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El suplicio de las alegorías

Ezequiel Martinez Estrada, entre la Pampa y la Isla de Utopía


El suplicio de las alegorías
Ezequiel Martinez Estrada, entre la Pampa y la Isla de Utopía

Gerardo Oviedo

Prólogo de Horacio Gonzalez

caterva
Oviedo, Gerardo
El suplicio de las alegorías : Martinez Estrada entre la Pampa y la Isla de
Utopía. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Caterva Editorial, 2013.
250 p. ; 21x15 cm.

ISBN 978-987-29958-0-5

1. Ensayo Literario.
CDD A864

Fecha de catalogación: 02/09/2013

Diseño de tapa:
Fotografia:
Corrección:

1° Edicion Editorial Caterva: Junio 2013


@Editorial Caterva
Chile 959, Buenos Aires

Impreso en Argentina
Queda hecho el deposito que marca la ley 11.723
ABREVIATURAS

Las obras de Ezequiel Martínez Estrada se citan según las siguientes siglas:

-LI: La inundación, Buenos Aires, Cuadernos de la Quimera-Emecé, 1944.


-PN: Panorama de las literaturas, Buenos Aires, Claridad, 1946.
-MMGH: El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson, México, FCE, 1951.
-CP: Cuadrante del Pampero, Buenos Aires, Deucalión, 1956.
-QE: ¿Qué es esto? Catilinaria, Buenos Aires, Lautaro, 1956.
-EX: Exhortaciones, Buenos Aires, Burnichon, 1957.
-L40: Las 40, Buenos Aires, Gure, 1957.
-HV: Heraldos de la verdad. Montaigne, Balzac, Nietzsche, Nova, Buenos Aires, 1957.
-LT: La tos y otros entretenimientos, Buenos Aires, Futuro, 1957.
-CG: La cabeza de Goliat. Microscopia de Buenos Aires, Buenos Aires, Nova, 1957 (1º
ed. 1940).
-MTMM 1: Muerte y transfiguración de Martín Fierro. Ensayo de interpretación de la vida
argentina, (segunda edición corregida), Tomo I, México-Buenos Aires, FCE, 1958 (1º
ed. 1948).
-MTMM 2: Muerte y transfiguración de Martín Fierro. Ensayo de interpretación de la vida
argentina, Tomo II.
-DSAL: Diferencias y semejanzas entre los países de la América Latina, México, UNAM,
1962.
-RFB: Realidad y fantasía en Balzac, Bahía Blanca, Universidad Nacional del Sur, 1964.
-AN: Antología, México-Buenos Aires, FCE, 1964.
-MEC: Mi experiencia cubana, Montevideo, El Siglo Ilustrado, 1965.
-MHR: Martí: el héroe y su acción revolucionaria, México, Siglo XXI, 1966.
-PRLA: Para una revisión de las letras argentinas. (Prolegómenos), (Compilados por Enri-
que Espinoza), Buenos Aires, Losada, 1967.
-EK: En torno a Kafka y otros ensayos, (Compilados por Enrique Espinoza), Barcelona,
Seix Barral, 1967.
-MS: Meditaciones sarmientinas, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1968.
-CN: Cuatro novelas, Montevideo, Arca, 1968.
-LL: Leopoldo Lugones. Retrato sin retocar, (Enrique Espinoza compilador), Buenos Ai-
res, Emecé, 1968.
-SA: Sarmiento, Buenos Aires, Sudamericana, 1969 (1º ed.1946).
-LE: Leer y escribir, (Enrique Espinoza compilador), México, Joaquín Mortiz, 1969.
-IVF: Los invariantes históricos en el Facundo, Buenos Aires, Casa Pardo, 1974 (1º ed.
1947).
-MR: Martí revolucionario, La Habana, Casa de las Américas, 1974.
-PEU: Panorama de los Estados Unidos, (Introducción, notas y bibliografía por Joaquín
Roy), Buenos Aires, Torres Agüero, 1985.
-AFC: Análisis funcional de la cultura, Buenos Aires, CEAL, 1992 (1º ed. 1960).
-RP: Radiografía de la pampa, (Edición crítica. Leo Pollman Coordinador), Buenos Ai-
res, Colección Archivos/FCE, 1993 (1º ed. 1933).
-HQ: El hermano Quiroga. Cartas de Quiroga a Martínez Estrada, Caracas, Biblioteca
Ayacucho, 1995 (1º ed. 1957).
-PA: Paganini, (Selección y ordenamiento por Mario A. Lancelotti), Rosario, Beatriz
Viterbo, 2001.
-FA: Filosofía del ajedrez, (Estudio preliminar de Teresa Alfieri), Buenos Aires, Bibliote-
ca Nacional, 2008.
A Vivi,
a mi mamá.
I. Un motivo (o advertencia). ¿Por qué leer aún a Ezequiel
Martínez Estrada?

“Si deseas escuchar a quien intuye la


verdad más alta, toda la vida es un suplicio”.
Séneca

“Los símbolos impresionan más la imaginación de las


multitudes, que las alegorías”.
Lucio V. Mansilla

Si no fuera del todo vano preceder al Pampero del tiempo que


arrastra y devora con avidez los yuyales de las palabras, aquí quisiéramos
arrimar algunas, un instante, para alegar una devoción, o cuando menos
no desmentirla. Tal si de hojarasca otoñal se tratase, mero cúmulo cru-
jiente antes de ser barrido, nos permitimos una confesión preliminar. Si-
quiera para expresar un estado de ánimo, una afección, un pathos. De un
modo de leer. Y entretanto –quizá-, circundar ciertos gestos –patéticos,
horrorizados, perplejos, ilusionados- de uno de los rostros imaginados
de la Argentina y de Nuestra América. Cuyas metonimias “la pampa” y
la “Isla de Utopía” –de la llanura rioplatense a la Cuba revolucionaria-,
sirven como pretexto para pensar al autor de sus figuraciones: Ezequiel
Martínez Estrada. Que valoramos como un modelo de ética intelectual,
o acaso confundimos con una de las formas posibles de la salvación pro-
fana1.
Es cierto que con Martínez Estrada hay una curvatura teológi-
co-política que no meramente incide, sino que templa la matriz escatoló-
gica de la pregunta por el desenlace del drama de redención de la nación.
En el umbral del portal secular de su ulterior firmamento temporal de es-
peranza -horizonte aureolar, esplendor altísimo-: la liberación latinoame-
ricana. En fin, promesas de modernidad y emancipación que entrevera-
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ron –a veces en promiscua confusión- los nombres de Sarmiento y Martí.
El problema es que las “buenas nuevas” de su discípulo del siglo XX
fueron pronunciadas bajo la forma del enigma, el jeroglífico, el acertijo y
el arcano. Delfos era su escritura, el versículo bíblico su proferición. Ante
las Esfinges de la Patria, Martínez Estrada fue tomado como el intérprete
mesiánico puesto a descifrar los oráculos de esa Pitonisa que se conoce
como el género “ensayo”. Ya se ha dicho, una forma de la prédica2.
Situados frente a una de sus firmas de autor, debemos ser más
precisos –sinceros-: ¿cómo administrar una herencia intelectual que se
nos presenta sin ningún pudor –viejo perro cínico- en forma de drama
cultural, moral de estilo y experiencia de destino, a la que es tan difícil
ponerse a la altura -de su cielo-? ¿Cómo avenirnos con una escucha pre-
sente de aquella escritura trágica y salvífica, cuyo eco redoblado de in-
culpación, sufrimiento y esclarecimiento de la conciencia práctica, tam-
poco quiere resignarse al silencio? ¿O es que no podemos contentarnos
ya siquiera con la emisión cenicienta –arcaico volcán dormido- de ciertas
alegorías –ya tenues fumarolas- que arden entre los restos secularizados
de una potencia de imaginación rebajada a ficcionalismo?
¿Qué aura profana subsiste en torno a un conjunto de textos –
para colmo argentinos- cuyo resplandor redentor se ha apagado y en-
friado, dejando expuesta apenas una costra semántico-epocal y discur-
sivo-archivológica? ¿Es que esa voz ya no nos puede hablar, y mucho
menos, avizorar y anunciar? ¿Cómo escuchar el rumor de fricción tec-
tónica que en su murmullo de ondas sísmicas, acaso irrumpa un día en
magmáticas bocanadas de aperturas inaugurales? ¿Cómo descifrar en la
letra del ensayo la escritura tectónica que no deja de tensionarse en los
planos de corteza profundos de la temporalidad humana, aunque confie-
mos –o debamos ganarnos el pan de cada día- desde suelos de discurso
y cuadrículas de terrenos epistémicos aun no fracturados y dislocados en
su latitud veritativa? ¿Cómo mirar hacia el fondo de esas fallas geológicas
que atraviesan con sus quebraduras existenciales, plegamientos poéticos
y deslizamientos de placa morales, a las políticas de la lengua pública, y a
la vez, no quedar ciegos para las semióticas de altitud –de los sermones de
las montañas o del silencio expectante de los cielos estrellados-?
Al parecer, aquél profeta ya no se dirige a nosotros desde la cum-
bre. Sin embargo aquí aún zozobramos, aproximados a la pendiente, sin

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mayores recaudos, sobre los filos de cornisa del artificio de efectos –del
dispositivo retórico- de Martínez Estrada. Y en ese vértigo, nos preci-
pitamos sobre su moralidad de la escritura libre, despeñándonos en su
ética de la crítica. En la que creemos. He ahí nuestra pobre fe laica ante
los escritos apocalípticos y sacramentales de Ezequiel Martínez Estrada3.
Al borde de una teodicea mínima -o devaluada, deflacionada- conferida
a una textualidad con elasticidad y adherencia de tela de araña –tejido
sígnico, pregnancia atrapante- cuya urdimbre figuracional, en su trastor-
nada metamorfosis de tropos, de prestidigitaciones hipnóticas devienen
centellas que chamuscan, y al fin tábanos que se posan en llagas. Aunque
el aguijón de la prosa ensayística, cuando nos pica, antes que hacer de re-
vulsivo, nos vuelve meditabundos. Y también errantes. Ante el orden de
palabras y cosas del mundo, irremediablemente afectado. Pero para de-
cirlo de otro modo, pasamos a la voz de un texto. A un ensayo argentino.

Entrar por Murena. Hebras de una mística profana

Leemos, no sin perturbadora fruición, en “El primado de lo


cotidiano”, de Héctor A. Murena –se sabe, autodeclarado discípulo de
Martínez Estrada-, dos pasajes que también guardan entre sí el centelleo
de un misterio a descifrar, el sino de una metáfora inescrutable que, sin
embargo, posee una familiaridad lejana e indefinida. Tras preguntarse
Murena si lo habitual, es decir lo cotidiano, posee un contenido místico
sagrado, contesta que místico-religioso no, aunque sí es una forma de
mística “que constituye justamente lo contrario de la mística ‘ortodoxa’,
una mística invertida, por así decirlo, una mística negra” (“El primado de
lo cotidiano”, en El nombre secreto, Caracas, Monte Ávila, 19694).
El párrafo final de aquel ensayo contiene a la vez una constata-
ción y una incógnita, cuando afirma que lo “cotidiano cumple la misión
de portar la luz a través del elemento adverso hasta lugar seguro: es índice
de la obstinación de la vida humana por continuar allende todo abismo”.
“Signo de la noche del espíritu, lo habitual es a la vez esperanza de que el
espíritu despierte y alumbre el cielo de una nueva aurora”, apuntaba por
último Murena. Nueva aurora: ¿pero qué halo contraído sombrea esta
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voz suplicante de espera? ¿Qué mañanas solicitaba su contrición noctám-
bula? ¿Qué mística negra o qué accesión oscura corresponde a los años en
que la ungida lectura de la obra de Ezequiel Martínez Estrada, envuelta
en el óleo ancestral de la noche, pudo ser una contenida plegaria profana,
y aún una musitada blasfemia? Pero no es cosa de exasperar la metafori-
zación del comienzo del siglo XXI en la Argentina -destemplado en unos
meses de verano invernal- ante textos del siglo XX que se deshacían en
hebras ante los ojos. Que se derretían en los anaqueles de las bibliotecas
públicas -como cera de velas- mientras el Estado que les dio nombre y
edificio se diseminaba entre los escombros de la administración territo-
rial, al calor de las calles multitudinarias en estado deliberativo. ¿Se eriza-
ba ya la piel de algunos, esperando una noche terrible de San Bartolomé,
mientras el pueblo del himno prendía fogatas en las esquinas y practicaba
saco ancestral en los grandes supermercados? Y claro: los caídos, los már-
tires, entre techos de comedores escolares y estaciones ferroviarias. Pero
todo ello ya estaba escrito: vaticinado, profetizado apocalípticamente.
La ecuanimidad amarga de la historiografía, y menos la pesadilla
de la historia, nos dan el gusto de desmentir las profecías de sus augures
fatalistas. Y sin embargo, tampoco están –ni como discurso narrativo ni
como facticidad temporal- en condiciones de abolir a priori el clarear de
los anhelos aurorales y las alboradas anticipatorias del Bien. Eso no se lo
permite ni la retórica –siquiera gramaticalmente- ni la política –siquiera
por conveniencia-. Pero los profanos que oran –o los lectores que apenas
levantan su vista de las páginas- ya es mucho con que puedan hacerse eco
un rato. De palabras que lleva el Pampero. Sean de amargos presagios o
de confiadas promesas. De modo que entre las herméticas, esotéricas y,
sin embargo, confiadas y venturosas palabras que aporta Murena, ¿qué
podemos esperar nosotros de un cúmulo de lecturas entregadas al flujo
afeccional de su propia fulguración sobre el trasfondo de penumbras de
“lo habitual”, que ni siquiera nos redime por el acto contingente y efíme-
ro de su apertura lectural? ¿Es ello demasiado poco? ¿Apenas vacilación,
debilidad, impureza, anarco-individualismo? Y sin embargo: esperanza.
Acaso un exceso. Que es un ensueño. En torno al aura de unos nombres.
Martínez Estrada, Murena5, y por suerte unos cuantos otros.
Porque aquello que nombramos la Argentina, y también Nuestra
América, nos lleva –nos conduce por ocultos pasadizos, ya sean sacras

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catacumbas o túneles de contrabandistas- a otros nombres secretos, ci-
fras de una patria innominada e ilegible. Aludidos como palimpsestos
en aquella “mística negra”, secularizada –en fin, sumida en la locura-, de
los textos de la nación imaginaria y anhelosa. Tal vez puramente onírica
–y delirante-, en efecto, pero no por ello menos sentida. Menos carnal.
Una mística nocturna y blasfema, una oscura fe laica injustificable –des-
fundamentada- aunque extrañamente cotidiana y acogedora que, cuando
se unge en la nominación de la patria debe recogerse, sino guarecerse y
apartarse. Una mística invertida, es cierto, pero desde donde leer poseídos,
quisiéramos decirlo así, por el daimon de Martínez Estrada6. Y ello para
poder profesar, quizá fatalmente, la afección de leer textos ensayísticos7.
Escritos –praxis de escritura- por Ezequiel Martínez Estrada.
Se trata, antes o después de sus signaturas teológico-políticas, de
una ética de la escritura. Esa misma que, tempranamente, Enrique Pezzo-
ni supo advertir en un Murena lector de Borges, en medio de su trama
martínez-estradiana8. Si en esa invocación de una moral sacramental-in-
tramundana y soteriológico-secularizada del texto -que evidentemente no
persigue acreditar un sistema crítico ni una competencia archivológica en
particular-, con todo, resuenan imaginariamente los ecos procedentes de
una rara y remota aurora que crepita desde el horizonte de las ensoña-
ciones libertarias continentales, hemisféricas, sureñas, leeríamos por algo
más que insistencias románticas, perseverancias de barroco americano y
“fugas esencialistas”, propias de intelectuales de una “modernidad de las
periferias”9. ¿O más bien se trata de una mueca de agonía y del ademán
de despedida que menos le conviene, frente a una “generación” que ya ni
parodia el hecho de que tampoco podrá escribir el Facundo10?
Pero el Facundo se tentó reescribir en el siglo XX, y fueron cuan-
do menos tres o cuatro títulos de Ezequiel Martínez Estrada. Como en
Sarmiento, algunos escritos de Martínez Estrada traían tempestades, vór-
tices y abismos en sus palabras. Que sin embargo soplaban sobre una pla-
nicie imaginaria que era también uno de los nombres toponímicos de la
tierra argentina y americana: “la pampa”. Pero no hay porqué escamotear
el hecho de que ante nuestra mirada lectora, el sedimento “telúrico” de
esa metáfora engullidora se abría más bien como un horizonte herme-
néutico de recepción y un suelo textual de lecturas. O al menos como
un espacio de citas. Por ello, en un comienzo, nuestra visita relectora fue

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concebida como una constelación de citas arbóreas que habrían de gravi-
tar alrededor de una primera cita germinal, perteneciente al Epílogo de la
segunda edición de Muerte y transfiguración de Martín Fierro (1958). Allí
se pueden leer estos fragmentos enunciativos sobre los que caemos con
nuestros cortes transversales, porque los vemos unidos –en su contigüi-
dad de paginación- fundamentalmente por el hilo invisible de la tragedia.
Lo primero e incitador: el problema de la frontera. Es que para
Martínez Estrada, el Martín Fierro “es una obra de fronteras”, y “no lo es
sólo por su ubicación geográfica e histórica, geopolítica o geohistórica”,
sino precisamente porque “en su lugar y tiempo, con todos sus elementos
ambientales”, constituye -como “toda la vida argentina”- una “frontera
de la inmigración”. O sea: la cuestión de la cultura argentina como expe-
riencia de frontera. Lo segundo y fundamental: que desde un punto de
vista antropológico-filosófico, para Martínez Estrada, si el ser humano
se comprende “por su posición en el mundo”, lo mismo acontece con
“su destino específico”. Por ello investiga en el Martín Fierro un “destino
del hombre en el cosmos”. Con lo cual opera una doble traducción: la
de Max Scheller –antropología alemana en las pampas-, y la del letrado
culto que escribe la gauchesca. Ya que si bien “la traducción es un índice
de universalidad”, “Hernández es argentino, y aunque hubiera escrito en
otro idioma, seguiría siéndolo hasta el tuétano”. Por ello, una parte del
poema gauchesco “es exclusivamente comprensible para el individuo que
pertenece a una sociedad, a una agrupación que comparte la existencia y
sus vicisitudes en su medio biológico”. Segundo, pues, la relación entre
ámbito y destino: pues en Martín Fierro –como en Hudson- no hay re-
ferencia ostensible ni representación denotativa, sino que puramente “la
pampa está ahí” (MTMM II, pp. 439 y ss).
Una excursión lectural que no se limite a hacer intervenir una
decodicifación teórica con su régimen de veridicción perpendicular, tam-
bién puede experimentar el Angst de la llanura que produjo en Ezequiel
Martínez Estrada el suplicio de las alegorías11. Sentir, en el cuerpo de la
escritura, una penitencia –una transferencia de culpas, cargos y responsa-
bilidades- debida a la revelación del secreto y del mal. A Martínez Estrada
–y es lo que nos interesa- dicho tormento se le suministró en forma de
punición sintomática y patología de expiación cultural. Se sabe: le carco-
mió la piel, lo privó de acceder a la cultura académica. Provocándole un

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exilio institucional y luego clínico, que demudó en los rechazos, interdic-
ciones y distanciamientos frente a su obra, migrando luego a los intrinca-
dos laberintos de la memoria cultural argentina. No obstante para dar fin
–o darle el alta- a su penuria de dolor moral, se suscitaron vindicaciones,
celebraciones, apologías y devociones de su herencia. Sus lectores –como
suele decirse- son legión, y desde hace tiempo12. Ese periplo de las re-
cepciones no ha cesado. Menos habríamos de desmentir en Ezequiel
Martínez Estrada que la llanura, su realidad geográfica circundante y su
matriz telúrica fundamental -nominada ya como “la pampa”-, coincide
en nosotros como locus fáctico de habitación humana y como obsesión
intelectual, y por cierto, retórica. Nombrada no sin temor, y acaso con
–oscuro- horror teológico y político. Pues la conmoción que provocó en
nosotros la invocación de la soledad de la llanura al momento de hacerse
Martínez Estrada una pregunta que se diría traíamos de nacimiento, nos
cernió ante aquél “vértigo horizontal”13 de la pampa, como alguna vez
dijo Drieu La Rochelle, y comentó críticamente Juan José Saer. Nos
abismó en su metáfora, en el mareo de su aceleración sintáctica.
Lo cierto es que a nosotros tampoco ya nos invade del mismo
modo esa sensación enigmática de la llanura pampeana que el ensayismo
del siglo XX nombraba tan gravemente. Más bien la pampa se nos abre
a un vértigo de dimensiones semánticamente desplazadas: en principio,
como la llanura predicativa de una prosa intelectual. Que nos provoca un
vértigo semántico. Es que entre las filigranas y filaturas de la imaginación
letrada de la nación, los que pertenecen a la pampa alegorizaron sus más
abismados horizontes. Si acaso pueda pensarse la patria escrita en otro
sentido que el que marca el semblante indignado que deja en aquél que
ve su máscara caída, o arrancada. Mostrándose airados y ofendidos ante
su pobre ademán salvífico-profano. Y dictarle condena, desde el tribunal
de un discurso teórico entre otros. Por ejemplo, decirle: fábula en vez de
fundación. Punición en vez de epifanía. No anhelo: mero texto. No ho-
rizonte de promesa: apenas dominación y regulación de la vida. Tal vez.
Pero si la verdad –fenomenología de inversiones integradas ascendentes-
está a lo último; o solo es su propio estar-en-camino abriéndose al claro
del abismo del ser; o bien es un flujo de signos contingentes agrupados al
arbitrio de un constructo histórico de poder, empero, el ensayo no tiene
redención. Su régimen retórico-vertitativo no puede conjurar su forma

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de calvario y expiación, pues su clinamen14 respecto de la trayectoria de
toda argumentación lo condena a portar, como una cruz sangrante, su
desvío epistémico y genológico ingobernable.
El ensayo como errancia de las metamorfosis textuales y turbulen-
cia caudalosa de los flujos de saber, empero, se inmiscuyó en el mundo.
Hasta que se implicó en los cuerpos. Topándolos, tocándolos, siquiera
rozándolos. Entonces los escritos de Martínez Estrada fueron suplicia-
dos. Pero es un efecto analógico, un rebote por los contrafrentes, pues
ellos mismos eran refinados instrumentos de flagelación. O raspaduras de
dinamita nietzscheana. Quemazones lectoras de un escritor trágico y no
sólo maldito. Chisporroteos de pasiones desmesuradas: incendiarias. De la
llanura alegórica, penitente y profética de un pensador sofócleo. Hogueras
de la pampa purificadoras, fogaratas lugonianas de la palabra. Ensayista
en su ley secularizada: herético. Y siempre trágico15. ¿Será la misma llanura
-que Martínez Estrada habitara hasta la minuciosidad de devenir un mal
empresario rural- la que por fin vendrá a desmentir esto?

Géneros de discusión, líricas de rebeldía, éticas de la crítica

“Hice un análisis de toda la obra de Martínez Estra-


da para ver qué había en ella de rescatable. No hay
casi nada”.
Gino Germani.

“…las ínfulas y el parloteo repulsivo propios del


pedantismo del autodidacto Martínez Estrada…”.
Carlos Correas.

En eso estábamos, se diría que absortos, cuando pareció arrasar-


nos un huracán de malos augurios y graves denuncias que, sin embargo,
ya no provenían de los sermones de los profetas profanos. Extinguidas las
fogatas nocturnas del pathos barroco-iluminista-romántico16 con la perti-
naz llovizna helada de la crítica histórica o teórica, despertamos entume-
cidos y ateridos a la vera de sus cenizas, dispuestos a oír las viejas y nuevas
20
verdades. De antes, acerca del intuicionismo del autodicato. Más acá, so-
bre ese montaje de ficciones de legitimación cuya invención táctica tam-
bién se nominó “ensayo”17. Juicios que en muchos casos dictaminaban
des-leer otra vez aquellos textos, ya largamente declarados ilegibles e in-
audibles. Esas impugnaciones tenían a sus espaldas una efusiva tradición
querellante –una discusión no sólo argentina-, aplicada bajo tormentos
de policía intelectual. Para hacerlo confesar y asumir sus cargos: novele-
ro, difamador, elitista, reaccionario, simulador, autodidacto, neurótico,
resentido, etc. El suplicio de las alegorías se le aplicó en los términos –tan
argentinos- de una “lengua del ultraje” que supo clavar en el madero
del patíbulo su “arte de injuriar”18. Y sin embargo, esas inteligencias con
picadura de tarántula, nos dejan con las manos vacías (si solicitáramos
algo más que subversiones del canon e inmoralismos transvaloradores).
¿Qué nos ha quedado de esa contrición que Martínez Estrada calara hasta
el hueso, y que al parecer debe cargar, siempre, con la cruz de la culpa?
¿Qué hacer con sus profetismos seculares y sus salmos profanos, más allá
de venir a repudiarlos, disolverlos, clausurarlos o inventariarlos? ¿Qué
hacer con ese suplicio cultural que también se denomina ensayo? ¿Qué
hacer con el clinamen de su “tensión barroca” 19? ¿Qué hacer con aquél
“suelo ético” de un “género culpable20” cuyo “arte de discutir” se retuerce
barrocamente en su perseverante “atravesamiento” de saberes y debates21?
¿Qué hacer con su “patria fundada en la escritura”22? ¿Qué hacer con los
escritos del patriota de amor amargo23 Martínez Estrada?
Conmovernos, ensoñarnos. ¿Sería ello conformarse con dema-
siado poco? Es cierto que al albergarnos en el recinto significante de “la
pampa”, y dejarnos afectar por su retórica de la conmoción ética, tal vez
debimos callar. Temblar y ocultarnos, como ciervos en el bosque, al decir
de Nietzsche. Para sólo salir si se estuviese dispuesto a pronunciar las
palabras esperadas. De condena y despedida, de destitución e inhabili-
tación. Desmontarlo por medio de jergas disolventes, o silenciarlo entre
estridencias cultistas. Liquidación por conjuración. Pero si el género en-
sayo -que no tiene más remedio que depender de los instantes de ilumi-
nación de sus propios relámpagos, o del fuego residual que deja su rayo
fulminante-, al cabo no se extingue como un humo de hoguera o un
despojo de cenizas, en sus restos de brasas blancas alguien podrá acercarse
–todavía- a calentarse las manos. Ciertas páginas de Martínez Estrada así

21
asisten en el invierno o en el baldío. Leer a Martínez Estrada tiritando en
la intemperie. De la época. Y sin embargo, secretamente –inconfesable-
mente, barrocamente24- esperanzados en la llegada de la aurora.
Dicho con parquedad acaso necesaria: el corpus ensayístico de
Martínez Estrada encarna el drama vital de una ética curativa de la libe-
ración cultural que aún puede ser leída como modelo de resistencia inte-
lectual y paradigma de moral crítica. Su clinamen tensional de escritura,
propia del torbellino semántico procedente del “barroco rioplatense” del
que formó parte, podría ser leído, también, a la luz del ideal normativo de
una praxis textual de la responsabilidad solidaria, ejercida en el contex-
to ominoso de una edad de globalización, exclusión y neocolonialismo.
Dicho así, con dureza, para señalar coordenadas mínimas de una ética de
la crítica. Si es que todavía atravesamos los meandros de un género de
discusión que utopiza su lírica social de emancipación. Desembocaduras
de una retórica libertaria que dramatiza –representa, escenifica, teatra-
liza- desde su subjetividad rebelde, la anomalía desaforada de nuestra
modernidad periférica. De nuestro clinamen de escritura en los márge-
nes. Torbellino barroco lanzado desde la turbulencia -del río sin orillas
cultural- de las periferias de occidente. Inclinaciones artístico-políticas al
Sur, o desvíos incurables del alma.

Pero también Sarmiento

Claro que están las sombras terribles. Aun cuando la del propio
Martínez Estrada cuente ya como un pliegue más de ellas. Varios son
los motivos. Por ejemplo, que la retórica teológico-política tragicista de
Martínez Estrada ponga en escena el estado de agitación cultural y des-
asosiego moral de un escritor público trastornado entre el anarco-indivi-
dualismo que motivó su moral cívico-libertaria, así como, del el nacio-
nalismo culturalista que estructuró en lo profundo su proyecto cultural
emancipatorio. Y que ante el fracaso –o si se quiere, por hallarse ajeno
al público de masas y a la cultura universitaria por igual-, sintió padecer
un calvario ético. Hemos querido tomar nota de esa “anomalía”, que por
cierto se corresponde también con la condición del intelectual latinoa-
22
mericano del siglo XX, y su archivo textual de época25. Pero con Martínez
Estrada siempre hay algo más. Decíamos, hay su drama americano26, su
reflexión líricamente vivida27, su pragmática de la culpa28, su patriotismo
intelectual29. Hay su pensar encarnado, que toma a su cargo el drama de
su humanidad concreta: argentina, latinoamericana, sureña. Pues no se
habría de insistir lo suficiente en que Martínez Estrada se sintió vitalmen-
te responsable ante el “drama de redención” de la Argentina y de Nuestra
América. Y claro, sus metonimias corporales: Sarmiento y Martí. Pero
el nombre “Sarmiento” no se puede deslizar así como así, nombrándolo
al pasar. Sarmiento fue la sombra terrible de Don Ezequiel. Entre otras
cuestiones, porque Radiografía de la pampa es el drama no conjurado de
la legibilidad trágica de la historia nacional que tomó a su cargo el Facun-
do, todavía por su anverso utópico30.
Este Sarmiento del siglo XX31 -que también se hace portador de
su energía teológico-política misional en su propio léxico de salvación
secularizada32, así como, de su “carisma de iluminación” racionalizado/
intelectualizado33-, se siente ahora responsable por su condición civil en
un contexto de desfiguración existencial de la experiencia individual en
la gran urbe, de opresión neocolonial de las naciones latinoamericanas,
y de estado de minoría de edad de la cultura de las élites letradas argen-
tinas. Pero su amargura de desciframiento se conduce por la intuición
anticipatoria de una vida reconciliada en la verdad, el bien y la belleza.
Pues la intensidad dramática de su conciencia desdichada es correlativa
a la realidad “meramente utópica” de esa idealidad moral trascendental.
Su ensayismo trágico y sus alegorías diagnósticas activan el es-
cándalo contrafáctico de un horizonte regulativo último de solidaridad,
dignidad y justicia. De redención de una humanidad envilecida, desga-
rrada y cosificada. Su ética libertaria anticipa un proyecto de “vida bue-
na” realizable en América Latina, del cual el “ensayo caracterológico” es
sólo su vector retórico en la escena pública. Su escritura es su experiencia
misma del drama vital americano y sureño, metida en la piel, aun hemo-
rrágica. Y si su efectuación de purgación patética fue numerosamente
definida como una conmoción catártico-terapéutica de intención ética,
es porque la alegoresis trágica exige una auto-clarificación de la concien-
cia práctico-moral del sujeto de lectura. En ello estriba su “agonismo”
sarmientino34. El resto son las formas del análisis del discurso, el ajuste

23
de cuentas ideológico, y con mucha suerte, algunos desagravios eruditos.
Ya se sabe, en eso estamos. Pero aún quedan los textos, entre las ruinas35.
Pampeanas.
Lo cierto es que la lectura de Martínez Estrada ha sido un cami-
no harto recorrido y cartografiado36. Pero nada excluye que su excursión
nos transforme en su conjuro. Nos transfigure. Pues su llanura de zarzas,
a ciertos lectores, nos ha resultado una enfermedad, un asilo y un hos-
picio. Y un laberinto de espejos, sin pretender incurrir con esta imagen
en borgismo alguno. Ello nos produce una pulsión de fuga, debido a un
sentimiento de persecución y de asedio fantasmal. Que es también una
de las maneras de escribir, claro. Escribir sobre Ezequiel Martínez Estra-
da, y sobre la cultura intelectual argentina y latinoamericana. Peor aun
cuando la trasposición teológico-política secularizante del día escatológi-
co del Juicio Final y el advenimiento del Reino de Dios como un tiempo
liberado en-la-Tierra, sea un mito de la moderna filosofía de la historia.
Empero, quizá ello no exime al ensayismo -como a ninguna forma del sa-
ber- de rendir cuentas ante los hombres y las mujeres –o ante sus hijos-,
alguna mañana de estas, cuando haya asomado, no ya un alba revolucio-
naria, sino apenas un tiempo más sereno y menos inicuo. Y ante ello, la
suerte individual del pensador en su experiencia contemporánea, es lo de
menos. ¿Será la llanura fatídica la que finalmente venga a desmentirnos?
En la presente década se asiste a un renacimiento fervoroso de
los estudios martínez-estradianos. ¿Se trataría, al decir del poeta y ensa-
yista cubano Roberto Fernández Retamar, de un renovado “fervor de la
Argentina”? Pero también por –la utopía de- Nuestra América. Desde
ese horizonte, con suerte, nuestro escrito podría verse como un aporte
en forma de afluente a ese curso principal, donde desembocaría con su
irregular flujo de arroyo pampeano. No obstante, todo el tiempo que
dure su discurrir nos preguntaremos, entre sus meandros y embocaduras,
si ha de seguir en pie, a través de los sucesivos horizontes que atraviesa
a su paso por los distintos suelos de escritura, el murmullo no del todo
intermitido de un dramático llamamiento ético-libertario por el destino
de la Argentina y de la América Latina. Y si al prestarle oídos a su poli-
fonía coral, también pudiéramos sentir en los pies el fluir de la corriente
que surge de ese profundo acuífero que es el género ensayo -donde la
agonística del conocimiento se aloja por desolación o descuido-, cuando

24
menos celebraremos que nuestros pasos no crujan sobre un lecho reseco,
y que todavía podamos beber algo de sus fuentes. Aun cuando algunos,
con toda sinceridad, nos adviertan que calmaríamos la sed con veneno, y
que insistir en todo eso del ensayo y de Martínez Estrada, de la ética de
la discusión de la nación y la liberación latinoamericana, en fin, es una
“rebelión inútil”.

25
Notas

1 “No echéis de vuestra casa al mendigo –exhorta Ezequiel Martínez Estrada- que
os pide hospitalidad: puede ser Dios. Esto lo sabían ya los griegos y lo hemos olvidado”.
“Tengo la fuerza y la pongo al servicio de mi pueblo porque a él se la debo. Hablo con
divinidad y sin altivez, para que me óigase en vez de oír a tanto cortesano áulico cómo
os halaga. Os repito: estáis equivocados”. “Volved al pueblo que no os tiene rencor
pero que puede llegar a aborreceros y, lo que es peor, a despreciaros. Salvadlo, ayudadlo,
servidlo. No sólo tenemos que hacer una nueva y gloriosa nación sino un pueblo justo
y fuerte” (“Nueva epístola a los romanos”, en EX, p. 9).
2 Pues ni siquiera György Lukács dejó de designar al ensayo como “un Bautista
que marcha a predicar en el desierto”. Cfr. Lukács, Georg, “Sobre la esencia y forma
del ensayo. (Carta a Leo Popper)”, en El Alma y las formas, Barcelona, Grijalbo, 1985.
3 En su declaración de propósitos justificatoria de por qué elegir fervorosamente a
Martínez Estrada y a Radiografía de la pampa como objeto de estudio, la especialista
Teresa Alfieri manifiesta con pasión y erudición que, si bien Martínez Estrada “fue un
inconformista”, al mismo tiempo “asumió su vocación intelectual no sólo como un
deber moral sino como quien recibe un don trascendente o un sacramento de orden
sagrado”. Alfieri, Teresa, La Argentina de Ezequiel Martínez Estrada, Buenos Aires, Le-
viatán, 2004, p. 14.
4 Murena, Héctor A., “El primado de lo cotidiano”, en El nombre secreto, Caracas,
Monte Ávila, 1969.
5 La obra de Martínez Estrada, asevera Murena, es de índole ontológico-profética,
puesto que atañe a la instancia del ser como un problema de vida o muerte, asumiendo
la deuda radical que hay que saldar antes de acceder a la universalidad del espíritu. Adu-
ce que “la obra de Martínez Estrada, tanto por el sentimiento como por el entendimien-
to, es de naturaleza profética”, en tanto, viene a “anunciar con anatemas el advenimiento
de un orden superior”, a saber, “la entrada de América al orden humano, la aparición
de la conciencia, del espíritu capaz de asegurar una vida plena”. Y de lo que “Martínez
Estrada se vale para anunciarlo es del anatema, de la inculpación, de la descripción del
pecado que nos aparta de ese orden superior, de la denuncia de la enfermedad que nos
aleja de la salud, de la salvación”. Murena, Héctor Álvarez, “La lección a los desposeí-
dos: Martínez Estrada”, en El pecado original de América, Buenos Aires, Sur, 1954, p.
125. Es oportuno el parecer de Christian Ferrer cuando afirma que en verdad “Murena
no es un continuador de Martínez Estrada sino una suerte de lector autárquico de sus
obras”, y que su especificidad reside en que “Murena comprendió y aceptó el abismo
que la obra de Martínez Estrada abrió con respecto a todo lo anterior a él”. Ferrer,
Christian, “La purga de la mente”, en Viñas, David (dir.), Guillermo Korn (comp.),
Literatura argentina siglo XX. El peronismo clásico (1945-1955), Tomo 4, Buenos Aires,
Paradiso-Fundación Crónica General, 2007, p. 260. Por su parte, Juan José Sebreli
recuerda que para los escritores de su generación, enrolados en la literatura entonces
llamada “comprometida” y obsesionados por la angustia existencial y por la vinculación

26
entre cultura y sociedad, Borges les resultaba ajeno. “Descubríamos, en cambio, al hoy
olvidado Martínez Estrada”, confiesa Sebreli con algo de exageración o de culpa. Dice
haber descubierto a Martínez Estrada, junto a sus secuaces, “a través de H. A. Murena,
quien lo proponía como maestro, en tanto, condenaba a Borges por haber cumplido
un papel sólo destructivo”. Sebreli, Juan José, “Borges, el nihilismo débil” (1996), en
Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades. 1950-1997, Buenos Aires, Sudamericana,
1997, p. 482.
6 Homero Guglielmini advertía que detrás “de las páginas de Martínez Estrada hay
como agazapado y en constante acecho un pequeño daimon, un geniecillo maligno y
negador”. Guglielmini, Homero, “Dos interpretaciones de la Pampa”, en Sexto Conti-
nente. Revista de Cultura para América Latina, Buenos Aires, Nº 1, 1949, p. 51. Como
antes Homero Guglielmini, Enrique Anderson Imbert ve que a Martínez Estrada un
“demonio -pariente del daimon socrático, aunque más agónico-, se le había trepado a la
conciencia”, con “trágica ansia de perdurar”, y que “desde allí dio zarpazos al mundo,
en libros posteriores”. Anderson Imbert, Enrique, Historia de la literatura hispanoa-
mericana. II. Época Contemporánea, México, FCE, 1987 (1º ed.: 1961), p. 133. Más
tarde Christian Ferrer insistirá que “Ezequiel Martínez Estrada estaba poseído por un
demonio amargo”. Ferrer, Christian, “Soriasis y Nación. Técnica y sintomatología”, en
Artefacto, Buenos Aires, Eudeba, Nº 3, 1999, p. 178.
7 Queremos decir, asumiendo muy ampliamente la noción de “texto” y de “proble-
ma del texto” en el sentido antropológico-semiótico general que enseñara Bajtín que
el “hombre en su especificidad humana siempre se está se expresando (hablando), es
decir, está creando texto (aunque sea éste un texto en potencia)”, aunque un “acto hu-
mano es un texto en potencia y puede ser comprendido (como acto humano, no como
acción física) tan sólo dentro del contexto dialógico de su tiempo (como réplica, como
postura llena de sentido, como sistema de motivos)”. Bajtín, M. M., “El problema del
texto en la lingüística, la filología y otras ciencias humanas. Ensayo de análisis filosófi-
co”, en Estética de la creación verbal, México, Siglo XXI, 1982, p. 298. Roland Barthes
considera que el “texto, en el sentido moderno, actual, se distingue fundamentalmente
de la obra literaria porque: no es un producto estético, es una práctica significante; no
es una estructura, es una estructuración; no es un objeto, es un trabajo y un juego; no
es un conjunto de signos cerrados, dotado de un sentido que se trataría de encontrar,
es un volumen de huellas en trance de desplazamiento”. Barthes, Roland, La aventura
semiológica, Barcelona, Paidós, 1993, pp. 12-13. Aun en un nivel mayor de abstracción
formal, podemos aceptar la posición de Teun Van Dijk, según la cual, “texto” designa
la “construcción teórica abstracta que subyace a lo que normalmente se llama un dis-
curso”. Las “expresiones a las que puede asignarse estructura textual son, pues, discursos
aceptables de la lengua –en este nivel de la explicación de la aceptabilidad, esto es, están
bien formados y son interpretables”. Van Dijk, Teun A., Texto y contexto. Semántica y
pragmática del discurso, Madrid, Cátedra, 1980, p. 32.
En cualquier caso, convicciones hermenéuticas de fondo nos llevan coincidir con la
concepción de Paul Ricoeur, entre otras razones, porque acepta pensar “el enigma del
texto”. Ricoeur considera que el “texto, como individuo, puede ser considerado desde
diferentes aspectos”, por ejemplo, al “igual que un cubo, o un volumen en el espacio, el
27
texto presenta un relieve”, pues si sus “distintos temas no están todos a la misma altura”,
la “reconstrucción del todo presenta un aspecto perspectivista similar de la percepción”.
Por ello estima “posible vincular la misma oración en formas diferentes a esta o aquella
oración, considerada como la piedra angular del texto”. Del mismo modo, en “el acto
de la lectura está implícito un tipo específico de parcialidad, y esta parcialidad confirma
el carácter conjetural de la interpretación”. Así, “existe un problema de interpretación,
no tanto a causa de la incomunicabilidad de la experiencia psíquica del autor, sino por la
naturaleza misma de la intención verbal del texto”, pues esta “intención es algo distinto
de la suma de los significados individuales de las oraciones individuales”. En conse-
cuencia, para Ricoeur un “texto es algo más que una secuencia lineal de oraciones; es un
proceso acumulativo y holístico”, donde la “estructura específica del texto no puede ser
derivada de la de la oración”. Aquí “la plurivocidad que se atribuye a los textos como
tales es algo diferente de la polisemia de las palabras individuales y de la ambigüedad de
las oraciones individuales en el lenguaje ordinario”, pues esta “plurivocidad es típica del
texto considerado como totalidad; abre una pluralidad de lectura y de interpretación”.
Ricoeur, Paul, “El modelo del texto: la acción significativa considerada como un texto”,
en Hermenéutica y Acción. De la Hermenéutica del Texto a la Hermenéutica de la Acción,
Buenos Aires, Prometeo-UCA, 2008, p. 72.
Y por textos ensayísticos referir cuanto menos, aquella clase de textos que auto-te-
matizan el problema metalingüístico de su propio modo de decir la lengua, esto es
–como acota Horacio González-, “no escribir sobre ningún problema, si ese escribir no
se constituye también en problema”. González, Horacio, “Elogio del ensayo”, en Babel,
Buenos Aires, Nº 18, 1990, p. 29. En la misma línea, si escribir –como señala Noé Ji-
trik- es una actividad práctica que posee su propia especificidad, más todavía en el caso
de Martínez Estrada se cumple la posibilidad del “pedido o la exigencia: una voz exterior,
nutrida de fuerza social, indica el camino: la retórica, en este caso, se pliega al sentido
que socialmente se impone al acto de escribir”. Jitrik, Noé, “El ‘objeto’ escritura”, en Los
grados de la escritura, Buenos Aires, Manantial, 2000, p. 34.
8 “Párrafos felices desde el punto de vista de Murena: la justificación ética de la li-
teratura de Borges”, reseña su contemporáneo Enrique Pezzoni, para quien “no hay en
Murena un lastre impuro de moralismo”, pues si la mejor parte “de la crítica literaria
investiga las obras como frutos de un proceso mediante el cual el artista logra objetivar
su sentir, su concepción del mundo, su intención creadora, utilizando un material al
que debe atenerse: el lenguaje”, el caso es que “Murena se despreocupa de esa conexión
íntima entre el sentimiento creador y su recurso expresivo para concentrar su interés
en aprobar o repudiar el sentir primario del artista, que ha de ingresar al mundo obje-
tivamente configurado”. Pezzoni, Enrique, “Aproximación al último libro de Borges”
(1952), en El texto y sus voces, (Prólogo de Luis Chitarroni), Buenos Aires, Eterna Ca-
dencia, 2009 (1° ed. 1986), p. 47. Por lo demás, esa pulsión ética atravesaba toda la ge-
neración de Murena. Rodolfo Borello ha afirmado que para “todos los que colaboraron
en las revistas Centro, Contorno, Ciudad y aun para otros intelectuales de generaciones
posteriores, los valores fundamentales de la obra de Martínez Estrada fueron su lucidez
y su sentido ético”. Borello, Rodolfo A., “Radiografía de la pampa y las generaciones de
1925 y de 1950. Interpretaciones y discípulos”, en Pollman, Leo (coord.), Martínez Es-
28
trada, E., Radiografía de la Pampa, (Edición Crítica), Buenos Aires, Colección Archivos/
FCE, 1993, p. 441.
9 ¿Sería el “ensayo de interpretación” apenas el subproducto de género que asiste
una representación de las historias nacionales como figuras ontológicas demasiado ex-
puestas a la gramática cultural de una modernidad periférica, tanto como excesivamente
próximas de sus mitos de origen? Beatriz Sarlo explica que la “formación cultural y
social argentina es un simulacro en sentido doble: di-simulación de un mundo que es
Naturaleza y por lo tanto vacío anti-cultural; y simulación de una cultura que sólo ad-
hiere a la superficie pampeana sin penetrarla”, con lo que “la pampa opone una versión
instantaneísta de la sociedad y la cultura, como construcciones edificadas demasiado
rápidamente, impostaciones artificiosas depositadas sobre la superficie impermeable de
la realidad americana”. Para Beatriz Sarlo, pues, “queda la pregunta acerca de cómo
esta ‘epistemología radiográfica’ se maneja con figuras (el simulacro y la máscara) que
se convierten en clave explicativa del ser argentino y sus manifestaciones”, a pesar de su
“fuga esencialista y pesimista tiene que ver con la situación de intelectuales separados de
una política que condenan”, y de que su libro sea “un intento, de antemano destinado al
fracaso, de alertar a esa misma sociedad sobre sus males”. Sarlo, Beatriz, “Una forma del
problema argentino”, en Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos
Aires, Nueva Visión, 1988, p. 223 y ss.
10 En el sentido en que ya es comprensible y no necesariamente desfavorable el
balance de época que traza De Diego. Cfr. De Diego, José Luis, ¿Quién de nosotros escri-
birá el Facundo? Intelectuales y escritores en Argentina (1970-1986), La Plata, Ediciones
Al Margen, 2003.
11 La conocida tesis de Fredric Jameson acerca de que toda la literatura del “tercer
mundo” es una alegoría de la nación, no nos parece –a diferencia de Eduardo Grü-
ner- que debiéramos despacharla por su excesiva generalidad y supuesta inaplicabilidad
puntual. Veamos brevemente la crítica de Grüner, y luego examinemos, con similar
prontitud, el argumento básico de Jameson, de cuya hipótesis cultural acusamos recibo
muy íntimamente. Según Grüner, “hay al menos un sentido en el que Jameson –si lo
hemos entendido bien- utiliza el concepto de alegoría, que quizá ayude a entender el
estatuto de la ficción latinoamericana (o ‘periférica’ en general): es el que le da Walter
Benjamin en su clásico texto sobre el drama barroco, donde la operación alegórica no
consiste en una traducción mecánica, término a término, de una serie de símbolos de
significación ‘esencialista’, prefijada de una vez para siempre y de contenido semántico
universal”, sino que “justamente, opone su concepto de alegoría al concepto canónico
de ‘símbolo’, al decir que el ‘alegorista’, en su propia praxis, transforma en ruinas los
congelados sentidos previos, y se comporta como un arqueólogo ‘creativo’ que construye
un sentido nuevo –o, mejor aún: que señala la necesidad de esa construcción- para su so-
ciedad, en lugar de buscar una ‘esencia’ eterna y ya consolidada”. Es “este el movimiento
alegórico que corresponde a sociedades como las nuestras, a las que la colonización –y su
continuidad proyectada en el presente- hizo perder su sentido originario, impidiendo al
mismo tiempo la construcción de uno nuevo, que ahora es necesario reconstruir, inclu-
so inventar, sobre el vacío de esa ausencia”. Estas estrategias de alegoresis se transforman
en “intepretantes relativamente ‘universales’ de toda la situación histórico-cultural de las
29
sociedades basadas en la esclavitud afroamericana”, y “cumplen la función de hipótesis
ficcionales para ‘interpretar’ la historia del Caribe y, más aun, extenderla a toda América
Latina y a una suerte de teoría condensada del colonialismo y la dominación imperial”.
Grüner, Eduardo, “Ausencias posibles, presencias imposibles. ‘Africanía’ y complejidad
transcultural en Fernando Ortiz, Gilberto Freyre y Roberto Fernández Retamar (prime-
ra parte)”, en Eduardo Grüner (coord.), Nuestra América y el Pensar Crítico. Fragmentos
de Pensamiento Crítico de Latinoamérica y el Caribe, Buenos Aires, CLACSO, 2011, p.
pp. 304-305.
El caso es que Grüner ya había objetado que Jameson, con su hipótesis de la lite-
ratura periférica como alegoresis de la nación, “quiere absolutizar ese lugar del Otro,
postulando que toda literatura del Tercer Mundo no es otra cosa que la construcción
textual de la ‘alegoría nacional’ y la búsqueda de la identidad perdida a manos del impe-
rialismo y el colonialismo”. Grüner, sin embargo, se siente ofendido y lo acusa Jameson
de que “es un flaco favor el que así nos hace, pasando un rasero igualador por nuestros
conflictivos lindes y por esos, nuestros, malentendidos originarios”, distorsionando así
“la visión del campo de batalla cultural que constituye la literatura latinoamericana”.
Grüner aduce en contra de Jameson que “no hay tal cosa como la literatura del Tercer
Mundo; no hay tal cosa como la literatura latinoamericana; no hay ni siquiera tal cosa
como la literatura argentina, cubana o mexicana”. Empero, Grüner no quiere negar
“la fuerte presencia de una suerte de ‘alegoría nacional’ en las obras de Marechal, de
Martínez Estrada, o más atrás, de Sarmiento o Echeverría”, pero sí cree que “habría
que hacer un esfuerzo ímprobo para encontrarla tal cual (quiero decir: sin un enorme
esfuerzo hermenéutico, deconstructivo o lo que fuere) en Macedonio Fernández, en
Bioy Casares, en Silvina Ocampo, o aun en el propio Borges, que siendo un escritor
mucho más ‘nacional’ de lo que la crítica suele advertir, concebía a la Argentina más
bien al revés, como una alegoría del mundo”. De modo que “las literaturas de alegoría
nacional, de todos modos no son leídas ni producidas de la misma manera por aquellos
para quienes la ‘Nación’ es un mero coto de caza y depredación, que por aquellos para
quienes es un dolor interminable e insoportable, una ‘pesadilla de la que no se puede
despertar’, como decía el propio Joyce acerca de la Historia”, y “no hay ‘estudio cultural’
ni ‘poscolonial’ que pueda hacerse cargo de eso, que pueda integrar al texto de la teoría
ese plus de horror indecible que sostiene nuestra Historia”. Grüner, Eduardo, El fin de
las pequeñas historias. De los estudios culturales al retorno (imposible) de lo trágico, Buenos
Aires, Paidós, 2002, p. 270.
Nosotros coincidimos plenamente con Grüner en cuanto a que a Martínez Estrada
se aplica la tesis de la “alegoría nacional”. Y que ésta porta consigo precisamente su ho-
rror y su calvario. Pero entonces no es tan claro que no debamos agradecerle a Jameson
su hipótesis. Ésta es resumida por el propio Jameson así: “Todos los textos del Tercer
Mundo, quiero proponer, son necesariamente alegóricos y de un modo muy especí-
fico: deben leerse como lo que llamaré alegorías nacionales, incluso –o tal vez debería
decir particularmente- cuando sus formas se desarrollan al margen de los mecanismos
de representación occidentales predominantes”. “Aunque podamos retener, por con-
veniencia y para fines analíticos, categorías como lo subjetivo, lo público o lo político,
sostendré que las relaciones que se dan entre ellas son completamente diferentes en la
30
cultura del Tercer Mundo. Estos textos, incluso los que parecen privados e investidos de
una dinámica propiamente libidinal, proyectan necesariamente una dimensión política
bajo la forma de la alegoría nacional: la historia de un destino individual y privado es
siempre una alegoría de la situación conflictiva de la cultura y la sociedad públicas del Tercer
Mundo. ¿Debo agregar que esta proporción diferente entre lo político y lo personal es
lo que, en una primera aproximación, nos vuelve ajenos estos textos y, en consecuencia,
resistentes a los hábitos convencionales de lectura occidental?”. Jameson, Fredric, “La
literatura del Tercer Mundo en la era del capitalismo multinacional”, en Revista de Hu-
manidades, Santiago de Chile, N° 23, junio de 2011, pp. 170-171.
En suma, no es ilegítimo que Grüner se sienta simplificado por Jameson, ciertamen-
te, pero nos resulta muy difícil –incluso por la propia exégesis de Grüner- no recono-
cerle al crítico norteamericano su esclarecedora tesis. Es que para nosotros el problema
no es retórico, sino ontológico. No son las alegorías el tema a dilucidar, sino por qué
esa facticidad existencial que todavía designamos con la palabra “nación”, es un drama
que se encarna en los cuerpos y se metamorfosea –desde la política hasta la cultura- en
todos los espectros de nuestra actual experiencia de la temporalidad. Por qué, en fin,
el espíritu espectral de la nación precisa mostrarse como alegoría y cumplir el ciclo de
crucificciones y resurrecciones de su esperanza mesiánica -de su promesa democráti-
co-emancipatoria- en un conjunto de textos, efectivamente: “Más allá incluso de la idea
reguladora en su forma clásica, la idea, si aún sigue habiendo una, de la democracia por
venir, su ‘idea’ como acontecimiento de una inyunción pignorada que ordena hacer
que venga aquello mismo que no se presentará jamás en la forma de la presencia plena,
es la apertura de ese hiato entre una promesa infinita (siempre insostenible porque, al
menos, apela al respeto infinito tanto por la singularidad y la alteridad infinita del otro
como por la igualdad contable, calculable y subjetual entre las singularidades anónimas)
y las formas determinadas, necesarias pero necesariamente inadecuadas de lo que debe
medirse por esta promesa. En esa medida, la efectividad de la promesa democrática,
como la de la promesa comunista, conservará siempre dentro de sí, y deberá hacerlo,
esa esperanza mesiánica absolutamente indeterminada en su corazón, esa relación esca-
tológica con el por-venir de un acontecimiento y de una singularidad, de una alteridad
inanticipable. Espera sin horizonte de espera, espera de lo que no se espera aún o de lo
que no se espera ya, hospitalidad sin reserva, saludo de bienvenida concedido de ante-
mano a la absoluta sorpresa del arribante, a quien no se pedirá ninguna contrapartida,
ni comprometerse según los contratos domésticos de ninguna potencia de acogida (fa-
milia, Estado, nación, territorio, suelo o sangre, lengua, cultura en general, humanidad
misma), justa apertura que renuncia a todo derecho de propiedad, a todo derecho en
general, apertura mesiánica a lo que viene, es decir, al acontecimiento que no se podría
esperar como tal ni, por tanto, reconocer por adelantado, al acontecimiento como lo
extranjero mismo, a aquella o aquel para quien se debe dejar un lugar vacío, siempre,
en memoria de la esperanza –y éste es, precisamente, el lugar de la espectralidad-”.
Derrida, Jacques, Espectros de Marx. El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva
Internacional, trad. José Miguel Alarcón y Cristina Peretti, Madrid, Trotta, 1995, p. 79.
12 Ya Jorge Paita estimaba que desde la aparición de algunos artículos que integran
Cuadrante del Pampero, Ezequiel Martínez Estrada se ha transformado en el “caso Mar-
31
tínez Estrada”, y ello lo “indican claramente los comentarios y silencios que concita, los
fervores y repulsas de que es objeto, las publicaciones en que colabora o no colabora,
su público lector indudablemente dividido en discrepantes y devotos”. Paita, Jorge A.,
“Nuestra actualidad pública”, en Sur, Buenos Aires, Nº 243, noviembre y diciembre de
1956, p. 69.
13 Metáfora poderosa que nos suele llegar a través de Borges, sin que ello excluya
otras fuentes. En cualquier caso, la exégesis de Borges en torno a la frase es fundamental.
En una entrevista a Osvaldo Ferrari sobre la expresión “vértigo horizontal” aplicada a la
percepción de la llanura, Borges contesta lo siguiente: “Bueno, ése fue Drieu La Roche-
lle; pero eso fue porque habíamos salido a caminar, y llegamos no sé si a las inmediacio-
nes del Puente Alsina o al barrio La Paternal, o lo que fuera, en fin, un lugar en que ya
se sentía la llanura. Y él dijo: vertige horizontal (vértigo horizontal). Ése fue Pierre Drieu
La Rochelle, en alguna madrugada perdida, en las orillas de Buenos Aires”. Ferrari, Os-
valdo y Jorge Luis Borges, En diálogo. II, México, Siglo XXI, 2005 (1° ed. 1987) p. 250.
Juan José Saer ha querido desmentir –secularizar- minuciosamente la retórica pam-
peana contenida en esta célebre expresión atribuida por Borges a Drieu La Rochelle,
“vértigo horizontal”. Saer replica irónicamente que se “gana mucho cuando es profe-
rida lentamente y entrecerrando levemente los ojos”. Pero cuando abandona el tono
paródico asesta el golpe decisivo: al contrario de una apertura abismal de la planicie,
al caminar la llanura real, dice Saer –con Darwin-, “el horizonte supuestamente infi-
nito se cerraría a mi alrededor”. Con lo que el “famoso vértigo horizontal de Drieu La
Rochelle, entonces, es una figura poética afortunada, pero un error de percepción”. Su
equívoco procede “de que la mayoría de nuestras supuestas percepciones son meras pro-
yecciones imaginarias”. Y lo “mismo pasa con el espacio vacío, que se yuxtapone, sobre
todo para el ojo viajero, siempre igual a sí mismo, y como en apariencia nada cambia
con el desplazamiento del ojo, la imaginación adiciona los fragmentos y crea la ilusión
de infinitud”.
14 La noción atribuida a Epicuro de “clinamen” en tanto corrimiento o declinación
leve en el trayecto rectilíneo del movimiento de los átomos posee, evidentemente, una
fuerza metafórico-ontológica nada desdeñable que tampoco dejaremos pasar. Variamos
aquí arbitrariamente –por deriva hermenéutica y desvío semántico- una definición pro-
puesta por Michel Serres cuando se pregunta “¿qué es el clinamen?”, y contesta que es
“el ángulo mínimo de formación de un torbellino que aparece aleatoriamente en un
flujo laminar”, pues nos gusta mucho esta lengua de una física poética. Michel Serrés, El
nacimiento de la física en el texto de Lucrecio. Caudales y turbulencias, Valencia, Pre-tex-
tos, 1994, p. 23.
15 Roger Plá supo expresar que “el contacto ardiente de sus libros –Radiografía, el
Sarmiento, sus poemas, el Balzac… [son] en alguna medida, como una quemadura”.
Según Roger Plá, “Martínez Estrada estaba hecho de algún material cáustico, corrosivo
al tacto y, sin embargo, en el fondo nutrido por una increíble bondad”, pues si “así no
fuera, no habría habido en él tragedia, habría sido simplemente un maldito”. Plá, Roger,
“Martínez Estrada”, en Comentario, Buenos Aires, Nº 52, 1967, p. 25. “Decididamen-
te, su configuración mental y emocional para lo que lo predisponía era para el pensa-
miento, sí, pero desmesurado, dramático, pasional, todo él embarcándose en las naves
32
de la imaginación y respirando los aires caliginosos de la embriaguez y el éxtasis de las
visiones”, dice con entusiasmo Fryda Schultz de Mantovani, quien también acepta que
Martínez Estrada, como el ciego vidente Tiresias, “no pudo hacer otra cosa que alternar
la vida entre el verso y la profecía.” Schultz de Mantovani, Fryda, “Martínez Estrada.
(Palabras leídas en Homenaje a Ezequiel Martínez Estrada el 23 de 1965, en la ciudad
de La Plata)”, en Adam, Carlos, Bibliografía y documentos de Ezequiel Martínez Estrada,
La Plata, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional
de la Plata, 1968, p. 79.
“Para la felicidad que Nietzsche consideraba sagrada –opina Theodor Adorno- no
conoce otro nombre que el negativo. Incluso las manifestaciones supremas del espíritu
que la expresa no dejan de estar envueltas en la culpa de obstaculizarla en la medida en
que siguen siendo mero espíritu. Por eso la ley formal más íntima del ensayo es la here-
jía. La contravención de la ortodoxia del pensamiento hace visible aquello, el manteni-
miento de cuya invisibilidad constituye la secreta y objetiva finalidad de esa ortodoxia”.
Adorno, Theodor, “El ensayo como forma”, en Notas sobre literatura, Obra completa,
11, Madrid, Akal, 2003, p. 34. Aun a pesar de la opinión de Theodor Adorno, para
quien sobre la “categoría de lo trágico ya no es posible”, pues aquello “en lo que en otros
tiempos la pedantería de los estéticos distinguió celosamente lo trágico respecto de lo
triste se convierte en el juicio sobre aquello: la afirmación de la muerte; la idea de que
en el crepúsculo de lo finito reluce lo infinito; el sentido del sufrimiento”. Más bien, las
“obras de arte negativas sin reservas parodian hoy lo trágico”. Adorno, Theodor, Teoría
estética, Obra completa, 7, Madrid, Akal, 2004, p. 45. Como es sabido, George Steiner
formó sistema en base a esta convicción adorniana acerca de que “lo trágico ya no es
posible” –cuando menos, y manifiestamente, en un sentido griego clasicista y dramatúr-
gico-, pues “cuando tiene vigencia una concepción trágica de la vida no se puede acudir
a remedios seculares o materiales”. Steiner, George, La muerte de la tragedia, Madrid,
Siruela, 2011, p. 111.
16 Si se nos permite estirar muchísimo una analogía filosófico-cultural latinoame-
ricanista a partir de un párrafo de Pedro Henríquez Ureña, cuando, tras comentar que
“Sor Juana hubiera llegado a esbozar una cosmología poética”, leemos: “Como dice
Vossler, partiendo del barroco vamos acercándonos a la poesía de las luces, y anticipan-
do a Goethe y a Shelley”. Henríquez Ureña, Henríquez Ureña, Pedro, Las Corrientes Li-
terarias en la América Hispánica, México, FCE, 1949, p. 84. Con todo, Saúl Yurkievich
nos permite inferir que la “imagen pródiga y prodigiosa de América” es una metáfora ra-
dical-absoluta-esencial que es capaz de paradigmatizar hasta su reverso contra-utópico,
precisamente, en la época del ensayo de crisis que define la atmósfera epocal de Martí-
nez Estrada. Entretanto, las curvas estético-temporales del barroco americano prosiguen
plegándose –en exasperada analogía con su geografía- desde su “predestinación” hasta
el presente. “La hipérbole y el hipérbaton barrocos –escribe Saúl Yurkievich- no son
mera retórica; son símbolos en estrecha correspondencia con un mundo que reclama la
hinchazón, la saturación y el intrincamiento”, en tanto, si para “Góngora y Quevedo,
revividos, hallan su plenitud al coincidir con el paisaje”, para “Lezama Lima, cultera-
nismo y conceptismo en América no son modas sino una venturosa predestinación”.
Yurkievich, Saúl, “La imagen pródiga y prodigiosa de América”, en Puccini, Darío y
33
Saúl Yurkievich, Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica, Tomo I, México,
FCE, 2010, p. 303.
17 No sin cautelosa aprensión, Federico Neiburg nos advierte que después “de con-
solidada la reacción antipositivista que tuvo lugar en las dos primeras décadas de este
siglo, el ensayo se transformó en el género principal para hablar de la realidad social en
la Argentina”, buscando así “legitimidad en la producción de pensadores sociales de
mediados del siglo XIX –preocupados con problemas tales como el ser nacional o el
enigma o drama argentino- y convencidos de que tales asuntos podían tratarse de un
modo fundamentalmente impresionístico”, de modo que “hacia 1930 todos aquellos
que pretendieron hablar con autoridad de la Argentina debieron hacerlo escribiendo
ensayos”. Respecto a la interpretación martínez-estradiana del peronismo -objeto del
que se ocupa el antropólogo-, afirma del Qué es esto que “es un libro que revela, de
modo quizás también exacerbado, algunas de las características del propio ensayo como
género”, ya que, una “exacerbación que en este caso puede atribuirse a la confluencia de
la trayectoria social particular de su autor y a la urgencia en escribir un ‘panfleto’ sobre
lo que consideraba como la manifestación temporal de un drama esencial”. La figura
del advenedizo encubierto que corresponde imputar sociológicamente a Ezequiel Mar-
tínez Estrada, en tanto “profeta desarticulado” –y plebeyo obsesionado por incorporar-
se a una élite letrada con aspiraciones de poder no siempre inconfesadas-, manifiesta
“la magnitud del esfuerzo implicado en una trayectoria social e intelectual ascendente,
realizada por medio de una suma de lecturas (‘autodidactismo’), de intereses dispersos
(‘erudición’)”, y “de un costoso trabajo para construir como grandes cada uno de los
logros parciales (premios, publicaciones), transformando la suma de todo ello en la
imagen más fuerte posible: un profeta redimido por su origen social y legitimado por su
sabiduría”. Neiburgh, Federico, Los intelectuales y la invención del peronismo. Estudios de
antropología social y cultural, Buenos Aires, Alianza, 1998, p. 81.
18 Horacio González escribe que el “ultraje –su técnica, su estilo, su retórica- es la
quiebra profunda del sentimiento del congénere”, donde lo “que se quiebra, sin em-
bargo, es un acontecimiento que tiene varios rostros, de los que los visibles no son más
importantes que los que yacen en la soledad sin lenguaje de nuestra conciencia”. Gon-
zález, Horacio, Lengua del ultraje. De la generación del 37 a David Viñas, Buenos Aires,
Colihue, 2012, p. 10.
“Un estudio preciso y fervoroso de los otros géneros literarios, me dejó creer que la
vituperación y la burla valdrían necesariamente algo más”, confiesa Borges al principiar
su ensayo “Arte de injuriar” (Sur, Buenos Aires, Nº 8, 1933). Frente a Martínez Estrada,
este arte de la injuria lleva, como mínimo, de la alabanza paradojal del propio Borges a
la liquidación por corrosión de Carlos Correas. Borges acota ya en 1933 observaciones
que resultaron ineludibles, y en fin, clásicas en la consideración de Radiografía de la
pampa. A saber, la mostración de esa trama retórica compuesta por la recepción de la
filosofía de la historia decadentista, el intuicionismo ontológico y el pathos retórico de
la amargura. Con lo que sus rápidas pero penetrantes observaciones devinieron tópicos
de la recepción crítica.
La primera –y abrumadoramente contemporánea- consideración de un todavía jo-
ven Borges atañe a la recepción las fuentes, principalmente la de un Oswald Spengler
34
aún muy visible a inicios de la década del treinta en la Argentina. También por cierto la
del ostensible Conde Keyserling, y en menor medida de Waldo Frank. Bajo el influjo de
los “alemanes intensos” que elaboraron “la interpretación patética de la historia y aun de
la geografía”, sabe bien Borges cuánto Martínez Estrada incorpora “el peculiar estilo de
intuir”, y ello, nos dice, en lo atinente a “la muerte, el tiempo, el yo, lo demás, la zona
en que se mueve y el mundo.” En su segunda consideración no deja de consignar Borges
las “espléndidas amarguras” que ese libro trae novedosamente a la cultura argentina,
concediéndole al “buen prosista” –el adjetivo no es insistente- que resultó el poeta Mar-
tínez Estrada, con todo, el que éste ejerza, en su “admirable estudio”, la “amargura más
ardiente y difícil, la que se lleva bien con la pasión y hasta con el cariño”. Borges, Jorge
Luis, “Ezequiel Martínez Estrada. Radiografía de la pampa” (1933), en Adam, Carlos,
Bibliografía y documentos de Ezequiel Martínez Estrada, La Plata, Facultad de Huma-
nidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de la Plata, 1968, p. 220.
¿Injuria en la alabanza? En su suplicio cognoscente, Ezequiel Martínez Estrada sin-
tió que vivió sometido a un tribunal inquisidor que indistintamente administrada ex-
comuniones, condenaciones, clemencias y absoluciones. Cuando quiso dar un nombre
en el que sintió concentradas las fuerzas de la alta cultura académica argentina que no
se avinieron a considerarlo uno de los suyos, supo mencionar a Roberto Giusti. Quien
a comienzos de la década del cuarenta advierte que el “afán de ahondar en la realidad
social, que posee actualmente a los escritores, de desentrañarla y disecarla, de descubrir
la raíz de la argentinidad, extremado a veces hasta torturadoras sutilezas y otras vestido
de literatura barroca, es un signo del tiempo”. Por cierto, ese “afán escudriñador, nacido
sin duda de influencias extranjeras, mas también de inquietudes nacionales, inspira
las últimas narraciones de Gálvez, las de Eduardo Mallea, las radiografías de Martínez
Estrada y a aquellos ensayistas porteños o mediterráneos a quienes Luis Emilio Soto ha
llamado con felicidad rabdomantes del espíritu nacional”. Giusti, Roberto, “Panorama
de la literatura argentina contemporánea” (1941), en AA. VV., La profesionalización de
la crítica literaria. Antología, (Selección, prólogo y notas por Graciela Perosio), Buenos
Aires, CEAL, 1980, pp. 102-103.
Si la autoridad de Luis Emilio Soto era convocada para acreditar el motivo de escán-
dalo sobre la cesura abierta –o agravada- por Radiografía de la pampa en la conciencia
argentina, la aparición del Sarmiento renovaría y reforzaría el frente de ataque. Sar-
miento, aduce Carlos Alberto Erro en contra de Martínez Estrada, no padeció el fatum
histórico del desterrado. Precisamente, dice Erro, “en el caso de Sarmiento nuestra tierra
no muestra la condición siniestra que Martínez Estrada le atribuye con obstinada rei-
teración.” Erro, Carlos Alberto, “Un Sarmiento ahistórico”, en Realidad, Buenos Aires,
Nº 2, Vol. 1, marzo-abril de 1947, p. 267.
En la conclusión de su análisis sobre el Sarmiento, Germán García considera válida
la oposición “Colonia o Revolución; Sarmiento o Facundo”, sobre la que juzga que
hay que decidirse y definirse, y no cree “que Martínez Estrada, que ha hecho un libro
con dolor y con amargura de estos momentos, contribuya a orientarnos”, porque es
“la conclusión desoladora de un libro de desolación”. García, Germán, El “Sarmiento”
de Martínez Estrada, Bahía Blanca, Colegio Libre de Estudios Superiores, Filial Bahía
Blanca, 1949, p. 15.
35
Con Martínez Estrada hay un “motivo de discrepancia”, precisa Agosti, acerca del
derrotismo melancólico en que incurriría el radiógrafo, ya que “aquel sentimiento de-
rrotista arrastra como una sombra doliente el escepticismo sobre la capacidad creadora
de las masas, nudo de nuestra discrepancia frente a este libro de Martínez Estrada, a
otros respectos amargamente saludable.” Agosti, al finalizar su escrito, parafrasea -sino
reitera literalmente- una frase de Luis Emilio Soto, cuando afirma que desesperar “del
destino de un país es actitud desorbitadamente antiobjetiva, porque supondría descar-
tar para siempre de ese país fatídico el dinamismo creador del hombre”. Agosti, Héctor
P., “Otra vez Sarmiento”, en Cuaderno de Bitácora, Buenos Aires, 1949, p. 79. En efec-
to, Luis Emilio Soto había escrito en “Arbitraje espiritual”, que desesperar “del destino
de un país es una actitud antiobjetiva que carece de fundamento moral y aun histórico”.
El historiador socialista José Barreiro se lamenta, siguiendo juicios previos de José
Ingenieros y Alejandro Korn, de la “ráfaga metafísico-mística” que asola al “campo de
la democracia y el liberalismo”, y añade, con indignación y adjetivación borgeana, que
la “primera de esas impresiones de confusión y vacilación en el campo del pensamiento
democrático la dió en 1933 Ezequiel Martínez Estrada con su intensa y abstrusa Ra-
diografía de la pampa”. Barreiro, José P., El espíritu de Mayo y el revisionismo histórico,
Buenos Aires, Antonio Zamora, 1951, p. 80.
En fraterna actitud de consenso solidario entre intelectuales socialistas (y platenses),
Roberto Giusti recoge ampliamente estas impugnaciones, y fustiga también lo que es-
tima la confusa y vacilante escritura de Martínez Estrada, formulada sobre la base de
una “literatura angustiada”, que percibe ceñida morbosamente a “un disconformismo
temperamental”, que “nace a su vez de la confrontación de la realidad histórica argen-
tina con un arquetipo ideal que no se realiza en ninguna sociedad humana; pero el
momento en que escribe Martínez Estrada y la influencia que ejerce por virtud de su
peregrino talento, le asignan un lugar de preeminencia entre los teorizantes de la an-
gustia argentina”. Giusti, Roberto, Momentos y aspectos de la cultura argentina, Buenos
Aires, Raigal, 1954, p. 124.
Se verá que este ademán ambiguo de Roberto Giusti, quien oscila entre la condena-
ción y la absolución, o si se quiere, entre la reprobación y la fascinación-, forma también
un criterio de apreciación que estilizará Héctor Pedro Agosti y que será estribado hasta
un Oscar Terán, por lo que presumiblemente ha de gozar todavía de un futuro saludable
como estándar crítico. Dice Roberto Giusti en su informe para la Historia de la litera-
tura argentina que trascienden “por su extensión los límites del ensayo”, Radiografía de
la pampa y La cabeza de Goliat, “penetrantes sondeos en la psicología social argentina”,
y añade que el “descontento caracteriza la obra de Martínez Estrada, pensador agudo,
vigoroso y original, aunque peque a veces, y más particularmente en la primera de las
obras citada, la más celebrada de las suyas, por cierto alarde retórico que debilita la fuer-
za persuasiva de la argumentación”. Giusti, Roberto, “La crítica y el ensayo”, en Rafael
Arrieta (dir.), Historia de la literatura argentina, Vol. 4, Buenos Aires, Peuser, 1959, pp.
486-487.
Igual que en Jorge Abelardo Ramos, en Hernández Arregui se trata de atacar a los
dos daimones fatales que son Borges y Martínez Estrada, discípulos, reconocidos o no,
de otro maestro endemoniado. Porque ahora es Juan José Hernández Arregui quien
36
toma a su cargo la herencia de Lugones, “por izquierda”. Ante Borges, Hernández Arre-
gui concede que Ezequiel Martínez Estrada también tiene conciencia de las fuerzas que
han deformado la nación. Pues a ese “escritor atormentado que en el fondo ama al país”,
le asiste el derecho de glosar su desdicha, aunque no de transferirla al carácter nacional
como si fuera un estado psíquico colectivo. Pero comenta irónicamente que para el
ensayista “el proceso histórico se resuelve en psicología introspectiva, en melancolía de
rabino, independiente de esa realidad histórica en movimiento y de la cual el filósofo
estepario es un momento de la negación, del confrontamiento del país verdadero con
su imaginación violenta, deriva un conjunto de temas inconexos entre sí, en los que en
vano se buscará la ordenación metodológica y ese rigor lógico que es exigencia elemen-
tal del pensamiento sistemático”. Hernández Arreghi, Juan José, Imperialismo y Cultura,
Buenos Aires, Plus Ultra, 1973 (1º ed.: 1957), p. 184.
En el joven Adolfo Prieto, el cotejo de Borges con Martínez Estrada se afina en
relación a sus distintas lecturas críticas de Hudson, y concluye que “Martínez se juega
entero en el intento de asir el sentido de la obra de Hudson; deslinda la estética y la
filosofía del autor; ubica la obra en su centro de irradiación vital; le asigna un valor.”
Prieto, Adolfo, Borges y la nueva generación, Buenos Aires, Letras Universitarias, 1954,
p. 36. Pero Adolfo Prieto advierte que hay una línea de coincidencia en cuanto a la utili-
zación de una hermenéutica capaz de explicar el “ser nacional”, susceptible de remitirse
al hilo temático del “espíritu de la tierra” y de “una escuela de intuicionismo” que cifra
su simbolismo en ese suelo. Conciso y nada malevolente, sin embargo, Adolfo Prieto
estaba lejos de poner a Martínez Estrada en un cómodo puesto canónico. Precisa que
el libro de Raúl Scalabrini Ortiz, El hombre que está solo y espera, fue un éxito editorial
posterior a 1931 que no alcanzó ningún otro libro, incluido Radiografía de la Pampa.
Asigna a Martínez Estrada la “clara aseveración de que todo cuanto acontece se cumple
conforme al lenguaje del mito y de que toda realidad para expresarse debe ubicarse en su
connotación lógica: el mito y la alegoría”, y ello “echa luz sobre los supuestos metodo-
lógicos sobre los que fueron estructurados Radiografía de la pampa, La cabeza de Goliat,
Sarmiento, Muerte y transfiguración de Martín Fierro”, que al joven crítico le llevan a
sospechar “que estos supuestos pesaron tanto o más que las determinaciones de la acti-
tud de vigilia, que la decisión de manejar los datos y los signos de la realidad según las
convenciones y el lenguaje racionalistas”. Prieto, Adolfo “Martínez Estrada. El narra-
dor y el lenguaje del mito”, en Estudios de Literatura Argentina, Buenos Aires, Galerna,
1969, p. 111. En su diccionario de autores y obras de la literatura argentina, este juicio
admonitorio se cierne directamente sobre la Radiografía de la pampa. Esta vez el golpe
certero del crítico recae directamente sobre la obra de 1933. Allí dice Adolfo Prieto de
Martínez Estrada que, basado “en esquemas conceptuales de Spengler y de Freud, en
sus extensos conocimientos del pasado argentino, y en prolijas observaciones sobre los
hábitos de vida y la idiosincrasia del hombre argentino”, sin embargo, “construyó la
patética imagen de un país destituido de razones históricas.” Ello confirma, en última
instancia, que Martínez Estrada “propone como elementos probatorios” apenas “atisbos
de penetración que se reducen en sus alcances”, y hasta se anulan “por la arbitrariedad
de su empleo y por la carencia de rigor metodológico”. Prieto, Adolfo, “Radiografía de
la pampa”, en Diccionario básico de la Literatura Argentina, Buenos Aires, CEAL, 1968.
37
En sus precisiones metodológicas a Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, Juan
José Sebreli se distancia aún más del maestro repudiado, y de sus consecuentes viejos
condiscípulos. Esta vez, haciendo valer el racionalismo científico del brasileño Gilberto
Freyre, ya que, no “es éste el mismo caso de cierto sociologismo intuitivista, muy di-
vulgado en nuestro país a través de Martínez Estrada, Mallea y sus epígonos Murena,
Kusch o Mafud, que prescinden de los datos objetivos de la historia, las ciencias sociales
y la economía política”. Cuán lejos estaba el ensayista Sebreli del ensayista Martínez
Estrada, precisamente, en un estudio sobre el mundo social de Buenos Aires, es algo
difícil de apreciar si nos guiamos por sus propias operaciones de distanciamiento. Por
caso, respecto del fenómeno masivo del fútbol y su interpretación sociológica, Sebreli
cita La cabeza de Goliath con el fin de informar que los “intelectuales burgueses –Martí-
nez Estrada entre nosotros- explican la degradación de estas diversiones populares como
una consecuencia del poder creciente de las masas sobre las élites, cuando, en verdad,
como lo mostrara Adorno contestando a Aldous Huexley, y Wright Mills contestando
a Ortega y Gasset, la sociedad de masas implica, necesariamente, su contrario: una élite
del poder”. Sebreli, Juan José, Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, Buenos Aires,
Siglo Veinte, 1965, pp. 18 y 25.
Pero sería Arturo Jauretche quien mostraría una de las plumas mejor afinadas en el
tono argentinista para responderle al ensayista blasfemo. Desacreditador pícaro e inju-
riante, por un lado, y agrio fiscal acusador, por el otro, vuelve contra Martínez Estrada
su arma dilecta: la denuncia de inmoralidad. Jauretche, impiadoso y seguro de sus prue-
bas, acumula una serie de imputaciones que hicieron también escuela. Apunta, sobre
la base del ¿Qué es esto?, entonces sus dardos al “tono de Antiguo Testamento”, y a “sus
fulminaciones contra el país y especialmente su pueblo”. “Profetiza, abomina, injuria
con ventilador y nos va llevando precipitadamente a la convicción de que esto es un
estercolero y en el estercolero sólo hay una flor: Ezequiel Martínez Estrada”, lo reprende
Jauretche en una frase destinada a volverse célebre, sin dejar de advertir que en medio
de ese no perdonar ninguna, le cabe al ensayista el cargo de que “inútilmente buscará
el lector –en esa prolija exposición de la infamia- una sola referencia a su condición
semicolonial”. Jauretche, Arturo, “De radiógrafo de la pampa a fotógrafo de barrio”, en
Los profetas del odio y la yapa. La colonización pedagógica, Buenos Aires, Peña Lillo, 1975
(1º ed. 1957), p. 51. Años más tarde, Jauretche retomará las acusaciones de narcisismo
y mala fe contra Martínez Estrada en una nota al pie de la primera “zoncera argentina”,
cuando a propósito de una referencia a Julio Mafud, se escandaliza por la tesis de que
todos nuestros dictadores son en verdad restauradores de las leyes naturales. Para Jauret-
che, semejante idea “es una prueba más de la canallería intelectual de Martínez Estrada,
pues revela como toda su obra la fuga de la realidad y su necesario análisis histórico,
buscando otras explicaciones a lo que tiene bien en claro en lo íntimo de su inteligencia:
así su horror por los dictadores es un simple acomodamiento a la dictadura intelectual
de la ‘inteligentzia’ para asegurarse los provechos de la fama, los premios y ‘ainda mais’,
como tantos otros.” Jauretche, Arturo, Manual de Zonceras Argentinas, Buenos Aires,
Peña Lillo, 1968, p. 31.
Ante la consulta de la revista Atlántida Ignacio Anzoátegui apela al tópico del resen-
timiento y señala que en “lo que toca a nuestra nación, mejor dicho, a nuestra naciona-
38
lidad, Martínez Estrada –recordémoslo- no le da alce ni tregua”, porque “lo que ocurre
es que él es orgánicamente resentido”. Anzoátegui, Ignacio B., “Los escritores frente a
una actitud. Martínez Estrada y el país”, en Atlántida, Vol. 43, Nº 1123, septiembre
de 1960, p. 24. Después, Anzoátegui lo manda a callar. Por su parte Borges responde
irónicamente que no sabe “hasta dónde discutir las declaraciones de Ezequiel Martínez
Estrada, que son más bien una interjección personal o una suerte de salmo, elaborado
con la buena amargura que este género exige”, ya “que su forma es la metáfora o (como
quiere el autor) la parábola, su texto elude por igual el análisis, la refutación y el asen-
timiento”. (“Los escritores frente a una actitud. Martínez Estrada y el país”, en ibíd.).
Carlos Mastronardi se previene de aquellos ensayistas que “juzgan que nuestro hom-
bre medio está signado por el fatalismo y la frustración”. Por cierto que se refiere a
Ezequiel Martínez Estrada. Ello no le impide reconocer que “Martínez Estrada levanta
una vasta estructura interpretativa”, aunque solamente dirigida a “probar que el medio
físico nos determina: somos derivación y consecuencia pasiva de invencibles fuerzas
telúricas.” Menos que poco concesivo, concluye del razonamiento de nuestro ensayista
que la “mitología cuenta aquí mucho más que la sociología”. Mastronardi, Carlos, “Ras-
gos del carácter argentino”, en Formas de la Realidad Nacional, Buenos Aires, Ediciones
Culturales Argentinas, 1961, p. 131.
Según Alfredo Roggiano, Martínez Estrada se dedicó al ensayo una vez que se perca-
tó definitivamente de sus escasas dotes como poeta. “Hijo de un determinismo que pide
alas a los últimos historicistas, mezcla de Spengler, Simmel y Brinton y teniendo como
dios supremo al Nietzsche de todas las negaciones, Martínez Estrada se ha apoderado de
la realidad argentina para meterla en sus maletas de nihilismo y emprender su cruzada
redentora convencido de que él es el agonista insustituible del milagro esperado”, señala
Roggiano, en cuyo perfil además añade que el ensayista demuestra autenticidad, “valen-
tía, honestidad, intuiciones y análisis profundos y esclarecedores como nunca se vieron
en las tierras del Plata; pero también arbitrariedad, mucho de acto gratuito y de nada
existencial, que pone en la juventud, a la que se dirige con catilinarias y exhortaciones
entre socráticas y energúmenas, un rictus de muerte y de cruel amargura”. Roggiano,
Alfredo Ángel, “Martínez Estrada, Ezequiel”, en Diccionario de la literatura latinoameri-
cana. Argentina. Segunda Parte, Washington D. C., Unión Panamericana, 1961, p. 334.
Preocupado por demostrar la influencia de Ortega y Gasset en la cultura argentina,
José Edmundo Clemente apunta que “Martínez Estrada recordó públicamente haber
tomado para su Radiografía de la Pampa esquemas de Simmel, Spengler y Freud, au-
tores, los dos primeros como otros muchos, divulgados por Ortega”, con el objeto de
señalar que algún “día habrá que escribir sobre la influencia del estilo Revista de Occi-
dente entre nosotros”. Clemente, José Edmundo, El ensayo, Buenos Aires, Ediciones
Culturales Argentinas, 1961, p. 23.
A contrapelo de las hagiografías que construyen un mito personal intelectual o
biográfico, Rafael Alberto Arrieta da testimonio de un personaje no sólo neurótico y
tornadizo, sino además egoísta y arbitrario. Lo llama a Martínez Estrada su “variable y
talentoso amigo”, y ello dentro de un tono que todavía se quiere amable. Arrieta, Rafael
Alberto, “Ezequiel Martínez Estrada o la amistad discontinua”, en Lejano ayer, Buenos
Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1966.
39
Arturo Cambours Ocampo juzga de indiferente, sino de cómplice a nuestro ensayis-
ta, cuando en ocasión de su expulsión de la SADE, afirma que se enteró por los diarios y
que su “única reacción fue enviarle una violenta carta a Martínez Estrada, presidente de
la Sociedad, que no tuvo respuesta”. Cambours Ocampo, Arturo, Letra viva. Reportajes
y notas sobre literatura argentina, Buenos Aires, La Reja, 1969, p. 12.
Liborio Justo -alias Lobodón Garra, entre otros seudónimos-, aportando algunas
fuentes, no olvida que de ese autodidacta de cultura forzada y mal digerida, jamás
incorporado a sus filas por las auténticas vanguardias juveniles que se pronunciaban en
las Revistas Sagitario o Martín Fierro, sino por la prensa conservadora y Sur, no podían
esperarse más que “las divagaciones de esos anarcoides o locos lindos, mezcla de Jesús y
Malatesta, que peroran en las mesas de los cafés o en los bancos de las plazas públicas”,
por lo que haber publicado un libro sarmientino o romántico como Radiografía de la
pampa en 1933, y no en 1845, “resulta un anacronismo intrascendente y curioso, el cual
sólo sirve, como en este caso, para obtener un premio de literatura”. Garra, Lobodón
[Liborio Justo], Literatura argentina y expresión americana, Buenos Aires, Rescate, 1976,
p. 119 y ss.
Jaime Rest considera que, si bien con “deslumbradora seguridad y un dominio in-
equívoco de la prosa, Martínez Estrada va suscitando en el lector un ánimo receptivo
para su argumentación”, al mismo tiempo la Radiografía de la pampa, “libro por demás
soberbio y pleno de sugestivas intuiciones”, enseña a “asumir un destino en el que no
hay futuro, ni ilusiones, ni camino de rectificación”, ya que, para aquél “la pampa, por
su condición intrínseca, solo deja la perspectiva de permanencia en el ser, de abolición
del devenir”. Martínez Estrada “carecía de herramientas para una interpretación cientí-
fica de los problemas sociales”, y “solo poseía una excepcional intuición que le permitía
percibir e interpretar los conflictos y una captación visionaria, profética, que lo llevaba
transformar el mundo inmediato en materia prima de la especulación metafísica”. Rest,
Jaime, “Martínez Estrada y la interpretación ontológica”, en El cuarto en el recoveco,
Buenos Aires, CEAL, 1982, pp. 39 y ss.
Participando de un gesto de repulsa al nacionalismo culturalista presente en Martí-
nez Estrada, Blas Matamoro objeta severamente toda posible vigencia del legado martí-
nez-estradiano, y señala que importante “como documento y punto de partida, Radio-
grafía de la pampa es un libro deficitario si se lo considera en sí mismo”, puesto que sus
“arbitrariedades, pretendidamente afirmadas sobre la autoridad de Ezequiel Martínez
Estrada, son inaceptables como criterios sociológicos o históricos”, pues su “frecuente
falta de información objetiva deja los juicios en estado de mera opinión”. Matamoro,
Blas, “El cincuentenario de Radiografía de la Pampa”, en Cuadernos Hispanoamericanos,
Madrid, Nº 390, diciembre de 1982, p. 746.
Si bien -reconoce Carlos Altamirano- sería “superficial liquidar las diferencias que
van desde la posición de Eduardo Mallea a la de Ernesto Palacio o Ramón Doll, y lo
mismo podría decirse acerca de la distancia que media entre los hermanos Irazusta y
Martínez Estrada”, no deja de decir que en “todos ellos puede reconocerse el eco de
un tema que estaba en el aire: la certidumbre de que el país se había constituido mal y
que el rumbo que habían seguido la modernización y el progreso era parte de esa mala
constitución”. Altamirano, Carlos, “Algunas notas sobre nuestra cultura”, en Punto de
40
vista, Buenos Aires, Año VI, Nº 18, Agosto de 1983, pp. 8-9.
Laura Estrin y Oscar Blanco consignan sus sospechas a propósito de las tesis de
La seducción de la barbarie, “que parecen venirle a Kusch –según Murena y Sebreli- de
Ezequiel Martínez Estrada y Oswald Spengler”, en cuanto “inundan este texto sobre el
mestizaje, contraposiciones que muestran una Europa insuperable frente a una América
irracional y vitalista”. Estrin, Laura, y Oscar Blanco, “Hermenéutica nacional”, en Rosa,
Nicolás (ed.), Políticas de la crítica. Historia de la crítica literaria en la Argentina, Buenos
Aires, Biblos, 1999, p. 257.
Respecto al proyecto de Gino Germani de profesionalizar e institucionalizar la So-
ciología en términos de estándares académicos internacionales, Elena Zubieta y Valeria
Calbo se hacen eco, a su vez, de un juicio estándar cuando describen como un estado de
cosas el surgimiento de un “nuevo concepto de sociología” que “aparecía en oposición
al tradicional que representaba el ensayo ontológico o intuicionista sobre la realidad
social argentina expresado en obras como las de Eduardo Mallea o Ezequiel Martínez
Estrada”. Zubieta Elena y Valeria Calbo, “Universidad nueva y sociología científica”, en
Biagini, Hugo E., y Arturo A. Roig (dirs.), El pensamiento alternativo en la Argentina
del siglo XX. Obrerismo, vanguardia, justicia social (1930-1960), Tomo II, Buenos Aires,
Biblos, 2006, p. 547.
Como un efecto transpuesto de las operaciones de distanciamiento, todavía es-
cuchamos en el interesante estudio que dedica Leonora Djament a Murena que su
propuesta no es “señalar una vez más la relación discipular de Murena respecto de su
maestro Martínez Estrada –también reseñada extensamente por la crítica-”, pues más
bien cree que “es necesario ‘desenganchar’ a Murena de la corriente de pensamiento
martinezestradiano (americanismo, ensayo del ser nacional)”, a fin de “poder recolocar-
la”, según promete, “en la línea frankfurtiana, blachotiana y/o romántica, para ampliar
la legibilidad de sus textos”. Con dicha estrategia Leonora Djament no quiere “encasi-
llar la reflexión de Martínez Estrada-Murena” en relación a “la potencialidad de ambos
pensadores”, sino mejor “leer el romanticismo” en Murena, que “seguramente le llega
gracias a Martínez Estrada”. Djament, Leonora, La vacilación afortunada. H. A. Mure-
na: un intelectual subversivo, Buenos Aires, Colihue, 2007, p. 23.
El implacable filósofo y crítico Carlos Correas supo denostar al “vomitador pro-
fesional Martínez Estrada, de quien Masotta es el primero, aquí, luego de los sosos
intentos de Contorno en su Nº 4, en hacer una crítica pro-materialista, quiero decir, en
impugnar decididamente la metafísica de las entidades conceptuales de aquel denuncia-
lista”. Correas, Carlos, La operación Massota. Cuando la muerte también fracasa, Buenos
Aires, Interzona, 2007, p. 44. Carlos Correas se refiere a un artículo que Oscar Massota
publicara en Centro en 1959, a pesar de estar fechado en 1956. En este artículo firmado
en 1956, Oscar Massota dice que “los errores o las contradicciones de Lugones son las
del país mismo y viceversa; esa asimilación de biografía e historia a la que tanto nos
tenía acostumbrados Martínez Estrada (la suerte de Hernández fue la suerte de Martín
Fierro), esa confusión y consubstanciamiento metafísico del personaje con su autor y
de esa doble figura con el país entero; o de Sarmiento, condenado al fracaso –siempre
según Martínez Estrada- porque era el país el que llevaba en sí la marca imborrable de
esa condena”. En nota al pie, Massota se pregunta de dónde viene esta metafísica de las
41
asimilaciones, e indica que se “podría tal vez rastrear quién fue el inventor de este juego
que se sostiene a una tan alta presión del espíritu y que supone la más gruesa metafísica
substancialista”, el que si con “Sarmiento, entiendo, ha tenido mucho que ver, y más
acá, del propio Lugones y todas las formas de nacionalismo”, quien “con mayor confu-
sión y talento verbal lo ha llevado al colmo de la tensión es seguramente Martínez Es-
trada”. Masotta, Oscar, “Leopoldo Lugones y Juan Carlos Ghiano, antimercantilistas”,
en Centro, Buenos Aires, Nº 14, cuarto trimestre de 1959, p. 155.
Todavía en el que era su ensayo inédito La manía argentina, Carlos Correas exaspe-
raba encarnizadamente estas lecturas impugnadoras que se sintieron muy por arriba del
viejo ensayista apocalíptico. El suplicio expurgador aplicado por Correas no se limita a
Martínez Estrada, sino por cierto a toda su “crítica inmanente”. La retórica agresiva y
colérica del intelectual riguroso –severo, grave, intimidante- que al menos en muchos
de sus escritos parece Carlos Correas, se ensaña aún más contra los ensayistas fraseoló-
gicos, a los que les desea –y asegura- lo peor. Procedente –injustamente- del bajo clero
académico y, sin embargo, nimbado de las potestades y pruritos judicativos de la alta
cultura académica –no los papers, congresos y carreras de investigación, pero sí su perte-
nencia a la institución universitaria, las competencias políglotas de traductor y el trato
asiduo y preciso con fuentes europeas-, el Profesor Correas tiene a “Ezequiel Martínez
Estrada por el iniciador en la Argentina del ensayo de malhumor, digresión plomiza
del ensayo-martir”, del mismo modo que la “jerarquía estética” o la “mejor prosa con-
temporánea del habla hispana”, han sido “y son atributos de Martínez Estrada y de su
obra; manifiestan que los atribuyentes son alocados o borrosos etiqueteros que sufren
análoga indigencia intelectual, de forma y contenido, que la de Martínez Estrada; así
como análogo destino tanto en los hipotéticos discípulos como en los críticos”. Correas,
Carlos, La manía argentina, (Prólogo de José Fraguas, Epílogo de Carlos Surghi), Los
polvorines, Universidad Nacional de General Sarmiento y Universidad Nacional de
Córdoba, 2011, p. 83.
19 Claro que es Lezama Lima quien autoriza a reconocer que “primero, hay una
tensión en el barroco”. Lezama Lima, José, “La curiosidad barroca” (1957), en La expre-
sión americana y otros ensayos, Montevideo, Arca, 1969, p. 30. Horacio González querrá
precisar que “Lezama Lima, con su escritura sacramental pero plena de lujuriosos di-
vertimentos, pensó la tensión barroca como un acceso místico a una historia americana
emancipada”. González, Horacio, “La forma literaria del honor”, en Lugones, Leopol-
do, El Payador, (Edición crítica), Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2009, p. 13.
20 Culpabilidad que acaso se dirime, menos en su género polimorfo, que en la
presunción -institucionalmente inadmisible, científicamente prohibida- de
insistir en el mito autoral de la “escritura propia”. Cfr. Gruner, Eduardo, “El ensayo,
un género culpable” (1985), en Un género culpable. La práctica del ensayo: entredichos,
preferencias e intromisiones, Rosario, Homo Sapiens, 1996, p. 17. En cuanto al ensayo
considerado como un “género” –tema que aquí nos excede enteramente- por de pronto
tenemos en cuenta, cuando menos, la opinión de Todorov, respecto a que el “género es
el lugar de encuentro de la poética general y de la historia literaria fáctica: por esta razón
es un objeto privilegiado, lo que bien podría significarle el honor de convertirse en el
personaje principal de los estudios literarios”. Todorov, Tzvetan, Los géneros del discurso,
42
Buenos Aires, Waldhuter, 2012, p. 68.
21 A la pregunta “¿Qué significa discutir?” que propone el Nº 3 de la revista El Ojo
Mocho, Américo Cristófalo reflexiona sobre el ensayo, en contraposición con el régimen
de verdad hipotético-contrastativo del paper: “Nada prueba el ensayo. Deja ver que la
lectura se experimentó en una contaminación impura con el objeto. En un atravesa-
miento que no dudamos en llamar poético. El ensayo deja ver la conciencia dialéctica de
una conciencia […] El debate en torno a las poéticas de la crítica recuperaría la vitalidad
que ahora parece faltarle si se hiciera un esfuerzo por volver a situarlo en el suelo ético”.
Cristófalo, Américo, “Dialéctica del ensayo”, en El Ojo Mocho, Buenos Aires, Año 3, Nº
3, otoño de 1993, pp. 50-51.
22 “Escribiendo sobre nuestra América la hacemos habitable, construimos una mo-
rada y nos integramos a la tribu. Nosotros los latinoamericanos fundamos la patria en la
escritura, y es el ensayo, principalmente, el género que emprende esta tarea”. Scheines,
Graciela, “Fundar la patria en la escritura. Reflexiones sobre el ensayo en Iberoamérica”,
en AA.VV., El ensayo iberoamericano. Perspectivas, México, UNAM, 1995, p.194.
23 El sociólogo Juan Marsal estima que “Radiografía de la pampa es uno de los jalo-
nes de la vida intelectual argentina de este siglo que impuso una nueva perspectiva, más
profunda –sociológica, por ende-, de ver la realidad nacional”, y añade que a “él se debe
la introducción de una nueva forma de patriotismo expresivo: el amor amargo”. Y a ello
agrega, a modo de conclusión, que nadie “que se proponga, en rigor, estudiar la realidad
social argentina puede prescindir de echar una mirada a los ensayos del escritor santafe-
cino, tan cuajados de aciertos”. Marsal, Juan F., “La parasociología”, en La Sociología en
la Argentina, Buenos Aires, Los libros del Mirasol, 1963, p. 140 y ss.
24 Beatriz Sarlo se hace la pregunta clave: si “releer a Martínez Estrada, tiene algún
interés hoy”. Ya que si podrían “darse razones irrebatibles para volver a Muerte y trans-
figuración de Martín Fierro, posiblemente el ensayo más poderoso que se haya escrito
sobre un texto de la literatura argentina”, también “podría pensarse que Martínez Es-
trada oculta a Martínez Estrada, que él es Marta Riquelme, escribiendo una historia
indescifrable por la caligrafía intrincada, por las páginas inútiles que se agregan a sus
libros, por el razonamiento imposible de seguir no a causa de su dificultad sino de su re-
petición barroca”. Sarlo, Beatriz, “Ezequiel Martínez Estrada. Nueva lectura imposible”
(1991), en Escritos sobre literatura argentina, (Edición a cargo de Silvia Saítta), Buenos
Aires, Siglo XXI, 2007, p. 131.
A propósito de la “repetición barroca” invocada por Sarlo, de veras nos convence
el planteo de Carlos Gamerro que con Gilles Deleuze, propone que en tanto el “plie-
gue barroco no es una oposición simple y binaria, la figurada por los dos lados de una
moneda, sino que es una superposición o entrecruzamiento donde lo que importa son
los puntos de cruce y las continuidades”, el “barroco se deleita en la subversión de las
jerarquías aceptadas y en el escándalo de la causalidad: la copia reemplaza al original, el
cuadro tiene más vida que el modelo, el reflejo se impone al objeto, el soñador obedece
al soñado, la verdad del mundo cede ante la del teatro”. Borges es aquí paradigma de
esta semántica histórico-cultural, y lo mismo leeríamos de Martínez Estrada, cuando
Gamerro esgrime la tesis de que la “obra de Borges es en gran medida barroca, pero no
ya en el nivel del lenguaje y la sintaxis, sino en el nivel de los juegos y plegamientos
43
barrocos que involucran a los personajes, el universo referencial y la trama”. Gamerro,
Carlos, Ficciones barrocas. Una lectura de Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Cortázar,
Onetti y Felisberto Hernández, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010, pp. 18-41.
25 El crítico norteamericano James Maharg se ha percatado de que una “de las ano-
malías que se presentan con más frecuencia en el desarrollo de la crítica literaria hispa-
noamericana es el caso del escritor que ha dominado el ambiente intelectual de su época
y que al final de cuentas recibe una mención mínima en los manuales de literatura”.
Maharg advierte perspicazmente que si “éste es el caso de un novelista o de un poeta,
cabe esperar que en el futuro las aberraciones de la crítica positivista se suavicen y den
a su producción una perspectiva adecuada”. Ahora bien, para “el cultivador del ensayo,
perenne habitante de una zona de penumbra en la crítica literaria, este tipo de justicia
resulta más hipotético”, y por cierto, “es el caso de Ezequiel Martínez Estrada (1895-
1964), poeta, dramaturgo, cuentista y extraordinario ensayista argentino”. Maharg, Ja-
mes, “Reflexiones en torno a la ideología de Ezequiel Martínez Estrada”, en Cuadernos
Hispanoamericanos, Madrid, Nº 269, noviembre de 1972, p. 211.
26 Tempranamente, el joven Rodolfo Kusch quiso denunciar, en el número de la
revista cuya Alma Mater era Murena, que frente “a una realidad dramática –que nos
perturba en las raíces mismas de nuestra existencia- el erudito vive otra realidad, mucho
más plácida que, paradójicamente, ni aun es lo americano, sino la de los intelectuales,
o sea de los que sistemáticamente se evadieron de América”. A pesar de las dificultades
de los intelectuales decimonónicos para “sentir lo americano, se transforma hoy en
día –entre nosotros Martínez Estrada- en un enfrentamiento y liquidación de actitudes
postizas frente a lo americano y en un reconocimiento definitivo de que estamos irre-
conciliablemente ligados a América”. Kusch, Rodolfo, “Ensayos en busca de nuestra
expresión. Por Pedro Henríquez Ureña”, en Las ciento y una. Revista de la realidad ame-
ricana, Buenos Aires, Año I, Nº 1, junio de 1953, p. 11.
27 Oscar Caeiro, coincidiendo con aquellos críticos que sostienen fundamental-
mente “la tesis del constante elemento lírico de su prosa” en Radiografía de la pampa,
añade que la “perduración de la obra ensayística de Martínez Estrada depende, pues,
en medida considerable, de una razón estética: del esplendor de su lenguaje”, aunque
“también se basa en la insobornable veracidad con que está concebida del principio al
fin”, así como, en el hecho de que “la ingente labor intelectual que esa obra presupone,
acredita que su autor ha sido uno de los que insuflaron en las letras argentinas el espí-
ritu universal en el mismo acto de reconocer sus características particulares”. Caeiro,
Oscar, “La irrupción ensayística de Ezequiel Martínez Estrada”, en AA.VV, Homenaje
a Ezequiel Martínez Estrada 1895-1964, Buenos Aires, Academia Argentina de Letras,
1997, p. 31.
28 Américo Cristófalo señala que “el profetismo de Martínez Estrada se despliega en
una retórica cuyos motivos son el anatema, la inculpación”, y en parte se lamenta que
“Murena fue en cierto modo heredero de ese acento de peligrosa gravedad”. Cristófalo,
Américo, “Murena, un crítico en soledad”, en Historia crítica de la literatura argentina.
La irrupción de la crítica, Vol. 10, (Directora del Volumen, Susana Cella, Director de la
obra: Noé Jitrik), Buenos Aires, Emecé, 1999, p. 114.
29 Eduardo Grüner propuso que “la lengua es, para Martínez Estrada, un escenario
44
privilegiado de ese combate sin resolución, cuya misma falta de resolución produce
la tensión que define a una cultura nacional”. Sobre estos deliberados requiebros de
sentido, opera “una lectura conjunta que sigue sus pasos de una manera crispada por
la ambivalencia: el grupo Contorno (los Viñas, Massota, Correas, Rozitchner, Alcalde,
Sebreli, Jitrik, Prieto, Kusch, Gigli)” y, por tanto, una “misma preocupación –la relec-
tura crítica y descomponedora de antinomias de la ‘cultura nacional’, la problemática
de una escurridiza identidad americana, de una indefinible ‘lengua literaria’ argentina
–y un mismo impulso (con sus obvias diferencias individuales) plural, contradictorio,
problematizador de las ideologías congeladas, abierto a las tensiones y conflictos de una
historia caótica”. Grüner, Eduardo, “Ezequiel Martínez Estrada: el patriotismo de pen-
sar”, en Tiempo argentino, (Suplemento Cultural), 7 de Agosto de 1983, p. 2.
30 A pesar de la tenaza de impugnación que ya en los años sesenta aplicaron Sebreli
y Gino Germani sobre Martínez Estrada, Beatriz Sarlo colige que ya “no hay lugar para
otro Facundo (dudo que esta comprobación deba celebrarse)”. “Buenos Aires ponía en
escena una mascarada de prosperidad y cultura bajo cuyo disfraz se ocultaba la naturale-
za original de la pampa manchada por el genocidio indígena y el humus blando de una
geología primitiva”. Sarlo, Beatriz, Borges, un escritor en las orillas, Buenos Aires, Seix
Barral, 2007 (1º ed.: 1995), p. 26. Noé Jitrik consigna que la modernización desigual e
injusta, la tragedia secular y el exterminio son aspectos de la realidad histórica argentina
que están suficientemente perfilados en las imágenes profundas del ensayo de Radiogra-
fía de la pampa. Martínez Estrada, “en 1933 escribe y publica uno de sus libros capitales,
Radiografía de la pampa, un original ensayo en el que indaga, con una prosa nerviosa y
nada sociológica, en la historia de la llanura, la tragedia de extermino que señala desde
la conquista, y la arbitrariedad de su moderna ocupación estanciera y ganadera”. Explica
que aunque Radiografía de la pampa es un texto “heredado del Facundo de Sarmiento,
inaugura un modo de inquisición, lleno de perplejidades y provocador de inquietudes,
tendiente a enfrentar preguntas sin respuesta acerca de la identidad y del destino nacio-
nal, no sin ciertas inflexiones proféticas”. Jitrik, Noé, “Martínez Estrada”, en Panorama
histórico de la literatura argentina, Buenos Aires, El Ateneo, 2009, p. 217.
31 Así supo percibirlo José Luis Romero, quien acepta cabalmente que la sociedad
argentina, una colectividad nacional de origen aluvial, como la denomina -por tanto
heterogénea y de caracteres indecisos-, suscite en sus habitantes y en sus intelectuales
“dramáticos interrogantes”, de los que no sólo se hacen cargo, por cierto, los ensayistas,
aunque sea ellos quienes acusen su inquietud indagadora con peculiar intensidad. El
“problema argentino” depara la condición acuciante de un país inarticulado, inconsti-
tuido, donde el escritor asume con “militancia” una tarea meditativa que se le impone
con la fuerza de un “deber moral”. La “verdad”, que exige la elucidación del “destino de
la colectividad”, empero, en muchos se verifica por medio de “una acentuada tendencia
hacia el análisis sociológico que los desvía hacia el ensayo”. “Y si el propio Sarmiento
fue antaño prueba de esto, Martínez Estrada lo es también”, señala José Luis Romero
por medio de una analogía genealógica que solapadamente rige para él mismo. Rome-
ro, José Luis, “Martínez Estrada, un renovador de la exégesis sarmientina” (1947), en
La experiencia argentina y otros ensayos, (Compilación Luis Alberto Romero, estudio
preliminar Carlos Altamirano), Buenos Aires, Taurus, 2004. En su balance final sobre
45
Martínez Estrada, José Luis Romero muestra que así como “Sarmiento a la sombra de
Facundo”, Martínez Estrada “evocó a la sombra de la pampa para que acudiera a sus
estrados a responder sobre el destino de la patria: una sombra gigantesca y difusa que no
se le apareció montada en caballo criollo sino sobre los cuatro corceles del Apocalipsis”.
Romero, José Luis, “Martínez Estrada, un hombre de la crisis” (1975), en La experiencia
argentina y otros ensayos, ed. cit., p. 343 y ss.
Adolfo Prieto rescata la lectura que José Luis Romero hace de Martínez Estrada
por su interlocución marginal a la vez que original en cuanto a la creación de visiones
comprensivas de la historia nacional. Adolfo Prieto llega a decir que si bien en Martí-
nez Estrada se verifica una “visión poética de la historia” donde rige la “sombra no la
realidad de la pampa”, es el caso que “estas sombras, desatadas para perder a quien las
convoca, no son una metáfora de la imposibilidad del conocimiento histórico: son por
lo contrario, la metáfora de su única concreción posible.” Prieto, Adolfo, “Martínez
Estrada: el interlocutor posible”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana
Dr. Emilio Ravignani, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 3º serie, Nº,
1989, p. 132.
32 En efecto, en el sentido del argumento paradigmático lanzado –como un arma
arrojadiza- por Carl Schmitt, en cuanto a que todos “los conceptos sobresalientes de
la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”. Schmitt, Carl,
“Teología política”, en Teología Política. Cuatro ensayos sobre la soberanía, Buenos Aires,
Struhart & Cia, 1984, p. 54.
33 Ciertamente, no querríamos omitir en este contexto explicativo la hipótesis de-
bida a Max Weber acerca de si la “religión de salvación se defiende del ataque del
entendimiento autosuficiente”, pues “lo hace fundadamente, argumentando que el co-
nocimiento religioso tiene lugar en un nivel diferente y que por su índole y significación
difiere enteramente de las realizaciones del entendimiento”, es porque la “religión sólo
intenta proveer de una actitud definitiva frente al mundo a partir de una inmediata
comprensión de su ‘sentido’, y no un conocimiento intelectual acerca de lo que es o
debiera ser”. “Igual consideración le merecen los intentos filosóficos de acceder a un
conocimiento intuitivo que, aunque interesado en el ‘ser’ de las cosas, posee una digni-
dad esencialmente diferente de la del conocimiento religioso”. Weber, Max, “Tipología
de la renuncia religiosa al mundo”, en Sociología de la Religión, Buenos Aires, Leviatán,
2008, pp. 98-99.
34 Dinko Cvitanovic considera a nuestro ensayista como un pensador de la agonía
en sentido griego, en la medida en que lo percibe como un “un luchador angustiado y
a la vez pertinaz”, porque en Radiografía de la pampa, “Martínez Estrada es un agonista
de la pampa y, siempre ateniéndonos a los alcances del mismo libro (y de varios otros del
mismo escritor), podríamos agregar que es un agonista de la Argentina; en sentido más
extenso, un agonista de América”, pues su pensar “constituye no un pasatiempo sino
una aventura heroica, una suprema lucidez en la enfermedad, una lucha perpetua, una
agonía diaria, una confesión de las intimidades más hondas, una perturbación que sale
a la luz”. Cvitanovic, Dinko, “Martínez Estrada, un agonista de occidente”, en AA.VV.,
1933-1993. 60 años de Radiografía de la pampa. Primer Congreso Internacional sobre la
vida y la obra de Ezequiel Martínez Estrada, pp. 30-37. Asimismo, se señala en el ma-
46
nual de historia de la cultura argentina confeccionado por Alfredo Fraschini, Teresita
Frugoni de Fritzsche y Francisco Leocata, que Martínez Estrada, más “que un escritor
profesional fue un agonista que sufrió en carne propia la situación de su patria y se
lanzó a escribir con la esperanza de sacudir la inercia de sus compatriotas”, pero “se vio
impotente para combatir a la indiferencia generalizada, y esta circunstancia profundizó
su desazón”. Fraschini, Alfredo, Teresita Frugoni de Fritzsche y Francisco Leocata, La
cultura argentina. II. Pensamiento, literatura y arte en el siglo XX, Buenos Aires, Docen-
cia, 1996, p. 173.
35 Aunque ello valdría, según Daniel Link, para la representación de una “literatura
nacional” como tal. Cfr. Link, Daniel, Leyenda. Literatura argentina: cuatro cortes, Bue-
nos Aires, Entropía, 2006.
36 “El cuerpo bibliográfico sobre la obra de EME es no sólo extensísimo sino de una
complejidad mayúscula; distinguidas personalidades han escrito trabajos sobre su obra;
la totalidad de ellos, con sus polémicas y refutaciones, forman una maraña crítica, un
festín de metatextualidades”, ha reconocido la experta Teresa Alfieri en su cuidadosa in-
vestigación (La Argentina de Ezequiel Martínez Estrada, ed. cit). Y ello porque –como ha
notado Fernando Alfón- “Ezequiel Martínez Estrada se ha pronunciado sobre casi todos
los dramas culturales de la república, ha dejado un libro para cada uno de ellos, y ha
ejercido tan a menudo la originalidad y el acierto, que él mismo se ha convertido en una
curva más de esa vasta efigie que llamamos la Argentina”. Alfón, Fernando, “Ezequiel
Martínez Estrada, el arte de la etiología”, en Martínez Estrada, Ezequiel, ¿Qué es esto?
Catilinaria, (Estudio preliminar de Fernando Alfón), Buenos Aires, Colihue-Biblioteca
Nacional, 2005, p. 27.

47
II. Una conjetura (impresionista). Ezequiel Martínez
Estrada: pre-textos, nombres, paisajes, u-topías. De la
Argentina a América Latina

Escrituras agonísticas y tribulaciones de la nación: una estética po-


lemológica.

Al filo del ocaso del siglo XX, Horacio González declaraba en


su libro Restos pampeanos que si existe la tradición del ensayo argentino,
es gracias a Ezequiel Martínez Estrada1. Su nombre estallaba de nuevo
(“Martínez Estrada de vuelta”2). Pero ningún retorno es un mismo re-
torno.
Al arrojar aquella frase justiciera, Horacio González –él mismo,
ensayista libre- evocaba no sola pero sí fundamentalmente, a Radiografía
de la pampa (1933). Tanto que sostuvo que “el ensayo argentino pen-
só a la pampa como una fuerza interior, como una íntima revelación
de energía”. “Metáfora esencial de la ensayística nacional, sin la pampa
no existiría ese sector mayor de escritos y literaturas que hemos leído
los argentinos”, dice, militando por la misma experiencia pampeana de
lectura, y por su desasosegado linaje de escrituras. En la cerrazón de un
firmamento de época.
Sin embargo, la consigna de agitación cultural “si hay ensayo
argentino, es porque existen los escritos de Martínez Estrada”, no sólo
activaba una “operación crítica”3 –por cierto- frente a un estado histórico
determinado del canon argentino4. Tampoco se limitaba a intervenir con
una “política de lectura”5 y una “política del lenguaje” estético-ideológica
en el campo intelectual local. Pese a su revulsión calculada, no era sólo
una estilística del pólemos. Su red interpretativa también revelaba un diag-
nóstico epocal finisecular sobre las imágenes profundas que configuraron
retóricamente las representaciones discursivas de la Argentina. En su do-

49
ble condición posible de proyecto cultural y utopía de emancipación. O
del paisaje temporal de escombros –ángel benjamiano- de su comunidad
imposible.
Es cierto que esto salta a la vista. Sin embargo, tal vez no sea
inadecuado insistir un momento más en la singularidad de la “opera-
ción” cultural de Horacio González en Restos pampeanos, pues si elide
la potencia ensayística de Martínez Estrada en los nombres de la patria
imaginada, es antes como incitación ética que como ademán de lamento:
moral crítica antes que arte de provocar. Se sabe que este “modo de leer /
modo de escribir” político-literariamente el significante pampeano –resto
de una filosa voluta sarmientina-6, reconfigura la sinécdoque ensayo /
nación en clave expresivo-dramatúrgica.
Simplificando mucho, puede decirse que a los estándares argu-
mentativos de la moderna idea de “pueblo-nación”7 como ideología de
legitimación romántico-burguesa8, “invención” etno-lingüística9 o fábula
pedagógico-narrativa10 capaz de tramar performativamente “comunida-
des imaginadas”11 en su poder de homogeneización vertical de poblacio-
nes y territorios a partir de “ficciones fundacionales”12; Horacio González
oponía –trasponía- el pathos de un destino colectivo atormentado por su
emancipación malograda, extraviada, fallida. Por su aura utópica hecha
trizas. Pero entre sus astillas -fundidas bajo el abrazador sol artificial del
neoliberalismo- restaba todavía un conjunto de textos. Se sabe: que escri-
bieron la nación. Ruinas de mapas, de bibliotecas, de estandartes, de cru-
ces, de fusiles, o de lo que sea. Alguna vez encarnados –y movilizados- en
la temporalidad redentora –de un bando al otro- que surcó el acontecer
de la escena pública del siglo XX. Entonces Horacio González relee los
“lenguajes fuertes” de la patria, como una tragedia de la voluntad demo-
crático-libertaria que purga su imaginación de futuridad mesiánica en las
orillas rioplatenses de la modernidad. De cuyas “disemi-naciones” escri-
turales quedan las cifras arcaicas de un mito de felicidad y justicia que
persevera –como estertores de su viejo Jetztzeit- en los gestos agonizantes
de una trama de escrituras fictivo-fundantes. Dicho con menos palabras:
el ensayo no ha muerto. Pero su “tiempo-ahora” es preciso re-nominarlo
–y procrearlo- de acuerdo a sus nuevas metamorfosis formales y experien-
cias de destino.
En efecto, aquel acto retórico-político de Horacio González

50
-infundido de una sutil apologética militante “culturalista”- exhibe con
fuerza que “el ensayo resiste”. Su tribulación crítico-cultural ante la Es-
finge Argentina, pretendía restituir su linaje ensayístico –y su energeia se-
mántico-histórica- en un mundo de ideas contemporáneo que se avenía
sospechosamente bien con la coexistencia pacífica entre el neoliberalismo
arrasador –de las “meras” naciones-, y las despedidas post-metafísicas –de
los “grandes” relatos- que también las tuvieron por Sujeto de sus múl-
tiples historicidades. Entretanto, la gran narrativa de la “pampa”, con
el drama geológico13 de su temporalidad suspensa y sus estratificacio-
nes lexicales resecadas, no podía sino aspirar al estatuto arqueológico de
un “resto”. Como un acuífero agotado debajo de las napas consumidas
de los periurbanos submodernizados de la llanura, una lectura “argenti-
na” –o cuando menos, “rioplatense”- tenía fatalmente que cavar hondo
agujereando arcilla, grava y roca de escrituras superpuestas como capas
calcificadas bajo el humus de la “nación”. La de los “restos pampeanos”
requería una extracción hermenéutica de pozo y bombeo, perseverante
hasta la extenuación homérica14. Una lectura de hermeneutas-poceros,
excavadores de los subsuelos retóricos, que interpretan a pico y pala, sa-
cando tosca, greda y arenilla de sus yacimientos textuales agotados, a
la espera del surtidor prodigioso que brote del torrente que fluye en lo
profundo de las semánticas mitopoéticas de la tierra.
Pero el fragmento sintagmático “resto pampeano” no sólo re-
presenta una reliquia bajo tierra a ser repuesta y descifrada. Se deja asir
también como una pieza arcaica a ser recogida del suelo y lanzada: como
flecha de anhelo antes que como piedra de protesta. Barro arcaico ame-
ricano al que se le saca punta escribiendo. Para ser re-incrustado, entre
un patchwork de nuevos estratos de temporalidad, en la agonística “pole-
mológica” –su “actual” trasfondo de época-, que se contrae en torno del
tema finisecular de la “nación como problema”15. Pues el propio campo
ensayístico argentino es un pólemos retórico-político, estético y cognitivo
al tiempo que panfletario y teatral16. Según esta táctica de lectura, como
es notorio, el problema del ensayo equivale al problema de la Argentina
misma. Los “ideologemas y narremas” del ensayo se organizan y funcio-
nan como metonimia17 del país. Sus dilemas son los dilemas de la nación.
El país es el pre-texto de todos los textos. Mas no sea en la “república de
las letras”, cuyas metáforas ensayísticas devora su “vacío” fundador, “lle-

51
nado” frenéticamente de textos. Que sin embargo, arrastraron biografías
y arrasaron con cuerpos. Porque también se envolvieron –se implicaron,
se complicaron, se embrollaron- en el huracán de la historia. Claro, todo
esto no dejó de ser nunca Sarmiento.
En cualquier caso, si la potencia figuracional llamada “la Argen-
tina” es aún el pre-texto (y el hipo-texto, y el para-texto, y el meta-texto,
etc.) de los textos ensayísticos, Horacio González se sirve estilísticamente
de una intensa agonística metafórica, que escenifica su “ética de la lec-
tura”, y aun, su “ética de la literatura”18. En fin, una ética de la crítica
de la crítica19, superpuesta –“con nombre propio”- con una política de
las escrituras de la patria, que metonimiza los nombres de Sarmiento y
Martínez Estrada en el nombre fundador de la nación, imaginada como
un paisaje retórico-epistemológico20. Ungida de un mandato misional
que –atravesando el nombre de Martínez Estrada- mucho menos queda
desmentido por la herencia de la Revista Contorno, y su “modo de conce-
bir la crítica”21. Ya que también esa moral crítica y esa política textual nos
muestran, mediante un eficaz y calculado golpe de vista, la centralidad
que es menester reconocer a la tradición del género ensayístico en la his-
toria intelectual argentina, en general, y el puesto que en ella ocupan los
escritos de Ezequiel Martínez Estrada, en particular. Esto como mínimo.
Mientras tanto, semejante política de escritura22 –dispuesta a “vol-
ver literaria” y convocante la crítica cultural23-, filiaba épicamente su
propia conmoción retórica ante la genealogía de la imaginación textual
de la Argentina, siguiendo una interrogación que, al cabo, tuvo por “pre-
texto” la escritura de Ezequiel Martínez Estrada. Como antes éste tuvo en
Sarmiento un “pretexto” para comprender la Argentina. Pues ya el título
“Restos pampeanos”, evoca en su metonimia un diálogo con los estratos
alegóricos diseminados de ese ensayo canónico del siglo XX que fue Ra-
diografía de la Pampa. Asonancias y eufonías simbólicas, o más bien deri-
vas nominativas de una de las “metáforas absolutas”24 de la Argentina, ya
en la hora de los balances crepusculares de sus representaciones y tribu-
laciones fundamentales. Metáfora esencial –se atrevió a llamarla Horacio
González- de un vestigio simbólico regional de los “confines” sureños y
de las “condiciones espaciales metahistóricas”25 americanas. Condiciones
empírico-trascendentales de experiencia del espacio geográfico en cuya
voz “la pampa” –ya como un témpano significante a la deriva, desmem-

52
brado del memorial público en la ciudad neoliberal-, se nombra la propia
palabra “argentina como algo que es una toponimia desvaída” (“Derrida,
el pensamiento del trazo”, en El Ojo Mocho, Buenos Aires, Año IV, Nº 5,
Primavera de 1994, p. 16).
Premeditadamente, la metaforología post-telúrica de Horacio
González se topa con la cifra conceptual radical de esa dramatización en-
sayística de la temporalidad histórico-pública de la formación de canon
de los “textos de la patria”,26 rastreando memorísticamente los potenciales
desvanencidos de una posible lengua democrática y humanista27. Pero
ello requiere trasponer la conceptualización de la temporalidad socio-es-
pacial de la “idea de nación”28 como simple “ficción orientadora”29 al
servicio del poder estatal-capitalista-liberal-oligárquico, etcétera. Enton-
ces Horacio González criba en el nombre de Martínez Estrada el estado
de irresolución futurizadora –y por tanto de suspensa proyección utópi-
co-emancipatoria- que metamorfosea el drama nacional en un “invarian-
te histórico” pendiente. Que se da en el modo de la deuda y de la dilación
de un no-aún.
Simplificando otra vez: la pampa es la metáfora absoluta de una
invarianza de temporalidad, empero, transida de aperturidades y virtua-
lidades futurizadoras. Se trata de una perseverancia ontológica –y de una
insistencia exhortativa- metafísica y política, al cabo. Literaturizada desde
Martínez Estrada. Entonces se trataría de re-pensar lo “invariante histó-
rico” como una paradoja ontológico-política que utopiza la tensión tem-
poralmente ex-tática “pretérito-ocurrido”, no sólo como una circularidad
mítica de repetición y retorno -según una nada desdeñable tradición de
recepción-, sino también como un espacio semántico de potencia litera-
rio-política libertaria. La relectura metafísico-práctica que ejerce Hora-
cio González sobre el cosmos intelectual de Ezequiel Martínez Estrada,
estriba en volver a pensar este invariante temporal en su potencial críti-
co-lingüístico “liberacionista”. Al cabo, un implícito influjo mayor en su
propia tematización crítica del mundo de vida nacional. Dramatizado en
la “experiencia vivida” de los archivos de la memoria colectiva, cuyas es-
cenas de pensamiento se subtienden entre sus extremos fenomenológicos
de “retención y abandono”30.
Pero si todo archivo escrito puede ser experimentado –descrifra-
do, intervenido, apropiado, incidido- en la escena temporal del espacio

53
de apertura del horizonte del presente, entonces los textos fundacionales
y las nominaciones retóricas que incrustan los paradigmas de legibili-
dad ontológico-política de la nación, funcionan más allá de todo “fic-
cionalismo” del poder letrado, y aun, de las tecnologías “biopolíticas”
del Estado liberal-capitalista. El ensayo “nacional” se desintegra como
su propia constelación “soberanista”, es cierto. Y sin embargo, sus frag-
mentos perviven en su propio movimiento, como una cola de lagartija
recién cortada. Los restos pampeanos son también trozos nerviosos en
movimiento, intensidades pulsionales seccionadas de una metamorfosis
tropológica que sobrevive a su unidad imposible. En fin, de una “Argen-
tina en pedazos”, como quiso graficarlo y parodiarlo Ricardo Piglia (La
Argentina en pedazos, Buenos Aires, Ediciones de la Urraca, 1993). Por
no resistir la tentación de decirlo así: el pliegue barroco31 ensayo / nación
forma un rizoma32.
Por lo demás, la propia intervención ensayística de Horacio Gon-
zález se implica en esta trasposición retórico-ontológica de la territoria-
lidad epistémica, invocando –aun desplazadamente y despedazadamen-
te- el nombre y el “lenguaje fuerte” de Martínez Estrada. Lo que quiere
decir: una recepción que se conmociona en la afección catártica del “leer
con miedo”. En fin, un modelo de lectura lírico-dramático que estriba en
“asustarse leyendo”33. Bajo esta patética del temor, la terapéutica drama-
túrgica del ensayo podría resituar y reinstituir las operaciones pragmáti-
cas del género, activándolas entre los pliegues de posibilidades históricas
de una memoria pública ejercida como revivencia política comunitaria.
Re-leyendo con miedo las simbólicas de la geografía histórica de la lla-
nura, entre las curvas barrocas de sus estratos de temporalidad. Cuyas
superposiciones geológicas reenvían sus enigmas pendientes desde Mar-
tínez Estrada a Sarmiento, trastornando los pliegues de posibilidades del
presente argentino. Que permanece inconjurado. Precisamente, pues, en
su condición lexicográfica de “invariante histórico”34. Terminología de
fogonazo eléctrico, vocablos categoriales de una “verdad temible” que ya
sólo incide por su roce quemante, los “invariantes”, históricos y textuales,
han de ser leídos con miedo35. Por la chispa saltada –desviada, perdida,
suelta, errante, extraviada- del indefinido cumplimiento de reparación,
verdad, solidaridad, dignidad y belleza que refulge también en el aura
de la moderna idea de nación, pero como latencia oculta y desfigurada.

