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El rubí más rojo

"Dios es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en
ninguna". Hermes Trismegisto

No había en su vida otro asunto que no fuera el platillo de cerdo. El recordar cada uno
de sus ingredientes representaba una gran hazaña, pero en realidad cualquier cosa
que siguiera un curso lineal parecía desvanecerse en su memoria. Escribía notitas y
las pegaba por toda la casa, eran los nombres de los objetos a los cuales se adherían,
así asociaba que el objeto con el cual podía comunicarse con otras personas empezaba
con una t y terminaba con una o, pero de poco le servía ya que no recordaba cómo
utilizarlo. Su única compañía era un gato que salía todas las noches y llegaba a la
puerta de la casa con sus presas por la mañana. La casa empezaba a lucir cada vez más
desordenada, había montañas de basura apiladas por la sala. Retiró el sobre de
mostaza que cubría el rostro de su hija en una fotografía del álbum familiar y la colocó
sobre la repisa, era del viaje a las montañas que había hecho con su esposo y su hija
hace años, en ella estaban rodeados por un bosque frondoso y un cielo azul que le
hicieron recordar la frescura del viento. Por un momento olvidó el nombre de su hija y
se quedó pasmada mientras el gato hambriento devoraba un roedor, sintió un vacío en
sus entrañas. Lo recordó y de inmediato lo escribió en una notita que adhirió a la
fotografía, suspiró tranquila.

Buscó la receta del lomo de cerdo en el libro de cocina que le había regalado su
esposo en su cumpleaños hace varios años. Repasó los nombres: pato a la naranja,
codornices en salsa de champiñones, pero no encontró el del lomo de cerdo a la
crema. Arrojó el mamotreto contra un espejo y lo rompió, un pedazo que salió
disparado reflejó sus canas, arrugas y ojeras. Se cubrió el rostro con las manos y
escuchó cómo el reloj del parque marcaba la hora, era una preciosa tonada de
campanas. Guardó la fotografía del bosque en su pecho por si algún día llegaba a
olvidarse de su familia; lo que más extrañaba en el mundo era la voz de su hija y los
abrazos de su esposo. De él todavía podía recordar su fisonomía de toro, era así no
solo por la musculatura de sus extremidades, sino también por el tamaño de sus ojos.
En la pasada nochebuena ella había decidido cocinar su platillo favorito para animarlo
un poco, meses antes habían perdido a su única hija, una triste joven que se había
ahogado en el mar.

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La noche del veinticuatro de diciembre ella había salido a la tienda a comprar más
crema para el lomo de cerdo. Su esposo siempre disfrutaba de comer poco a poco los
ingredientes de las comidas, esa noche había comenzado con las nueces de la ensalada
de manzana pero una particularmente grande se le atoró en la garganta. Para cuando
ella regresó, su enorme cuerpo estaba recargado hacia atrás en una de las sillas del
comedor, con la lengua por fuera y los ojos en blanco, el lomo de cerdo estaba intacto.
Ella sintió un fuerte escalofrío recorriendo su cuerpo, estaba segura de que era la
muerte llevándose el alma de su esposo.

Desde entonces empezó a olvidar la vida. Al dormir murmuraba entre


gesticulaciones cortas algunos ingredientes del platillo principal. Se sentía incompleta,
como si en su interior hubiera un círculo que no lograra cerrarse. Así fue cómo decidió
que lo mejor sería cocinar el lomo de cerdo para conmemorar el cumpleaños de su
esposo. El día se acercaba, tenía escrita la fecha en el calendario, el problema era que
ella ya escasamente recordaba la tercera parte de los ingredientes. Una tarde en la que
lloraba se percató que afuera caía una tormenta con un ritmo peculiar, se apaciguaba
cada vez que su llanto se calmaba y se volvía torrencial cuando lloraba de nuevo. Fue
entonces cuando escuchó caer el agua de la ducha, el vapor que salía del baño nubló su
vista; estaba casi segura de que no había dejado abierta la llave. Al entrar al baño, el
vapor se disipó y vio la silueta de una mujer que se dibujó sobre la cortina, pero ella
no se atrevió a deslizarla. Escapó a su habitación muy deprisa y en la cama encontró
un cuerpo inerte totalmente cubierto por las sábanas. Se sentó en una silla a observar
expectante cómo el cuerpo comenzó a acurrucarse, escuchó una voz suave: era su hija
enlistando los ingredientes del lomo de cerdo a la crema. Ella le dijo que su padre
había muerto, su hija le respondió que ya lo sabía porque había estado con él; su padre
le dijo que anhelaba con ansias el platillo en la iglesia en donde estaban sus cenizas, le
pidió a su hija que le dijera a su madre que fuera esa misma noche a la iglesia y no
hasta su cumpleaños porque él ya la esperaba. Ella anotó todo en una libreta y su hija
se despidió diciéndole: Madre, estoy para ti, para darte la receta, es lo único que te
acerca a la realidad, es lo único que queda. La madre sonrió con ternura y se preparó
para salir al mercado a conseguir los ingredientes.

