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154 EL MITO DEL ARTE

EL PORQUÉ DE UNA AUSENCIA

La ausencia de la categoría «arte» en la cultura griega y en las


que ella ha confonnado después no constituye una laguna sino una
ontología. Es la marca de una plenitud, no de una insuficiencia. Y la
poca consideración reservada a los talladores de imágenes no proce-
de sólo de una indignidad social sino también de una prueba filosó-
fica de inanidad. Detrás de toda estética hay una cosmología; como
la hay detrás de su rechazo; y es su concepción del origen de las co-
sas lo que da a los griegos clásicos, como por lo demás a sus here~
deros cristianos, una visión intelectualista de las fannas (los sofis-
tas a la manera de Protágoras eran sin duda mil veces más «artistas»
que los filósofos en la línea de Platón). El gran demiurgo del Timeo
crea el mundo de acuerdo con un plano en cuanto que contempla
unos arquetipos. Asimismo, para el pequeño demiurgo artesanal, fa-
bricar es re-presentar, ejecutar una idea previa. calcar un canon pre-
existente. El modelo omnipresente de la causalidad ejemplar deja
sin objeto a la noción de obra. El hombre no puede añadir nada nue-
vo a la naturaleza; no puede hacer obra original porque no hay ori-
ginalidad sino en el origen, por encima y antes de él. La Naturaleza
o el Logos, el Primer Motor o el alma del Mundo, tienen la exclusi-
va de lo nuevo. Símbolo de esa postura es el Dios del Antiguo Tes-
tamento. Él crea al hombre a su imagen, pero se reserva el monopo-
lio de la escultura. El hombre modelado no será modelador, sólo
Dios es artista; para los cristianos s610 son admisibles las copias
confonnes con su producción. Si el hombre cree innovar, es que se
ha equivocado, o quiere engañar. Independientemente de que sea así
entre los griegos o los cristianos de la Edad Media, la idea de crea-
ción es como una pistola de un solo tiro. No hay imaginación
creadora por debajo de Dios. Ésta sólo puede elegir entre la redun-
dancia, traducción de lo original en imagen, y el vagabundeo (<<do-
minio del error y de la falsedad»), si se aparta de él. La imaginación
sólo puede ilustrar, como más tarde en Tomás de Aquino, el Ser o la
Razón, o sea, el orden natural de las cosas. De ahí el primado del sa-
ber sobre el actuar y del actuar sobre el hacer. Vale más contemplar
con el espíritu que crear con sus manos, pues por defmición hay más
en el modelo inteligible, sólo visible con los ojos del espíritu, que en
su copia sensible, estatua o pintura, que se contempla con los ojos de
la carne. Si el arte deviene posible, es con la idea contraria y sacrí-
lega de que puede haber más en la copia que en el original. No hay
inversión de los valores, ni por encima ni por debajo, que haga con-
cebible la estética por separación respecto de la teología. Antes de
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llegar a ese punto están los artesanos. Después de él, los artistas. La
idea de la creación artística se ha construido contra la de creación
ontológica, a pesar de modelarse formalmente sobre ella. El arte es
una ontología inversa por primacía de la representación sobre la pre-
sencia (Proust: «La realidad no se fonna sino en la memoria»). O de
lo humano sobre lo divino. En otro caso, la mano humana sólo sirve
para imitar la idea divina. Traducción psicológica: mientras la for-
ma sirve de acompañamiento al espíritu, los grandes espíritus la tie-
nen en poca estima. De la misma manera que ellos ven en la acción
histórica «una contemplación debilitada» (Bergson), la imaginería
les parece entonces una ideación degradada. Entre los benévolos se
dice: «Lo bello es el esplendor de lo verdadero». Entre los desdeño-
sos: «Vanidad la de la pintura que, aunque despierta la admiración
por el parecido de las cosas, no admira en absoluto a los originales».
De Platón a Pascal, la consecuencia es válida.
El ejemplo griego no era, pues, una curiosidad histórica. Ilustra
una constante de largo alcance: la alianza del esencialismo especu-
lativo y del pesimismo artístico. Ya se trate de Dios, de la Naturale-
za o de la Idea, las concepciones del mundo que sitúan por delante
una Referencia esencial y nonnativa, aunque sólo sea un punto fijo,
no prestan mucha atención a las imágenes fabricadas por el hombre.
Siempre que 10 real es construido en pecado, y el hombre en <<ima-
gen de Dios», la imaginación encuentra su límie en la traducción del
principio en imagen. De ahí la poca dignidad de la obra de arte en la
logosfera, con sus imágenes móviles de la Eternidad inmóvil. La no-
ción de obra de arte toma su impulso sólo cuando la existencia, de
cierta manera, pasa a preceder a la esencia. Entonces, y sólo enton-
ces, puede haber en una obra más que en su obrero, en un hacer más
que en el concebir que la hace realidad: Entonces la mano se con-
vierte en «un órgano de conocimiento>~. y el hombre en un creador
posible. Esa inversión define el humanismo, que es de suyo un opti-
mismo artístico. La paradoja es: ese nacimiento al que histórica-
mente se llama «Renacimiento», habida cuenta de la necesidad que
tiene la humanidad de situarse bajo la autoridad del pasado para in-
ventar el futuro, ha tomado como modelo su antimodelo, el esencia-
lismo antiguo de la Idea. Ésa habría sido la positividad de la aluci-
nación griega.
Por lo demás, si Marsilio Ficino no tiene sitio para los creadores
plásticos -arquitectos, escultores y pintores- en su proyecto de
una Academia florentina es porque había traducido a Platón. Su
Academia estaba compuesta de oradores, de juristas, de escritores,
de políticos, de filósofos; en una palabra, de personas serias: libera-