54
Aquello que el profeta argentino llamado Ezequiel anunciara, cifrada-
mente –monstruosamente-, en su anagnórisis alegorista. Un porvenir
pronunciado como un Gregorio Samsa detrás de la puerta de su habita-
ción. Profecía desfigurada: Apocalipsis36.
“Kafka escritor emplea el idioma más adecuado a la naturaleza
de sus exploraciones y repite la tentativa de los profetas en la definición
de profecía y profeta que da Spinoza en su Tratado Teológico-político”,
escribe Martínez Estrada (“Acepción literal del mito en Kafka”, en EK,
p. 29). “Llamo Apocalipsis (revelación de lo que está oculto –por medio
de símbolos-) a la obra de Franz Kafka”, comienza diciendo Martínez
Estrada en “Apocalipisis de Kafka” (EK, p. 37).
En efecto, sería éste uno de los registros en que Martínez Estrada
es más solicitado por la neo-ensayística de su lector en clinamen, Horacio
González. En tanto su escritura, de un lado, dona el nombre no-lite-
ral que criba una mediación/activación textual capaz de “recomponer
los vínculos entre la política y las potencias críticas del lenguaje”; y del
otro, dramatiza líricamente la constitución de una “teoría de la cultura
argentina”, concebida otra vez en términos de una mitopoética de ideas.
¿Y por qué no entonces de una teoría de la cultura latinoamericana prac-
ticada desde la misma clave poético-intelectual? Claro que esta veta fue
ya explorada –también haciendo florecer las napas profundas de la ima-
ginación cultural novomundista- por un discípulo cubano de Martínez
Estrada: Roberto Fernández Retamar37. Pero esto requiere dar otro paso.
Si la vastedad de la anunciación geográfica americana se derrama
de soledad sobre el hoyo plano de la Argentina, Cuba, sumiéndola por
su embudo de temporalidad utópico-mesiánica38, cumpliría con todas
las promesas que dejaron pendientes los profetas de la llanura, incluso en
manos de uno de sus nietos pródigos y heroicos: Ernesto “Che” Gueve-
ra. Entretanto, el drama de –la representación de- la nación39, también
persevera en multiplicar sus síndromes y cifras. ¿Es que ese drama de
representaciones argentinas no puede aún emanciparse de su ominosa
toponimia sureña en la voz “pampa”?
En cualquier caso, por sus condiciones de legibilidad epocal –cri-
sis de los años treinta-, de género discursivo “-ensayo de interpretación /
ensayo de carácter”40-, y de organización retórica –análisis de la “realidad
profunda” / “denuncialismo moral”- Radiografía de la pampa es un texto

55
cuya canonización no puede neutralizar su cifra agonal en la constitución
del corpus ensayístico argentino41. Se ha hecho ver con suficiente detalle
que la propia historia de la recepción de Ezequiel Martínez Estrada acre-
dita el arte polemista de una textualidad perlocutivamente construida
para incidir persuasivo-afectivamente por medio de la argumentación
ensayística42. Pues su horizonte de significado último concierne a la dis-
cusión misma de la serie constructivista invención-nación-tradición en la
Argentina, tomada en su inestabilidad y disposición conflictiva inheren-
te43. Radiografía de la pampa metonimiza barrocamente el drama de la
nación, que la crisis del proyecto liberal –y su modelo de acumulación ca-
pitalista primario agroexpoertador- en la década del treinta, no hizo más
que aflorar a la superficie de su anomalía de modernización periférica. La
propia escritura de Martínez Estrada dramatizaría esa anomalía de crisis
de la modernidad en forma de profecía y denuncia, y aun de terapéutica
contra-utópica44. Pues es también la lírica de un drama de temporalidad45
experimentado como crisis civilizatoria46.
Tampoco cuesta mucho decir que en las violinísticas manos de
Martínez Estrada, el “ensayo” no se halla despojado de un sustrato filo-
sófico, “intuicionista” y aun “kantiano”47. Pues es capaz de manifestar
estéticamente la función meditativa y desocultadora que pone en juego
su moralismo trágico. Cuya retórica de conmoción ética se halla entraña-
da en un drama cognoscente de develamiento del mundo. Pues el ensayo
fue, “esencialmente”, su experiencia de la verdad: su “fenomenología mo-
ral”48. En ese círculo de la voluntad de verdad desplegada como drama
retórico y estilo catártico, se decide el espesor existencial de su ética del
pensamiento, y por cierto, su implicación histórica concreta. Evidente-
mente se puede elegir de qué forma “entrar correctamente” en el círculo
hermenéutico de este sistema de revelaciones connmovedoras y martirios
veritativos. En la recepción de los escritos de Martínez Estrada, tamaña
densidad dramática ético-existencial y artístico-política puede tomarse
como tal, o desdeñarse, y aún escamotearse y olvidarse. En tal sentido, el
“archivo de lecturas” de Martínez Estrada también ha padecido suplicios
y agonías. Destino propio –se ha dicho- de quien reunió las infrecuentes
condiciones de pensador, artista y revolucionario49.
Es cierto que podemos empezar por tematizar la “alegoría pam-
peana” de la Argentina como aquella figuración polemológica que pone

56
en evidencia su forma “geográfico-cartográfica”50. Pues dicha figuración
ha asumido la representación de la historia nacional durante un largo pe-
riodo de la tradición ensayística local del siglo XX. Pero aun los historia-
dores que le debían mucho a Martínez Estrada no pudieron ocultar que
se trataba de una “pregunta metafísica”51. Claro, se trataba de una filosofía
de la historia52. Transposición metafórica de la geografía en historia y del
signo cartográfico en espacio político53 que, evidentemente, podríamos
calificar de “territorialización” imaginaria o “simbolización del espacio”
de la narrativa “pampeanocéntrica” 54. Pero quisimos dejarnos obseder
en principio por la moralidad de la lengua en la que esos ideologemas y
narremas pretendían ser pronunciados. Y luego, por su itinerario ameri-
canista, por cuya lengua también habrían de naufragar. En las tempes-
tades de la memoria literario-política de su patria. Pues si acusar recibo
de su retórica alegorista de denuncia constituye un lugar recurrente en la
historia de la recepción crítica de la obra ensayística de Martínez Estrada,
lo es menos la insistencia de que su tormento meditativo se consuma, al
cabo, como prefiguración utópica de la redención de América Latina. En
una apoteosis libertaria que anuncia la Isla de Utopía. En ello es determi-
nante su “experiencia cubana”, ya al término de su vida intelectual. Del
apagamiento de su estrella.

Alegoresis dramática y temporalidades ex–céntricas: metafórica de la


secularización americana

Si es suficientemente sabido que la diagnosis ensayística de


Ezequiel Martínez Estrada se origina en un grave ademán trágico ante la
pregunta por la Nación, conviene no perder de vista que su dramatización
geográfico-fatídica en la interrogación de la condición argentina, dislo-
ca y estalla la superficie pesimista con su giro cubano-latinoamericano,
pero manteniendo el campo semántico de las constantes hermenéuticas
teológico-políticas y ontológico-telúricas: enrojeciendo la exasperación
de su epifanía bíblica55. Es un vuelco fácil de enunciar, pero menos de re-
construir en sus efectos histórico-conceptuales y ontológico-normativos
profundos. Permítasenos sugerir una conjetura impresionista echando
un vistazo general –pues no nos resulta aliviado urdir una “hipótesis”
57
puntillosamente-, antes de confrontarla con una visita más atenida a las
fuentes.
Comencemos por señalar que -tal vez- una clave que explica la
fuerza histórico-semántica efectual de la ensayística de Martínez Estrada
en la cultura intelectual argentina y americana, reside menos en su teatra-
lidad del martirilogio intelectual, que en su escenificación metafórica tra-
gicista-utópica de América Latina. Donde es crucial su tematización de
las “aporías del tiempo”56 que generaron localmente su despliegue como
anomalía de una modernidad periférica. Si no nos equivocamos tanto, la
fuerza performativa de la retórica de Martínez Estrada no se clausura en
una productividad inmanente a su escritura –por caso registrable en los
extremos figurativos de su alegorismo bíblico o de su telurismo “fatídico”
y “metafísico”57, así como, en la impulsividad invectiva de su denuncia-
lismo panfletario- sino que, precisamente, se revela en el modo en que
esos tropos y dicterios pueden dramatizar discursivamente las polémicas
y aporías ético-políticas decisivas que recorren la pregunta por el horizonte
emancipatorio-libertario de la construcción cultural de la Nación. Dicho
más rápido: su eficacia retórica puede perseverar, no gracias, sino pese a
su posición en el campo letrado argentino del siglo XX. Pues su potencial
semántico de reservas existenciales metafóricas “absolutas”, reside en su
aporte a la utopización intelectual de (la idea de) América Latina, antes
que en su tragicismo rioplatense.
En consecuencia, la transformación que sufrieron las figuraciones
conceptuales de esa potencia iluminadora de la conciencia práctico-mo-
ral, no procede sólo del modo en que su pensamiento dramatiza una
lírica social amarga en la interrogación temporal de la historia argentina,
sino que también surge de su retórica de la liberación latinoamericana,
proyectada como futuridad redentora última. En fin, como trasposición
geográfico-temporal de una filosofía de la historia occidental expandida
semántico-imperialmente desde un siglo XVIII europeo, auto-instituido
por la burguesía ascendente como centro del mundo protoglobal58. Es
decir: no mutación, pero sí dis-locación periférica, que igualmente opera
como escatología telológico-salvífica59 de la “secularización”60 en que se
legitimaría el poder de la modernidad y su metafórica de temporalidad61.
Pues con todo el lastre mitológico que se quiera -pero escamoteado a la
reacción62- nosotros también creemos que la tensión barroco-america-

58
na des-centrada del campo metafórico “inmanentista” de la tem-
poralidad moderna63, satura el periplo reflexivo de un pensamiento que
–como mostrara David Viñas- lo lleva a Martínez Estrada “de Radiografía
de la pampa hacia el Caribe”, ejecutando una única pieza de redención.
De “secularización” de la esperanza salvífica en forma de expectación de
posibilidades emancipatorias64.
El umbral secularizado de apertura temporal de expectativas que
contiene el discurso utópico del “último Martínez Estrada”, refigura la
retórica dramática de la metafórica salvífica de la nación, en un exceden-
te semántico-espacial de prognosis aceleradora de la “temporalización”
redentorista-secularizada65 de América Latina. Re-sementizando la ima-
ginación territorial de una temporalia que, hay que decirlo ya, venía pre-
viamente elaborada -desde sus orígenes coloniales- como una metafórica
utópica diferencial de la propia refracción especular de la forma de con-
ciencia euro-occidental66. Por lo que la peripecia narratológica de Mar-
tínez Estrada entre la llanura trágica67 y la insularidad revolucionaria68,
requeriría identificar este vuelco libertario-latinoamericanista, como el
hecho literario-político clave que viene protagonizado –simbolizado- por
su “experiencia cubana”. Por ello es que sus textos ensayísticos trasla-
dan-transportan (re-metaforizan) los nudos narrativos de futurización de
una filosofía de la historia que primero fue pensada para la Argentina en
su anverso anómalo, nocturno, para ser ulteriormente reinstituida en la
vigilia del horizonte de expectación de la liberación de América Latina.
En una operación correlativa, ciertamente, al clima de ideas radicalizado
en torno al registro de sensibilidades insurgentes y de izquierdización
ideológica generado por el vuelco socializante en Cuba. Pero en ese giro
libertario-revolucionario, la visión intelectual del mundo que construyó
nuestro pensador, se muestra consecuente con la matriz interpretativa
que enlaza diagnósticamene la textualidad ensayística con el acontecer
histórico-contextual: crisis del treinta (Radiografía de la pampa), peronis-
mo clásico (Muerte y transfiguración de Martín Fierro), revolución cubana
(Martí).
Conforme a esta secuencia literario-política, en sus ensayos “te-
lúricos”, la figuración de “La Pampa” funciona retóricamente como una
alegoresis trágica de la frustración argentina. Mientras que en los ensayos
de intervención del último Martínez Estrada, “La Isla de Utopía” (Cuba),

59
se transforma en una alegoresis anticipatoria de la liberación latinoameri-
cana. Doble movimiento, entonces: del espacio regional al espacio conti-
nental, y de la diagnosis trágica a la prognosis utópica. Semejante viraje
dentro de un mismo cuadro metafórico de temporalidad escatológico-se-
cular, reinventa sus cuadrantes espaciales y cosmográficos continentales,
según una clave dilucidada luego por Ángel Rama a partir de las catego-
rías originariamente barrocas de la fundación de la “ciudad letrada” lati-
noamericana69. América Latina es ella misma una construcción utópica
barroquizante, que alternativamente escande o exaspera semánticamente
su invariante futurizante, sin dislocarlo como tal, aun en la infraestruc-
tura insidiosa de la ciudad letrada: elitista. Pues perdura como “constan-
te” de un “proyecto” utópico70. Cuya modulación vanguardista el propio
Ángel Rama exaltó en el modelo cultural “sistemático” de la modernidad
argentina, crisis secular mediante71. Nudo crucial que tensa la trayectoria
“interpretativa” de la obra ensayística de Martínez Estrada, precisamente
un agente cultural tragicista de la modernidad argentina.
Más allá o más acá de esa matriz elitista-vanguardista exhibida
por Ángel Rama –cabalmente representativa del caso de Martínez Es-
trada, pues-, Susana Zanetti ha hablado de la representación de América
como “tierra de renacimiento”72; y últimamente Marcela Croce ha ha-
blado del “latinoamericanismo” como una “utopía intelectual”73, acaso
en cierta proximidad con Josefina Ludmer, cuando se refiere a “América
Latina” como una “especulación”, también ligada al problema de las fi-
guraciones imaginarias anejas a las políticas de lectura que parten de una
temporalización utópica local74. Pero la temporalización de la utopía no es
un mero efecto de la conciencia burguesa, sino una de las direcciones
fundamentales de la modernidad occidental como estructura temporal
de experiencia75. Martínez Estrada reacuñó los estratos lexicográficos y
los sememas conceptuales de ese potencial utópico, respirando -hasta que
pudo- la más que entusiasta atmósfera de transformación sociopolítica
radical que surcó –huracanadamente, tropicalmente- los “años sesenta”.
Pues en lo que concierne a su rol como un intelectual del siglo
XX , el vuelco semántico-político dado por Martínez Estrada en torno
76

al tema de la utopía latinoamericana, reconfigura las coordenadas intelec-


tuales fundamentales de la forma profética del “rostro del tiempo”77 pre-
sente en su corpus ensayístico. Esta torsión temática e interpretativa en el

60
universo textual del ensayo de Martínez Estrada, muestra que su discurso
interpretativo no se rige ya sólo por el pathos denuncialista de una onto-
logía telúrica de la historia. Puesto que en sus últimos escritos, su tesis de
la temporalidad negativa de la nación –argentina- será desestabilizada y
al cabo revertida por una dislocación utópica de intención emancipatoria
y proyección latinoamericanista –cubanizada-. Esta apertura a la utopía
como praxis redentora (idealizada en la Cuba revolucionaria) logra fran-
quear el círculo traumático de la historia telúricamente alegorizado en
forma de “invariante” geo-morfológico, circularmente compulsivo. Y sin
embargo, esa expansión no se resuelve en una mera periodización de sus
escritos, pues en rigor es posible exhibir un abigarrado entrelazamiento
de motivos historicistas y utopistas a lo largo de toda su obra.
Primero, ese utopismo aparece de un modo velado y densamente
metaforizado, “anagógico”78, principalmente a través de sus exégesis del
Facundo de Sarmiento y del Martín Fierro de José Hernández. Finalmen-
te ese utopismo alegórico estalla en un estilo militante y hagiográfico,
programático y exhortativo, cuyo punto de condensación es la figura de
Martí. Esa retórica de emancipación latinoamericanista –que empapa y
derrama sus escritos tardíos, como en el caso del Martí: el héroe y su ac-
ción revolucionaria (1966)-, creemos que conforma un núcleo central de
la teoría intelectual construida por Martínez Estrada, ya en el horizonte
programático de su singularizado y anómalo “latinoamericanismo”. O si
se quiere, de su latinoamericanismo “raro” y ex-céntrico. Se trata al cabo
de no perder de vista este motivo “latinoamericanista” –sigamos llamán-
dolo así- en el cuerpo interpretativo de su obra ensayística.
Corriendo un poco el eje frente a una historia de la exégesis que
ha insistido en partir de la figuración telúrica de “la pampa” como “me-
táfora del fracaso” y “geografía del desencuentro”79. Donde Martínez Es-
trada se limitaría a resemantizar algunos tópoi80 diagnósticos ya presentes
en la “red textual” del ensayo positivista finisecular, y en general sobre el
tema de la identidad nacional81, reformulándolos en clave de un “intui-
cionismo ontológico”82. Ahora bien: más allá de esta estrategia discursiva
fundada en la potencia simbólica de las alegorías -en rigor un tributo del
escritor romántico Martínez Estrada a la retórica tradicional y en gene-
ral a la cultura clásica occidental83-, a nosotros también nos interesa dar
cuenta de la función específica que asume la alegoría en la representación

61
poetizante de la historia, y por consiguiente, como tropo de figuración de
la temporalidad. Esta construcción tropológica comportaría el devela-
miento, en la argumentación ensayística de Martínez Estrada, de aquél
“régimen histórico” al que aludía Josefina Ludmer84. Pues esta categoría
permite hacer visible la gramática profunda de una figuración del tiem-
po, y propiamente de su estructura tropológica narrativa, tan potente en
un escritor catártico85 como Martínez Estrada86.
Pero para nosotros, sólo en la constelación discursiva inicial del
ensayismo de Martínez Estrada se condensa una “alegoresis”87 trágica –
porque acaso no pudo sustraerse a la tentación, al cabo teológica, de
“transponer el teatro en la teoría” 88- relativa a su efectuación catártica,89
precisamente empleada en la figuración de la historia argentina como un
drama que exige una auto-clarificación de la conciencia práctico-moral,
conmovida desde su “fondo agonístico”90: ensayístico-consternadamen-
te91.
Con esta clave terapéutico-moral, el polo temático del pesimismo
trágico se nos deja de aparecer como un mero pathos epocal y subjeti-
vo, para comenzar a mostrarse, mejor, como la teodicea secular que no
abandona la esperanza ulterior en una reconciliación con la naturaleza
dañada, como la convocatoria a no mutilar el anhelo de la restitución
amorosa y políticamente convival de un lazo humano comunitario escin-
dido, y como la conminación a no defeccionar de una cultura concebida
como Paideia cívica, puesta al servicio de una praxis emancipatoria de
formación de la voluntad democrática. ¿Es que siempre y necesariamente
todo camino de liberación debe ser un vía crucis o un holocausto dado a
la historia? ¿Podemos, en fin, hacernos todavía ilusiones de que no sólo
Dios, sino asimismo la Tragedia han muerto, a la hora de guiar los desti-
nos de la acción humana? El caso es que el viejo Martínez Estrada se hizo
ilusiones juveniles. Creyó, por último con fervor místico, en la redención
americana a través de la Isla de Utopía.

62
De la kátharsis rioplatense al éschaton caribeño: dos escenas discur-
sivas

Resumiendo, no puede decirse que la ética libertaria y reden-


cionista que aflora definitivamente en los escritos del “último” Martínez
Estrada -de corte latinoamericanista y antiimperialista-, viene a romper
como un ladrillo la plataforma semántico-tectónica “ontológico-intui-
cionista”, procedente en último término de su “pampeanocentrismo”,
atravesado de vitalismo neorromántico. Ese vuelco militante hacia la li-
beración latinoamericana -que sin embargo no conmueve los cimientos
lexicales profundos del marco interpretativo de la metafísica telúrica-, se
comprende menos por la variación temática de un esquema conceptual
invariable, que por la persistencia de la hebra moral dentro de la mutante
trama denuncialista. Periplo que lo lleva, como dijera David Viñas, de
la Pampa al Caribe. De la Buenos Aires a ser demolida, a la Cuba a ser
re-construida.
Mucho más importante es señalar que el “giro latinoamericano”
de Martínez Estrada -expresión última y profunda del viraje escatoló-
gico “cubano” en el que cobró carne y forma-, puede ser leído hoy en
un horizonte de actualidad que no sabemos cuánto más extenderá sus
pliegues de apertura histórico-utópicos, y menos, sus laterales de posibi-
lidad escatológico-mesiánicos. Todo horizonte de expectativas libertaria
es frágil y contingente; pero se torna menos decidible todavía si ese re-
clamo concierne a las tradiciones culturales argentinas de vocación lati-
noamericanista. Y para peor, que miran hacia la “experiencia cubana”. La
bajante tras la pleamar de las reparaciones nacional-populares puede ser
más desoladora si la intermitente emisión de sentido de la Cruz del Sur
se encapota una vez más bajo el despotismo del gran capital y del despojo
imperial. Resistidos desde el subsuelo –así se ha hecho notar debidamen-
te- de la figuración telúrica que inviste de enigmática metafísica a los
seres y objetos yacidos en “la pampa” –esa vitalidad nominativa-, antes
de sus sublevaciones públicas. No perder de vista la alegoría augural de
aquella constelación sureña puede también ser hoy uno de los modos
posibles de leer a ese viejo profeta irredimible y herético que fue Ezequiel
Martínez Estrada. Ya que si las huellas del martirio de que fue objeto en
su excursión ensayística a la llanura pensada, nos conducen a la revela-
63
ción, a la culpa, a la contrición, a la catarsis y a la cura, no se insistirá lo
suficiente en que su expiación culminó por empinarse enredentoramente
el torso de Nuestra América.
Con menos palabras: nos hemos planteado en qué sentido Mar-
tínez Estada, con su Cuba, sintió, por último –en los estertores de su
existencia penitente-, que la Isla de Utopía que yace bajo la Cruz del Sur
todavía podría guiarnos proféticamente. Mas, si ese resplandor hubie-
ra consumido ya su fuerza utópica para siempre, aun parados en me-
dio de las cenizas y bajo la niebla nocturna deberemos reconocer, ya sin
exultación alguna, que la herencia de Martínez Estrada testimonia una
experiencia ético-intelectual de liberación latinoamericana. Y acaso un
paradigma de la misma. Pero nada de ello es gratuito. Pues no menos
cierto es que así como Martínez Estrada leyó con miedo a Sarmiento y a
Hernández, nosotros también leemos con miedo a Martínez Estrada. Esta
clave de lectura tragicista –de nuevo, catártica92-, creemos que merece
acentuarse más aun en una hermenéutica de Muerte y transfiguración de
Martín Fierro. Por lo que también nuestra interpretación se dejará mo-
tivar por esta operación de desplazamiento canónico hacia su crítica de
la gauchesca (volviendo de algún modo a la perspectiva de Contorno),
productiva desde su misma anomalía, que es la del propio poema y la de
su imaginación nacional y literaria93. En esta obra hallamos pues la esce-
nificación discursiva mayor de su alegoresis trágico-barroca. Un Trauerspiel
criollo de cuya temporalidad crepuscular aún no podríamos despedirnos
–del aura brumosa de la nación que lo canonizó como texto fundacional,
todavía menos-. Si como creía Walter Benjamin, tal vez “la profunda
comprensión de lo trágico no deba partir del arte, sino de la historia”94.
Si, acaso, lo que seguirá tronando en nuestro tiempo mundano
es la profecía catastrófica de un asceta aguafiestas, que para peor, era un
moralista y un patriota. Sí: “un puritano en el burdel”95. También sabe-
mos que la escritura de Ezequiel Martínez Estrada puso su sello corporal
en el desasosiego argentino -en cuya carne llagada lacraba sus palabras-,
sentimos que las profirió para ser repetidas de memoria, por más que en
su apenas fingida modestia no lo haya recomendado. Pero la larga cruci-
fixión del olvido de su lección vital sabrá desmentir a tiempo que su voz
llegó para ser proferida en medio de los yuyales de la llanura. Martínez
Estrada también pronuncia lo grave y se diría que lo escuchamos de ro-

64
dillas. Es cuando lo musitamos entre dientes, en el murmullo de un orar
inconfesable, en los peores trances, bajo las más furiosas tormentas pam-
peanas, asidos de sus palabras como a maderos o amuletos. La memoria
del profeta profano siquiera impide que esa sinceridad inicial se deslice
entre excusas y distracciones. Incluyendo entre ellas las labores de crítica
y erudición.
Entre tantas lecciones para retomar, la que más nos interesa –o
nos duele- de Martínez Estrada, es la de su utopía amarga –por mera-
mente utópica- de una Argentina moral y de una América liberada. Y de
apaciguamiento justo, y de responsabilidad solidaria. Desde Hölderlin
y Nietzsche, pudo comprender que estamos en ese tiempo suspendido
entre la muerte de Dios y la despedida del último hombre, solazada en
su demora. Él mismo, poeta en tiempo de penuria96. Desconoció quizá la
extremación existenciaria de la cita pero no la comprensión que tuvo en
la variante que le imprimió Martin Heidegger a esa cesura suspensa entre
la despedida de los dioses y el arribo indeterminado del Umbral de un
nuevo tiempo del Ser. Pero en “tiempos de penuria”, no sólo el enano
teológico oculto del materialismo histórico ha muerto97. Aquél que los
justos de la revolución llamaban “motor de la historia”, y también sus
“leyes”. Sin denunciarlo ni atacarlo, puesto que Marx estaba del lado del
hombre -y la dialéctica, del lado de la justicia-, Martínez Estrada llegó a
lamentar su extinción, quizá también de rodillas. Entonces dio en nom-
brar, como un santo laico, a Cuba, como su último sermón atronador.
¿Tendríamos al final de todo, sin embargo, sólo la vista puesta en una
última Trapalanda?
Es cierto que el meta-relato de los invariantes de la temporalidad
vacía98 -presente como una obsesión en Ezequiel Martínez Estrada- onto-
logiza un solapamiento metafórico de la geografía en historia99, hendien-
do su potencia escatológico-utópica100. Y de la escatología en geografía.
Pero esa obsesión teológico-política golpea como un martillo a las puer-
tas de nuestra conciencia moral. Pues el aguijón retórico del “ensayo de
curación” de Martínez Estrada -y más todavía su potencia hermenéutica
de desciframiento analítico y revelación catártica ante la pregunta por la
historia “profunda” de la vida argentina y americana-, pone dramática-
mente en escena los grandes conflictos ético-políticos que atraviesan la
definición del “problema de la nación”; ya como un acontecer moderni-

65
zante que patologiza sistemas, urbes, subjetividades y cuerpos; ya como
una anunciación redentora que exige en sacrificio holocaustos y mártires.
Y sobre todo lo último, no han sido puras metáforas.
Ahora bien, lo que impacta de esta “amargura metodológica”101,
es también el contra-golpe de la mutación del pathos dramático de la
escritura salvífica de la nación, en un potencial de imágenes -o depósito
existencial-metafórico (“reserva fundacional de existencias”, la llamaba
Blumenberg)- de prognosis temporal utópico-redentora de América La-
tina, y aun como retórica de liberación continental. Esta transposición de
la ontología de la secularización en su retórica de curación/liberación, no
encubriría precisamente la eficacia de dos “escenas discursivas”102 genera-
les que, sin embargo, se despliegan como contrafiguras imaginarias en sus
fundaciones metaforizantes de temporalidad. Esto es, como el estallido
metonímico de la hendíadis desierto / Argentina en la hendíadis libera-
ción / Cuba. Será entonces la “Isla de Utopía” la beneficiaria salvífica de
una potencia esperanzada que se cobraría en los cuerpos martirizados y
mitológicamente épico-heroicos de Martí y el Che Guevara, la simbólica
teológico-política de su nuevo destino redentor.
Dos “escenas discursivas” que forman un pliegue, entonces: la ca-
tarsis rioplatense y la escatología caribeña. Esto nos lleva a pensar –si
se quiere, a guisa de hipótesis de trabajo, pero más sinceramente, ape-
nas como una conjetura impresionista de conjunto- que si la función
pragmático-retórica del ensayo en Martínez Estrada no estriba sólo en
afectar trágicamente la conciencia pública por medio de una interven-
ción denuncialista-polemista, ello surge de dos apuestas interpretativas
radicales que terminan por desplegarse en sus escritos de los años sesen-
ta. Pues la escritura barroquizante –anómala, desaforada, desmesurada,
patológica, penitente- del “último Martínez Estrada”, también despliega
dos movimientos conceptuales correlativos. Primero –y si se nos permite
seguir echando mano de más jerga-: consuma el “espacio de experien-
cia”103 geo-epistémico104 del Sur (de la “Pampa al Caribe”), a partir de un
pensamiento “fronterizo” que reconfigura la temporalidad moderna sub-
alternizada105. Segundo: proyecta esa constitución retórico-epistémica lo-
cal en un nuevo “horizonte de expectativas” emancipatorio, que anticipa
y prefigura libertariamente un continente descolonizado y emancipado,
ya en condición de utopía regulativa de intención ético-política (Cuba

66
y América Latina). Como mucho, ya sugerimos que si en sus ensayos
“telúricos”, la figuración de “La Pampa” -o del área rioplatense- opera
tropológicamente como una alegoresis trágica de la frustración argenti-
na, en los ensayos “políticos” del último Martínez Estrada, “La Isla de
Utopía” (Cuba), se transforma en una alegoresis utópica de la liberación
latinoamericana. La redacción en Cuba del voluminoso Martí revolucio-
nario (publicado póstumamente en 1974), pero sobre todo los opúsculos
publicistas que componen Mi experiencia cubana (publicado en Monte-
video en 1965), llevan esta idealización utópica hasta un punto de exal-
tación mitologizante, aunque no inconsistente con la retórica románti-
co-libertaria y aun anarco-revolucionaria que marcó su sensibilidad de
escritor ácrata.
Con dicha impresión conjetural de lectura –que apenas podría
aspirar a la dignidad de una “hipótesis” tesista-, pretendemos indicar
apenas que este breve pero crucial período final “latinoamericanista-re-
dentor” del ensayismo de Martínez Estrada, se centra en la reinvención
utópica de su “experiencia cubana”, ya como una “alegoresis” escato-
lógica de liberación emancipatoria continental, ya como coronación
histórico-política, a su vez, de un tiempo de salvación profana local106.
Martínez Estrada traza las agujas o cuchillas de tijera temporales de la
expectación secularizada, yendo del cuadrante de la alegoresis moral del
“espacio de experiencia” trágico-agonístico de la nación (en la serie signi-
ficante la Pampa-Sarmiento/Hernández), al cuadrante del “horizonte de
expectativas” emancipatorio-libertario de la utopía libertaria latinoameri-
canista continental (en la serie significante Cuba-Martí/Che Guevara).
Mas dicha tensión se resuelve en una operación intelectual mayor que la
comprende: la fundamentación de la localización topológica geo-histó-
rica de su “Latinoamericanismo”. Cuyo télos apocalíptico seculariza, en
el propio principio trágico que atraviesa toda idea y praxis de “revolu-
ción”, el desplazamiento escatológico de la “utopía” a una “topía”107. En
Martínez Estrada, un trayecto figurado ulteriormente en la idealización
mesiánica108 de Cuba. Por lo que acaso la proyección del discurso ensa-
yístico de Martínez Estrada en el horizonte de comprensión del presente,
pueda vincularse a una relectura teórica que proponga la idea de una
topía espacial metonomizada en el significante “Nuestra América”. Esto
es, como un topos geo-histórico tematizado a la luz del régimen de tem-

67
poralidad abierta de la función semiótica antropológico-trascendental
del discurso utópico. Para ello nos dejaremos asistir por algunas claves de
interpretación procedentes de la filosofía latinoamericana actual. Todo
esto, sin embargo, no deja de ser una indicación formal, meros aprontes
conceptuales encaminados a tornar legible cierta impresión conjetural de
lectura. Pues en el fondo creemos que Ezequiel Martínez Estrada se sintió,
él mismo, el profeta que anuncia la “Estrella de la Redención” de Améri-
ca Latina. Y yacemos menesterosos de sus signos. Por ello, es que antes de
aferrarnos con uñas y dientes a una lectura filosófica “latinoamerianista”
que dé cuenta de la estrella redentora de su legado –figurada en el éscha-
ton de Cuba-, nos espera una rauda, vertiginosa incursión por la llanura
hermenéutica del ensayista ácrata.

68
Notas

1 Con una frase más moderada que la que trasladamos aquí, pues en rigor escribió
que si “hay ensayo argentino, en una gran medida es porque existen los escritos de
Ezequiel Martínez Estrada”, en González, Horacio, Restos pampeanos. Ciencia, Ensayo y
Política en la cultura argentina del siglo XX, Buenos Aires, Colihue, 1999, p. 168.
2 “Latinoamericanista, exploró en sus páginas cubanas y en la propia biografía de
José Martí ciertos climas metafísicos en los que las fuerzas transfiguradoras del mundo
histórico se revestían de lo que él llamaba el daimon”, agrega ciertamente Horacio Gon-
zález en un raudo al tiempo que profundo recorrido, y concluye que Martínez Estrada
fue “nuestro trágico de la lengua, nuestro erudito doliente”, y en fin, un pensador que
“si en nada fuera necesario estar de acuerdo con él, queda la manera irreversible en que
su escritura nos persigue”, pues el ser perseguidos constituye también “un modo de
leer”. González, Horacio, “Martínez Estrada de vuelta”, en Ezequiel Martínez Estrada.
Alegorías, intuiciones y blasfemias argentinas [Presentación de Catálogo], Buenos Aires,
Biblioteca Nacional, 2004, p. 3.
3 Jorge Panesi señala que en la lucha y negociación por definir “una concepción de
literatura” que “se impone, ocupa y regula un lugar, se extiende y legisla repitiéndose”,
se “juega todo el potencial político de los discursos”. Por ello no “podría hablarse de
‘operaciones críticas’ sin que esta relación determinante esbozara siempre un contorno
suspendido, virtual, recompuesto al infinito, nunca esencial ni totalizable, ni menos
aún representable, pero siempre histórico, siempre en peligro de anulación”. Panesi,
Jorge, “Las operaciones de la crítica: el largo aliento”, en Giordano, Alberto y María
Celia Vázquez (comp.), Las operaciones de la crítica, Rosario, Beatriz Viterbo-Universi-
dad Nacional del Sur, 1998, p. 14.
4 Porque respecto a la noción de “canon”, reflexiona David Lagmanovich, “cada uno
de nosotros tiene su versión de esta unidad abstracta y elusiva. Es la que nos acompaña
como nuestra enciclopedia personal, nuestra biblioteca o íntima lista de preferencias; es
nuestro coro de cámara, que nos ayuda a incorporar a nuestra vida el otro coro, aquel
magnífico y multánime coro formado por todas las voces que han dejado en nuestra
vida la marca de su dedicación a las alegrías y los dolores de la literatura”. Lagmanovich,
David, “Sobre el canon de la literatura nacional argentina: estética y política”, en Amé-
rica Latina hacia su segunda independencia. Memoria y autoafirmación, Biagini, Hugo E.
y Arturo A. Roig (comps.), Buenos Aires, Aguilar, 2007, pp. 134-135.
5 En el sentido en que Nicolás Rosa ha dicho que la “literatura nacional es una
política de acuerdos literarios y engendra sistemas y no cánones y formas de políticas de
escritura y de políticas de lectura, sobre políticas de lenguajes”. Rosa, Nicolás, “Liturgias
y profanaciones”, en Cella, Susana (comp.), Dominios de la literatura. Acerca del canon,
Buenos Aires, Losada, 1998, p. 82.
6 Cuya nada injuriosa proximidad nos deja ver Lelia Area al notar que es “a partir
de la serie: fórmula-biografía-proyecto, que el texto sarmientino adquiere su estatuto
fundacional ya que se ha presentado a su generación y a las posteriores como un modo

69
de leer lo político al mismo tiempo que se inscribe como un modo de escribir literario”.
Area, Lelia, “El Facundo de Sarmiento o las políticas del paisaje”, en Lelia Area, Lene
Fogsgard y Cristina Parodi, Sarmiento, Mansilla, Hernández, Güiraldes: modos de escribir
la Argentina, Dinamarca, Romansk Institut, 1993, p. 17.
7 Una conjunción categorial que -juzgaba Carl Schimtt- no es contingente sino
constitutiva en la edad de la democracia moderna. “Un Estado democrático que en-
cuentra los supuestos de su Democracia en la homogeneidad de sus ciudadanos, se co-
rresponde con el llamado principio de la nacionalidad, según el cual una Nación forma
un Estado y un Estado encierra dentro de sí una Nación”. Schimitt, Carl, Teoría de la
Constitución, Madrid, Alianza, 1982.
8 Dice Habermas que cuando “se interpretan los largos y ramificados procesos a
partir de los resultados, la ‘invención de la nación’ desempeña la función de catalizador
de la transformación del Estado de la temprana Edad Moderna en una república demo-
crática”, ya que, la “autocomprensión nacional construyó el contexto cultural en el que
los súbditos podían llegar a ser ciudadanos políticamente activos”, y sólo “la pertenencia
a la ‘nación’ fundaba un vínculo de solidaridad entre personas que hasta entonces ha-
bían permanecido extrañas las unas para las otras”. Así, el “mérito del Estado nacional
estribaba, pues, en que resolvía dos problemas en uno: hizo posible una nueva forma,
más abstracta, de integración social sobre la base de un nuevo modo de legitimación”.
Habermas, Jürgen, Identidades nacionales y postnacionales, Madrid, Tecnos, 1989, pp.
10 y ss.
9 Eric Hobsbawn advierte que si “lo que caracterizaba a la nación-pueblo vista
desde abajo era precisamente el hecho de que representaba el interés común frente a
los intereses particulares, el bien común frente al privilegio, como, de hecho, sugiere el
término que los norteamericanos utilizaban antes de 1800 para indicar el hecho de ser
nación al mismo tiempo que evitaban la palabra misma”, las “diferencias de grupo ét-
nico eran, desde este punto de vista revolucionario-democrático, tan secundarias como
más adelante les parecerían a los socialistas”. Hobsbawm, Eric, Naciones y nacionalismo
desde 1780, Barcelona, Crítica, 1991, pp. 28-29.
La dimensión de la politicidad de la formación de la nacionalidad y la elabora-
ción intelectual-política del “nacionalismo”, también ha sido analizada con claridad por
Charles Tilly. Sostiene que dos fenómenos distintos fueron designados con el término
“nacionalismo”. Un nacionalismo dirigido por el Estado y un nacionalismo en busca de
un Estado. En el primero, los gobernantes perseguían agresivamente un interés nacio-
nal definido mientras planteaban, con éxito, exigencias a una ciudadanía definida en
términos amplios, en nombre de toda la nación y con exclusión de otras lealtades que
pudieran tener los ciudadanos. En el segundo, los representantes de una población que
no ejercía un control colectivo sobre un Estado aspiraban a conseguir un estatuto políti-
co singular o incluso un Estado separado. Pero “ambos fenómenos coincidían en insistir
en que los estados debían corresponder a pueblos homogéneos, que los pueblos homo-
géneos tenían intereses políticos peculiares, que los miembros de pueblos homogéneos
tenían un profundo deber de lealtad hacia los estados que encarnaban su patrimonio y
que, en consecuencia, el mundo debía estar formado por estados-nación constituidos
por ciudadanos imbuidos de un intenso patriotismo”-. Tilly, Charles, Las revoluciones
70
europeas, 1492-1992, Barcelona, Crítica, 1995, pp. 71-72.
“El nacionalismo engendra las naciones, no a la inversa”, explica Ernst Gellner. Tan-
to como no “puede negarse que aprovecha –si bien de forma muy selectiva, y a menudo
transformándolas radicalmente- la multiplicidad de culturas, o riqueza cultural preexis-
tente, heredada históricamente”, es “posible que se haga revivir lenguas muertas, que se
inventen tradiciones y que se restauren esencias originales completamente ficticias”. Así,
los “retales y parches culturales que utiliza el nacionalismo a menudo son invenciones
históricas arbitrarias”. Gellner, Ernst, Naciones y nacionalismo, Buenos Aires, Alianza,
1991, p. 80.
10 Si los “jirones, remiendos y harapos de la vida diaria –escribe Homi Bhabha- de-
ben transformarse repetidamente en signos de una cultura nacional coherente, mientras
que el acto mismo de la performance narrativa interpela a un círculo creciente de sujetos
nacionales”, es porque en “la producción de la nación como narración hay una esci-
sión entre la temporalidad continuista, acumulativa, de lo pedagógico, y la estrategia
repetitiva, recursiva, de lo performativo”, y es “mediante este proceso de escisión que
la ambivalencia conceptual de la sociedad moderna se vuelve el sitio para escribir la na-
ción”. Bhabha, Homi, “Diseminación. El tiempo, el relato y los márgenes de la nación
moderna”, en El lugar de la cultura, Buenos Aires, Manantial, 2002, p. 182.
11 Benedict Anderson, tras definir antropológicamente la nación a partir de una
comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana, precisa que
éste artefacto simbólico “se imagina como comunidad porque, independientemente de
la desigualdad y la explotación que en efecto puedan prevalecer en cada caso, la nación
se concibe siempre como un compañerismo profundo, horizontal”, y alega que en “últi-
ma instancia, es esta fraternidad la que ha permitido, durante los últimos dos siglos, que
tantos millones de personas maten y, sobre todo, estén dispuestas a morir por imagina-
ciones tan limitadas”. Anderson, Benedict, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el
origen y la difusión del nacionalismo, México, FCE, 1993, p. 25.
12 Ello supone, según Doris Sommer, “que la literatura tiene la capacidad de inter-
venir en la historia, de ayudar a construirla. Generaciones de escritores y lectores lati-
noamericanos así lo creyeron, y produjeron y consumieron novelas fundacionales como
parte del proceso más general de conformación de la nación”. En tanto los “espacios
vacíos eran parte de la naturaleza demográfica y discursiva de América; ésta parecía invi-
tar a escribir”. Sommer, Doris, “Un romance irresistible. Las ficciones fundacionales de
América Latina”, en Bhabha, Homi (comp.), Nación y narración. Entre la ilusión de una
identidad y las diferencias culturales, Buenos Aires, Siglo XXI-CLACSO, 2010, p. 110.
13 Refiriéndose al contexto histórico de crisis de la conciencia liberal, Oscar Terán
observa que frente a las “tenaces ilusiones argentinas, Martínez Estrada entre otros mu-
tará su palabra poética por la ensayística, para encarnizarse otra vez con los males de un
país cuyos enigmas afloran como capas geológicas después de cada terremoto”. Terán,
Oscar, “Acerca de la idea nacional”, en Altamirano, Carlos (ed.), La Argentina del siglo
XX, Quilmes, Ariel, 1999, p. 284.
14 Pienso en el viejo oficio de “pocero”, y también en la película “El arreglo” (1983,
Dirección Fernando Ayala, Guión Roberto Cossa y Carlos Somigliana), especialmente
un su protagonista, empecinado en extraer agua de la napa consumida de su casa de las
71
periferias suburbanas del Gran Buenos Aires.
15 En cualquier caso, la de Horacio González es una interrogación polemológica so-
bre el “problema de la nación”, sólo en apariencia lejana a un tipo de enfoque que hace
uso de un muy distinto estilo argumentativo y conceptual –la “historia intelectual”-,
pero que tienen raíces normativas comunes procedentes del tronco del campo de las
izquierdas en la Argentina. Cfr. Palti, Elías, La nación como problema. Los historiadores y
la “cuestión nacional”, Buenos Aires, FCE, 2002, pp. 9-10.
16 Nicolás Rosa piensa que si “el ensayo contemporáneo, sujeto a las modifica-
ciones epistémicas del saber y del conocimiento, reagrupa, refuncionaliza y atraviesa
formas discursivas muy variadas”. Asume empero algunos rasgos: “primero, la función
ideológica, como organización de elementos de ideologemas y narremas; segundo, la
clarificación del modo de enunciación, y tercero, el análisis tanto en la práctica como
en la crítica de la forma ensayística, desde Montaigne a Borges (todo Discusión, de
1932, o ‘El examen de la obra de Herbert Quain, 1944), desde Echeverría (‘El elogio
del matambre’), hasta el radiógrafo Martínez Estrada, que estimula la prescindencia de
cualquier definición”. De este modo, el “desarrollo histórico de la ‘forma’ podríamos
precisar el desenvolvimiento de su retórica: la deducción para el ensayo científico, la
abducción para el ensayo sociológico, la comparación, la analogía, la demostración para
las pruebas estilísticas, la prueba elíptica, elusiva o la prueba narrativa (el exemplum, el
carácter, la biografía, autobiografía)”. También, una “de las formas típicas del ensayo
argentino –consigna Nicolás Rosa- es el ensayo agonístico propia del polemos políti-
co: la discordia, la antítesis, el panfleto, la injuria, la diatriba, que se mezclan con sus
contrarios: el panegírico, la adhesión, la solicitud, la convocatoria, la demanda, etc.”.
También, “el borramiento del enunciador a veces sustituido por el plural de modestia,
o por el plural educativo, es la sombra de un Yo travestido en plural de decencia”, don-
de el “discurso crítico tiende a reducirse a una relación metaforizada, sobreentendida,
débilmente crítica, construyendo un discurso axiomático y no dialéctico: un discurso
de confrontación”. Rosa advierte que “uno de los ejemplos más precisos es el ‘panfleto’
travestido de ensayo cognitivo; en este caso, el enunciador debe luchar sordamente para
lograr sus objetivos, por ejemplo, en Julien Benda, en La traición de los intelectuales, o en
forma más asumida en su teatralización, en Página 12…, de Horacio González”. Rosa,
Nicolás, “La sinrazón del ensayo”, en Nicolás Rosa (ed.), Historia del ensayo argentino.
Intervenciones, coaliciones, interferencias, Madrid/Buenos Aires, Alianza, 2002, p. 23.
17 “Metonimia: empleo de una palabra para designar un objeto o una propiedad
que se encuentra en una relación existencial con la referencia habitual de esa misma
palabra”, en Ducrot, Oswald y Tzvetan Todorov, Diccionario enciclopédico de las ciencias
del lenguaje, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p. 319. Por su parte, ya Tzvetan Todorov
había distinguido lo que denominaba el grupo de los tropos de “anomalía lingüística”,
dentro de los cuales, a nivel semántico, es posible reconocer aquéllas figuras que “recu-
bren una gran parte de las metáforas, metonimias y sinécdoques tradicionales”, y donde la
“regla aquí infrigida es la que sigue: para que dos palabras puedan combinarse en una
expresión, deben cada una poseer una parte del sentido”. Todorov, Tzvetan, “Apéndice.
Tropos y figuras”, en Literatura y significación, Barcelona, Planeta, 1971, p. 225. “En el
conjunto de tropos de la serie metonímica o ‘tropos por contigüidad’ quedan agrupados
72
–según José Antonio Mayoral- todos aquellos fenómenos de transferencia de significado
tradicionalmente conocidos con las denominaciones Metonimia, Símbolo, Sinécdoque y
Antonomasia (y Perífrasis, en el nivel textual)”. Mayoral, José Antoni, Figuras retóricas,
Madrid, Síntesis, 2005, p. 241.
18 Por qué no, en el sentido en que podemos decir que Horacio González lee to-
davía a Martínez Estrada del mismo modo que Miguel Dalmaroni declarará –poste-
riormente- leer “todavía” a Lugones, con el objeto de “someterse a una interrogación”,
y sobre todo, de “hacer de la crítica”, también, “lo que se ha llamado una ética de la
lectura, o de modo menos restringido, una ética de la literatura”. Dalmaroni, Miguel,
Una república de las letras. Lugones, Rojas, Payró. Escritores argentinos y Estado, Rosario,
Beatriz Viterbo, 2006, pp. 10-11.
19 Pues al declarar que “mientras interpela y se deja interpelar por toda clase de
objetos literarios, la crítica es –acaso en primer lugar- crítica de la crítica”, Alberto Gior-
dano confiesa en nota que la “expresión –con el alcance ético que aquí tratamos de dar-
le- la tomamos de H. González”. Giordano, Alberto, “La crítica de la crítica y el recurso
al ensayo”, en Modos del ensayo. De Borges a Piglia, Rosario, Beatriz Viterbo, 2005, pp.
249 y 259. Alberto Giordano remite presumiblemente a este pasaje de Horacio Gon-
zález: “Sin duda, la existencia de la crítica aún bajo la forma del capillismo periodístico
y las ‘jugadas editoriales’ no deja de ser un síntoma de democracia, pero es necesario
tener siempre dispuesta la cuerda de la crítica de la crítica”. González, Horacio, “Teorías
con nombre propio. El pensamiento de la crítica y el lenguaje de los medios”, en El Ojo
Mocho, Buenos Aires, Año 3, Nº 3, Otoño de 1993, p. 38.
20 A la crítica Susana Romano no se le escapa que Horacio González va en bús-
queda de una “ética del discurrir histórico que se cerniría entre el pensamiento y el
paisaje: se instaura un linaje textual que arranca con una política doble del nombre,
el de Sarmiento y el de Martínez Estrada, nominando a su vez el espacio simbólico
e imaginario de lo argentino, la pampa, que alojará y desterrará al mismo tiempo los
asuntos y los nombres (textos) cruciales de la nación”. En tal sentido, sostiene Susana
Romano, “pareciera que la afirmación que lanza el libro [Restos pampeanos], una y otra
vez, es que nada hay fuera del lenguaje, de sus torsiones retóricas, de los puestos de
batalla que despliega la polémica”, y donde toman parte “la agonística de los textos
y de la conversación, que parecería añorar el gran héroe, cernido en el mito, y la gran
narrativa de la utopía liberadora, opuesta al saber científico, o mejor dicho, cientificista,
en permanente combate”. Todo ello implica una “defensa igualmente aguerrida de la
lengua”, desde la cual se historian “las formas que han caracterizado el debate argentino
durante el siglo XX y que se metonimizan en el término pampa que se hace metáfora del
ser argentino”. Romano Sued, Susana, “Retóricas de la resistencia y mitos de la nación:
Restos pampeanos de Horacio González”, en AA.VV., Umbrales y catástrofes: literatura
argentina de los ’90, Córdoba, epoké, 2003, p. 53.
21 En una entrevista concedida a Punto de vista David Viñas afirma acerca de las
figuras tutelares del grupo que “Martínez Estrada es el ala izquierda de Sur, un hombre
que se va despegando: Marechal, Bianco, Cortázar, es una línea que se perfila ya muy ní-
tidamente después de 1959”, y que “Muerte y transfiguración de Martín Fierro (libro que
me impresionó más que Radiografía de la pampa) nos proporcionaba citas muy críticas,
73
que quizá Martínez Estrada no llega a articular, pero que aparecían como elementos crí-
ticos de la tradición argentina que no podíamos encontrar en otro lado”. Viñas, David,
“Nosotros y ellos. David Viñas habla sobre Contorno”, en Punto de vista, Buenos Aires,
Nº 13, noviembre de 1981, p. 9.
Según Beatriz Sarlo, pues, “Contorno se origina en la negación del juvenilismo, pero
nace también de la defección de los que deberían ser ‘sus maestros’”, y ello en torno a
los “que abandonaron ‘las obligaciones éticas’ y la ‘pasión de actuar’: esa tensión bipolar
que ha desgarrado al ensayo crítico bajo el signo de Martínez Estrada y Murena”. Añade
la crítica que “Contorno conserva, sin embargo, fórmulas típicas del legado Martínez
Estrada-Murena: soledad, pecado, culpa, caída, etc.”. Sarlo, Beatriz, “Los dos ojos de
Contorno”, en Punto de vista, Buenos Aires, Nº 13, noviembre de 1981, pp. 3-4.
Oscar Terán señala que dentro de “un clima general que revelaba un horizonte ho-
mogéneo con otras zonas de la cultura occidental”, y de un “clima fuertemente moto-
rizado por los efectos de la segunda posguerra y de la guerra fría”, el “número dedicado
de Contorno a Martínez Estrada será “de considerable importancia, dado que se intenta
una suerte de arreglo de cuentas con aquel representante de la ‘generación de 1925’ que
más nítidamente ha influido sobre el grupo”, ya que, “ciertamente había sido Martínez
Estrada quien, rompiendo con el ensayo complaciente, mediante su visión descarnada
y pesimista de la realidad nacional había fracturado cierta tendencia a la descripción
edulcorada de una Argentina que ya nadie reconocía como tierra esperanzada a partir de
la crisis de 1930”. Terán, Oscar, “Rasgos de la cultura argentina en la década de 1950”,
en En busca de la ideología argentina, Buenos Aires, Catálogos, 1986, pp. 206-207.
Respecto a los tres grupos que conformaban el colectivo de Contorno, Carlos Man-
gone y Jorge Warley especifican que el “formado por F. J. Solero y R. Kusch, inscripto
en la línea Martínez Estrada-Murena, que retoma del primero”, profundiza, “sus facetas
más irracionales e intuitivas.” Mangone, Carlos, y Jorge Warley, “Prólogo”, en Contorno.
(Selección), Buenos Aires, CEAL, 1993. Marcela Croce aclara de qué modo en David
Viñas la “serie polémica y cuestionadora aparece enfrentada a la sucesión discipular e
idólatra” en torno de la figura de Martínez Estrada, “de modo de marcar la distancia
entre los seguidores incondicionales del autor de Radiografía de la pampa y sus críticos;
entre Francisco Solero, Rodolfo Kusch, Héctor Murena y Julio Mafud y el homenaje
que le dedica Contorno en su número”. Considera que la “denuncia es la distinción de-
cisiva, el performativo que hace de Martínez Estrada un modelo posible, el ‘emergente
mayor de mi generación’ en la serie superlativa en la que Laferrere había recibido la
calificación de ‘metáfora mayor’ del liberalismo de principios de siglo y Discépolo la
de ‘síntoma mayor’ de la crisis del ‘30”. Croce, Marcela, “Constantes ideológicas con
variaciones retóricas. Versiones y reediciones de la crítica de David Viñas”, en Rosa,
Nicolás (ed.), Políticas de la crítica. Historia de la crítica literaria en la Argentina, Buenos
Aires, Biblos, 1999, pp. 129-130. También precisa que la posición de Martínez Estrada
en la apreciación del joven David Viñas, “lo colocan en otra generación y casi lo instalan
como un precursor, pero cuya vocación de denuncia –manifiesta con frecuencia en un
estilo apocalíptico- y cuya adhesión final a la Revolución Cubana y al orden resultante
de ella lo convierten en una especie de par”. Croce, Marcela, “David y Ezequiel: nom-
bres bíblicos y fervores pampeanos”, en David Viñas. Crítica de la razón polémica. Un in-
74
telectual argentino heterodoxo entre Contorno y Dios, Buenos Aires, Suricata, 2005, p. 21.
“Los escritores de Contorno harán de su pertenencia a la clase media el nudo de un
discurso patético, hecho de autoanálisis y automortificación”, opina Carlos Altamirano
(en Prismas. Revista de historia intelectual, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quil-
mes, N°1, 1997). Susana Cella anota que la “presencia de la revista Contorno significa
un hito y entraña un corte importante, pero cabe agregar que la posibilidad de esa
emergencia se da a partir de un proceso que se va generando desde fines de la década del
cuarenta”, y donde “Héctor A. Murena y Ezequiel Martínez Estrada son dos referencias
importantes”. Cella, Susana, “Panorama de la crítica”, en Historia crítica de la literatura
argentina. La irrupción de la crítica, Vol. 10, (Directora del Volumen, Susana Cella,
Director de la obra: Noé Jitrik), Buenos Aires, Emecé, 1999, p. 38.
Jorge Cernadas reitera el criterio de Jorge Warley en su clasificación de los grupos
internos de Contorno, cuando acepta que el núcleo de Kusch y Solero “prolongaba el
irracionalismo intuitivo sustentado por Ezequiel Martínez Estrada en los años ‘30 y
por Héctor Murena en los del peronismo”. Cernadas, Jorge, “La revista Contorno en su
contorno”, en Biagini, Hugo E., y Arturo A. Roig (dirs.), El pensamiento alternativo en
la Argentina del siglo XX. Obrerismo, vanguardia, justicia social (1930-1960), Tomo II,
Buenos Aires, Biblos, 2006, p. 623.
Nora Avaro y Analía Capdevila precisan que los “jóvenes de la generación denuncia-
lista encuentran en Martínez Estrada un rasgo que resulta central para definir su propia
identidad colectiva: el designio problemático que lleva a pensar nacionalidad y situación
histórica como un dilema de múltiples aristas –‘la identidad a través de lo contradic-
torio’, como escribió con exactitud David Viñas- y, en este sentido, le otorgan al autor
una vigencia renovada”. Avaro, Nora y Analía Capdevila, “Martínez Estrada, denuncia-
lista”, en Denuncialistas. Literatura y polémica en los años en los años ‘50. (Una antología
crítica), Buenos Aires, Santiago Arcos, 2004, p. 81. Si “los elementos sartreanos en el
proyecto –precisa Omar Acha- son importantes pero están subordinados a esa tarea que
los conduce a reevaluar a Martínez Estrada y a Arlt, a Manuel Gálvez y a los escritores
comunistas”, del “primero recuperan la actitud de denuncia, del segundo una escritura
que se alimenta de los dialectos reales, del tercero un realismo que debe ser formalizado,
de los comunistas la prevención contra una aproximación ‘contenidista’ que los anula”.
Acha, Omar, “Revistas de las afueras del peronismo: Contorno e Imago Mundi entre la
renovación historiográfica y el proyecto generacional”, en Viñas, David (dir.) y Gui-
llermo Korn (comp.), Literatura argentina siglo XX. El peronismo clásico (1945-1955).
Descamisados, gorilas y contreras, Tomo 4, Buenos Aires, Paradiso-Fundación Crónica
General, 2007, p. 247.
El espectro del maestro vindicado retorna con aire de restitución en una reme-
moración del co-fundador de Contorno, Ismael Viñas, cuando precisa que dedicaron,
conjuntamente como a Roberto Arlt, el célebre número 4 “a Martínez Estrada (como
un escritor sincero desde las entrañas el primero, lo que nos hizo ubicarlo como un
paradigma, aun a sabiendas de sus limitaciones y defectos; y como un ensayista que
se preocupaba por el mismo problema que nos sacudía a nosotros, aunque llevándolo
a explicaciones seudometafísicas, en lugar de aferrarse a la realidad que lo fraguaba, el
segundo)”. Viñas, Ismael, “Una historia de Contorno”, en Contorno. Edición facsimilar,
75
Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2007, p. VI. Se trata del “anclaje argentino”, según
Horacio González: “La idea de que todo lo que hay que pensar ocurre aquí. Ésa es la
influencia de Contorno. Contorno era algo netamente vinculado a los temas argentinos,
el balance de la literatura y la vida política argentinas”. González, Horacio, “De pugi-
lismo y largavistas. Entrevista a Horacio González (Rocco Carbone y Jorge Quiroga)”,
en Literatura argentina Siglo XX. De Alfonsín al menemato (1983-2001), David Viñas
director, Gabriela García Cedro vicedirectora, Rocco Carbone y Ana Ojeda compila-
dores, Tomo VII, Buenos Aires, Paradiso-Fundación Crónica General, 2010, p. 203.
José Luis de Diego afirma que con Contorno “se encuentra la génesis” de “un nuevo
modo de concebir la crítica”. “Por un lado –clarifica de Diego-, una relación tensionada
entre literatura y política, en la que la literatura no puede leerse sin ser incluida en una
serie de la que nunca está ausente la política, pero que no puede –y no debe- ser reducida
a una suerte de subproducto superestructural de fenómenos políticos que la engloban o
la determinan: la literatura puede leerse en la política, y la política en la literatura, pero
no existen relaciones de inclusión o de implicación entre una y otra; por otro lado, una
‘moral de la crítica’, la crítica como una toma de posición que involucra decisiones de
orden ético y político, el crítico como ‘intelectual’ como un modo de intervención pú-
blica”. De Diego, José Luis, “Los intelectuales y la izquierda en la Argentina”, en Carlos
Altamirano (ed.), Historia de los intelectuales en América Latina II. Los avatares de la
“ciudad letrada” en el siglo XX, Buenos Aires, Katz, 2010, p. 401.
22 En tanto “lo político es la marca mayor de la institución literaria y de la escritura
argentina”. Cfr. Rosa, Nicolás, “Introducción. Hipótesis sobre la relación entre la histo-
ria y la literatura argentina”, en Nicolás Rosa (ed.), Políticas de la crítica. Historia de la
crítica literaria en la Argentina, Buenos Aires, Biblos, 1999, p. 11.
23 Pues de acuerdo con Judith Podlubne, “es posible afirmar que hay en Horacio
González un volverse literario de la crítica cultural”, a su vez experimentada como una
“convocatoria”. Cfr. Podlubne, Judith, “Beatriz Sarlo/Horacio González: Perspectivas
de la crítica cultural”, en Giordano, Alberto y María Celia Vázquez (comp.), Las opera-
ciones de la crítica, ed. cit., pp. 75-76.
24 El concepto teórico –más que categoría heurística- de “metáfora absoluta” fue
propuesto tempranamente por Hans Blumenberg como un instrumento hermenéuti-
co-metodológico fundamental de la “historia conceptual” o historia de conceptos. En
general, sugiere Hans Blumenberg, “la exhibición de metáforas absolutas debería per-
mitirnos pensar de nuevo y a fondo la relación entre fantasía y lógos, y justamente en el
sentido de tomar el ámbito de la fantasía no sólo como sustrato para transformaciones
en la esfera de lo conceptual –en donde, por así decirlo, pueda ser elaborado y transfor-
mado elemento tras elemento, hasta que se agote el depósito de imágenes- sino como
una esfera catalizadora en la que desde luego el mundo conceptual se enriquece de con-
tinuo, pero sin por ello modificar y consumir esa reserva fundacional de existencias”.
Blumenberg, Hans, Paradigmas para una metaforología, Madrid, Trotta, 2003, p. 45.
25 Reinhart Koselleck considera, en relación a la forma ontológica de la espacialidad
humana, que si “la oposición entre ‘interno’ y ‘externo’ aparece en todas las historias,
incluso cuando las unidades de acción configuran un agregado de más de dos personas”,
entonces también “forman parte de toda relación interna y externa, con su gradación
76
espacial en profundidad, determinaciones delimitadoras de lo interno respecto de lo ex-
terno”. Por ello, desde “una perspectiva diacrónica, cambian naturalmente los espacios,
su densidad y su magnitud así como sus confines”. Koselleck, Reinhart, “Histórica y
Hermenéutica”, en Reinhart Koselleck y Hans-Georg Gadamer, Historia y hermenéuti-
ca, (Introducción de José Luis Villacañas y Faustino Oncina), Barcelona, Paidós, 1997,
pp. 77-78.
En su conceptualización de las condiciones de posibilidad de toda espacialidad his-
tórica en términos antropológicos, también Reinhart Koselleck distingue las “condicio-
nes espaciales metahistóricas”, de los “espacios históricos de la organización humana”.
En términos generales, postula que “todo espacio humano de acción, privado o público,
en el ámbito de la interacción inmediata o en el de las interdependencias globales, tiene
siempre también una dimensión temporal que ha de ser captada como tal y domina-
da”. Koselleck, Reinhart, “Espacio e historia”, en Los estratos del tiempo: estudios sobre
la historia, (Introducción de Elías Palti), Barcelona, Paidós, 2001, pp. 104-105. Sobre
el asunto, Giacomo Marramao apunta que “al haberse espacializado el tiempo, toda la
experiencia vivida parece espacializada, idéntica al espacio”, y que “el tiempo sólo puede
ser visible, ‘sinestésicamente’ percibido y experimentado, como una de las dimensiones
del espacio, la cual, por tanto, coincidiría en términos generales con la extensión de la
existencia”. Marramao, Giacomo, Minima temporalia. Tiempo, espacio, experiencia, Bar-
celona, Gedisa, 2008, p. 102.
26 Fernando Degiovanni aduce que “la formación de un repertorio legítimo en
Argentina es parte de un proceso largo y complejo de negociaciones y enfrentamientos
entre distintos agentes del campo cultural: su dinámica comprende no sólo un conjunto
de lecturas dispares de ciertas obras del pasado, sino también un fuerte debate sobre
los discursos y las instituciones en torno de los cuales debía conformarse la tradición”.
Degiovanni, Fernando, Los textos de la patria. Nacionalismo, políticas culturales y canon
en Argentina, Rosario, Beatriz Viterbo, 2007, p. 14.
27 “La historia es también una red de actos violentos y brutales” escribe Horacio
González, y las “formas políticas que incluyen en su costo imperativo el sacrificio de
contingentes humanos, caracterizan esa época pero también todas las épocas”. Y así
como “para las masacres no hay épocas, así no debe haberlas para la promesa de fundar
un nuevo humanismo crítico y a la vez constructivo”, por lo que si “queremos que
nuevamente la política se resuelva en la interrogación sobre lo humano radical –lo que
también supone potenciar socialmente las raíces de la democracia- no podemos dejar de
pasar la oportunidad de señalar que lo humano es una memoria de palabras en la cual
repentinamente percibimos un vacío”. Palabra, memoria y ausencia son “también la
herencia en la que nos reconfortaría imaginar que se inscribe toda nueva reflexión des-
tinada a recomponer los vínculos entre la política y las potencias críticas del lenguaje”.
González, Horacio, “Oficialismos de época”, en El Ojo Mocho, Buenos Aires, Año IV,
Nº 5, Primavera de 1994, pp. 9-10.
28 Sugiere Esteban Vernik que enfocando “a la nación desde la perspectiva tempo-
ral, podemos considerarla como proyecto, relato heroico, leyenda, olvido y memoria,
sucesión en el calendario y simultaneidad social, mito de origen y otras simbologías na-
cionales-estatales que se desprenden de un tipo específico de construcción historiográ-
77
fica”. Desde “la territorialidad, la nación se nos aparece como geografía política, límite
socio-espacial, conjunto de riquezas naturales, sistema de mapas y medios de transporte
y comunicación, disposición de monumentos y señales, y también, como arraigo, in-
fancia y filiación”. Vernik, Esteban, “Presentación”, en Esteban Vernik (comp.), Qué es
una nación. La pregunta de Renan revisitada, Buenos Aires, Prometeo, 2004, p. 9.
29 “Las ficciones orientadoras de las naciones –define Nicolas Shumway- no pueden
ser probadas, y en realidad suelen ser creaciones tan artificiales como ficciones literarias.
Pero son necesarias para darle a los individuos un sentimiento de nación, comunidad,
identidad colectiva y un destino común nacional”. Shumway, Nicolas, La invención de
la Argentina. Historia de una idea, Buenos Aires, Emecé, 1993, p. 13.
30 Si se busca la “experiencia vivida a partir de una idea de pérdida que tiene que
ver con la existencia de documentos que atestiguan en su letra o en su simbología, la
efectuación de hechos en los que quedó adherida la voz o los enunciados proferidos, en
una dimensión física de la que ahora no somos, fatalmente, contemporáneos”, entonces
se puede aceptar “que la contemporaneidad de lo pretérito-ocurrido es mediatizada y
menoscabada”. Recobrar en la pregunta y el conocimiento es no hacerlo en “la seme-
janza efectiva de lo vivido sino en las maniobras reflexivas posibles que puedan llevar
a reconstituir una escena y un pensar”. González, Horacio, “Mitos, actas, archivos: la
memoria como retención y abandono”, en Horacio González (comp.), La memoria en
el atril. Entre los mitos de archivo y el pasado de las experiencias, Buenos Aires, Colihue,
2005, p. 32.
31 Recordemos solamente el inicio del libro de Gilles Deleuze sobre Leibniz y el
barroco: “El Barroco no remite a una esencia, sino más bien a una función operatoria,
a un rasgo. No cesa de hacer pliegues. No inventa la cosa: ya había todos los pliegues
procedentes de Oriente, los pliegues griegos, romanos, románicos, góticos, clásicos…
Pero él curva y recurva los pliegues, los lleva hasta el infinito, pliegue sobre pliegue, plie-
gue según pliegue. El rasgo del Barroco es el pliegue que va hasta el infinito”. Deleuze,
Gilles, El pliegue. Leibniz y el barroco, Barcelona, Paidós, 1989, p. 11.
32 Menos nos sustraemos a una de sus conocidas definiciones: “Un rizoma puede
ser roto, interrumpido en cualquier parte, pero siempre recomienza según esta o aquella
de sus líneas, y según otras. Es imposible acabar con las hormigas, puesto que forman
un rizoma animal que aunque se destruya en su mayor parte, no cesa de reconstituirse.
Todo rizoma comprende líneas de segmentaridad según las cuales está estratificado,
territorializado, organizado, significado, atribuido, etc.; pero también líneas de deste-
rritorialización según las cuales se escapa sin cesar. Hay ruptura en el rizoma cada vez
que de líneas segmentarias surge bruscamente una línea de fuga, que también forma
parte del rizoma. Esas líneas remiten constantemente unas a otras. Por eso nunca debe
presuponerse un dualismo o una dicotomía, ni siquiera bajo la forma rudimentaria de
lo bueno y de lo malo”. Deleuze, Gilles, y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y
esquizofrencia, Valencia, Pre-textos, 2002, p. 15.
33 “Constituir un modelo de lectura es lo importante, y eso implica leer lo que asus-
ta, asustarse leyendo”. González, Horacio, “Sarmiento, Renan y Gramsci”, en Vernik,
Esteban, (comp.), Qué es una nación, ed. cit., p. 200.
34 Para Horacio González “hay otra lectura posible y no es la inesencial que postula
78
este ficcionalismo que resta con su pérdida de sustancia lo que eventualmente gana (y
esto lo festejamos) con su sensibilidad hacia las corrientes democrático-populares de
nuestra historia”. Se inspira aquí “en la tesis de lectura de Martínez Estrada –tal como
las expone en su Sarmiento- que son tesis que proponen un efecto de revelación capaz de
sacudir nuevamente la conciencia invariante de las líneas que fracturan el cuerpo moral
e intelectual del país”. “Leer con miedo, dice Martínez Estrada, suponiendo que esos
actos de lectura son formas políticas que restituyen cada texto a un presente que estaría
vacío sin ellos, pero que a la vez nadie estaba reclamando”, por lo que la “invariante
histórica de la que habla el autor de Radiografía de la pampa no puede concebirse apenas
como un fijismo o una metafísica inerte que paraliza la praxis, sino por el contrario”,
como “una forma de revivir los textos en el interior de una práctica política comunitaria
y en los pliegues del presente histórico real”. González, Horacio, “Para una teoría de la
cultura argentina”, en Retórica y locura. Para una teoría de la cultura argentina, Buenos
Aires, Colihue, 2002, p. 150.
35 “No se pueden leer sin miedo”, dice Martínez Estrada de textos como Facundo y
Amalia, que pertenecerían a la saga liberal”, dice Horacio González. “Leer con miedo,
imaginamos que corresponde a un movimiento de interpretación del secreto del texto,
lo que él no querría decir y sin embargo dice”. González, Horacio, Lengua del ultraje. De
la Generación del 37 a David Viñas, Buenos Aires, Colihue, 2012, p. 48.
36 En cualquier caso, vale para Martínez Estrada lo que Spinoza observa acerca de
que “para profetizar no se requiere un alma más perfecta, sino una imaginación más
viva”. Spinoza, Tratado teológico-político, Madrid, Alianza, 2003, p. 85.
Y hay bastante más que una deuda de estilo narrativo mantenida por Martínez Es-
trada con Kafka. Le debe la forma deforme de la alegoresis profética misma. Rodolfo Bo-
rello advirtió, respecto a la alegorización del peronismo en su cuentística, que “de Kafka
tomó Martínez Estrada cierta escenografía peculiar, y ciertos argumentos comunes al
autor nacido en Praga: el o los personajes de sus relatos, anhelan o esperan algo que casi
nunca se alcanza”. Borello, Rodolfo A., “Martínez Estrada: la visión fictiva del período
peronista”, en Hispamérica, 23-24, agosto-diciembre 1979, p. 153.
Tras su recuento de las semejanzas entre el universo kafkiano y los cuentos de Mar-
tínez Estrada, el lector persistente que nuestro ensayista encuentra en Enrique Anderson
Imbert, se detiene finalmente en un cómputo de las diferencias, y escribe que “Martínez
Estrada, lejos de ser masoquista, era de los que se quejan porque no quieren sufrir”.
Martínez Estrada se “creía importante y echaba la culpa de sus sufrimientos a los de-
más”. “Estaba amargado, resentido, pero tenía esperanzas de mejorar el mundo y de
mejorarse”, muestra Anderson Imbert, y añade que era “un luchador, un polemista,
con una retórica aparentemente pesimista pero de conducta política insuflada de opti-
mismo: creía, patrióticamente, en la posibilidad de levantar en nuestra tierra la utopía
de una sociedad justa, libre y culta”, donde por cierto los “males que describió son
corregibles”. En opinión del crítico que tampoco se privará del repudio político, “los
cuentos podrían adornar, como gráficas ilustraciones, el texto, no tanto de los ensayos
de Radiografía de la pampa (1933) y La cabeza de Goliat (1940) cuanto de los escritos
durante las dictaduras militares de 1943 en adelante, incluyendo, naturalmente, la del
coronel Perón”. Anderson Imbert, Enrique, “Kafka y Martínez Estrada” (1988), en El
79
realismo mágico y otros ensayos, Caracas, Monte Ávila, 1992, pp. 178-179.
37 “Hubo que esperar a que el país se hiciera digno de José Martí”, dice de Cuba
Roberto Fernández Retamar, y de Martínez Estrada, que hubo “que esperar muchos
años, y hoy un heredero del autor del Facundo viene a nuestra casa, a honrarla, y los cu-
banos sentimos que, cuando queríamos pagar una vieja deuda, esta visita nos endeuda
aun más con aquella familia”. Fernández Retamar, Roberto, “Ezequiel Martínez Estrada
en La Habana”, en Fervor de la Argentina. Antología personal, Buenos Aires, Del Sol,
1993, p. 53.
38 Pedro Orgambide acota que “es necesario contestarle que no estará solo en el
combate; es necesario decirle que del otro lado de su soledad hay una juventud que lo
estima y lo discute, que no habla con Dios como el bíblico Job, sino con el pueblo y el
país a los que hoy interroga”. Orgambide, Pedro, “Actitud polémica de Martínez Es-
trada”, en Gaceta Literaria, Buenos Aires, Año 1, Nº 8, octubre-noviembre de 1956, p.
11. Tampoco se le escapa que si bien el pensamiento de Martínez Estrada “cala muchas
veces en profundidad, otras se extravía en el ‘pathos’ de sus formulaciones, en cierta
subestimación de lo sociológico y en una exaltación desmesurada de lo individual y lo
profético, que hace crisis en su libro sobre el peronismo y en sus valientes pero mesiáni-
cos escritos políticos de los últimos años”, actitud “ya prefigurada en su ‘Radiografía’: la
soledad era el símbolo que una y otra vez aparecía en las páginas del libro”. Orgambide,
Pedro, “Encrucijada y rebeldía” (1958), en Poética de la política, Buenos Aires, Colihue,
1998, p. 17.
39 “Homi K. Bhaba constató que las naciones son ante todo elaboraciones cultu-
rales, sistemas de significación cultural y de representación de la vida social en lugar de
ser representaciones de la formas de gobernar una organización social dada”. Seydel,
Ute, “Nación”, en Szurmuk, Mónica y Robert Mckee Irwin (coords.), Diccionario de
Estudios Culturales Latinoamericanos, México, Siglo XXI, 2009, p. 190.
40 Ya Jorge B. Rivera supo resumir que un “tema estrechamente relacionado con
la interpretación de lo nacional es el de la ‘caracterología’ argentina, o reflexión sobe
las notas, marcas o rasgos del ‘carácter’ propio de los argentinos”. “Tema típicamente
historicista y romántico, que se vincula en sus orígenes con la formación de las ‘nacio-
nalidades’, se lo encuentra no sólo en la producción ensayística de muchos de los au-
tores citados [Ricardo Rojas, Leopoldo Lugones, Ezequiel Martínez Estrada, Eduardo
Mallea, Raúl Scalabrini Ortiz, Homero Guglielmini, Carlos Alberto Erro, etc.], sino
también en el teatro, la novela, la viñeta humorística, el testimonio de vida, el libro de
memorias, etc.”. Rivera, Jorge B., “El ensayo de interpretación. Del Centenario a la dé-
cada de 1930”, en Capítulo. La historia de la literatura argentina, Nº 74, Buenos Aires,
CEAL, 1980, p. 444.
Horacio González también ha escrito que la “Argentina ha sido forjada –como de-
bate, dificultad y crítica- por un puñado de ensayos esenciales”. “La culpa de las na-
ciones, el mal de la vida pública y la ética discrepante de los grandes solitarios, son los
temas del ensayo argentino. Su escritura exige la imposición de un estilo personal y
de un sello de carácter, pues debe conmover sin dejar de argumentar y debe agitar sin
perder el soplo del arte”. González, Horacio, “Ensayo y nación (1999)”, en Escritos de
carbonilla. Figuraciones, destinos, retratos, Buenos Aires, Colihue, 2006, p. 135.
80
41 Lo cual no es exclusivo del campo ensayístico, sino del campo literario en ge-
neral. Al respecto Miguel Dalmaroni repara en las disyuntivas políticas que atraviesan
toda construcción de los corpora textuales en un campo letrado, pues se pregunta si
al corpus, antes que un mero dispositivo de dominio, “es preferible pensarlo como un
campo de batalla, un terreno material donde se libran luchas culturales: espacio donde
resultan posibles el dominio y la resistencia, la subordinación y la insubordinación, al
alineamiento y la subversión”. Dalmaroni, Miguel, La investigación literaria. Problemas
iniciales de una práctica, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 2009, p. 70.
42 Leonor Arias Saravia coincide con aquellos críticos que aprecian “el tono del
discurso estradiano; es decir, las modalidades elocutivo-perlocutivas que éste asume, y
más estrictamente su registro desaforadamente poético, y las connotaciones axiológicas
que se desprenden de su aliento apocalíptico”. Arias Saravia, Leonor, “Radiografía de
la pampa, o la denuncia catártica”, en AA.VV., 1933-1993. 60 años de Radiografía de
la pampa. Primer Congreso Internacional sobre la vida y la obra de Ezequiel Martínez
Estrada, p. 104.
43 Como ha señalado Àlvaro Fernández Bravo, “la nación, tanto en sus formulacio-
nes europeas como en sus reescrituras desde la periferia, contiene fuerzas antagónicas
en pugna por imponer un sentido”. “Una manera de entender el proceso por el cual la
nación alcanza una formulación cultural definida es leer esos discursos como victorias
contingentes y provisorias que no denotan de ninguna manera un orden definitivo
sino que permiten entrever tan sólo momentos de un equilibrio precario e inestable”.
Fernández Bravo, Àlvaro, “Introducción”, en Àlvaro Fernández Bravo (comp.), La in-
vención de la nación. Lecturas de la identidad de Herder a Homi Bhabha, Buenos Aires,
Manantial, 2000, pp. 15-16.
44 Lucila Pagliali explica que cuando Martínez Estrada habla de fracaso y frustra-
ción en rigor está acusando a las élites argentinas de alentar la vanidad de una sociedad
culpable que fue “configurada (y vuelta a configurar) sobre el despojo, la rapiña, la
humillación y el desprecio al otro”, por lo que con ello “se trata, en fin, de denunciar
sin atenuantes la pérdida de la utopía americana, la falacia del porvenir abierto y de la
tierra de promisión”. Pagliali, Lucila, “La lucidez de Martínez Estrada: entre la admira-
ción y la parálisis”, en Manual de literatura argentina (1830-1930), Bernal, Universidad
Nacional de Quilmes, 2005, pp. 154-155.
45 Oscar Terán ha visto que “uno puede pensar lo que quiera de Radiografía de la
pampa, pero Martínez Estrada desquicia por primera vez la noción de temporalidad
moderna entre nosotros, entendida como esa línea del progreso con la que se había
leído el desarrollo argentino hasta entonces, mostrando en cambio una superposición
de capas más geológicas que históricas que reproducen eternamente lo mismo, y esto
que reproducen es una ‘sucesión acrónica’ de desgracias sin fin”. Terán, Oscar, “Jornadas
45 años de Filosofía en la Argentina”, en Cuadernos de Filosofía, Nº 40, Buenos Aires,
Instituto de Filosofía, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, Abril 1994, p. 54.
46 Ximena Espeche, al contextualizar Radiografía de la pampa, razona que la “aper-
tura de la década infame, concebida como un decaimiento general de toda institucio-
nalidad posible, como una degradación en la que se constituyó una doble moral en
política que no era más que una doble moral social, hizo que Martínez Estrada viera allí
81
la nota de una melodía ya en ciernes: el decaimiento general de la civilización”. Espe-
che, Ximena, “Dos ensayos de interpretación nacional a contraluz: extensión, escisión
y después”, en Jitrik, Noé (comp.), El despliegue. De pasados y futuros en la literatura
latinoamericana, Buenos Aires, NJ, 2008, pp. 49-50.
47 Alfredo Rubione propone que Radiografía de la pampa apunta “a la gnoseología
kantiana”, ya que, se “trata de captar el noumeno mediante un esfuerzo de intelección
que prescindiendo de lo fenoménico fuese a la esencia de las cosas”, con lo que el “ca-
mino elegido por Ezequiel Martínez Estrada es el de la intuición sensible”. Si “metafó-
ricamente, radiografiar es, en la línea gnoseológica que venimos trazando, ver la esencia
de la cosa, también es ir hacia la patología que residiría en el cuerpo del país”, aunque
“curiosamente, la enfermedad, interna, no se ve”, porque ella “no es física, por ende es
invisible e intangible”, si bien con “consecuencias en el planto material.” Alfredo Ru-
bione se pegunta cuál es el nombre de dicho mal, y la respuesta es Trapalanda. Entonces
sostiene que “Trapalanda también, de algún modo, es un a priori kantiano”, o sea, “una
categoría, condición de posibilidad de la conquista americana.” Rubione, Alfredo V. E.,
“Radiografía de la pampa y la crisis del discurso hispanista”, en 1933-1993. 60 años de
Radiografía de la pampa. Primer Congreso Internacional sobre la vida y la obra de Ezequiel
Martínez Estrada, p. 227.
48 Ya Aldo Prior adujo que en Martínez Estrada la “descripción fenomenológica”
se transforma en “un tratado de moral para uso de argentinos”. Estima que la “reper-
cusión de su obra fue siempre muy limitada”, y ello “no por razones accidentales sino
esenciales”. Prior, Aldo, “Después de Martínez Estrada”, en Sur, Nº 293, marzo y abril
de 1965, p. 41.
49 Leónidas Barletta cree que en “Martínez Estrada se dieron sencillamente el artista
y el pensador; pero ante todo es un revolucionario que por deber reúne pacientemente
los elementos necesarios para impulsar al país hacia su mejor destino”. Barletta, Leóni-
das, “Prólogo”, en Martínez Estrada, Ezequiel, Mi experiencia cubana, Montevideo, El
Siglo Ilustrado, 1965, pp. 11-12.
50 Adrián Gorelik llega a advertir que en “la modernidad, la construcción de la
geografía como ciencia va a suponer un cuestionamiento de esta especie de animismo
que busca la encarnación del territorio en una forma simbólica”, al mismo tiempo que
“la construcción estatal del concepto moderno de nación (a la que el surgimiento de la
geografía viene atado) supone la identificación de la patria con un territorio, reintrodu-
ciendo el problema de su organicidad –y de su representación- en relación ahora con
los contornos cartográficos nacionales”. Gorelik, Adrián, “La imaginación territorial en
el ensayo de interpretación nacional: de Ezequiel Martínez Estrada a Bernardo Canal
Feijóo”, en Miradas sobre Buenos Aires. Historia cultural y crítica urbana, Buenos Aires,
Siglo XXI, 2004, p. 28.
51 Uno de los lectores contemporáneos más agudos y sensibles de Martínez Estra-
da, José Luis Romero, supo advertir que “Martínez Estrada descubrió que el nudo de
la cuestión consistía en saber en qué consistía la autenticidad argentina, y osciló entre
Sarmiento y Martín Fierro abismándose en la pregunta metafísica acerca de un ser que
él quería innmutable y que la experiencia le mostraba cambiante”. Romero, José Luis,
“Martínez Estrada, un hombre de la crisis (1975)”, en La experiencia argentina y otros
82
ensayos, (Compilación de Luis Alberto Romero, estudio preliminar de Carlos Altamira-
no), Buenos Aires, Taurus, 2004, p. 346. Asimismo véase, Acha, Omar, “Un Facundo
para el siglo XX”, en La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero, Buenos
Aires, El Cielo por Asalto, 2005, pp. 127-128.
52 Eugenio Pucciarelli precisa que “el factor telúrico, la mano gigante de la natura-
leza sobre cuya palma rugosa dedos enérgicos plasman las vidas con ademán perseveran-
te”, muestra que la “vida es débil y, frente a la naturaleza, se siente frágil”, aunque pese
a tal magnitud “el factor telúrico no es un agente directo: no obra como causa eficiente
que origina el proceso y determina cada uno de sus momentos”, sino que más bien “lo
frena, lo traba, lo entorpece, lo inhibe, desvía su corriente por cauces estrechos o la
derrama sobre planicies que la estancan y malogran todo avance ulterior”. Pucciarelli,
Eugenio, “La imagen de la Argentina en la obra de Martínez Estrada”, en Sur. Homenaje
a Ezequiel Martínez Estrada 1895-1964, Nº 295, Buenos Aires, Julio y Agosto de 1965,
p. 41.
53 Producto de un proceso de politización simbólico-imaginaria del mapa geográfi-
co mundial que es correlativo a la constitución de la modernidad europea en su expan-
sión multidireccional, el “orden –plantea Graciela Montaldo-, las fronteras y la finitud
definieron tempranamente no solo la religión y la ciencia sino, más precisamente, la
idea de espacio territorial”; pues, en tanto, los “sucesivos pliegues de la modernidad
fueron abriendo el espacio, en diferentes direcciones y mientras los descubrimientos
expandían los límites físicos, las fronteras simbólicas postulaban nuevos órdenes re-
componiendo el mapa del mundo”, América, “para el pensamiento europeo, es una de
las fallas por donde la imaginación territorial crece en diversas direcciones”. Montaldo,
Graciela, Ficciones culturales y fábulas de identidad en América Latina, Rosario, Beatriz
Viterbo, 2004, p. 13.
54 Cfr. Gorelik, Adrián y Anahí Ballent, “País urbano o país rural. La moderni-
zación territorial y su crisis”, en Alejandro Cataruzza (ed.), Nueva Historia Argentina.
Tomo VII. Crisis económica, avance del Estada e incertidumbre política (1930-1943), Bue-
nos Aires, Sudamericana, 2001.
55 Por cierto que a un lector más que atento como lo fue Oscar Terán, no se le pasa
por alto –incluso aprensivamente- la incidencia del giro cubano de nuestro ensayista.
En efecto, según Oscar Terán, primero se verifica “la colocación de Martínez Estrada
dentro de un movimiento polémico apuntado hacia la franja liberal pero que rehúsa in-
cluirse en otro espacio político-cultural”, el cual, “culminará autorrealizando su pronós-
tico de intelectual solitario que clama en el desierto, alentada por el reforzamiento que
todo período de ruptura radical implica respecto de la emergencia del profetismo de los
intelectuales”. Luego, tras 1959, sin embargo, se hace “evidente que Martínez Estrada
rompe aquella posición de profeta desencantado y adhiere a la revolución cubana”, para
convertirse “en vocero de una revolución que debe imponerse en América y en todo el
mundo, por la razón o por la fuerza”, y así, los “viejos odres del ensayo ontologista que
contienen el nuevo vino revolucionario producen de ese modo la figura de un Fidel
Castro construido sobre la base de analogías clásicas y bíblicas, con un diseño teórico
que difícilmente podría haber sido considerado verosímil por las nuevas camadas de
intelectuales también solidarias con la revolución cubana”. Terán, Oscar, Nuestros años
83
sesenta. La formación de la nueva izquierda intelectual en la Argentina 1956-1966, Bue-
nos Aires, Puntosur, 1991, p. 91.
56 Pues creemos que Martínez Estrada, aún en un contexto culturalmente desplaza-
do y en condición de “intelectual periférico”, latinoamericano, a su modo protagoniza
lo que Elías Palti ha identificado como “aquellas instancias problemáticas relativas a la
definición de la temporalidad”. “La noción del ‘tiempo de la modernidad’ –explica Palti-
encubre así la presencia de una pluralidad de modos muy diversos y aun contradictorios
de concebir el decurso del tiempo”. Palti, Elías José, “Introducción”, en Aporías. Tiempo,
Modernidad, Historia, Sujeto, Nación, Ley, Buenos Aires, Alianza, 2001, p. 13.
57 Es Bernardo Canal Feijóo, en un trabajo clásico, quien plantea una crítica a
la noción del Fatum pampeano, destinada a volverse tópica. Pues también ha hecho
escuela su recusación de la tesis metafísica del destino funesto telúrico. Cuya fuente es
la “realidad profunda” de la que hablaba Martínez Estrada. Sin embargo, todo el libro,
que pretende esfumar en la salud esa realidad fatal, señala Canal Feijoo, es recorrido
por un “ánimo de denigración y vilipendio sistemático”. Repleto de “cavernosidades”,
apenas “hay una frase que no ofrezca un haz de tremebundeces”. E incluso las páginas
finales, que vindican a Sarmiento frente a la barbarie, “son la apoteosis del fatidismo”.
Canal Feijoo no puede dejar de preguntarse de dónde ha brotado, o de qué complejos
ha nacido ese libro extraño “sin piedad ni esperanza para el destino argentino”. Canal
Feijóo, Bernardo, “Radiografías fatídicas”, en Sur, Nº 37, Buenos Aires, octubre de
1937, p. 17.
Luis Emilio Soto opina que “Martínez Estrada concibe nuestra historia como el
producto de un ineluctable determinismo expiatorio, aunque no sin redención como
supone Canal Feijóo”. Insiste en la veta spengleriana que nutre la cantera de la Radio-
grafía de la pampa. Si “el spenglerismo repercute en Radiografía de la pampa a través de
las síntesis audaces, de la idea del sino y de la apelación constante a la clave simbóli-
ca”, igualmente “Martínez Estrada, como lo hizo Spengler en 1921, podría escribir un
alegato defendiéndose de la acusación de pesimista”. Esta advertencia que hace Soto
respecto del núcleo spengleriano presente en el ensayo de 1933 (ciclo y crisis, simbo-
lismo, dramatismo, fisiognomisno, irracionalismo vitalista, etc.), también hará escuela,
estilizándose y aguzándose hoy día en clave de recepción de fuentes originales, o de
reconstrucción de una biblioteca de época. A diferencia de cierta sensibilidad actual, sin
embargo, Luis Emilio Soto se lamenta de que Martínez Estrada no “complementara los
sondeos metafísicos de conjunto con vistas concretas de detalle, aproximando un poco
más el lente a la realidad que nos circunda”. Soto, Luis Emilio, “Arbitraje espiritual”, en
Crítica y estimación, Buenos Aires, Sur, 1938, pp. 128-129.
Aquél reclamo de Luis Emilio Soto acerca de trasponer la metafísica a fin de dar
con claves empíricas concretas sería nuevamente exigido por Juan José Sebreli en un
libro juvenil, acaso el primer libro clásico escrito sobre Ezequiel Martínez Estrada. Se-
breli aduce que “el pesimismo, justificado cuando se refiere a una situación de hecho,
deja de serlo cuando ignora las causas de la crisis y cierra toda salida –tales la teoría del
fatalismo telúrico y del eterno retorno martinezestradesco-, es decir, cuando deja de
ser un pesimismo relativo y sociológico para transformarse en un pesimismo absoluto
y metafísico”. Sebreli, Juan José, Martínez Estrada. Una rebelión inútil, Buenos Aires,
84
Jorge Álvarez, 1967 (1º ed. 1960), pp. 9-10.
58 Reinhart Koselleck sostiene que lo “mismo que la primera comprehensión total
del planeta, llevada a cabo por la sociedad civil-burguesa, la crisis actual se halla implan-
tada también en el horizonte de una autocomprensión filosófico-histórica y predomi-
nantemente utópica”, la que es “utópica porque el destino del hombre moderno radica
en hallarse en casa en todas partes y al mismo tiempo en ninguna”. Koselleck, Reinhart,
Crítica y crisis. Un estudio sobre la patogénesis del mundo burgués, Madrid, Trotta-UAM,
2007, pp. 23-24. Claro que Jürgen Habermas opone a Koselleck un argumento más
que atendible, cuando replica que hoy “existen indicios suficientes para pensar que la
idea de una racionalización del ‘elemento político’, que la idea de la factibilidad de la
historia –sino de la historia misma, sí al menos de esos procesos históricos que, si no los
dominamos nosotros a ellos, de una u otra manera acabarían exterminándonos- es la
única posibilidad que la historia misma nos ha dejado abierta en su actual forma amena-
zadora, y ello no como una utopía ajena a la vida, sino como la única praxis que puede
garantizarnos la supervivencia”. Habermas, Jürgen, “Crítica de la filosofía de la historia”
(1960), en Perfiles filosófico-políticos, Madrid, Taurus, 1975, pp. 390-391.
59 El “futuro –plantea Karl Löwith- es el verdadero punto candente de la historia
siempre que la verdad reside en el fundamento religioso del Occidente cristiano, cuya
conciencia histórica está determinada por el motivo escatológico: así es desde Isaías
hasta Marx, desde Agustín hasta Hegel y desde Joaquín de Fiore hasta Schelling”. “El
éschaton no sólo le pone un final al curso de la historia, sino que lo articula y lo com-
pleta según una meta determinada”. Löwith, Karl, Historia del mundo y salvación. Los
presupuestos teológicos de la filosofía de la historia, Buenos Aires, Katz, 2007, pp. 32-33.
El teólogo Bultman, apunta Giorgio Agamben, “ha escrito que ‘la comunidad cristia-
na primitiva era consciente de estar situada entre los tiempos, es decir, de encontrarse
al final del antiguo eón”. Así, la “comunidad comprende, pues, su presente como un
singularísimo entre”, con lo que la “justa comprensión del problema del reino (como
también la de su equivalente secularizado, el problema marxista de la fase de transición
entre prehistoria e historia) depende del sentido que se otorgue a este entre”. Agamben,
Giorgio, El tiempo que resta. Comentario a la carta de los Romanos, Madrid, Trotta, 2006,
pp. 76-77.
60 Vale aquí también una observación que hace Marc Angenot a propósito de que
la “inmanentización parcial del escatón es un fenómeno significativo, pero que no puede
enmascarar la continuidad cognitiva ni los ‘presupuestos teológicos’ que siguen siendo
preservados en ese proceso”. Angenot, Marc, “Gnosis, milenarismo e ideologías mo-
dernas”, en El discurso social. Los límites históricos de lo pensable y lo decible, (Selección
y presentación a cargo de María Teresa Dalmasso y Norma Fatala), Buenos Aires, Siglo
XXI, 2012, pp. 137-138.
61 Colige irónicamente Hans Blumenberg que el “cambio de papeles que subyace
en los fenómenos de secularización se dinamiza por la necesidad de una conciencia
que reflexione sobre las grandes cuestiones y esperanzas y que, luego, queda decep-
cionada”, por lo que las “decisiones que habían sido tomadas más allá del mundo,
en actos absolutos de la divinidad y que ahora deberían ser ejecutadas por el hombre
como acciones morales, sociales y políticas, no pudieron, en su resultado, dejar expedita
85
la transición hacia un ámbito donde el hombre disponga de sí mismo”. Blumenberg,
Hans, La legitimación de la edad moderna, Valencia, Pre-textos, 2008, p. 91. “Dicho
en pocas palabras –quien resume es Giacomo Marramao-: habría que examinar si –y
en qué medida- la propia dimensión típicamente occidental de la ‘autodecisión’ y de la
‘consciencia de Sí’ dependen –no ya también sino señaladamente- en el mundo moderno
de modelos conceptuales, códigos simbólicos y cuadros metafóricos de heterointegración
de los sujetos. O, más puntualmente, si y en qué medida la clave de este mecanismo
de heterodeterminación no está más bien en los pilares categoriales portadores de la
modernidad: ‘progreso’, ‘revolución’ y (concepto moderno par excellence) ‘liberación’.
O, más precisamente aún, en el rasgo que los pone en relación y los fundamenta: la
forma de la temporalidad propia del Occidente moderno”. Marramao, Giacomo, Poder
y secularización, Barcelona, Península, 1989, p. 29. “La senda que, pasando por San
Agustín, une las dos reflexiones más radicales sobre el tiempo de la filosofía occidental,
la de Aristóteles y la de Heidegger, demuestra que nuestra experiencia está dominada
por una hipertrofia de la expectativa”. Marramao, Giacomo, Kairós. Apología del tiempo
oportuno, Barcelona, Gedisa, 2008. p. 113.
62 Habermas señala “el negativo de esta versión utópica, para mostrar que frente a
ella la referencia a ‘presupuestos teológicos’ carece de fuerza”, pues “la secularización se
convierte entonces, de manera consciente, en continuación de la apropiación crítica de
tradiciones, que es de lo único de lo que puede extraerse el logos de una humanidad,
a realizar a través de una mediación de la naturaleza con el mundo humano; ese logos
sólo puede extraerse de ellas, pues de otro modo dejaríamos de tomar en serio la con-
tingencia del mundo en su conjunto y la necesidad que ello implica de una producción
del logos por medio del trabajo de reproducción de la especie humana que representa
la historia universal”. Habermas, Jürgen, “Karl Löwith. Repliegue estoico frente a la
conciencia histórica”, en Perfiles filosófico-políticos, ed. cit., p. 190.
63 Si para “los de la revista Ciudad Martínez Estrada era un ‘prócer’; para mí, un
hereje”, confiesa David Viñas, o “si se prefiere, el criticismo de Martínez Estrada y sus
conductas cotidianas me hacían ver en él a un precursor o modelo intermedio de lo que
podía ser en la Argentina un intelectual de izquierda”. En cuanto a su posición en el
campo intelectual argentino, estima David Viñas, “Martínez Estrada estaba en el centro
de la dramática cultural de ese momento y todo se definía por su pro o su contra”. “Al
fin de cuentas, en su paulatino desplazamiento hacia Cuba, lo que seduce a Martínez
Estrada son los trabajos y la conducta del emergente mayor de mi generación: porque
la penúltima instalación de Martínez Estrada se celebra en la Cuba de 1960”, recuerda
David Viñas, pero “mucho más que en la isla de Fidel, en la utopía de Ernesto Gueva-
ra”. La Radiografía de la pampa es “en sus mejores momentos, una fenomenología en
movimiento”, dice David Viñas pronto, e infiere “que el Martínez Estrada de 1933, en
este nivel, puede ser leído como un lugoniano residual y como un antilugoniano aún
en potencia”. Martínez Estrada quiere allí convertirse en objeto de culto. “Axiomático,
tajante, taxativo, entonces, los ‘latigazos’ conceptuales de Radiografía al aludir a un
auditorio de lectores fascinados remiten no sólo a la retórica lugoniana del orador que
seduce al auditorio, sino que lo tiene suspendido de sus palabras”.
Y por cierto Martínez Estrada transfiere esa seducción retórica a sus mitos revolucio-
86
narios. Si ha de haber transposiciones canónicas, para David Viñas no son otras las que
finalmente pueden tomarse en serio. Demostrando cabalmente que Martínez Estrada
era cualquier cosa menos un “marginal”, como se empeñó en imaginar de sí –y como
muchos lo tomaron literalmente, y no alegóricamente, David Viñas recorre las flexiones
y derivaciones de un progresivo corrimiento a la izquierda, entre las que al fin queda ex-
puesto el perfil del profeta terriblemente exigente, cuando “en el revés de trama de esos
episodios definidos por el distanciamiento aparece la figura del Che: es que así como los
escritores de mi generación buscamos en Martínez Estrada al ‘maestro limpio’, el autor
de la Radiografía buscó en el emergente más notorio de nuestra generación al discípulo
puro”. Viñas, David, “Martínez Estrada, de Radiografía de la pampa hacia el caribe”, en
Pollman, Leo (coord.), Martínez Estrada, E., Radiografía de la Pampa, (Edición Críti-
ca), Buenos Aires, Colección Archivos/FCE, 1993, pp. 411-422.
Entonces dice David Viñas que Martí y el Che son “finalmente tema y problema
mayor de Martínez Estrada”, con lo que señala la maduración de un ciclo intelectual
y político dentro de un periplo existencial, y no sólo un motivo último de vindicación
por parte del crítico. David Viñas declara expresamente que los jóvenes de Contorno,
“levantaron polémicamente, el nombre de Martínez Estrada frente a los arcaicos canó-
nicos”, entre quienes se contaba por cierto Jorge Luis Borges. David Viñas aduce que
el “Martí de Martínez Estrada exhibe concluyentemente el tema de la revolución y de
las fuerzas morales”, con lo que reúne íntimamente –dialécticamente, precisa el crítico-
“la acción y la literatura”. “Letra corporizada/carne de la teoría”, acota David Viñas, e
insiste con una clave de lectura que ya prefiguraba como joven contornista pero en la
que nos interesa a su vez insistir, reinsistir, perseverar, debido a la consumación profana
de la teología política aún enigmática que reside en el drama moral del estilo que encarnó
escatológicamente la ensayística de Martínez Estrada. Sucede que, apunta David Viñas,
“don Ezequiel había comprendido que escribir sobre Martí requería, ineludiblemente,
un ademán evangelista”. Viñas, David, “Martínez Estrada, de Lugones a Martí”, en
Casa de las Américas, La Habana, Nº 247, abril-junio de 2007, pp. 118 y 123.
64 Según el criterio de Giacomo Marramao hay por lo menos “dos significados
fundamentales –que pueden ser designados, respectivamente, como ‘deyectivo’ y ‘eman-
cipativo’- del lema secularización”. Uno: “la ‘secularización’ da por sentada una lectura
de la historia y de la filosofía occidentales en clave de ‘decadencia’, de progresiva declina-
ción de los núcleos metafísicos fuertes, de inexorable pérdida del centro”. Dos: “el térmi-
no ‘secularización’ ilustra en cambio un proceso no ya de mera pérdida o reducción de
valor sino, por el contrario, de positiva liberación de nuevos ámbitos de vida y realidad,
de nuevas e imprevisibles chances emancipadoras para el pensamiento y el comporta-
miento humanos”. Marramao, Giacomo, “Los ‘idola’ de lo posmoderno. Considera-
ciones inactuales sobre el fin (y el principio) de la historia”, en Gianni Vattimo (comp.),
La secularización de la filosofía, Barcelona, Gedisa, 1992, p. 168.
65 “Hay una signatura común -dice Koselleck- a estas doctrinas de la secularización:
todas renuncian a una separación rigurosa entre el más allá y el más acá, eternidad y
mundo, espiritual y secular. Más bien todos los esquemas interpretativos de la filosofía
de la historia se someten a la prescripción por la que todas las tareas y desafíos deben ser
resueltos en el tiempo histórico, con y a través del tiempo histórico mismo”. Koselleck,
87
Reinhart, “Acortamiento del tiempo y aceleración. Un estudio sobre la secularización”,
en Aceleración, prognosis y secularización, Valencia, Pre-textos, 2003, pp. 46-47.
66 En uno de sus ensayos tempranos, Leopoldo Zea explica de qué manera el “Con-
tinente Americano fue la tierra que mejor se prestó a servir de alojamiento de los ideales
del europeo”, con lo que así “América surgió como la gran utopía”. “En América –dice
siempre Zea- el europeo podía volver a hacer su historia, borrar todo su pasado, empe-
zar de nuevo. Europa necesitaba desembarazarse de su historia para hacer una nueva”.
Zea, Leopoldo, América como conciencia, México, Ediciones de Cuadernos Americanos,
1952, p. 67. Fernando Aínsa observa que desde la perspectiva del primer discurso ame-
ricano, el descubrimiento del otro implica una nueva invención del sí mismo europeo.
De esta trasposición surge la utopía como género, implicando en el “territorio america-
no una visión ‘alternativa’ a la realidad del Viejo Mundo”, donde a partir “de los mitos
actualizados y de las utopías, Europa ‘renace’ (Renacimiento) y América se ‘redescubre’
en el espejo de la alteridad”, pero de una “alteridad que excita la imaginación y le da
pruebas tangibles para justificar la búsqueda de nuevas ‘utopías geográficas’, ese ‘espacio
y tiempo del anhelo’ de que habla Ernest Bloch”. Aínsa, Fernando, “El nuevo mundo
en la imaginación europea: la utopía de América”, en Puccini, Darío y Saúl Yurkievich
(eds.) Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica. I, México, FCE, 2010, p. 74.
67 Silvia Saítta precisa que “Martínez Estrada propone varias estrategias narrativas
–la extrañeza, la borradura de límites, el aumento de lo insignificante- en un estilo que
él llamó ‘lo trágico cotidiano’ refiriéndose a un estilo que predice desdichas y cuyo sig-
nificado se asocia tanto con aquellos que portan el mal agüero como con quienes tienen
un carácter abominable”. Saítta, Silvia, “Modos de pensar lo social. Ensayo y sociedad
en la Argentina (1960-1965)”, en Neiburg, Federico y Mariano Plotkin (comp.), Inte-
lectuales y expertos. La constitución del conocimiento social en la Argentina, Buenos Aires,
Paidós, 2004, p. 116.
68 Que también Graciela Scheines ha resumido por su parte como un camino que
va “de la desilusión a la utopía”. En efecto, Graciela Scheines sostiene que si primero
“Martínez Estrada nos enseñó a ver el mal en la propia casa y descubrir las tristes seme-
janzas con la América bárbara cuando nos creíamos casi europeos”, finalmente permite
comprender que Cuba “es la utopía posible: la continentalización de América Latina”.
Scheines, Graciela, “De la desilusión a la utopía”, en Ezequiel Martínez Estrada: la pam-
pa de Goliat, ed. cit., pp. 65-66.
69 “Cada vez más, historiadores, economistas, filósofos, reconocen la capital in-
cidencia que el descubrimiento y colonización de América tuvo en el desarrollo, no
sólo socio-económico sino cultural de Europa, en la formulación de su nueva cultura
barroca”, –escribía Ángel Rama-. “Podría decirse que el vasto Imperio fue el campo de
experimentación de esa forma cultural. La primera aplicación sistemática del saber ba-
rroco, instrumentado por la monarquía absoluta (la Tiara y el Trono reunidos) se hizo
en el continente americano, ejercitando sus rígidos principios: abstracción, racionali-
zación, sistematización, oponiéndose a particularidad, imaginación, invención local”.
Rama, Ángel, La ciudad letrada, (Prólogo de Hugo Achugar), Montevideo, Arca, 1998,
pp. 24-25.
70 “Es cierto –reconoce Ángel Rama ante una requisitoria de Beatriz Sarlo- que
88
podemos pensar a la sociedad latinoamericana en términos históricos y que, en esta
perspectiva, podría trabajarse mejor que los sectores conservadores que manejan la tra-
dición. Pero también podemos pensar a la sociedad y a la cultura de América en fun-
ción de un proyecto, una utopía, en cierto modo, siempre una ruptura. Creo, como
Henríquez Ureña, que la utopía de América es una condición constante para pensarla.
No es meramente una acumulación de pasado, sino un proyecto que los americanos
debemos realizar”. Rama, Ángel, en “Ángel Rama y Antonio Cornejo Polar: tradición y
ruptura en América Latina”, en Punto de vista, Buenos Aires, Año 3, N° 8, marzo-junio
de 1980, p. 12.
71 Una cultura de la modernidad que en América Latina “consigue organizarse
coherentemente a partir de los elementos de que dispone y evolucionar hacia un punto
focal que está situado en el futuro y no en el pasado”, adquiere “tal como creo visible en
la Argentina, la característica de una cultura de vanguardia, cuya potencialidad deriva de
que explora territorios desconocidos, los inventa con audacia, los sueña y aun planifica y
los convierte progresivamente en su propia realidad”. Rama, Ángel, “Argentina: crisis de
una cultura sistemática”, en Punto de vista, Buenos Aires, Año 3, N° 9, julio-noviembre
de 1980, p. 4.
72 Susana Zanetti hace referencia a un conjetural corpus canónico latinoamericano,
que más que resguardar un linaje, suscite en cambio “el espacio propicio para revitalizar
un esplendor perdido”, o bien que represente a “América como tierra de renacimiento
de tradiciones agostadas”. Zanetti, Susana, “Apuntes acerca del canon latinoamericano”,
en Susana Cella (comp.), Dominios de la literatura, ed. cit., p. 88.
73 Marcela Croce declara su “voluntad de dar productividad a un método y conjun-
to de presupuestos que permiten abordar Latinoamérica desbrozando los prejuicios que
se han instalado en torno al topónimo, y recuperando como idea rectora su condición
de ‘utopía intelectual’ (enunciada por Ángel Rama), este Latinoamericanismo apunta a
recomponer la imagen del continente”. Croce, Marcela, “Introducción”, en Marcela
Croce (ed.), Latinoamericanismo. Historia intelectual de una geografía inestable, Buenos
Aires, Simurg, 2010, p. 7.
74 Josefina Ludmer considera que su estrategia crítica de “ficción especulativa” -en
el actual momento latinoamericano-, “inventa un universo diferente del conocido y lo
funda desde cero”, pero también “propone otro modo de conocimiento”, por cuanto
“se mueve en el como si, el imaginemos y el supongamos: en la concepción de una pura
posibilidad”, pues “la especulación es utópica”. “Imaginar el mundo –sigue diciendo
Ludmer- como tiempo ‘aquí en América Latina’ para poder pensar las políticas del
tiempo”. Ludmer, Josefina, Aquí América Latina. Una especulación, Buenos Aires, Eter-
na Cadencia, 2010, p. 18.
75 Es Reinhard Koselleck quien habla del proceso de “la temporalización de la uto-
pía”, denotando “la dimensión del futuro se integró en el concepto de utopía”. Desde
entonces, “pensar la utopía implica necesariamente considerar la dimensión temporal
por encima del no lugar espacial”. Koselleck, Reinhard, “Sobre la historia conceptual de
la utopía temporal”, en Historia de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del
lenguaje político y social, Trotta, Madrid, 2012, p. 174.
76 En cuanto que “la palabra intelectual ha servido para designar a aquellos indivi-
89
duos que reclaman como fundamento de legitimidad para sus intervenciones públicas
una forma de pensamiento crítico, independiente de los poderes, y sustentada en el uso
de la razón”. Neiburg, Federico, y Mariano Plotkin, “Intelectuales y expertos. Hacia
una sociología histórica de la producción del conocimiento sobre la sociedad en la Ar-
gentina”, en Neiburg, Federico, y Mariano Plotkin (comps.), Intelectuales y expertos. La
constitución del conocimiento social en la Argentina, Buenos Aires, Paidós, p. 15. Paralelo
a esta designación, según Carlos Altamirano, a medida “que se ingrese en el siglo XX y
a lo largo del resto de la centuria se puede registrar a hombres y mujeres, sean escrito-
res o artistas, creadores o difusores, eruditos, expertos o ideólogos, en el papel que los
hace socialmente más visibles: actores del debate público, el intelectual como ser cívico
–‘conciencia’ de su tiempo, intérprete de la nación o voz de su pueblo, tareas acordes
con la definición de los intelectuales como grupo ético-”. Altamirano, Carlos, “Élites
culturales en el siglo XX latinoamericano”, en Historia de los intelectuales en América
Latina II. Los avatares de la “ciudad letrada” en el siglo XX, Carlos Altamirano (ed.),
Buenos Aires, Katz, 2010, p. 9. Véase asimismo: Sarlo, Beatriz, La batalla de las ideas
(1943-1973), Buenos Aires, Ariel, 2001.
77 François Hartog señala respecto a este tropo narrativo de la forma de repre-
sentación temporal que la “historia finalmente existe, ya sea como historia profética
(el profeta es aquel que da sentido a lo que ha tenido lugar desde el punto de vista de
Dios), ya sea como profecía retrospectiva (Daniel anuncia cómo va a venir lo que ya ha
tenido lugar). De esa manera, esos rasgos ‘modelan’ un cierto rostro del tiempo”. Har-
tog, François, “La temporalización del tiempo: un largo recorrido”, en André, Jacques,
Sylvie Dreyfus-Asséo y François Hartog (dirs.), Los relatos del tiempo, Buenos Aires,
Nueva Visión, 2010, p. 33.
78 Para Guillermo David, “Martínez Estrada, que en su faena ensayística practica
una lectura centralmente alegórica y anagógica de los textos, remite a la literalidad para
salir del lugar a que arriba”, y “su drama íntimo es cómo salvar la pureza originaria de
los actos y las palabras del fango de la historia, que los resignifica de continuo”. David,
Guillermo, Carlos Astrada. La filosofía argentina, Buenos Aires, El Cielo por Asalto,
2004, p. 188.
79 Según Graciela Scheines, hasta “que no nos liberemos de las imágenes espaciales
o geográficas de América (paraíso, espacio vacío o barbarie) de origen europeo, de las
que derivan las nefastas teorías del Fatum, lo Informe, lo facúndico, lo telúrico que nos
fijan e inmovilizan como el alfiler a la mariposa, y que hacen de América una dimensión
inhabitable ajena a toda medida humana, no superaremos el movimiento circular, las
marchas y contramarchas, las infinitas vueltas al punto de partida para volver a arrancar
y otra vez quedarnos a mitad de camino”. Scheines, Graciela, Las metáforas del fracaso.
Sudamérica: ¿geografía del desencuentro?, La Habana, Casa de las Américas, 1991, p. 11.
80 Esto es, por referencia a los lugares recurrentes de la argumentación donde es
posible distinguir, con Anscombre y Ducrot, las “creencias presentadas como comunes a
cierta colectividad de la que al menos forman parte el locutor y su alocutor”, ya que, se
“supone que los interlocutores comparten esta creencia incluso antes del discurso en el
que se emplea”, y donde “el topos se presenta como general, en el sentido de que vale para
una multitud de situaciones diferentes de la situación particular en la que el discurso
90
lo utiliza”. Anscombre, Jean-Cluade, y Oswald Ducrot, La argumentación en la lengua,
Madrid, Gredos, 1994, p. 218.
81 Teresa Alfieri hacer referencia a Nuestra América (1903) de Carlos Octavio Bun-
ge, quien presenta al mestizaje como tragedia de funestas”, y sienta el “puente que
traza el ensayo desde Sarmiento hasta Martínez Estrada y se continúa en los ensayistas
actuales recorridos todavía por un resto de positivismo progresista en tiempos que ya
lo han dejado atrás como praxis filosófica”. Alfieri, Teresa, “La identidad nacional en
el banquillo”, en Historia crítica de la literatura argenptina. La crisis de las formas, Vol.
5, (Director del Volumen, Alfredo Rubione, Director de la obra: Noé Jitrik), Buenos
Aires, Emecé, 2006, p. 522.
82 Oscar Terán indica que el “intuicionismo ontológico” comprende una actitud
donde el “intelectual se posiciona frente a la realidad dispuesto a detectar su esencia a
través de una visión inmediata (precisamente, el verbo intuire en latín significa ‘ver’)”,
por lo cual este “abordaje ya no recurre al intelecto, al razonamiento, según el modelo
de la cultura científica, sino a una potencia de la conciencia habilitada para captar la rea-
lidad en sí misma, dentro de una constelación de ideas que forman parte de la reacción
contra el positivismo”. Terán, Oscar, Historia de las ideas en la Argentina. Diez lecciones
iniciales, 1810-1980, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, pp. 242.
83 Conrado Eggers Lan precisa en referencia al Fedón que en “todo momento Pla-
tón se hace cargo de que está comparando, y que lo que ofrece es una ‘imagen’ (eikón),
palabra precisamente empleada en la Línea para designar los objetos en tanto no poseen
realidad propia sino copiada de otra”, Eggers Lan, Conrado, El sol, la línea y la caver-
na, Buenos Aires, Colihue, 2000, p. 13 (1º ed. 1974). Por su parte, Helena Beristáin
consigna que la alegoría, para expresar poética o literariamente un pensamiento a partir
de comparaciones o metáforas donde se establece una correspondencia entre elementos
imaginarios, “permite que haya un sentido aparente o literal que se borra y deja lugar
a otro sentido más profundo, que es el único que funciona y que es el alegórico”, lo
cual “produce una ambigüedad en el enunciado porque éste ofrece simultáneamente
dos interpretaciones coherentes, pero el receptor reconoce sólo una de ellas como la
vigente”. Beristáin, Helena, Diccionario de Retórica y Poética, México, Porrúa, 2008 (1º
ed.: 1985), p. 25.
84 “Si partimos de diversas experiencias del tiempo –propone Hartog- el régimen
de historicidad intenta brindar una herramienta heurística, que contribuya a aprehen-
der mejor no el tiempo, ni todos los tiempos ni el todo del tiempo sino, principalmen-
te, momentos de crisis del tiempo, aquí y allá, justo cuando las articulaciones entre el
pasado, el presente y el futuro dejar de parecer obvias”. Hartog, François, Regímenes de
historicidad: presentismo y experiencias del tiempo, México, Universidad Iberoamericana,
Departamento de Historia, 2007, p. 38.
85 Juan Carlos Ghiano no se sorprende que en su indagación patética, la crisis
argentina se le aparece “al mismo tiempo que el comienzo de una ‘catarsis’, que le per-
mitiría vislumbrar un trágico destino de profeta gentilicio”, y al “convertirse en agonista
y mártir de sus denuncias el escritor buscó sostener la dimensión exhortativa de sus en-
sayos, exigiendo que se lo reconociera como un hombre indisputablemente verídico” y,
por tanto, también como un vocero autorizado de la revelación. “La fructífera posición
91
de H. A. Murena, el único renovador perdurable de la lección de Martínez Estrada”,
pues el discípulo “ha señalado las pautas que demora en asumir la crítica argentina más
reciente, a pesar de sus muchas deudas con los aciertos y con los errores del autor de
Radiografía de la pampa”. Ghiano, Juan Carlos, “Ezequiel Martínez Estrada, revelador
de la Argentina” (1972), en Relecturas argentinas. De José Hernández a Alberto Girri,
Buenos Aires, Mar de Solís, 1978, p. 136.
86 Que Hayden Withe aplica al discurso historiográfico sólo como caso testigo,
pues se trata de una constructividad retórica-lingüística formalmente universal articu-
lada en torno a cuatro tropos básicos para el análisis del lenguaje poético o figurativo:
metáfora, metonima, sinécdoque e ironía. “La metáfora es esencialmente representativa,
la metonimia es reduccionista, la sinécdoque es integrativa y la ironía es negativa”. Whi-
te, Hayden, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, México,
FCE, 1992, pp. 40-43.
87 Por un lado, en este sentido retórico-formal es que también funciona la noción
de “alegoresis”, identificada por Hayden Withe para la poética metahistórica. “Precisa-
mente en la medida en que la narrativa histórica dota a conjuntos de acontecimientos
reales del tipo de significados que por lo demás sólo se halla en el mito y la literatura,
está justificado considerarla como un producto de allegoresis. Por lo tanto, en vez de
considerar toda narrativa histórica como un discurso de naturaleza mítica o ideológica,
deberíamos considerarla como alegórica, es decir, como un discurso que dice una cosa
y significa otra”. Hayden, Withe, “La cuestión de la narrativa en la teoría historiográ-
fica actual”, en El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica,
Barcelona y Buenos Aires, Paidós, 1992, p. 63. Por otro lado, la “alegoresis” alude a la
virtualidad del plexo de percepciones retentivas que rodean la significación cultural en
su totalidad como discurso social operante. Marc Angenot nos recuerda que el “efec-
to de ‘masa sincrónica’ del discurso social sobredetermina los textos que forman esta
masa”. De modo que si “a la lectura de un texto determinado se sobreimprimen otros,
por un fenómeno análogo a la persistencia retiniana”, a esta “sobreimpresión se llama
en los discursos sociales y clásicos alegoresis, reordenamiento centrípeto de los textos de
la red sobre un texto autor, o un corpus fetichizado”, aunque, fenómenos “análogos a
éste se producen en los discursos modernos por una necesidad estructural que resulta de
la organización topológica de los campos discursivos”. Angenot, Marc, Interdiscursivi-
dades. De hegemonías y disidencias, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1998,
pp. 34-35.
88 El ejemplo griego –sostiene Paul Ricoeur-, “al mostrar lo trágico mismo, tiene
el privilegio de revelarnos, sin atenuantes, el resorte teológico de éste”. Pero al mismo
tiempo, su conexión “con un espectáculo, con el teatro, tendría valor de advertencia y
de interpelación: el invencible espectáculo trágico pondría en guardia al filósofo contra
la ilusión de creer que está en paz con la visión trágica del mundo, puesto que habría
desenmascarado –la escandalosa teología implícita en la tragedia; al mismo tiempo,
se le invitaría a intentar una hermenéutica del símbolo trágico que tenga en cuenta
esa invencibilidad del espectáculo frente a cualquier crítica reductora que procediese a
transponer el ‘teatro’ en teoría”. Ricoeur, Paul, Finitud y culpabilidad, Madrid, Trotta,
2004, p. 358.
92
89 “Todo un complejo de efectos se vincula a la catarsis” –reconoce Paul Ricoeur-,
pero “la catharsis tiene” un “efecto moral sólo porque, ante todo, exhibe el poder de
clarificación, de examen, de instrucción ejercida por la obra merced al distanciamiento
respecto a nuestros propios afectos”. Es la “capacidad de alegorización, vinculada a la
catharsis, la que hace de la aplicación literaria a la réplica más próxima a la aprehensión
analogizadora del pasado en la dialéctica del cara-a-cara y de la deuda”. Ricoeur, Paul,
Tiempo y Narración III. El tiempo narrado, México, Siglo XXI, 2009, pp. 895-896.
90 Para Ricoeur, si “la tragedia de Antígona puede enseñarnos todavía es porque el
contenido mismo del conflicto –pese al carácter perdido y no repetible del fondo mítico
del que emerge y del entorno festivo que rodea la celebración del espectáculo- conserva
una permanencia imborrable”, ya que, concierne a lo que “podemos llamar el fondo
agonístico de la prueba humana, en la que se enfrentan interminablemente el hombre
y la mujer, la vejez y la juventud, la sociedad y el individuo, los vivos y los muertos, los
hombres y lo divino”. Ricoeur, Paul, “Lo trágico de la acción”, en Sí Mismo como Otro,
Madrid, Siglo XXI, 1996, pp. 261-262.
91 Horacio González insiste que “los textos son así un diálogo extendido en el tiem-
po, aludiendo a invariantes morales e intelectuales que hincan su fuerza en el intento
de revelar lo oculto”, esto es, oculto en el “texto y oculto en el mundo histórico del cual
esos textos hablan”. En dicho develamiento, pues, radica la pedagogía trágica y esa suer-
te de ilustración amarga que Martínez Estrada pretende habilitar en su alegorización
poético-dramatizante de la historia. Pues así opera el “ensayismo como estilo de escritu-
ra capaz de unir conocimiento y consternación”, en cuanto procura “una curación que
se caracteriza precisamente por la posibilidad de adentrar la conciencia en su plano de
textualidad más sombrío y en la inminencia de ser sacudido por la intervención de una
autoconciencia”. Aquí cobra toda su potencia semántica la figura tragicista del “lector
con miedo”.
Destaca así “el parentesco de este lector-con-miedo, con el espectador catártico de la
tragedia clásica”, ya que, en “ambos casos, se postula una fórmula referida a la subjetivi-
dad dañada, la cual busca constituirse a través de una obra que implica poner en acción
al mito, con sus correspondientes recursos de textualidad”. En tal modo, “una terapéuti-
ca del lector de ensayos” –tal como la escenifica la escritura de Martínez Estrada- “no es
sino una demostración bien cercana de que, al decir ensayo, estamos diciendo catarsis,
medicamento del espíritu que plantea el difícil tema de los males públicos vinculados
a los males que inundan las napas soterradas de la conciencia”. González, Horacio, “El
ensayo como lectura de curación”, en Percia, Marcelo (comp.), Ensayo y subjetividad,
Buenos Aires, Eudeba, 1998, p. 70.
92 El paralelismo, según Paul Ricoeur, “que se descubre así entre la sobreelevación
del sentido operado por el muthos al nivel del poema, y la sobreelevación del sentido
operada por la metáfora a nivel de la palabra, debería ser sin duda extendido a la kathar-
sis, a la que se podría considerar como una sobreelevación del sentimiento, semejante
a la de la acción y a la del lenguaje”, con la cual, la “imitación, considerada desde el
punto de vista de la función, constituiría un todo, en el cual la elevación al mito, el des-
plazamiento del lenguaje por la metáfora y la purgación de los sentimientos de temor
y de piedad irían a la par”. Ricoeur, Paul, “Entre retórica y poética: Aristóteles”, en La
93
metáfora viva, Buenos Aires, Megalópolis, 1977, p. 67.
93 “Martínez Estrada, en una obra cuya arrolladora fuerza interpretativa no impide
su escasa presencia como objeto de relecturas críticas”, dice María Pía López refiriéndo-
se a Muerte y transfiguración de Martín Fierro, se sumerge en el poema “para desnudarlo
de los modos más extendidos de comprenderlo, pero también de la pertenencia a algo
que podría llamarse una literatura nacional”, en tanto, que el texto de Hernández, lejos
“de ser culminación y momento impregnante de la tradición”, más bien sería “hiato
y anomalía”. López, María Pía, “1948. La querella del Martín Fierro”, en Viñas, Da-
vid (dir.), Guillermo Korn (comp.), Literatura argentina siglo XX. El peronismo clásico
(1945-1955), Tomo 4, Buenos Aires, Paradiso-Fundación Crónica General, 2007, p.
112-113.
94 “O al menos –sigue diciendo Benjamin- hay que presumir que lo trágico marca
un límite del reino del arte, no menos que del ámbito propio de la historia”. Benjamin,
Walter, “Trauerspiel y tragedia”, en Estudios metafísicos y de filosofía de la historia, (Obras,
libro II, vol. 1), Madrid, Abada, 2007, p. 137.
95 “El crítico de costumbres llamaba burdel a su contorno: ciudad, país, épocas
históricas, políticas”, señala su viejo discípulo Pedro Orgambide, haciendo uso de una
categoría que también hicieron circular otros discípulos –declarados o no- de Martínez
Estrada, para cuyo contorno el maestro “utilizaba la palabra burdel, menos frecuente que
prostíbulo y menos plebeya que quilombo”, en forma tal que “ponía cierta distancia
literaria con el objeto observado”. Orgambide, Pedro, Un puritano en el burdel. Ezequiel
Martínez Estrada o el sueño de una Argentina Moral, Buenos Aires, Ameghino, 1997, p.
94.
Martínez Estrada siempre eligió “el rol de francotirador, de aguafiestas”, recuerda
Álvaro Abós, en tanto, expresa “el vigor con el que, quien se llamaba a sí mismo un
puritano en el burdel, practicaba la crítica moral”, y por el otro “el carácter insobornable
con el que se concebía la clave de toda tarea intelectual, el cuestionamiento visceral al
poder”. Abós, Álvaro, “Ezequiel Martínez Estrada o el puritano en el burdel”, en El
cuarteto de Buenos Aires, Buenos Aires, Colihue, 1997, pp. 83-88.
96 “No sólo han huido los dioses y el dios, sino que en la historia universal se ha
apagado el esplendor de la divinidad. Esa época de la noche del mundo es el tiempo de
penuria, porque, efectivamente, cada vez se torna más indigente. De hecho es tan pobre
que ya no es capaz de sentir la falta de dios como una falta”. Heidegger, Martin, “¿Y para
qué los poetas?”, en Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1998, p. 199.
97 Claro que la ineludible tesis primera de filosofía de la historia de Benjamin (Cfr.
Tesis de filosofía de la historia, Madrid, Taurus, 1973).
98 Según la crítica Alejandra Mahile, “Martínez Estrada insiste en postular la exis-
tencia de ‘invariantes históricos’ que su interpretación revela como fondo por encima
de la coyuntura temporal. Su ontología subraya una suerte de esencialismo antiesencial,
dado que los invariantes descubren el vacío transhistórico que anida en diversos planos
de la realidad, bajo la superficie, y que resulta insuperable”. Mahile, Alejandra, “Entre
la exuberancia y el vacío. Identidad nacional y alteridad en tres ensayistas latinoamerica-
nos: Gilberto Freyre, Fernando Ortiz y Ezequiel Martínez Estrada”, en Chicote, Gloria
y Miguel Dalmaroni (eds.), El vendaval de lo nuevo. Literatura y cultura en la Argentina
94
moderna entre España y América Latina (1880-1930), Rosario, Beatriz Viterbo, 2007,
pp. 276-277. En cambio, Gisela Catanzaro ha preferido señalar que “lejos de aparecer
como expresión de una posición fatalista y resignada, la amargura metodológica de
Martínez Estrada podría interpretarse como una de las pocas formas posibles de dejar
abierto el tenue, frágil, espacio de la utopía”. Catanzaro, Gisela, “Historia mineral.
Ezequiel Martínez Estrada y los sentidos del telurismo”, en La nación entre naturaleza e
historia. Sobre los modos de la crítica, Buenos Aires, FCE, 2011, p. 278.
99 Horacio Cerutti Guldberg explica que a “América se la buscaba y sólo se llegó a
ella por medio de esa búsqueda”. En su carácter de “tierra nueva, sin pasado, sin historia
a ojos de los que llegaban, parecía arcilla de pura virtualidad”, y “recuerdo del futuro”,
cuando en “verdad lo que se produjo –hasta podríamos conceder que inadvertidamen-
te- fue una geografización, si se me permite el término, de la historia y las culturas
encontradas”. Cerruti Guldberg, Horacio, (1989). La Utopía de Nuestra América. (De
Varia Utopica. Ensayos de Utopía III), Bogotá, Universidad Central, 1989, p. 211.
100 Rodolfo de Roux muestra que en América, “el continente de la esperanza”,
no debe sorprender que reaparezcan los “antiguos temas del ‘Éxodo Liberador’ y de la
‘Tierra prometida’, y que la utopía cristiana de la liberación y la escatología marxista
de la revolución se hayan dado la mano para construir, allí y ya, el Reino de Dios o el
Reino de la Libertad”, pues el “Nuevo Mundo carga con una centenaria tradición me-
siánico-milenarista de cuño judeo-cristiano que ofrece una abundante tradición simbó-
lica”, y que explicaría el “arraigado culto latinoamericano al caudillo-mesías”. De Roux,
Rodolfo, “Nuevo Mundo. Imaginario escatológico-utópico”, en Salas Astrain, Ricardo
(coord.), Pensamiento Crítico Latinoamericano. Conceptos Fundamentales, Santiago de
Chile, Universidad Católica Silva Henríquez, Vol. III, 2005, p. 746.
101 Christian Ferrer detecta la “amargura metódica” que produce el pensamiento
de Martínez Estrada, quien es visto por este fino y perspicaz estudioso como “poseído
por un geniecillo amargo”, que “habla menos del legajo biográfico que de su fogonero
metodológico, menos de la dolencia del pensamiento que de su estimulante”. Es cierto
que “no es difícil detectar en Martínez Estrada una voluntad de urgencia mucho más
impresionante: un tono de profeta, un furor bíblico que puja a través de la estructura
narrativa de sus ensayos”, pero si se ve en Martínez Estrada al moralista, es preciso ver
antes en él un “blasfemo, quizás, incluso, un vitalista –si se pudiera restar al concepto
las recusaciones más obvias con que se lo ha descalificado”. Ferrer, Christian, “Gigante”,
en Ezequiel Martínez Estrada, La cabeza de Goliat. Microscopía de Buenos Aires, (Prólogo
de Christian Ferrer), Buenos Aires, Sol 90, 2001, p. 5 y ss.
102 Tal como ya lo ha vista Lelia Area, por ejemplo, en su estudio de la literatura
romántica argentina. “Desde esa escena discursiva, el territorio nacional señalado como
Desierto se figura tanto como tema literario cuanto como problema político: se tematiza
como patrimonio y, al mismo tiempo, se lo dramatiza como vasta soledad”. Area, Lelia,
Una biblioteca para leer la Nación. Lecturas de la figura Juan Manuel de Rosas, Rosario,
Beatriz Viterbo, 2006, p. 17.
103 Reinhart Koselleck piensa que el “pasado y el futuro no llegan a coincidir nunca,
como tampoco se puede deducir totalmente una expectativa a partir de la experiencia”,
pues una “vez reunida, una experiencia es tan completa como pasados son sus motivos,
95
mientras que la experiencia futura, la que se va a hacer, anticipada como expectativa se
descompone en una infinidad de trayectos temporales diferentes”. Koselleck, Reinhart,
“Espacio de Experiencia y Horizonte de Expectativa. Dos categorías históricas”, en Fu-
turo pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993, p. 339.
104 En el sentido en que Walter Mignolo hace referencia a “un lugar epistemológico
creado por la geopolítica del conocimiento implicada en al colonialidad del poder”,
pero donde “no se trata de un ‘Tercer Mundo’ o de un ‘Sur’ geográficamente localizado,
sino epistemológicamente diagramado”. Mignolo, Walter, “Diferencia colonial y razón
postoccidental”, en Castro-Gómez, Santiago (ed.), La reestructuración de las ciencias
sociales en América Latina, Bogotá, Universidad Javeriana-Instituto Pensar, 2000, p. 14.
105 Pues juzgamos que lo que Walter Mignolo denomina últimamente el paradig-
ma “decolonial”, tiene un antecedente oculto –para Mignolo- en el discurso ensayístico
de Ezequiel Martínez Estrada. Para Mignolo, la misión del pensamiento subalternizado
o colonizado, implica entender la fuerza liberadora de las epistemologías fronterizas,
de aquellas formas de conocimiento que operan entre los legados metropolitanos del
colonialismo, o sea los “diseños globales”, y los legados de las zonas colonizadas, o sea
las “historias locales”. La subalternidad se convierte en un juego de fuerzas y relaciones
sociales de dominación que incluye y supera el concepto marxista de clase.
La liberación epistemológica puesta en marcha por la epistemología fronteriza con-
siste en desarticular una imagen identitaria subalternizada, que no era más que un refle-
jo de la manera en que el discurso colonial producía agentes subalternos. Mignolo hace
referencia al mapa de los “locus de enunciación” que muestran la necesidad de pensar
el conocimiento como geopolítica en vez de pensarlo como un lugar universal al que
todos tienen acceso, a fin de deshacer los lugares de poder asignados a los distintos tipos
de conocimiento. Sostiene que la “diferencia colonial crea condiciones para el desarrollo
de situaciones dialógicas en las que una enunciación fracturada es representada desde la
perspectiva subalterna como una respuesta al discurso y a la perspectiva hegemónica”, y
que “el pensamiento fronterizo es algo más que una enunciación híbrida”, pues es “una
enunciación fracturada en situaciones dialógicas que se entrelazan mutuamente con
una cosmología territorial y hegemónica (ideología, perspectiva)”. Mignolo, Walter D.,
Historias locales/diseños globales. Colonialidad, conocimientos subalternos y pensamiento
fronterizo, Madrid, Akal, 2003, p. 9.
106 “El término local se usa para referirse ya sea a una entidad geopolítica particu-
lar, que puede ser equivalente a un Estado nacional, o a colectividades sociales de menor
o mayor tamaño cuyas fronteras identitarias pueden coincidir con las de un Estado
nacional o ser más restringidas. En el sentido de las prácticas sociales, lo local constituye
la experiencia cotidiana de actores en una localidad particular, conformando su punto
de referencia base”. Juhász-Minimberg, Emeshe, “Local-Global”, en Szurmuk, Mónica
y Robert Mckee Irwin (coords.), Diccionario de Estudios Culturales Latinoamericanos,
ed. cit., p. 164.
107 “Si la revolución no señala ningún lugar más allá de sí, termina en un movi-
miento dinámico-formal– explica Jacob Taubes-, que se pierde en la nada vacua. Una
‘revolución del nihilismo’ no se dirige a ningún télos, sino que encuentra en el ‘movi-
miento’ mismo su meta y se aproxima así a lo satánico. Sin embargo, se revela asimismo
96
la esencia trágica de la auténtica revolución. En la medida en que ésta aspira al télos
absoluto, debe ir más allá de toda forma. Y aun así la u-topía sólo puede hacerse reali-
dad en una topía”. Taubes, Jacob, Escatología occidental, Buenos Aires, Miño y Dávila,
2010, p. 30.
108 Odo Marquard se ha preocupado en sintetizar respecto a esta tesis y su amplio
debate posterior. Cercano a Blumenberg, sugiere entre otras el argumento desestabiliza-
dor de las desestabilizaciones de la filosofía de la historia, cuando afirma que la “filosofía
de la historia es la antimodernidad”, y que pese a ello, o debido a ello, “torna plausible
la posibilidad de representar siempre la misma pieza y el hecho de que sea efectivamente
representada: la pieza de la redención”. Marquard, Odo, Dificultades con la filosofía de la
historia. Ensayos, Valencia, Pre-Textos, 2007, pp. 23-24.