Había dejado de llover y el olor a tierra mojada del parque la reanimó. En la


carnicería del mercado encontró una enorme cabeza de cerdo, la delimitación de los
surcos en la cuenca de sus ojos la cautivó de tal forma que se imaginó a sí misma con
cabeza de cerda, se rio. De regreso a casa, mezcló la crema con clavo y ajo, marinó el
lomo y después de unas horas metió los trozos en el horno tal como lo decía en la
libreta. Un leve mareo que fue incrementando le hizo querer abandonar la posibilidad
de ir esa misma noche a la iglesia, pero retomó el curso de sus acciones y al final
colocó los pedazos de lomo en un recipiente que cubrió para que se mantuvieran
calientes. La lluvia había enfriado el ambiente, se colocó un rebozo negro en el cuello y
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se sorprendió al sentir que su perímetro era más ancho de lo normal; al tocar sus
pómulos notó que eran prominentes. Fue hacia el espejo roto de la sala y vio el reflejo
fragmentado de su rostro de cerda. Lloró más fuerte que la vez anterior y para
calmarse vio de nuevo la fotografía de su familia en el bosque. Del álbum familiar
tomó otra fotografía que le hizo pensar un momento en silencio: era su hija de
espaldas contemplando el mar, una diminuta lágrima se escurrió por su hocico.
Cuando se calmó tomó el recipiente, se acomodó el rebozo de manera que cubriera su
rostro y salió de la casa.

En la calle evocó el recuerdo del viaje de verano en el cual los tres visitaron un
complejo vacacional en el extremo oriental del mundo; ahí había una gigantesca
estatua de león que se postraba ante el mar, esa era la forma del hotel en el cual se
habían hospedado y que miraba hacia una isla paradisíaca. Se alojaron en la
habitación principal, sus enormes ventanales semejaban los ojos del colosal león. El
día en el que llegaron, su hija salió a la terraza que sobresalía de los ojos del animal,
debajo descansaban rocas enormes que servían como un camino prometedor hacia la
pequeña isla cuando la marea era baja. Pero a pesar de las advertencias de las
autoridades del lugar y de todos los señalamientos sobre el mal tiempo, ella se deslizó
entre las rocas sin importarle que la marea subiera poco a poco, hasta que su cuerpo
desapareció en la inmensidad del mar. Al siguiente día salió el sol, fue la última vez
que la vieron.

Ella se tragó el llanto y se acomodó el rebozo que llevaba puesto alrededor de


la cabeza, solo sus ojos podrían ser vistos. Llegó a la puerta de la iglesia y antes de
entrar tomó un respiro. En el altar un sacerdote estaba dirigiendo un sermón hacia los
feligreses. Ella caminó por uno de los costados de la iglesia hacia a las criptas, tendría
que pasar a un costado del altar. La voz del sacerdote, que llegaba a todos los rincones
de la iglesia, se quedó en silencio cuando la vio agazaparse entre las columnas. La
llamó para que se acercara al altar y ella se rehusó con un movimiento de cabeza, pero
el sacerdote insistió con un tono tan amable que la hizo cambiar de parecer. Ella
caminó por las escalinatas para subir al ábside pero tropezó con la parte más baja de
su vestido, rompió el recipiente y el rebozo se deslizó dejando al descubierto su gran
hocico. Se hizo un silencio sepulcral. Enseguida el sacerdote fue hacia ella, la persignó
y la abrazó, le enjugó una lágrima que se derramó por su rostro y tomando sus gordas
mejillas dirigió su cabeza hacia los feligreses, en donde un joven que se encontraba
sentado al frente se mantenía indiferente ante los hechos. Ella lo miró fijamente, tenía
una sola y espesa ceja que ceñía sus ojos verdes y hermosos; su cabeza estaba casi
rapada, a excepción del cabello castaño trenzado que nacía de su coronilla y caía hasta
su hombro izquierdo, de su oreja derecha pendía un radiante rubí. Él empezó a reír
con una sonrisa misteriosa mientras bebía lo que parecía una sustancia púrpura que
se esparcía por su boca de un pequeño frasco color ámbar. El sacerdote le ayudó a la
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mujer a levantarse y la llevó hasta la pila bautismal para sumergir su enorme cabeza
en el agua, la sujetó hasta que ella empezó a forcejear.

