Está en la página 1de 19

El rey desconfiado

Todas las noches cuando iba a dormir el rey se quitaba la corona, la guardaba en un cajón
dentro de un armario de su alcoba y lo cerraba con llave. Después escondía esa llave en
otro cajón de una habitación contigua; así durante muchos años.

Una mañana, como de costumbre, fue a buscar la llave para abrir el cajón donde guardaba
la corona, pero no la encontró. Sacó todo lo que había en ese cajón, miró y remiró, volcó
todo en la alfombra; pero la llave no apareció. Inmediatamente fue a su alcoba, abrió el
armario, y vio que el cajón de la corona permanecía cerrado y después de unos minutos de
forcejeo no pudo abrirlo.

Empezó a dar vueltas por todo el palacio, nervioso, y al ver a su hija, la princesa Amalia, le
dijo:
- ¡Me han robado! ¡Se piensan que soy tonto!

- ¿Qué te pasa padre? ¿Quién te ha robado? - le preguntó Amalia, observando que no


llevaba la corona puesta.

- ¡Nada! - respondió alejándose de ella.

- ¿Quién padre? ¿De quién hablas?

- ¡Mateo! - gritó.

- ¿Mateoooo? - gritó también Amalia, incrédula.

- Mateo lleva sirviendo en palacio muchos años. ¡No lo creo! - le contestó al rey,
defendiendo al sirviente.
- ¡Vamos a la habitación! - le dijo encaminándose hacia allí.

Efectivamente la llave no aparecía, entonces fue decidida a la alcoba del rey.

- ¡Voy a forzar la cerradura! - avisó a su padre abriendo las puertas del armario.

Como Amalia era muy habilidosa, en tan solo unos minutos logró abrir el cajón con la punta
de un afilado cuchillo.

- ¡Aquí está tu corona! - exclamó sacándola del cajón y ofreciéndosela al rey.

El hombre no lo podía creer: la corona estaba en el cajón donde la había dejado la noche
anterior.

- ¿Cómo has podido desconfiar de Mateo? Espero que no llegue a sus oídos, se llevaría un
disgusto enorme - le dijo.

El rey agachó la cabeza y siguió pensando en lo extraño de lo ocurrido.


Acto seguido, Amalia se dirigió a la habitación contigua y empezó a buscar la llave retirando
todos los muebles cuidadosamente.

- ¡Mira! - señaló al suelo, cogiendo la llave que asomaba debajo de la alfombra. Entonces el
rey se sintió muy avergonzado.

Salió a pasear por el palacio con la corona sobre la cabeza y prometió nunca más
desconfiar de nadie, y menos, de su querido Mateo.
La botella de la felicidad
En ese establecimiento se vendían al peso alegría y felicidad. Un día, llevado por los
rumores, llegó a la tienda un hombre muy triste. Iba encorvado y arrastrando los pies. Se
plantó delante del tendero y preguntó con voz lánguida:

- ¿Venden aquí alegría?


- ¡Claro! - le dijo corriendo a la trastienda.

El tendero volvió enseguida y dejó encima del mostrador una botella transparente,
aparentemente vacía. La envolvió cuidadosamente y la introdujo en una bolsa.

- Aquí tiene - le dijo, ofreciéndole la compra con una gran sonrisa.

El hombre lo miró extrañado, pero viendo al tendero tan seguro, le pagó y salió de la tienda
con la sensación de haber sido estafado.

Cuando llegó a casa abrió el envoltorio y encontró un papel en el que decía: Cuando lo
embargue la tristeza, siga las instrucciones:

1. Quitar el tapón y aspirar profundamente el aire de la botella.

2. Taponar inmediatamente la botella.

Se recomienda no hacer más de una aspiración al día. Puede ocasionar empacho de


felicidad.

El hombre triste siguió cuidadosamente las instrucciones, y decidió en ese mismo instante
probar sus efectos.

Destapó la botella y aspiró con fuerza.

- Fiuuuuuuuuuuuu

Rápidamente, siguiendo las instrucciones, volvió a taponar la botella.

La botella de la felicidad, cuento sobre la alegría

A los pocos minutos empezó a sentirse muy contento. Canturreaba y bailaba dando vueltas
por toda la casa. Salió a la calle y, sonriendo a todos, vio que todo el mundo le devolvía la
sonrisa. A la hora de regresar el efecto milagroso se iba pasando y, poco a poco, se volvió a
poner triste. Se acostó pensando que hacía años que no se había sentido tan feliz.

Al día siguiente, nada más despertar, destapó la botella y aspiró con mucha fuerza
tapándola inmediatamente.

- Fiuuuuuuuuuuuu
Al momento, le entró apetito y se preparó un zumo de naranja, unas tostadas con aceite y
jamón y unas ciruelas, que le supieron a gloria. Se puso de muy buen humor.

Salió a la calle y, lo mismo que el día anterior, empezó a cantar y bailar demostrando a
todos su alegría. No fue hasta el anochecer cuando notó que de nuevo la tristeza se
apoderaba de su ánimo. A pesar de saber que no debía hacerlo, fue a buscar la botella, la
destapó y aspiró con todas sus fuerzas tres veces seguidas.

- Fiuuuuuuuuuuuu, fiuuuuuuuuuuuu, fiuuuuuuuuuuuu.

Al momento, comenzó a reír como un loco. No paró de bailar, cantar y reír en toda la noche,
hasta que estuvo tan cansado que cayó embriagado.

