, cómo en 1979, tras el accidente nuclear de Three Mile Island2, un tejido de
pequeñas comunidades conservadoras, compuesto por clases medias poco dispuestas a la
acción colectiva, se convirtió en pocas semanas en un semillero de activismo, hasta el
punto de convertirse en un símbolo del movimiento antinuclear estadounidense. Walsh
propone así el concepto de « agravios súbitamente impuestos » para calificar estas
situaciones excepcionales, cuya magnitud requiere que una parte de los individuos que
las experimentan se organicen colectivamente (como en el caso del accidente de Three
Mile Island, pero también luego del derrame de petróleo de Santa Bárbara, la
contaminación química del Love Canal o el desastre de Seveso).

De manera similar, usando el ejemplo de la movilización antinuclear en el Cañón del


Diablo como un ejemplo que capta actores a veces alejados del ideal activista
(agricultores de clase media y madres que se quedan en casa), James Jasper argumenta
que un peligro, un accidente o la muerte de un niño crean tal sensación de indignación
que el individuo se inclina políticamente, con o sin las redes interpersonales que la teoría
de la movilización de recursos suele invocar. Como resume Daniel Cefaï, los shocks
morales producen una conciencia brutal de los problemas y conducen al compromiso con
una causa.4 Sin ser completamente automáticas5, estas indignaciones inmediatas
gozarían de una eficacia claramente afectiva: « [El término] shock se refiere al poder
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emocional de estas experiencias. Como la imagen subyacente es la de un estado de shock


o choque eléctrico, ella remite a sensaciones viscerales y corporales, similares a los
mareos o las náuseas »6.

Por último, debemos a David Snow y a sus colaboradores el último intento de integrar el
factor evento en las teorías de la acción colectiva1. Contrariamente a las derivaciones que
a veces se le endilgan al concepto de shock moral, los autores intentan circunscribir el
campo de pertinencia de las causalidades de la acción colectiva basadas en los
acontecimientos. Ellos identifican categorías de acontecimientos con un potencial
particularmente movilizador, que definen no por sus propiedades morfológicas - su
brusquedad o violencia - sino por el tipo de efectos que producen en los individuos que
los experimentan. Los sociólogos delimitan así los contextos en los que se produce la
disrupción cotidiana. En esta categoría se incluyen los accidentes que interrumpen la vida
diaria, eventos que se caracterizan por interrumpir las rutinas, romper los soportes -
incluidos los materiales- de las creencias cotidianas, y por cuestionar el orden natural del
mundo. Así, las víctimas de las catástrofes colectivas no serían impulsadas tanto por un
shock mecánico ligado a la brusquedad del accidente, sino por una disposición a querer
restablecer el orden de la vida cotidiana. Este concepto abarca todas las situaciones que
provocan una violación del entorno protector, que refiere a aquellas áreas que, como el
hogar o la familia, son culturalmente definidas como espacios privados, normalmente
protegidos de las agresiones del mundo exterior. Por ejemplo, desde esas
coceptualizaciones, las madres de la asociación americana de víctimas de la carretera
Mothers against drunk driving (MADD), así como la mayoría de los grupos NIMBY (Not in
my backyard), buscan, después de una infracción cometida por un agente externo,
recuperar su zona de control y reconstruir su burbuja protectora2.

La principal contribución de D. Snow y sus colaboradores reside en identificar los enlaces


de la secuencia causal de la acción colectiva que el evento viene a alterar. En lugar de
invocar causalidades puramente eventuales, los autores examinan todas las operaciones
de encuadramiento que permiten el despliegue de la acción colectiva pero, esta vez a la
luz de las transformaciones provocadas por los contextos de quiebre de la vida cotidiana.
Uno de los principales efectos de estas coyunturas críticas es el fortalecimiento del marco
motivacional que induce a la acción (las razones correctas para actuar y, más
específicamente, para actuar colectivamente) sin necesidad de que intervengan
determinadas organizaciones. El acontecimiento cambia la percepción respecto de los
costos y las recompensas de la acción colectiva: cuando la vida cotidiana se ve sacudida,
podemos suponer que los cálculos que conducen a la acción ya no son los mismos. A
diferencia de los movimientos que deben motivar a los individuos para compensar los
riesgos asociados con la participación, es probable que la interrupción de la vida diaria
proporcione por sí misma un incentivo suficiente para la acción3.
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De todos modos, a pesar de sus diferencias, estos intentos por rehabilitar el papel del
evento enfrentan idénticas dificultades teóricas. El uso del esquema centrado en la
ruptura a partir del evento explica demasiado y demasiado poco. Demasiado porque en
cuanto se observa una movilización resulta difícil cuestionar o matizar la explicación por
el evento y evitar reducir a esa sola causa todos los compromisos dispares que se suman
en ella4. Muy poco porque la fuerza del acontecimiento hace que las situaciones de
apatía sean incomprensibles1. ¿Por qué ante la misma tragedia algunas víctimas, la gran
mayoría de ellas sin duda, no participan en ninguna acción colectiva? Se trata de un matiz
que debilita el edificio construido por D. Snow y su equipo que, por lo demás, están de
acuerdo en que las mismas causas del evento no siempre producen los mismos efectos
movilizadores.

Según Snow et al. “Por supuesto, existen ejemplos de rupturas en la vida cotidiana como el
caso de ciertos desastres o desplazamientos de población que debilitan los lazos sociales
existentes, desmoralizan a quienes afectan y, en última instancia, hacen improbable cualquier
tipo de acción colectiva y, más concretamente, una movilización sostenida. Esta observación
sugiere que existe un umbral más allá del cual la interrupción de la vida cotidiana y la acción
colectiva se vuelven antinómicas”.2

Pero más allá de estas dificultades, las teorías de la acción colectiva centradas en el
evento están expuestas, sobre todo, a un problema metodológico porque al no tomar en
cuenta el carácer coactivo e impuesto de ciertos motivos que encuadran el discurso de los
actores en el contexto de un desastre, registran e inscriben ellas mismas ciertas rupturas
de las que los entrevistados sólo deben dar cuenta.

Cuando el discurso personal se convierte en palabra institucional: la


inversión de las reglas del trabajo de representación

Las hipótesis del grupo sin ataduras (sans attache) y la del descontento desnudo parecen,
a primera vista, particularmente adecuadas para describir la movilización de las víctimas.
En cualquier caso, estas interpretaciones encuentran una serie de ecos y confirmaciones
en el material recogido en nuestros campos de investigación. El relato de los orígenes
ofrecido, por ejemplo, por los líderes del movimiento de los afectados por la explosión de
la fábrica AZF pone en juego los motivos que apoyan la interpretación eventual de las
movilizaciones posteriores al desastre. Según el folleto de presentación pública de esta
asociación de víctimas de la catástrofe de Toulouse:

“La asociación se formó a partir del encuentro fortuito entre dos vecinos que, sin conocerse,
se encontraron atrapados en la triste condición de víctimas luego de la explosión y del
desastre. Fue suficiente con hacer unos carteles muy caseros, pegados en los árboles del
barrio, que invitaban a los habitantes a una reunión pública en el estacionamiento de la
piscina municipal. Y ellos vinieron con su ira, su desolación, su soledad y sus vendas. Los
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convocantes, subidos a dos sillas tambaleantes intentaron organizar y dar la palabra con la
ayuda de un megáfono. Había mucha rabia a flor de piel, incontrolable, como el evento. Cada
uno trajo sus quejas y su corazón, su soledad y su miedo. Todos expresaban una ira que se
asemejaba mucho a la desesperación. Este extraño encuentro, entre un ‘tribunal de los
milagros’ y un mitín reivindicativo, encontró su unidad, su identidad, en la demanda unánime
y recurrente de justicia. Eso fue el 23 de septiembre de 2001”.

