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ANÁLISIS DE LA REALIDAD DESDE UNA MIRADA REGIONAL

ANTROP. ABEL BARRERA


- 4 marzo 2008 -

Históricamente, la vida de los pueblos indígenas de Guerrero ha estado marcada por la


marginación, la exclusión, la represión y la falta de acceso a la justicia. Visiblemente, las
comunidades indígenas presentan las cifras más alarmantes en cuanto a pobreza extrema,
analfabetismo y falta de acceso a los servicios más elementales. Son los pueblos tlapanecos,
mixtecos, nahuas y amuzgos de la región de la Montaña y Costa Chica, los que representan
la población más marginada y vulnerable del Estado, sustentando el binomio indígena-
pobreza.

Lamentablemente, la desigualdad creciente que se vive en nuestro país y en nuestro


Estado no es fortuita: es producto de un modelo de desarrollo impuesto por la
globalización económica que escapa a los controles gubernamentales y que privilegia la
ganancia y la privatización de bienes y servicios en detrimento de los derechos
fundamentales de la población mayoritariamente pobre.

Con la globalización nos encontramos ante una realidad imperativa, donde el capital
financiero se erige por encima de los estados nacionales y su modo de existencia se basa en
la acumulación y concentración monopólica y global de la riqueza que no permite una justa
distribución entre las mayorías. Esta situación se manifiesta de manera tangible con el
fenómeno de la exclusión social.

Bajo el sino de la economía de mercado se busca sepultar al Estado social de derecho y


democrático para reemplazarlo por un Estado “neoliberal moderno”, donde la pobreza, la
exclusión y la inequidad se convierten en los elementos indispensables para la producción
de la riqueza. Con la liquidación del Estado benefactor también se busca desplazar un
modelo de gobierno verdaderamente democrático.

Actualmente, nos encontramos ante la gestación de un gobierno económico de la


política, es decir, un gobierno empresarial que pone a su servicio a las instituciones
públicas para fortalecer los negocios a escala internacional. No es extraño entonces que en
nuestro estado se amplíe y profundice la protesta ante un gobierno supuestamente
democrático, a causa de que ha privilegiado al capital financiero en detrimento de los
derechos básicos de la clase popular de Guerrero, que se encuentra excluida de los planes
del gobierno.

Grandes sectores de la sociedad guerrerense, como los indígenas, campesinos, estudiantes,


normalistas, maestros, entre otros, han coincidido en la movilización social como una
respuesta reactiva ante la exclusión y la negativa de las autoridades para dar respuesta
satisfactoria a las demandas de empleo, educación, salud, vivienda y alimentación.
Es la lucha por los derechos básicos y que ahora el gobierno se niega a asumirlos como
parte de sus responsabilidades constitucionales bajo argumentos falaces de que ya no es
posible darle un espacio a todos los jóvenes para que puedan estudiar una carrera; que ya
no es posible darle a todos los normalistas egresados una plaza para que se desempeñen
como maestros; que ya no es posible cubrir satisfactoriamente la demanda de maestros en
las comunidades de alto porcentaje de analfabetas; que es imposible construir clínicas y
contratar médicos en los lugares donde imperan las enfermedades de la pobreza; que es
inviable seguir subsidiando a los campesinos pobres porque no son competentes para el
mercado internacional; que es una vana ilusión tratar de brindar una vivienda digna a la
población de escasos recursos.

Desde la lógica del Estado neoliberal y del capitalismo salvaje, estas demandas sustentadas
en los derechos económicos y sociales son imposibles de ser cumplidas por parte de un
gobierno que está comprometido con la acumulación capitalista. Los resultados de esta
política son dramáticos: de los 19 municipios de la Montaña, 12 de ellos son catalogados
como de muy alta marginación, con los municipios de Metlatónoc y Cochoapa el Grande
como los más pobres en todo el país.

De acuerdo con el informe de CONAPO del 2007, Cochoapa ocupa el primer lugar
nacional en cuanto al índice de mayor marginación; el 76% de jóvenes de 15 o más años
de edad es analfabeta y el 88% no terminó la primaria. Asimismo, el 94% ocupa viviendas
sin drenaje ni sanitario; seis de cada diez personas habitan viviendas sin energía eléctrica y
sin agua entubada; el 95% de sus pobladores ocupa viviendas con piso de tierra, el 83% de
las viviendas tienen algún grado de hacinamiento y el 87% de sus trabajadores obtiene
ingresos de hasta dos salarios mínimos. Trágicamente, la realidad de Cochoapa se
reproduce a lo largo y ancho de la región de la Montaña.

