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Tema 2: La

crisis del
Antiguo
Régimen
HISTORIA DE ESPAÑA, 2º
BACHILLERATO

CURSO 2016 – 2017


Con el triunfo de la revolución en Francia y la consiguiente caída de la monarquía, se abre
en Europa un nuevo periodo, el de la Crisis del Antiguo Régimen. España no se escapa a ello
y, fruto de una serie de acontecimientos relacionados con la fragilidad del poder del rey
durante el reinado de Carlos IV, se iniciará en España una etapa de fuerte inestabilidad
política y social que derivará, en primera instancia, en una guerra que enfrentará a la
sociedad española del momento. Nos referimos a la Guerra de Independencia o Guerra del
Francés (1808 – 1814), conflicto que determinará en buena medida el inicio de la
contemporaneidad en España.
Se considera que el Antiguo Régimen entra inicia su crisis en España con la llegada de las
tropas napoleónicas, aunque sobre todo con la aprobación de la primera Constitución
española en 1812. Pero, ¿es esto cierto, definitivamente desaparece la sociedad estamental y
por ende se desvanecen los privilegios de una reducida parte de la población española?
¿Definitivamente cae este sistema de relaciones políticas, económicas y sociales, o tan solo
se ve modificado?
¿Puede que se inicie la evolución de la política española hacia el liberalismo político?
La cronología fundamental de esta etapa es la siguiente:
1788--------------------1808------1814-------------------1833
Carlos IV Guerra Fernando VII
LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN (1808 – 1833)
El rey Carlos IV accedió al trono español en 1788, e inmediatamente se vio desbordado
por la compleja situación creada por la Revolución Francesa (1789). El miedo a la expansión
revolucionaria congeló todas las reformas iniciadas por Carlos III y apartó del gobierno a los
viejos ministros ilustrados (Floridablanca, Jovellanos...). El protagonismo de las clases
populares en la Revolución Francesa, el carácter radical de muchas de sus reformas y,
especialmente, la muerte en la guillotina en 1793 del rey Luis XVI condujeron a Carlos IV a
declarar la guerra a Francia en coalición con otras monarquías absolutas europeas
(1793-95).
El enfrentamiento bélico se saldó con una absoluta derrota de las tropas españolas. A
partir de ese momento, y especialmente desde el ascenso al poder de Napoleón Bonaparte
(1799), la política española, conducida ya por el nuevo primer ministro, Manuel Godoy,
vaciló entre el temor a Francia y el intento de pactar con ella para evitar el enfrentam1ento
con el poderoso ejército napoleónico en su triunfante expansión por toda Europa.
El motín de Aranjuez.
En 1792, Carlos IV confió el poder a un joven militar, Manuel Godoy, plebeyo de origen,
con el que habían trabado buena amistad tanto el rey como la reina María Luisa de Parma.
La elección demostraba la absoluta desconfianza del Monarca en sus círculos nobiliarios de
la Corte y el deseo de encontrar una persona de cuya fidelidad pudiera estar seguro. Aislado
de los partidos cortesanos, Godoy era odiado por la alta nobleza y por la Iglesia por su origen
plebeyo y por sus intentos reformistas, y también por los elementos ilustrados, que se vieron
sustituidos en el favor del Rey pero sobre todo por el príncipe heredero Fernando, que veía
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en él un posible competidor en el favor de su propio padre.
Godoy abordó una serie de reformas interiores que se basaron, principalmente, en los
intentos de desamortización de tierras eclesiásticas, en la reducción de la actividad y poder
de la Inquisición, en la promoción de las Sociedades Económicas de Amigos del País, así
como la protección de artistas e intelectuales.
Por otra parte, en política exterior Godoy siguió un camino de alianzas sucesivas con
Francia, firmando una serie de pactos con Napoleón. Es por ello que España se convirtió en
aliada de Francia, y se enfrentó a Inglaterra. En la batalla marítima de Trafalgar (1805)
perdió casi toda su flota al destrozar el almirante británico Nelson la armada
franco-española. En 1807, Napoleón obtuvo el consentimiento de Carlos IV para que sus
ejércitos atravesasen España para atacar Portugal, aliada de Inglaterra, a cambio de un
futuro reparto de Portugal entre Francia, España y un principado para el propio Godoy
(Tratado de Fontainebleau).
El 18 de marzo de 1808 estalló un motín en Aranjuez, donde se encontraban los reyes,
quienes, bajo los consejos de Godoy y ante el temor de que la presencia francesa terminase
en una real invasión del país, se trasladaban hacia el sur. El motín, dirigido por la nobleza
palaciega y el clero, perseguía la destitución de Godoy y la abdicación de Carlos IV en su hijo
Fernando, alrededor del cual se habían unido todos quienes querían acabar con Godoy.
