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"Dios es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en
ninguna". Hermes Trismegisto
No había en su vida otro asunto que no fuera el platillo de cerdo. El recordar cada uno
de sus ingredientes representaba una gran hazaña, pero en realidad cualquier cosa
que siguiera un curso lineal parecía desvanecerse en su memoria. Escribía notitas y
las pegaba por toda la casa, eran los nombres de los objetos a los cuales se adherían,
así asociaba que el objeto con el cual podía comunicarse con otras personas empezaba
con una t y terminaba con una o, pero de poco le servía ya que no recordaba cómo
utilizarlo. Su única compañía era un gato que salía todas las noches y llegaba a la
puerta de la casa con sus presas por la mañana. La casa empezaba a lucir cada vez más
desordenada, había montañas de basura apiladas por la sala. Retiró el sobre de
mostaza que cubría el rostro de su hija en una fotografía del álbum familiar y la colocó
sobre la repisa, era del viaje a las montañas que había hecho con su esposo y su hija
hace años, en ella estaban rodeados por un bosque frondoso y un cielo azul que le
hicieron recordar la frescura del viento. Por un momento olvidó el nombre de su hija y
se quedó pasmada mientras el gato hambriento devoraba un roedor, sintió un vacío en
sus entrañas. Lo recordó y de inmediato lo escribió en una notita que adhirió a la
fotografía, suspiró tranquila.
Buscó la receta del lomo de cerdo en el libro de cocina que le había regalado su
esposo en su cumpleaños hace varios años. Repasó los nombres: pato a la naranja,
codornices en salsa de champiñones, pero no encontró el del lomo de cerdo a la
crema. Arrojó el mamotreto contra un espejo y lo rompió, un pedazo que salió
disparado reflejó sus canas, arrugas y ojeras. Se cubrió el rostro con las manos y
escuchó cómo el reloj del parque marcaba la hora, era una preciosa tonada de
campanas. Guardó la fotografía del bosque en su pecho por si algún día llegaba a
olvidarse de su familia; lo que más extrañaba en el mundo era la voz de su hija y los
abrazos de su esposo. De él todavía podía recordar su fisonomía de toro, era así no
solo por la musculatura de sus extremidades, sino también por el tamaño de sus ojos.
En la pasada nochebuena ella había decidido cocinar su platillo favorito para animarlo
un poco, meses antes habían perdido a su única hija, una triste joven que se había
ahogado en el mar.
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La noche del veinticuatro de diciembre ella había salido a la tienda a comprar más
crema para el lomo de cerdo. Su esposo siempre disfrutaba de comer poco a poco los
ingredientes de las comidas, esa noche había comenzado con las nueces de la ensalada
de manzana pero una particularmente grande se le atoró en la garganta. Para cuando
ella regresó, su enorme cuerpo estaba recargado hacia atrás en una de las sillas del
comedor, con la lengua por fuera y los ojos en blanco, el lomo de cerdo estaba intacto.
Ella sintió un fuerte escalofrío recorriendo su cuerpo, estaba segura de que era la
muerte llevándose el alma de su esposo.
En la calle evocó el recuerdo del viaje de verano en el cual los tres visitaron un
complejo vacacional en el extremo oriental del mundo; ahí había una gigantesca
estatua de león que se postraba ante el mar, esa era la forma del hotel en el cual se
habían hospedado y que miraba hacia una isla paradisíaca. Se alojaron en la
habitación principal, sus enormes ventanales semejaban los ojos del colosal león. El
día en el que llegaron, su hija salió a la terraza que sobresalía de los ojos del animal,
debajo descansaban rocas enormes que servían como un camino prometedor hacia la
pequeña isla cuando la marea era baja. Pero a pesar de las advertencias de las
autoridades del lugar y de todos los señalamientos sobre el mal tiempo, ella se deslizó
entre las rocas sin importarle que la marea subiera poco a poco, hasta que su cuerpo
desapareció en la inmensidad del mar. Al siguiente día salió el sol, fue la última vez
que la vieron.
Alzó la cabeza, el cuarto de baño estaba casi en penumbras, solo un delgado haz
de luz azul se filtraba por la ventana y se reflejaba en el espejo trazando una perfecta
línea delgada sobre los azulejos. Las campanadas del reloj del parque la hicieron
volver en sí, los escalofríos se habían vuelto cada vez más intensos. No sabía cuánto
tiempo había pasado desde la picadura, tal vez una o dos horas. Justo después de que
sintió el aguijón, su mano y su lengua se adormecieron por completo y perdió la fuerza
en la mayoría del cuerpo, cayó de la silla de ruedas y se quedó recostada en el suelo.
