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El poder de las palabras

Jesús Laínz

Tras haber estado trabajando en Nueva York como corresponsal del ABC, Julio Camba llegó en junio de
1931 a una España republicana recién estrenada. Encontrábase en la estación de Villagarcía de Arosa
esperando un tren que llegaba arrastrándose lastimeramente por la vía, cuando un señor exclamó a
grandes voces:

–Pero ¿habráse visto un escándalo semejante! ¿Cómo hay todavía autoridades que toleren esa máquina?

–Tiene usted razón –le dijo otro señor–. La verdad es que esa máquina para lo único que estaría bien es
para tostar cacahuetes.

–No. Si yo no me refiero a la máquina precisamente –repuso el señor de las grandes voces–. La


máquina es lo de menos. Lo que me parece intolerable es que se llame como se llama. ¿No ve usted la
placa? Alfonso XIII. Llevamos ya dos meses de República y aún no le han cambiado el nombre. ¡Es un
verdadero escarnio!

Hoy, ochenta y cinco años después, constatamos una vez más que en España el tiempo pasa inútilmente,
al menos para esos políticos a los que no les interesa el bienestar de los ciudadanos y la eficacia de las
instituciones. Pues emplean su tiempo, y el dinero de los contribuyentes, en reescribir la historia
mediante la eliminación del recuerdo de personas ideológicamente molestas y, sobre todo, en cambiar la
realidad mediante el poder taumatúrgico de las palabras.

La especialista en estos asuntos es, evidentemente, una izquierda convencida de que se pueden cambiar
los hechos simplemente cambiando su nombre. Una de las pioneras, hace ya un buen cuarto de siglo,
fue Carmen Romero, consorta del camarado presidento Felipe, al añadir con un rotulador "y
paradas" al cartel anunciador de un congreso de parados. Novedosa ocurrencia hoy convertida en
norma.

Porque la izquierda, alérgica a las revoluciones desde que llenó la billetera, ha pasado a encauzar su
resentimiento contra la realidad mediante la neurosis de la corrección política, totalitaria mordaza
concebida para cambiar la sociedad mediante la mutación del pensamiento y hasta de las palabras
pronunciables.

Desde aquella hazaña de Carmen Romero, las manifestaciones palabreras de la ideología de género han
proliferado tanto que cuesta elegir ejemplos. Uno especialmente querido por este juntaletras fue la guía
que el gobierno regionalsocialista de Cantabria editó hace ya algunos años para eliminar el sexismo del
lenguaje administrativo. No se puede negar creatividad a los autores: ya no se podrá decir unos mil
asistentes; el insoportablemente machista unos deberá ser sustituido por aproximadamente mil
asistentes. Los muy discriminatorios representantes legales de los demandantes se convertirán en la
representación legal de la parte demandante. La falócrata expresión muchos expertos quedará
prohibida y deberá decirse multitud de especialistas. Los discapacitados serán sustituidos por la
población discapacitada. Etcétera. Además, las bondades de estas medidas no quedarán limitadas al
estrecho campo de la lingüística, pues hasta les auguran beneficiosos efectos en la prevención de la
violencia de género. Magia potagia.
Pero no son las palabras la única herramienta revolucionaria en la lucha por la sacrosanta igualdad. Ahí
están, por ejemplo, las faldas que los podemitas valencianos les acaban de poner a los semáforos.
Semáforos paritarios, los llaman. Debe de ser por la parida. Por otro lado, Beatriz Gimeno, diputada
madrileña de Podemos, ha explicado que "para que se produzca un verdadero cambio cultural tienen
que cambiar también las prácticas sexuales hegemónicas y heteronormativas", pues sin ello "no se
producirá un verdadero cambio social que iguale a hombres y mujeres". Gimeno va al grano: "Me
gustaría contribuir a problematizar la siguiente cuestión: dado el profundo simbolismo asociado al
poder y a la masculinidad que tiene en la cultura patriarcal la penetración (a las mujeres), ¿qué podría
cambiar, qué importancia cultural tendría una redistribución igualitaria de todas las prácticas, de todos
los placeres, de todos los roles sexuales, incluida la penetración anal de mujeres a hombres?".
Hondas, profundas, insondables, abismales reflexiones que resuenan en los recovecos más oscuros,
recónditos e inexplorados de nuestra conciencia.

Pero la carrera hacia la igualdad universal continúa imparable. Ahora es el ayuntamiento barcelonés de
Ada Colau el que, con motivo de un homenaje a las víctimas de la violencia machista, ha eliminado la
palabra homenatje, insoportable por derivar de home, y la ha sustituido por donanatge (mujeraje,
en lengua opresora).

Y sus camaradas y camarados sedentes y sedentas en la Carrera de San Jerónimo disparan desde su
flanco proponiendo la eliminación del sintagma de los diputados del frontispicio del Congreso. Al
parecer, ya que añadir y diputadas no cabría en el friso, la solución es dejarlo en Congreso a secas. Pero
los cambios igualitarios no se limitarían a los elementos arquitectónicos, pues también proponen una
auditoría para detectar todas las "debilidades en materia de igualdad". Y para eliminar cualquier tipo de
discriminación, todo el personal del Congreso, incluidos sus señorías y sus señoríos, tendrían que
realizar obligatoriamente "cursos de formación en lenguaje inclusivo, así como de sensibilización para la
igualdad". ¿Formarán parte del temario igualitario las propuestas penetrativas de la diputada
Gimeno?

A estos asuntos hay que añadir las novedades de las que estamos disfrutando desde la inauguración de
esta divertida legislatura: soflamitas, juramentitos, camisitas, greñitas, tuteítos, gestitos, muequitas,
grititos, puñitos, lagrimitas, gemiditos, babitas, besitos, tetitas... Por si alguien todavía no se había dado
cuenta, los hijos y las hijas de la Logse y la bruja Avería ya han crecido y han entrado a saco en el
Congreso y la Congresa.

¿Qué se podía esperar de una horda de tontos y tontas sino tonterías? Tontos ha habido siempre, pero la
ventaja que se tenía antes es que a los tontos se les trataba como tales, y todo el mundo, hasta Forrest
Gump, sabía que sus palabras y acciones eran tonterías a las que no había que prestar atención. Pero
hoy las tonterías son tomadas por cosas serias y los tontos son admirados, votados y enviados a
legislar.

Vayamos haciéndonos a la idea. Si el espectáculo al que muchos de nuestros políticos nos tenían
acostumbrados, tanto desde el punto de vista ideológico como desde el personal, ya era para echarse a
llorar, el cambio generacional va a hacer que los añoremos. Pues las mamarrachadas que hoy nos
sorprenden no tardarán en convertirse en norma. Que nadie espere a partir de ahora, en la casa de la
soberanía nacional, rostros de hombre, actitudes de hombre, ideas de hombre y palabras de hombre.

El Palacio de las Cortes convertido en la Corte de los Milagros. Quizá sea ésa la denominación que mejor
encaja con la realidad. Póngase en el frontispicio.

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