La monarquía de José Bonaparte.
Los amotinados consiguieron sus objetivos, poniendo en evidencia una crisis profunda en
la monarquía española. Carlos IV escribió a Napoleón haciéndole saber los acontecimientos
y reclamando su ayuda para recuperar el trono que le había arrebatado su propio hijo
Fernando VII. El Emperador se reafirmó en su impresión de debilidad, corrupción e
incapacidad de la monarquía española y se decidió definitivamente a invadir España, ocupar
el trono y anexionar el país al Imperio.
Carlos IV y Fernando VII fueron llamados por Napoleón a Bayona (Francia), adonde
acudieron con presteza y donde, sin mayor oposición, abdicaron ambos en la persona de
Napoleón Bonaparte. Legitimado por las abdicaciones, Napoleón nombró a su hermano
José, rey de España. Para ratificarlo y anunciar sus intenciones de futuro, convocó para
junio Cortes en Bayona, a fin de otorgar una constitución al país, que el emperador
consideraba más favorable para el pueblo español que el caduco régimen de la monarquía
borbónica.
Con escaso apoyo y una total incomprensión, José Bonaparte intentaría una experiencia
reformista que pretendía acabar con el Antiguo Régimen: desamortizó parte de las tierras
del clero, desvinculó los mayorazgos y las tierras de manos muertas y legisló el fin del
régimen señorial.
El Estatuto de Bayona reconocía la igualdad de los españoles ante la ley, los impuestos y el
acceso a los cargos públicos. Por último, se abolió la Inquisición y se reinició la reforma de la
Administración.

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La resistencia popular.
Mientras se desarrollaban los hechos de Bayona, en España se inició un alzamiento
popular contra la presencia francesa. El 2 de mayo, ante las confusas noticias de que
Fernando VII había sido secuestrado por Napoleón, el pueblo de Madrid se alzó de forma
espontánea contra la presencia francesa. Aunque fue duramente reprimido por las tropas al
mando del general Murat, su ejemplo cundió por todo el país y la población se levantó
rápidamente contra el invasor. Ante la sorpresa de los franceses, un movimiento de
resistencia popular frenó el avance de las tropas imperiales.
En Galicia, Andalucía, Aragón, Castilla, etc., la población reclamó la defensa contra la
invasión francesa y surgieron Juntas de Armamento y Defensa, que reaccionaban ante el
desconcierto o la apatía de las clases privilegiadas, incapaces de organizar el país ante el
vacío de poder creado por la abdicación de los monarcas en Bayona. Las Juntas fueron
primero locales y expresaban la forma de organización del movimiento insurrecciona!
popular. Pronto se organizaron Juntas a nivel provincial que reclamaron la acción de las au-
toridades y forzaron la reunión de una Junta Central que coordinase la acción contra los
franceses.
Desde el punto de vista bélico, los restos del ejército tradicional español eran incapaces de
oponerse al avance de las fuerzas francesas. La guerrilla y los sitios fueron las formas de
impedir el dominio francés sobre el territorio español.
Los sitios consistían en la resistencia de las ciudades españolas (Zaragoza, Girona...) al
avance francés. Las ciudades sitiadas resistían los bombardeos, la falta de alimentos y hasta
de agua a que las sometía el cerco francés, con tal de no dejar avanzar al ejército invasor y, de
esta forma, desgastar a las tropas napoleónicas y dar tiempo a la organización de la
resistencia en el resto del país.
La guerrilla fue la forma espontánea y popular de resistencia armada contra el invasor.
Partidas formadas por campesinos, burgueses, sacerdotes o gente de cualquier otra
ocupación, se organizaban con un jefe de cuadrilla al frente para luchar contra los franceses.
Su mejor arma era el conocimiento del terreno y el apoyo de la población. No se enfrentaban
a campo abierto, sino que actuaban en pequeños grupos, hostigaban al ejército, destruían
sus instalaciones o asaltaban los cargamentos de avituallamiento.
Las diferentes fuerzas políticas
La invasión francesa y la quiebra del modelo social, político y económico del Antiguo
Régimen que representaba la monarquía borbónica, obligaron a la toma de postura por
parte de las diferentes corrientes ideológicas frente a la presencia francesa y a la nueva
monarquía napoleónica.
Una pequeña parte de los españoles, a los que se conoce como afrancesados, y entre los
que se hallaban numerosos intelectuales y altos funcionarios y una parte de la alta nobleza,
aceptaron al nuevo monarca José Bonaparte y participaron en su gobierno. Procedentes en
su mayoría del Despotismo Ilustrado, se sentían vinculados con el programa reformista de la
nueva monarquía, al tiempo que creían que la monarquía napoleónica era la mejor garantía

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para evitar excesos revolucionarios. Así, pensaban que un poder fuerte podría realizar las
reformas necesarias para la modernización del país. Su número relativamente escaso y la
derrota final del ejército napoleónico obligaron a una gran mayoría a exiliarse al final de la
guerra, cuando no fueron detenidos.