No despertó hasta el atardecer del día siguiente. Efectivamente, había tenido un empacho
de felicidad tan grande que estaba exhausto. No aspiró el aire milagroso esa tarde.

A la mañana siguiente no se despertó tan triste como en otras ocasiones, era como si el
efecto del aire se mantuviera. Decidió no aspirar de la botella hasta casi mediodía.

- Fiuuuuuuuuuuuu.

Ahora, solo una vez. Y de nuevo se puso muy alegre contagiando a todo el que veía.

Así estuvo un tiempo. Notó que cada vez tenía menos necesidad de aspirar el aire de la
botella, porque sin apenas darse cuenta fue olvidando su tristeza. Tanto, que un día se
olvidó de ella por completo.
Los dioses del norte
Parecía una noche normal.

Si le hubieses preguntado a cualquier persona, te habría dicho que era un martes, que
hacía un poco de frío y convenía abrigarse o ponerle una manta más a la cama, pero nada
fuera de lo habitual en el valle. Los vecinos dormían tranquilos en el pueblo, las últimas
luces comenzaban a apagarse y los grillos cantaban. Un día más que se acababa y ya está;
eso te habrían dicho.

Y tú te lo habrías creído. Porque no había nada que te hubiese hecho sospechar que el
mundo entero estaba en peligro, en manos de una chica que corría sin aliento por el
bosque.

Pero a veces las cosas no son como pensamos. En la vida real, rara vez el peligro se
presenta cara a cara, avisándote de que está allí, así que puede que ni siquiera te des
cuenta de que todo a tu alrededor está a punto de cambiar. Por eso, aquella noche,
mientras el valle del Baztán dormía, esa chica corría, en medio de la niebla, rodeada por
árboles que se retorcían en formas sinuosas. Corría y sus desgastadas zapatillas trataban
de seguirle el ritmo a duras penas, mientras se deslizaba ladera abajo esquivando las rocas.
Cada poco tiempo, miraba hacia atrás comprobando si la seguían, con las mejillas surcadas
en dos lágrimas largas y calientes.

—Shh… —murmuraba de vez en cuando—. Ssshhh, por favor, calla.


Entre sus brazos, envuelto en una manta, algo lloraba sin consuelo. Tal vez tuviera frío. En
ese valle siempre había hecho demasiado frío. Se detuvo de repente y miró hacia sus lados
como si buscase algo, o a alguien, mientras mecía a ese bulto contra su pecho en un gesto
impaciente.

A la derecha, lo encontró. Ese era el árbol del que le habían hablado, no había duda: ese
con la marca de dos cruces en su tronco. Después, debía caminar tres veces más a la
izquierda y allí debía encontrarlo. Al menos, eso contaban las leyendas. Y tenían que ser
verdad, no podía ser de otra manera. Era su última esperanza.
Trató de respirar profundamente, aunque estaba agotada de correr por el bosque, y su
corazón latía tan deprisa que le costó recuperar el aliento. Carraspeó con suavidad, mirando
a la nada, en algún lugar entre los árboles, esperando que la escucharan.

—¿Estás aquí? —invocó, con voz temblorosa—. Me dijeron que te encontraría aquí.
Pero no pasó nada. El bulto seguía llorando y lo acunó, sin dejar de mirar a su alrededor.
Los árboles estaban quietos; la noche entera estaba quieta, paciente. Solo le respondió el
viento zarandeando las hojas.
No era así como le habían dicho que debía suceder.

—Por favor —suplicó al aire.

De pronto, escuchó el crepitar de un árbol que empezaba a moverse. La chica ahogó un


grito y sujetó las mantas con más fuerza, protegiéndolas con su cuerpo sin apartar la vista
de ese árbol, que se giraba despacio sobre sí mismo como si se desperezara después de
un largo sueño.
Cuando quedó frente a ella, pudo darse cuenta de que donde había visto un tronco había en
realidad unas largas piernas de gigante, que subían hasta un torso cubierto de un extenso
pelaje. Era tan grande que tuvo que girar su cuello con torpeza para mirarle a los ojos.
Se le cortó la respiración. Era él. No le habían mentido.

—Basajaun… —susurró, tratando de mantener la calma.

La criatura se agachó y el bosque entero tembló con sus movimientos. Sus enormes ojos
examinaron a la chica de arriba abajo.

—¿Qué haces aquí? —Su voz era grave, y resonaba en la noche como si hablase dentro de
una enorme cueva.

Ella no respondió. En su lugar, con las manos temblorosas descubrió el bulto que guardaba
entre los brazos. Desprovisto de sus mantas, el bebé comenzó a llorar con más fuerza, con
las mejillas sonrojadas por el esfuerzo, agitando sus puños cerrados.
El Basajaun arrugó su expresión.

—¿Es ella?

La mujer asintió, haciendo esfuerzos por tragar el nudo en su garganta mientras le tendía el
bebé a la criatura. Entregar a ese bebé parecía un gesto sobrehumano, lo más doloroso y
difícil de tolerar que hubiera hecho en su vida, pero cerró sus ojos unos instantes y se lo
tendió, despacio.
Para su sorpresa, el gigante la detuvo con una de sus enormes manos.

—No deberías haberla traído. No puedo ayudarte.


Los ojos de ella, brillantes, lo miraron con estupefacción.