Alzó la cabeza, el cuarto de baño estaba casi en penumbras, solo un delgado haz
de luz azul se filtraba por la ventana y se reflejaba en el espejo trazando una perfecta
línea delgada sobre los azulejos. Las campanadas del reloj del parque la hicieron
volver en sí, los escalofríos se habían vuelto cada vez más intensos. No sabía cuánto
tiempo había pasado desde la picadura, tal vez una o dos horas. Justo después de que
sintió el aguijón, su mano y su lengua se adormecieron por completo y perdió la fuerza
en la mayoría del cuerpo, cayó de la silla de ruedas y se quedó recostada en el suelo.
Su cabeza estaba ardiendo, su frente perlada de sudor; recobró las pocas fuerzas que
le quedaban para arrastrarse con el brazo indemne hasta el cuarto de baño y en un
arrebato de desesperación llenó la tina de agua fría y se introdujo en ella. Sus
pensamientos fluían como una vorágine; entre gesticulaciones cortas intentaba
pronunciar el nombre de algo que creía haber olvidado, entre visiones podía
vislumbrar el rostro de un sacerdote y una mujer con cabeza de cerda, ¿quiénes eran
los personajes que en su mente se agolpaban? Sintió que el corazón le estallaría, pensó
que moriría si no llegaba su hermano pronto; él había salido en la tarde, trabajaba
como saltimbanqui en un circo que le debía varias semanas de paga, vivían juntos
desde niños y su situación económica empezó a ser más precaria cuando ella tuvo el
accidente que la dejó en silla de ruedas. Él no contestó las llamadas ni los mensajes, su
teléfono estaba apagado, después recordó que él le había dicho que haría una
presentación especial en el cumpleaños de un artista acaudalado, siempre intentaba
ganar más dinero en esos eventos. A ella le gustaba imaginar cómo serían sus
presentaciones privadas, lo consideraba el ser más honorable de su familia y pensaba
que el público opinaba lo mismo. Sin embargo, esa noche él había decidido dar un giro
al futuro de ambos, había aceptado realizar la presentación porque sabía que el artista
tenía una joya que valía lo suficiente como para que los dos vivieran sin apuros por un
buen tiempo.

La fiesta transcurrió en una mansión en las afueras de la ciudad. Los invitados


llegaron ataviados con disfraces, usaban máscaras de animales fantásticos o de
objetos ordinarios adaptados a su rostro, algunos con maquillaje intentaban
representar paisajes de cielo y astros. El anfitrión, un joven pintor que se había
granjeado en poco tiempo una gran fama y fortuna por sus obras surrealistas, bajó de
las escaleras del recibidor vistiendo una larga capa carmesí, además usaba un dije que
tenía un radiante rubí incrustado en el centro y en la cabeza llevaba una corona
dorada. Se sentó con los invitados en una mesa circular en donde devoraron un gran
banquete, bebieron vino y se rieron de sus atuendos. Una vez que terminaron de
comer, el saltimbanqui les mostró sus acrobacias y contorsiones, a veces su cuerpo se
movía como el de una serpiente herida por una avispa. Después de la sobremesa
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comenzaron con un juego que consistía en dejar un pequeño cerdo libre por el jardín,
ganaría quien lo atrapara en un menor tiempo. Los jugadores irían por turnos y al
inicio del juego se le vendarían los ojos al jugador en curso y una vez que el puerquito
se encontrara muy lejos se le quitaría la venda al jugador y tendría que correr en
busca del animal. El ganador se llevaría un premio sorpresa y el perdedor sería
castigado.

Los invitados se alistaron en una línea de salida que comenzaba en el inicio del
jardín, éste consistía en un gran terreno de césped con jardineras concéntricas y un
sendero que conducía hasta los olmos del fondo. El artista liberó de una pequeña jaula
a un rollizo lechón que gruñó en cuanto sintió el frío de la noche. Por sus cortas patas
y su abultado abdomen se pensaría que el pequeño no daría batalla, pero hasta a los
más ágiles les resultó difícil atraparlo. Había llegado el momento en que una mujer
que había maquillado su rostro en forma de luna persiguiera al lechón; sus muslos se
veían fuertes y se notaba que entrenaba constantemente con ejercicios de atletismo,
pero la verdad es que el pintor hizo algo que nadie percibió: para su turno cambió el
lechón por uno menos rollizo y más veloz. La mujer intentó atraparlo pero él viró por
las jardineras y se escabulló entre los olmos, nunca pudo alcanzarlo, había perdido y
sería castigada de una manera que solo el artista conocía. Él la situó justo frente a una
jardinera y subió a una terraza inalcanzable para los invitados, tenía una vista
panorámica de todo el jardín; extendió los brazos en una clara muestra de
agradecimiento hacia los invitados por haber asistido, bajó el brazo derecho y volvió a
alzarlo, solo que esta vez con un rifle de largo alcance en la mano. Apuntó hacia la
mujer y los asistentes se quedaron boquiabiertos, disparó y la bala se impactó en la
jardinera, ella corrió en dirección a los olmos, los demás invitados intentaron disuadir
al artista con gritos pero él estaba obcecado por dar en el blanco. Los siguientes dos
disparos dieron en los olmos, ella temblaba de miedo detrás de uno de ellos. Desde
que ella llegó a la casa el artista no dejó de observarla, había algo particular en su
rostro, no podía adivinar qué era hasta que una de sus sonrisas le aclaró el
pensamiento: era tan parecida a su madrastra, la mujer por la que en su infancia había
padecido una prolongada tristeza. Era la madrastra quien había separado a su familia,
primero causando el divorcio de sus padres y después matando a su madre
aventándola por las escaleras, él presenció ese momento cuando era niño, lo marcó de
por vida. No se podría definir del todo si el castigo ya estaba premeditado por el
artista o si el impulso de herirla surgió durante el transcurso de la fiesta; de cualquier
forma al final regresó su buen juicio, consideró que no era más que un parecido físico
el que lo confundía y cambió el objetivo: apuntó la mira del rifle en la cabeza del
lechón y le voló la cabeza. Enseguida el artista bajó con los invitados y ordenó a uno de
sus sirvientes que se llevara al lechón a la cocina, en eso consistía el premio sorpresa:
el ganador, un hombre fornido disfrazado de minotauro, deleitaría su paladar con un

