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CAPÍTULO 5
EL PESO DE LA TRADICIÓN EN LA
REPRESENTACIÓN Y LOS USOS PÚBLICOS
DE LA HISTORIA ESCOLAR
David Parra Monserrat 1
Universitat de València
1. INTRODUCCIÓN
El desarrollo de un saber psicopedagógico en el último medio siglo ha conllevado
un cuestionamiento creciente de la denominada educación «tradicional» y ha estado en
la base de numerosas reformas centradas tanto en los sistemas educativos como en los
procesos de enseñanza-aprendizaje de las diversas materias que integran los currículos.
Muchas de estas reformas han puesto el foco en la necesidad de erosionar determinadas
metodologías fundamentadas en el conductismo y la repetición, y de favorecer la adqui-
sición de destrezas y competencias frente a la memorización de un corpus conceptual.
Todo esto, claramente relacionado con las nuevas aspiraciones epistemológicas de la
psicopedagogía, especialmente de raíz constructivista, ha dotado a la educación de un
nuevo cariz metodologista y cognitivista más centrado en el alumnado que aprende que
en la institución que educa y en los conocimientos que esta difunde. En muchos casos,
esto ha supuesto un arrinconamiento de la reflexión sobre las finalidades sociopolíticas
de la escuela o sobre los usos públicos concretos de determinadas asignaturas (Tadeu da
Silva, 2000). Los debates sobre el ámbito escolar, sobre enseñanza y aprendizaje o sobre
innovación educativa se centran con mucha frecuencia en los métodos, la conveniencia
de unos recursos u otros, el desarrollo cognitivo y competencial, las necesidades especiales
del alumnado…, pero a menudo lo hacen despolitizando (aparentemente) la educación,
aislándola de su contexto sociocultural y político. En este sentido, debemos tener en
cuenta que el aprendizaje no se produce en un ambiente neutro o aséptico, sino en un
campo en el que tienen lugar batallas importantes por el control simbólico y cultural
(Popkewitz, 1991; Varela, 1991; Bourdieu, 1997).
1
Este trabajo forma parte del proyecto EDU2015-65621-C3-1-R, financiado por el Plan Nacional
de I+D+i del MINECO y cofinanciado con fondos FEDER de la UE.
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Durante el siglo XIX, la escuela fue un agente reproductor de una idea de ciudadanía
y de un tipo de patriotismo militante, y a menudo militarista, ligado generalmente a
una serie de valores y códigos morales que solían perseguir la docilidad, el autocontrol y
el respeto al orden y a la jerarquía. Con el establecimiento de regímenes liberales con-
servadores, los sistemas educativos obligatorios se destinaron a conseguir un consenso
(activo o pasivo) que asegurase la sumisión de los ciudadanos a los dictados de unos
dirigentes que se identificaban con la nación en construcción. En la coyuntura finisecular,
la preocupación por la «decadencia», el convencimiento de que el tipo de nacionalización
y socialización de determinados valores ciudadanos que había promovido la escuela
decimonónica era superficial, excesivamente elitista e incapaz de crear un patriotismo
de masas, dio lugar a una revisión de los modelos educativos predominantes. La gran
aspiración era convertir la escuela en el mecanismo a través del cual dirigir el desarrollo
moral de la sociedad y la creación de «hombres nuevos». Para ello, algunas asignaturas
que ya llevaban tiempo respondiendo a este tipo de usos se erigieron en instrumentos
clave. La Historia fue una de ellas.