Esta situación de falta de acceso a los derechos más elementales lleva a que estas regiones
sean zonas expulsoras de migrantes, ya sea como jornaleros a los estados del norte del
país o hacia Estados Unidos. La migración se ha convertido en una de las únicas opciones
de supervivencia para las familias de la Montaña, donde se estima que alrededor del 80%
de los hogares tienen al menos un migrante. Los trabajadores están dispuestos a someterse
a condiciones inhumanas de trabajo y donde los jóvenes indocumentados encuentran un
destino trágico como la deportación, encarcelamiento o la muerte, sin que ninguna
autoridad se haga responsable de estas realidades que atentan contra sus vidas y su
dignidad. Esto ha convertido a la población migrante en una de las más indefensas y que de
manera sistemática es objeto de vejaciones, agresiones físicas, racismo y discriminación.

Actualmente, hay más de 40,000 personas que viajan de noviembre a marzo a los estados
del norte del país, principalmente a Baja California y Sinaloa, como jornaleros agrícolas.
Desde su traslado se enfrentan a todo tipo de riesgos sin ninguna garantía, y una vez que
llegan a los campos agrícolas la situación a la que se enfrentan es dramática, puesto que los
jornaleros agrícolas migrantes, trabajan, crecen y viven en condiciones de semiesclavitud,
careciendo de los derechos humanos más elementales y ante una indiferencia generalizada.
Los indígenas jornaleros agrícolas pertenecen a un sector que sigue siendo invisible para
las autoridades. Su trabajo por seis meses en los campos agrícolas representa, por una
parte, una importante derrama económica para las comunidades indígenas y, por la otra,
significa mayor analfabetismo, mayores índices de desnutrición, nuevas enfermedades
causadas por los agroquímicos, mayor número de accidentes y más casos de muertes de
niños y jóvenes que han perdido todo para poder trabajar por 60 pesos al día. Son miles de
niños que trabajan en los campos del norte del país sin que el gobierno intervenga para su
protección. La impunidad en esos casos es uno de los factores principales que permite que
la explotación infantil laboral persista en México.

A pesar de esta realidad insostenible, el derrotero ha seguido siendo el desmantelamiento


del Estado benefactor y rector de la economía para dar paso al Estado promotor del libre
mercado. En este proceso se ha procedido a la venta de paraestatales y al impulso de
reformas constitucionales orientadas a crear las bases jurídicas para la privatización de
bienes estratégicos, como los territorios comunales y ejidales de los pueblos indígenas y
campesinos, las minas y el agua.

Junto con este paquete se diseñaron programas asistencialistas orientados a crear nuevas
clientelas políticas, e imponer nuevos condicionamientos jurídicos y administrativos para
acceder a recursos públicos, a través de otros programas tendientes a privatizar los
territorios indígenas, como ha sido el caso del Programa de Certificación de Derechos
Ejidales (Procede), que busca quitar a los pueblos su derecho a poseer sus tierras de
manera comunal bajo el régimen de sus sistemas normativos.

Los conflictos que genera el Procede se agregan a los múltiples conflictos agrarios que ya
existen en el estado de Guerrero, muchos calificados como “focos rojos” por parte del
gobierno federal., principalmente por límites de tierras que se sobreponen y la duplicación
de “títulos” sobre las mismas tierras. A pesar de ello, el gobierno ha asumido una actitud
de “manejar” los conflictos sin darles una resolución de fondo. Muchos de ellos han
llevado a la población a los límites de la violencia y la exasperación ante la indiferencia,
insensibilidad e ineficacia de las autoridades.

Otra situación que amenaza los territorios y recursos naturales de los pueblos indígenas son
los actores privados, ya sean empresas nacionales o internacionales, o caciques que se
mueven en contubernio con las mismas. Los proyectos y prácticas de estos actores buscan
beneficios económicos propios que responden a políticas económicas neoliberales, y a una
definición de “desarrollo” que nada tiene que ver con la mejoría de las condiciones de los
pueblos indígenas y campesinos, la satisfacción de sus demandas fundamentales y el
respeto a sus derechos.

Estos proyectos y prácticas en ningún momento consideran las necesidades de los pueblos
donde se encuentran dichos recursos, o mucho menos el hecho de que para ellos, sus
territorios son sagrados y fuente de alimentación, trabajo, y bienestar. Un ejemplo de ello
es la situación que se vive con la construcción de la presa hidroeléctrica de la Parota, que
afectará de manera directa a 25,000 personas en cinco municipios de Guerrero, inundando
sus tierras, y de manera indirecta a 75,000 personas que se benefician del Río Papagayo.
Por otra parte, también existe una creciente reacción por parte de la sociedad organizada en
contra de las amenazas a su territorio y a sus recursos naturales. En la realidad guerrerense
también se pueden contar historias exitosas de lucha. Entre ellas, se encuentra la lucha del
Ejido del Carrizalillo, que culminó en un acuerdo integral con la empresa minera que
explota sus tierras, con un aumento de la renta por hectárea, un contracto colectivo de
trabajo ejemplar y beneficios sociales como agua potable, pavimentación y un hospital
comunitario.

