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EL TABLAZO.

(Balcón de Colombia)
1947, cae un avión en El Tablazo
19 octubre, 2021 El pilòn.

Entre las víctimas figuraba Romelio Martínez, líder futbolero llamado el


‘Caballero de las canchas’, a quien como reconocimiento el estadio de Barranquilla,
ante su muerte, tomó su nombre, gracias a la tenacidad del connotado cronista de
El Heraldo ‘Chelito’ de Castro.

Sobre el nivel del mar, a una altura de 3.500 metros, haciendo parte de los
municipios de Supatá, San Francisco y Subachoque, en Cundimamarca, se
impone una majestuosa mole que lleva por nombre ‘El Tablazo’, por la
altura de sus paredes y la verticalidad de sus imperturbables farallones.
En la era prehispánica los indígenas muiscas lo conocían como
Juniatamix, lugar sagrado donde concurrían en ocasiones especiales para
adorar a la luna.
Próximo a su cima el cielo es blanco y nebuloso con un panorama libre e
inmensurable que en días de sol compromete la imaginación que se
apodera insaciable de aquel espectáculo llamado, con sobrada razón, ‘El
balcón de la sabana’. En lo más recóndito de sus entrañas cordilleranas, allá
en su fondo, dice la leyenda a la llegada de los conquistadores españoles,
los muiscas enterraron parte de sus tesoros por mandato del cacique Chía.
Con el advenimiento de la aviación comercial al país, segunda en las
Américas, el páramo se convirtió, por el trajinar de los vuelos, en un
cementerio de aviones al no superar la potencia de las maquinas la cima de
la montaña donde desaparecían sin dejar señal alguna. En aquel perímetro
todos los caminos conducen al cielo y ninguno tiene retorno, y la tierra -
según llegó a decirse- gravitaba más que en cualquier otra topografía.
LA TRAGEDIA

Sobre ese bosque inexpugnable, el avión de Avianca, un Douglas DC4,


matricula 114, vuelo 651, dotado con cuatro potentes motores Pratt &
Whitney R 2000, que había pertenecido a la fuerza aérea de los Estados
Unidos, relativamente nuevo, adecuado lujosamente para pasajeros, dotado
de los últimos avances, faltándole solo dos metros para sobrepasar el pico
de la montaña y a escasos minutos para tocar su destino, el sábado 15 de
febrero de 1947, a las 12:40, pasado meridiano, hundió sus narices contra
la monolítica roca milenaria, rodando hecho trizas ochenta metros abajo
en el abismo. Había salido del aeropuerto de Soledad en Barranquilla, a las
10:20 de la mañana, rumbo al aeródromo de Techo en Bogotá, dos horas
después desaparecería.
En aquella tragedia murieron cincuenta y cuatro personas, cuarenta y dos
hombres y doce mujeres incluyendo los pilotos norteamericanos: Kenneth
Newton Poe, no titular del vuelo, quien volaba de favor a un colega, y Roy
George Kay, con la esbelta y seductora azafata costaricense Aida Chufji, y
su homólogo Carlos Rodríguez. Viajar en avión era un privilegio de pocos
en ese entonces, por lo que quienes perecieron era un buen número de
extranjeros, altos directivos de las nacientes petroleras en el país y
pertenecientes otros a familias destacadas de Barranquilla, pues la única vía
que comunicaba a la costa Atlántica con la capital era en barco, retando el
cauce tenebroso del río Magdalena después de un recorrido apesarado de
varios días.
Entre las víctimas figuraba Romelio Martínez, líder futbolero llamado el
‘Caballero de las canchas’, a quien como reconocimiento el estadio de
Barranquilla, ante su muerte, tomó su nombre, gracias a la tenacidad del
connotado cronista de El Heraldo ‘Chelito’ de Castro.

Exfutbolista Romelio Martínez.