El grueso de la población española formó lo que se conoce como el frente patriótico, es
decir, todos quienes se opusieron a la invasión. Ahora bien, en este bando encontramos
posiciones muy diferentes. La mayor parte del clero y la nobleza, que resistía al invasor y
dirigía en muchas ocasiones la resistencia, buscaba la vuelta al absolutismo bajo la
monarquía de Fernando VII. Combatían contra el francés por la vuelta de la vieja
monarquía, por la defensa de la tradición y de la religión católica. Por contra, algunos
sectores ilustrados, y especialmente los liberales, veían en la guerra la oportunidad de
realizar una serie de reformas largamente deseadas. Los ilustrados, representados por
Floridablanca o Jovellanos, deseaban que la victoria frente a los franceses permitiese la
vuelta de Fernando VII del que se esperaba impulsase el inicio de un programa de reformas
que permitiera la permanencia de la vieja monarquía tradicional junto a la modernización
del país.
La burguesía y los intelectuales, sectores claramente liberales, tenían otros objetivos y
distintas aspiraciones. Veían en la situación revolucionaria creada por la guerra la ocasión
de, pese a su escaso número, influir en la transformación de la España del Antiguo Régimen
en un sistema liberal-parlamentario. Sus aspiraciones eran, por tanto, la soberanía nacional,
la división de poderes, la promulgación de una constitución y la abolición de los privilegios
estamentales y gremiales de tal modo que permitiese el desarrollo del capitalismo.
Por último, gran parte de la población, al margen de posiciones ideológicas claras, afrontó
la guerra como un movimiento de defensa contra un invasor extranjero. La mayoría expresó
su deseo de que volviera el monarca Fernando VII y defendió a ultranza el restablecimiento
de las prerrogativas y el poder de la Iglesia católica, aunque con su actitud de rebeldía contra
la monarquía de José Bonaparte, tomó actitudes claramente revolucionarias.
El desarrollo del conflicto.
Para Napoleón, la invasión de Portugal iba íntimamente ligada al dominio total de la
Península Ibérica. Por ello, dispuso sus tropas estratégicamente en Barcelona, Vitoria y
Madrid para que, en su despliegue, ocupasen toda la Península. Napoleón no esperaba
encontrar grandes resistencias. Sus informes le hablaron de unas instituciones incapaces de
oponerse a su presencia, una vez privadas de los monarcas, y esperaba conquistar el país sin
graves problemas.
Las previsiones de Napoleón Bonaparte se desbarataron ante la resistencia popular. Las
ciudades de Gerona y Zaragoza resistieron durante meses el ataque francés e impidieron el
avance de las tropas en la zona de Levante. Asimismo, sorprendentemente, el ejército
francés fue derrotado en Bailén (julio de 1808) por las tropas españolas, lo que impidió la
toma de Andalucía y obligó al repliegue de gran parte de los soldados napoleónicos más allá
del Ebro y al abandono de la ciudad de Madrid.

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Napoleón en persona llegó a España en otoño y coordinó las acciones que condujeron a la
toma de Madrid y a un teórico dominio de casi todo el territorio español. Ciudades, pueblos
y caminos fueron controlados por las tropas napoleónicas que, tras la derrota de Bailén,
llegaron a desplegar 250.000 hombres en la Península. A partir de ese momento, fue
esencialmente la guerrilla la única fuerza de resistencia frente al invasor.
Desde mediados de 1812, el curso de la guerra empezó a ser desfavorable para los
franceses. La campaña de Rusia había obligado a Napoleón a desplazar allí gran parte de su
ejército y, aprovechando la coyuntura, las fuerzas españolas, apoyadas por un ejército
británico al mando del general Wellington, comenzaron a hostigar gravemente a los
franceses. Incapaz de mantener los dos frentes, Napoleón decidió pactar el fin del conflicto
con los españoles y, hacia finales de 1813, sus tropas empezaron a abandonar el territorio
español.
LAS CORTES DE CÁDIZ Y LA CONSTITUCIÓN DE 1812.
El proceso de formación de las Cortes.
Desde el comienzo de la guerra, en el verano de 1808, las Juntas locales y provinciales que
dirigían la resistencia enviaron representantes para formar una Junta Central Suprema que
coordinara las acciones bélicas y dirigiera el país durante la guerra. La Junta se reunió en
Aranjuez el 25 de septiembre, aprovechando la retirada momentánea de Madrid de los
franceses tras la derrota de Bailén. Floridablanca y Jovellanos eran sus miembros más
ilustres. La Junta reconoció a Fernando VII como el rey legítimo de España y asumió, hasta
su retorno, su autoridad. Ante el avance francés, la Junta huyó a Sevilla y de allí, en 1810, a
Cádiz, la única ciudad que, ayudada por los ingleses, resistía el asedio francés.