97
III. Una tensión (barroca). Ezequiel Martínez Estrada, de
Nietzsche a Sarmiento a través de Lugones: intuición dio-
nisíaca y expiación por la escritura

“Soy un cristiano fuera de la Iglesia…”


Ezequiel Martínez Estrada

“Estaba enfermo de Argentina. Su cuerpo, como el de


ciertos mártires y santos, se consumía en una extraña
fiebre”.
Pedro Orgambide

Blasfemia y Paideia. A vueltas de un proyecto cultural.

Paradojas, alegorías, profecías, sermones: la purificación en el desierto. Un


vitalismo del estilo.

Sabemos que el ensayista Ezequiel Martínez Estrada nunca se


preocupó de formular una “teoría del ensayo”1. En todo caso esa reflexión
es inmanente –interna, encarnada- a su propia práctica de escritura. Por-
que al ensayo lo ensayó ensayando, si se nos tolera un pleonasmo. Lo
hizo como producción y como creación, tanto praxis como poiesis. Lo
ejerció como una exhortación moral en estado de radical interrogación
polémica. Lo ejecutó, con manos de virtuoso y sensibilidad exaltada, en
los tonos que llevan de la tribulación irritante a la ilustración amarga,
de la conmoción purgativa a la agitación cultural, de la retórica denun-
cialista al desasosiego existencial. Si la musicalidad que al cabo no puso
en el violín la puso en la escritura, es porque fue un artista de la prosa
de pensamiento, y en su cavilación penitente, sintió que la soledad de la
99
llanura era una forma abismada de apertura a la verdad. Es que entre él y
el país que anhelaba mediaba una pampa de distancia.
La geografía que porta ese nombre sigue allí. Pero la Argentina
cuya salvación el profeta predicara, se aleja de nuestra vista -quizá para
siempre-, en un hundimiento crepuscular, con la agonía de un apaga-
miento. De la Modernidad del siglo XX. Sus promesas incumplidas se
pierden como arena entre las manos. Y lo que queda en el suelo se lo lleva
el Pampero gramo por gramo. Hoy sólo yace el nombre de ese país que
ya no es el suyo, y también a sus estratos semánticos acumulados en na-
pas temporales calcáreas, los erosionará y arrastrará el viento, acaso más
pronto de lo que creemos. Su polvillo ni siquiera llegará a hacernos arder
los ojos. De melancolía.
Ensayo y vida fueron para Martínez Estrada los términos incon-
cusos de un pacto cívico-moral. De una entrega amorosa incondicional y
sin contraprestaciones. Al país argentino, cuya contingencia nominativa
aún compartimos. Por su país Martínez Estrada estilizó desde el frag-
mento cotidiano hasta el vértice cósmico. Por su país cultivó la revela-
ción trágica y la mostración aciaga, alarmante y agorera, de la realidad
velada o enmudecida. Y a su país aplicó la catarsis ensayística como ex-
perimentación de una exigencia imperiosa y urgida, carnal y doliente,
de decir la verdad. Pero era la verdad de una nación a la vez repudiada y
deseada, vilipendiada y ensoñada. Pues Martínez Estrada nos reporta la
conminación de la Argentina pensada como sueño utópico irredimible,
incurable2.
Por la Argentina desarrolló una barroca epistemología del mar-
tirio lírico: una enrevesada metodología de la intelección atormentada.
Es cierto que no se dirigió al “pueblo”. Aunque no quiso escamotear esa
ardua palabra, y mucho menos la de “patria”, cuando creyó decir lo grave
y lo decisorio. Y lo sagrado. Cuando meditando esa fatalidad o ese equí-
voco, el género ensayo se le presentó en forma de una alternativa irreme-
diable, sino de una obligación -según él mismo propuso- de servicio civil
libertario. Ante los hombres y mujeres de una comunidad imaginada, sí.
Imaginada como un cuerpo vivido. Y amado. Ante ese cuerpo irreal o
imposible fracasó. Y luego encima vinieron otros a desmentir el objeto de
ese viejo amor. Nuestro presente ultra-ilustrado le administra sus agudas
picaduras antirománticas: “aparato ideológico”, “invención”, “ficción”,

100
“simulacro”, “posicionamiento en el campo”, “dispositivo de poder”, etc.
Mordeduras que nos despabilan de su enamoramiento obnubilado, y nos
hacen romper con su amor en desgracia. Por su país, que ya apenas es
el nuestro. Y hoy no tenemos pathos, ni encantamientos, ni dioses, ni
profecías, ni advenimientos. Ahítos de teoría, rodeados de frondosidades
bibliográficas y cercados por una espesura de jergas y categoremas, vivi-
mos sin embargo en la mayor de las indigencias espirituales, arrojados
en un baldío nihilista. Aunque acaso, todavía, nos asista el sortilegio del
ensayo. De su espíritu. Con el que Martínez Estrada pensó por sí mismo,
libremente. Con el propósito de ser escuchado, y quizá, de ser querido. O
crucificado. En el suplicio de las alegorías.
Es que Ezequiel Martínez Estrada se consideró martirizado por
sus revelaciones. Así lo oímos de él. Testimonió de su experiencia vital
ensayística el calvario de una expiación reflexiva, de una fenomenología
del suplicio cognoscente. Clamó que se hallaba “estigmatizado por haber
visto el rostro terrible de la verdad”, y pidió: “denme las manos y ayú-
denme a escalar el último tramo de mi Calvario”. Esto lo profirió en una
reunión en su honor, como si fuese una homilía. Empero, se trató de una
súplica. Lanzada en el autoexilio, como escritor consagrado y solitario,
aclamado y aislado. Y para peor, argentino. En dicha ocasión también
se explayó, como si fuera una confesión, sobre su método de accesión
descifradora hacia la verdad oculta de la Esfinge, tras lo cual se le infli-
giría el castigo por su profanación. A donde lo condujo su peregrinaje
meditativo de redentor heterodoxo y blasfemo. No está demás recordar
las afligidas palabras que pronunció al respecto. Que una “radiografía de
la pampa muestra la imagen, inevitablemente sombría del esqueleto, las
vísceras y las glándulas de un país de llanura, como es el mío, en lo que
más vale de él”, y que “esto puede hacerse, resulta de veras difícil de com-
prender; sobre todo si no creemos en los dioses plutónicos que gobiernan
a los diablejos de la superficie, tan celosos de sus misterios que castigan
de la manera más terrible a quienes los revelan”. “Una radiografía de ese
tipo es, en consecuencia, una profanación” (“Reproducción del discurso
pronunciado por Ezequiel Martínez Estrada durante la comida anual de
camaradería de la revista mexicana Cuadernos Americanos”, en Atlántida,
Buenos Aires, Vol. 43, Nº 1123, setiembre de 1960, p. 22).
De esa profanación reveladora resulta su ensayística libertaria.

101
Ezequiel Martínez Estrada la produjo con su subjetividad metida en el
centro. De un contorno de alegorías, cuyo suplicio incluyó hasta la ad-
monición del más consagrado escritor canónico argentino del siglo XX,
Jorge Luis Borges, a su principal tropo3. Clavado en cruz bajo la cons-
telación que signa la planicie cósmica de la llanura pampeana, escribió
goteando sangre. Haciendo un charco que también forma un círculo
hermenéutico cuyos aros y rededores circundaron el país y se extendieron
a América Latina. A sus ojos, una geografía demoníaca cuya extensión
sigue siendo una vasta pampa apenas hendida en altura por la cordillera.
Para mirar en su horizonte tenía mirada sarmientina pero también ojos de
baqueano y rastreador. Una vista por igual preparada para las distancias
dilatadas y las huellas microscópicas. Luego sus “microscopías” no son
sino una alegoría invertida que expresa su mirada aguzada en las pampas
metafóricas del ser americano, punteada en las arquitecturas yuxtapues-
tas de la urbe portuaria. Que cuando se amplificaron, se radicaron –irra-
diarion- por último en Cuba: la salvadora.
En Martínez Estrada -escritor atribulado, intelectual esperanza-
do-, las visiones radiográficas revisten la forma de una escritura germi-
nal, desplegada en nervaduras, por no decir, entre arbustos. Ese ensayo
en estado de flujo y despliegue, arbóreo, crece en todas las direcciones.
Pues es sabido que de ese tronco fecundo hasta la obscenidad que es
el “ensayo de interpretación”, salen en frenética agitación ramas litera-
rias, sociológicas, psicoanalíticas, historiográficas, filológicas y filosóficas,
enredadas en profusión promiscua. Pero sus raíces se alimentan de sus
propios zumos. Sujeto a su propia migración de formas. De transfigu-
raciones metamorfósicas. Y su aguijón de escorpión bien puede dar su
picadura fatal en su propio lomo. Nada trascendente ni exterior rige su
enrevesada aparición estilística, densa y sombría como un follaje. Una
vez incurso en la llanura de la verdad, resuelto como un Adelantado,
se halla exento de garantes del saber. Despojado de la judicatura de la
cita, el fuero de su corpus crítico lo auxilia en la incertidumbre y en la
neblina, qué duda cabe, pero no lo inviste de autoridad y desde ya no le
asegura inmunidad. Porque su aparato erudito –que siempre lo tuvo- no
es un respaldo, ni una credencial, ni una caución, y menos un recurso
intimidatorio, sino un instrumento con el que ejecutar distintas secuen-
cias de acordes y arpegios, o un tablero donde combinar innumerables

102
movimientos con un conjunto preciso y limitado de piezas. Por alegori-
zar con aficiones caras a su pasión: como el violín y el ajedrez. Destrezas
individuales perfeccionadas en solitario, es cierto, como la erudición. Y
lo de veras serio. Que el ensayo es un arte intelectual que colinda retórica
y locura: tertium entre Logos y sinrazón, limes entre cura e insania. Como
el juego pensante de su cara afición, por insistir con la analogía. “Ajedrez,
ciencia o arte, es preciso detenerse ante las columnas de Hércules para no
perderse en el gran mar de lo irrazonable”, escribe Martínez Estrada, que
sabe bien que la “locura es el fin de todo lo superior y de todo lo inferior;
guarda los extremos, para que el hombre no pueda caer hasta la bestia ni
alzarse hasta los dioses” (FA, p. 38).
Igualmente, Ezequiel Martínez Estrada siempre supo -con la re-
tórica de Aristóteles- que la eficacia de la persuasión requiere la probada
rectitud de quien profiere el juicio moral admonitorio. Ante la fuerza
probatoria del carácter ético de un artista de la exhortación demostrativa,
el cargo de profeta pesa como una injuria. Y el título de “denuncialista”,
como otro elogio dudoso. Pensador honrado y artista veraz, le resultaban
rasgos más cabales. Adversarios y acólitos prefirieron ser más afilados y
precisos en sus calificativos, a favor o en contra. Más bien es un esteta
moralista que lee placas de totalidades. Cuando Martínez Estrada registra
un repertorio de impresiones reflexivas de su viaje a los Estados Unidos,
mucho antes de su postrer conversión cubana y antinorteamericana, ase-
vera que en su análisis -aplicado con la misma ecuanimidad que para con
su propio país, añadimos- pretende ser equitativo y comportarse con su
propia conciencia “según las normas del deber del artista y del obser-
vador, para quienes los hechos, los seres y las cosas forman parte de un
conjunto cuya unidad no puede inferirse de sus partes aisladas, y para
quienes la veracidad, más que índice de sus capacidades intelectuales, es
testimonio del grado de su probidad personal” (PEU, p. 149).
En Martínez Estrada la verdad sobre lo pensado es el principio
fundamental que rige la meditación. El camino de su reflexión se con-
duce por el fundamento ético de una vida íntegra que resiste a su me-
noscabo y a su calamidad. Pues el drama moral de Martínez Estrada se
escenifica en un drama gnoseológico. Es el desasosiego y el dolor, y aún
el resentimiento lo que encamina la reflexión –como en Nietzsche-, antes
que el mero “interés”, la carrera de la celebridad o la sed vengativa de

103
justicia. El sufrimiento habilita la vía del concepto antes que el placer, la
gloria o la revancha. El pathos de la angustia y por cierto la neurosis ingre-
san a Martínez Estrada en las construcciones cognoscitivas. Ese tránsito
no pudo ser avalado por la Sociología, invención discursiva moderna a
la que Martínez Estrada nunca retaceó su convicción, por no decir su fe
intelectual. Pero ningún método sociológico acredita esa accesión mística
desde la indignación acongojada a la formación de las categorías de inves-
tigación. Sin la asistencia de Hegel, entre una subjetividad atormentada
y un objeto epistemológico, ya no media el movimiento ascendente de la
experiencia cognoscente. Entre padecimiento y saber sólo hay sesgadu-
ras, hiatos, escansiones, cesuras, cortes, “discontinuidades”. Descampa-
dos que atravesar solitarios –o con algunos pocos buenos amigos-.
Ezequiel Martínez Estrada yace de pie en la intemperie y al filo
de las cornisas. Claro que el solitario también asume su propia defensa, lo
que queda igualmente comprendido en el dominio de la retórica clásica
judicial y en los avatares de una vida penitente y mortificada. Mas ello no
basta para desmentir que Martínez Estrada malgastó unos cuantos ser-
mones en el desierto, incluso cuando solicitó para su causa los servicios
de la sociología, y aún, del socialismo –cuyos orígenes lexicales y con-
ceptuales franceses fueron solidarios entre sí-. Ni tampoco alcanza para
justificar del todo que nos lanzáramos a detectar y amplificar los silbidos
de ventisca que las inclemencias de una temporalidad contingente hacen
traspasar por las fisuras de una formación discursiva del pasado. Y menos
su gesto salvo a la vez que consternado. Como sea, Martínez Estrada
predicó en América Latina con mayor resonancia que la que le cupo en
suerte con los compatriotas de su tiempo, y con muchos del nuestro, har-
to más destemplado y desértico en sus despojos gnoseológicos. La cosa es
que Martínez Estrada escribe como llevando el cuerpo a cuestas. Místico
secularizado, se eleva para encarnarse. Pero se comunica con un estado
colectivo del alma. Penitente en carne propia, su dolor es sin embargo
multitudinario. Es la muchedumbre de uno solo. Profiriendo sermones
al viento.
Si la gramática profunda de la ensayística de Martínez Estrada se
despliega como objetivación vital y expresividad dramática, se diría que
también lo hace entrando en trance. Provocándolo en el lector. Ese escri-
tor poseso y virtuoso, auténtico Paganini de la prosa libre4 y de la inves-

104
tigación independiente5, ciertamente es un romántico vitalista. Pero con
ello apenas decimos que es un escritor dionisíaco, poseído de las potencias
de redención báquicas, narcóticas, rebeldes, insubordinadas y por cierto
míticas de una epifanía soteriológica de la vida des-atada: liberada6. Y, sin
embargo, su escritura entraña un dionisismo mortificado. El ensayo de
Martínez Estrada es un Baco melancólico. Pues si sus revelaciones deste-
llan en el envés del mundo donde la mirada cotidiana reside o reposa sin
advertir el borde del abismo o la entrada al infierno, es porque crepitan
en su propia llama, de modo que su resplandor no deslumbra porque
tiembla y es opaco, como el de la antorcha o el de la vela. Descubre al
modo de los ojos que despiertan en la mañana, sorprendidos por una
oscuridad que persiste y arroja sobre la trama rutinaria de las cosas una
penumbra azulada que las vuelve inesperadamente amenazantes. Que las
envuelve de acechanzas. En efecto, su ensayo es tormentoso. Y si todavía
en ello es romántico, podríamos hablar de una revelación oscura o de una
iluminación sombría. Sí: nubla, relampaguea y truena en cualquier cielo
despejado. Y en su propio jardín epicúreo. De hospitalidad austera. Ello
es también el arte de la paradoja ejecutado con singular maestría: lumbre
cenicienta, resplandor nebuloso. En fin: pesimismo esperanzado7.
Cuando se interna en las cavidades y ahonda en los meandros
cavernosos de la conciencia, como Freud, para prender su chisporroteo
alegórico sobre el magma de significado clandestino que emerge frío y en
forma de escoria a la superficie, el ensayo de Martínez Estrada pretende
algo más que descifrar la clave que trae el cuerpo del síntoma. Viene
además a desgarrar los velos de lo inconsciente en la exterioridad ya me-
canizada e impersonal de una realidad objetiva y formalizada que, según
enseñaba el filósofo y sociólogo vitalista Georg Simmel8, indistintamente
cuadriculaba el diagrama de una gran urbe o la tela de araña ferroviaria
de una racionalización técnica del espacio convertido en mercancía. En
acumulación de capital. Para ello se necesitan ojos periféricos y mirada
radial, más sensibles a la inmediación de movimientos y vibraciones del
mundo y a su proliferación de espacios superpuestos, acumulados como
napas, que a la discriminación de una gama de colores en un único frag-
mento. Se trataría de un psicoanálisis de las formas y de una sociología
profunda que ahonda hacia los lindes y las inmediaciones, periférica-
mente. Acaso este tipo de ensayo también tiene mirada de arácnido. Que

105
sin embargo no quiere picar como la tarántula. Más bien quiere asistir al
caminante. Para lo cual se transfigurará, en su metamorfosis, de forma
de arácnido en predicador hospitalario. De allí que si sale al paso es para
acoger y guiar. Bajando desde la montaña, por la ladera o la picada del
bosque. Para quedar adherido por el resto de su trayecto como el viajero
y su sombra. Y si ha de quedar parado lo será con una leve inclinación,
como los árboles al borde del acantilado. Pero mientras viva, se seguirán
su paso. Si quedan sus huellas, quizás, si ya no discípulos9. Pisadas de un
trayecto –desviado, errático- en el clinamen de las exégesis.
Tal vez así caminó Ezequiel Martínez Estrada junto a Nietzsche.
Pues Nietzsche es el “estilo” mismo de una vida devenida vitalidad esti-
lística. Vitalismo del estilo y vitalidad etilística no se superponen: se en-
roscan. Del mismo modo, Martínez Estrada compone su indispensable
círculo virtuoso. De su energeia vitalista con el ergon de la verdad vivida10.
En el revés de trama de su glosa a Nietzsche, asoma su perfil denegado
del gemelo de espaldas, su reflejo devuelto por la sombra luminosa, su
Narciso recobrado como modelo de autorreferencia testimonial entre las
ondas de agua del estanque. Y, desde ya, como negativo fotográfico. Así
lo hizo con Hernández. Claro que Nietzsche o Sarmiento no eran, en
fin, hombres de este mundo –como demostraron serlo el ofuscado Her-
nández y el desdichado Lugones-, sino más bien caminos en el desierto.
Además de avizores y augures. ¿Hombres que llevan en sí desiertos? Y a
veces, como pareciera tomarlo tan tímidamente Martínez Estrada, oasis
que le devuelven su propia mirada de águila, y de cóndor, y de misionero,
y de subversivo, y de auténtico revolucionario. Y claro, de profeta nietzs-
cheano11. Para colmo, al igual que Nietzsche, Sarmiento denunció lo que
creyó eran los falsos ídolos de la pampa, el falso tras-mundo de la cultura
occidental transfigurado en seres asincrónicos.
Pero además de profetas invertidos, Sarmiento y Nietzsche fue-
ron maestros prosistas. Acaso esencias corporales del ensayo, o si se quiere,
confusiones patológicas entre escritura y realidad, literatura y vida, exa-
cerbadas en la epifanía del estilete que talla los símbolos de la existencia
trastornada. Transformada en sus sucesivas figuraciones retóricas. Pues
mientras la ciencia, segura de sí hasta en su vacilación, teme la vida re-
vuelta y agitada, la inquieta la turbulencia pasional y la turbiedad del
aflujo del mundo, el ensayo martínezestradiano se zambulle allí en busca

106
de un tesoro: el espíritu. Como Nietzsche12, Martínez Estrada se yergue
por encima de la parcelación mecánica de la investigación positiva en
busca de la unidad cultural del espíritu, hija del pathos de la tragedia.
Martínez Estrada bebe de esta fuente a la hora de establecer un modelo
ideal de intelectual. Es decir, de pensador dionisíaco. Y es que Nietzsche
da el ejemplo sobre un pensamiento que se interroga por la vida, antes
que por la verdad. La verdad es su efecto, su golpe, su espasmo, no su
pura inferencia. Primero la vida, entonces.
Tampoco esa lección habría de tomarse a menos. De modo que
el sentido trágico de la existencia tiene como clave interior, potenciar
la vida entregándole el alma, dándola en caución por lo que aquélla le
prescribe misionalmente. Los objetos inanimados, desalmados, quitaron
para no devolver. Es decir, enajenaron. Marx y Simmel lo explicaron so-
bradamente, pero era necesario mostrar ese círculo negativo del espíritu
moderno auto-escindido en sus últimos confines: americano-pampea-
nos. Que ahora asumen las superficies geográficas y las molduras urbanas
del Sur. Si la racionalización del mundo no trajo por sí misma la felicidad
en una época sin dioses, hay que preguntarse dónde sondear la angustia
de la civilización que aqueja al hombre moderno, extraviado y extrañado
en objetivaciones en las que ya no se reconoce. Y la respuesta hay que ir
a buscarla en la cultura misma. De ahí que Martínez Estrada recorra el
trayecto que va de Nietzsche a Georg Simmel para justificar su crítica
cultural vitalista, acicateada por la interrogación sobre la posición que el
hombre mismo, en cuanto subjetividad viviente, ocupa en su seno. Aun-
que con Spengler, se figurara su ocaso. Entretanto, podemos dar crédito
a lo que dice Martínez Estrada de Nietzsche, como un juicio espejado,
analógico. Pues si “el gran estilo de la prosa del ensayo filosófico que en
Francia nace con Montaigne y en Alemania con Schiller”, demuestra que
en “todo pensamiento que surge bello en su concepción hay siempre un
contenido de verdad”, entonces aceptamos que “la belleza guía por lo
regular la meditación de Nietzsche”, y que “sus problemas son a la vez
visiones simbólicas y temas de una dialéctica inagotable por el razona-
miento” (“Nietsche, filósofo dionisíaco”, en HV, pp. 159 y ss.). Y así con
el simbolismo veritativo de Martínez Estrada.
En dicho caso, Nietzsche –Martínez Estrada- tiene una solución
de antemano como todos los filósofos de sistema, pero no la coloca su-

107
brepticiamente al final del razonamiento sino al principio, de modo que
de su desarrollo puede resultar más bien la prueba de lo contrario, y en
cualquier tiempo no es una solución cerrada, cuanto una premisa. Y esto
es la dialéctica, consigna Martínez Estrada. Vale decir cuestionar, refutar,
asumir una actitud negativa, como los escépticos, puesto que ello “está
más que en un método de filosofar en un sentido del deber mental o
moral”. A propósito de la conversión místico-dionisíaca de Nietzsche, la
idea de “transfiguración” irrumpe en su proteica cualidad metamorfósi-
ca. Es que de esa vacilación ontológica y de su drama lingüístico vive la
morosidad metafísica y la tensión estética del ensayo. Que se transfigura
una y otra vez entre la filosofía y la literatura, sin dejarse reconocer en las
pieles abandonadas ni en las crisálidas desgarradas de una y otra forma de
encarnación discursiva del ser. De los rostros del Logos.
Por cierto que Martínez Estrada sabía que con Nietzsche nada
“súbito había acontecido, sino el final de un lento proceso de transfi-
guración, un proceso de metamorfosis que tanto nos cuesta a nosotros
realizar, privados de sus medios sobrenaturales”. Pero también aquí es
Nietzsche la excusa de espejo para el tratamiento del “estilo”, del cual el
propio Martínez Estrada es un “heraldo”, y desde ya un beneficiario, en
tanto es él quien ofrece la clave de bóveda del misterio de las transforma-
ciones. Pues así como la filosofía que “martilla” corresponde al espíritu
de la tragedia antigua y no al método de la moderna ciencia empírica, es
lícito colegir que el ensayo, cuyo velamen retórico se deja soplar por el
mismo hálito vital, también puede retratarse a partir del alma trágica y
poética que glosa Martínez Estrada con unción mística y devoto agrade-
cimiento. Nietzsche, dramaturgo de las ideas, es siempre un artista pictó-
rico del pensamiento, que elabora sus obras, aparentemente repentinas,
de irrupción genial, en condiciones de una lentitud escultora, que avanza
en tanto moldea. Sus aforismos centelleantes provienen, en rigor, de una
meditación de fuego lento, incluso de maceración invernal. Como de
alcohol donde se consume el candil. Pero la raíz de todo estilo está en
comunicar un estado del alma. En este caso los signos deben adecuarse
a los gestos, de manera semejante a la entonación sincera de la palabra
que se adecua a la expresión espontánea del rostro, y que trasmite entre
sus contracciones y plasticidades. Cuando comunica amor o amistad, por
ejemplo. La expresividad del cuerpo actúa la materialidad de los signos.

108
El círculo ovillado entre vida y estilo tiene aquí su mediación semánti-
co-orgánica. Ese vitalismo del estilo sensorial, es el que pone en implica-
ción con el presente un materialismo dramático de la escritura13.
En el estilo de Nietzsche, orfebre de la frase, se lucha con los
problemas puestos como arrebatados elementos vivos (arrebatados al
enemigo), en medio de un pensamiento que se nutre por órganos en
contacto con las energías secretas de la naturaleza y la sociedad. La exalta-
ción profética, casi en estado báquico, infunde a su prosa no sólo el tono
elegíaco, sino la maestría sinfónica. En Nietzsche confluyen las formas de
un lirismo filosófico elaborado en el lenguaje de una metafísica basada
en la belleza. Su herencia mística -procedente del romanticismo alemán-,
no abandona el impresionismo que labra y abona en el terreno de la
intuición sus iluminaciones délficas. Más bien lo ara y lo remueve. Si en
Wagner hay una arquitectura de los sonidos, y en Schopenhauer, el arte
de pensar antes de las palabras y los conceptos, Nietzsche reúne ambos
recursos, y los cobija en el seno de una filosofía sentida como experiencia
poética. Así se le imponen al pensamiento los mismos deberes de exac-
titud y belleza que a la elocución, puesto que pensar no es distinto que
esculpir o pintar. Tensado entre la Metafísica y la Retórica, ese pensar por
imágenes es esencialmente alegórico. No el Mito, pues, sino la Alegoría14.
De manera que reflexionar por medio de tropos y representacio-
nes es lo que Martínez Estrada creyó ver ejemplarmente cumplido en
Balzac. Un romántico misional. Y por supuesto que también Martínez
Estrada puede decir de sí mismo lo que afirma del escritor francés, a sa-
ber, que desde “sus primeros ensayos Balzac considera que cumple una
misión, la de revelar el alma de la sociedad en cuyo rostro ha leído su
destino tremendo” (RFB, p. 50). Una sociedad –su ámbito- y el rostro
de su destino. Pero Balzac ofrece la trayectoria de una experiencia estética
subtendida sobre el vector de un método fenomenológico tan cercano
al del propio Martínez Estrada, que es difícil evadirse de la sensación de
que el novelista francés le sirve de “pretexto”: pre-texto de uno de sus
procedimientos de indagación dilectos. Así, por caso, cuando Martínez
Estrada anota que la sabiduría de Balzac “consiste esencialmente en una
facultad de visión penetrante, que no se reduce a la captación visual de las
notas ópticas, sino que se introduce hasta la percepción de las relaciones
que las cosas tienen entre sí, como signos en ellas objetivados”. Semeja

109
“un estado alucinatorio (como la civilización un estado hipnótico)”, y
también onírico. Un “don de penetrante intuición es lo que caracteriza”
el genio de Balzac, dice Martínez Estrada, expresado “en sus novelas que
concibe a la manera de cuadros e imágenes”. El método que activa y
pone en escena Balzac, por lo tanto, es una intuición eidética. “La visión
profunda de esencias es, efectivamente, desde los griegos y sin metáforas,
‘una visión’, por lo que el que así contempla y comprende es un visiona-
rio”, pues se “trata siempre de la intuición profunda, trascendental, que
tampoco Bergson y Husserl han logrado definir satisfactoriamente”. “Su
intuición, doble vista o don de abarcar el conjunto de las cosas –que su-
puso innato en él-, en una morfología trascendental”, se aplica a toda la
obra de Balzac, según Martínez Estrada, en tanto las “formas de la vida
obedecerían a las mismas leyes de las formas de los cuerpos, y ese don de-
bería ser usado para revelar secretos de la existencia”, tal como lo hiciera
el propio ensayista con la realidad de su país. Ese don, que algunos indi-
viduos estilizaron en arte y otros en taumaturgia, se refiere “más bien a lo
que los filósofos alemanes del realismo trascendental llamaron ‘intuición’
o facultad a la que asignaron atributos de penetrar más directa y honda-
mente en la urdimbre de las cosas que la razón”, de lo cual se concluyó
que intuición “sería el punto máximo de la capacidad de entender más
allá de los límites del razonamiento” (RFB, p. 61) .
En otro de sus previsibles pliegues especulares con Nietzsche,
Martínez Estrada señala que sus consideraciones sobre el estilo se refieren
esencialmente a la acción de pensar más que a la forma y que, por tanto,
estimulan la idea del filosofar como poiesis. Como energeia es que las me-
táforas favoritas del gimnasta y del bailarín, explican claramente que la
cognición alegórica debía tener la misma organización viva del hombre
que piensa, y que además danza y pasea. Así pues, Martínez Estrada se
preocupa en demostrar que para Nietzsche el lenguaje es ya una mímica,
un sistema de gestos orales, y que con ello la meditación debía desarrollar
su propia melodía, más que someterse a reglas adaptadas de la albañilería
y la agrimensura. Es decir, su mímesis alegórica con el ser, evita por todos
los medios someterse a una techne. Rebajarse a medio. Y Martínez Estra-
da tampoco tarda en referir que en Nietzsche el estilo es la vida misma
estilizada, tensada en la persona que se le dona de cuerpo y alma. Recién
allí el estilo es el hombre. En ello residen las energías del pensamiento

110
mismo que consiente, en sus formas expresivas, la capacidad de someter-
se a las mismas condiciones patéticas de la persona viviente. Semejante
vitalismo estético quiere escribir con un ritmo de sístole y diástole en el
momento en que se esfuerza la voz. Ante el auditorio o ante el desierto.
De ello concluye Martínez Estrada que pensar es como cantar. Si es así,
vivir y filosofar serían una misma cosa, aunque en modalidades expre-
sivas diferenciadas, puesto que la imposición de esa condición rigurosa
acostumbraría, al cabo del tiempo, a que la mente obtuviera un modo
analógico de actuar, al de la persona misma en su totalidad. Lo mismo
atañe al mito como pathos de la representación arcaica universal.
De ahí que a Martínez Estrada le interesa poner de manifiesto
cuánto el pensador alemán ha reconstruido y revalorado los mitos y las
leyendas, no precisamente por rehabilitar una fantasmagoría, sino más
bien debido a su capacidad de crear símbolos analógicos. De esa energía
mimética simbólicamente primaria resulta el fluir del logos de la propia
filosofía, y esto quiere decir, también de la jocosa y peripatética, la dan-
zarina entre las sombras del caminante, como una prolongación del ins-
tinto mítico. La facultad mítica y alegórica del hombre está en la base de
su capacidad creadora y comprensiva, y no sólo imaginaria. Y es debido a
ello que el pathos del pensador es semejante al del compositor. Con lo que
Nietzsche asocia la finura y rectitud del patetismo pasional del pensar, a
las facultades musicales da afinación y ritmo. Asimila la arquitectónica
de la reflexión a la disposición de una construcción polifónica. La música
es la forma con que Nietzsche se atreve a expresar lo inefable del estado
místico al que se eleva el arrobo del pensar. Desde esta clave nietzscheana,
Martínez Estrada pone su retórica poética al servicio de una vida que es la
vida de su mismo país, aquejado por el desquicio de un espíritu trashu-
mante y desde ya extraviado. También Nietzsche caminó hasta nosotros y
acaso se detuvo perplejo. Por ello en la lectura de Martínez Estrada, Niet-
zsche es su terrible reflejo de Zarathustra ondulado en el agua. Y por cier-
to, pretexto de una singular y casi inconfesada filosofía. Heterodoxia15.
Pues Nietzsche es también leído como heterodoxo16. Donde sin embargo
el filósofo se muestra desplazado y superpuesto. En la propia imagen de
Martínez Estrada, pues a fuerza de ser veraces, hace decir a Nietzsche lo
que quiere. Y que vale la pena oír17. Es un ventrílocuo inverso.
Si la modernidad es una totalidad desplegada infinita, sin cen-

111
tro de referencia ni reconciliación última de sus escisiones diferenciadas,
cuando atrapa el cuerpo del escritor lo torna testigo de su tiempo, pero a
costa de volverlo mártir, o profeta sin tierra. El poeta moralista no peca,
decía el joven Nietzsche en El origen de la tragedia, aunque porte consigo
todos los signos externos del pecador. Mas el sufrimiento de Ezequiel
Martínez Estrada, que él vivió como patología y castigo, en su propia
piel, es la anunciación profética de un mundo nuevo que se esconde tam-
bién en el círculo retórico de su ensayística trágica, pues el dejar expuesto
su palimpsesto de invariantes –las capas borradas de lo arcaico en
la superficie de lo moderno-, no es lo mismo que fatalismo pesimista18.
Mundo nuevo que Martínez Estrada lee en el envés de la utopía sarmien-
tina, el poder fatídico de la pampa, que es asimismo nuestro pecado ori-
ginal, nuestra culpa de temporalidad apócrifa. Pero sabemos también que
Martínez Estrada no es sólo el pensador trágico19, sino el aguafiestas, el
que se mantiene sobrio en medio de la borrachera general. Porque viene
del desierto, aunque no albergue en sí desiertos20.
Martínez Estrada se detiene ante los pozos de las almas profun-
das porque gusta arrojar piedras que tarden en llegar al fondo. Y ello no
esconde que sean citas de Nietzsche o de Ezequiel Martínez Estrada, y
menos que desde allí bullan y purguen. Claro, se trata de “intuicionis-
mo”, aun cuando esta categoría no sea impuesta como un estigma, sino
como descripción de una vía “socioantropológica”21. Mejor, se inspira en
el profeta trashumante, que da sermones al viento, y en el francotirador
solitario, cuya arma es el panfleto y cuya táctica es la polémica. O en el
poeta que lanza botellas al mar. Llenadas con lo que resta de una feno-
menología inconclusa y abandonada del espíritu, en tanto éste siempre
retiene una sesgadura, una sisa cuya costura marca lo que falta del ser
mismo. Para expresar esa cortadura que a la vez une, no le queda sino
ser una forma del arte. Tornando así literatura filosofante lo que de otro
modo gustaría presentarse más orgánicamente, más “sistemáticamente”.
De un modo menos sospechoso de herejía y profanación. Con la cruz
de lo innombrable y lo innominado sobre los hombros, el ensayo no
puede dejar de proferir su blasfemia22. Ni su promesa. Tampoco oír un
sermón -que viene arrastrando el viento desde un pasado de experiencias
sepultas- habilita al milagro cotidiano de la lectura, al cabo, a que tienda
su escucha sobre el umbral de un tiempo redentor. Pues las puertas en-

112
tornadas de los instantes mesiánicos se aprietan cada vez más contra sus
vanos. “Pero, sabedlo, yo he tenido la experiencia de Dios, antes: aunque
lo cierto es que me he purificado” (“Sermón en el desierto”, en EX).

Misión existencial, conciencia estética y realidad circundante.

Hay un dato al cabo estremecedor: el escritor Ezequiel Martínez


Estrada no pudo sustraerse nunca a la certeza de que era un ensayista
argentino. Qué se le va a hacer. Esa facticidad existencial fue su fatali-
dad fundamental, dicho con inflexión borgeana. En ello residía su sino
fortuito, su “acaso cósmico”, su fatum y tal vez su estigma. De la Cruz
del Sur. Pronto esa constelación sureña lo bañó bajo su rocío cósmico
como si fuese una ablución maldita. Hasta quedar cubierta la piel, ya
irremediablemente manchada: soriásica. Heréticamente bendecido. Su-
mergido sin ser purificado. Bajo ese signo astral trastornante, Martínez
Estrada padece el sino de la desmesura del agua en la tierra: el exceso
demoníaco de la pampa húmeda. Que ahora es potencia. Barroca y vi-
talista. Una potencia que lo llena todo, hasta absorber, tragar y hundir.
De ahí que la inundación funcionara en el repertorio de imágenes men-
tales de Martínez Estrada como alegoría de una época fatídica, ya en el
contexto histórico que le tocó a Radiografía de la Pampa. Es sabido que
la inundación es un mal recurrente, cíclico de la pampa, junto con la
seca. En la autocomprensión de Martínez Estrada sobre las motivaciones
que lo condujeron a escribir esa obra, figura una caminata con su amigo
Enrique Espinosa (Samuel Glusberg) en la época de Uriburu, cuando
recorriendo las calles del centro porteño presenció lo que él vio “como
inundación de aguas turbias y agitadas” (“Sobre Radiografía de la pampa
(preguntas y respuestas)”, en LE, p. 131).
En cualquier caso, la alegoría de la inundación -tan bien lo supo
Borges- es cardinal en el pensamiento de Martínez Estrada. Años más
tarde de aquella experiencia con Glusberg, su clásico cuento, asertórico
en el título (“La inundación”23), narra una doble experiencia de invasión
e intrusión de la naturaleza dañosa sobre la recíproca humanidad dañada,
113
alegoría de una catástrofe histórica que se cierne con la lentitud propia de
una cotidianidad degradada. Un desamparo humano en la tierra, o me-
jor, del orden humano en la naturaleza, del kósmos, visto en el espectáculo
de las personas animalizadas que se nivelan con los animales rebelados
contra el orden doméstico. Las personas rebajados a bestias, en multitud
son jauría. Como supo advertirlo un joven David Viñas, se trata de un
dato óptico para quien mira de arriba –desde lo alto24-. Cuando uno de
los elementos de la naturaleza torna lo siniestro y yergue su señorío an-
cestral sobre la voluntad, todo lo propiamente humano sucumbe. Como
consecuencia, donde el imperio de la necesidad y el desamparo circun-
da y somete las vidas, hombres y perros pierden por igual su fisonomía
convenida, mezclándose en las actitudes y en los rasgos. Se opera una
metamorfosis involutiva, inversa, mórbida, regresiva. Entonces el telón
de fondo de una iglesia de evacuados malolientes rodeada de perros fa-
mélicos y hambrientos que disputan las sobras con los humanos, logra
expresar con suficientes signos patéticos el estado de descomposición de
esa forma de habitar la pampa que ni quería prever la violencia cíclica de
la naturaleza ni supo oponerse a la decadencia igualmente cíclica de una
existencia familiar reducida a la rutina de la reproducción y al pequeño
egoísmo hogareño, cuyas migraciones internas formarían el proletariado
defectuoso que apoyaría vengativamente al peronismo. En el mencio-
nado cuento, el profeta se ha rebajado a un idiota delirante y entre la
muerte y el hedor, el cura, es decir, el hombre que predica y da el sermón
y a fin de cuentas asiste hospitalariamente al prójimo, comprende en un
instante de supremo desasosiego, extenuado frente a la blasfemia indeli-
berada que lo rodeaba, en una atmósfera viciada, densa y opresiva –seme-
jante a otros climas de época que el ensayista juzgaría más ominosos y de
muy precisos rasgos- que “miraba a uno y otro lado, comprendiendo que
estaba sin protectores, solo entre la jauría humana” (LI, p. 40). En ese
fallido y suspenso purgatorio terrenal, asolado por la vileza y la ruindad
de una muchedumbre deshumanizada, Ezequiel Martínez Estrada es el
Padre Demetrio25.
Esa soledad no podía premeditarse. Era la soledad del anarquista
individual o simplemente la de un hombre digno. Para quien el mun-
do quedaba por debajo: rebajado. Era la moralidad cívica del intelectual
ácrata pero más todavía la de un republicano radical. Que militaba, entre

114
las cenizas, por un “argentino nuevo” 26. Y a la altura de esa pasión apo-
calíptica es que “debe juzgárselo”27. Tampoco la ensayística misional de
Martínez Estrada resultó premeditada porque las fuerzas objetivas de la
vida que hicieron de Nietzsche un profeta invertido, y antes, de Mon-
taigne, un filósofo espontáneo, a él lo convirtieron en revelador amargo
del enigma trágico de la Esfinge de la Pampa. A esa amargura epistémica
apenas se le hace justicia bajo las modulaciones de su reptante “pesimis-
mo”28.
Desde el punto de vista de sus influjos mayores, también Mon-
taigne le ofrece aquí un paradigma especular, ejemplarmente proyectado
y duplicado. Ya que si no es inadecuado decir de Martínez Estrada lo que
éste dice de Montaigne, a saber, que “su vocación ingénita era la de es-
critor”, es porque fundamentalmente lo era como escritor de ensayo. De
igual modo, cuando Martínez Estrada dice de Montaigne que “no era un
hombre de ciencia, al fin y al cabo; ni un investigador”, y que tampoco
“era un filósofo ni un revolucionario”, sino que -de nuevo-, “sencilla-
mente era un escritor”, vemos en esa nota devuelto el rostro de nuestro
pensador en su más íntima figura de autor. Claro que Martínez Estrada,
como sucedía con el ensayista francés, era un escritor misional, en tanto,
en Montaigne, nos dice, lo “que había en realidad era una misión que
traía, una necesidad irremediable de escribir”. Al igual que en Balzac.
Se trataba del conato indisciplinable de la escritura como pulsión y pro-
yección del yo. Desaforado de palabras. Pero cuya destinación es moral,
regenerativa, catártica. Por ello esa fuente conativa debe sublimarse en
conducta virtuosa. En Martínez Estrada -esto es, en Montaigne-, su “vo-
cación de maestro iba por los senderos de la moral”, aunque pueda “ser
considerado por los pusilánimes y las mojigatas como un inmoralista” -o
por los críticos adversos, como un escritor elitista y antipopular, indivi-
dualista, irracionalista telúrico, pesimista, etc.-, padeciendo incompren-
sión o rechazo, tal como “ocurre actualmente con Nietzsche”. La moral
de Montaigne y Nietzsche, explica entonces Martínez Estrada, “se basa
en la virtud, no en la de catecismo, sino en la ‘virtú’ del Renacimiento,
que siempre emplea en su obra con la acepción antigua ‘virtus’ y que era
grata por igual a los dos filósofos: fortaleza, rectitud, inexpugnabilidad
de principios y conducta”. El “sentimiento de amistad con el lector con
él, participa entonces de la naturaleza de lo moral” (“Montaigne, filósofo

115
impremeditado”, en HV, p. 26).
Por ello la dimensión formal y estilística, o se corresponde con la
pretensión de una vida conducida en rectitud moral, o escribe en el aire.
Con apenas contenido ánimo preceptista, Martínez Estrada principia su
estudio sobre Montaigne destacando que el carácter del ensayo, tal como
lo concebimos hoy, no lo crea como género pero sí está en Montaigne en
un acabado perfecto, en tanto alcanza a fijarle como género sus condi-
ciones típicas; o como hoy decimos, canónicas. En Montaigne el ensayo
se presenta como la forma más holgada y libre de reglas para la expresión
natural del pensamiento y de la emoción, define Martínez Estrada. El
ensayo despliega un estilo que es susceptible de tomar cualquier estruc-
tura y de alcanzar cualquier dimensión, desde el aforismo hasta la crónica
exhaustiva, según lo que contengan los propósitos del autor. De ahí que
en su género quepan con idéntica licitud el escolio, el relato, el panfleto o
el panegírico, y su mérito radique en la inexpresable flexibilidad con que
recibe cualquier material según cualquier disposición, sin afectar su índo-
le. Así Montaigne compone sus Ensayos, según las leyes del pensamiento
más que según las de la sintaxis, y está siempre seguro porque él mismo
es su garante. Y como en filosofía, impremeditadamente, cada alma debe
tener su propio sistema de expresión con su idioma, su gramática, su
dialéctica y su lógica. Montaigne “anda por los túneles de su laberinto”
en un único “acto vital” que con otro francés, Bergson, permite com-
prender que escribe a partir de su condición de un alma que es “huésped
desconocido de su propio cuerpo” y, por tanto, extraño y anómalo ante
sus congéneres -por ejemplo, respecto al resto de los intelectuales, cuan-
do ellos son académicos u hombres de letras profesionales-; por lo que
Montaigne ofrece asimismo la imagen pedagógico-formativa de la cultu-
ra autodidáctica y autoformativa, autoinventiva, autocreadora, y en fin,
autopoiética de la que Martínez Estrada se hace su beneficiario autorre-
ferencial. Ya que en Montaigne todas las anécdotas que colecciona, según
su costumbre, tienden a demostrar que “lo mejor es no entrometerse en
el trabajo de autoformación de cada individuo”, en tanto, que cada “cual
trae su programa de estudios, sus materias predilectas, su texto que aplica
según la vida le va ofreciendo oportunidades”. Es esa vida la que le dio
la oportunidad, o quizá la carga pública honorífica de convertirse en en-
sayista. Enseñando con ello que lo que más “hace falta es una dirección,

116
un destino, una conciencia, un humilde servicio”, en todo momento fiel
al precepto de autenticidad irrevocable según el cual cada uno “trae su
misión que cumplir” (“Montaigne, filósofo impremeditado”, en HV).
Es la misma misión la que a Martínez Estrada lo condujo, de ser
un poeta en la adolescencia del alma bella, a ser un ensayista de corazón
amargo y mirada avizora, en su madurez29. Aunque no hablamos de edad
cronológica, claro, sino de estadios del espíritu. Aquí el “Prólogo inútil”
de 1964, presta una vez más suficiente testimonio. Pues allí Martínez
Estrada confiesa, como otras veces antes, que se hizo ensayista porque
el golpe del ‘30 en la Argentina, la revolución de Uriburu, le “desveló
una imagen oculta, un rostro desconocido de la República Argentina”.
Entonces se convirtió. Luego de ver ese gesto perturbador en el rostro
que más amaba, se volcó al ensayo. Obró entonces la metamorfosis, la
trasformación, la transfiguración, la apoteosis. Y pronto volcó ese rostro,
como arrojado a un torbellino, a la conciencia moral de sus lectores, por
no decir a su siempre renovado séquito de fieles e inquisidores.
Ahora bien, en este testamento impremeditado -o no tanto-, Ra-
diografía de la Pampa, es ya su confesa “obra fundamental”. Y si en su
último y resistido “Prólogo”, declarado por él mismo como “inútil” –
alusivamente al juicio que le mereciera el joven Juan José Sebreli-, o sea
injustificado, impremeditado, quizá escéptico, comienza empero por los
jóvenes al momento de explicitar sus destinatarios, es porque deja en
herencia una llanura de “suelo pampeano”, dispuesta para su “infinito
laboreo”30. Él, que no fue padre, pero sí maestro. A esos hijos insemina-
dos de su escritura ensayística correspondería finalmente dar cuenta del
motivo fundamental de ese proyecto seminal completamente trazado en
Radiografía de la Pampa. A saber: no leer ya “el libro mismo”, sino mejor
–reconstruyendo las capas de su grafía de palimpsesto- leerlo “en la vida
de la nación” (“Prólogo inútil”, en AN, p. 7).
Entonces leer alegóricamente la vida de la nación, es la única ta-
rea hermenéutica encomendada por Martínez Estrada a quienes quieran
traspasar la cultura de cátedra. El resto es canon, crítica, investigación y
demás yerbas. Pues si esto último es necesario -más aún, indispensable-,
es insuficiente. Antes bien, el mandato paterno es: leer en él -Ezequiel
Martínez Estrada- la vida de la Argentina. Y ello “en la misma dirección
del esclarecimiento honrado de nuestra realidad”. “Quizá toda mi obra”,

117
dice Martínez Estrada, “pueda definirse como investigación, análisis y
exégesis de la realidad argentina”. Y entre las aventuras de pensar la Ar-
gentina, la emprendida por Ezequiel Martínez Estrada fue radical, apa-
sionada y grave. Mas mutilar ese conato -arrancar el aguijón de la abeja
que liba las flores- acarrearía lo gravísimo. Pero la conexión entre vida
intelectual y existencia ética es cualquier cosa menos miel, eso seguro.
Estética de la existencia, amargura de la prosa31. Es que nuestros pue-
blos americanos en adeudada mayoría de edad -dice siempre Martínez
Estrada-, se “niegan a ser liberados, redimidos, rescatados”. Y si esta es la
auténtica misión que se encomendó a sí mismo, es porque creyó poder
“dotarlos de instrumentos eficaces de liberación” (“Prólogo inútil”, en
AN, p. 9).
Ya en su “catarsis” de 1930, sintió que fue “enrolado en las fi-
las del servicio obligatorio de la libertad”. De la liberación de su patria.
Estas palabras dichas en el “Prólogo inútil” -y retomadas tantas veces
por sus exégetas y apológos-, bien valen como una repetición memorial
tan importunamente persistente como la iteración de un síntoma y la
reestructuración de una deuda. Hay enfermedad y heteronomía. Pero
también literatura. Pues para Martínez Estrada, no hay curación sin cul-
tura y no hay liberación sin literatura. Donde valga la pena trasponer la
“superestructura ideológica que guarda con la realidad la misma alegórica
relación que con las fábulas”. Más bien, es escribir guiado por el principio
de que “el más imperativo deber patriótico es decir la verdad”. Entonces
se ha de denunciar la literatura que “se convierte desembozadamente en
una realidad ‘ersatz’ que sustituye puntualmente a la realidad de la vida
que vivimos” (“Prolegómenos a una revaluación de las letras argentinas”,
en PRLA, p. 18).
Pero si hasta “los más moderados profesores universitarios acos-
tumbran hablar del Dostoievsky argentino, del Víctor Hugo argentino,
del Michelet argentino”, del mismo modo que Alfredo “Poviña dice que
José M. Ramos Mejía es el Gustavo Le Bon argentino”, ello demuestra
que no “tenemos, pues, una literatura flexible que se adapte a la actuali-
dad de cada época, sino en cierto modo intemporal e inespacial, abstracta
y paradigmática”, acusa Martínez Estrada por medio de admonición que
un poco nos hace recordar por cierto a Borges. A quien reclama una
literatura más temporal y espacial. Pero el cargo más grave recae sobre la

118
condición “ersatz” de nuestra mentalidad literaria misma, porque la “trai-
ción a nosotros mismos es el problema central y radical de nuestra vida
en todas las manifestaciones de su real existencia: el problema del existir
histórico de un pueblo, de una gran nación desgobernada y esquilmada,
pero sin conciencia del mundo en que vive ni de las gentes que conviven
en él, ni siquiera de la realidad, a la que no ha terminado de resignarse
y adaptarse”, y que hace que residamos en ella, como huéspedes fríos o
inquilinos desapegados, sin “conciencia de sí ni del mundo en que vive,
aunque sí con una conciencia ideológica que repele todo contacto con la
verdad de la realidad que lo circunda y lo penetra” (“Cepa de la literatura
rioplatense”, en PRLA, pp. 34-35).
Entre otras evasiones sustractivas de la realidad circundante,
como siempre la del indio ha llevado la peor parte: junto a la mujer y,
desde ya, a la mujer india. Retomando un párrafo de Muerte y Transfigu-
ración de Martín Fierro, Martínez Estrada explica que la eliminación sis-
temática del indio y el negro de toda la literatura argentina, muestra que
para la mentalidad culta, la nacionalidad era exclusivamente blanca, pri-
vilegio del invasor. En ella el indio no tenía patria ni ciudadanía porque
era el extranjero o el prisionero de guerra, en situación análoga a la del
negro, ya fuera esclavo de la mita o de la encomienda, o libre y montaraz.
Ni el indio ni el negro figuran como pueblo, y apenas si se los registra
como población, como habitantes. Sobre esta imagen de la nacionalidad
–que hoy llamaríamos desigualitaria y excluyente-, sin tierra ni hom-
bres naturales, se fundó una entidad política pero no étnica, originando
un contrasentido perdurable hasta hoy, según el cual sólo el extranjero
noratlántico, el inmigrante europeo, sería el ciudadano nato y legítimo.
Esto tiene su correlato en la invisibilización de lo etno-popular, puesto
que lo grave es que el pueblo carnal figurará solamente como masa amor-
fa y muchedumbre de horda en los sociólogos positivistas como Carlos
Octavio Bunge, José María Ramos Mejía o Lucas Ayarragaray. El hombre
real no fue asistido en sus anónimas desdichas, quedando en un estado
de orfandad, abandono y desahucio, escamoteados incluso hasta de la
documentación oficial. Al indio de las llanuras rioplatenses se lo despre-
ció y vejó, borrándoselo de la historia y de la literatura, y cuando aparece
nombrado, lo es en condición de sedicioso y rebelde violento, traspuesta
la fase de su sometimiento secular por su directa aniquilación armada. En

119
el indio y el negro queda el índice oprobioso de una supresión de la rea-
lidad popular. Y de su eticidad concreta, corporal-pigmentada. También
esta omisión provoca una sublimación de su sustitución negadora, hasta
estallar en las coyunturas revolucionarias bajo la forma del encono y la
represalia. Porque se trata, también con Perón, de la multitud de Rosas.
Pero si no sabemos en qué sentido podemos hablar de revolución en la
Argentina, menos podemos atribuirle a la literatura una función a la al-
tura de una experiencia revolucionaria, como pudo sucederle a Cuba con
Martí. El Salón Literario de Marcos Sastre pudo estar a la altura, aunque
fue “la primera y última vez que se intenta aquí conscientemente y con
un designio, conectar la literatura, las ciencias y las artes con la nación y
el pueblo” (“La literatura y la formación de una conciencia nacional”, en
PRLA, pp. 74-75).
No existe en la Argentina “profesión ni conciencia misionera del
escritor, ni tampoco en él noción de los derechos naturales del pensa-
miento emancipado”, debiendo por ello emanciparse de sus “funciones
ancilares”, ya que, ha desaparecido entre nosotros “la conciencia de cuál
es la misión del escritor y de sus derechos propios en su propia jurisdic-
ción”. Todo lo mucho que se sabe del mundo corresponde a lo que se ig-
nora del país, más aun si es cultura. Si puede contestarse afirmativamente
a la pregunta de que la Argentina es simultáneamente una vasta adminis-
tración pública, una colonia de refugiados y un internado burocrático,
más todavía puede rubricarse que tampoco “se ha obtenido la soberanía
en la esfera de la creación literaria”, haciendo indispensable la denuncia
de “su casi nula importancia como testimonio para revelar la realidad
encubierta”. El escritor argentino sufre la misma presión coactiva del am-
biente que el político militante pero con mayores peligros, puesto que “a
su igual condición de réprobo une la de intelectual, que es un estigma de
origen”. De modo que es menester abrir paso, como en otros países her-
manos, a “una literatura vertical, que examine un corte en el cuerpo vivo
del pueblo”. Puesto que el pueblo debe ser un pueblo lector, a fin de que
“tenga conciencia, no literaria sino vital, de qué es legítimo y qué falso,
qué autóctono y qué importado, qué auténtico y qué apócrifo”, en tanto,
no es posible vivir sin la verdad, ni tener una literatura sin pueblo. Porque
sin “conocernos no podremos amarnos; sin amarnos no podremos en-
gendrar una literatura verídica, y sin una literatura verídica no podremos

120
tener un pueblo sano” (“En busca de bueyes perdidos”, en PRLA ).
Por ello es que su testamento premeditado, proferido en 1959
con manifiesta intención de dejar herencia, Martínez Estrada afirma que
la literatura “debe trascender de las élites a la masa, sin perder categoría,
para que adquiera su real carácter de literatura”, esto es, de “literatura
nacional”. En tanto la literatura nacional, por su índole recibe “sin duda
más cálida y filialmente, sus sustancias vitales del pueblo que emplea
su misma lengua y padece su mismo destino histórico”. Y si el destino
del escritor es su encarnación de vocero público de ese común destino
histórico, el de la Argentina y la América Latina, entonces el problema es
“en qué forma el escritor debe cumplir el servicio militante de las letras”.
De ahí que los modelos decimonónicos argentinos -la prosa opositora de
los románticos proscriptos, y la poesía popular de la gauchesca-, donan
“fuentes originarias y maternales”, para el proyecto de “la formación
de la conciencia nacional”. Pero a diferencia de aquellos misioneros y
militantes –patriotas letrados-, la literatura “mundial” practicada por los
escritores argentinos del siglo XX -por llamar así al astro cer-
cano de Borges, que ya obnubila el firmamento de la época- a pesar de
su fecundidad cosmopolita representa, por encima de casos aislados de
exquisitez -o sea siempre Borges- la “deserción del escritor a sus deberes”.
Defeccionar de la misión de constituir vitalmente la “literatura propia de
una nación y de un pueblo” (“Mensaje a los escritores”, en PRLA).
¿Es que esa milicia patriótica de una literatura misional idealmen-
te destinada a la cultura popular tuvo para Martínez Estrada su modelo
normativo en la Argentina, además de Martí en la América? ¿Haremos
bien en recordar ahora el incómodo nombre y la perturbadora figura del
“escritor nacional” que era el auténtico numen inspirador del proyecto
cultural aristocrático-libertario de Ezequiel Martínez Estrada, y ello tal
cual surge de sus propias palabras? ¿Habremos de recordar esas palabras
como un acto justiciero, al menos con ciertos textos que Martínez Es-
trada ha legado, o bien sólo como equívoco fatídico y transferencia de
culpas?

121
Dignidad, soledad, autenticidad, revelación, martirio (e incluso Lugones).

Apologético en lo encomiástico, por momentos incluso hagio-


gráfico y, desde ya, mitológico. Es su retrato sin retocar sobre Leopoldo
Lugones -aparecido póstumamente con dicho título-. Pero nos parece
que este texto es un problema. En cualquier caso, Martínez Estrada, con-
jurador de los falsos mitos, ni por un instante supuso que sus laudos a
Lugones, enfáticos hasta la exaltación, podían consistir en una vulgar
operación de mistificación fingida. Y menos, en la intolerable “injuria en
la alabanza”. Pero de Lugones, que al fin era su padre espiritual vivo, pro-
digó tales ponderaciones laudatorias, tan llenas de ferviente admiración,
que parecen rozar lo místico. Difícilmente podríamos oírle a Martínez
Estrada tanta enjundia vindicativa para con otros escritores, o siquiera
otros hombres, y ello incluye a su “hermandad” con Horacio Quiroga
-de quien el elevado concepto horizontal se recuesta mucho más en la
intimidad y el afectuoso reproche-, que lo que pudo permitirse con el
distante, venerado y vertical Lugones. “Hermandad”, escribe Martínez
Estrada, es una palabra que “indica, además de cuanto pueda significar
la amistad, un ligamen, por decirlo así, irracional y superior por natura-
leza a la relación aleatoria, basado en una identidad de sangre tal como
la expresa el uso corriente del vocablo gentilicio, y en una identidad de
destino o de parentesco fatídico en que entran como factores de la unión
espiritual inclusive aquellos que pueden obstar o desmerecer la amistad”
(“Esencia y forma de la simpatía”, en HQ, p. 11).
En cambio con Lugones se cuida siempre. Con él evita, en sus
alzados elogios y ponderaciones, ser sospechado de parcialidad, de con-
feccionar un panfleto de defensa y celebración sobre el tan denostado
genio. Pero su panegírico sobre Lugones quedó sin publicar en vida, has-
ta que lo hiciera su amigo Enrique Espinoza, con disposición de secuaz.
Entonces surgió de aquel pequeño pero denso -y acaso, comprometedor
y peligroso- libro, la herejía estético-ideológica por excelencia cometida
por Ezequiel Martínez Estrada: reivindicar a Leopoldo Lugones como
primer escritor argentino y paradigma moral de referencia para las nuevas
generaciones. De modo que tras leer el Leopoldo Lugones, no podemos
desprendernos -por no decir librarnos- de la sensación de que ese texto
122
arroja una sombra de duda sobre el conjunto de la obra de Ezequiel Mar-
tínez Estrada. ¿Era el denunciante de la falsa nación imaginada en el mí-
tico centauro gauchesco, más que un libertario individualista, un escritor
nacionalista, y para peor, tanto o más consecuente que Lugones? ¿Es que
sus consideraciones sobre Lugones terminarían por mostrar el perfil del
activo militante intelectual del nacionalismo culturalista anarco-liberal
que fue al cabo Martínez Estrada? ¿Es ésta sólo una incorrecta aprecia-
ción, apresurada y superficial, distorsionada, o más bien inconveniente y,
ante todo, “innecesaria”?
En cualquier caso, si al rechazar esta “hipótesis de lectura”, des-
estimáramos del conjunto del corpus martínez-estradiano el valor de sus
apuntes sobre el autor de El payador, podríamos llevarnos como impre-
sión general, efectivamente, la de un escritor ácrata, bíblicamente obse-
dido por la contrición moral de su pueblo. Incluso, la de un sociólogo
frustráneo, tan penetrante como anacrónico. Es sabido que en ello se
pone en juego una imagen estándar que recorren muchos de sus críticos
y expositores, para quienes es posible autorizar de Martínez Estrada todas
las tentativas de prosecución del canon argentino que pasa por Sarmiento
y por Hudson, y también por su querido Quiroga, y luego por el canon
europeo que atraviesa a los franceses Montaigne y Balzac y, desde ya, por
los de lengua alemana: Nietzshe, Simmel, claro que Spengler, y el vienés
Freud, entre tantos otros. Ningún problema. Ya es un tópico del estado
de la recepción. Pero Lugones no. De su Lugones debemos disculparlo,
salvarlo: olvidar. Por ejemplo, no omitiéndolo en su bibliografía general,
pero sin que ello afecte la reconstrucción de su obra. Y a veces ni siquiera
eso. Proceder directamente extirpándole el Leopoldo Lugones, cauterizán-
dolo. Por caso aduciendo, junto a otros cargos menos graves, que aquello
“ya no se puede leer”, como excusándoselo, expurgándoselo. Así sucede
con algunos de sus más sinceros discípulos, lectores entusiastas y albaceas
patrimoniales de su archivo, que no hacen mención del asunto, creyendo
higienizarlo, tal vez. Con todo, Martínez Estrada –pensador que está más
allá de toda actitud perdonavidas- tenía su libro sobre Lugones. Siquiera
bajo la fragmentaria forma de anotaciones de a lo largo de años, que al fin
ese amigo –benéficamente incontinente- que era Samuel Glusberg32, se
decidió a editar a cuatro años de su muerte. Y allí tenemos un texto que
crepita dinamita y quema en las manos de los críticos como un hierro

123
candente o, peor, como un cañón de revólver al rojo y todavía humeante.
Que cayera de la mano del malogrado Maestro.
Porque después de leer el Lugones sin excomulgarlo del cuerpo de
su pensamiento, sin purgarlo del conjunto de su obra, sin hacer catarsis
de esas estimaciones efusivamente tormentosas, por no decir incendiarias
o explosivas y, desde luego, radicalmente románticas que resuenan como
el trueno, caen como el rayo y estallan en las manos, será muy difícil no
ver en Martínez Estrada la experiencia del escritor patriótico y del inte-
lectual orgánico del ideario de lo que -un tanto liviana e indulgentemen-
te- llamaríamos, de nuevo, el “nacionalismo culturalista”. Ejercido con
la más agitada pasión militante. Llevado a término con el pathos vitalista
de la escritura patriótica donde el alma sangra de lirismo y, si se quiere,
claro, de demagogia retórica y vocación magisterial. Es que apenas con
tomar rápidamente nota, por ejemplo, vemos que Martínez Estrada pro-
nuncia esta frase de amor filial y agradecimiento discipular: “Habiéndolo
yo frecuentado hace casi tres décadas, todavía me da ánimos para vivir y
escribir” (“Retrato sin retocar”, en LL). Son palabras que nos aturden por
largo rato. Pues hay que expiar esas culpas por la escritura. Y en nombre
de la juventud. Ya que “la fe que pone en sus mayores es sagrada y cuan-
do se la defrauda se comete un crimen que en una u otra forma debe ser
expiado” (“Lugones: un recuerdo y una advertencia”, en LL, pp. 58-57).
Leopoldo Lugones: el caminante y su sombra. Que no lo abando-
nó nunca. Aureola fatídica, numen de penumbra. Desde luego, muchas
otras palabras de igual tono apologético podríamos traer de las interven-
ciones lugonianas de Martínez Estrada33. Todas dejan perentorio testi-
monio de esa relación donde el maestro moral e intelectual aparecía sa-
cramentalmente a la vista de un discípulo que comprendió prontamente
-según se nos notifica siempre en su Leopoldo Lugones- que “en nuestra
grandeza está nuestra debilidad, dado que ni el bronce ni el mármol son
de la materia doliente del cuerpo del país”. “En tanto no creemos una
conciencia veraz de lo que hemos sido y de lo que somos, una conciencia
lúcida de lo que queremos ser, seguiremos sacrificando a los emisarios
de Dios en el ara de los impostores del saber y del poder”, dice un vin-
dicativo Martínez Estrada. El incomprendido Lugones todavía debe ser
escuchado. El maestro que fuera crucificado por propia mano, “permi-
tiendo que espíritus colmados del afán del bien público no encuentren

124
ordenados los valores de la auténtica nacionalidad, y tomen sendas equi-
vocadas o se pierdan en una prédica por su propia desesperación”. Hace
mucho tiempo que estamos sitiados “por impostores del amor patrio”, y
Lugones está allí para rectificar esa impostura, y ese equívoco. Pues así
hablaba Ezequiel Martínez Estrada de Leopoldo Lugones. Y de sí mismo.
Lugones caminaba a la vera como su sombra en el hiato nunca colmado
que queda entre escritura y vida. Y entre voz letrada, cuerpo deseante y
nación imaginada. ¿Es que esas palabras de encomio señalan algo más
que una deuda ideológica y un tributo biográfico? No ha de sorprender-
nos tampoco que la “efigie” de Lugones venga contrastada sobre el fondo
de la sombra terrible que forma la efigie de Sarmiento. “Las generaciones
venideras sabrán también –como denunció Sarmiento- con qué gentes
he tenido que luchar”, dice Martínez Estrada de Sarmiento, de sí mis-
mo, y por transposición, también de Lugones. Quien como Sarmiento y
como Martínez Estrada, ha luchado contra las mismas gentes. Son esos
nombres precisamente los que hay que calibrar como volátiles explosivos.
Es que Lugones “ignoró lo que dijeron Toynbee y Simone Weil:
que hay que elegir entre la cruz y la espada”. Martínez Estrada eligió la
cruz, que era su escritura. Por ello Lugones y Sarmiento, hombres de
la guerra social argentina que eligieron la pluma bélica y alentaron la
espada, deben portarse como en un vía crucis, a sabiendas que en la es-
palda se cargan armas extremadamente celosas y sensibles. Y en el caso
de Sarmiento, el crimen político del Chacho Peñaloza –como mínimo-.
Sables de capitán o revólveres de suicida. O alegorías y blasfemias. Y
contradicciones. Dado que lo mismo que “en Sarmiento, se nos presenta
en Lugones el caso de examinar en él nuestra realidad nacional como un
complejo de civilización y barbarie”, puesto que ellos “son los términos
antitéticos más elementales y a la vez más ciertos para calificar las fuerzas
históricas –y biográficas- en conflicto”. En fin: Sarmiento y Lugones son
los personajes de la tragedia argentina. De Martínez Estrada para abajo
quedan el Coro y por último nosotros, los espectadores. Por ello es preci-
so “usar de esos términos con cautela y conjugarlos con responsabilidad”.
Pues son nombres de la tragedia. Cautela y responsabilidad que en su
caso lo ha llevado a la intuición y a la alegoría antes que a la investiga-
ción y al panfleto -tantas veces inconfesablemente unidos-. Y claro, a la
retórica sin gatillo que, sin embargo, se lubrica cuidadosamente como

125
las estrías de un arma de fuego. Hasta que en la hora cubana, ni siquiera
deniegue la posibilidad de disparar y atacar presto al combate, inspirado
por cierto en su idealizado héroe Martí. Cuando el provinciano Lugones
fuera absorbido por el cubano continental, cumpliendo un destino lati-
noamericano que el argentino también mutilara en sí mismo34.
De momento, Martínez Estrada prosigue diciendo que allí donde
sus maestros, Lugones y Sarmiento, erraron el diagnóstico y, por tanto,
propiciaron la terapéutica más atroz (o sea la guerra), es necesario seguir
poniendo el calibre del ojo. En suma, que la dialéctica trastornada de
civilización y barbarie sigue siendo el diagrama fundamental de la his-
toricidad americana. Martínez Estrada insiste en esa clave precisa, pero
inconclusa, que explica el eje medular de todo su pensamiento. Bajo esta
luz, tanto Sarmiento como Lugones tuvieron noción clara del mundo
en que vivían, aunque tuvieron que avenirse a suponer que la barbarie
estaba en un sector y la civilización en otro. Pero se equivocaron cuando
obraron precisamente como se los requería la realidad. Como hombres
en estado de guerra social y polémica cultural (crítica de las armas, dis-
cusión con los cuerpos). En fin, agonismo. En tanto que ambos, Sar-
miento y Lugones, “acudieron al ejército como institución organizada
para sofocar y disciplinar las fuerzas bárbaras, sin advertir que también
estaba maleada por la misma barbarie que había logrado someter”. Pero
ahora las armas están sucias y la cruz sigue en pie. Prosiguiendo la misma
línea de diagrama que consiste en denunciar el mito del complejo de
barbarie que otros rotularon como caudillismo. Según el balance que
traza Martínez Estrada, le faltaba a Lugones la condición mitopoiética de
personificar los males expresivos de la nacionalidad en una figura como
Facundo o Rosas. En una personificación de males que existen en estado
latente en el pueblo, aunque no pertenezcan del todo a éste. Martínez
Estrada reencontró esa personificación sublimada en un signo personal:
“la pampa”. Que era un simbolismo alegórico y una figuración retórica
entre otras, claro, pero que además quiso ser un esquema sociológico y
casi un sistema metafísico. En ello Lugones ofreció menos el molde que
la masa vertida en él, pues “su desorbitada pasión patriótica, expone en
un florón de retórica patética lo difícil que es para el forjador de mitos
y metáforas liberarse del sortilegio del lenguaje figurado” (“Lugones: un
recuerdo y una advertencia”, en LL, p. 55).

126
Pero se trata de una imaginación “mitopoiética” vuelta sobre “las
entrañas” de la propia “tierra”, lo que también quiere decir, de la tierra
a des-entrañarse y re-entrañarse. Porque si Rubén Darío, paladín hercú-
leo de las letras, es peregrino en Paris por busca de un clima propicio,
no hispanista, en cambio, “Lugones arraiga en el páramo nativo por un
amor terrestre entrañable”. Pero ese páramo era la propia Argentina, y
al cabo su misión literaria se consagró militantemente a su entrañable
drama. Martínez Estrada –otro Heracles pampeano- hará de esa militan-
cia un acto de pensar viviente, puesto que a diferencia de Lugones y de
Sarmiento, admiradores imperdonables de la propaganda agitadora y del
ejército redentor, él cree en cambio que “la mayor influencia del intelec-
tual se ejerce naturalmente por el pensamiento”, en tanto, éste “posee de
por sí una eficacia incomparablemente superior a la que se ejerce en mi-
litancia dirigida por un canon político”. Habla un idealista, entonces. Y
es esto -cree Martínez Estrada- lo que finalmente no se le perdonó a Lu-
gones. Digamos que es lo que está en la raíz de su fracaso. Así lo sugiere
Martínez Estrada cuando se refiere al cambio de ideología del malogrado
consejero político del príncipe que resultó Lugones, como un pretexto
de la plebe para acometer contra el intelectual inexpugnable. Vale decir,
la represalia de la baja envidia contra el alto “intelectual que sobrellevaba
su pobreza con dignidad”, y que el propio Martínez Estrada observa a su
alrededor, en tanto, “los yerros que no se perdonan al pensador y al artis-
ta son los de no avenirse a las condiciones del juego de la mediocridad”.
Así, le cayeron encima “no en su condición de intérprete o de predicador
de ideas, sino en su condición de intelectual agonista que no esperaba su
parte de botín en el saqueo”. Claro que el propio Martínez Estrada era
ese tipo de intelectual agonista que elegía el camino invertido y pagano
de la cruz y del estigma. Ésa fue su misión: la cruz del amor al país. Algu-
na vez dijo que su situación es muy semejante a la de Job y en lugar de
discurrir sobre el bien y el mal, dio en cavilar sobre el país. Que está en
manos de falsarios. Eso es lo que hay que “confesar con valor y tristeza”,
puesto que sin “esa conciencia valiente de la realidad, sin la denuncia de
los crímenes de esa patria, no sólo seguiremos el rito de adoración sin fe
en los falsos ídolos”, sino que “también seguirá ocurriendo que los autén-
ticos guías sean arrojados a la pira con la insensata creencia que la buena
senda es la más fácil” (“Lugones: un recuerdo y una advertencia”, en LL,

127
pp. 66-67).
La lección terrible recogida por Martínez Estrada de Lugones –y
su advertencia- es que el amor al país es lo que de veras justifica una mi-
sión literaria trágica. Él, que también se sentía la izquierda de un hombre
solo, empero pide unirse –en la lengua misma de la patria fuerte- “para
dar al país en que nacimos, cualquiera sea el grado de su amparo o in-
gratitud, lo mejor que tenemos, ya que sin duda le pertenece y debe serle
restituido humildemente”. Él, que recomienda no “esperar otra recom-
pensa que la de sernos fieles a nosotros mismos, en este mundo solitario
y hostil en que tan grandes bienes espirituales esperan ser revelados”, a fin
de perseverar en ese camino “con más clara visión del porvenir”. Él, que
como patriota intelectualmente militante sabe que en “nuestro destierro
somos hueste viva, con una misión que cumplir, herederos de aquellos
mártires y portadores de la misma antorcha que va alumbrando también
el camino de los que andan en dirección de las sombras”. En fin, se trata
del destino fatídico, en un trayecto que puede admitir la intensidad de
Lugones tanto como la fragilidad de Murena. Porque este destino mi-
sional que Leopoldo Lugones encarnara político-trágicamente y que el
ensayismo de Martínez Estrada encarnara ético-trágicamente, es el que se
contrae con la militancia patriótica de la retórica imperativa y vinculante.
Mirando otros tiempos que también reencarnan en los nuestros, decía
Martínez Estrada con palabras indeclinables que “en los momentos luc-
tuosos que el país vive, invadido por toda clase de extranjerías, el escritor
que no aplicaba toda su inteligencia a la salvación de la Patria, era, más
que un cobarde, un traidor” (“Carta al Presidente de la Sociedad Argen-
tina de Escritores”, en LL, p. 152).
Según este grave ideario patriótico-misional, fijar los alcances de
un programa de crítica cultural nacionalista era una tarea menor, aunque
aún posible. Confiado, Martínez Estrada se centra dos grandes propósi-
tos. En tanto debe “realizarse en el proceso de indagación de lo genui-
namente argentino en nuestras letras”, ello por un lado comprendería
a la “fijación de ese carácter en obras y autores argentinos, destacando,
analizando y potenciando los valores positivos y fundamentales”, sobre
la base de un canon donde nuestro ensayista enumera a Echeverría, Sar-
miento, Alberdi, Juan María Gutiérrez, Hernández, Hudson, Almafuerte
y por supuesto Lugones. Pero, por el otro lado, este plan requiere “el

128
análisis, fundamentación de los valores negativos de ese carácter en obras
y autores, hechos con juicio inflexible, pues es patriótico, además de de-
cente, exponer a la reprobación de la juventud a los que han maleado y
dilapidado el patrimonio espiritual de la Nación”. Sobre estos principios
de moralidad intelectual patriótico-libertaria, inferimos –ahorrándonos
indulgencias que nuestro autor no solicita- que Martínez Estrada no
sólo erigió su proyecto cultural en términos de lo que muy renuentemente
llamaríamos un “nacionalismo”. Que luego extenderá su horizonte a la
América nuestra. Porque Cuba no dejaría nunca de ser para Martínez
Estrada esto: una nación. Al cabo la única nación latinoamericana posi-
ble. El resto –de las naciones- pertenece todavía al terreno de la literatura
trágica.
Martínez Estrada quiso que así se leyera –y retomara- su obra.
Empezando por Radiografía de la Pampa. De la que en su “Prólogo inútil”
dijo que “es, pues, un Apocalipsis, una revelación o puesta en evidencia
de la realidad profunda”. Asegura que en su ensayismo se limitó a decir lo
que otros sabían y callaban, y que, por su desacomodo con el mundo, su
obra completa podría titularse, “Un puritano en el burdel”. Con todo, no
se comprende la moralidad ensayística, la ética cultural de la liberación del
ensayismo martínez-estradiano –en su moral de la forma-, si se lo reduce
a una pura opción militante teológicamente sublimada, pues “la palabra
profecía es absolutamente impropia e injuriosa”. No, es intuición cognos-
cente. Y tropología de agitación. Pues su retórica de la liberación pone en
acción, paradojalmente y a través de aporías que teatralizan por medio
de simbolismos la demora de sus dramáticos desenlaces, las propias ener-
gías vitales del Logos, erizadas de increpación y catarsis. Es una fuerza
comunicativa de homilía y lamento, oración e increpación, hoguera en el
monte, sermón en el desierto y aun plegaria de anacoreta. Claro que fue
de Borges de quien recibiera más amargamente aquél título de profeta35,
que bien ocultaba su injuria en la alabanza. Con todo, sin dejar de nom-
brar el drama de escritura que actuaba en el “efusivo” Martínez Estrada.
La calificación de “profeta” era injuriosa para nuestro ensayista,
en la medida se vio a sí mismo auspiciado por la sociología alemana y
también por su filología romántica, cuyos impulsos le llegaban igualmen-
te por el lado de Nietzsche y de Lugones, sus padres intelectuales (pues
Sarmiento es su abuelo, y Kafka, su hermano mayor). Su horizonte: la

129
cultura humanística de signo clasicista, asumida como ideal práctico-nor-
mativo formativo y político. La Paideia. Y su función integral al servicio
del ciudadano de la Polis, aun en su trasfondo aristocrático y tragicista36.
Es que el ensayo ha de recoger para sí, más allá de su implementación
sociológica, en nombre de su misión, un ideal cultural griego: se dirige a
la totalidad de la persona. Con Georg Simmel y Oswald Spengler, la so-
ciología perceptiva de las formas y la filosofía fisiognómica de los rostros
aportan la clave de desciframiento de los indicios significantes de la vida
objetivada, y de los rizomas fatídicos de la historia. Pero en contra del
concepto de Max Scheler y Simmel, según el cual la cultura es un bien
individual que posee para sí en forma definitiva para su adquirente, Mar-
tínez Estrada se pregunta por la posibilidad de revivir el modelo clásico
de la Paideia, en el cual la educación general de todos por todos y para
todos, popular a la vez que nutrida de la gran sabiduría, resulte asequible.
Piensa en el teatro y sobre todo en la Tragedia.
El ideal de la lucha por la realización de la Paideia en la historia
futura, plenamente espiritual y humana, prueba que su concepción últi-
ma del ensayo es su puesta al servicio, en un presente de barbarie tecno-
crática y capitalista37, de una formación pedagógica de la Liberación. Ideal
de Paidea y prosa ensayística son en Martínez Estrada el Rostro Jano de
su escritura. Por ello Martínez Estrada piensa que el ensayo argentino
y americano debe aún dialogar con los griegos. En especial con los trá-
gicos áticos. He ahí la lección lugoniana -y en general modernista- que
Martínez Estrada prosigue aplicando en espíritu, y en pleno corazón del
siglo XX. Si ello no es posible bajo el imperio de los modernos medios
de comunicación en la formación de la opinión pública -para lo cual la
cultura formativa debería acceder a un uso irrestricto de los mismos- se
comprende que sea el ensayo su forma vital más adecuada de expresión,
cuyo horizonte regulativo es una ilustración popular de la conciencia
pública orientada a la formación cívica de la voluntad democrática. El
ensayo viene así a dar forma y sentido a una ética cultural de la liberación
orientada hacia un ideal político abrevado en el humanismo clasicista.
Esa validez contrafáctica de una multitud culta y lectora -cortada
al talle filológico del público del drama griego-, es el sujeto utópicamente
proyectado al que apela normativamente su ensayismo, configurando el
“horizonte de expectativa” de un destinatario ideal y último de la recep-

130
ción. Por supuesto, ello presupone la distinción entre “cultura de ágora” y
“cultura de aula”. Vale decir, la diferencia que cabe establecer, a su juicio,
entre el “saber sapiencial” producto de una “protofilosofía empírica y
existencial”, que posee un “contenido multisecular” y un “cúmulo de ex-
periencia y de sentido terrestre a la vez que angélico”, respecto a un reper-
torio áulico de técnicas mentales que consagran la división entre trabajo
manual y trabajo intelectual, y se limitan a transmitir las obligaciones de
la población –más que de la ciudadanía- y el ejercicio profesional en una
economía de mercado. Pero la función del ensayo, o como dice Martí-
nez Estrada, la “tarea del escritor ha de ser, pues, conforme a su misión
y deber, llevar al pueblo una obra por así decirlo aristocrática, como las
grandes culturas populares de Grecia y Roma, sin bastardear el principio
de la democracia social con los prejuicios de los instructores de cuartel y
de los líderes de partido” (AFC, p. 70).
La praxis pública del ensayo inspirada en el modelo de un retorno
al humanismo clásico, se orienta por un concepto de cultura alternativo al
de la cultura científico-académica, conducente al sumo Bien. La cultura
debe pues estar a la altura ético-antropológica de la tragedia, del sentido
de la experiencia histórica de la Humanidad. Es sabido, nos dice Martí-
nez Estrada, que “la tragedia exponía y comentaba los eternos problemas
de las fuerzas superiores a la voluntad y previsión del hombre, su destino,
su lucha por la virtud, el heroísmo, la verdad, la belleza y la justicia”
(“Preludio sobre la posibilidad de una cultura popular”, en CP, p. 9), y
que ante “el populacho se debatían las cuestiones más trascendentales,
la teología y la metafísica de su suprema elevación”, pues “tiene razón
Simone Weil cuando afirma que el pueblo puede gustar las obras más
perfectas de la mente, si se sabe exponérselas, no en forma inferiorizada
sino adecuada”. Dichos elementos, precisa enseguida, “más los específi-
cos de cada rama del saber, configuraban la Paideia, educación total de
todos, por todos, para todos”. A este ideal formativo se opone el impera-
tivo tecnocrático de la modernidad contemporánea. En tanto la cultura
humanística, “sea considerada como decadencia global de Occidente,
séalo como una configuración desnaturalizada por presión de los mode-
ladores de la voluntad de dominio, se percibe que se ha desvitalizado y
mecanizado, hallándose en una fase de descomposición (difícilmente de
metamorfosis)”. Según este diagnóstico epocal de crisis civilizatoria, en-

131
tre “las causas influyentes en esa forma nihilista o deshumanizada que la
cultura ha sufrido, cuéntase el poderío del Estado en las naciones de alto
desarrollo tecnológico”, sometidas al “capitalismo o taylorización de las
actividades humanas”, que fue “progresivamente cancelando los valores
humanísticos y sometiéndolos a servidumbre de intereses económicos”.
En esta tragedia de la cultura moderna se advierte la “marcha en bloque
de la civilización en dirección a la barbarie”, esto es, “la marcha, sobre el
vehículo de la civilización, hacia la deshumanización y mecanización del
hombre en la dirección de abolir los valores espirituales para constituir
un mundo en que esté cautivo y sin defensa”, ya que ello y no otra cosa es
“también, en el terreno de las metáforas y las alegorías, la tesis de muchas,
sino de todas, las obra de Kafka” (AFC, pp. 42-43).
Las alegorías y las metáforas –la poesía y la retórica, y en fin, el
ensayo-, son la trinchera cultural que resiste el avance –el embate- de la
crisis colonizadora de la civilización tecnocrática. Por ello la Paidea tie-
ne su refugio –o su hospicio- en el ensayo. Amparado por el clasicismo
idealista que el espiritualista romántico Martínez Estrada no se resigna-
ba a considerar mera erudición, creía –imaginaba- que una democracia
cívicamente emancipada comportaría una democracia cultural integral,
capaz de revertir la crisis civilizatoria de la moderndiad capitalista. La de-
mocracia realmente existente se le aparecía, por sus contrafrentes fácticos,
como pura nivelación distributiva del poder y administración equitativa
del nihilismo. La praxis misional del ensayo también exige, complemen-
tariamente -según precisa en otra de sus intervenciones- “diferenciar la
misión y la función del escritor”, esto es: el papel superior del escritor
libre respecto de las tareas menores del periodista (y hoy, del profesor uni-
versitario). Pues el ensayista es “un leal servidor de la sociedad”, cuya la-
bor consiste en “introducir un fermento desorganizador en la masa inerte
de la rutina del rebaño”. Según esta representación normativa, una mili-
tancia cultural por el cambio estructural a nivel de la mentalidad de las
masas comporta una de las rectas formas de asumir la praxis misional del
escritor ético. Si el ensayista que es Martínez Estrada se autocomprende
como un subversivo nietzscheano, pero también como un artista sensible
a “las formas universales en que el pueblo piensa y siente”, es porque en
el ala política de la literatura se coloca en “la izquierda de la acción y la
aventura”.

132
Así pues, en el ensayo queda superpuesta y al fin encarnada, piel
y uña en beneficio de la Polis, la secreción del arte y la carne de la vida
sublimada en acción ético-política. Experiencia práctica cuyo medio es la
escritura, ha de aventurar su máxima objetivación -crear vida- impulsada
por la utopía de la futura ciudad libertaria y culta: humanizada. Estilizar
y crear comuniones libres y significados vitales. Puesto que según el cordel
alegórico que teje Martínez Estrada en su nombre, “el escritor tiene de
hecho y de derecho, como uno de sus deberes sociales apremiantes el
de ser un agitador, un removedor de materiales inertes, un explorador,
un cateador de terrenos auríferos, un vikingo de los mares incógnitos,
un viajero que sueña en continentes desconocidos, el más fecundo pro-
veedor de materiales de fermento para la cultura filosófica; un hombre
en rebeldía, como lo llamó Camus, un hombre que hace en su persona
entera el experimento de ensayar otras formas superiores e inéditas de
vida” (“El problema de los deberes sociales del escritor”, en EK, p. 171).
El ensayo como texto (ergon y natura naturata), es la contrafigura antici-
patoria (utopía escrituraria) del ensayar formas de vida (energeia y natura
naturans). Martínez Estrada, en su dicción literal, es un retórico amargo
o un anunciador bíblico, en efecto, pero en gramática intelectual profun-
da –en la operación cultural que monta y en la metafórica absoluta que
activa-, es un pensador libertario y un escritor utopista.
Entretanto, el “escritor argentino” no ha de callar la circunstan-
cia histórica, si acaso se ha de perdonárnosla, de que aunque “hayamos
perdido la noción de nuestro linaje y aunque hayamos consentido en
callar, no podemos mentir, ni repetir” -insiste Martínez Estrada con pa-
labras graves-, “que representamos hoy, entre las naciones prósperas de
América, un valor prominente por el espíritu”. Así lo testimonia Mar-
tínez Estrada, quien dice que habla “exclusivamente para los que usan
mi lenguaje, el de la verdad y del patriotismo”. Nos impreca acudir con
contrición “pero con altivez”, a los “verdaderos progenitores y hermanos,
a los que te dieron para tu residencia una nueva y gloriosa nación”, y
nos recomienda volver “a tu hogar y no te digo a tu patria porque hace
muchísimo tiempo que no la tienes, puesto que eres un paria desde que
te convertiste en aventurero”. “Cuando vuelvas con humildad y coraje”
-nos sigue sermoneando: gritando- “al hogar paterno recobrarás el patri-
monio que te han robado y te recobrarás a tú mismo”, y entonces, como

133
enseñó Píndaro y recomendó San Martín, “estarás en tu patria y serás lo
que debes ser” (“Palabras preliminares a mi pueblo”, en CP, p. 13938).
Con esa interpelación, Martínez Estrada se arrogó -en tales pala-
bras y otras semejantes que podríamos seguir citando obstinadamente- el
sino misional de que al fin debía ser un ensayista argentino. Asumir ese
destino. De nuevo, Sarmiento y Lugones estaban para asistirlo en ese vía
crucis que no podía transferirse sin más ni a Montaigne ni a Nietzsche.
Que luego Martínez Estrada se muestre convencido de que la fuerza his-
tórica de la tradición ensayística argentina rige como un linaje, no es lo
sustancial. Sentirse heredero de una misión patriótica es bastante más
que sentirse deudor y tributario de un conjunto de textos, de un canon
que hoy es éste, mañana aquél y pasado vaya a saber cuál. El ensayista
Martínez Estrada cargó sobre su espalda el peso formidable de un país
y emprendió camino. Se puso del lado de su país -¿Cruz?-. Siquiera por
confundir ese delirio cultural con un designo vital, y entregarse de cuerpo
y alma, fue un héroe –romántico-. Pensando, tal vez como su admirado
Thoreau, que “el único camino para obtener que el opresor y el inqui-
sidor perdieran el dominio de sus artefactos era el de no combatir con
sus mismas armas, las de la guerra”. (“La mansa idea revolucionaria de
Thoreau”, en EK, p. 100).
Ese ensayismo libertario –y su pacifismo revolucionario- se erige
con la potencia de un proyecto cultural constructivo de la nación, y con
su genealogía de voluntades inaugurales. Y para ello debió asumir que
en ocasiones se deber ser “un agitador de las conciencias apáticas, un de-
monio de los burócratas de la enseñanza”, como decía de alguien cuyos
“ensayos se sostienen con suficiente sapiencia de lecturas y es verdad que
procura dar siempre la impresión de que improvisa”, y en fin, de alguien
que gritó, “blasfemó, injurió, porque no había otra forma de ser razo-
nable con los insensatos” (PN, p. 308). Ello lo decía Martínez Estrada,
acaso también especularmente, de Miguel de Unamuno. Cuya prelación
no se extendía demasiado por España. Ya que cuando Martínez Estrada
postuló un linaje patriótico, lo hizo también por convicciones estéticas.
Tal vez ufanado de ello, envanecido, de un modo hoy inadmisible, irreal.
Cuando a Martínez Estrada se lo interroga al respecto, asegura que en el
género “ensayo, ni Iberoamérica ni España se nos ponen a la par”. Vaya
si lo sentía íntimamente y con autoridad para afirmarlo como un aserto

134
indubitable que hoy no se perdonaría. También en orden a la filiación y
prosecución de un linaje, Martínez Estrada asevera que su “Radiografía
de la Pampa es la continuación de Facundo” (“Cuestionarios e interroga-
torios”, en CP, p. 177).
Pues nos habíamos dado cuenta. Pero incluso ese ensayismo tiene
una filosofía básica, a saber, que no “puede tenerse conciencia de un país,
de un pueblo, sino conociéndolo y amándolo”. Y por supuesto, escribir
sin “avergonzarnos del país”. “Esta es la tesis fundamental de toda mi filo-
sofía y no he leído que nadie la haya repetido o mejorado”, afirma Martí-
nez Estrada, y es como si callara y se quedara mirando fijo a su oponente,
en actitud desafiante, provocativa, pendenciera. Una literatura y una his-
toriografía y desde ya una filosofía fraudulenta, impostora, falsa, ilusoria,
sustituta, “ersatz”, es lo que impera en la cultura oficial, repite incansable-
mente Martínez Estrada. Es su lección tenaz, como docente que también
era. Estima que una literatura nacional debe ser no sólo reflejo de la vida
de un pueblo sino el órgano de penetración en las “entrañas de la tierra”
y del habitante, el vínculo de solidaridad y simpatía, la argamasa de “la
solidaridad humana que empieza por la solidaridad familiar”. Con este
ideal normativo escribió Radiografía de la Pampa. Cuando se lo interroga
en ocasión de conmemorarse la publicación de ese ensayo, responde que
ha cargado con la cruz de los que violan la ley de los escribas, incurso en
la apostasía de no someterse a la jurisdicción de los jueces y de remitirse
al fallo de las gentes que mañana juzgarán a los vivos y a los muertos, en
condición de “reo de profanación por haber revelado las causas secretas”,
a saber, aquellas que “determinaron la tragedia que vivimos y que a ellos
arrolló” (“A los 25 años de Radiografía de la Pampa”, en PRLA, p. 163).
Entonces, la tragedia. Por ello, ante este tragicismo, Martínez Es-
trada es el autor de la pequeña Argentina, por contraposición a Lugones,
que lo fue de la grande. Su maestro Lugones, o su padre terrible. Como
contraparte, la terapéutica martínez-estradiana es heroica pero sin heroís-
mo, carece de espada como la de Lugones, y a más de psicoanalítica, pres-
cribe el cilicio y la humildad contrita. Le es ingrato reconocer que, tras
Lugones y Quiroga, la orfandad nos aqueja porque “los grandes hombres
han muerto sin descendencia”. Pero si la apelación no sólo moral sino
estética a Lugones supusiera el sobrepeso de una propensión barroca in-
sustancial, que reside antes en una manipulación onerosa de la gramática

135
y el léxico que en el libre despliegue del pensamiento, Groussac es el
contrapeso posible, al que Martínez Estrada se ajusta como modelo de
paciencia y perseverancia que como “artista de la palabra”, esculpe sus
textos según “el ingrato afán de escribir con noble estilo y con respon-
sabilidad”. Por la verdad del país, desde luego. Es su legado sustancial,
por no decir esencial. De amor. En su retórica de homilía dirigida a los
estudiantes, les recuerda cuál ha sido su “tesis inflexible: la vida del pen-
samiento, que se organiza y sistematiza profesionalmente en las universi-
dades, requiere la libertad, el aire libre; la que se genera y desarrolla en el
ágora, o sea en la plaza pública, requiere la disciplina y el método”. A la
hora de acreditar maestros auténticos referentes, Martínez Estrada aduce
en su homilía que “Sócrates y Antígona declaran a la sociedad fuera de
la ley; ellos son los jueces de los jueces, los legisladores y los maestros por
excelencia”, pues los “guías tienen que ser los que señalan los obstáculos
y los pasos expeditos aunque no nos acompañen”, claro, “siempre que es-
tén en la dirección en que queréis ir; o según la otra metáfora, conforme
a los instintos de ruta de los baquianos y rastreadores” (“Homilía a los
estudiantes”, en PRLA, p 175).
Recomienda a la juventud denegar las idolatrías, incluso las que
se autodenominan marxismo, y hacer fe de la conciencia que responde al
incorruptible demonio socrático. A ese daímon responde la más sublime
pretensión de la conducta moral y de la filosofía, en el punto en que éstas
se interceptan entre sí. Dice que “las verdades no son dulces de confitería,
sino amargas raíces de la tierra”. Asevera de sí, repicando, que no es “pro-
feta ni apóstol”, sino un “estudioso de la realidad social”. Un sociólogo
sarmientino inspirado en Antígona. Y también dice de sí, desde luego,
que es un “artista”. Y sentimos de veras que no fue un profeta redentor,
en efecto, sino apenas un ensayista argentino.

136
Inmediación de llanura y precipicio horizontal. Una excursión –ver-
tiginosa- a la pampa transfigurada.

Si la obra ensayística de Ezequiel Martínez Estrada es canónica


-su Radiografía de la pampa un clásico fundacional39- ello no ha conjura-
do su retorno, su ciclo moral40. Pues persiste como un síntoma, o como
una expiación. También en el conjunto de su obra ensayística41 . ¿Por qué
habríamos de principiar nuestra exégesis sobre la ensayística de Martínez
Estrada por Radiografía de la pampa42, si ya la tenemos encarnada en la
escritura? Camina desde siempre con nosotros, porque es nuestra sombra
terrible.

Geografía abstracta y perímetro de inhistoricidad.

El destino de la tierra de las pampas que auguraba el Facundo


retaceaba su enigma, a pesar de llevarlo inscripto en su anverso. No había
más que “radiografiar” su revés de trama, que al cabo contenía las cifras
del fracaso en su misma grafía. Es el riesgo de las dualidades, en las que
Sarmiento todavía confiaba. Este profeta escribió un palimpsesto, que
supuso un sistema de legiblidad de la historia. Es decir, de su promesa.
De destino. Los servicios de la alegoría no satisfacen el requerimiento de
un método, sino que apenas auxilian ante el acertijo de la Esfinge. O
los restos de una Esfinge, si así insistimos en calificar a la llanura “pam-
peana”. Pues su tierra, que se diría eternamente habitada de primeros
pobladores, deja en la superficie indescifrables claves arqueológicas que
representan fosilizadamente la historia cognoscible, costras inscriptas que
quedaron expuestas en el suelo hollado donde cohabitan sus signos pé-
treos y sus envíos calcáreos. Que recogen los penitentes de patria, como
si fueran pistas de un peregrinaje olvidado. Mas debe verse a trasluz sobre
ese sedimento enigmático. Por contraste y revelación, a trasluz del “nega-
tivo”. Lo mismo que cuando estamos ante el espejo. La radiografía de esa

137
pampa nos anonada en la amargura que nos provocan las afrentas histó-
ricas que tenemos por ascendiente (luchas fratricidas, genocidios, etc.) y
que todavía miran por nuestros ojos, antes de las palabras, precediendo
a la voz, profanando el silencio con los muertos que tenemos detrás. De
nuestras pupilas. Que miran al horizonte… y ven… no ven nada.
En el origen de la conquista, el espacio baldío se extendía ante
la mirada del español como una alucinación preñada de tesoros ocul-
tos. Pero la realidad del vacío geológico poblado de aborígenes frugales
terminó por imponerse, también más acá de la vista. De modo que la
ambición de un futuro de abundancia quedó fijada al mismo contorno.
Esa mala utopía de la buenaventura entendida como bonanza indefi-
nida también quedó fijada como una línea tectónica del diagrama de
la temporalidad argentina. La llanura del mar conducía al conquista-
dor miserable y fantasioso a una “tierra inmensa” que propiamente no
existía. Habían llegado -habíamos llegado- a una “llanura destructora de
ilusiones”. En vano, sobre ese “plano fundamental”, se trató de medir y
circunscribir, las operaciones elementales de la racionalidad calculante.
No había, sin embargo, más espacio que para el mismo espacio. Es decir,
los hombres sobraban. Entonces el paisaje del llano es lo que queda por
delante. Es el sueño de sueños.
Si la “amplitud del horizonte, que parece siempre el mismo cuan-
do avanzamos, o el desplazamiento de toda la llanura acompañándonos,
da la impresión de algo ilusorio en esta ruda realidad del campo”, es por-
que “el campo es extensión y la extensión no parece ser otra cosa que el
desdoblamiento de un infinito interior, el coloquio con Dios del viajero”.
Esa extensión no es otra que “la pampa; es la tierra en que el hombre está
sólo como un ser abstracto que hubiera de recomenzar la historia de la
especie –o de concluirla”. Pero la extensión es terrible porque frustra la
utopía en tanto exige la utopía, y no al revés. “La pampa –dice Martínez
Estrada- es una ilusión; es la tierra de las aventuras desordenadas en la
fantasía del hombre sin profundidad”, donde todo “se desliza, animado
de un movimiento ilusorio en que sólo cambia el centro de esa grandiosa
circunferencia”. De modo que si ese centro circular se desplaza con el
horizonte, su círculo no puede dejar de ser precisamente invitación a so-
ñar indefinidamente, con cada desplazamiento. Mientras tanto, la nada
superpoblada de quimeras. El suelo pampeano no podía ser así tierra de

138
labores y de asentamientos; en fin, no podía ser “campo”. La circunferen-
cia entretanto seguía profundizándose horizontalmente como ámbito de
ensueño y obstinación ensoñada. Y el desplazamiento obligado, a su vez,
obliga continuar el sortilegio y a insistir en el engaño. Esa anomalía del
horizonte fuerza a la esperanza, invocándola a cada a paso, sin embargo,
como lo único que se tiene a mano. La verdad es así sustituida por la
ilusión. Aquella es impotente y ésta un símbolo duro como la piedra.
Entonces, “la tierra ilimitada y vacía, la soledad, eso no se advierte, pues
forma como la carne y los huesos del que va andando: materia inadverti-
da en que bulle un sueño derramado por los bordes de lo que contiene la
realidad, del horizonte para afuera” (RP, p. 7).
Sin embargo, la tierra es también la resurrección. Claro que esto
no está dicho así; más bien está escamoteado. Puesto que la resurrección
atañe no tanto a los cuerpos como al tiempo. Es cuando la circunferencia
se transforma en un círculo. Primer giro: el avance hacia atrás, “el futuro
con la espalda”. Esta paradoja temporal constata la modificación espacial
de la historia en la cual resucitan las figuras originales y con ello resucita
el pasado, pero el pasado del pasado, o sea la prehistoria. En el suelo, por
lo tanto, no hay propiamente historia. Puede decirse: el suelo de la his-
toria. Pero en Martínez Estrada o es el suelo o es la historia. Es en todo
caso es un suelo inhistórico. Puesto que el suelo se concibe por el valor
metafísico del espacio. El perímetro de la naturaleza encierra “el misterio
de la planicie”. Pues la extensión de la llanura es un precipicio horizontal
de temporalidad vacía. De historicidad. La llanura es una región geográ-
fica y una caracterología argentina43.
Pero esta región caracterológica pampeana44, comprende también
las vastedades anímicas de la América Latina. O peor aún, contornos de
la condición de la propia humanidad euro-occidental45. América sigue
siendo, para el sarmientino Martínez Estrada de 1933, barbarie y de-
sierto, bajo un cono cósmico-telúrico de luz que aun refleja el Facundo.
El desierto es la metáfora mayor de esta tragedia romántica. Su inmen-
so recinto geográfico permanece inalterado sobre el poso milenario de
una formación orgánica inhistórica. Como un depósito de temporalidad
pura. Potencialidad originaria. América es ese yacimiento virgen de tiem-
po desplegado en la tierra, estirado entre dos inmensidades marítimas. El
mal del vacío todavía explica para el sarmientino Martínez Estrada que

139
un “pueblo vertido dentro de inconmensurables perímetros”, no puede
unificarse jamás. Por tanto el hecho de aislarse “y contemplarse con re-
celo es el gran mal de la soledad y de la ignorancia, y la clave para inter-
pretar los enigmas de Sudamérica”. La condición ontológica de América
es la extensión, como para Sarmiento, pero desplazado desde un tropo
etnológico hacia un sino metafísico inhistórico. Entonces la desunión
territorial sudamericana obedecería a un caos geológico primordial, vol-
cánico, donde el tiempo rebulle un instante y luego se petrifica. Del pro-
pio modo con sus revoluciones. Que en todo caso confirman el léxico
del ciclo astronómico y de la órbita astral que pretenden desmentir en
la acción modelada por Occidente. Las fuerzas terrestres y demográficas,
magmáticas y espesas como piedra líquida, hicieron que los países sud-
americanos se repartieran como un archipiélago de regiones desunidas
y esquirlas frías, porque antes habían sido absorbidas de raíz en la tierra
primaria, o cuaternaria, hasta solidificarse entre improntas y petroglifos.
Son registros fósiles de moldes fundamentales. Allí no se imprime la es-
critura de la historia. En su acontecer inmóvil, más que geo-grafía hay
grafía geo-lógica. Ese suelo a habitar es a la vez el centro incandescente y
el círculo del cielo. O sea que tenemos demasiado cerca al sol, la estrella
primordial de la vida. América no es un plano sino una esfera absoluta.
América es como un Aleph.
La llanura alegoriza una planicie de temporalidad, una historici-
dad plana. Sedimenta una paradoja de la lógica universal de la historia,
que muta la línea vertical del telos por el precipicio horizontal telúrico. Su
desconexión onto-geodésica priva de la historia a las sociedades naciona-
les posteriores, por no decir, aposteriorísticas, que de algún modo giran
en el vacío temporal que le permite desarrollar eternamente la capa esféri-
ca física. Los patriotas independentistas inauguraron -a lo sumo- una era,
es decir, un pliego tectónico dentro de una edad geológica persistente.
Esos racionalistas utópicos no hicieron propiamente historia, puesto que
el a priori geo-gráfico les tenía, también, agarrados los pies. Se aferraron a
la Razón, que era sólo un madero de naufragio derivando sin rumbo en el
piélago del mar terrestre. Los patriotas, en efecto, fracasaron. No pudie-
ron ver la ironía que les tenía reservada la historia: el vacío de historia que
devoró sus sueños en el Pampero. Negaron lo que les esperaba: el escán-
dalo ontológico de la paradoja –que en la llanura crece como los cardos-

140
desbaratando todos sus planes46. Es que en el “hombre nada tiene que ver
con la llanura en cuanto deja de andar; no tiene programa estando quie-
to, y la llanura es la marcha”. Entones es falso y fatídico lo que se detiene
no por deseo y convicción y, a expensas de la improvisación permanente,
por extenuación o fracaso. Entonces surge el oportunismo como regla de
vida. Lo que de allí resulte, como en Buenos Aires, es postizo y artificial.
A las ciudades como ella, habría que “levantarlas o destruirlas y hacerlas
de nuevo”. Pero es que en toda América, “la inhistoricidad del paisaje, la
enorme superioridad de la naturaleza sobre el habitante y de las fuerzas
ambientes sobre la voluntad, hacen flotar el hecho con la particularidad
de un gesto sin responsabilidad, sin genealogía y sin prole”, porque “en
esta tierra vieja, que no tiene pasado humano, no ha ocurrido nada nue-
vo”. Es que una “superficie inculta es astro” (RP, p. 65).
Nuestra imagen del tiempo no puede ser, como para occidente,
el río heracliteano, sino más bien un cielo estrellado. Periódico, redondo
y cíclico, abovedado. Más precisamente: un cielo estrellado. De ahí que
las naciones mismas (y sus regiones y sub-regiones interiores) vivan como
astros, inmersas en su luz fría, distantes entre sí. Sucede que no se han in-
corporado al restante tiempo mundial, confinadas en sus constelaciones
y trayectorias periódicas. Ni siquiera son sus restos, puesto que nunca se
han incorporado a su curso. A su esencia, para decirlo filosóficamente.
Dicho ahora sin pudor alguno: los derrotados y olvidados son siempre
los mismos. Así es que en el drama de la desunión americana la vida del
indio es clandestina, del mismo modo que el hecho de la historia de
Sudamérica es apócrifa. La ausencia de historicidad, empero, se alimenta
de una antigüedad originaria, a pesar de que en esta tierra vieja, que no
tiene pasado humano, no haya ocurrido nada inicial y fundante. Revo-
lucionario y Moderno. El pasado telúrico del continente forma un hiato
en torno del hombre sudamericano, que lo desvincula de la comunidad
internacional. Y de la conquista revolucionaria de la historia. Con ello el
propio acontecer histórico, social y político adopta “la configuración de
la tierra”. Es el drama topográfico del vacío como un “mal latinoameri-
cano”47. Y en derredor de los pastizales de la nada, la desolación llana, y
luego, cordillerana. Esas piedras gigantes y multicolores de los Andes son
como llanuras levantadas e inclinadas. Entre quebrantos y desmorona-
mientos. Es que la pampa no sólo circunda: moldea lo que rodea y acuña

141
por envolvimiento. La llanura, fuerza telúrica modeladora más que con-
dicionamiento geográfico, preforma el alma. Es una de las tesis ontoló-
gicas que ya delinea el esquema interpretativo temporal de la Radiografía
de la pampa. Pues ya en 1933 se nos sugiere que la pampa es “ámbito de
destino”, noción, se dirá, de sospechosos orígenes germánicos48.
Los conquistadores fueron sedimentando las ciudades fundadas
o re-fundadas (cuando fueron indias). Luego siguieron con las capas
de la psique49. Formando un arco agonístico sobre ese océano fatídico
desplegado en una llanura habitada por resignación. Ser americano es
un pecado original que sólo podría expiarse insularmente: utópicamen-
te. Mientras, la Argentina no puede trasponer la tectónica sentada por
Sarmiento50. Los ferrocarriles son la prueba de que la pradera absorbida
por el capital extranjero expresa en la distancia, la parálisis del progreso
que, sin embargo, invoca para sí la urbe sensorial. La telaraña de acero
que forman los rieles viene a confirmar el triunfo de la metrópoli sobre
el hinterland, porque la hegemonía porteña se sirvió finalmente de los
tentáculos ferroviarios para hacer cumplir su Unitarismo de hierro. En-
tonces la riqueza de la campaña pudo vaciarse pasando por las vías que
llevan de las estaciones pampeanas a las dársenas ribereñas. Exprimidas
como ubres, luego se las dejó morir, quedando como nombres ignotos en
medio de una vastedad de pastizales. Hasta los durmientes se resecaron
como cardos, confusamente entreverados con los yuyales de la llanura.
Estaba escrito.
También está escrita la acusación ontológica de que la propia tie-
rra americana no era más que una vastedad vegetal y mineral. Aún no
había salido de la edad prehistórica, ni había ingresado a la época del
hombre, cuando se la dio por descubierta. Era el más viejo de los viejos
mundos. Y vino a dar con esta tierra un pueblo arcaico que en Europa
no se asomaba más allá del siglo XIV. Y que más tarde le diera la espalda
al porvenir de la modernidad impulsada por mar, también en las bo-
degas de los piratas. Futuro triunfal que otras naciones usufructuaron
en desmedro del resto del globo, una vez acumulado el metal acuñado.
Entretanto, los pueblos aborígenes que habitaban esta parte del planeta
estaban confinados entre sí por el miedo físico y por el miedo sagrado.
América, petrificada y aislada, amenaza con destruir la civilización que
se ha encerrado en estancias herméticas y ciudades aisladas, creadas por

142
el temor del conquistador y por la proclamación de las independencias
correspondientes a las repúblicas en que se dislocó el imperio taciturno
de España. El indio era sólo la mejor excusa, y el chivo expiatorio. Así
parecía unida la inmensidad separada en porciones insoldables. La tierra
continental permanece en una era geológica. Semejante “dominio de la
naturaleza, recintos en que la tierra defiende intactas su gea, su flora y su
fauna, son confines a los que el hijo de la llanura fue arrojado y donde
se extinguirá”, mientras que lo “demás, la tierra plana, la pampa litoral y
central, es Argentina, la tierra de Europa, la tierra del blanco”. Sin em-
bargo, el drama del mestizaje no podrá ser conjurado por esa hondonada
vertida hacia la blancura europea, porque “entre esa pampa fértil, nueva,
y aquel mundo oscuro, antiguo, está el hijo del blanco y de la india, que
tiene que optar y que tardará centenares de años en decidirse, dejándolo
en suspenso hasta ese día”. El día del juicio final.
Entretanto, ese mundo primitivo e intermedio –ese intermundo
primario- impone los moldes de la tierra sobre el alma mezclada de los
hombres. Un “círculo de alambres de púa” es la “jaula del horizonte”
de su idiosincrasia, “exponente de lo que le circunda”. Pues la soledad
espacial es también el aislamiento de las conciencias51. De los pensadores
en soledad. Que convierte al individuo en el centro de esa circunferencia
infinita que es la planicie real e imaginada, y en la llave figurativa de esa
bóveda absurda que es el cielo. Y acaso por ello, la pérdida de la voluntad,
la depresión de los impulsos y la debilitación de la potencia de obrar,
puede considerarse el primer síntoma de invasión de la llanura, el grado
cero de todo mimetismo psíquico de la caracterología del hombre de lla-
nura, inerme ante su superficie cósmica originaria. Amarga constatación
que acaso lleva a Martínez Estrada a proferir su impresionante profecía
condicional, que la historia probará en su entraña real, puesto que aque-
lla alma también espera su hora propicia. Su mesianismo de pueblo del
himno. Su resurrección redentora de sumergidos y parias, de guarangos
y lumpenproletarios. Lo que sigue, lo había escrito, evidentemente, en
Radiografía de la Pampa, como aquello que es el auténtico pecado origi-
nal de la llanura en declinatio, de la planicie oblicua que yace a la espera
de su redención argentina y americana, cuando sus hijos bajen tal vez de
una llanura vertical en clinamen, como de la montaña, porque ya escu-
charon la profecía: que lo “interior, que es lo que no queremos ser, prosi-

143
gue su vida torácica, pausada, imperceptible”, pues “sin duda la libertad
verdadera, si ha de venir, llegará desde el fondo de los campos, bárbara y
ciega, como la vez anterior, para barrer con la esclavitud, la servidumbre
intelectual y la mentira opulenta de las ciudades vendidas” (RP, p. 67).

Estrato temporal de “invariantes” y metamorfosis de destino.