Este tropismo del evento, el peso de las emociones violentas que puede haber generado,
la intensidad del shock que provocó, el carácter imperativo de las motivaciones para
actuar que puede haber despertado, también están presentes en muchas de las
entrevistas que realizamos con líderes de asociaciones de víctimas ¿Qué estatus hay que
atribuir a estas emociones crudas, entregadas en las entrevistas, a estos relatos de
infortunio, a estas crónicas detalladas del drama, a estas confesiones de experiencias
traumáticas en las que parece originarse la acción colectiva? ¿Se trata de registrarlas
como evidencia de la manifestación de un shock moral (« Nada volverá a ser igual ») o
deben ser reducidas a excesos del discurso? ¿Deben utilizarse como la columna vertebral
de la explicación o, por el contrario, deben tratarse como una forma local de « langue de
bois », es decir como un artificio retórico orientado a alcanzar algún fin no explicitado u
obtener alguna ventaja? Estas preguntas no dejan de crear incomodidad. La invocación de
los contextos narrativos, las estrategias de legitimación, los modos prestablecidos de
autopresentación, corre el riesgo de parecer negar la realidad del sufrimiento
experimentado y expresado. El hecho de promover un distanciamiento del sufrimiento,
parece poner en cuestión esos momentos densos que experimentamos en las entrevistas
tanto los entrevistados como el entrevistador. Por el otro lado, tomarlo como dato, como
expresión desnuda, implicaría renunciar a las reglas elementales de control de los
materiales de campo, y olvidarnos de problematizar el estatus que atribuimos al discurso
recogido. Aquí no se trata de negar la fuerza del acontecimiento, sino de evaluar su lugar
en la narración.

La experiencia del drama personal puede ser efectivamente entregada, confesada,


contada, pero también resumida, evadida, escamoteada. El corpus de nuestras
entrevistas reveló variaciones significativas en las formas de contar el evento, resultando
algunas de ellas contraintuitivas, como en el caso de la regla vinculada al pudor que
prohíbe confiarse de los extraños, que en algunos casos se vio puesta en cuestión. Como
nos recuerda Olivier Schwartz, es muy poco probable que las regiones más íntimas de la
vida social sean expuestas por fuera de una comunicacion privada, que supone cierta
secrecía y, desde ya, ausencia de grabador.1 Además, puesto que estábamos tratando
con individuos investidos como representantes de asociaciones, a esos códigos de
discreción se sumaron las restricciones que impone la desingularización que obliga a
abstraerse del caso personal. Ahora bien, en el curso de la investigación estos requisitos
previos parecieron ser puestos en suspenso, cuando no, invertidos.
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Cuanto más familiar y duradera era la relación con nuestros entrevistados más parecían
desvanecerse las marcas del evento, a veces hasta el punto de hacerse invisibles. Cuando
revisamos nuestras transcripciones pudimos ver que a menudo desconocíamos los
detalles de los daños personales sufridos por esos representantes que eran nuestros
interlocutores más cercanos. Cuanto más retrasábamos la realización de entrevistas en el
proceso de investigación, más nos perdíamos de contar con el relato subjetivo del
desastre. Paradójicamente, ese relato subjetivo llegó cuando tomamos contacto con
algunos entrevistados que se mostraban reticentes a recibirnos. A pesar de esa
desconfianza, el grado de intimidad del testimonio se hacía más intenso en las entrevistas
ya que ellos preferían evitar referirse a algunos temas públicos y políticos espinosos. Por
ejemplo, este técnico de la planta de AZF se mostró reacio a recibir a un sociólogo por
considerar que pertenecía a los grupos profesionales más resistentes a la industria
química (como periodistas y profesores). Durante la entrevista tímidamente concedida,
orientó sistemáticamente la conversación hacia la evocación subjetiva del desastre y evitó
referirse a los temas que se habían convertido en problemáticos a nivel local (las
condiciones de trabajo en la fábrica, que fue incriminada en la investigación judicial, las
acciones sindicales reportadas en la prensa, el acuerdo con los empleados que
estigmatizaba a quienes realizaban denuncias).

El lugar de la confesión en la interacción también plantea interrogantes: la mayoría de las


veces se trata de una cuestión que es traída por el entrevistado y no de una verdad
pacientemente obtenida por el investigador al final de un proceso de confianza que
desemboca en la confidencia. Cuanto más hablábamos con actores investidos por algún
tipo de mandato - en particular, presidentes de asociaciones de víctimas de renombre
nacional -, más familiarizados estaban con la palabra pública y más se situaba la irrupción
del evento en la vida personal como preámbulo de la discusión. Aquí, personal se
convierte casi en sinónimo de institucional. Las regiones íntimas de la experiencia se
convierten en formas oficiales. Por ejemplo, este líder de un gran grupo de víctimas de
desastres aéreos, que también es investigador en el área de la biología, inmediatamente
dejó de lado la distancia ordinaria que suele mantenerse en una situación de entrevista:

“Stéphane, llamémonos por el nombre de pila porque, ya sabes, vamos a hablar de cosas tan
personales que no puedo llamarte ‘señor’ o tratarte de ‘usted’, aunque no te conozca”.

Aunque no habíamos tenido tiempo de hacer ninguna pregunta, el desplegó durante casi
una hora un relato contundente del accidente que lo sumió en el luto trece años atrás:

“Escucha, tengo que advertirte algo. No es la primera vez que hablo de mi historia, de mi vida.
Incluso tiendo a lo opuesto. Desde que ocurrió el accidente, cuando conozco a alguien nuevo,
tiendo a empezar con eso. Tarde o temprano, lo traigo porque creo que ha sacudido tanto mi
vida que... no siento que tenga que hacerlo, pero viene por sí solo porque es parte de mí y
quiero que eso sea tenido en cuenta. He tenido muchas oportunidades de hablar de ello... no
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es la primera vez... he estado trabajando en esto durante varios años. Pero, aún así, hay
momentos en los que la emoción surge, así que me disculparás si a veces... “2

Confesión sin confesor, mayéutica sin obstetricia, anamnesis que a veces es un soliloquio,
la expresión de la indignación privada aparece como una cuestión adecuada para hacerse
pública. No es que ese discurso sea conveniente – en un sentido artificial o estratégico -
sino que simplemente no se lo considera inconveniente, o mejor aún, se cree que hay que
expresarlo públicamente.

Mercado de testimonios y circulación de historias traumáticas

El discurso sobre el acontecimiento debe ser reexaminado en su contexto de enunciación


y puesto en relación con las normas que lo enmarcan. En primer lugar, en el caso de los
líderes de las asociaciones, recordando que su discurso ha sido objeto de un aprendizaje
previo adquirido a través de la repetición de las entrevistas periodísticas y, en ocasiones,
a través de la singular práctica de divulgación de las causas que es la escritura
autobiográfica; en el caso de las víctimas ordinarias, a través de la asistencia a dispostivos
de emergencia, de las pericias e informes de expertos, de las consultas psicológicas y
también de los relatos de los medios de comunicación. De hecho, en la actualidad se está
expandiendo un dispositivo que recibe testimonios del drama vivido por las víctimas de
accidentes colectivos. Desde el establecimiento en 1997 de “SAMU Psy” en cada
departamento, el recurso a las unidades de contención y apoyo psicológico en contextos
de crisis se ha convertido en un instrumento rutinario. Hoy en día se encuentra entre los
dispostivos habitualmente utilizados cuando el poder político quiere mostrar que está
actuando frente a situaciones catastróficas en las que su capacidad de gestión puede
verse cuestionada. En Toulouse, tras la explosión de la fábrica de AZF y la convocatoria
realizada por el alcalde, más de 450 terapeutas se dispersaron por las zonas afectadas de
la ciudad. La difusión de una problematización en términos psicológicos de la catástrofe,
fue apoyada por instituciones privadas así como por la ayuda humanitaria que suele
desplegarse ante situaciones de emergencia. En el caso de AZF, si bien cada organización
benéfica (Cruz Roja, Secours Catholique, Médicos del Mundo) envió su propio personal
clínico, también muchas empresas vinculadas al ámbito empresarial relacionado con AZF
(EDF, Sanofi, Total, DDE) financiaron actividades de apoyo y contención a sus empleados,
contratando proveedores externos de servicios psi: ellos habilitaron plataformas
telefónicas para escuchar quejas y solicitudes y promovieron grupos de discusión y
consultas individuales. Por último, este mercado de relatos traumáticos también fue
alimentado tanto por los servicios de salud pública y las farmacias privadas así como por
los grupos de víctimas y los sindicatos de trabajadores de la fábrica. De hecho, el shock
traumático fue una de las categorías psicológicas de interpretación de la desgracia que los
afectados movilizaron. Tanto en Francia como en Estados Unidos los movimientos
sociales - como SOS-Attentats - han contribuido directamente a la elaboración y
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oficialización del diagnóstico del trauma psicológico para este tipo de situaciones1. Desde
entonces, el trauma se ha convertido en parte de la caja de herramientas discursivas de la
que se sirven regularmente las asociaciones de víctimas, que hace posible vincular grupos
y situaciones muy diferentes que no están cimentadas por una historia común.