Su cabeza estaba ardiendo, su frente perlada de sudor; recobró las pocas fuerzas que
le quedaban para arrastrarse con el brazo indemne hasta el cuarto de baño y en un
arrebato de desesperación llenó la tina de agua fría y se introdujo en ella. Sus
pensamientos fluían como una vorágine; entre gesticulaciones cortas intentaba
pronunciar el nombre de algo que creía haber olvidado, entre visiones podía
vislumbrar el rostro de un sacerdote y una mujer con cabeza de cerda, ¿quiénes eran
los personajes que en su mente se agolpaban? Sintió que el corazón le estallaría, pensó
que moriría si no llegaba su hermano pronto; él había salido en la tarde, trabajaba
como saltimbanqui en un circo que le debía varias semanas de paga, vivían juntos
desde niños y su situación económica empezó a ser más precaria cuando ella tuvo el
accidente que la dejó en silla de ruedas. Él no contestó las llamadas ni los mensajes, su
teléfono estaba apagado, después recordó que él le había dicho que haría una
presentación especial en el cumpleaños de un artista acaudalado, siempre intentaba
ganar más dinero en esos eventos. A ella le gustaba imaginar cómo serían sus
presentaciones privadas, lo consideraba el ser más honorable de su familia y pensaba
que el público opinaba lo mismo. Sin embargo, esa noche él había decidido dar un giro
al futuro de ambos, había aceptado realizar la presentación porque sabía que el artista
tenía una joya que valía lo suficiente como para que los dos vivieran sin apuros por un
buen tiempo.
Los invitados se alistaron en una línea de salida que comenzaba en el inicio del
jardín, éste consistía en un gran terreno de césped con jardineras concéntricas y un
sendero que conducía hasta los olmos del fondo. El artista liberó de una pequeña jaula
a un rollizo lechón que gruñó en cuanto sintió el frío de la noche. Por sus cortas patas
y su abultado abdomen se pensaría que el pequeño no daría batalla, pero hasta a los
más ágiles les resultó difícil atraparlo. Había llegado el momento en que una mujer
que había maquillado su rostro en forma de luna persiguiera al lechón; sus muslos se
veían fuertes y se notaba que entrenaba constantemente con ejercicios de atletismo,
pero la verdad es que el pintor hizo algo que nadie percibió: para su turno cambió el
lechón por uno menos rollizo y más veloz. La mujer intentó atraparlo pero él viró por
las jardineras y se escabulló entre los olmos, nunca pudo alcanzarlo, había perdido y
sería castigada de una manera que solo el artista conocía. Él la situó justo frente a una
jardinera y subió a una terraza inalcanzable para los invitados, tenía una vista
panorámica de todo el jardín; extendió los brazos en una clara muestra de
agradecimiento hacia los invitados por haber asistido, bajó el brazo derecho y volvió a
alzarlo, solo que esta vez con un rifle de largo alcance en la mano. Apuntó hacia la
mujer y los asistentes se quedaron boquiabiertos, disparó y la bala se impactó en la
jardinera, ella corrió en dirección a los olmos, los demás invitados intentaron disuadir
al artista con gritos pero él estaba obcecado por dar en el blanco. Los siguientes dos
disparos dieron en los olmos, ella temblaba de miedo detrás de uno de ellos. Desde
que ella llegó a la casa el artista no dejó de observarla, había algo particular en su
rostro, no podía adivinar qué era hasta que una de sus sonrisas le aclaró el
pensamiento: era tan parecida a su madrastra, la mujer por la que en su infancia había
padecido una prolongada tristeza. Era la madrastra quien había separado a su familia,
primero causando el divorcio de sus padres y después matando a su madre
aventándola por las escaleras, él presenció ese momento cuando era niño, lo marcó de
por vida. No se podría definir del todo si el castigo ya estaba premeditado por el
artista o si el impulso de herirla surgió durante el transcurso de la fiesta; de cualquier
forma al final regresó su buen juicio, consideró que no era más que un parecido físico
el que lo confundía y cambió el objetivo: apuntó la mira del rifle en la cabeza del
lechón y le voló la cabeza. Enseguida el artista bajó con los invitados y ordenó a uno de
sus sirvientes que se llevara al lechón a la cocina, en eso consistía el premio sorpresa:
el ganador, un hombre fornido disfrazado de minotauro, deleitaría su paladar con un
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platillo cocinado por el propio artista. Se dirigía a la cocina cuando pensó en el dije con
el rubí y recordó que antes de subir a la terraza para dispararle a la mujer se lo había
quitado del cuello para que no le estorbara al apuntar el rifle y lo había colocado en
una mesita que se encontraba en su habitación, estaba seguro que lo había dejado ahí.