La Junta Central se mostró incapaz de dirigir la guerra y decidió convocar unas Cortes en
las que los representantes de la nación decidieran sobre su organización y su destino. En
enero de 1810 se disolvió, tras la convocatoria de las Cortes, manteniendo, en tanto éstas se
reunían, una regencia formada por cinco miembros.
El proceso de elección de diputados a Cortes y su reunión en Cádiz fueron necesariamente
difíciles. En un país dominado por los franceses era imposible una elección de
representantes y en muchos casos se optó por elegir sustitutos O diputados entre las
personas de cada una de las provincias que se hallaban en Cádiz. El ambiente liberal de la
ciudad influyó en que gran parte de los elegidos tuvieran simpatías por estas ideas.
Las Cortes se abrieron en septiembre de 1810 y el sector liberal consiguió el primer
triunfo al forzar la formación de una cámara única, frente a la tradicional representación es-
tamental. Asimismo, en su primera sesión aprobaron el principio de soberanía nacional, es
decir, el reconocimiento de que el poder reside en el conjunto de los ciudadanos y que se
expresa a través de las Cortes formadas por representantes de la nación.
Finalmente, la Constitución fue promulgada el día 19 de marzo de 1812, día de San José,
por lo que se la conoce popularmente como "la Pepa". Este texto legal emanado de las Cortes
es el que mejor define el espíritu liberal de los reunidos en Cádiz. El texto constitucional
plasma también el compromiso existente entre los sectores de la burguesía liberal y los

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absolutistas, al reconocer totalmente los derechos de la religión católica, caballo de batalla
del sector absolutista, especialmente del clero.
Desde un punto de vista formal, la Constitución contiene una declaración de derechos del
ciudadano: la libertad de imprenta, la igualdad de los españoles ante la ley, el derecho de
petición, la libertad civil, el derecho de propiedad y el reconocimiento de todos los derechos
legítimos de los individuos que componen la nación española. La nación se define como el
conjunto de todos los ciudadanos de ambos hemisferios, es decir, se colocan en pie de
igualdad los territorios peninsulares y las colonias americanas.
La estructura del Estado se corresponde con el de una monarquía limitada, basada en la
división de poderes. El poder legislativo, las Cortes unicamerales, representan la voluntad
nacional y poseen amplios poderes: elaboración de leyes, aprobación de los presupuestos y
de los tratados internacionales, mando sobre el ejército, etc. El mandato de los diputados se
establecía en dos años y eran inviolables en el ejercicio de sus funciones. El sistema electoral
quedó fijado en la propia Constitución: el sufragio era universal masculino e indirecto.
El monarca es la cabeza del poder ejecutivo, por lo que posee la dirección del gobierno e
interviene en la elaboración de las leyes a través de la iniciativa y la sanción, poseyendo veto
suspensivo durante dos años. El poder del rey está controlado por las Cortes, que pueden
intervenir en la sucesión al trono, y la Constitución prescribe que todas sus decisiones deben
ser refrendadas por los ministros, quienes están sometidos a responsabilidad penal.
La administración de justicia es competencia exclusiva de los tribunales y se establecen
los principios básicos de un Estado de derecho: códigos únicos en materia civil, criminal y
comercial, inamovilidad de los jueces, garantías de los procesos, etc.
Otros artículos de la Constitución contemplan la reorganización de la administración
provincial y local, la reforma de los impuestos y la Hacienda Pública, la creación de un
ejército nacional y la obligatoriedad del servicio militar, y la implantación de una enseñanza
primaria pública y obligatoria. Asimismo consagra la igualdad jurídica, la inviolabilidad del
domicilio y la libertad de imprenta para libros no religiosos. En resumen, el texto establece
los principios de una sociedad moderna, con derechos y garantías para sus ciudadanos.
Se entiende la obra de Cádiz como la primera muestra clara de liberalismo español. Es por
ello que la Constitución de 1812 constituye un ejemplo de constitución liberal, inspirada en
los principios de la francesa de 1791, pero más avanzada y progresista. La Constitución no
sólo pretendía regular el ejercicio del poder, sino también conseguir una reordenación de la
sociedad: aceptaba el principio del sufragio universal y establecía una amplia garantía de los
derechos.