Si nos centramos en el caso español, las instituciones escolares también se convirtie-
ron desde el siglo XIX en espacios encargados de reproducir principios cívico-morales,
símbolos patrios y narrativas nacionales que, explícitamente, buscaban la identificación
del alumnado con una nación presentada como natural y eterna (Boyd, 2000; Pozo, 2000;
López Facal y Cabo Villaverde, 2012). La Historia, centrada en un relato historicista y
teleológico repleto de grandes personajes y hechos fundamentalmente políticos, servía
para mostrar a España como una nación unida, monárquica y depositaria de unos valores
inmutables que había que conocer, valorar y defender. Para ello, se recurría a manuales de
Historia general que abordaban el proceso histórico nacional como una totalidad cohe-
rente, desde los orígenes hasta el presente; un proceso «natural» que, con la cronología
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como eje vertebrador y la geografía como escenario, se remontaba a los albores de los
tiempos (Maestro, 2005).
Todo esto, además, se veía acompañado de una metodología docente basada en el
modelo didáctico que, desde el siglo XVIII, gracias a la influencia de la tradición jesuítica,
había caracterizado a la enseñanza de la Historia en buena parte de Europa: un estudio
memorístico y acrítico basado en sesiones que solían contener una pre-lección (narra-
ción —que no explicación— del profesor), una repetición (que se podía alternar con la
lección magistral del docente) y, como mucho, algún ejercicio de aplicación (igualmente
mecánico y fundamentado en la memorización). Estas prácticas tenían lugar dentro de
un marco de organización temporal y espacial que conducía a una profunda rutinización
del contexto escolar y a la construcción de determinadas representaciones de la Historia
que, con mayores o menores cambios, como veremos, han llegado hasta nuestros días
(Cuesta, 1997).
Este modelo de educación histórica fue aceptado y defendido tanto por los conser-
vadores como por los progresistas que, pese a las diferencias, compartieron los elementos
básicos del imaginario nacional (Pozo, 2000; López Facal y Cabo Villaverde, 2012).
Con el paso de los años, pese a las transformaciones sociales, políticas y culturales, las
lecciones de Historia no abandonaron esta orientación y siguieron fundamentándose
en metodologías reproductivas, un enfoque positivista y un discurso nacionalista emi-
nentemente cultural y esencialista.
Con la llegada de la República se dieron importantes cambios en el ámbito de la
educación, ya que empezaron a introducirse nuevas miradas epistemológicas y didácticas
hasta entonces muy minoritarias. No obstante, los usos mayoritarios de la Historia escolar
no experimentaron grandes cambios. El nuevo contexto social y político repercutió en
la aparición de nuevos manuales, compendios de lecturas históricas y biografías que, en
ocasiones, dieron lugar a un nuevo corpus de mitos, pero en ningún caso a una erosión
de la finalidad nacionalizadora. Si hasta el momento la Patria se había identificado
mayoritariamente con la monarquía y con valores liberal-conservadores, ahora se iba
a vincular a una República que encarnaba mejor que ningún otro sistema los valores
nacionales (Parra, 2012).
Tras la Guerra Civil, las escuelas españolas empezaron a difundir el patriotismo
excluyente del nacional-catolicismo en el poder y la finalidad nacionalizadora se convirtió,
tal y como indicaba el influyente inspector y autor de libros escolares Agustín Serrano de
Haro, en el gran objetivo de la escolarización: «Desde el primer día hay que familiarizar
a los niños con la vida de España y que comiencen a oír los nombres ejemplares y las
gestas heroicas, para que las cosas de Dios y de España entren como sal de bendición en
la levadura germinal de su conciencia» (Serrano, 1944: 35). La Historia, por tanto, siguió
siendo una materia clave para mostrar de forma esencial y natural qué era ser español,
vinculado, en esta ocasión, a los valores políticos del nuevo régimen (Valls, 1991).
A partir de los años setenta del siglo XX se produjo toda una serie de transforma-
ciones en el ámbito educativo: los discursos abiertamente nacionalistas dieron paso a una
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Sirvan como ejemplo los debates enmarcados en la denominada «Guerra de las Humanidades»
de 1996-97 o las discusiones que tuvieron lugar como consecuencia de la aprobación de la ley educativa
actualmente vigente: la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) (Ortiz de
Orruño, 1998; Valls, 2004; López Facal, 2014).
