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Deus ex machina es una expresión en latín tomada del teatro clásico de Grecia y

Roma y que significa «dios a partir de una máquina». Desde el año 500 a.C. hasta el 500 d.C.

el teatro floreció en todo el Mediterráneo. Durante aquellos siglos cientos de dramaturgos

escribieron para aquellos escenarios, aunque sólo siete de ellos han sido recordados y los

demás felizmente olvidados, debido sobre todo a su costumbre de utilizar deus ex machina

para resolver los problemas narrativos. Aristóteles se quejaba de esa práctica y sonaba muy

parecido a un productor de Hollywood: «¿Por qué no son capaces estos escritores de idear

finales que funcionen?».

En aquellos anfiteatros maravillosos y acústicamente perfectos, algunos de los cuales

contaban con un aforo de hasta diez mil personas, se erguía un muro en el extremo más lejano

del escenario con forma de herradura. En la parte inferior había puertas o arcos para la

entrada y salida de los actores. Pero quienes representaban a los dioses descendían hasta el

escenario desde la zona superior del muro sobre una plataforma unida a cuerdas y poleas. Ese

mecanismo del «dios a partir de una máquina» era la analogía visual del descenso de las

deidades desde el Monte Olimpo y de su ascenso posterior a él.

Los clímax narrativos eran tan difíciles hace dos mil quinientos años como en la

actualidad. Pero los antiguos dramaturgos hallaron una solución. Preparaban una historia, la

sembraban de puntos de inflexión hasta conseguir que el público se sentara al borde de sus

asientos de mármol y entonces, si se secaba la fuente creativa del dramaturgo y se sentía

perdido intentando crear un buen clímax para su obra, las convenciones le permitían soslayar

el dilema haciendo descender a un dios hasta el escenario, de forma que Apolo o Atenea lo

resolvieran todo: quién vivía, quién moría, quién se casaba con quién, quién estaba

condenado para toda la eternidad. Y lo hacían así una y otra vez.

Nada ha cambiado en dos mil quinientos años, los guionistas de hoy siguen creando

historias que no saben cómo acabar. Pero en lugar de dejar caer un dios para conseguir el

final, utilizan «actos divinos» –el huracán que salva a los amantes en Huracán, la estampida

de elefantes que resuelve el triángulo amoroso de La senda de los elefantes, los accidentes de
tráfico que constituyen el final de El cartero siempre llama dos veces y La insoportable

levedad del ser, el Tyranosaurus rex que aparece justo a tiempo para devorar a los

velocirraptores en Parque jurásico.

Deus ex machina no sólo acaba con todo significado y con toda emoción sino que

representa un insulto al público. Cada uno de nosotros sabemos que, para bien o para mal,

debemos elegir y actuar si queremos determinar el significado de nuestras vidas. No hay

nadie ni nada que vaya a aparecer de pronto y por coincidencia en nuestras vidas para

sustituirnos en esa responsabilidad, independientemente de la injusticia y del caos que nos

rodee. Podríamos parar el resto de nuestra vida encerrados en una celda por un crimen que no

hubiéramos cometido, pero cada mañana seguiríamos teniendo que levantarnos y dar

significado a nuestros días. «¿Me doy de cabezazos contra esta pared o encuentro una manera

de dar valor a mis días?» Nuestras vidas siempre están, en última instancia, en nuestras

manos. Deus ex machina es un insulto porque es una mentira.

La única excepción que existe la encontramos en las películas con antiestructura que

sustituyen las coincidencias con causalidades: Weekend, Elígeme, Un extraño en mi vida y

Adictos al amor comienzan con una coincidencia, progresan por medio de coincidencias y

terminan con coincidencias. Cuando las coincidencias controlan una historia se crea un

significado nuevo y relativamente importante: la vida es absurda.

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