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El Papa mira al futuro – a las nuevas generaciones que "nunca nos perdonarán si
perdemos la oportunidad de proteger nuestra casa común" – pero debemos actuar en
el presente: "Ahora es el momento de emprender una acción transformadora como
respuesta común”. De hecho, son demasiado urgentes los "desafíos sin precedentes
que amenazan nuestra hermosa casa común", todo ello vinculado a "una crisis de
valores, ética y espiritualidad". "Nuestras creencias y espiritualidades enseñan el
deber de cuidar de la familia humana y del entorno en el que vive. Somos
profundamente interdependientes entre nosotros y con el mundo natural. No somos
dueños ilimitados de nuestro planeta y sus recursos".
Por tanto, es una "obligación moral" cooperar en la curación del planeta y ser
"custodios del entorno natural con vocación de cuidarlo". Esto debe hacerse
trabajando "a largo plazo" y en "un marco de esperanza y coraje", al tiempo que se
cambia "la narrativa del desarrollo". También se pide a los gobiernos que adopten
"prácticas de uso sostenible de la tierra que respeten las culturas locales y promuevan
estilos de vida, consumo y modelos de producción sostenibles".
Asimismo, la crisis ecológica es un llamado a una profunda conversión interior. Pero
también tenemos que reconocer que algunos cristianos comprometidos y orantes,
bajo una excusa de realismo y pragmatismo, suelen burlarse de las preocupaciones
por el medio ambiente. Otros son pasivos, no se deciden a cambiar sus hábitos y se
vuelven incoherentes. Les hace falta entonces una conversión ecológica, que implica
dejar brotar todas las consecuencias de su encuentro con Jesucristo en las relaciones
con el mundo que los rodea. Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es
parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto
secundario de la experiencia cristiana.
Sin embargo, no basta que cada uno sea mejor para resolver una situación tan
compleja como la que afronta el mundo actual. Los individuos aislados pueden perder
su capacidad y su libertad para superar la lógica de la razón instrumental y terminan a
merced de un consumismo sin ética y sin sentido social y ambiental. Se requerirán una
reunión de fuerzas y una unidad de realización». La conversión ecológica que se
requiere para crear un dinamismo de cambio duradero es también una conversión
comunitaria.
Esta conversión supone diversas actitudes que se conjugan para movilizar un cuidado
generoso y lleno de ternura. En primer lugar, implica gratitud y gratuidad, es decir, un
reconocimiento del mundo como un don recibido del amor del Padre, que provoca
como consecuencia actitudes gratuitas de renuncia y gestos generosos, aunque nadie
los vea o los reconozca: «Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha […] y
tu Padre que ve en lo secreto te recompensará» (Mt 6,3-4). También implica la amorosa
conciencia de no estar desconectados de las demás criaturas, de formar con los demás
seres del universo una preciosa comunión universal. Para el creyente, el mundo no se
contempla desde fuera sino desde dentro, reconociendo los lazos con los que el Padre
nos ha unido a todos los seres. Además, haciendo crecer las capacidades peculiares que
Dios le ha dado, la conversión ecológica lleva al creyente a desarrollar su creatividad y
su entusiasmo, para resolver los dramas del mundo, ofreciéndose a Dios
«como un sacrificio vivo, santo y agradable» (Rm 12,1). No entiende su superioridad
como motivo de gloria personal o de dominio irresponsable, sino como una capacidad
diferente, que a su vez le impone una grave responsabilidad que brota de su fe.