El lenguaje del psicotraumatismo es central en lo que hace a los modos de configuración


del acontecimiento. Esas ideas ampliamente difundidas pueden ser transmitidas a través
de flyers, hojas informativas distribuidas en los barrios o de carteles colocados en la
entrada o en las escaleras de los edificios (y que a veces suelen estar traducidos al árabe).
Por supuesto, este marco narrativo puede ser rechazado2, tergiversado (cuando dentro
de la fábrica de AZF el trauma se utiliza para justificar el cierre de la fábrica y no para dar
cuenta de las consecuencias de la explosión) o estratégicamente apropiado (como en el
caso del activista que afirma que el dinero recibido por el trauma fue una recompensa por
los años invertidos al frente de la causa3). Sin embargo, entendemos que tan pronto
como la historia traumática se convierte en una condición para el reconocimiento
colectivo y para la asignación individual de recursos (la mayoría de las víctimas de AZF
fueron indemnizadas bajo el concepto de trauma), los argumentos apropiados son
reproducidos más o menos fielmente. Esto no implica que podamos postular una
adecuación a la experiencia vivida, ni una internalización sumisa a los modelos narrativos
prescritos. Esta referente de una asociación de víctimas de la explosión evocaba el modo
en que los habitantes de su barrio referían sistemáticamente al acontecimiento como un
tipo de “shock”.

“La gente sabe cómo presentar las cosas... si no fuiste herido, entonces se habla enseguida de
shock... la gente del vecindario no te dirá: tengo ‘daño moral’. No saben lo que es, hay que
haber pensado un poco en el problema para reivindicar el perjuicio moral, es algo abstracto...
así que te dicen: estamos muy shockeados. Todos sabemos lo que es un shock. Un vecino fue a
hacerse una pericia y habló con los forenses, vio que ellos hablaban de esa manera, entonces
comenzó a hablar así y luego otro vecino también comenzó a referise al ‘shock’...” 1

Otra escena nos interpela en el mismo sentido. Una representante de la asociación, de


carácter duro y poco predispuesto expresar sus cuestiones privadas, nos sorprendió
mientras daba un testimonio hecho a medida en la puerta del local de la asociación, a un
periodista de televisión: su relato, centrado en el recuerdo de la explosión, concluía con
un sollozo estrangulado. Su hija, que observaba la escena, nos sonrió y nos dijo: “Ella sabe
cómo hablar, cómo expresarse”. Aunque no hay razón para dudar de la sinceridad de las
lágrimas, hay que decir que la interacción funciona en primer lugar porque existe un
know-how, un sentido práctico prerreflexivo, que permite captar la variabilidad de los
límites entre lo público y lo privado, que no funcionan del mismo modo que en un
contexto ordinario. La fachada propuesta al ocupar del rol de representante -el
distanciamiento del caso personal- se derrumba, o más precisamente se transforma, al
ser sustituida por otra, igualmente sincera, igualmente opuesta.
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El sociólogo se encuentra incluido, aún cunado no lo note, en una red más amplia en la
que la evocación del acontecimiento cobra fuerza y hace a la naturaleza de los sujetos con
los que trabaja2. Así pues, los sociólogos intervinimos en el saturado mercado de las
historias vinculadas a la catástrofes que otros actores -periodistas y psicólogos en
particular- han conformado y regulado antes de que nosotros entráramos en él.
Ciertamente, presentar la investigación como sociológica podría haber sido adecuado
para desmantelar el malentendido habitual entre la sociología y la psicología, entre una
disciplina mal identificada y otra que se ha vuelto familiar en el contexto de un desastre, y
permitirnos tomar distancia de los modos de narración que son relevantes para la
segunda (el shock o el trauma). Sin embargo, aunque hay varios agentes en una vida y
varias historias de vida posibles para cada agente3, la mera mención del objeto de la
investigación a los entrevistados fue suficiente para predefinir el papel social a asumir y
prediposnerlos a la adopción de los caminos y secuencias tipificadas correspondientes. El
encuestado sabe que está siendo entrevistado como víctima o como representante de
una asociación de víctimas. Por lo tanto, no hablará como el profesor, el padre de familia,
el hijo de un refugiado español, el activista de la LCR, el habitante de un barrio obrero,
que también es. El itinerario está escrito de antemano ya que clandestinamente circula
una grilla de preguntas oculta, no explicitada, definida por el entrevistado y no por el
entrevistador, que está encabezada por una pregunta que no necesita ser formulada:
¿Qué pasó ese día? Así pues, empezar desde el principio es siempre colocar en el centro
al acontecimiento inaugural (al interrogar a los militantes de las asociaciones otros puntos
de partida podían ser posibles, como, por ejemplo trazar la genealogía de sus
compromisos cívicos). Tanto es así que cuando, para correr del centro al acontecimiento,
solicitamos que la persona entrevistada nos trazara un camino de su vida, ésta nos relató
su trayectoria como víctima.

Esta hipertrofia del evento se traduce finalmente en una serie de dificultades. Al principio
nos avergonzábamos en la interacción cuando nos decían que escucháramos lo que no
sentíamos que teníamos derecho a escuchar. Una mujer representante de ventas, que se
reunió con nosotros unos días después de una entrevista con su marido, nos agradeció:
“Fue bueno para él hablar con ustedes sobre la explosión, nunca habla de ello en casa, lo
ayudó a seguir adelante”. Lo mismo ocurrió con una secretaria médica que nos insistió
para que concretáramos una entrevista con su hijo: “Creo que podría ayudarle”. Esto
representa un obstáculo para la interacción porque, como señalan con razón Julien
Langumier y Violaine Girard, la omnipresencia de la catástrofe desvía la entrevista
etnográfica de su objetivo clásico: la narración de lo vivido monopoliza la narración de la
vida1. Más precisamente, la huella del evento coloca sobre el discurso superposiciones,
iluminaciones, desbordamientos, elementos proyectados en el mismo y por lo tanto
inevitablemente - en modo espejo - silencios, huecos, censuras, sombras, puntos ciegos.
En efecto, es difícil en este contexto hablar de un pasado previo al acontecimiento que
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podría arrojar luz sobre la lógica del compromiso politico de las víctimas según los
criterios clásicos de la sociología de la movilización, que en este contexto pueden resultar
irrelevantes o simplemente estar fuera de alcance. En las entrevistas, las trayectorias
profesionales, las solidaridades previas, las afiliaciones políticas y las membresías
asociativas preexistentes desaparecen para volverse opacas, incluso en algunos casos,
indecibles en cuanto se acepta socialmente (se requiere) que la verdad sobre las víctimas
y su movilización se concentra totalmente en el evento.

La fabricación mediática de las comunidades accidentales

La cuestión del evento está incrustada en los materiales producidos por el investigador.
También está presente en las fuentes originadas en la prensa que por las
preconstrucciones que las sustentan, refuerzan y acreditan una lectura de los
compromisos de las víctimas centrada en el acontecimiento. Las asociaciones de víctimas
son un modo de organización colectiva que cuenta con cierta historia. Ellas están
atrapadas por ciertas convenciones heredadas que regulan la forma en que los grupos y
sus portavoces se expresan públicamente y en la prensa. Esto último puede llevar a
subestimar el peso del sustrato social en el que se basa el grupo y a confundir su
presentación con lo que en realidad es. La idea del encuentro fortuito a causa de la mala
suerte es en parte un modo típico de presentación. Dado que la identidad pública de
estos movimientos se basa en el intercambio de afectos en esa coyuntura, los líderes de
las asociaciones trabajan duro para negar las afinidades políticas y los atributos sociales
previamente existentes. No nos conocíamos antes, nos encontramos por casualidad:
estas afirmaciones pueden ser inocentes observaciones, pero una vez que pasan a formar
parte del discurso público, se convierten en estandartes. Se trata, entonces, de
confrontarlas con la observación de los canales efectivos de reclutamiento asociativo.