Fue elaborada en un país en guerra, ocupado por las tropas napoleónicas, y los
legisladores mostraron un optimismo histórico encomiable. Esperanzados en el triunfo,
intentaron aprovechar la situación revolucionaria creada por la guerra, para elaborar un
marco legislativo mucho más avanzado de lo que el conjunto de la sociedad española hubiera
permitido en una situación· normal. La Constitución de Cádiz fue, asimismo, ejemplo para
otras muchas constituciones europeas y americanas en los años posteriores e inspirará en el

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futuro el constitucionalismo español del siglo XIX.
Además del texto constitucional, las Cortes de Cádiz aprobaron una serie de leyes y
decretos destinados a eliminar las trabas del Antiguo Régimen y a ordenar el Estado como
un régimen liberal. Así, se decretó la supresión de los señoríos, la libertad de trabajo, la
anulación de los gremios, la abolición de la Inquisición y el inicio de la desamortización y de
la reforma agraria.
A pesar de la importancia de su obra, las Cortes no tuvieron gran incidencia práctica en la
vida del país. La situación de guerra impidió la efectiva aplicación de lo legislado en Cádiz y,
al final de la guerra, la vuelta de Fernando VII frustró la experiencia liberal y condujo al
retorno del absolutismo.
REINADO DE FERNANDO VII (1814 – 1833)
A finales de 1813, Napoleón decidió firmar la paz con España (Tratado de Valençay),
reconocer a Fernando VII como monarca legítimo, permitir su vuelta al país y retirar sus
tropas del territorio español.
El reinado de Fernando VII se divide en tres etapas como son la que supone el retorno al
absolutismo, etapa conocida como el Sexenio Absolutista (1814-1820); el conocido como
Trienio Liberal (1820-1823), y la Década Ominosa (1823-1833), etapa caracterizada por la
reinstauración del absolutismo monárquico por parte de un rey que había aceptado y jurado
defender en 1820 los preceptos que la Constitución de Cádiz propugnaba.
Sexenio Absolutista (1814 – 1820)
El regreso de Fernando VII planteó el problema de integrar al monarca en el nuevo
modelo político, definido por las Cortes de Cádiz en la Constitución de 1812. Fernando VII
había abandonado el país como un monarca absoluto y debía volver como un monarca
constitucional. Los liberales tenían sus dudas respecto a la buena voluntad del Rey de
aceptar la situación e hicieron todo lo posible para que su vuelta al país se realizara
directamente a Madrid, donde debía jurar la Constitución y comprometerse a respetar el
nuevo marco político. Fernando VII, en un principio, temió enfrentarse a aquellos que
durante seis años habían gobernado el país y habían resistido al invasor y, por tanto, mostró
voluntad de aceptar sus condiciones.
Frente a los liberales, los absolutistas, nobleza y clero sabían que la vuelta del Monarca
era su mejor oportunidad para volver al Antiguo Régimen. Se organizaron rápidamente para
mostrar al Rey su apoyo incondicional para que se restaurase el absolutismo (Manifiesto de
los Persas) y movilizaron al pueblo para que le mostrase su adhesión incondicional (le
llamaban "el Deseado"). Fernando VII, seguro ya de la debilidad del sector liberal, traicionó
sus promesas y, al llegar a España, protagonizó un golpe de Estado, al declarar mediante el
Real Decreto de 4 de mayo de 1814 "nulos y de ningún valor ni efecto" la Constitución y los
decretos de Cádiz, y anunció la vuelta al absolutismo. Inmediatamente fueron detenidos o
asesinados los principales dirigentes liberales, mientras otros huyeron hacia el exilio
En los meses siguientes se produjo la restauración de todas las antiguas instituciones, se
restableció el régimen señorial y se restauró la Inquisición. Era una vuelta en toda regla al
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Antiguo Régimen. La situación internacional era además favorable. Napoleón había sido
derrotado. Las potencias absolutistas europeas vencedoras habían conseguido en el
Congreso de Viena· restaurar el viejo orden en toda Europa y la Santa Alianza garantizaba la
defensa del absolutismo y el derecho de intervención en cualquier país para frenar el avance
del liberalismo.
El rey Fernando VII y su gobierno tuvieron que hacer frente, sin embargo, a un objetivo
imposible: rehacer un país destrozado por la guerra, con la agricultura deshecha, el comercio
paralizado, las finanzas en bancarrota y todas las colonias en pie de guerra por su
independencia, y ello con los viejos métodos del Antiguo Régimen. Sus gobiernos fracasaron
uno tras otro.
La oposición a la nueva situación no tardó en manifestarse. La burguesía liberal y las
clases medias urbanas reclamaban la vuelta al régimen constitucional. Una parte del
campesinado se negaba a volver a pagar rentas y tributos y se oponía a la restauración del
régimen señorial. Por último, en el ejército, la integración de parte de los jefes de la guerrilla
dio lugar a la creación de un sector liberal, partidario de reformas.
