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Título: La muerte vino con la tormenta

Los truenos repiquetean en el techo de chapa, nos abrazamos, las tormentas nos dan miedo

porque tenemos almas viejas. No vemos por la ventana, no nos deslumbra el cielo iluminado

por un segundo. Cerramos los ojos, pedimos que todo esté bien y nos calmamos con

palmaditas. Que todo esté bien. Nos preguntamos si en el futuro eso sucederá, si la tormenta

se calmará y nosotros podremos conservar nuestro techo. Rezamos tres avemarías: Dios te

salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita Tú eres entre todas las

mujeres, y bendito es… ¿Jesús? No fuimos a la escuela, aunque en la escuela no enseñan los

rezos, pero vivimos cerca de la misión. Una vez, cuando sí se voló el techo, fuimos a

refugiarnos ahí, quizás hoy tengamos que volver. Amén.

Es como si Dios nos quisiera castigar, porque la tormenta la manda Él, ¿sino quién?

El viento se topa contra la puerta, nos abrazamos más fuerte y nos arrastramos para ir a

cerrarla. Se rompió, la puerta ya no sirve. Acomodamos juntos, siempre juntos, lo que ahora

es un tablón en el espacio que antes ocupaba la puerta, arrimamos una estantería para que se

trabe contra el marco vacío por un momento y, con unos tirantes, clavamos la madera que el

viento sopló. Tuvimos que mirar afuera, el barro se mezcla con el cielo negro, no

distinguimos el horizonte porque todo se vuelve una sola cosa, un pantano que enloquece.

Tapiamos la casa con nosotros adentro. Que Dios nos ampare y otra vez las palmadas.

Cuando cae la lluvia nos sacude la casa, como si unas manos nos la quisieran dar vuelta. ¿Tan

mal nos portamos? Creímos dejar la tormenta afuera pero nos olvidamos que la tierra se traga

el agua y después la escupe o deja que se quede quieta en la superficie. El piso de la casa se

confunde con el barro de afuera y las patas de un banquito empiezan a desaparecer, nos visita
un guadal, nos come la tierra. Descubrimos que la ciénaga de la llanura que habitamos se ha

movido y ahora nos abraza lento los pies porque intenta tragarnos.

La tormenta no se escucha más. Espiemos. Espiamos a través del hueco que queda

entre las maderas: no cae más agua del cielo. Nos agarramos de la hendija para ver cómo

ahora repiquetea el suelo. El barro salpica hacia arriba y a lo lejos se esconde la tormenta.

Vemos una línea clara que distingue el cielo de la tierra. La casa nos tiembla otra vez. Los

pies que ya no nos pertenecen, encaran una lucha contra el guadal, los miramos con desidia.

¿Por qué no se rinden?

Y ahí nomás los vemos. Creemos que ellos también, nos ven desde afuera. Cómo

seremos: mitad madera, mitad ojos. Las patas de cuatro caballos que vuelan sobre el lodazal,

no son como nuestros pies y arriba de ellos esos hombres que parecen ángeles negros con el

pecho al aire a pesar del frío. En el campo hace frío y cerca de la frontera es peor. Vuelan o

nosotros volamos de fiebre y los vemos a ellos como una estampida: cargan cruces, llevan

pañuelos en las cabezas y los brazos en alto y el barro que salpica para arriba en cada galope

no los toca, forma una estela como si se abriera el pantano para que ellos crucen sin

mancharse. Y aunque se ensuciaran sería lo mismo porque el barro es negro y ellos también,

como si hubiesen salido de la tierra.

Los vimos antes pero siempre a lo lejos. Nos contaron sobre ellos pero nunca lo

imaginamos así. Dios no les manda la tormenta porque les debe tener miedo. Por eso cuando

ellos pasan el agua se va y todo el camino queda liberado, les corre el guadal y nos lo tira a

nosotros.