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La LGE marcó, en el caso español, el inicio de la transición hacia un sistema educativo tecnocrático
y de masas. Este proceso culminaría con la Ley Orgánica General del Sistema Educativo (LOGSE), de
1990, y la aparición de una nueva etapa, la Educación Secundaria Obligatoria, que, entre otras cuestiones,
dejaba atrás el carácter elitista de la enseñanza media.
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El test de asociación incluía conceptos tan variados como revolución, nación, democracia, ciudada-
nía, origen o reconquista. Las respuestas de los participantes, pese a ser libres, siempre debían tener como
referencia la Historia de España.
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Para identificar a los integrantes de la muestra se ha recurrido a la siguiente clasificación: los
antiguos estudiantes de BUP van precedidos por la sigla LGE y el número correspondiente; las cincuenta
personas que estudiaron bajo el marco legal más reciente se presentan con la sigla LOE.
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LGE_34: «La profesora era una motivadora incansable, ponía toda su dedicación para
hacer la clase más interesante».
LGE_48: «Teníamos una profesora que era muy tradicional, muy exigente. Los exá-
menes, la mayoría, suspendíamos siempre».
LOE_1: «No sentía pasión por lo que hacía. Era muy autoritaria. Incluso diría que daba
miedo. Llegaba, hablaba, y solo hablábamos para responder a sus preguntas».
LOE_15: «Intentaba captar nuestra atención moviéndose mucho por la clase, subiendo
y bajando el tono de voz, diciendo expresiones que nos hicieran gracia. Sabía cómo llevar
una clase».
A pesar de estos testimonios, también había personas que opinaban que el uso de
la clase magistral, gracias al tipo de relato, la presencia de anécdotas, la conexión con el
presente o la precisión expositiva, dotaba a los apuntes de una claridad que facilitaba el
aprendizaje:
LGE_4: «Básicamente lo que hacía la profesora era contarnos la Historia como si
fuera un cuento. Lo hacía ameno por eso, porque no venía y te soltaba el rollo y ya está.
[…] Lo contaba como un telediario o como una historieta. A mí me parecía muy amena».
LGE_34: «Recuerdo con mucho cariño la facilidad que tenía para explicar las compli-
cadas relaciones de poder en los Estados con comparaciones con las series televisivas de
actualidad. Todos decíamos que parecía una telenovela lo que contaba, pero esta actitud
no desmerecía el conocimiento, sino que demostraba la capacidad que tenía para buscar
comparaciones».
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En este sentido, algunos incluso consideraban que el uso de una metodología «dife-
rente», alejada del «estilo del típico profesor de historia de toda la vida», podía implicar
caos y confusión en unos alumnos poco acostumbrados a planteamientos alternativos:
LGE_6: «Tuve un profesor que era un poco caótico. El ritmo normal de la clase era
llegar, comenzar a hacer preguntas a los alumnos, estilo proyecto de trabajo, e iba todo a
base de ideas; la información la iban sacando los alumnos. Él iba haciendo que construyé-
ramos la información […] No teníamos una guía, no sabíamos por dónde ir, era un poco
confuso. No había una línea cronológica, rompía con eso».
La utilización del libro de texto aparecía a menudo conectada con la clase magistral,
aunque su uso no era predominante. Pocos entrevistados hablaban de un uso exclusivo
del manual en las clases; sin embargo, era frecuente encontrar referencias a prácticas
centradas en la repetición, esquematización o desarrollo de lo que ponía en el libro:
LGE_1: «Cuando no contaba historias de su pueblo, seguía el libro. En ese caso, o
leía él o leíamos nosotros en voz alta e íbamos subrayando lo que él nos decía. A veces
parábamos y él hacía alguna explicación sobre lo que habíamos leído. Nunca hacíamos
actividades del libro».
LGE_35: «Recuerdo que cada dos por tres hacíamos resúmenes esquemáticos en la
pizarra que no servían para nada, solo para poner lo mismo que ponía en el libro, pero de
manera esquemática, con corchetes. El profesor se limitaba a explicar con otras palabras
lo que ponía en el libro».