¿Cómo debe leerse “el Sarmiento de Martínez Estrada”52? Jeroglí-


fico, enigma, rompecabezas, acertijo. De la historia argentina. Pero en la
estibación de la escritura martínez-estradiana, el pasado retorna con su
expresión ominosa, y a veces socarrona. Su exégesis sarmientina permite
entonces descubrir las excoriaciones de la vida política argentina, cuyos
encabritados torbellinos levantan polvaredas en la tierra arrasada. Y ya
con mucha suerte, en el polvillo leve de las páginas sacadas de los ana-
queles aposentados. Es que si se trata de leer la Argentina, hay una meto-
nimia que se llama Sarmiento. Porque siempre hay algo más en el fondo,
que no se ve, y si se ve, no se nombra. Pero el fondo –abismal y origi-
nario- igual está53. Ese fondo múltiple y polisémico es lo “invariante”.
Entre otras cosas, por eso Martínez Estrada declara que su “libro podría
definirse como un examen del país en función de Sarmiento” (SA, p. 7).
Martínez Estrada escribe sobre Sarmiento, ya como vocalista
bronco. Entonando grave las frases. Es que todo Sarmiento es una parti-
tura. De política, de guerra, de literatura, de educación, de locura. Legi-
ble como una música cifrada, entre los palimpsestos de la escritura de la
nación. Sobre el trasfondo del ruido metálico de la revolución, Martínez
Estrada ejecuta con pathos wagneriano el infinito armónico que no deja
de ascender y tensar hasta tesituras inaudibles, por agudas o por inso-
portables. No es sino la confirmación de que las soluciones posibles sólo
introducen variaciones del problema mismo, perenne en su estado de
flujo melódicamente persistente, aunque tocado con virtuosismo de vio-
linista demoníaco. Y es entonces que su fraseo y su digitación exacerban
hasta lo espasmódico la intensidad sinfónica de una metaforización que,
en su filigrana última, se pierde en el horizonte, sin eco posible. También
144
así escribía Sarmiento. Ello no es mero barroquismo. Más que prosa en-
demoniada, demonismo de la prosa. Barroco rioplatense, a lo sumo. La
diferencia es que con Martínez Estrada el eco sarmientino volvía hecho
un flujo de pamperos huracanados que barrían la llanura, sobre todo
cuando habían nacido detrás de la cordillera, en una polémica “trasandi-
na”, y luego en una tirada de folletín sobre un caudillo riojano. Hasta que
retornara para convertirse en conductor político y hombre de Estado. Y
el torbellino tornara estampido de armas.
Remolinos de polvaredas. Molinos de viento. Giros, ciclos. Re-
comenzar siempre y necesariamente de nuevo en cada circunvolución de
sentido, asolado por los aros infinitos del horizonte desertificante. Pues
horizonte y círculo54 confieren las coordinadas de la hermenéutica del
texto, tanto como de la extensión sarmientino-pampeana. Sarmiento:
círculo abierto. Martínez Estrada: hermeneuta circular. Su escritura es
abierta e incesante, porque en ella avanzamos rotatoriamente, sin puntos
de ascenso escalar a la vista. Sin “resultados”, sin “conclusiones”. El que
quiera, sigue camino, rodeado de virajes horizontales, de continuidades
enruladas, de plegamientos anulares. Porque su “ensayo”, llega a decir, “en
consecuencia, puede ser indefinidamente continuado por quien quiera,
seguir su dirección o virar en redondo”. Como acontece con las revolucio-
nes argentinas, acaso también. Así, dentro de ese programa gnoseológico
ensayístico, negación “o afirmación servirán a esclarecer el enigma o el
problema de lo que somos”. Por ello Sarmiento es lo que debe ser pen-
sado. Porque Sarmiento llegó a “descubrir que era un ente y hasta una
entelequia de su tierra” (IVF, p. 18).
Graves palabras, severas categorías: “ente de la tierra”. Cuyo pro-
blema, claro, nos remite a las dificultades de una metafísica igualmente
requerida de aclaración. Porque decir que Sarmiento es ente y entelequia
de la tierra, es un enunciado capital. En tanto concierne al Ser. En Sar-
miento hay que des-cubrir un modo del ente en que queda expuesta,
como una placa fracturada por un temblor sísmico, una proyección del
ser que se manifiesta como arquetipo telúrico. Sabemos que Martínez
Estrada no se interesó por explayarse en esta senda, y menos, abusando
de una jerga filosófica en último término sospechosamente consagrada
por tentaciones sectarias. Martínez Estrada hablaba con un archivo fi-
losófico anterior del pensamiento alemán, y no quiso saltar demasiado

145
por encima de las derivas metamorfósicas nietzscheanas, apenas traspasa-
das por Simmel y Spengler. La cita con Heidegger quedó decididamente
pendiente (habrá asentido en silencio que ese “camino” correspondía a
Carlos Astrada –con todos sus peligros y asechanzas-, quien asimismo
fue otro nietzscheano avizor de la llanura metafísica). Entre esas derivas
de Nietzsche en las pampas, ahora a Martínez Estrada lo devolvían, aca-
so involuntariamente, a recostarse sobre una vera platónica. Entretanto,
para ese proyecto gnoseológico ensayístico se trata de volver sobre aquél
“ente” y “entelequia de la tierra”, perseverantemente. O dicho más since-
ramente: el ensayo argentino no ha de escapar fácilmente de Sarmiento.
Martínez Estrada estaba poseído por este profeta. En cierto modo, a Sar-
miento le debe todo. Porque si “de ninguna manera podremos decir que
lo hemos dejado en zaga”, y si “no es paradójico decir que la República
es el equivalente del sueño de Sarmiento”, es que -Borges mediante- ese
sueño nos sigue soñando, y aun dándosele el mismo nombre. Sin em-
bargo, también esos males y esos sueños procedían del imán metafísico
de la tierra. De donde brota su filosofar estético-impresionista. Martínez
Estrada insiste en que “lo pintoresco, lo anecdótico y lo biográfico, se-
gún los conceptos con que esos elementos se valoran en otras obras, en
el Facundo forman lo básico: la gea, la fauna, la flora y el etnos: el suelo
de tierra y vivo en que arraigan los seres con su historia y hasta con su
destino” (IVF, p. 14).
La Argentina y Sarmiento: círculo fatal, giro de destino. Un país
que vira trescientos sesenta grados y yace en el mismo punto: en una cita
francesa equivocada, escrita al apuro de una fuga. Pues lo “invariante
histórico” nacional es Sarmiento, es decir, el Facundo55. Su culpa objeti-
vada en la naturaleza mitológica56. Su violencia. Asumida como paradoja
inútil57. Por cierto, se habla siempre de las superposiciones pampeanas
de la arqueología temporal de la nación58. Donde la alegoresis trágica
es el operador interpretativo de la historia del drama enigmático de una
guerra civil embozada. Queda dicho.
Es que a reparo de la blasfemia, en la Argentina el espectro de
la guerra civil es lo que no puede nombrarse. Innominada como tal, los
acertijos que la desvían y disfrazan son múltiples o incesantes. Pero al-
guien debía infringir el tabú y proferir su reniego ante lo sagrado maldito:
la convivencia pacificada. Incurrir en la dicción de las palabras interdictas

146
que apenas dejaron pronunciarse, iluminadamente, como “lucha arma-
da”, y atrozmente, como “guerra sucia”. Martínez Estrada, el retórico
blasfemo, mortifica a la conciencia exculpada y restituye por su nombre
al trauma original que se debía olvidar para seguir sobrellevando la vida
de todos los días. El retorno de lo reprimido en la historia hace que
el espectro de la “guerra social”, así nominada pues en el Facundo. Esa
“guerra social” que acecha en cada cuadrante del proyecto de la moder-
nidad capitalista ulterior, sin que las instituciones republicanas puedan
expurgarla o exorcizarla de su interior, de sus entrañas malditas. De sus
entresijos de legitimidad. La vida pública argentina lleva inscripto en su
rostro los gestos hórridos y atroces de ese espectro, marcado a fuego en
determinadas coyunturas, pero en una yerra humana que viene de los
conquistadores. Y luego encarnada –sin cauterizar, de Rosas a Videla, de
Roca a Menem- a sus estratos de temporalidad estabilizada. Las heridas
están a flor de piel y nadie puede asegurar, sin mala conciencia, que han
cicatrizado y que el cuerpo se encamina por fin a la salud, como se pedía
todavía en la Radiografía de la pampa.
Martínez Estrada auscultaba esas marcas terribles, más o menos
expuestas, que llevamos todos. Cuando la fuerza diagnóstica de la intui-
ción metafísica cede su alegorismo al drama que la conmina enérgica-
mente a ser veraz, se estira y afila. Torna punzón y ganzúa. Entonces sus
figuraciones se vuelven puntiagudas, imágenes despojadas y rudas prestas
a ingresar, sin salvoconductos, en el cerrojo que veda el ingreso a la sinuo-
sa jurisdicción de la violencia social y sus metamorfosis conversivas en las
formas representativas de la voluntad civil. En dicha convertibilidad, fi-
nalmente sólo se toma en serio lo que amenaza su destrucción: la posibi-
lidad del enfrentamiento armado y de la sangre derramada. En vano se le
interpone la veda lingüística. Que procede de más de un bando. Enton-
ces la retórica clava sobre la costra que solapa lo clandestino directamente
de punta su estilete. Hunde su aguja analítica. Así la prosa, más que
directa, se vuelve dura, acerbamente sincera, dolorosamente verosímil.
Puede arrepentirse de lo que dice, claro. Pero se trata de Ezequiel Mar-
tínez Estrada y la verdad sigue hincando su aguijón de tábano sediento,
hasta llegar al hueso. “Guerra social”. Pero las palabras que la nombran,
que la invocan, son coágulos en un tejido de escritura que no cedió a la
conveniencia, tenida como un deber, de dejar a un lado y olvidar lo que

147
de todos modos ha de retornar subrepticiamente como fatídica compul-
sión y falso destino. Es menester no callar ni arredrarse, aún cuando las
palabras se estremezcan o hasta su glosa tiemble de vacilación y espanto.
Entonces leyó la “imperceptible cava profunda del suelo”. Y escribió que
en ese estrato de temporalidad hay un “invariante estructural”: el “inva-
riante políticomilitar, que caracteriza toda la producción de Sarmiento y
da el tono de la historia hispanoamericana” (IVF, p. 44). Así está escrito.
Y también, del “cauce de la concepción rosista”, escribió que “ese cauce es
el trágico y obsesivo invariante político, dibujado con asombrosa lucidez
en Civilización y Barbarie” (IVF, p. 60).
Es que el “panorama y el elenco político y social del Facundo han
variado, pero sus líneas fundamentales, el mapa de los accidentes étnicos,
políticos, sociales y culturales sigue teniendo la misma validez terráquea
del mapa geográfico que le da forma y color”, tal como insistirá en las
conferencias de 1947 en la Librería Viau, y con palabras que se remontan
a muchos años antes en sus reflexiones. La conjunción entre “ámbito de
destino” y hermenéutica descifradora queda anunciada cuando Martínez
Estrada asevera que “dos obras no pueden entenderse sino desde adentro:
Facundo y Martín Fierro”, ya que, la “lectura de nuestra realidad hoy
es un palimpsesto donde quedan muy borrosos los signos primitivos,
mas dice lo mismo con otras palabras”. Dice el enigma de la teleología
suspendida en el sino trágico de una guerra civilización/barbarie, “que
Sarmiento manipuló en el Facundo como las dos fuerzas dialécticas de
nuestra historia”. Tal es “la fórmula que todavía tiene validez”, en tanto,
“se han convertido en integrales que entremezclan los elementos de la
antítesis”. En una de estas estrías trágicas y románticas de la representa-
ción cíclica del tiempo en su dialéctica trastornada, Martínez Estrada se
hace eco y recoge el significado del fenómeno de aquello que el sociólogo
alemán Hans Freyer -ostensible presencia en algunos de los más refinados
intelectuales afines al primer peronismo, como el caso del filósofo Carlos
Astrada- denominó “ámbito de destino”59.
La infraestructura geográfica del ente telúrico determina en últi-
ma instancia la superestructura de los objetos culturales, y así torna una
“forma o estilo de existencia”. También ésta es una paradoja metafísica
de la temporalidad: la placa del subsuelo histórico torna más rígida en
su contextura profunda, en cuanto más elástica se muestra en su super-

148
ficie visible. El “hallazgo clave de Sarmiento consiste en identificar a Fa-
cundo con un conglomerado de cualidades étnico-psicológicas, sociales,
ambientales, políticas”. De ahí que Facundo, ese síndrome antropológico,
encarne “un mito”, dice Martínez Estrada, pero “un mito negativo, de
las fuerzas bárbaras” que, por “esto mismo lo hace temible a cien años de
distancia, pues todo mito es el afloramiento a los umbrales de la razón
de las fuerzas irracionales más arcaicas”. Si Facundo es un mito inverso,
negativo y oculto, es porque “contemplamos a nuestro país y los sentimos
en sus actividades productivas y ordenadas, en su anverso diurno”, de tal
manera que “nos cuesta un gran esfuerzo percibir las líneas fisonómicas
coloniales” desde el centro del país, o sea desde Buenos Aires. Pero la
dualidad ontológica persiste por debajo, rugiendo como una corriente
profunda, como el rumor que nos llega de vasto acuífero subterráneo, so-
bre la que se vierte el aflujo del acontecer histórico. Martínez Estrada cita
extensamente a Hans Freyer con el objeto de hacer suya la tesis de que en
“la unidad de su ámbito de destino la comunidad es un ser propio dotado
de la característica de la permanencia”, de modo tal que llega a adop-
tar “plásticamente” la forma de la “inmortalidad”. Dicha permanencia,
según Freyer, “no puede resolverse nunca en un entresijo de relaciones
entre sus momentáneos portadores, no puede ser nunca entendida como
ligada a la existencia de sus eventuales miembros, o como un sistema de
derechos apropiados o de ventajas distribuibles que se atribuyeran a los
individuos o que se garantizaran recíprocamente” (IVF, p. 36).
Según Hans Freyer, esa unidad de referencia estructural compor-
ta “un cuerpo, que sin duda se renueva en el cambio de sus elementos
y, sobre todo, en el cambio de las generaciones, pero que dentro de ese
cambio sigue siendo siempre el mismo”. Una metamorfosis. Una trans-
figuración estructural. Del espacio geográfico del acontecer histórico-co-
munitario. Este aspecto adopta, en la formulación freyeriana, la forma
de un “horizonte cerrado y obligatorio”, que funciona como un círculo
de posibilidades sometido a determinadas “condiciones de destino”. Esta
“casa” de la comunidad, su morada existencial -aunque Martínez Estrada
no la llame así- asume, en el conjunto de su sociología de la modernidad,
un peso explicativo decisivo. La pampa es la casa del ser que proyecta sus
límites en la condición de un hogar originario de la vida colectiva60. Son
los “elementos fijadores básicos” que “están dados por la geografía” y “que

149
crea las fronteras del ‘ámbito de destino’, tanto más coherente y poderoso
cuanto más fluida comunicación hay entre mundo y hombre”, tal como
enseñaba Freyer. En la Argentina componen, aduce Martínez Estrada,
“los fijadores de la geopolítica y la geopsíquica del Facundo” (IVF, p. 37).
La condición geopolítica-geopsíquica del sino biográfico de Sar-
miento como una “línea de su destino, que recibe del padre, es la de no
poder dar cima a ninguna de las obras que emprende”, y sometido a una
“producción librada al azar de cada día”, ello “comunica al lector una
trágica impresión de su propio destino, el de lo inestable e infinible, que
hallamos tanto en su formación espiritual como en la índole casual de to-
dos sus escritos”. Así lo hace constar Martínez Estrada en su contribución
sobre Sarmiento a la Historia de la literatura argentina que le solicitara su
amigo de juventud Rafael Alberto Arrieta. En Sarmiento, su ámbito geo-
gráfico de destinación trágica revela que su “genio se nos aparece siempre
demasiado grande para ser contenido sin comprensión dolorosa en aquel
receptáculo más grande en dimensión, que es su país, por cuanto anhela
una ciudadanía del mundo porque se encuentra demasiado enclaustrado
en la vastedad del territorio nativo” (Martínez Estrada, Ezequiel, “Sar-
miento escritor”, en Arrieta, Rafael Alberto, dir., Historia de la literatura
argentina, Vol. 2, Buenos Aires, Peuser, 1959, p. 386). Respecto del viaje
de Sarmiento de 1845 a 1847, dice Martínez Estrada, en “el lenguaje de
las alegorías esa aventura, que salta por primera y única vez sobre el cerco
del predio familiar, se puede interpretar como el vuelo, alborozado y me-
droso juntamente, del pájaro que halla abierta la puerta de su encierro”.
Sostiene respecto al Facundo -aplicando implícita pero sistemáticamente
el concepto de ámbito de destino- que allí historia “y geografía son ma-
nejadas por él con destreza de experto tejedor y por momentos penetra
en la psicología de los personajes elementales y oriundos de su tierra
hasta encontrar la raíz de una forma de ser que es típica de una región y
que condiciona la dirección y la idiosincrasia de la conducta colectiva en
un concepto sintético de nacionalidad”. Pues para Sarmiento “el paisaje
suscita un clima mental de hábitos de vida emparentados en una familia
histórica, tal como lo presintiera en instancia de destino en su Facundo”
(Ibíd., p. 424.).
Pero es la condición del alienus. Y esto es lo que más afectaba a
Sarmiento. Puesto que Sarmiento era viajero. Pero Sarmiento era ade-

150
más extranjero en su país, de manera tal que migración y enajenación,
aventura y exilio, urdían la misma unidad biográfica que sin embargo no
libraba a su persona del estigma del extrañamiento, de ser un extranje-
ro natalicio. Es así que Sarmiento puede ser considerado un traidor, es
decir un extraño, es decir un hombre alienado. Los mismos argentinos
alienados son los que han visto (ya no con sorpresa, mas sí en apariencia
desprevenidos) cómo la “tarde anterior se había consumado el avance de
las tropas sobre Buenos Aires, al mando de oficiales que, haciendo un
sacrificio de su honor y con riesgo de sus vidas, derrocaron al gobierno
civil e implantaron una junta militar”, tal como lo describía, al modo de
la descripción clínica de un síntoma, Martínez Estrada en unos de sus
más célebres cuentos (“Sábado de Gloria”, en CN)61.
Esa escena fatal de un drama que, nuevamente, habría de quedar
expuesto como el revés de un guante en la disposición agonística profun-
da de la historia argentina real, en la cesura epocal que se abriría tras el 24
de marzo de 1976. Salido con su punta de espina de acero desde la estría
interior del diagrama temporal más terrible, el “invariante político-mili-
tar”, objeto de una profecía que jamás Martínez Estrada hubiera querido
proferir tan detalladamente en su retorno en el agonal siglo XX. Ese dra-
ma que Sarmiento, en el Facundo, dio en llamar “guerra social”. Una gue-
rra transfigurada, y jeroglífica. Embrollada de conspiraciones simuladas y
crímenes velados. Se trata de una dicotomía donde más que rivalidad hay
“avenimiento de dos fracciones que perviven con la misma fuerza lógica
y con el mismo derecho natural de actos históricos auténticos: la historia
colonial y la historia republicana”. Y así se forma esa dicotomía, “es la
misma guerra civil en paz, con medios pacíficos”. Forma transfigurada y
paradójica de una guerra revolucionaria-contrarrevolucionaria permanente:
institucionalizada. De Mayo a Caseros, de Arroyo del Medio a la Zanja
de Alsina, de Mitre a Uriburu, de Fresco a Perón. Así pudo “más tarde
verse un ideal democrático, republicano y federal en lo que era sólo con-
secuencia de un viejo rencor que se parapetó en dos máscaras: política y
librecambio; por lo que llamamos guerras civiles a las guerras sociales”.
En tal sentido, “Facundo fija los invariantes de la historia y tiene a este
respecto la trágica perennidad de los genes típicos de la hibridaciones”
(SA, p. 123).
Claro, a nada de esto puede llamársele seriamente “historia”62.

151
Es cierto, se trata de metafísica. Como en toda nación. Peor aun: es una
etnología ontológica. Mestizaje filosófico. Y mezcla explosiva. Como la
guerra y la política. Pues bajo la luz de “los conflictos entre el orden ju-
rídico y el orden natural, la historia argentina entera se configura en el
tipo primario políticomilitar”. Porque sus instituciones aún no ha salido
del estado de guerra ni del estado de excepción. Esto es lo que expone pre-
cisamente Sarmiento en el Facundo. En tal forma que la “guerra no es
un elemento de estructuración sino de coacción, y mientras ella dura la
marcha de la sociedad donde acontece se ha paralizado en un ‘suspenso’
de más o menos larga duración y de efectos más o menos profundos”. En
vistas de semejante diagnóstico, Sarmiento resulta el mayor intérprete
de la guerra social argentina, esto es, de una guerra civil transfigurada y
embozada. Y de su enigma. “De esta ‘puesta en forma política y en for-
ma militar del país’, antes y después de la era constitucional, resulta una
ordenación de materiales que no corresponde al concepto de civilización
aunque tampoco al de barbarie”. El Facundo enseña que la “guerra civil
es un preámbulo de acomodación al subsiguiente gobierno que llega al
ejercicio del poder como vencedor de su propio pueblo”. Éste “esquema
es muy sencillo y como tal tiene indefinida validez” (IVF, p. 76).

Buenos Aires, la culpable de todo.

“En el interior estaba el peligro, la incógnita del desierto, que


desde Sarmiento fue un programa entero de gobierno y desde Echeverría
un tema económico y poético”, escribía Martínez Estrada en La cabeza
de Goliat. Pero en la ciudad portuaria cabía tener esperanzas. Es que Bue-
nos Aires es el país posible, pero en forma de alucinación. Buenos Aires
es una nacionalidad fantasmática, una colectividad espectral, porque es
un vasto hospedaje de tránsito. Su materialidad regional la toma pres-
tada de la política. Porque Buenos Aires es sólo política. Que, según su
crematística consuetudinaria, es comercio y burocracia. Y si la Nación
comenzó a formarse tardía, muy tardíamente, Buenos Aires –metrópoli
más que ciudad- existía en la mente de los primeros Adelantados y hallá-
152
base en edad madura, con la plenitud de sus formas, cuando por propia
iniciativa –hasta pruebas en contrario- creció y prosperó, megacefálica.
Pero en sustancia, es un estómago. Hinchada, es famélica. Hermosa, es
fea. A veces no puede –mejor: no quiere- ocultarlo. Cuando sus rasgos
trabajados por la tristeza, se nos revelan los días de cielo encapotado tras
la lluvia, con sus edificios agobiados de palidez manchada, sus paredes
enmohecidas y sus veredas rajadas, en modo semejante a esas mujeres be-
llas que, una mañana melancólica, exponen las grietas sombrías del rostro
que no dejan ver las tardes soleadas o los momentos sonrientes. Apéndice
de Europa en tierra americana, en verdad Buenos Aires estaba a medio
camino porque no era ni una cosa ni la otra, sino el engarce portuario
entre las rutas argentinas y las rutas de ultramar. Buenos Aires da la espal-
da mirando a las espaldas. De ahí que sea por igual ciega al “campo” que
al Río de la Plata. Es una isla que limita de un lado con una avenida de
circunvalación, y del otro, con una costanera varias veces interrumpida y
un río secularmente contaminado que de abre a la boca del estuario. Mas
en ese contorno no se ve hacia fuera. El “horizonte para afuera”, Buenos
Aires lo tiene metido en el corazón, en el alma, en la cultura.
Si en la llanura el sueño nocturno se desvanece para renovarlo
delirantemente en la vigilia desde el amanecer, en Buenos Aires, se hace
realidad a costa de volverse ella misma ilusión objetiva y falsificación real.
La llanura es el impedimento de la urbe auténtica, en vez de la aglome-
ración edilicia y la yuxtaposición de techumbres. Por cierto, eso que aún
llamamos Buenos Aires pero también Gran Buenos Aires, sus cinturones
suburbanos expandidos en ondas de estanque. Anillos ex–céntricos de
una periferia central. Es una ciudad sudamericana, sí, y los que la elogian
por su apariencia contraria no le hacen un bien, porque le agregan un
pliegue más a su ilusión secrecional de molusco protegido. Pero Buenos
Aires es sensual y carnavalesca a pesar suyo: mestiza, híbrida, impura.
Basta cruzar un perímetro de avenidas para comprobarlo. Mezclas de
pigmentos, tomas de casas, desamparados apiñados, hacinamientos cam-
pales. Entretanto, la urbe anular sigue ensanchándose, deforme y gozosa,
sexual de noche –cuerpos ardientes de corazones helados- y pacata de
día –corazones rotos en cuerpos agobiados-. Y siempre, su pesadumbre
mal disimulada, como una niebla cenizienta que cubre sus incesantes
ampliaciones desarregladas. Es la casa de “Marta Riquelme” (Cfr. “Marta

153
Riquelme”, en CN)63. Una ciudad que toma los espacios que la circundan
por cada nueva progenie humana, sin que arraigue nunca, y cuyo derre-
dor de pampa sin embargo está cada vez más cerca, cubriéndola en torno.
Y como sucedía con la enredada novela familiar de Marta Riquelme,
también en forma de conjura y delirio. Pero esta Trapalanda metropoli-
tana y cosmopolita es el mal que aqueja al país. Porque Buenos Aires no
tiene salvación. Porque su pecado original es su propia matriz pampeana,
su denegada madre tierra. Es que la tierra es el origen y a la vez el destino
de Buenos Aires, como en el Mito.
Desde luego que podemos recordar el comienzo de La cabeza de
Goliat, cuando Martínez Estrada consigna que la “ciudad de don Pedro
de Mendoza yace identificada con la tierra”. Y así también la que resultó
de la prosperidad cartaginesa, aunque ello no es tan evidente como pa-
rece sugerirlo la diatriba higienista del prefacio a la primera edición del
libro. Sin embargo, desde el primer epígrafe se nos recuerda que en me-
dio de la soledad multitudinaria, padecemos “el miedo a los campos que
yacen bajo el pavimento, como si de pronto pudieran surgir hordas que
nos pasaran a cuchillo”. Otra de sus frases célebres. Son los demonios de
la llanura que pululan inconteniblemente. Mientras la ciudad reposa en
una quietud siempre amenazada, “la tierra desde lejos nos transmite ese
pavor”, al igual que las capas arqueológicas de su arquitectura mefistoféli-
ca, impensada, diabólicamente vital, anárquicamente creativa. De modo
que en la óptica irisada de esta microscopia analítica -para la cual lo asiste
ahora más Georg Simmel que el rastreador de Sarmiento-, Buenos Aires
“pasa a ser un problema espiritual que concierne a nuestro trascendental
destino de pueblo”. Y si con esto queda dicho lo fundamental, pronto se
nos advierte que ello viene justificado en el hecho de que más “que ciu-
dad, dígase que Buenos Aires es un fenómeno psicológico y algo así como
la inteligencia de este grande país, todavía para nosotros con amplias
zonas y en esenciales conceptos, incógnito”. Tesis que, Sarmiento traspa-
sado por el Conde Keyserling mediante, Martínez Estrada plantea al in-
dicar que si Buenos Aires “dió el envión con que se desprendió al mismo
tiempo de España y de América”, desde “entonces tuvo que asumir, ade-
más de la responsabilidad de una existencia soberana de dimensión y fus-
te europeos, la de reivindicar muy graves yerros de configuración moral
y demográfica”. “En esto estamos todavía”, añade Martínez Estrada con

154
la intención de hablar claro y sentar posiciones de principio que no por
conocidas cree necesario tener que machacar. En su sermón antiporteño
o antiportuario incansable, indoblegable, Martínez Estrada condena la
metrópoli hipertrofiada cuyo cosmopolitismo crematístico descoyunta el
destino del resto del país, postrado en su orgullo colonial irremisible. En-
tonces el profeta convoca a las tareas de demolición “ladrillo a ladrillo”.
Purificarla de tierra y escombro.
El desarraigo, que es también un mal argentino sobrevenido con
la inmigración -fenómeno éste igualmente tan argentino como lo crio-
llo-, contribuye a que el peronismo mezcle todos los factores de la nacio-
nalidad amorfa, que vendrían a amalgamarse tan terriblemente, recién,
bajo la cobertura del líder. Semejante mezcla fue terrible. O sea, terri-
blemente potente. Juntó lo antes separado, pero para hacerlo estallar y
arrasar, como una pasta explosiva. Y si hay un lugar en la tierra americana
donde los desarraigados han de congregarse en masa para vivir en la bru-
talidad acumulativa, es en Buenos Aires, aquel “territorio cosmopolita in-
crustado como tumor canceroso en el cuerpo del país”. En Buenos Aires
ha “tomado vida, se ha organizado, la llanura”, porque es “la ciudad de la
pampa”. Buenos Aires “es llanura y cielo”, en efecto. Y es por ello que si
“a la pampa hay que mirarla desde abajo, porque sigue por el firmamento
(y aun puede decirse que es más cielo que tierra), a la metrópoli hay que
mirarla desde arriba (porque es más techos que paredes)”. Esa inversión
óptica de la traza urbana anticipa o explica una inversión de la historia,
el trastocamiento del plano de temporalidad en un espacio de visibilidad.
“El verdadero frente de Buenos Aires son sus techos, como en el plano”.
“La ciudad es una techumbre inmensa y cuidadosamente cuadriculada,
como si fuera un pavimento”, de tal manera que sobre “el suelo se super-
puso un piso, sobre éste otro, y así se forma el suelo edificado a semejanza
de los pisos de la tierra pampeana”. Y, sin embargo, el monstruo enfermo
responde a su ámbito de destino, pues “la situación geográfica e histórica
de Buenos Aires y la condición de desventaja fatídica de los países limí-
trofes la predestinaban a su actual grandeza, pues su hegemonía estaba
decidida desde antes de existir” (CG, p. 30).
Pero América, la especie, también salió perdiendo, y el día que sea
llamada a rendir cuentas, cuando inexorablemente ello suceda, Buenos
Aires “no sabrá cómo litigar su absolución”. De modo que lo que tene-

155
mos en esta megalópolis es apenas una ciudad hipnótica, que en todo
cuanto “se refiere a su embellecimiento exterior, a su extensión o altura,
no nos conmueve en nuestra incertidumbre de hombres de llanura”. Por
cierto llega el anochecer en las calles, como si la paz que las cubrirá pron-
to de sueño, fuera unánime y merecida, “y el noctámbulo percibe que
desde lejos, muy lejos, la pampa instila sus drogas sutiles de silencio y de
soledad”. Y así como en la pampa se sembraban los hijos de nadie, luego
se sembraron los colonos abandonados a su suerte, diseminados por la
llanura. Y también los pueblos insulares, dejados en tal suerte a la vera
de los caminos de la riqueza sacada afuera, de la acumulación capitalista
extrovertida. Hasta que se resecaran como pétalos oxidados con sus tallos
ferroviarios arrancados de raíz, al finalizar el siglo XX.
Si la denuncia de Buenos Aires viene de un asceta y penitente
escandalizado en medio de la bacanal urbana -y aun de la horrorización
del positivista indignado-, su clave es la condenación del pastor bíblico.
En efecto, cuando Martínez Estrada quiso cantar las cuarenta, incluso
proferidas a sus comentaristas más amables, se sintió obligado a confesar
que su “papel ha sido, como el de los últimos de Álvarez y los medianos
de Sarmiento, el de llegar a ser autor inédito por aguafiestas”. “Cada re-
dentor viene con su propia cruz”, escribe también. “Debo defenderme de
mí mismo –añadía enseguida-; porque no queriéndose reconocer que soy
un buen escritor se me aplasta con la lápida de que soy un puritano y un
profeta” (L40, pp. 11-12).
El peronismo había forzado hasta la crispación la autocompren-
sión argentina que en el “buen escritor” Martínez Estrada sólo se podía
asumir como confesión y descargo. Cuando advirtió, ya como puritano
exaltado, que no debemos olvidar que se llama “Ezequiel”, también había
profetizado en 1956 que tendremos preperonismo, peronismo y postpe-
ronismo para unos cien años (“Cuestionarios e interrogatorios”, en CP).
Apenas sobrepasamos la primera mitad, entretanto. Pero no era una pro-
fecía. No, Martínez Estrada acababa de demostrar que era un fiscal y un
panfletario. Y que cuando acusaba, no sólo apelaba a la inculpación, sino
a la difamación y la injuria. Un argentino más de su tiempo.
Pero con el peronismo se había sincerado hasta el trance y su
irrupción -su erupción- lo había inficionado hasta la excoriación de la
piel, llevándolo a un exilio interno de reposo clínico, como es sabido.

156
Cuando dejó de ser un paciente de hospital, o de llevar en cama el éxo-
do de uno solo, no dejó de ser sin embargo un extranjero en su tierra.
Repuesto, redactó su panfleto más encendido, su verdadero Facundo, a
través de la pregunta indignada y asombrada: ¿qué es esto? Tenía para sí
tan sólo una radical pretensión de verdad, inflexible y exasperada hasta
la catarsis. Sin embargo, no ya su penetración analítica, sino la sinceri-
dad perceptiva, por llamarla así, de Martínez Estrada, sigue tan afilada y
precisa que parece la cubierta fanática que usa el agente encubierto para
alejar dudas. Sí, como el espía, que lo ve todo sin ser visto. No es su caso,
claro. Y, sin embargo, él también exhibe -¿sin quererlo?- los recursos del
infiltrado en su acerada diatriba: trama de conjuras, información reserva-
da, delación y denuncia, identidades dobles, uso policial de los archivos,
paranoia conspirativa, etc. Pero, en todo caso –en última instancia-, el
ensayista conspira contra sí mismo. No puede sorprender, entonces, que
se haya visto en aquel panfleto una condenación amorosa, secretamente
devota y fascinada, del monstruo que combatía, al mostrarlo y expo-
nerlo con radical franqueza. A Borges eso no se le pasaba por alto. Son
falsos cargos, de todos modos. Más bien el ensayista lo que hace es llevar
al paroxismo descriptivo la positividad saturada de lo que antes exigía
radiografía y sinécdoque. Eso sí lo dice. Ya no toca la hora de la ensayís-
tica poética anonadada. La vasta analogía lo deja a resguardo de la mera
inspección persecutoria, y las fuentes alemanas y latinas lo preservan, en
la misma clave que su objeto repudiado, indemne y airoso respecto de
cualquier sospecha de partidismo. Por ejemplo, de Sur. Claro que es el
patriota crispado quien eso escribe. Más aún que el denunciante. Y si se
sirve en algún tramo de idénticos medios que el enemigo, es porque son
también sus compatriotas, y en el fondo porque tiene reservados, para
ellos, el perdón y la absolución. No sin antes requerirles purgar y expiar
sus pecados y sus faltas. Aunque siempre, claro, se trata de escribir “en-
sayo”64.
Por supuesto, para Martínez Estrada, Perón es el mal que aqueja
al país: también como retorno espectral y cuerpo enfermo. La mirada del
clínico ahora se aguza definitivamente con la atestiguación y la fe del cru-
zado. Tratamiento, diagnóstico, sintomatología y etiología: la observan-
cia del médico cede su puesto, pero no sus categorías, a la condenación
bíblica y a la analogía románica, y en seguida a una imputación universal

157
a las sectas dominadoras del mundo moderno. Martínez Estrada, Perón:
una lucha entre daimones mesiánicos. Entonces el prólogo a la primera
edición puede reconocer que “el destino de todos los pueblos es el de
ser crucificado para ser redimido”. Y también es claro, demasiado claro
en señalar que el pueblo argentino aún espera las palabras benéficas y
sinceras que, como reclamaba al final de la Radiografía de la pampa, le
asistan y conduzcan en el “fortalecimiento en la salud”, y así le ayuden
en su “puesta en forma”, pero ahora “para un gran destino”. Aunque esta
vez, ya sin Conductor a la vista. No obstante, el pueblo del himno espera
de veras otro 17 de octubre. Entretanto, Martínez Estrada confiaba ani-
mosamente que hay “jóvenes que comienzan ahora a aprender el alfabeto
de esta nueva lengua que exige la lectura de nuestro libro jeroglífico de la
realidad” (QE, p. 12).
Pero las capas geológicas de la historia argentina también se su-
perponían las unas sobre las otras, en la cava expuesta del 17 de Octu-
bre65. Por ello el ensayista podía ser consecuente al decir, sin mayores
fisuras en el suelo temporal de 1933, que propiamente carecíamos de
historia. Hasta que el subsuelo tembló, el piso se abrió y emergieron por
las rajaduras las muchedumbres orilleras. En todo caso, el terremoto del
invierno de 1944 en San Juan, sería un auténtico presagio del próximo
dislocamiento tectónico del tiempo secular argentino, ya en la primavera
del 1945. Por ello había que esperar, como un francotirador, lo que vinie-
ra de debajo del piso, del “subsuelo sublevado de la patria”, según el verso
célebre de Scalabrini Ortiz. Es que había algo más que un caldo de culti-
vo en la historia argentina. Había una incubación. Una incubación infec-
ciosa. Puesto que en medio de esa pus aluvial inmigratoria de los mares
y de las pampas, se formaron las filas que dieron su base social morbosa
a Perón, al igual que a Catilina: lo nazi ideológico, táctico y dinerario, el
hartazgo del pueblo ante la política tradicional, los parias en el país de
los ganaderos, el ejército decrépito convertido en burocracia armada, la
confusión entre justicia social, peronismo, comunismo y justicialismo, y
el conglomerado heterogéneo de resentidos, desesperados y sobre todo
de “sumergidos”: abúlicos, grandes deudores, ambiciosos, además de jó-
venes petimetres y perversos, a los que han de sumarse los jugadores, los
adúlteros, los impuros y los libertinos. Y, sin embargo, Perón les dio voz
y les habló con sus propias palabras. Y dar a la vez con las palabras y con

158
la represalia de la historia de los ofendidos y postergados, no es algo que
pase sin dejar huella en el alma de un país. Ni en su piel. Menos, que pase
sin hacer sus propias palabras. Y sobre todo, su propio hacer la historia.
Perón es quien moldea la masa que los invariantes históricos le
ofrecían como material disponible, imprimiéndole también su sello ul-
traplebeyo a la rebaba de la civilización, tomada de los suburbios geográ-
ficos y sociales de la urbe cosmopolita y fenicia, a semejanza de la Roma
de Catilina. El peronismo, afirma Martínez Estrada, es una forma soez
del alma de arrabal, y un subterfugio del oportunista para amasar una
fortuna que es pan para hoy y hambre para mañana. Como Juan Manuel
de Rosas, Juan Domingo Perón fue un arribista que aprovechó una con-
jura fatal de la historia. La analogía, que es ahora el dispositivo interpre-
tativo predominante, acordela Roma, Rusia y Alemania para comparar a
Rosas, Perón y Hitler como los momentos de una misma línea combada
de la historia “pampeanofascista”.
Sin embargo, los sumergidos y los parias fueron siempre su so-
porte, puesto que lo soportan todo. El punto es este, entonces: Rosas
y Perón se hicieron con el botín más despreciado e inapercibido de la
historia, a saber, “los vencidos de todos los días”. El resto de las cargos
que levanta Martínez Estrada –y conste que son los peores- están sin
embargo supeditado a ese punto. En efecto, así se lo hicieron notar los
resentidos del otro bando. A la izquierda de la sociedad y, sobre todo,
a la izquierda de la izquierda, al ultra-republicano Martínez Estrada le
preocupan los rostros de Proteo, o sea el pueblo, más allá de la parte
correspondiente a “los habitantes del sótano”. Lo desvela ante todo qué
sea eso del “pueblo argentino”. ¿Qué es esto?, no es únicamente un modo
de preguntar ¿qué es el peronismo?, cuanto más bien, ¿qué es el “pueblo
argentino”?, o mejor, ¿qué significa pueblo argentino? Decir que el “17 de
octubre Perón volcó en las calles céntricas de Buenos Aires un sedimento
social que nadie habría reconocido”, era decirlo casi todo de lo que ven-
dría. Pues de haber sido el ¿Qué es esto? tan solo el panfleto virulento que
declaraba ser, podría haber culminado con el anterior pasaje, y a lo sumo
con su término, que acudía al otro gran panfleto que lo inspiraba. Pues
si “aquellos siniestros demonios de la llanura, que Sarmiento describió
en el Facundo, no habían perecido”, el “17 de octubre salieron a pedir
cuenta de su cautiverio, a exigir un lugar en el sol, y aparecieron con sus

159
cuchillos de matarifes en la cintura, amenazando con una San Bartolomé
del barrio norte” (QE, p. 28).
Pero no sucedió tanto, al menos esa jornada de ventura y re-
paración. El pueblo argentino, entonces. A él se dirigían los sermones
exhortativos de Martínez Estrada. Lo que vale otra cita, menos amplia
pero igualmente fulminante que, tomada de una de sus exhortaciones,
nos hable de lo sagrado. Pero ya estaba hecho: el 17 de octubre era el
mayor desquite pacífico que tuvo ese pueblo a manos de los vencidos.
Y sólo espectacularmente amenazante fue la venganza de los oprimidos
y los humillados de la historia nacional, que volvieron a sus casas bajas
diseminadas en los suburbios. Ya de noche. Y en su mesa encontraron
todavía la misma frugal comida.
El sindicalismo organizado y el marxismo de partido le ofrecía,
a ese bajo pueblo, autoconciencia y lucha, es decir, esfuerzo y sacrificio
por sobre la extenuación y la expoliación que el capital ya ejercía de suyo.
En cambio vinieron Él y Ella, y con la mano puesta sobre el hombro, le
llamaron compañero, y a unos cuantos les levantaron casas y hospitales,
sin olvidar al Sarmiento colegial. Eran el Mesías porque les trajeron so-
lidaridad, cuando el capital tirano les chupaba sangre y transpiración, y
la realización del socialismo, les reclamaba disciplina moral, lectura estu-
diosa y deliberación partidaria. En fin, más trabajo. Los izquierdistas los
llevaban del infierno al paraíso sin pasar por la tierra, ni preguntarles lo
que de veras querían, si después de todo “lo que hacen no lo saben”. Pero
esa prole de los fondos sociales y urbanos no necesitaba ni educadores ni
conspiradores, sino más bien amigos. Y profetas.
Es que son los negros. Es decir, son los negros africanos que for-
maban la chusma rosina de esclavos libertos, y que el restaurador protegía
y festejaba, vistiéndola de furioso punzó. Los peronistas, en efecto, son
aquellos “negros” transfigurados y resurrectos. Que ahora cantan la mar-
cha. Pues si la chusma y la turba eran la ignominia de un pueblo igno-
minioso, Perón lo sabía, y actuó conforme a ello. También la revolución
de derechas, que para el izquierdista Martínez Estrada es solo golpe y
cambio de manos entre las élites reaccionarias, se alimenta de esas am-
biciones oscuras del bajo pueblo. Mas el peronismo elevó a la dignidad
de historia nacional al pueblo del subsuelo, que era un acertijo temporal
cuya respuesta se ofreció en forma de reclamo multitudinario y masa hu-

160
mana en movimiento. De modo semejante que con la índole misteriosa
de ese pueblo compuesto entre otros por lúmpenes y parias, obreros nue-
vos sin conciencia de clase, tenderos humildes y pequeños funcionarios
–Martínez Estrada también fue esto último-, asimismo la experiencia de
la revolución se le ofrece como la criba por donde debe tamizarse la com-
prensión de la irrupción del peronismo. Algo más que la combinación de
una amorfa base social dirigida por un militar oportunista. Y lo cierto es
que aquí tampoco la injuria llega a cubrir la incidencia de la revolución
como potencia histórica y clave secreta del drama político. La política es
el destino, como sabía Napoleón. Y la revolución es a la vez inexplica-
ble y justificable. Aún si la lleva a cabo Perón. Martínez Estrada imputa
una “revolución por la culata” en la aparición del fenómeno peronista.
Recuerda que todas las revoluciones hispanoamericanas en verdad han
sido contrarrevolucionarias tras el período de la independencia. Compa-
ra a Perón con los “entregadores” tradeunionistas y con los reaccionarios
europeos, todos en fila, pero termina por declarar que respetó en los
hechos y en las palabras el sistema republicano democrático, en tanto,
lo corrompía y depravaba desde dentro, como un virus. No obstante lo
cual, eso “es también una revolución”.
Pero la base social de ese democratismo disoluto es el Lumpenpro-
letariat ensoberbecido por un aumento de jornales, aunque siempre ha-
ragán, es decir “vago”, además de interesado, y al fin traidor, si se le pre-
senta la ocasión. De ahí que ese bajo pueblo trabajador -y tan argentino-,
no llegue a ser nunca una multitud política, mucho menos, una masa
obrerista y rebelde, sino solamente una agrupación informe y pávida,
dispuesta a ofrecerse al mejor postor. Que entretanto confunde con el
Mesías. Y a su mujer, con una santa. Esa teología política de las muche-
dumbres –con su misal de cánticos y su liturgia de éxodo de barrio-, Pe-
rón la comprendió hasta la entraña, y, convenientemente asesorado por
los nazis, les dio la mano y les llamó “compañeros”. Era un canalla que
vio en el pueblo al perro famélico que le lamería la mano, tras tirarle un
par de huesos. Con bastante carne. Que con ello se tomen la costumbre
del asado dominguero, confirma al cabo un ritual pagano, un holocausto
dado a la gracia del jefe paternal. Pero a esos perros hambrientos que
soban al amo pícaro, Perón “les mostró con el índice la Tierra Prome-
tida: pan, medicinas, trato humano, conmiseración, descanso, dinero”.

161
Al cabo, no era poco. Por eso, ante esa jauría hambreada que ni huesos
tenía antes, se trataba del propio Mesías, y -lo que era ya demasiado para
nosotros los izquierdistas- encima un Mesías revolucionario. De haber
leído a Walter Benjamin, Perón se hubiera puesto en lugar del autómata
ajedrecista. De haberlo leído Martínez Estrada a Benjamin -como ha sido
casi una obligación catecista para la generación de quien esto escribe-,
hubiera invertido la expresión horrorizada del ángel. Pero si la revolución
es el corazón teológico del peronismo, a fin de cuentas, su alma se deja
componer por la forma de la guerra, y así lo comprendieron también el
profesor de historia militar Juan Domingo Perón y el sociólogo Ezequiel
Martínez Estrada, con toda la heterodoxia que cargaron consigo. Al arbi-
trio de sus heteróclitas bibliotecas.
No olvidemos: escribe el psicoanalista sin título66. Tanto como el
músico aficionado. Artista melódico del intelecto, no logra evitar la de-
fensa inesperada que se drena en los armónicos superpuestos de cada vi-
bración sonora de sus palabras. Es incapaz de silenciar el laudo que queda
resonando en su armonía fónica, por decirlo así, o en los ecos que se le
escapan de los labios, mientras sigue masticando rencor. Mascullando
bronca. Y es que incluso este brujo que bebe sus propias pociones procla-
ma que si “lo que Perón realizó en el gobierno hubiera respondido a un
plan de progreso y libertad, de dignificación del trabajador y de reparto
equitativo de la riqueza, habría hecho un gobierno incomparablemente
superior al de todos sus antecesores juntos, después de Rivadavia”. Esto
último sí que no se lo calló Ezequiel Martínez Estrada.
Ni dejó de absolver al pueblo en términos abstractos pero tam-
bién aplicables al peronismo. Evidentemente, eso tampoco es mezquino,
ni elogio de contrafrente. Escuchado “esto”, a saber: que potencialmente
se trató de un “gobierno incomparablemente superior” a todos los cono-
cidos desde el primer organizador del Estado nacional –según la óptica
de Martínez Estrada-, entonces, por prevención e higiene, se debe con-
trapesar de nuevo el juicio, aunque tal vez sea demasiado tarde. Entonces
Martínez Estrada añade -decorosamente, para que no se abriguen dudas
sobre su real sensatez -y tras refrendar que “desdichadamente” aquello
de la “justicia social” no fue así-, que Perón usó “los programas revo-
lucionarios y en parte el léxico para poner en vigencia, solapadamente,
un programa retrógrado, netamente nazifascista, aunque no de agresión

162
y conquista sino de sumisión y entrega”. Abyecto y vil, repartía y son-
reía. Doblegaba y rebajaba, en efecto, pero “no agredía ni conquistaba”.
Ese “totalitarismo” policial pero sin pógroms, ni purgas ni campos de
concentración, casi realiza la ciudadanía plena del “pueblo del himno”.
También al borde de la alabanza involuntaria, el ensayista nos confiesa
incluso que de ser verdadero el proyecto de Perón, todos “nos habríamos
afiliado a su gran partido de la justicia”. Pero con esto, Martínez Estrada
cuanto más aclara, oscurece. ¿Habría en su terrible denuncia, al cabo,
un subrepticio gesto de reprimido o inconfesado amor por el peronismo?
Puesto que dijo absolver al pueblo, que amaba. Los que así lo estimaron
tampoco se lo perdonaron, porque si la ecuanimidad puritana es un pru-
rito de solitario que gasta sermones en el desierto, el amor no correspon-
dido es un veneno que se traga sin auxilio y sin queja. Pócima amarga del
sufrimiento que no mata, pero -¿querrías que te mienta, lector?- tampoco
fortalece ni enseña.
Entre las contrafiguras salvíficas al demonismo de Perón, Hudson
sigue rindiendo dicha patriótica. A propósito de Hudson dice Martínez
Estrada que “baste asentar, para los incrédulos de que no puede haber
literatura nacional sin sentimiento vivo de la nacionalidad, ni sentimien-
to vivo de la nacionalidad sin una literatura y un arte que contengan el
alma de un pueblo, de una comunidad humana con su pathos y su sino,
que sin una convivencia espiritual sin restricciones, aceptando la patria
como la familia, no puede existir sentimiento sano de la nacionalidad”
(MMGH, p. 136).
Martínez Estrada constata –Saer más tarde insistirá en el punto,
acaso en exceso confiado de la literalidad del tópico- que la “llanura para
ver, la llanura para el hombre quieto en calidad de espectáculo, no exis-
te”. Por ello toda “descripción de la llanura es literaria en el desacreditado
sentido de la palabra, porque debe ser hecha más que expresada según sea
sentida”. De modo que la pampa, como en Sarmiento, es aún un enigma
para la vista (y en ello tuvo razón Saer). La llanura configura un paisaje
peculiar, no pictórico ni acomodable a los cánones de la pintura, dice
Martínez Estrada, y su belleza profunda permanece todavía inexpresada,
de modo que “las tentativas que se han hecho para llevarla al lienzo o al
libro han asegurado los méritos de su inaprehendida esquivez”. Se trata
de un paisaje imposible y, sin embargo, de una literatura posible. Y de la

163
verdad67.
“Quien va a los campos del sur y a la pampa, no ve nada”, por lo
que ese frustrado observador se “esfuerza por inquirir de dónde emerge
ese influjo que lo invade, de una belleza que no puede reducir a concep-
tos, y se cansa”. Excepto el sentimiento de la soledad, la “llanura no le
sugiere ningún sentimiento estético que pueda expresar con palabras ni
por otros medios”. Es que nuestras “llanuras no configuran un paisaje
convenido”, en tal forma que la morfología visual de “la llanura no ha te-
nido quien lo describa, fuera de Hudson”. Hasta los nombres de localida-
des geográficas no remiten a ningún punto de arraigo concreto, sino que
más bien transcurren “en su incesante movimiento de remolino por la
llanura abstracta, universal”. Los argentinos no somos patriotas auténti-
cos, esto es, amantes del suelo en que vivieron y están muertos los padres.
Por ello no hemos comprendido el patriotismo puro de Hudson. Puesto
que Hudson, “escribiendo en inglés, realizó una obra magnífica por su
amplitud y profundidad, por su veraz reflejo de la vida y costumbres de
nuestras llanuras”, a tal grado que en su literatura hay “más país y más
ambiente que en Hernández”, y que, como lo mostrara Luis Franco, él es
quien demuestra ser el máximo “sentidor de la pampa”. Claro que sentir
la pampa implica dar apertura y curso a un proyecto hermenéutico. Que
sí ha de tener objeto para el crítico que también fue Ezequiel Martínez
Estrada. Entonces sí, la obra de Hernández.

Tragedia y conjuro del símbolo gauchesco

Cruz, fatalidad y alienación.

“El nombre mismo de Cruz puede significar un destino infor-


tunado, la marca doliente de un sacrificio, la carga de una existencia de
solitario”, escribió Ezequiel Martínez Estrada en su estudio crítico sobre
el Martín Fierro. Acusando recibo de estas y otras observaciones, Jorge
Luis Borges estableció sobre el Martín Fierro que si Leopoldo Lugones
“destaca los elementos elegíacos y épicos de la obra”, Ezequiel Martínez
164
Estrada, en Muerte y transfiguración de Martín Fierro, expresa “lo trági-
co de su mundo, y aun lo demoníaco”. También decía Borges allí que
“Muerte y transfiguración de Martín Fierro inaugura un nuevo estilo de
crítica del poema gauchesco”, por lo que las “futuras generaciones habla-
rán del Cruz, o del Picardía, de Martínez Estrada, como ahora hablamos
del Farinata de Sanctis o del Hamlet de Coleridge” (El “Martín Fierro”,
en colaboración con Margarita Guerrero, Buenos Aires, Columba, 1953,
pp. 8 y 41).
Si la predicción de Borges es un tanto extrema, su percepción
de la relevancia del estudio crítico de Martínez Estrada -que entretanto
canonizaba- será en adelante asistida por una más serena objetividad de
juicio. Pero igualmente entusiasta y contrariada68. Pues lo cierto es que
Muerte y transfiguración de Martín Fierro era bastante más que una inter-
pretación de una obra literaria, por significativa que fuera en su propósito
crítico. Era -utilizando una expresión certera y precisa que empleará mu-
cho después Josefina Ludmer con relación al mismo género gauchesco de
que hacía objeto- un “tratado sobre la patria”. El caparazón de secrecio-
nes bibliográficas que se han ocupado del libro de Martínez Estrada de
algún modo acuna sus herméticos desafíos a la crítica literaria posterior,
y lo celebran con su incesante acrecimiento, casi desde el mismo día de
su aparición69.
La primera edición de Muerte y transfiguración de Martín Fierro,
publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1948, contiene el tex-
to completo del poema gauchesco de José Hernández, El gaucho Martín
Fierro-La vuelta de Martín Fierro (Martínez Estrada, Ezequiel, Muerte y
transfiguración de Martín Fierro. Ensayo de interpretación de la vida argen-
tina. Con el texto íntegro del poema, 2 Vol., México, FCE, 1948). La
segunda edición, que aparece diez años más tarde, ya no trae el poema, y
presenta variaciones en la articulación de las partes y los capítulos y, por
ende, en la organización del índice. Mientras que la primera edición cul-
mina con la séptima parte, que lleva por título “Las esencias”, la segunda
edición termina con un la parte titulada “El ‘mundo’ de Martín Fierro”, y
un Epílogo que no figura en la primera edición70. Expresamente, el méto-
do hermenéutico de Ezequiel Martínez Estrada se aplica a la exégesis de la
vida argentina, ya desde el subtítulo71. Tan diáfano como este propósito
es que en el Epílogo de 1958 a Muerte y transfiguración de Martín Fierro,

165
Martínez Estrada declare que este libro compone, junto con Radiografía
de la pampa y El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson, una
trilogía compuesta para el estudio etnológico, histórico y antropológico
de la “complexión constitucional” de la República Argentina. Previamen-
te había precisado el alcance temático de su enfoque crítico, que sitúa al
poema en su dimensión clave de literatura de frontera72.
Borges había canonizado, antes que a un autor, un sistema de crí-
tica literaria. A pesar suyo: alegórico. Tempranamente Martínez Estrada,
artista de la paradoja, se conduce como un descifrador de lo enigmático.
“El lenguaje de los oráculos y de las sibilas, tenía muy visible estructura
de charada, o sea de la verdad con solución implícita e incógnita”, y se
recordará, nos dice Martínez Estrada en 1933, “que la Esfinge de Tebas
propuso a Edipo una charada, un enigma”, del mismo modo que “en la
poesía de los escaldas escandinavos, las composiciones eran verdaderas
charadas con estrambóticas combinaciones aliterativas y anagramáticas,
que ocultaban el sentido bajo los atavíos de la técnica poética y mágica,
sólo descifrable para los iniciados” (“Sentido de la paradoja”, 1º de junio
de 1933, en Cuadernos del bicentenario: lecciones para siempre (reediciones
del Instituto Popular de Conferencias de La Prensa), Buenos Aires, La Pren-
sa, 2007, pp. 57-80).
En su hermenéutica dramatológica de la nación73 -de su existen-
cia abismática74, del contorno en penumbras de su resentimiento espec-
tral-, siempre se trata de un enigma. De aquí que la llanura pampeana y
el gaucho se proponen más bien como datos cifrados de un acertijo que
es preciso resolver. Es el caso de “Cruz”. Pues acerca del nombre Cruz en
su carácter de símbolo o enigma semántico, Martínez Estrada consigna
que éste comporta los significados de la firma del analfabeto, de la afren-
ta, del cadalso, del reverso de la moneda y por consiguiente de la suerte
arrojada en la moneda. Claro que Cruz no contribuye a la elaboración
del mito gauchesco en igual forma que Martín Fierro, si es que más bien
resta o perturba ese mito. Pero todo mito, acusa Martínez Estrada, “viene
a representar lo contrario de lo que representa: aquello que no se quiere
que represente”. “Porque todo mito es un tabú transvaluado”, nos dice
el ensayista, y no añade más sobre el punto. Lo que hay es un yo auto-
ral a desentrañar en su íntimo misterio: el del poeta contra-lírico José
Hernández75. Hará en su figura una hermenéutica de calado hondo, ho-

166
radando impresiones y sobreimpresiones, imágenes arqueológicamente
superpuestas o iluminaciones acumulativas que prestan pistas y claves.
Son tensiones de una agonística literaria76.
Rodeando el aura borrosa de Hernández, Martínez Estrada sale
al encuentro de los fantasmas que asedian los propios dilemas morales de
su analítica descifradora. Dispuesto a atrapar, en pleno movimiento, a los
espectros que la acechan. No aceptaría, por demasiado fácil, la alegoría
autoctonista que estamos tentados de dar: salía a cazar con boleadoras. A
los espectros. Atormentado por el enigma ético-antropológico que dichas
figuras comportan. Son obsesiones recurrentes, a la manera de la pesadi-
lla y del síntoma. Deambulan y se repiten. Por ello el gaucho y la llanura
son, en efecto, lo pre-consciente. Y si no yacen en un estrato psíquico
anterior, es porque antes configuran realidades históricas y geográficas
objetivadas. Incorporadas luego al subsuelo de la conciencia. Más que
presencias constantes, son pues formas espectrales que se abren y cie-
rran, irrumpen y se repliegan. Como apariciones. Sin embargo, Martínez
Estrada no hace de ellos un minucioso desmenuzamiento de hebras y
retazos. Sin ceder un ápice en erudición, Martínez Estrada es una ca-
beza “holística”, que rastrea los fragmentos con mirada de constelación
cósmica, como lo hicieron, con otras voces y tonos, algunos pensadores
alemanes contemporáneos a él. Por ello nos devuelve un tejido completo
por su envés nocturno. Ve en la gauchesca, consteladamente, el secreto
de su género. De su trama interior no reversible, de su ilegible revés de
trama. También aquí se trata de una ardua metaforización de la pampa,
atravesándola en sus despejos de múltiples senderos, y en base a distintos
grados de acercamiento e intensidades de aproximación. La función crí-
tica de la exégesis se desprende constantemente de un mismo centro, que
son su escenario y su fábula: mythos. Asistimos a una secreción de tela de
araña. Sobre el proceder de su comprensión analítica, nos informa que es
la “lectura anagógica, jeroglífica”. Esto es, aquella que rebasa la autoper-
cepción del propio autor, de José Hernández. Porque, como ya lo veía en
1933, es la que se muestra dispuesta a resolver un acertijo oracular crio-
llo. Claro que así leyeron los mitos los poetas trágicos antiguos, alegórica-
mente. Y como ha de leer al Martín Fierro el dialéctico tragicista-barroco
Martínez Estrada: por alegoresis y “signaturas”77.
Claro que hay indiferenciación, o mejor, entrecruzamiento entre

167
temporalidad y paisaje, historia y naturaleza. En fin, es la alegoresis ba-
rroco-romántica que se expresa lingüísticamente en el lexema conceptual
“invariante histórico”. Pensado semánticamente como la petrificación
histórica que suelda los polos paradójicos de Facundo y Fierro: tensión
barroquizante interna de una misma matriz narrativa del mito de la Na-
ción. Sin embargo, la pampa emerge como protagonista fundamental,
secundando las peripecias de su héroe trágico como su propia sombra.
He ahí el auténtico signo fatídico de la obra, que por ello sólo pueden
mantener una continuidad en tensión con Radiografía de la pampa. Una
regularidad conectiva “invariante”78. Que sólo en superficie puede acu-
sarse de “pesimista”. Pues más bien permanece bajo densas capas de sig-
nificado, entre yuyales tropológicos y raíces ontológicas expuestas a la
superficie, como las del Ombú. En efecto se trata, en un sentido genuino
aunque no estricto, de una metafísica, o si se quiere, de una intuición del
mundo o Weltanschauung. Una cosmovisión requerida de alegoresis.
Por ello dice Martínez Estrada sobre el poema que “tenemos que
leerlo en todos sus textos o sentidos superpuestos –como criptografía-,
porque precisamente así fue concebido y hecho: para contar otras cosas”.
En el propio Martín Fierro encierra una cosmovisión alegórica y una ar-
dua perífrasis del mundo. Hernández se revela como poeta alegorista y
Martínez Estrada como alegorista crítico. Y es debido a este proceder que
“el Martín Fierro deja de pertenecer a Hernández”, ya que, con ello “pasa
a ser un producto genuino de la pampa, donde el Autor es relegado al pa-
pel de un intérprete o, mejor dicho, de un profeta a medias consciente de
su misión”. No es el caso del crítico Ezequiel Martínez Estrada, cuya mi-
sión y profecía ya han emergido de los estratos profundos de la conciencia
para interpelar a la pampa en su verdad decisoria. Desde la perspectiva
del poeta decimonónico, en cambio, esa misión no era otra que la de
crear una literatura nacional pampeana para salvar al país. Labor desme-
surada y equívoca. Del orden del Mito, cuya metamorfosis lo es también
de su transfiguración79. Una literatura mitologizante y alegórica del “sino
de la pampa”. Pues Martínez Estrada ve en José Hernández cumplirse
“esa ley terrible de nuestra historia que exige el sacrificio humano en
pago de la gloria”. Una ley terrible que, ciertamente, avizora cumplirse en
él mismo. Pero claro, lo que le interesa aquí no es el autor, sino la nación
a la que el autor pertenece, porque su “obra tampoco está en el texto es-

168
crito que amortaja el libro, sino en la imagen del país que nos dejó y que
no se ha desvanecido, aunque haya cambiado por completo”. Aunque se
haya transfigurado, entonces. De manera tal que el propio Hernández es
un enigma del país, como lo era Sarmiento. Un pliegue definido de su
rostro, por fin. Como lo era Juan Facundo Quiroga, el negativo interior
de Sarmiento. Incluso, sirviéndose de una fotografía, de un relato de
espaldas, que es así como Nietzsche vio a Dios. Mas las revelaciones no
están exceptuadas del castigo, por lo que su intérprete también se verá
implicado en la tragedia, aunque ella no acontezca ya como desenlace de
un drama sino como experiencia de una vida. Martínez Estrada recuerda
en su estudio sobre Balzac que en El origen de la tragedia, “también Niet-
zsche se refiere al castigo que recibe quien revela un misterio o descifra
un enigma” (RFB p. 129).
Y ello es lo que siente Martínez Estrada que siempre se cierne
sobre él. Con Muerte y transfiguración de Martín Fierro tenemos a un
hermeneuta trágico que interpreta una tragedia transfigurada. Estima
que para iniciar una exégesis crítica del poema se debe descifrar el alma
que lo concibió, también como en un procedimiento radiográfico. Por
ello Martínez Estrada comienza su interpretación del poema con una
constatación inquietante: los destinos del autor José Hernández y de su
obra, Martín Fierro, están misteriosamente ligados. Padecen una común
soledad, y el silencio que los circunda a la vez los nimba y les confiere
un halo de arcano: un aura misteriosa. Ungidos del mismo enigma, esos
recónditos designios convergen en el signo fatídico que simboliza el nexo
entre esa obra criptográfica, requerida de incesantes operaciones de des-
ciframiento, y la vida de su progenitor, rodeada de silencio e incógnita.
En conclusión: hay que acometer contra el secreto. Para ello es imperioso
comenzar por abordar la sensibilidad inaprensible del creador, si se quiere
formar una idea del autor que engendró la más grande obra surgida de
las entrañas de la tierra en la historia literaria argentina, en su opinión.
Pero su biografía recóndita es más una clave de ingreso al cosmos en el
que se concibió la obra, que una explicación genética de las motivaciones
biográficas que nos descubriría su factura íntima. Debe revelar, como
sabemos, la fisonomía interior de un mundo. Pero ese mundo de Her-
nández, que transfigurado es también el nuestro, es, sustancialmente, un
mundo sin amor. Una clave del destino argentino.

169
Tal vez por eso Martínez Estrada no deja de mostrar que Her-
nández es un hombre desamorado. No sólo es desapegado y frío, sino
hasta cruel. Y no simplemente por ser un hombre de armas. No ama a
las mujeres, si es que no es un misógino, y antes que dedicarse a la vida
amorosa y familiar, prefiere vivir en campañas militares y entregarse a
prolongadas conspiraciones políticas, lejos de la casa –de todo hogar80-.
Facundo y Martín Fierro fueron grandes despreciadores de mujeres, pre-
cisamente entre un pueblo –en un imaginario obscenamente machista-
que se jacta de valorarlas y de poseerlas en abundancia. Como puros
cuerpos. También Hernández, como Sarmiento, al cabo, solo le fue fiel
a la afección de una tierra desamorada y cruel. Martínez Estrada pudo
decir de Hernández lo mismo que dijo de Paganini, a saber, que los “vín-
culos que lo relacionan con su familia carecen de amor, hasta de afecto”,
en tanto subsisten “únicamente los lazos externos de la costumbre y la
conmiseración”, si es que hasta sus “periódicos arrebatos afectuosos son
también fríos, como los de todos los artistas que aman al mundo en ellos
mismos” (PA, p. 32).
José Hernández además se comporta como ciudadano fugitivo y
a veces clandestino. Es un político sedicioso entre conjuras, sin contar los
intensos conflictos de familia y las rencillas acaloradas de los parientes,
que conoció de niño, y que no eran sino la manifestación puertas adentro
de la situación de guerra civil puertas afuera. Guerra que como adulto él
también prosigue abiertamente. En la política y en la cultura. Y es como
parte de ella que toma “partido por la plebe en el plano intelectual”, y que
“vindica a los desheredados, es decir, a los que ni los unitarios ni los fe-
derales protegían”. He allí este sujeto agonístico y populista –conjunción
tan argentina, al cabo-, dispuesto a transformar el canon de la gauchesca.
Al que finalmente apela no con sus irremisibles derrotas cívico-militares,
sino con su fama en el bajo pueblo. Pero con ello, Hernández cierra las
puertas de su hogar tras de sí, dejando a la familia adentro. A sus espal-
das. Ese histérico que da la espalda a la vida de la sociabilidad amorosa,
ese hombre desapegado y frío que no siente nada real y profundo por los
suyos inmediatos, se convierte en un expatriado, en un hombre extraño.
Ese alienado es el que escribe el Martín Fierro.
De modo que en Hernández, como en Sarmiento, Martínez Es-
trada demuestra que es la figura del alienado en guerra la que crea las

170
obras mayúsculas de la literatura argentina del siglo XIX. Tal vez deba-
mos tomar debida nota de ello. Si es que el canon literario argentino
surge en medio de un extrañamiento agonista cuyas creaciones parecen
condenadas al mismo avatar de lucha y enajenación en que las engen-
draron sus progenitores. Hay una línea de “clásicos” de nuestra “litera-
tura nacional” que son en verdad alienados subversivos, revolucionarios
apoteóticos, que como mínimo, lleva de Sarmiento a Walsh. ¿Hará falta
repetirlo? Una vez que sabemos esto, ese canon se nos muestra trágico y
épico, no solo atravesado de retórica y locura, sino de guerra y política. Y
una vez que el intérprete Martínez Estrada nos los ha mostrado así, en su
hermenéutica amarga, en su vasto y laborioso conjuro interpretativo, ya
no puede echarse atrás, ni desdecirse. Entonces aduce que el Poema es un
levantamiento contra la cultura, contra la literatura de cenáculo, contra
el Salón Literario de Marcos Sastre, contra sus corifeos y sus obras, com-
prendiendo en ello al Dogma y al Facundo, como es de suponer. Ese poe-
ma, acto de subversión cultural más que texto literario, se rebela contra
la alta cultura de la élite letrada, en su propio interior. Daba así la espalda
también a la tradición liberal, para tomarla por los pies. Se alzaba contra
ese republicanismo restringido que al cabo vencería. Se levantaba desde
el suelo. Menos, habrá de retroceder el crítico Martínez Estrada ante la
constatación -lanzada como un puntazo de cuchillo al esternón- de que
el “Martín Fierro es una sublevación”. Y el mismo filo trae la verdad con-
siguiente, que el exegeta pampeano, en su comprensión aterida de verdad
acongojada, no demora en proporcionar como la clave fundamental del
poema. Cuando señala que éste implica “dar vuelta la espalda a la civili-
zación que se había consolidado en falso; proclamar que, aunque valiera
poco, la literatura gauchesca era lo único que estaba ligado a la tierra y al
hombre que padecía sobre ella”. Así pues, a los parias que padecían sobre
su cuerpo el peso atroz de la llanura, les escribe un extrañado del mun-
do, un ser que mira de espaldas. Por supuesto que nos sigue hablando
Ezequiel Martínez Estrada, el radiólogo del sino pampeano, que ahora
ausculta el Doppelgänger, el “lado oscuro del alma” o la sombra funesta de
Hernández. Y por cierto, también sigue escribiendo el caracterólogo y el
fisonomista psiquiátrico del alma. El ensayista impresionista que atesti-
gua con su propia experiencia vital el ciclo de enajenación de la comuni-
dad ilusoria de los hombres. Grandes alienados como Marx o Nietzsche

171
lo supieron y así lo transmitieron, asumiendo el exilio o recluyéndose en
el hospicio.
En cuanto al “autor” Hernández, Martínez Estrada ya nos ha
dado los contrastes sombríos de su sino personal. Siempre vuelto un ana-
lista de imágenes fotográficas que todavía tiene la vista entrenada para
interpretar radiografías, Martínez Estrada descifra el “retrato de espaldas”
de Hernández, tomado como la prefiguración simbólica de lo que suce-
derá con su personaje Martín Fierro. Ve en ello un signo y una condición.
En efecto, consigna Martínez Estrada que “el personaje creado por él lo
agarra por la espalda”, como Nietzsche a Dios, en tal modo que Hernán-
dez, incluso a pesar suyo, ha “creado un ente rebelde, le ha dado un alma
libertaria, y en la gestación hay mucho de doloroso porque es un hijo
engendrado con violencia para consigo”. Pero Martínez Estrada también
se forma una imagen del rostro de frente y del cuerpo entero, y por su-
puesto, penetra en su fisiognómica mental. Señala cuatro pautas caracte-
rológicas que definen las coordenadas de la vida psíquica de Hernández:
militar, periodista, político y poeta. De todas estas, tres corresponden
al tipo agonal del “combatiente”. Un combatiente político y literario. Y
por ello a su familia también la trató en carácter de combatiente, aunque
como partisano antes que como profesional de las armas. Martínez Estra-
da observa que el clima político en el que transcurre la infancia de Her-
nández es de los más violentos de la historia argentina, protagonizado
por las luchas sangrientas entre el alzamiento de los caudillos y el poder
centralizado de Buenos Aires. Entonces el desciframiento de la herme-
néutica alegórica reposa definitivamente sobre la blasfemia denuncialista
que nomina una guerra civil larvada, reptante. Cuya alegoresis va mucho
más allá los años cuarenta del siglo XX81. Llega mucho más acá.
El simbolismo extraído al semblanteo fisonomista escruta al au-
tor secreto que dirige desde las sombras. Y lo que descubre es un despla-
zamiento “de destino”. La correspondencia asimétrica y distorsionada
respecto de vivencias subconscientemente rememoradas u oníricamente
evocadas, queda “siempre reducida al pathos de un destino”. Aquí inter-
cede lo gauchesco como una sutura entre dos planos incomunicados: sus
reales desventuras infantiles durante la vida de campo y una materia esté-
tica que se ofrece a la expresividad encubriendo con sus reglas y artificios
la genuina transmisión de una experiencia biográfica. Que al fin se ofren-

172
da al destino de su protagonista, que es el contraste grisáceo del suyo pro-
pio. No obstante, ello no quiere decir que ame a su engendro alegórico.
Porque lo gauchesco se revela como la mediación simbólica con la que
Hernández se evita el compromiso directo con el gaucho. Lo gauchesco,
y no el gaucho, es lo que hace de él un intelectual, un hombre de letras
político, en suma. Un hombre de su época americana, hijo del siglo XIX.
Pero es un intelectual político en guerra, no debemos olvidarlo. Y mucho
menos, ciertamente, debemos omitir con ello que el Martín Fierro, “es
un opúsculo contra lo gauchesco”, elaborado por medio de una retorcida
figura del resentimiento de clase. Tampoco se hace esperar la advertencia
de que no “debemos olvidar que el folleto de Hernández es una acusación
personal contra Sarmiento, y que el Martín Fierro es el reverso del Facun-
do”. Y que es asimismo el reverso del destino del Facundo. Pero donde
hay destino hay también tragedia. Martínez Estrada juzga este problema
del destino como una de las claves fundamentales del poema. Se religa
pero no se superpone ni solapa con el tema del falso mito. Esa trama
clásica, o mejor, esa estructura de significado universal va configurando
la alegoresis trágica del poema. Ante el mito y el destino que acontecen
en la matriz de la llanura es que se erige Martínez Estrada finalmente la
función crítica del hermeneuta conjurador. Puesto que, a diferencia del
paradigma clásico, aquí el mito no es considerado verdadero. Se impone
entonces el desbaratamiento de la denuncia. Que habrá de purgarnos.

Mito, mestizaje y frontera.

Martínez Estrada reconoce que tras El Payador de Lugones, todos


los críticos se han atenido a su norma. Desde luego, se refiere al creador
del Mito. Ahora hay que rectificar, severamente, la Paideia criolla, la for-
mación pedagógica civil que se nutre del apócrifo suelo gauchesco. Por
ello, la hermenéutica conjuradora que encara Martínez Estrada puede
comprenderse, sin mayores dificultades previas, como la operación que
pretende hacer de Muerte y transfiguración de Martín Fierro un anti-El
payador. Siguiendo esta analogía genealógica tan a la mano, podemos
173
decir que si el libro de Hernández es el negativo del libro de Sarmiento,
el de Martínez Estrada es el negativo del libro de Lugones. Y por su con-
trafrente, de El mito gaucho, de Carlos Astrada. Doble radiografía. Des-
montar la noción de “un mito que encarne la nacionalidad”. Desbaratar
el Centauro filológico lugoniano. En semejante conjuración, Martínez
Estrada pisa de lleno nuestro horizonte de comprensión actual. No debe
olvidarse, sin embargo, que la caída de Fierro del Olimpo tan sólo prepa-
ra el terreno -en ese romántico incurable que es Martínez Estrada-, para
el posterior ingreso sacro de Martí, bien al lado de Zeus. Veladamente an-
tihispanista82, argentinista más que “nacionalista”83, ya siembra espirando
la germinación cubana.
Entretanto, la “invención” lugoniana –así decimos hoy- nos cierra
los ojos ante la realidad. Sobre todo cuando esa realidad es el paria rural
o es Rosas. De la “muerte” que padece el poema entre 1880 y 1910, o si
se prefiere, de su rebajamiento a literatura popular folletinezca, acontece
la “resurrección” a manos de la crítica de Lugones, Rojas y Leguizamón.
Es ésta la primera figura epocal de su ciclo de “muerte y transfiguración”.
Una táctica de la filología nacionalista. Que llegará exacerbada de filoso-
fía de la existencia en su contemporáneo Carlos Astrada. De donde surge
políticamente repotenciada la resurrección del mito. Con aquellos filó-
logos nacionalistas de la época del Primer Centenario, Martínez Estrada
muestra que Martín Fierro “trae una misión: es otra vez un redentor; sólo
que si antes lo fue de la abyecta condición del gaucho, ahora lo será de
la tradición, de las virtudes caballerescas del hijo de la tierra”. Entonces
la idea de la muerte del género gauchesco se produce cuando -a través de
su última metamorfosis en la literatura folletinezca y en el teatro criollis-
ta- sólo queda su mitificación simbólica. Que su propia hermenéutica se
plantea el conjuro del mito gauchesco -esto es, que con su interpretación
develadora procura exorcizar el demonismo de la pampa como alegoresis
de la nación inhóspita-, es declaración propia del crítico, aunque no tan
taxativa, quizá. En todo caso, es el conjuro de una muerte ante la que se
anuncia su resurrección fatídica. Falsa. Porque “muy penosamente, y un
poco en carácter de polizón, ‘Marín Fierro’ ha ingresado en la literatura
argentina, si bien en un capítulo apendicular que señala su bastardía, sin
lograr penetrar en la historia ni en la sociología”. Esto es, sin que de su
potencia alegórica se extraigan todas las consecuencias interpretativas so-

174
bre el país. Pero es precisamente esto lo que Martínez Estrada ha llamado
“su muerte.” Su “resurrección vendrá, sin duda, más tarde”. Con Lugo-
nes, y con el modo en que Martínez Estrada se sitúa frente a él.
Ante esta teología natural de muerte y resurrección que se ma-
nifiesta a través de innumerables estigmas, se planta el hermeneuta con
unción de exorcista, temple de psicoterapeuta y mirada de sociólogo.
¿Quién ha de hacerlo, si no él? ¿Quién sino blasfemaría con la voz del
ensayo en contra del usufructo patriótico de la venerable filología? Ni
Borges se atrevió a tanto contra Lugones, aunque quedaran siempre a tiro
Carlos Alberto Leumann o Eleuterio Tiscornia. Con todo, fue Borges
quien declaró a Martínez Estrada intérprete “clásico” del Martín Fierro.
Lejos estaba Martínez Estrada de una conjuración sumaria. Deja inclu-
so abierta la posibilidad de una futura restauración del género. Claro
que se lo pregunta retóricamente en cierto momento del tomo primero,
cuando reflexiona si desapareciendo “las demás obras de ambiente na-
cional, los poemas gauchescos no darían, andando los siglos, un cuadro
de lo que fue la vida en las llanuras rioplatenses”. Pero si tampoco ello
lo daría la historia, carente de la sensibilidad estética necesaria que so-
braba a Hudson, es porque reclama “un trabajo de hermenéutica muy
laborioso”. “Hoy ¿quién lo hará entre nosotros?”, se pregunta Martínez
Estrada sabiendo de antemano la respuesta. Lo que sí nos confiesa es el
proceder de su hermenéutica, de su arte de interpretación del texto. In-
cluso esa hermenéutica está críticamente configurada ya en el acápite de
la segunda parte del tomo primero, dedicado a la valoración del poema
por la lectura. Es cierto que cada lectura agota el sentido del poema. Pero
una lectura “exigente”, dice Martínez Estrada, esto es, motivada por la
crítica hermenéutica tal como el propio ensayista la emprende, atestigua
que “con cada nueva exploración se abren otros sucesivos horizontes”, en
tal modo que el sentido profundo del poema, a saber, “la esencia pura de
la historia de un pueblo”, termina revelándose “en clave que sirve, más
que para interpretar, para penetrar en lo íntimo de las estructuras de un
Estado, una sociedad y acaso de un sino de raza y de idioma”. De tal pro-
ductividad alegórica el crítico concluye, fiel a la preceptiva hermenéutica,
que “hay varios textos, puesto que hay varias formas de leerlo”. (MTMM
1, p. 330).
En ese plano se advierte la metamorfosis de atributos de ese su-

175
jeto aludido en el poema, que tiene carácter genérico, colectivo, por no
decir arquetípico. Esto último se concierta armónicamente con la propia
autocomprensión de José Hernández, lo que no es poco, si estimamos
que la “lectura hace que el Poema se coloque en el mismo nivel del Fa-
cundo”, sin dejar de mencionar que se trata ciertamente del “anti-Facun-
do, la replica del hombre de campo (la barbarie) al hombre de la ciudad
(la civilización)”. Es cierto que esta apreciación, con la que concordamos
plenamente y que no depara perplejidades ni forzamientos, se mueve, tal
vez debido a ello, dentro de una convención crítica que Martínez Estrada
pretende trasponer en su mera faz de consagración canónica. Pero ello no
obsta para subrayar que se ha dicho algo crucial, que se nos ha propor-
cionado una constatación definitiva. A saber, no sólo que el Martín Fierro
es el “anti-Facundo”, sino que Facundo y anti-Facundo (Martín Fierro)
son potencias semántico-históricas del destino argentino. En este punto del
zurcido hermenéutico, cuando se abren los pliegues de la matriz telúrica
de una figura tragicista de destinación, es que se encuentran esos dos
libros, para chisporrotear como en un cortocircuito. Y si bien Martínez
Estrada se decide por otro nivel de lectura, no dejamos de leer en dicho
punto que por “conocimiento de las costumbres y modalidades carac-
terísticas de nuestro ser como pueblo, debe entenderse el sentido de un
destino, de una configuración biológica y ecológica, pero rígida como de
acero”. Se trata en efecto de la tesis del invariante histórico, operante en
su ámbito de destino. Temporalidad y espacio conviven y procrean. De
ahí que Martínez Estrada consigne que todas “las estructuras sociales tie-
nen esa increíble consistencia”. Dura como la temporalidad tectónica del
invariante histórico en su condición de fuerza y marco de destinación.
Sobre este suelo de representación opera su “concepto de lo gauchesco”
como un ámbito de destino, pues “lo gauchesco es más sustancioso, más
permanente, más invariante que los elementos humanos, de paisaje o de
figuras de ambiente: es la vida entera en las llanuras sudamericanas, en el
litoral, pero también en sus estribaciones de planos hasta los confines de
montaña y océano” (MTMM 1, p. 277).
Lo gauchesco es la América Latina. Su “destino”. Por ello el des-
tino de Fierro es el hilo conductor del poema, y de la crítica del poema.
Ese hilo se ovilla, reaparece, tiene mechones de recidiva. Pues Fierro es la
metonimia del destino argentino, y aun del destino del continente. ¿Hay

176
salvación? Sería la pregunta escrita en el revés de trama de un ¿qué es
esto?, aplicada a toda América. Lo cierto es que “Martín Fierro es agente
pasivo del destino y siente en sí que actúan en su existencia fuerzas supe-
riores e irracionalizables; lo repite muchas veces”. Y el propio Martínez
Estrada parece dispuesto a “repetir muchas veces”, este dramático sino
que aqueja al protagonista, y también, a quienes eventualmente con él
conviven. Arrasados por la facticidad del extrañamiento y su aparente
fuerza cósmica. Sometidos a una estrella funesta, objetos de un designio
que le es incognoscible. Martín Fierro padece una experiencia alienadora,
pues “la biografía que le ha tocado vivir justificadamente la pone él bajo
el signo de un destino que le es extraño y adverso”. La propia historia de
hechos que protagoniza Martín Fierro marca ese “signo fatídico” del sa-
crificio que lo vuelve la víctima expiatoria de una injusticia de dimensión
social, o si se quiere, colectiva y anónima.
Cuando Hernández expone en los personajes, en principio en el
protagonista, un itinerario absurdo que recorre los avatares de sus vidas,
la conciencia de lo que se es bajo la presión de la circunstancia, asume
pasivamente la existencia propia. Esta no es vivida por propia voluntad,
no es “formada libremente sino desfigurada, moldeada en una materia
extraña, con la colaboración de otros seres, de otras fuerzas exteriores
resistentes y contrarias al cumplimiento del personal designio”. En esta
acumulación de pruebas reposa la demostración de que el destino acon-
tece bajo una potencia ajena y exterior. El desplazamiento de signos y
aun toda superposición sinecdóquica alcanza a cada uno de los actores
–aunque en verdad no puedan calificarse así- del drama en que aparecen
como adherencias impasibles de una trama de fuerzas que obedecen a
fines inescrutables y funestos ritmos. Martínez Estrada acota que mucho
“más patente que en los casos de Martín Fierro y de Cruz, Picardía y el
Hijo Segundo son seres inertes empujados por el destino”. Argentino,
americano. Pues lo mismo que si “Cruz puede significar un destino infor-
tunado”, “Martín Fierro” nomina, mediante una síntesis metonímica, las
designaciones del santo, del patriota y las armas. No obstante ello, su per-
sonalidad “no surge de sí”, sino que más bien “le es impuesta desde fuera
por las fuerzas innumerables e indiscernibles del mundo en que vive”.
Y así, “en el sentido verdadero de la obra, lo fatídico”, esa personalidad
desgraciada surge de la crisálida de una existencia sometida a su secreción

177
espontánea pero prevista desde el germen. En ello también la persona de
Martín Fierro es un símbolo, de tal manera que una “biografía de este
tipo se llama destino, y Martín Fierro sabía distinguir netamente lo que
le pertenecía –lo que cantando confesaba como perteneciente a su alma-
de lo que pertenecía a los demás -los hechos, el trance, la situación- y que
denominaba destino”. Pero la fuerza objetiva del destino asumido como
fatalidad y designio, como avatar sustraído a la voluntad, pertenece a la
conciencia pesarosa, funesta, que también despliega la trama del poema
en su sentido general. Es que la voluntad, lo que se denomina libre al-
bedrío, no influye en los acontecimientos que vienen trabados entre sí a
pesar de los actores, ya que sería “innecesario que los personajes tuviesen
clara conciencia de esa fatalidad de la que son instrumentos ciegos, que
aludieran a su destino como a una ley inexorable que cumplir”. Cumplir
la ley de un ámbito de destino.
Así pues, en el poema, “las líneas cartográficas de la realidad, que
constituyen los canales del destino, están a la vista”, puesto que lo “que
ellos llaman destino es la clase de acontecimientos posibles en ese lugar
y en ese tiempo, con esas personas y esos factores naturales y étnicos
indiscernibles”. Acontecimientos que permiten inferir un “conjunto de
fuerzas, de líneas de tensión”. Claro que la configuración de ese ámbito
de “lugar-tiempo”, imprime a un estilo de vida una regularidad casi me-
cánica. El ensayista aplica esta tesis a la barbarie en el sentido de primi-
tivismo. Y si el argumento del Poema es la lucha del individuo contra las
fuerzas ambientales, esto es, un combate agónico contra el destino, ello nos
enseña que los “invariantes históricos, las fuerzas humanas elementales
que hacen del individuo un autómata y de un grupo social un individuo
de inalterable conducta y de existencia inextinguible, prevalecen sobre el
ansia de libertad y afirmación de la propia personalidad”. El destino no
rige el mythos, sino que más bien lo confirma. El destino explica la trage-
dia que acontece en los hechos acaecidos como pertenecientes al mundo
mismo en que transcurren, pero no a su sentido último, a su oculto telos,
que se les sustrae.
En cuanto al tipo humano fatídico que emerge del relato, no pue-
de comprenderse sino como su signo morfológico fatal de un acontecer
trágico-metafísico. Pero ésta es precisamente para Martínez Estrada la
condición del mito en su sentido clásico. Mas su tragedia no se resuelve

178
en la épica existencialmente deducida de un destino libertario comunita-
rio, como querrá Carlos Astrada estilizando a Lugones por izquierda. Se
trata de un punto de disidencia fundamental entre las dos máximas na-
rrativas telúricas argentinas del siglo XX, que tomaron la gauchesca como
objeto hermenéutico, la de Lugones-Astrada y la de Martínez Estrada,
estrictamente contemporáneas. De modo que la conversión de Martín
Fierro en Mito84, no expurga su condición trágica. Entonces Martínez
Estrada consigna que en el Martín Fierro el asunto y los personajes “son,
como en la tragedia griega, y en cualquier obra grandiosamente conce-
bida, un contacto doloroso, vivo, con la realidad que se oculta bajo las
apariencias, aspectos circunstanciales de una fatalidad”. José Hernández
procedió así del mismo modo que Sófocles, quien “manejó, consciente a
medias, el mito tremendo de Edipo, sin alcanzar racionalmente sus ver-
daderas profundidades lóbregas” (MTMM 1, p. 338).
Si para Carlos Astrada Martín Fierro es legible desde Antígona,
para Martínez Estrada, es legible desde Edipo Rey. De lo que no dudaban,
es de leer al Martín Fierro desde Sófocles. El máximo poeta gauchesco,
consiente de su criatura mitológica o no, expresa a través del poema que
en la realidad que experimentan los hombres de la pampa “actúan las
fuerzas activas, plásticas, de la geografía y de la historia”, y que lo que
ha producido “la aventura de Martín Fierro es la misma mano que ha
modelado nuestras instituciones, nuestra cultura, nuestra idiosincrasia”.
En fin, es el hado del ámbito de destino pampeano en su figura espectral:
gauchesca. En ello, el Martín Fierro, “es un mito auténtico (no el mito
mistificado que hoy se venera)”, y por tanto un mito que cobra “más que
un significado de símbolo de un destino humano, general, el sentido de
una clave histórica sudamericana”. Es un mito americano, con su Trage-
dia y su Paideia.
Martín Fierro, el gaucho, es “un elemento para reconstituir un
ambiente, porque ese ambiente se ha hecho persona en él y puede cam-
biar constantemente de aspecto pero no de sustancia”. Martín Fierro es el
rostro del ámbito de destino, como lo es Facundo. De modo que si el gau-
cho es lo sustantivo de lo pampeano a través de sus metamorfosis, Martín
Fierro es un invariante transfigurado. “Martín Fierro es lo invariante,
lo permanente de un sino regional, estructural, social”, dice Martínez
Estrada, por lo que no “solamente vive todavía –ya irreconocible por los

179
datos de su exterior-, sino que vivirá mientras esa matriz siga gestando
hijos con todas las sustancias de su ser”. El “ser” Martín Fierro es la me-
tonimia de la Argentina y de Sudamérica. “Y esa matriz no produce tipos
vernáculos, que existan solamente en la llanura; en cualquier parte del
mundo donde las condiciones de vida sean semejantes, ese mismo ser que
llamamos Martín Fierro reaparecerá”, añade Martínez Estrada revelando
la dimensión universal de esa metamorfosis de muerte y transfiguración,
puesto que “es también una matriz humana, y entonces no de la pampa
sino de lo pampeano, doquier existan sus elementos plásticos, estructura-
les, esenciales”. En ello estriba la universalidad del mito pampeano.
Así plantea que si desapareciera “el agente portador de los carac-
teres de una raza o un sino histórico”, entonces desaparecerían “también
las invariantes que a lo largo de los siglos dan fisonomía a cada uno de
los países”. Ante lo cual es preciso admitir que, respecto a naciones cons-
tituidas, “los rasgos específicos de la nacionalidad siguen conteniendo
vivos los elementos que encontramos ya en los orígenes de su formación
como pueblos y como Estados”, pues “esa misma ley de los invariantes
que valen para la biología cuanto para los grupos étnicos, los idiomas
y las religiones, ley que da unidad al género humano al mismo tiempo
que configura individualidades históricas inconfundibles, podemos en-
contrarla también en nuestro país y en todos los demás del continente”,
esto es, de lo americano, de modo tal que “si el gaucho hubiera quedado
definido por sus hábitos acomodados al nuevo ambiente, o por su género
de vida, o por sus modalidades psicológicas, habría desaparecido; pero en
cuanto variedad específica, resultante de clima y razas, lo mismo que el
indio, por muy de raíz que lo hayamos extirpado, sobrevive como cepa de
una nacionalidad”, y lo mismo “si encontramos diferenciados el gaucho y
el paisano”, ya que “también en sus transformaciones esos dos elementos
se conjugan y se perpetúan en el argentino actual”. De ello resulta que
la “realidad histórica es un concepto más amplio y central que cualquier
otro”, puesto que “se forma con los invariantes que a través de los siglos
perpetúan a un pueblo como tipo de raza, de misión, con su fisonomía
y su némesis”. No obstante, “sólo mediante la observación atenta de esas
líneas tectónicas un pueblo es un organismo inmortal que persevera den-
tro de máximas y mínimas tanto vitales como formales: tiene un ethos, un
rostro, un sino”. Un ámbito de destino.

180
Martínez Estrada nos informa que la “tierra que debe delimitar
una nueva agrimensura es la ‘frontera de civilización’, con su lenguaje y
costumbre propios”. ¿Nos dice con ello el ensayista que debemos retornar
a la frontera, y por lo tanto, a Sarmiento? Porque si es cierto que el poema
no comprende los dominios auténticos de la gran literatura universal,
también lo es que sí ha encontrado las claves fundamentales de la vida
histórica argentina. Con lo que Hernández ha dado el primer y funda-
mental paso. Si Lugones -y no por desacoplar su propia lectura definiti-
vamente del influjo del clasicismo helenístico- iguala a Hernández con
Sófocles, el deslinde ahora exigido respecto al paradigma griego que nim-
ba la filología patriótica, requiere también su denuncia como arma del
nacionalismo ideológico y autoritario, en donde tampoco Rojas queda
absuelto. Según la deflación ideológica de Martínez Estrada, apenas si el
poema pertenece por derecho propio a la realidad argentina y americana.
No obstante, el crítico insiste en que Martín Fierro es como un
poema anónimo porque Hernández es como un pueblo. Vale decir: es-
cribe colectivamente más que popularmente. Su aporte decisivo estriba
en que representa al país, un momento del país. Es el alegorista por exce-
lencia. Reconstruyendo las lecturas hechas sobre el poema, el alegorista
Martínez Estrada señala que en cada interpretación el personaje pierde
su carácter individual “y se amplía en calidad de símbolo, de personaje
genérico, colectivo, que encarna un destino de raza o de clase”. Pues el
“verdadero protagonista es un país, un ambiente, y podemos fijarlo en la
pampa”, y “en ningún otro lugar”. Es que “es un país, un momento de la
historia argentina; es la pampa”. En tal modo, lo “único que se le parece
es el Facundo de Sarmiento; todos sentimos que está fundido con esta
obra”. Por ello Martín Fierro es un ente simbólico, una “personalidad
alegórica”, como Facundo. El gaucho fronterizo, del mismo modo que el
caudillo federal, también es un “tipo histórico” y un “ser multitudinal”
que “asume un carisma redentor”. Pero “para matar a Martín Fierro, que
era un testigo impertinente, hubo de destruírselo por su conversión en
mito heroico y patriótico”. A Fierro, para “que vuelva a vivir no basta
resucitarlo: hay que transfigurarlo”. Traducirlo.85
Martínez Estrada afirma que ninguno de los poetas gauchescos ni
de los novelistas argentinos ha tomado al gaucho histórico por modelo,
excepto Hudson. Puesta en la tónica de la poesía alegórica, se ha confun-

181
dido el interés en el arte, o sea en la novela, en el cuento, en la historia,
con la “idealización”, porque reducir al paisano “a una caricatura siniestra
y querer hacer de esa caricatura siniestra el emblema de una psicología
nacional, del hombre representativo, es algo tan monstruoso como re-
ducir la historia a un héroe, previamente expurgado”. Y ante ello es que
debemos tomarnos este trabajo de discernir lo histórico de lo legendario,
apartar en dos capítulos distintos el gaucho y lo gauchesco, de forma tal
que quede dentro del gaucho, lo histórico y lo humano real, y dentro de
lo gauchesco lo genuino, típico y adscrito, nos dice Martínez Estrada.
Dentro de lo que corresponde al gaucho verdadero, el peón de estancia,
el hombre libre pendenciero, hay que decir que carecía de sustancia he-
roica para poder convertirse en dechado de virtudes, apto para endosarle
una personalidad ficticia y sellarla con los signos de lo psicológico, de lo
significativo del arquetipo caracterológico argentino. Pero los personajes
gauchescos no encarnan idiosincrasias nacionales tanto como personajes
dentro de un marco nacional. No contienen folklore, sustancia étnica e
histórica, ni contribuyen a cristalizar en figuras emblemáticas su índole
común. En verdad, el gaucho es insuficiente para su estilización en la
epopeya, porque la propia epopeya como género estaba fuera de época
aún más que él. No obstante ello, la figura del gaucho sí alcanzaba para
la novela y el cuento, para la poesía del tipo llamado gauchesco y para el
teatro.
Pues Martínez Estrada cree, con Borges, que una gran novela no
es inferior a una gran epopeya. Pero acaso sea Hernández el verdadero
culpable de la mistificación del gaucho, porque ni de los gauchos de
Hidalgo, ni de Ascasubi, ni de Del Campo, ni de Lussich podía elabo-
rarse un mito. Es que esos poetas “lo habían despojado del epos”. Pero
en “el Martín Fierro (sin patriotismo, sin grandeza, sin tendencia a la
exaltación) el epos está vivo, y sólo hará faltar reemplazar lo negativo por
lo positivo, insuflarle lo heroico latente de la sensibilidad del argentino,
para rellenarlo de heroísmo, de grandeza, de misión redentora”. De esta
manera es que la empresa que no previeron los gauchescos primitivos,
la consumaron los críticos nacionalistas. Pero lo que ocurrió “fue que se
convirtió en una nueva superchería: en un ídolo con el que se puede crear
toda una liturgia de festejos y de oratoria, pero en el que nadie cree”.
Claro que las noticias son aún más graves que lo anterior. Puesto

182
que la apelación a la idealización mítica, o mejor, mistificadora, encubre
la verdad pavorosa que guarece su relumbre heroica. Lo siniestro que
oculta es el estigma etnológico que la conciencia crítica quiere omitir.
“He aquí la terrible palabra, la palabra proscrita: mestizaje, clave de gran
parte de la historia iberoamericana”, dice Martínez Estrada con pronun-
ciada gravedad, y asegura que en dicha condición de mezcla reside la
“tragedia de los pueblos sudamericanos en su cuerpo y en su alma, que
pertenecen a dos mundos separados; el secreto de la violencia y el encono
que el mestizo lleva en su sangre y en su espíritu”. Tal revelación terrible
adquiere su estatuto de tesis antropológica cuando el ensayista asevera
que sería “ociosa toda averiguación del sentido de nuestra historia, y de
las demás países sudamericanos, si se prescinde de este problema moral
del mestizo”. De modo que lo mestizo sigue “siendo un problema de
actualidad”, del cual “nadie podrá deducir ni una sola consecuencia ra-
cional y justa si prescinde de los orígenes, de las causas, de la etiología”,
precisamente, que explican “los hechos inconexos de la historia del mo-
mento que vivimos”. Sucede al cabo que el “gaucho era eso: un resenti-
miento”. El drama fatídico de su resentimiento de mestizo. Sus “hijos eran
gauchos, eran una prolongación de su encono que ha había dejado de ser
idea y razón, incorporado a su sangre y su aliento” (MTMM 2, p. 153).
Que la tragedia argentina y americana tenga por fundamento
nuestra condición mestiza, no deja de ser la conclusión más extrema –
aunque previsible- que arroja Muerte y transfiguración de Martín Fierro.
Porque lo étnico, para Martínez Estrada, se revela como el sustrato deter-
minativo profundo del invariante histórico. Por si ello fuera poco, aquí
culmina su analítica. Nos deja solos y se diría que le da de alta al lector.
Ya que si lo mestizo es lo trágico tanto como lo americano, estamos ante
un problema decisivo de nuestra condición humana que, en rigor, el en-
sayista sólo dejó enunciado, sin ofrecer una respuesta. Ese estado de in-
terrogación y advertencia es acaso la última cifra legada por el ensayista,
ese lazo insidioso entre tragedia y mestizaje dejado en estado de suspenso,
de indecisión. Es la clave funesta de su alegoresis trágica. El telurismo
ontológico de Martínez Estrada se revela, al final de su inducción cons-
telacional, como un determinismo racialista sublimado en términos de
psico-sociología profunda. Pues cuando lo mestizo yace en un estrato
último pero causativo de la psique de la especie, deja de cumplir un papel

183
etiológico para satisfacer además un rol dramático. En la tragedia de la
historia colectiva de la Argentina y en Nuestra América. Un drama de la
frontera.
“Más pampa y más cierta es la nada que rodea a los personajes del
Martín Fierro”, dice Martínez Estrada confrontando la gauchesca prece-
dente con Ascasubi, Del Campo y Obligado, a pesar de que apenas sabe-
mos que los avatares que describe el poema acontecen en “el campo, en
la Frontera, cerca de algunas poblaciones, o el desierto”. Los nombres de
localidades geográficas no remiten a ningún punto de arraigo concreto,
sino que más bien transcurren “en su incesante movimiento de remolino
por la llanura abstracta, universal”. Martínez Estrada no se refiere a la
zona limítrofe en que se deslindan las pasturas tiernas del desierto, las
praderas de cultivo de las hierbas naturales destinadas al ganado cima-
rrón, el poblado de la toldería, la lejanía entre los indios y los que legislan
y gobiernan, sino asimismo a “formas de ser”. Se trata de formas de ser
fronterizas y mestizas. Por cierto que aquí Martínez Estrada le da la razón
a Sarmiento y a Mansilla, se diría que al pie de la letra. Así pues, señala
Martínez Estrada que el “escenario del Martín Fierro es la zona fronteriza
del dominio del gobernante y del dominio del cacique, de la nación cons-
tituida y del país salvaje, de la civilización y de la barbarie”. Es que en este
territorio inespecífico y sin embargo inconfundible, “tierra de fronteras”,
como finalmente viene a definirla Martínez Estrada, los “habitantes flo-
tan en esa línea divisoria sin arraigo material ni moral”, por lo que más
bien son “seres fronterizos, especie de mestizaje de dos formas de vivir
más que de dos razas”. Pero de nuevo, ésta es una alegoría étnica funda-
mental: una vitalidad fronterizo-mestiza. Que tratándose de la pampa, so-
lamente vieron sus signos yacidos Hernández y Hudson. Puesto que con
“esto estos dos autores, esencialmente argentinos, tenemos dos baquianos
dignos de confianza para el reconocimiento del país en su vasta, ilimitada
frontera, y para poder trazar la ruta que pueda seguirse hasta en la no-
che”. “Cuando sepamos qué país habitamos y con quiénes, sabremos lo
que somos y lo que debemos hacer”, según concluye Martínez Estrada en
el pasaje final de Muerte y transfiguración de Martín Fierro, con palabras
que pesan como un mandato paterno.
Mas esa misión reposa en una comprensión previa, y en una
asunción radical, luego, de lo trágico y de lo mítico. El saber, hasta el

184
científico, se nutre de un sistema de alegorías y símbolos convertidos a
lenguaje. Los mitos se forman sobre la base de la facultad mística y me-
tafórica del alma, puesto que, con Nietzsche, Martínez Estrada considera
que todo lo que puede ser concebido es necesariamente una ficción. El
mito también reside en los mundos esenciales, eidéticos de la mente,
como lo viera asimismo Husserl. Su simbolismo de despedazamiento del
cuerpo, o de muerte inmerecida, se halla en lo más profundo de la com-
prensión intuitiva humana desde los tiempos más arcaicos. La tragedia
elaboró en el mito las tendencias agresivas y violentas de la humanidad,
y los griegos supieron utilizarla como catarsis purificadora de esas pul-
siones destructivas del espectador y sus tendencias de incesto, crimen y
crueldad. Entonces se podía descargarse sobre los dioses la pecaminosi-
dad de los hombres, mediante una proyección de la vida al plano mítico.
En la guerra, y ello acaece también para los mitos modernos de un Estado
nacional, la imbricación de tragedia y mito cobra una dimensión pavo-
rosamente inmediata.
Pues en la época de la guerra moderna, dice Martínez Estrada,
“desatada verdaderamente por los demonios que nos habitan, se ha visto
aflorar desde profundidades más viejas que los más viejos mitos, esa ansia
de destrucción y de injusticia que forma, efectivamente, la fatalidad de
todo ser vivo –la Némesis, el fatum-, aquello que si no es el destino está
como el destino aun por sobre Zeus, o sea que como instinto está aun
sobre la razón”. Si no malogramos demasiado el fino hilo exegético que
desovilla Martínez Estrada a través del resumen de sus lecturas clasicistas,
se alcanza a ver cómo este analiza, en particular, el derrotero del mito del
Centauro en sus diversas metamorfosis estéticas, metafóricas y metafí-
sicas. Nos muestra el trayecto que lleva desde sus estribaciones éticas y
filosóficas hasta que pierde el originario sentido arcaico que conoció en
la primitiva Grecia, y se racionaliza en forma del culto romano al caballo
y al jinete, de donde asume su posterior linaje definitivamente humano.
La cultura de la pampa no fue ajena a esa divinización del caballo, al
que se le atribuyen dones proféticos, y menos, a la deificación del jinete.
Pero en la época clásica, cuando los dioses aún cargaban con el pecado
de los hombres, la “injusticia de Cronos, de Zeus y de las Moiras era una
proyección de lo humano al plano mítico; la tragedia reflejada sobre el
hombre le devolvía esa imagen funesta” (“Asueto en Grecia” en CP, p.

185
30). Es que “es en la tragedia donde la esencia religiosa, el terror a las
inexplicables decisiones del destino y los problemas de la vida y la muer-
te, obtuvieron una grandeza filosófica y poética no igualada en ningún
otro aspecto del pensamiento y la emoción” (PN, p. 28).
Este juicio habla por sí mismo acerca de la más que elevada idea
que tenía Martínez Estrada del género, tanto como de su estima por
Esquilo, cuya tragedia, dice, “está animada por las omnipotentes fuerzas
que disponen de la naturaleza y del alma humana como de elementos
maleables y perfectibles”. Y lo mismo por cierto de Sófocles, quien en
Edipo Rey “superará su habilidad suma en conducir un asunto hacia su
catástrofe, mostrando en detalles la acción de las fuerzas desconocidas
venciendo la voluntad humana, mientras avanza la tragedia, inconteni-
ble, hacia su funesto desenlace”, con tal maestría técnica que el escritor
griego corona “la más perfecta muestra del teatro antiguo, sino la más
profunda concepción filosófica dentro de la tradicional mística del po-
liteísmo”. Pero si es cierto que no se le pide a Hernández ese contenido
universal, sin embargo reside en su capa profunda, en su napa pampea-
na y en su placa tectónica telúrico-americana fundamental. La cruz del
destino se cierne sobre el protagonista del poema de Hernández porque
en rigor su autor no pone en escena los avatares de un personaje, sino
más bien el escenario grandioso de un drama. El poema se revela al fin
también como una vasta alegoría de la pampa en su sino funesto. Al
cabo, de una forma de existencia signada por la tragedia. Puesto que “en
la investigación del Martín Fierro no hay que olvidar, como nota de bajo
cifrado, que no es el Poema del gaucho, sino el poema de la Pampa”,
y que sin “el sentimiento básico de la soledad, Martín Fierro carece de
punto fijo de apoyo”. “Soledad de dentro y fuera”, añade Martínez Es-
trada luego, al punto de precisar que la “única amistad verdadera nace al
borde de la muerte y por súbita comprensión de una suerte común, de un
común destino” (Martínez Estrada, Ezequiel, “Prólogo”, en José Hernán-
dez, Martín Fierro. La vuelta de Martín Fierro, Buenos Aires, Editorial de
Ediciones Selectas, 1965, pp. XIX-XXI).
Se trata de la amistad con Cruz. Cuyo nombre se abisma en el
poema al nominar una estrella fatídica. Un astro funesto que acaso sólo
una lectura descifradora podría ver inversamente reflejada en la constela-
ción que apunta utópicamente al Sur, al tiempo que al drama universal

186
del hombre. ¿Podría esperarse la salvación en dirección de una punta
roja de la estrella de la redención, como la que portara en la boina un
mártir revolucionario argentino? Al cabo fue la fe del ensayista mesiánico
Ezequiel Martínez Estrada, que quiso que lo acompañara hasta la tumba.
En un epos heroico, hoy apenas titilante. Como un destino cifrado en los
astros.

