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Maderuelo, J. (2020). La cultura de paisaje.

En El espectáculo del mundo: una


historia cultural del paisaje. Madrid: Abada Editores.

Gerard Jover Santos


Universitat Pompeu Fabra

Quizás resulte arriesgado apostar por una única definición del término «paisaje». Muchas son

sus acepciones e infinitos sus significados, pues el paisaje no se limita a un territorio, ni a un

conjunto de elementos físicos; más bien se trata de un constructo ideológico fruto de la

relación que subyace entre el individuo y el medio en el que se halla inmerso. De este

planteamiento esencial parte el texto de Maderuelo, que se inicia con una interesante crítica

sobre la cosificación del paisaje y su reducción a un espacio material o a un pedazo de tierra.

Como bien apunta el autor, el paisaje sólo puede existir cuando alguien lo contempla: al

contemplarlo, el individuo organiza el entorno, lo clasifica, lo ordena… En definitiva, lo dota

de valor cultural y, por tanto, de significado. Por ello, mirar un paisaje es siempre un acto

intelectual, un ejercicio subjetivo que combina la reflexión filosófica y el deleite estético.

Esta cuestión nos pone delante de un intenso debate sobre el significado de lo que el autor

llama «la cultura de paisaje». ¿Existe propiamente una cultura paisajística? ¿Hemos sido

educados históricamente para valorar y apreciar el paisaje? ¿Es la pintura de paisajes la pieza

clave en nuestra relación con el entorno en que vivimos? Tales cuestiones surgen a medida

que uno avanza en la lectura del texto, tratando de buscar posibles respuestas que nos ayuden

a entender realmente cuáles son nuestros modos de interacción con el medio que nos rodea.

Asumimos, como punto de partida, que la observación no es, ni mucho menos, la

única forma de establecer contacto con nuestro entorno. De ser así, estaríamos limitando una

vez más el paisaje a un mero objeto de contemplación. Lo cierto es que, a diferencia de lo que

ocurre en ciertas disciplinas artísticas, con el paisaje no sólo se produce una relación visual y

unidireccional entre el sujeto y el objeto. El paisaje es algo más: en su apreciación intervienen

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todos los sentidos (vista, olfato, tacto…) y, por esto mismo, el paisaje no es sólo lo que

envuelve algo, sino también lo que es envuelto. Cuando un individuo contempla un valle, no

sólo aprecia su vegetación, sus formas, sus colores… sino que todos esos elementos, puestos

en conjunto, cobran sentido por el entorno en que se encuentran, su posición, su ubicación

geográfica, su clima… El entorno y los elementos que lo conforman desprenden una

información que es procesada analítica y emocionalmente por un sujeto que no sólo observa,

sino que participa activamente de su creación: participa en su formación, en su comprensión,

en su definición y, por supuesto, en su interpretación personal. El paisaje es, en el fondo, un

arte interactivo que se redefine cada vez que es observado y apreciado. Es por ello que un

mismo lugar, un mismo punto en el mapa, produce interpretaciones muy heterogéneas en

distintas comunidades humanas, ya sea por motivos ideológicos, sociales, económicos o

antropológicos, entre otros. Así queda constatado en el ilustrativo ejemplo que Maderuelo

utiliza para referirse al monte Athos en Grecia:

Los griegos preclásicos veían en esta montaña la sepultura de los gigantes que

desafiaron a los dioses, el hombre actual ve diferentes cosas cuando mira hacia allí,

dependiendo de su formación y sus intereses intelectuales. No ve de la misma manera la

montaña un geólogo, un ganadero, un economista o un simple turista. (p. 28)

En el bagaje personal e intelectual de cada individuo es donde reside la diferencia, y

ello es lo que activa en el sujeto diferentes sentimientos, percepciones, emociones o

perspectivas ante el paisaje. Según estos razonamientos, una pregunta que se nos impone es:

¿Dónde queda, pues, el paisaje real o tangible? ¿Qué hay de objetivo en él? Al utilizar el

término «paisaje», toda superficie terrestre pasa a ser una representación mental de la misma:

el espacio deja de ser solamente aquello que se aborda desde lo cartográfico (con objetividad,

con precisión contrastable), y se convierte en algo que se plantea y se encara desde la

diversidad de miradas (subjetividad, memoria, identidad emoción…), definiéndose por tanto