En el caso de la explosión de la fábrica AZF, el acontecimiento y el contexto de la crisis no


implicaron un cambio radical en las formas de reclutamiento. Después del 21 de
septiembre, las variables “duras” del compromiso siguieron siendo fuertes, la pertenencia
a una comunidad de destino sólo anuló marginalmente los determinantes clásicos de la
acción colectiva y las carreras militantes reveladas por el acontecimiento fueron
excepcionales. En este caso, las disposiciones sociales para el compromiso y las
habilidades militantes adquiridas de antemano siguieron siendo eficaces. Así, la población
de activistas afectados coincide en gran medida con la de los adherentes a diferentes
causas que desde hace muchos años alimentan los movimientos sociales de Toulouse. Las
redes militantes preconstituidas y las organizaciones de protesta tradicionales -
organizaciones de la izquierda movimientista (G10-Solidaires, SUD, FSU, DAL), partidos
políticos de extrema izquierda (LCR, Motivé-e-s) o asociaciones ecologistas (Amigos de la
Tierra) - han conformado desde hace años la militancia de Toulouse. Al importar a la
movilización los marcos de injusticia heredados de sus anteriores luchas, estas
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organizaciones desempeñaron un papel importante en el trabajo de protesta y


proporcionaron un apoyo logístico esencial a las manifestaciones callejeras inaugurales
que pedían el cierre de la planta química y la reparación de los daños. Como señala Franck
Weed en relación con el activismo estadounidense de las víctimas de hechos de tránsito, a
menudo estamos menos en presencia de víctimas que se han convertido en activistas que
de activistas enfrentados a la experiencia de la victimización.1 El dramático
acontecimiento orienta la intervención de esos activistas, más de lo que las provoca.

Sin embargo, los requisitos de presentación pública de los grupos tienden a eclipsar el
pasado militante de las víctimas movilizadas. El contexto del desastre en el que se
produce la acción colectiva cambia la jerarquía relativa de los recursos y redistribuye el
derecho a la voz pública. En ese marco, después del 21 de septiembre, la posición de los
medios de comunicación fue ganando centralidad. Las reglas y normas propias de la
presentación mediática participaron de la puesta en escena de estas personas como
víctimas seculares enteramente definidas por la tragedia. Movilizarse como víctima de un
acontecimiento dramático significó renunciar, al menos temporalmente, siempre
parcialmente, al menos públicamente, a otros rasgos destacados de la identidad social,
como la afiliación política. El recurso circunstancial a la experiencia directa del desastre
garantizó la visibilidad de los legos-profanos (las víctimas) y obligó a la retirada (al menos
pública) de muchos activistas que se mantuvieron en la retaguardia.

De acuerdo con los cánones del periodismo se dió lugar central al formato del testimonio
individual de una figura ideal de víctima que era calificada únicamente por el daño
sufrido. Así, se acumularon en la prensa bloques ilustrativos que mostraban las biografías
afectadas y los retratos de víctimas ordinarias que luchaban contra los efectos del
acontecimiento extraordinario. En consecuencia, aunque omnipresentes en el
movimiento, quienes tenían inserciones locales, cuya pertenencia política o sindical era
bien conocida, sabían que los atributos otorgados al papel de víctima en los medios de
comunicación corrían el riesgo de descalificar de antemano el discurso que ellos podían
desplegar. Si bien los activistas de diversas causas también pueden ser víctimas de
desastres y documentar los daños personales, ellos seguirán estando públicamente
asociados a sus compromisos previos como partidarios o simpatizantes más que como
víctimas. Los militantes del SUD o de la LCR, que pueblan la causa de Toulouse, tienen en
cuenta esta modificación de los títulos que deben exponerse públicamente. Por ello,
remiten preferentemente a los periodistas a otros compañeros de la asociación cuya
vocación parece haber nacido abruptamente tras la explosión, personas anónimas que
rápidamente dejaron de serlo y que no llevaban consigo la sospecha de un compromiso
político previo. Este sindicalista, referente de un grupo de asociaciones de víctimas de
catástrofes, dice por ejemplo:

“Antes, estábamos siempre demandando, [los periodistas] nos veían llegar por la cuestión de
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Palestina, por los indocumentados, el desempleo, las pensiones… estaban hartos de ver
siempre los mismos rostros. Así que con la explosión necesitaban caras nuevas, tipos que
estuvieran afectados, pero de los que nunca habían oído hablar antes”.1

El líder de otra asociación de víctimas de desastres afirma lo mismo:

“En la asociación hay personas decididas pero a menudo están pegadas a un mandato o
compromiso político. Se los identifica como activistas políticos. Los activos, Patrick,
Thibault, Catherine, todos tienen un compromiso. Así que tuvimos que sacar a alguien ‘de
la galera’. Eso es lo que me hizo ser relevante, entre comillas, porque no tenía etiquetas
asignables. A mí me gustaría que pudiéramos poner a un tipo de SUR y la Liga. Pensar que
no sólo somos víctimas del desastre, sino también que uno es cazador, el otro un
pescador, uno es activista, el otro filatelista, y así...” 2

Los pocos militantes de larga data que sobrevivieron a esta renovación de los portavoces
son aquellos cuyo estigma dejado por la explosión es lo suficientemente visible e
irrevocable como para borrar su compromiso político previo y ajustarse al patrón
periodístico que enfatiza la ruptura del evento. Por ejemplo, este miembro de Lutte
Ouvrière señala con ironía que la cicatriz que va del ojo a la nuca fue algo así como el
‘sésamo’ que abrió la puerta a los medios de comunicación: “Me dio la legitimidad de ser
una verdadera víctima del desastre3”. Añade, con una sonrisa: “tuvieron mala suerte,
porque el único herido grave de la ciudad era también el único activista”. Las notas
biográficas difundidas en los medios de comunicación nacionales ignoraron a menudo sus
antecedentes militantes, el apellido desaparecía detrás del nombre de pila y la calificación
por el daño tenía prioridad por sobre la etiqueta de ‘sano’ : “Jean-Michel, herido de la
ciudad de Bellefeuille”. Cuando excepcionalmente se marca el atributo político, de nuevo
de pasada, el mimso es precedido de una descripción del daño personal.

“Jean-Michel Godart, profesor de la IUFM, estaba sentado en su mesa de trabajo: ‘La puerta de
la ventana me tiró por las escaleras. Me levanté. Mi cara y mi cuello sangraban mucho. Todos
los que me vieron se desmayaron’. Estaba desfigurado, se había golpeado la arteria carótida.
Perdió tres litros de sangre. Debe su supervivencia sólo a una extraordinaria fortaleza física.
El domingo 21 de octubre, Jean-Michel regresó a la ciudad de Bellefeuille. Una larga cicatriz le
atravesaba la cara y el cuello. El es un militante de los derechos de los trabajadores, todo el
mundo en el barrio lo conoce. Logró sobreivr porque su edificio, el más afectado, fue
evacuado a tiempo.”

Los periodistas locales que conocen al personaje porque lo han visto en movilizaciones
anteriores (fue cabeza de lista en las elecciones regionales de 1998 e impulsa
regularmente campañas por los movimientos de indocumentados), evitan el detalle
biográfico disonante, prefiriendo insistir en una bifurcación biográfica atribuida al drama.
Así, de este editor de la prensa regional escribía que:
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“Jean-Michel, es complicado. Si se trata de una nota sobre política, no me importa escribir


sobre su origen político [...]. Pero él fue lastimado físicamente así que para nosotros, para los
medios de comunicación, Jean-Michel es ante todo el tipo que escapó de la muerte. Con su
historia podemos hacer un hermoso suplemento de la publicación. Esa es su verdadera
legitimidad frente a la mayoría de los medios de comunicación. Si quisiera ser cínico, diría
que ese es su valor mediático. [...] Sé que su legitimidad también proviene de todo el trabajo
que ha hecho antes en nombre de su compromiso político. El eligió vivir allí, en esa ciudad,
eligió armar y fortalecer una resistencia a lo que consideró que debía combatir, antes de la
explosión, durante la explosión y después de la explosión”. 1

Esta conformidad con el modelo elaborado sobre lo accidental se aplica tanto a las
biografías individuales como a las autopresentaciones colectivas. Si bien este entrevistado
fue despojado, en parte a pesar suyo, del trabajo militante de más de 20 años que
alimentó su compromiso tras la explosión él también contribuyó a la producción del
prototipo mediático de la víctima estrictamente definida por el acontecimiento sufrido.
Establecido por razones políticas en un barrio obrero cerca de la fábrica AZF, este
militante trotskista inició una movilización en su bloque de viviendas que no se diferencia
de las acciones políticas de abajo hacia arriba llevadas a cabo por el comité de residentes
de Bellefeuille que dirige desde 1986. Sin embargo, su ajuste a las expectativas de los
medios de comunicación le llevó después de dos meses de relativa invisibilidad pública, a
convertir este comité de residentes con una fuerte identidad social local en un colectivo
de “los sin ventanas”, una etiqueta que elimina las propiedades sociales del grupo
movilizado y que se centra en la calificación de los daños. Esta cuestión semántica le valió
a su autor una notable amplificación mediática: la etiqueta integró rápidamente el
lenguaje común, contibuyendo a su autonomización del grupo en que participaba
originalmente. Un periodista de Le Monde, por ejemplo, aplaudió la invención de una
nueva categoría de personas socialmente dañadas: los 'sin ventanas'2, mientras que
Libération dedicó un post al éxito del término que refería a ‘las víctimas colaterales del
big bang de AZF’3.