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platillo cocinado por el propio artista. Se dirigía a la cocina cuando pensó en el dije con
el rubí y recordó que antes de subir a la terraza para dispararle a la mujer se lo había
quitado del cuello para que no le estorbara al apuntar el rifle y lo había colocado en
una mesita que se encontraba en su habitación, estaba seguro que lo había dejado ahí.
Fue a buscarlo pero no lo encontró, preguntó a sus sirvientes pero le dijeron que no lo
habían visto, trató de recordar si lo había dejado en otro sitio, la emoción por
dispararle a la mujer tal vez ofuscó su memoria. Escuchó a uno de sus sirvientes
decirle a otro que el saltimbanqui se había ido, parecía andar con prisa,
inmediatamente el artista les preguntó a dónde se dirigía y le respondieron que lo
desconocían.

Conducía el automóvil a gran velocidad, en un pequeño saco negro había


guardado el dije y al lado de él, en el asiento, había colocado una hermosa matrioska
que también había robado de la mesita del artista, su hermana tenía una gran afición
por las muñecas y las coleccionaba desde niña. Por un momento lo entretuvo la idea
de lo que harían con el dinero, tal vez escaparían al norte del país; después aceleró
porque imaginó que las luces de la ciudad que pasaban a sus costados eran demonios
encolerizados que lo perseguían. El volante se resbalaba de sus manos, el temblor
constante en ellas lo hizo detenerse en medio de la calle, salió del auto y vomitó sobre
la acera. Era el mono que no lo dejaba en paz, tendría que vender el rubí lo más pronto
posible y comprar lo que necesitaba. Tomó el crucifijo que colgaba de su pecho, lo
besó y se persignó con él, el maquillaje que aún quedaba en su rostro se escurrió con
el sudor. La vida le pareció repulsiva y sintió que guardaba ese sabor en la boca.
Regresó al automóvil y condujo hasta la casa, abrió la puerta principal y llamó a su
hermana pero ella no respondió. Subió hasta la alcoba y vio la silla de ruedas en el
piso, fue hasta el cuarto de baño y encendió la luz, vio a su hermana delirando en la
tina, estaba convulsionándose. Repetía la lista de ingredientes del platillo de cerdo,
después parecía dirigirse a un sacerdote, murmuraba palabras ininteligibles. Él vio su
mano hinchada y el contorno rojo alrededor de la picadura. Ella reaccionó y lo vio a
los ojos, su boca estaba seca, solo le dijo que había sido un alacrán rubio. La cargó y la
bajó por las escaleras, la metió en el automóvil y lo encendió, se detuvo unos segundos
a pensar a dónde dirigirse, un hospital sería un lugar peligroso si quería salir prófugo,
pero la vida de su hermana corría peligro. Decidió conducir hasta el hospital, su
hermana lloraba y le rogaba que la llevara con un doctor. Las calles de la ciudad
estaban desiertas, solo la luz de las lámparas y los semáforos iluminaban el pavimento
mojado, la llovizna que caía empezaba a arreciar. En un cruce vio por el espejo
retrovisor un automóvil que aceleraba, era un deportivo rojo que se acercaba cada vez
más; él también aceleró, sabía que era el artista que venía por el rubí, estaban por
llegar al hospital pero se desvió por una avenida principal y pisó el acelerador, el
deportivo fue tras ellos. La avenida terminaba en la pared del cementerio público, el