La noticia del accidente se sabría en Techo cuatro horas después, luego de
esperar y atribuir la demora a imprevistos ordinarios y procedía del
Ministerio de guerra, ante cuyo imponderable; el desasosiego entre los
asistentes fue total. El alcalde de Supatá mediante un cablegrama había
informado lo que un campesino a distancia había visto y narrado: “…Un
estrepito de metales despedazados y una explosión”, como de otros
mundos, y el burgomaestre con igual criterio y lenguaje comunicó lo
mismo a la autoridad competente. Sin precedente, había ocurrido la más
grande tragedia aérea con tantos pasajeros en la historia mundial y la
noticia empezó a correr sin contenerse por todas las vertientes de la
tierra.
El presidente de la República, Mariano Ospina Pérez, ante la magnitud del
suceso decretó dos días de duelo nacional, suspendiendo toda fiesta, pues
simultáneamente con el accidente se iniciaba en Barranquilla, ese mismo
día, el carnaval, con la tradicional batalla de las flores, encendida por la
reina del festejo, Ana María Emiliani Helibron, una modelo entrenada en
Norteamerica; entre tanto, en la plaza de Santa María en Bogotá se
realizaba una esplendorosa y encarnizada corrida de toros que fue
interrumpida y los asistentes hombres y mujeres vistieron de negro al día
siguiente y en señal de duelo asistieron a la eucaristía. Mientras sin
interrupción, el carnaval siguió hasta el miércoles de ceniza como si en el
mundo nada hubiera pasado.
Minutos antes del vuelo había llegado directo de Valledupar al aeropuerto
de Soledad, Augusto Socarras, hermano del erudito, académico y siquiatra
José Francisco, urgido de estar en Bogotá ese día, encontrándose por simple
coincidencia con su colega y compañero de Derecho de la Universidad
Nacional, Muce Moisés Cotes. Al no encontrar cupo, este le cedió el suyo;
ocurrida la catástrofe, su hermano médico, Antonio Socarras quien lo
esperaba en Techo, hizo parte de la brigada de búsqueda de cadáveres, pero
nada encontró, solo por pura casualidad vio y recogió una pluma Parker
en oro del suelo, calcinada y retorcida, sorprendiéndose al leer en su tapa:
Augusto Socarras.
Vinieron luego las lamentaciones, rumoreándose que el conocidísimo
guitarrista y cantante Guillermo Buitrago, primero en grabar un disco en
Colombia, asiduo interprete en radio-teatros, con versiones de música
vernácula en grabaciones que aún perviven, había caído en el percance
del vuelo, más tarde corrió la bola que se había salvado porque Toño
Fuentes, su empresario musical, enamorado de un canto le había pedido
grabarlo antes de viajar y al llegar tarde Buitrago al aeropuerto, el avión
ya había partido, escapando por pura chepa de una muerte segura. El canto
según el “run run” resultó ser el merengue ‘Víspera de Año Nuevo’.
Guitarrista y cantante Guillermo Buitrago.
Aquella noticia resultó falsa y Buitrago para no tener que aclarar lo que
realmente había sucedido, acosado por sus admiradores a donde llegaba,
compuso como explicación esto que sigue:
..Yo no monto en aparatos zumbadores
Que se pierden por el cielo.
Soy un hombre muy tranquilo,
Óigame usted, compañero,
Y tengo bueno mi espinazo (bis)
Porqué la gente sigue comentando,
Las tonterías del cerro el tablazo (bis)
Por qué será, por qué será,
Que yo no voy en avión a Bogotá
Soy muy viejo y la experiencia a mí me come
Dirán que soy montañero,
Yo monto en mi burro bayo.
Así es que yo soy derecho
¿Cómo era posible que Buitrago, se dijo, considerara una tontería, como si
dijera bobería, a semejante catástrofe? Era la edad anónima y noticiosa de
los vallenatos cuando aún estos cantos no tenían ese nombre y Buitrago no
usaba el término tontería despectivamente, simplemente hacía uso del
modismo caribeño de utilizar palabras de significación menor, antónimos,
para destacar situaciones mayores dándoles énfasis.