—Pe-pero me dijeron… Me dijeron que podías sacarla de aquí y llevarla al otro lado del
portal. ¡Me dijeron que nos protegerías!

—El Basajaun protege el bosque —gruñó la criatura, y su largo pelaje se agitó cuando negó
con la cabeza—. Tu hija es un peligro para la paz del valle. No puede estar aquí.
Se dispuso a levantarse de nuevo, pero ella puso una mano sobre sus garras.

—¡No! ¡Por favor! Ya es tarde para eso, nos han descubierto. Si no nos ayudas, la
encontrarán, y se la llevarán a Él y entonces… —La voz se le cortó antes de acabar la
frase. Volvió a mirarle—: Por favor.

La criatura pareció dudar unos instantes. El bebé no dejaba de llorar. Desde lejos,
escucharon el largo aullido de un lobo y la chica clavó los ojos en el gigante. Era un sonido
inconfundible que conocía demasiado bien, y signo inequívoco de que no había tiempo que
perder. Esta vez no lo dudó. Un poderoso instinto de protección se adueñó de ella y la
fiereza de su mirada le hizo saber al Basajaun que no estaba dispuesta a aceptar un «No»
por respuesta. Que haría cualquier cosa que fuera necesaria, por muy temeraria y estúpida
que fuera. Todavía sin parpadear, colocó con cuidado al bebé entre los enormes brazos del
gigante. Envuelta en su pelaje, la niña parecía todavía más pequeña, apenas una bolita
rosada en medio de una gran manta de pelo marrón.

—Tienes que llevártela de aquí —repitió, asintiendo con la cabeza, tratando de convencerse
a sí misma tanto o más que al propio gigante. La decisión ya estaba tomada. Una decisión
que arañaba en lo más profundo de su estómago y la rompía a pedazos, pero la única
decisión que una madre podía tomar: proteger a su hija por encima de todo, aunque ello
supusiera no volverla a ver jamás. Miró a la niña una última vez y besó su frente,
disfrutando del olor de su cabecita y deseando conservarlo para siempre, para llevarla
consigo allá donde fuera. La voz le tembló cuando volvió a hablar, comenzando a dar pasos
hacia detrás—. Dásela a alguien que se la lleve lejos, donde no la encuentren nunca.

El Basajaun miró a la niña. Descubrió con sorpresa que su llanto había menguado, y
parecía que el calor de su pelaje estaba haciendo que se adormeciera entre sus brazos.
Esa visión desplomó algo en su interior, como si hubieran dado un simple golpecito a una
fortaleza de piezas de dominó y de repente todo se viniera abajo. Había oído hablar tanto
de esa niña que había olvidado lo que de repente se presentaba frente a él en un golpe de
realidad: no era más que un bebé. Un bebé que cerraba los ojos y respiraba tranquilo, con
su pecho subiendo y bajando acompasadamente y las manos sonrosadas.

Gruñó. Estaba convencido de que era una idea terrible. Si descubrían a la niña, el bosque
jamás volvería a ser el mismo. Nadie podría imaginar lo que esa niña sería capaz de hacer,
ni lo que pasaría si alguien intentaba utilizarla en su beneficio. Esa niña lo cambiaría todo, a
un lado y al otro del portal. Sería el fin.

El Basajaun maldijo a los dioses. A todos y cada uno de ellos.

Pero asintió.
La princesa sobre la colina de cristal
Vivía un campesino en el bosque junto con sus tres hijos. Los dos mayores tenían un
carácter fuerte y aunque estaban llenos de virtudes, eran muy vanidosos. Se burlaban
constantemente de su hermano pequeño, al que llamaban ‘Ceniciento’, porque al ser la
casa pequeña, dormía junto a las cenizas de la chimenea. Pero él, que era muy bondadoso
y siempre estaba de buen humor, no se quejaba.

La familia salía adelante gracias al heno que plantaba el padre año tras año en la ladera de
una colina. Allí tenía un granero donde en verano guardaba el heno que recogía. Pero
sucedió que por San Juan, un año desapareció todo el heno fresco que tenía plantado.
Desesperado, volvió a plantar más, y al año siguiente, dijo a sus hijos:

– Mañana es la noche de San Juan, y no quiero que me vuelva a suceder lo del año
pasado. No podemos quedarnos sin heno. Necesito que uno de ustedes vaya al granero a
vigilar.

El hermano mayor dio un paso adelante:

– No te preocupes, padre. Yo iré, y nada ni nadie podrá llevarse el heno, ni hombre, ni


animal ni demonio.

El hermano mayor partió hacia la colina y se tumbó en el granero, pero justo a medianoche,
una gran sacudida hizo temblar la tierra y hasta las paredes del granero. Era similar a un
terremoto, y el joven salió de allí corriendo, muerto de miedo.Al día siguiente, el padre fue a
la colina y comprobó que el heno había desaparecido.

Pasó otro año, y justo la víspera de San Juan, el campesino volvió a decir:

– Necesito que uno de vosotros vigile en el granero. No quiero que suceda lo mismo que el
año anterior.

El hermano mayor aún temblaba pensando en aquel terremoto, y fue el mediano quien se
presentó voluntario:

– Iré yo esta vez, padre.

Sin embargo, al hermano mediano le pasó lo mismo que al hermano mayor: un terremoto
sacudió el granero y el muchacho salió corriendo muerto de miedo.

Una vez más, el campesino perdió el heno.