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desde el imaginario colectivo y personal de cada individuo. Tal y como expresa el propio

autor, el paisaje mismo es una forma de verlo y representarlo mental o artísticamente. Es así

como se convierte en un concepto abstracto, individual y subjetivo con cierta dificultad para

encontrar acuerdo con otros individuos. De entrada, resulta imposible lograr un consenso

universal sobre lo que significa el paisaje. Su definición entraña numerosos problemas

derivados, precisamente, de la distancia que hay entre nuestra cultura (formación académica,

ideología, hábitos, conciencia ecológica…) y lo natural (entendido aquí como lo puramente

físico). Las definiciones enciclopédicas suelen obviar esta relación y por ello parece que la

única forma de interactuar con el paisaje y de referirnos a él sea el arte, una forma de

expresión cuyas infinitas interpretaciones recaen siempre sobre lo subjetivo.

Este debate es el pretexto perfecto para explorar la evolución de lo que entendemos

por paisaje desde la Antigüedad. Podemos ver cómo el Renacimiento trajo a Europa un

concepto que en China contaba ya con un sentido pleno desde el siglo V de nuestra era.

Desde entonces, la noción de paisaje fue integrada lentamente por los pueblos occidentales

gracias, en parte, al arte. Según se desprende del texto, la mirada del pintor fue, muy

probablemente, el impulso necesario para revalorizar todo lo que hoy asociamos al paisaje.

La contribución de artistas como Durero, Patinir o Brueghel a nuestra cultura va más allá de

lo estético y lo artístico; su obra es clave porque permite representar, visibilizar o incluso dar

cuerpo a un concepto que hasta entonces (finales del siglo XVI y principios del XVII) sólo

tenía su expresión en la tradición oriental. Para Maderuelo, este proceso fue trascendental,

porque contribuyó a dotar de significado la idea de paisaje desde una óptica que va más allá

de lo práctico: la pintura paisajística ya no sólo nombraba y describía, sino que daba la

oportunidad de apreciar y admirar lo que se ve desde una perspectiva lúdica, lo que

Maderuelo llama «amenidad» (p. 27). En efecto, el factor de la representabilidad es

fundamental aquí: la pintura ha permitido que el paisaje deje de ser un mero escenario para

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convertirse en protagonista de nuestras reflexiones, aunque siempre bajo el riesgo de

idealizarlo o mitificarlo. En general, todo ello nos enseña que cualquier cuadro de paisajes es

fruto de la mirada de su autor, de su cosmovisión y, por tanto, siempre será un reflejo de su

discurso ideológico, una imagen de su relación con la realidad.

Pero además de la pintura, Maderuelo concede gran importancia a la labor que han

ejercido otro tipo de manifestaciones que nos ayudan igualmente a comprender la evolución

de nuestra percepción sobre el entorno natural. Ejemplo de ello son los propios patrones de

ocupación del territorio, la organización de las granjas, el trazado de los caminos o incluso las

nuevas necesidades cartográficas, que denotan un cambio sustancial en nuestra interacción

con el medio. Quizás se echan en falta menciones a otras formas recientes de expresión como

el Land Art, el New Media Art o el Bioarte, que exploran los límites entre tecnología y

biología desde la urgencia ecológica. En este contexto es donde hay que ubicar la reflexión

sobre el papel que juegan estas nuevas metodologías sobre el diálogo entre arte y paisaje.

Podría decirse que estas manifestaciones nacen de la crítica, de la concienciación, de la

reinvención de la naturaleza… algo que dista mucho del sentido original de las primeras

pinturas de paisajes, que se forjaron bajo una función pedagógica ciertamente estática y

aleccionadora. Las nuevas manifestaciones intentan traspasar estas fronteras y reivindicar la

vitalidad de la naturaleza como algo orgánico, cambiante y en constante proceso. En

cualquier caso, esta pluralidad de formas demuestra que la naturaleza no es más que una idea

viva que evoluciona porque evoluciona nuestra manera de pensar y de referirnos a ella. En

efecto, como dice Maderuelo, nuestro interés por el entorno cambia, y con él, nuestra forma

de sentirlo, de interrogarlo y de representarlo. Ante estas afirmaciones, no hay duda de que el

arte —entendido en todas sus formas y expresiones posibles— sigue y seguirá siendo el

medio más efectivo y completo para aproximarse a la idea de paisaje. Podemos estar seguros

de que aún queda un largo camino de impresiones por recorrer en torno a este concepto.

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