EL BURRO Y EL ACCIDENTE.

Un caso singular: Luis Zalamea Borda, cronista de El Nuevo Siglo, autor


del Círculo del Alacrán, hermano de Jorge, creador de ‘El Sueño de las
Escalinatas’, era tal su grado de embriaguez que fue bajado del avión, tomó
otro vuelo y al llegar aún tambaleante a su casa en Bogotá, llena de
allegados, pues aparecía en la lista de víctimas, al verlo entrar
balanceándose por poco mueren del susto, solo ahí supo Luis que estaba
muerto.
Ante la magnitud del desastre, el presidente Ospina Pérez, mediante
decreto, del 14 de marzo, exacto al mes de la tragedia, creó una nueva
entidad, la Aeronáutica Civil, designando como su primer director al
acusioso e impetuoso ingeniero barranquillero, egresado de Oxford,
Mauricio Obregón, apodado por sus excentricidades el retador de las
alturas y las profundidades, a la postre Rector de la Universidad de los
Andes y como subdirector a Enrique Concha Vanegas, célebre por haber
volado solo de Bogotá a Lima piloteando un monomotor.
Más allá de las calidades científicas de Obregón, quien además era piloto,
era muy recordado y conocido porque poco antes de su nombramiento
había superado una emergencia aérea con su primo Alejandro, el pintor,
volando a bordo de un destartalado monomotor, que se apagaba y prendía
misteriosamente en el aire, sobre las inmediaciones del rio Magdalena y al
haber anochecido desafió la oscuridad y sin saberse cómo aterrizó al pie
de lo que sería el puente Pumarejo, arrastrando un zarzal, sin un solo
rasguño, pero una vez en tierra, no bien repuestos del susto, rumbo a la
ciudad, en la moto de alto cilindraje del pintor, llevándolo de parrillero, un
burro se les atravesó en la vía derribándolos, muriendo el animal,
sufriendo ellos fuertes descalabros al rodar muchos metros por un suelo
lleno de cascajos.
Lo peligroso no fue el viejo avión Rayan, sino lo imprevisible ante un burro
enamorado. La barahúnda sobre el accidente se armó a partir de sendas
cartas enviadas a El Tiempo, por el veterano aviador norteamericano J. A.
Tod Hunter, el día 17 de marzo y la otra por el piloto colombiano Carlos
Duque de Lansa, el 20 del mismo mes, cuestionaban el riesgo de incorporar
operadores norteamericanos de combate extraídos de la guerra y prevenían
también los peligros inmersos en nuestras montañas, con críticas a los
sueldos diferenciales de estos extranjeros, no tan funcionales, ni superiores
en su labor frente a los nacionales, por técnicos que fueran. Obregón
corregiría todo esto.
En el área del accidente del Tablazo, muy esparcidos, se encontraron
apenas reductos de cadáveres carbonizados y desmembrados sin poderse
identificar, solo uno quedó intacto, llevándosele como último destino a
una fosa común en el cementerio central de la capital, donde un mausoleo
simboliza su pasado con sus nombres y, en su alto un trozo de piedra,
inerte, desprendido del cerro por el impacto, testimonia el suceso.
En los alrededores de aquel monte inconmovible impactado violentamente
por el avión 74 años atrás, tres censores de la más idónea inteligencia
electrónica vigilan y previenen hoy a los pilotos de todas las lenguas y
procedentes de todos los lugares de la periferia, sobre los riesgos latentes
para enfrentar, entre estos, los vientos fugitivos del caudaloso Magdalena
barriendo las crestas de los Andes y no sean víctimas del hipnotismo del
paisaje alucinante en el Zipazgo del apoteósico Chiminichagua, mito de
Chibchas y Muiscas, guardián de Bacatá.
Por: Ciro Quiroz Otero

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