Las exigencias de una buena presentación mediática en el contexto de una catástrofe


conducen así a una reducción de las trayectorias individuales, a su confrontación con el
acontecimiento, a la transformación de grupos reales en grupos circunstanciales, a la
supresión de las solidarides a priori en favor de la demostración exclusiva de la
solidaridad causada por el accidente, a la desaparición de los vínculos sociales arraigados
tras la imagen de un encuentro puramente basado en el acontecimiento. De esta manera,
conducen a la hipóstasis de una población -las víctimas de AZF- con sus propias
reacciones y propiedades, aislada de otros grupos sociales, compuesta por individuos
desprendidos de sus atributos ordinarios.

La des-substancialización en acto del papel de víctima: algunos beneficios


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del método etnográfico

Para reescribir el evento en plazos más largos, para reintroducir el status de víctima en el
marco de otros roles y pertenencias sociales de la vida cotidiana, y para trivializar el
análisis del compromiso de las víctimas1, es conveniente actuar, a través de la elección de
ciertos métodos, sobre la naturaleza de los marcos de enunciación y sobre las condiciones
de recepción de las palabras de la víctimas. En los inicios de nuestra investigación más
amplia sobre las asociaciones de víctimas, realizamos una primera exploración de aquellas
que nos parecían significativas (Federación Nacional de Víctimas de Accidentes Colectivos,
Asociación de Padres de Niños Víctimas, Solidaridad con la catastrofe de Sainte-Odile,
Asociación de familias del incendio Édouard Pailleron). Operando mediante entrevistas
puntuales, aisladas unas de otras, desvinculadas de los contextos sociales, los materiales
a veces resultaron decepcionantes. Nos exponíamos al riesgo de producir las víctimas que
finalmente buscábamos, es decir, individuos abstractos definidos de manera única por el
acontecimiento sufrido, seres ficticios previamente recortados por el investigador,
rebanadas de vida arrancadas artificialmente de la carne de los actores sociales
concretos, construyendo protagonistas unidimensionales (víctimas esperadas) y caminos
unidireccionales (que surgen a partir del evento -un accidente de tren, un incendio, un
asesinato- que finaliza en la movilización). Por lo tanto, para evitar este sesgo al
centrarnos en una situación particular, nos hemos propuesto trabajar utilizando los
principios del método etnográfico.

Asentarse e investigar en un campo localizado permite aprehender a los actores en el


entrelazamiento de las distintas esferas que componen su vida social y en la intersección
de los papeles que asumen sucesiva o simultáneamente. Como señalan Stéphane Beaud y
Michel Pialoux, gracias a que permite apreciar las múltiples facetas de un mismo sujeto
social, en diferentes momentos y en diferentes contextos, la práctica regular e intensiva
del trabajo de campo facilita la ruptura con la visión monolítica de los mundos sociales2.
En el mismo sentido, Olivier Schwartz evoca las virtudes de la transversalidad de la mirada
etnográfica que, al dejar de lado las preconstrucciones propias del estudio de biblioteca,
permite aprehender esos hechos cruzados que son los objetos durables del mundo social:
el método advierte contra la constitución de unidades aisladas y monofuncionales.3
Desde este punto de vista, la inserción etnográfica se reveló útil para la des-
substancialización en acto del papel de víctima. En el campo, aceptamos la posibilidad de
alojarnos en los hogares de nuestros entrevistados más cercanos (una familia que vive en
el popular distrito de Mirail, cuyos tres miembros dirigían las oficinas de una asociación
de siniestrados). Compartir las rutinas de este hogar, su tiempo de ocio y no sólo sus
actividades como activistas, contribuyó claramente a que nuestra mirada se descentrara.
Correr a las personas del papel de víctima no correspondía a una petición asbtracta, a una
cuestión de principios, sino a la experiencia práctica en el terreno. En efecto, si bien al
principio nuestro trabajo e indagaciones se orientaban enteramente a la evocación de la
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catástrofe de AZF (en las entrevistas, en la observación en los locales de la asociación y el


momento de la transcripción), su centro de gravedad se fue desplazando
progresivamente a otros lugares (los espacios de la vida cotidiana) y a otros temas
(discusiones anecdóticas durante las comidas en familia o los encuentros casuales con los
vecinos). Estas víctimas de AZF que habíamos conocido durante nuestras entrevistas
preparatorias se fueron convirtiendo a través de ese intercambio cotidiano, en lo que
nunca habían dejado de ser, actores sociales concretos, en cuyos casos el atravesamiento
por el drama aparecía como un componente segundo de su identidad social. En los
intersticios de la vida cotidiana a los que es posible acceder a través de una permanencia
prolongada en la comunidad, el tiempo de los actores sociales ya no se estructura sólo
alrededor de la explosión, las trayectorias se diluyen y descentran y surgen elementos
biográficos que suelen quedar fuera de la exposicion pública. En el caso de los actores
entrevistados, el compromiso con la causa ya no parece ser una reacción mecánica a un
daño inusual sino que adquiere sentido en el encuentro entre una oferta de compromiso
político coyuntural y la sucesión de posiciones ocupadas en el barrio, en el ámbito
asociativo local, en el ámbito laboral, en el hogar o entre compañeros. De la misma
manera en el trabajo rutinario de las asociaciones, las relaciones ya no pueden
considerarse exclusivamente a la luz de una supuesta solidaridad automática entre las
víctimas sino como un juego continuo de fricciones o disposiciones convergentes entre,
por ejemplo, una secretaria médica y un funcionario de un hospital; un trabajador social
sindicalizado y un pequeño comerciante; un activista de la Liga Comunista y la esposa de
un gerente de fábrica, etc.

El descentramiento de la mirada que permite el método etnográfico también es valiosa


en el incómodo terreno del luto. Algunos de nuestros entrevistados han perdido a un ser
querido a causa de la explosión. El vínculo del investigador con el duelante va
acompañado de un halo de timidez e inhibiciones culturales del que es difícil que el
sociólogo como actor social pueda escapar. La experiencia del duelo sobreescribe, a
menudo a pesar de los duelantes, la identidad que muestran hacia los otros y que se
impone a los miembros de las asociaciones de víctimas, alterando el curso de la relación
de entrevista. En diversas etapas de la investigación sociológica puede manifestarse una
sensación de vergüenza. En primer lugar, al tomar contacto con las personas porque el
carácter incidental de la solicitud de entrevista puede parecer inconveniente ante la
gravedad de la situación de daño sufrida (en dos casos en los que solicitamos entrevistas
las personas se negaron y nos señalaron la inutilidad de nuestro enfoque, la pérdida de
tiempo que representaba para ellas dada la magnitud de la tragedia vivida). También a
través de la autocensura o el direccionamiento durante la realización de las entrevistas (la
dificultad de recortar las historias afectadas o de hacer preguntas que puedan parecer
inapropiadas). Por último, por la reticencia a poner en juego en el análisis ciertos
patrones explicativos -estrategias, intereses, recursos, disposiciones, etc.- que debido a su
poder de objetivación, están en tensión con la intensidad subjetiva de la experiencia del
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duelo. La familiaridad adquirida a través de la participación cotidiana en una asociación


ayuda a reducir aquella vergüenza porque, por un lado, el entrevistado ya no se expresa
únicamente como víctima por la pérdida de un pariente cercano (sino también, por
ejemplo, como un activista atrapado en rivalidades y estrategias) y, por otro lado, la
percepción que el entrevistador tiene de sí mismo se normaliza y se enriquece con
nuevos rasgos biográficos.

El último recurso del método etnográfico que mencionaremos reside en la oportunidad


que ofrece de variar los marcos de enunciación y de multiplicar lo que Olivier Schwartz
llama “situaciones de habla”. Lo que permite la observación participante no es el registro
de un discurso verdadero que estaría libre del sesgo introducido por el artificio de la
situación de entrevista, ya que cada escena de expresión (tanto la entrevista como las
demás) impone limitaciones específicas que tamizan y dan forma a las narraciones
producidas. Su ventaja reside en la observación de un mismo actor en diferentes
situaciones sociales - una discusión en el pasillo, una entrevista, una conmemoración, una
entrevista periodística – lo que permite notar las diferencias en las posturas y los
discursos según los contextos. La presencia de estas variaciones exige revisar el lugar que
se suele dar a las emociones en la explicación de la movilización porque, debido a que su
expresión cambia y se modifica de una situación social a otra, se hace imposible
relacionarlas únicamente con la objetividad de los daños sufridos2. Al comparar esos
contextos de interlocución pueden verse los constrenimientos que cada rol impone a la
enunciación pública de motivos, más que a los motivos en sí mismos.