187
Notas

1 Los indicadores críticos, taxonómicos y formales en torno al “género ensayo” y al


“ensayo latinoamericano” abundan y, sin embargo, resultan tan elusivos e indecidibles
como su objeto. No vemos en ello una falencia, cuanto más bien una reserva de pro-
ductividad hermenéutica. Apenas como muestra, valga aquí una módica enumeración
de asertos descriptivos y analíticos, que no ha de sustraerse completamente a algunos
lugares clásicos del estado de la discusión bibliográfica. Comenzando por reconocer
que cuando alguien como Alfonso Reyes caracteriza al ensayo como “ese centauro de los
géneros, donde hay de todo y cabe todo, propio hijo caprichoso de una cultura que no
puede ya responder al orbe circular y cerrado de los antiguos, sino a la curva abierta, al
proceso en marcha” (Reyes, Alfonso, “Las nuevas artes”, en Los trabajos y los días, Obras
completas, Tomo IX, México, FCE, 1959), nos está diciendo mucho más que lo que
podríamos reunir de nuestra propia biblioteca crítica de época.
José Gaos supo advertir que hasta “para la exposición de sus ideas y la publicación
de sus enseñanzas más filosóficas, no hay que decir para la expresión y divulgación de las
demás, ha preferido y sigue prefiriendo el pensamiento hispano-americano
contemporáneo géneros más literarios: el ensayo y el artículo de revista general y de
periódico; el libro de génesis, estructura y calidades, valores, reducibles a los del ensa-
yo”. Gaos, José, “Caracterización formal y material del pensamiento hispanoamericano.
Notas para una interpretación histórico-filosófica”, en Cuadernos Americanos, México,
Nº 6, noviembre-diciembre de 1942, p. 61.
Medardo Vitier, desde un puesto canónico en la historia crítica, arribó a la conclu-
sión de que el “ensayo oscila entre cierto rigor de desarrollo, que lo acerca a la didáctica,
y la extrema libertad ideológica y formal que le comunica tono poético”, y “por ser el
ensayo órgano literario revelador de la personalidad, participa de potencias líricas”. Vi-
tier, Medardo, Del ensayo americano, México, FCE, 1945, p. 46.
Enrique Anderson Imbert piensa que el “ensayo es una obra de arte construida con-
ceptualmente; es una estructura lógica, pero donde la lógica se pone a cantar” (“Defensa
del ensayo”, en Ensayos, Tucumán, Miguel Violetto, 1946, p. 124).
Lidia Amarilla nota que la “condensación sintética y elegante del buen ensayo puede
ser de tanto provecho como la monografía detallada o el compacto tratado técnico”.
Amarilla, Lidia, El ensayo literario contemporáneo, La Plata, Facultad de Humanidades y
Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, 1951, p. 91.
“La fórmula del ensayo -¡qué sencillo parece esto al apuntarlo!- sería la de toda la
literatura: tener algo que decir; decirlo de modo que agite la conciencia y despierte la
emoción de los otros hombres, y en lengua tan personal y propia, que ella se bautice a sí
misma”, reconoce eficazmente Mariano Picón Salas (“Y va de ensayo”, en Crisis, cambio,
tradición. Ensayos sobre la forma de nuestra cultura, Caracas, Edime, 1955, p. 145).
Robert Mead advierte que en “cierto sentido, el ensayo es casi siempre incompleto”,
aunque esto “no quiere decir que no se haya terminado”, pues es “completo en sí, pero
no agota, ni puede agotar, las posibilidades de su tema, ni siquiera agota las ideas de

188
su autor acerca del tema”. Mead, Robert, Breve historia del ensayo hispanoamericano,
México, De Andrea, 1956, p. 10.
Juan Marichal, bajo la afortunada fórmula de “voluntad de estilo”, repara en “la
maleabilidad del ensayo –esa maleabilidad que se opone, como se señaló ya, a su defi-
nición- da al escritor una libertad que podría llamarse camaleónica”, porque “la forma
literaria se pliega, en este caso, a las condiciones personales, adquiere diversas coloracio-
nes individuales, sin exigir al escritor –y quizá sea ésta la vana fortuna del ensayista- el
previo sometimiento a reglas institucionales suprapersonales”. Marichal, Juan, La vo-
luntad de estilo, Madrid, Revista de Occidente, 1971 (1° ed. 1957), p. 19.
José Edmundo Clemente estima que el “ensayo podría ser definido como investiga-
ción intelectual”, aunque es preciso señalar que si la “crítica –literaria o artística- preten-
de un análisis exhaustivo del asunto tratado; en cambio, el ensayo no es precisamente
una investigación terminada, sino sugerida, insinuada”, del mismo modo que “el ensayo
prefiere una temática abstracta, la crítica busca la temática concreta”. Clemente, José
Edmundo, “Estudio preliminar”, en El ensayo, Buenos Aires, Ediciones Culturales Ar-
gentinas, 1961, p. 10.
Leemos en Eduardo Nicol que el “ensayo se encuentra, pues, a medio camino en-
tre la pura literatura y la pura filosofía”, y que el “hecho de ser un género híbrido no
empaña su nobleza”, ya que, el “ensayo es casi literatura y casi filosofía”, pero “como
es un género y un artificio, tiene sus caracteres propios y debe cultivarse siguiendo las
reglas del arte”. Nicol, Eduardo, “Ensayo sobre el ensayo”, en El problema de la filosofía
hispánica, Madrid, Tecnos, 1961, p. 207.
Por cierto que Germán Arciniegas acertaba con la fórmula “Nuestra América es un
ensayo”, sobre la base de asumir “todo lo que hay en este género de incitante, de breve,
de audaz, de polémico, de paradójico, de problemático, de avizor”, que así “resultó
desde el primer día algo que parecía dispuesto sobre medidas para que nosotros nos
expresáramos”. Arciniegas, Germán, “Nuestra América es un ensayo” [1963], en Tres
ensayos sobre Nuestra América, Germán Arciniegas y otros, París, Biblioteca Cuadernos,
s/f, p. 13.
El estudioso norteamericano Martin Stabb concluye “que el dilema de ‘nativismo o
universalismo’, que fue tradicionalmente la calamidad de las letras hispanoamericanas
está por resolverse”, pues la “rica producción de ensayos de las últimas décadas sobre
temas de la ‘autenticidad’ y ‘autognosis’ prueban el punto, ya que, la búsqueda de la
esencia nacional rara vez es un fin en sí”. Stabb, Martin S., América Latina en busca
de una identidad. Modelos del ensayo ideológico hispanoamericano, 1890-1960, Caracas,
Monte Ávila, 1969, p. 329.
Rafael Virasoro afirma que el ensayo es “pensamiento, teoría, ciencia; es un pensar
y un decir lo que se piensa sobre el tema que se investiga y se estudia, sin las trabas
formales, el orden sistemático y el aparato crítico de los tratados científicos y filosóficos,
pero, como éstos, reflexivos, consciente, razonado”. Virasoro, Rafael, El ensayo, Santa
Fe, Departamento de extensión universitaria, 1970, p. 76.
Jaime Rest, con una metáfora eficaz, escribe de “la mansión de la literatura” y su
“multitud de aposentos”, que “en algún recoveco hay un cuarto muy activo en el que sin
cesar se amontonan en completo desorden nuevos materiales de la especie más dispar,
189
habitualmente marginados y descuidados por los críticos o estudiosos”. Se trata al cabo
del “sitio que se reserva al ensayo, cuya naturaleza, variedades y dimensiones parecen
imposibles de ser determinadas a causa de la abundancia y anarquía con que tales obras
se han ido acumulando”. Rest, Jaime, “Primer ensayo: Sarmiento y la comprensión de
la realidad”, en El cuarto en el recoveco, Buenos Aires, CEAL, 1982, p. 13. Antes de ello,
Jaime Rest había arriesgado la siguiente definición genérica: “El ensayo es una com-
posición expositiva, preferentemente en prosa, que suele proporcionar información,
interpretación o explicación acerca de un asunto tópico, sin incluir procedimientos
novelescos o dramáticos. Pese a esta última observación, cabe añadir que el ensayo posee
una gran aptitud mimética y a menudo se confunde con el cuento, el diálogo o inclusive
la biografía, la historia, la ciencia o el discurso moral. Su extensión, como en el caso
del cuento, generalmente es limitada; pero a veces no es la dimensión sino la actitud la
que define la naturaleza del ensayo, de modo que obras tan extensas como el Facundo
de Sarmiento o Radiografía de la pampa de Ezequiel Martínez Estrada admiten ser
incluidas en el ámbito específico de este género”. Rest, Jaime, “Ensayo”, en Conceptos
fundamentales de la literatura moderna, Buenos Aires, CEAL, 1979, p. 55.
John Skirius piensa que el ensayo es “una de las formas más proteicas de la literatu-
ra”, pues conforma una meditación escrita en estilo literario; es la literatura de ideas y,
muy a menudo, lleva la impronta personal del autor”. Skirius, John, “Este centauro de
los géneros”, en John Skirius (comp.), El ensayo hispanoamericano del siglo XX, México,
FCE, 1981, p. 9.
Martín Cerda presenta una imagen acertada cuando destaca que la “posición de
todo pensador ‘lanzado’, orientado hacia el futuro es análoga a la del navegante que,
después de sobrepasar el horizonte de lo conocido, se queda, por así decirlo, fuera del
mapa, enfrentado a la pura peripecia y, por ende, sin otra información que la que, por
pericia o inspiración, obtiene de cada nuevo día de navegación”, con lo que algo “de
esa peripecia náutica sobrevive en la experiencia del tanteo que siempre sugiere, como
lo señaló Theodor W. Adorno, la palabra ensayo”. Cerda Contreras, Martín, La pala-
bra quebrada. Ensayo sobre el ensayo, Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso,
1982, p. 19.
Walter Mignolo propone que si “hablamos del ensayo como tipo discursivo des-
enmarcado, podemos hacerlo en parte porque el ensayo, contrario a cualquiera de los
genera dicendi de una actividad disciplinaria, no exige un rol social autorizado por la
institución”. Mignolo, Walter D., “Discurso ensayístico y tipología textual”, en Textos,
modelos y metáforas, México, Universidad Veracruzana, 1984, p. 221.
Oscar Landi advierte que “el carácter fuertemente interpelante y movilizador del
lector que tiene el ensayo lo ubica como un género apropiado para una sociedad con
un grado de indefinición, de inacabamiento muy importante, donde la misma consti-
tución de los actores políticos, de sus identidades y formas de acción es lo que está en
procesamiento y cambio”, y –añade Landi en actitud refleja- por eso “las épocas funda-
cionales o los interregnos históricos son momentos privilegiados para el surgimiento de
los ensayistas: Echeverría, Sarmiento, Alberdi en las primeras circunstancias, Scalabrini,
Mallea, Canal Feijóo, Martínez Estrada, en la década del ’30”. Landi, Oscar, “Cuestio-
nes de género”, en Babel, Buenos Aires, Nº 18, 1990, p. 29.
190
A pesar de su carácter asistemático, incluso aforístico, José Luis Gómez Martínez
estima que el ensayista se considera parte de la aristocracia de los escritores, pretensión
que acredita en su arte prosístico. En la fuerza expresiva de su prosa estriba la potencia
de su voz de autor, cifrada en una estética del pensamiento y en su propensión a enlazar
belleza literaria e intelección cognoscitiva. Reelaborando una oposición clásica entre
“tratado” –o precisaríamos hoy, tesis, informes, papers, etc.- y ensayo, José Luis Gómez
Martínez consigna, lo que el “tratado pretende enseñar, es la dimensión bancaria de la
educación, el ensayo sugerir, incitar; el tratado se expresa en términos técnicos, como
corresponde al especialista, el ensayo se encamina a la generalidad de los cultos en un
ansia de ser trascendental”. Gómez-Martínez, José Luis, Teoría del Ensayo, México, Cua-
dernos de Cuadernos, Nº 2, UNAM, 1992, p. 76.
Gabriel Taboada reconoce la multiplicidad formal del género, y aduce que existen
“variantes híbridas: el ensayo lírico (Cardoza y Aragón); el ensayo dialogado (Ricardo
Rojas); la novela-ensayo (Mallea, Carpentier, Sábato, Cortázar); o el cuento-en-
sayo (Borges)”, y que tal “latitud induce a considerar al ensayo como un contenido en
busca de un continente”. Taboada, Gabriel C., “Prefacio”, en Antología del ensayo latinoa-
mericano, Tomo I, Buenos Aires, Sánchez Teruelo, 1994, p. 9.
María Elena Arenas Cruz destaca que “no es incompatible la prosa artística con la
configuración lógica del pensamiento, sino que, antes al contrario, es precisamente la
expresividad formal-elocutiva uno de los aspectos que contribuyen a distinguir al ensayo
como texto argumentativo, frente a los textos puramente lógico-demostrativos, pues el
estilo actúa también como vehículo de persuasión afectiva”. Arenas Cruz, María Elena,
Hacia una teoría general del ensayo. Construcción del texto ensayístico, Cuenca, Ediciones
de la Universidad de Castilla-La Mancha, 1997, p. 150.
“El ensayo –se sugiere en el Diccionario de literatura latinoamericana coordinado por
Susana Cella-, como género fecundo, se despliega en la convergencia de las retóricas
más disímiles, y es posible afirmar que el género no reconoce preceptiva alguna, ya que
cada ensayista impone las suyas en relación con el objeto de reflexión, la perspectiva, los
alcances, la extensión, el tono. De ello es posible deducir que en el ensayo hay primacía
de la perspectiva sobre el tema. Así, las líneas dominantes de una historia del ensayo his-
panoamericano difícilmente puedan tener como eje ordenador los contenidos, sino más
bien los elementos que distinguen el modo en que cada escritor plantea una cuestión
específica. Antes que suponer un inventario acotado, estos elementos son infinitamente
variados, y se articulan en torno de la búsqueda inquisitiva de cualquier aspecto original
o anteriormente problematizado (ya sea de la realidad, ya sea de la imaginación), por lo
que la escritura del ensayo es una puesta a prueba en la que se traman argumentación
y estilo”. Cella, Susana, Diccionario de literatura latinoamericana, Buenos Aires, El Ate-
neo, 1998. p. 100.
En su análisis de las tesis del joven Lukács y de Tehodor Adorno, Silvio Mattoni
considera, entre otros aspectos liminares del género, “una composición estética del ensa-
yo que uniera la experiencia vital y los saberes transmitidos por la cultura”, y también, el
hecho de que su eficacia “se revelaba como una forma de interrogar el presente”. Dado
que en el ensayo la forma es necesaria e inmanente al género, no contingente ni exterior,
como con el método en el discurso enunciativo científico –o cientificista-, Silvio Matto-
191
ni, con Adorno, advierte que ello ejecuta la posibilidad de hablar estéticamente sobre lo
estético. Muestra que el ensayo, haciéndose “verdadero dentro de su avance y llevando
el concepto más allá del concepto, cumple la prescripción de ir con él más allá de lo
actualmente conceptualizable, pero que tal vez sea una experiencia del porvenir, de lo
inimaginable que no deja de presentirse como lo otro del presente; por consiguiente, su
método, o más bien su práctica, expresaría por sí solo la intención utópica, la pretensión
de abrir el campo de lo posible y de introducir lo pasajero en el orden detenido de lo
dado”. Mattoni, Silvio, Las formas del ensayo en la Argentina de los años ’50, Universitas,
Córdoba, 2003, p. 26.
Claudio Mayz, con la mirada puesta en el ensayismo decimonónico, deduce que
“que el ensayo en Hispanoamérica durante el siglo XIX acompaña el proceso histórico
de la conformación de las nacionalidades como la manifestación consciente del mis-
mo”, de modo que a “un tiempo, intentaba dilucidad el carácter americano y asumir la
función directriz en la fijación de rumbos”. Por ello, la “doble tarea terminaba también
siendo, al fin de cuentas, una pedagogía política”. Maíz, Claudio, El ensayo: entre género
y discurso. Debate sobre el origen y funciones en Hispanoamérica, Mendoza, Editorial de
la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, 2004, p. 116.
En términos muy generales y eurocéntricos, pero no por ello falsos, Pedro Aullón
de Haro reconoce que el ensayo representa el “modo más característico de la reflexión
moderna”. En tanto es concebido “como libre discurso reflexivo, se diría que el ensayo
establece el instrumento de la convergencia del saber y el idear con la multiplicidad
genérica mediante hibridación fluctuante y permanente”. Este crítico sostiene que el
“ensayo es centro de un espacio que abarca el conjunto de la gama de textos prosísticos
destinados a resolver las necesidades de expresión y comunicación del pensamiento en
términos no exclusiva o eminentemente artísticos ni científicos”, por lo cual el “discur-
so del ensayo, y subsiguientemente la entidad constitutiva del género mismo, sólo es
definible mediante la habilitación de una nueva categoría, la de libre discurso reflexivo”.
Aullón de Haro, Pedro, “El género ensayo, los géneros ensayísticos y el sistema de gé-
neros”, en Cervera, Vicente, Belén Hernández y María Dolores Adsuar (eds.), El ensayo
como género literario, Murcia, Universidad de Murcia, 2005, p.17.
José Miguel Oviedo estima que el “esfuerzo de teorización a menudo está lleno de
tensión creadora, que aporta una revelación autorreflexiva de la conciencia artística en
pleno ejercicio. Los criterios que definían el ensayo, imprecisos desde su base, se ven
sometidos en esta época a una revisión radical, de modo que se produce una hetero-
geneidad de géneros, préstamos mutuos y ambigüedades, tanto formales como semán-
ticas”. Oviedo, José Miguel, “El ensayo moderno en Hispanoamérica”, en Historia de
la literatura hispanoamericana II. El siglo XX, González Echevarría, Roberto y Enrique
Pupo-Walker (eds.), Madrid, Gredos, 2006, p. 399.
Nilda María Flawiá de Fernández considera del ensayo que la “conformación es-
tética de forma alguna oscurece su sentido ético”, pues el “discurso como camino en
la adquisición de un saber y de su coherencia significativa no puede apartar lo ético de
su focalización”, y aun “más, lo ético es considerado como el objeto en sí mismo del
conocimiento”. Flawiá de Fernández, Nilda María, “El ensayo: texto y conformación
intertextual”, en Caminos del ensayo. El país como reflexión, Tucumán, Instituto de lite-
192
raturas argentina y comparadas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional
de Tucumán, 2007, p. 21.
“Es casi una tradición empezar cualquier estudio del ensayo hispanoamericano por
la comprobación de que es sumamente difícil definirlo como género, aunque todos los
comentaristas coincidan en vincular el desarrollo del ensayo en América Latina a finales
del siglo XIX y principios del siglo XX con una meditación, subjetiva, didáctica y a veces
polémica, sobre la posible (pero problemática) emergencia de una identidad nacional
y, más ampliamente, continental”, confirma Claude Fell. “El ensayo hispanoamericano
y la reflexión sobre la identidad (1890-1930)”, en Puccini, Darío, y Saúl Yurkievich,
Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica II, México, FCE, 2010, p. 141.
Por su parte Fausta Antonucci, empleando la eficaz imagen del ensayo “a campo
abierto”, explica que se trata de un género “no dirigido a argumentos específicos y es-
pecializados (como ocurría, por ejemplo, con buena parte de la ensayística positivista),
sino más bien a un abanico de argumentos y problemas lo más amplio posible”. Valora
especialmente “una producción cuyo común denominador es una gran versatilidad; se
trata de un interés a campo abierto”. Antonucci, Fausta, “El ensayo a campo abierto”, en
Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica II, ed. cit., p. 540.
Tal vez merezcan un apartado los esfuerzos críticos de Liliana Weinberg sobre el
género ensayo. Liliana Weinberg recuerda que el “concepto de ‘interpretación’ resulta
clave en múltiples sentidos para comprender la tarea ensayística, interpretativa por exce-
lencia”, ya que, a “pesar de que en la actualidad esta noción aparece predominantemente
asociada a la línea hermenéutica, nos remite a una operación básica del ser humano y
universalmente extendida en todo proceso dador de sentido –una de cuyas manifesta-
ciones, aunque no la única, es el proceso de conocimiento-, ligada tanto a la producción
conceptual como simbólica”. Weinberg, Liliana, El ensayo, entre el paraíso y el infierno,
México, UNAM-FCE, 2001, p. 77. Estima que la selección lingüística y la estructura
del texto, por parte de un autor que se obliga a sí mismo a incorporar lo distinto para
traducirlo al lector culto e invitarlo, a través de la seducción de lo bien pensado y bien
escrito, generan un proceso creativo característico de esta gran familia que pensó lo
cultural como enriquecimiento de lo canónico, y que en algunos casos, como el de Ma-
riátegui y el de Ortiz, llegó no sólo a un replanteo de la subalternidad sino también a un
nuevo planteo de la posición del intelectual ante la historia, la cultura y la realidad social
de su época”. Weinberg, Liliana, “Ensayo y transculturación”, en Sobretiro de Cuadernos
Americanos, México, Nº 96, Vol. 6, Universidad Nacional Autónoma de México, no-
viembre-diciembre 2002, p. 47. Advierte también que a “partir de Lukács, se reconoce
que el ensayo tiene una forma, esto es, que aun cuando se adhiera a otro texto, no es
meramente un parásito de él y toma su forma, sino que adquiere una configuración,
una conformación de acuerdo al discurrir de las ideas”. Weinberg, Liliana, Umbrales
del ensayo, México, UNAM, 2004, p. 47. Esa situación, asimismo, implica asumir “la
paradoja de descubrir en la atipicidad de un género en muchos casos producido margi-
nalmente respecto de los centros oficiales de la cultura letrada nuestra propia tipicidad,
y en la heterogeneidad básica de los nuevos contenidos y reconocimiento a que habrían
de adaptarse los mismos contenidos, nuestra propia representatividad”, pues de allí
procede “la hondura de esto que en un cierto nivel parace tan simple: el ensayo va en
193
busca de nuestra expresión”. Weinberg, Liliana, Situación del ensayo, México, UNAM,
2006, p. 321.
Así, desde “una perspectiva esencialista y ahistórica, el ensayo no puede verse sino
como un género impuro, impropio, mixto, marginal, ambiguo, inestable, impreciso,
fuera de lugar, e incluso, en una mirada extrema, como ‘género degenerado’, dado que
su posibilidad de pertenencia a la familia literaria resultaría siempre incómoda en cuan-
to estaría amenazada por el prosaísmo y ‘contaminada’ por la ideología” y, otro tanto,
“sucede a la hora de pensarlo como forma artística, debido a su extrema apertura te-
mática y libertad compositiva”. Weinberg, Liliana, Pensar el ensayo, México, Siglo XXI,
2007, p. 16. Entre sus variados abordajes de la temática, finalmente Liliana Weinberg
propone la siguiente definición: “El ensayo es una particular manifestación de la prosa
de ideas, dedicada al examen e interpretación de una amplia gama de asuntos, capaz
de traducir una dinámica de pensar que es a la vez configuradora de sentido, que hace
explícita la voluntad de estilo en el pensar y en el decir y para cuyo despliegue resulta
clave la situación enunciativa y el contexto de ideas en que surge así como la perspectiva
personal desde la que se proyecta el punto de vista del autor”. Weinberg, Liliana “Intro-
ducción”, en Weinberg, Liliana, (coord.), Estrategias del pensar. Ensayo y prosa de ideas
en América Latina Siglo XX, (Vol. I), México, UNAM, 2010, p. 22.
2 El poeta y escritor León Benarós alguna vez dijo que a Ezequiel Martínez Estrada
le “debemos gratitud y reconocimiento, porque nos obligó, nos compulsó a pensar”, y
si muchos “de sus oponentes son, sin advertirlo, sus discípulos”, es porque su “honradez
intelectual, su grandeza moral, capitalizan ya para siempre lo oculto y subterráneo de
la Argentina que soñamos”. Benarós, León, “Ezequiel Martínez Estrada. Una vida sin
reposo”, en Clarín, (Suplemento Cultura y Nación), jueves 12 de febrero de 1976, p. 3.
3 Que a toda la obra de Martínez Estrada se aplica el procedimiento alegórico lo
sostuvo Borges a través de un comentario al cuento La inundación: “Escoto Erígena
creía que la Biblia es capaz de un número infinito de lecturas, comparables al tornasola-
do plumaje del pavo real; Dante, en la famosa epístola latina que dirigió a Can Grande
Della Scala, afirma que la Comedia puede ser leída, como la Escritura, de cuatro modos
y que el segundo es el alegórico. El texto de Ezequiel Martínez Estrada es tan rico que
es posible, aunque no deseable, que alguien lo lea de ese modo. La Iglesia sería la huma-
nidad; la inundación, el fin de los tiempos; el padre Demetrio, la fe; el médico, la cien-
cia, y así de lo demás”, Borges, Jorge Luis, “Los genios suelen ser contradictorios”, en
Clarín, (Cultura y Nación), 14 de junio de 1984, p. 2. Borges también sostuvo que “la
alegoría es un error estético”. Donde afirma esto procura responder a un enigma: “cómo
pudo gozar de tanto favor una forma que nos parece injustificable”, y cuyo viejo arte,
hoy, “además de intolerable es estúpido y frívolo”. Borges llega a sostener que la alegoría
“es fábula de abstracciones, como la novela lo es de individuos”, y que “por eso, en toda
alegoría hay algo de novelístico”. Borges, Jorge Luis, “De las alegorías a las novelas”, en
Nueva antología personal, Barcelona, Bruguera, 1980, pp. 265-269.
4 Nuestro ensayista es un “hombre libre” en el sentido nietzscheano, afirma María
del Carmen Rodríguez, porque tal “es el caso de Ezequiel Martínez Estrada que, con el
apabullante caudal de lecturas del mejor autodidacta, en pleno ejercicio de su pensa-
miento libertario, se midió en 1947 con Nietzsche, afirmó la unidad de su vida y de su
194
obra, interpretó su aventura de pensamiento en términos de civilización versus cultura,
evaluó en qué se había anticipado y en qué se había equivocado, y supo elogiarlo en
un lenguaje que no tiene parangón”. El libro, de “lectura obligatoria”, dice María del
Carmen Rodríguez, “para los admiradores de Nietzsche y / o de Martínez Estrada, para
los curiosos intelectuales que valoran el libre ejercicio del pensamiento y para aquellos
que aprecian el arte del ensayo y la maestría en el despliegue del lenguaje”, es “una perla
rara, que hará de cada día de lectura una fiesta de guardar”. Rodríguez, M. del Carmen,
“El pensamiento libre”, en La Nación, (Sección Cultura), Buenos Aires, 7 de mayo de
2006, p. 4.
5 Ordenando los materiales de lo que sería muchos años después el Paganini, Mario
Lancelotti, suerte de editor póstumo y espiritual del libro, percibe y confirma la presen-
cia del investigador erudito que era Martínez Estrada, viendo una “labor de estudioso
genial, de cartógrafo y de geógrafo incomparable, que, enfrentados a una realidad dada,
en su generalidad o en su particularidad, caracteriza, invariablemente, hasta darle una
fisonomía más genuina, el quehacer del autor y su manera típica de encarar los asuntos
que le atraían”. Lancelotti, Mario A., “Introducción”, en Ezequiel Martínez Estrada,
Paganini, (Selección y ordenamiento por Mario A. Lancelotti), Rosario, Beatriz Vi-
terbo, 2001, p. 11. Esteban Buch refiere sobre la edición del Paganini que los estudios
que Martínez Estrada realizó sobre el músico “nos restituyen una verdad profunda de la
existencia humana, primitiva y aún telúrica, como cabía esperar del autor de la Radio-
grafía de la pampa”, pero donde “nada tiene que ver en esto la estética ni la filosofía del
arte”, ya que, la “conclusión es inaceptable, pero la argumentación brillante”. Según el
reseñador, empero, “el discurso de este libro ‘menor’ es tan serio y ambicioso como el de
cualquiera de las obras mayores de EME”. Buch, Esteban, “Una psicología de la mano”,
en Clarín, Buenos Aires, (Suplemento Cultura y Nación), 18 de Mayo de 2002, p. 4.
6 La escritura de Martínez Estrada, entre otros aspectos, puede verse como un des-
pliegue errante del dionisismo que, por cierto, le llega a través de Nietzsche. Un dio-
nisismo experimentado como pulsión libertaria y salvífica. Hugo Bauzá explica que
“el dionisismo busca la liberación respecto de lo formal o, en lenguaje de Nietzsche,
respecto del principio individuationis, que limita, fija y, en consecuencia, convierte al
hombre en un ser para la muerte”. Así el “dionisismo con su efecto liberador –lyaîos, ‘el
que libera’- es uno de los epítetos con que se denomina a Dioniso-, mediante un éxtasis
que sume al fiel en estado de posesión, logra que sus seguidores disuelvan su personali-
dad en la comunidad ritual”. Pero “Dioniso deviene sotér, ‘salvador’, y, en consecuencia,
se convierte en khárma, ‘alegría’, para los mortales”, pues “el éxtasis dionisíaco –como
el efecto narcotizante de ciertas drogas alucinógenas- hace posible a quienes los experi-
mentan la disolución de las fronteras espirituales”. “Dioniso y el dionisismo se imponen
como la insubordinación, la protesta y también como una rebeldía mítica no sólo frente
a las normas, sino también frente a las personas y las cosas”. Bauzá, Hugo F., “Dioniso
y el dionisismo”, en Voces y visiones. Poesía y representación en el mundo antiguo, Buenos
Aires, Biblos, 1997, p. 164.
7 Dentro del tópico del pesimismo, según Rodolfo Borello, la “magia de su estilo
comunica al lector, insensiblemente, un peculiar estado de ánimo: la conciencia indig-
nada de un moralista descontento que enfrenta con tristeza y pesimismo una realidad
195
indomeñable, manejada por fuerzas que niegan la justicia, la verdad, el amor, la belleza
y la fe”. Borello, Rodolfo, “El ensayo moderno: Ezequiel Martínez Estrada”, en AA.VV.,
Capítulo. Historia de la literatura argentina. Los contemporáneos, Tomo 3, Buenos Aires,
CEAL, 1968, pp. 1048-1049.
Con todo, el filósofo chileno Eduardo Devés Valdés consigna un nivel operante de
la paradoja como negatividad inherente ya al subgénero, a saber, que “en la medida en
que el ensayo que se ocupa del carácter (de la identidad) de los latinoamericanos pone
en relieve nuevas categorías interpretativas de la realidad, está contribuyendo a minar
el identitarismo imperante hasta entonces”. Devés Valdés, Eduardo, “Los ensayos sobre
el carácter de los latinoamericanos. La autocrítica de nuestra identidad (1930-1950)”,
en El pensamiento latinoamericano en el siglo XX. Entre la modernización y la identidad.
Del Ariel de Rodó a la CEPAL (1900-1950), Tomo I, Buenos Aires, Biblos-Centro de
Investigaciones Diego Barros Arana, 2000, p. 276.
8 La investigadora Nora Pasternac consigna que la “figura de Ezequiel Martínez
Estrada fue muy influida por Ortega, en todo caso a través del mismo y común maestro
en sociología de ambos, que Martínez Estrada siempre reivindicó como su inspiración
fundamental (junto con Freud): Georg Simmel”, que “Martínez Estrada se incorporará
a Sur en 1946”, y aunque “entregó algunas colaboraciones esporádicas”, sin embargo,
“su presencia en la revista está fuertemente señalada bajo la forma de una de las críticas
más severas que se le hacen a su libro Radiografía de la Pampa (1933).” Pasternac, Nora,
Sur: una revista en la tormenta. Los años de formación: 1931-1944, Buenos Aires, Para-
diso, 2002, p. 67.
9 Rodríguez Monegal declara que de “los tres escritores que mayor
importancia tienen para determinar la posición actual de la nueva generación, Ezequiel
Martínez Estrada es, sin disputa, el más influyente”. “No sólo se advierte esto por la
frecuencia con que se le cita y se le sigue: lo dice con enorme elocuencia el hecho de que
sea a él a quien se ha dedicado el análisis más profundo y constante”, añade el crítico.
Señala que la “Radiografía de la Pampa de Martínez Estrada no tuvo verdaderos lecto-
res –quiero decir: lectores para quienes sus intuiciones y anatemas fueran verdaderas
intuiciones y verdaderos anatemas- hasta que aparece la generación de 1945”, o sea la
de los jóvenes parricidas y, sin embargo, sigue mostrando Rodríguez Monegal no sin
cierta fingida sorpresa, la “Historia de la pasión argentina de Eduardo Mallea encontró,
en cambio, y desde su primera edición en 1937, los más devotos, los más arrobados, los
más locuaces lectores dentro de los mismos coetáneos a los que iba dirigida”. Rodríguez
Monegal, Emir, “Martínez Estrada o la toma de conciencia”, El juicio de los parricidas.
La Nueva Generación Argentina y sus Maestros, Buenos Aires, Deucalión, 1956, p. 9 y ss.
Pedro Orgambide no reniega de la figura teológica del maestro intelectualmente
venerado y políticamente resistido. Dice que para ellos, “jóvenes intelectuales de la
pequeña burguesía, la enfermedad del maestro asumía las formas del martirilogio”, y
recuerda que en “sus conversaciones, Martínez Estrada gustaba mencionar a dos revo-
lucionarios que respondían bien a su imagen interna: Cristo y Trotsky”, con lo que el
“joven Redentor echando a los mercaderes del templo o el intelectual ruso adoctrinando
a los campesinos o viajando en el tren blindado, se le aparecían como momentos lumi-
nosos, únicos, de la historia”. Orgambide, Pedro, “Conversaciones con Martínez Estra-
196
da”, en Yo, argentino, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1968, pp. 149 y ss. No sin profundas
reservas, Orgambide anota en su Radiografía de Martínez Estrada que al “magnificar
el papel de la Naturaleza sobre el hombre histórico, Martínez Estrada no señala con
claridad las relaciones de la política y la economía en países semindependientes como
el nuestro, se desentiende de la lucha interimperialista parar detenerse en cambio en las
oscuras fuerzas de la tierra”. Ello demuestra que “Martínez Estrada intuye la Argentina”,
y que dicho “intuicionismo”, como “Sarmiento, antepone los juicios morales a los datos
inmediatos de la historia”. Orgambide, Pedro, Radiografía de Martínez Estrada, Buenos
Aires, CEAL, 1970.
Pedro Orgambide también dice en su colaboración con Roberto Yhani que la “obra
de Martínez Estrada, como la de Sarmiento –de quien fue uno de sus más apasionados
biógrafos- parece signada por la desmesura”, y que están “una y otra emparentadas por
un espíritu reformador, activo, que hace de la literatura un instrumento de combate.”
Orgambide, Pedro, “Martínez Estrada, Ezequiel”, en Orgambide, Pedro, y Roberto
Yahni, Enciclopedia de la literatura argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 1970, pp.
440-441. En el mismo lugar explica sobre la Radiografía de la Pampa que el “método
de Martínez Estrada no difiere mucho del de Sarmiento en Facundo, método histori-
cista, propio de ciertos autores de los siglos XVIII y XIX, para quienes la Naturaleza, la
mucha o poca extensión física de un país, sus características telúricas, se anteponían o
determinaban al hombre histórico en relación a la política”. Orgambide, Pedro, “Radio-
grafía de la Pampa”, en Orgambide, Pedro, y Roberto Yahni, Enciclopedia de la literatura
argentina, p. 524.
Años después leemos que la obra de Martínez Estrada es un compuesto de razón
y lírica, pues oscila “entre la investigación y la poesía, la intuición y la razón histórica,
el conocimiento y la práctica política”. Martínez Estrada, considera Pedro Orgambide,
posible “filósofo, posible moralista (en el sentido ‘clásico’ de la palabra), su obra no
termina de abarcarlo y definirlo”. Orgambide, Pedro, “Encuentros y desencuentros con
Martínez Estrada”, en Casa de las Américas, La Habana, Año XXI, Nº 121, julio-agosto
de 1980, pp. 69-70. Sobre la base de su reconstrucción biográfica, Pedro Orgambide
siempre tuvo presente la premisa de que para “Ezequiel Martínez Estrada, la Argentina
fue mucho más que una contingencia geográfica y una referencia para su identidad”,
pues más bien fue “el motivo central de sus reflexiones y padecimientos”. Orgambide,
Pedro, Genio y figura de Ezequiel Martínez Estrada, Buenos Aires, Eudeba, 1985,
p. 13.
10 María Pía López, sin embargo, si bien asume a Martínez Estrada como un evi-
dente “lector de Simmel, en un ensayo de múltiples herencias y malentendidos al que
llamó Radiografia de la pampa”, y donde también “Nietzsche sobrevoló esas páginas”,
considera que “no se podría decir que es un libro vitalista”. Su parecer es que lo “impide
su uso de formas arquetípicas y de una lengua animista”, pues “al Martínez Estrada de
los años treinta le preocupa menos la expoliación o la cristalización de la vida que el
reconocimiento de las potencias que moldean al hombre y la sociedad”. López, María
Pía, Hacia la vida intensa. Una historia de la sensibilidad vitalista, Buenos Aires, Eudeba,
2010, p. 96.
11 La perspicaz escrutadora del temple de Martínez Estrada que es Teresita Frugoni
197
de Fritzsche, sostiene que el ensayista elaboró “una figura visionaria, de raíz románti-
ca, apoyada en supuestos teóricos producto de amplias lecturas, el conocimiento de la
historia y experiencias personales”, y para “construirla tuvo en cuenta el sentido de su
nombre” O sea: Ezequiel. Con ello, el “calificativo de ‘profeta’, abusivamente usado por
él mismo, por los que creían en sus admoniciones y por lo que lo vituperaban, nace de
la convicción de que definía un destino”, en tanto la “advertencia de Jehová cuando
remite a Ezequiel predicar en Israel”, se “transforma para Martínez Estrada en una ale-
goría referida a la Argentina y a su misión ante una colectividad desunida y corrupta”.
También Teresita Frugoni de Fritzsche consigna que la “lealtad de Martínez Estrada a
Lugones fue inconmovible, a veces inexplicable si se analiza en términos de evolución
ideológica”, y además piensa, en la misma tesitura, que “Nietzsche determinó los ras-
gos que definen esa figura pública”, sin contar que en la estructura de Radiografía de
la pampa “también hay directrices nietzscheanas, no de detalle sino en la concepción
de la historia como un eterno retorno, en la fusión intuitiva de arte y filosofía y en su
actitud de ‘agonista’, en el sentido teatral de la propuesta ensayística y en la buscada fu-
sión de creador y receptor”. Frugoni de Fritzsche, Teresita, “La figura del ‘escritor’ en el
pensamiento de Martínez Estrada”, en 1933-1993. 60 años de Radiografía de la pampa.
Primer Congreso Internacional sobre la vida y la obra de Ezequiel Martínez Estrada, Bahía
Blanca, Fundación Ezequiel Martínez Estrada, 1995, p. 155.
12 Carlos Piñeiro Iñíguez encuentra que Martínez Estrada, como “Carlos Astrada,
fue alejándose de la tentación nietzscheana y de los irracionalismos, para acercarse a
formas de pensamiento que permitieran la realización de un programa esencial, basado
en un diagnóstico histórico preciso”. El autor juzga consistente con este presunto ale-
jamiento de Nietzsche, el que en “sus últimos años, Ezequiel Martínez Estrada intuyó
cuáles eran los grandes temas pendientes de la cuestión americana en toda su ontología
no metafísica”. Piñeiro Iñíguez, Carlos, “Ezequiel Martínez Estrada: desde la pampa,
la reconstrucción del texto americano”, en Pensadores Latinoamericanos del siglo XX.
Ideas, Utopía y Destino, Buenos Aires, Instituto Torcuato Di Tella-Siglo XXI, 2006, pp.
150-151.
13 Que María Pía López ve discipularmente en espejo con David Viñas, distin-
guiendo “método” y “estilo”. En parte –“en parte”, recalca María Pía- “el método pro-
viene de Martínez Estrada mientras el estilo es de cuño sarmientino”, porque “hay una
vuelta más que dar y es la de pensar la relación entre lo metodológico y lo estilístico”,
en tanto, la “cuestión central –nudo, intersección, centro- es el materialismo”, según su
criterio. “Filosofía, herramienta analítica, dramatización de la escritura”. López, María
Pía, “Anarquismo del estilo”, en Prismas. Revista de historia intelectual, Bernal, Univer-
sidad Nacional de Quilmes, N° 14, 2010, p. 153.
14 Aun la pobre imagen de la alegoría que nos presenta Paul Ricoeur frente a la
fuerza del mito, no deja de ser clara respecto de la función semántica que le asigna. En
efecto, Ricoeur muestra que el “mito tiene, pues, un alcance ontológico: apunta a la
relación –es decir, a la vez el salto y el paso, el corte y la sutura- entre el ser esencial del
hombre y su existencia histórica”, y “convierte la experiencia de la culpa en el centro de
una totalidad, en el centro de un mundo: el mundo de la culpa”. En cambio la “alegoría
siempre es susceptible de traducirse en un texto inteligible por sí mismo; una vez desci-
198
frado este texto superior, la alegoría cae como si fuera una vestimenta inútil; lo que la
alegoría mostraba, ocultándolo, puede decirse en un discurso directo que la sustituye”.
Ricoeur, Paul, Finitud y culpabilidad, Madrid, Trotta, 2004, p. 313.
15 Pero, según María Guadalupe Silva, la “preeminencia, la independencia, la mar-
ginalidad, la heterodoxia y la conciencia de la alta misión del intelectual en el contexto
social son constantes que el ensayista reclama en el escritor argentino y en todo escritor
universal”. Silva, María Guadalupe, “Lugones y Quiroga”, en 1895/1955. Centenario
del Nacimiento de Ezequiel Martínez Estrada. Segundo Congreso Internacional sobre la
vida y la obra de Ezequiel Martínez Estrada, Bahía Blanca, Fundación Ezequiel Martínez
Estrada, 1996, p. 214.
16 Leemos en un informe de Lucía Piossek Prebisch que llama “la atención en Mar-
tínez Estrada el manejo de la obra nietzscheana, en una medida que no se aprecia aún
en [Francisco] Romero. Para Martínez Estrada, Nietzsche es un pensador fundamental-
mente religioso”. Piossek Prebisch, Lucía, “Para una historia de las ideas en Argentina.
La recepción de Nietzsche”, en Cuadernos de Filosofía, Buenos Aires, Instituto de Filo-
sofía, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, Nº 41, abril de 1995, p. 125.
17 Sebastián Abad constata que lo “que aquí importa es que la urgencia llevó a nues-
tro autor a la creencia de que tenía que confrontar con la tradición filosófica occidental
para poder hablar de nuestro país”, y, “en particular, ver cómo en una confrontación
supuestamente especulativa la urgencia predomina hasta tal punto que se acaba por
hablar de otra cosa”. Abad, Sebastián, “La verdad se cobra al heraldo. Martínez Estrada
frente a Nietzsche”, en Instantes y azares. Escrituras nietzscheanas, Buenos Aires, Año 1,
Nº 1, primavera de 2001.
18 Pedro Luis Barcia, en su caracterización de la obra de nuestro ensayista, estima
que su “concepción es un pesimismo no absoluto”, ya que si “éste fuera radical sólo
habría escrito imágenes que lo reflejaran: el lamento lírico, la clausurada situación na-
rrativa o la angustiosa pieza teatral”. A pesar de ello, recuerda Barcia, “primó en él cierta
vociferante fobia de solitario, porque su ethymon espiritual estaba amasado de opresión
y angustia.” Barcia, Pedro Luis, “Ezequiel Martínez Estrada. El desterrado en su país”,
en La Nación, (Sección Cultura), 19 de noviembre de 1995, p. 2.
19 Reticente a valorar este rasgo, Leónidas Barletta advierte que Martínez Estrada
“condena con razón el ‘nacionalismo orgulloso’, pero atribuir a una nación o a un linaje
un destino trágico, más allá de las comunes vicisitudes humanas, es también una sober-
bia nacionalista”, Barletta, Léonidas, “Los escritores frente a una actitud. Martínez Es-
trada y el país”, en Atlántida, Buenos Aires, Vol 43, Nº 1123, setiembre de 1960, p. 25
20 “La consigna era vencer el desierto y la barbarie: el desierto físico y el desierto
moral”, dice un entusiasta Santiago Monserrat, sin olvidar que se trata de una consigna
magnífica que no se realizó. Por ello el “desierto físico pudo vencerse en parte”, pero “el
desierto moral subsiste.” El Martín Fierro, establece el pensador cordobés, “tradujo en
cifra poética la hora y el medio en que acaece el áspero tránsito desde el pasado –que
la nación se propuso olvidar-, al presente, que concentra todas las aspiraciones del mo-
mento”. “En nuestros días –confía Monserrat-, Saúl Taborda y Ezequiel Martínez Es-
trada han puntualizado debidamente el hecho”. Monserrat, Santiago, Sentido y misión
del pensamiento argentino, Córdoba, Dirección General de Publicaciones, Universidad
199
Nacional de Córdoba, 1963, p. 111.
21 Respecto al método de “la indagación socioantropológica de Martínez Estrada”,
-empleado en sus escritos sobre los Estados Unidos-, Joaquín Roy repara en “que esta
vía directa, intuitiva, era la favorita del pensador argentino y de tantos otros intelectua-
les iberoamericanos: antes de optar por la disección empírica de la realidad, se apresta-
ban al asalto rápido de la verdad, guiados por una chispa de intuición que unas veces los
llevaba al fracaso y otras a la más absoluta de las certidumbres”. Roy, Joaquín, “Ezequiel
Martínez Estrada y los Estados Unidos”, en Revista Interamericana de Bibliografía. In-
ter-American Review of Bibliography, Washington D.C., Vol XXVIII, Nº 1, enero-marzo
1978, p. 27.
22 El célebre lingüista francés Èmile Benveniste distinguió la fuerza expresiva de
la “blasfemia” y la “eufemia” sobre la base del mecanismo semántico originado en la
interdicción bíblica de pronunciar el nombre de Dios. Se refiere al proceso de sustitu-
ción por medio del cual lo sagrado es aludido a través de otras palabras, encubriendo
la intención perjuradora. De ello resulta el reniego, exclamación que manifiesta emo-
cionalmente la infracción al tabú lingüístico pero a través de deformaciones léxicas que
enmascaran, en forma de “eufemia”, el significado subsistente de la “blasfemia”. Por
efecto de la anulación de su contenido sémico concretada por la eufemia, dice Benvenis-
te, “la blasfemia alude a una profanación por el habla, sin consumarla, y desempeña su
función psíquica, pero invirtiéndola y disfrazándola”. Benveniste, Èmile, “La blasfemia
y la eufemia”, en Problemas de lingüística general II, México, Siglo XXI, 1985, p. 259.
23 Andrés Avellaneda observa que muchos de sus cuentos se desenvuelven dentro
“de un mundo en que predomina la agresión y la hostilidad, al cerco y el acoso social”,
plagado de escenarios laberínticos, en los cuales hay “entrecruzamiento de pasadizos,
escaleras, corredores, niveles, cuartos, puertas ciegas, donde los personajes se pierden
y deambulan desamparados con la sensación de ser víctimas de la hostilidad y del ab-
surdo”. Para Andrés Avellaneda, lo “laberíntico es tan decisivo que aparece inclusive en
espacios abiertos, en medio de una romería o de un campo, durante la noche.” Avellane-
da, Andrés, “Historia de un profeta argentino”, en La Opinión, (Suplemento Cultural),
17 de noviembre de 1974, p. 6.
Tras su examen de las semejanzas entre el universo kafkiano y los cuentos de Martí-
nez Estrada, el lector persistente de Marínez Estrada que es Enrique Anderson Imbert
-que tampoco se privará del repudio político-, deduce que “los cuentos podrían ador-
nar, como gráficas ilustraciones, el texto, no tanto de los ensayos de Radiografía de la
pampa (1933) y La cabeza de Goliat (1940) cuanto de los escritos durante las dictaduras
militares de 1943 en adelante, incluyendo, naturalmente, la del coronel Perón”. Ander-
son Imbert, Enrique, “Kafka y Martínez Estrada” (1988), en El realismo mágico y otros
ensayos, Caracas, Monte Ávila, 1992, pp. 178-179.
Ya a fines de la década del ochenta Horacio González advertía que en sus cuentos,
Martínez Estrada se mostraba como un profeta que “estaba inmerso en la actividad más
antiprofética que se conoce, que es la de escribir literatura de ficción”, por eso es que
“su escritura capaz de hacer cómputos de almas punidas y de almas salvadas, ganaba
en sus cuentos un aspecto humorístico, juguetón, agnóstico, amigo de lo apócrifo y de
la compasiva cachada contra las taras nacionales, que sus ensayos buscaban exorcizar”.
200
González, Horacio, “El rostro humano del profeta”, en diario Córdoba, (Suplemento
Cultural), Córdoba, 7 de mayo de 1989, p. 3.
Carmen André de Ubach encuentra correspondencias entre “La inundación” y el
film El ángel exterminador del español Luis Buñuel. Muestra, por ejemplo, que si en el
cuento de Martínez Estrada la “irrupción de lo ‘profano’ –el pueblo y sus instintos- en
el ámbito de lo ‘sagrado’ –la iglesia y sus formas-, es descripta como un sacrilegio”, en el
film de Buñuel se presenta “a un grupo de burgueses que, por una fuerza inexplicable,
no pueden salir de la mansión donde se han reunido a cenar luego de una función de
ópera, y que a lo largo del encierro forzoso van cayendo en la degradación”. André de
Ubach, Carmen, “Un cruce singular: Buñuel-Martínez Estrada”, en AA.VV., Primeras
Jornadas Internacionales de Literatura Argentina/Comparatista. Actas, Buenos Aires, Fa-
cultad de Filosofía y Letras, UBA, 1995, p. 98.
24 El joven David Viñas había escrito sobre la representación de la realidad en “La
inundación”, que el mundo es lo que está ahí abajo, muy “por debajo del escritor puro
que describe”, para quien sólo “sirven los ojos”. Weinbaum, Raquel [David Viñas”],
“Los ojos de Martínez Estrada”, en Contorno, Nº 4, Buenos Aires, diciembre de 1954,
p. 1.
25 Contrariando la recomendación de Borges, nos permitimos acotar que el nom-
bre Demetrio se presta a una alegoría filológica igualmente significativa. Ello si estima-
mos que se atribuye convencionalmente bajo el nombre de “Demetrio” (circa Siglo I) la
redacción del estudio Sobre el estilo. Dada esa analogía con el estilista Demetrio, también
el nombre del cura podría reenviar al sentido figurado de que Martínez Estrada padece
la condición de ser un ensayista y estilista “solo y sin protectores.” Cf. Demetrio, Sobre
el estilo, (Introducciones, traducción y notas de José García López), Madrid, Gredos,
2002.
26 “Martínez Estrada se interesaba por formar no una Argentina nueva, sino un
nuevo argentino”, apunta agudamente Raúl Castagnino en consonancia con la visión
de Pedro Orgambide. Castagnino, Raúl H., “Radiografía espiritual de Ezequiel Mar-
tínez Estrada”, en AA.VV, Homenaje a Ezequiel Martínez Estrada 1895-1964, Buenos
Aires, Academia Argentina de Letras, 1997, p. 48.
27 Celia De Diego acepta que si “Martínez Estrada, llevado por una pasión cuyo
exceso lo arranca a veces del cauce, acusa en su obra, con carácter profético y apocalípti-
co, los errores que ve dentro de su país, bien está”, porque tal “es Martínez Estrada y de
acuerdo a esa estampa debe juzgárselo”. De Diego, Celia, “La sinrazón razonada de los
parricidas”, en Ficción, Buenos Aires, Nº 12, marzo-abril de 1958, p. 99.
28 Juan Pinto establece que hay “en la obra de Martínez Estrada un encarnizado
afán de exhaustividad y muchas páginas dejan en el lector un intenso regusto pesimis-
ta”, y añade que “Radiografía de la pampa y su análisis del Martín Fierro suponen en
su autor una inteligencia lancinante, capaz de llegar al último límite de la inducción,
descarnando la realidad”, pues Martínez Estrada, observa Pinto, “en violentas síntesis
consigue violentas claridades”, con lo que es “el ensayista argentino que más hondo ha
calado en la realidad del país”, y tal “vez por eso el pesimismo es un ramalazo constante
en sus páginas”. Pinto, Juan, Breviario de literatura argentina contemporánea, Buenos
Aires, La Mandrágora, 1958, p. 218.
201
Según el crítico Jorge Rivera, con Ezequiel Martínez Estrada el ensayismo de inter-
pretación ingresa de lleno en la etapa del “diagnóstico pesimista”, dotado de un corpus
de fuentes europeas donde destacan, además de Keyserling, Spengler y Frank, Nietzsche,
Simmel, Freud, Jung, Frazer y Lévy Bruhl. Aunque, añade el crítico, “junto con esta
puesta al día instrumental, percibimos asimismo latencias e invariancias que abrevan en
fuentes más notorias y menos sofisticadas, hasta el punto de justificarse la presunción de
que el remozamiento asumido por Martínez Estrada sólo tiende a reforzar, por vías más
conspicuas y modernas, el viejo arsenal ideológico del siglo XIX.” Rivera, Jorge B., “El
ensayo de interpretación. Del Centenario a la década de 1930”, en Capítulo. La historia
de la literatura argentina, Nº 74, Buenos Aires, CEAL, 1980, p. 452.
El filósofo Eugenio Pucciarelli alcanza a ver, pensando en la moralidad profunda del
propio Martínez Estrada, “que el espectáculo del mal metafísico no exime del deber de
cumplir las obligaciones éticas en el campo de la sociedad, la primera de las cuales es la
creación de condiciones que aseguren la igualdad de todos los hombres”, de modo que
solamente aquél que “al amparo de esta desigualdad, llegue a ser plenamente hombre
alcanzará en toda su hondura la visión de los males que afligen irremediablemente a la
condición humana y que inspiran una apreciación pesimista de la vida”. Pucciarelli,
Eugenio, “Motivos filosóficos en la poesía de Martínez Estrada” (1977), en Ezequiel
Martínez Estrada. Poesía, filosofía y realidad nacional, Buenos Aires, Publicaciones del
Centro de Estudios Filosóficos, Nº 6, Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires,
1986, p. 27.
29 Alfredo Roggiano llegó a sugerir que Martínez Estrada se dedicó al ensayo una
vez que se percató definitivamente de sus escasas dotes como poeta. “Hijo de un deter-
minismo que pide alas a los últimos historicistas, mezcla de Spengler, Simmel y Brinton
y teniendo como dios supremo al Nietzsche de todas las negaciones, Martínez Estrada
se ha apoderado de la realidad argentina para meterla en sus maletas de nihilismo y em-
prender su cruzada redentora convencido de que él es el agonista insustituible del mila-
gro esperado”, señala Roggiano, en cuyo perfil además añade que el ensayista demuestra
autenticidad, “valentía, honestidad, intuiciones y análisis profundos y esclarecedores
como nunca se vieron en las tierras del Plata; pero también arbitrariedad, mucho de
acto gratuito y de nada existencial, que pone en la juventud, a la que se dirige con cati-
linarias y exhortaciones entre socráticas y energúmenas, un rictus de muerte y de cruel
amargura.” Roggiano, Alfredo Ángel, “Martínez Estrada, Ezequiel”, en Diccionario de
la literatura latinoamericana. Argentina. Segunda Parte, Washignton D.C, Unión Pana-
mericana, 1961, p. 334.
Entre los reparos al significante geográfico, Horacio Nieva apunta que “Martínez
Estrada fue aceptado por sus contemporáneos, menos como poeta, más como ensayis-
ta”, provisto de una “escritura superlativa a pesar de esa metonimia excesiva, en la cual
muchos incurrieron al aludir a la Pampa como territorio mental absoluto de la Argenti-
na, cuya etimología sugiere yacimientos de plata y las llanuras no son pródigas en cuen-
cas argentíferas”. Nieva, Horacio, “Los Nietzsche de Carlos Astrada y Ezequiel Martínez
Estrada o el modo vital de abjurar de los credos trascendidos”, en La Biblioteca, Buenos
Aires, Nos. 2-3, Invierno de 2005, p. 193.
30 En un obituario, el escritor y periodista chaqueño Guido Miranda concluye que
202
para “la generación a que pertenece quien escribe estas páginas, el grande compatriota
desaparecido era sin saberlo un amigo en permanente diálogo; la ayudó a atravesar con
el bagaje de ciertas ideas vivas tiempos difíciles para la Nación y el pueblo argentino,
más no como un mentor inapelable porque con Ezequiel Martínez Estrada –maestro-
podían tenerse graves discrepancias sin cesar por ello de frecuentarlo”, mientras que
para “las nuevas generaciones, que sin duda andarán en la huella de su pensamiento,
queda el legado de una vasta obra –como el suelo pampeano- susceptible de infinito la-
boreo”. Miranda, Guido, “Ezequiel Martínez Estrada, escritor e ideólogo”, en Nordeste,
Resistencia, Nº 6, diciembre de 1964, p. 296.
31 Juan Pinto, consigna que hay “en Martínez Estrada una inteligencia en función
estética, pero abierta a todos los problemas del ser humano, capaz de grandes ahon-
damientos, como lo demuestra su magistral Radiografía de la Pampa, y capaz de las
apretadas síntesis expresivas, como se advierte en su Panorama de las literaturas”. Pinto,
Juan, “Martínez Estrada, Ezequiel”, en Diccionario de la República Argentina. Históri-
co-geográfico-biográfico-literario, Buenos Aires, Mundo Atlántico, 1950, p. 436.
32 “El respaldo de Martínez Estrada a las políticas culturales de Glusberg será cons-
tante”, informa Horacio Tarcus (Cartas de una hermandad. Leopoldo Lugones, Horacio
Quiroga, Ezequiel Martínez Estrada, Luis Franco, Samuel Glusberg, Buenos Aires, Eme-
cé, 2009, p. 43).
33 Todavía en sus últimos años, dice Martínez Estrada de Lugones durante una
entrevista: “Tenía talento, conducta, sensibilidad. Su vida fue un suicidio que duró 20
años, años en los que trató de destruirse a sí mismo”. “Samuel Feijóo. Conversando
con Martínez Estrada”, en El Escarabajo de Oro, Buenos Aires, Año 3, Nº 13, Mayo de
1962, p. 19.
34 “Argentinistas son también, en el mejor sentido de la expresión, el examen del
Martín Fierro y el recuerdo de Hudson y el discutido ensayo sobre Sarmiento”, cons-
tata Francisco Luis Bernárdez, y precisa que “también sus cavilaciones en torno de la
situación y el destino de Latinoamérica, siempre considerados con ojos que no podían
ser sino nuestros”, con lo que “aspiró a ser no un argentino de puertas adentro, como
en sus últimos días tendió a mostrarse orgullosamente Lugones, sino un argentino la-
tinoamericanista, que es lo que a fin de cuentas fueron los más puros fundadores de la
nacionalidad y, en la segunda mitad del siglo XIX, los verdaderos organizadores de la
República.” Bernárdez, Francisco Luis, “Recuerdo de Martínez Estrada”, en La Nación,
(Sección Cultura), 2 de enero de 1972, p. 2.
35 Cuando sostuvo, en medio del conocido episodio de la polémica por el gobier-
no que surge tras el golpe de 1955, efectivamente, que desde “Montaigne, el escritor
propende a dramatizarse, a ser el más tenaz de los personajes creados o proyectados por
él”, y que tal “personaje, en el caso de Ezequiel Martínez Estrada, es un profeta bíblico,
una especie de sagrado energúmeno”. “El profeta comporta impíos y malvados que
apostrofar”, seguía diciendo Borges -uno de los acusados- de este retórico de la eman-
cipación salvífica, porque ello también convenía evidentemente al “estilo profético”.
Borges, Jorge Luis, “Una efusión de Ezequiel Martínez Estrada”, en Sur, Buenos Aires,
N° 242, septiembre-octubre de 1956.
36 Werner Jaeger ha expuesto magistralmente que la paideia griega considerada
203
como un modelo humanístico-universal no puede separarse de un cosmos que asu-
me al hombre esencialmente como un ser político. No puede comprenderse el sentido
comunitario de la areté griega sin este marco histórico-conceptivo, tan lejano de la
matriz moderno-burguesa. La educación vista como la formación de la personalidad
humana mediante el consejo constante y la dirección espiritual, es una característica
aristocrática que también repudia el igualitarismo contemporáneo. Ya en su trasfondo
arcaico y politeísta, la “lucha para llegar a la conquista del corazón humano, expresa el
íntimo conflicto entre las pasiones ciegas y la más clara intelección, considerado como
el auténtico problema de toda educación en el más profundo sentido de la palabra”.
Ciertamente, “no hay que relacionar esto en modo alguno con el concepto moderno de
decisión libre, ni con la idea, correlativa, de culpa”, porque la “antigua concepción es
mucho más amplia y, por lo mismo, más trágica”. Jaeger, Werner, Paidea: los ideales de
la cultura griega, México, FCE, 2010, p. 42.
37 Leemos en uno de sus fragmentos inéditos que los “anarquistas y los cristia-
nos puros fueron los únicos que comprendieron que es el orden y fundamento de las
relaciones humanas lo que debe reestructurarse; que perfeccionar el sistema económi-
co capitalista era consolidarlo, y revelar las fallas, el tratamiento con que pueden ser
técnicamente corregidas”. Martínez Estrada, Ezequiel, “Técnica, Ciudad, Ajedrez”, en
Artefacto, Buenos Aires, Nº 3, Eudeba, 1999, p. 161.
38 Jorge Paita estima que desde la aparición de algunos artículos que integran Cua-
drante del Pampero, Ezequiel Martínez Estrada se ha transformado en el “caso Martí-
nez Estrada”, y ello lo “indican claramente los comentarios y silencios que concita, los
fervores y repulsas de que es objeto, las publicaciones en que colabora o no colabora,
su público lector indudablemente dividido en discrepantes y devotos.” Paita, Jorge A.,
“Nuestra actualidad pública”, en Sur, Buenos Aires, Nº 243, noviembre y diciembre de
1956, p. 69.
39 Máximo Etchecopar ya sostenía a mediados de los años cincuenta que “Radiogra-
fía de la Pampa tiene un valor impar y ocupa un puesto de excepción, señero, en nues-
tras letras”, pues constituye “el único encaramiento veraz con la realidad sociológica del
país en circunstancias –la circunstancia precisa, de ahí su indiscutible oportunidad- en
que tal realidad por primera vez acaso se presta a describirla en toda su dramática y ás-
pera significación”. Etchecopar, Máximo, Esquema de la Argentina, Buenos Aires, ENE,
1956, pp. 70-71.
Todavía a fines de los años noventa, Adolfo Prieto no se sustrae a la tentación de
confesar que en su relectura de la Radiografía de la pampa, “más allá de previsibles de-
cepciones y ajustes personales”, el libro se le presenta “como un impresionante trabajo
de escritura, como un inagotable ejercicio de imaginación, como una obsesiva, aunque
errática, compulsa de fuentes, como el eje configurador de una red textual única en la
literatura argentina contemporánea, como la apuesta de un intelectual que supo optar
por el riesgo antes que por la complacencia.” Prieto, Adolfo, “Radiografía de la pampa:
configuración de un clásico”, en Altamirano, Carlos, La Argentina del siglo XX, Quil-
mes, Ariel, 1999, p. 50.
La crítica Liliana Weinberg es la encargada de codificar la clave de recepción del
libro en su reedición por la Editorial de la Universidad de Buenos Aires. Esta especia-
204
lista afirma que la “publicación en 1933 de Radiografía de la pampa, gran ensayo de
interpretación de la vida argentina escrito por Ezequiel Martínez Estrada, constituye
un parteaguas en la historia de nuestra literatura y una refundación del ensayo de in-
dagación de lo nacional”. Weinberg, Liliana, “Radiografía de la pampa: un libro de
fundación”, en Martínez Estrada, Ezequiel, Radiografía de la pampa, (Prólogo de Liliana
Weinberg), Buenos Aires, Eudeba, 2011 (1º ed. 1933), p. 7. Liliana Weinberg remite
a su vez al historiador de las ideas Gregorio Weinberg, cuando en la edición crítica de
Radiografía de la pampa por la Colección Archivos, declara que constituye “Radiografía
de la pampa –junto al Facundo y al Martín Fierro- uno de los libros fundacionales de la
literatura argentina; más aún, de la latinoamericana”. Weinberg, Gregorio, “Liminar”,
en Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa, (Edición Crítica: Leo Pollmann
coord.), Buenos Aires, Colección Archivos-FCE, 1993, p. XV.
40 La fuerza ética del ensayismo de Martínez Estrada es subrayada por Paolo Di
Pietro cuando señala que “parte de la fuerza corrosiva del análisis estradiano reside
en el hecho de que su crítica cala incisivamente en el plano moral, y no es casual que
Radiografía de la Pampa se cierre abordando esta temática”, por cuanto atraviesa “todo
el texto el anhelo de una vida fundada no en la riqueza y en el aparentar sino en una
moral auténtica y substancial.” Di Pietro, Paolo, “Radiografía de la pampa. Sesenta años
de debate cultural”, en Revista de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales, Segunda
Época, Buenos Aires, Año IX, Nº 19, Septiembre de 1994, p. 58.
41 Para Pilar Sanjuan, Martínez Estrada merece “un lugar muy especial entre los
ensayistas argentinos por su modo de interpretar la realidad de su país fuera de todo
convencionalismo”, en tanto que “nos presenta una Argentina hasta ahora desconocida,
vista al desnudo por un observador implacable que saca a la luz sombríos aspectos de
su pasado y de su presente”. Sanjuan, Pilar, “Martínez Estrada”, en El ensayo hispánico.
Estudio y antología, Madrid, Gredos, 1954, p. 378.
En un ensayo juvenil, Víctor Massuh declara que la “obra toda de Martínez Estrada
puede entenderse como un extraordinario intento de describir, en forma veraz y des-
piadada, los sucesivos enmascaramientos de la barbarie americana.” Massuh, Víctor, “El
activismo creador de Martí”, en América como inteligencia y pasión, México, Tezontle,
1955, p. 59.
Arturo López Peña, reconociendo que “dentro de nuestro mapa geográfico, político
y cultural, la pampa se nos aparece como una nota dominante”, consigna que “Martínez
Estrada, por su parte, considera que nuestra cultura es una formación de tipo pampea-
no”. Peña, Arturo López, Teoría del argentino, Buenos Aires, Abies, 1958, p. 33.
En el Sarmiento europeísta e importador que reclamaría un modelo extraño, de
“elementos transeúntes al alcance de la llanura rioplatense”, sin embargo, apunta Dardo
Cúneo, “había energía de pampa.” Supo Martínez Estrada que “conocer a Sarmiento
es conocernos a nosotros mismos”. “Su Radiografía de la pampa es la declaración de su
desesperanza al cabo del ejercicio riguroso de una fiscalía extremadamente rigurosa”,
porque le “duele la Argentina”. Cúneo, Dardo, “Sobre Ezequiel Martínez Estrada”, en
Aventura y letra de América Latina, Buenos Aires, Pleamar, 1964, p. 130. En la óptica
invertida y traspasante de Martínez Estrada, la pampa, en vez de “sugerir liberación”,
más bien “contrae, envuelve, repliega a su habitante como si en lugar de espacio abierto
205
y luminoso fuera ella un oscuro corredor por el que se detiene, en minuciosa pesquisa
judicial, la mano del autor, constatando, exhaustivamente y lentamente, supersticiones,
llagas, mezquindades, pareciendo que en hacerlo procurara colmar de gozo a las yemas
de los dedos en contacto con esas desgracias”. Cúneo, Dardo, El desencuentro argentino
1930-1955, Buenos Aires, Pleamar, 1965, p. 157.
Ricardo Mosquera afirma de ese genio demoníaco que es Martínez Estrada para
tantos, que “se sabía o se quería un maldito –un elegido que es lo mismo que un apar-
tado”, pues “con la voz profética y admonitoria decía que el gran pecado que se había
cometido era el de haber vivido siempre cerrando los ojos a los deberes de una vida
superior, realmente espiritual”. Mosquera, Ricardo, “Martínez Estrada en la lucha por
una Argentina contemporánea”, en AA.VV., Homenaje a Ezequiel Martínez Estrada,
Bahía Blanca, Extensión Cultural, Universidad Nacional del Sur, 1965, pp.
6-7. Coincidiendo con Mosquera, según Héctor Ciocchini, de nuevo en la línea de
inscripción de su subjetividad en las fuerzas demoníacas, debemos notar que el “mismo
demonio que susurraba al oído de Heine, de Kierkegaard, de Dostoiewsky, de Poe, de
Blake, habló muchas veces a Martínez Estrada”, y “como el demonio se muestra en for-
ma desconcertante, es el supremo artista, en esa alma musical tomó la voz de misiones
alucinantes.” Ciocchini, Héctor, “Notas, sin orden, para la contribución a una imagen
de Ezequiel Martínez Estrada”, en Homenaje a Ezequiel Martínez Estrada, ed. cit., p. 51.
José Bianco testimonia que nuestro ensayista hacía “pensar en un enciclopedista del
siglo XVIII, pero Martínez Estrada no era sólo filósofo sino también metafísico”. Bian-
co, José, “Escritores y amigos recuerdan a Don Ezequiel Martínez Estrada”, en La
Gaceta. Publicación del Fondo de Cultura Económica, México, Año XI, Nº 124, Diciem-
bre de 1964, p. 6.
Abelardo Castillo reconoce que cuando “hubo que animársele, lo leímos ya alec-
cionados sobre que resultaba antifilosófico, poco serio, dejarse fascinar por la poesía
telúrica de su Pampa, que era trágica, lujosa de ancestrales tinieblas, sabia en Mitos y
tempestades: como de Biblia”. “Entonces nos fascinó lo mismo”, se sincera Abelardo
Castillo. Castillo, Abelardo, “Escritores y amigos recuerdan a Don Ezequiel Martínez
Estrada”, en La Gaceta. Publicación del Fondo de Cultura Económica, Nº 124, p. 6.
Adolfo de Obieta encuentra que el “radiógrafo de 1933 halla un país anómalo,
magmático, contranatural y hasta teratológico, i-, semi- o contrarrealizado: falso o fal-
sificado”. Sintiéndose también un redentor romántico, “Martínez Estrada no cree que
podamos todavía, como ha podido el joven Alberdi, fiar ‘en nuestro modo de existir
juvenil y americano’, pues esa verificación carece de virtud ontológica o deontológico,
y cree sentir las tinieblas que se quisieron abjurar un siglo atrás aposentadas cómoda-
mente sobre la pampa”. De Obieta, Adolfo, “Ser, no ser y deber ser de la Argentina”, en
Sur. Homenaje a Ezequiel Martínez Estrada 1895-1964, Nº 295, Buenos Aires, Julio y
Agosto de 1965, p. 30.
Raúl Vera Ocampo nos muestra al profeta “a partir de su voz clamando en el de-
sierto”, y por quien “descubrimos el desierto y nos desesperamos por poblarlo”. Vera
Ocampo, Raúl, “El ‘Sarmiento’ de Martínez Estrada: un ensayo de autobiografía”, en
Sur. Homenaje a Ezequiel Martínez Estrada 1895-1964, Nº 295, Buenos Aires, Julio y
Agosto de 1965.
206
En su evocación, Jaime Rest establece que “la mayor enseñanza que nos ha legado
Martínez Estrada y la que más ha sido ignorada y resistida es la dimensión singular de
su patriotismo: nadie como él ha sabido decirnos que la lealtad a la tierra no disminuye
porque vaya acompañada de espíritu crítico”. Rest, Jaime, “Evocación de Martínez Es-
trada” en Sur. Homenaje a Ezequiel Martínez Estrada 1895-1964, Nº 295, Buenos Aires,
Julio y Agosto de 1965, p. 71. Pero Jaime Rest ya había valorado que “la obra de Martí-
nez Estrada, desde la Radiografía de la pampa hasta el presente, puede ser definida como
una constante y sostenida crítica de la obra sarmientina”. Rest, Jaime, Cuatro hipótesis
de la Argentina, Bahía Blanca, Extensión Cultural de la Universidad Nacional del Sur,
1960, p. 40. Se percata de que su “enfoque ha tenido mucho de interpretación ontológi-
ca, inapelable, -si se quiere- poética, circunstancia que siempre ha invitado a la polémica
y no pocas veces ha encontrado la agresiva resistencia”, al tiempo que “Martínez Estrada
tuvo la osadía de decirnos toda la verdad, sin contemplaciones, con absoluta crudeza”,
con la que “la suya fue, por consiguiente, una toma de conciencia que habría de proyec-
tarse en el pensamiento argentino de las décadas posteriores”, y porque “hasta aquellos
que combaten a Martínez Estrada son sus discípulos, en la medida en que él fue quien
les enseñó a buscar con lucidez implacable una definición del ser nacional”. Rest, Jaime,
“Trayectoria de Martínez Estrada”, en AA.VV., Homenaje a Ezequiel Martínez Estrada,
Bahía Blanca, Extensión Cultural, Universidad Nacional del Sur, 1965, p. 47-48.
Reynaldo Orfila Reynal repara, en contra de lo que juzga puros prejuicios sobre la
persona del maestro, en determinadas experiencias de sociabilidad que desmienten su
presunta intratabilidad, ya que, en verdad “Martínez Estrada, el inconforme constante,
el juez implacable, era el generoso, el ingenuo colaborador con toda obra limpia, sen-
cilla, que pudiera significar alguna afirmación rectificadora de la vida precaria que se
cumplía en la cultura, en las instituciones, en esos años penosos de la Argentina”. Orfila
Reynal, Reynaldo, “Nada más que un recuerdo”, en Casa de las Américas, La Habana,
Año V, Nº 33, noviembre-diciembre de 1965, p. 19.
Dice María Rosa Oliver de Martínez Estrada que, no obstante que su “pesimismo
respecto a nuestro país, era el de todo argentino que piensa, aunque más continuo y
acentuado”, a “Martínez Estrada la visión pesimista, y hasta fatalista, de su tierra natal,
sólo se le borraba cuando enfocaba la naturaleza de esta tierra: su vasta llanura, sus
montes aislados como islas, sus jinetes solitarios, y, muy particularmente sus pájaros”.
Oliver, María Rosa, “Un recuerdo”, en Casa de las Américas, La Habana, Nº 33, p. 28.
Emanuel Carballo opina que “Ezequiel Martínez Estrada es para mi gusto el escritor
más original con que cuentan las letras argentinas del siglo XX”, y que “si primero le
dolía el sur, después le dolieron el norte y el centro –todo el continente, con la excep-
ción de Cuba, el único de nuestros países que le produjo alegrías”. Carballo, Emanuel,
“Tres radiografías de Ezequiel Martínez Estrada”, en Casa de las Américas, La Habana,
Año V, Nº 33, p. 38.
Refiriéndose a la vida ética de Martínez Estrada, el crítico cubano Manuel Pedro
González observa que “Martínez Estrada era una especie de ‘francotirador’, un guerri-
llero intelectual en el ambiente porteño”, el “más rebelde, iconoclasta y acrático que en
la región del Plata se ha producido en este siglo”. González, Pedro Manuel, “Reflexiones
en torno a Ezequiel Martínez Estrada”, en Casa de las Américas, Nº 33, p. 57.
207
Ya Rodolfo Borello reparó en la dimensión paradojal del pensamiento estradiano.
Dice, en su aportación a la Historia de la literatura argentina, refiriéndose a Martínez
Estrada, que la “más restallante nota de su estilo es la paradoja frecuente y certera, que
acuña en fórmulas de rica fuerza asertiva conclusiones no siempre compartibles”. Bo-
rello, Rodolfo, “El ensayo moderno: Ezequiel Martínez Estrada”, en AA.VV., Capítulo.
Historia de la literatura argentina. Los contemporáneos, Tomo 3, Buenos Aires, CEAL,
1968, pp. 1048-1049. En clave didáctica, Rodolfo Borello se refiere a las “ideas bási-
cas de Martínez Estrada, teñidas de determinismo y ánimo pesimista”, que influyen
decisivamente en sus “discípulos confesos o no: Murena, Kusch, Mafud”. Todos ellos
aplican la “intuición o conjunto de intuiciones” del maestro, a fin de exponer en qué
forma nuestra comunidad se halla bajo la égida de “fuerzas irracionales, indefinibles y
no analizables”. Murena, el mejor continuador de Martínez Estrada a juicio de Rodolfo
Borello, “transfiere a planos metafísicos la comprensión y asunción de su realidad”, por
lo que este “trascendentalismo (ya telúrico, ya metafísico) está inspirado en la zona más
vulnerable de Martínez Estrada; y referido a América, ha originado una ingente suma de
libros e interpretaciones”. Borello, Rodolfo A., “El ensayo. 1930-1970”, en Capítulo. La
historia de la literatura argentina, Nº 110, Buenos Aires, CEAL, 1981, p. 486.
Astur Morsella advierte por cierto que en Martínez Estrada se reunían en “una
sola categoría estética y ética, es decir, una categoría de contenido casi religioso”. Para
Martínez Estrada, así, escribir, “fue su razón misma de vivir. En sus ensayos, no es una
mente disecadora y una prosa aguda lo que conmueven: es su propia humanidad, vol-
cada allí por jirones palpitantes de su propio cuerpo y por la impetuosidad de un alma
atormentada e inconsolable”. Morsella, Astur, Martínez Estrada, Buenos Aires, Plus
Ultra, 1973, pp. 39 y ss.
Oscar Bietti publica en 1978 una selección de textos de poesía, prosa y teatro de
Martínez Estrada. Véase: Bietti, Oscar, Ezequiel Martínez Estrada, (Prólogo de Oscar
Bietti), Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1978.
Por ejemplo, Julio Cortázar no dejará de evocar al maestro desde Cuba. El por en-
tonces ya muy afamado escritor recuerda que “en el Buenos Aires de los años cuarenta,
los jóvenes de mi generación y de mis gustos descubrieron pronto a Ezequiel Martínez
Estrada”, en libros como Radiografía de la pampa y La cabeza de Goliat, que “trajeron
una visión de la Argentina que era sobre todo una visión argentina, capaz de prescindir
en gran parte de las influencias filosóficas europeas que en esos años se hacían sentir de
una manera casi siempre excesiva, se tratara de Ortega, de Keyserling, de Bergson o de
Spengler”. Cortázar, Julio, “Recordación de Don Ezequiel”, en Casa de las Américas, La
Habana, Año XXI, Nº 121, julio-agosto de 1980, p. 66.
“Sus múltiples formas de vincularse al país todavía tendrán al inquisidor, al implo-
rante y al desdeñoso”, manifiesta Alfredo Rubione, sabiendo que se trataba de un ensa-
yista “de lo patético” que era un colonizado “para los nacionalistas, antiperonista para
los peronistas, profeta para los laicos, laico para los religiosos, religioso para los ateos,
izquierdista para los fascistas”, y que hacia los últimos años de su vida “se va quedando
solo”. “En un sentido fue un santo laico y su efecto el demoníaco”, dice Alfredo Rubio-
ne ejerciendo el arte paradojal y solidariamente antitético del maestro, y añade que si
como “santo no tiene aún (o a lo mejor desapareció definitivamente) la religión que lo
208
venere, como demonio se lo continúa exorcizando”. Rubione, Alfredo V. E., “Ezequiel
Martínez Estrada”, en Capítulo. La historia de la literatura argentina, Nº 84, Buenos
Aires, CEAL, 1981, pp. 505 y ss.
Respecto a la aparición de Sobre héroes y tumbas, fenómeno literario al que Fogwill
le hinca el diente sin omitir ningún controvertido aspecto, en un momento indica,
algo inesperadamente, que en “el momento en que Sábato escribió la novela, existían
dos influencias fuertes (al margen de la revista Sur): Martínez Estrada y Julio Mafud”,
quienes, precisa el escritor, practicaban una “sociología salvaje”, por medio de la cual
“indagaron sobre el carácter nacional”, aunque también aclara que “hoy en día ese pen-
samiento resulta demasiado raro o exótico”. Fogwill, [Enrique], “Sobre héroes y tumbas
(1961), de Ernesto Sábato”, en Margulis, Alejandro, Los libros de los argentinos. Entre-
vistas de Alejandro Margulis, Buenos Aires, El Ateneo, 1998, p. 185.
En actitud a la vez admirativa y prevenida, Marcela Croce encuentra -acreditada
por la tradición de la recepción- que “antes que la oposición ciudad/campo se plantea
en Martínez Estrada la dialéctica ciudad/desierto que traduce en términos espaciales
la dicotomía de Sarmiento”, pues tanto “Radiografía de la pampa como La cabeza de
Goliat se organizan en torno a la incógnita del desierto y el drama de la llanura, es decir,
alrededor del determinismo geográfico que se encuentra en el origen de la teratología
metropolitana”. También coincide Marcela Croce sobre ese trayecto que a medida “que
la mirada cientificista se desplaza a la mirada intimista, las intuiciones proliferan y la
crítica anárquica de Martínez Estrada se enfatiza como atentado individual”, por cuanto
en él la “crítica es un exabrupto, una forma admitida de arrojar piedras, que oscila entre
la impugnación y el lamento”. Croce, Marcela, “De la metrópolis a la necrópolis. La
historia de las patologías urbanas en el diagnóstico de Martínez Estrada”, en Artefacto,
Buenos Aires, Nº 3, Eudeba, 1999, pp. 167 y 174.
A propósito de los manuscritos inéditos y de una referencia a la alegoría martí-
nez-estradiana, que “deberíamos conocer el mapa de la cárcel donde estamos confina-
dos”, Flavia Costa acota lúcidamente que “el geógrafo Martínez Estrada sigue convo-
cando a una tarea mucho más vital: la lectura y relectura de esos mapas encendidos,
pasionales”. Costa, Flavia, “Papeles perdidos de Ezequiel Martínez Estrada. Un legado
pasional y sumergido”, en Clarín, Buenos Aires, (Suplemento Cultura y Nación), 18 de
Mayo de 2002, p. 2.
De acuerdo con la profusión de influencias consignada por Mariano Calbi, sería
posible probar que “Martínez Estrada organiza (‘configura’, diría Simmel) el despliegue
epistémico de la actividad sensorial con el fin de sustraerse a las regulaciones del mer-
cado y la tecnología: el ensayo adviene no como reflejo sino creación de un ‘ámbito de
destino’, y propicia el desmoronamiento del mundo solidificado de los sistemas por me-
dio de un saqueo desarreglado de sus categorías y definiciones”. Calbi, Mariano, “Na-
turaleza y cultura en la ensayística de Martínez Estrada”, en Rosa, Nicolás (ed.), Histo-
ria del ensayo argentino. Intervenciones, coaliciones, interferencias, Madrid-Buenos Aires,
2002, p. 318. Para una precisión en torno a Freyer: Cf. Weinberg, Liliana, “Ezequiel
Martínez: lo real ominoso y los límites del mal”, en Jitrik, Noé (dir.), Historia Crítica de
la Literatura Argentina. El oficio se afirma, (directora del volumen Silvia Saítta), Vol. 9,
Buenos Aires, Emecé, 2004, p. 415.
209
En su empeño por ver a Martínez Estrada como un avizor posmoderno de la “dis-
locación” de la idea culturalista de nación, Silvia Rosman insiste, no sin prolijidad, que
en la Radiografía de la pampa “para Martínez Estrada la nación se convierte en una
realidad falseada, en un simulacro”, lo que si bien valdría en bloque para la representa-
ción imaginaria de su comunidad imposible como tal, sin embargo, requiere precisar
que la “unidad de la nación y la posibilidad de representar esa unidad no se cuestionan
seriamente hasta siete años más tarde, con la publicación de La cabeza de Goliat”. De
modo que si “la contigüidad entre ser y nación (ser nacional) es insostenible, entonces
la lectura de Martínez Estrada hace posible concebir una literatura argentina que ya no
dependa del significante nacional”. Rosman, Silvia, “Imagen, historia, tradición: las
alter-naciones de Ezequiel Martínez Estrada”, en Dislocaciones culturales: nación, sujeto
y comunidad en América Latina, Rosario, Beatriz Viterbo, 2003, p. 61. En otro lugar la
investigadora escribe que ese “mundo maravilloso de la vida rural descrito por Hudson
vendría a constituir una ‘edad de oro’ en la que una Argentina profunda florecía y las
masas no habían cambiado para siempre las fuerzas políticas del país”, ya que, es “el
estridente antiperonismo de Martínez Estrada que, en estas lecturas, se convierte en un
parámetro explicativo de su valoración de los textos de Hudson, de la misma manera
que las reseñas de Borges vendrían a confirmar la etapa de un criollismo nacionalista”.
Rosman, Silvia, “Prólogo”, en Ezequiel Martínez Estrada, El mundo maravilloso de Gui-
llermo Enrique Hudson, Rosario, 2001, p. 8.
Arturo Carrera conjetura y arriesga que “El mundo maravilloso de Guillermo Enrique
Hudson es el gran homenaje y el gran ensayo secreto que Martínez Estrada le debía a
la poesía”, y estima que “tanto para Borges como para EME (ambos introductores de
Hudson en los debates sobre la literatura nacional), los textos del naturalista, escritos
en inglés, subvierten los principios del nacionalismo cultural al poner en tela de juicio
la noción de una unidad lingüística capaz de fundamentar y fundar la política de la
comunidad nacional”. Carrera, Arturo, “La poética del naturalista”, en Clarín, Buenos
Aires, (Suplemento Cultura y Nación), 18 de Mayo de 2002, p. 5.
42 El ensayista uruguayo Roberto Fabregat Cúneo apunta que si “Keyserling afir-
mó sin ambages que nuestras gentes se encuentran en el estado que ofrecían los hititas
hacia cosa de treinta mil años”, por su parte “Martínez Estrada expresa que el hombre
pampeano se encuentra en la prehistoria.” De este primitivismo, “el mismo Martínez
Estrada hace notar el ansia del habitante pampeano para anularse a sí mismo mediante
sensaciones primordiales: la mujer, la tierra, la bebida.” Fabregat Cúneo, Roberto, Ca-
racteres sudamericanos, México, Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad
Nacional de México D. F., 1950, p. 170. [¿cita sobre Radiografía de la P?]
Alberto Zum Felde no duda de que Radiografía de la pampa es el “estudio que se
encuentra entre los más valiosos de la ensayística americana contemporánea”, y que
dentro del vasto movimiento latinoamericano de “restauración de la metafísica” que
se origina tras la caída de la hegemonía positivista, el “autoanálisis nacional” encarado
por Martínez Estrada a partir de “su fatalidad de espacio-tiempo real, concreto”, es un
“análisis espectral” que se encamina, en clave conservadora, a imputar al desengaño de
la civilización sarmientina desde una “Biblia del pesimismo” y “profecía del fracaso”.
Zum Felde, Alberto, Índice crítico de la literatura hispanoamericana. Los ensayistas, Mé-
210
xico, Guarania, 1954, p. 476.
Robert Mead advierte que, preocupado “tan hondamente como Sarmiento por el
destino de su patria y de la América está el argentino Ezequiel Martínez Estrada”, quien
interpreta “la realidad de la pampa del siglo XX, como antes lo hiciera su gran antecesor
del siglo XIX, pero sin el optimismo de Sarmiento”. El crítico norteamericano entiende
que la Radiografía de la pampa “es el mejor examen del país, completo y pormenorizado,
que se ha hecho”, surgido “de sus meditaciones sobre la crisis moral de 1930 en la Ar-
gentina”, en un libro que resulta “cruel en su análisis, desengañado en el corazón”, y que
“sondea e ilumina oscuras regiones de la subconsciencia argentina”. Mead Jr., Robert
G., Breve historia del ensayo hispanoamericano, México, De Andrea, 1956, pp.118-119.
En carácter de amigo personal, Luis Di Iorio pretende testimoniar la influencia
central y última de Sarmiento en Martínez Estrada, y escribe que ése “es el limo desde
el cual se proyectaron a lo ancho y a lo alto, como un árbol fuerte y ahora venerable
que no doblegan los vientos, Radiografía de la Pampa y La cabeza de Goliat”, puesto que
estos libros “no habrían visto la luz sin el Facundo; aunque entre otros dones tendríamos
siempre este monumento en vida: Muerte y transfiguración de Martín Fierro”. Di Iorio,
Luis, “La pluma y la azada”, en Sur, Buenos Aires, Nº 247, julio y agosto de 1957, p.
71.
Bernardo Verbitsky aprecia que Radiografía de la Pampa “es la continuación del
Facundo pero pasando por Waldo Frank”, pues “la presencia de Waldo Frank” no “es
una objeción sin un elemento a tener en cuenta para comprender el método de Martí-
nez Estrada y para llegar al sentido y a la valoración de su obra”. Verbitsky, Bernardo,
“Martínez Estrada. Un todo sinfónico”, en Hoy en la cultura, Buenos Aires, No. 18,
enero-febrero de 1965, pp. 6-7.
Respecto a la postura interpretativa de Radiografía de la pampa, César Fernández
Moreno estima que la “tesis general del libro viene así a parar en una especie de oposi-
ción al Facundo, en cuanto corrige y afina el planteo polar de Sarmiento, haciendo ver
que no basta con oponer la civilización a la barbarie en forma frontal, exterior”, sino
que debe “existir además un proceso de interacción que poco a poco lleva a la madurez
y que, por haber faltado en la Argentina, lo conduce al catastrófico estado que Martínez
Estrada denuncia”. Asimismo, arriesga conscientemente la opinión de “que se puede
considerar a Radiografía de la pampa el más importante libro que se escribió en la Ar-
gentina del siglo XX, al nivel de un Facundo o de un Martín Fierro en el XIX”. Fernán-
dez Moreno, César, “Martínez Estrada frente a la Argentina”, Nuevo Mundo, Paris, Nº
1, julio de 1966, pp. 40-41. Asimismo, muestra que, como “culminación de su proceso
ideológico y vital, Martínez Estrada termina por irse de la Argentina y se instala en la
Cuba revolucionaria”, pues incómodo “en el mundo argentino, se va a la porción de te-
rritorio americano que, incómoda en este mundo occidental, evoluciona, a su vez, hacia
otros mundos”. Fernández Moreno, César, “La Argentina frente a Martínez Estrada”,
Nuevo Mundo, Paris, Nº 2, Agosto de 1966, p. 37.
José Carlos Mainer reconoce que la “vida de Ezequiel Martínez Estrada ha estado
siempre al servicio de la revolución de las conciencias americanas, fuera en sus últimas
estancias en la Cuba socialista de hoy o en las ya lejanos días de su Radiografía
de la pampa (1933)”, donde “Martínez Estrada aceptó de principio su radicalidad de
211
argentino al liberarse de ella en su implacable Radiografía de la Pampa, encarnación en
el inconsciente colectivo y redención consiguiente del pecado original de haber nacido
argentino”. Mainer, José Carlos, “E. Martínez Estrada en lo argentino. Notas a un li-
bro”, en Ínsula, Madrid, Año XXI, Nº 232, Marzo de 1966, p. 5.
Guillermo Ara de acuerdo a la tesis de que nuestra “filosofía, nuestra poesía, nuestro
teatro o nuestra novela, igual que nuestro ensayo –casi todos nuestros esfuerzos litera-
rios concurren a él- han sido siempre un sondeo angustioso, una meditación desvelada y
torturante del ‘yo’ evasivo de la argentinidad”, anota pronto que Radiografía de la pampa
es una “descarga urgente, incontenible y dolorosa”, porque su “análisis espectral de la
realidad argentina había cumplido el término de lo impostergable”. Ara, Guillermo, Los
argentinos y la literatura nacional. Estudios para una teoría de la expresión, Buenos Aires,
Huemul, 1966, p. 32. “El análisis espectral de la realidad argentina había cumplido el
término de lo impostergable y se cumplía en un momento de tremenda desolación”,
asevera en otro lugar Guillermo Ara sobre Radiografía de la pampa que, a su juicio, es
el libro que participa del “mismo espíritu que comunican por entonces las novelas de
Roberto Arlt (1900-1942), cuya áspera protesta es la más amarga condenación dirigida
a su tiempo”. Ara, Guillermo, Introducción a la literatura argentina, Buenos Aires, Co-
lumba, 1966, pp. 54-55.
“La amargura reconcentrada de su Radiografía explica la enfermedad argentina por
tres síntomas: la continuidad de la barbarie, afirmada en el campo y en la ciudad; el
peso de la soledad física y espiritual de los habitantes de la patria; la inferioridad bioló-
gica y psicológica del mestizo”, apunta Juan Carlos Ghiano, quien además se muestra
convencido de que en Martínez Estrada la “fuerza polémica de la denuncia se dramatiza
en el entrañamiento de las imágenes que ilustran la visión nihilista de la historia argen-
tina, en la fortaleza ética de quien la manifiesta.” Ghiano, Juan Carlos, “Advertencia
preliminar”, en Adam, Carlos, Bibliografía y documentos de Ezequiel Martínez Estrada,
La Plata, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional
de la Plata, 1968, p. 8.
Augusto Tamayo Vargas estima que “Radiografía de la pampa, de Martínez Estrada,
representa una buena experiencia para explicarse el fenómeno de Iberoamérica o Lati-
noamérica, como ha dad en llamársela oficialmente”, y aunque su “autor se sitúe en la
pampa –argentina, uruguaya, brasileña, del sur del Atlántico en general- no deja de te-
ner implicancias en todo el complejo regional mencionado”. Tamayo Vargas, Augusto,
“Interpretaciones de América Latina”, en César Fernández Moreno (coord.), América
Latina en su Literatura, Paris, UNESCO-Siglo XXI, 1979, p. 448.
Julio Mafud asume la irrupción ensayística de Martínez Estrada como un aconte-
cimiento fundamental de orden filosófico y cultural, en tanto el “adiós a la cultura eu-
ropea comienza en el pensamiento argentino moderno: con Martínez Estrada”, ya que,
con “Radiografía de la Pampa se queman las naves y se comienza de la nada”, porque sin
“brújulas, con las viejas alforjas vacías se comienza a andar hacia la búsqueda del país”.
Martínez Estrada, apunta Julio Mafud, “trabaja del otro lado de la realidad”, y a “ha
entroncado su vida a su obra como casi ningún escritor argentino, a excepción posible-
mente de Roberto Arlt”. Consiguientemente juzga que “Martínez Estrada es el primer
ensayista del país”, y que si después “de él, el país se ve de otro modo”, también se escri-
212
be sobre él de otro modo, “casi siempre imitando su pensamiento y su fervor”, aunque
ello “por lo general no se reconozca ni se acepte”. A tal grado Mafud se muestra con-
vencido de tal comprobación, que afirma que “el ensayo argentino se diferencia del de
las demás nacionalidades por esta influencia”, si bien, paradójicamente, “en los últimos
años, los nuevos ensayistas argentinos no lo aceptaron como maestro”, y no “porque no
tuvieran su influencia o no siguieran sus enseñanzas en el género, sino porque conside-
raban que ocultando al maestro eran más originales”. Mafud, Julio, “Ezequiel Martínez
Estrada: la búsqueda del país”, en Vigencia, Buenos Aires, Nº 15, julio de 1978, p. 10.
José Miguel Oviedo señala que en el caso de la obra ensayística Martínez Estrada
sucede, como “en otros grandes ensayistas”, que “el perfil moral y emotivo de su persona
se trasluce claramente en la obra: su voz de pensador es grave, sombría, desencantada,
pero a la vez animada por una pasión profética y algo mesiánica”. No se le escapa que
su “revisionismo de la historia nacional, de los productos de su espíritu y su cultura,
lo convirtió en un maestro de generaciones más jóvenes”, si bien “esa relación no fue
siempre fluida, pues el pensamiento de Martínez Estrada pasó por varias fases y entró en
contradicciones, a veces violentas, consigo mismo”. Oviedo, José Miguel, Breve historia
del ensayo hispanoamericano, Madrid, Alianza, 1991, pp. 85-86.
Francisco Leocata aprecia que con la Radiografía de la pampa Martínez Estrada con-
tribuye a forjar una “antropología de la soledad”, donde se advierte que por “primera
vez quizás un autor argentino ve en las dilatas praderas la imagen del desencanto y de
la pobreza”. “Llega así Martínez Estrada a la inversión dialéctica de la idea filosófica
de América, como la tierra de la novedad y del futuro por excelencia, en su contraria
de la repetición de lo antiguo, de un ‘eterno retorno’ más cercano a las reflexiones del
Qohelet que a los himnos finales del Zarathustra”, conjetura el filósofo y teólogo Leo-
cata. Influido decisivamente por Nietzsche, que lo “ha familiarizado con el lado oscuro
de la existencia”, Martínez Estrada “amplía su meditación sobre la soledad, viendo en
ella la manifestación de la ruptura ente razón y vida”, lo que también “engendra una
diversa vivencia de la temporalidad”. Dentro del indudable “fondo filosófico vitalista de
Martínez Estrada, contrastante con el historicismo progresivo” de Sarmiento, Francisco
Leocata descubre asimismo una “toma de conciencia trágica”, característica de la lite-
ratura de la década del treinta en la Argentina. Leocata SDB, Francisco, “Una ojeada a
la literatura: para una antropología de la soledad”, en Las ideas filosóficas en Argentina.
Etapas históricas II, Buenos Aires, Centro Salesiano de Estudios, 1993.
Si bien Arturo Roig -pensador en quien el propio Martínez Estrada avizorara un
futuro promisorio- valora que la “gran virtud que tuvo Radiografía de la Pampa fue la
de ser una obra de denuncia de los mitos y las mentiras convencionales sobre las que
se había intentado fabricar una identidad dentro de la ideología hegemónica que había
imperado desde el ’80 del siglo XIX”, asimismo señala que nunca “pasó por la mente
de Martínez Estrada, ni aún en su estancia cubana, que podía darse a la categoría de
‘barbarie’ algún peso axiológico positivo”, ya que, “el país había perdido todo referente
desde el cual alcanzar alguna forma de identidad como nación, o como pueblo y, ade-
más, América, esta Nuestra América –en violento contraste con el pensamiento de un
José Martí- era otra vez un simple vacío histórico”. Roig, Arturo Andrés, “Negatividad
y positividad de la ‘barbarie’ en la tradición intelectual argentina”, en Rostro y filosofía de
213
América Latina, Mendoza, Ediunc, 1993, p. 74.
“En Martínez Estrada hay un rechazo del cristianismo y de la civilización occiden-
tal”, afirma Dinko Cvitanovic, porque su “voz es la de la frustración permanente y de la
herejía, esta última asumida como un verdadero acto de fe.” “Martínez Estrada abjura
de todo, menos de sí mismo y de su voluntad de luchar por la dignidad humana, según
él la entiende, en un sentido libertario, anárquico”, y “a pesar de haber luchado contra
todo tipo de sectarismos, él mismo fue esencialmente un sectario.” Cvitanovic, Dinko,
“Radiografía de la pampa en la historia personal de Martínez Estrada”, en Pollman, Leo
(coord.), Martínez Estrada, E., Radiografía de la Pampa, (Edición Crítica), Buenos Ai-
res, Colección Archivos/FCE, 1993, p. 331. Por su parte, el coordinador de dicha edi-
ción, Leo Pollman, asegura que “Radiografía de la pampa es, con Civilización y barbarie
y El laberinto de la soledad, uno de los ensayos clave de la literatura hispanoamericana”.
Dada la dualidad morfológico-histórica de un “país que, geográficamente, se ve, por las
pampas, dividido en dos países”, y cuya “tensión llega a ser la estructura fundamental de
la nación”, no “es una casualidad que la Argentina cuente con una tradición ensayística
tan densa”. Pollman, Leo, “Introducción del coordinador”, en Radiografía de la Pampa,
1993, p. XIX. Asimismo en su estudio, Leo Pollman precisa el tópico de que el “título
de su ensayo maestro, Radiografía de la pampa, parece sólo, con la palabra ‘pampa’,
prometer un ensayo sobre una realidad geográfica”, cuando en verdad la “pampa como
realidad geográfica le interesa poco al autor, es para él más bien una metonimia de la
Argentina, y su estructura interna problemática, además, es para él una metáfora para
las estructuras psíquicas y sociales que le parecen deberse a la influencia de la pampa
concebida así”. Pollman, Leo, “Génesis e intención de Radiografía de la pampa”, en
Radiografía de la Pampa, 1993, p. 451.
“En la llanura, la soledad del desierto perdura en la soledad de la pampa”, explica
Miguel Guérin, por lo que de “esta imagen, apoyada en el análisis de las percepciones
que pueden estimular el sentimiento de soledad, Martínez Estrada pasa, con más efec-
tismo que lógica, a una idea central de su obra: la llanura engendra soledad; con ella
incorpora la psicología del hombre de la pampa a un devenir de dimensiones geológi-
cas y, sobre todo, vincula su actitud determinista a la de Sarmiento, cuyo Facundo le
resultaba la obra más cercana dentro de la intertextualidad apuntada”. Guérin, Miguel
Alberto, “Inmigración, ideología y soledad en la génesis de Radiografía de la pampa”, en
Radiografía de la Pampa, 1993, p. 391.
Peter Earle establece, de modo terminante, que la “cuestión obsesionante de Martí-
nez Estrada –muy del siglo veinte por toda Latinoamérica- es la de una irresuelta iden-
tidad cultural”. Si el “motivo central (mejor dicho, la condición sentida y generalmente
reconocida) de la gran mayoría de los escritores latinoamericanos es la experiencia de
vivir al margen de la historia”, en “Radiografía de la pampa Martínez Estrada coordina
esa experiencia con la imagen simbólica de un territorio perdido en el espacio y el tiem-
po”. Earle, Peter G., “Radiografía de la pampa: los temas”, en, Radiografía de la Pampa,
1993, pp. 463-464.
León Sigal afirma que organizar “en una visión trágica y desgarrada la realidad ar-
gentina y el sentimiento del caos que los argentinos profesan, o creen profesar, o se
niegan a reconocer, es el objetivo aparente primero en la Radiografía”. Como libro,
214
su “construcción es circular”, y “para captar el conjunto, es necesario prescindir de los
esquemas supuestamente mecanicistas de la ciencia consolidada, adoptando la compre-
hensión cualitativa, intuitiva, análoga a la que subyace en la creación de mitos y en las
concepciones primitivas”. “Martínez Estrada procede como el mitólogo-bricoleur de
Claude Lévi-Strauss, que organiza su campo instrumental en función de su objetivo de
volver a totalizar en mitología contemporánea los viejos contenidos que estudia”. Sigal,
León, “La Radiografía de la pampa: un saber espectral”, en Radiografía de la Pampa,
1993, pp. 501-505.
No sin una sincera propensión hagiográfica, Juana Arancibia llama con Martínez
Estrada a amar a la patria, “para vivir en el sacrificio de hacer de ella el hogar de todos los
hombres de buena voluntad que quieran compartir con nosotros nuestras satisfacciones
y nuestras fatigas”. Con idéntico fervor, confía que Martínez Estrada renacerá “en los
otros y ya no será un francotirador, sino una voluntad en conjunto que emprenderá la
difícil cruzada para lograr un cambio en la nación: de adentro de los hombres hacia
fuera”, puesto que ello atañe al “eterno problema de la libertad y la forma de asumirla”.
Arancibia, Juana Alcira, Martínez Estrada. Francotirador, Buenos Aires, Instituto Lite-
rario y Cultural Hispánico-Almagesto, 1996, p. 35 y ss.
Como antes Bernardo Verbitsky, también María Teresa Gramuglio constata que
“las huellas de Frank son evidentes en algunas proposiciones nucleares de Martínez
Estrada”, y una de ellas “es la visión del mestizaje como un factor negativo de resen-
timiento y de conflicto”, junto con “la atribución de un efecto de alejamiento de la
realidad a la pampa”, y también de “la chatura de Buenos Aires y la penetración en ella
de al violencia de la pampa”, y hasta de “cierto aire de familia en la concepción de la
conquista como una empresa paradójica”. Waldo Frank, muestra María Teresa Gramu-
glio, “escribió que la conquista fue tributaria de la imaginación fáustica, española, una
aventura moderna realizada con espíritu medieval; Martínez Estrada, que los barcos de
los conquistadores, a medida que avanzaban en el espacio, retrocedían en el tiempo”.
Gramuglio, María Teresa, “Posiciones, transformaciones y debates en la literatura”, en
AA.VV., Nueva Historia Argentina. Crisis económica, avance del Estado e incertidumbre
política (1930-1943), Tomo 7, (Director de tomo: Alejandro Cataruzza), Buenos Aires,
Sudamericana, 2001, p. 335.
Si es cierto -señala Martín Prieto-, que Martínez Estrada dejó “algunos cuentos ver-
daderamente notables”, lo es igualmente que “a su vez, el ensayista dejó de ser estimado
por los valores de su obra –la sinceridad, la voluntad denunciadora y una interpretación
de la historia argentina no conservadora ni quietista como la de Mallea, ni populista
como la de Scalabrini Ortiz-”, aunque ello no obsta para que una nueva reedición de
casi toda su obra en los últimos años sea “recibida con entusiasmo por los lectores y la
crítica especializada”, lo que “augura una nueva vigencia de Martínez Estrada”. “Pese
a sus antecedentes y a su contexto, el ensayo de Martínez Estrada tiene un espíritu
fundacional: intenta construir una historia en un continente excluido de la historia
que, como señala el autor, por no tener pasado, tampoco tiene porvenir”. Como “en
todos los ensayos de la época, Radiografía de la pampa está atravesado por la impronta
metafísica: obnubilado por ese algo inefable de la pampa, del desierto, que, como en
Sarmiento, funciona como un condicionante absoluto de la ciudad”. Prieto, Martín,
215
“El espíritu fundacional en Radiografía de la pampa, de Ezequiel Martínez Estrada”, en
Breve historia de la literatura argentina, Buenos Aires, Taurus, 2006, pp. 294-295.
Para Martínez Estrada, según Horacio González, leer “era un acto de padecimiento
y de autoexamen conmiserativo”, pero, “a un tiempo, estas tesis de lectura podrían per-
tenecer al sentimiento íntimo de protesta de un autor que no consigue que sus verdades
tengan una fuerte acogida en amplias capas de lectores”, lo que implicaría no descartar
“que hubiese un goce profético en la condición del denunciante social que predica ante
minorías, incluso en soledad”, de acuerdo al “modelo de arenga en el vacío, del que se
jactan los visionarios”, y que articula “la trama interna de su teoría de la lectura”. Ya que
si para Martínez Estrada leer “es procurar en acto revelar una inversión que llamó ver-
dadero a lo falso, civilización a la barbarie”, y si Radiografía de la pampa “era esa revela-
ción” -además de “un sacrilegio, una profanación”-, dicho profanador “sacaba del estado
de disfraz reconfortante al mundo para reencantarlo con los viejos problemas de la raíz
oscura y trágica otra vez ante nuestra vista, como si nadie los hubiera tocado mientras se
hallaban sepultados”, por lo que la lectura en tanto “trance religioso, ablución del alma
moralizante que designa los males para combatirlos”, también se dirige a “convivir con
ellos, llamarlos a la tranquilidad y mostrarle una última transfiguración que los concilie
con la vida auténtica”. González, Horacio, “Radiografía de la pampa, de los años ‘30
a los años ‘60”, en Viñas, David (dir.), María Pía López (comp.), Literatura argentina
siglo XX. La década infame y los escritores suicidas (1930-1943), Tomo 3, Buenos Aires,
Paradiso-Fundación Crónica General, 2007, pp. 256-257.
43 Leopoldo Zea constata que “han surgido interpretaciones regionales de esta
América en las que se ha intentado poner de manifiesto la naturaleza, el espíritu, o el
ser del hombre que la habita en cada una de esas regiones”, y señala que fruto de tal
“preocupación por el hombre americano lo son trabajos como el de Ezequiel Martínez
Estrada titulado Radiografía de la Pampa, en la que se hace la disección o radiografía del
hombre que habita la Argentina, con sus problemas y complejos”. Zea, Leopoldo, La
esencia de lo americano, Buenos Aires, Pleamar, 1971, p. 41.
44 Abelardo Villegas señala acerca de la Radiografía de la pampa -comparándola con
obras de pensadores como los bolivianos Alcides Arguedas o Guillermo Francovich-,
que a “pesar de que en este trabajo de Martínez Estrada la pampa es casi un símbolo y
no propiamente una muda realidad natural, todavía hay en él resabios de ese natura-
lismo a la manera boliviana, resabios que se manifiestan en la consideración de que la
naturaleza opera fatalmente sobre el hombre y lo determina, de que montañas, llanuras
y selvas hacen del hombre lo que es; del argentino, un pampero, del boliviano, un se-
rrano”. Villegas, Abelardo, Panorama de la filosofía iberoamericana actual, Buenos Aires,
Eudeba, 1963, p. 86.
45 Dinko Cvitanovic estima que al “hurgar profunda y perniciosamente en la inte-
rioridad argentina, el autor de la Radiografía saca a luz –acaso sin saberlo o sin admitirlo
él mismo- no solamente nuestros propios males, sino las miserias de la condición hu-
mana”, y al “hacerlo, nos universaliza, con lo cual cumple con una de las pocas reglas
de oro de toda gran obra literaria”. Cvitanovic, Dinko, “La presencia de Europa en la
Argentina: de Martínez Estrada a Sábato”, en 1895/1955. Centenario del Nacimiento
de Ezequiel Martínez Estrada. Segundo Congreso Internacional sobre la vida y la obra de
216
Ezequiel Martínez Estrada, p. 36.
46 Liliana Weinberg ha estudiado detalladamente el modelo de referencia para-
dójico aplicado en Radiografía de la pampa. Explica que “radiografiar la llanura es ir
en contra, subvertir su imagen convencional de pura horizontalidad e inmensidad”,
del mismo modo que advertir “sobre la posibilidad de buscar profundidad temporal y
complejidad en una región tradicionalmente identificada con la planicie y la espaciali-
dad misma”, contrariando la representación de una “zona cuyos pormenores geológicos
estamos acostumbrados a omitir, puesto que la asociamos, por oposición a los macizos
terciarios, como región sin avatares telúricos que es ante todo zona de relleno”. Si la
pampa “se piensa convencionalmente como inmensidad, plano infinito”, y si a “su vez
la historia y la literatura han hecho de la Pampa símbolo de la nacionalidad argentina”
que, como el gaucho, “se convirtió a partir de los proyectos civilizatorios del siglo XIX
en mito fundador de la nacionalidad, capaz de integrar a través de valores compartidos
a hombres de razas y extracciones diversas”, entonces “radiografiar la pampa es proble-
matizar esa convención, abrir una nueva discusión, examinar la llanura desde un nuevo
punto de vista que implica reabrir esa unidad de sentido en la que están soldados for-
mando una sola pieza geología, hábitat, paisaje y símbolo”. Weinberg de Magis, Liliana
Irene, “Radiografía de la pampa en clave paradójica”, en Pollman, Leo (coord.), Mar-
tínez Estrada, E., Radiografía de la Pampa, (Edición Crítica), Buenos Aires, Colección
Archivos/FCE, 1993, p. 472.
Igualmente sostiene, consecuente con su punto de vista, que “para construir un dis-
curso antiacadémico”, Martínez Estrada “opta por una herramienta básica: la paradoja,
que le permite delinear este movimiento de divergencia, de progresivo distanciamiento
de la Doxa”. Se trata de “los amplios alcances críticos y constructivos de los ensayos de
Martínez Estrada, en los cuales, por lo demás, la paradoja no se da en forma aislada
sino en un complejo entramado textual, en muchos casos apoyado por figuras con ella
relacionadas, como la antítesis y la inversión de signos”. Weinberg de Magis, Liliana,
“Ezequiel Martínez Estrada y el universo de la paradoja”, en AA.VV., 1933-1993. 60
años de Radiografía de la pampa. Primer Congreso Internacional sobre la vida y la obra de
Ezequiel Martínez Estrada, Bahía Blanca, Fundación Ezequiel Martínez Estrada, 1995,
p. 77. En su exploración del manuscrito estradiano sobre la paradoja, Liliana Weinberg
apunta que particularmente “en sus años de madurez –y tal como pueden atestiguarlo
las obras de esta época- concibe Martínez Estrada la estrecha unión entre proceso cog-
noscitivos y proceso creativo, a través del ‘diabolismo profundo’ de la paradoja, que
nunca deja de tener, además, una carga ética –aunque de una ética, a su vez, paradó-
jica-”. Weinberg de Magis, Liliana, “Aventura de las ideas: las intuiciones de Ezequiel
Martínez Estrada”, en AA.VV., 1895/1955. Centenario del Nacimiento de Ezequiel Mar-
tínez Estrada. Segundo Congreso Internacional sobre la vida y la obra de Ezequiel Martínez
Estrada, Bahía Blanca, Fundación Ezequiel Martínez Estrada, 1996, p. 75.
47 Con agudeza, el ensayista Carlos Real de Azúa explica que tras Martínez Estra-
da, la “culpa”, dice, social y concreta, que él refirió a la Argentina “es extensible a todo
el continente”, y “se encarna en la conservación de lo que él llama los ‘invariantes’ (lo
colonial, lo indígena, lo gauchesco, lo aluvial) que, en su modo de grandes coágulos
inasimilados, todo nuestro esfuerzo se mancomuna por ocultar”, negando la “maciza
217
importación de técnicas sin espíritu” con que “tratamos de exorcisar esos lastres malig-
nos y, por el ministerio de medios ya fracasados (escuela, inmigración, capital extran-
jero, fomento económico)”, prosigue explicando el ensayista uruguayo, a fin de “evitar
que ellos generen desde el mismo fondo nacional lo que no pueden menos que generar:
una barbarie corrompida por la cultura; una cultura bastardeada, pegadiza, precaria”.
Real de Azúa, Carlos, “Los males latinoamericanos y su clave. Etapas de una reflexión”
(1975), en Punto de vista, Buenos Aires, Año VI, Nº 18, Agosto de 1983, p. 29.
48 El joven Juan Carlos Portantiero advierte en el ensayismo de los años treinta lo
que considera la nefasta influencia del irracionalismo alemán, “cuyo volkgeist preside
como una adherencia obcecada todo el edificio conceptual de nuestros intuicionistas”.
“Esta similitud, este enlace, se estableció en nuestra cultura contemporánea a través de
intermediaciones: no fue Herder, por supuesto, el maestro de los Martínez Estrada, sino
de Nietzsche y Spengler, Heidegger y el conde Keyserling, herederos, a su turno, del ro-
manticismo espiritualista”. Portantiero, Juan Carlos, Realismo y Realidad en la Narrativa
Argentina, Buenos Aires, Procyon-Lautaro, 1961, p. 79.
49 Según muestra Susana Eberle, Martínez Estrada hace “hincapié en la importan-
cia que adquiere la sustancia étnica o factor birracial (influencia de Alfred Weber) y la
conformación natural del paisaje (Oswald Spengler) en la organización de la asociación
humana y en la disposición psicológica del hombre en el proceso de adaptación a esa
misma geografía”. Dicho enfoque, prosigue explicando la historiadora, “en proyección
retrospectiva, le permite a nuestro autor detectar factores configurantes del carácter,
conglomerados de cualidades étnico-psicológico-sociales ambientales y políticas que es-
tán fuera del hombre, actúan independientemente de la voluntad de éste, pero lo confi-
guran en parte”, y que “posibilitan a la historia mostrar la unidad de estilo de un pueblo;
decirle el desde dónde y el hacia dónde se dirige su trayectoria en el devenir del tiempo;
recordarle que el hombre es un sucederse y cambiar, pero también un sobrevivirse y sal-
var del cambio, un sustrato imperecedero”. Eberle, Susana Adriana, “Ezequiel Martínez
Estrada: aproximaciones a su concepción de la historia en Radiografía de la pampa”, en
1933-1993. 60 años de Radiografía de la pampa. Primer Congreso Internacional sobre la
vida y la obra de Ezequiel Martínez Estrada, p. 144.
50 [¿repite algo en el capítulo 2?] El especialista Dinko Cvitanovic opina que “Mar-
tínez Estrada, recopilador e intérprete infatigable, tiene un sello apocalíptico desde la
primera palabra hasta la última letra”, y que a pesar “de la distancia que lo separa de
Sarmiento, es también un combatiente.” Considera que “Martínez Estrada es hombre
de difíciles adhesiones: por esto mismo las confrontaciones dualísticas que aparecen
en su obra no resultan a menudo fáciles de esquematizar”, aunque “si Sarmiento es el
polemista político a ultranza, Martínez Estrada es el escritor sin concesiones de palabra
ni de pensamiento.” Cvitanovic, Dinko, “Las formulaciones dualistas en el ensayo ar-
gentino: Sarmiento, Martínez Estrada, Mallea”, Criterio, Año L, Nº 1766, 23 de junio
de 1977, pp. 328-329.
51 Peter Earle, por un lado, observa que la Radiografía de la pampa “ofrece difusos
paisajes, repentinas melancolías, formas metafóricas y metonímicas del desengaño his-
tórico, y una abrumadora mezcla de cifras económicas, imágenes geográficas y desola-
dos paisajes, analogías geológicas, tipos sociales, y visiones de lo irreal complementadas
218
por intuiciones de lo real”. Y por el otro lado señala que los “autores activos en la
época dan la impresión de ser espíritus aislados: Mallea, Martínez Estrada, Borges, Arlt,
Sábato, Carlos Alberto Erro, el Cortázar joven, González Lanuza, Enrique Molina, Ri-
cardo Molinari, los suicidas Alfonsina Storni, Lugones, y Horacio Quiroga (uruguayo
asimilado a argentino), y el más excéntrico de todos, Macedonio Fernández”, no “se
comunican directamente entre sí; no se citan en sus libros”, pues “no hay ambiente de
mesurada discusión, sino más bien de retraimiento y desconfianza ideológica”. Earle,
Peter, “Las soledades en Martínez Estrada”, en 1933-1993. 60 años de Radiografía de
la pampa. Primer Congreso Internacional sobre la vida y la obra de Ezequiel Martínez
Estrada, 1995, p. 40.
52 En una de sus primeras críticas recibidas, Arturo Sánchez Riva asevera del Sar-
miento que “está concebido en una línea poco común, de difícil ubicación como géne-
ro”, ya que no “participa casi en absoluto de la biografía (novelada o no) ni de la crónica
histórica”, de la misma manera que “tampoco se lo podría incluir en el capítulo de la
sociología, pues si bien en sus páginas aparecen utilizados modos y tecnicismo de esa
ciencia, carece de los elementos y de la sistematización que le son propios.” Sánchez
Riva, Arturo, “Sarmiento, por Ezequiel Martínez Estrada” (1947), en De hombres y li-
bros, Buenos Aires, Futuro, 1966, p. 51.
Sobre las “intuiciones de valor” de Sarmiento, señala Eduardo Rinesi, “se destaca
una que Martínez Estrada, lector de Alfred Weber, de Boas, de Lévy-Brül, de Frazer,
eleva a la condición de anticipo de las grandes tesis de la antropología cultural moder-
na: la de la existencia, en el subsuelo de cada cultura, de un conjunto de fuerzas físicas,
étnicas y espirituales que prescriben el destino de un pueblo, se expresan en los rasgos
psicológicos de sus habitantes y se condensan ejemplarmente en algunos individuos
excepcionales”. Asimismo, indica del Sarmiento que “Martínez Estrada está escribiendo
en los años 40: su problema no son los hombres y ni siquiera los países, sino los Esta-
dos”, esto es, los “Estados ‘totalitarios’, como escribe muchas veces”. Rinesi, Eduardo,
“Sarmiento o la mística de la acción”, en Clarín, Buenos Aires, (Suplemento Cultura y
Nación), 18 de Mayo de 2002, p. 5.
53 El pedagogo argentino Adelmo Montenegro sostiene que para “Martínez Estra-
da la introducción de estructuras y valores postizos, que no lograban disimular detrás
de la antinomia civilización y barbarie, no podía dar por resultado, sino la reacción final
y victoriosa del fondo primigenio”. Montenegro, Adelmo, “Las ideas acerca del hombre
argentino”, en Rodríguez Bustamante, Norberto (ed.), Los intelectuales argentinos y su
sociedad, Buenos Aires, Líbera, 1967, p. 118.
54 Al tema del “horizonte” se lo estudió magistralmente desde la fenomenología
hermenéutica y su ontología de la interpretación. Heidegger postuló una metafísica del
ser interpuesta en el círculo de toda interpretación posible del sentido. El concepto de
“sentido” designa en Heidegger “el horizonte del proyecto estructurado por el haber-previo,
la manera previa de ver y la manera de entender previa, horizonte desde el cual algo se hace
comprensible en cuanto algo”. Por consiguiente, si “la interpretación debe moverse ya
siempre en lo comprendido y nutrirse de ello”, es que ineludiblemente se presenta “este
factum del círculo en el comprender”. Heidegger, Martin, Ser y Tiempo, 2° ed., Madrid,
Trotta, 2009, pp. 170-171.
219
55 Explica Leo Pollman que para Martínez Estrada, Sarmiento “se revela como
un invariante más del suelo de América, de las provincias argentinas en particular; se
muestra el carácter geográfico, sino geológico, históricamente inútil, circular de sus
esfuerzos”. Pollman, Leo, “Sarmiento en Martínez Estrada: encuentros y desencuentros
de dos pensadores”, en Río de la Plata, Paris, Nº 9, 1989, pp. 130-131. Tomás Boro-
vinsky opina que la “perennidad del Facundo restituye la fatalidad de aquel destino
sudamericano que acecha a quien busca lo que teme”, pues los “invariantes son fijadores
históricos y sociales”. Borovinsky, Tomás, “Invariantes pampeanas de Facundo a Perón”,
en Plot, Martín (comp.), Destino sudamericano. Ideas e imágenes políticas del segundo
siglo argentino y americano, Buenos Aires, Teseo-Universidad de Belgrano, 2010, p. 32.
56 Dice León Sigal que “en la representación mitológica de la Argentina el lugar
central, el personaje por excelencia, es la naturaleza”, e indica que se trata de la “natu-
raleza de las latitudes argentinas y, por extensión, sudamericanas”, que “es primitiva,
monstruosa, indomesticable”. Pronto precisa que en su visión mitológica, “el paisaje
clave es el de la pampa”. “Monstruosa y contradictoria, sin límites, la pampa es un im-
posible espectáculo visual”, donde el miedo es el sentimiento básico que marcó, desde
el comienzo, el enfrentamiento de los individuos contra la naturaleza, que continúa
repitiéndose en lo sucesivo bajo apariencias cambiantes. Así, para Martínez Estrada “los
hombres de todas las épocas confiaron en domesticar la naturaleza, pero ella, como una
divinidad insaciable, los domina, los naturaliza, los traga perdiéndolos en el centro de
su circunferencia demoníaca”. Sigal, León, “La Argentina y los Argentinos en el mito de
Martínez Estrada”, en Río de la Plata, Paris, Nº 2, 1986, pp. 19-20.
57 Graciela Scheines muestra que “Martínez Estrada denuncia la red secreta en que
están enmarañados los problemas americanos, la ficción de un país sustentado en la co-
rrupción y la dependencia”, mas si “Facundo muestra qué hay que hacer, Radiografía de
la pampa concluye: no hay nada que hacer”. Pues “lo que para Sarmiento es coyuntural
(Rosas y el caudillaje y los resabios de la España inquisidora del siglo XVII: ejército,
iglesia y administración pública), para Martínez Estrada son ‘invariantes históricos’ y
como tales, imposibles de desarraigar”. Siguiendo esta confrontación, al interior de
“este esquema la praxis no tiene sentido porque no hay acción que valga en la tierra
inmemorial que es la pampa”, de modo que si “el activismo es ilusorio porque nada
puede cambiar la ‘fuerza del destino’, sólo cabe la crítica, única acción posible pero
paradójicamente inútil”. Scheines, Graciela, “De la desilusión a la utopía”, en, AA.VV.,
Ezequiel Martínez Estrada: la pampa de Goliat, Buenos Aires, CEAL, 1994, pp. 57-58.
58 María Isabel Giani indica que para “la Pampa mitológica (la Argentina figural)
no hay futuro, sino sólo el reconocimiento de que ella es destino, señalado por fuerzas
inescrutables que le han otorgado, de una vez y para siempre, un lugar al margen”, y
por eso, “lo que se pueda leer será una historia otra, la que el narrador (el ensayista) fa-
bula con su prosa mítica entre los resquicios de las voces históricas legitimadas”. Giani,
María Isabel, “Radiografía de la pampa, escribir la crisis”, en AA.VV., 1933-1993. 60
años de Radiografía de la pampa. Primer Congreso Internacional sobre la vida y la obra de
Ezequiel Martínez Estrada, Bahía Blanca, Fundación Ezequiel Martínez Estrada, 1995,
p. 166.
59 Para un recorrido bibliográfico provisorio, nos permitimos referir: Oviedo, Ge-
220
rardo, “Rastros de Hierro. Notas para un itinerario de la recepción de Hans Freyer en la
Argentina”, en Cuyo. Anuario de Filosofía Argentina y Americana, Mendoza, Instituto de
Filosofía Argentina y Americana, Universidad Nacional de Cuyo, Vol. 27, Año 2010,
(http://bdigital.uncu.edu.ar/objetos_digitales/4718/oviedocuyo27-2010.pdf ).
60 Hemos compulsado –en diciembre de 2008- el ejemplar del libro existente en
el Archivo de la Fundación Ezequiel Martínez Estrada que se encuentra catalogado en
carácter de fuente con la referencia 301 F 893: Freyer, Hans, La sociología, ciencia de la
realidad. Fundamentación lógica del sistema de la sociología, (trad. Francisco Ayala), Bue-
nos Aires, Losada, 1944. Ezequiel Martínez Estrada solía marcar sus textos con tildes y
líneas paralelas al margen. Las páginas 275-276 del texto de Freyer, de donde Martínez
Estrada extrae las citas referidas en Los invariantes históricos en el Facundo, están seña-
ladas con sendas líneas, y la página 274, no citada finalmente por Martínez Estrada,
muestra una línea con lápiz y sobre ella a su vez otra con tinta de lapicera, lo que in-
dica un doble subrayado por parte del ensayista, presumiblemente efecto de la intensa
relectura. Transcribimos a continuación el pasaje de Hans Freyer de la referida página
274, tan importante para el cuidadoso lector de sociología alemana que era Martínez
Estrada, dado el valor interpretativo que puede aportar para la dilucidación de su idea
del destino comunitario, en particular, y por su aporte a las tesis geoepistemológicas
contemporáneas, en general.
Dice Hans Freyer (subrayado por Ezequiel Martínez Estrada): “Para la comunidad
el espacio es algo cualitativamente propio e incambiable. Es ‘ámbito de destino’: sistema
cerrado e ineludible de condiciones de destino. Vivir en común dentro de un espacio
significa aquí hallarse bajo las mismas necesidades, tener que habérselas permanente-
mente con las mismas condiciones, ser acuñados por el mismo mundo, estar obligados
al mismo mundo, estar presos dentro de la misma vida. El espacio es para todas las
comunidades, en un sentido adaptado, lo que es sentido literal para la comunidad de
vida de la familia: la realidad de las cuatro paredes dentro de las que uno se encuentra
en casa, del horizonte cerrado y obligatorio que mantiene a la comunidad cerrada sobre
sí misma”.
61 Respecto de la publicación uruguaya de la selección de cuentos de Martínez
Estrada bajo el título de Cuatro Novelas, Daniel Devoto observa por ejemplo que “en
todo el libro, y más que nada en los dos relatos extremos, el verdadero protagonista es el
caos –la noticia aludida y el lector saben que ese caos es la Argentina de nuestros días”
Devoto, Daniel, “Pequeña radiografía de Martínez Estrada”, en Sur, Buenos Aires, Nº
324, mayo-junio de 1970, p. 1.
62 Elsie Yankelevich concluye que “nadie equivocó más que Martínez Estrada su
propia vocación”, pues en lugar “de continuar con las puras construcciones de su febril y
emotiva imaginación, ya en el cuento, ya en la poesía, puso su vibrante prosa al servicio
de su angustia política”, creyendo “que hacer historia era lo mismo que hacer cuentos”,
y que allá, “en el substractum, había algo así como un vector poético que regía los desti-
nos de la humanidad”. Sobre la base de semejante equívoco, Martínez Estrada “se lanzó
con ferocidad sobre la robusta historia y, obviamente, quedó aplastado contra la solidez
de sus muros”. Yankelevich, Elsie, “La historia en la producción de Martínez Estrada”,
en Comunidad, México, Nº 61, Agosto de 1977, p. 459.
221
El historiador uruguayo Carlos Rama consigna que un contexto ideológico crecien-
temente conservador en la Argentina de mediados del siglo XX, el “libro más polémico,
si así puede decirse, resultó promovido por la publicación en los años de la segunda
oleada nacionalista de la biografía de Sarmiento por Ezequiel Martínez Estrada”. Adu-
ce que hay “en el nacionalismo argentino, a través de sus voceros intelectuales, una
vuelta al tema gauchesco, y al elogio de las virtudes del campesino”, y es “tan fuerte
esta corriente que arrastra en ella, junto a los nacionalistas notorios, a muchos liberales
(Mallea, Korn, Martínez Estrada) que participan asimismo de los mitos geográficos y
raciales, como fundamentos del metafísico ser argentino”. Rama, Carlos, Nacionalismo e
Historiografía en América Latina, Madrid, Tecnos, 1981, pp. 69 y 77.
Aun Pedro Luis Barcia reconoce que “Martínez Estrada enuncia un conjunto de
factores operantes y perdurables en la psicología social del argentino, coincidiendo con
otros ensayistas, nacionales y extranjeros, que procuraron este trazado de fisonomía:
el sentimiento de inferioridad, la actitud permanente de defensa propia, el fatalismo
pesimista, la retracción por desconfianza, la adhesión al líder que más puede dañarlo”.
Estos aspectos constituyen “los invariantes históricos argentinos”. Barcia, Pedro Luis,
“Martínez Estrada y su estimación del período y la herencia hispánico en la Argentina”,
en 1895/1955. Centenario del Nacimiento de Ezequiel Martínez Estrada. Segundo Con-
greso Internacional sobre la vida y la obra de Ezequiel Martínez Estrada, Bahía Blanca,
Fundación Ezequiel Martínez Estrada, 1996, p. 24.
63 Según Susana Romano, Marta Riquelme puede “entenderse como un homenaje
múltiple a la línea genealógica, a la estirpe que se inauguraría con Hudson, pasando por
sus contemporáneos, que son los nuestros, como Macedonio, Borges”, y piensa esa “no-
vuelle como una precursora botella la mar de sus descendientes”, que, según la filósofa,
“preparan, de algún modo, la teoría crítica, que induce sus parámetros, sus modelos, de
estas propuestas anticipatorias que la genialidad del creador entrega para su elucidación
a los estudiosos”. Romano Sued, Susana, “Crítica y hospitalidad. Marta Riquelme de
Martínez Estrada: genealogías, linajes e intertextos”, en La Biblioteca, Buenos Aires,
Nos. 4-5, Verano de 2006, p. 257.
64 Andrés Avellaneda señala que “los años en los cuales Perón rige la política argen-
tina, pues, la vida de Martínez Estrada se caracteriza por el acentuamiento de los rasgos
de soledad, aislamiento, pesimismo y aun padecimiento físico que algunos críticos han
subrayado como elementos distintamente integrados en su obra”. El crítico estima que
de “todos ellos el pesimismo es un elemento primordial, visible ya en sus primeros tex-
tos y manifestado claramente en la obra que escribe en los años marcados por la crisis
de 1930”, si bien, elemento “de continuidad o de brusca irrupción, lo cierto es que al
iniciarse esa década tal actitud filosófica crece impetuosamente en la obra de Martínez
Estrada apoyándose en un género específico, el ensayo.” Avellaneda, Andrés, “Martínez
Estrada. El nacimiento del narrador”, en El habla de la ideología. Modos de replica litera-
ria en la Argentina contemporánea, Buenos Aires, Sudamericana, 1983, p. 134.
Álvaro Abós no deja de señalar que si Martínez Estrada fue, “como casi todos los
intelectuales de entonces, un acérrimo antiperonista” –del mismo modo que Borges,
Mallea o Cortázar- igualmente todos ellos fueron “hostigados por la torpe política de
los funcionarios culturales peronistas pero ninguno de ellos sufrió perjuicios mayores”,
222
a tal punto que “pudieron desarrollar su vida literaria con normalidad”. Pero, insiste
Álvaro Abós, la “relación del peronismo con estos escritores pasó por algo más complejo
que la mera represión: trastornó sus esquemas, se erigió en demonio personal, los irritó
de una manera insidiosa, hasta la exasperación”. Abós, Álvaro, “Radiografía del escritor
incómodo”, en Córdoba, (Suplemento Cultural), Córdoba, 7 de mayo de 1989, pp. 2-3.
65 Según Adriana Rodríguez, “Martínez Estrada concibe a la historia como una
evolución de acontecimientos interrumpidos por rupturas cíclicas, que no desembocan
en cambios estructurales, sino más bien coyunturales, perviviendo en todas las etapas
elementos tradicionales, sintetizados en el clericalismo, el militarismo y el mercantilis-
mo”. Rodríguez, Adriana C., “Ezequiel Martínez Estrada: la marginalidad y el denun-
cialismo de un intelectual durante la etapa peronista”, en 1895/1955. Centenario del
Nacimiento de Ezequiel Martínez Estrada. Segundo Congreso Internacional sobre la vida y
la obra de Ezequiel Martínez Estrada, p. 197.
66 Horacio González tiene en cuenta que si Martínez Estrada se refería en 1955 a la
necesidad de un “psicoanálisis de Perón”, es porque el “género que practicaba Martínez
Estrada podemos considerarlo afín a un psicoanálisis que busca su instrumento primor-
dial en una hipnosis de objetos y escrituras”, donde el “efecto escritural debe mantener
características catárticas y de conmoción moral”. Pues en Martínez Estrada los “entes
históricos y las conciencias individuales y las conciencias individuales son observadas
por medio de una detención dramática, a la manera de un fogonazo que sorbe el espí-
ritu oculto de las cosas, y se impregna ‘radiográficamente’ de ellas”. González, Horacio,
Perón. Reflejos de una vida, Buenos Aires, Colihue, 2008, p. 59.
67 De nuevo desde la tribuna de Sur, Fryda Schultz de Mantovani dice con res-
pecto a El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson que, frente “a este libro que
Martínez Estrada consagra a Hudson sentimos que se nos iluminan dos rostros: el de
aquel gran solitario cuyas facciones de hirsuta bondad nos dejaban tranquilos, como un
paisaje agreste, y el de este otro gran solitario, incisivo como sus páginas proféticas, que
no teme alterar la quietud ni hallarse cara a cara con las verdades últimas.” Schultz de
Mantovani, Fryda, “Martínez Estrada en el mundo de Hudson”, en Sur, Buenos Aires,
Nos 207-208, enero-febrero de 1952, p. 110.
68 Wáshington Victorini (el seudónimo con que firman Beatriz Sarlo y Carlos Alta-
mirano su primera intervención sobre Martínez Estrada en Punto de vista), tras celebrar
a Muerte y transfiguración de Martín Fierro como “uno de los pocos libros importantes
que ha producido la crítica literaria en la Argentina”, tampoco quieren dejar de señalar,
esta vez con deliberada ambigüedad, que “en el interior de esa obra excesiva, a menudo
incoherente y arbitraria, se hallan diseminados los mejores análisis escritos hasta ahora
sobre el poema de Hernández”. El libro de Martínez Estrada, nos dicen Beatriz Sarlo y
Carlos Altamirano, “no es un trabajo de ‘mera’ crítica literaria”, por cuanto su “mismo
subtítulo –Ensayo de interpretación de la vida argentina- señala la pretensión de suminis-
trar, a través de una lectura del Martín Fierro, las claves de la sociedad nacional o, para
ajustarlo más a la ideología que sustenta el proyecto, del ser nacional”. Pues al releer
Muerte y transfiguración de Martín Fierro, indican los críticos, “treinta años después de
su primera edición, surge la pregunta de cómo fue posible acumular en ese libro tal
cantidad de juicios sólo a medias correctos y equivocaciones en las que la ideología juega
223
un papel de protagonista”. De ello, los autores coligen que “es vana cualquier tentativa
de rehabilitarlo en bloque”. Victorini, Wáshington [Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano],
“Martínez Estrada: de la crítica a ‘Martín Fierro’ al ensayo sobre el ser nacional”, en
Punto de vista, Buenos Aires, Año 1, Nº 4, noviembre de 1978, pp. 3-4.
69 Son parte sensible de este movimiento, asimismo ciertos empujes editoriales,
como los de la rosarina Beatriz Viterbo, que reedita algunos de sus escritos capitales,
entre ellos por cierto Muerte y transfiguración de Martín Fierro. Dice Adolfo Prieto en
el prólogo a la reedición de Muerte y transfiguración de Martín Fierro que “el poema
de Hernández, pero también la literatura argentina, y la cultura argentina y la historia
argentina es lo que debe ser leído de nuevo”. Prieto, Adolfo, “Leer desde el Epílogo”, en
Ezequiel Martínez Estrada, Muerte y transfiguración de Martín Fierro. Ensayo de interpre-
tación de la vida argentina, Rosario, Beatriz Viterbo, 2005, p. 9.
70 María Teresa Gramuglio reconoce la perspicacia crítica de Martínez Estrada en
señalar la discontinuidad entre la primera y la segunda parte del poema. Cf. Gramuglio,
María Teresa, “Continuidad entre la Ida y la Vuelta de Martín Fierro”, en Punto
de vista, Buenos Aires, Año 2, Nº 7, Noviembre de 1979. En cambio Josefina Ludmer
(si hemos entendido bien) atribuye a Martínez Estrada continuidades –
desfavorables a él- con la tradición de recepción crítica, incluyendo por supuesto sus
prejuicios ideológicos liberal-nacionalistas. Cf. Ludmer, Josefina, El género gauchesco.
Un tratado sobre la patria, Buenos Aires, Libros Perfil, 2000 (1º ed.: 1988). Puede verse
un sustancioso intercambio de pareceres sobre la lectura de Martínez Estrada del Martín
Fierro, y de Josefina Ludmer sobre Martínez Estrada, en “Josefina Ludmer. Los géneros
de la patria (entrevista realizada por Horacio González y Eduardo Rinesi)”, en El Ojo
Mocho, Buenos Aires, Nº 5, otoño de 1994, pp. 28-43.
71 Refiriéndose a Muerte y transfiguración de Martín Fierro, Paul Verdoyoye advier-
te que el “libro de Martínez Estrada, subtitulado ostensiblemente ‘Ensayo de inter-
pretación de la vida argentina’, conllevaba intenciones sobreentendidas y llamadas de
atención, que no se les podían escapar a los lectores, y que desentonaban con la exal-
tación imperante en una época en que la mitificación brillaba con todo su esplendor”.
Verdevoye, Paul, “La identidad nacional y el Martín Fierro”, en Literatura argentina e
idiosincrasia, Buenos Aires, Corregidor, 2003, p. 440.
72 En la línea de las discusiones sobre el criollismo, Pablo Ansolabehere ve que en
su “monumental trabajo sobre Martín Fierro, Ezequiel Martínez Estrada ha insistido,
quizá como nadie, en el lugar clave que la frontera ocupa en la composición del poema”,
por cuanto esta “concepción de la frontera como espacio natural del gaucho se conecta
con la tradicional idea –que Martínez Estrada sostiene- del gaucho como un personaje
esencialmente fronterizo”. Ansolabehere, Pablo, “Martín Fierro: frontera y relato”, en
Batticuore, Graciela, Loreley El Jaber y Alejandra Laera (comps.), Fronteras escritas.
Cruces, desvíos y pasajes en la literatura argentina, Rosario, Beatriz Viterbo, 2008, p. 234.
73 Supuestamente, en vez de procesos históricos empíricamente comprobables,
como los cambios estructurales en la propiedad capitalista de la tierra y la consiguiente
desaparición del gaucho nómade, para Martínez Estrada las “criaturas de Martín Fierro
se sienten presas de una fatalidad (preferentemente griega) y su voluntad de justicia se
estrella contra jerarquías anónimas sucesivas que se levantan una tras otra en una infini-
224
ta dominación”, declara Jorge Abelardo Ramos. Esta incapacidad científica se refleja en
su comprensión de la historia. Para Martínez Estrada, “las incesantes luchas interiores,
la mutabilidad de los regímenes políticos, las crisis sociales, la intervención creciente
del imperialismo, la agonía de la economía natural, el predominio de la oligarquía
extranjerizante, despótica e ilustrada y la balcanización de América Latina”, “escapan
a su visión”. Ramos, Jorge Abelardo, “Muerte y desfiguración del Martín Fierro”, en
Crisis y resurrección de la literatura argentina, Buenos Aires, Indoamérica, 1954, p. 35 y
ss. Saliendo al cruce de las intervenciones sobre literatura argentina de Jorge Abelardo
Ramos, en su inteligente réplica, Ramón Alcalde precisa que acusar de extranjerizante
“a Martínez Estrada porque al interpretar el Martín Fierro recurre a diez o trescientas
autoridades europeas, es nativismo de peña folklórica”, ya que, “Martínez Estrada ha
dicho abundantemente qué piensa del imperialismo en nuestra vida nacional, y que
haga del Martín Fierro una figura kafkiana puede argüir de él muchas cosas, menos una
entrega al imperialismo británico”. “Que en Martínez Estrada haya elementos reaccio-
narios, y que su actitud espiritual sea de frustración, lo pienso, y creo que puede mos-
trarse”, añade Ramón Alcalde desde la izquierda del colorado Ramos, pero en seguida
continúa ironizando al apuntar que “en todo caso, los elementos reaccionarios que en
él puedan descubrirse son precisamente los que Ramos exalta como valores”. Alcalde,
Ramón, “Imperialismo, cultura y literatura nacional”, en Contorno, Buenos Aires, Nos
5-6, Septiembre de 1955, p. 60.
74 Eduardo González Lanuza considera que “Martín Fierro, cuya muerte resulta en
este libro mucho más evidente que su transfiguración aún lejana, ha sido tomado por
Martínez Estrada como vara para medir lo abismal de nuestra inexistencia”, y añade
que “esa labor muchísimo más saludable que la petulante exhibición de las supuestas
dimensiones hipertrofiadas de nuestra existencia, porque ella nos llama con mayor cer-
tidumbre a las inestables posibilidades del ser”. González Lanuza, Eduardo, “Ezequiel
Martínez Estrada: Muerte y transfiguración de Martín Fierro”, en Sur, Buenos Aires, Nº
176, junio de 1949, p. 69.
75 A un año de la edición original, Carlos Sánchez Viamonte sostiene que, “Muerte
y transfiguración de Martín Fierro es un enjuiciamiento de la vida argentina a través de
José Hernández”, y que de “ahora en adelante no se podrá escribir acerca del poema
de Hernández sin ponerse al lado de Martínez Estrada o en contra suya y, aún en este
último caso, cuando se diga será bordado sobre el canevá del tejido indestructible con
que él ha elaborado la Transfiguración de Martín Fierro”. Sánchez Viamonte, Carlos,
“Muerte y transfiguración de Martín Fierro”, en Realidad, Buenos Aires, Nº 15, Vol. 5,
mayo-junio de 1949, pp. 337-338.
El filósofo chileno Félix Schwartzmann recoge observaciones de Martínez Estrada
sobre el Martín Fierro, y nota que, “Martínez Estrada ha llegado a decir que los escrito-
res posteriores a la creación del personaje de Hernández han perdido el contacto directo
con la realidad de la pampa, puesto que la ven a través de su poema”. Schwartzmann,
Félix, El sentimiento de lo humano en América, Tomo I, Santiago de Chile, Universidad
de Chile, 1950, p. 118.
Según Lázaro Lliacho, Martínez Estrada se “lee con apasionada aflicción, porque
historia la gravidez de un pecado, de una enfermedad colectiva”. Ese libro es un “análisis
225
de tragedia”, dice de Muerte y transfiguración de Martín Fierro, y llega a acotar, en conse-
cuencia, que la biografía de Hernández, entre otros rasgos, tales como “su sino y rebel-
día, las pautas caracterológicas de su personalidad, y la posibilidad del mito, confieren
a esa arquitectura verídica o ficticia, la demostración plena de la transferencia vivencial
que se identifica al pathos de un destino colectivo”. Lliacho, Lázaro, “Ezequiel Martínez
Estrada”, en Davar, Buenos Aires, Nº 34, mayo-junio de 1951, p. 54.
Juan Bruera cita un pasaje de Muerte y transfiguración de Martín Fierro para refren-
dar que “es igualmente exacto que la grandeza (cualquier ‘excelencia’, como dice Mar-
tínez Estrada) despierta la hostilidad”. Bruera, Juan J., “Tres ideas sobre la soledad”, en
Sur, Buenos Aires, Nº 229, julio y agosto de 1954, p. 34.
También en la polémica sobre el Martín Fierro, según un todavía joven Tulio Hal-
perin Donghi, “cuando Martínez Estrada nos recuerda que José Hernández concluyó
sus días en el más plácido conformismo, sus críticos creen necesario llamar al psicoa-
nálisis en auxilio del materialismo dialéctico para revelar qué abismos de abyección se
ponen de manifiesto en este importuno recuerdo; acaso hacen mal en dejar de lado que,
cualesquiera sean las razones que mueven a Martínez Estrada a recordarlo, el hecho es
verdadero”. Halperin Donghi, Tulio, “El espejo de la historia”, en Contorno, Buenos
Aires, Nos 9-10, abril de 1959, p. 76.
76 Dentro de la historia polémica sobre el criollismo –ella misma una de las grandes
tradiciones críticas argentinas en la que también Martínez Estrada terció hasta el tué-
tano- Noé Jitrik visualiza el “enfrentamiento entre una literatura de civilización y una
semisilvestre, conocida como la gauchesca”, y propone que la “idea de ese enfrentamien-
to ha sido sugerida por los trabajos de Martínez Estrada para quien los gauchescos de-
safiaron además la tesis, las obras de los integrantes del Salón Literario; de algún modo
Hernández, para Martínez Estrada, agredió mediante la gauchesca a la cultura de la
que procedía, poniendo en evidencia la situación total de ambos sectores”. Jitrik, Noé,
“Bipolaridad en la historia de la literatura argentina”, en Ensayos y estudios de literatura
argentina, Buenos Aires, Galerna, 1970, pp. 229-230.
77 Walter Benjamin se lamenta de que muchos críticos “siguen aún suponiendo que
la alegoría es una relación convencional entre una imagen denotativa y su significado”,
pues estos “autores no suelen poseer sino una vaga noción de los auténticos documentos
de la moderna concepción alegórica, a saber, las obras emblemáticas, gráficas y literarias,
del Barroco”. Benjamin insistirá en que la alegoría “no es una técnica lúdica de produc-
ción de imágenes, sino que es expresión, tal como es sin duda expresión el lenguaje,
y también la escritura”. Postula entonces que la “la intención alegórica, es, en cuanto
historia natural, en cuanto historia primordial del significar o de la intención, de índole
dialéctica”. Esto permite “establecer persuasiva y formulariamente la relación entre sím-
bolo y alegorías”: mientras “que en el símbolo, con la transfiguración de la caducidad, el
rostro transfigurado de la naturaleza se revela fugazmente a la luz de la redención, en la
alegoría la facies hippocratica de la historia se ofrece a los ojos del espectador como pai-
saje primordial petrificado”. Sucede que la “misma expresión alegórica viene al mundo
con un entrecruzamiento peculiar de naturaleza e historia”. Por ello, “en el campo de la
intuición alegórica, la imagen es fragmento, ruina”. Así, en tanto la “fisonomía alegórica
de la historia-naturaleza que escenifica el Trauerspiel está presente en tanto que ruina”,
226
con “ésta, la historia se redujo sensiblemente a escenario”.
En consecuencia, las “alegorías son al reino de los pensamientos lo que las ruinas
en el reino de las cosas”. Por otro lado, la alegoría barroca posee una estructura interna
antinómica, confiriéndole su propia dialéctica. La “alegoría del siglo XVII” no es “con-
vención de la expresión, sino expresión de la convención”. Es expresión de la autoridad,
es secreta por la dignidad misma de su origen teológico, pero “pública por el ámbito de
su validez”. Se “trata en este caso, una vez más, de ese mismo carácter antinómico que
se encuentra figuradamente en el conflicto de la fría técnica prefabricada con la erup-
tiva expresión de la alegoresis, también aquí una solución dialéctica que radican en la
esencia de la escritura”. Ya que “si la escritura quiere asegurarse su carácter sacro –cada
vez la afectará más el conflicto entre validez sacra y comprensibilidad profana-, tiende a
los complejos, a la jeroglífica”, tal como “sucede en el Barroco”, donde “exterior y esti-
lísticamente –tanto en la drasticidad de la composición tipográfica como en la metáfora
sobrecargada-, lo escrito tiende hacia la imagen”.
Por consiguiente, no “es pensable un contraste más brutal con el símbolo artístico,
el símbolo plástico o la imagen de la totalidad orgánica, que ese amorfo fragmento que
resulta el ideograma barroco”. “En su seno, el Barroco se revela como soberana con-
traparte del Clasicismo, algo que hasta ahora solamente en el Romanticismo se había
aceptado reconocer”, admite Benjamin. En tal medida es que hay una “honda afinidad
entre el Barroco y el Romanticismo”. Sucede que si en “el contexto de la alegoría, la
imagen es tan sólo signatura, sólo monograma de la esencia, no la esencia misma en su
envoltorio”, sin embargo, “en sí misma la escritura nada tiene de meramente utilitario,
no queda eliminada como escoria durante la lectura”, sino que “entra en lo leído como
‘figura’ suya”. Benjamin, Walter, El origen del “Trauerspiel” alemán, (Obras, libro I, vol.
1), Madrid, Abada, 2007, pp. 378-435.
78 En su estudio crítico sobre Muerte y transfiguración de Martín Fierro, Liliana
Weimberg considera sobre los fundamentos de comprensión de la temporalidad de
Martínez Estrada que si “se toma literalmente la idea de invariante histórico, la lectu-
ra de Martínez Estrada resultará ahistórica, y de allí a la consideración de su ideolo-
gía como veladamente ‘reaccionaria’, ‘lírica’ y partidaria del inmovilismo, hay solo un
paso”, pero “si en cambio recordamos que en el caso de su ensayo se trata de un modelo
interpretativo de la realidad, nos sentimos autorizados a considerar la apelación a la cate-
goría de invariancia como una herramienta que le permite comprender –no explicar- el
sentido de la historia argentina”. Weinberg de Magis, Liliana Irene, Ezequiel Martínez y
la interpretación del Martín Fierro, México, UNAM, 1992, p. 100.
79 Hugo Bauzá nos permite comprobar que una de las constantes morfológicas re-
conocidas por distintos eruditos en torno al mito del héroe es que, en un final funesto,
resultan “metamorfoseados, lo cual, en la mayor parte de los casos, se da seguido de una
apoteosis o transfiguración (Heracles, Orfeo, Edipo)”. Bauzá, Hugo F., El mito del héroe.
Morfología y semántica de la figura heroica, Buenos Aires, FCE, 2007, p. 36.
80 Rodolfo Borello constata que “Martínez Estrada ha señalado, con su habitual
precisión, que una de las notas más características del tipo social llamado gaucho está
dada por la ausencia de la figura paterna y, por ende, por la existencia de una vida
familiar retaceada, limitada –a veces- solamente a la presencia activa y constante de la
227
madre y a un padre muchas veces ausente, desconocido, y apenas aludido como una
realidad o una persona supuesta, pero no fácticamente visible”. Borello, Rodolfo A.,
“La literatura gauchesca y lo social”, en Anales de literatura hispanoamericana, Madrid,
N° 25, 1996, p. 40.
81 El crítico Eduardo Romano explica que con “su habitual desmesura apocalíptica,
Martínez Estrada encara su ensayo Muerte y transfiguración de Martín Fierro”, donde,
por caso, tras destacar que no “es casual que en la memoria popular figuren más los
consejos cínicos de Vizcacha que los ejemplares del protagonista a sus hijos”, el autor
“generaliza esa situación también para los años en que escribió ese ensayo, sus pullas
contra el militarismo van dirigidas por elevación a la logia militar nacionalista que to-
mara el poder en 1943”. Romano, Eduardo, “Una aproximación a la(s) lectura(s) del
Martín Fierro”, en José Hernández, El gaucho Martín Fierro. La vuelta de Martín Fierro,
Villa María, Editorial de la Universidad Nacional de Villa María, 2010, p. 28.
82 Antonio Tovar pretende “denunciar que en la obra de Martínez Estrada hay un
grave y continuo escamoteo”, pues ve en la Conquista “un mal y no se equivoca, pero
hace responsable de él a lo que le es más antipático, sin pararse un momento a pensar
si es lo que tiene de veras la culpa”. Tovar, Antonio, “Introspección de la Argentina en
el escritor Martínez Estrada”, en Revista de Estudios Políticos, Madrid, Año X, Nº 49,
1950, p. 227.
83 “Martínez Estrada fue consciente de esta actitud exageradamente pesimista y
cuando escribió Muerte y transfiguración de Martín Fierro”, explica María Elena Ro-
dríguez de Magis, “intentó romper con su pesimismo”, sin dar, sin embargo, con una
proyección auténticamente continental a su reflexión, puesto que “su idea no es lati-
noamericana”. Si bien “Martínez Estrada se queda así, marginado del continente al
cual pertenece, y en esto se muestra como un intelectual típico de la zona rioplatense”,
igualmente es cierto que cuando “quiere mostrar lo positivo que subyace en su país, lo
que lo conforma y le da permanencia, apela a ese sustrato gauchesco, criollo, que en úl-
tima instancia es lo que tiene de hispanoamericano”. Rodríguez de Magis, María Elena,
“Latinoamérica en la conciencia argentina”, en AA.VV., Ideas en torno de Latinoamérica,
México, UNAM, 1986, pp. 540-541.
84 De cuya transfiguración última es Astrada el máximo y último exponente con-
ceptivo, y el peronismo juvenil de los setenta, su encarnación histórica más extremada
en una épica militante nacional-popular-revolucionaria, al menos si reparamos en la
Imago fílmica de Fernando “Pino” Solanas: Los hijos de Fierro (1975).
85 Eduardo Grüner ve que en “Muerte y transfiguración de Martín Fierro hay una
afirmación sorprendente”, acerca de que lo “más auténtico de la literatura argentina,
su propio origen, debe buscarse en el diálogo –no siempre amistoso- entre la literatura
gauchesca (sobre todo, Hernández) y la de los viajeros ingleses (Hudson o Cunningham
Graham)”, es decir, “entre un castellano local, ‘rioplatense’, trabajado por la oralidad,
viva, poética, ‘popular’, y otro salido de la traducción, del trabajo intersticial entre dos
lenguas, ambos apartados de la buena letra del español literario”. Grüner, Eduardo, “La
rama dorada y la hermandad de las hormigas. La ‘identidad’ argentina en América Lati-
na: ¿realidad o utopía?”, en La Cosa política o el acecho de lo Real, Buenos Aires, Paidós,
2005, p. 273.
228
IV. Un topos (tropológico-conceptual). El último Martínez
Estrada y el problema del “ámbito de destino” leído desde
una ontología de la esperanza cifrada en el Sur.