Fue a buscarlo pero no lo encontró, preguntó a sus sirvientes pero le dijeron que no lo
habían visto, trató de recordar si lo había dejado en otro sitio, la emoción por
dispararle a la mujer tal vez ofuscó su memoria. Escuchó a uno de sus sirvientes
decirle a otro que el saltimbanqui se había ido, parecía andar con prisa,
inmediatamente el artista les preguntó a dónde se dirigía y le respondieron que lo
desconocían.
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saltimbanqui intentó dar vuelta pero debido a la velocidad a la que iban no pudo
frenar, el automóvil derrapó y se estrelló contra la pared del cementerio. Él quedó
recargado sobre el volante, volteó a ver a su hermana, ella se había impactado en el
costado del automóvil, pudo ver que el deportivo había disminuido la velocidad. Le
dijo a su hermana que la amaba, que regresaría por ella tan pronto como le fuera
posible, tomó el saco negro y salió cojeando, la sangre abundante manaba de su rostro.
Conforme cojeaba lograba apoyar cada vez más el pie herido y caminó deprisa hasta
llegar a la reja del cementerio, la abrió y se escabulló entre las lápidas. Escuchó los
pasos acelerados del artista, sin embargo no podía saber con certeza por dónde
caminaba, introdujo la mano en el saco pero estaba vacío, sintió cómo sus entrañas se
retorcieron. De pronto una luz iluminó las tumbas frente a él de manera
perpendicular, volteó a ver detrás de sí y vio un mausoleo de acabados magníficos, era
una réplica perfecta de La Piedad; volteó de nuevo al frente pero el destello lo
encandiló y se cubrió la cara con la mano para ver quién lo dirigía, solo logró ver la
sombra de un hombre enarbolando un revólver. Fue justo un segundo después cuando
el disparo bañó de sangre el rostro nostálgico de la virgen blanca.
Todos en la sala fueron deleitados por colores hermosos, los créditos finales
habían comenzado a aparecer en la pantalla. Ellos habían alcanzado las entradas de
último momento para la función de la noche. La sala estaba repleta, sabían que en
alguno de los asientos se encontraba el director de la cinta. Estaban dispuestos a
encontrarlo, así tuvieran que recorrer toda la sala. Una vez que se encendieron las
luces empezaron su búsqueda con la mirada pero no lograron encontrarlo, la gente
comenzó a retirarse. La función era parte de un festival, ellos eran estudiantes de cine
y querían entregarle el cortometraje que habían filmado al director de la cinta que
acababan de ver. Preguntaron por él a los organizadores del festival, pero les dijeron
que no había podido asistir, que seguramente lo encontrarían en la fiesta privada del
festival, la única manera de entrar era por medio de una invitación exclusiva. Ella
conocía a alguien que sabía que le podría dar acceso a la fiesta privada, pero también
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sabía que tendría que dar algo a cambio. Era un estudiante de cine como ellos, solo
que su apellido le permitía tener acceso a fiestas privadas con actores y directores que
conocían a su padre, un famoso director retirado. Él siempre iba a beber al mismo bar
en el centro de la ciudad, se dirigieron hacia él en automóvil y en el camino una fila
interminable de patrullas se desplegó frente a ellos, eran demasiadas para una noche
normal. La gente se empezaba a amontonar en las avenidas, eran jóvenes, hombres y
mujeres que gritaban consignas dirigidas a un mandatario, la energía con que gritaban
solo podía ser la de una multitud enardecida.