Ahora bien, el modelo económico actual ha cancelado la posibilidad de que los pueblos
fortalezcan sus sistemas agrícolas que históricamente han demostrado ser autosuficientes.
La retirada del Estado en materia agraria ha descapitalizado la economía de los pueblos
indígenas y campesinos. El capítulo agropecuario del TLC que significa la cancelación de
las condiciones dignas para poder vivir dentro de los diferentes ecosistemas que preservan
la riqueza natural de nuestro estado, visibiliza una crisis mayor entre las familias que viven
del campo, pues se acrecentará la escasez del maíz y se aumentará la dependencia
económica.

Aunado a ello, la pobreza abismal lleva a las comunidades a adherirse al sistema de siembra
y cultivo de enervantes. Sin embargo, el Estado no busca combatir las raíces que originan
el narcotráfico, como la pobreza extrema, sino que estimula una estrategia guerrerista que
sólo agudiza los conflictos y se obstina en criminalizar la lucha de los pobres. Así, pues, la
militarización, el narcotráfico y los grupos armados son tres realidades intocables en esta
región, donde el Ejército se ha convertido en la autoridad que asume el control policiaco y
militar, se mete a las comunidades indígenas, a sus huertos, toma el agua de la comunidad,
interroga, detiene e intimida a la población con el simple argumento de que está
combatiendo el narcotráfico.

La militarización ha sido una continua preocupación por la clara correlación de ésta con
el incremento de las violaciones a los derechos humanos perpetradas por miembros del
ejército. Cabe señalar que un factor común en diversos casos de violación a los derechos
humanos es la participación de las fuerzas armadas en dos sentidos: primero, como
perpetrador directo de violaciones a los derechos humanos; y, segundo, como encubridor
de los elementos castrenses que participan en la ejecución de dichas violaciones.

El sentimiento histórico de abandono y olvido que han experimentado secularmente los


pueblos indígenas por parte de la clase gobernante, ahora se ha hecho extensivo a gran
parte de la población guerrerense que experimenta un nivel de indefensión muy alto por el
ambiente de violencia que trastoca a las instituciones públicas y a los responsables de
garantizar la seguridad y el orden.

Ahora tenemos corporaciones policíacas debilitadas, infiltradas por el crimen


organizado, influidas por intereses privados, rezagadas y rebasadas por las empresas del
crimen. Ante una situación de crisis provocada por la violencia del narcotráfico, quedan
evidenciadas las grandes debilidades de las corporaciones policíacas: en primer término
sobresale el anacronismo institucional; la ausencia de un sistema de rendición de cuentas;
las deprimentes y deficientes condiciones de bienestar y trabajo para los elementos
policíacos; la corrupción enquistada dentro de todas las estructuras de mando en el sistema
de seguridad pública; la insuficiente asignación de recursos financieros para la
modernización en cuanto a infraestructura y equipo; la capacitación precaria en derechos
humanos; y el alejamiento y desinterés por escuchar y atender los planteamientos de la
ciudadanía.

Los miembros de los pueblos indígenas son los que más sufren la falta de un acceso
efectivo a la justicia, teniendo que enfrentar multiplicidad de obstáculos para lograr que
se le escuche y atienda dignamente, donde las autoridades de procuración y administración
de justicia están lejos de entender las realidades socioculturales de estos pueblos.

Uno de los grupos más vulnerables, a pesar de ser la mayoría, son las mujeres. El
problema para la mujer en la Montaña es que no sólo sufre en carne propia un hecho
violento que la lleva a buscar justicia, sino que al intentar acceder a ella, se topa de frente
con la indiferencia, la burocracia, la corrupción y los trámites interminables, convirtiendo al
aparato judicial en un ente permisivo y cómplice de la violencia. Resulta dramático ver que
cuando las mujeres buscan apoyo y justicia, resultan ser las culpables y no las víctimas.

La discriminación que sufre la mujer al buscar justicia, entre otras cosas, está basada en su
triple condición de género, clase y etnia. La situación de la mujer indígena es un viacrucis
inenarrable, porque desde niñas nacen con el estigma de la inferioridad frente al varón. Así,
la dictadura masculina se extiende a los diferentes ámbitos de su vida privada y pública,
producto de la discriminación, el racismo, la explotación, el engaño y el olvido.

Las violaciones graves a derechos humanos que suceden en Guerrero, como la tortura,
ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias y desapariciones forzadas, son padecidas
por los pueblos indígenas sin ninguna posibilidad de justicia y sanción a las autoridades
responsables, particularmente en los casos donde los responsables son miembros del
Ejército. Así, la impunidad y la corrupción que sigue carcomiendo a las instituciones, por
desgracia, han sembrado la desconfianza y la confrontación entre la ciudadanía.