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saltimbanqui intentó dar vuelta pero debido a la velocidad a la que iban no pudo
frenar, el automóvil derrapó y se estrelló contra la pared del cementerio. Él quedó
recargado sobre el volante, volteó a ver a su hermana, ella se había impactado en el
costado del automóvil, pudo ver que el deportivo había disminuido la velocidad. Le
dijo a su hermana que la amaba, que regresaría por ella tan pronto como le fuera
posible, tomó el saco negro y salió cojeando, la sangre abundante manaba de su rostro.
Conforme cojeaba lograba apoyar cada vez más el pie herido y caminó deprisa hasta
llegar a la reja del cementerio, la abrió y se escabulló entre las lápidas. Escuchó los
pasos acelerados del artista, sin embargo no podía saber con certeza por dónde
caminaba, introdujo la mano en el saco pero estaba vacío, sintió cómo sus entrañas se
retorcieron. De pronto una luz iluminó las tumbas frente a él de manera
perpendicular, volteó a ver detrás de sí y vio un mausoleo de acabados magníficos, era
una réplica perfecta de La Piedad; volteó de nuevo al frente pero el destello lo
encandiló y se cubrió la cara con la mano para ver quién lo dirigía, solo logró ver la
sombra de un hombre enarbolando un revólver. Fue justo un segundo después cuando
el disparo bañó de sangre el rostro nostálgico de la virgen blanca.

Su hermana alcanzó a escuchar la detonación, se había cansado de sollozar.


Recordó la única vez en su vida que había sentido un dolor físico de tal magnitud: fue
cuando era trapecista de circo, le gustaba llegar cada vez a una mayor altura para
realizar sus actos, hasta que un día el trapecista con el que se presentaba no la sostuvo
con la suficiente fuerza y cayó, la red falló y su cuerpo se estrelló contra el piso;
lograron salvarla, pero no volvería a caminar jamás. Debajo de la palanca vio un
resplandor rojizo que le llamó la atención, pudo ver que era el dije con el rubí y lo
tomó entre sus manos, lo apreció a través de la luz de las lámparas de la calle, la joya
era idéntica a la que utilizaba el joven de la iglesia en sus delirios, solo que el de él era
un pendiente. Cerró los ojos y se repitió a sí misma con la voz entrecortada: ¿por qué
volé tan alto?, ¿por qué volé tan alto?, ¿por qué volé tan alto?...

Todos en la sala fueron deleitados por colores hermosos, los créditos finales
habían comenzado a aparecer en la pantalla. Ellos habían alcanzado las entradas de
último momento para la función de la noche. La sala estaba repleta, sabían que en
alguno de los asientos se encontraba el director de la cinta. Estaban dispuestos a
encontrarlo, así tuvieran que recorrer toda la sala. Una vez que se encendieron las
luces empezaron su búsqueda con la mirada pero no lograron encontrarlo, la gente
comenzó a retirarse. La función era parte de un festival, ellos eran estudiantes de cine
y querían entregarle el cortometraje que habían filmado al director de la cinta que
acababan de ver. Preguntaron por él a los organizadores del festival, pero les dijeron
que no había podido asistir, que seguramente lo encontrarían en la fiesta privada del
festival, la única manera de entrar era por medio de una invitación exclusiva. Ella
conocía a alguien que sabía que le podría dar acceso a la fiesta privada, pero también
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sabía que tendría que dar algo a cambio. Era un estudiante de cine como ellos, solo
que su apellido le permitía tener acceso a fiestas privadas con actores y directores que
conocían a su padre, un famoso director retirado. Él siempre iba a beber al mismo bar
en el centro de la ciudad, se dirigieron hacia él en automóvil y en el camino una fila
interminable de patrullas se desplegó frente a ellos, eran demasiadas para una noche
normal. La gente se empezaba a amontonar en las avenidas, eran jóvenes, hombres y
mujeres que gritaban consignas dirigidas a un mandatario, la energía con que gritaban
solo podía ser la de una multitud enardecida.

Ella conocía al estudiante de cine que iban a ver al bar por una amiga que los
había presentado en una fiesta, desde que lo vio por primera vez le pareció que era
bien parecido, ella se sintió correspondida con su mirada. La noche en que lo conoció
los tres terminaron en una misma habitación pero no ocurrió nada, cuando ella estaba
casi rendida por el sueño y su amiga recostada en la cama, fue a pararse junto a él en
la ventana, vieron el amanecer y se dieron un beso suave. Ella le dijo que debían
acostarse, pero no en ese instante, quería tener suficientes energías para hacer bien el
amor. Se tomaron una fotografía instantánea con la Polaroid de ella, él la guardó en su
chaqueta. No volvieron a verse, ella se preguntaba si él recordaría los detalles de esa
noche.

La manifestación se había abierto paso hacia la plaza principal de la ciudad.