Al año siguiente, ninguno de los hermano mayores quería ir al granero:

– No pasa nada, padre, yo puedo ir- dijo Ceniciento.

– ¡Ja, ja, ja! – se burlaron los hermanos- Tú, que te sientas encima de las cenizas… ¿Qué
harás si aparece un animal salvaje? No aguantarás ni un minuto allí…
– Dejad que vaya. No perdemos nada con intentarlo- dijo el padre.

Y Ceniciento caminó hacia la colina, y entró en el granero. Justo a media noche, empezó el
temblor, pero el joven, acostumbrado a la Naturaleza, no se asustó.

– ¿Por este temblor salieron mis hermanos disparados?- pensó.

Más tarde sintió un temblor aún más fuerte, pero tampoco se movió de allí.

– Solo es un terremoto… pasará.


Y por último vino un tercer terremoto más intenso, pero Ceniciento tampoco se asustó.
Entonces, escuchó el sonido de un caballo comiendo. Al asomarse por la puerta, vio a un
enorme caballo comiendo heno. Llevaba bridas de cobre, una silla y encima, una armadura
también de cobre.

– ¡Con que eres tú quien se come nuestro heno!

Ceniciento agarró las bridas, marcó al caballo, haciéndose dócil, y lo llevó junto con la
armadura a un lugar que sólo conocía él. ¡Menuda alegría se dio su padre al ver que el
heno estaba todavía ahí al día siguiente! Así que al siguiente año, también mandó a
Ceniciento al granero por San Juan. Y de nuevo llegaron los tres terremotos, y al escuchar
el sonido de un caballo comiendo, se asomó, y esta vez vio a un caballo aún más grande,
con las bridas de plata y una armadura de caballero de plata sobre la silla de montar.

De nuevo consiguió marcarlo con un hierro y lo llevó al mismo lugar a donde había llevado
el otro caballo.

Al tercer año, todo sucedió de la misma forma, pero el caballo que vio Ceniciento esa vez
era más grande y sus bridas y la armadura eran de oro macizo. Terminó junto con los otros
dos caballos.

Curiosamente ese año, el rey ofreció por vez primera la mano de su hija. Era una joven tan
hermosa, que todos los caballeros y príncipes quedaban rendidos al verla. Pero para
conseguir su mano, el rey había mandado el siguiente enunciado:

– Por orden del rey, se hace saber que entregará la mano de su hija a aquel que consiga
escalar la colina de cristal. En la cima esperará sentada la princesa, y llevará consigo tres
manzanas de oro. Aquel caballero que consiga llegar hasta arriba y se haga con las
manzanas, podrá casarse con su hija y recibirá la mitad del reino.

¡Menudo alboroto se armó! Bien es cierto que la colina de cristal era casi imposible de
escalar a caballo. Era tan resbaladiza como el hielo y tan empinada como una pared, pero
todos, caballeros, príncipes y plebeyos, querían intentarlo.

Los hermanos de Ceniciento se apuntaron, pero no dejaron ir a su hermano:

– Tú no puedes venir, Ceniciento. ¡Nos pondrías en ridículo! ¡Mírate, todo cubierto de hollín!
Así que el día indicado, los hermanos mayores partieron hacia la colina y Ceniciento esperó
a que se marcharan para acudir a por su caballo.

Los caballeros intentaron escalar la montaña, pero era imposible, ninguno conseguía
escalar ni un tercio. Los caballos se resbalaban y otros terminaban dando la vuelta
agotados.

La princesa se aburría, hasta que, una vez que terminaron todos de intentarlo, se levantó de
la silla, y a punto de dar por finalizada esa primera jornada de pruebas, vio aparecer a un
nuevo caballero. Montaba un espléndido caballo con bridas de cobre. La armadura del joven
también era de cobre y brillaba con fuerza. Comenzó a escalar la colina y cuando ya llevaba
un tercio, se paró de golpe y miró a la princesa. Ella de pronto sintió algo especial por aquel
joven, y lanzó por la colina una de sus manzanas. Él la recogió, y bajó la colina con su
maravilloso caballo, perdiéndose entre los árboles del bosque.

– Hermano, ¡no sabes lo que ha pasado! – dijeron los hermanos de Ceniciento al llegar a
casa- Esa colina endiablada es imposible de escalar, pero cuando ya terminamos todos, un
caballero con armadura de cobre escaló más que ninguno, y luego se dio la vuelta y se
alejó…

– Oh, ¿de veras? ¡Cómo me gustaría haber estado allí!

– Ni lo sueñes. Tú no vendrás con nosotros… ¡Moriríamos de vergüenza!

Así que, al día siguiente, los hermanos partieron de nuevo para la colina, en un segundo
intento. Y pasó lo mismo que el día anterior, que ninguno era capaz de escalar la colina…
Hasta que de pronto, apareció entre los árboles del bosque un caballero con un caballo más
hermoso aún que el del día anterior. Tenía bridas de plata, del mismo material que la
armadura del joven.

El caballo escaló sin problemas la colina, pero cuando justo llegó a la mitad, se paró en
seco. La princesa, extasiada, le lanzó la segunda manzana de oro. Él la agarró y bajó la
colina.

– ¡Hermano, lo que te perdiste hoy!- dijeron al llegar a casa los hermanos de Ceniciento-
¡Un caballero con armadura de plata ha escalado la mitad de la colina! Estábamos todos
deseando que siguiera adelante, porque realmente parece digno de la princesa, pero no lo
hizo, y bajó de nuevo la colina, con una manzana que la princesa le lanzó!