Todos somos, de alguna manera, “discípulos” de


Martínez Estrada, para amarlo, para criticarlo, y los
que tengan fuerzas, para superarlo.
Nicolás Rosa

Cuando Ángel Rama concibió a América Latina como una utopía


intelectual, planteó una condición cronotópica1 fundamental del hori-
zonte de experiencia y expectativa que Martínez Estrada pensó como un
“ámbito de destino”. Ángel Rama vio en esa signatura textual un “proyec-
to intelectual”. Sabía que “si la crítica no constituye las obras, sí constitu-
ye la literatura, entendida como un corpus orgánico en que se expresa una
cultura, una nación, el pueblo de un continente, pues la misma América
Latina sigue siendo un proyecto intelectual vanguardista que espera su
realización concreta” (Rama, Ángel, “Prólogo”, en La novela en América
Latina: panoramas 1920-1980, Montevideo y Xalapa, Fundación Ángel
Rama-Universidad Veracruzana, 1986, pp. 15-16).
La experiencia vanguardista de un espacio novomundista que
funciona a la vez como topos geográfico-histórico y u-topos retórico-in-
telectual, es decisiva para comprender los escritos tardíos de Ezequiel
Martínez Estrada. Pero decir esto es apenas una descripción. ¿También
esa “invención” de un régimen semiótico de visibilidad cronotópica, ha
debido expiar pecados y purgar condenas, recogiéndose en la contrición
y contemplando a la vez la disolución de su extensión imaginaria en el
escenario contingente de los signos de posibilidad de una “escritura del
vacío”2? ¿Qué nuevas circunvalaciones epistémicas y excursiones retóricas

229
habilitarían ulteriores proyecciones imaginarias del hemisferio utópico
cuya aura de espera se forma en torno al horizonte cuyo “locus enunciati-
vo” es un conjunto de “espacios-entre-medio” localizados al Sur3?
Pues, con todo, es esta también una pregunta que no ha queri-
do dejar de invocarse como parte de una aventura filosófica “local”. Del
Logos interceptado por una poética de ideas argentina y latinoameri-
cana. Filosofía obliqua que trastoca, alborota, mestiza, altera, deforma,
reconfigura, en sus prácticas culturales periféricas de antropofagia local4
-primitivizadora, famélica y sin embargo nutridora-, el corpus de la Razón
occidental. Cuya “universalidad” es transculturada en la vitalidad devo-
radora del locus enunciativo sureño utopizante y des-centrado, abierto y
contingente, en clinamen y constelado. Pliegues barrocos de una “razón
antropofágica”5. Degluciones salvajes y metabolismos alterados del ensa-
yo, que en medio de su soplo artístico recoge –traduce- el canto de espe-
ranza por el ente humano que quizá porta toda brisa suelta del amanecer
entre las hojas. Descompaginadas.

De la “experiencia cubana” a la utopización del destino telúrico.

Cartografías de la topía: fisonomía antropogeográfica y sino sideral

La Argentina, a Martínez Estrada, le fue tan magnética y esquiva


como la porción de llanura pródiga que también quiso habitar y labrar,
por último en su chacra de Goyena. Al parecer sólo la posteridad le resul-
tó más favorable entre nosotros, aunque ello no quiera decir más veraz.
Murió en su país, sin embargo, y ello se nos muestra un dato no menos
fundamental de su vida que el haber sido poeta y ensayista. Profeta des-
oído: pensador emigrado. Bien acogido en México y en Cuba. Como el
expedicionario de la verdad profunda y el misionero de la cura alegórica,
que ahora recibía tratos propios de profesor visitante y ciudadano abs-
tracto del mundo. Pero el ensayista argentino hizo pie en la patria grande,
jovial, aunque cansado. Acarreaba el mismo instrumental analítico en el
equipaje, o dicho con un galicismo, en el bagaje. Haciéndose acompañar
230
todavía por Sarmiento, antes de entregarse fervorosamente a Martí, con
una devoción de converso. Devoto de una nueva esperanza: la Revolución
Cubana6.
La aureola revolucionaria de Cuba se le abría como la llave del
cerrojo filosófico-histórico que había clausurado previamente el fatalis-
mo geográfico pampeano. Aunque ya era un pensador anagógicamente
revolucionario. Ahora, desde una apertura expectante del horizonte de
experiencias: el que franquea y habilita la voluntad revolucionaria que
bajó de Sierra Maestra. Y sin embargo Martínez Estrada, en pleno viraje
socialista, no dejó de ser un “determinista telúrico”, aunque la abertura
que desgarra el círculo fatal de la condición pampeana adopte, en su
figura ulterior y final, la forma de una Isla de Utopía. En sus reflexiones
tardías sobre América Latina, iniciada ya la década del sesenta, Martínez
Estrada ahonda, por no decir, extiende la hermenéutica de sus morfo-
logías caracterológicas a escala continental. Muerte y transfiguración de
Martín Fierro era ya el anuncio de que la alegoresis trágica no había de
limitarse a la pampa radiografiada. Que asoma a la superficie continen-
tal, latitud por latitud, puntada por puntada. Por ello su tratamiento
temático desmiente menos el intuicionismo ontológico radiográfico, que
su últimamente renovada petición de ceder a la promesa de objetividad
empírica de las ciencias sociales, y en general de los estudios culturales
académicos; hoy dominantes y hegemónicos, comparados con los viejos
nombres de Spengler, Keyserling o Hans Freyer. Mucho menos Simmel
le bastaría para ser sobreseído por la causa de sociólogo metafísico. Que
lo era, efectivamente. Es que en sus últimos escritos, Martínez Estrada
también había acusado recibo de las ciencias sociales en ascenso, incluso
confiadamente, y la superposición de Análisis funcional de la cultura con
el premio Casa de las Américas remite a más de una coincidencia epocal,
quizá hoy irrepetible. Allí Martínez Estrada todavía puede decir que re-
sulta “indiscutible que ese carácter trágico de la cultura (lo observa Sim-
mel) como extraña a la voluntad consciente del hombre, es un concepto
que hallamos hoy, con otra fundamentación, en antropólogos” -como
por ejemplo Bronislaw Malinowski-, además que el “concepto hegeliano
reaparece en Simmel y en Hans Freyer, para quienes la cultura hace ‘ob-
jetiva’ el alma en el mundo, a la vez que éste se ‘subjetiva’ en movimiento
pendular” (AFC, p. 13).

231
Esta imagen “pendular” de la tragedia de la cultura moderna,
pues, aún campea en su analítica del espacio continental de experiencias.
Con un agravante: en tierra americana la cultura objetiva se ha defor-
mado, desfigurado y corrompido, aún antes de disociarse y cosificarse.
Martínez Estrada creía que la etnología lo asistiría generosamente en su
peregrinaje solitario -o extraviado- de “ensayista del carácter”. Antropó-
logo intempestivo, conserva intactas las viejas, permanentes, invariantes
metáforas telúricas. Sin embargo, apela a la antropología científica, de-
cíamos recién, de la que se hace ilusiones. Martínez Estrada, es cierto,
podía citar o no sus consultas bibliográficas, pero ningún aparato crítico
podría desmentir que todavía seguía siendo un discípulo anómalo de la
antropología poética de Sarmiento. Esa confianza de Martínez Estrada
en los grandes cuadros dramáticos del romanticismo era, ya más que
fatalmente anacrónica, ilegible. Su fisonomismo impresionista sólo re-
quería de Spengler una precisión terminológica –prurito tan caro a la
cultura académica a la que creía tal vez seducir, aunque también en ello se
equivocaba-. Su captación balzaciana de la materialidad viviente a través
imágenes, signos e indicios, en tanto traslucía una totalidad de sentido,
también lo era como mediación dialéctica de objetos, prácticas y sensibi-
lidades. Entonces se precisa una percepción cartográfica.
Es sabido: el ensayista hace con la información científica lo que
quiere. Aunque no lo que más le conviene, que no es lo mismo. Incrusta
una constelación cambiante de datos cuantitativos sobre una constela-
ción fija de invariantes históricos. Dentro de este contexto interpretativo
-formado por categorías fisonómico-telúricas ahora renovadas por un
aparato científico cortado al talle de las ciencias geográficas-, el punto
cardinal de una Isla hiende y pliega todas las coordenadas temporales del
continente. En una superficie de sobrerelieve -igual que en un alfabeto
para ciegos-, se forma la corteza histórica de registros numéricos y pro-
porciones estadísticas que llevan de la Conquista a la Campaña de Sierra
Maestra. Pero la secular experiencia liberadora de Cuba en sus inflexiones
de 1898 y de 1959 tendrá un efecto sideral. Es ni más ni menos el ciclo
de la revolución.
En el hemisferio Sur, “todavía la naturaleza predomina en la mor-
fología que va configurando esa lucha de la Gea y el Ethnos”. De paisaje y
hombre. En esta periferia geológica acontece un “drama antropológico”,

232
cuyo Fatum telúrico ya se frasea en Sarmiento. La “colocación de nacio-
nalidades en el mapa de Iberoamérica nos hará comprender más sensata
y conscientemente nuestra real situación en el conjunto de las naciones y
en la historia universal de la civilización”. Pues la “simple contemplación
del globo terráqueo suscita la intuición de que América está separada de
las restantes masas planetarias”, y que “es en nuestros días cuando una
realidad más profunda y cierta que toda concepción etnológica y política,
revela que esas similitudes constituyen signos de una realidad telúrica”,
cuya configuración Martínez Estrada se apresta a interpretar en 1962
con la misma mirada radiográfica que en 1933. Análogamente, geografía
y cartografía revelan el esqueleto trascendental del ser social. Es preciso
admitir, pues, que a pesar de “la extensión inapropiada que se dio al con-
cepto de determinismo geográfico”, con la que se ha “querido supeditar casi
todas las manifestaciones fundamentales de la vida social al factor geográ-
fico, es indiscutible que contiene una buena dosis de verdad”. Pues “los
datos que suministra la simple contemplación del mapa poseen un valor
profundo y decisivo”. Se trata de “la visión de un diagrama, la percepción
de la urdimbre secreta de un sino; lo que la evidencia ocular declara es
exactamente lo que el conocimiento de la historia confirma”. El “conti-
nente entero mantiene su unidad sideral”. En América la civilización del
proyecto euro-moderno se hace pedazos, escombros, ruinas, pedregullo,
sobre las fuerzas objetivas de placa del suelo, y sobre sus pulsiones en la
afección sensitiva de una subjetividad auroral. Si el estrato mineral acu-
mulado se refleja como un sustrato o subsuelo emotivo invariable, cuales-
quiera “sean las formas con que reaparecen esas arcaicas fuerzas en pugna,
la primitividad que Keyserling sintió en los trasfondos de su intuición, es
la osatura del cuerpo social en América” (DSAL, p. 11)7.
Si la desvariada lección intuicionista de Keyserling inspira toda-
vía la antropología negativa del americanista Martínez Estrada, es por-
que una geo-episteme cartográfica es un símil analógico de la topografía
continental. Si es que no es otra la imagen “que se tiene de las láminas
anatómicas”. En efecto, el mapa revela aquél Fatum de las constelacio-
nes geográficas dispersas, como si de una explosión cósmica originaria
se tratara, fijada geológicamente, y cuya estructura debe más a los astros
que a los organismos. Su constelación se fija como un estallido estático.
Entonces las naciones se imprimen al continente en forma de meteoros

233
y satélites. Con ello el Fatum cósmico-telúrico sigue siendo la matriz
de matrices. Que dicha configuración telúrica del sino cósmico austral
indica una fatalidad, es sólo el punto de partida. Y a la hora de aducir
pruebas, por supuesto que la Argentina asume buena parte de la carga.
La denuncia de la “fisonomía factorial” de la economía argentina contri-
buiría a “perfilar su rostro verdadero, y éste es un dato que Sarmiento no
tuvo en cuenta bajo la obsesión de que el predominio de lo político en
nuestra historia implica su capital importancia en el orden social”. Ello
implica asumir en las letras y en la historia “el coeficiente de barbarie para
que podamos conocernos y mejorarnos, y admitir que con materiales ex-
traídos de nuestra tierra hemos asentado lo más sólido de nuestra fábrica
institucional”, aduce Martínez Estrada como advertencia al resto de las
naciones latinoamericanas. Entonces la alegoría topográfica se interpreta
como una radiografía social histórica en clave de mímesis y analogía. Con
una diferencia de énfasis: ahora la alegoresis americana ser erige en una
radiografía de la pampa anticolonial8.
Hasta aquí, el intuicionismo ontológico de Martínez Estrada,
montado, emplazado entre los pilares de su filosofía de la historia circu-
lar, hace de Diferencias y semejanzas entre los países de la América Latina
un tardío y por cierto larguísimo parágrafo de Radiografía de la pampa.
La historia social gira en torno, como una órbita, de una fuerza gravita-
cional inmóvil. Todavía en la jerga telúrica, el problema de la desinte-
gración social y política latinoamericana hay que buscarlo entonces en
la heterogeneidad estructural de la constitución geográfica originaria del
continente. Esta tesis -esta obsesión- hoy inadmisible sin hacer interce-
der a las ciencias sociales y del lenguaje en su auxilio –en su socorro-,
atraviesa como una costura de alambre el diagnóstico americano del úl-
timo Martínez Estrada. Pero en Diferencias y semejanzas en los países de
la América Latina, la veracidad no impacta sólo por el lado de la cabeza
de martillo que cae con la fuerza del picapedrero, sino también y más
pacientemente, con la filatura del pinchazo rítmico de las hábiles manos
tejedoras que llevan la trama. De la narrativa. Pues su capa historiográ-
fica, más gruesa y larga en el ensayo de 1962 que le publica la Univer-
sidad Nacional Autónoma de México, pero de una poética tropológica
menos densa que en el ensayo de 1933 publicado a expensas de Samuel
Glusberg, refuerza la vieja biblioteca del antiimperialista intempestivo y

234
ex-temporáneo Martínez Estrada.
Que, si bien, pudo imprimir un giro teórico dando la bienveni-
da a las ciencias sociales pujantes para acogerlas como nuevas claves de
explicación científica –y responder así al reclamo de tantos discípulos e
inveterados críticos- se decidió, en cambio, por revalidar los títulos del
vitalismo telúrico que elaboró treinta años antes. Por cierto, incluidas las
mismas fuentes alemanas. Otro gesto de obcecación o, como preferiría-
mos verlo –los obcecados somos nosotros-, de inflexible e infranqueable
autonomía intelectual. Y por supuesto que sobre esta base interpretativa
–más que vetusta, arcaizante, y desde ya irracionalista para la ascendente
academia argentina postperonista-, decíamos, se desglosan las remozadas
inculpaciones que trae Martínez Estrada. Renovadas en fuerzas. Entre
semejantes bríos, el anciano taciturno y encendido se presta al juego de
las consultas a las ciencias sociales, quienes al cabo quedan defraudadas.
Desde el punto de vista de éstas –ya por entonces, inicios de los años
sesenta, holgadamente triunfalistas-, se diría que su apelación en el en-
sayista suena a una provocación. Ese escritor individualista, en medio de
su derrota en los círculos académicos, todavía se da el tupé de mirar a los
profesores de arriba.
También sus alegorías intuicionistas resultan inconmensurables
–intratables- para la generalización empírica hipotética. Para peor, recla-
man para sí el bien más preciado del botín epistemológico: la verdad. Ya
que para una sociedad mineralógica, las ciencias sociales resultan saberes
de extracción, acumulación y acarreo de un material bruto del cual sólo
el “ensayo de interpretación” sabrá extraer las pepitas y refinar y pulir el
metal precioso. Bajo esta clave, la “decepción” que acusara Gino Germa-
ni frente a la obra de Martínez Estrada es más la respuesta a una ofensa
que una constatación crítica. ¿Para qué querría los informes de campo y
la compulsa de archivos el obcecado telurista Martínez Estrada? Precisa-
mente para advertir, tras una división intelectual del trabajo que subordi-
na dichos menesteres informativos a la consiguiente primacía del huma-
nismo culto, que la exploración de la verdad requiere hermenéuticas más
radicales del ser social. En dicho caso, la objetividad fáctica de los tropos
y la validez gnoseológica de una ontología social que lee la realidad del
mundo según el envés de placas radiográficas, tiene la verdad de su lado.
La vieja revelación amarga que ahora dice que América, más cercana a

235
África que a Europa, aún es “colonia”, dependencia y servidumbre, y por
lo tanto que el antiimperialismo no es una mera posición política, sino un
imperativo ético y una concepción cultural.
En 1962, Martínez Estrada sindica, acerbamente, que existen
sobre América y sobre el hecho de ser alguien o algo americano, nume-
rosos malentendidos que arrancan de las crónicas de la Conquista, y que
llegan hasta las últimas estilizaciones autoctonistas de los americanistas e
indigenistas. La realidad colonial compone, más que una configuración
histórica, una forma del ser cultural, o como hoy decimos, de la identi-
dad, y ello es lo de veras grave. Pues ante la noción y estereotipo de que
éramos un vástago promisorio de Europa, se aclara más recientemente
la imagen de nuestro parentesco de tierra y sangre con los pueblos de
Asia, África y Oceanía. De quienes estamos más cerca en el alma y en la
piel. Es que formamos con ellos el mismo mundo. Por el contrario, una
forma de “colonialismo psíquico” nos inculcó el prejuicio de que repre-
sentábamos un gran papel en la historia de Occidente, cegándonos ante
la codicia de quienes conocían mejor ese juego fraudulento, concebido
al efecto de que dependiéramos de su manumisión espiritual. Cuando
creímos tomar parte de lo que desde hace ya unas décadas llamamos Mo-
dernidad Occidental, caímos en la trampa. Mas es también parte de un
“sino manifiesto” redimirse del colonialismo eurocéntrico. Frente a ello,
“perseverar en la ilusión de que pertenecemos a la familia europea por-
que algunos hombres eminentes adquirieron en Francia o en Inglaterra
sus prerrogativas intelectuales” -dice Martínez Estrada pensando funda-
mentalmente aunque no exclusivamente en el siglo XIX- “no sólo sería
desviar la mirada de la recta dirección en que debe orientarse el rescate
de nuestra personalidad americana enajenada, sino dejar en el mismo
abandono que hasta ahora a quienes carecen de recursos de todo género
para liberarse por sí mismos”( DSAL, p. 27).
He aquí la clave catártica de su ética curativa de liberación. Es que
América Latina conforma, “un compuesto mestizado, cuyos elementos
aún no bien fraguados permiten que las fuerzas telúricas de Keyserling,
mantengan en tensión y hasta en conflicto las distintas formas que con
individual evolución perpetúan la diversidad y la desintegración de los
ingredientes en su seno”, y “cuya cohesión se ha procurado por medios
coactivos”. Ello define, “concreta y desgraciadamente, el drama político

236
de todas las naciones hispanoamericanas”. Ese drama humano americano
nos coloca en “un mismo camino de liberación, o de redención, como
también puede llamársele”, asevera Martínez Estrada, dando la clave
destinativa última cuyo ámbito de posibilidad sin embargo todavía nos
concierne. Es que América nace de la conquista de potencias imperiales
(España, Portugal e Inglaterra, más tarde Francia y luego Norteamérica).
Los propios países dominadores “han puesto en evidencia la relación de
dependencia colonial en que todavía nos encontramos, dejando al des-
cubierto los hilos con que manejan a sus espías y agentes administrado-
res y ejecutivos en Latinoamérica”. “De ese modo las naciones opresoras
han indicado el camino de la liberación”, consigna Martínez Estrada, el
ensayista crítico de la dependencia neocolonial que quiere revertir en su
propia lógica la astucia del dominio. Pero el punto de horizonte libertario
requiere, empero, asumir una verdad dolorosa también en la dirección de
un aprendizaje respecto al contexto del poder de dominación. Acaso por
ello el antiimperialista Martínez Estrada acepta el juicio de “países sub-
desarrollados” como una “revelación” de la que debemos sacar provecho.
Que debemos reconducir en términos antiimperialistas, precisamente.
La liberación del neocolonialismo es a la vez obligación moral y revela-
ción del sentido de la redención. La liberación es el destino americano. Y
Cuba será la prueba que exigía –el sentido de- la historia. En este pliegue
“cubano” de la trayectoria autorreflexiva del libro, es donde Martínez
Estrada definitivamente recoge el ejemplo de la Revolución de 1959 por-
que, en sus palabras, se trata de un “pueblo heroico”, que debió liberarse
del Departamento de Estado norteamericano. Hasta hoy día.
Nuestro “poscolonial” avant la lettre, asume que la lección cubana
extrae “del secreto de la servidumbre atribuida a otros diversos factores”,
aquellos que de veras conciernen a nuestro status dependiente, porque
“debemos adquirir clara conciencia de él para extraer los elementos vi-
vos y eficaces con que estructurar las naciones y los Estados americanos,
ajustando las teorías y las normas a los hechos ciertos de la realidad racio-
nalmente examinada”, y porque -añade Martínez Estrada en su enumera-
ción de tareas para un programa emancipatorio- es menester “liquidar el
prejuicio de que sólo existe un tipo de civilización y de alta cultura, que
es el que hemos aprendido a venerar y a imitar de los países más avan-
zados de Europa”, dirá, haciendo recaer ese cargo sin resentimiento. Del

237
contraste radiográfico, se aprecia que la vida americana está entrañada en
el “laberinto de las fuerzas tectónicas de la naturaleza”. Porque si la tierra
americana se dispone para el hombre primariamente desde la condición
de la hostilidad y el desamparo, en cambio en Europa el poblamiento y
la habitabilidad de la tierra se muestran concordantes con un plan tra-
zado urbanísticamente: culturalmente. Allí la naturaleza es sometida al
designio humano. En Panorama de los Estados Unidos Martínez Estrada
apunta que en Norteamérica la “naturaleza de por sí trazó un plano sobre
el que pudo dibujarse entera la configuración económica del país”, mien-
tras que “en el centro y en el Sur de América la naturaleza parecería que
no tiene plano en que se pudiera dibujar algo con sentido morfológico”
(“Diagrama de los Estados Unidos”, en PEU, p. 235).
El proceso inicial de la Conquista implicaba dar término a una
civilización aborigen decadente que sin embargo no había perdido “los
códigos morales, de la industria privada y pública, la integridad del ca-
rácter, el honor o, si se prefiere, la honra que se había erigido en tribunal
que castigaba sin indulgencia los delitos y las transgresiones que afecta-
ban, más que a la propiedad de bienes materiales, al patrimonio espiri-
tual que rayaba en las alturas de lo sacro”. De modo que la Conquista
sacrificó bajo su espada y su cruz una eticidad originaria que, incubada
todavía en el óvulo no desgarrado de lo sagrado primitivo, se valía de una
noción del honor más íntegra y primordial que aquélla que reclamaba
para sí el hidalgo aventurero. Martínez Estrada arroja luz sobre esta faz
destructiva incompleta e irregular, onerosa pero imperfecta –típica de un
dispositivo de poder de soberanía monárquica- que no cava lo suficiente
hasta el fondo el sustrato remoto de una moralidad sacra primitiva. Ese
núcleo sagrado aborigen pervivió aún en medio de la descomposición
social previa a la Conquista española, a pesar de que ella “ha calado a
los estratos más profundos de las organizaciones económicas y políticas
y afectado la psicología y el ethos entero de las nuevas poblaciones”. Los
ha “afectado”, mas no aniquilado, entonces. Esa perdurabilidad opaca le
confiere al indio su fondo salvo, más que un origen prístino. “No sería
posible tener una visión clara del panorama histórico y etológico de la
América Latina, ni formar criterio justiciero para valorar su situación ac-
tual, si subvaloráramos aquellos orígenes y las secuencias que en todos los
órdenes se prolongan hasta hoy”, opina Martínez Estrada, incriminando

238
a “la noción vandálica que los pueblos imperialistas tienen de los otros
menos desarrollados y poderosos, y en el concepto que los corifeos de
las culturas europeas tienen de las que fueron avasalladas y en enormes
porciones destruidas” (DSAL, p. 93).
Las culturas amerindias fueron en “enormes porciones” devas-
tadas, en efecto, pero no en su totalidad. Siempre quedaron restos. De
acuerdo con la “urdimbre de diagrama” que la antropología psicoanalí-
tica de Martínez Estrada viene a descubrir, la violencia y la codicia que
forman sistema con las instituciones de fuerza, la explotación y el pillaje
y engendran, durante el período-ciclo de la Conquista -y frente a la de-
negación del indio inferiorizado hasta semánticamente- “la formación de
un tipo antropológico, ético y psicológico híbrido”, a saber: “el mestizo y
el mulato, cuya gravitación en la vida política y en la formación del ethos
americano ha sido decisivo” (DSAL, p. 95).
El mestizaje ha sido pues un híbrido étnico, pero sobre todo po-
lítico y psíquico. También una praxis ambigua: instrumento de opresión
y medio de resistencia. Bajo la estrategia de hierro del exterminio y la
aniquilación, que componen un verdadero “cuadro aterrador”, los aborí-
genes de toda América padecieron la terrible condición de la opresión y
el martirio. Martínez Estrada documenta esta denuncia todo lo que le es
posible, sin escatimar fuentes ni bibliografía. Pero no quiere perder de vis-
ta el análisis general fisonómico que viene trazando en su conformación
de placa y en su objetivación de rostro. En su cara ominosa. Esa constitu-
ción telúrica, nos dice, confiere su carácter tectónico a las “fuerzas confi-
guracionales de las naciones”. Con lo que el diagnóstico de América no es
menos amargo que el diagnóstico pampeano y lo cierto es que explicita,
sino fuera demasiado injusto decir, sincera, ya sin perífrasis alguna, una
teoría caracterológica del mestizaje. Con una eficacia de golpe rotundo
que en sus ensayos anteriores todavía se revestía de aproximación felina
y zarpazo preciso. Que podía demorarse en circunloquios. Pero ahora el
denuncialista escribe con la maza y ya no con la garra. Y bajo esta clave es
que seguirá reescribiendo al viejo Sarmiento, a quien retoma en el mismo
título del libro, por si se dudara de quién sigue siendo la auténtica figura
tutelar de sus análisis sociológicos sobre las Américas. En la última parte
de Diferencias y semejanzas de los países en la América Latina Martínez
Estrada vuelve sobre Juan Facundo Quiroga, remedando pasajes enteros

239
de Los invariantes históricos en el Facundo. Sin embargo, los interpola de
modo tal que evidentemente vienen a clarificar, como sucede con el tono
general del libro, el carácter programático de sus tesis, que expande a la
vasta placa continental en su diagramación tectónica el ámbito de destino
pampeano. Así se nos explica, se nos machaca, que “Juan Facundo Qui-
roga, su sombra evocada, como dijo Sarmiento, reaparece en el escenario
de la historia argentina y se articula sobre un panorama sudamericano
total”. “Sarmiento acuñó la fórmula de que la ciudad era la civilización y
el campo la barbarie” (DSAL, p. 470).
Así, se nos recuerda cuánto ese extenso libro dedicado a la Amé-
rica nuestra, aguza todavía más la mirada subtendida en el horizonte
de las llanuras del Sur, a la espera de un exorcizo insular. Entretanto, el
pesimismo racista del viejo Sarmiento, siempre agazapado como clave
última tras el follaje de datos empíricos trasplantados del archivo biblio-
gráfico de las ciencias sociales, aún asiste el estrabismo etnológico del
viejo Martínez Estrada. Que sigue viendo la dualidad esencial de un ente
constitutivamente ambiguo. Entonces Martínez Estrada se detiene en el
análisis del proceso de transposición psíquica por medio del cual esa cul-
tura oprimida revierte los signos del dominio y es capaz de configurar
una mentalidad que no se rebaja a la pura sujeción pasiva e inerte, pero
que tampoco se eleva a la oposición conscientemente organizada: a la
resistencia activa, a la rebelión planificada. En ello es también un híbrido.
Ni del todo siervo ni del todo rebelde, el mestizo conforma una suerte
de muda indocilidad, cuya fuerza opera, más que por acumulación, por
sustracción y reticencia. Incluso en esa forma subrepticia y refractaria,
Martínez Estrada percibe que el mestizo habita una zona mental inter-
media, fronteriza o dual. Hibridada entre el poder y la desobediencia. De
su sometimiento bajo las armas y de los métodos de opresión los indios
aprendieron las tácticas de defensa. Y del modo de oponerse a la violencia
y la brutalidad desarrollaron la astucia que se sirve de recursos invisibles
aunque efectivos. Martínez Estrada vuelve a practicar la punción del esti-
lete quirúrgico, y a tipificar los síntomas de su nosografía psicopatológica
del alma mestiza americana. La condición híbrida del mestizo es correla-
tiva a la condición maciza del indio, cuya inferioridad comparte desde la
misma etiología del derrotado. El indio padeció en su psique “un trauma
al que todavía no se ha encontrado la terapéutica adecuada: se hizo astu-

240
to, taimado, suspicaz, desconfiado, y acabó teniendo miedo y desprecio
por sus dominadores”. Si esta comprobación caracterológica es de por sí
suficientemente preocupante, o mejor dicho, temible, Martínez Estrada
añade que cualquier “nombre que se le dé, y el más apropiado sin duda es
el de ‘ladino’, su psicología diabólica y laberíntica exige del antropólogo
y del psicólogo (mejor dicho del psicoanalista) dotes de penetración muy
finas, y aún estamos en los albores de esta clase de estudios”.
El indio es el agente expectante de una secular represalia, nos
advierte el ensayista. De generación en generación, administra en silen-
cio el cobro de una venganza cuya deuda no cesa de acrecentarse con la
historia. Instante por instante. Mientras, el indio no es lo que parece.
“Sometido y esclavizado, hizo que también su amo y señor fuera esclavo y
sometido de otros amos que desconoce pero que no son menos imperati-
vos y despiadados”, apunta Martínez Estrada en vista de una dialéctica -o
simplemente, de una tensión- que revierte y trueca impensadamente las
categorías del señorío y la servidumbre. Pero del lado de la servidumbre,
ese trastrocamiento acarrea las más imprevistas subversiones de un orden
del que el aborigen no participa pero subroga con su propio cuerpo. De
ese subsuelo vivo emana entonces una “agresión de todo género, econó-
mica, cultural, política y familiar, que estremece periódicamente el suelo
en que se alzan las construcciones de un progreso”, y donde el indio “no
tiene otra participación que la de hacerlo con sus manos, y este es una
fuerza sísmica que, con revoluciones, asonadas y sublevaciones representa
lo que en el orden geológico el terremoto y el volcán”. “Esa población
resentida y humillada, expulsada de la ciudad y del campo como un su-
burbio o tierra de nadie, es el lugar donde fermenta la fuerza de la justicia
que no permite que aquellas construcciones enemigas de su vida y su
destino, adquieran estabilidad”.
Ese fondo humano de criollos y mestizos que “fueron engendra-
dos en la infamia, con la repugnancia del que satisface apetitos en carne
vil, sometida la madre y convertido el padre en un animal de cría”, es el
que “pide ahora el reconocimiento de sus derechos, y no sabemos qué
responder a su demanda, sino ametrallándolo cuando se subleva, o redu-
ciéndolo a quietud mediante el engaño de alguna de esas trapacerías que
el abogado sabe inventar para satisfacer la conciencia del pillo y la deses-
peración del impotente”. Claro que lo más grave permanece sin declarar,

241
hasta que leemos que en “su luminosa vejez Sarmiento, que se fatigó de
denostar al indio (del que sólo conocía ejemplares de las razas más decaí-
das) con una obcecación inexorable, comprendió que se ocultaba en él
un enigma, y que, en su resignada actitud de repudio al progreso que se le
ofrecía a mano armada, era preciso investigarlo para entender la historia
auténtica de América”. “Este drama inmenso y telúrico no ha encontrado
el autor que le dé forma y conserve su pathos sin desfigurarlo”, prosigue
escribiendo Martínez Estrada en 1962, y no se arredra ante un clima de
época que ya no ha de escuchar ese patético intuicionismo caracterológi-
co con anuencia alguna. Pues cada vez más inaudible, ese pathos spengle-
riano del crepúsculo de la modernidad ni puede soñar con la confiada
propiciación ilustrada que renuevan las ciencias sociales neopositivistas.
Menos se dispondrán a escuchar del modelo clasicista de la tragedia lo
que ellas, por sus propios medios, obtendrían de una legalidad teórica sin
conmoción dramática de los afectos, ni teatralización de las parábolas, ni
pedagogía catártica de la gnoseología conmovida.
En cambio Martínez Estrada, el telurista trágico, advierte que el
“indigenismo todavía no se ha liberado de la tentación, diré de la fasci-
nación de lo pintoresco y dramático, y su drama es de tal profundidad y
magnitud que requiere el genio de Esquilo y la atmósfera de poderes mí-
ticos y fatídicos de la tragedia griega”. Así, en efecto, queda declarado y es
porque Martínez Estrada sólo quiere “esbozar la grandiosidad del tema,
vislumbrado ya, sin duda, por filósofos y poetas”, ante quienes el indio
muestra su verdadero rostro, esto es, el de “un ser humano en desgracia,
un personaje de la tragedia de la vida y de la historia, arrancado a su tierra
y dejado sobre ella con las raíces sin cubrir” (DSAL, p. 107).
La mujer latinoamericana es una Antígona oprimida y despre-
ciada. En el cuerpo de la mujer latinoamericana se lee lo que en otro
nivel de experiencia apenas se infiere teatralmente, pues se despliega dra-
matúrgicamente como guerra, conspiración o criminalidad. Pero en la
mujer se define enteramente –entre su suelo y su cuerpo- como estigma
existencial: una vida trágica. Sobre el trasfondo de este cuadro latinoame-
ricano históricamente ignominioso a la vez que sublimado de síntomas
-que sólo en la mujer expresa su perversidad concentrada-, es que Cuba
surge como la cura y la esperanza. En la mirada trágico-americana de
nuestro ensayista, Cuba es, antes que un espacio político de experiencia,

242
una posibilidad de redención moral. Una purga purificadora que ofrece
la historia. Que a los latinoamericanos nos dona la historia. Esa Isla tie-
ne forma de aura. Porque si América Latina es el síndrome y Cuba es la
terapéutica, es porque el sino fatídico de las llanuras demoníacas y las
montañas inertes del cuerpo continental, es desbaratado y liquidado por
el sino venturoso de la pequeña isla aureolar: Ideal.
Su nimbo libertario promete la salvación profana colectiva. Ad-
ministrada en forma de praxis revolucionaria real. Nacional y america-
na, por si fuera poco. Martínez Estrada cree que la Independencia de
Cuba, en 1898, “mucho más cercana y diáfana es paradigma de todas las
hispanoamericanas”. Los patriotas representan el mesianismo americano
anticolonial, una liberación, que es ya más que emancipación. Desde “los
conquistadores no se combate en América simplemente por la eman-
cipación política y por la equidad económica, sean las luchas entre el
Estado y la iglesia, sean las de conservadores y liberales, sino por un ideal
humanitario de justicia y respeto a la dignidad del hombre, como lo ha
demostrado la revolución de Cuba”. Los “móviles de las sublevaciones de
Haití y de Yucatán”, confirman que ya “en 1811 y 1813 aquellos acto-
res mesiánicos, que fueron agentes pasionales del rencor de las mujeres
ultrajadas y de los hombres humillados, encarnaban fuerzas de colosal
empuje, de indígenas, africanos y de sus hijos que formaron parte siem-
pre los ejércitos de la libertad contra contra los ejércitos en una u otra
forma mercenarios de los caudillos de una u otra forma de colonialismo”
(DSAL, p. 107).

Aureolas de la u-topía: de Martí al Che Guevara, entre la hagiografía pa-


triótica y el mesianismo de la liberación.

Por si fuera poco, la revolución cubana, pronto destinada a la


expansión continental, tuvo por numen y arma, patriota y mártir a José
Martí. Un revolucionario puro, ideal del revolucionario impuro que
pudo ser Martínez Estrada, pues no era él “un espadachín”, sino apenas
243
un escritor argentino9.
Según la lectura apologética que hace Martínez Estrada de ese
hombre y de esa vida, Martí “se aplica a una misión concreta y sistemá-
tica: la revolución”. Así lo consigna en Martí: el héroe y su acción revolu-
cionaria. El hombre de guerra Martí está tan justificado como el santo
laico revolucionario que tan obsesivamente ha de retratar Martínez Es-
trada en el último tramo de su vida. Martí es la contrafigura hagiográ-
fica de Lugones. Quien sacrificó su numen a un falso mito argentino, y
aplicó el arma contra sí mismo. Pero Martí era la némesis regeneradora
de ese destino autoaniquilador, patológicamente épico, enfermizamente
gallardo. Martí pone las cosas en su lugar, puesto que cayó combatiendo,
en servicio patriótico. Transfiguración proteica de escritor miliciano en
prócer libertador. Y así Martínez Estrada entroniza la guerra de liberación
patriótica como la superior forma de la praxis latinoamericana. Por cierto,
como antiimperialismo práctico. Martí, a diferencia de Sarmiento, de
Hernández y de Lugones, es para Martínez Estrada el mito del héroe que
podemos permitirnos. Entonces ve cumplirse en Martí una escatología
de redención traspuesta a la consumación terrenal de la historia. Martí
protagoniza una historia de salvación intramundana desde la ya irrepeti-
ble conjunción de intelectual público y héroe romántico, escritor político
y santo laico. Pues el arco que lleva “de Lugones a Martí” –decimos ahora
con David Viñas- no quiso porqué conjurar, precisamente, su “ademán
evangelista”10.
El mesianismo secular consagratorio del martirilogio libertario
antiimperialista, torna paradigma en el avatar biográfico-existencial del
último modelo de escritor misional que fue para Martínez Estrada el del
patriota americano sublime. Quiso ver en el santo laico revolucionario,
gloriosamente cumplida la función de la literatura en la cúspide práctica
y agonística de la liberación del pueblo. De modo que si Martín Fierro, el
personaje de la argentinidad, es el reverso negativo del Mito, José Martí,
el hombre de la americanidad, es el anverso positivo del Mito. Y de la
liberación redentora. En el Prefacio de 1964 a Martí: el héroe y su acción
revolucionaria, Martínez Estrada declara que “la obra de Martí, de tan
admirable coherencia y unidad de estilo”, lo ha “conducido a cada vez
más altas y luminosas cúspides de su personalidad, que se corona en su
acción redentora o libertadora, como quiera llamársele”. La clave de todo

244
es que Martí se “reveló por sí mismo en su dimensión universal de mito,
quiero decir de existencia paradigmática que condensa y depura las vir-
tudes inherentes a la condición humana” (MHR, p. 1).
Si el continente americano tiene aún la esperanza de la redención
revolucionaria, es porque tiene el ejemplo indeclinable de Martí, quien
siempre se condujo, en su literatura militante, por el mismo “ideal supre-
mo”, que no es otro que “el ideal humanitario al que consagró y sacrificó
su vida”, y que da el sentido de “su personalidad, su misión y su desti-
no”. Si su experiencia “en las letras se corresponde fielmente con cuanto
hizo en la acción revolucionaria”, es porque “se siente hombre nuevo en
un mundo nuevo, y su americanismo es también aspecto de su poder
creador, como hijo legítimo que es de América”. Su ethos revolucionario
se define por el “instinto de la dignidad humana”, tanto como por “el
sentimiento entrañable de la justicia”. Es “un redentor y un libertador”.
Un “luchador sin ira” que llegó “a la conclusión de que los métodos
persuasivos y pacíficos” se habían agotado, “y de que no quedaba sino la
disyuntiva de renunciar a cualquier intento de liberación o la guerra”. El
rebelde Martí, “es revolucionario y quiere el cambio de la estructura de
la sociedad, y la justicia y el bien para todos como cree en la buena fe,
en la moral, en la belleza, en el bien y, además, en un Ser Supremo, sin
ponerse a razonar si existe o no”. Pues en fin, así piensan “los redentores
y los revolucionarios”. Que es una experiencia de redención bélicamente
justa, contrarréplica de la falsificación nacionalista del héroe gauchesco,
desertor y meramente pendenciero, y de la guerra intestina criolla, forma
rebajada y derivativa de la única lucha armada legítima: la de la indepen-
dencia americana. En Martí termina de sublimarse aquella fuerza misio-
nal del horizonte proyectivo de la emancipación americana, sin el cual
apenas queda el alegato inculpador del país falsario. En menos palabras:
Martí y Cuba salvan a Martínez Estrada de la pampa y de la Argentina.
El cuerpo auto-sacrifical de Lugones testificaba, por la vía de la
desgracia, el fracaso existencial, cultural y político del nacionalista ex-
tremista y aristocratizante, en efecto; pero también el periplo frustrá-
neo de una vida de escritor patriótico no sólo culpable, sino inadecuada
y desacomodada, extraña y lunática. Alienada y derrotada. En cambio
Martí era la prueba de que un escritor americano y revolucionario po-
día dar cumplimiento a su misión histórica dando la vida no como au-

245
to-punición privada y última –auto-inculpadora-, sino como un acto de
liberación de la colectividad, en un martirilogio solidario a la vez que
sublime, entregado por el otro e indeclinablemente fraterno. Frente al
ídolo juvenil Lugones, la trayectoria heroica de Martí es su ablución en
aguas del patriotismo sagrado en las costas del continente que, al cabo,
Martínez Estrada siguió oteando desde la pampa. Con el modelo-Martí,
entonces, la propia obra de Martínez Estrada se ve a sí misma éticamente
cumplida por la misión libertaria del escritor americano romántico-re-
volucionario. Ejemplaridad que –como antes Lugones- es una vez más
traspuesta biográficamente en un retrato idealizado. En un panegírico
harto más exaltado y prolongado que el que le inspirara Lugones. Texto
que al cabo no superaba un conjunto de notas espaciadas y discontinuas.
El modelo del escritor nacional épico-heroico, con todo, sigue en pie. La
misma operación hermenéutica la aplicó a Nietzsche, con la ventaja que
con Martí se trataba de una biografía americana elevada a mito colectivo.
Que así se instituía en norma rectora de la conciencia moral y política,
mucho más que en canon literario, y por lo tanto, en culminación prácti-
co-existencial de su propio proyecto intelectual: si Martí consuma la vida
pública del intelectual patriota llevada a término como guerra de libera-
ción nacional, Martínez Estrada dramatiza el pathos ensayístico cumplido
como una ética curativa de liberación.
Cuba será el escenario y la encarnación de ese destino ideal que
supone para el escritor neorromántico emancipar una patria americana,
y realizar la literatura como un acto estético de redención social, biográ-
ficamente satisfecho conforme a su principio rector. La experiencia vital
del escritor misional que asume su destinación mundana con sentido
libertario es el paradigma romántico con el que el último Martínez Es-
trada lee en paralelo, tanto la vida y la obra de Balzac, como la de Martí.
Aunque en el escritor francés no se trate de un agonista patriótico sino
de un novelista irredimible. Pero, en cualquier caso, lo que cuenta para la
estética vitalista y existencial de Martínez Estrada es que Balzac cumplió
su misión y su destino. Porque, en efecto, advirtamos aquí sobre este “mi-
sionalismo”, apenas, que Martínez Estrada principia su estudio Realidad
y fantasía en Balzac notificando que “Honoré de Balzac, cuerpo y alma,
fue modelado por su misión, adecuado como un instrumento o una he-
rramienta que debe servir a un fin y un uso” (RFB, p. 13).

246
Así consagra la teleología normativa de un escritor que ha tenido
que luchar -dice también Martínez Estrada de Balzac, como pudo decirlo
de Martí- “contra adversidades tejidas con hilos del mundo tramados con
hilos de su personal destino”, que “sabe bien que las adversidades son
tanto más fuertes cuanto más se acercan al núcleo con que lo individual
se funde en nuestra vida con lo general y que tiene una forma coincidente
con nuestra obra”, pues “lo que hacemos es aquello que está puesto en la
intersección de nuestro destino y el destino del mundo” (RFB, pp. 136-
137).
José Martí, al hilo de una existencia preñada de adversidades,
también tuvo su intersección vital entre el destino personal y el destino
del mundo americano. Nada más que en él, un hombre americano, se
anudan el destino individual y el sino geográfico. De modo que su condi-
ción de cubano, de nacido en la Isla, torna un dato fundamental para la
comprensión de su existencia. En el opuesto de la llanura sureña, en su
impensada radiografía última, aparece una isla americana como reverso
utópico auroral de lo que en la perspectiva pampeana se cierra como
horizonte nocturno. Cuba revierte el sino fatídico del ámbito de destino
pampeano porque su insularidad inaugural la inviste de un sino utópico
realizador y esperanzado. En Cuba el determinismo geográfico está de su
parte. Cuba es la posibilidad de una utopía libertaria nacional inscripta
ya en su locus histórico para el designio de la Conquista: fue la puerta
de ingreso al Nuevo Mundo. En cambio de la Argentina, tierra de in-
mensidades cortadas abruptamente por los paredones cordilleranos, sólo
podía esperarse la utopía sin más. Y en sus estribaciones interiores, o si
se quiere, subjetivas, el anarquismo como refugio inexpugnable de una
conciencia moral desolada por la penuria ética y espiritual, desértica, que
invade las almas íntegras, antes que bellas. A la soledad moral del liberta-
rio le asiste la pampa en su alegoría más amarga y desoladora, porque lo
espera todo allende la sociedad burguesa, como el conquistador lo esperó
todo allende la llanura. Entonces allí, en la pampa, en la llanura inhóspi-
ta, debe emplazarse la moralidad de la utopía anarquista, para conjurar su
entraña última de aislamiento y desamparo con la esperanza republicana
libertaria11.
Ahora bien, la apelación utópica y humanista al topos de la “Tierra
Purpúrea” no hace más que verificar, en la tensión de su anhelo imagina-

247
rio y su imposibilidad real, que la Argentina no puede aún pensarse sobre
la base de una experiencia histórica real de liberación nacional, y menos,
de la emancipación libertaria de sus comunas asociativas. En cambio a
Cuba le asiste un ámbito de destino utópico-revolucionario en forma de
espacio de posibilidad tendencialmente configurado por un telos liberta-
rio. A cuba le pertenece de suyo ese horizonte, puesto que se halla en la
trama temporal de su diagrama histórico de posibilidades. Porque a dife-
rencia de la Argentina, Cuba no se le presenta a Martínez Estrada como
una placa radiográfica de grises negros, ni como una llanura recubierta
de un pastizal de enigmas a ser despejado. Cuba, marítima y tropical,
es la respuesta ya dada por su condición geo-territorial a la ruta abierta
del tiempo utópicamente anticipado. Desde ella se ha de revertir el ciclo
nefasto de la Conquista, ahora como empresa y designio de liberación.
Para el penitente ensayista argentino, la venturosamente redentora Cuba,
habilita el espacio insular de la utopía libertadora porque ya su geogra-
fía grabó en su gea ese grafo emancipatorio. Que no escapó a la mirada
europea. Cuba es la venganza del indio y de la mujer, consumada por el
mestizo civilizado y el blanco redimido. Cuba es la apoteosis histórica de
emancipación porque cumple en un punto geográfico el destino de un
horizonte de prefiguración redentora. Cuba es -ante todo- el espacio po-
lítico de la salvación profana, o si se quiere, de la política como salvación.
Por si no bastara, en Martí se resuelve además la tensión entre
la misión bíblica del profeta y la fuerza liberadora de una obra literaria
puesta al servicio de la causa emancipadora. El “ideario de Martí corres-
ponde puntualmente a las necesidades de los pueblos oprimidos y humi-
llados de Hispanoamérica, y supo encontrar el camino de la liberación,
que por cierto no era el que hubiera deseado”. Martínez Estrada juzga
que “Martí fue un revolucionario que pensó en función revolucionaria,
y que llegó a ese convencimiento ante la certidumbre de que los poderes
opresores muchas veces disfrazados con los atavíos de la ley, no podían ser
destruidos por métodos persuasivos, sino por oposición de una fuerza de
la misma naturaleza y dimensiones”. Pues si el escritor Martí devino un
hombre bélico, además de emancipador -como todo patriota americano-,
fue además un liberador de aureola soteriológica. Su “figura apacible y
serena, estaba animada de un dinamismo semejante al de los profetas, los
jueces y los héroes de la Biblia, y no hay coincidencia ninguna entre su

248
carácter y su mansedumbre y la bravía decisión de no transigir con los
enemigos ni con sus aliados”. Por ello en “el último capítulo de su vida su
voluntad y su fe lo transportan del plano de las ideologías al de los már-
tires y los redentores” (Martínez Estrada, Ezequiel, “Juristas y justos”, en
Hoy en la Cultura, Buenos Aires, Nº 3, Mayo de 1962, p. 12).
Martí, en consecuencia, expresa la reconciliación profana del
profeta y mártir con la política secularizada. Claro que Martínez Estrada
no predica a Martí con el fin de subastar una escatología de redención al
precio de glorificar una vanguardia revolucionaria porque, no ya el Che
Guevara, sino Fidel Castro ocupan en su sagrada familia un puesto harto
inferior, aunque ciertamente pertenecientes a la misma estirpe genea-
lógica. Sino más bien por la dramaturgia secular-mesiánica del escritor
americano: su figura de autor acreditada como un acto laico de salvación.
Aquí persiste la misión escatológica por encima de la consagración de
un martirilogio guerrillero, del que por cierto Martínez Estrada no se
sustrae. No por principio, al menos. Su escritura de predicador revolu-
cionario y agitador bíblico sigue siendo praxis y militancia, pero en un
linde diagonalmente desplazado de la vida política. Ya que su modelo fi-
nal de intelectual público y miliciano no había de ser Sarmiento, aunque
podía haber sido Nietzsche. Pero sí quiso contar, en los aledaños previos
a Martí, con quien resultaba un símil espiritual de otro romántico demo-
níaco: Balzac. Incorporado –incardinado- para la causa de los románticos
geniales y rebeldes, con Paganini. Ya que con este virtuoso demoníaco,
no “someterse, no seguir detrás de nadie, no imitar, no copiar, son lemas
de originalidad, de genio, pero también de espíritu rebelde” (PA, p. 29).
El escritor americano –barroco, romántico, modernista o lo que
fuera- no copia: tuerce. Era el caso de Martí. Su genio rebelde procedería
finalmente –en el doble sentido de los tiempos últimos de Martínez Estra-
da y de su visión definitiva de la cultura-, de una escatología geográfica.
En Martí revolucionario, Martínez Estrada esgrime que la “conciencia de
la responsabilidad que comportaba para Martí la decisión de consagrar su
existencia entera a la libertad de Cuba, imprimió en su comportamiento
el sello de una misión redentora”, y nos asegura que cuanto “pensaba y
hacía, cuanto proyectaba y predicaba tenía carácter de cumplimiento de
un deber sagrado”. “La patria, entendida como sociedad unida por sen-
timientos e ideales comunes –no el estúpido sentido de la tierra, dijo en

249
Abdala- asumía las potestades de una divinidad exigente y conminatoria
cuyo mandato era absolutamente obligatorio obedecer”, dice Martínez
Estrada de su héroe y paradigma idealizante histórico-individual que,
como siempre, rige su propia estrella. En la tercera sección referida al
“ciclo fatídico del héroe”, leemos que desde que Martí “se entrega a su
misión”, siguiendo una trayectoria vital “recta y trascendente”, puede en-
tonces “hablarse de destino, pues, desde que su marcha tiene una direc-
ción indesviable y una seguridad y firmeza como en los apóstoles y en los
héroes”. “Una nota específicamente martiana –dirá Martínez Estrada en
las postrimerías de su Martí revolucionario- que da a su actividad revolu-
cionaria carácter distintivo esencial, es la moralidad absoluta que impri-
me Martí a cuanto piensa, escribe y hace” (MR, p. 569) 12.
Aquella “moralidad absoluta” es entonces el criterio último con
que el Martínez Estrada coteja el legado de Martí como modelo del es-
critor americano. Tal vez no sea demasiado errónea la impresión de que
si el ¿Qué es esto? se nos aparece como un panfleto de la indignación,
Mi experiencia cubana o mejor, En Cuba y al servicio de la revolución,
se nos presenta como su manifiesto de la dignidad. Martínez Estrada
atestigua que en Cuba la revolución la han hecho “corazones ansiosos
de justicia”, con “las manos cansadas de trabajar sin provecho”, y que
tales “son también las armas invencibles que posee el pueblo argentino
para su liberación”, puesto que las otras armas “las tienen los ejércitos de
ocupación y sus servicios auxiliares”. Que esta perspectiva revolucionaria
nacional y de resistencia antiimperialista se rige por el arco temporal,
más que coyuntural, de su expansión latinoamericana, queda certificado
por el hecho de que entre nosotros sólo hace falta “un ente coordinador
que concentre las fuerzas diseminadas, les infunda un sentido patriótico
de solidaridad y encienda en ellas la fe en el triunfo” (“Por qué estoy en
Cuba y no en otra parte”, en MEC, p. 19)13.
En la Argentina, repara Martínez Estrada, la clave de esa cohe-
sión de las fuerzas revolucionarias de liberación, requieren “un sentido
patriótico de solidaridad”, que es lo que ha salvado a Cuba. Sin Cuba, la
Argentina permanece huérfana de la historia, en minoridad de edad, de-
bido a su sumisión colonial. Cuba enseña, al cabo, que la Argentina debe
ser liberada. Es que teniendo como base operativa el Departamento de
Estado de Norteamérica, “el imperialismo sajón amanceba a las dos ma-

250
dres latinas y a todas sus hijas”. Asimismo, se refiere a “países colonizados
democráticamente”, noción que amerita toda una categoría de análisis
político que entretanto era ya de ostensible circulación en las corrientes
revisionistas de izquierda. Propone entonces un programa de segunda in-
dependencia en carácter de proyecto de formación de una voluntad liber-
taria, incluso en el plano de la lucha armada. “Es preciso que se unan los
pueblos hacia un ideal y bajo una misma bandera, como en la época de
la emancipación de España”, dice Martínez Estrada, porque las “armas ya
las tendremos y la doctrina está en Bolívar, Juárez y Martí” (“El Deus ex
Machina”, en MEC, p. 22).
No participan esta vez los patricios argentinos ni sus descendien-
tes románticos juveniles. Llama a establecer una alianza estratégica de
liberación continental movilizada por las naciones que dieron a los li-
bertadores Bolívar, Juárez y Martí, o sea Cuba, México y Venezuela. Así
pues, Martínez Estrada interpreta a la revolución cubana en la línea de
su ideal último martiano de una praxis ética de liberación patriótica. Que
ahora no deniega su extremo de praxis armada. Acción bélica que habría
se ser la forma radical de una conducta moral lleva a último término.
Propiamente en los combatientes cuyo deber objetivo se glorificaba en el
Che: la ética de la convicción sería consumada en los cuerpos. Los esbi-
rros y amanuenses del imperialismo les tomaron la palabra. Cuba anuda
los polos de la ética de la convicción y la guerra de liberación nacional,
como asimismo se la llamará pronto en las más alzadas –y armadas- jergas
militantes en sus confiadas jornadas de ventura emancipadora, todavía.
Por lo que esa revolución se le revela política sólo en su metodología de
cambio pero no en sus sustancia, expresión de la imposición necesaria
“de la solidaridad y la probidad”, pues “el resultado no ha sido derrocar
una tiranía sino implantar nuevas pautas de vida personal y colectiva en
la conciencia de la ciudadanía” (“Apostilla al tema de la Revolución Cu-
bana”, en MEC, pp. 46-47).
La Revolución cubana implica una transformación moral más
que política, fundada en una “insobornable ansia de justicia”, a su vez
engendrada “en las entrañas del pueblo”. Su “impulso de liberación” pro-
cede de un “élan vital” de resistencia y sublevación seculares en la Isla. De
que carece la pampa yacida bajo la Cruz del Sur, que ahora debe inver-
tirse subversoramente hacia el norte tropical, si quiere ser redimida. Ese

251
desplazamiento de la utopía histórica también consentía las formas de la
dialéctica. Que la revolución cubana cubre la esfera de la redención y no
sólo la de la emancipación lo certifica Martínez Estrada como testigo in
situ de su primer ciclo revolucionario. Está bajo su aureola. En Cuba, un
discurso público del Che Guevara le permite probar y acreditar que “el
movimiento popular de liberación está vigorizado por un élan religioso”.
Para su vieja mirada vitalista y teológica, además de radiográfica y mi-
croscópica, el Che Guevara se le muestra el cuerpo portador de una figu-
ra de “personaje bíblico”. Y si su ser carnal y gestual sirve para expresar
esta fuerza mística secular por medio de un “lenguaje alegórico” del que
se sirve de suyo como orador, es porque se requiere precisar que la revolu-
ción cubana “es la de los macabeos”, y por tanto demostrar que para ella
rige el principio escatológico de que “quien combate a los tiranos sirve a
Dios”. El Che Guevara “ha encontrado lejos de su patria, como Jonás, la
patria en que cumplir con un gran deber de humanidad”. El Che llegó
a Cuba, como un Mesías de la Biblia antigua, “para cumplir un deber
humano tan grande como era el de redimir a una de las naciones más
castigadas de la familia hispánica” (“Che Guevara, Capitán del Pueblo”,
en MEC, pp. 106-107).
Y Martínez Estrada debía testimoniar corporalmente con su pro-
pia presencia, junto a su verosímil –retórica- escritura alegórica, que ese
acto de redención liberatoria latinoamericana que Ernesto Guevara sobre-
llevaba en su profana encarnación salvífica trágico-mesiánica, finalmente
le cupo en suerte a un argentino errante que dio su vida por una Isla
Ideal.

252
Un interludio “geofilosófico”. Ámbito de destino y signatura analógica
de la Cruz del Sur.

Physis, Expectativa, “signo austral” y marcos de posibilidad poscolonial.

Acatar pero no cumplir las advertencias de Deleuze y Guatta-


ri acerca de hacer “geofilosofía”14, acaso es lo que no nos permite des-
pejarnos de la borrachera telúrica. Pero que el drama de las naciones
sea rebajado a una construcción histórica ciega a su propia irrupción
y contingencia, no puede ser suficiente excusa para des-dramatizar esas
Esfinges que, sin embargo, todavía se nos muestran, en su aura lingüís-
tico-política, demoradas –empecinadas- en su conversación de léxicos y
bibliotecas, en su discusión de imaginaciones y textos, en sus querellas
con las voces de los muertos, en sus convocatorias a un conjunto de pa-
labras entre otros, en sus habitaciones bajo aureolas de espera. Hablando
una lengua de destino que ya solo como alegoría se permitiría invocar la
tierra y el intermitido sino geográfico-cósmico de espacialidad histórica
que subsiste bajo la constelación de la Cruz del Sur, osando pronunciarla
como una idea regulativa hipotética onto-poético-retóricamente postula-
da. Pues el aura de la palabra “destino” se desvanece al tiempo que se la
profiere. Y se torna enigma. ¿Merecería una última circunvalación a par-
tir de un itinerario de textos filosóficos latinoamericanos que -quiéranlo
o no-, hacen “geofilosofía”?
La utopía intelectual de América Latina también devino obsesión
de una tribulación filosófica “local”. Cuyos nombres refundados sobre
los estratos léxicos del imaginario novomundista, en vez de ascender en
escalera, reptan rizomáticamente. Torcidamente. Ese camino enrosca-
do sobre sí se retoma toda vez que “lo latinoamericano” mismo se erige
en objeto de un incesante estado de interrogación, devenido su propio
ovillo temático. Un bobinado de pretensiosas preguntas que se dio en
llamar “latinoamericanismo filosófico”15. Se ha visto que esta perpleji-
dad autorreferencial responde no sólo a la experiencia conflictiva e irre-
ductiblemente heterogénea de los procesos de modernización social y
cultural de sus sociedades nacionales -implementados por dispositivos
estatales verticales, selectivos y aun excluyentes-16, sino a los -siempre
253
renovados- juegos simbólicos de construcción y reconstrucción del au-
to-reconocimiento identitario17. ¿Qué posiciones ocupa el discurso filo-
sófico en estos juegos de significado? ¿Qué colocación asume el ensayo en
esa búsqueda nunca colmada de sentido? Para verlo en un golpe de vista,
evocaremos raspaduras de una discusión18, pues la filosofía latinoameri-
canista no pretende exceder esta intencionalidad polémica en su conatus
radicalmente contextualista. Inflexión situacional que suele girar –perro
que muerde su cola- en torno a aquella pregunta barrocamente enroscada
en su cartesianismo desviado, (¿yo existo19?), saturada topológicamente
en su locus enuntiationis20.
En su libro Identidad, tradición, autenticidad. Tres problemas de
América Latina (1980), el filósofo uruguayo Mario Sambarino (1918-
1984) propuso un enfoque sistemático de las relaciones entre autorre-
flexión identitaria, herencia cultural y experiencia vital latinoamerica-
na, que aquí quisiéramos reconsiderar con el objeto de abrir una debate
conducente a la re-problematización ontológica de la noción de “ámbito
de destino”. Lo cierto es que Sambarino era adverso a este tipo de apro-
ximaciones “esencialistas” –este filósofo uruguayo es un contemporáneo
nuestro-, pero su tematización conjuradora resulta más que sugerente
para reenfocar el problema en un nuevo nivel discusión, partiendo del
punto en que aquél la consideró precisamente finiquitada –por no decir,
exorcizada-. Para ello recurriremos a un contrapunto breve con otro clási-
co de la literatura filosófica latinoamericana del siglo XX, El problema de
América (1959), del filósofo venezolano Ernesto Mayz Vallenilla (1925),
ensayo que el estudio de Mario Sambarino en buena medida preten-
día refutar, conjurar y superar. Pues el “latinoamericanismo filosófico” es
-¿esencialmente?- una discusión sobre problemas.
De la distinción griega entre “physis” y “nomos”, lo que es según
la naturaleza y lo que es según los usos, costumbres y leyes de un ordena-
miento humano, se sirve Mario Sambarino para resignificar el término
“nomológico” más allá de su estrecha, y a su juicio deforme acepción
epistemológica, a fin de restituirle la significación originaria –griega- que
designa el carácter de ordenamiento regulado y regulador que es propio
de una comunidad humana. Nuestro propósito, de momento, reside en
mostrar que esa distinción categorial no debe ocluir la incidencia del
plano de la “physis” en su nexo con el “nomos” u ordenamiento nomo-

254
lógico –tal como lo aprecia el filósofo uruguayo-. Notamos que para ello
debe re-orientarse la atención hacia las determinaciones que en términos
fenomenológico-existenciales se ha denominado genéricamente la “Tie-
rra”. Ello tiene como implicancia conceptual inicial plegarnos a aquellas
tentativas teóricas que propician una suerte de devolución a la Physis de
su espesor ontológico en la determinación de la vida del Nomos.
Dicha operación restituidora más general es la que anima nuestra
aproximación a este debate sobre la relación entre naturaleza y ser, difí-
cil de desdeñar en la historia intelectual de la filosofía latinoamericana,
menos, haciendo pie en la ensayística de Martínez Estrada. Ahora bien,
Mario Sambarino postula que toda concreción humana de dimensio-
nes espaciales o temporales se constituye de acuerdo a “relevancias” o
“axio-asignaciones”, esto es, condiciones intersubjetivas que definen un
“sistema evaluativo”. Toda identificación y objetivación identitaria rele-
vante responde a un sistema estimativo, inseparable de interpretaciones
y de normas consiguientes que también son evaluables. Las redes regu-
ladoras de las relaciones sociales o “redes nomológicas” conforman así el
sistema interpretativo, estimativo y normativo en que desempeñan sus
prácticas las acciones humanas: propiamente la dimensión del “nomos”.
Ahora bien, Mario Sambarino consigna que en “la existencia concreta de
una formación cultural hay realidades humanas y extrahumanas que no
son redes nomológicas”, en tanto interviene en ellas “un entorno físico
y biológico con el cual tiene que habérselas la actividad humana que a
veces puede modificarlo; pero ese entorno no es una red nomológica”
(Sambarino, Mario, Identidad, tradición, autenticidad. Tres problemas de
América Latina, Caracas, Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo
Gallegos, 1980, pp. 32-33).
El “entorno” físico-biológico -esto es, la naturaleza externa-, no
es en sí mismo nomológico aunque se halle nomológicamente –intersub-
jetivo-normativamente- mediado. Con esta demarcación de un a priori
fáctico, Mario Sambarino deja a la dimensión de la “physis” en un per-
sistente trasfondo, por así decirlo. A la hora de interrogar el núcleo de
sustratos imaginarios sobre el cual asentaría un tipo de referencia on-
tológica para la construcción simbólica del significante “América Lati-
na”, ese trasfondo del “entorno” sigue interponiéndose mudamente en
las proposiciones del filósofo uruguayo, quien no obstruye la dualidad

255
Physis/Nomos por él mismo prevista, pero tampoco la tematiza siste-
máticamente. Respecto al decisivo aspecto de la realidad identitaria de
América Latina, Sambarino en efecto se hace una pregunta que no por
menos ineludible resulta fundamental, a saber: “¿de qué se habla cuando
se habla de ‘América Latina’?” “Pues –se repregunta Sambarino- si no hay
sentido estricto de unidad histórica, ni política, ni social, ni geográfica,
ni cultural, ¿podría haber igual un común denominador?” (Ibíd., p. 39).
Pues bien: ante dicha reclamación interrogativa –y suspensiva-
de Sambarino, creemos pertinente adelantar nuestro propio planteo: ese
mentado a la vez que buscado “denominador común” puede remitirse a
un fundamento pre-teórico que precisamente Ezequiel Martínez Estra-
da ha recogido terminológicamente como el “ámbito de destino”. Que
entretanto asociaremos a cierta estratigrafía conceptual en los lexemas:
“Tierra”, “Espacio”, y “Nuestra América”, cuya espesura óntico-onto-
lógica no merece ser liquidada por ningún desmonte analítico de pre-
tensiones lingüístico-terapéuticas. No obstante, las restricciones semán-
tico-históricas que acredita Sambarino en contra de una “entificación”
del significante de “América Latina”, el autor concede, en términos más
bien descriptivos o neutrales, que se trata de “una expresión que se forja
en el siglo pasado [XIX], y que hoy día parece contar con un apoyo su-
ficientemente extenso para imponer su uso”, en tal modo que, es “una
designación antropogeográfica gestada históricamente, y que se refiere a
una realidad histórico-geográfica”.
Ahora bien, nótese en la exposición de Sambarino la recurrencia
de la remisión a la condición “geográfica” asida del componente “antro-
pológico” e “histórico”. Esas adherencias del campo semántico tematiza-
do por el propio Sambarino, insistimos, creemos que es el aspecto que
merece ser ahora re-tematizado a la luz de la experiencia de un ámbito.
En su precaución teórica, o mejor, en su aprensión sintáctica, Sambarino
se esfuerza por dilucidar lo que estima un embrollo teórico, cuya clarifi-
cación conduce a establecer, sin lugar a vacilación alguna, que “América
Latina” no es, bajo ningún aspecto, “esencia” alguna. La conclusión gene-
ral, pues, no se hace esperar y es terminante: la “pretensión de buscar la
esencia de América Latina es un sin sentido, desdichadamente frecuente
en la ensayística latinoamericana; y lo mismo debe repetirse en relación
con las preguntas por míticas esencias nacionales” (Ibíd., p. 75).

256
Como vemos, en Sambarino la serie retórica ensayismo-esen-
cialismo debe ser lingüísticamente expurgada de sus mitos semánticos
y puntos ciegos lógicos. No podríamos aquí negar la evidencia con que
cuenta Mario Sambarino para justificar ese rechazo al esencialismo de “lo
latinoamericano” que, para peor, tomó como estrategia persuasiva, pre-
cisamente, el género “ensayo”. Con todo, alcanzamos a ver que tras esa
negación en bloque y sin diferenciaciones, queda ocluido un cimiento de
condiciones de posibilidad de la praxis vital humana que el propio Sam-
barino nos informa que conciernen al espacio de la naturaleza externa,
de la Physis en tanto a priori irrebasable y último del ser. El mismo que la
“ensayística latinoamericana” dio en literaturizar políticamente y poetizar
ontológicamente. En fin, que intentó “entificar” como “identidad”. Mas
en ello se nos proporciona una clave fundamental para nuestra propia
perspectiva de tematización, cuando el filósofo uruguayo explica que el
“sistema cultural es mediador entre los seres humanos que integran la
comunidad y su entorno físico material, la acción humana es mediadora
entre el sistema y el medio, el medio es mediador entre la acción y el
sistema”, por lo “que lo natural como tal, así sea en un plano empírico o
metaempírico, no ejerce otra función que la de establecer condiciones,
con respecto a las cuales toma decisiones la acción humana según siste-
mas de evaluaciones evaluables”, las que a su vez pertenecen “al ‘nomos’,
no a la physis” ( Ibíd., pp. 110-111).
La naturaleza establece condiciones de posibilidad empíricas,
pero el significado de la acción se dirime en un plano normativo, sostiene
Sambarino. Así quedan a salvo los fueros del mundo intersubjetivo de la
praxis humana: precisamente su espacio de libertad y autonomía frente
al contexto fáctico del entorno. Es una cautela dirigida a preservar al No-
mos de una invasión conceptual por parte de los partidarios de la Physis
(los “ensayistas”), ya que Sambarino se propone expresamente “dejar de
lado todo telurismo irracionalista”. Coincidimos con lo expresado en el
enunciado del autor, toda vez que por “telurismo” sólo se comprenda
una fuga metafísica abstracta, fundacionalista y sustraída a toda explicita-
ción de su gramática conceptual interna. No acompañamos a Sambarino,
empero, en la enérgica abstracción que opera de la densidad ontológica
“telúrica” de la esfera de la Physis en relación a las condiciones de posibi-
lidad fáctico-naturales de la acción, cuando él mismo ha puesto el tema

257
teóricamente en escena. Lo mismo cuando cuestiona la vía de aclaración
ontológica del problema de la temporalidad en América Latina.
Conforme a una perspectiva cronotópica, la discusión de Samba-
rino con el filósofo venezolano de tendencia fenomenológico-existencial
Ernesto Mayz Vallenilla, asume para nosotros singular importancia. Pues
si bien las objeciones de Sambarino al enfoque existencial de Ernesto
Mayz Vallenilla resultan en general pertinentes, de nuevo, no creemos
que la visión teórica del filósofo venezolano -o sea, su concepción feno-
menológico-existencial- deba por ello ser clausurada como una de las
claves de aproximación posibles a la tematización filosófica de la Physis.
En fin, que el “problema del ser americano” en Mayz Vallenilla (o en su
contemporáneo Murena) puede ser criticado –cuestionando, relativiza-
do, incluso denunciado en sus límites ideológicos y consecuencias im-
pensadas-, pero no por ello liquidado –expurgado, silenciado, prohibido,
y al cabo, olvidado-.
Mario Sambarino recoge y acepta la convicción de Ernesto Mayz
Vallenilla –ampliamente desarrollada en su libro El problema de Améri-
ca (1959)- acerca de que resulta impropio hablar en sentido ontológico
de un “ser latinoamericano”. Rápidamente: Ernesto Mayz Vallenilla no
se asume un pensador “esencialista”. A pesar de esa restricción más que
terminológica, no obstante Ernesto Mayz Vallenilla sostiene en su ensa-
yo filosófico que es posible y aun necesario comprobar históricamente
que existe una experiencia americana privativa que revela una compren-
sión “original” del Ser en el existente latinoamericano. Mario Sambarino
apunta a desmontar esta pretensión ontológica fuerte –y su concomitan-
te jerga- que al cabo en Mayz Vallenilla no termina de asumirse con la
suficiente radicalidad, o acaso, sinceridad. Una de las tesis más enérgicas
de la formulación ontológico-existencial de Mayz Vallenilla estriba en la
afirmación de que es constatable una “originariedad” del hombre ame-
ricano, que se halla encubierta respecto a su distintivo modo de “experi-
mentar el Ser”.
Ernesto Mayz Vallenilla se siente en posición de aseverar que la
especificidad ontológica del hombre latinoamericano concierne a su sin-
gular manera de vivir la historia; esto es, de forjar sus obras y encararse
en la tarea de pensar con sentido prospectivo, pues tras “todo ello res-
plandece que la experiencia del Ser que tiene el hombre americano acusa

258
marcadas diferencias con las tradicionales experiencias del Ser que han
tenido los hombres de otros tiempos y culturas”. Si bien “es de todo
punto de vista impropio hablar en sentido puramente ontológico de un
ser latinoamericano” –pues ello sería un contrasentido, considera Ernesto
Mayz Vallenilla-, lo “único que puede afirmarse con rigor, y comprobarse
históricamente, es una experiencia americana del Ser que, al realizarse,
configura a su vez al ser histórico del hombre latinoamericano”. Pues tal
“experiencia histórica-ontológica revela una comprensión ‘original’ del
Ser en el latinoamericano y, al propio tiempo, postula que deben existir
especiales ‘condiciones de posibilidad existenciarias’ mediante las cuales
ella se realice”. Con ello la explorada “cultura latinoamericana”, impli-
ca básicamente que esa “cultura” -dice siempre Ernesto Mayz Valleni-
lla- “constituye parte integrante del contorno en que vivimos, y es (para
decirlo con palabras técnicas) una estructura fundamental del Mundo
circundante en que estamos insertos como seres en el Mundo que somos”
(Mayz Vallenilla, Ernesto, El problema de América, Caracas, Universidad
Central de Venezuela, 1959, p. 12).
Es manifiesto que el filósofo analítico que es Mario Sambarino
no está dispuesto a conceder a esta postura -ni a su léxico conceptual-
oportunidad alguna de manifestar una intuición de verdad, o siquiera su
cercanía a una vía de interpretación adecuada de los constructos iden-
titarios latinoamericanos. Menos validaría -dicho heideggerianamente
como Mayz Vallenilla- de una exégesis ontológica de los modos exis-
tenciarios de apertura de mundo de la facticidad originaria americana.
Dos argumentos de Mayz Vallenilla se le presentan a Sambarino como
especialmente problemáticos. El primero de ellos sostiene que el sentir
americano del Mundo constituye realmente algo “originario”, dispuesto
como una “voz” que parece resonar insistentemente en lo más profun-
do de su conciencia cultural. Así, según Mayz Vallenilla, los americanos
son –somos- hombres que experimentan o “experiencian” el ser en cada
caso desde una comprensión histórico-ontológica de América en la que
se halla implícito el sentido del ser “nuevo” y original. Se trata pues de
una radicalidad existencial atinente al “Nuevo Mundo”. En el hecho de
que América constituye en la historia occidental el “Nuevo Mundo”, ra-
dicaría una experiencia concreta del existente bajo la condición del “Ad-
venimiento”. El segundo argumento de Mayz Vallenilla se centra en la

259
supuesta constatación de un nuevo temple de ánimo correlativo a dicha
experiencia ontológica novomundista, atinente a la vivencia del tiempo
en su apertura de espera, que denomina la “Expectativa”: el “no-ser-siem-
pre-todavía”. Según la tesis del filósofo venezolano, si bien la Expectativa
procede de una determinación antropológico-metafísica universal, ten-
dría un lugar predominante y privilegiado en el contexto de experiencia
vital americano. Para Mayz Vallenilla lo “peculiar, originario o novedoso
de este mundo”, concierne a “la tarea histórica de crear y edificar una
obra que sea hechura propia –sin sentirse ligado al paradigma de ningu-
na tradición ajena, atenido a sólo su presente, oteando constantemente
el porvenir-,” en cuyo advenir se verifican los “rasgos indelebles del ethos
del hombre latinoamericano en los cuales se traduce su temple de radical
expectativa” (Ibíd., pp. 26-27).
Frente a esta postulación existencial de una radical experiencia
del tiempo y el ser expectante y futurizado del hombre americano, que
en Mayz Vallenilla persigue una intención intelectual autonomista –filo-
sóficamente “americanista”-, Mario Sambarino adopta por su parte una
pretensión de autenticidad ontológicamente devaluada. Dice Sambari-
no, a manera de conclusión, que si “lo postizo, lo foráneo, lo ficticio,
lo impropio, lo sin raíces, lo imitativo, no bastan por sí mismos” como
deslindes de búsquedas identitarias, sin embargo, “en su conjunto esta-
blecen alianzas que permiten delimitar un campo de problemas donde se
debate con sentido sobre lo auténtico y lo inauténtico”. “Ese campo está
fundamentalmente ligado a la idea de autonomía cultural y, por lo tanto,
a la idea de determinación propia del modo de vivir” -precisa Sambari-
no, al cabo no lejos de Mayz Vallenilla, y señala finalmente que si esto
“puede aplicarse a la macro-área que se estila llamar América Latina, a sus
áreas culturales y a sus nacionalidades”, toda “gestación de una identidad
cultural reclama sus propias coordenadas” (Sambarino, Mario, op. cit., p
318).
Lo latinoamericano es menos una designación histórico-geográfi-
ca que los desafíos meditativos que plantea un “campo de problemas”, en
busca de explicitar y tematizar sus “propias coordenadas” -¿no es pues un
“ámbito”?-. De nuevo, aquí sostenemos que esas “coordenadas” a las que
apela Sambarino a fin de no resignar del todo una intencionalidad de au-
tonomía y autenticidad cultural –pretensión que por cierto enfatizamos

260
a favor del filósofo uruguayo-, pueden ser tematizadas en clave filosófi-
co-histórica con referencia a una vivencia de la temporalidad y la Tierra,
más cercanos en esto al espíritu del planteamiento fenomenológico-exis-
tencial del filósofo venezolano Ernesto Mayz Vallenilla. Precisamente su
teoría de la “expectativa” resulta –también por la vía inicialmente heide-
ggeriana- conducente a una redefinición local del par categorial “espacio
de experiencia-horizonte de expectativa” formulado por Koselleck –di-
cho sea de paso, también en clave heideggeriana-.
De momento creemos necesario fijar las “coordenadas” origina-
rias de esa dualidad semántico-antropológica de la temporalidad humana
en los límites fáctico-existenciales de lo que llamaremos un “ámbito de
destino”, ya como un horizonte de experiencia situado al Sur hemisférico.
Pues nosotros alcanzamos a apreciar con Mario Sambarino, efectivamen-
te, que la pretensión de autenticidad latinoamericana sería vacía y ciega
si no viniera precedida activamente de una reapropiación crítico-reflexiva
de sus tradiciones. Si se nos permite, con una acotación subsecuente.
Que sólo haciendo pie en su lecho de sentido y abriéndonos al fluir de
la experiencia vivida del recuerdo y de la expectación esperanzada, es
posible una autoconstrucción identitaria cuyas mediaciones textuales y
simbólicas dialoguen interpretativamente con sus propios legados cul-
turales, no flotando en el aire, sino por los dramas heredados, por los
dramas vividos, y por los proyectos ético-políticos que encarnan, en los
textos, posibles –imaginadas, deducidas, inventadas, constatadas- fuerzas
sociales emergentes.
Mas, ahora, quisiéramos tematizar el espacio de finitud de un
horizonte temporal en su condición de estrato originario de posibilidad
de la construcción identitaria, más bien por el lado de su relación con
un espacio habitado, por cuya mediación también una tradición cultu-
ral plantea sus pretensiones de “autenticidad”. Creemos que Sambarino
consideró este tema a una luz parcial, pues su desvelo por no esenciali-
zar contenidos de sentido lo conduce a una equiparación abstracta de
las tradiciones culturales latinoamericanas, aligerándolas del peso de la
densidad geográfico-territorial y espacial-regional que éstas precisamente
estiman uno de sus núcleos de referencia determinantes. De ese despojo
sintáctico podría esperarse una clarificación analítica de las estrategias
retóricas de una tradición, aunque no una reintegración de su fuerza se-

261
mántica de apertura de mundo. Cuando menos para el caso argentino,
esto tiene consecuencias concretas de aplicación dentro del “campo de
problemas” de su tradición intelectual. Que nosotros condensamos en
torno al problema literario-político y filosófico-normativo de su “ámbito
de destino” en la Tierra.
Si Martínez Estrada pensó la determinación de la esfera de la
Physis desde uno de los linderos filosóficos por los que transita su recep-
ción interpretativa de Sarmiento -a través del filósofo y sociólogo alemán
Hans Freyer-, en el filósofo Carlos Astrada encuentra una radicalización
filosófica en la misma retórica “telurista”. Ontologías de la nación que,
como se ha dicho largamente, en la ensayística del periodo vienen ligadas
a un “determinismo histórico-territorial21”. En Carlos Astrada “la tierra”
se deja tematizar particularmente desde una perspectiva fenomenológica
para la cual el suelo se abre como donación primaria y posibilidad fun-
damental del ente. Así la Tierra, en tanto, “patria originaria” (Heimat),
semejante en su condición ontológica primaria a nuestro propio cuerpo
originario (Urleib), se dispone como arjé del mundo, como su principio
primordial, tal como lo mostrara a partir de su exégesis de los escritos tar-
díos de Edmund Husserl, en Fenomenología y Praxis (1967). Allí Astrada
declara que la “razón de esto es que siempre está ya dado un fundamento
de sentido pasivo que llamamos ‘naturaleza’, el que de acuerdo con su
sentido ontológico cabría designarlo con el nombre de Tierra” (Astrada,
Carlos, Fenomenología y Praxis, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1967, p. 30).
A este respecto, sigue explicando Astrada que “Husserl nos dice
que la ‘Tierra’, como suelo en que transcurre nuestra vida y la de los
demás seres, es un terreno predado en el cual encuentra su fundamento
toda actividad, sobre todo la del espíritu en general o del espíritu como
ego personal”. Con ello, siempre según Astrada, la tierra en tanto “tal
soporte pasivo es, para Husserl, un arjé originario, y la llama Ur-Arche
Erde, es decir, el terreno predado y al cual el ego concibe como bosque-
jo de mundo (Weltentwurf) espiritual”. Dándole este significado, precisa
Astrada, “es que Husserl habla de ‘mi tierra’, ‘mi hogar originario’ (Ur-
heimat)”. Y esta tierra, esta Urheimstäte, como muestra Astrada a partir
de las citas de extractos inéditos de los manuscritos de Husserl, “es la que
otorga sentido a la actividad del espíritu del ego, sentido que es innato de
ella y que está siempre presente mientras el hombre la habita y tal sentido

262
es accesible al mismo” (Ibíd., pp. 33-34).
Arturo Roig, filósofo argentino tributario del cauce nietzscheano
del pensamiento de Carlos Astrada en más de un afluente no demasiado
secreto de su cristalino torrente filosófico, aduce en su libro Teoría y críti-
ca del pensamiento latinoamericano que no hay una circunstancia externa
que determine e identifique radicalmente al hombre desde afuera, sino
que siempre, según sea la relación de aprovechamiento y transformación
de la naturaleza, la situación experiencial del hombre es inmanentemente
activa respecto a su contorno. La “circunstancia” es percibida como tal
desde un a priori que permite la integración de lo subjetivo y lo objeti-
vo en una unidad superior. De modo que “lo que está alrededor” (cir-
cum-stare), sólo puede “rodearme” en cuanto que está a la vez “dentro
de” (in-stare), es decir, que depende de una taxonomía categorial de la
realidad, que sólo deja ver lo que entra dentro de lo codificado al interior
de un régimen epistémico. Cercano en ello a las posiciones contempo-
ráneas de Mario Sambarino, Arturo Roig considera que la dimensión de
la identidad se forma en el hombre a partir de su inevitable y necesaria
inserción espacio-temporal, inescindible de la esfera normativa, en tanto,
también tematiza el nexo antropógeno entre Physis y Nomos. Pues para
Roig, “la identidad le viene al hombre de su inevitable y necesaria inser-
ción espacio-temporal” (Roig, Arturo A., Teoría y crítica del pensamiento
latinoamericano, edición corregida y aumentada, Buenos Aires, Una Ven-
tana, 2009, 1º ed. 1981, pp. 300-301).
Mas al tematizar la “circunstancia” como una instancia constitu-
tiva del ser del hombre, es menester comprenderla en su dimensión de
“situacionalidad” –sin resignar connotaciones sartreanas-. En esta corres-
pondencia ontológico-antropológica entre circunstancia y situacionalidad
se configura el círculo de experiencias del espacio geográfico socialmente
vivido, mediado por un “enrejado axiológico”. Así, señala Arturo Roig,
la condición primaria del espacio situado, “el lugar, como tellus, como
mera tierra”, tiene un tiempo propio que no es abstractamente “tempo-
ralidad”. En tal modo que sólo cuando el tellus es convertido en “la tierra
pasa a ser ‘geografía’ -en el sentido originario de este término, deja de ser
naturaleza por lo mismo que es codificada para ser codificada, o según la
palabra, ‘graficada’, y así pasar a integrar la historia”. En este nivel de aná-
lisis, superador de un mero telurismo irracionalista, es que la categoría de

263
lo temporal resulta definitoria de toda circunstancia, y con ello, lo que
funda originariamente toda identificación y diferenciación, que al cabo
conforman un proceso de humanización de la tierra. Podemos inferir que
la “circunstancia” originaria del hombre situado en la tierra es su “em-
piricidad” primaria. Clausurar esta dimensión constitutiva del ente, su
lugar-en-la-tierra temporalmente vivido, implica desconocer o negar que
existen “modos propios de vivir la temporalidad por parte de los distintos
pueblos, culturas o grupos sociales, que no se diferencian como modos
ontológicos, sino simplemente como modos históricos del hacerse y del
gestarse” (Ibíd., p. 301).
El tema de la codificación de la grafía de la naturaleza a través
de un “enrejado axiológico”, no deja de abrir un sendero, siquiera una
picada, que reenvía a un lateral posible de la ontología telúrica de Carlos
Astrada que, aun tomada por Roig en sus contrafrentes, no deja de valo-
rar su potencia intelectual anticolonial, que historiza el ente emergente
frente a una primacía onto-poética del ser22. Con lo que, tal vez es posi-
ble arrojar una nueva luz sobre la construcción poético-mitologizante de
Astrada, precisamente en consideración de su fuerza retórico-simbólica
libertaria, acuñada como contrafigura positiva de la idea del ámbito de
destino. Pues ello nos lo aporta una de sus figuras alegóricas “absolutas”:
la Cruz del Sur.
Pues en su ensayo El mito gaucho (1948), Astrada construye una
narrativa onto-mito-poética fundacional en clave del desenlace de un
drama existencial. A solas con su destino por la melancolía metafísica en
que lo sume el abismo horizontal de la llanura, el hombre de la pampa
–el mitologema- es conminado a lanzarse a la conquista de su paisaje.
Esa misión la descubre en la poesía gauchesca, que le revela el tesoro
secreto, el oro simbólico y oculto de la pampa –su “patria originaria”-,
para tratar de descifrar la promesa virtual y latente de esa inmensa Esfin-
ge. José Hernández encarna la voz que pronuncia la tierra misma en su
secreto mitopoiético esencial. Las peripecias de Fierro narran el destino
de un grupo humano arquetípico, procedente de una clase social ligada
étnicamente al conquistador español de descendencia arábiga, más espe-
cíficamente moro-andaluza, y cuyo antepasado remoto es el beduino del
desierto, que una vez en la pampa se ha mestizado con los aborígenes.
Ello explicaría que desde su conformación antropológica –o mejor, ca-

264
racterológica- la figura del gaucho –transculturación fenotípica- alegoriza
un proyecto de vida comunal y fraterna, libertaria y autonomista. De este
origen etno-simbólico Astrada deduce el telos práctico-normativo de una
comunidad conviviente bajo un régimen social de justicia igualitarista y
convivencia pacífica. Este ideal regulativo se transfiere del mito literario de
la rebeldía trágica del gaucho Martín Fierro. Alegorizando la rebelión de
la formación de las naciones en el siglo XIX. Reescrita como fábula crio-
llista de la emergencia escandalosa y perturbadora que fue el peronismo,
junto a toda la cohorte de “populismos latinoamericanos” del siglo XX.
Si en el primer acto del drama existencial gauchesco el silencio de
la pampa se impone en su condición de ente cósmico asolador, el segun-
do acto depara el avatar de esfuerzo para liberar al mito de su encierro
nacarado y hacerlo saltar por encima del plano telúrico allanador. Pero
hay una flexión de su narrativa ontopoética que mientras abre mundo
horizontal pega un salto hacia lo alto: un rizoma que gira verticalmente,
un rulo que remonta hacia arriba. En un momento, Astrada se detiene
en “el proceso de la lucha del hombre argentino por crear su paisaje, por
acotar y preservar su ámbito vital”. Pero sucede que bajo este “ámbito
vital”, Astrada señala las trazas utópicas que la “tarea de levantar sobre
la pampa, bajo la Cruz del Sur, una comunidad política, justa y libre, y
asentada en lo vernáculo”. Una nación futura que “en medio de la llanura
infinita”, pueda “trazar la órbita de un destino” (Astrada, Carlos, El Mito
Gaucho. Martín Fierro y el Hombre Argentino, Buenos Aires, Ediciones
Cruz del Sur, 1948, p. 21).
Ámbito de llanura y órbita de destino. Comunidad futura y cifra
astral. Abertura de expectativas y alegoresis de la “Cruz del Sur”. Además
de que en su mito dramatológico, Astrada espacializa su modo de apari-
ción, esto es, su sino “adherido a un suelo nativo”, alegoriza su potencia
simbólica, en tanto “contempla figurativamente, es decir, en imágenes,
las omnipotentes fuerzas del ser”. Pues en el “predio nativo” y el orga-
nismo de su lengua literaria persevera del destino telúrico en su latencia
ocluida, o crepuscular, que asoma en los infortunios, penurias y frustra-
ciones biográficos del gaucho Martín Fierro, para no abandonarlo en su
anonadamiento fatalista. Aquí la rebeldía adquiere su gesto metafísico
a la vez que su volición instauradora y constructiva, orientada por “la
ley de su destino”. En su clave ontológica primaria, el drama gauchesco

265
despliega la condición del “hombre solo, inmerso en la extensión, frente
a un destino aún sin descifrar”, en torno de las “insinuaciones vitales
de su ámbito”. De su ámbito vital de destino. En este crucial punto de
su argumentación –de su barroca “invención retórica” de “legitimación
del populismo”- la alegoresis astradiana se conduce a desocultar la pre-
figuración nocturnal de la utopización de un destino auroral –alba de la
liberación- que está “escrito en los cielos”.
El primer acto del drama gaucho principia con el silencio grá-
vido e incógnito, sujeto al suceder de las noches y los días en su circun-
valación cósmica, cuyo neuma protector es rasgado por la inspiración
del vate cantor. Y es así que los contenidos cosmogónicos pampa y cielo,
llanura y noche profunda, abisal y vertical, que anuncian el infinito a la
vez que lo esconden o mezquinan, se vierten bajo la constelación sureña
que indica la cifra simbólica del destino, cuando el hombre deposita sus
ojos en ella y se entrega a su suerte, que es también la del verbo proteico
que ha roto el silencio primigenio, suspendido en el instante expectante.
Así, la existencia gaucha –argentina-, se endereza en la dirección que le
marca la cruz astrológica y fatal de su sino austral, abismándose en la
horizontalidad pampeana. Carlos Astrada escribe del “personaje de este
drama”, que es “apenas una brizna entre lo telúrico y lo cósmico”. Entre
la pampa y el cielo, entre el “incendio de los días” y “la sombra de las no-
ches”, yace “flotando a la deriva, en esta atmósfera de dos infinitos, una
partícula animada y silente; pero con el silencio que precede al grito, al
clamor, al canto, con ese grávido silencio que engendra la verbo”. Ese es-
tar-en el ciclo climático y cósmico no hace más que exponer la condición
de intemperie del ser en que se abisma la intuición cosmogónico-meta-
física del sujeto de llanura, y por tanto acontece que “si levanta sus ojos
en busca de una estrella que oriente sus pasos, que algo le sugiera sobre
su suerte, se encuentra con la Cruz del Sur, símbolo y cifra astrológica de
su destino”.
Astrada cree que ese hombre, “tocado de fatalismo, se recuesta,
indolente, en el signo austral, sintiéndose partícula de su luz, chispa de
su fuego, perdida en la noche pampeana”. Pero sucede que no sabe, aun-
que “lo sospecha, que su existencia, aproada hacia la cruz astral –sino
del hombre sureño-, ha de transcurrir en una especie de crucifixión cós-
mica”. La escatología secular de esta imagen que aun “duerme su sueño

266
telúrico” –pues aquí lo “telúrico” es latencia utópica y virtualidad futura
alegorizada en la geografía, antes que sustrato sustancial o determina-
ción constante-, escribe Astrada, “bajo un leño de estrellas”. Aquí-está el
“hombre que comienza a despertar y a sentir el peso astral de su cruz, el
aguijó lumínico y simbólico de su mensaje”. “Al margen”, dice Astrada,
está pues este hombre de la “civilización”, y “habitante del remoto Sur,
estaba casi absorbido por su fatalismo cósmico, entrega absoluta, que se
resolvía en inconsciente insumisión a un destino espiritual, porque a éste
no lo veía escrito en los cielos” (Ibíd., p. 27).
¿Podríamos re-leer ese mensaje, aún nosotros, en la escritura ci-
frada –y casi olvidada- de la cruz que titila en el firmamento nocturno
del Sur, de lo que aún no se ve escrito en los cielos? Es que si estos pasajes
anagógicos pueden hacer doler los ojos de un esplendor retórico semán-
ticamente incrustado en su capa epocal calcificada –en efecto-, ello no
obsta para que nos obnubilen en su mímesis figuracional –en el sistema
de semejanzas de su poética de ideas- los envíos representacionales entre
la idea del “ámbito de destino” y la cifra astrológica de destino: “cruz astral/
signo austral”. ¿No podría principiar por aquí –entre la alegoría cifrada
de un ámbito de destino de liberación austral- el diálogo aun debido –
para el horizonte del presente- entre Martínez Estrada y Astrada23, cuyas
exégesis de las gauchesca se sacan chispas en la Argentina de 1948, en
tanto escritos ontológicos extremados de la espacialidad pampeana fun-
dante-significante, profecías invertidas de la llanura deseada, interpreta-
ciones paralelas del primer peronismo, alegorías antagónicas y simétricas,
contrarias y proporcionales –incompatiblemente matrimoniales, amo-
rosamente antitéticas-, de las emergencias populares latinoamericanas?
¿Podrían algunas de las nuevas lenguas del pensamiento latinoamericano,
releer más de cerca la opción retórico-ontológica que Carlos Astrada y
Martínez Estrada activaron alegóricamente en torno a Hernández y Sar-
miento? ¿Acaso los enjundiosos discursos filosóficos locales de la “ética
de la liberación”, de la “antropología de la emergencia”, de los “giros
decoloniales” y sus vuelcos “geoepistemológicos”, estarían en condiciones
de ponerse a la escucha de ese murmullo utópico cifrado? ¿Podrían estas
jergas al cabo académicas, pero tan bien intencionadas –sedimentadas
de hace mucho las primeras, recienvenidas y acaso a la moda las otras-,
sustraerse –abstraerse, desligarse- sin merma semántico-normativa, de un

267
corpus de alegoresis que se permitía retorizar sus políticas del texto liber-
tario y sus tácticas de lectura soberanista, en una semiosis anticipatoria
–dialéctica parpadeante, esperanza intermitente- “escrita en los cielos”?
En lo que Enrique Dussel ha denominado una “ética de la libe-
ración”, ocupa un lugar central lo que ha propuesto como un diálogo y
debate filosófico e intercultural Norte-Sur, gesto de ruptura y trasposi-
ción de un paradigma de la modernidad eurocéntricamente construi-
do24. La re-ontologización del espacio aquí presupuesta bajo la forma de
una filosofía periféricamente redefinida, tiene como implicancia decisiva
fundar una teoría de la liberación que plantea la factibilidad empírica
de la vida humana como una síntesis entre el momento material de la
ética y el momento formal de la moral, a fin de alcanzar tendencialmente
su “unidad real” en la eticidad histórico-comunitaria. Según el filósofo
argentino-mexicano, la vida humana que tenemos a cargo con autocon-
ciencia y auto-responsabilidad, debe instituirse como el punto de partida
de toda reflexión práctica, en tanto modo de realidad empírico-trascen-
dental fundamental y originario, donde se constituyen desde ya siempre
los “objetos”, y aun, todo sistema de verdad lingüística con validez inter-
subjetiva.
Por lo tanto la “vida humana”, su autoreproducción y desarrollo,
es el horizonte último de referencia práctica que funda o constituye los
fines y los valores de la existencia intersubjetiva, lingüística, cultural y
material de la ética. Así, en el capítulo tercero de su monumental Ética de
la Liberación en la Edad de la Globalización y la Exclusión, encontramos
que Enrique Dussel propone –con una implicancia decisoria para nues-
tra propia argumentación- “volver a la relación ser humano-naturaleza”.
El filósofo explica que desde su “origen el ser humano emerge de la na-
turaleza por el proceso biológico de la evolución de la vida”, en tanto, su
vida “es la condición absoluta material de la existencia y contenido últi-
mo de la ética universal (criterio de vida o muerte, o de verdad práctica)”.
Para este criterio normativo metaempírico, sin embargo, “la naturaleza
regresa, no ya como constitutiva de la ‘naturaleza humana’, sino como la
naturaleza material con la que el ser humano se relaciona para poder real-
mente vivir, es decir, como medio para poder efectuar una norma, acto,
institución, sistema ético, etc.”. Con ello, consigna Dussel, la “naturaleza
fija ciertos marcos de posibilidad: no todo es posible” (Dussel, Enrique,

268
Ética de la Liberación en la Edad de la Globalización y la Exclusión, Ma-
drid y México, Trotta-UNAM, 1998, p. 265).
La naturaleza externa fija un “marco” de finitud en tanto conjunto
de condiciones fáctico-trascendentales originarias o límite material-existen-
cial absoluto para toda praxis vital y proyecto normativo posible, consig-
na Dussel. La naturaleza física entendida categorialmente como “marco
de posibilidad” objetivo de la acción, permite retomar bajo una luz más
intensa el sendero de las genealogías de sentido que yacen latentes en la
tradición ensayística latinoamericana “telúrica” o “territorial”. Pues bien,
lo mostrado por Dussel en relación a la circunmundanidad habitada y a
la corporalidad colocada en un entorno natural en tanto datos originarios
de la vida (Physis), abre un camino de relectura -al menos para nosotros-
precisamente de lo que Martínez Estrada tematizó como el “ámbito de
destino”, y que el mismo que Carlos Astrada nominó “contorno vital” y
“ámbito de posibilidades”.
Reconducidos estos lexemas desde la semántica histórica del en-
sayismo latinoamericano del siglo XX al contexto categorial de un dis-
curso teórico contemporáneo latinoamericano, podemos remitir la fac-
ticidad existencial del “ámbito de destino” a lo que Dussel plantea como
el problema de la “factibilidad ética” del “bien”, operante al interior de
un “marco” limitado por el espacio geopolítico. Pues el propio “criterio
de factibilidad” postulado por Dussel sostiene que quien “proyecta efec-
tuar o transformar una norma, acto, institución, sistema de eticidad, etc.,
no puede dejar de considerar las condiciones de posibilidad de su reali-
zación objetiva, materiales y formales, empíricas, técnicas, económicas,
políticas, etc., de manera que el acto sea posible teniendo en cuenta las
leyes de la naturaleza en general, y humanas en particular”. Bajo dicho
criterio, entonces, todo “acto es aproximativamente ‘bueno’ dentro de
un marco de posibilidades donde muchos tipos de actos son posibles”, si
bien el “marco de lo permitido (hasta lo debido) éticamente es inmenso”,
aunque se halle sometido a criterios y principios precisos. Esta noción del
marco de posibilidades supone “un pluralismo no relativista, sino racional-
mente universalista”, señala Dussel, en tanto, al interior “de este marco
es posible una tolerancia activa, respetuosa, democrática, no rigorista”
(Ibíd., p. 280).
Visto con suficiente perspectiva, aquí está en juego el alcance

269
fáctico y la validez conceptual de la categoría misma de “liberación lati-
noamericana”. Enrique Dussel estima que con la categoría de “factibili-
dad del Bien”, una praxis de liberación cobraría una precisión que hasta
ahora no se había vislumbrado. La idea de la “liberación” implicaría una
actividad con facticidad ético-crítica o transformadora que, se opondrá
tanto a la violencia del punto de vista conservador, que cree posible sólo
lo vigente y que niega como imposible lo posible, cuanto al salto al cielo
moral del utopismo anarquista, que cree ya e imperativamente realizable
lo meramente posible. La liberación desplegada como praxis efectiva que
cree posible lo factible éticamente, abre un espacio de acción enmarcado
en un contexto de finitud y contingencia que no deniega orientarse por
un horizonte temporal de ideas regulativas utópicas, pero que tampoco se
sirve de ellas en abstracto, y menos como apología de un activismo polí-
tico vanguardista. Para conectar la categoría del “marco de posibilidades”
con la categoría de “ámbito de destino” –precisamente como un volver a
la relación “ser humano-naturaleza” que el mismo Dussel proclama- no-
sotros quisiéramos introducir una variación categorial complementaria.
En honor al patrimonio lexicográfico del ensayismo argentino, le llama-
remos “contorno de posibilidades”. Más precisamente, con el vocablo
“contorno” hacemos un homenaje a la célebre revista cultural argentina
Contorno, que quería pues connotar con esa palabra -en su cruce con el
marxismo existencialista- precisamente, las acepciones contextual-espacia-
les y crítico-normativas de “compromiso” y “situación”25.
Un tal “contorno (americano) de posibilidades” sería un estilo de
designación de aquel “marco” identificado por Dussel, perteneciente, a
su vez, al espacio de “empiricidad” circunstanciada de la acción –así visto
por Arturo Roig-, en tanto horizonte de experiencia siempre ya entra-
ñado al círculo espacio-temporal, al marco concreto-situado de la praxis
humana. El “contorno de posibilidades” demarcaría las coordenadas del
ámbito que remite a las condiciones de facticidad previas de la conduc-
ta práctica histórica de una comunidad social, operante en el contexto
pragmático de la conducta real. Un espacio de posibilidad que, dicho en
el lenguaje conceptual de Dussel, remite al contexto de condiciones de
la “factibilidad ética” del Bien idealizante. El “contorno de posibilidades”
designaría la mediación contextual última e intraspasable a la que remite
un “ámbito de destino” en su suelo de posibilidad (la designación antro-

270
pogeográfica, en términos de Sambarino; la Tierra, en Astrada) a través
de las condiciones temporales y nómicas de su constitución semántica
metahistórica (“espacio de experiencia” y “horizonte de expectativa”, se-
gún Koselleck).
Dicho desde otro ángulo: las categorías koselleckianas de “espa-
cio” y “horizonte”, “experiencia” y “expectativa”, del propio modo que
las categorías sambarinianas de “axio-asignación” y “redes nomológicas”,
pueden ser cronotópicamente resignificadas por su remisión al contexto
situado de la praxis histórica comunitaria, si se las “enmarca” y “rodea”
de una determinación espacial más ampliamente tematizada: el “ámbito
de destino” y sus “contornos situacionales de posibilidades”. Se trata, di-
cho a la manera de Sambarino, en efecto de un esquema metaempírico,
cuya idealización regulativa formal nosotros alegorizamos, con Astrada,
bajo una cifra astral. Un signo cuya premanifestación telúrico-territorial
yace en penumbras, nocturnal, y su extremosidad puntual luminosa se
abre auroralmente hacia el contexto de posibilidades utópicas de la praxis
pública futura.
Concebimos esta imagen del “marco de posibilidades” planteado
por Dussel al estilo en que Koselleck concibe a sus categorías semánti-
co-antropológicas de referencia, pues se trata siempre del significado ale-
górico que un colectivo humano asigna a su propia conducta social en el
medium que conforma su “espacialidad histórica”, sujeta a determinadas
“coordenadas” espacio-temporales de facticidad contextual y validez lin-
güístico-simbólica. Con todo, si el suelo espacial y el contexto situacional
del “contorno” se recorta geográficamente en un “ámbito de destino”, en
su estrato temporal activa determinadas condiciones dentro de su franja
espacial fáctica, y no otras. Pues el “ámbito de destino” es la categoría
consagrada a restituirle un status ontológico a la condición cronotópica
del marco de posibilidad de la acción. El “ámbito de destino” enmarca to-
pológicamente (Physis) toda cifra utópica posible de los ideales regulativos
de la praxis (Nomos), dentro de un contexto vital de experiencia vivido
como espacio habitado en su fáctica ultimidad albergante26.
Nuestra tentativa de plegarnos a los llamados a un retorno a la
Physis como espacio construido-habitado, por cierto, no viene a escamo-
tear el temple autonomista de uno de los desafíos contemporáneos más
sugerentes del pensamiento latinoamericano en dicha dirección. Pues la

271
vuelta a la Physis comporta determinados efectos “geo-epistemológicos”
–llamémoslos así, pues- de pretensión emancipatoria que no pueden sos-
layarse, sino a costa de una abstracción mutiladora de sus pretensiones
de liberación intelectual-políticas. Esos esfuerzos se encuentran fervien-
temente acogidos, por ejemplo, en las tesis poscoloniales de Walter Mig-
nolo, cuando este crítico cultural restituye la dimensión de un espacio
latinoamericano a partir de la noción de “diferencia epistémica colonial”.
Mignolo considera que la “doble colonización del tiempo y del espacio
crearon las condiciones para la emergencia de Europa como punto de
referencia planetario”, y de que “esta operación fue, fundamentalmente,
epistémica”. En tal sentido, “la diferencia epistémica colonial es espacial,
pero no sólo geográfica”. Ello lo conduce a un diálogo con la Filosofía
de la Liberación de Enrique Dussel, pues Mignolo ve a “la filosofía de
la liberación como una intervención ético-política en la geopolítica del
conocimiento”, donde “la geopolítica del conocimiento, como la palabra
lo indica, apunta hacia una ordenación espacial más que temporal (o, si
se quiere, espacio-temporal) del conocimiento” 27.
A la luz de este giro espacial, Walter Mignolo postula enérgica-
mente un vuelco epistemológico radical en la imaginación de un locus
latinoamericano construido como representación cultural y lenguaje po-
lítico. Prosigue en ello, acaso implícitamente, las huellas de la ensayística
telúrica neorromántica del siglo XX, pródiga en pensadores de la espacia-
lidad geocultural como Rodolfo Kush, aun por cierto además de Martí-
nez Estrada, Carlos Astrada o Ernesto Mayz Vallenilla, según acabamos
de reseñar. Walter Mignolo pretende operar, pues, sobre la idea de “Amé-
rica Latina”, un giro semántico inusitado, que su paradigma “decolonial”
se siente en condiciones de efectuar, incluso más allá del horizonte de
la Filosofía de la Liberación latinoamericana. Es menester reconocer los
méritos de estos gestos radicales de refundación “geo-epistémica”, aun-
que ello no implique necesariamente cargar con todos los compromisos
teóricos que este paradigma exige en su dispositivo narratológico –ar-
queología cultural de la colonialidad inspirada en los estudios hindúes,
epistemología geográfica, sociología de la modernidad periférica, etc.-,
precisamente, por caso, explicitando sus tributaciones genealógicas con
tradiciones intelectuales menos visibles del archivo letrado del siglo XX.
No sería injusto, tal vez, esperar del ademán gnoseológicamente vindi-

272
cativo que la teoría decolonial hace de la geografía territorial latinoame-
ricana, idéntica generosidad con sus antecedentes filosóficos y literarios.
De ahí que celebremos el gesto rupturista y autonómico que es-
grimen las tesis de Walter Mignolo, aunque rechacemos su hipótesis cul-
tural acerca de que la idea de “América Latina” como tal, ha fenecido en
su ciclo histórico de gestación “occidentalista”, lastrada por su servidum-
bre capitalista28. Pues esta posición crítico-cultural no debe tender indeli-
beradamente un manto de penumbra sobre el hecho de que -más allá de
su determinación ideológica euro-occidental- el horizonte semántico del
significante “América Latina” rebasa sus dependencias coloniales genea-
lógicas, para proyectarse en un sentido utópico-liberatorio que también
es inherente a su experiencia diferencial de la modernidad, en general, y
de su tradición antiimperialista, en particular. Por cuanto “América La-
tina” remite léxicamente, también, al sentido utópico, antiimperialista y
liberador del “ideario latinoamericanista”29. Debería quedar en cada caso
despejado el “contorno de posibilidades” que rodea y se desplaza con el
“horizonte de esperanza” inherente a la identidad emancipatoria políti-
co-cultural enunciada en esa voz utópica de redención.
Resumiendo lo poco que llevamos de camino en nuestra relectura
de la noción de “ámbito de destino”, ésta apenas designaría onto-poéti-
camente el nexo ocluido entre de las esferas de la Physis y el Nomos al
interior de la espacialidad histórica de una comunidad social. En ello
nos atenemos a la dualidad ontológica prevista ya por Mario Sambarino,
cómo no. Ahora bien, ¿y qué del “destino”? Cómo mínimo haríamos
referencia –reenviaríamos- no ya a la visibilización “espacial” que denota
todo “ámbito”, sino a la posibilidad de de resemantizar la propia hipó-
tesis regulativa de un “destino”, conforme al ideario político-cultural de
la unidad hemisférica continental de la formación de una “gran nación
americana”30. Anticipación programática que debe tematizarse en el pla-
no de una filosofía crítica y descentrada de la historia, en tanto implica
al telos normativo de una integración latinoamericana utópico-construc-
tivamente asumida. Pues nuestro “ámbito de destino” concierne –según
propuso Arturo Roig-, a un “vivir en común un programa, porque la
historia es siempre ineludiblemente una construcción por parte de un
sujeto que la asume desde un a priori que es el de su propia afirmación”
(“Nuestra América frente al panamericanismo y el hispanismo: la lección

273
de Leopoldo Zea”, en América Latina y su destino. Homenaje a Leopoldo
Zea, Vol. II, México, UNAM, 1992, pp. 279-280). “Nuestro destino
histórico consiste en que podamos algún día afirmar un ‘nosotros’ legíti-
mo, con el que nos incorporemos al proceso de humanización”, escribió
también Roig (Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, edición
corregida y aumentada, Buenos Aires, Una Ventana, 2009, 1º ed. 1981,
p. 143).
Carlos Astrada había postulado la figura del Destino como la tarea
de asumir un sino cósmico-telúrico sureño que simboliza un proyecto de
autonomía comunitaria con justicia social y solidaridad convival. Por ello
aquí postulamos al “destino” como una figura retóricamente intenciona-
da de formación de la voluntad democrática, y no como una condición
ontológica abstracta que acontece ciegamente en un “espacio”, determi-
nándolo exteriormente (secularización de la Ananké o Fatum como “de-
terminismo geográfico”, “fatalismo telúrico” o “esencialismo terriginis-
ta”). Aquí el “destino” concierne a la construcción identitaria de aquello
que una comunidad ha de elaborar como ideal regulativo de “vida buena”
-dicho con Enrique Dussel- en tanto su teleología normativamente for-
mal es culturalmente inmanente a un contexto vital de experiencia, por
cierto, como un drama transido de conflicto y contingencia. Entonces la
palabra “destino” solicitaría la figuración trópica de una imagen regula-
tiva que orienta el sentido de la acción de un proyecto libertario de vida
buena. Por ello el “destino”, en nuestra acepción, es la voz-símbolo de
una prefiguración utópica. El destino se despeja en el horizonte anhelado
de la Expectativa, como lo postulaba Ernesto Mayz Vallenilla, pero como
Expectativa de Liberación. Por ello la imaginación utópica del “destino”,
en tanto expectativa libertaria, no se sirve de cualquier figuración futuri-
zante, sino de aquella que necesariamente ha de venir enmarcada por las
condiciones de posibilidad de un ámbito contextual de experiencia. Si-
guiendo a Astrada, ese ámbito es susceptible de alegorizarse con el “signo
austral” de una constelación de Estrellas.
Mas para justificar esta apelación alegorista que interpone un ter-
tium en las ontologías telúricas de Ezequiel Martínez Estrada y Carlos
Astrada, necesitamos algunos rodeos conceptuales más. Empleamos la
imagen metafórica de Carlos Astrada, la Cruz del Sur, con un propósito
de mostración tropológica “analógico”. La representación “astral” de la

274
temporalidad histórica nos permitiría percibir analógicamente el contor-
no o “marco” de la praxis éticamente factible de la voluntad liberatoria
latinoamericana. Cuya ventana se estrecha a medida que nos desplaza-
mos desde la verticalidad formal-utópica de la idealidad regulativa a los
contornos de posibilidad que envuelven la horizontalidad fáctica de su
realizabilidad práctico-histórica. Pues siempre el horizonte vertical de ex-
pectación utópica –cielo estrellado- excede el “contorno de posibilidades”
fácticas del horizonte horizontal la praxis –tierra habitada-. Claro que
esta tensión entre posibilidad y realidad –entre expectativa y experien-
cia, idealidad y facticidad- conforma una frontera temporal desplazable o
movible –en efecto, horizontal- que no se limita a una única dirección de
la intencionalidad de la acción.
Pues, básicamente, la praxis utópicamente intencionada se con-
duce, en su factibilidad concreta, por las angosturas o “estrechos” de po-
sibilidades que presenta el estado de cosas intramundano de un ámbito
previo de experiencias. Deparan contingentemente saltos venturosos y
desfiladeros trágicos. Ese camino temporalmente flanqueado a la vera
de las posibilidades elegidas de acción co-determina, pues, las líneas de
fuga de las propias consecuencias del obrar, precisamente condicionadas
por el marco objetivo de la conducta situada. Por ello el marco mismo es
un continuo desplazamiento horizóntico de las condiciones que se van
abriendo a su paso, en una cuadratura continua que ha de franquear-
se hacia la futuridad de expectación en alternantes capas de apertura y
cercos de clausura. El “contorno” se desplaza y mueve en sucesivos y
renovados límites fronterizos entre lo posible y no posible -de lo abri-
dor y lo ocultador de las posibilidades- a medida que nosotros mismos
nos desplazamos temporalmente por el camino de la acción fácticamente
real. Ya que a cada momento –en cada metro normativo y ante cada nudo
de decisiones- debemos elegir entre un conjunto concreto y limitado de
chances y oportunidades que no cesan de presentarse en plural, aunque
con distintos radios de apertura y juego, márgenes de libertad y progre-
sión, grados de limitación y cierre.
Dicho sumariamente: el horizonte de virtualidades regulati-
vo-utópicas bien puede dejarse intencionar por experiencias emergen-
tes orientadas a la dignidad del hombre latinoamericano, en función del
ideal de sociedad civil emancipada como “morada” futura que surge de

275
su ethos utópico-libertario31. La morada futura denominada “América La-
tina” designaría un “ámbito de destino”, y la “pampa”, por caso, uno de
sus “contornos de posibilidades”. Lo que nos lleva a retomar otro aspecto
del “campo de problemas” que forman los símbolos persistentes con que
re-pensar los potenciales semánticos de la constitución imaginaria del
significante latinoamericanista.
Carlos Astrada quiso resolver el campo problemático identi-
dad-tradición-autenticidad, en términos de una estrategia textual “fuer-
te” de apelación ontológico-política al Mito, y de reenvío alegórico al
“signo austral” constelado. Mas si la fuerza figurativa de la voz “Cruz
del Sur” pudiera reinvestirse con la función retórico-pragmática que la
filosofía astradiana confiere al símbolo “gauchesco”, no sería lo deter-
minante el significante del “mitema”32, su “palabra”, cuanto su función
alegórica metalingüística de proyección regulativa. El suelo trascendental
de la fuerza retórico-semántica que activa las operaciones de resemantiza-
ción de un latinoamericanismo libertario que, con todo, no puede dejar
de orbitar en torno de un grupo nominal: de un vocabulario epicéntrico.
Ante dicha pretensión es menester aclarar que si a la función
significante de la figuración “Cruz del Sur” puede conferírsele la fuer-
za simbólica del “mito” –en tanto extrae de éste una energía metonímica
próxima, se diría, como una succión gravitacional- ello de ninguna ma-
nera equivale a decir que en su condensación de la voz “América Latina”,
se asemeja ontológicamente al Mito. Pues si así se lo “entificara” u “onto-
logizara”, como advertía Mario Sambarino y prevenía Arturo Roig -es
decir, si dicho mitema significante fuera concebido sólo como una vía
privilegiada y diferencial de acceso al Ser, al estilo de la tentación que no
resistió un Rodolfo Kush-, en efecto recaeríamos en un “esencialismo”
–término que ha terminado por designar el equívoco irreparable y aun
el infortunio intelectual, quemando mientras tanto, como un cometa
errante, todo su combustible multisecular de apertura simbólica-. Pero
nada sabemos de las “esencias”. Apenas nos preguntamos por la función
simbólica lexical utópico-liberadora de ciertas “palabras” que, en los pro-
cesos de construcción identitaria, merecen, por decirlo así, recoger en
su embudo sintáctico toda la potencia de sentido que para la identidad
cultural de una comunidad puede subrogar el Mito. Una palabra que
pueda servir de vehículo semiótico a la articulación cronotópica de las

276
condiciones trinitarias –espacio, expectativa, contorno- de la constitu-
ción retórico-antropológica33 del entorno de una comunidad de vida.
Locativos y vocativos de la Physis y el Nomos lexicalmente resemantizados
como un “ámbito de destino”. Voces de una metafórica “hermenéuti-
co-analógica34” de la idealización normativa de la factibilidad del Bien
que se profiere en las comarcas semánticas del Sur. Salvo que las retóricas
de emancipación asociadas al significante identitario “América Latina”
angostaran sus “contornos de posibilidades” libertarias a un grado tal de
estrechez fáctica y simbólica, que todo umbral de temporalidad redento-
ra profana quede ya herméticamente clausurado para cualquier pórtico
posible de apertura de instantes salvíficos profanos. Tras el portazo final
de secularización que le girara para siempre la cerradura a toda escatolo-
gía utópica de liberación. Secularización -sin embargo y sencillamente-
que no podemos dejar de tener en cuenta.