El recurso a la represión fue la única respuesta del gobierno. Pronunciamientos militares
liberales (Mina, Lacy, Porlier, Vidal...), algaradas en las ciudades y amotinamientos
campesinos, aunque fracasaron entre 1814 y 1820, evidenciaron el descontento y la quiebra
del modelo de monarquía absoluta.
El Trienio liberal (1820 – 1823)
El 1 de enero de 1820, el coronel Rafael de Riego, al trente de una compañía de soldados
acantonados en Cabezas de San Juan (Sevilla), en espera de marchar hacia la guerra en las
colonias americanas, se sublevó y recorrió Andalucía proclamando la Constitución de 1812.
La pasividad del ejército, la actuación de la oposición liberal en las principales ciudades y la
neutralidad de los campesinos obligaron al Rey, finalmente, a aceptar, el 10 de marzo,
convertirse en monarca constitucional. Fernando VII nombró un nuevo gobierno que
proclamó una amnistía y convocó elecciones. Las Cortes se formaron con una mayoría de
diputados liberales e iniciaron rápidamente una importante obra legislativa.
Restauraron gran parte de las reformas de Cádiz, como la libertad de industria, la
abolición de los gremios, la supresión de los señoríos jurisdiccionales y de los mayorazgos, y
elaboraron nuevas normas como la disminución del diezmo, la venta de tierras de los
monasterios, la reforma del sistema fiscal, del código penal y del funcionamiento del
ejército. Con su acción pretendían liquidar el feudalismo en el campo, convirtiendo la tierra
en una mercancía más, susceptible de ser comprada y vendida, e introducir relaciones de
tipo capitalista entre propietarios de la tierra y campesinos arrendatarios.
Asimismo, deseaban liberalizar la industria y el comercio, eliminar las trabas a la libre
circulación de mercancías y permitir el desarrollo de la burguesía comercial e industrial. Por
último, iniciaron la modernización política y administrativa del país, bajo los principios de la
racionalidad y la igualdad legal, y crearon la Milicia Nacional, un cuerpo armado de
voluntarios, formado por las clases medias, esencialmente urbanas, con el fin de garantizar

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el orden y defender las reformas constitucionales.
Las reformas suscitaron rápidamente la oposición de la monarquía. Fernando VII había
aceptado el nuevo régimen sólo forzado por las circunstancias. Desde el primer momento,
no sólo paralizó todas las leyes que pudo, recurriendo al derecho de veto que le otorgaba la
Constitución, sino que conspiró de forma secreta contra el gobierno y buscó la alianza con
las potencias europeas absolutistas para que éstas invadiesen el país y restaurasen el
absolutismo.
Más grave para el nuevo régimen fue la oposición que le mostró parte del campesinado.
Las leyes del Trienio no reconocían ninguna de las aspiraciones campesinas, como el reparto
de la tierra y la rebaja de los impuestos. Al contrario, se acababa con el régimen señorial,
pero los antiguos señores eran ahora los nuevos propietarios, y los campesinos se convertían
en arrendatarios que podían ser expulsados de las tierras si no pagaban, con lo que perdían
sus tradicionales derechos sobre la tierra.
Además, la monetarización de las tradicionales rentas señoriales y diezmos eclesiásticos,
antes pagados con productos agrarios, obligaba a los campesinos a conseguir dinero con la
venta de sus productos. En una economía todavía de autosuficiencia, con escasos mercados,
los campesinos no conseguían que sus productos alcanzaran el valor suficiente para reunir la
cantidad de moneda requerida por los nuevos impuestos. Los campesinos se sintieron más
pobres y más indefensos con la nueva legislación capitalista y se alzaron contra los liberales.
La nobleza tradicional y sobre todo la Iglesia, perjudicada por la supresión del diezmo y la
venta de bienes monacales, animaron la revuelta contra los gobernantes del Trienio. En
1822 se alzaron partidas absolutistas en Cataluña, Navarra, Galicia y el Maestrazgo, que
llegaron a dominar amplias zonas de territorio y que establecieron una regencia absolutista
en la Seo de Urgel en 1823.
Las dificultades dieron lugar a enfrentamientos entre los propios liberales. Un sector, los
moderados, era partidario de realizar las reformas con prudencia e intentar no enemistarse
con el rey y la nobleza, por un lado, y no asustar a la burguesía propietaria, por el otro; los
exaltados planteaban la necesidad de acelerar las reformas y enfrentarse con el monarca,
confiando en el apoyo de los sectores liberales de las ciudades, de parte del ejército y de los
intelectuales, y de la prensa.