Igualmente, las referencias a una historia viva, relacionada con problemas coetáneos,
eran escasas. Aproximadamente la mitad de los entrevistados decía que «no se planteaban
problemas sociales para hacer significativa la historia» (LGE_13) o que «era una historia
desconectada del presente» (LGE_32). Incluso algunos de los que reconocían haber
trabajado problemas sociales, como las condiciones de la clase obrera, la discriminación
de las mujeres o el caciquismo, destacaban la falta de conexión con la actualidad, ya que
eran cosas que «habían pasado y se quedaban en el pasado» (LGE_22). Pese a esto, no
podemos dejar de destacar el centenar de referencias a procesos históricos, la mayoría de
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Como podemos ver en el Gráfico I, la finalidad más citada por los antiguos estu-
diantes de BUP era la que hacía referencia a un uso identitario de la enseñanza de la
historia. Diecinueve personas, así, destacaban su utilidad para el conocimiento de las
«raíces» o de «nuestro pasado». Aunque nadie hablaba explícitamente de una historia
nacionalizadora, la existencia de un relato nacional(ista) en el recuerdo de muchas de
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aquellas clases era más que evidente; un relato que, como sucedía desde el siglo XIX,
solía buscar los orígenes nacionales en épocas muy lejanas y que presentaba la existencia
de una identidad española, más o menos cambiante, al margen de épocas y contextos:
LGE_4: «Yo creo que [la Historia] es fundamental porque es conocer de dónde vienes.
Si no tienes una base donde tú te puedas mirar, no podemos entender muchas cosas de las
que están pasando. Así creo que es fundamental para cualquier persona, esté escolarizada o
no, saber la historia, saber su historia, la de su país, la del lugar de donde viene […] Somos
españoles y es fundamental saber de dónde venimos».
LGE_15: «Yo creo que es importante, y como buenos españoles debemos estudiar
lo que ha sucedido aquí, pero yo pensaba: “Esto, en un futuro, ¿de qué me va a servir?”».
LGE_26: «El objetivo principal era hacer conocer la historia del país a los alumnos.
Naturalmente, la asignatura era muy útil, ya que permitía a los jóvenes conocer el pasado
de su país y comprender los entresijos de su nacimiento, evolución y progreso en el mundo.
La historia de un país determina su cultura y su futuro».
Desde tiempos muy remotos, se hacía un recorrido por «toda» la historia de España
«desde los orígenes» hasta la época contemporánea (Gráficos II y III). Más del 60 % de
los entrevistados recordaba que la asignatura, tal y como establecía el currículum oficial
de 3.º de BUP, empezaba en la Prehistoria o en la Antigüedad. Sin embargo, solo el
40 % llegaba a estudiar la Transición o los gobiernos democráticos posteriores, también
incluidos en la legislación.
Gracias al test de asociación de palabras con el que acababa la entrevista, sabemos que
la Prehistoria y la Edad Antigua eran concebidas en muchos casos como etapas propias
del acontecer nacional. Así, un 20 % vinculaba «íberos» con «españoles» o «fundadores»
y un 28 % establecía conexiones entre el término «origen» y las palabras «prehistoria»,
«íberos», «Roma» o, incluso, «Atapuerca». En esta línea, preguntados por cuándo comen-
zarían ellos el estudio de la Historia de España, muchos no dudaban en afirmar que:
LGE_5: «Yo la empezaría en la España romana. [¿Por qué no antes o después?] Sí,
también, los celtas y los íberos; pero el Imperio romano es la base de nuestra cultura actual
y de Europa, pero antes de esto, quizás lo que da identidad a los romanos ibéricos era lo que
había antes, igual que lo que ha venido después. Quizás también con los Reyes Católicos,
que es cuando empieza España como tal».