– ¡Vaya! ¡Ojalá pudiera verlo!

– Ni lo sueñes. Tú te quedas aquí. ¿Dónde vas a estar mejor?

Al tercer día, los hermanos de Ceniciento acudieron a la colina. Era el último día para
conseguir aquella proeza, y no iban a desaprovechar la oportunidad. Pero era imposible,
ninguno pudo… Pero la princesa decidió esperar y esperar… Estaba segura de que volvería
a aparecer el caballero misterioso. Y así fue: de pronto, entre los árboles del bosque, un
caballero con armadura de oro se acercó despacio a la colina de cristal.
El caballo era realmente majestuoso y sus bridas también eran de oro. Brillaba tanto como
el sol. El caballo comenzó a subir la colina, y llegó a los pies de la princesa. Tomó la última
manzana de oro que le quedaba y bajó la colina, para perderse de nuevo entre los árboles.

– Muy bien- dijo el rey- Todos los jóvenes del reino deben acudir mañana al castillo.
Veremos quién consiguió las manzanas.

Y al día siguiente, la sala del trono se llenó, pero ninguno parecía tener las manzanas.

– No puede ser- dijo el rey- Mi hija entregó tres manzanas… ¡alguien debe tenerlas! ¿De
verdad están aquí todos los jóvenes del reino?

– Bueno- dijo entonces el campesino- Tengo otro hijo, pero está en casa. Mis hijos mayores
no querían que viniera…

– Pues exijo que venga aquí ahora mismo. Dije que debían acudir todos- dijo el rey.

Y Ceniciento llegó al castillo al cabo de unos minutos, con su capa llena de hollín. La
princesa le miró con curiosidad. Había algo en él que le recordaba a aquel caballero…

– Bien, necesito saber si tú tienes alguna de las manzanas de oro que mi hija entregó en la
colina de cristal- dijo el rey.

Entonces, el joven se quitó la capa y apareció ante todos con su espléndida armadura de
oro. Los hermanos de Ceniciento no podían creer lo que estaban viendo. Y la princesa se
levantó de un salto al reconocer a su caballero. El joven mostró al rey no una, sino las tres
manzanas de oro que tenía guardadas.

– ¡Tenemos ganador!- dijo entusiasmado el rey- ¡Él será quien se case con mi hija!

Y así fue cómo Ceniciento consiguió no solo el amor de la princesa, sino también la mitad
del reino, el lugar en donde fue feliz el resto de sus días.
El odio que das
Cuando cumplí doce años, mis papás tuvieron dos charlas conmigo.
Una fue la típica sobre de dónde vienen los niños. Bueno, en realidad no me dieron la
versión normal. Mamá, Lisa, es enfermera de profesión, y me explicó qué entraba en dónde,
y qué no necesitaba entrar aquí, allá, o en cualquier maldito lugar hasta que yo creciera. En
ese entonces, yo dudaba que de todos modos algo fuera a entrar en alguna parte. Mientras
que a todas las demás chicas les brotaban los senos entre sexto y séptimo grado, yo tenía
el pecho tan plano como la espalda.
La otra charla fue sobre qué hacer si me detenía la policía.
Mamá protestó y le dijo a papá que era demasiado pequeña para eso. Él respondió que no
lo era para que me arrestaran o me dispararan.
—Starr-Starr, si eso ocurre, haz lo que te digan que hagas —dijo—. Mantén las manos a la
vista. No hagas ningún movimiento repentino. Habla sólo cuando te lo pidan.
Yo sabía que debía ser algo serio. Papá tenía la bocota más grande que cualquiera que
conociera, y si decía que tenía que quedarme callada, entonces tenía que quedarme
callada. Realmente vivir como negros en esta sociedad da la necesidad de tener esta
charla.

Espero que alguien haya tenido esa charla con Khalil.


Maldice en voz baja, le baja el volumen a Tupac y detiene el Impala a la orilla de la calle.
Nos encontramos sobre Carnation, donde la mayoría de las casas están abandonadas y la
mitad de los faroles rotos. No hay nadie más que nosotros y un patrullero.
Khalil apaga el motor.
—Me pregunto qué quiere este tonto.
El oficial se estaciona y enciende las altas. Parpadeo para no deslumbrarme.
Recuerdo otra cosa que papá me dijo. Si estás con alguien, cruza los
dedos para que no tenga nada encima o los encerrarán a los dos.
—K, no tienes nada en el coche, ¿cierto? —le pregunto.
Mira al poli por su espejo lateral.
—Nada de nada.

El oficial se acerca a la puerta del conductor y le da un golpecito a la ventana. Khalil le da


