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Sofía Enecoiz
Sofía Enecoiz
Los truenos repiquetean en el techo de chapa, nos abrazamos, las tormentas nos dan miedo
porque tenemos almas viejas. No vemos por la ventana, no nos deslumbra el cielo iluminado
por un segundo. Cerramos los ojos, pedimos que todo esté bien y nos calmamos con
palmaditas. Que todo esté bien. Nos preguntamos si en el futuro eso sucederá, si la tormenta
se calmará y nosotros podremos conservar nuestro techo. Rezamos tres avemarías: Dios te
salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita Tú eres entre todas las
mujeres, y bendito es… ¿Jesús? No fuimos a la escuela, aunque en la escuela no enseñan los
rezos, pero vivimos cerca de la misión. Una vez, cuando sí se voló el techo, fuimos a
Es como si Dios nos quisiera castigar, porque la tormenta la manda Él, ¿sino quién?
El viento se topa contra la puerta, nos abrazamos más fuerte y nos arrastramos para ir a
cerrarla. Se rompió, la puerta ya no sirve. Acomodamos juntos, siempre juntos, lo que ahora
es un tablón en el espacio que antes ocupaba la puerta, arrimamos una estantería para que se
trabe contra el marco vacío por un momento y, con unos tirantes, clavamos la madera que el
viento sopló. Tuvimos que mirar afuera, el barro se mezcla con el cielo negro, no
distinguimos el horizonte porque todo se vuelve una sola cosa, un pantano que enloquece.
Tapiamos la casa con nosotros adentro. Que Dios nos ampare y otra vez las palmadas.
Cuando cae la lluvia nos sacude la casa, como si unas manos nos la quisieran dar vuelta. ¿Tan
mal nos portamos? Creímos dejar la tormenta afuera pero nos olvidamos que la tierra se traga
el agua y después la escupe o deja que se quede quieta en la superficie. El piso de la casa se
confunde con el barro de afuera y las patas de un banquito empiezan a desaparecer, nos visita
un guadal, nos come la tierra. Descubrimos que la ciénaga de la llanura que habitamos se ha
movido y ahora nos abraza lento los pies porque intenta tragarnos.
La tormenta no se escucha más. Espiemos. Espiamos a través del hueco que queda
entre las maderas: no cae más agua del cielo. Nos agarramos de la hendija para ver cómo
ahora repiquetea el suelo. El barro salpica hacia arriba y a lo lejos se esconde la tormenta.
Vemos una línea clara que distingue el cielo de la tierra. La casa nos tiembla otra vez. Los
pies que ya no nos pertenecen, encaran una lucha contra el guadal, los miramos con desidia.
Y ahí nomás los vemos. Creemos que ellos también, nos ven desde afuera. Cómo
seremos: mitad madera, mitad ojos. Las patas de cuatro caballos que vuelan sobre el lodazal,
no son como nuestros pies y arriba de ellos esos hombres que parecen ángeles negros con el
pecho al aire a pesar del frío. En el campo hace frío y cerca de la frontera es peor. Vuelan o
nosotros volamos de fiebre y los vemos a ellos como una estampida: cargan cruces, llevan
pañuelos en las cabezas y los brazos en alto y el barro que salpica para arriba en cada galope
no los toca, forma una estela como si se abriera el pantano para que ellos crucen sin
mancharse. Y aunque se ensuciaran sería lo mismo porque el barro es negro y ellos también,
Los vimos antes pero siempre a lo lejos. Nos contaron sobre ellos pero nunca lo
imaginamos así. Dios no les manda la tormenta porque les debe tener miedo. Por eso cuando
ellos pasan el agua se va y todo el camino queda liberado, les corre el guadal y nos lo tira a
nosotros.
No pasan como la tormenta. Sus caballos no tienen herraduras y son de galope sordo
pero no silencioso, cada pisada nos tapa los oídos como si subiéramos una montaña bien alta
como las de esas historias de generales bolivianos o de algún campechano del Perú. ¡El
ganado cimarrón! Piensan que es nuestro. Por favor déjennos y llévense a las vacas,
suficiente con la casa que se está por volar y nosotros que la estamos sosteniendo. ¡El ganado
cimarrón! Que no nos pertenece, gritamos por la hendija pero no se escucha. La estampida
nos apaga la voz y los indios, que se hacen los mansos pero son salvajes, parecen diablos, nos
Las vacas mugen en otro idioma, uno que no conocemos, que nunca escuchamos, ¿así
suena el miedo? Por un soplón, lo que quedaba de puerta ahora es la silueta de un jinete sobre
su corcel desbocado.
—Ven vaw— nos dice, y en un segundo se nos para el corazón. Estamos a sus órdenes
porque así nos criaron, nos enseñaron a hacer lo que nos dicen, pero qué dice este monstruo.
Le preguntamos con la cara, que nos explique porque no queremos faltarle el respeto, que nos
mande, él y el bayo, o si son una sola cosa pues que nos dé su orden. Qué quiere.
estampa un aire húmedo en el interior de nuestra casa. “Ven vaw” repite y nosotros con
nuestros pies y piernas enterradas en el guadal salimos atraídos hacia él, sin fuerza propia,
guiados por la imposición del jinete. Nos arrastra y nos arrastra para su lado.
—Nos llevamos las motris wakas, eye ñom trewa negrito y la cabra que ví eyew— No
hace falta responder y tampoco entendemos por qué lo aclara si igual se lo va a llevar. ¿Y
Por un segundo vemos nuestra vida con ellos: de torsos desnudos y vinchas en las
cabezas. Los pies descalzos, pegándole gritos al aire. De correderas y a pelo entre malones,
avistando la grandeza de la pampa, lejos del estanciero, más allá de la frontera. Y así,
mientras seguimos riendo y ya nos sentimos un poco más libres, nos imaginamos igual de
sucios que ahora pero cada tanto con un baño de laguna encima, dormidos a la intemperie o
en las tolderías, cuidando un ganado propio y también ajeno, arrebatado. “Sí, ¡queremos ir
con ustedes!” .
—Inchiñ rankülche, eymün winka.
—Eyew müli mi pichi ruka, nosotros con sus vacas. —Si es por eso no se preocupen.
El bayo es grande de verdad y no sabemos cómo hizo para entrar en la casita y cómo
hará para salir porque nosotros lo vimos adentro, una bestia aparecida que no precisa
—Ven vaw —otra vez lo mismo pero ahora suena como el mugido de las vacas. No el
de las vacas con miedo sino el normal, el calmo, el de cuando se llaman las unas a las otras,
cuando se invitan a pastar. Es un momento de paz como si flotáramos en el aire pero aún con
De la misión al jinete y del jinete a la misión, pero nosotros no decidimos nada. Nos
soltamos, basta de palmaditas. Las vacas sabrán vivir solas, ¿pero nosotros?
La procesión salvaje se aleja con el ganado ordenado, algunos hombres van a pie y
sostienen las sogas que enganchan a los animales en hileras. Los restos de la casa, cuatro