Lo notable es que, como respuesta a la inseguridad, a la corrupción y a la falta de acceso a


una justicia imparcial y eficaz, hace 12 años los pueblos indígenas Na savi, Me’phaa,
Nahuas y Mestizos de la Costa-Montaña de Guerrero crearon un sistema alternativo de
seguridad y justicia inspirado en sus usos y costumbres. El sistema de la Policía
Comunitaria ha logrado disminuir de manera significativa la violencia y la delincuencia en
esa región, conforme se extiende a más y más comunidades. Lamentablemente, la respuesta
del gobierno ha sido la criminalización, y su estrategia: el desgaste.

Como se puede observar, los pueblos indígenas han sido obligados a movilizarse, a realizar
esfuerzos sobrehumanos para hacer valer sus derechos. Ante la ausencia de instituciones
que medien en la atención de sus planteamientos y ante el desinterés de las autoridades
federales y estatales para comprender en su justa dimensión estos reclamos, la población
indígena recurre a la acción directa que les acarrea más problemas porque criminalizan su
lucha, persiguen a sus líderes y enfrentan órdenes de aprehensión.
El gobierno de Guerrero, lejos de resolver de fondo las demandas sociales, recurre a las
viejas fórmulas de reprimir y criminalizar al movimiento indígena, cuyo único delito es
exigir lo que por derecho les corresponde y que está consagrado en la Constitución
mexicana y en diversos tratados internacionales. El incremento en la inversión en
infraestructura militar y la contratación de más elementos para incorporarse al Ejército es
una señal funesta que nos indica que en las regiones indígenas se trabaja más en una
estrategia de contención del movimiento social a través de la guerra de desgaste.

Así, pues, la forma sistemática y persistente para dirimir los conflictos políticos y sociales
en Guerrero sigue siendo el hostigamiento, la persecución y la represión contra líderes y
organizaciones sociales que exigen sus derechos más fundamentales. Los casos de Cándido
Félix, líder del Consejo Regional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de la variante
lingüística Ba’thaa; David Valtierra, coordinador de la Radio Ñomndaa en Xochistlahuaca;
Manuel Olivares, Director del Centro de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón;
y las aproximadamente 30 órdenes de aprehensión en contra de miembros de la Policía
Comunitaria, son representativos de la política de criminalización hacia los defensores de
derechos humanos y líderes sociales e indígenas que ha llevado a cabo el gobierno.

Conclusiones

Es evidente que en el estado de Guerrero, las demandas y necesidades de los pueblos


indígenas nunca han sido una prioridad para las autoridades, ya sea a nivel estatal o a nivel
municipal. Desafortunadamente, la llegada de Zeferino Torreblanca como primer
gobernador de “oposición” en Guerrero no ha modificado esto en manera alguna. Por el
contrario, Torreblanca ha sido un promotor activo de proyectos de inversión que tendrán
consecuencias catastróficas para los pueblos indígenas y campesinos del estado, como el
proyecto de la Parota. Asimismo, ha mostrado una falta de interés en las demandas de los
pueblos indígenas, negándose incluso al diálogo y la interlocución con diversas
comunidades y organizaciones.

Frente a ese escenario, es notorio que a pesar de la persistencia, de la fuerza y de la


entereza que han mostrado los pueblos, sigue sin aparecer en el horizonte, la posibilidad de
revertir el proceso de empobrecimiento y de exasperación en que se encuentran atrapados
por las políticas neoliberales. Se evidencia que de parte de las autoridades no existe
voluntad, ni disposición como para poder replantear las políticas orientadas a generar
procesos de empoderamiento de los pueblos a través de la protección de sus derechos
humanos; y lo grave es que hay cerrazón e ineptitud, engaño, falta de oficio político y una
descomposición social que va aparejada con la impunidad y la corrupción que sigue
carcomiendo a las instituciones.

Aunado a ello, la militarización de las principales ciudades del estado por razones de
combate al narcotráfico, así como el incremento a la militarización de comunidades
indígenas en la Sierra y Montaña de Guerrero por razones de erradicación de plantíos de
enervantes, trae consecuencias graves a los derechos civiles de la población. Al mismo
tiempo, ha quedado claro que la política económica, combatiendo la pobreza con
programas asistencialistas como “Oportunidades” y “Piso Firme”, de ninguna manera
resuelven las causas estructurales de la pobreza en regiones como la Montaña y Costa
Chica. La situación de marginación y pobreza extrema que sufren los pueblos indígenas,
particularmente en el campo, es insostenible y requiere la intervención honesta y fructífera
del Estado.

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