Reinscribir los compromisos victimarios en las trayectorias sociales de largo plazo

Para ilustrar la necesidad de reinscribir los compromisos de las víctimas en las


trayectorias sociales de largo plazo, que no se reducen al acontecimiento sufrido,
evocaremos el recorrido de la secretaria general de una de las principales
asociaciones de víctimas de la catástrofe de Toulouse. Criada en los círculos
acomodados y politizados del anarcosindicalismo catalán, esta entrevistada
experimentó un temprano descenso social que empezó con el exilio forzoso de sus
padres bajo el régimen franquista y se prolongó con una serie de acontecimientos
biográficos. Entre ellos resalta su matrimonio con un hombre que, durante veinte
años, sumió al hogar en un ciclo de violencia doméstica. Inquilina de un edificio de
apartamentos adyacente a la planta de AZF en el momento de la explosión, pasó la
mayor parte de su carrera en la parte inferior de la jerarquía del hospital como
agente de servicio a cargo de los hogares. En el marco de un habitus dividido, su
trayectoria se caracteriza por una constante tensión entre una identidad social
percibida (que la vincula al mundo de la cultura y los letrados) y las propiedades
objetivas que resisten esa inscripción. Desde su jubilación, ella se ha esforzado por
escapar de esa condición y ha multiplicando sus compromisos asociativos en los
ámbitos de la asistencia a las mujeres maltratadas y la educación popular.
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Su encuentro con la causa de las víctimas del desastre puede entenderse, en primer
lugar, a la luz de sus experiencias pasadas. En su evocación del día de la explosión se
entrelazan el miedo inmediatamente sentido y el recuerdo vivo de sus años oscuros.
El día de la explosión ella no estaba en su casa, sino a unas pocas cuadras, en casa de sus
parientes. Ella relaciona su angustia por lo sucedido con la reminiscencia de la culpa que
sintó cuando se dio cuenta de su impotencia para sacar a sus hijos de un hogar violento y
amenazante. Este descentramiento en relación al evento de AZF también se puede
ver en las desviaciones del lenguaje del trauma que ella puso en juego. Cuando luego
de la explosión sugería a vecinos y afectados a hablar con los psicólogos enviados a
la zona, les sugería sistemáticamente que contaran su historia, que mencionaran el
desempleo, la miseria material, el aislamiento del barrio, sus repercusiones en la unidad
familiar, etc. Y mientras los psicólogos intentaban reducir a las narraciones de sus
interlocutores a la explosión, ella insistía constantemente en que se destacaran los
errores y daños y carencias arrastradas desde el pasado. Por ello concluyó una sesión de
debriefing señalando a la terapeuta: espero que se dé cuenta de que el trauma ya estaba
presente antes de la explosión.
Su participación en la campaña de ayuda a mujeres maltratadas le ha permitido
adquirir conocimientos técnicos y a descifrar cuestiones relevantes que pudo
transponer directamente a las secuelas de la catástrofe de AZF: familiaridad con la
etiqueta de víctima; conocimiento de las posibilidades y recursos que implica;
capacidad de vincular tragedias privadas con causalidades estructurales (ya sea el
patriarcado en el caso de la violencia doméstica o el capitalismo en el caso de AZF);
una apreciación del testimonio público y la atribución judicial de responsabilidad
como medio de reparación de las injusticias experimentadas; una teoría
relativamente explícita de los mecanismos de dominación (ocultación, aceptación,
renuncia, incapacidad de actuar y denunciar); una destreza en el discurso público y
más específicamente en esta forma particular de intervención política, que es la
expresión del sufrimiento personal que debe articularse en relación con
reivindicaciones generales más amplias (aquí ella hace valer su conocimiento previo
surgido de los testimonios de mujeres que sufrieron violencia).
Pero el compromiso con una asociación de víctimas se debe también a las cualidades
propias de este tipo de movilización. El mundo social de las víctimas tiene fama de
ser plástico, no porque las jerarquías sociales se desvanezcan bajo el efecto
mecánico de la solidaridad accidental sino porque la ilusión de una comunidad de
destino viene a recubrirlas (siempre temporalmente, de manera desigual, imperfecta).
En las primeras semanas, la identidad social aparece suspendida, permanece en todo
caso silenciosa en la cotidianidad asociativa, a favor de una identificación
circunstancial basada en la cercanía con el drama. Se trata de un espacio abierto
donde sólo parecen estar autorizados a expresarse quienes hablan desde los daños
personales y ya no desde los títulos, mandatos, cualidades estatutarias o
profesionales. Para una mujer como aquella entrevistada, que está en constante
contradicción entre la clase objetiva y la pertenencia subjetiva, la militancia como
víctima aparece como un intersticio en el que, en olvido de la posición social
efectiva, pueden florecer las aspiraciones contrariadas. Así pues, en su compromiso
con la victimización, ella se acerca a los estratos sociales que su profesión y su lugar
de residencia suelen limitarle.
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Finalmente, a diferencia de los sectores militantes establecidos cuyas posiciones de


representación parecen estar ocupadas por miembros de larga data, la militancia de las
víctimas ofrece, debido al privilegio mediático otorgado a la figura de la víctima secular
atrapada por el evento, un terreno favorable para las vocaciones tardías por la acción
colectiva.

Cuando los medios de identificación tradicionales se resisten al evento: del


rechazo al etiquetado a la importación de una forma (limitada) de acción

El método etnográfico funciona en última instancia como un instrumento de vigilancia


que advierte contra la tentación permanente de cosificar los grupos sociales1. Al adoptar
un enfoque localizado el grupo abstracto y homogéneo que parecen constituir las
“víctimas de AZF” se fragmenta en una multiplicidad de unidades socialmente relevantes,
la mayoría de las cuales se basan en afiliaciones sociales convencionales que alimentan la
militancia post-AZF: las víctimas del distrito de Papus, las residentes del barrio de
Bellefeuille, los trabajadores de AZF, los inquilinos de Jeambart, los habitantes de la calle
Bernadette, los copropietarios de los Oustalous, los comerciantes del barrio de la Croix-
de-Pierre, etc. Algunos de estos grupos se reconviertieron como comunidades afectadas
por la explosión (a través de la creación de asociaciones ad hoc utilizando el léxico del
evento - víctimas, víctimas de desastres, los sin ventanas, heridos, etc.) mientras que
otros continuarán movilizándose sobre la base de apoyos identitarios preexistentes. Por
lo tanto, la recomposición de las identidades públicas después del hecho no puede
atribuirse uniformemente a la fuerza del acontecimiento. Debe ser analizado como el
producto de la percepción diferenciada del daño y como el efecto de la desigual
capacidad de los grupos para ajustarse a los nuevos marcos de legitimación pública
impuestos por la dramática situación. Esto queda demostrado por los casos en que las
designaciones circunstanciales sustituyen a las formas categoriales de identificación (la
profesion, la clase, la pertenencia sindical, etc.) sólo de un modo muy limitado.