La Década Ominosa (1823 – 1833)
A pesar de todos los obstáculos y de las divisiones internas, el régimen del Trienio finalizó
debido a la intervención de las potencias absolutistas europeas. La Santa Alianza respondió
a las peticiones de Fernando VII y encargó a Francia intervenir en España para restaurar el
absolutismo. En abril de 1823, unos 100.000 soldados (los Cien Mil Hijos de San Luis) al
mando del duque de Angulema, ayudados por realistas españoles, irrumpieron en territorio
español y repusieron a Fernando VII como monarca absoluto.
La vuelta al absolutismo fue seguida, como en 1814, de una feroz represión contra los
liberales y de nuevo gran parte de ellos marchó hacia el exilio. Se depuró la Administración y
el ejército, se crearon comisiones de vigilancia y control, y un verdadero terror se extendió

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por el país contra todo posible partidario de las ideas liberales.
La única preocupación del gobierno de Fernando VII, aparte de la represión, fue el
problema económico. Las dificultades de la Hacienda, agravadas por la pérdida definitiva de
las colonias americanas, forzaron a un estricto control del gasto público, dado que era
imposible aumentar la recaudación sin tocar los privilegios fiscales de la nobleza. A partir de
1825, el Rey, acuciado por los problemas económicos, adoptó posiciones más abiertas a la
colaboración con el sector moderado de la burguesía financiera e industrial de Madrid y
Barcelona: concedió un arancel proteccionista para las manufacturas catalanas y llamó a
López Ballesteros, cercano a los intereses industriales, al ministerio de Hacienda.
La actitud del Rey fue mal vista por el sector más conservador y tradicionalista de la
Corte, la nobleza y el clero, ya muy descontentos porque Fernando VII no hubiese repuesto
la Inquisición o no persiguiese con suficiente saña a los liberales. En Cataluña, en 1827, se
levantaron partidas realistas (Els Malcontents) que reclamaban mayor poder para los ultra-
conservadores y defendían el retorno a las costumbres y fueros tradicionales. En la corte,
dicho sector se agrupó alrededor de don Carlos María Isidro, hermano del rey y su previsible
sucesor, dado que Fernando VII no tenía descendencia.
El conflicto dinástico
En 1830, el nacimiento de una hija del Rey, Isabel, dio lugar a un grave conflicto en la
sucesión al trono. La Ley Sálica, de origen francés e implantada por Felipe V en España,
impedía el acceso al trono a las mujeres, pero Fernando VII, influido por su mujer María
Cristina, promulgó la Pragmática Sanción, que derogaba la Ley Sálica y abría el camino al
trono a su hija y heredera, Isabel 11. Los partidarios de don Carlos (carlistas) se negaron a
aceptar la nueva situación e influyeron, en 1832, sobre el Monarca gravemente enfermo,
para que fuera repuesta la Ley Sálica.
No era sólo una disputa acerca de si el legítimo monarca era el tío o la sobrina, sino que se
trataba de la lucha por imponer un modelo u otro de sociedad. Alrededor de don Carlos se
agrupaban las fuerzas más partidarias del Antiguo Régimen, los defensores de la tradición,
los opuestos a cualquier forma de liberalismo. Por contra, María Cristina comprendió que, si
quería salvar el trono para su hija, debía buscar apoyos en los sectores más cercanos al
liberalismo. Nombrada regente mientras durase la enfermedad del rey, formó un nuevo
gobierno de carácter reformista, decretó una amnistía que supuso la vuelta de 10.000
exiliados liberales y se preparó para enfrentarse a los carlistas.
En 1833, Fernando VII murió, reafirmando en su testamento a su hija Isabel, de tres años
de edad, como heredera del trono, y nombrando regente a María Cristina hasta la mayoría
de edad de su hija. El mismo día, don Carlos se proclamó rey, iniciándose un levantamiento
absolutista en el norte de España. Fue el inicio de la primera guerra carlista.
LA INDEPENDENCIA DE LA AMÉRICA HISPANA
La América española a finales del siglo XVIII
A lo largo del siglo XVIII, la decidida preocupación de los Barbones por los territorios de
ultramar había dado lugar a una etapa de prosperidad basada en la reactivación del co-
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mercio y en la puesta en marcha y explotación de numerosas plantaciones (café, azúcar,
tabaco, etc.), trabajadas por mano de obra esclava de origen africano. El crecimiento eco-
nómico propició el desarrollo de un poderoso grupo burgués criollo, de raza blanca pero
nacido en América.