Ellos en cambio viraron en una esquina, su amigo la esperó en el automóvil mientras
ella entró al bar situado en un callejón. Ella recordó una tarde en la que su amiga y ella
nadaron en una alberca y tenían el cabello largo y mojado sobre sus rostros, su amiga
mencionó en aquella ocasión que a él le gustaba tomarla por el cabello cuando tenían
relaciones; ahora ella veía con desdén su cabello, lo había recortado hace poco.
También mencionó que a él le gustaba que ella encendiera y apagara la luz de la
habitación al ritmo que practicaban el coito, eso lo excitaba. Al entrar al bar, lo vio
sentado solo en una mesa bebiendo un bourbon, una mirada le bastó a él para
recibirla con un abrazo. Ella le preguntó si iría a la fiesta del festival, él le respondió
que ya no estaba interesado en ese tipo de fiestas, que simplemente había gente que
no quería ver. Ella le dijo sobre sus intenciones de entregarle el cortometraje que
había filmado al director y que necesitaba de su ayuda para poder acceder a la fiesta.
Él le dijo que el director no se encontraba ahí, que estaba en un hotel cerca del centro
de la ciudad. Él podía darle el número de la habitación en donde se hospedaba, pero
antes de dárselo le recordó lo que ella prometió la última vez que se vieron, ella se
acercó a su oído y le dijo algo que le erizó la piel. Él escribió el número cuatrocientos
diecisiete en una servilleta, ella lo tomó del rostro y le dio un beso apasionado. En ese
momento su amigo irrumpió en el bar, le gritó que debían irse, la policía había
empezado a golpear a los manifestantes; ella corrió y ambos abordaron el automóvil,
aceleraron por una calle alterna que los llevó a una desviación. Debieron frenar
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porque el camino estaba repleto de automóviles detenidos, la gente corría
despavorida entre ellos, algunos tenían sangre y lesiones en el rostro. En una
encrucijada una turba se congregó alrededor de una patrulla y la encendió en llamas
para después huir. Un golpe en el parabrisas los sobresaltó, era un policía encima del
cofre golpeando a un joven con tal fuerza que logró reventar su cráneo. Dieron marcha
atrás y se escaparon de la policía que iba detrás de los manifestantes, pudieron
alejarse por un camino que los llevó directamente al hotel en donde se hospedaba el
director.

En la entrada del edificio una luz neón anunciaba que habían cuartos
disponibles. Ella decidió ir sola, dejó a su amigo en el automóvil, llevó su Polaroid y el
cortometraje almacenado en un disco que guardaba en su bolso. Al entrar, le dirigió
una sonrisa falsa a la recepcionista e ingresó al elevador, presionó el botón del cuarto
piso y al llegar observó detenidamente la alfombra púrpura, tenía patrones que
emulaban alacranes, imaginó que se movían lentamente, incluso que subían a través
de las paredes. Se detuvo un momento antes de tocar la puerta, pensó en el mejor
pretexto que se le ocurrió, dijo que era servicio a la habitación. Tocó dos veces y
esperó, nadie respondió, por lo que volvió a tocar. La voz carrasposa de un hombre
respondió que aguadara unos segundos, después abrió un poco la puerta y unos ojos
verdes se asomaron, el seguro de cadena seguía puesto. Ella le dijo que tenía algo para
el director, el hombre quitó la cadena y abrió completamente la puerta, era el actor
que representaba al joven de la iglesia en los delirios de la lisiada en la película, tenía
incluso el rubí pendiendo de su oreja derecha y usaba una bata de baño marrón. Ella
se presentó como una estudiante de cine que buscaba al director, se disculpó por no
saber el nombre del actor y le preguntó cómo podía llamarlo, él le contestó que no
tenía nombre y la invitó a pasar. Ella entró y notó que había ropa y sábanas tiradas
por toda la habitación, él sostenía un plato con un pedazo de tarta en su mano derecha
y en la otra un tenedor que movía al ritmo de la música de piano que escuchaba. Le
pidió a ella que cerrara la puerta, caminó meneándose hasta sentarse en un sillón
verde aterciopelado. De entre las sábanas se movió una bola peluda hasta él, era un
cachorro de felino que se acomodó entre sus piernas.

- Es una tigresa, tiene pocos meses, le gusta meterse entre la ropa y rasgar las
cortinas – dijo él mientras la acariciaba – quieres ver al director, él escribió
el guión de la película, es muy celoso de su tiempo y su espacio, está ahora
en el baño.

- ¿Cuánto llevan en la ciudad?

- Poco tiempo, es una ciudad caótica.


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Él se asomó lentamente por la ventana, la tigresa ya se había terminado la tarta
y se relamía los bigotes. Ella le preguntó si podía tomarle una fotografía, él aceptó
siempre y cuando él pudiera quedarse con otra, ella enfocó su cámara y le tomó dos
fotografías a él acariciando a la tigresa, una la conservó ella y la otra se la dio a él. Ella
le preguntó cómo le gustaba que lo llamaran, él le dijo que el prestidigitador.

- ¿Cuál es tu truco? – preguntó ella, alargó su brazo como queriendo alcanzar


a la tigresa para acariciarla con los dedos.

- Ya lo verás más adelante – se levantó del sillón, y entre las cortinas se


asomó por la ventana nuevamente – los manifestantes y la policía se
acercan, toca el baño y si no contesta entra, tal vez se haya quedado
dormido.

