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El triunfo
Luego de una guerra, la ceremonia del triunfo consistía en la entrada y desfile del general victorioso
con sus tropas y botín por la ciudad de Roma, desde el Campo de Marte hasta el Capitolio. Esta
era la más grande recompensa que se le otorgaba a un general vencedor, pero no a cualquiera: el
Senado solo lo votaba favorablemente si la guerra había sido un éxito completo, con por lo menos
5000 muertes ocasionadas en batalla. Mientras el Senado no se pronunciaba, el ejército esperaba
fuera de la ciudad festejando por anticipado.
Dentro de la ciudad la gente se agolpaba en las calles para ver pasar el cortejo. Lo encabezaban
senadores y magistrados, seguidos por heraldos con trompetas. Tras ellos venía en exhibición
parte del botín conquistado. Después los adornados toros blancos destinados al sacrificio a los
dioses. Seguían los principales jefes enemigos encadenados y el resto de los cautivos. A
continuación el triunfador entraba en su carro, precedido por lictores con túnica púrpura y rodeado
por cantores y ejecutantes con sus cítaras y flautas. Llevaba el rostro pintado de rojo e iba vestido
con toga púrpura bordada de oro. No iba de pie sino sentado, la cabeza ceñida por una corona de
laurel y un cetro y una rama de laurel en cada mano. Lo rodeaban sus hijos e hijas menores, pues los
mayores montaban a caballo. Un esclavo sostenía sobre la cabeza del triunfador una corona de oro y
cada tanto le decía: “Mira detrás”, y “Recuerda que no eres sino un hombre”.
Cerraba la marcha todo su ejército que, con bromas, burlas y cantos de triunfo, celebraba la gloria
del vencedor.
Una vez llegados al templo de Júpiter en el Capitolio, el general ofrendaba al dios el laurel que
llevaba en la mano y procedía al ritual del sacrificio. Un banquete ofrecido a los senadores y
magistrados daba fin a la ceremonia.
Adaptado de A. Traversoni, Historia de Roma, 1965.
Tomado de Artagaveytia L. y Barbero, C. (2014): Historia I, Santillana, Montevideo.