Fue entre esta burguesía criolla, próspera y educada, conocedora de las ideas ilustradas,
donde las ideas de emancipación de la metrópoli tomaron cuerpo y se fraguaron los pro-
gramas y los proyectos de independencia. Estos anhelos estaban provocados por el trato
discriminatorio dado a los criollos en los cargos coloniales, por el sometimiento a fuertes
impuestos y cargas y por el control que sobre la economía, y esencialmente el comercio,
ejercía España. El ejemplo de Estados Unidos fue además crucial para mostrar que era
posible enfrentarse a la metrópoli y conseguir la victoria. Además, Gran Bretaña, deseosa de
controlar el mercado americano, se encargó de azuzar y respaldar los movimientos inde-
pendentistas, convencida de que, una vez independientes, podría dominar fácilmente el
mercado de las nuevas naciones.
El proceso de independencia
A partir de 1808, al venirse abajo todo el aparato administrativo e ideológico de la
metrópoli, España no podía resistir la escalada de los intereses secesionistas de los territo-
rios ultramarinos. En un principio, los criollos optaron por no someterse a la autoridad de
José Bonaparte y crearon Juntas que, a imitación de las españolas, asumieron el poder en
sus territorios. Sin embargo, aunque teóricamente se mantenían fieles a Fernando VII, se
negaron a aceptar la autoridad de la Junta Suprema Central y, de hecho, hacia 181 O muchas
de ellas se declararon autónomas respecto a la metrópoli. Los focos más declaradamente
secesionistas fueron el virreinato de la Plata, donde José de San Martín proclamó, en 181 O,
en la ciudad de Buenos Aires la independencia de la República Argentina, el virreinato de
Nueva Granada y Venezuela, a cuyo frente se situará el otro gran líder de la independencia
americana, Simón Bolívar, y México, cuyo levantamiento dirigieron Hidalgo y Morelos.
Las Cortes de Cádiz, aunque formalmente consideraron a las colonias territorio español y
pretendieron, como mínimo, reconocer los derechos de los criollos, eran incapaces de in-
tervenir frente al movimiento independentista, dado que apenas podían hacer cumplir su
legislación en el territorio hispano. En 1814, finalizada la guerra hispanofrancesa, el
gobierno de Fernando VII, en vez de buscar el acuerdo con los americanos, respondió con el
envío de un ejército de 10.000 hombres que logró pacificar Nueva Granada y México,
aunque se mostró impotente en el virreinato del Río de la Plata: Paraguay (1811) y Argentina
(1816) se consolidaron ya como naciones independientes.
En los años siguientes, la total intransigencia de la monarquía respecto a la autonomía de
las colonias, a pesar de carecer de dinero y de tropas, ayudó al crecimiento y la expansión del
movimiento libertador. San Martín atravesó los Andes, derrotó a los españoles en
Chacabuco (1817) y propició la independencia de Chile (1818). Bolívar, desde el norte,
derrotó al ejército español en Boyacá (1819) y Carabobo (1821) y puso las bases para la
formación de la Gran Colombia, que dio origen posteriormente a las repúblicas de Vene-
zuela, Colombia, Ecuador y Panamá. En México, el movimiento independentista liderado

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por lturbe logró atraerse a la Iglesia y a las clases poderosas y en 1822 se independizó de la
metrópoli. Tras la derrota de Ayacucho (1824) y la independencia de Perú y Bolivia (en
honor a Simón Bolívar), se acabó la presencia española en la América continental. Sólo las
Antillas (Cuba y Puerto Rico), más las Filipinas, permanecieron en posesión de la Corona.

Los problemas de las nuevas naciones americanas


La emancipación de las colonias y la creación de repúblicas independientes no
solucionaron todos los problemas existentes en la sociedad de la América hispana. En
primer lugar, el sueño de los libertadores, especialmente Bolívar, de conseguir una América
unida, poderosa y solidaria, se mostró imposible. Los intereses de los caudillos locales, de las
burguesías comerciales y de los grandes terratenientes, que querían dominar y explotar cada
uno de sus territorios, condujeron a innumerables guerras y al fraccionamiento en múltiples
repúblicas. En ese contexto, el poder de los caudillos militares, el peso del ejército en la vida
política y el constante recurso a las armas, se enquistaron en la sociedad hispanoamericana.
En segundo lugar, los criollos que habían dirigido el movimiento de independencia
olvidaron los deseos y los intereses de la gran mayoría de la población india, negra o pobre,
lo que daría lugar a profundas convulsiones sociales en los años venideros. Por último, la
independencia política no supuso la independencia económica para el subcontinente. El
dominio español fue sustituido por el de Gran Bretaña y Estados Unidos, que fueron los
primeros en reconocer a las nuevas naciones. Los británicos conquistaron y controlaron el
comercio sudamericano convirtiendo a los nuevos países en un amplio mercado para sus
productos e influyendo en sus leyes y en sus gobiernos. Estados Unidos formuló en 1823 la
llamada doctrina Monroe: "América para los americanos", es decir, que los europeos debían
ir abandonando sus intereses en el continente, que se convertía en "territorio preferente" de
Estados Unidos.

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