Ella se dirigió a la puerta del baño, tocó dos veces pero nadie respondió, volteó
hacia el prestidigitador y él asintió con la cabeza, ella giró la perilla y entró. Una luz
roja estaba encendida, la cortina de la regadera estaba puesta. Una sombra se
mantenía inmóvil al fondo de la ducha, ella caminó hasta la cortina y la deslizó: había
una chaqueta de comandante en el piso de la que emergía una criatura que parecía un
molusco gigante, se movía al ritmo de la música de piano que emitía una bocina
dentro del baño. Ella se quedó boquiabierta observando cómo subían los tentáculos
por los azulejos de la pared, los otros tentáculos sueltos iban acercándosele; levantó la
cámara y tomó una fotografía, el flash iluminó a la criatura, quién pareció
sobresaltarse y se acercó aún más a ella hasta cubrir lentamente su rostro, ella dejó
caer la cámara y lo recibió con un fuerte abrazo mientras los tentáculos acariciaban su
cabello.

Despertó de un profundo sueño, al levantarse de la mesa sobre la que estaba


recostado movió una pila de libros que cayó al piso. Se tocó el rostro con las manos y
pensó en cuantas horas había dormido. El salón de clases estaba oscuro, caminó hasta
la entrada y encendió la luz, los pupitres estaban vacíos y con libretas todavía sobre
ellos. Salió al pasillo y bajó por las escaleras, una alumna que subía lo detuvo y le dijo
que era mejor que se dirigiera al patio principal por la parte trasera. Ella tenía cierta
ansiedad que no podía ocultar, con sus manos estrujaba una hoja de papel. Él le
preguntó si ya habían llegado los padres de los alumnos, ella respondió que la policía
los había retenido en la puerta de la facultad, la prensa acababa de llegar. Él volvió a
subir las escaleras para atravesar el pasillo y acceder al patio por la parte trasera
cuando ella le dijo:

- Profesor, tengo miedo. Hay una amiga que me pidió un favor, ella está
dentro del aula. Me pidió que fuera a su casa a cuidar a su hijo, pues él está

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solo ahí y es un pequeño, pero mi familia me pide que regrese a casa lo más
pronto posible. Si pudiera ir usted a cuidar al niño, estaría eternamente
agradecida con usted.

El profesor bajó por las escaleras, tomó la hoja de papel donde estaba escrita la
dirección de la casa del niño y fue justo cuando le dio un abrazo que ella comenzó a
llorar. Después se despidió de ella y él caminó hacia el patio por la parte trasera hasta
llegar al edificio B de la facultad, ascendió por las escaleras hasta llegar a un largo
pasillo en donde profesores con cubrebocas se reunían afuera de la puerta de un aula.
Él se interpuso entre ellos y llegó hasta la puerta cerrada, logró asomarse por la
ventana y vio a siete alumnos que caminaban de un lado a otro exclamando gritos de
intenso dolor, entre ellos estaba la estudiante que tenía a su hijo solo en casa; todos
sangraban de los ojos, oídos y boca, en el piso habían sendas manchas de sangre que
recorrían toda el aula. La alumna se acercó a la ventana con un gesto de imploración,
el profesor nunca había visto un rostro de semejante desesperanza, de sus ojos
comenzaron a manar nuevamente hilos de sangre. Él se quedó estupefacto
observándola hasta que alguien lo retiró de la puerta, era un militar que los escoltó a
él y a los otros profesores hasta la entrada de la facultad. Afuera una muchedumbre se
acercó a ellos, eran reporteros y familiares de los alumnos que estaban dentro del
aula. Un reportero se dirigió al comandante que lideraba a los militares y le preguntó
cuándo saldrían los alumnos. Él solo contestó:

- Se están tomando las medidas precautorias para evitar una epidemia.

Justo cuando terminó de hablar, una voz indignada gritó de entre la


muchedumbre:

- ¿Van a dejar a nuestros hijos morir ahí dentro?

El profesor se alejó de todos ellos, había permanecido en la facultad


durante dos días y apenas había dormido en las últimas horas para reponerse
del cansancio. Tenía la dirección del niño en la mano y pensaba dirigirse hacia
él. Caminaba por la acera cuando recordó que esa noche sería el eclipse lunar,
miró su reloj, faltaba poco para que ocurriera. También recordó los detalles del
sueño, la imagen más perfecta y nítida que venía a su mente era la del rubí
resplandeciente. Trató de recordar los rostros de cada una de las personas que
habían aparecido en su sueño: la mujer con cabeza de cerda, el joven del rubí, el
saltimbanqui, la lisiada y los estudiantes de cine; a ninguna la conocía en
realidad. Llegó al parque, podía atravesarlo para utilizarlo como atajo para
llegar a la casa del niño. Recorrió los manzanos y la fuente hasta llegar a la
estatua gigante de un héroe de bronce que blandía su espada hacia la luna,
cabalgaba sobre un poderoso corcel. Detrás de la escultura, al lado del

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imponente reloj de cobre, entre las sombras, se movió un cuerpo que estaba
envuelto en una manta, el profesor se acercó a descubrirlo. Era un hombre
recostado cubriéndose el rostro con las manos, las movió lentamente y el
profesor pudo ver quién era: su cabeza era calva pero con una trenza que nacía
de su coronilla y caía hasta sus hombros, pudo ver el rubí que pendía de su
oreja derecha. El prestidigitador levantó su gran ceja tupida dos veces en una
taimada expresión de saludo.