Nos referimos, por ejemplo, al movimiento de los inquilinos de Jeambart que durante
2002 comenzó a exigir una mayor compensación por los daños. En la petición dirigida por
los habitantes de este polígono de viviendas, la afiliación social, territorial y patrimonial
prevalece sobre las identidades públicas promovidas tras la explosión. La mención de sí
mismos como víctimas de la catástrofe del 21 de septiembre se añade sólo tardíamente,
por consejo del responsable de una asociación ajena al barrio. Esta continuidad en las
formas de nombrarse a sí mismos muestra una indiferenciación en lo relativo a la
percepción de las formas de injusticia que este grupo venía sufriendo. Aquí, la
estructuración del relato en torno a una clara partición entre un antes y un después de
AZF (el que está orientado en función de la reparación del daño o la presentación
periodística de los testimonios) resulta problemática. Ello se hace visible cuando se
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intenta disociar los males atribuibles a la explosión de las dificultades previas que el
accidente confirma, intensifica o ratifica, más que producirlas. De hecho, el desastre
forma parte de una temporalidad más amplia que abarca un declive a largo plazo, tanto
individual como colectivo. El aislamiento experimentado inmediatamente después de la
explosión recuerda el aislamiento progresivo de la ciudad en el territorio local; la
destrucción material de los equipamientos públicos forma parte de una degradación
continua del entorno vital causada por la disminución de las inversiones públicas; el éxodo
de numerosos inquilinos después del 21 de septiembre se hace eco del descenso
demográfico del barrio y de las sucesivas olas de salidas que han debilitado las
solidaridades del barrio; la desorganización en la distribución de las donaciones recuerda
la competencia que se suele percibir en el mercado de la asistencia social; los temores y
dificultades poco atendidos de los niños debilitan aún más un marco educativo que antes
ya era difícil de mantener, etc. Como resultado, existe una brecha entre el modo en que se
presentación las quejas y vinculadas a lo “accidental” por un lado, y por el otro, la
experiencia de sufrimiento más amplia que experimentan estos actores. Ya sea que los
iniciadores de este movimiento soliciten la mediación del alcalde, la asistencia de una
asociación de víctimas de catástrofes o la solución del litigio por parte de la dirección de la
oficina del HLM, ellos se encuentran sistemáticamente con el mismo rechazo, cuando les
dicen: “Ustedes están mezclando todo”.

La movilización de los trabajadores de la fábrica AZF también ilustra la pluralidad de los


medios de identificación que se pusieron en juego en el contexto del desastre, siendo que
no todos ellos estuvieron basados en el hecho de compartir la misma experiencia
dramática. Esta comunidad profesional concentró ciertamente gran parte de los daños, ya
que 21 de los 31 muertos trabajaban en el lugar y la explosión provocó la desaparición
definitiva de este antiguo bastión industrial, que tenía casi un siglo de antigüedad en la
zona. Sin embargo, las afiliaciones profesionales - la pertenencia a un grupo obrero y el
ejercicio de un oficio industrial – se resistieron a las nuevas identificaciones
circunstanciales, y ello a tal punto que las divisiones posteriores al 21 de septiembre se
expresaron públicamente en términos de una oposición entre ‘empleados’ y ‘víctimas’.
Por ejemplo, los activistas de las asociaciones coreaban en las manifestaciones consignas
que hacían alusión a esa diferencia tales como “Empleados, víctimas! Solidaridad”, y una
gran pancarta bloqueaba la entrada de la fábrica de AZF: “Empleados, en solidaridad con
las víctimas del desastre”. En las manifestaciones los obreros llevan una bandera que los
presenta como “Trabajadores de AZF”, mientras que los titulares de prensa confirman la
impermeabilidad de los dos grupos: “Empleados y víctimas, todavía divididos”1. De
hecho, para la mayoría de las familias de los empleados de AZF fallecidos el apego
histórico a la empresa, la transmisión intergeneracional del apego a la fábrica, las redes
de amistad formadas en el trabajo, el reconocimiento de la preocupación del empleador,
la lealtad a una actividad de la cual las familias se siguen alimentando, obstaculizan
cualquier intento de conversión a la causa de las víctimas. Al rechazar las ofertas de
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afiliación de las asociaciones creadas tras la explosión, ellos mantuvieron su fidelidad a las
estructuras de gestión del grupo profesional al que pertenecían algunos fallecidos (el
sindicato de la fábrica y la asociación creada para conmemorar a los antiguos
trabajadores de AZF).

Se podrían invocar múltiples factores para explicar el arraigo duradero de esta división
entre víctimas y empleados y la imposibilidad de crear una comunidad unificada entre
unos y otros a partir del siniestro. Por supuesto, hay que recordar que los intereses
materiales inmediatos son contradictorios ya que, mientras las asociaciones colectivas
exigen el cierre definitivo de la planta química los empleados de AZF exigen que la misma
se vuelva a poner en marcha y que se mantenga el funcionamiento intramuros. También
hay que mencionar la progresiva marginación de esos trabajadores que habitan la zona
afectada. Aunque hasta los años ochenta el barrio de viviendas construido por la empresa
química para sus operarios fue un punto de referencia y de sociabilidad, los empleados
fueron abandonando poco a poco lesas viviendas adyacentes a la planta para acceder a
propiedades fuera de la ciudad. Los residentes y los empleados ya no compartían la
misma experiencia residencial ni las mismas estructuras de encuadramiento. Y sobre
todo, debemos recordar los obstáculos que imposiblitan la asunción del papel de víctima
cuando el evento es designado como un “accidente laboral”2 (lo que implica una
consideración incorporada del peligro como una experiencia normal, estrategias
profesionales para prevenir situaciones de accidente3, obstáculos económicos y jurídicos
para la denuncia pública del riesgo industrial por parte de quienes lo sufren, etc.).

Sin embargo, para explicar el mantenimiento de los soportes de identificación disponibles


antes de la explosión no bastaría con echar mano de algunos supuestos como, por
ejemplo, que el grupo profesional es siempre idéntico a sí mismo o que la cultura obrera
es inmutable en lo que hace a sus virtudes y a su cohesión. La perpetuación de las
identidades convencionales no es mecánica, del mismo modo que la constitución de
comunidades accidentales tampoco lo es. En realidad es el resultado de un trabajo a
posteriori de reactivación y de “reencantamiento” de la solidaridad a priori. Así pues, en
un momento la dirección de la fábrica de AZF en colaboración con el sindicato, comenzó a
aplicar una política interna destinada a prevenir los riesgos de adhesión a identificaciones
concurrentes (víctimas, damnificados, siniestrados, etc.). Ello se vio claramente a partir de
un proceso desatado los primeros días cuando comenzó a reconstituirse la idea de una
vida de fábrica sobre las ruinas de un sitio desprovisto de toda actividad productiva.

A pesar de la progresiva escasez de trabajo la dirección se esforzó por mantener los


tiempos sociales y los apoyos materiales que son la base de la sociabilidad de la fábrica.
En una zona del establecimietno se montó una estructura provisoria, al estilo de una
tienda de campaña, que albergaba el comedor y otras construcciones provisorias
albergaban las oficinas del sindicato, los servicios sociales y los equipos de psicólogos
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contratados para la ocasión. Allí tomó forma una pequeña comunidad. Durante casi seis
meses, la solidaridad en la fábrica continuó alrededor de las viejas líneas de producción
en desuso y casi la mitad de los empleados fueron a sus puestos sólo ocasionalmente. Las
reuniones organizadas cada semana por el director de la planta, las asambleas generales
de los empleados y las giras sindicales alimentaron un denso tejido de relaciones sociales.
A puerta cerrada se desarrolló y solidificó un relato alternativo de la tragedia, en el que
los empleados fueron reconociéndose como víctimas, no de la explosión sino de la
reprobación social que apunta a la industria química.

Esta oposición de identidades (re)movilizadas tras la explosión puede entenderse mejor si


consideramos el ajuste desigual de los grupos movilizados a los marcos de enunciación de
la injusticia impuesta por el contexto del desastre. La promoción del registro de
victimización y el traslado de la lucha a la arena mediática obligó a los delegados de la
fábrica a jugar afuera, en terreno desconocido. La habilidad de los representantes de los
siniestrados en el manejo de los testimonios individuales contrastó con la resistencia y la
vergüenza que sentían los sindicalistas de la fábrica AZF ante esos ejercicios. Invitados a
expresarse en el registro de la emoción y el dolor, estos últimos se negaron durante casi
tres meses, a dar a la prensa cualquier tipo de retrato individual y prefirieron atenerse a
las formas ya probadas y conocidas de comunicación sindical -el comunicado de prensa o
las marchas- que los periodistas consideraban inadecuadas para realizar exigencias y
pedidos frente a la catástrofe. Según un periodista:

“Me hubiera gustado hacer el retrato de un empleado que lo perdió todo, con algún amigo
muerto o que hubiera estado salvando compañeros durante el incendio, porque hubo actos
heroicos, empleados que literalmente salvaron a sus colegas... eso habría sido híper fuerte
para el contexto periodístico. Pero nadie se ofrecía para dar ese tipo de testimonio. Ese era
el mayor problema para los periodistas: tenías un montón de gente que quería dar su
testimonio de un lado y ninguno del otro.”1

