Está en la página 1de 2

Inglaterra medieval Northumbria, 1252

Yo lo presencié todo, del principio al fin, y os ruego que observéis que hoy en día no quedan
muchos hombres que puedan decirlo. Casi todos, cuando oyen hablar de eso, dicen que es una
leyenda, un romance, una de esas historias tontas que inventan las mujeres para entretenerse. Yo os
juro que lo vi todo y, sea lo que fuere lo que hayáis oído, es verdad.
Más que eso, lo que hayáis oído no es más que la mitad de la verdad.
Lo primero que recuerdo es el almuerzo campestre. Oh, claro que hubo otros incidentes, pero yo
era sólo un niño, un paje de la casa de lady Alisoun. Dormía con los otros pajes, me entrenaba con
ellos, oraba con los otros pajes y, con gran esfuerzo, escribía una carta a mis abuelos una vez cada
luna, y lady Alisoun la leía. Me decía que la leía para comprobar si yo había mejorado gracias a mis
lecciones con el sacerdote. En aquel entonces le creí, aunque ahora sospecho que la verdad era otra:
que las leía para saber si yo era feliz a su cuidado.
Lo era, aunque mi contacto con ella se limitaba a esa conversación mensual con respecto a mis
progresos en mi aprendizaje para ser escudero. Yo sabía que podía convertirme en escudero, pero
aspiraba a cosas mayores. Aspiraba a la sagrada caballería. Era el honor más grande al que podría
acceder. Era mi sueño más caro, mi mayor desafío, y me hacía concentrar toda mi atención en los
estudios, porque estaba decidido a ser caballero algún día.
Por eso necesité de ese fatal almuerzo campestre para percatarme de los problemas que bullían
en la casa de lady Alisoun.
El primer grito se oyó después del almuerzo, cuando los jóvenes de la aldea y del castillo se
dispersaron por el bosque que rodeaba el prado abierto. Yo tendría que haber ido con ellos, pero los
pajes estábamos subordinados a todos los demás, y a mí me habían ordenado que ayudase a las
criadas a llenar las cestas, mientras los hombres holgazaneaban, como suele hacerse después de una
gran comilona. Como sea, alguien, no sé quién, gritó:
—¡Se han llevado a lady Edlyn!
Eso atrapó de inmediato mi atención pues, a los quince años (cuatro más que yo), lady Edlyn era
bondadosa, bella... y no tenía noción de mi existencia.
Yo la adoraba.
El grito también atrajo la atención de lady Alisoun, que se levantó rápido. ¡Muy rápido!
Nadie que viviese fuera de George 's Cross podría captar el significado de esa actitud, pero en el prado se
hizo silencio. Todas las miradas se clavaron en la alta silueta de lady Alisoun, alarmadas por su precipitación.
Lady Alisoun nunca hacía nada de prisa. Todo lo hacía con calma y pausadamente. Todos los días se
levantaba al alba, asistía a misa, desayunaba, y se ocupaba de las tareas del día. Todos los años,
celebraba la Epifanía, ayunaba en Pascuas, controlaba la parición de las ovejas, e iba a Lancaster en
otoño. Era la señora, nuestra lady, la que fijaba el ritmo de nuestras vidas.
Estoy describiéndola como si fuese vieja —para mí lo era—, aunque, al mirar atrás, sé que no debía de
tener más de veinticuatro o veinticinco. Sin embargo, no parecía vieja. Parecía perfecta, y por eso ese
movimiento de lady Alisoun tan apresurado, tan inesperado, nos dijo muchas cosas.
Tres muchachas de la servidumbre irrumpieron desde el bosque y corrieron hacia lady Alisoun
como atraídas por un imán.
—¡Un hombre... un hombre! ¡Él la atrapó!
Una tonta aldeana gritó, y lady Alisoun giró y le clavó la vista: de inmediato se hizo silencio. La
señora esperaba un comportamiento apropiado por parte de todos los habitantes de su propiedad y,
en general, lo lograba.
A continuación, les preguntó a las muchachas:
—¿Quién la atrapó?
—Un hombre... un hombre —jadeó una de ellas. Pero Heath, la doncella principal, se adelantó y
pellizcó el brazo de la muchacha.

También podría gustarte