- Te dije que te enseñaría mi truco – le dijo el joven, su voz era igual de


carrasposa que en el sueño.

El profesor se tocó la cabeza, sintió un fuerte escalofrío que atravesó su


cuerpo, se cubrió la boca, caminó hacia atrás pero tropezó con una piedra y cayó
sobre el césped, el prestidigitador le ayudó a levantarse, vestía una sola y ceñida
prenda escarlata confeccionada con seda que cubría todo su cuerpo. Extendió
nuevamente su mano hacia el profesor y le entregó la fotografía en la que el
prestidigitador aparecía acariciando a la tigresa en un sillón de terciopelo verde. El
profesor sintió una profunda emoción que desbordaba su pecho, una lágrima se
escurrió por su mejilla.

- ¿Cómo puedes transitar entre mis sueños? – le preguntó consternado.

El prestidigitador guardó silencio, se acercó al profesor, se quitó el rubí


de la oreja y se lo mostró alzándolo para que él lo apreciara bajo el fulgor de la
luna.

- El transitar podría ser sempiterno, sin embargo hoy al amanecer será el fin.
Acompáñame a ver al demiurgo por última vez, en la cabaña que tengo en lo
alto de la colina podrás apreciar a través de la claraboya perfecta que he
trazado en el techo el inicio y el fin del universo.

- ¿Cuál es tu verdadero nombre?

- Eso no importa, ¿acaso evitas la posibilidad de que tan sólo seamos el sueño
de un demiurgo?

- A veces pienso que estamos siendo imaginados por un escritor que nos crea
cuando nos escribe, ¿él es el demiurgo?

- Nadie lo conoce tan bien como yo.

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- ¿Él te habla?

- Me imagina. Me muestra lo que hay detrás del velo de la realidad, un mundo


mucho más profundo y bello.

- ¿Cuál es la realidad?

Entonces el prestidigitador y el profesor tomaron un camino que los


llevó afuera del parque, colina arriba. Guardaron silencio por unos minutos,
hasta que el prestidigitador volvió a hablar:

- El ojo con el cual veo a Dios, es el mismo con el que Dios me ve. Fui
desterrado del árbol del conocimiento, entonces me convertí en el
conocimiento, en la palabra. Viví desde niño con el culto, permanecía en el
templo por días. Conforme fui creciendo meditaba y andaba por los parques
circulares que rodeaban al templo, parecían no tener fin. Entonces llegó la
iniciación y ellos me permitieron entrar a la sala de los misterios. Me dieron
un pequeño frasco para que bebiera de él cuando decidiera descansar.
Decidí robar el rubí de la sala de los misterios y conocer al demiurgo que
nos imagina por mi cuenta, el rubí me guía, me susurra por dónde transitar.
Pero sobre todo me abre las puertas hacia un mundo cada vez más
profundo, esta noche lo conocerás.

- ¿Cómo es el rito?

- Después de la velada de la luna roja, la luz del alba entrará por la claraboya,
momentos antes deberé de realizar la danza sagrada, entonces el rubí
abrirá el portal, seremos uno con Dios.

Subieron por una vereda que los llevó cada vez más arriba, cuando de
entre la maleza de los árboles apareció un anciano con un perro que les ladró al
profesor y al prestidigitador. Ellos se detuvieron a observar al viejo, tenía una
larga barba desaliñada y unos ojos pardos que se iluminaron con la luz de la
luna; triste, se quedó viendo el cielo. El profesor recordaría para el resto de su
vida ese instante, incluso cuando muchos años después en su lecho de muerte
reviviera una a una las experiencias más intensas de su vida con la mano de su
hija en una mano y un rosario en la otra. La luna se tiñó de rojo, el reloj marcó
la hora con una preciosa tonada de campanas y el viejo se abalanzó sobre el
prestidigitador clavándole una larga y filosa daga de obsidiana en el pecho, la
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sangre empezó a brotar y el anciano se acercó al profesor para terminar con
una sentencia antes de atravesar su mismo pecho: El universo debe terminarse.
El perro se acercó a lamer y olfatear la sangre de los dos cuerpos tendidos en la
tierra, el profesor movió la cabeza del prestidigitador para apreciar cómo la luz
de la luna se reflejaba a través del rubí más rojo.

Juan Pablo Velázquez

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