vueltas a la manija para bajarla. Como si no nos hubiera encandilado lo suficiente, el policía
nos alumbra los rostros con su linterna.
—Licencia, tarjeta de circulación y comprobante de seguro.
Khalil rompe una regla: no hace lo que el poli quiere.
—¿Por qué nos obligó a orillarnos?
—Licencia, tarjeta de circulación y comprobante de seguro.
—Pregunté, ¿por qué nos obligó a orillarnos?
—Khalil —le ruego—. Haz lo que te pide.
Khalil se queja y saca su cartera. El policía sigue sus movimientos con la linterna.
El corazón me late con fuerza, pero las instrucciones de papá reverberan en mi cabeza:
Mira bien la cara del policía. Si puedes memorizar su número
de insignia, aún mejor.
Mientras la linterna seguía las manos de Khalil, logró distinguir los números de la insignia:
ciento quince. Es blanco, tiene entre treinta y pico y cuarenta y pocos años, el cabello
oscuro está cortado al rape y tiene una cicatriz delgada sobre el labio superior.
Khalil le pasa sus documentos y la licencia.
Ciento Quince los revisa.
—¿De dónde vienen?
—¿A ti qué? —dice Khalil, en el sentido de qué te importa—. ¿Por qué me pediste que me
orillara?
—Tienes la luz trasera rota.
—¿Y me vas a multar o qué? —pregunta Khalil.
—Muy bien. Bájate del coche, chico listo.
—Hombre, sólo dame la multa…
—¡Bájate del coche! ¡manos arriba, donde las pueda ver!
Khalil se baja con las manos arriba. Ciento Quince lo jala del brazo y lo aprisiona contra la
puerta trasera.
Lucho por encontrar mi voz.
—Él no quería…
—¡Las manos en el tablero! —me grita el oficial—. ¡No te muevas!
Hago lo que me dice, pero las manos me tiemblan demasiado como para quedarse quietas.
Catea a Khalil.
—Está bien, listillo, veamos qué te encontramos encima hoy.
—No vas a encontrar nada —dice Khalil.
Ciento Quince lo registra dos veces más. No encuentra nada.
—Quédate aquí —le dice a Khalil—. Y tú —se asoma por la ventana para verme—, no te
muevas.
No puedo ni asentir.
El oficial camina de regreso a su patrulla.
Mis papás no me enseñaron a temerle a la policía, sólo a usar mi inteligencia cuando están
cerca. Me dijeron que no es inteligente moverse cuando un oficial está de espaldas a ti.
No es inteligente hacer un movimiento repentino.
Khalil lo hace. Se acerca a su puerta.
—¿Estás bien, Starr…?
¡Pum!
Uno. El cuerpo de Khalil se sacude. La sangre le borbotea por la espalda.
Se agarra de la puerta para mantenerse en pie.
¡Pum!
Dos. Khalil suelta un grito ahogado.
¡Pum!
Tres. Khalil me mira, estupefacto.
Cae al suelo.
Tengo diez años otra vez, y estoy viendo caer a Natasha.
Un alarido ensordecedor surge desde mis entrañas, estalla en mi garganta y utiliza cada
centímetro de mi ser para hacerse escuchar.
El instinto me dice que no me mueva, pero todo lo demás me urge a que compruebe cómo
está Khalil. Salto fuera del Impala y voy corriendo al otro lado. Khalil está mirando el cielo
fijamente como si esperara ver a Dios.
Tiene la boca abierta como si quisiera gritar. Grito con suficiente fuerza por los dos.
“—No, no, no —sólo eso puedo decir, como si tuviera un año y fuera la única palabra que
conociera. No estoy segura de cómo termino en el suelo junto a él. Mamá me dijo una vez
que tratara de detener el sangrado si le disparan a alguien, pero hay tanta sangre.
Demasiada sangre.
—No, no, no.
Khalil no se mueve. No pronuncia una sola palabra. Ni siquiera me mira.
Su cuerpo se pone rígido, y ya se ha ido. Espero que vea a Dios.
Alguien grita.
Parpadeo entre mis lágrimas. El oficial Ciento Quince me grita, me apunta con la misma
pistola con la que mató a mi amigo.
Levantó las manos.
Dejan el cuerpo de Khalil en el pavimento como si fuera un elemento probatorio. Las luces
de las patrullas y las ambulancias parpadean por toda la calle Carnation. La gente se
detiene a un lado, intentando ver qué sucedió.
—Mierda, hermano —dice alguien—. ¡Lo mataron!
Los oficiales le piden a la multitud que se disperse. Nadie escucha.
Los paramédicos no pueden hacer un carajo por Khalil, así que me suben a la parte de
atrás de la ambulancia como si yo necesitara ayuda. Las luces brillantes me convierten en
el centro de atención, y la gente se estira para ver.
No me siento especial. Me siento enferma.
La policía revisa el coche de Khalil. Intento decirles que se detengan. Por favor, cúbranle el
cuerpo. Por favor, cierrenle los ojos. Por favor, cierrenle la boca. Aléjense del coche. No
toquen su cepillo. Pero las palabras nunca salen.
Ciento Quince está sentado en la acera con la cara entre las manos. Otros oficiales le dan
palmadas en el hombro y le dicen que todo saldrá bien.
Finalmente le ponen una sábana encima a Khalil. No puede respirar debajo de ella. Yo no
puedo respirar.
No puedo.
Respirar.
Jadeo.
Y jadeo.
Y jadeo.
—¿Starr?
Aparecen unos ojos marrones con pestañas largas frente a mí. Son como los míos.
No le pude decir mucho a la policía, pero sí logré darles los nombres y teléfonos de mis
padres.
—Hola —dice papá—. Ven, vamos.
Abro la boca para responder. Me sale un sollozo.
Alguien mueve a papá a un lado, y mamá me envuelve entre sus brazos.
Me acaricia la espalda y me dice mentiras en voz baja.
—Todo está bien, nena. Todo está bien.
Nos quedamos así durante mucho tiempo. Pasado un rato, papá nos ayuda a bajar de la
ambulancia. Me envuelve con su brazo como un escudo protector contra los ojos curiosos y
me guía a su Tahoe, estacionada un poco más adelante.
Conduce. Un farol destella sobre su rostro y muestra lo tensa que está su quijada. Sus
venas se abultan a lo largo de su cabeza calva.
Mamá trae puesta su bata de enfermera, la que tiene patitos de hule. Esta noche hizo doble
turno en la sala de emergencias. Se limpia los ojos unas cuantas veces, pensando,
probablemente, en Khalil o en cómo podría haber sido yo la que estuviera tirada en la calle.
Se me revuelve el estómago. Toda esa sangre, toda salió de él. Tengo parte de ella en las
manos, en la sudadera de Seven, en mis pies. Hace una hora reíamos y nos poníamos al
día. Ahora su sangre …
El Ruiseñor y la rosa
Paseaba muy triste un estudiante cerca de la encina en donde el ruiseñor había construido
su nido. El joven lloraba amargamente mientras gritaba a los cuatro vientos su desdicha:

– ¡Una rosa roja! ¡Solo quiere una rosa roja y no encuentro ninguna!- decía entre lágrimas el
estudiante.

El ruiseñor, alertado por el llanto del joven, escuchó con atención, mientras él seguía
hablando:

– Si consiguiera una rosa roja, ella bailaría conmigo toda la noche. Aceptaría ir al gran baile
en mi compañía. Y al fin podría rozar su cálida piel. Oh, qué desgraciado soy, ¡qué duro es
el amor!

El ruiseñor pensó entonces:

– Pobre chico… Yo, que cada día canto al amor y a la belleza, sé lo que se puede llegar a
sufrir por amor. El mayor sufrimiento, sin duda, porque el amor lo es todo, y sin amor, la vida
carece de sentido.

Por su parte, el joven, que ya se había tumbado sobre el césped, seguía llorando:

– No puedo ser más desgraciado… ¡Si solo quiere una rosa roja! ¡Y no hay ninguna en todo
mi jardín! Si al menos consiguiera una… ¡Qué felicidad! ¡Sería como rozar el cielo! ¡Cómo
encontrarme de pronto en el paraíso!

Pasaba por allí cerca una lagartija, quien, al ver llorar al chico, preguntó:

– Pero… ¿por qué llora así?

– Eso, eso- añadió una mariposa que volaba entre las flores- ¿Por qué?

Y una dulce margarita, levantó su cabeza y también preguntó:

– ¿Por qué llora?

Y el ruiseñor contestó:

– Por una rosa roja. Por amor.

– ¡Vaya ridiculez!- dijeron los tres.

Pero el ruiseñor, que entendía perfectamente el sufrimiento que genera el amor, alzó el
vuelo en busca de una rosa roja. Llegó hasta un rosal y le dijo:

– Rosal, dame una rosa roja y cantaré las más dulces melodías.
– Me temo que no puedo- contestó el rosal- Mis rosas son más blancas que la luna. Pero
pregunta a mi hermano, el rosal que está junto a la iglesia. Tal vez pueda ayudarte.

El ruiseñor voló hasta allí y le dijo al rosal:

– Rosal, por favor, dame una rosa roja y te cantaré las melodías más dulces que hayas
escuchado nunca.

– Ya me gustaría- contestó el rosa- Pero mis rosas son amarillas, tan amarillas como el sol y
el trigo. Pregunta al rosal que duerme bajo la ventana del estudiante.

Y el ruiseñor llegó hasta el rosal que había bajo la ventana del estudiante y le dijo:

– Rosal, necesito una rosa roja. ¿Podrías dármela tú?

– Oh, lo siento, ruiseñor, pero este año no podré dar rosas, porque la escarcha y las
heladas rompieron mis raíces y mis ramas. Mis rosas son rojas, sí, pero no puedo crear
ninguna.

– ¿Y no hay ninguna manera de solucionarlo?- preguntó entonces el ruiseñor.

– Sí la hay, pero es terrible…

– Dime, rosal, ¿qué puedo hacer?

– Podría dar una rosa roja nacida del sacrificio por amor. Si tú vienes a la luz de la luna esta
noche y cantas hasta el amanecer pegado a mis espinas, y la sangre de tu corazón llega
hasta el mío, podré crear la rosa roja más hermosa.

– Dar mi vida por una rosa me parece un alto precio… Sin embargo… ¿Qué es la vida de
un pájaro frente al amor de un hombre? Esta misma noche vendré, rosal.

El ruiseñor acudió hasta donde estaba el joven, que aún lloraba desconsolado, y le dijo:

– No llores más, joven enamorado, pues esta misma noche te conseguiré esa rosa y el
amor podrá triunfar, pero prométeme que será un amor verdadero, un amor puro y eterno.

Y el joven, que escuchaba cantar al pájaro, no entendía bien lo que decía:

– Oh, es lindo tu trinar, pero seguramente seas solo un ave que no entiende de amor y
sufrimiento, que vuela y piensa en sí mismo de forma egoísta…

Y diciendo esto, el estudiante se fue a su habitación.

Esa misma noche, a la luz de la luna, el ruiseñor fue hasta el rosa y cumplió su palabra.
Comenzó a cantar las melodías más dulces, inspirado por el amor, mientras se apretaba a
las espinas del rosa y dejaba que se hundieran en su carne. La sangre fue dando vida a una
rosa, al principio pálida, luego algo sonrosada, y al final, con los primeros rayos de la
aurora, ya cuando el pequeño ruiseñor cayó desplomado al suelo, la rosa se tornó roja y
hermosa, y abrió sus pétalos a la mañana, llena de vida.