A pesar de que se les insistía con la cuestión (ese periodista les señalaba “Ustedes
también son víctimas de la catástrofe, deben mostrar eso al pueblo de Toulouse”2), el
testimonio en nombre propio era percibido por estos representantes sindicales como
una traición al mandato recibido de sus colegas. Había una reticencia a la narración de sí
mismos que se origina, si seguimos a Claude Poliak, en la conciencia de pertenecer a un
Nosotros y también en las sospechas respecto a las formas de expresión asociadas a lo
femenino y a la fragilidad emocional3. Este delegado de los trabajadores se diferenciaba
y cuestionaba las formas lúgubres que ponían en escena la mayoría de los portavoces de
las víctimas: “Nosotros no estamos de luto, no mostramos nuestras almas en pena... al
menos yo, personalmente, no soy así... En cambio, del otro lado, hay mucha gente sabe
cómo llorar”.4
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Finalmente la nueva configuración obligó, a pesar de la voluntad contraria de los


sindicalistas de AZF, a un alineamiento mínimo de los empleados con el registro
víctimario de expresión del sufrimiento, aunque fuera de manera furtiva. Un año
después de la explosión, formaron una asociación de defensa de las víctimas del
accidente colectivo - AZF-Mémoire et solidarité -, que contó con la aprobación del
Ministerio de Justicia para actuar como parte civil en los procesos penales. Por supuesto,
la agrupación se apartaba de los cánones establecidos respecto de las formas de acción
que venimos refiriendo: por ejemplo, si bien comparte el tema de la memoria con
muchas asociaciones de víctimas, para sus integrantes no se trataba de mantener la
memoria del accidente sino más bien la memoria sobre la vida de esos trabajadores
antes del mismo. El estatuto jurídico de la asociación1 muestra las formas de
identificarse y presentarse públicamente. Los profesionales del derecho asociados a la
causa de los empleados de AZF animaron a los trabajadores de la planta a adoptar una
calificación circunstancial que terminó por ser reapropiada. Según su presidente:

“Para las asociaciones, las víctimas del desastre eran sólo ellos. Las víctimas eran los de
afuera. Por eso nos vimos obligados a decir: los empleados son las primeras víctimas. El diez
por ciento murió y el cien por ciento perdió su trabajo. Bueno, mierda, si eso no es ser
víctimas... Así que, sí, nosotros somos los afectados. De hecho, el abogado nos dijo: pueden
solicitar la aprobación de la asociación a la justicia como víctimas, todos ustedes son víctimas
del desastre. Incluso nos dijo que los jubilados eran víctimas del hecho y es cierto que algunos
de los trabajadores retirados estaban traumatizados”.2

Ser atrapado o atrapar al evento

La lectura centrada en la reacción como génesis de la movilización de las víctimas se nutre


de fuentes -entrevistas, material de prensa o presentaciones públicas- que constituyen un
prisma a través del cual el observador corre el riesgo de ver sólo a las víctimas tal como
las que deseaba ver desde un principio. Víctimas atrapadas por el acontecimiento, más
que actores concretos que se apoderan del mismo; vocaciones militantes reveladas por el
accidente, más que carreras militantes a largo plazo que el contexto de la catástrofe
modela y reorienta; comunidades accidentales ligadas por haber compartido una
experiencia extraordinaria, más que grupos con lazos locales que se recomponen y
renuevan sus alianzas a la luz de una nueva configuración. Desde este punto de vista, este
artículo es una invitación a explorar lo ya estaba ahí, incluso en aquellas situaciones en las
que reina el “aquí no había nada antes”. En cuanto se acerca el foco las leyes sociológicas
del reclutamiento asociativo siguen siendo eficaces, los apoyos organizativos y las redes
relacionales siguen aflorando, las disposiciones militantes siguen siendo el tamiz a través
del cual las experiencias desafortunadas se filtran para convertirse en compromisos
victimarios, etc. El ejemplo de AZF es, sin dudas, algo más que idiosincrático. Podemos
pensar en los grupos organizados por víctimas de violencia sexual o de personas que
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viven con SIDA3, en los que el sexo y el género tienen un gran peso; en las afinidades
confesionales en el caso de los grupos de víctimas de sectas4; en el papel que tienen las
redes militantes por el derecho a la vivienda en la creación de asociaciones de víctimas de
incendios o de envenenamiento con plomo (saturnismo)1; en la concurrencia del partido
independentista polinesio, de la Iglesia protestante y de las organizaciones por la paz, en
el movimiento antinuclear impulsado por las víctimas de ensayos atómicos2; en la fuerte
contribución de las redes de ex combatientes a las asociaciones de víctimas del síndrome
de la guerra del Golfo3; en la transformación de ciertas secciones sindicales en
asociaciones de intoxicados con amianto o asbesto en lugares de trabajo4; en la
inscripción de la movilización de las víctimas de la marea negra en el marco del tejido
local del activismo comunitario 5; o en los numerosos círculos sociales (el Movimiento
Scout, asociaciones de padres que colaboran con las escuelas, las asociaciones creadas
con fines de ocio y distracción) que a menudo alimentan los movimientos ocasionales
creados en torno a la muerte violenta de un niño.

¿Es esto, simplemente, otro alegato a favor del continuismo? Uno se expondría entonces
a la crítica del fijismo de las ciencias sociales desarrollado por Alban Bensa y Eric Fassin:

“Nuestras disciplinas sociales prefieren mostrar que, en la mayoría de los casos, el


acontecimiento no es un acontecimiento: la novedad no es tan nueva, la emergencia forma
parte de una perspectiva histórica, de una tradición cultural, de una lógica social. Una vez
más, se hace un esfuerzo por reducir la sorpresa del evento: lo que está sucediendo ya estaba
inscrito en el pasado inmediato o lejano, todo estaba decidido”.6

Proponer la hipótesis de que el evento no conduce a una renovación radical de las


razones de la manifestación (o que no afecta la naturaleza de esas razones, que serían
sobre todo emocionales) no significa que el mismo quede relegado a la condición de un
epifenómeno. En efecto, hemos demostrado que la ocurrencia del desastre altera la
estructura de las configuraciones en las que se produce la acción colectiva y redefine las
normas a las que deben ajustarse los actores sociales. El evento modifica la jerarquía
relativa de los recursos a utilizar (se devalúa el capital político, se valoriza el estatus de
víctima), influye en la elección de las arenas sobre las que intervenir (hay una
prominencia de las arenas judiciales y mediáticas), corrige los códigos de discurso (vemos
una singularización de la experiencia que contrasta con los requisitos habituales del
discurso representativo), etc. Es a la luz de estas transformaciones que debemos
considerar la recomposición de los colectivos representados (la conversión, por ejemplo,
de las organizaciones de izquierda en asociaciones de víctimas), la aparición y
reivindicación de nuevas identidades (tales como víctimas, familias duelantes, afectados)
y la entrada en la lucha de nuevos actores (ya que surge una oferta de compromiso
coyuntural favorable para aquellas carreras militantes que se desea actualizar y poner al
día). Por lo tanto, suscribimos la propuesta de Jacques Lagroye quien, siguiendo los
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trabajos de Michel Dobry, afirmó que [la crisis] no es una ruptura: es la continuación de
un sistema de relaciones bajo condiciones diferentes7.

Stéphane Latté: Profesor de ciencias políticas en la Universidad de Alta Alsacia, Stéphane Latté es
miembro del laboratorio PRISME-GSPE. Su doctorado (Prix AFSP/Mattéi Dogan, 2009) ha dado lugar a
artículos sobre la historia de las asociaciones de víctimas (Victim Movements, en David A. Snow,
Donatella Della Porta, Bert Klandermans, Doug McAdam (eds), The Blackwell Encyclopedia of Social and
Political Movements, Chichester, Wiley Blackwell, 2012), a la sociología de las emociones y a los usos
políticos del luto (No respetas a los muertos del AZF, Ordenar las emociones en una situación
conmemorativa, en Sandrine Lefranc, Lilian Mathieu (dir.), Mobilisations de victimes, Rennes, Presses
Universitaires de Rennes, 2009, p. 205-220), al recurso militante a la psicología (Enquête sur les usages
sociaux du traumatisme, Politix, 73, 2006, p. 159-184). Al mismo tiempo, también realizó investigaciones
sobre el reclutamiento político local (Cocina y dependencia. Les logiques pratiques du recrutement
politique, Politix, 60, 2003, pp. 55-81), la paridad y la construcción de identidades de género en la vida
política municipal (con Catherine Achin et alii. Sexes, genre et politique, París, Economica, 2007). Su
trabajo se centra en la construcción social de la categoría de víctimas y sus usos en la acción colectiva
(Universidad de Alta Alsacia, 16 rue de la Fonderie, 68093 Mulhouse, cedex
<stephane.latte@gmail.com>).

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