Ella conocía al estudiante de cine que iban a ver al bar por una amiga que los
había presentado en una fiesta, desde que lo vio por primera vez le pareció que era
bien parecido, ella se sintió correspondida con su mirada. La noche en que lo conoció
los tres terminaron en una misma habitación pero no ocurrió nada, cuando ella estaba
casi rendida por el sueño y su amiga recostada en la cama, fue a pararse junto a él en
la ventana, vieron el amanecer y se dieron un beso suave. Ella le dijo que debían
acostarse, pero no en ese instante, quería tener suficientes energías para hacer bien el
amor. Se tomaron una fotografía instantánea con la Polaroid de ella, él la guardó en su
chaqueta. No volvieron a verse, ella se preguntaba si él recordaría los detalles de esa
noche.
En la entrada del edificio una luz neón anunciaba que habían cuartos
disponibles. Ella decidió ir sola, dejó a su amigo en el automóvil, llevó su Polaroid y el
cortometraje almacenado en un disco que guardaba en su bolso. Al entrar, le dirigió
una sonrisa falsa a la recepcionista e ingresó al elevador, presionó el botón del cuarto
piso y al llegar observó detenidamente la alfombra púrpura, tenía patrones que
emulaban alacranes, imaginó que se movían lentamente, incluso que subían a través
de las paredes. Se detuvo un momento antes de tocar la puerta, pensó en el mejor
pretexto que se le ocurrió, dijo que era servicio a la habitación. Tocó dos veces y
esperó, nadie respondió, por lo que volvió a tocar. La voz carrasposa de un hombre
respondió que aguadara unos segundos, después abrió un poco la puerta y unos ojos
verdes se asomaron, el seguro de cadena seguía puesto. Ella le dijo que tenía algo para
el director, el hombre quitó la cadena y abrió completamente la puerta, era el actor
que representaba al joven de la iglesia en los delirios de la lisiada en la película, tenía
incluso el rubí pendiendo de su oreja derecha y usaba una bata de baño marrón. Ella
se presentó como una estudiante de cine que buscaba al director, se disculpó por no
saber el nombre del actor y le preguntó cómo podía llamarlo, él le contestó que no
tenía nombre y la invitó a pasar. Ella entró y notó que había ropa y sábanas tiradas
por toda la habitación, él sostenía un plato con un pedazo de tarta en su mano derecha
y en la otra un tenedor que movía al ritmo de la música de piano que escuchaba. Le
pidió a ella que cerrara la puerta, caminó meneándose hasta sentarse en un sillón
verde aterciopelado. De entre las sábanas se movió una bola peluda hasta él, era un
cachorro de felino que se acomodó entre sus piernas.
- Es una tigresa, tiene pocos meses, le gusta meterse entre la ropa y rasgar las
cortinas – dijo él mientras la acariciaba – quieres ver al director, él escribió
el guión de la película, es muy celoso de su tiempo y su espacio, está ahora
en el baño.
Ella se dirigió a la puerta del baño, tocó dos veces pero nadie respondió, volteó
hacia el prestidigitador y él asintió con la cabeza, ella giró la perilla y entró. Una luz
roja estaba encendida, la cortina de la regadera estaba puesta. Una sombra se
mantenía inmóvil al fondo de la ducha, ella caminó hasta la cortina y la deslizó: había
una chaqueta de comandante en el piso de la que emergía una criatura que parecía un
molusco gigante, se movía al ritmo de la música de piano que emitía una bocina
dentro del baño. Ella se quedó boquiabierta observando cómo subían los tentáculos
por los azulejos de la pared, los otros tentáculos sueltos iban acercándosele; levantó la
cámara y tomó una fotografía, el flash iluminó a la criatura, quién pareció
sobresaltarse y se acercó aún más a ella hasta cubrir lentamente su rostro, ella dejó
caer la cámara y lo recibió con un fuerte abrazo mientras los tentáculos acariciaban su
cabello.
- Profesor, tengo miedo. Hay una amiga que me pidió un favor, ella está
dentro del aula. Me pidió que fuera a su casa a cuidar a su hijo, pues él está
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solo ahí y es un pequeño, pero mi familia me pide que regrese a casa lo más
pronto posible. Si pudiera ir usted a cuidar al niño, estaría eternamente
agradecida con usted.
El profesor bajó por las escaleras, tomó la hoja de papel donde estaba escrita la
dirección de la casa del niño y fue justo cuando le dio un abrazo que ella comenzó a
llorar. Después se despidió de ella y él caminó hacia el patio por la parte trasera hasta
llegar al edificio B de la facultad, ascendió por las escaleras hasta llegar a un largo
pasillo en donde profesores con cubrebocas se reunían afuera de la puerta de un aula.