El estudiante abrió la ventana y vio con asombro esa hermosa rosa roja, pero no se fijó que
en el suelo yacía muerto el ruiseñor.

– ¡Oh! ¡Qué suerte la mía! ¡Qué gran dicha! ¡Una rosa roja! ¡Mi amada querrá bailar al fin
conmigo!

Y el joven cortó la rosa y se fue corriendo hasta la casa del profesor, para entregarle la rosa
a su hija.

El estudiante llegó a la casa del profesor y dijo a su amada:

– ¡Mira! ¡Traigo lo que me pediste! ¡Aquí tengo tu rosa! ¿Bailarás esta noche conmigo?

– Oh, no, claro que no- dijo entonces la joven ingrata– Tengo otro pretendiente que me ha
regalado joyas. Como comprenderás, una joya vale más que una estúpida rosa roja. Así
que llévatela, porque no la quiero.

El joven se enfadó entonces, pensando en lo estúpido que es el amor y en lo ingrata que


era la joven. Al salir, arrojó al suelo la rosa y se fue a su cuarto murmurando:

– ¡Ah! ¡El amor! ¡Qué tontería! No merece la pena dedicarle ni un minuto. Prefiero mis
estudios y mis libros, que me dan muchas y más gratas recompensas.
Preguntas
Lecturas de 6 a 8 años
Primera Lectura: El rey desconfiado
1. ¿Cómo y dónde guardaba el rey su corona todas las noches?
El rey guarda su corona en el cajón cerrado con una llave la cual está en otro cuarto
2. ¿De quién sospechó el rey que le había robado la corona?
De Mateo, un sirviente
3. ¿Dónde se encontraba la llave?
Debajo de la alfombra
4. ¿Qué piensas de la actitud del rey?
Fue muy desconfiado

Segunda lectura: La botella de la felicidad


1. ¿Cuáles eran las instrucciones de la botella?
Inhalar un poco de felicidad una vez al día, cerrar la botella rapido
2. ¿Cuál era la advertencia?
Tomar más de una vez causaría empacho de la felicidad
3. ¿Qué pasó cuando el hombre ignoró la advertencia?
Estuvo muy feliz y se durmió hasta el dia siguiente
4. ¿Crees que la botella le sirvió al hombre?
Si

Lecturas de 10 a 12 años
Primera lectura: Los dioses del norte
1. ¿Qué te hace sospechar que algo inusual está sucediendo en esta historia?
Por que una chica corre por el bosque con un bebé y parece estar huyendo de algo.
2. ¿Qué encuentro tiene la chica en el bosque, y cómo reacciona ante la criatura que
se encuentra?
La chica encuentra al Basajaun, una criatura gigante del bosque. Ella reacciona con
sorpresa y temor al encontrar al gigante.
3. ¿Cómo cambia la actitud del Basajaun hacia la niña a medida que la historia
avanza?
A medida que la chica coloca al bebé en los brazos del Basajaun y el bebé se calma,
la criatura comienza a dudar de su decisión inicial y muestra cierta empatía hacia la
niña.
4. ¿Qué dilema enfrenta el Basajaun y por qué crees que decide finalmente ayudar a la
chica?
Posiblemente motivado por la empatía que siente por el bebé y la determinación de
la chica.
Segunda lectura: La princesa sobre la colina de cristal
1. ¿Por qué los hermanos mayores salían corriendo del granero?
R. Habían terremotos que los asustaban
2. ¿Cuál era el requisito para conseguir la mano de la princesa?
R.Escalar la colina de cristal y tener las 3 manzanas de oro
3. ¿Quién era el caballero misterioso?
R.Ceniciento
4. ¿Cuál es el mensaje del cuento?
R. No se deben juzgar las apariencias de los demás
Lecturas de 13 a 14 años
Primera lectura: El odio que das
1. ¿Por qué el padre de Starr le dijo que se quedara callada si la detenía la policía?
Para evitar problemas y mantenerla segura, ya que no quería que hiciera
movimientos bruscos que pudieran ser malinterpretados por la policía.
2. ¿Cómo reacciona Starr durante la detención?
Se siente asustada y sigue las instrucciones que le dieron sus padres sobre cómo
comportarse durante una detención policial. Trata de mantener las manos a la vista y
evitar movimientos bruscos.
3. ¿Qué sucede al final de la detención?
El oficial de policía dispara a Khalil, quien queda gravemente herido.
4. ¿Cuál es el mensaje central sobre las charlas que los padres de Starr tienen con ella
al cumplir doce años?
Tratando de prepararla para la realidad de su entorno, tanto en términos de
educación sexual como de cómo interactuar con la policía para mantenerse a salvo.

Segunda lectura: El ruiseñor y la rosa


1. ¿Para qué el estudiante quería una rosa roja?
Para poder ir al baile con una chica
2. ¿Cuáles eran los colores que los rosales le mencionaron al ruiseñor?
Blanco, amarillo y rojo
3. ¿Qué le dijo la hija del profesor cuando el estudiante le llevó la rosa?
Iría con un pretendiente que le había regalado joyas
4. ¿Cuál fue la actitud del ruiseñor a lo largo del cuento?
No se dio por vencido y luchó hasta lograr su objetivo

También podría gustarte