LGE_7: «Yo habría empezado con los pueblos prerrománicos [¿Por qué?] Es impor-
tante. Partiendo de la base de que la historia serviría para comprender la situación histórica
en la que estamos, la cuna de nuestra civilización son los romanos, y saber qué había antes
de los romanos es importante… El principio del principio».
LGE_21: «Yo intentaría empezar desde la época de los íberos […] para ver cómo se
formaron, cómo llegaron a ser lo que fueron… es ver cómo se ha formado la cultura de la
Península. La cultura son sedimentos y hay que conocer la base».
La Edad Media, como también sucedía durante el siglo XIX, era otro de los grandes
momentos de la Historia de España. Todo apunta a que el peso de los reinos cristianos y
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Para más información sobre la presencia del pasado andalusí en el relato histórico nacional (escolar
o académico), pueden consultarse los trabajos de Manzano, 2000; Parra, 2012b y 2016; Valls, 2008.
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Otra de las grandes finalidades planteadas (la primera para los estudiantes de Bachi-
llerato LOE) apuntaba a la importancia de conocer el pasado para entender la actuali-
dad. En muchas ocasiones, estas respuestas se entremezclaban con las anteriores o con
aquellas que hablaban de «aprender el pasado para no cometer errores en el presente».
La Historia, en esos casos, se erigía una vez más en una magistra vitae encargada de
dotar de modelos de conducta y dar lecciones para el futuro, lo cual implicaba ignorar
la naturaleza de un pasado que, a diferencia de lo que señaló Lowenthal (1998), no se
concebía como un «país extraño»:
LGE_33: «Supongo que la finalidad es conocer nuestra historia para aprender cómo
se habían hecho las cosas hasta ese momento y de ahí que cada uno sacara conclusiones
de lo que se hizo bien o mal. Y, sobre todo, no repetir en el futuro algunas de las partes
de esa historia».
LOE_28: «La Historia nos permite conocer y saber lo que pasaba en el pasado. Además,
nos permite ver los errores producidos para intentar que no vuelvan a pasar».
LOE_40: «La Historia nos ayuda a conocer el pasado de nuestra sociedad, ya que nos
sirve como una memoria colectiva de cada época, pero, a su vez, nos sirve para proyectar el
futuro y saber cómo reaccionar frente a situaciones gracias a las experiencias del pasado».
En esta misma línea, era habitual encontrar referencias muy próximas al empirismo
ingenuo que ya caracterizó a muchos positivistas decimonónicos que concebían el docu-
mento histórico como una especie de «túnel del tiempo» que permitía acceder al pasado,
ignorando que las fuentes también son construcciones culturales que hay que someter
a una profunda crítica ideológica y discursiva, más allá de la crítica de autenticidad:
LGE_5: «Sería cuestión de intentar ser lo más neutro posible. […] Presentar los hechos
(todos) y utilizar los materiales directamente (cartas magnas, leyes, etc.)».
LOE_45: «El profesor debería ceñirse a los hechos objetivos sin entrar a valorarlos. Debe
dar los suficientes recursos para, tras analizar profundamente los datos, llegar a la verdad».
La Historia, en estos casos, no era vista como un discurso sobre el pasado, sino como
el propio pasado (algo que se ve también en la segunda de las finalidades del Gráfico I).
Esto daba lugar a una concepción del conocimiento histórico que llevaba a muchos de
los entrevistados y encuestados a considerar que, para llegar a ese pasado, bastaba con
aproximarse a unas fuentes que permitían reconstruir la sucesión de «hechos objetivos»
(lo que «realmente sucedió»), como si fuera posible abarcar la totalidad de los aconteci-
mientos del pasado o dar lugar a un relato desprovisto de interpretaciones ( Jenkins, 2009).
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Muchos de los que reclamaban el «no posicionamiento» del docente veían el recurso
al libro de texto o el simple cumplimiento del currículum establecido como una prueba
de objetividad, como si estos estuviesen al margen de tendencias y de enfoques histo-
riográficos e ideológicos (Apple, 1987; Kemmis, 1993; Torres, 1991; Bernstein, 2000).