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les, no serviles. Los verdaderos conocedores de la Antigüedad, en


pleno Renacimiento, no acuden a las «Bellas Artes». Leonardo da
Vinci tendrá derecho a indignarse: «¡Habéis puesto a la pintura en el
rango de las artes mecánicas!» La rehabilitación del trabajo figura-
tivo no ha sido obra de los mejores humanistas, es decir, de aquellos
que practicaban en el texto sus humanidades clásicas.

EL CASO ROMANO

El lado práctico, familiar, terreno de la religión, de la psicología


romana, la ha hecho sin duda, en contra de la leyenda impulsada por
Winckelmann, un poco mejor dispuesta a acoger las imágenes, la in-
vención, la representación, que la mentalidad griega. El latín es me-
nos metafísico que su predecesor; y. por lo tanto, más «artista». La
apariencia le atonnenta menos, pues la verdad le importa menos:
como realista que es, concede su confianza a lo que se le da como
real, sin «buscar la pequeña bestia», como su maestro y predecesor
ateniense.
Posiblemente no es por azar que los testimonios de la pintura ro-
mana sean mucho más abundantes (hasta 1968 no se disponía de un
fresco griego consecuente). Conocemos los nombres de grandes
pintores griegos, no de sus obras. Los textos de esta cultura han so-
brevivido mejor que sus colores. En cambio, tenemos hermosas
muestras de pinturas romanas, pero sin atribuciones ni grandes
nombres tran~feridos a la posteridad.
Dentro del «arte» antiguo hay que elegir entre las leyendas y las
realidades. No es posible sumarlas.
No obstante, para valorar el estatuto modestísimo reservado a
los «artistas» en la Roma republicana e imperial nos podemos remi-
tir al principio del libro XXXV de la «Historia naturai», laboriosa
nomenclatura en la que Plinio el Viejo cita como ejemplo la época
helénica como la edad de oro de la pintura, que expira en el siglo I.
«Arte otrora noble, se lamenta el autor, que buscaban los reyes y los
pueblos, y que ilustraba a aquellos cuya imagen se dignaba recupe-
rar para la posteridad. Pero hoy ha sido completamente expulsado
por el mármol e incluso por el oro.» Plinio, a fin de cuentas, inserta
estas consideraciones puramente documentales en la sección de las
materias preciosas, entre observaciones sobre el oro, la plata, el
bronce y otras sobre las piedras preciosas y nobles. Entre las tierras
y las piedras están los pigmentos, pues el famoso libro XXXV no es
un tratado de estilo sino de las sustancias. Sólo se ocupa de la pintu-
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ra desde el ángulo de sus materiales y soportes. Los colores tienen