No pasan como la tormenta. Sus caballos no tienen herraduras y son de galope sordo

pero no silencioso, cada pisada nos tapa los oídos como si subiéramos una montaña bien alta

como las de esas historias de generales bolivianos o de algún campechano del Perú. ¡El

ganado cimarrón! Piensan que es nuestro. Por favor déjennos y llévense a las vacas,
suficiente con la casa que se está por volar y nosotros que la estamos sosteniendo. ¡El ganado

cimarrón! Que no nos pertenece, gritamos por la hendija pero no se escucha. La estampida

nos apaga la voz y los indios, que se hacen los mansos pero son salvajes, parecen diablos, nos

aullan para que entreguemos hasta lo que no.

Las vacas mugen en otro idioma, uno que no conocemos, que nunca escuchamos, ¿así

suena el miedo? Por un soplón, lo que quedaba de puerta ahora es la silueta de un jinete sobre

su corcel desbocado.

—Ven vaw— nos dice, y en un segundo se nos para el corazón. Estamos a sus órdenes

porque así nos criaron, nos enseñaron a hacer lo que nos dicen, pero qué dice este monstruo.

Le preguntamos con la cara, que nos explique porque no queremos faltarle el respeto, que nos

mande, él y el bayo, o si son una sola cosa pues que nos dé su orden. Qué quiere.

—Weda kawellu— recita el jinete y el bayo se tranquiliza. Se calma su resoplido que

estampa un aire húmedo en el interior de nuestra casa. “Ven vaw” repite y nosotros con

nuestros pies y piernas enterradas en el guadal salimos atraídos hacia él, sin fuerza propia,

guiados por la imposición del jinete. Nos arrastra y nos arrastra para su lado.

—Nos llevamos las motris wakas, eye ñom trewa negrito y la cabra que ví eyew— No

hace falta responder y tampoco entendemos por qué lo aclara si igual se lo va a llevar. ¿Y

nosotros? —¿Ustedes?—, replica la bestia. —¿Quieren venir también?—

Por un segundo vemos nuestra vida con ellos: de torsos desnudos y vinchas en las

cabezas. Los pies descalzos, pegándole gritos al aire. De correderas y a pelo entre malones,

avistando la grandeza de la pampa, lejos del estanciero, más allá de la frontera. Y así,

mientras seguimos riendo y ya nos sentimos un poco más libres, nos imaginamos igual de

sucios que ahora pero cada tanto con un baño de laguna encima, dormidos a la intemperie o

en las tolderías, cuidando un ganado propio y también ajeno, arrebatado. “Sí, ¡queremos ir

con ustedes!” .
—Inchiñ rankülche, eymün winka.

No entendemos, ¿vamos o nos quedamos?

—Eyew müli mi pichi ruka, nosotros con sus vacas. —Si es por eso no se preocupen.

¡No son nuestras!

El bayo es grande de verdad y no sabemos cómo hizo para entrar en la casita y cómo

hará para salir porque nosotros lo vimos adentro, una bestia aparecida que no precisa

presentación. Llevenselas, llévennos a nosotros que de nuestra choza no queda nada.

—Ven vaw —otra vez lo mismo pero ahora suena como el mugido de las vacas. No el

de las vacas con miedo sino el normal, el calmo, el de cuando se llaman las unas a las otras,

cuando se invitan a pastar. Es un momento de paz como si flotáramos en el aire pero aún con

los pies enterrados en el lodazal.

De la misión al jinete y del jinete a la misión, pero nosotros no decidimos nada. Nos

soltamos, basta de palmaditas. Las vacas sabrán vivir solas, ¿pero nosotros?

La procesión salvaje se aleja con el ganado ordenado, algunos hombres van a pie y

sostienen las sogas que enganchan a los animales en hileras. Los restos de la casa, cuatro

paredes de madera y el marco de la entrada, se pierden en el medio del campo.

Un indio le consulta al niño nuevo:

—¿Cuánto tiempo crees que puede vivir tu hermano sin techo?—

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