El docente, por tanto, era concebido mayoritariamente como una especie de técnico
que debía limitarse a «impartir» aquello que, por ley, venía establecido. Otros criticaban
la introducción de elementos políticos en clase y señalaban que el posicionamiento
ideológico del profesor suponía una interferencia en el pensamiento de un alumnado
influenciable y en formación, ignorando que los estudiantes, como cualquier persona,
reciben permanentemente influencias político-ideológicas procedentes de ámbitos muy
diversos: «El profesor es una figura de ejemplo en sus alumnos y puede influir en sus
pensamientos y acciones. Creo que en las aulas la política no tiene que llegar» (LOE_13).
Esta visión de una «historia objetiva», tan extendida entre los integrantes de la
muestra, no solo dificulta considerablemente la implementación de una didáctica crítica,
sino que puede conllevar peligrosos relativismos amparados por una teórica «neutralidad»
del conocimiento:
LOE_8: «Tendrían que impartir las clases desde una posición neutra para no influir en
el pensamiento de los alumnos. En todo caso, pueden mostrar las diferentes posibilidades
para que los alumnos elijan su camino libremente».
LGE_4: «La historia debes contarla objetivamente. Contar en cada caso lo que sucedió,
pero sin poner a unos como malos y a otros como buenos».
LGE_21: «Yo creo que el profesor no debe posicionarse en ningún momento por-
que cada uno ha de sacar sus propias conclusiones sobre los hechos. Has de explicar los
hechos lo mejor que puedas para que, luego, cada uno tenga su idea y se vaya formando
su propia ideología y su propia conciencia. Ni siquiera en el caso del nazismo creo que
deba posicionarse».
En estos casos, resulta interesante ver cómo algunas personas no admitían el posi-
cionamiento cuando se hablaba de hechos próximos (en el espacio o en el tiempo), pero
no tenían inconveniente en aceptarlo cuando se trataba de acontecimientos lejanos o
cuando la opinión encajaba con lo que ellos consideraban «un sentir mayoritario». En
todo caso, la política/ideología, en un sentido más o menos negativo, entraba en escena
cuando se hablaba del presente, de lo que se desprendía a menudo una concepción de
la Historia aislada y sin implicaciones para la actualidad.
LGE_3: «Si es contemporáneo veo más peliagudo que si das tu opinión sobre Felipe
V. Yo qué sé. Eso puede ser hasta anecdótico: “este personaje era tal o cual”, pero con los
contemporáneos es más peliagudo, pienso yo».
LGE_22: «Depende de lo que estés dando. Si están viendo la Guerra Civil no te
debes posicionar, pero tampoco puedes decir que unos fueron los salvadores de España y
los otros los malos. Pero si estudias la Segunda Guerra Mundial, lo que hicieron los nazis
estuvo muy mal y eso sí que se debe decir. Si no, corremos el riesgo de… eso es neutro,
eso pasó, a alguien se le pueden cruzar los cables y repetirlo. […] Es complicado, porque
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te toca muy de cerca. Si queda cerca es mejor no posicionarse porque aún hay gente que
puede sentirse afectada».
LGE_4: «Hombre, cosas tan claras como el uso de la tortura, que va en contra de los
derechos de las personas, quizás aquí sí que te podrías posicionar un poco y comentarlo
como algo malo, porque eso es algo que no está bien y atenta contra los derechos de cada
persona. Pero, más allá, no».