un precio porque provienen de vegetales y minerales, y no por su
tratamiento o disposición. Sólo la naturaleza es creadora de valor, y
no el genio humano.
Por delectables que nos parezcan los frescos de Pompeya y Her-
culano, se los consideraba ornamentales y monumentales. Todos en
dependencia de la arquitectura, que el pintor, imitando el alabastro,
el ónix y el esmalte, adereza o amplifica. La lista de Diocleciano
(301) situará todavía a escultores, mosaístas y pintores entre los tra-
bajadores de la construcción, detalle que pone de manifiesto lo difu-
sas que son las fronteras entre la Obra Mayor y las obras, el edificio,
la pintura y el modelado. Y si el magistral libro de Vitrubio conce-
dió un sitio a los enlucidos y a los colores, es porque es muy nece-
sario recubrir las paredes, decorar los techos, las bóvedas y los sue-
los. Aun así recomienda mesura: desconfiad de los decoradores, son
proclives al despilfarro. No hagáis como ese loco de Nerón, que so-
brecarga las paredes de su Mansión Dorada.
Se comprende que las «obras de arte romanas» sean en su mayor
parte anónimas. Los clientes que cursan pedido son más célebres
que los ejecutantes. La noción de obra original, y a for/iori de esti-
lo, tampoco tiene ya sentido en ese universo en el que el arte, como
la guerra, es todo de ejecución. En sentido restrictivo, del «arte y la
manera»~ aval anodino que el cristianismo bizantino hará suyo va-
rios siglos antes de la caída de Roma, al declarar en el séptimo ciclo
ecuménico: «No son en modo alguno los pintores quienes inventan
las imágenes, sino la Iglesia católica que las ha instituido y transmi-
tido; al pintor sólo pertenece el arte; la ordenanza es visiblemente
obra de los san~os padres». Los escultores romanos pueden firmar
copias de estatuas griegas sin que nadie se moleste. El objeto vale
por su material, no por su factura. Una estatua de bronce, de marfil
o de oro, antes que ser de fulano o zutano. Y Virgilio resume así el
desprecio del viril por el afeminado, del romano por el griego:
"Otros serán más hábiles en infundir al cobre el soplo de la vida ...
tus artes para ti, romano, son promulgar las leyes de la paz entre las
naciones» (Eneida, VI, 848).
Ahí también hay una palabra delatora. Ars, como sustantivo, es
un ténnino un tanto peyorativo: destreza, malignidad. Arte puniea,
con «la habilidad de los cartagineses». Nuestro adjetivo «artificioso»
viene de ahí. En términos absolutos, ocupa el término medio entre la
scientia y la naturaleza, entre el estudio especulativo y el ingenium
innato. Dignidad totalmente relativa. En el uso cualificado designa
sólo una habilidad que requiere de un aprendizaje, lo contrario, pues,

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de un don natural. Entonces retoma el sentido de techné, la profesión