Antropología retórica del texto emergente, “regreso a la naturaleza” y casa


periférica

Hay un hilo desgajado y nada previsible –aun paradójico- que


lleva de Arturo Roig a Ezequiel Martínez Estrada. Una vía abandonada
que en la Argentina conecta el latinoamericanismo filosófico con el lati-
noamericanismo ensayístico, sobre rieles oxidados que obligan a visitar,
en el chirrido forzado de la marcha, algunas estaciones olvidadas de su
recorrido hacia el horizonte. De la esperanza. Una hebra que sin embargo
debe tocarse muy delicadamente en su resto fundativo teológico-político,
pues exige palpar muy delicadamente su textura escatológica. ¿Seculari-
zar la Utopía, “des-mesianizarla”? Según Roig, no se debería perder de
vista que si “la filosofía ha de ser un saber liberador, lo será en la medida
en que se libere a sí misma de los fundamentalismos teóricos, así como,
de las patologías sociales de los iluminados y redentores en los que la
utopía se presenta como mensaje escatológico, religioso o secularizado”.
Aunque se trate aún de perseverar en la utopía. En tanto pensar “desde
una filosofía latinoamericana exige, pues, también e ineludiblemente, el
277
rescate del valor movilizador de la utopía, como dimensión que integra
de modo absolutamente legítimo todo discurso de futuro” (Roig, Arturo
Andrés, “Prólogo”, en Cerruti Guldberg, Horacio, Filosofar desde nuestra
América. Ensayo problematizador de su modus operandi, ed. cit., pp. 11-
12).
¿Cómo rescatar “el valor movilizador de la utopía”, conjurando
sus contenidos escatológico-mesiánicos, inyectándoles dosis de seculari-
zación como si fuera un purgante? Posiblemente seguimos planteando
mal el problema. En cualquier caso, se trata de ponernos en camino al
“discurso de futuro” de Ezequiel Martínez Estrada35. Perseverando en el
diálogo entre teoría y lírica. ¿Filosofía y Letras del Sur36? Pero el retorno
a Martínez Estrada en la tradición de la “poética de las ideas argentinas”
filosóficamente interrogada, no permite sin más una Mímesis con el esti-
lo de Roig, cuya prosa reposada y austera fue renuente a la expansión en-
sayística, no obstante metaforizar los problemas filosófico-culturales que
supo explicitar y tratar. Entre otros: ¿desde dónde pensar y escribir? Una
respuesta: pensamos y escribimos desde la emergencia.
Si “la totalidad de las formaciones objetivas alcanzan, de diversa
manera, su ‘narratividad’ en los lenguajes y de modo muy particular en
la palabra escrita”, es porque en los lenguajes escritos, “podemos pregun-
tarnos por los rasgos de identificación y creemos poder señalarlo” –confía
Roig- en “ciertas tendencias ‘literarias’ y a la vez ‘teóricas’, en cuanto
que literatura y teoría (no olvidemos que ésta en sus orígenes tuvo que
ver más con imágenes que con conceptos) son dos caras de una misma
realidad discursiva y, además, en ciertas formas expresivas compatibles
con aquellas tendencias”. Aquí, pues, habría que señalar que hay una
tendencia, “la antropología, mas no en el sentido de un tipo humano
que se siente partícipe de una obra realizada sobre la tierra, a más de la
de vivir, sino que aún no la ha cumplido”. Sus virtualidades utópicas
de futuridad abierta. Se trata, en fin, de “un sentimiento de lo humano
como tarea hacia delante”. Por ello este saber práctico y proyectivo –y
si se nos permite, retórico-antropológico-, se objetiva en “el constructi-
vismo, la provisoriedad, el espíritu asistemático, la actitud de denuncia,
las propuestas de una deconstrucción de la propia Historia mediante un
rescate de lo episódico, como algunas de las formas de apertura, en lucha
contra todas las manifestaciones que son la negación de todo esto y que

278
impulsan a invocar de modo constante el ejercicio cada vez más pleno y
consciente del a priori antropológico”. Así encarada “una antropología
de la emergencia” –que a nuestro juicio rezuma en los escritos del último
Martínez Estrada, si es que no en el conjunto de su obra- concierne pues
también al temple ensayístico de la filosofía latinoamericana. Esto viene
confirmado por el propio Roig –sin ser él mismo un ensayista libre-,
cuando señala que en “un escribir y un pensar desde la emergencia”, el
“mismo antropologismo emergente es el que incitó a propiciar, en los al-
bores, el ensayo como vía específica de expresión de lo americano” (Roig,
Arturo Andrés, “Un escribir y un pensar desde la emergencia” (1991), El
pensamiento latinoamericano y su aventura, edición corregida y aumenta-
da, Buenos Aires, El Andariego, 2008, 1º ed. 1994, p. 145).
Ahora bien: ¿sólo en los albores románticos “el ensayo es la vía es-
pecífica de expresión de lo americano”? Arturo Roig no sucumbiría a una
tentación canónica en la respuesta. Pero sí que contestaría en términos de
una apertura antropológico-normativa hacia el propio espacio literario,
como parte integrante del régimen de categorías latinoamericanistas y sus
“políticas de la filosofía” práctico-morales. Es que al postular un vínculo
entre filosofía y cultura, Arturo Roig franquea los límites puramente
disciplinarios, y habilita una antropología retórica del texto emergente –
aunque él no la llamaría así-, a través de una teoría de la utopía y de los
a priori originarios –antropológicos, vitales, conativos- de la identidad
latinoamericana. Cortando mucho camino –corriendo por atajos-, pode-
mos plantear que es en la propia filosofía de Arturo Roig donde se con-
suma lo que él mismo definiera como la aventura de la escritura emergente
latinoamericana, cuya trama de performatividad se utopiza en forma de
esperanza desesperanzada37. Mas esta condición de espera nada despreve-
nida, no flota por encima de la facticidad contingente y las alteridades
subalternizadas en su topos concreto: más bien cabalga arduamente sobre
la primera (Rocinante filosófico), encaminándose venturosamente a la
liberación de las segundas (moral emergente). Así, desde el punto de vista
de esta filosofía esperanzada, la praxis utópicamente orientada -tensiona-
da ontológicamente entre la necesidad humana de dignidad y la contin-
gencia temporal de la empiricidad social- se configura y reconfigura, una
y otra vez –espiral por espiral, pliegue por pliegue- entre las coordenadas
trascendentales que regulan la idealidad normativa de la “antropología de

279
la emergencia”. Cuyo saber práctico demarca el círculo de comienzos y
recomienzos38 de su aventura intelectual y ético-política39.
Lo que con categorías demasiado confiadamente blochianas, tal
vez, llamamos “ontología de la esperanza”, creemos que también puede
rastrearse a lo largo de toda la obra de Arturo Roig. Como mínimo, al-
canzamos a divisar claros indicios de ella, ya en su erudito estudio sobre
Platón. Bástenos aquí consignar que aquello que Roig desde un primer
momento postuló en su libro Platón o la filosofía como libertad y expec-
tativa (1972), bien vale para la configuración de su propio pensar, cier-
tamente. “Filosofar es parar Platón ejercer un acto de libertad”, escribe
Arturo Roig al principiar su estudio. Escribir es para Martínez Estrada
ejercer un acto de libertad, si se nos permite la tentación analógica. En
cuanto a Roig, los ejes planteados inicialmente en su abordaje de Platón:
el tema de la experiencia como acto de libertad –que comprende al capítu-
lo primero-, y a continuación el tema de la experiencia como expectativa
–que se desarrolla como capítulo segundo-, muestran que si en Platón
la filosofía se ejerce “como libertad y expectativa”, bien podemos decir
-a través de las necesarias mediaciones- que en Arturo Roig la filosofía
se da como “liberación y emergencia”. Puesto que la liberación puede
ser resemantizada desde la categoría de “experiencia de libertad” (acto
de independencia y autonomía ético-política), y la emergencia puede ser
resemantizada desde la categoría de “experiencia de expectativa” (función
pragmático-discursiva de proyección utópico-regulativa). De manera tal
que, de nuevo, plegamos la analogía enunciativa Arturo Roig o la filosofía
como emergencia y liberación, en la proposición: Martínez Estrada o el
ensayo como curación y liberación. Pero estos juegos semánticos de espejo
poco aportarían si no precisáramos un poco más las traslaciones teóricas
que nos atrevemos a sugerir para el caso de Roig (libertad / liberación-ex-
pectativa / emergencia). Y que confirmamos en sus propios textos.
Dicho más rápido: Arturo Roig exhibe que para Platón, “el hecho
de descubrir lo fáctico como tal –que permite al hombre trascender el
trato cotidiano con los entes y plantarse frente a ellos como sujeto- es de
afirmación del hombre, de libertad”. Los “entes se nos muestran siem-
pre parciales e incompletos, les falta siempre algo”. Esto exige una doble
aproximación, pues “por una parte, los entes aspiran a la total realización
de su propia esencia”, y por la otra parte, “nosotros tendemos a la total

280
aprehensión intuitiva de la esencia en nuestro horizonte trascendental y
ponemos al servicio de esta exigencia el recurso inagotable del diálogo”.
Entonces Roig nos remite a comprender “la función del a-priori”, tal
como opera en la “experiencia moral”. Una moralización voluntaria y
afirmativa del destino. Pues, en tanto “Sócrates no está sentado esperando
la cicuta por razones mecánicas y fortuitas, sino que está por motivos que
ha elegido libremente”, su “destino está decidido en virtud de su elección
de lo mejor”. En consecuencia, ante este destino asumido voluntaria, con-
ciente y activamente, habría “un canon que si bien no se nos ofrece como
ordenador al modo como sucede entre los entes físicos posee una fuerza
reguladora de nuestra conducta”. Pues si en “lo físico, el ‘mejor modo
de ser’ nos permitiría dar con la razón necesaria de ser de una cosa”, en
“lo moral, el ‘mejor modo’ de ser da la razón ante la cual se decide mi
voluntad”. Pero, en ambos casos, “lo fáctico sólo alcanza dignidad para
nosotros a partir de un a-priori desde el cual se ejerce la función del
sentido, por parte de un sujeto que lo pone”. Para Roig, en suma, todo
“a-priori moral supone de modo evidente la estructura del hombre vista
como totalidad y es frente a ella que se juega la libertad” (Roig, Arturo
Andrés, Platón o la filosofía como libertad y expectativa, Mendoza, Facul-
tad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Instituto
de Filosofía, 1972, p. 40).
La función regulativa de la “expectativa” en Platón, nos explica
Roig en su denso y minucioso análisis de los Diálogos, atañe a la idea
misma de la filosofía. La expectativa “es un esperar en relación con el ver”.
Esta “actitud expectante en efecto implica objetivamente algo respecto de
lo cual se está a la mira y subjetivamente, un estar abierto al mirar, por
donde la expectativa supone, si bien no siempre manifiestamente, la espe-
ranza”. Pero si expectativa abierta y actitud esperanzada están anudadas
sutilmente en el plano ontológico, también es preciso advertir que “el
sentido que adquiere la expectativa depende del horizonte de compren-
sión de la realidad dentro de la cual nos sentimos inmersos”. Asimismo,
“la experiencia originaria de la que parte toda la filosofía platónica”, su-
pone que “hay un horizonte de captación del ser, un campo abierto a
una expectativa más próxima a nosotros mismos”, por el cual el ser se
manifiesta como “ser del ente”, en tanto los “entes tienen parte del ser, y
el hombre por su lado alcanza el sentido de aquellos gracias a la intuición

281
de esa parcela del ser, la esencia de cada uno de los entes, en el nivel de la
conciencia pura”. Es cuando Platón distingue “ansiedad” y vaciedad, de
la “replesión”, o modo de la plenitud. Pues es posible para Roig demos-
trar que en los grados de la “diferencia ontológica” que acontece en la
“ley de replesión” -posibilidad y predisposición de llenarse por parte del
alma-, se constituye el horizonte de la esperanza. Identificado el “campo
abierto de expectativa”, Arturo Roig avanza mucho en la tematización de
esta fundamental determinación ontológico-antropológica, que nos limi-
tamos aquí a consignar en relación al círculo hermenéutico que forma la
siguiente secuencia conceptual: libertad-expectativa-temporalidad-espe-
ranza-horizonte-interrogación-apertura.
Siempre en su Platón, Roig precisa que la “replesión implica pues
un modo propio de ser del alma, en función del cual se constituye como
una estructura abierta, como naturaleza expectante”, ya que, existe “en
nosotros el ansia de llenarnos, como existe una realidad con la cual nos
hemos de llenar y que nos porta”. Con Platón, Roig observa que el “ser
humano se mueve entre el dolor provocado por el vacío y la alegría que
provoca una expectativa esperanzada de llenarlo; o si no, por ese dolor
que es el que causa nuestra vaciedad y nuestra desesperanza de alcanzar
una plenitud; mas tanto aquella expectativa esperanzada como la deses-
peranza, supone la esperanza como forma misma del alma”. De similar
manera, si mediante “la ciencia se participa de la esencia con el ejercicio
de lo que tiene de mejor el alma, pero a la vez se siente el filósofo antiguo
inmerso en el tiempo y tiene conciencia de estar mirando aquel ansiado
orden absoluto desde su condición temporal”, es que “esperanza y tem-
poralidad vienen a ser ambos, modos formales del alma” (Ibíd., p. 54).
Si esperanza y temporalidad son modos formales antropológicos
-según analiza Arturo Roig en su exégesis platonista- ello depara una
ontología que se rige por el principio del “esperar en relación con el ver”,
de del vacío que concita una “naturaleza expectante”. Ahora bien, es en
la propia filosofía roigiana que “esperanza” y “temporalidad”, “espera” y
“mirada” funcionan como condiciones trascendentales de la antropología
de la emergencia. Como no es demasiado forzado reconocer, los pasajes
referidos del Platón o la filosofía como libertad y expectativa, nos permiten
asistir a una constelación de motivos filosóficos que han de ser luego
desplegados y estilizados a lo largo de la obra de Arturo Roig. Así pues,

282
tanto la idea de: a) una función antropológica “a priori”, como b) la de
un impulso ontológico primario de perseverancia en el propio ser, c) del
reconocimiento de un horizonte de comprensión siempre ya operante, y
d) de un régimen de temporalidad abierta en la experiencia de los entes,
están aquí como en estado de escorzo, enteramente esbozados bajo la for-
ma de una hermenéutica de los escritos de Platón. Por lo demás, dichas
categorías propenden a configurar una ontología activa y aun practicista
del sujeto, concebido a partir de su intransferible experiencia de realiza-
ción de la libertad y la dignidad en tanto sistema regulativo de expectativas.
Un saber de liberación orientado a enunciar la voz del horizonte temporal
de esperanza de una sociedad latinoamericana liberada. La filosofía ma-
tinal de Arturo Roig –expectativa de un amanecer de dignidad, justicia y
autonomía en un firmamento de temporalidad secularizado-, escorza una
ontología de la esperanza temporalmente abierta, como opción concreta
a la tragedia de la historia. Una espera sin mesianismo que persiste en
forma de “utopía positiva”40.
Que persevera como “emergencia”. Cuya trayectoria conceptual
tiene en la filosofía argentina del siglo XX su modesta pero indeleble
genealogía. Sobre la base de la idea de Nimio de Anquín de “afirmación
existencial del objeto”, Arturo Roig señala la presencia de “la noción de
‘emergencia’ del ente, entendida como un impulso espontáneo de éste,
fruto del juego azaroso de sus determinantes intrínsecos en el dominio de
la contingencia”. Cuando se pregunta, a través de su análisis de algunos
de los escritos fundamentales de Nimio De Anquín, sobre un subsuelo
del pensar americano, Roig coincide en que el principio del cual par-
te espontáneamente el pensar americano, se encuentra en la “naturaleza
auroral” de América, distinta de la situación crepuscular europea. Esta
condición “auroral” no surge de una cuestión puramente histórica, sino
básicamente ontológica, pues América es “alumbramiento” y “originei-
dad”. Con todo, Roig no acepta esta noción ontológica sin precauciones
ni matices. En todo caso acepta menos lo originario que lo “nuevo”, o la
“originalidad” no desprovista de su remisión a la “historicidad”.
A Roig le interesa destacar en Nimio de Anquín la idea de que
América “reúne los caracteres que todo ente muestra en el momento mis-
mo de su emergencia desde el seno del Ser”, y donde su “estar emer-
giendo” radica en “su propia emergencia o poder de alumbramiento”.

283
Si la implicancia primera de este planteo estriba en el rompimiento de
la matriz de la filosofía de la historia hegeliana, Roig recoge y a la vez
radicaliza la tesis de-anquiana de que América es un “ser histórico”, aun
“cuando su historia recién comience”, pues “para el hombre no hay alte-
ridad sino en la historia”. Por ello, “la emergencia del Ser de América es
un nacer dentro de la historia, es un estar ya en la historia y su ‘novedad’
radica exclusivamente en su modo histórico inicial”. Aquí lo decisivo es
aprehender el “modo de mirar” del “ente emergente”. Si el americano
sería un “filosofar matinal”, es porque a diferencia del resultado del Espí-
ritu tras el cual emprende su vuelo el Búho, su “símbolo” es “la calandria
inicia su canto a la madrugada”, pues “no se encuentra sobre un retorno,
o sobre un re-conocimiento, sino que es apertura antes de toda circula-
ridad dialéctica, es no-compromiso que se llena con un mirar detenido
cuanto más en la causalidad intrínseca de los entes”. Para Roig, se trata
“de un abrir las puertas de la existencia, a lo contingente”, tanto como
de un “liberar a los entes de la opresión de su posible pasado”, incorpo-
rándose, en su alteridad, “junto a las otras formas del saber de liberación”
(Roig, Arturo, “El problema de la ‘alteridad’ en la ontología de Nimio
de Anquín”, en Nuevo Mundo, San Antonio de Padua, Nº 1, Tomo III,
enero-junio de 1973, p. 220).
Estas ideas van cobrando una fisonomía cada vez más nítida,
hasta definir las bases crítico-humanistas de su lenguaje filosófico, que
comienza a desplegarse a partir de la categoría del “a priori antropoló-
gico”, espina dorsal de su clásico libro Teoría y Crítica del Pensamiento
Latinoamericano, en tanto, implica una comprensión radical del hombre
respecto a su esencial dimensión de “ente histórico”, y por eso mismo,
responsable de su hacerse y gestarse. Su potencia de ser constituye un
sistema de códigos de origen social-histórico, que se pone de manifiesto
en la estructura axiológica de todo discurso posible. En la ruptura con
la narrativa filosófico-histórica hegelianizante, cumple un papel decisivo
el principio ontológico del conatus, que sostiene -spinozianamiente- que
“toda cosa en tanto que tal se esfuerza en perseverar en su ser”. Aquí el a
priori antropológico, “se presenta potencial o actualmente como una na-
tura naturans”. Este a priori funciona sobre la base de un doble enuncia-
do: “ponernos para nosotros mismos como valiosos” (libertad práctica),
y a la vez “tener como valioso el pensar sobre nosotros mismos” (libertad

284
teórica). Desde esta premisa a la vez epistemológica, moral y política,
se dirime la autocomprensión de la filosofía latinoamericana como un
saber “auroral” y no, al modo hegeliano y europeo, crepuscular o “ves-
pertino”. Por cuanto un “filosofar matutino o auroral confiere al sujeto
una participación creadora y transformadora”, donde “la filosofía no es
ejercida como una función justificatoria del pasado, sino de denuncia de
un presente y de anuncio de un futuro, abiertos a la alteridad como factor
de real presencia dentro del proceso histórico de las relaciones humanas”.
En ello queda puesto en juego “un historicismo que nos indica, como
idea reguladora, un deber ser, una meta, que nos es ajeno a la actitud que
moviliza al pensamiento utópico, dentro de las diversas formas de saber
conjetural, reconocido dentro de una filosofía matutina como legítimo”
(Roig, Arturo A., Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, ed. cit.,
pp. 15-16).
¿Un destino utópico anunciado como ideal regulativo-hipotético?
Mas la configuración categorial de la comprensión semiótico-lingüística
del discurso utópico, al menos en la filosofía roigiana, supone establecer
la distinción metodológica inicial y fundamental entre “género utópico”
y “función utópica”. Lo utópico comporta principalmente “una función
anticipadora de futuro”41. Roig insiste en el hecho de que “América, es
bien sabido, nació bajo el signo de lo utópico, largamente anticipada des-
de la Antigüedad Clásica y, una vez nacida para la historia de Occidente,
provocó, esa misma América un despertar de nuevas utopías, las del Re-
nacimiento”. No obstante que “las más célebres y conocidas utopías de
esa época, la de Tomás Moro y la de Tomás Campanella, no surgieron
de la literatura española o portuguesa, no cabe la menor duda de que
lo que podríamos denominar propiamente ‘experiencia de lo utópico’,
constituyó un fenómeno típicamente iberoamericano”. Como conse-
cuencia del “ejercicio de la función utópica en el ámbito iberoamericano,
considerado desde el suelo de nuestra América”, se dio una conversión
dialéctica por la cual, “desde una tierra que comenzó siendo utopía para
otros, surgió una serie de utopías para sí cuyo proceso conflictivo ha de
ser ahora considerado por nosotros y asumido desde un nuevo horizonte
de comprensión”.
De modo que si la “persistencia de la utopía pareciera ser una
prueba de que lo utópico no se reduce a lo tópico”, sin embargo, “no

285
hay utopía que no contenga una topía que posteriormente haya sido
confirmada de alguna manera”. Entonces “no hay topía pura”, pues “toda
pretendida topía supone un contenido utópico”. Incluso, Roig advierte
que “la ‘racionalidad’ de lo tópico puede tener un halo no necesariamen-
te ‘racional’, su marco utópico”. La racionalidad opaca que confiere el
aura de lo utópico a la topía, implica asumir la contingencia de la fac-
ticidad histórica, ya que, la “función utópica sería, pues, el modo como
el hombre enfrenta y asume más radicalmente su propia realidad con-
tingente”. Así, el “excedente propiamente utópico de las utopías o de las
formas discursivas parautópicas”, inviste de valor “a las topías contenidas
en ellas, en cuanto que las instala fuertemente en el plano de la categoría
ontológica de lo posible”. En este sentido, las “topías contenidas en toda
utopía, son cualificadas por aquel primer plano de ‘verdad’, pero en ellas
juega una aprehensión de lo real que en la medida en que se aproxima
a una objetividad que podríamos llamar ‘tópica’, permite avizorar los lí-
mites de lo posible” (“El discurso utópico y sus formas en la historia in-
telectual ecuatoriana”, en La utopía en el Ecuador, estudio introductorio
y selección de Arturo Roig, Quito, Biblioteca Básica del Pensamiento
Ecuatoriano, 1987, p. 44).
Con lo planteado por Roig, es manifiesto que, la ensayística del
último Martínez Estrada centrada en torno a su “experiencia cubana”,
representa una dialéctica de la “utopía para sí” latinoamericanista, tanto
como una “topía” para-sí, inscripta en el horizonte ontológico de lo posi-
ble. Pues el ensayismo latinoamericanista de Martínez Estrada entraña
un saber auroral. Para Roig, la “filosofía auroral” había “de surgir en los
pueblos colonizados y de la experiencia de las clases sociales oprimidas”,
por lo que “el desarrollo histórico de las utopías ha de ser reconstruido
teniendo en cuenta los enfrentamientos humanos y la lucha por la libera-
ción en sus diversas formas”. Con ello, “la función utópica se va concre-
tando en utopías, aun cuando no necesariamente ‘narrativas’, en un cons-
tante proceso de muerte y renacimiento”. En consecuencia, “América,
tierra provocadora de lo utópico”, es “asimismo de renacimiento de ellas,
en esa marcha desde la utopía para otro hacia la utopía para sí gestada
en el seno de la vasta experiencia iberoamericana cuyos caminos siguen
abiertos”. Pues el modelo clásico de la utopía “incluye necesariamente
dos momentos que se integran dialécticamente, el de la ‘topía’, el ‘lugar’

286
desde el que se parte y la ‘utopía’, el ‘no-lugar’ que se le contrapone y nace
de aquél” (Ibíd., p. 65.).
Contra Hegel y su símbolo del búho, donde la “imagen del vuelo
crepuscular encierra una determinada comprensión de la temporalidad”,
y el “tiempo se nos presenta parcelado en grandes unidades, las que son
algo así como el ‘lugar temporal’ o la ‘cronía’ que corresponde a un ‘mun-
do’, el que se realiza hasta llegar a su plenitud, dentro de sus propias
coordenadas históricas”, es preciso, atenerse “a la conocida distinción de
Frege”, desde la cual “el ‘mundo’, como referente del discurso (Bedeu-
tung), posee un modo de darse, un sentido (Sinn) que es justamente el de
la apertura hacia la futuridad”. Con ello, la “Filosofía Latinoamericana
parte del presupuesto de la validez del discurso de futuro”, pues anuncia
“un filosofar matinal de un proceso abierto y su símbolo es cualquiera de
las aves canoras que pueblan nuestros campos y nos saludan cada mañana
al despuntar el sol” (Roig, Arturo Andrés, “¿Qué hacer con los relatos,
la mañana, la sospecha y la historia? Respuestas a los post-modernos”
(1993), en Rostro y filosofía de América Latina, Mendoza, Ediunc, 1993,
pp. 111-114).
Ahora bien, en este contexto cronotópico y retórico-antropoló-
gico –dicho con categorías próximas- Arturo Roig identifica a “un sujeto
capaz de una mirada ectópica”. Así Roig se coloca, más que periférica-
mente, mejor, en términos de un “descentramiento” teórico del sujeto de
enunciación, que a su vez implica una reapertura temporal y una des-je-
rarquización epistémica del lógos occidental y de la Razón moderna. Una
posición, pues, por la cual este “saber de nosotros mismos que ha desa-
rrollado constantemente formas de criticidad”, consiste en el rescate de
un mirar excéntrico o ectópico. Donde, a su vez, a “la mirada ectópica
se ha de sumar la mirada utópica”. A esta respecto, señala Roig, no se
puede “olvidar que Kant, quien se ocupó de cortarle las alas a la razón, se
vio obligado a darle valor y no poco, a las ‘ideas reguladoras’, productos
de esa misma razón”, ni debe omitirse que estas ideas reguladoras, “aun
cuando para Kant no podían ser consideradas como conocimiento cien-
tífico, quedaban convalidadas desde la razón práctica”. Semejantes “ideas
reguladoras, que para expresarse no necesitan desarrollos discursivos,
tal como aconteció en el Renacimiento, pueden ser expresadas en aquel
tipo discursivo breve del que hablaron los griegos (brajéis lógoi)”. Aquí,

287
una “sola palabra puede ser un mundo y encerrar una idea reguladora
de modo pleno y rico, son las palabras-símbolo con las que los sectores
emergentes han acuñado sus ilusiones y sus exigencias de reconocimiento
y dignidad”.
Y es que una de esas palabras-símbolo regulativas, precisamen-
te, es “Nuestra América”, tal como la acuñara político-lingüísticamente
José Martí. Pues Martí señala aquí el rumbo también para Arturo Roig.
La “filosofía latinoamericana” entraña el saber ectópico, mientras que
“Nuestra América” semantiza la función utópica. Junto con esta dos ca-
tegorías de comprensión, Roig sostiene que además “de la mirada ectó-
pica, fundamento de toda crítica y de la mirada utópica, ventana hacia
modos posibles y deseables de convivencia humana, hemos de hablar de
una mirada neotópica (o politópica)”. Para esto último es preciso “regresar
en este momento a la vieja retórica aristotélica”, porque allí “se habla
de ciertos ‘lugares’ (tópoi) a los que el orador puede ir a abrevar, como
si fueran manantiales, ciertas verdades consentidas, compartidas o con-
sensuadas, desde las que se puede montar un discurso apto para ser, por
eso mismo, escuchado y aceptado”. Se trata pues de partir “del saber del
otro para establecer nuevos saberes, no con la mera intención retórica del
convencimiento más allá de la verdad o de la justicia, sino con el deseo
de asegurar un discurso con un respaldo comunitario en vistas” de la
“dignidad humana”, pero, sobre todo, de “un discurso que tenga como
punto de partida un rescate de esos símbolos que por su fecundidad, son
siempre nuevos o, por lo menos, reformulables” (Roig, Arturo Andrés,
“La filosofía en nuestra América y el problema del sujeto del filosofar”,
en Rostro y filosofía de nuestra América, edición corregida y aumentada, 2°
ed., Buenos Aires, Una Ventana, 2011, pp. 242-243)42.
En los tópoi de las “palabras-símbolo” de la liberación latinoa-
mericana, también hay un Martí cruzado con Spinoza. Pues consecuen-
temente con su topología ético-pragmática, Roig enseña que “Martí,
mediante el recurso a formas que se nos presentan casi como ‘actos de
lenguaje’, nos conmina a cumplir con la condición primera de todo sa-
ber y de toda moral, lo que hemos denominado a-priori antropológico,
nuestra versión de aquella necesidad que es, a la vez, impulso (conatus) de
‘perseverar en el ser’, como puede leerse en la Ética de Spinoza”, dado que
dicho “a-priori es una misma cosa con la afirmación de nuestra dignidad,

288
la que únicamente es posible sobre el presupuesto de la dignidad de todo
ser humano”. Pero aquí no hay que perder de vista el conflicto entre la
eticidad compuesta desde una filosofía de la historia fundada en un logos
unilateral y monológico, imperial, y la moralidad que supone una forma
de “filosofía de la historia emergente”. Cuyos antecedentes ha rastreado
hasta en el propio Simón Bolívar, en quien la filosofía de la historia es
asumida en sus raíces no ya como un “acaecer”, sino como un “quehacer”
–revolucionario- hacia la futuridad. Pues se trata de una filosofía de la
historia emergente, regulada por un “proyecto de futuro”.43
Pero ese proyecto de futuro pisa un suelo de facticidad origina-
ria, a la vez que activamente transformada. En su escrito “La conducta
humana y la naturaleza”, Roig sostiene que la “moral de la emergencia
como propia de nuestros pueblos latinoamericanos”, al igual que “toda
moral vivida”, es el “fruto de una praxis”, que “se ha expresado funda-
mentalmente como un proyecto de liberación”. Ahora bien: la naturaleza
posee en este proyecto libertario un status teórico-normativo específico,
atinente al fundamento mismo de la vida de la especie en el largo plazo
histórico. Tales proyectos son “no sólo los que derivan de la lucha ya se-
cular de nuestros pueblos por afianzar y consolidar su autonomía social,
política y cultural, sino también aquellos que provienen de la indefensión
de nuestra naturaleza en relación directa con la concentración mundial
del poder tecnológico e industrial”, por lo que a “la lucha por la dignidad
como pueblos se ha sumado el más profundo y grave de la sobrevivencia
como humanidad” (Roig, Arturo Andrés, “La conducta humana y la na-
turaleza”, en Ética del poder y moralidad de la protesta, 1995, p.78).
Arturo Roig comprende que es menester “enriquecer nuestra
propuesta teórica, e inclusive reordenarla desde una visión más rica de
ciertos impulsos que más de una vez han sido vistos como originarios
(principia naturalia)”. Esa operación complementaria de ampliación y
profundización de fundamentos antropológicos impone “regresar a expe-
riencias espirituales olvidadas por causa de una posición antropocéntrica
que se expresó de diversos modos”, y que comporta superar el límite “que
trazó una línea divisoria aparentemente insalvable entre la naturaleza y
el espíritu”. Esto es, experiencias “espirituales olvidadas”, que “permitie-
ron ver lo que ahora hemos dejado de ver y que deberíamos volver a
ver”, para así poder “repensar el punto de partida de aquella ‘moral de la

289
emergencia’ desde un horizonte más vasto”, el cual nos podemos pregun-
tar si no concierne precisamente a la restitución categorial del horizonte
originario de la Physis. ¿No sería pertinente ensayar una re-lectura de
Martínez Estrada para aportar a esa ampliación teórica que Roig procura
de su teoría de la “moral emergente” un “horizonte más vasto”?
En esta operación de lectura sería determinante la idea del retorno
al “ámbito” de la naturaleza concebida como “casa” originaria del ente
humano. En efecto, Roig recuerda una vez más que “el ideal de vida
simple vigente entre los estoicos tiene su antecedente en la filosofía de
los cínicos, en quienes se planteó como una exigencia lo que podríamos
llamar un regreso a la naturaleza”. Pero aquí no se trata de un mero des-
prendimiento de las mediaciones nómicas de la vida ciudadana, reconoce
el propio Roig, “sino de algo más profundo”. ¿Y qué sería eso más “pro-
fundo” que hay que des-ocultar y re-constituir? A este respecto Roig des-
pliega dos movimientos conceptuales concatenados. Por un lado, expone
a nivel antropológico que “los seres humanos, ellos mismos, en una etapa
de su vida, muestran un comportamiento primario común con todo ser
vivo y, en tal sentido, verdaderamente universal: el mostrar un ‘impulso’
(hormé) hacia su preservación o, lo que es lo mismo, hacia una ‘apropia-
ción o pertenencia de sí mismo’ (oikéiosis autó), de lo cual poseen cierta
sensibilidad o sentimiento”.
Pero por otro lado, indica que con este impulso conativo prima-
rio, dirigido a un sí mismo vitalmente apropiado, se “trata de las mismas
relaciones naturales o de parentesco (oikéioma) que caracteriza la vida
en nuestro hogar o casa (oikos u oikía)”, esto es, de relaciones “que no
sólo nos ponen frente a los que sería común a todos los seres vivos sino,
además, a lo que es un cierto orden, una cierta acción ordenada respecto
de la preservación de la constitución de cada uno”, y ello, mediante “la
consecución de lo necesario para aquella preservación, o el rechazo de lo
que la amenaza”. Esta constatación conduce a Roig a proponer –en un
pasaje que juzgamos decisivo y determinante- la existencia “de una con-
ducta, en cuanto hay una teleología, aun cuando de todo esto no se tenga
plenamente conciencia, sino una cierta sensibilidad y sobre todo, de un
comportamiento en un ámbito que si bien para los humanos es el de la
casa (oikía), para estos mismos y los animales es también esa otra ‘casa’
mucho más amplia y abarcadora, la naturaleza” (Ibíd., p. 81).

290
Esta idea de Roig acerca de un “ámbito” de la naturaleza que se
abre como “casa” originaria u oikos fundante de la experiencia humana
en el mundo, permite tematizar la idea “ámbito de destino” en Ezequiel
Martínez Estrada bajo una luz filosófica más intensa: “emergente”. Y aun
habilita un reenfoque de la Paideia. Una Paideia emergente, donde nues-
tra Grecia es Nuestra América. Pues ya en los griegos la naturaleza apare-
ce como “casa” originaria y abarcante de los entes vivientes. Los epicúreos
y estoicos “creían haber dado con un punto desde el cual podía elevarse
una moral universal, gracias a su raíz en esa madre naturaleza compartida
con todos los seres vivos y en ese ejercicio de la oikéiosis”. Lo que quiere
mostrar Roig es que resulta “evidente que el impulso (hormé) que lleva a
los seres vivos hacia su autopreservación dentro de los marcos de un cier-
to ambiente no es ya aquel abstracto conatus que definía, según Spinoza,
el ser de todos los entes, tanto inertes como vivos”. Se trata ahora, mejor,
de “reconocer que ‘por encima’ de aquel a-priori óntico, se encuentra este
a-priori biológico que anticipa de un modo mucho más decisivo lo que
nosotros hemos intentado caracterizar como a-priori antropológico”.
Si bien el a priori biológico o vital se sostiene en el suelo mismo
de la morada geográfica, del casco de la casa natural –por así decirlo-,
empero, esta constatación no implica dejar de reconocer por parte de
Roig que la postulación de una moral que tenga por base “la posibili-
dad de la oikéiosis como principio originario”, padezca “una cierta in-
congruencia, en cuanto que desde el punto de vista de la libertad y de
la responsabilidad, resulta difícil, sino imposible, hablar de la naturaleza
como sujeto moral”. Más bien –y aceptado este desvío teórico, este clina-
men conceptual-, no se puede “negar a la naturaleza un valor (dignidad)
que para todo ser vivo tiene su origen en ella”. Roig acepta que tal vez
“el concepto que nos permitirá alcanzar nuevos niveles de comprensión
sea, precisamente, el de oikéiosis, el que implica, una vez reconocido en
su enorme importancia, la aceptación de un orden inmanente propio de
la naturaleza dentro de la cual no somos lo que está ‘fuera’, ni ‘por enci-
ma’, sino plenamente dentro del mismo”, con lo que no “se trata de una
‘dignidad’ entendida como fruto de aquel ‘reconocimiento’ mutuo entre
los seres humanos y que se dirige a subrayar nuestra autoconciencia como
atributo identificatorio absoluto, sino una ‘dignidad’ que se establece a
partir de la responsabilidad que tenemos en cuanto seres ‘naturales’, de la

291
cual debemos ser capaces de tomar conciencia” (Ibíd., p. 88).
La comprensión del “ser natural” y de su “casa natural” compor-
ta para Arturo Roig lo que denomina un “regreso a la naturaleza”, que
él genealogiza en el antiguo helenismo. Pero aporta todavía claves más
precisas para lo que venimos planteando como un retorno teórico a la di-
mensión de la Physis en términos de “ámbito de destino”. Un tal “regreso
a la naturaleza” comporta el primer proyecto occidental de una “filosofía
de la liberación”. Esta tesis es radicalmente desplazada en su pretensión
de lectura del canon universalista de la gran filosofía occidental. Según
Roig, en el movimiento sofístico “se produce lo que bien podríamos ca-
racterizar como ‘regreso a la naturaleza’ e interpretar ese regreso como
una posición de liberación”. ¿Pero esto no concierne pues de la adecuada
tematización filosófica latinoamericanista de la idea de “ámbito de des-
tino”, donde también el “último Roig” ha venido a parar? En cualquier
caso, es el modo en que leeremos este fundamental ensayo de Roig. Pues
permite ver que la apertura a la naturaleza en su matriz político-episté-
mico-territorial no es un retorno a una muda materialidad inerte, sino
una pretensión de moralidad encarnada al espacio. Más aun porque la
apelación ética a la naturaleza tiene orígenes ya en la tragedia, y de ello
también es menester tomar debida nota.
Según Roig, “si es cierto que son los sofistas quienes habrán de
establecer las nuevas categorías según las cuales la vida humana se de-
sarrolla, ya sea de modo armónico, ya conflictivamente, en la contra-
posición entre physis y thésis, la verdad es que aquellas categorías ya se
encontraban de alguna manera establecidas en el mundo de los mitos”,
donde no “serían únicamente los sofistas –a los que se les atribuye el paso
de un mundo de preferencias cosmológicas, hacia otro de urgencias hu-
manas- sino que, como obra ciertamente decisiva en todo este proceso,
se destaca el papel jugado por los grandes trágicos en su constante labor
de reelaboración de la gran simbólica griega”. Por ello en los sofistas,
explica Roig, es “evidente que la ‘naturaleza’ de la que ahora se habla
no es el ‘cosmos’, sino la que se opone, por ejemplo, a la ciudad y de
modo específico a las regulaciones de la vida que impone la cultura de
las ciudades las que, como se sabe, funcionaban como ciudades-Estado”,
y donde el “nuevo concepto de ‘naturaleza’ se aproximará a la noción de
‘campo’ y hasta de ‘paisaje’, tal como puede vérselo en el conocido texto

292
de Fedro en el que Sócrates declara que no necesita ni desea salirse de las
murallas de la ciudad para filosofar y se declara como filósofo ciudadano
por antonomasia”.
Pero “no es únicamente la cosmología anaxagórea la que habrá de
rechazar el filósofo ateniense, sino también este nuevo sentido de la physis
que se venía gestando en la contraposición entre ‘naturaleza’ y norma”,
por lo que “este ‘paisaje’ que aparece tan fugazmente en el Fedro tampo-
co interesará –otro tanto deberíamos decir de la noción de ‘campo’- a
aquellos que hablen de un regreso a la naturaleza”. Este deslindamiento
de Roig lo conduce pues a sostener que “el nuevo concepto implicaba un
tipo distinto de racionalidad”, que, “llevado el asunto al plano de la vida
humana, suponía la contraposición entre una ‘moralidad’ y una ‘etici-
dad’, a tal extremo que la noción de physis habrá de ser entendida como
un determinado lugar de vitalidad primaria al que se ha de regresar, en
contra de la ley de la ciudad”. Con lo que la oposición entre “naturaleza” y
“cultura” o Physis y Nomos, es siempre ya “una forma cultural”. En conse-
cuencia, “el ‘regreso a la naturaleza’ se resolvía en una polémica en el seno
de la cultura y es por esto fundamentalmente que los sofistas hablaron
de ‘naturaleza’ sin regresar a las cosmologías anteriores” (Roig, Arturo,
“La primera propuesta de una filosofía para la liberación en Occidente:
el ‘regreso a la naturaleza’ en los sofistas, los cínicos y los epicúreos”, en
Ética del poder y moralidad de la protesta, p. 57).
Este movimiento filosófico de retorno a la casa de la naturaleza
comprendida como vitalidad originaria y moralidad primaria, es lo que
Roig pretende reconstruir también por su valor no ya histórico, sino teó-
rico. Pues ese territorio de naturaleza redimida envía a un plano de liber-
tad recobrado frente al imperio del Nomos. Su retorno moral a la Physis
depara la conquista de un nuevo nivel emergente de liberación.
En este sentido, explica Roig, al ser el Estado resultado de un
pacto o de un conjunto de convenciones, “requería algo más que una
vida de trabajo acompañada de la virtud, exigía algo que estaba en el
mismo mito heracleo: un regreso a las fuentes de toda eticidad, aquel ni-
vel primario del que surgen los grandes sistemas normativos de espíritu
universal, los que llevan consigo siempre el peligro de ahogar la vida”, y
es precisamente el nivel primario donde “pretende colocarse Antifonte,
más allá de meras reivindicaciones nostálgicas del estado de naturaleza”;

293
con lo que este “sofista, con mucha mayor claridad que otros, concluyó
negando el principio mismo de la desigualdad”, y “no sólo rechazó la dis-
tinción entre helenos y bárbaros, sino, de hecho, entre amos y esclavos”.
Así, “la confrontación que lleva a cabo Antifonte es entre dos niveles de
racionalidad, a uno de los cuales denomina ‘naturaleza’ (physis) y al otro
‘convenciones’ (nomina) es decir ‘leyes establecidas por los hombres’ fren-
te a lo que simplemente llamaríamos ‘vida’, niveles que según el mismo
sofista, se encuentran en guerra”.
Con lo que este “regreso a la naturaleza”, no implicaba un “salirse
de la ciudad”, sino que más “suponía una clara denuncia de las formas
cuya función es la de establecer ‘ataduras’ (desmá), precisamente la fun-
ción contraria a la lysis, desligamiento o desatamiento, que es el sentido
con el que de inmediato nos habla de las ‘libertades’ (eleutheriai) que
surgen de la naturaleza”. Pero este desplazamiento naturalista dado al
interior de una concepción ética que se correspondía con el mundo de
la ciudad-Estado clásica, se radicaliza con el célebre Diógenes de Sínope.
No había comenzado la decadencia de la Polis cuando ya los cínicos deja-
ron de mirarla como un momento progresivo de la humanidad, para per-
cibirla como una forma regresiva que se apartaba cada vez más de la areté,
de lo virtuoso asociado a la vida simple y despojada. Lo que no implicaba
la vieja contraposición “entre ciudad y campo, proponiendo un regreso
a formas de cultura campesina de las que había un notable ejemplo en la
literatura clásica con el célebre poema hesiódico, sino que se trataba de
una contradicción dada en el seno mismo de la ciudad desde la cual y a
pesar de la cual se venía a hablar de la necesidad de reintegrarse a la physis,
en contra del mundo artificial nómico” (Ibíd., p. 67).
Este “regreso a la naturaleza”, donde es restituida la Tierra como
Casa, no puede ser sospechado de “esencializar” sus suelos y entrepisos.
Mas es el propio Roig quien insiste con una clave antropológico-filosófica
que es difícil subestimar como aporte para una teoría renovada del “ám-
bito de destino”. La antítesis entre moralidad y eticidad que tiene como
trasfondo el problema de la originariedad de la Physis, implica que en los
cínicos “la areté, conforme con la cual se ha de vivir, es aquella fuerza que
nos permite descubrir algo que ha sido ocultado por los convencionalis-
mos y que sin embargo es lo que nos han dado los dioses: a saber, la vida
simple”, en rigor, un símbolo que expresa el “horizonte de una moralidad

294
primaria, espontánea e inmediatamente apegada a la vida misma, enfren-
tada a la legalidad sobre la que se construido la ciudad-Estado”. Por ello
Roig deduce que “la physis a la que se ha de regresar, en contra del nómos,
es en verdad un referente imaginario al que se le concede una especie de
poder de revelación y al que se cree poder llegar mediante una sucesiva y
dura tarea de quiebra de las mediaciones”. En fin: el regreso a la physis es
la alegoría de una praxis de liberación.
Si los cínicos estaban interesados en una “filosofía de la corpo-
reidad” conducida a un “nivel de moralidad primario”, dice Roig, es
porque representaban asimismo una posición social de clase en el mun-
do antiguo, vinculada a su condición de hijos de extranjeros y aun de
ex-esclavos. Ya que, ese sector miserable de mendigos, pobres y esclavos
en quienes se inspiraban los filósofos “perros”, vivía de hecho, cercano a
esa “naturaleza”, a la que pretendían regresar los cínicos. Y sobre todo era
el sector –que incluye a las mujeres- próximo a la physis, el que perma-
necía más “atado” a las convenciones nómicas. La relación con la mujer
y lo femenino y una nueva moral -fuerza ética que moviliza las ideas de
la filósofa Hiparquia- es aquí asimismo central, pues la “contraposición
entre ‘naturaleza’ y ‘razón’ o ‘espíritu’, o entre ‘cuerpo’ y ‘alma’, que serían
modos de expresar la oposición de physis y nómos, sobre las que se han
establecido las relaciones jerárquicas entre mujer y varón, no expresan
sino dos niveles de racionalidad en los que quedan dadas las funciones
impuestas para ambos géneros”. Pero no debe olvidarse que la “naturale-
za” es aquí un “referente imaginario”, y por ello, “el nivel de la moralidad,
como opuesto a la eticidad, es tan cultural uno como el otro” (Ibíd., p.
74).
La analogía entre griegos marginales y latinoamericanos oprimi-
dos salta a la vista. Pero hay algo más decisivo aun en este símil. Lo trágico y
su pathos. Roig concluye este decisivo ensayo –para nuestro enfoque- con
una consideración sobre la tragedia, cuestión igualmente determinante
para este nuevo nivel de comprensión de la temática del “regreso a la na-
turaleza”. Roig evoca Antígona, “la célebre tragedia de Sófocles, obra en la
que esos dos niveles de racionalidad, tal como nosotros los entendemos,
se nos presentan de un modo ciertamente patético”. Pues la “tragedia se
desarrolla toda entera teniendo como eje la contradicción entre las leyes
no escritas e inquebrantables de los dioses, de origen eterno y de las que

295
nadie sabe cuando aparecieron y las leyes de la ciudad”. Mientras que las
leyes de los dioses son “acordes con la vida del sentimiento, básicamente:
la piedad y el amor fraterno, encarnadas en la figura solemne y noble de
Antígona”, las leyes de la ciudad en cambio “son decretos del gobernante
y tienen un claro sentido político”. Antígona pues es el paradigma trágico
del conflicto –tan latinoamericano- entre Physis y Nomos, amor natural-
mente primario y ordenamiento de la Ley estatal-patriarcal. Conforme a
la “lectura tradicional de la que no escapó ni el mismo Hegel, tal como se
ve en la Fenomenología del Espíritu, la figura de Antígona expresa el modo
de ser femenino, más próximo a la ‘naturaleza’ y por eso mismo a los dio-
ses subterráneos, mientras que Creonte, pone de manifiesto lo nómico,
como papel exclusivo del varón”, con lo que nada “nuevo venía Sófocles a
decirnos con esta contradicción y su imaginario social no se salía de pau-
tas largamente establecidas”. Aquí opera pues la contraposición implícita
en la serie antropológica varón-nomos mujer-physis, trasladable –mutatis
mutandis- a la contrafigura Europa-conquistadora-eticidad-dominación,
versus América-oprimida-moralidad-resistencia. Mas, lo que es oprimi-
do, es su Tierra, y en ella sus hijos. Roig escribe entonces que “basta re-
cordar que lo ‘femenino’ en griego se decía thélos y que esta palabra tiene
la misma raíz de la expresión latina tellus” (Ibíd., p. 76).
¿Es inadecuado preguntarse aquí si el rebajamiento epistémico
de la tellus como minus femenino de la Tierra, no es precisamente una
heredada condición trágica de su ocultamiento nómico-patriarcal en la
Theoría occidental? ¿No carga con ese ocultamiento trágico la propia no-
ción de “ámbito de destino”?
Arturo Roig sostiene que desde el Siglo XV se planteó un con-
flicto de representaciones utópicas entre América y Europa, a tal grado
que ésta misma se autocomprendió como tal, recién cuando hubo de
ser descubierto el Nuevo Mundo. Sólo con dicha experiencia “conoció
su ‘lugar’ en el globo terráqueo”, desplegando una imaginación espacial
bajo el esquema de “un topos geográfico”. Para Hegel el continente ame-
ricano, dada su configuración de pura naturaleza, se abría a la mirada
eurocéntrica como un simple futuro, por ser un ente carente de pasado
–espiritual- propio. En consecuencia, “América para los europeos tuvo
tradicionalmente la magia de lo nuevo y, por eso mismo, la de un mundo
‘fuera de la historia’, o por lo menos en sus umbrales”, en tanto “Euro-

296
pa ha sido entendida como el ‘Viejo Mundo’, alejado de la ‘naturaleza’
precisamente por ser un exceso de historia” (Roig, Arturo Andrés, “Una
ya larga Historia: la confrontación Europa-América”, en Utopía y Praxis
Latinoamericana, Maracaibo, Nº 2, Año 2, Universidad del Zulia, Ene-
ro-Junio 1997, p. 49).
Se trataba pues también de resemantizar este “exceso de historia”
véteroeuropeo en la imaginación novomundana de un topos utópico nues-
troamericano. De nuestra América. De Nuestra Casa. De las moradas pe-
riféricas nacidas en los bordes de la expansión del agente histórico-mun-
dial del Centro. Que podrían metaforizarse como casas periféricas de la
modernidad occidental. Si la dimensión espacial y geográfico-territorial
es constitutiva de toda reflexión situada, no le es como mero locus sino
por su incidencia en la explicitación ontológica de sus fundamentos de
posibilidad del tellus. Para Enrique Dussel, la comprensión de la reali-
dad latinoamericana requiere trasponer un concepto “eurocéntrico” de
la Modernidad, fuera del cual el sentido de la existencia de los mundos
socioculturales del Sur continental, se torna ilegible. Ello representa una
responsabilización teórica, esto es, un “tomar a cargo” y conferir visibili-
dad y voz al rostro humano que ha permanecido oculto bajo los efectos
de la expansión imperial de las potencias hegemónicas europeas. Dussel
acude filosóficamente en auxilio del Otro, o de lo otro de la Modernidad.
Se trata de un pensar encarnado y preocupado por la alteridad, en nom-
bre de la cual interroga e interpela a la modernización unilateral impulsa-
da por el capitalismo y el republicanismo liberal europeos. Su ética es el
fruto teórico de esta responsabilidad primaria por la alteridad periférica a
la Modernidad. La fórmula que sostiene que lo Occidental es el resultado
de la síntesis histórica entre lo helenístico, lo romano y lo cristiano, res-
ponde a una ideología eurocéntrica procedente del romanticismo alemán.
Enrique Dussel se opone a la tesis de Jürgen Habermas acerca
de que los acontecimientos históricos claves para la implantación del
principio de la subjetividad moderna son la Reforma, la Ilustración y
la Revolución Francesa. Según esta idea, el “proyecto moderno”, inicia-
do con el Renacimiento, viene definido como una Emancipación, esto
es, como una “salida” de la inmadurez bárbara o feudal por un esfuerzo
crítico de la razón, que se abre a un nuevo desarrollo de la humanidad.
Semejante proceso se cumpliría en Europa a partir del siglo XVIII, y sería

297
Hegel quien le imprimiría su máxima conciencia filosófica. Dado que
este Proyecto de la Modernidad tiene como co-partícipes privilegiados a
las culturas italiana, inglesa, francesa y alemana, de acuerdo a un orden
cronológico, Dussel sostiene que se trata de una imagen eurocéntrica del
proceso. A esta imagen le contrapone una segunda visión de la “Moder-
nidad”, tomada en un sentido mundial, y no ya europeo, en tanto ho-
rizonte de su determinación fundamental. A este respecto, sostiene que
si “se entiende que la ‘modernidad’ de Europa será el despliegue de las
posibilidades que se abren desde su ‘centralidad’ en la Historia Mundial,
y la constitución de todas las otras culturas como su ‘periferia’, podrá
comprenderse el que, aunque toda cultura es etnocéntrica, el etnocentris-
mo europeo moderno es el único que puede pretender identificarse con
la universalidad-mundialidad” (Dussel, Enrique, “Europa, modernidad y
eurocentrismo”, en Lander, Edgardo, (comp.), La colonialidad del saber:
eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, CLACSO,
Buenos Aires, 2003, p. 48).
Esta perspectiva de una mundialidad reducida al patrón de uni-
versalidad europeo, que concibe a la Modernidad a partir de un Centro
racional ad intra fuerte, como “salida” de la Humanidad de un estado de
inmadurez regional, provinciana, no planetaria, sin embargo, por otra
parte, ad extra, realiza un proceso irracional que se oculta a sus propios
ojos, por cuanto su contenido secundario y negativo mítico, opera como
justificación de una praxis irracional de violencia conquistadora y hege-
mónica, acuñada en la casa central-exportadora-emisora de las fuentes
euro-occidentales de la Razón. Por ello, piensa Dussel, si se pretende la
superación de la “Modernidad”, será necesario negar la negación del mito
de la (euro)modernidad, abriéndose a la comprensión de la “otra-cara”,
negada y victimada bajo su Proyecto. Con ello el inocente oprimido en
los contextos de la realidad colonial y periférica, juzga a la “Modernidad”
como el proceso culpable de la violencia sacrificadora, conquistadora-
mente constitutiva. Del otro que porta el rostro que se alberga en la casa
periférica-importadora-receptora de aquellas fuentes (euro)universales.
Según Dussel, la realización de la Modernidad no se efectúa en un pasaje
de la potencia de la Modernidad a la actualidad de dicha Modernidad
europea. Más bien se verifica como el pasaje donde la Modernidad y su
Alteridad negada (las víctimas), se co-realizarán solidariamente, traspo-

298
niendo lo imposible para la unilateral Modernidad eurocéntrica. Su otra
cara habita el espacio-nuestro del Sur, de la otra modernidad hemisférica.
Y de su esperanza mesiánica de liberación, que tal vez también titila en
los rostros –en las miradas- de las muchedumbres anónimas, como esas
débiles lámparas nocturnas que laten en las casas de las periferias urbanas
sudamericanas.

Espacio rioplatense, antropofagia de futuridad y ensayo latinoamericano

Crucemos de momento a la otra orilla del Río de la Plata, per-


maneciendo un rato más en sus llanuras de sentido. El filósofo uruguayo
Arturo Ardao (1912-2003), ha hecho una tematización ontológica del
“espacio” del Sur, radicalizando lo que su compatriota Mario Sambari-
no llamaba la “designación antropogeográfica” de América Latina. En
sus ensayos agrupados bajo el título Espacio e inteligencia, Arturo Ardao
no intenta simplemente negar o subestimar “la temporalidad existencial
de la vida humana, con todo su pathos, enmarcada en la conciencia re-
troactiva del nacimiento y en la conciencia prospectiva de la muerte”,
sino que más bien procura, en consideración de la “fluyente historicidad
del hombre en su existencia social”, destacar que ésta “tiene por fondo
ontológico al espacio sustantivamente real, no identificado con la pura
extensión geométrica”, y ello porque para la experiencia existencial radi-
cal del nacimiento y la muerte, el “cuándo es explícita o implícitamente
dependiente del dónde” (Ardao, Arturo, “Relaciones entre el espacio y la
inteligencia” (1976), en Espacio e inteligencia, Montevideo, Biblioteca de
Marcha/Fundación de Cultura Universitaria, 1993, p. 31).
Con Bergson, Ardao sostiene que el espacio real, externo, del que
la extensión geométrica no es más que su simbolización, no sólo no es
ajeno a la vida sino que tiene en la vida “uno de sus más decisivos esca-
lones ascendentes”. Pues en cuanto “a la vida humana, su íntima tempo-
ralidad no podría –no debería- ser entendida sin el asiento ontológico
de su todavía más íntima espacialidad”. Si esta tesis se concentra en la
justificación del concepto bergsoniano de “espacio vivido”, Ardao conse-
299
cuentemente obtiene de ello la idea de que esa revelación “ha venido a ser
producto de un múltiple condicionamiento: del espacio indiferenciado
del mundo circunstante; del más próximo espacio intencional de la con-
ciencia, recortado en ese mismo mundo; del todavía más próximo espa-
cio vital del organismo en su medio biológico y social; en fin, del muy
circunscripto espacio orgánico constituido por el solo cuerpo propio”, a
pesar de que un pertinaz “prejuicio, sin embargo, ha impedido llevar a
todas sus consecuencias la radical espacialidad de la vida humana: el de
la supuesta inespacialidad de los fenómenos psíquicos, el de la arraigada
creencia en su exclusiva temporalidad”. Por ello Ardao estima que tras
el “temporalismo” de las filosofías de la vida y de la existencia, el último
tramo del siglo XX asiste a un movimiento o actitud del pensar filosófico
de tipo “espacialista”.
Desde la perspectiva de este giro espacialista –dado por Ardao
casi en soledad, no incompatible con el exterior reconocimiento acadé-
mico-, lo que de veras cuenta es la relación entre el locus y el hombre.
Esta consideración ya anuncia la aproximación de Ardao en términos de
una antropología filosófica. Al filósofo uruguayo le interesa el abandono
del primado hegemónico de la temporalidad sobre la espacialidad de la
existencia humana. En los enfoques clásicos de Bergson y Heidegger, se
daba “un jerárquico contraste, en definitiva ontológico, entre el tiempo
señorial y el espacio subalterno”. Ardao recupera la dimensión del espacio
subalterno en el pensamiento de Minkowsky, quien junto al tiempo cuali-
tativamente vivido reconoció la presencia de un “espacio vivido”. Llega a
vislumbrar un “desenlace espacialista del temporalismo”. Ardao pretende
reconducir la experiencia del espacio a la esfera de la psique, a fin de tras-
poner una razón formalista, esteticista, externalizadora y cuantificadora.
Antes de su objetivación cientística, físico-matemática, el espacio-tiempo
es una unidad real vivida. Y lo es en un plano más profundo que el del
cotidiano desdoblamiento pragmático del lugar y la fecha, cuyos estratos
hondos trasvasan la superficie abstracto-formal de la extensión geométri-
camente mensurable y del tiempo cronológicamente representable. Estas
abstracciones identificadoras, homogeneizantes y cuantificantes, simbo-
lizadoras y uniformizadoras, impiden dar cuenta de la cualidad multifor-
me de la unidad vivida de las dimensiones durables y extensas: espaciales.
Previamente a su objetivación científica físico-matemática, el

300
espacio-tiempo es una unidad real vivida, dice Ardao. Merced a este
planteamiento antropológico-filosófico -cuyo giro “espacialista” puede
sorprender por su radicalidad conceptual- Ardao se encamina a la deter-
minación de la propia condición espacial de la cultura. Las coordenadas
geográficas de longitud, latitud y altitud corresponden al tipo de la men-
talidad científica. Sin embargo, antes de su matematización formal, res-
ponden a las referencias primarias del espacio tridimensional propias de
la percepción cotidiana, ligada a la posición originaria del cuerpo huma-
no: delante y detrás, derecha e izquierda, arriba y abajo. Conforme a esta
génesis perceptiva de las categorías espaciales a partir del propio cuerpo
colocado, o mejor, instalado como “centro del círculo del horizonte”,
Ardao muestra que los puntos cardinales del Este, el Oeste, el Norte y
el Sur, operan desde la periferia de esa circunferencia al sitio ocupado
por el cuerpo. Los puntos cardinales son marcas equidistantes de la cor-
poralidad localizada, que, dividiendo idealmente el círculo espacial del
suelo, cumplen una función instrumental de orientación, al cuadricular
el “horizonte físico y los fenómenos cósmicos que concurren a dividirlo
geo-gráfica y geo-métricamente”. Más allá de esto, lo que interesa a Ar-
dao de esta determinación cósmica y formal de la orientación que parte
del propio cuerpo situado, es la dimensión que atañe específicamente al
punto cardinal del Sur para el signo extensional de lo americano. Que
la Europa conquistadora padeció como descubrimiento y ruptura. No-
vedad atroz. Se trata de una civilización “originaria, que tuvo acceso a la
visión de los polos celestes a través de una común conciencia cultural: la
única, tal vez, que pudo contemplar el polo celeste sur”. Se comprende
“la emoción de los descubridores renacentistas inmediatamente poste-
riores a la hazaña de Colón, que –todavía en vida de éste- tuvieron por
primer vez la revelación completa del cielo austral”. Se comprende, en
fin, “la clásica referencia a la Cruz del Sur anticipada por Dante” (Ardao,
Arturo, “Naturaleza y cultura en los puntos cardinales”, en Espacio e in-
teligencia, 1980, ed. cit., p. 64).
La fijación orientativa del punto Sur en el orbi, pudo tener su
primera intuición en la contemplación “de la referencia cardinal en cruz”,
sólo accesible desde nuestro hemisferio. O sea: la Cruz del Sur como
opuesta a la Estrella Polar. Por cierto, aquí pesa “la observación nocturna
del cielo estrellado”. Entra en escena “el punto cardinal sur”. Ardao relata

301
las condiciones en que se hace sensorialmente visible, a la contemplación
ecuatorial, el estrechamiento circular progresivo de la bóveda nocturna
poblada de constelaciones. Esta consideración astronómica apunta a des-
pejar –el verbo le conviene de lleno- la determinación de la relación axial
entre el cuerpo y el círculo concéntrico en que se dispone irradiadamente
el horizonte espacial. Este giro cósmico-geográfico se introduce al efecto
de mostrar que en el desplazamiento de Norte a Sur se modifica la per-
cepción cartográfica, a la vez que la perspectiva de apertura del sentido
del mundo histórico, preconstituido desde la posición locativa de los dos
hemisferios escindidos. El hemisferio Norte ha contado, en virtud de su
concreción histórico-mundial desde la primera expansión europea mo-
derna, con la prerreflexiva sobreposición entre perspectiva geográfica car-
dinal y proyección temporal de mundo, visión cartográfica y experiencia
histórica. Ardao consigna que “por haberse adelantado con largueza tal
hemisferio en la carrera de la civilización, y en su área el llamado mundo
occidental, su punto de vista, por un lado, su terminología, por otro, a
propósito de los puntos cardinales, se han universalizado en la medida en
que también se ha universalizado la occidentalidad” (Ibíd., p. 61).
La configuración nordatlántica de la disposición espacial de am-
bos polos, que son extremidades morfológicas y no sólo funcionales del
eje de rotación terrestre, se manifiesta en una acuñación léxica devenida
estructura semántica de la percepción históricamente constituida. Con-
forme a su etimología latina, esa estructuración de las direcciones del
horizonte distingue entre oriente, donde nace el sol; occidente, donde se
pone el sol; meridión, cuando el sol señala el mediodía que en el norte
mira al sur; y septentrión, que indica la constelación de la Osa Menor
como la más próxima al polo norte celeste. Así quedó ontologizada una
“prioridad regional”, y su respectiva “apariencia óptica”, en forma de
constitución geo-cósmica de las categorías de percepción y orientación
del mundo globalmente representado desde la Europa imperial. En tanto
miraban a la tierra y su gravitación cósmica desde el polo del septentrión,
a los hombres de la vieja Europa conquistadora les permanecía vedada
-“insospechada” dice Ardao-, en virtud de su tradicional visión aristotéli-
co-ptolemaica vigente hasta la primera mitad del siglo XVI, la morfolo-
gía espacial extendida bajo la Cruz del Sur. Su Ecumene de origen griego,
aún viva para la memoria durante la primera expansión marítima medi-

302
terránea -también acuñada en el léxico meteorológico de lo “boreal” y lo
“austral”-, fue ajena a la semicircunferencia que nacía más allá de su línea
equinoccial y, por lo tanto, a la real bipolaridad estructural planetaria.
Que la posición geográfico-céntrica de Europa haya sido determi-
nante en su pretensión de universalización de la occidentalidad espiritual,
hace de la propia condición hemisférica donde históricamente acontece,
un dato menos decisivo que el hecho de que esta facticidad espacial,
relativa a su posición geo-cósmica, permaneciera ocluida a su auto-con-
ciencia cultural como tal. En fin, yaciendo a manera de un presupuesto
infundado o un absoluto ciego, especie de magma negro y absorbente
al interior del proyecto occidental imperial de una conciencia moderna
que lo ha querido fundar todo desde su propia iluminación geo-céntrica.
Desde el “sol interior de la conciencia” hegeliana, cuyo brillo intenso
realiza en la Tierra el día plenamente resplandeciente del auto-desenvol-
vimiento del Espíritu. Ahora bien, que Hegel dictaminara que la historia
universal va de Oriente a Occidente, por cuanto corresponde a Europa el
término consumado de la historia, es tan significativo como que con ello
fundara una filosofía de la historia que no perderá su centro de referencia
europeo -euro-céntrico- ni siquiera con la idea crepuscular que le reimpri-
miera Spengler. Este eurocentrismo estaba fundado sobre condiciones de
posibilidad geo-históricas.
La crisis de la idea de la historia como “geo-historia” por la pro-
yección técnica del hombre al cosmos, desintegra la idea de unificación
de la humanidad, o del espíritu humano, o de la historia universal, o
del mundo, acuñada a partir de la circunnavegación de la modernidad
temprana. Lo que se rompe ahora es la representación de una unidad
planetaria surgida desde Europa. Ardao observa que no se trata, en todas
sus aplicaciones, de la idea abstracta e intemporal de unidad, sino de
unificación, en cuanto idea de un proceso, conducente a un resultado
que afecta, como “hecho patente en la época moderna”, a la imagen de la
humanidad enseñoreada de “la Tierra, en cuanto habitante de la misma
y creciente pobladora de su ámbito”. Y con ello, queda afectada “la idea
de la historia como geo-historia”, es decir, “la idea del radical condicio-
namiento de la Historia Uni-versal por la Tierra una”. Pero esta marcha
unificadora ascendente y total de la temporalidad mundial clausurada
por sus límites esféricos de habitabilidad natural, es la que entra en crisis

303
con la “era cósmica”. Ardao atribuye a este salto tecnológico en la con-
quista de las alturas estelares, un peso metafísico particular.
El salto impulsivo técnico que perfora la bóveda celestial y penetra
las profundidades astrales del firmamento, repercute como una verdadera
fractura de la idea humana de la Historia. Que haya entrado en crisis la
moderna filosofía de la historia, y por medio de ésta, su coronación final
en la filosofía hegeliana del Espíritu, viene a demostrar que el principio
de la autoconciencia de la universalidad se desprende ya de los confines
de la morada terrestre, y así, quiebra la premisa de un campo de realiza-
ción cerrado y finito cuya concentricidad está dada por Europa. El puesto
de América en la filosofía de la historia de Hegel -y en las consecuencias
histórico-filosóficas de la filosofía natural de Humboldt-, excluyen de sus
respectivos ciclos especulativos -y por distintas vías- su destinación en la
meta ulterior de la Humanidad. La crisis de la conciencia europea de la
última posguerra tampoco traspuso ese prejuicio, que por otra parte he-
mos hecho propio. Con todo, lo que se ha quebrantado de la “geo-histo-
ria” euro-céntrica es el supuesto antropológico y ontológico del “sentido
de devenir circunscripto a la Tierra de modo fatal” (Ardao, Arturo, “Cri-
sis de la idea de historia como geo-historia”, 1972, en op. cit., p. 106).
Arturo Ardao cree que hay un hilo de continuidad entre la actual
“era cósmica” y las intuiciones filosóficas del naturalista Alexander Von
Humboldt respecto a América. A saber, que su “descubrimiento” es para
la historia universal su “acontecimiento más significativo”. En el cosmos
humboldtiano, América ocupa una posición fundamental. La experien-
cia americana de Humboldt, según apunta Ardao, “lo ligó de una manera
definitiva, no sólo científica sino filosóficamente, al fenómeno america-
no”, en tanto, “constituyó para él una directa revelación o iluminación,
en su unidad profunda, de la total realidad natural e histórica, cósmica
y humana”. Humboldt inscribe el fenómeno americano como “aconteci-
miento culminante, en relación con su personal idea del progreso histó-
rico de la razón y el espíritu humano”, esto es, “como episodio cumbre
de la marcha del espíritu racional en el seno del devenir cósmico”. Claro
que no es necesario acompañar el entusiasmo neo-humboldtiano -por
momentos infundado- de Ardao ante el impacto desestabilizador de re-
ferencias que éste juzga que ha de comportar una nueva “astro-historia”
para la filosofía de la historia contemporánea.

304
Bástenos consignar que lo desvela las especulaciones –al cabo
barrocas- de Ardao en la maraña de su poética espacio-territorial, es la
remoción de fundamentos geo-históricos provocada por la “era cósmica”
a la conciencia moderna. Interesa señalar aquí sólo esa fractura en las
coordenadas óntico-ontológicas espaciales acuñadas a partir de la prime-
ra circunnavegación del globo y el descubrimiento de América. Puesto
que a su juicio, ello implica una “transformación ontológica de la rea-
lidad”, que trasmuta a tal punto su sistema de referencias en forma de
“radical peripecia del ser del devenir”, que “se abisma en interrogantes
insospechados”. Pues para Ardao, al cabo, la fluencia del espacio es el
tiempo. El espacio es “fluyente realidad”. Y es la “inteligencia”, antes que
la “razón”, la que está en condiciones de captarlo como concreción inte-
gral de la experiencia. Tal vez se pueda referir la distinción entre razón e
inteligencia de Ardao como una diferenciación hegeliana entre Razón y
entendimiento.
Ardao plantea un recorrido historiográfico-intelectual que no
desmiente esa filiación, aunque no apele a ella expresamente. Pero el vi-
talismo de Ardao escorza una condición “situada” de apertura del ser a
partir de una dimensión ontológica que posee radicales consecuencias
interpretativas, aún, para la filosofía latinoamericana del presente: la es-
pacialidad vivida. “Tenemos que salir de nosotros mismos para medir
el espacio, del mismo modo que tenemos que salir de nosotros mismos
para medir el tiempo”, pero este descentramiento no confunde por “esto
el espacio vivido, con el llamado espacio vital, en el sentido de ámbito
exterior de la praxis”, cayendo “en la ontologización del tiempo a costa
del espacio”. Más bien la “situación vital, psíquica, espiritual, histórica,
socio-cultural, ética, es para el individuo, en primer término situación en
el espacio, conforme a la raíz etimológica del vocablo situación, situs, si-
tio, lugar”, pues todo “contenido de conciencia se localiza espacialmente,
en el espacio inmanente al cuerpo y en el que trasciende a éste” (Ardao,
Arturo, “La antropología filosófica y la espacialidad de la psique”, 1963,
en op. cit., p. 51).
¿Acaso esta localización espacial no nos devuelve al campo ensa-
yístico rioplatense en su drama de escritura de la llanura? ¿Cómo se anu-
dan los perturbados términos “filosofía latinoamericana”, “ensayismo” y
“utopía”, una vez más en torno al nombre de Martínez Estrada como

305
un pensador del espacio rioplatense44? ¿Cómo conviven esas palabras al
interior de un mismo espacio, habitando las nominaciones de una lengua
que persevera, a través de sus mutaciones semióticas, en las hendiduras
de experiencia y las convocatorias imaginarias del “horizonte de espera”
americano, apurando la porfía o estirando la agonía de su propia “forma
de escritura”? ¿Cómo habrían de implicarse nuevamente los dominios de
la forma ensayo y del tiempo utópico, sin solaparse en sus gramáticas de
imaginación y posibilidades cronotópicas de anticipación anhelante?
Horacio Cerutti Guldberg supo advertir que el “ensayo es un
ejercicio de pensamiento que mezcla en dosis diversas la erudición y la
espontaneidad”, mientras que la “utopía, por su parte, es otro tipo de
ejercicio que rebasa los linderos de la filosofía política y penetra en lo
literario”. Entonces “cabría decir de lo que denominamos género utópico,
que nace, vive y se reproduce en esa tierra de nadie que yace entre am-
bos campos disciplinarios”. Mas ese “entre”, semejante tertium, debe ser
pensado como lo que une lo imaginable con lo posible. América misma
fue ese “entre”: experiencia híbrida al tiempo que antropófaga. Así, al
retomar la figura de Alfonso Reyes del “presagio de América”, de una
tierra soñada antes que descubierta/conocida/conquistada, Horacio Ce-
rutti Guldberg considera que “América fue vocada, fue dicha como en
una saga antes de ser experimentada”, pues “el presagio, el predecirla, fue
un modo de condicionar su experiencia” (Cerutti Guldberg, Horacio,
“Utopía y América Latina”, 1988, en Presagio y tópica del descubrimiento.
Ensayos de utopía IV, UNAM. México, 2007, pp. 27-28).
El ente humano, en tanto no vive sólo en la dimensión de la rea-
lidad, es “un antropófago del futuro y también –como lo viera Oswald de
Andrade- de productos culturales y de sujetos culturales otros, ajenos”.
“Vivir es vivir también en lo imaginario, en lo que todavía no es pero
debería ser”, piensa Horacio Cerutti Guldberg en la misma clave antro-
pofágica de temporalidad y cultura. Pero la “utopía tuvo, tiene, siempre
tendrá un topos”, donde a “partir de él se estriba y da múltiples saltos”,
porque cuando el “topos se agota cambia a un nuevo tópico y la historia
de la utopía sigue avante como una especie de sombra compensatoria que
acompaña a la historia, o sea, al devenir humano de estos seres que vamos
siendo”. Así, cuando “el anhelo europeo de un cambio restaurador ne-
cesitaba aterrizar”, la “zona elegida fue –a estar por las sospechas de don

306
Jesús Silva Herzog, confirmadas por Ezequiel Martínez Estrada a partir
de las Décadas del Nuevo Mundo de Pedro Mártir- ubicada en el Caribe”.
Pero si “la utopía como género podrá surgir en el Renacimiento europeo
a partir de la difusión y relecturas del acontecimiento americano”, este
“papel indudablemente valioso, de constituir el topos que haría factible la
realización de utopías ajenas, implicó también el sino trágico de ingresar
en la historia del género utópico”, como “objeto paciente de la actividad
europea”, o sea, como “el ámbito en que se intentarán experiencias de
concreción de las utopías”.
Con ello, “América fue reducida al objeto de un telurismo, esta
vez sí absolutamente geográfico”. Ante esta figura más que sospechosa,
Cerutti afronta la validez de un “futuro que advendrá, no como un sino
fatal, sino como resultado de gozosas decisiones”, pues “Nuestra Améri-
ca”, todavía “no es nuestra, pero anuncia ya una demanda capital: apro-
piarnos del pasado, presente y futuro”. Mas este proyecto requiere de una
mediación filosófica. De una filosofía trascendentalmente utópica. Ya que
“el ave de Minerva no puede ser el símbolo de la filosofía latinoamerica-
na”, pues su “misión no puede consistir en justificar post festum el devenir
histórico”, sino, al contrario, “debe consistir en un pensar auroral, que
denuncia lo nocturnal y anuncie como la matutina calandria el nuevo
día”. Esta alegoresis matinal, anunciadora, expresa que nuestra “filosofía
es la filosofía de los calibanes”, de “aquellos ex-siervos que aprendieron la
lengua de sus señores para maldecirlos”, y que “al decirlo mal, bien decir
y bien hacer un proyecto ético-político de liberación” (Ibíd., p. 43.).
En su decir una lengua de liberación, el ensayo de Martínez Es-
trada y el topos de la “Isla de Utopía” asumen para Horacio Cerutti el
estatus de un programa “calibanístico” de la cultura45. Ese simbolismo ca-
libanístico se imbrica en el propio proyecto de la Filosofía Liberación La-
tinoamericana, que ya en el joven Cerutti venía impregnado de un pathos
utópico. Tempranamente postula, junto a Roig, que nuestra “filosofía
política aprovechará los aportes de la prospectiva en tanto debe pensar sin
interpolaciones un cierto futuro y la categoría utópica en tanto categoría
hermenéutico-crítica”. Metaforiza esta tesis con la potente alegoresis ma-
tinal en un friso de imágenes redentoras. Si la filosofía de matriz hegelia-
na es filosofía crepuscular, pues llega “a las sobras del proceso histórico”,
un “pensamiento matinal o auroral como propone Roig se nos presenta

307
ligado a la instancia futuro de la temporalidad”. Es preciso “incorporar
a esta filosofía matinal, profética, que es auténtica filosofía de liberación
latinoamericana”, un “nivel ligado al éxtasis presente de la temporalidad”.
Se trata del “nivel de filosofía práctica o práxica, filosofía política, si se
nos permite seguir con la metáfora: filosofía cenital cuyo símbolo no será
ya el búho ni la calandria, sino el colibrí”. Del mismo modo que esta ave
americana rompe “con su pico la clausura de la flor”, el “filósofo político
debe romper la clausura del ente con la praxis misma donde adquiere
sentido y debe dejar oír su voz comprometida en el proceso histórico
presente”, abierto a una nueva “etapa antropológica” (Cerutti Guldberg,
Horacio, “Propuesta para una filosofía política latinoamericana”, en Re-
vista de Filosofía Latinoamericana, Provincia de Buenos Aires, Nº 1, T. 1,
Enero-Junio de 1975, p. 58).
La condición retórica “cenital” de las energías simbólicas utópi-
cas en su inmanencia revolucionaria, toma a su cargo un pasado irreden-
to que permanece vivo en sus promesas y expectativas46. Pues esa filosofía
metonimiza la potencia semántica liberadora de la propia palabra cali-
banística: “Nuestra América”, movida desde Martí por su pulsión imagi-
naria y aun onírica, capaz de configurar un horizonte de destino que, si
bien latente, no cesa de aguijonear su anhelo futurizante. Su conato de
esperanza47. A esa pulsión conativa utópica que sueña una futura Amé-
rica emancipada e integrada en sus alboradas de temporalidad, Cerutti
la ha llamado, también con un neologismo calibanístico, “nostredad”48.
Mas el decir liberador calibanístico lo lleva a Cerutti, a través de Roberto
Fernández Retamar, a revisitar la lengua ensayística de Martínez Estrada.
Ese trágico argentino. Que ni siquiera como heterodoxo de la Revolu-
ción Cubana, en la que avizoró un destino americano -pues juzgaba su
experiencia como una lección antiimperialista de moralidad patriótica
radical- pudo entrever el drama de violencia represiva desatado por las
reacciones estatales contrarrevolucionarias en todo el continente.
Es precisamente la tentativa de reflexionar sobre esta tensión en-
tre experiencia revolucionaria, tragedia política y esperanza utópica, la
que en el contexto epocal neoliberal habilita un espacio de recepción
desplazado respecto a sus lecturas canónicas procedentes del campo de
la izquierda. Se precisa una aproximación a la ensayística de Martínez
Estrada que tenga todo el tiempo ante la vista la centralidad que en el

308
último tramo de su vida tuvo en él su “experiencia cubana”. Horacio
Cerutti Guldberg dará cuenta de esa tensión utópico-trágica del pensa-
miento de Martínez Estrada en su relectura filosófica, dirigida a repensar
el modus cognoscendi de la forma ensayo. Cerutti pretende “subrayar que
el ensayo se produce, porque nuestra realidad es un permanente ensayo
social de nuevas alternativas”, y porque “la teoría es insuficiente para
satisfacer la premura de respuestas exigidas por las coyunturas y por el en-
frentamiento con una realidad a someterse a ciertos conceptos incapaces
de dar cuenta de ella” (Cerutti Guldberg, Horacio, “Ezequiel Martínez
Estrada. Reflexión política y tradiciones históricas”, en R. Fernández Re-
tamar, H. Cerutti Guldberg y otros, Ezequiel Martínez Estrada: la pampa
de Goliat, prólogo de Graciela Scheines, Buenos Aires, Centro Editor de
América Latina, 1994, pp. 69-70).
Horacio Cerutti comprende que la retórica ensayística de Martí-
nez Estrada se autocomprende como una ética curativa de la liberación.
En la tradición “ensayística han cuajado ciertas articulaciones metafó-
ricas de carácter evidentemente simbólico, las cuales marcan hasta hoy
el acceso latinoamericano a la propia realidad sociohistórica”. Pero el
“estudio de la ensayística se convierte así en un campo privilegiado”, a
su vez, “para ‘ensayar’ la articulación de estas dimensiones”. El “ensayo
ha conllevado una convocatoria voluntarista a la experiencia, sumada al
compromiso con la realización de un proyecto de sociedad”, por lo cual
“podría hablarse del ensayo como ‘género’ propiamente utópico”. Aquí
debe centrarse “la dimensión ética del discurso ensayístico”, que implica
su dialéctica de “denuncia”, “anuncio”, “compromiso”, “construcción”,
“experiencia alternativa”, “movilización”, “voluntarismo”, “mística”, en
tanto constituyen inflexiones normativas claves. Este cúmulo de moti-
vaciones cobró una fuerza simbólica inusitada ya en Radiografía de la
pampa, libro en el cual su autor “revela una intención curativa, catártica”,
y donde la “cura, que la obra completa propone, se realiza aceptando y
enfrentando la realidad profunda, concientizando problemas y situacio-
nes”.
Claro que su posición de intérprete profundo se hacía desde las
alturas de un topos aristocratizante. El moralista Martínez Estrada dispo-
ne su mirada puritana desde una altura sublime –según supo advertirlo
ya un joven David Viñas-, que espiritualiza lo que no deja de ser siempre,

309
sin embargo, un modo de intervención política, de implicancia en una
praxis real a la que se sigue mirando de arriba, “balconeándola”, dirían
los contornistas.
Así, desde “el horizonte de los aristoi, ciudadano de esa polis ex-
clusivista y esotérica, rebelde ante la mundanidad trivializante, el profeta
denuncia y revela”, pues su “mayéutica se ejerce como una ontofanía de
la cultura, que es, a un tiempo, instauración de la cultura en su ser”. Y,
sin embargo, este profeta libertario aristocrático, es el mismo que abra-
zó heréticamente, “excéntricamente”, al final de su vida, a la Revolu-
ción Cubana. Acto que, más que un vuelco, origina un viraje pleno de
su concepción del mundo, una reconversión total de su pensamiento:
una apoteosis, una transfiguración. Esa metamorfosis porta un nombre:
la Isla de Cuba. Esta “experiencia cubana” que, en rigor, “constituye la
culminación de su obra”. Pues semejante experiencia es prueba de “un
proceso muy profundo de torsión, de conversión en su obra”, por el cual
“se redescubría en su ser nuestro americano”, y donde el “elitismo del in-
telecto se deja seducir por la acción fecunda de las masas”. En este nuevo
contexto de apasionada adhesión revolucionaria, vivida como observador
participante, se da su “encuentro con la figura inmensa de José Martí”,
que “constituye el momento cimero de su trabajo como investigador acu-
cioso y honrado”.
Inserto en Cuba, Martínez Estrada sintió “que allí se jugaban las
cartas decisivas para el presente y futuro de nuestra América”. Sin “usar
el instrumental categorial del marxismo, produjo obras de fina compren-
sión de las situaciones en que se envolvió y además ayudó a dotar de un
sentido en alguna medida místico al proceso cubano”. Pues si en “sus
obras se advierte una dimensión sacra que se manifiesta en su permanen-
te acudir a un lenguaje bíblico pero secularizándolo”, es porque en su
escritura opera “un lenguaje de ‘profundidades’, que no olvida nunca la
dimensión ética del proceso histórico”. Desde esta clave de comprensión
del proceso cubano, la “fuerza de convicción aparecía para él como tan
o más importante que todas las fuerzas materiales”. “De ahí al volunta-
rismo hay un paso inmenso y eso trató de mostrarlo en su estudio sobre
Martí”. En Diferencias y semejanzas de los países en la América Latina no
se trataba de “una propuesta de geopolítica de los estudios latinoame-
ricanos”, sino más bien de “la aceptación de una toma de conciencia

310
del sentido de estos estudios y de las coordenadas espacio temporales de
su objeto”. Todo el texto “consiste en un esfuerzo de síntesis dadora de
sentido desde la conciencia de la posición de América en el mapamundi,
combinada con un ethos perceptor de las virtualidades de nuestra reali-
dad y exigente respecto de su deber ser”, que en tal manera reanuda “la
tradición de Alfonso Reyes, de Pedro Henríquez Ureña”. La tradición de
la Utopía y del ensayo.
Cuba es la Utopía ensayada como praxis de destino. Ezequiel
Martínez Estrada vio “a la isla como utopía realizada”, y allí se abocó “a
reconstruir la historia no ucrónica de los avatares historiográficos según
los cuales la isla y sus habitantes pasaron a constituirse en los persona-
jes del texto fundador del género utópico en el renacimiento europeo”,
con lo que “Martínez Estrada colabora en la construcción polisémicas de
Cuba como tierra de promisión, justicia, solidaridad”. Bajo esta singular
mirada, “Martí se constituye en una clave hermenéutica no sólo, lo cual
ya sería bastante, de la revolución cubana, sino de los esfuerzos por labrar
un porvenir a esta América, la cual todavía no es nuestra y por ello mis-
mo se alza como tarea pendiente”. Al cabo, el profético “Martínez Estra-
da ve a Martí como a un Moisés en medio del pueblo elegido y advierte
la sensibilidad con que el Apóstol tratará de seguir lo que el país quiere y
no de forzarlo a la acción violenta”. Con ello, la “dimensión social de la
lucha revolucionaria, su solidaridad constitutiva, su historicidad de larga
data, sus múltiples dimensiones, el lugar para el gozo ya la risa, el uso del
humor combativo, se le abren como experiencias nuevas”, con lo cual no
“está lejos de su quehacer la metanoia del hombre nuevo, que tanto había
ocupado las reflexiones del Che” (Ibíd., p. 108).
El espacio sureño presta su morfología literario-política al en-
sayo, pero también se despeja en un “filosofar sureador”, ha propuesto
Cerutti. Su insistencia en las “tradiciones nuestroamericanas”, pretende
dejar en “claro que su forma predominante de expresión ha sido (¿y es?)
el ensayo”. Aquí su convicción es que “cada vez más precisa y decisiva-
mente es advertir” que lo “utópico operante en la historia constituye el
impulso fontanal de una reflexión originaria en el espacio-tiempo liminar
de lo preteórico constituyéndose en teórico y constituyéndose perma-
nentemente”, de modo tal que esta “posición, que he querido ver de
frontera, reenvía también a lo originario y fontanal” (Cerrutti Guldberg,

311
Horacio, Configuraciones de un filosofar sureador, México, Ayuntamiento de
Oribaza, 2006, p. 22). Ahora bien, ¿no será el ensayo la frontera cenital
y abierta desde el cual poder divisar en el cielo una escritura fontanal,
cifrada en una semiosis de las alturas?

Naturaleza abierta, topografía del acontecer, Isla de Utopía y Apocalíptica


revolucionaria. Martínez Estrada de vuelta

Si decimos que la utopía intelectual latinoamericana escrita como


sistema literario-político y forma ético-gnoseológica, se encarna en los
“textos emergentes” que portan huellas de prefiguración temporal a guisa
de índices anticipatorios y latencias de futuridad, sus cifras laten también
en el folleto de Martínez Estrada sobre la Isla de Utopía. Arden. Sobre el
texto de un “arquetipo espacial insular” novomundista, utópico-barroca-
mente emergido desde una episteme filosófica y político-literaria del Sur49.
No estará demás insistir tampoco con que el “ámbito de destino”, lexema
que enuncia epistémicamente la localización geográfica de un modo de
conocimiento literario-político, metonimiza la condición de posibilidad
topológico-epistémica50 de la experiencia cultural americana hasta la mi-
nuciosidad de la descripción paisajística, condensada en la sinécdoque de
una narración biográfica: Hudson y Balzac. Ahora bien: para nosotros,
antes que de una “epistemología”, se trata siempre de un drama cultural
y político. Sólo entonces es que el ámbito es una condición de destino.
En Martínez Estrada, la conjunción Hudson-Balzac es la serie biográfi-
co-individual que analogiza el sustrato topológico de la insularidad cu-
bana –individuo colectivo- como experiencia histórico-comunitaria de
destinación.
En la vida de William Henry Hudson, el ámbito de la naturaleza
al descubierto configura su destino biográfico. Nos interesa recordar bre-
vemente el primer aspecto. En el parágrafo titulado “Hogar y pradera”,
del primer capítulo (“Vida”) de El mundo maravilloso de Guillermo Enri-
que Hudson, Ezequiel Martínez Estrada describe el paisaje de la casa natal
del escritor: “en torno la pradera ligeramente ondulada, y el bosque de
312
la casa, por llamarlo así, única vegetación hasta donde alcanza la vista”.
Anota que las “emociones que en esos lugares experimentó Hudson, en el
albor de sus emociones conscientes, son de tal carácter que se puede ase-
verar que campo y hogar formaban un solo territorio, un solo dominio”.
Martínez Estrada comprende de Hudson “su orfandad, en cuanto la na-
turaleza asumía la imagen de la madre, y el campo, el bosque, la laguna y
el cielo la de su hogar verdadero”, “hallándose fundidos sus sentimientos
de casa y de familia en el más grande, ilimitado ámbito de la naturale-
za”. Luego acredita la opinión de Cunninghame-Graham sobre Hudson,
acerca de que lo “que verdaderamente amaba era, sin duda, los espacios
abiertos y la sensación de libertad” (MMGH, pp. 50 y ss.)51.
Como mínimo en los parágrafos correspondientes al capítulo
quinto del Balzac (“La investigación de lo absoluto”), titulados sucesi-
vamente “Ambientes y ámbitos”, “Lugares”, “Residencia en la tierra”,
“Hábitat doméstico” y “Fisonomías”, Martínez Estrada sienta las bases
liminares de una ontología topológica que aquí no quisiéramos tomar a
menos. Son coordenadas de su filosofía del “ámbito de destino”, ya no
aplicada explícitamente al Facundo, sino precisamente a la novelística de
Balzac. En este escrito Martínez Estrada no sólo estetiza, sino que bio-
logiza, psicologiza, sociologiza y ontologiza al espacio ambiental hasta tal
grado, que logra trasponerlo en un horizonte existencial de comprensión
del ser. Allí está como en escorzo su metafísica del topos humano que, so-
bre el hilo conductor del “ámbito de destino”, puede rastrearse –acaso- en
el conjunto de toda su obra. Mientras, leemos que en “el concepto claro y
taxativo de Balzac, el ‘ambiente’ o ‘hábitat’ de las personas forma parte de
su vida; no se reduce a un mero lugar en el espacio, como puede serlo un
habitáculo eventual, sino una especie de enorme caparazón, una placen-
ta en que vive, se mueve y reacciona congruentemente con ese exterior
suyo” (RFB, p. 456).
No se trata pues de referir un “mero lugar en el espacio”, sino
de describir la presencia de una formación secrecional envolvente –que
junto a la superestructura cultural, involucra su base material-. Puesto
que Martínez Estrada viene a exhibir la existencia –antes, a través de
Sarmiento, ahora, por medio de Balzac- de un ámbito de destino. En tal
modo, si le interesa advertir que en “Beatrix dice Balzac que en Un prín-
cipe de la Bohemia, hay una ‘topografía moral de París’”, es porque quiere

313
mostrar que es “evidente que en una de sus obras localizada en esa ciudad
tal circunstancia es por demás evidente, teniendo cada barrio una fisono-
mía no sólo moral sino de ‘estilo o clase del acontecer’, hasta configurar
lo que Hans Freyer ha denominado ámbito de destino” (RFB, p. 460).
Las determinaciones fácticas de una topografía del acontecer mo-
ral dentro de un ámbito de destino resultan de aquí en más sinécdoques
de una mostración ontológica que, al cabo, no puede sustraerse de la tro-
pología a la que confía su fuerza expositivo-suasoria. Su topología exis-
tencial hace del locus dramático no un mero sitio enmarcador del obrar
humano, sino la signatura de la relación entre espacio vivido y mundo de
la experiencia. Entonces Martínez Estrada puede decir, por caso, que los
“estudios de Geopolítica (Braudel propone Geohistoria) han llegado a
establecer relaciones secretas y raras veces manifiestas entre los lugares y
los seres, entre la configuración geográfica del espacio y la configuración
biológica e histórica del tiempo”. De esta manera, la “ciudad es un ‘ám-
bito de destino’ y también lo son el país y la habitación” (RFB, p. 463).
Martínez Estrada vuelve en sucesivos planos biográficos sobre la
secuencia óntico-ontológica localización-hábitat-destino que decide el
estilo de existencia balzaciano. De su vivir topográficamente destinativo.
Pues no quiere dejar pasar que en “cada una de esas regiones o áreas del
acontecer biográfico, los hechos toman una configuración adecuada al
continente; en cada barrio la biografía de la ciudad se comporta como
el destino de la familia en cada uno de sus miembros”. “La biografía de
los personajes abarca inclusive los lugares en que actúan”, machaca Mar-
tínez Estrada. Porque “los objetos inanimados que entran en contacto y
conviven con los hombres tienen no solamente una fisonomía sino un
‘pathos’ y un destino”, del mismo modo, pues, como sucede en las obras
de Ibsen, “quien concibe también sus dramas dentro de un ámbito donde
los objetos más insignificantes se detallan como parte esencial del pathos
trágico” (RFB, p. 473).
El propio Balzac es leído con miedo por Martínez Estrada. Un
destino localizado que opera una simbiosis entre topos y pathos, casa del
ser y actitud existencial. Debemos comprender, así, que las “descripcio-
nes de las casas de Balzac causan miedo, conocido el género de relaciones
morfológicas entre ámbito y destino, pues precisamente habitó lugares
en perfecta armonía con su persona, su misión y su castigo”. Martínez

314
Estrada piensa que “los lugares en que se habita, las casas y los mue-
bles, tienen una configuración concordante con el personal destino”. Esa
correspondencia ananlógico-morfológica es a tal grado explicativa para
Martínez Estrada, que no duda en afirmar que “si queremos sentir en lo
hondo la hondura de las inclinaciones y de los destinos, debemos pro-
fundizar todas las raíces que se enclavan en la tierra, en el aire, en la raza,
en la genealogía, en los objetos que intercambian de sus propias formas
de un vivir rígido, inerte pero activo”. Este materialismo existencial del
destino, por decirlo así, revela patéticamente que el “carácter sería, tanto
una fatalidad genealógica cuanto una defensa orgánica contra las fuerzas
hostiles del mundo”, y donde “el individuo –Agamenón, Electra o cual-
quier otro- vale conforme a la relación en que es actuado por alguna de
esas potencias que entre el cielo y la tierra deciden la suerte del existir”
(RFB, p. 501).
Que la ficción filosofante de Balzac resulte pródiga aún para pur-
gar una alegoresis trágica de la vida, no es para Martínez Estrada sino otra
prueba con que acreditar el peso ontológico-existencial de esa signatura
metafórica -o bien de su “personaje conceptual”, como lo designaron
Deleuze y Guattari- que es el ámbito de destino. Aquí el contraste con el
mesianismo de El Nuevo Mundo, la Isla de Utopía y la Isla de Cuba sólo
puede estallar de rojo en las fauces del dragón dialéctico. O bien lo que
de veras sucede: augurar la consumación del milenarismo de la tensión
inminente –próxima, vaticinable, pronosticable- que no hace más que
hinchar místicamente una apocalíptica temporalmente acelerada de fu-
turidad –abismada, arrebatadora, pasional, alborozada, epifánica hasta lo
insoportable- en el pórtico de esperanza redentora de su sustrato espacial
invariante. De su ámbito de destino. De Sarmiento y la pampa a Cuba y
Nuestra América pasando por Martí. Su horizonte revolucionario de espe-
ranza no provenía de las reflexiones de un filósofo marxista, sino al cabo
de la prédica de un ensayista libre, que en el fondo era un “cristiano fuera
de la Iglesia”, y para peor, un escritor argentino. A la vista de un folleto de
apenas treinta y seis carillas, el anhelo anticipatorio no puede demorarse
en escalar catálogos y esculpir fundamentos. El catecismo laico de la ex-
periencia quiliástica del instante redentor se escribe en el fragor sudoroso
del tiempo-ahora revolucionario, pues porta la misión de un texto imagi-
nado para morrales de campaña.

315
El locus enunciativo de la retórica anticolonial que preside El
Nuevo Mundo, la Isla de Utopía y la Isla de Cuba52, tiende un arco que
va del topos soteriológico al u-topos mesiánico (Cuba neohistórica / Isla
Ideal)53, y sólo la flecha de anhelo sobre la cuerda tensada de la tempo-
ralidad redentora apunta al telos del acontecimiento revolucionario y la
misión libertadora del Che Guevara. Lo que hace Martínez Estrada en
ese texto emergente –sirviéndonos con mucha libertad del lenguaje roigia-
no- es desplegar el movimiento reflexivo que lleva de la “utopía en-sí” a
la “utopía para-sí”, yendo correlativamente de una topía ensoñada (Isla
Ideal) hacia una topía realizada: Cuba revolucionaria). Sinécdoque an-
ticipatoria de América Latina: el ámbito de destino. Cuba es la Arcadia
americana. Estos cortes a nivel de los tópoi mostrarían, en su dispositio, la
trasposición de la función simbólica de la alegoresis, que siendo despla-
zada de la dramatización trágica -válida para la pampa y el resto de “los
países de la América Latina”-, hacia un cuadro metafórico de utopización
del “ámbito de destino” telúrico-insular, se consuma escatológicamente
como apoteosis revolucionaria. Aquí el ámbito de destino se despliega en
una transdiscursividad que coloca al texto no sólo en la frontera compar-
tida entre ficción y verdad, sino precisamente en la apertura de esa zona
intermedia de atravesamientos fictivos y limes temporales que activan su
“función anticipadora de futuro”. La imagen futurizante “poética-paté-
tica” de la Cuba revolucionaria y antiimperialista, exalta los hitos indi-
ciales mesiánicos del imaginario utópico novomundista, proyectándolos
en clave de un campo abierto de expectativas movido por el conatus de lo
aún-no-cumplido-posible: un anarco-socialismo ético.
En un primer corte de lectura, vemos que Cuba, la “topía” insu-
lar, define las coordenadas de posibilidad fáctica de un espacio anticolo-
nial. Es una vanguardia geográfica. Martínez Estrada principia el texto
señalando el acontecimiento de ruptura y reconfiguración de la expe-
riencia que significó el “descubrimiento del Nuevo Orbe”, en la medida
en que el topos americano representó en la conciencia europea verdadero
“asombro lógico”, ofreciéndoles un “catálogo de fabulosas realidades”. Es
que se “trataba de la aparición inesperada e inexplicable de una región del
mundo desconocida e insospechada, que presentaba numerosos enigmas
y problemas”, pues “el Nuevo Mundo ofrecía una nueva realidad y una
nueva perspectiva en todos los órdenes de la acción y la especulación”

316
(ENMIU, pp. 3-4).
En cuanto predestinación continental de lo insularmente antici-
pado, Martínez Estrada se pregunta si “hay en América una propensión
telúrica a la socialización, sea por sus antecedentes aborígenes, como el
calpulli y el ayllu, sea por el contraste con la civilización cristiana feudal
en su decrepitud, sea porque este es territorio apto para una experiencia
nueva de los posibles modos de vivir” (ENMIU, p. 27). “Utopía no es una
isla imaginaria y está en las Antillas”, pero el “peligro de los utópicos está
fuera de su país, en los que los rodean y que constituye una permanente
amenaza que los obliga a organizar ejércitos de defensa y a distraer sus
actividades útiles en otras perjudiciales y hasta indignas”. Ahora bien: es
“de advertir que el pueblo inculto, feroz, inmensamente rico que recluta
a soldados mercenarios está a quinientas millas de Utopía, distancia que
sobrepasa el radio del archipiélago del Caribe: está en la Tierra Firme”
(ENMIU, p. 31). Para “los que tenían interés en conquistar ese mundo,
extrayendo de él todo el provecho posible, mediante la rendición pacífica
o mediante la ocupación violenta, esas gentes debían ser sometidas a es-
clavitud o exterminadas en caso de resistencia” (ENMIU, p. 5).
En su dispositivo retórico de analogías, Martínez Estrada denun-
cia que si “Moro es a Martí lo que Utopía a Cuba”, lo mismo es “Inglaterra
a los Estados Unidos y España al Departamento de Estado norteamerica-
no”. Se trata de un régimen de historicidad atestado de sobreimpresiones
homologantes, como capas de mica. “Caminando los siglos, la situación
homotaxial viene a ser correlativa y simétrica: para Moro la civilización
cristiana feudal inglesa presentaba fallas fundamentales en cotejo con la
pacífica y geórgica Isla occidental”. La denuncia al despotismo se analo-
giza con la crítica antiimperialista, inunando sus espejos temporales de
una única imputación universal. Entonces hay que ver que los “Estados
Unidos asumieron el papel de las metrópolis, la inglesa, la española y la
portuguesa juntamente, en la historia del dominio por la explotación y el
embrutecimiento y la intimidación en América” (ENMIU, p. 33).
Lo que Ernst Bloch planteara como “símbolo-alegoría” antici-
patorio-escatológico late precisamente en el dispositivo figurativo que
articula las representaciones novomundistas de la Isla de Utopía, en una
nueva unidad futurológico-topológica de la secularización salvífica geo-
gráficamente localizada en un “ámbito” de la tierra, ya como entorno

317
de la naturaleza sustentadora y abarcante54. Martínez Estrada considera
que obras “como la Utopía, de Tomás Moro, nacen de una conciencia
clara del trastorno que en el mundo viejo de prejuicios e ideas limitadas,
escolásticas y coercitivas, significaba esa apertura del horizonte mental
y terrestre”. Esta doble apertura de horizonte, que hoy muchos llaman
“geoepistemológica”, es lo que atestigua que fueron “los hombres de pen-
samiento y de imaginación los que hicieron del nuevo continente una
nueva historia, una nueva geografía y una nueva humanidad” (ENMIU,
p. 4). Por cierto que Cuba es en-sí uno de los brájei-lógoi de la metafórica
utópica del texto, e “Isla de Utopía”, su palabra-símbolo, como proponía
Arturo Roig. Si en la imaginación renacentista “Utopía es Cuba”, por
cierto, no “toda la isla de Utopía, y menos las islas adyacentes, disfruta
de los bienes del régimen socialista comunitario”, pues “Utopía tampoco
abarca toda la isla sino más bien la comarca propincua a la ciudad; es una
polis, una ciudad-Estado como Atenas” (ENMIU, p. 24).
Pero lo crucial en esta hermenéutica alegórico-anticipatoria y su
topos retórico futurizante, parte de una crítica de Martínez Estrada, en
tanto, se lamenta de que ni “Gilson ni otros comentaristas de su estilo
académico consideran a Utopía dentro de las obras de reflexión y de in-
tención anticipatoria o prognóstica”. De modo que le resulta “muy cu-
rioso que la Revolución Cubana de 1953-1958 dé a Utopía base para una
nueva correlación entre la utopía socialista de los precursores románticos
y la realidad marxista-leninista, frente a la cual el gobierno y las clases
gobernantes de los Estados Unidos se encuentran en una perplejidad se-
mejante a la de un land-lord que leyera la Utopía en 1516”, ya que, es
“esta actual realidad lo que da nueva e insospechada validez a la obra de
Moro, bajo el complejísimo enigma de qué relación de carácter sideral,
por decirlo así, hay en la historia cuando, sin acudir a la técnica miste-
riosa de la profecía, se anticipa en siglos un acontecimiento que una vez
consumado, pero no antes, se percibe que está en la línea natural de la
evolución natural” (ENMIU, p. 26).
Hay que descifrar pues en la revolución cubana no sólo su mag-
ma moral, sino su “carácter sideral”. Ese símil astral remite al problema
del Tiempo. Como reencarnación. La “Cuba colonizada”, explica Martí-
nez Estrada, “sigue un proceso histórico de círculo acumulativo, no pro-
gresivo”. Por lo mismo, antes precisa que para “pasar de Utopía a la Cuba

318
socialista es conveniente, y casi indispensable, detenernos en el eslabón
de enlace, en el rodaje transmisor de dos sistemas de movimiento inverso,
representado por el Apóstol de la Libertad de América, José Martí”, de-
bido a que “la Cuba de Pedro Mártir pasa a ser la de Moro por el mismo
proceso que del dominio de España pasa a la usurpación de los Estados
Unidos, y de ésta a la libertad de la Sierra Maestra”. Entonces 1959 es
la consumación utópico-mesiánica de un régimen de temporalidad que
sigue un principio –escatológico- de “causación circular acumulativa”.
Por ello Martínez Estrada puede decir que para “esta fecha, el cuadro de
Utopía mantiene algunas líneas largas de historia en vigor, y otras cortas
han desaparecido o perdido su trazo acentuado de entonces”. Así, la “isla
de Cuba de Moro es la de José Martí, quien concibe, en el último cuarto
del siglo XIX una sociedad de libertad y justicia, trabajo y honradez muy
semejante”, pues para “Martí también es Cuba una posibilidad más que
una realidad actual; él coloca en Cuba lo bueno y excelente que concerta-
ba con su ideal-tipo de humanidad y sociedad” (ENMIU, p. 32).
Cuba representa, en su reencarnación analógica circular, asimis-
mo la transfiguración utópico-redentora del “destino manifiesto”. Pues
Cuba es el corpus transmigrado en los éxtasis temporales cíclicos de un
único ámbito de destino. Es tópica y presagio, en efecto. Si los Estados
Unidos han “desarrollado su ‘destino manifiesto’ como a su vez lo ha de-
sarrollado Cuba”, es porque “eso es lo que vio Moro, lo profético e inspi-
rado”. “Cuba –como si fuera España- se ha elevado, y los Estados Unidos
–como si fuera Inglaterra- han descendido; esto es lo que Martí señaló
en 1891 como el surgimiento de una Cuba ideal, de la que presentía
cómo habría de ser más que como era, y el hundimiento en la codicia, la
ambición y la soberbia de la verdadera empresa colonizadora del Coloso
Hiperbóreo”, diagnostica y a la vez acusa Martínez Estrada. Mientras, en
“Cuba se dan, ajustadas a las condiciones de la realidad, las virtudes que
Moro presagió, y en los Estados Unidos los vicios y perversidades que
contenía ya Inglaterra y que parece haberle transmitido como la herencia
de los Atridas”. Es que se trata del ámbito de destino utópico de Cuba.
Pues el “destino manifiesto” no es sino una condición ontológica de todo
ámbito geográfico. “El ‘destino manifiesto’ es una verdad para todos, y esa
línea histórica del destino es lo que Moro percató”, asevera Martínez Es-
trada. Y “más todavía se presenta otra variante al tema central de Utopía,

319
y es el valor relativo de civilización y barbarie, que Moro ha discernido en
la geografía y en la historia” (ENMIU, p. 33).
Pero el momento escatológico-mesiánico, eje conductor del pa-
thos figuracional del texto, recién condensa y exalta los momentos tópico
y utópico en un mismo espacio de potencia cuando la metonimia teo-
lógico-política insular solapa, en los humanistas libertarios europeos, el
ulterior destino de los patriotas antiimperialistas cubanos. Puesto que, en
tanto, “Erasmo atacaba los males seculares de la Iglesia, no el dogma ni
la institución, y era amigo de papas y de reyes, como lo era Moro en la
esfera más peligrosa de la política”, la “condena a muerte de Moro pudo
tener en los capítulos de cargo su repudio al Estado político inglés, que
era como el Estado pontificio antes de que Enrique VIII fundiera en una
potestad armónica las dos potestades antagónicas”. Martínez Estrada, en
consecuencia, considera a “Moro el primer mártir de las ideas políticas
liberales extremas, la primera víctima de exponer del despotismo eclesiás-
tico, y un sistema de libertad”, y por ello, “el sacrificio es del mismo tipo
del de Giordano Bruno y Servet, autor de Christianismi Restitua”. Víc-
timas que se “persiguió como ahora se persigue en los Estados Unidos a
los que presentan un peligro para la seguridad del sistema de explotación
y saqueo, la cacería de brujas y la marca a fuego de los hombres libres”
(ENMIU, p. 6).
El vitalista milenarista Martínez Estrada se pregunta, a propósi-
to de las figuraciones imaginarias de anticipación insular, si las utopías
quiliásticas y anarquistas de fines del XVIII y principios del siglo XIX,
que, efectivamente, “esbozaron proyectos de construcción de una nueva
nación o ciudad celestial en la tierra”, no son sino “el sueño de los deshe-
redados”, o el “ansia inexpresada de bienestar frustrado”, pero “elevado a
categoría de profecía y anhelo de Pacto con la Divinidad por los judíos
y otros pueblos parias”, y luego transferido –secularizado- al “Contrato
Social y ahora al proletariado”. Si es que no se trata arquetípicamente
de “un contenido latente, como el de los sueños premonitorios, que la
humanidad, como organismo multánime y unánime, sueña a lo largo de
los siglos”. Si ello es así (latencia ensoñada), es preciso comprender que la
Utopía de Moro, en su carácter de anticipación utópica y prefiguración
destinativa de la Isla de Cuba, “contiene, efectivamente, sea en forma
mesiánica y profética o lógica y deductiva, una prognosis del desarrollo

320
natural del proceso histórico americano” (ENMIU, p. 28).
La alegoresis simbólico-anticipatoria que Bloch estudió en los
movimientos milenaristas y en las sectas mesiánicas, Martínez Estrada la
vuelve una semántica política de la prefiguración salvífica profana de li-
beración novomundista. Ello exige una hermenéutica utópica de Utopía,
saturando los pliegues de su autorreferencialidad profético-apocalíptica.
“Examinar la obra como pieza autónoma de dentro de la literatura polí-
tica, sin tomar en cuenta el trabajo acumulativo de los pueblos en busca
de su liberación”, sería “un error”, establece Martínez Estrada, pues de lo
que se trata es de notar –y mostrar, y proclamar, y predicar- que “Utopía
contiene, en su mesianismo laico, buena porción de visión anticipada,
visión del futuro que nadie le puede negar”, del mismo modo que Que-
vedo “advirtió en la Utopía un contenido presiente de lo que habría de
suceder más tarde, sin que le haya dado el carácter de profético”. No
es Utopía una visión salvíficamente profética, sino profanamente futu-
rizadora: redención secularizada. Por ello Martínez Estrada insiste que
no “es, en efecto, una profecía, la de Moro, sino una visión anticipada,
una ‘revelación’ o Apocalipsis, como en los sueños premonitorios o de la
intuición subliminal de las leyes biológicas de la historia”. La de Moro
no es una prognosis –un cálculo-, cuanto una Revelación –profética-.
“Profecía únicamente porque presenta como en vigor un régimen social
del que se ha desterrado gran parte de las pestes acumuladas por los siglos
en los sistemas predatorios y criminales de gobernar, mandar y obligar”,
precisa, por si el resplandor teológico obnubilara demasiado. Su Utopía
es “un vaticinio que se ha cumplido y, cualquiera sea el porvenir que es-
pera al socialismo, ese hecho histórico está en la línea de la evolución de
América, y ha sido proclamado abiertamente por la Constitución Política
de México y por la obra revolucionaria de Cuba” (ENMIU, p. 29).
Utopía es América. Cuba revolucionaria su premonición consu-
mada. La Isla Ideal es la metonimia de un “ámbito de destino” conti-
nental-hemisférico. Ese “destino” tiene la forma mesiánica de la anhelada
comunidad comunista latinoamericana. El resto son angosturas, estrechos,
cornisas y desfiladeros. En cuanto a su contenido anticipatorio, el “co-
munismo de Moro es comunitarismo del tipo ensayado por algunas sec-
tas cristianas originariamente, como las fundadas por los apóstoles y los
cismáticos y también por comunidades religiosas de otros credos”. Pero

321
nada “tiene que ver, por supuesto, con el Comunismo del Manifiesto de
1848, no con la ideología más depurada de Paine, Godwin y Proudhon”,
y “menos con la práctica del comunismo de Estado por la Unión Soviéti-
ca de Stalin”, pero sí –escatológicamente-, “contiene el ethos de todas las
concepciones humanitarias religiosas y laicas que se remontan a Isaías y
a Sócrates, y que constituyen la fuerza vital, la vis vitalis, que ha puesto
en marcha al movimiento de liberación de los pueblos y los individuos
sin catecismo de obediencia y sin filosofía de la riqueza”. Analógicamen-
te, aunque “el Vaticano haya declarado guerra santa al Comunismo, la
verdad es que en esa declaración está implícita la guerra que libra, des-
de hace mil quinientos años, en su propio seno, contra el cristianismo
apostólico y evangélico” (ENMIU, p. 35). Esa analogía profética es a la
vez una prognosis escatológico-mesiánica y un régimen secularizado de
temporalidad redentora, en la medida en que el “tema” del texto de Mar-
tínez Estrada es, al cabo, la “clarividente visión de la historia” de Moro,
cuya Utopía “es mucho más que un relato imaginario”: pues “la Utopía
de Moro es la Cuba de Pedro Mártir y la del Movimiento 26 de Julio”
(ENMIU, p. 36).
Cuba es el Mesías. La Isla de Utopía es el anuncio cosmográfico
del sino temporal que orienta sideralmente a la redención americana.
En los márgenes de la consumación escatológica del tiempo mundial
euro-occidental, hay un extremo insular que porta la cifra de la esperanza
redentora. Martínez Estrada está persuadido de que Cuba, reencarnación
del primitivo comunismo cristiano, es el punto de intersección geográfi-
co entre liberación etico-política e historia pública de salvación. En ella
se reúnen los hilos del futuro en forma de augurio y arribo. Cuba es, en
forma de Isla, el primer acto universal de la historia latinoamericana,
cuyo continente aún permanece en la pre-historia. Allí en la Isla de Cuba
se dan cita, para preparar la secular epifanía de la liberación de los pue-
blos, la Profecía y la Revolución. Esa unión laica sacramental que el viejo
libertario escatológico Martínez Estrada, anarquista espiritual acusado
de ahistórico impenitente, creyó ver finiquitada en la “experiencia cuba-
na”. Portadora de un sino cósmico-topográfico de redención universal,
Cuba es la realización práctica del idealismo humanista occidental en la
novo-geografía de América, y su anuncio mundial radiado como una au-
reola. Es la utopía regulativa-ideal que devino topos racional y real. Es la

322
topía anticipatoria de una “naturaleza mesiánica”55. Es el Destino. Y en-
tretanto, el ámbito de destino latinoamericano, de sus pampas espectrales
a sus Islas de Utopía. Una escatología geográfica de liberación anticolonial,
entre Cuba y Malvinas. Espacios, palabras, alegorías, signos, posibilida-
des.

Un destino “escrito en el cielo”: la Constelación de la Redención Latinoame-


ricana. Para una relectura de Estrada y Astrada

En El mito gaucho, Carlos Astrada, ya conjurada su escritura de


toda retórica sacramental, apeló al “signo austral” de la Cruz del Sur para
postular afirmativamente una alegoresis laica de la emancipación política
latinoamericana en tanto “ámbito de posibilidades”. Martínez Estrada, en
su alegoresis teológico-política mesiánica, profirió un lenguaje religioso
inverso cuando habló de “ámbito de destino”. Su prédica apocalíptica es
una forma subvertida y enrollada de la oración y del sermón. Radiografía
de la pampa y Muerte y transfiguración de Martín Fierro son textos cons-
truidos con los grandes lenguajes invertidos de la profecía y la resurrec-
ción. Sus exhortaciones son figuras teológico-políticamente traspuestas
de la plegaria bíblica y la misión pastoral. Cuando su retórica sacramental
quiso asumir un signo positivo, dio con la Revolución Cubana. Entonces
su alegoresis superpuso topía y utopía en una sola nación sagrada. Pero
en ambos ontólogos de la pampa, Astrada y Estrada, su horizonte rebasó
lejanamente la llanura nativa, para asumir una proyección latinoamerica-
na. ¿Cómo podríamos cruzar figurativamente –analógicamente, barroca-
mente- ambas formas de alegoresis utópico-latinoamericanista, a fin de
repotenciar su poética de ideas para la actualidad, re-comenzando por las
huellas sígnicas de su fuerza simbólica de liberación?
Tentaciones de los demonios de la llanura, al fin y al cabo. Tan a
la mano tenemos por aquí esta embrujada energía retórica de liberación,
que asumir la “palabra-símbolo”: Cruz del Sur, se diría también uno de
los pecados intelectuales argentinos. Tampoco quizá nos redimiría justi-
ficarnos en nombre de algunos de los tópicos retóricos regulativos de una
323
filosofía liberatoria que regresa a la “casa (oikía) de la naturaleza” en tanto
ámbito de destino, sin denegar su condición práctica de ancilla emancipa-
tionis. Pero si se nos acepta esta intentio, refigurar al espacio geográfico en
su contexto lingüístico-político y semántico-histórico, no como determi-
nación fatídica del ser innominado, sino como signatura de un ideal re-
gulativo de liberación hemisférico-continental, podría al menos servirnos
de excusa. De pre-texto del texto de la liberación. Escrita siquiera como
mera signatura de una oikéiosis americana de destino redentor, leído en
la cifra analógica de la anticipación normativa contrafáctica que se mi-
metiza con su dirección constelada sureña. Aún se trataría de descifrar la
tensión barroca austral de una dialéctica mesiánica de liberación “escrita
en el cielo”.
Franz Rosenweig repotenció escatológicamente la figura de la Es-
trella de David con una fuerza semántica alegorista suplementaria a la
de su milenaria sedimentación mesiánica. Pero si su escrito ético-teoló-
gico pasó como un meteoro, su resplandor no puede dejar de alumbrar
cualquier simbolismo redentor que no quiera desaprovechar su potencia
figurativa, siquiera torciéndola algo para este lado –sureño-. Es que tal
vez Rosenweig, como mínimo, nos deja ver a “los dos lados de las puer-
tas” de toda tematización posible de una dialéctica de las figuraciones
astrales mesiánicamente inspiradas56. Pero a diferencia de lo que postula
el teólogo judío Franz Rosenweig, nuestra apelación a la figura astral no
podría ser un perfecto triángulo equilátero, sino más bien un triángulo
asimétrico, imperfecto e inclinado, torcido, incongruente, irregular, de
proclividad incontenible.
Un triángulo en clinamen analógicamente proyectado respecto
de la posición cosmográfica del continente americano –y del país argenti-
no en el ámbito subcontinental- localizados en el hemisferio Sur, tenien-
do por extremos dos formaciones insulares que le prestan su desvío de
eje: Cuba y Malvinas. Así, la figura escatológico-secular de la Constelación
de la Cruz del Sur puede dibujarse como un símil icónico-analógico de la
estructura morfológico-geográfica de Sudamérica. Este ícono analógico
de las configuraciones triangulares de la Cruz del Sur, padece una ten-
sión oblicua, un trastorno de las proporciones por desviación inclinante
y torcedura de líneas. Sufre esta propensión en clinamen porque es una
constelación barrocamente orientada al sino austral. Si con Benjamin, apli-

324
camos a la signatura de la Cruz del Sur el principio analógico de las se-
mejanzas cifradas -que nos remite, en la hermenéutica de los astros, a los
fundamentos de una semiótica originaria de la lectura-, la Cruz del Sur
correspondería a su metonimización espacial geo-simbólica57. Por cierto,
esta semiosis astral del desciframiento utópico procede de los fundamen-
tos estético-antropológicos de la “fuerza liberadora de la figuración sim-
bólica”58.
En su premanifestación simbólica de liberación, la alegoría astral
sureña podría seguir hablándonos utópicamente en la forma figurativa
del arquetipo cifrado-latente, y de la imagen posible-indicial de un ám-
bito de destino. Una teoría de las signaturas analógicas, tal como nos la
aporta Ernst Bloch59 -pero también Giorgio Agamben60 apelando aún
más a Paracelso a través de Foucault-, puede tornar nuestra alegoresis
analógica aún más plausible en términos de una semiótica materialis-
tamente motivada. Cifra de la signatura cronotópica de un destino que
permanece –dicho pues alegóricamente- escrito en el cielo estrellado, y que
yace latente en el horizonte de la tierra. La Constelación del Sur como la
signatura alegórica de un Destino redentor asumido en condición de ideal
regulativo hipotético.
Si se acepta esta conjetura, la Constelación de la Cruz del Sur
puede interpretarse humanísticamente y semántico-materialmente como
“mensaje cifrado” de un grado latente de posibilidad temporal. Un escor-
zo icónico de anticipación “escrito en el cielo”. Una antropofagia de futuro
astralmente cifrada. Una hermenéutica material de los signos -ya recla-
mada por Benjamin y Bloch- debería habilitar esta forma de alegoresis
utópica como desciframiento de su latencia futurológica. Como figura-
ción arquetípica, pues, la Cruz del Sur –silente presencia celestial, hondo
esplendor nocturno- podría asimilarse analógicamente a la triangulari-
dad subcontinental, en correspondencia con una latencia utópica de la
naturaleza geográficamente asemejada a la “figura final” de una constela-
ción estelar. La Cruz del Sur, en tanto significación cifrada icónico-real,
puede ser vista/leída/interpretada desde una alegoresis crítico-adecuada a
las significaciones de las “imágenes supremas” –aura del paisaje reconci-
liado, humanidad liberada y justa, fiesta popular eterna- de una salvación
secularizada geo-temporalmente anticipatoria de América.
Por ello querríamos plantear que la noción de “ámbito de desti-

325
no” no es propiamente un concepto, cuanto una signatura. También de
una idea regulativa hipotética geográfico-histórica. De aquí que la signa-
tura “ámbito de destino” pueda ser interpretada antes por la vía corta de
una hermenéutica de las cifras alegóricas, que por la vía larga de una con-
certación dialógica con las ciencias sociales, a pesar de que su origen pro-
cede de la sociología conservadora alemana del periodo de entreguerras, y
de que este rodeo por la teoría de la sociedad es ciertamente promisorio.
En cualquier caso, la idea del “ámbito de destino” como signatura de
una geoepistemología localizada en el Sur –no en tanto “hipótesis” ni
“categoría” suya, sino más bien como dispositivo semiótico de indicios
y tablero de posiciones representacionales, fulgor metafórico absoluto y
chispa saltada de un plano de inmanencia- es una intuición ontológica
de Martínez Estrada difícil de desdeñar para cualquier pretensión “geo-
filosófica” renovada que pretenda hacer pie, precisamente, en su propio
espacio.
La constelación de la Cruz del Sur como figura alegórica de una
signatura analógica utópico-objetiva, es también es una “figura-tensión”,
dicho holgadamente con Bloch. Pues la constelación de la Cruz del Sur
y sus símiles geográficos analógicamente equiparables, es asequible como
vía corta hermenéutica para hacernos con la imagen alegórica de un ar-
quetipo objetivo-utópico escatológico secular que padece la tensión obli-
cua de su fuerza simbólica prefigurativa. Son estrellas en clinamen en
tanto su figura compone una cruz “barroca”. Ello presenta una concor-
dancia de las signaturas geográficas y las signaturas astrales. Es la torsión
alegórica que nos remonta al “vínculo esencial entre la cuestión astronó-
mica y la cuestión política y social”61.
La Constelación de la Redención Latinoamericana es para noso-
tros la “signatura suprema” de la alegoresis utópico-liberatoria. La Cruz
del Sur puede alegorizar analógicamente la “signatura suprema” de lo
que Ernst Bloch llamaba “una ontología del ser del ente-que-todavía-no-
es” en nuestra espacialidad histórica, y cuyo horizonte regulativo, Arturo
Roig cifró directamente en la “ontología de lo posible” y su “discurso de
futuro”, pues –como sostuvo en su exégesis platónica- esperanza y tempo-
ralidad son modos formales del sujeto. La constelación de la redención es
la signatura alegórica astral del ente emergente americano en su premani-
festación poético-patética62.