Él se interpuso entre ellos y llegó hasta la puerta cerrada, logró asomarse por la
ventana y vio a siete alumnos que caminaban de un lado a otro exclamando gritos de
intenso dolor, entre ellos estaba la estudiante que tenía a su hijo solo en casa; todos
sangraban de los ojos, oídos y boca, en el piso habían sendas manchas de sangre que
recorrían toda el aula. La alumna se acercó a la ventana con un gesto de imploración,
el profesor nunca había visto un rostro de semejante desesperanza, de sus ojos
comenzaron a manar nuevamente hilos de sangre. Él se quedó estupefacto
observándola hasta que alguien lo retiró de la puerta, era un militar que los escoltó a
él y a los otros profesores hasta la entrada de la facultad. Afuera una muchedumbre se
acercó a ellos, eran reporteros y familiares de los alumnos que estaban dentro del
aula. Un reportero se dirigió al comandante que lideraba a los militares y le preguntó
cuándo saldrían los alumnos. Él solo contestó:
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imponente reloj de cobre, entre las sombras, se movió un cuerpo que estaba
envuelto en una manta, el profesor se acercó a descubrirlo. Era un hombre
recostado cubriéndose el rostro con las manos, las movió lentamente y el
profesor pudo ver quién era: su cabeza era calva pero con una trenza que nacía
de su coronilla y caía hasta sus hombros, pudo ver el rubí que pendía de su
oreja derecha. El prestidigitador levantó su gran ceja tupida dos veces en una
taimada expresión de saludo.
- El transitar podría ser sempiterno, sin embargo hoy al amanecer será el fin.
Acompáñame a ver al demiurgo por última vez, en la cabaña que tengo en lo
alto de la colina podrás apreciar a través de la claraboya perfecta que he
trazado en el techo el inicio y el fin del universo.
- Eso no importa, ¿acaso evitas la posibilidad de que tan sólo seamos el sueño
de un demiurgo?
- A veces pienso que estamos siendo imaginados por un escritor que nos crea
cuando nos escribe, ¿él es el demiurgo?
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- ¿Él te habla?
- ¿Cuál es la realidad?
- El ojo con el cual veo a Dios, es el mismo con el que Dios me ve. Fui
desterrado del árbol del conocimiento, entonces me convertí en el
conocimiento, en la palabra. Viví desde niño con el culto, permanecía en el
templo por días. Conforme fui creciendo meditaba y andaba por los parques
circulares que rodeaban al templo, parecían no tener fin. Entonces llegó la
iniciación y ellos me permitieron entrar a la sala de los misterios. Me dieron
un pequeño frasco para que bebiera de él cuando decidiera descansar.
Decidí robar el rubí de la sala de los misterios y conocer al demiurgo que
nos imagina por mi cuenta, el rubí me guía, me susurra por dónde transitar.
Pero sobre todo me abre las puertas hacia un mundo cada vez más
profundo, esta noche lo conocerás.
- ¿Cómo es el rito?
- Después de la velada de la luna roja, la luz del alba entrará por la claraboya,
momentos antes deberé de realizar la danza sagrada, entonces el rubí
abrirá el portal, seremos uno con Dios.
Subieron por una vereda que los llevó cada vez más arriba, cuando de
entre la maleza de los árboles apareció un anciano con un perro que les ladró al
profesor y al prestidigitador. Ellos se detuvieron a observar al viejo, tenía una
larga barba desaliñada y unos ojos pardos que se iluminaron con la luz de la
luna; triste, se quedó viendo el cielo. El profesor recordaría para el resto de su
vida ese instante, incluso cuando muchos años después en su lecho de muerte
reviviera una a una las experiencias más intensas de su vida con la mano de su
hija en una mano y un rosario en la otra. La luna se tiñó de rojo, el reloj marcó
la hora con una preciosa tonada de campanas y el viejo se abalanzó sobre el
prestidigitador clavándole una larga y filosa daga de obsidiana en el pecho, la
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sangre empezó a brotar y el anciano se acercó al profesor para terminar con
una sentencia antes de atravesar su mismo pecho: El universo debe terminarse.
El perro se acercó a lamer y olfatear la sangre de los dos cuerpos tendidos en la
tierra, el profesor movió la cabeza del prestidigitador para apreciar cómo la luz
de la luna se reflejaba a través del rubí más rojo.
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