o el ejercicio de una capacidad práctica de producir. De transformar
ciertos materiales (madera, pasta, piedra). Artifex es a la vez el espe-
cialista y el artesano. Quién sabe si el qua/is artifex pereo de Nerón
no se debe entender como «qué hombre tan hábil», pero también
como «qué artista, qué prestidigitador está a punto de morir».
Malicia de la observación, realismo animalista, inspiración y co-
tidianidad sin protocolo: resulta que los vestigios mejor conservados
han sido decoraciones de casas particulares, que se han conservado
intactas bajo la ceniza del Vesubio. De ahí la abundancia de bode-
gones, de paneles con escenas de género, de pequeños mosaicos na-
turalistas, de viñetas licenciosas. Hay también retratos de mujeres y
de parejas, con sus rizos sobre la frente, sus espesas cejas negras y
sus pendientes. Roma ha llevado bastante lejos la individualización
de las facciones, mucho más que Grecia. Pero lo que a nosotros nos
parece lo más característico del arte romano era sin duda lo menos
para ellos. Plinio, por ejemplo, sólo respetaba las tabulae (los cua-
dros de caballete), todos desaparecidos, y, considerando que el pin-
tor se debe a los dioses y a la ciudad, condenaba como incívicas y
triviales las pinturas murales en las casas particulares.
El hemiciclo de la Escuela de Bellas Artes de París, pintado por
Delaroche en 1841, muestra a la gloria arrodillada delante de Ictino,
Fidias y Apeles, el arquitecto, el pintor y el escultor. Los tres, rodea-
dos de genios del Renacimiento, presiden un altar de mármol, en la
cima de los honores. Ésta fue una de las composiciones pictóricas
más celebradas del siglo pasado. Aunque, afortunadamente, ya no se
la mira, ha hecho vivir a generaciones de aprendices de pintor bajo
la égida de la mentira.

EL ECO CRISTIANO

El dispositivo que hemos resumido se prolongó en la escolástica


medieval. Santo Tomás de Aquino incluye lo bello en una metafísi-
ca del Ser que excluye la noción de arte (concebido en la justa línea
aristotélica como recta ratio factibilium). El universo de las formas
sigue subordinado a un orden de valores heterogéneo: los del cono-
cimiento o los de la salvación, que la escolástica aspira a unificar.
De ahí la relegación en los márgenes sociales del <<imaginero».
Como subraya Umberto Eco: «A decir verdad, los filósofos escolás-
ticos no se han ocupado nunca ex professo del arte y de su valor es-
tético; incluso sanlO Tomás, cuando habla del ars, formula reglas

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generales a seguir, diserta sobre el valor del trabajo artístico (por


ejemplo, del trabajo artesanal y profesional), pero nunca aborda de
frente el problema específicamente artístico».5
De todo ello se sigue que los constructores de catedrales ejercían
una profesión reconocida, como todos los trabajadores manuales, no
una vocación personal. La palabra houvrier, en francés antiguo, sale
de los estatutos de esas gentes de oficio «<talladores de imágenes,
carpinteros y otros obreros»). En el siglo XVI es reemplazada por la
palabra artisan (artesano). «Artista» se deriva del ars latino y desig-
na tradicionalmente al «maestro en artes» liberales, o al letrado, es-
tudiante o maestro de la facultad, aunque en el mismo momento se
extiende a los químicos y alquimistas. En el siglo XVII en Francia,
casi doscientos años después del nacimiento del arte en Florencia~ la
palabra artesano es todavía utilizada oficialmente para los pintores y
los escultores. El diccionario de la Academia Francesa, en su edi-
ción de 1694, define al Artista como «aquel que trabaja en un arte.
y se dice especialmente de aquellos que hacen operaciones quími-
cas».
El arte antes del nacimiento del arte, suocontrato del Orden del
Mundo, puro efecto en el espejo, es el fantasma evanescente de un
«en sí» del que sólo interesan la verdad y la universalidad. No hay
que discutir, pues, de gustos y colores: o bien son una manifestación
del Orden primero y entonces proceden directamente, en la cristian-
dad, de una teología o, en la Antigüedad, de una cosmología, o bien
no proceden sino de los caprichos de una fantasía individual y no
merecen sino un desprecio más o menos jocoso. En los dos casos,
descubrimiento de una perfección o invención de una fruslería, el
paso por lo bello es esencial.
En su propio feudo histórico, y hasta ayer por la mañana, el
«Arte» no ha sido ilocalizable siDO simplemente impensable.

5. Umberto Eco, Il prohlemo estetico di San Tommaso [El problema estético dI'
Santo Tomás], Edizione di Filosofia, Tunn, 1956. pág. 119, nota 5.

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