326
Su aspecto “geométrico” es concordante, por lo demás, con la
propia autocomprensión simbólico-ontológica de Martínez Estrada63.
Mas poco haríamos semánticamente con la sola imagen utópico-astral, si
para su apertura dialéctico-alegórica no contáramos con el auxilio de la
estética latinoamericana64. Concretamente, estamos pensando en algunas
obras reconocidas de pintores rioplatenses: América invertida (1943), de
Joaquín Torres García, y Sur (1989), de Nicolás García Uriburu (Véase
Apéndice de Ilustraciones). Fundamentalmente porque ambas pinturas
apelan a la inversión. Pero son sólo partes de una constelación figuracio-
nal. Ésta debe reponer, en su abstracción geométrico-poética, el fragmen-
to de signatura que remite a su disposición analógica geográfica, incluso
cartográfica. Pues el punto de intersección entre la alegoresis utópica as-
tral de Astrada y la alegoresis utópica espacial de Martínez Estrada ten-
dría como punto de cruce, precisamente, a Cuba.
La Constelación de la Redención Latinoamericana es una figura
que, con la Cruz del Sur, puede manifestar en su inclinación y despro-
porción, precisamente, la presencia de la Isla de Cuba, una vez que se
la superpone analógicamente con la inversión cartográfica propuesta en
las pinturas de Torres García y García Uriburu. Si correlacionamos-su-
perponemos la Cruz del Sur en la América invertida, puede observarse
una congruencia morfológica: Cuba, abajo, ilumina como la estrella de
la base de la cruz, mientras que se ensancha hacia la izquierda, con el
continente sudamericano (Atlántico “oeste”), y se estrecha hacia la de-
recha, contra la cordillera y su angostura hacia el polo (Pacífico “este”).
Entonces Cuba es la topía ecuatorial que apunta hacia la utopía austral
en la Constelación de la Redención Latinoamericana. En la base del eje
vertical, Cuba es la estrella Acrux, la más brillante de la Cruz del Sur,
que estando abajo apunta al arriba, y estando arriba, abre el polo de la
inversiones australes. Cuba es “el pie de la Cruz”. Y las Islas Malvinas,
en la cima invertida, coinciden con la estrella Gacrux de la cúspide –del
patíbulo-, aún irredenta en su enclave colonial.
Pero también hay palabras y figuraciones que yacen irredentas.
La Constelación de la Redención Latinoamericana es la signatura analógica
que alegoriza cifradamente, en su Cruz astral-austral, el a priori antro-
pológico velado de un esperar en relación con el ver. Un “modo de mirar”
del “ente emergente” americano en su natura naturans, descifrando ese

327
principio-esperanza escrito en el cielo estrellado del Sur, que centellea a
la hora del canto de la Calandria.

328
Notas

1Mijaíl Bajtín interpreta la categoría del “cronotopo” narrativo como traducción


semiótica de un tiempo y espacio reales, tanto como, en el plano simbólico, de las
imágenes antropológicas que configuran una organización social. Los cronotopos con-
vierten los núcleos ideológicos de una sociedad en signos de una época, en tanto definen
un modo de la mirada y del decir, de carácter icónico. Bajtín comprende la cronotopía
como una forma semiótica instituida por un signo en su más pura materialidad signi-
ficativa. Goethe, nos explica Bajtín, distribuía las cosas que se encuentran juntas en el
espacio según los eslabones temporales, según las épocas de generación. Para Goethe lo
contemporáneo, tanto en la naturaleza como en la vida humana, se manifiesta como
una diacronía esencial. Esto es, se presenta ya como residuos o reliquias de diversos gra-
dos de desarrollo y de las formaciones del pasado, ya como gérmenes de un futuro más
o menos lejano. “Goethe ante todo busca y encuentra un movimiento visible del tiempo
histórico, inseparable del ambiente natural (Localität) y de todo el conjunto de objetos
creados por el hombre y relacionados con el ambiente natural. Aquí Goethe revela una
excepcional agudeza de la visión y su carácter concreto”, explica Bajtín. De modo que la
“visión histórica de Goethe siempre va apoyada en una percepción profunda, minuciosa
y concreta de la región (Localität)”.
Bajtín muestra minuciosamente, así, que en Goethe, el “pasado creativo debe ma-
nifestarse como necesario y productivo en las condiciones de una región determinada
como una humanización creadora de la región que había convertido un pedazo de
espacio terrestre en el lugar de la vida histórica de los hombres, en una parcela del
mundo histórico”, pues una “región, un paisaje que no tengan lugar para el hombre y
para su actividad creadora, que no pueden ser poblados y edificados, y tampoco pueden
ser arena de la historia humana a Goethe le resultan ser ajenos y antipáticos”. Cuando
Bajtín resume la concepción cronotópica presente en la cosmovisión goetheana, destaca
como elementos centrales, pues, seis grandes rasgos constitutivos: 1) “la fusión de los
tiempos (del pasado con el presente)”, 2) “la plenitud y la claridad de los signos visibles
del tiempo en el espacio”, 3) la “imposibilidad de separar el tiempo del suceso del lugar
concreto donde tuvo lugar (Localität und Geschichte)”, 4) “la relación visible y esencial
entre los tiempos (el pasado en el presente y del presente mismo)”, 5) “la necesariedad
que caracteriza el tiempo, que liga el tiempo al espacio y a los tiempos entre sí”, y 6) “la
inclusión del futuro que concluye la plenitud del tiempo”, con “base en la necesariedad
que compenetra el tiempo localizado”. Esta última noción de “tiempo localizado” ex-
presa por sí misma una potencia ontológica decisiva.
La relevancia ontológica de la visión cronotópica de Goethe es explicitada por Ba-
jtín, asimismo, cuando refiere que todo “lo que Goethe veía, no lo percibía sub specie
aeternitatis como su maestro Spinoza, sino en el tiempo y bajo el poder del tiempo”, pero
donde “el poder de este tiempo es un poder productivo y creador”. En tal modo, “en el
mundo de Goethe todo sucede muy intensamente: allí no hay lugares muertos, inmó-
viles, congelados, no existe un fondo invariable, no hay decorado ni ambientación que

329
no participen en la acción y en el proceso (de los acontecimientos)”, ya que el “tiempo,
en todos sus momentos importantes, se localiza en un espacio concreto, se encuentra
impreso en él”. En el mundo de Goethe, enseña Bajtín, “no hay sucesos, argumentos,
motivos temporales que sean indiferentes en relación con el determinado lugar espa-
cial donde tienen lugar; no hay sucesos que podrían cumplirse en todas partes o en
ninguna”, pues más bien en “el mundo de Goethe todo es tiempo-espacio, el auténtico
cronotopo”. Mas, precisa asimismo Bajtín, una visión semejante de la localidad y de la
historia, su unidad indisoluble y su mutua compenetración, se volvió posible tan sólo
porque la localidad dejó de ser parte de una naturaleza abstracta y parte de un mundo
indefinido, discontinuo y totalizado apenas simbólicamente, y porque el acontecimien-
to dejó de ser un período de un tiempo igualmente indeterminado, siempre igual a sí
mismo, reversible y simbólicamente pleno. Con lo que la “localidad se convirtió en una
parte irremplazable de un mundo definido geográfica o históricamente, de este mundo
absolutamente real y por principio visible”, esto es, de un acontecer temporal “que se
cumple en este y sólo en este mundo geográficamente determinado y humano”. Bajtín,
M. M., “La novela de educación y su importancia en la historia del realismo”, en Esté-
tica de la creación verbal, México, Siglo XXI, 1982, pp. 226 y ss.
Que la noción bajtiniana de “cronotopo” es asimilable a la “ámbito de destino” de
Martínez Estrada, nos lo permite ver por ejemplo Hayden Whithe, cuando muestra
que los “ejemplos de cronotopos de Bajtín nos indican que, lejos de ser meras invencio-
nes de la imaginación del escritor, son sobre todo ejemplos de estructuras de prácticas
socialmente determinantes que ponen límites no solo a lo que es posible que suceda
dentro de sus fronteras reales sino también a lo que los agentes que actúan dentro de sus
coacciones pueden percibir e incluso imaginar”. Así, el “cronotopo nos vuelve hacia las
reales condiciones de posibilidad tanto del pensamiento como de la acción, de la concien-
cia y de la praxis, dentro de entornos discretos, estructurados como campos de orden
institucional y productivo”, con lo que los “minimundos de ‘la carretera’, ‘el castillo’, el
bulevar de la capital’, ‘los barrios bajos de la ciudad industrial’, ‘el reducto colonial’, ‘el
salón’ son espacios no solo socialmente estructurados, sino también y sobre todo imagi-
narios, cada uno con una posible experiencia diferente del tiempo, dentro de los cuales
los cuerpos y las mentes de los agentes humanos y las relaciones que pueden tener con
otros, sean autóctonos de este espacio-tiempo o solo visitantes venidos de otro lugar,
están rígidamente delimitados”. Whithe, Hayden, “El ‘siglo XIX’ como cronotopo”, en
La ficción de la narrativa. Ensayos sobre historia, literatura y teoría 1957-2007, Buenos
Aires, Eterna Cadencia, 2011, pp. 419-420.
2 ll“Porque el desierto hay que buscarlo en el orden de lo dicho más que en el de la
experiencia sensible –quien escribe es Fermín Rodríguez-, la experiencia atorbellinada y
confusa de una sociedad poscolonial que se deshace a lo largo de líneas de revuelta, de
alianzas y antagonismos raciales, de victorias, derrotas, éxitos y fracasos; de irraciona-
lidad desnuda. Vacío abierto en la imaginación por los espacios aún no cartografiados,
el desierto era el nombre de una cesura por la que no dejaban de manar las fantasías
con las que fundar una nación: antes que expresar un contenido positivo, el desierto
nombra, negativamente, la plenitud ausente de una nación todavía por venir”. Rodrí-
guez, Fermín, Un desierto para la nación. La escritura del vacío, Buenos Aires, Eterna
330
Cadencia, 2010, pp. 211-212.
3 Según Walter Mignolo, “el locus enunciativo de un discurso o el locus de compren-
sión de un signo no es un espacio cerrado que puede comprenderse en sí mismo o en
su sola relación con lo conocido o lo comprendido, sino que su configuración depende
tanto de lo que se quiere comprender o conocer como de previos loci enunciativos desde
los que se construyeron imágenes semejantes o diferentes del mundo”. Mignolo, Walter
D., “Semiosis colonial: la dialéctica entre representaciones fracturadas y hermenéuticas
pluritópicas”, en Foro Hispánico. Revista de los Países Bajos, Groningen, Nº 4, otoño de
1992, p. 21.
Del mismo modo, Walter Mignolo hace referencia a “un lugar epistemológico crea-
do por la geopolítica del conocimiento implicada en al colonialidad del poder”, pero
donde “no se trata de un ‘Tercer Mundo’ o de un ‘Sur’ geográficamente localizado,
sino epistemológicamente diagramado”. Mignolo, Walter, “Diferencia colonial y razón
postoccidental”, en Castro-Gómez, Santiago (ed.), La reestructuración de las ciencias
sociales en América Latina, Bogotá, Universidad Javeriana-Instituto Pensar, 2000, p.
14. “Así –decía Mignolo en otro lugar-, el sentimiento de pensar en y desde la periferia
(Dussel) o en los espacios-entre-medio (e. g. los espacios conflictivos y superpuestos
de instituciones y saberes europeos con instituciones y saberes no-europeos), creados
a lo largo de la expansión colonial, es lo que a mi juicio legitima la crítica postcolonial
frente a y la distingue de la crítica posmoderna”. Mignolo, Walter, “Occidentalización,
imperialismo, globalización: herencias coloniales y teorías poscoloniales”, en Memorias.
Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana, La Paz, Universidad Mayor de San
Andrés, 1995, p. 513.
“Lo que innova en la teoría –dice Homi Bhabha-, y es crucial en la política, es la
necesidad de pensar más allá de las narrativas de las subjetividades originarias e iniciales,
y concentrarse en esos momentos o procesos que se producen en la articulación de las
diferencias culturales. Estos espacios ‘entre-medio’ [in-between] proveen el terreno para
elaborar estrategias de identidad [selhood] (singular o comunitaria) que inician nuevos
signos de identidad, y sitios innovadores de colaboración y cuestionamiento, en el acto
de definir la idea misma de sociedad”. Bhabha K., Homi, “Introducción. Los lugares de
la cultura”, en El lugar de la cultura, Buenos Aires, Manantial, 2002, p. 18.
4 “La operación metafísica que se relaciona con el rito antropofágico –plantea
Oswald de Andrade- es la de la transformación del tabú en tótem. Desde el valor opues-
to, al valor favorable. La vida es devoración pura”. Andrade, Oswald de, “La crisis de la
filosofía mesiánica” (1950), en Obra escogida, (Prólogo de Haroldo de Campos), Cara-
cas, Biblioteca Ayacucho, 1992, p. 177.
5 “Ya en el barroco –percibe Haroldo de Campos- se nutre una posible ‘razón an-
tropofágica’, deconstructora del logocentrismo que heredamos de Occidente”. “Se trata
de un segundo pensamiento, proyectado con argucia sobre su primer trazo rectilíneo y
cronográfico, des-linealizádolo en pos de una nueva posibilidad de recorte inteligible
del mismo espacio, reorganizándolo ahora en una diferente constelación”. Campos,
Haroldo de, “De la razón antropofágica: diálogo y diferencia en la cultura brasileña”
(1980), en De la razón antropofágica y otros ensayos, (Selección, traducción y prólogo
Rodolfo Matta), México, Siglo XXI, 2000, p. 12.
331
6 Martín Stabb infiere que para Martínez Estrada el “destino de la Argentina”, aun-
que no lo declare explícitamente, “es volver a una vida comunitaria simple y anárquica”,
basada en “la bondad, el altruismo y la cooperación”; y aunque “la Argentina no parece
estar en ese camino”, reconoce obviamente Stabb, “Martínez Estrada pareció haber
encontrado su sueño utópico próximo a realizarse en la Cuba actual”. Stabb, Martín S.,
América Latina en busca de una identidad. Modelos del Ensayo Ideológico Hispanoameri-
cano 1890-1960, Caracas, Monte Ávila, 1969, p. 270. Guillermo David, prologando
una importante reedición de dos libros (en uno) de Martínez Estrada, reprocha que en
aquellos escritos no hay “posibilidad alguna de cristalizar un mito colectivo”, puesto que
solamente la Revolución Cubana, “con sus figuras aurorales y místicas como Castro,
Cienfuegos y Guevara, le proveerá de la apoyatura histórica para pensar en una utopía,
crítica y propositiva, enclavada desde el fondo de la historia.” “Pero aún faltaba –repara
David- un quinquenio para que esa irrupción virara su destino personal con su llama-
do”. David, Guillermo, “Prefacio. Infatuaciones”, en Las 40 y Exhortaciones, Buenos
Aires, Las Cuarenta, 2007, pp. 10-11.
7 Respecto a Diferencias y semejanzas en los países de la América Latina, Gregorio
Weimberg muestra que “Ezequiel Martínez Estrada busca aquí las invariantes del pro-
ceso histórico como puede advertirse en la estructura misma de la obra: dimensiones
antropogeográficas, económicas y políticas que saltean con envidiable donosura los
alambres de púa que delimitan los siglos o las zanjas que establecen las periodizaciones
históricas tradicionales”. Weinberg, Gregorio, “Diferencias y semejanzas”, en AA.VV.,
1933-1993. 60 años de Radiografía de la pampa. Primer Congreso Internacional sobre la
vida y la obra de Ezequiel Martínez Estrada, Bahía Blanca, Fundación Ezequiel Martínez
Estrada, p. 68.
8 En su “razón de homenaje”, Roberto Fernández Retamar propone asimilar la
obra de Martínez Estrada por su condición de apertura radical del sentido americano,
esto es, por su aletheia de nuestra verdad originaria. En virtud de ello destaca ante
todo el carácter de “pensador” de Martínez Estrada, más que de hombre de letras. El
ensayista encarna, a su juicio, la vida americana mestiza, híbrida, en su profusión y
confusión de anhelos y exigencias. Con la imagen argentina que ofrece la Radiografía
de la pampa, según Fernández Retamar, “se revelaba el carácter subdesarrollado de su
país y, en consecuencia, su dramática vinculación a los otros pueblos del continente”.
Al derrumbarse el sueño de la grande Argentina, la pequeña se acerca ruborizada a sus
parientes pobres, diría el crítico cubano. Tras los cambios producidos por la caída de
Yrigoyen, y a diferencia de Borges, que defeccionará del país, “la realidad de su país es
aprehendida por Martínez Estrada, después de la tragedia, como en un relámpago: un
relámpago sombrío, que seguirá impulsando su obra”. “Martínez Estrada comprende”
-dice un Fernández Retamar orgulloso de su amigo y maestro- “que él ha sido uno de los
pensadores que en este continente han descifrado el secreto de las naciones coloniales,
las cuales reclaman un tratamiento especial de sus problemas”. Fernández Retamar, Ro-
berto, “Martínez Estrada: razón de homenaje”, en Casa de las Américas, La Habana, Año
V, Nº 33, noviembre-diciembre de 1965 (posteriormente reproducido en Ensayo de otro
mundo, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1969, y en Fervor de la Argentina.
Una antología personal, Buenos Aires, Ediciones del Sol, 1993).
332
9 Según testimonia Roberto Fernández Retamar, “Ezequiel Martínez Estrada, gran
conocedor de las cosas nuestras, me decía hace unos días, hablando de Martí, que se
había tergiversado mucho su figura, al presentárnoslo como tantas cosas pintorescas.
Martí era esencialmente un revolucionario, un espadachín”. Fernández Retamar, Roberto,
“Lectura de José Martí” (1961), en Cuba defendida, Buenos Aires, Nuestra América,
2004, p. 59.
10 “Al fin de cuentas, en su paulatino desplazamiento hacia Cuba, lo que seduce a
Martínez Estrada son los trabajos y la conducta del emergente mayor de mi generación:
porque la penúltima instalación de Martínez Estrada se celebra en la Cuba de 1960”,
recuerda David Viñas, pero “mucho más que en la isla de Fidel, en la utopía de Ernesto
Guevara”. Demostrando cabalmente que Martínez Estrada era cualquier cosa menos
un “marginal”, como se empeñó en imaginar de sí –y como muchos lo tomaron lite-
ralmente, y no alegóricamente-, David Viñas recorre las flexiones y derivaciones de un
progresivo corrimiento a la izquierda, entre las que al fin queda expuesto el perfil del
profeta terriblemente exigente, cuando “en el revés de trama de esos episodios definidos
por el distanciamiento aparece la figura del Che: es que así como los escritores de mi
generación buscamos en Martínez Estrada al ‘maestro limpio’, el autor de la Radiografía
buscó en el emergente más notorio de nuestra generación al discípulo puro”. Viñas,
David, “Martínez Estrada, de Radiografía de la pampa hacia el caribe”, en Ezequiel
Martínez Estrada, Radiografía de la pampa, (Edición Crítica: Leo Pollmann coord.), ed.
cit., pp. 411 y ss.
11 Nidia Burgos ha exhumado un documento cuya alegoría utopista nos permite
formarnos una idea aproximada del tipo de ideario o, mejor dicho, del tipo de sensi-
bilidad anarco-nacionalista de Martínez Estrada. Según hace constar Nidia Burgos, en
dicho documento -parodia de proclama o de acta fundacional constituyente- Martínez
Estrada, dice Nidia Burgos, juega “a ser un nuevo Tomás Moro, a proyectar una Repú-
blica platónica, sobre la pampa y la penillanura que tan agudamente había radiografia-
do”, y, en tanto vuelve en ella “al pasado, se retrotrae al hábitat del gaucho y planifica
una república libertaria, federal y representativa”. Utopía republicano-comunitaria fe-
derativa a la que “le da un nombre literario: la Tierra Purpúrea, rindiéndole con esto un
homenaje más a Guillermo Enrique Hudson”, con lo que también le asigna un “lugar
geográfico”, correlativo a una “infinita extensión espiritual”. Subrayamos de ese docu-
mento los dos “artículos” iniciales transcriptos por esta: “I) Declárese independiente y
soberana, libre de todo dominio político, eclesiástico, militar, policial, económico a la
República libertaria, federal y representativa denominada La Tierra Purpúrea. II) La
voluntad unánime de los ciudadanos que componen La Tierra Purpúrea es: conságrese a
conservar, preservar, aumentar, difundir y perfeccionar los bienes del espíritu”. Burgos,
Nidia, “Un documento inédito de Martínez Estrada: la creación de otra Tierra Purpú-
rea, una República Libertaria, Federal y Representativa”, en AA.VV., 1933-1993. 60
años de Radiografía de la pampa. Primer Congreso Internacional sobre la vida y la obra de
Ezequiel Martínez Estrada, Bahía Blanca, Fundación Ezequiel Martínez Estrada, 1995,
p. 123.
Acaso no esté de más una explicación de Ángel Cappelletti sobre el ideario anar-
co-federativo: “Federalismo significa, para los anarquistas, una organización social ba-
333
sada en el libre acuerdo, que va desde la base social local hacia los niveles intermedios
de la región y de la nación y, por fin, hacia el plano universal de la humanidad. Así
como los individuos se asocian libremente para formar comunas, las comunas se asocian
libremente hasta constituir la federación local; las federaciones locales lo hacen, a su
vez, para formar federaciones regionales o nacionales; éstas, por fin, se agrupan, siem-
pre mediante pactos libremente concertados, en una federación universal. El principio
federativo implica, pues, un movimiento contrario al principio estatal, que se realiza
desde arriba hacia abajo”. Cappelletti, Ángel J., La ideología anarquista, Buenos Aires,
Araucaria, 2006, p. 46.
12 “El Martí revolucionario, de Ezequiel Martínez Estrada, es simultáneamente el
libro sobre Martí más plagado de datos erróneos y más iluminados por aciertos profun-
dos”, asevera Cintio Vitier, quien atribuye los yerros al “pésimo estado de salud y el áni-
mo compulsivo de los últimos años de don Ezequiel”, mientras rescata su “idea central”,
a saber, que en Martí la biografía se confunde y se disuelve en la historia de Cuba, con lo
que se toca “la sustancia del mito”. Con acuidad el crítico cubano sostiene que “detrás
de cada mito hay una realidad humana profunda, una síntesis de experiencias vitales,
un patrón o arquetipo de situaciones claves para el acontecer social, histórico y psíquico
de la especie”, ya que, la “aparente irrealidad del mito, que no es más que un resumen
imaginístico, una fórmula en el plano de lo cualitativo” que “expresa realidades básicas
de la vida humana”. Vitier, Cintio, “El Martí de Martínez Estrada”, en 1933-1993. 60
años de Radiografía de la pampa. Primer Congreso Internacional sobre la vida y la obra de
Ezequiel Martínez Estrada, p. 65.
13 Alejandra Ciriza precisa que valiéndose “del ensayo como forma alternativa,
Martínez Estrada realiza en su Radiografía de la pampa una lectura de la realidad como
intelectual orgánico de las clases dominantes”. Pero, acota, en el “otro extremo de
su producción, Mi experiencia cubana expresa la convicción revolucionaria del viejo
profeta”. Ciriza, Alejandra, “Un esbozo de interpretación del pensamiento de Ezequiel
Martínez Estrada”, en Revista de Historia de América, México, Instituto Panamericano
de Geografía e Historia, Nº 107, enero-junio de 1989, p. 144.
14 Claro que así dicho es un mal chiste para legitimar taimadamente algunas reso-
nancias conceptuales del sintagma “ámbito de destino”. Porque de veras aceptamos con
Deleuze y Guattari que “no se puede conocer nada mediante conceptos a menos que se
los haya creado anteriormente, es decir, construido en una intuición que les es propia:
un ámbito, un plano, un suelo, que no se confunde con ellos, pero que alberga sus
gérmenes y los personajes que lo cultivan”. Deleuze, Gilles, y Félix Guattari, “Introduc-
ción. Así pues la pregunta…”, en ¿Qué es filosofía?, Barcelona, Anagrama, 1993, p. 13.
15 Arturo Ardao ha escrito: “El obligante tema latinoamericano, ‘lo latinoamerica-
no’, constituye un objeto privilegiado para la filosofía latinoamericana. La propia filoso-
fía europea, habitualmente considerada arquetipo de universalidad, ha hecho también
‘lo europeo’ un objeto filosófico –privilegiado para ella- como cuando Nietzsche se
encara con el ‘nihilismo europeo’, o Husserl con la ‘crisis de la ciencia europea’, o Jaspers
con el ‘ser de Europa’. Pero la condición de latinoamericana de la filosofía latinoameri-
cana, no resulta de una temática específica a la que necesariamente se circunscriba, o
deba circunscribirse. Resulta de la condición latinoamericana de los sujetos que la culti-
334
van, en tanto integrantes de una comunidad histórica con su característica tradición de
cultura y su consiguiente tonalidad cultural”. Ardao, Arturo, “El latinoamericanismo
filosófico, de ayer a hoy” (1981), en La inteligencia latinoamericana, Montevideo, Publi-
caciones y Ediciones de la Universidad de la República, pp. 87-88.
16 Explica Jorge Larraín Ibáñez que el proceso de “construir un Estado nacional” y
una “identidad nacional”, fue “un proceso muy selectivo y excluyente, conducido desde
arriba; decidió qué conservar y qué desechar, sin consultar a todos los participantes”.
Larraín Ibáñez, Jorge, Modernidad, Razón e Identidad en América Latina, Santiago de
Chile, Editorial Andrés Bello, 1996, pp. 207-208.
17 Claro que es la “cuestión de la identidad”, según consigna Horacio Cerutti Guld-
berg, siempre “aparece reformulada en nuevos contextos”, pues es “la reconstrucción del
imaginario social latinoamericano, nuestro-americano lo que se halla en juego”. Cerutti
Guldberg, Horacio, “A la búsqueda de la autoconciencia de la identidad: filosofía y
teología de la liberación” (1987), en Filosofías para la liberación. ¿Liberación del filosofar?,
(Prólogo de José Ricardo), San Luis, Nueva Editorial Universitaria, Universidad Nacio-
nal de San Luis, 2008, p. 107.
18 “Mucho se ha discutido sobre la existencia de una filosofía latinoamericana”, re-
conoce el filósofo peruano Francisco Miró Quesada, y concluye que lo discutido es ver-
daderamente tanto “que, sin ningún peligro de errar, puede asegurarse que uno de los
caracteres típicos de nuestra filosofía es, precisamente, dicha discusión”. Miró Quesada,
Francisco, “La filosofía y la creación intelectual”, en González Casanova, Pablo (coord.),
Cultura y creación intelectual en América Latina, México, Siglo XXI, 1984, p. 269.
19 Raúl Fornet-Betancourt, en actitud de balance, muestra que al pretender hacer
algo así como “filosofía latinoamericana”, este “programa significa en el fondo todo un
proceso de contextualización e inculturación que, pensado hasta sus últimas conse-
cuencias, requiere como base o fundamento de su posibilidad misma de concreción”, la
“apertura de una perspectiva nueva y distinta sobre la filosofía” misma. Pues si uno “de
los primeros problemas que se ve obligado a abordar el estudioso del pensamiento filo-
sófico en Hispanoamérica es, lógicamente, el problema de la existencia o no existencia
de una filosofía hispanoamericana”, precisamente “por ello este programa es indicati-
vo también de que el filósofo que intenta hacer ‘filosofía latinoamericana’ se distancia
críticamente de la tradición occidental del pensamiento como norma paradigmática
para la reflexión filosófica”. Fornet-Betancourt, Raúl, “El problema de la existencia o
no existencia de una filosofía hispanoamericana”, en Problemas actuales de la filosofía en
Hispanoamérica, Buenos Aires, Fepai, 1985, p. 7.
20 Ha sido últimamente el filósofo chileno José Santos Herceg quien ha intervenido
en esta ya clásica polémica sobre “la existencia de la filosofía latinoamericana”, haciendo
valer el status ontológico-representacional de su locus de enunciación. Reafirma este
filósofo la primacía del locus philosophicus y de su productividad teórica inmanente,
asumiendo consecuentemente el inevitable “conflicto de interpretaciones” que entra-
ña la diversidad cultural latinoamericana. Para este filósofo chileno, “no hay un lugar
abstracto, en el sentido de neutro”, ya que, el “espacio y el tiempo, el contexto desde el
cual se emite un discurso filosófico, es ‘su’ lugar y, por tanto, es central para los efectos
de su constitución como discurso”. Mas también Santos Herceg cree que la “idea de
335
lugar aplicado a América Latina exige una ampliación, un quiebre, una superación que,
integrando la referencia evidente al espacio y al tiempo, trascienda hacia la idea de pro-
yección, o mejor aún, de representación”. Con Edward Said, Santos Herceg acepta que
“por lugar ya no entenderé simplemente el aquí físico y temporal, sino que también la
forma en que dicho locus es representado”. Así, “América Latina es un lugar que es, y
puede ser, muchos lugares”, por lo que no se “trata aquí del ser de lo latinoamericano,
sino simplemente de las múltiples representaciones a que da lugar o, más bien, a las di-
versas representaciones que ella es”. Estas representaciones “no son siempre las mismas”,
pues “reconocen diferentes orígenes y se contraponen muchas veces entre sí”. Santos
Herceg, José, Conflicto de representaciones. América Latina como lugar para la filosofía,
(Presentación de Raúl Fornet-Betancourt), Santiago de Chile, FCE, 2010, p. 28.
21 Apelando de nuevo a un lugar clásico de la bibliografía especializada sobre el
género ensayístico latinoamericano, nos permitimos recordar otra vez al crítico urugua-
yo Alberto Zum Felde, quien también postuló a la identidad cultural latinoamericana
como una discusión problematizadora que delimita un “campo” de experiencia y re-
flexión. Un campo de dos niveles: vivido y temático. Esto es, cuando escribía, a propó-
sito de este desvelo identitario correlativo a su vocación praxiológica, que el “campo de
experiencias de la cultura occidental que es Hispanoamérica –el campo de aclimatación
de sus formas y de sus esencias y sus posibles renovaciones- que, en sus aspectos socio-
lógicos o espirituales, es el tema predominante en la Ensayística continental, su tema,
no se ha incorporado todavía a la temática universal, porque sus problemas se presentan
demasiado –y necesariamente- ligados a las condiciones de la vida en el medio nacional
propio, a su determinismo histórico-territorial”. Zum Felde, Alberto, Índice crítico de la
literatura hispanoamericana. El ensayo y la crítica, ed. cit., p. 9.
22 Arturo Roig considera que Carlos Astrada, en El mito gaucho, comprendió que
todo logocentrismo resulta un imposible, pues “el Logos tiene su función, muy im-
portante, pero en su tierra y ésta posee, indudablemente una fuerza que es anterior
ontológicamente”. Según Roig, se produce así una “torsión de las tradicionales tesis
colonialistas europeas, con su idea acerca del poder emergente de los entes, en abierta
oposición a la radical anterioridad del Ser heideggeriano”, ya que, “Astrada intentaba
asegurar para nuestra América, desde el territorio del mito, un principio de identidad
que había desaparecido”. Roig se pregunta críticamente qué es lo que se encuentra
detrás de la red de metáforas con la que organizó su discurso Carlos Astrada, y con-
testa que con “su mito terrígeno, nos quiso hacer percibir –por la riesgosa vía del mito
que invalidaba la importante categoría de ‘natura naturans política’- que no somos un
continente sin historia propia”. Roig, Arturo Andrés, “Negatividad y positividad de la
‘barbarie’ en la tradición intelectual argentina”, en Rostro y filosofía de América Latina,
Mendoza, EDIUNC, 1993, pp. 78-80.
23 Aún en su gesto paródico y de conjuración postmoderna, Tomás Abraham vio
con claridad el arco de similitudes entre los enfoques de Astrada y Estrada, que lleva más
allá –por lo visto- de la eufonía. Irónicamente, Astrada y Estrada se “parecen en el ape-
llido por la vocal que los separa, pero se oponen en el concepto”. Con la vista puesta en
el año ‘48, Abraham señala que los “Estrada y Astrada tienen una preocupación común,
la misma que convoca y anima a los invitados de Marechal, esta cuestión de la argenti-
336
nidad que en el viaje a Saavedra había terminado en el gaucho polimorfo”. “¿Quiénes
somos? ¿Cuál es nuestro origen? ¿A qué fundación pertenecemos? Finalmente, ¿cuál es
nuestro destino?”. Abraham, Tomás, “Astrada y Estrada”, en Historias de la Argentina
deseada, Buenos Aires, Debolsillo, 2005 (1° ed. 1995), p. 185.
24 En un texto de discusión con Karl Otto Apel, Enrique Dussel declara que en
América Latina se tenía “conciencia de ser la ‘otra-cara’ de la Modernidad”, que “nace en
realidad en 1492 con la ‘centralidad’ de Europa (el ‘eurocentrismo’ se origina al poder
Europa envolver al mundo árabe que había sido el centro del orbe conocido hasta el
siglo XV)”. Lo mismo el “Yo”, que se “inicia como el ‘Yo conquisto’ de Cortés o Pizarro,
que anteceden prácticamente al ego cogito cartesiano por un siglo, produce el genocidio
del indio, la esclavitud del africano, las guerras coloniales del Asia”. Así, la “mayoría de
la humanidad presente (el ‘Sur’), es la ‘otra-cara’ de la Modernidad (ni es pre, ni anti,
ni posmodernidad, ni puede realizarla como pretende Habermas)”. Dussel, Enrique,
“La razón del otro. La ‘interpelación’ como acto-de-habla”, en Enrique Dussel (comp.),
Debate en torno la ética del discurso de Apel. Diálogo filosófico Norte-Sur desde América
Latina, México, Siglo XXI, 1994, pp. 58-59.
25 Respecto de la semántica del término, precisa Marcela Croce que allí “el compro-
miso –reforzado desde la ‘situación en el mundo’- se establece con la historia presente
en el contexto –en el ‘contorno’- americano”. Croce, Marcela, Contorno. Izquierda y
proyecto cultural, Buenos Aires, Colihue, 1996, p. 31.
26 También aquí uno de los profesores alemanes de Astrada, el tal Martin Heideg-
ger, puede asistirnos en referencia a la Tierra como el marco último de toda posibilidad
de la acción en relación a “los cuatro” y el “construir-habitar”. Dice Heidegger que el
rasgo fundamental del habitar es el “cuidar” en tanto “mirar por”, pues “en el habitar
descansa el ser del hombre, y descansa en el sentido del residir de los mortales en la
tierra”, ya que, en tanto “co-significan ‘permanecer ante los divinos’ e incluyen un ‘perte-
neciendo a la comunidad de los hombres’”, desde “una unidad originaria pertenecen los
cuatro –tierra, cielo, los divinos y los mortales- a una unidad” llamada “la Cuaternidad”.
Heidegger, Martin, “Construir, habitar, pensar”, en Conferencias y artículos, Barcelona,
Odós, 1994, pp. 131-132.
Es cierto que apenas pensamos en uno de los cuatro de la “cuaternidad” heideggeria-
na (“tierra”), pero sólo como un sombreado temático. Por ello acotamos nada más que
si Heidegger, en “El origen de la obra de arte”, concibe a la “tierra” como un “ámbito”
fundamental en que acontece el destino de un pueblo histórico, nosotros creemos que
dicha determinación de la experiencia intramundana en cuanto espacio originario y
centro albergante del obrar, no puede abstraerse ni ocluirse de la constitución onto-
lógica del ser humano. Allí Heidegger hace referencia a “la unidad de aquellas vías y
relaciones en las cuales el nacimiento y la muerte, la desdicha y la felicidad, la victoria
y la ignominia, la perseverancia y la ruina, toman la forma y el curso del destino del ser
humano”. “La poderosa amplitud -prosigue Heidegger- de estas relaciones patentes es
el mundo de este pueblo histórico. Partiendo de tal ámbito, dentro de él se vuelve un
pueblo sobre sí mismo para cumplir su destino”. “Este mismo nacer y surgir en totali-
dad fue llamado tempranamente por los griegos la Physis. Ilumina a la vez aquello don-
de y en lo que funda el hombre su morada. Nosotros lo llamamos la tierra. Lo que aquí
337
significa la palabra dista mucho de la representación de un depósito de materia, como
también sólo la representación astronómica del planeta. La tierra es donde el nacer hace
a todo lo naciente volver, como tal, a albergarse. En el nacer es la tierra como lo que
alberga”. Heidegger, Martin, “El origen de la obra de arte”, en Arte y poesía, (prólogo y
traducción de Samuel Ramos), México-Buenos Aires, FCE, 1958, p. 57.
Esta formulación estiliza y radicaliza su concepción del espacio en Ser y Tiempo,
que evidentemente se puede también re-pensar en clave del locus circunmundano la-
tinoamericano. Para Heidegger, el “mundo circundante” no se “inserta en un espacio
previamente dado, sino que su mundaneidad específica articula en su significatividad el
contexto respeccional de una determinada totalidad de lugares propios circunspectiva-
mente ordenados”, por lo que cada “mundo particular descubre siempre la espacialidad
del espacio que le pertenece”. Así, dejar “comparecer lo a la mano en su espacialidad
circunmundana no es ónticamente posible sino porque el Dasein mismo es ‘espacial’ en
su estar-en-el-mundo”. Heidegger, Martin, Ser y Tiempo, ed. cit., p. 125.
En su ensayo titulado “El arte y el espacio”, Heidegger se pregunta cómo podemos
hallar lo peculiar del espacio [Raum]. Sostiene que es preciso seguir una vía lingüística
que conduce al antiguo alemán. Se trata del verbo “espaciar” [räumen]. Aquí “espa-
ciar” remite a “escardar” o “desbrozar una tierra baldía”. Heidegger apela a esta imagen
semántica para expresar la idea de que el espaciar aporta el abrir una franja libre, la
condición de lo abierto para un asentamiento y un habitar del hombre. Pues pensado
propiamente, “espaciar” es libre donación de lugares, donde los destinos del hombre
que habita toman forma en una tierra natal o en su indiferencia respecto a la misma.
Espaciar, escribe Heidegger “aporta la localidad que prepara en cada caso un habitar”,
en tanto “es libre donación de lugares”, y deja “que se despliegue lo abierto, que, entre
otras cosas, permite la aparición de las cosas presentes a las cuales se ve remitido el
habitar humano”. Según Heidegger, en suma, el “lugar abre en cada caso una comarca,
en cuanto que congrega dentro de ella las cosas en su mutua pertenencia”, en el sentido
“del albergar que deja libres a las cosas en su comarca”. Por cuya donadora vastedad “lo
abierto se ve solicitado a dejar que toda cosa se abra en su reposar en ella misma”. Por
ello para Heidegger se impone la tarea de “pensar el juego de entrelazamiento de arte
y espacio a partir de la experiencia del lugar y de la comarca”. Por ello es que define a
la “plástica” como un “poner-en-obra que corporeiza lugares y que, con éstos, permite
que se abran las comarcas de un posible habitar humano y las comarcas de un posible
permanecer las cosas que circundan y atañen a los hombres”. Heidegger, Martin, El arte
y el espacio, Barcelona, Herder, 2007, p. 33.
De modo semejante, mencionemos un momento la audaz observación que propuso
Carl Schmitt, cuando señalaba que la “palabra griega para la primera medición en la que
se basan todas las mediciones ulteriores, para la primera toma de la tierra como primera
partición y división del espacio, para la partición y división primitiva es: nomos”, y que,
en consecuencia, esta “palabra, comprendida en su sentido original referido al espacio,
es la más adecuada para tomar conciencia del acontecimiento fundamental que signi-
fica el asentamiento y la ordenación”, pues “desde los sofistas, ya no se tiene perfecta
conciencia que nomos y toma de la tierra están relacionados”. Schmitt, Carl, El nomos de
la tierra. En el Derecho de Gentes del “Jus publicum europaeum”, Buenos Aires, Struhart,
338
2005, pp. 48-49.
Recordemos también al pasar que Hegel, en el capítulo segundo de las Lecciones
sobre la filosofía de la historia universal -titulado “La conexión de la naturaleza o los
fundamentos geográficos de la historia universal”-, sostiene que desde el momento en
que el espíritu entra en la existencia se sitúa en la esfera de la finitud y, con ello, en la
esfera de la naturaleza. La determinación de lo natural es la singularidad y, por tanto,
la diversificación en la tierra como “naciones”. Pues si al “manifestarse en la naturaleza
esta particularidad, es una particularidad natural; es decir, existe como principio natu-
ral, como determinación particular”, de aquí “se desprende que todo pueblo, siendo
la representación de un grado particular en la evolución del espíritu, es una nación; su
contextura nacional corresponde a lo que el principio espiritual significa en la serie de
las formas espirituales”. En tal sentido, Hegel no se propone “conocer el suelo como un
local externo, sino el tipo natural de la localidad, que corresponde exactamente al tipo
y carácter del pueblo, hijo de tal suelo”, ya que, este “carácter es justamente la manera
como los pueblos aparecen en la historia universal y ocupan un puesto en ella”. Hegel,
George, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Madrid, Alianza, 1980, p. 63.
Pero se nos dice “Hegel y Heidegger siguen siendo historicistas, en la medida en que
plantean la historia como una forma de interioridad en la que el concepto desarrolla
o revela necesariamente su destino. La necesidad descansa sobre la abstracción del ele-
mento histórico que se ha vuelto circular. Cuesta comprender entonces la creación im-
previsible de los conceptos. La filosofía es una geofilosofía, exactamente como la historia
es una geohistoria desde la perspectiva de Braudel”. Deleuze, Gilles, y Félix Guattari,
“Geofilosofía”, en ¿Qué es filosofía?, ed. cit., p. 96.
27 Mignolo aduce que el “paralelismo entre la historia del capitalismo y la consti-
tución de una epistemología localizada en occidente es obvia”, pues la “epistemología
está geohistórica y políticamente situada y no es un espíritu que flota más allá de las
lenguas, las instituciones y el capital”. Mignolo, Walter, “Introducción”, en Capitalismo
y geopolítica del conocimiento. El eurocentrismo y la filosofía de la liberación en el debate
intelectual contemporáneo, Walter Mignolo (comp.), Buenos Aires, Ediciones del Signo,
2001, p. 21.
28 “Y es que, después de todo, (Latino)américa’ no es una ‘entidad’ que pueda
observarse o experimentarse, sino una ‘idea’ que se origina en los conflictos de interpre-
tación de la diferencia colonial”. Mignolo, Walter, La idea de América Latina. La herida
colonial y la opción decolonial, Gedisa, Barcelona, 2007, p. 61.
29 “Por cierto que es importante –propone Arturo Roig- además dejar bien en
claro que el ideario latinoamericanista es decididamente antiimperialista, conforme a
la tradición que nos viene del primitivo proyecto bolivariano”. El “latinoamericanismo
es un ideario cosmopolita y ecuménico”. Ya que ante el “panamericanismo” en tanto
“ideología del más fuerte”, el “latinoamericanismo pretende ser por su parte y decidida-
mente un ideario de liberación que abra puertas para formas integrativas más elevadas”.
Roig, Arturo, “La idea latinoamericana de América”, en El pensamiento latinoamericano
y su aventura, (Edición corregida y aumentada), Buenos Aires, Ediciones El Andariego,
2008 (1º ed. 1994), pp. 41-42. Frente a las postulaciones poscoloniales y concreta-
mente de las tesis de Walter Mignolo, Arturo Roig llegó a señalar –no sin reserva ante
339
ciertos entusiasmos terminológicos de la hora- que si bien aportan significativamente al
necesario “raerme categorial” del discurso latinoamericano, hay que estar advertidos al
mismo tiempo de sus implicancias geo-políticas propias (academia norteamericana) y
de que frente a “Occidente”, sin duda tenemos “modos diversos de vivir” esa “experien-
cia occidental”. Roig, Arturo, “Neoliberalismo y nuestra filosofía”, en Rostro y filosofía
de nuestra América, Buenos Aires, Una Ventana, 2011, p. 264.
30 Hugo Biagini precisa que a “diferencia de lo ocurrido con otros casos actuales
más forzados de integración como los de la Comunidad Europea o el NAFTA (Tratado
de Libre Comercio de América del Norte), la idea latente de una gran nación americana
exhibe una tradición teórica y activa que, desde los tiempos de la independencia, ha
sido sostenida por diversos expositores y corrientes cuya divulgación ha dado lugar a un
vastísimo corpus literario y político junto a una exégesis no menos frondosa y a largos
desvelos generacionales”. Biagini, Hugo E., “El problema identitario y la integración
continental”, en Identidad Argentina y Compromiso Latinoamericano, Lanús, Ediciones
de la Universidad Nacional de Lanús, 2009, p. 28.
31 Arturo Roig piensa una sociedad civil “atendiendo a los requerimientos de una
sociedad libre, igualitaria y justa”, que “habría de ser lugar o morada” del “lugar del
nacimiento, crecimiento y maduración de la subjetividad, el lugar del reencuentro y
autoafirmación de un sujeto plenamente consciente de que el quehacer moral, político
y económico”. Sería “darle forma a una morada en la que tenga cabida un pensamiento
organizado desde una ectopía como programa constante de reformulación identitaria;
descentramiento de todo centrismo avasallador que abra puertas anchas y sólidas para
el ejercicio de la crítica; una morada trascendental armada con una serie de principios
anteriores a la experiencia pero nacidos y enraizados en ella, como ideas reguladoras
de nuestra emergencia y sobre la marcha de un ejercicio de utopía constantemente
relanzado; en fin, un abrirnos a otros espacios, un asomarnos a los infinitos universos
humanos en cuanto moradas plenas de valores simbólicos como experiencia constante
de neotopías, imprescindiblemente necesario si realmente queremos construir nuestra
topía, nuestro lugar, nuestra morada, nuestro ethos”. Roig, Arturo Andrés, “Prolegóme-
nos para una moral en tiempos de ira y esperanza”, en Ética del poder y moralidad de la
protesta. Respuesta a la crisis moral de nuestro tiempo, Mendoza, EDIUNC, 2002, p. 53.
32 Frente a Vladimir Propp, Claude Lévi-Satrauss defiende la hipótesis de que si
“todo es vocabulario, ya que los elementos diferenciales son palabras; los mitemas son
aún palabras; las funciones –esos mitemas a la segunda potencia- son denotables me-
diante palabras”, y “es concebible que existiesen lenguas tales que en ellas el mito fue-
se, entero, expresable por una sola palabra”. Lévi-Strauss, Claude, “La estructura y la
forma. Reflexiones acerca de una obra de Vladimir Propp”, en Antropología estructural,
México, Siglo XXI, 1979, p. 140.
33 En lo que puede establecerse una proximidad con el proyecto filosófico de Hans
Blumenberg, que ve en la Retórica no una pura disciplina que organiza una habilidad
lingüística previa, ni una competencia comunicativa que merezca un trato especial en
el cuadro honorífico de las humanidades clásicas, sino, mejor y más radicalmente, uno
de los modos simbólicos invariantes de respuesta antropológica a la condición indeter-
minada del ente humano que, a pesar de toda su indigencia existencialmente originaria,
340
ha de vivir en intraspasable contingencia. “La carencia humana de disposiciones espe-
cíficas necesarias para un comportamiento reactivo frente a la realidad, en definitiva,
su pobreza instintiva, representa el punto de partida para la cuestión antropológica
central, a saber, cómo ese ser, pese a su falta de disposición biológica, es capaz de existir.
La respuesta se puede resumir en la siguiente fórmula: no entablando relaciones inme-
diatas con esa realidad. La relación del hombre con la realidad es indirecta, complicada,
aplazada, selectiva y, ante todo, metafórica”. Blumenberg, Hans, “Una aproximación
antropológica a la actualidad de la retórica”, en Las realidades en que vivimos, Barcelona,
Paidós, 1999, p. 125.
34 El filósofo mexicano Mauricio Beuchot, recogiendo elementos múltiples de los
sucesivos giros lingüísticos que atraviesan el pensamiento europeo del siglo XX, concibe
su aporte como una variante de la hermenéutica ontológica, por virtud de la noción
misma de interpretación analógica, o lectura proporcional y equilibradora del sentido
literal y del sentido alegórico o simbólico. El modelo de interpretación de la “analogía”
se coloca entre la univocidad y la equivocidad, aunque predomina la equivocidad, o sea
la diferencia. La hermenéutica analógica intenta evitar con ello el univocismo propio de
los cientificismos o positivismos, al igual que el equivocismo celebrado por los postmo-
dernistas. Por el contrario, la hermenéutica analógica pretende alcanzar un equilibrio
y una mediación, un tertium, utilizando la proporcionalidad que la misma analogía
implica. Esta figura-forma presenta una estructura autorreferencial y jerárquica, puesto
que la “analogicidad de la realidad y de los saberes” se monta en el signo, en el significa-
do y en el mundo, al tiempo que se orienta por los grados respectivos de proporciona-
lidad, o aprioridad y aposterioridad, primeridad y secundaridad, que quepa imputar a
estos niveles entre sí, y a la imagen misma de lo análogo.
En este marco a la vez de recepción y reformulación de tan central corriente de
la filosofía continental europea, Mauricio Beuchot proporciona una reconfiguración y
trasposición superadora del programa de la hermenéutica ontológica, en general, y en
particular, de su vertiente metaforicista en Paul Ricouer. En ello es asistido también por
un retorno a la semiótica de Peirce. Beuchot parte del concepto de que la hermenéutica
es un saber de interpretación de textos, como arte y como ciencia. Pero “texto” es una
noción compleja que se prolonga mucho más allá de su alcance convencional como
documento escrito. El texto se presenta en su corporeidad sígnica, gráfica, inscripta
sobre un soporte material que sirve de vehículo a la escritura. Pero el texto principal y
más complejo es el símbolo y lo simbólico, porque el símbolo como texto, o el texto
simbólico, es central para la hermenéutica. Allí la interpretación manifiesta todo su
rendimiento y potencial cognoscitivo. Pues el símbolo siempre remite a otro significado
distinto del que exhibe de manera superficial y aparente, de modo que lleva a un signifi-
cado profundo, velado. La analogía tiene que ver con una semejanza proporcional, más
inclinada a la diferencia que a la homogeneidad.
Es el empeño de reconocer la ambigüedad en el mundo y en el discurso (en el ser
y en el lenguaje), y tratar de reducirla lo más que sea posible. En este sentido, dice
Beuchot, “la iconicidad es la representación (siempre analógica) de una cosa con base
en sus cualidades, de modo que requiebre buscar las semejanzas (que son cualitativas
también)”, en tanto el “icono se da cuando el signo tiene cierta semejanza con su obje-
341
to”. “Los diferentes tipos de iconos –postula Mauricio Beuchot-, todos los modelos que
nos hacemos de la realidad, son iconos analógicos de ésta”, con lo que los “mitos, las
teorías, los modelos y las metáforas, los teoremas y los poemas, son iconos o análogos
de la realidad” (Beuchot, Mauricio, Hermenéutica, analogía y símbolo, México, Herder,
2004, p. 85). Así, Beuchot considera que “la analogía” es “un icono que se acerca más
al símbolo, o que participa de la simbolicidad”, o bien es “la fusión, en el límite, de lo
icónico y lo simbólico, ya que para mí tiene que predominar la diferencia, esto es, la
polisemia, en ese mixto tan especial”.
En este sentido es que hablará de “ícono-análogo”, el cual se convierte en modelo
mismo del procedimiento hermenéutico, lingüísticamente conducente a la metáfora.
El acto de interpretación es un acto de metaforización del texto, en el que se tensiona
su sentido literal y su sentido figurado. Pero la metonimia de la iconicidad implica que
con un fragmento remite al conocimiento del todo, pues permite preverlo, predecirlo,
adivinarlo. Lo escorza. La metonimia de la analogía, en tanto también en ella una parte
representa al todo, puede significar de alguna manera al todo, ser imagen suya, que
precisamente habilita la iconicidad. Por eso, el icono es un signo productivo y creativo
a la vez, ya que, no sólo produce conocimiento por las características previsibles que
reproduce del objeto al que corresponde, sino que “lleva a descubrir otras características
del objeto que sólo están en parte en él, o sólo esbozadas, o sólo prenunciadas; inclusive,
podríamos decir que nos conduce a abducir o predecir qué otras propiedades puede
tener; de alguna manera conduce a crearlas en el intelecto” (Ibíd., pp. 88-89).
Modo privilegiado de la realidad del símbolo en tanto escorzos icónicos son los
mitos, pues en ellos se narra la situación del hombre y su ser en el mundo. La herme-
néutica analógica comprende que los mitos, que todos los símbolos, son otra analítica
del Dasein, aperturas de una fenomenología del ser en el tiempo, que hace posible
a la hermenéutica desentrañar su ontología latente. Para la hermenéutica analógica
debe procederse a descifrar los símbolos en sus potencias metonímicas y alegóricas, de-
biéndose reconocer que, por su constitución semántica, hay una especie de deducción
trascendental que lleva desde los soportes empíricos de los símbolos a los conceptos
formales de los mismos, y que de esta manera el símbolo hace acceder a una ontología
por medio de los conceptos existenciales que lleva y que produce. Pero las metáforas
también brindan conocimiento, en cuanto poseen, al igual que la metonimia, un poder
analógico e icónico de remitir a lo que está más allá del cerco fenomenológico o percep-
tivo, conduciendo a lo nouménico y oculto.
La hermenéutica analógica, en tanto modelo de interpretación, es un paradigma de
la interpretación de textos. Ahora bien, Mauricio Beuchot precisa que “el texto princi-
pal y más complejo es el símbolo y lo que tiene que ver con lo simbólico (el mito, el rito,
la metáfora, etc.)”, pues el “símbolo siempre remite a otro significado distinto del que
exhibe de manera superficial y aparente; lleva a un significado profundo, oculto, inclu-
sive misterioso” (Ibíd., p. 36). Hemos intentado una aproximación a la hermenéutica
analógica en: Oviedo, Gerardo, Algunos aspectos retóricos del saber trágico en la semántica
ontológica de Paul Ricoeur a la luz de la hermenéutica analógica de Mauricio Beuchot.
Pertinencia de una aplicación a la ensayística latinoamericana, México D. F., Número
especial de la Revista Analogía Filosófica, 29, Junio de 2011, 106 pp.
342
35 Martínez Estrada fue un ocasional mentor del joven Roig. Horacio Cerutti Gul-
dberg, partiendo de una indicación de Hugo Biagini (“Mutatis mutandis, ¿no resulta
entonces un verdadero acierto augural la estimación que formulara Ezequiel Martínez
Estrada, treinta años atrás, cuando se refirió a Arturo Andrés Roig como un ‘hombre
que ha puesto pies firmes en la buena ruta’ y al cual, pese a tener que ‘resignarse a no
ser comprendido de inmediato’, le estaban ‘reservadas muy grandes y notables satisfac-
ciones’?”. Biagini, Hugo Edgardo, Filosofía americana e identidad. El conflictivo caso
argentino, Buenos Aires, Eudeba, 1989, pp. 317-318) cita la carta de Ezequiel Martínez
Estrada dirigida a Arturo Roig con fecha 3/3/1958. Leemos el fragmento de Martínez
Estrada en que se dirige a Arturo Roig, transcripto por Horacio Cerutti Guldberg en
nota al pie: “Tiene usted una preparación humanística que le permitirá trabajar con
seguridad en temas que nos afectan vitalmente. A cierta altura de mi vida también
yo di espaldas a los clásicos, y me interné en la maraña de nuestra vida nacional. No
podemos permanecer al margen de nuestro drama histórico. Recuerde que Martí dijo
nuestro país es nuestra Grecia. La de Homero es de bronce y la nuestra es de carne y
hueso. No se arrepienta usted de haber regresado encariñado con nuestras pobres cosas,
pues le aseguro que en esta nueva empresa le están reservadas muy grandes y nobles
satisfacciones” [Ezequiel Martínez Estrada]. Cerutti Guldberg, Horacio, Filosofando y
con el mazo dando, Biblioteca Nueva-Universidad Autónoma de la Ciudad de México,
Madrid, 2009, p. 45.
36 Con carácter de interpelación y desafío programático, José Fernández Vega con-
voca a que “la filosofía y las letras puedan renovar productivamente su antiguo pacto”.
Fernández Vega, José, “¿Filosofía o Letras? Una poética de las ideas argentinas”, en Lu-
gar a dudas. Cultura y política en la Argentina, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2011, p. 30.
37 El discurso roigiano entraña un modo de practicar una filosofía esperanzada,
y en general, un “pensamiento alternativo”. Pues el propio pensamiento alternativo
-también ha escrito- es un ejercicio de autoafirmación utópica. Según Roig, “más de
una alternativa cumple una función utópica”, en tanto las “utopías, cualquiera sea su
grado de profundidad, son todas alternativas”. En este marco “se trata de atender la
humanidad de todo ser humano”, emergiendo desde los “sectores que padecen hambre,
enfermedades y muerte dentro de las sociedades en las que la dependencia no es ajena
históricamente a formas de corrupción acumuladas”, pero que “a través de su ‘esperanza
desesperanzada’, ansían otro mundo”, pues “entre las fisuras de sus formas propias de
alienación surge la exigencia de una forma de mundanidad distinta de la que se halla vi-
gente”. Roig, Arturo Andrés, “Introducción. El pensamiento alternativo como esperan-
za”, en Biagini, Hugo E. y Arturo Roig (dirs.), Diccionario del pensamiento alternativo,
Buenos Aires, Biblos-Universidad Nacional de Lanús, 2008, pp. 7-11.
38 Arturo Roig sostiene “que en los sucesivos ‘comienzos’ y ‘recomienzos’ del pen-
sar latinoamericano, desde aquel siglo XVIII hasta nuestros días, se planteó de modo
constante –dentro de las formulaciones de una particular antropología- la quiebra de
totalidades opresivas que impedían las diversas formas de emergencia”, y que, en líneas
generales, mal podríamos caracterizar aquella quiebra de totalidades opresivas, como
una cuestión exclusivamente moral”, ya que, “dentro de los términos amplios de lo
que podríamos considerar como una ‘antropología de la emergencia’, fue moral, mas
343
también y, por eso mismo, político, económico y en sus momentos más creadores, pro-
fundamente social”. Roig, Arturo, “La ‘dignidad humana’ y la ‘moral de la emergencia’
en América Latina” (1994), en Caminos de la Filosofía Latinoamericana, Maracaibo,
Universidad del Zulia, 2001, pp. 72-73.
39 En tanto -manifiesta Roig- “el pensar, anudado inevitablemente a una praxis, no
será ajeno a la necesidad y a la contingencia”, la “aventura no es por tanto extraña al
pensar”. Roig, Arturo Andrés, “Preliminar sobre la aventura” (2008), en El pensamiento
latinoamericano y su aventura, ed. cit., p. 14.
40 Arturo Roig se ha pronunciado –en condición de intelectual exiliado- respecto
a que “si bien repudiamos los mesianismos, no renunciamos a la utopía, a la utopía
positiva que nos ayuda a no perder las esperanzas frente a la crueldad de los tiempos
en los que nos ha tocado vivir, caracterizados por la muerte, el secuestro, la tortura, el
exilio interno y externo y la marginación, recursos desesperados con los que se ha puesto
en ejercicio el terror de los estados antinacionales de nuestra América”. Roig, Arturo
Andrés, “Cuatro tomas de posición a esta altura de los tiempos”, en Nuestra América,
Quito, N° 11, Mayo-Agosto 1984, pp. 55-59.
41 Roig, Arturo Andrés, “El discurso utópico y sus formas en la historia intelectual
ecuatoriana”, en La utopía en el Ecuador, estudio introductorio y selección de Arturo
Roig, Quito, Biblioteca Básica del Pensamiento Ecuatoriano, 1987, p. 21. Hay una ver-
sión anterior –más resumida- en Roig, Arturo Andrés, “La experiencia iberoamericana
de lo utópico y las primeras formulaciones de una utopía para sí”, en Revista de Historia
de las Ideas, Quito, Nº 3, Segunda Época, 1982.
42 Roig, Arturo Andrés, “La filosofía en nuestra América y el problema del sujeto
del filosofar”, en Rostro y filosofía de nuestra América, (Edición corregida y aumenta-
da), 2° ed., Buenos Aires, Una Ventana, 2011, pp. 242-243 [Hay una primera versión
de este texto como: Roig, Arturo Andrés, “Globalización y filosofía latinoamericana”,
en Caminos de la filosofía latinoamericana, Maracaibo, CEELA, Universidad del Zulia,
2001].
43 La filosofía de la historia se resuelve, según Arturo Roig, “en la historia de un
sujeto y se concreta en las peripecias que ese sujeto ha sufrido en la marcha hacia la
elaboración de su propia historia”, de modo que “la historia no es únicamente el pasado
sino que es, asimismo, el futuro”. Así, la filosofía de la historia podría ser organizada
“como un rescate de los ‘futuros sidos’, mas no para establecer sobre la base de los
mismos una ‘reconciliación’ de tipo hegeliano –que es renuncia de nuestro propio fu-
turo como materia del pensar filosófico- sino para asumirlos a todos desde un filosofar
abierto, justamente, a lo futuro por venir”. Roig, Arturo Andrés, “Bolívar y la filosofía
de la historia”, en Bolivarismo y filosofía latinoamericana, Quito, FLACSO, 1984, p. 64.
44 Claudio Canaparo, en su libro Muerte y transfiguración de la cultura rioplatense,
coloca a Martínez Estrada en el centro de la constelación de la nueva gnoseología en-
sayística geoepistemológica localizada, y re-temporaliza sus flexiones estético-retóricas
de cara al siglo XXI. El que esta tarea se cargue en las espaldas de la forma ensayo –pues
se seguiría tratando, si no nos equivocamos, todavía de una pesada cruz-, es porque
concierne en primer término a su problematicidad como escritura. Una escritura que ha
de afrontar, tanto la “pérdida de la confortable noción de distancia que toda periferia
344
provee”, como la del “artificio del artificio, la creación del pensamiento borgeano”, que
“ya no puede aportar eficacia a ningún autor local”. La “perte de centre se manifiesta así,
como un predominio de los elementos paratextuales de la escritura: los escritos ya no
significan por aquello que dicen o contienen sino por el contexto y por las asunciones
implícitas que se supone contienen”, por lo que la “sospecha y la conjetura son llevadas
así al grado extremo de la especulación: habitamos un espacio que no podemos nombrar
ni percibir”, definiendo, en consecuencia, “el umbral de aquello que podríamos indicar
como siglo XXI en términos rioplatenses”.
Es que si los “siglos XIX y XX constituyen los únicos períodos historizables en el
sentido tradicional de las cronologías y los monumentos”, todo “intento local por rea-
lizar lo mismo con una época previa (de la conquista al siglo XVII) y con un período
posterior (fin de siécle, siglo XXI), por diversas razones acaba en confusas e insostenibles
descripciones únicas”. Así, la “pampa no es ajena a esta situación y la formulación de
una idea de espacio tampoco”. Para peor, la “filosofía académica indígena siempre ha
tenido innumerables inconvenientes para cotejar la historia de la filosofía europea con
esta problemática condición de las cronologías y producir alguna forma de narración”.
De allí “que han sido ensayistas como Martínez Estrada quienes han realizado la labor
especulativa en cuanto forma de escritura”. Canaparo, Claudio, Muerte y transfiguración
de la cultura rioplatense. Breve tratado sobre el pensamiento del espacio en el Río de la Plata
1830-1980, Buenos Aires, Zibaldone, 2005, p. 67.
45 Horacio Cerutti considera que “esta localización de la fuente inspiradora de
Moro permitía a Martínez Estrada una serie de analogías con la Cuba de 1959”, y que
su “potencialidad simbólica se combina con la tradición de la obra shakesperiana para
producir los desarrollos calibanísticos de Roberto Fernández Retamar, por ejemplo, que
adquieren renovados matices en la actual filosofía latinoamericana”. También “Martí-
nez Estrada explota esa línea de coincidencias históricas e interpreta a posteriori como
una prueba de la capacidad de anticipación de la obra de Moro”, pues el “entusiasmo
despertado por la revolución cubana, inspiraba a inicios de los sesenta estas reflexiones”,
y “es interesante anotar que con su esfuerzo se consolidaba una labor que no ha culmi-
nado”. Cerruti Guldberg, Horacio, “Peripecias en la construcción de Nuestra Utopía”,
en La utopía de Nuestra América. (De Varia Utopica. Ensayos de Utopía III), Bogotá,
Universidad Central, 1989, pp. 212-214.
46 En ello la “filosofía latinoamericana –la conciencia que elabora el ser que la con-
diciona- está enfrentada desde hace ya mucho –tanto como tienen los sueños nuestros
soñados despiertos de un mundo mejor- con una tarea ineludible que no es de inter-
pretación –aunque la supone- sino de transformación”. Cerutti Guldberg, Horacio,
“Historiografía, utopía y filosofía latinoamericana”, en Memoria comprometida, Costa
Rica, Departamento de Filosofía, Universidad Nacional Heredia, 1996, pp. 49-50.
47 Cerruti sostiene que cuando “Alfonso Reyes asentó asertóricamente que antes
de ser descubierta, América fue soñada, dejó constancia de una dimensión de la que el
continente no puede escindirse”, pues entre “las brumas de una ilusión, en los desvaríos
de la experiencia onírica, se adelantan unas formas de vida y resistencias muy específi-
cas, cargadas de simbolismos y llenas de reservas expresivas; como un acervo o cantera
inextinguible de sentidos para los humanos”. Cerutti Guldberg, Horacio, “Mensajes
345
universales de las Américas para el siglo XXI”, en Experiencias en el Tiempo, México, Red
Utopía-jitanjáfora Morelia, 2001, pp. 76-77.
48 En tanto es “posible que la Magna Utopía Bolivariana signifique en su concre-
ción una condición y, al mismo tiempo, una garantía para el ejercicio verdadero de una
democracia social efectivamente participativa en nuestra América”, ello implica que la
“construcción de este sueño diurno es uno de los imperativos más gozosos que se pue-
den libremente asumir en esta América que todavía no es nuestra, aunque ya los albores
de esa nostredad se anuncien en el horizonte”. Cerutti Guldberg, Horacio, “Función
social y epistemológica de la filosofía latinoamericana”, en Filosofías para la liberación.
¿Liberación del filosofar?, (Prólogo de José Riccardo), San Luis, Nueva Editorial Univer-
sitaria, Universidad Nacional de San Luis, 2008, p. 167.
49 El ensayista uruguayo de origen español Fernando Aínsa, al destacar los caracte-
res del género utópico clásico, señala en primer término la insularidad. En este sentido,
dice, la “representación geográfica de la utopía en un espacio aislado es esencial”, dado
que los “arquetipos espaciales” y los “espacios insularizados” garantizan “el territorio
ideal de la utopía”. Claro que a “partir de Tomás Moro se integra el insularismo como
ficción geográfica”, ya que, las Islas regirán como “los variados escenarios donde se pro-
yectan utopías de todo tipo en los siglos sucesivos”. Y por cierto, el “arquetipo de la isla
en la geografía utópica permite a un ensayista como Ezequiel Martínez Estrada afirmar
que Cuba es la isla imaginada por Moro, paralelo que lo lleva a enumerar los caracteres
utópicos del Movimiento 26 de Julio, que promovió la Revolución cubana, a través de
un proceso comparativo entre las Décadas de Pedro Mártir d’Angleria y la Utopía de
Moro”. Aínsa, Fernando, La reconstrucción de la utopía, Buenos Aires, Del Sol-Colihue,
1999, pp. 22-23.
“Parafraseando a Bloch podría decirse que la utopía americana es una ventana abier-
ta hacia un paisaje que empieza a dibujarse entre las brumas de lo que todavía-no-es”,
escribe Aínsa, convencido sin embargo que desde “una ventana abierta a un paisaje tan
brumoso, la visión de la libertad buscada tiene que ser indefinida y propiciar una utopía
abierta, esencialmente libertaria, en la que el futuro es una gama de posibilidades y no
el proyecto preciso de una utopía cerrada, como el que propicia toda visión definida
de la libertad”. Pues lo “esencial en la función utópica, como lo es en el pensamien-
to de raíz libertaria”, es “su condición esencialmente problemática”. Aínsa, Fernando,
“Conclusión sobre la necesidad de la utopía”, en Necesidad de la Utopía, Buenos Aires y
Montevideo, Tupac y Nordam-Comunidad”, 1990, pp. 96-98.
El sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos asevera que la “epistemología
del Sur” es aquella “búsqueda de conocimiento y de criterios de validez del conoci-
miento que otorguen visibilidad y credibilidad a las prácticas cognitivas de las clases, los
pueblos y de los grupos sociales que han sido históricamente victimizados, explotados y
oprimidos, por el colonialismo y el capitalismo globales”. El “Sur” significa para este so-
ciólogo periférico una “metáfora del sufrimiento humano sistemáticamente causado por
el colonialismo y el capitalismo” y, entonces, puede ubicarse transterritorialmente, en
tanto dicho Sur “también existe en el Norte global geográfico, el llamado Tercer Mundo
interior de los países hegemónicos”, pero donde igualmente “el Sur global geográfico
contiene en sí mismo, no sólo el sufrimiento sistemático causado por el colonialismo y
346
por el capitalismo globales, sino también las prácticas locales de complicidad con aqué-
llos”, las cuales constituyen “el Sur imperial”.
Un producto teórico de esta estrategia de reinvención epistemológica del Sur estriba
en la “sociología de las emergencias” formulada por Boaventura de Souza Santos. En
su propuesta, la “sociología de las emergencias consiste en sustituir el vacío del futuro
según el tiempo lineal (un vacío que tanto es todo como es nada) por un futuro de
posibilidades plurales y concretas, simultáneamente, utópicas y realistas”. La sociolo-
gía de las emergencias, declara Souza Santos, está presidida por el concepto de “Toda-
vía-No” (Noch Nicht) propuesto por Ernst Bloch, quien se rebela contra el hecho de la
dominación de la filosofía occidental de Todo (Alles) y Nada (Nicht), para extraer del
“Todavía-No”, lo que existe sólo como latencia en el proceso de manifestarse. Si subje-
tivamente lo “Todavía-No” es la conciencia anticipadora, objetivamente es capacidad
(potencia) y posibilidad (potencialidad). “Bloch nos invita a centrarnos en la categoría
modal más olvidada por la ciencia moderna, la posibilidad”, propone Souza Santos.
“Ser humano es tener mucho delante de sí”, afirma. En este sentido, la “sociología de
las emergencias consiste en la investigación de las alternativas que caben en el horizonte
de las posibilidades concretas”, por lo que “amplía el presente, uniendo a lo real amplio
las posibilidades y expectativas futuras que conllevan”. Ello exige como imperativo ético
el “cuidado del futuro”. Ya que si, como “dijo Bloch, junto a cada esperanza hay un
cajón a la espera”, cuidar del futuro “es un imperativo porque es imposible blindar la
esperanza contra la frustración, lo porvenir contra el nihilismo, la redención contra el
desastre, en suma, porque es imposible la esperanza sin la eventualidad del cajón”. De
Souza Santos, Boaventura, Una epistemología del Sur. La reinvención del conocimiento y
la emancipación social, México, Siglo XXI-CLACSO, 2009, p. 129.
50 Si damos crédito a la siguiente proposición de Walter Mignolo: “La reflexión
sobre espacios geográficos y localizaciones epistemológicas es posible y es promovida
por las nuevas formas de conocimiento que se están produciendo en las zonas de lega-
dos coloniales, en el conflicto fronterizo entre historias locales y diseños locales, desde
América a África del Sur, desde América hasta África del Norte; desde el Pacífico en las
Américas hasta el Pacífico del sur de Asia y de Oceanía. En esta reflexión no se trata
sólo de recoger datos, y de contar el cuento de lo que pasó y de lo que pasa. Se trata,
más bien, de entender la fuerza de las epistemologías fronterizas, de aquellas formas de
conocimiento que operan entre los legados metropolitanos del colonialismo (diseños
globales) y los legados de las zonas colonizadas (historias locales)”. Mignolo, Walter,
“Espacios geográficos y localizaciones epistemológicas: la ratio entre la localización geo-
gráfica y la subalternización de conocimientos”, en Estudios. Revista de investigaciones
literarias y culturales, Caracas, Nº 11, enero-junio 1998, p. 12.
51 Pero Fryda Schultz de Mantovani dice con respecto a El mundo maravilloso de
Guillermo Enrique Hudson que frente “a este libro que Martínez Estrada consagra a
Hudson sentimos que se nos iluminan dos rostros: el de aquel gran solitario cuyas
facciones de hirsuta bondad nos dejaban tranquilos, como un paisaje agreste, y el de
este otro gran solitario, incisivo como sus páginas proféticas, que no teme alterar la
quietud ni hallarse cara a cara con las verdades últimas”. Schultz de Mantovani, Fryda,
“Martínez Estrada en el mundo de Hudson”, en Sur, Buenos Aires, Nos 207-208, ene-
347
ro-febrero de 1952, p. 110. [¿Repite la cita?]
52 En el sentido de una pregunta básica cuyo mérito es menester reconocer –por
encima de cauciones y renuencias- a Walter Mignolo, en relación a la idea de la “semio-
sis colonial”. “El concepto de semiosis colonial trae al primer plano el siguiente dilema
(al cual por cierto no son ajenos los antropólogos): ¿cuál es el locus enunciativo desde el
cual el sujeto de la comprensión comprende situaciones coloniales? En otras palabras,
¿en cuál de las tradiciones que se quiere comprender se inscribe el sujeto de la com-
prensión?”. Mignolo, Walter D., “Semiosis colonial: la dialéctica entre representaciones
fracturadas y hermenéuticas pluritópicas”, en Foro Hispánico. Revista de los Países Bajos,
Groningen, Nº 4, otoño de 1992, p. 19.
53 La transposición soteriológica entre topía ensoñada y anticipación idealizante
yace en la raíz misma de la estructura simbólica del fenómeno utópico. Hugo Bauzá
explica que si la “utopía adquiere las más de las veces los perfiles de una suerte de au-
rea aetas, de edén, de sociedad perfecta”, su “existencia soteriológica no se la busca en
el pasado lejano e históricamente indeterminado –como sucede por lo general con el
caso de los mitos-, sino que se lo proyecta hacia el futuro o bien se lo imagina en una
tierra distante, por lo general, una isla lejana y casi inaccesible, cuyos habitantes gozan
de una existencia bienaventurada”, en tanto, que lo “que dinamiza a las utopías es el
convencimiento de que la sociedad es capaz de mejorar, por eso, en la mayor parte de
ellas, se aprecia como denominador común la propuesta programática de un cambio
social”. Bauzá, Hugo F., El imaginario clásico. Edad de Oro, Utopía, Arcadia, Santiago de
Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 1993, p. 127.
54 Ernst Bloch considera que todos “los mensajes de salvación que constituyen la
fantasía de la religión, en lucha con la muerte y el destino, todos ellos culminan mítica-
mente –lo mismo los completamente irreales que los que llevan un núcleo humano- en
el último fin de la redención del mal, de la libertad hacia el reino”, y de “aquí se sigue –
precisamente por lo que se refiere a las intenciones terrenas de alcanzar la patria propia-
el problema del futuro en el ámbito sustentador y abarcador de la patria: la naturaleza”.
(Bloch, Ernst, El principio esperanza, Tomo I, Madrid, Trotta, 2007, p. 41).
Asimismo, Bloch lee “alegorías en su forma auténtica, es decir, antes del clasicismo
de los siglo XVIII y XIX”, que “no son, en efecto, en absoluto conceptos materializados,
es decir, no son lo que tanto gusta llamar glacial y abstracto”, pues las “alegorías con-
tienen, al contrario –en el Barroco de manera distinta que en la Edad Media-, también
arquetipos, incluso en mayor número, a saber: los de la condición perecedera y los
de su multiplicidad”. Pero además Bloch coloca el simbolismo alegórico en el sistema
metafórico origina una tensión temporal entre presente y anticipación –así como entre
manifestación y ocultamiento del futuro-, que es el nudo radical de su productividad se-
mántico-ontológica. Ninguna alegoría es perfecta, pues de lo contrario “la elocución no
sería alegórica, sino simbólica”. Pero “lo sería aun cuando la perfección alcanzada siguie-
ra siendo no clara objetivamente, a saber: la perfección de lo oculto en lo manifiesto,
de lo manifiesto como algo todavía oculto”. Entonces la “alegoría posee en este sentido
frente a lo simbólico una especie de riqueza de la imprecisión; se especie metafórica se
halla así tras la metáfora fija, aunque también flotante, del símbolo y punto unitario de
su referencia” (T. I, pp. 214-215).
348
Por ello, Bloch postula que “la verdadera alegoría: la del Barroco”, entraña “el inten-
to de reproducir la significación de otra, sobre la base de lo contrario de la abstracción,
a saber: sobre la base de arquetipos que unen en su contenido significativo los miembros
de la metáfora” (T. I, p. 215). “Hay también un encuentro de las funciones utópicas con
la alegoría y el símbolo, fundado en el material mismo; el punto en el que la función
utópica entra aquí en contacto con la significación objetiva misma” (T. I, p. 216).
En el segundo Tomo de El principio esperanza, Bloch traza una genealogía de la
representación utopista insular, de larga data en la imaginación europea. Sus orígenes
estarían ya en las fábulas políticas helenísticas. Es el primer proceso de espacialización
geográfica de la temporalidad utópica. Lo que nos permite comprender que este fenóme-
no de geografízación de la futuridad, es el núcleo de la imago que yace en la noción exis-
tencial de “ámbito de destino”, tan cara a Martínez Estrada. Así, tras la “ampliación del
horizonte geográfico por las campañas de Alejandro”, los anhelos de un tiempo ulterior
“había que buscarlos en la lejanía y no sólo en la edad dorada de antaño y de mañana”,
de modo que esta “lejanía en el tiempo se reviste de espacialidad y se convierte en la
lejanía de un país encantado” (T. II, p. 50). Aquí es central advertir que Bloch señala, en
un momento, cómo esto impacta en la noción del “destino mismo, la tyche”, al punto
que en “Polibio la tyche hace converger las distintas direcciones del acontecer mundial,
creando para todos un destino común espacio-temporal: Roma”.
La imagen de un “destino común espacio-temporal”, muestra Bloch, emerge en la
conciencia occidental, desplazándose hacia el oeste y el Sur. Por cierto, también para
Bloch esta construcción topologizante del tiempo y de utopización de la topía, se con-
suma con Moro. “U-topía, ‘en-ningún-sitio’, se llama la isla de Moro, con un título
sutil, ligeramente melancólico, pero agudo”, constata Bloch. Y especifica que el “en-nin-
gún-sitio está pensado como postulador por el ‘sitio’ en el que los hombres se encuen-
tran realmente”. (T. II, p. 79). La “Utopía sigue siendo la primera descripción en la
Edad Moderna del sueño democrático-comunista”. En “Tomás Moro la libertad se halla
inscrita en lo colectivo, y su contenido es democracia auténtica, material-humana”. En
cuanto al tema de las “utopías geográficas”, concernientes pues a la insularidad libertaria
y a su trasposición en una imaginación futurológica novomundista, Bloch sostiene que
a “lo que se refiere lo descubrible en toda utopía concreta es, más bien, a algo existente
en el futuro: a un futuro de las tendencias expresadas en leyes, de la finalidad latente en
la posibilidad objetivamente real”, por ello es que “las utopías geográficas son utopías
de modo eminente”.
“Desde este punto de vista, puede decirse incluso que toda otra intención utópica
debe algo a los descubrimientos geográficos, ya que, todas llevan en el centro positiva-
mente deseado el topos de El Dorado y Jauja”, confirma Bloch, obviamente también
respecto del “experimento del Nuevo Mundo”, pues funciona “todo ello muy geográfi-
camente, muy de acuerdo con la voluntad de Colón en sus carabelas”. En consecuencia,
“si las utopías geográficas muestran una apariencia más modesta, la apariencia del des-
cubrimiento de lo ya existente, hay que decir que esto se debe no a la modestia, sino a
un motivo de singular y extrema osadía” (T. II, pp. 337-338). De ello Bloch deduce la
validez política del “sueño geográfico”, ya que, “el quehacer de las esperanzas humanas
posee su propio horizonte en el horizonte de los grandes viajes de descubrimiento; la
349
tierra, es verdad, se ha hecho bastante conocida, pero El Dorado, que tanto Jasón como
Colón buscaron, no ha sido aún encontrado” (T. II, p. 339).
Y lo decisivo: que en la proyección utópica de las conquistas del espacio, “cuando
permite dirigir la mirada a la lejanía terrena, pretende hallar acogimiento y patria”. “Que,
por tanto, en esta tierra hay, a la vez, espacio para una nueva, y que no sólo el tiempo,
sino también el espacio, tiene en sí su utopía: ésta es la significación de los proyectos de un
mundo mejor, en lo que se refiere a El Dorado y el Edén geográficos”, escribe Bloch, pues
“El Dorado-Edén se comporta así de modo abarcador respecto a las demás utopías del pro-
yecto; incluso lo más trascendente, la ‘morada del otro lado’, tiene también su lugar en
el horizonte de la tierra”, pues “queda siempre como la posibilidad espacial de un nuevo
cielo y una nueva tierra” (T. II, p. 384). “Esta posibilidad objetiva hace referencia a los
rasgos básicos de una vérité a faire, de una verdad a realizar, que todavía no es real ‘en
ninguna parte’, y que por eso es utópica”, apunta ahora Jürgen Habermas, pero aclara
que “la utopía, desde los días en que Tomás Moro le diera este nombre en su meditación
de nova insula utópica, tan sólo se transformó en utopía concreta cuando el análisis del
desarrollo histórico y de las fuerzas impulsoras sociales empezó a poner al descubierto
las condiciones de su realización posible”. Habermas, Jürgen, “Ernst Bloch. Un Sche-
lling marxista (1960)”, en Perfiles filosófico-políticos, ed. cit., pp. 128-129.
55 “Es el Mesías mismo quien sin duda completa todo acontecer histórico, y esto
en el sentido de que es él quien redime, quien completa y crea la relación del acontecer
histórico con lo mesiánico mismo”, escribió Walter Benjamin. “En efecto, desde el pun-
to de vista histórico, el Reino de Dios no es meta, sino que es final”, piensa, por lo que
considera que el “orden de lo profano tiene que enderezarse por su parte hacia la idea de
felicidad, y la relación de este orden con lo mesiánico es uno de los elementos esenciales
de la filosofía de la historia”. Benjamin, Walter, “Fragmento teológico-político”, (Obras,
libro II, vol. 1), Madrid, Abada, 2007, pp. 206-207.
56 Desde luego, nos referimos a ese libro maravilloso que es La estrella de la reden-
ción. Aquí nos serviremos, no sin atrevimiento algo descomedido, precisamente de la
figura geométrica de la estrella como paradigma simbólico de alegoresis, pero impri-
miéndole un clinamen, una inclinatio. Dado que, en términos de su anticipación, el
advenimiento del Reino no puede medirse en términos de un continuo temporal, es
que Rosenzweig escribe que “es desde dos lados como se llama a la puerta cerrada del
futuro”. Y si “la espera del mundo es, en efecto, ella misma un forzar ese acto”, allí
“donde el Reino avanza en el mundo a pasos no calculables y cada instante ha de estar
preparado para acoger la plenitud de la eternidad, lo más lejano es lo que se espera a
cada próximo momento; con lo que lo más próximo, que no es sino el representante de
lo más lejano, de lo más alto, del todo, se pone a cada instante al alcance” (Rosenzweig,
Franz, La estrella de la redención, Salamanca, Sígueme, 2006, p. 277).
En esta espera mesiánica de liberación se despliega la tríada dialéctica de antemun-
do, mundo y supramundo, y de Creación, Revelación y Redención. Estos “tres nuevos
puntos referentes a las partes de la trayectoria que son la Creación, la Revelación y la Re-
dención –siendo los tres mundos primeros los que corresponden a los elementos Dios,
Mundo y Hombre-, tienen que disponerse de tal modo que el triángulo que formen no
venga a hallarse dentro del primer triángulo”, pues de lo contrario, “parecerían adquirir
350
una existencia de por sí mismos y una falta de referencia recíproca que precisamente
no poseen”. Mientras que “la unión de un punto con los otros dos tiene que volver a
recorrer la línea del triángulo primitivo, de manera que los dos triángulos se corten mu-
tuamente”, surge así, “efectivamente, una figura construida geométricamente pero ella
misma ajena a la geometría: no una figura geométrica, sino una figura” (p. 309).
La composición triangular de la estrella representa pues los distintos estadios de la
experiencia intramundana abierta a Dios, pero que debe representar la posición de las
figuras en sus respectivos fundamentos trascendentes. Es que “por encima de todo quizá
consta ahora que Dios está arriba”, y “como Dios es ambas cosas, Creador y Revelador,
de manera igualmente originaria, consta también que los dos puntos que designan al
Mundo y al Hombre han de ser accesibles desde el punto de vista que representa a Dios
en la misma manera, aunque en dirección distinta”. Ya “por su puesto fijo en el espacio,
ya gracias a estos conceptos de arriba y abajo, que carecen matemáticamente de sentido
y que, justamente por ello, fundan figura, tanto cada uno de los elementos del ante-
mundo cuanto cada fragmento de la trayectoria queda fijado en su relación a los otros
dos”, porque si “está arriba, es origen; si está abajo, es resultado” (p. 310) Esta relación
arriba-abajo es fundamental para la comprensión teológico-cósmica de la posición de la
Estrella: tierra y cielo [Cfr. Marramo, Giacomo, Cielo y tierra. Genealogía de la seculari-
zación, Paidós, Barcelona, 1998].
“La Estrella de la Redención –dice Rosenzweig-, en la que la verdad adquiere figura,
no gira”, ya que, lo “que está arriba, está arriba y permanece estando arriba”. “Hay,
pues, un arriba y un abajo no intercambiables y que no se dejan dar un giro”. “Habla-
mos en imágenes”, sabe Rosenzweig, pero “las imágenes no son caprichosas”, en tanto,
hay “imágenes necesarias e imágenes contingentes”. En el “hecho de que la verdad no se
deja invertir sólo cabe expresarlo en la imagen de un viviente”, ve Rosenzweig que “sólo
en el viviente están ya marcados por la naturaleza, antes de toda posición y toda regla-
mentación, un arriba y un abajo”. Y si es que el “hombre tiene en su propia corporalidad
un arriba y un abajo”, dado que “la verdad que se da a sí misma figura en la Estrella, está
a su vez, como la verdad toda entera, subordinada, dentro de la Estrella, a Dios, y no al
mundo o al hombre, la Estrella tiene que reflejarse en lo que dentro de la corporalidad
es también lo superior: el rostro” (p. 493).
57 Benjamin pensaba que el “conocimiento de los ámbitos de lo ‘semejante’ tiene un
significado fundamental para esclarecer grandes sectores del saber oculto”. Señalaba que
dicho “conocimiento se obtiene menos presentando semejanzas que hayamos encontra-
do que reproduciendo procesos que causan semejanzas”, y que por ello “la naturaleza
causa semejanzas; al respecto, no hay más que pensar en el mimetismo”. Benjamín cree
que, en tanto capacidad antropológica, tal vez “ni una sola de sus funciones superiores
no esté marcada decisivamente por la facultad mimética”. En carácter de “investigadores
de las tradiciones antiguas, tenemos que suponer a este respecto que hubo una patente
configuración, un carácter auténtico de objeto mimético, donde hoy ni siquiera somos
capaces ya de barruntarlo”. “Por ejemplo, en las constelaciones de los astros”, plantea
Benjamin. Entonce, para “comprender este respecto, hay que entender el horóscopo
ante todo como una totalidad originaria que la interpretación de carácter astrológico
simplemente analiza”. Benjamín considera que este “aspecto mágico (si se quiere decirlo
351
de este modo) propio del lenguaje y la escritura no carece de conexión con otro aspecto,
a saber, el semiótico”. Por lo tanto, el “texto literal de la escritura resulta ser el fondo en
que sólo el enigma se puede formar”. La “semejanza no sensorial influye en toda lectura,
en esta capa profunda se nos abre el acceso al doble sentido de la palabra ‘leer’, y ello con
su doble significado, el profano y el mágico”. Si en lo profano, la lectura no se divide en
sus dos componentes, en cambio, en lo mágico, se “aclara el proceso en sus dos capas:
el astrólogo lee la situación de los astros en el cielo; pero también sin duda, al mismo
tiempo, lee el futuro a partir de ella, o bien el destino”. Benjamin, Walter, “Doctrina de
lo semejante”, (Obras, libro II, vol. 1), Madrid, Abada, 2007, pp. 208 y ss.
58 “En aquel ‘estado de conciencia entre el conmocionar y la conmoción’, del que
hablaba Warburg, reconocía Cassirer el rasgo específico de un espíritu constituido sim-
bólicamente que sólo está en el contacto con su entorno de manera mediada”, apunta
Jürgen Habermas. Muestra así, a partir de Aby Warbur y Ernest Cassier -y aun con ter-
minología scheleriana-, que la “posición del ser humano en el mundo se caracteriza por
una capacidad figurativa que transforma las impresiones sensibles (sinnliche Eindrücke)
en formas racionales (sinnhafte Gebilde)”, pues el “ser humano domina los poderes de
la naturaleza que se alzan ante él mediante símbolos que surgen de su propia capacidad
productiva de figuración”, con lo que así “obtiene distancia frente a la presión directa
de la naturaleza”. Habermas precisa que para “esta liberación cuenta, sin duda, con la
dependencia espiritual de una naturaleza semantizada que retorna con la capacidad de
encantamiento de las imágenes míticas”. Habermas, Jürgen, “La fuerza liberadora de
la figuración simbólica. La herencia humanista de Ernst Cassirrer y la Biblioteca War-
burg”, en Fragmentos filosófico-teológicos. De la impresión sensible a la expresión simbólica,
Madrid, Trotta, 2009, p. 36.
59 En el tomo tercero de El principio esperanza, Bloch aborda ampliamente el pro-
blema escatológico-mesiánico de la llegada del Reino -si bien más dirigido a su vector
cristológico-, y muestra cómo esta imagen milenarista configurará una representación
astral redentora que, conservando la noción de destino, expurga de su seno toda carga
de Fatum, devolviéndole al obrar humano su soberanía moral en la historia, por así
decirlo, siempre ya enmarcada en la morada geográfica de la tierra transformada por un
Novum. El “destino” opera así como una idea regulativa hipotética. Empezando a ver la
napa teológico-política de esta imagen escatológica, Bloch nos dice que para determina-
das sectas quiliásticas “no sólo en la doctrina del Jesús histórico, sino, muy especialmen-
te, en los misterios desiderativos del Cristo creído el eskhaton constituye la unidad final
del reino, fue muy natural que, en relación con ello, Jesús mismo se convirtiera para sus
creyentes en este algo futuro, como siempre acontece con todo lo que es rozado por el
reino” (El principio esperanza, T. III, p. 395).
Ahora bien, Bloch piensa que “la oposición total a la fe extrabíblica en el destino y al
quietismo –el cual queda así finalmente corroborado- no se encuentra en doctrinas de la
impotencia”, sino que dicha “oposición aparece primero en la Biblia misma”, y “mues-
tra, a la vez, hasta qué punto el espacio abierto que representa el mesianismo modifica el
Dios creído, también en relación con lo impuesto por él”. Aquí “lo impuesto por Dios o
destino no se comporta tiránicamente respecto al hombre, como en la moira o también
en el mito astral, sino que el destino puede muy bien ser cambiado, dependiendo, como
352
enseña Isaías, de la moral humana y de su decisión”. Aun “el destino inexorable, que era
la regla entre los griegos, es sólo la excepción en la Biblia; precisamente el primer paso,
el paso hacia la conversión moral, hace cambiar la fatalidad”.
Para Bloch, en suma, el destino “no constituye, por tanto, un imperativo categórico,
sino un imperativo hipotético en todas sus partes, y la condición de que depende está
situada en un doble frente”, de un lado, “en la libertad humana, cuya fuerza aparece cla-
ramente como oposición al destino en el pasaje de Jonás”, y del otro lado, “sin embargo,
esta libertad se arroja al espacio abierto que corresponde a la fe en un Dios temporal”.
Con lo que el “destino no presenta así, ni mucho menos, el aspecto estático de la moira;
lo nuevo es mala morada para lo ineludible” (T. III, p. 405).
Ahora bien: en relación a un destino que puede ser asumido por la razón práctica,
la alegoresis astral se adecua analógicamente al principio esperanza, precisamente, por
su envés escatológico-mesiánico racionalizado. Pues la “esperanza que ha elaborado en
la religión y que hoy se ha hecho desilusionada, deshipostasiada y amitológica, preten-
de, por tanto, a través de la idea del reino, que, de igual manera que en la posibilidad
subjetiva, también en la posibilidad objetiva arda una luz utópica”. Entonces la “luz en
el establo de Belén, y la luz de las estrellas inmóvil sobre aquélla, encarnan la intención
religiosa de lo que en el interior germina tenga también realidad en el exterior: uno y lo
mismo” (T. III, p. 409).
Luego Bloch desarrolla a nivel alegórico el tema de la latencia utópica en la natu-
raleza. Aspectos del clima y de la geografía tornan signos de la alegoresis, en un ba-
rroquismo de las correspondencias que de ningún modo Bloch quiere resignar para la
fundamentación de su ontología de la esperanza. Esta alegoresis de la naturaleza como
una temporalidad latente es “posible porque tormenta, noche invernal, aurora, horas
del día, estaciones del año, configuraciones del paisaje presentan mensajes cifrados utó-
pico-reales, que tanto la mitología de la naturaleza como el cristianismo se sintieron
obligados a descifrar de modo humanista-natural, con el hombre como emoción, pero
también con el hombre como clave”. Estos “mensajes cifrados tienen todos, sin embargo,
la cifra de un summum bonum a la cabeza, el cual ordena en la belleza de la naturaleza
sus imágenes supremas del momento, mientras que en la mitología de la naturaleza es
descrito, en último término, con el nuevo sol secreto de los misterios: hacia medianoche,
en su más claro esplendor”.
Para Bloch, aquí se encuentra el tema de una nueva “teoría material de los signos
que sea, por fin, crítico-adecuada a las significaciones e intentos de lectura presentes
ante nosotros; y ello en un proceso material-dialéctico cuyas fuentes pongan de ma-
nifiesto precisamente las cualidades cifradas de aquello que brota”. Lo que “hay que
interpretar se revela tan poco, que su solución, en lugar de encontrarse conclusa en un
trasmundo o en un supramundo, lo único que tiene para sí es, como el tiempo, sólo
el futuro, como su figura, sólo la cifra real, como grado de realidad, sólo la latencia”,
y donde “indicios se encuentran en la belleza de la naturaleza, en la sublimidad de la
naturaleza, en la mitología de la naturaleza, en la región de las fiestas: y todos estos
testigos y signos convergen así mismo en dirección a una figura final”. (T. III, p. 475).
Aquí es decisivo entonces el concepto de alegoría que maneja Bloch, pues en esta clave
de simbolicidad metafórica también se responde “exactamente lo mismo que si se escri-
353
biera con signos troquelados el escenario mismo de la naturaleza; ninguno de los cuales
puede evitar establecer y preformar rasgos y rostros humanos sobre el suelo del mundo”.
Semejantes “signos aparecen como imágenes especialmente lacónicas, y de tal mane-
ra, que cada una de estas imágenes de cosas se significa a sí misma y algo más en su pro-
pia línea de prolongación”. En tanto, lo “significado en la línea de prolongación se halla
metafórica, alegórica, simbólicamente en la propia línea de prolongación del hombre”,
su “lugar se encuentra en las superficies dialécticas de disgregación de las cosas, es decir,
allí donde éstas se convierten, por así decir, en figuras de exitus de sí mismas”. Según
Bloch, si en este “punto de fractura mora ya la alegoría, o más bien, lo que hace posible
de manera tan curiosa la equiparación de un algo anímico o social con algo pertene-
ciente a una cosa”, es porque aquí “mora expresamente la alegoría, en tanto que brinda
un ‘sentido’, preferentemente un sentido que se ha hecho comprensible y que se halla
rodeado, sin embargo, de márgenes de significación: en tanto que brinda un símbolo”.
Y lo mismo “el simbolismo que, a diferencia de la multívoca alegoría, designa unívo-
camente una ocultación real del objeto, se encuentra situado precisamente en la apertu-
ra dialéctica de las cosas, ya que, en estos márgenes significativos vive lo fundamentante
de todo símbolo real: la latencia”. Así, “la unidad para las alegorías como para símbolos
consiste en que en ellos elaboran arquetipos objetivo-utópicos como las verdaderas claves
reales en ambos” (T. III, p. 476). A partir de aquí Bloch formula otra categoría conco-
mitante a la función alegórica escatológico-utópica, la de “signatura”, esta vez atinente a
la “mediación cualitativo-axiológica con la naturaleza” en su raíz pitagorizante, geomé-
trico-sensible.
Bloch en efecto plantea que las “categorías objetivas o formas de existencia aparecen
en esta tabla, una vez más, como lo que en el pitagorismo del Renacimiento –todavía
no reducido a cantidades ni despojado todavía de las determinaciones cualitativas- se
denominaban signaturas”. Entonces las signaturas, que en “su multiplicidad son me-
ras figuras testimoniales del campo, y como tales, se encuentran totalmente sumidas
en el proceso dialéctico, cuyo ganar-la-existencia-de-sí-mismo configuran en cada uno
de los momentos”, como “símbolos reales designan la ganancia de la cosa de modo
mucho más vinculante, más exacto que los indicios en la belleza y mitología de la na-
turaleza, en la naturaleza cristiana de las festividades y demás variaciones”, pues “están
también referidos mucho más estrictamente al ultimum positivo y a su configuración
latente-efervescente”. Es que al “final de tales signaturas se encuentra, una vez más, por
eso, lo designado en máxima concentración por símbolos reales supremos, tal como la
figura del reino” (T. III, p. 477).
Así, partiendo de la tesis kantiana –tomada como epígrafe- acerca de que la “natura-
leza nos habla figuradamente en sus hermosas formas, y la capacidad de interpretación
de esta escritura cifrada nos es dada en el sentimiento moral”, Bloch apela al pensamien-
to analógico de Paracelso en carácter paradigmático, de lo cual nos interesa principal-
mente la noción de las correspondencias de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba –que
en un contexto teológico-político desplazado repensara Franz Rosenzweig. En la mirada
de Bloch, “Paracelso buscaba incluso toda una serie de claves de figuras analógicas en las
plantas y metales, muy especialmente en las medicinales, denominando todo ello, en un
sentido amplio, ‘el arte signata’”, el cual “señala a las cosas, especialmente a las specifis,
354
un nombre que no es indiferente a sus configuraciones, sino que expresa su ‘naturaleza’,
y, a la vez, la relación correspondiente (hostil o coincidente) de estas ‘naturalezas’ entre
sí, sobre todo con la del hombre y sus partes”. Pero con “la idea de correspondencia o
concordancia de las signaturas aparece en esta doctrina, a la vez, un motivo distinto, muy
antiguo: el de la conexión simpatética de las ‘naturalezas’, transmitida por el último
descendiente de los mitos astrales, la astrología”.
Bloch muestra que en Paracelso las “correspondencias astrológicas” daban “a los
arquetipos de las cosas su conexión de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba a través
del cosmos, o más bien, el fundamento para su aceptada ‘analogía’ objetiva” (T. III, p.
479). Por cierto, Bloch tampoco pierde de vista –con Benjamin- que como “campo en
el que poéticamente, poéticamente en el mejor de los casos, se encuentran las metáforas,
alegorías y símbolos, así como, de los emblemas de la significación en cuya utilización
tanto iba a distinguirse del drama barroco” (T. III, p. 480).
Es este también un paradigma de la alegoresis analógica, que ha de converger para
Bloch en la categoría dinamizante y procesual de “figura-tensión”. Lo cual “es poco más
que construcción analógica, aun cuando entre toda una serie de alegorías objetivas; y
como toda analogía, es resto de una correspondencia entre formas de realidades, cuan-
do ya se había venido abajo el trasfondo metódico de esta idea de concordancia”. De
nuevo, “este trasfondo, como se observa en Paracelso, era la astrología, una conexión
simpatética de las signaturas: una idea que pertenece al pasado”, y “donde recibe su
ordenación, no en virtud de la astrología, sino por la referencia al problema de la confi-
guración del bien supremo”.
Pero “lo mismo que el bien supremo mismo, tampoco las signaturas cualitativas
son perseguibles y captables metódicamente sino por un pensamiento del proceso, pre-
cisamente porque no son estáticas”. Para “que no surja ningún malentendido (como,
por ejemplo, por la utilización reaccionaria de la ‘forma acuñada’, de la que no son
culpables ni Goethe ni Aristóteles, ni siquiera Paracelso): todos estos problemas, junto
con el, de una teoría cualitativa de la expresión de cualidades y figuras de la naturaleza,
no se oponen al acontecer analizable, dialéctico-causal, sino que se encuentran en su
mismo centro, son exclusivamente figuras-tensión, figuras-proceso dialéctico-materiales
que tienen en torno de sí, ante sí, la inconclusión de la latencia”.
La teoría de las signaturas y de la alegoresis habilita los contactos entre márgenes
significativos de dominios de figuraciones proporcionales entre sí con respecto a una
signatura suprema. Pues la “unidad de figura y sentido axiológico”, aduce Bloch, implica
“aquella unidad que enlaza, una y otra vez, la idea de los emblemas alegóricos, más
aún, de los símbolos objetivos reales, con una doctrina de las signaturas”, considerando
incluso “los márgenes de significación en torno a todas las signaturas”. En relación “con
el problema figurativo de la signatura suprema, es decir, de aquella que signa el fin per-
seguido de todas las significaciones; este último, retornando en sí mismo, y por tanto
ya no significante, in-significante, rige también la doctrina de la signatura como bien
supremo”. Se trata de una “teoría de las configuraciones en dirección al bien supremo,
expresada en formaciones lineales de naturaleza dialéctico-ensayadora, con evidencia
utópico-moral” (T. III, p. 480).
60 De cuyo erudito y esclarecedor análisis ligamos aquí la decisiva continuidad
355
signatura-secularización, pues en su campo semántico participa más de un cuadrante
del cosmos escritural teológico-político de Martínez Estrada, no a pesar, sino quizá
debido a su condición de intelectual periférico-sureño del siglo XX. “También en las
ciencias humanas –advierte Giorgio Agamben- puede suceder que se recurra a concep-
tos que, en realidad, son signaturas” y, precisamente, uno “de éstos es la secularización,
sobre el cual a mediados de los años sesenta tuvo lugar en Alemania un animado debate
que involucró a personalidades como Hans Blumenberg, Karl Löwith y Carl Schmitt”,
aunque la “discusión estaba viciada por el hecho de que ninguno de los participantes
parecía darse cuenta del hecho de que ‘secularización’ no era un concepto, en el cual
estuviese en cuestión la ‘identidad estructural’ entre la conceptualidad teológica y la
conceptualidad política (ésta era la tesis de Schmitt) o la discontinuidad entre la teo-
logía cristiana y la modernidad (era, contra Löwith, la tesis de Blumenberg), sino un
operador estratégico, que marcaba los conceptos políticos para remitirlos a su origen
teológico”.
Aquí la “secularización actúa, pues, en el sistema conceptual de la modernidad como
una signatura, que la remite a la teología”. E igual “que, según el derecho canónico, el
sacerdote reducido al estado secular debía llevar un signo al cual había pertenecido,
así, el concepto ‘secularizado’ exhibe como una signatura su anterior pertenencia a la
esfera teológica”. Entonces la secularización es “una signatura que, en un signo o en un
concepto, lo marca y lo excede para remitirlo a una determinada interpretación o a un
determinado ámbito sin, por eso, salir de él para constituir un nuevo concepto o un
nuevo significado”.
Sólo “si se capta el carácter signatorial de la secularización, puede entenderse la
apuesta –en última instancia, política- que se juega en el debate que, desde Weber hasta
hoy, no deja de apasionar a los estudiosos”, pero donde “lo decisivo es el modo en el que
se entiende la remisión operada por la signatura”. Por ello, si muchas “de las doctrinas
que dominaron el debate en la filosofía y en las ciencias humanas del siglo XX implican,
en este sentido, una práctica más o menos consciente de las signaturas”, en “la base
de una parte nada desdeñable del pensamiento del siglo XX podría suponerse algo así
como una absolutización de la signatura, es decir, una doctrina del primado constituti-
vo de la signatura respecto de la significación”. Agamben, Giorgio, “Teoría de las signa-
turas”, en Signatura rerum. Sobre el método, Barcelona, Anagrama, 2010, pp. 102-103.
Claro que aquí se impone aunque sea una mínima referencia a Michel Foucault,
y no sólo por las merecidas consideraciones de Agamben. Recordemos al pasar estos
pasajes: “Convenietia, aemulatio, analogía y sympathia nos dicen cómo ha de replegarse
el mundo sobre sí mismo, duplicarse, reflejarse o encadenarse, para que las cosas pue-
dan asemejarse. Nos dicen cuáles son los caminos de la similitud y por dónde pasan;
no dónde está ni cómo se la ve, ni por qué marca se la reconoce”. “Es necesario que las
similitudes ocultas se señalen en la superficie de las cosas; es necesaria una marca visible
de las analogías invisibles. ¿Acaso no es toda semejanza, a la vez, lo más manifiesto y
lo más oculto? En efecto, no está compuesta de pedazos yuxtapuestos –unos idénticos,
otros diferentes-: es de un solo golpe, una similitud que se ve o que no se ve. Carece-
ría pues de criterio, si no hubiera en ella –o por encima o a un lado- un elemento de
decisión que transforma su centelleo dudoso en clara certidumbre. No hay semejanza
356
sin signatura. El mundo de lo similar sólo puede ser un mundo marcado”. “El conocer
las similitudes se basa en el registro cuidadoso de estas signaturas y su desciframiento”.
Foucault, Michel, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Bar-
celona, Planeta-Agostini, 1984, pp. 34-35.
61 Son palabras de Jacques Ranciére en el prólogo a la edición castellana de La
eternidad por los astros, de Auguste Blanqui. Y también cuando llama a pensar dialéctica-
mente el siglo XIX, pues es preciso “comprender la relación que encuentra el revolucio-
nario entre los vanos esplendores del ejército de los cometas y la fuerza ineluctable de la
atracción”, atentos al momento “cuando el viejo término revolución, que significaba el
curso regular de los cuerpos celestes, llegó a designar, por el contrario, el trastocamiento
violento del orden que gobierna las cosas terrestres”. Desde entonces, sigue diciendo
Ranciére, “las razones no dejaron de mezclarse, de anudar u oponer diversamente las
lecciones de la ciencia y las razones del orden o de la revolución, las exigencias de la ac-
ción y los interrogantes acerca de la marcha de la historia, y las conquistas del aquí abajo
con las promesas de un más allá”. Ranciére, Jacques, “Prólogo”, en Blanqui, Auguste, La
eternidad por los astros, Buenos Aires, Colihue, 2002, pp. 10-11.
62 Al comparar el poema del Che y el poema “Hay un niño en la calle” de Tejada
Gómez, Arturo Roig sostiene que ambos revelan una misma mirada de lo humano, que
“hace que los dos cantos sean poéticos, vale decir, compuestos libremente como obra de
poesía y, a la vez, patéticos, en el sentido de activos en cuanto capaces de conmover, más
allá de nuestra mera subjetividad”. Esta idea da lugar a la categoría de la “poética-paté-
tica”. Al respecto esgrime que esta “poética-patética queda hincada en la historia”. Pero
no se trata de la historia que se construye desde la eticidad del poder, “sino la que surge,
padecen, las oprimidas y los oprimidos”. Así, la “poética-patética se constituye de este
modo en un humanismo, suficientemente crítico, por lo mismo que es fuertemente
autocrítico en cuanto ejerce aquella mirada de lo social, de lo humano desde abajo”.
Roig, Arturo Andrés, “Dos poetas de Nuestra América”, en La literatura en el proceso de
integración latinoamericana, Avellaneda, Acercándonos, 2011, p. 28.
63 Joseph Feustle, crítico norteamericano, aborda el concepto del tiempo en Mar-
tínez Estrada de acuerdo a su teoría de la “forma geométrica del mundo”, y muestra
pormenorizadamente que en ella se aplica “la teoría del invariante matemático a la his-
toria”. Analizando sus ensayos con este criterio, aduce Joseph Fuestle, “se ve que Martí-
nez Estrada es pensador por la profundidad y complejidad de su visión del mundo, y es
artista por dar un valor metafísico y un tono artístico a la adaptación de este concepto
fundamentalmente científico del mundo a las necesidades filosófico-literarias de su país
en un momento crítico del siglo XX”. Feustle, Joseph A., “El concepto de tiempo en
el ensayo de Ezequiel Martínez Estrada”, en Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid,
Nº 261, Marzo de 1972, pp. 584-585 y 591. De este crítico véase asimismo: Feustle,
Joseph A., “La concepción geométrica del mundo en el ensayo de Martínez Estrada”,
en Insula, Madrid, Nº 278, 1970.
64 Para un sugestivo aporte en esta dirección -atenido a la ontología geocultural
de Rodolfo Kusch-, puede verse ampliamente: Della Maddalena, Siliva Beatriz, Bajo
la Constelación de la Cruz del Sur, Buenos Aires, Departamento de Artes Visuales,

357
SEU-IUNA, 2003 (agradezco a Marcelo Velarde esta referencia) en: http://www.della-
maddalenas.com.ar/Tesis_bajo_la_cruz_del_sur.pdf.

358
Coda. Una alegoresis de “El Sur” (Jorge Luis Borges, 1953)

Para terminar, permítasenos un último ejercicio de alegoresis, –


runa fragmentada, huella hendida-, para leer en “El Sur” una oblicua
respuesta de Borges a Ezequiel Martínez Estrada –además, por cierto,
de su flexión metafórico-absoluta-. En las palabras. El nombre de su
cuento es “El Sur”. Un título que ya gramaticalmente relee / reescribe,
entre armónicos intertextuales y signaturas lexicales, todo el perímetro
semántico de Martínez Estrada. Esa oración que contrae –escamotea-
cualquier predicación verbal, que absolutiza su construcción nominal,
arremolinándose en su referente geográfico y en su declinación
en locativo, acaso es una ráfaga sintáctica que surca las singladuras
topológicas de dos libros: Radiografía de la pampa y Muerte y transfiguración
de Martín Fierro. De esta manera, saturando anagógicamente algunos
segmentos sintagmáticos, se aceptará que este ejercicio de analogización,
no por tentador, resulte siquiera fragmentariamente plausible.
Aunque es el propio Borges quien habilita esta táctica de lectura,
si –como hacen constar en nota sus editores críticos- éste había declarado
que en la Posdata de 1956 del Prólogo de Ficciones, Borges hace constar de
“El Sur, que es acaso mi mejor cuento, básteme prevenir que es posible
leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro
modo” (Ficciones, 1944, notas de la Edición Crítica, en Obras Completas,
I, 1923-1949, Edición crítica, anotada por Rolando Costa Picazo e Irma
Zangara, Buenos Aires, Emecé, 2009, p. 984, col. 1).
A Juan Dahlmann (¿Demetrio = Martínez Estrada?) lo consolaba
–utopía subjetiva- la idea de habitar la llanura. “Verano tras verano se
contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que
su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura”.
Así habrá imaginado Martínez Estrada –pero consumándola- su
imagen desiderativa de empleado público: algún día residir en el campo
bonaerense. Irse a vivir a la llanura. Volver a la chacra de Goyena.
359
Sabemos –lo precisa Pedro Orgambide en más de un lugar-
de la fiebre que consumía al enfermo Martínez Estrada. Más allá de
su precedente autobiográfico, Borges puede escribir en 1953 que
al accidentado Dahlmann “la fiebre lo gastó”. Se le informaba que
estaba bien –¿normal?, ¿curado?- pero él, frente a los médicos –a la
normalización, a la salud- “los oía con una especie de débil estupor y le
maravillaba que no supieran que estaba en el infierno”, escribe Borges.
Pues también Dahlmann habitaba la Argentina, enfermo. Dahlmann,
como Cireneo, podría haber oído la sibilina expresión de que “sin
alguna insignificante ablación no podría cambiar un destino”, quedando
“atónito” ante esa expresión; entonces “el médico y el practicante lo
invitaron a que continuase sentado, y se pusieron a hablar de temas que
no aclaraban aquellas enigmáticas palabras”, escribe Martínez Estrada
(“Examen sin conciencia”, CN, p. 160).
Ahora bien, al diagnóstico de Dahlmann le faltaba aplicar el
instrumento clínico crucial: “porque era indispensable sacarle una
radiografía”, consigna Borges. (“El Sur”, p. 915). A Dahlmann –cual
autor abordado por innumerables críticos, comentaristas y exégetas,
como acontecerá con el mismo Borges-, “lo iluminaron hasta la ceguera
y el vértigo”, tal como puede –además- escribir un autor próximo a
la ceguera que conoció bien a Jules Supervielle. En efecto, Dahlmann
no fue ajeno a una sensibilidad que, en los barrios –orilleros-, podía
reconocer “un principio de vértigo”.
Dahlmann, un hijo de inmigrantes de “criollismo algo
voluntario”, ya enfermo –es decir, ya argentino- “minuciosamente se
odió; odió su identidad”, refiere Borges. Martínez Estrada aplicó a su
país un método barrocamente analógico, temporalmente en clinamen.
Ya que, -según informa Borges- a “la realidad le gustan las simetrías y
los leves anacronismos”. Claro que ese enfermo era un trágico. Cuando
menos en el sentido en que él sufrió “con estoicismo las curaciones,
que eran muy dolorosas”, hasta que un día “se echó a llorar, condolido
de su destino”, relata Borges. Condolido de su ámbito de destino. Por ello
en su delirio libertario, Dahlmann leía un libro fantástico –Las mil y una
noches, texto al cabo cribado por su recepción romántica y orientalista
(oblicua anagnórisis sarmientina)- que “tan vinculado a la historia de su
desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y

360
un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal”. Esa desdicha
imaginariamente desmentida procedía del delirio utópico que se opondría
al infortunio de la pampa.
Del autodidacta Martínez Estrada -advirtieron algunos- debía
dudarse de su formación intelectual, y no sería Borges –aun con sus
nebulosidades académicas- precisamente el más dispuesto a acreditar su
erudición. En cualquier caso, Borges quiere dejar constancia de que la
“verdad es que Dahlmann leyó poco”. Más bien “su directo conocimiento
de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario”,
como podría decirse menos de Hudson, que por su contrafrente, de
Martínez Estrada. El escritor catártico e inculpador de Radiografía de la
pampa fue un pésimo hombre de campo, granjero, farmer, etc., y acaso
en ello un ingrato –a su ascendencia santafecina-, a la propia pampa.
Pero Martínez Estrada –como Dahlmann- fue un siervo de su empleo
burocrático y un enfermo, aunque pensador soberano del espacio de esta
nación del Sur. En fin, fue dos: el intelectual rebelde y el ciudadano dócil,
el pensador autónomo que pensó el país y el trabajador alienado que lo
padeció día a día –subordinado al fascismo de la vida cotidiana- hasta la
internación hospitalaria, aquejado de peronismo dérmico. En cualquier
caso, “era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba
por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado
en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres”, constata Borges.
(“El Sur”, p. 917). Y sin embargo, persistía en su vagar desiderativo,
fantaseante: “como sueños de la llanura”. Como delirios de Trapalanda.
Mas lo decisivo es que a Dahlmann, en su delirio, “la llanura
y las horas lo habían atravesado y transfigurado”. Sí, la llanura de la
patria sureña lo atraviesa y transfigura todo. Como el crítico más radical
de la gauchesca, al fin, la muerte del mito no desmiente en absoluto su
metamorfosis. La misma que puede superponer espejo y realidad, tren
y trance, laberinto y desierto (como en la muy argentina venganza de
Almotásim). Entretanto, el ensueño telúrico de Dahlmann “se alargaba
hacia el horizonte”. Como el aura de espera, como una expectativa
morosa, pues su morar está más allá. Más al Norte, en Martínez Estrada
ese horizonte daría con una Isla Ideal. Su ensueño cubano. Pero en la
llanura, en su navegación terrestre –ferroviaria, tal como el autor del
ensayo de 1933 se encargaría de denunciar minuciosamente en la imagen

361
del arácnido parasitario- no “turbaban la tierra elemental ni poblaciones
ni otros signos humanos”, expone Borges del mirar de Dahlmann,
mientras se dirige a una estación del Sur.
Leemos en Martínez Estrada: “…miró a los costados a lo largo
del andén… El pueblo quedaba a espaldas de la estación. Ero como si
no existiera nada en el mundo, ni el mundo” (“En tránsito”, en LT,
p. 138). En ese vértigo horizontal y febril –escribe ahora Borges-, para
Dahlmann estaba sólo “el campo desaforado”, y “la soledad era perfecta
y tal vez hostil”. Entonces “Dahlmann pudo sospechar que viajaba al
pasado y no sólo al Sur”. Efectivamente: transfiguraciones entre espacialidad
y temporalidad. Si es que lo que Dahlmann experimentaba en la llanura
no era sólo la “geografía de la patria”: sino también un invariante histórico
(“barbarie”, “coraje”, y lo que el léxico semántico-epocal articule).
Pese a todo, está la Estrella del Horizonte: luz última, ocaso
resplandeciente. Pues ya “se había hundido el sol, pero un esplendor
final exaltaba la viva y silenciosa llanura”, describe Borges. Un atardecer
que se enciende como un crepúsculo auroral: paradojas de la vista,
aporías de la percepción, transposiciones de la representación. “La luz se
difundió en la atmósfera caliginosa del andén como una yema de huevo
pulverizada en la neblina”, constata Martínez Estrada (“En tránsito”, en
LT, p. 138).
Mientras Martínez Estrada contempla el andén del pequeño pueblo
que se rodea de vacío hacia el anochecer, el pasajero de tren Dahlmann,
entretanto, sentía que había que “llenar ese tiempo”, abismándose de
estación en estación. Orillas de la nada, baldíos metafísicos, descampados
del ser. Mezclas ontológicas turbias, categorías dulce-saladas, como el
Río de la Plata que ingresa en el Atlántico. Entreveros de Mythos y Logos.
Entonces el otro invariante: el símbolo. El que sin embargo era “oscuro,
chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad”. Es
que era el invariante gauchesco. Pues “gauchos de ésos ya no quedan más
que en el Sur”, aduce Borges. Donde ya todo mesianismo se transforma
/ transfigura en antropofagia –pero ésta ya es otra “discusión”-. Lo
cierto es que Dahlmann / Demetrio/ Martínez Estrada -o quien fuera-,
sólo pudo apreciar el Mito, esto es, apenas al “viejo gaucho extático”.
Pues apenas era ya la marca de una signatura: “una cifra del Sur (del Sur
que era suyo)”, dice Borges.

362
Ese Sur es el que “le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus
pies”. (¿No será así como este país sureño se les hace presente, el día
menos pensado, a sus hijos educados como “escritores”, “intelectuales”
o “investigadores”). Pero este enfermo –de patria- ya no estaba en su
mero yo. Lo conminaba un ámbito de destino. Porque era “como si el Sur
hubiera resuelto” –precisa Borges- que “aceptara el duelo”. La tierra que
le dio la vida se la pide en devolución y sacrifico, no como obediencia
ni holocausto, sino bajo la forma de la decisión. Y de la apuesta. Son
modos ontológicos de la libertad. Claro: de la libertad en el Sur. Donde
si “no hay esperanza”, tampoco “había temor”. No. ¿Pero había amor?
¿Qué hará el argentino reciente –“inventado”-: qué haríamos nosotros
ante tamaño ensueño trágico? Borges no demora la respuesta, ni claro, la
alegoresis. “Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no
sabrá manejar, y sale a la llanura” (“El Sur”, p. 919).
Pero lo que en 1953 fue parábola terminó en 1964 como
premonición. El agonista –y agónico- Martínez Estrada ya había
retornado a la pampa, cerrando el periplo biográfico que lo llevara de
Santa Fe de la Esquina a Bahía Blanca, quien sabe si extrañando la chacra
de Goyena, “un sitio preciso de la llanura”. En el Sur. Pues Martínez
Estrada ha de terminar sus días en el sur de la provincia de Buenos Aires.
Su casa queda en una esquina de la misma avenida -a pocas cuadras- de
la Universidad Nacional del Sur, de la que llegó a ser profesor honorario.
Y luego más y más región austral, de la Patagonia a la Antártida, del Sur
de tierra y piedra al Sur de mar y hielo.
Ya enfermo, Martínez Estrada agoniza en cama. Tal vez delira.
Había vuelto de Cuba donde, ya débil y anciano, estuvo dispuesto a
combatir, incluso como miliciano. Escribió sus últimas obras como si
lustrara una bayoneta. Finalmente lo esperaba una cama de enfermo,
esta vez ya no en una clínica, sino en el hogar. Bahía y campo son ámbitos
íntimos más que próximos, en tanto, rodean la ciudad que lleva por
nombre el mismo accidente geográfico y su mímesis salínica. En los
alrededores noroestes, la vasta y fértil llanura, apenas interrumpida por las
ancestrales serranías. Al sudoeste –a las espaldas de la mancha urbana-,
las primeras y suaves mesetas –¿inmensidades pardas como el río sin
orillas?-. Es de suponer, últimas ensoñaciones afiebradas y desvaríos
crepusculares de Martínez Estrada.

363
El luchador agobiado que había aceptado el convite de los
insurrectos insulares, era un convaleciente. De la Argentina. Acaso como
un episodio más de la alucinación de Trapalanda, combatió por Cuba,
entronizando a Martí, sermoneando bíblicamente sobre los héroes de
Sierra Maestra, santificando al Che. Cargando su espalda corva con
utopías armadas que acaso otros “no sabrán manejar”, como Dahlmann
con la daga que le arrojara el gaucho mítico, desafiándolo a recoger
del suelo el destino trágico de la pampa. Pero se le van cerrando los ojos,
murmurante. Un último esfuerzo. ¿Voz quebradiza, estertores? Entonces
el profeta importuno y perjudicado –el enfermo de patria, el viejo de
pajaritos en la cabeza- se yergue sobre su lecho con extrema dificultad,
un último instante. Y sale a la llanura. Se hizo la aurora. En lo alto titila
el esplendor ceniciento de la Cruz del Sur.

364
Apéndice de imágenes

365
366
367
368
369
370
371
372
373
374
375
376
377
378
ÍNDICE

I. Un motivo (o advertencia). ¿Por qué leer aún a Ezequiel Martínez


Estrada? ..............................................................................................................13
-Entrar por Murena. Hebras de una mística profana .................................................15
-Géneros de discusión, líricas de rebeldía, éticas de la crítica .....................................20
-Pero también Sarmiento ..........................................................................................22
-Notas.......................................................................................................................26

II. Una conjetura (impresionista). Ezequiel Martínez Estrada: pre-tex-


tos, nombres, paisajes, u-topías. De la Argentina a América Latina. ...................49
-Escrituras agonísticas y tribulaciones de la nación: una estética polemo-
lógica........................................................................................................................49
-Alegoresis dramática y temporalidades ex –céntricas: metafórica de la se-
cularización americana ..............................................................................................57
-De la kátharsis rioplatense al éskhaton caribeño: dos escenas discursivas ..................63
-Notas ......................................................................................................................69

III. Una tensión (barroca). Ezequiel Martínez Estrada, de Nietzsche


a Sarmiento a través de Lugones: intuición dionisíaca, expiación por
la escritura. .........................................................................................................99
-Blasfemia y Paideia. A vueltas de un proyecto cultural .............................................99
-Paradojas, alegorías, profecías, sermones: la purificación en el
desierto. Un vitalismo del estilo ....................................................................99
-Misión existencial, conciencia estética y realidad circundante ......................113
-Dignidad, soledad, autenticidad, revelación, martirio (e incluso
Lugones)....................................................................................................122
-Inmediación de llanura y precipicio horizontal. Una excursión –vertigi-
nosa- a la pampa espectral........................................................................................137
-Geografía abstracta y perímetro de in-historicidad ......................................137
-Estrato temporal de “invariantes” y metamorfosis de destino ........................144
-Buenos Aires, la culpable de todo ...............................................................152
-Tragedia y conjuro del símbolo gauchesco..............................................................164
-Cruz, fatalidad y alienación .....................................................................164
-Mito, mestizaje y frontera .........................................................................173
-Notas ....................................................................................................................188
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IV. Un topos (tropológico-conceptual). El último Martínez Estrada y
el problema del “ámbito de destino” leído desde una ontología de la
esperanza cifrada en el Sur. ...............................................................................229
-De la “experiencia cubana” a la utopización del destino telúrico.............................230
-Cartografías de la topía: fisonomía antropogeográfica y sino sideral...............230
-Aureolas de la u-topía: de Martí al Che Guevara, entre la hagio-
grafía patiótica y el mesianismo de la liberación ..........................................243
-Un interludio “geofilosófico”. Ámbito de destino y signatura analógica
de la Cruz del Sur. ..................................................................................................253
-Physis, Expectativa, “signo austral” y marcos de posibilidad pos-
colonial ....................................................................................................253
-Antropología retórica del texto emergente, “regreso a la naturale-
za” y casa periférica....................................................................................277
-Espacio rioplatense, antropofagia de futuridad y ensayo latinoa-
mericano....................................................................................................299
-Naturaleza abierta, topografía del acontecer, Isla de Utopía y
Apocalíptica revolucionaria. Martínez Estrada de vuelta..............................312
-Un destino “escrito en el cielo”: la Constelación de la Redención
Latinoamericana. Para una relectura de Estrada y Astrada ...........................323
-Notas ....................................................................................................................329

Coda. Una alegoresis de “El Sur” (Jorge Luis Borges, 1953) .............................359

Apéndice de Ilustraciones .................................................................................365

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