La conexión entre los ejemplos y argumentos presentados por muchos de los parti-
cipantes y algunos de los debates que, en las últimas décadas, han tenido una presencia
notable en el ámbito público a través, sobre todo, de los medios de comunicación de
masas («Guerra de las Humanidades», Ley de Memoria Histórica, Educación para
la Ciudadanía, etc.), es más que evidente. Estos debates han servido para resituar y
revalorar el papel de la memoria en el proceso de construcción del conocimiento his-
tórico; sin embargo, en muchas ocasiones, han sido utilizados también para fomentar
comportamientos antimemorialísticos basados en el rechazo de una nueva Historia más
comprometida y en la reivindicación de la Historia «de siempre» en aras de la supuesta
neutralidad del conocimiento, de la armonía social («no reabrir heridas») o, incluso, del
respeto a la tradición (como si esta fuera natural e inmutable).
No queremos dejar de señalar, sin embargo, que las respuestas que apuntan en un
sentido contrario, pese a no ser mayoritarias, se han visto incrementadas en la muestra
perteneciente a los estudiantes de Bachillerato LOE, mucho más sensibles que los de
BUP al tratamiento de determinados temas espinosos en el aula o al posicionamiento
de los docentes desde una postura ética, honesta y no adoctrinadora:
LOE_1: «Si el docente tiene que ayudar al alumnado a emanciparse y a crear una
conciencia crítica para tratar de mejorar el mundo en el que vive, tiene que mostrar tantos
puntos de vista como sea posible para, después, posicionarse para animar a sus alumnos a
ser agentes activos y transformadores de la sociedad».
LOE_2: «Los docentes deben actuar como intelectuales transformadores, es decir, tienen
que posicionarse contra las formas de pensamiento hegemónico, contra la posibilidad de
que haya una única forma de interpretar la realidad. Eso no quiere decir que deban caer
en el dogmatismo y utilizar las clases para promover su ideología».
4. CONCLUSIONES
Llegados a este punto, podemos concluir que, como han venido señalando destacados
especialistas desde hace décadas, las disciplinas escolares como la Historia se han confi-
gurado como un modelo, como un paradigma normalizado, en el sentido planteado por
Thomas Kuhn, muy difícil de erosionar por su carácter tradicional (Bruter, 1997; Cuesta,
1997; Tutiaux-Guillon, 2008). En este sentido, a lo largo de este capítulo hemos podido
ver que, pese a las transformaciones y reformas llevadas a cabo en el ámbito educativo
desde el último tercio del siglo XX, son numerosas las continuidades con respecto a los
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saberes que se enseñan, las prácticas pedagógicas que se utilizan y las finalidades que
se persiguen.
La tendencia de buena parte de los entrevistados y encuestados a huir de las impli-
caciones ciudadanas y políticas o la reivindicación de una historia factual, desprovista de
valores explícitos y de contenidos que puedan suscitar conflictos, evidencia con claridad
cuál es la representación social de la Historia más extendida entre la muestra: una repre-
sentación basada en la exposición/reproducción de unos conocimientos supuestamente
objetivos y enmarcada dentro de una idea según la cual la escuela debe ser «neutra» para
ser respetuosa. En los casos estudiados, hemos podido comprobar que ello suele conducir
a una educación poco reflexiva y pobre desde una perspectiva ciudadana, y a una historia
completamente desproblematizada y poco útil para el presente.
Una Historia crítica debería deconstruir esencialismos, ajustar cuentas con el pasado
y, si es necesario, dar lugar a contramemorias encargadas de resaltar las discontinuidades,
las contradicciones y los cambios para desplazar aquello que, con tanto acierto, Nietzsche
denominó historia monumental e historia anticuaria, tan presente aún en muchas de las
respuestas analizadas.
Así pues, más allá de la innovación metodológica, de la incorporación de nuevos
recursos o de la adopción de nuevos enfoques, resulta imprescindible el cuestionamiento
de esta representación tan reforzada por el peso de la tradición y, en la actualidad, tan
legitimada por determinados sectores políticos y mediáticos. Solo explicitando el proceso
de construcción de estos imaginarios sociales y contribuyendo a una lectura crítica de los
mismos y de los usos públicos que los acompañan podremos dar lugar a nuevas repre-
sentaciones que posibiliten imaginar e implementar una educación histórica alternativa.