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Azulejos

Los mitos griegos

Contados para vos

Julián Martínez Vázquez

ILUSTRACIONES DEL INTERIOR DE PABLO


SEBASTIAN FERNANDEZ

ESTRADA

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INDICE
El autor y la obra……………………………….……..5
Primera parte: Zeus y los primeros hombres……..9
Prometeo y la creación del hombre………………..12
Prometeo y el robo del fuego……………………….18
La caja de Pandora…………………………………. 27
El rey de los lobos……………………………………34
El diluvio……………………………………….………42
Segunda parte: Dioses, hombres y algún héroe….51
Faetonte, el hijo del Sol……………………………...53
El amor de Orfeo y Eurídice…………………………68
El cazador Acteón y sus peros………………….…..85
Las alas de Dédalo……………………………...……93
La cabeza de Medusa……………………………….107
El rey Midas……………………………………….….125
Aracne, la tejedora…………………………………...136
Actividades………………………………………..…..144

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EL AUTOR Y LA OBRA

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JUAN MARTINEZ VAZQUEZ nació en
Buenos Aires, el 2 de mayo de 1968,
pero vivió toda su infancia en
Necochea, junto al mar, con sus
padres y sus cuatro herma- nos. De
chico, le gustaba ver cómo

los barcos se movían en el horizonte,


sobre todo los días de tormenta. Y, también, andar en
bicicleta y leer. Leyó todo tipo de libros: de aventuras, de
viajes, de misterio.
A los veinte años, volvió a Buenos Aires, donde cursó la
carrera de Letras. En ella, descubrió a los autores griegos
de la Antigüedad. Tanto le gustaron esas viejas historias,
que se fue a España y allí continuó estudiándolas durante
tres años. Es profesor de español en la Universidad del
Salvador. Y, además, escribe historias sobre los héroes
de la mitología griega.

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En esta misma colección Azulejos publicó, entre otros
títulos, Los doce trabajos de Hércules. Una versión para
chicos del mito clásico y El viaje de los Argonautas.

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❖ Los mitos
Todos los pueblos, a lo largo de la historia, atesoran
mitos que explican el origen del mundo y de la vida. Los
mitos son relatos muy antiguos y muy importantes para
cada pueblo, porque cuentan cómo los dioses crearon la
naturaleza, el lugar donde viven y todas las criaturas que
lo pueblan. También, a los hombres y mujeres, a quienes
les enseñan a sembrar o a construir templos, y premian
o castigan según cómo se comportan.

❖ El mundo de la mitología griega


Los mitos de la antigua Grecia narraban la vida y
aventuras de dioses y diosas, que podían bajar a la Tierra
y mezclarse con los hombres y las mujeres. Los dioses
más importantes vivían en el Olimpo, un monte altísimo,
por encima de las nubes. Allí, gobernados por Zeus,
estaban su esposa Hera, su hijo Hefesto, Atenea, Apolo,
Arte- misa, Ares, Afrodita, Hestia, Hermes, Deméter y

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Poseidón. Por eso, a estos se los conoce como dioses
olímpicos.
Una vez que crearon a los hombres para habitar la
Tierra, los dioses no dejaron de observar a sus criaturas,
y se enojaban mucho si alguien les faltaba el respeto o
competía con ellos. Pero también les daban su ayuda.
Otros protagonistas son los héroes, capaces de
vencer a monstruos fantásticos y poderosos, como
Medusa. Cuando todavía no existía la escritura, los
cantores aprendían de memoria y cantaban esas
historias en versos. Y la gente los escuchaba con gran
interés porque hablaban de los dioses inmortales y los
valientes héroes que formaban parte de sus creencias.
Claro que, como siempre que algo se transmite de boca
en boca, cada uno cambiaría un poco la aven- tura,
haciendo al héroe más intrépido o a un ser sobrenatural,
más terrible. Luego, con la invención del alfabeto,
algunos poetas muy importantes escribieron largos textos

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en verso narrando estas aventuras. Y fue así como
llegaron a nuestros días.

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Primera parte:

Zeus y los primeros hombres

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En los mitos griegos, Prometeo es presentado como
el dios amigo de los hombres. El mismo los creó y los
educó para que viviesen en la Tierra, hace miles de años.
Al principio, los dioses del Olimpo no querían saber
nada con esos primeros hombres. Menos que menos
Zeus, el rey de los dioses, el más poderoso. Zeus tuvo
que establecer reglas para que dioses y hombres se
llevasen bien. Pero, incluso él a veces se enojó con esas
criaturas que solo pensaban en su propio provecho y en
armar guerras.
Las historias que siguen cuentan la creación de los
hombres, cómo Zeus trató, al principio, de destruirlos y
cómo al final, se compadeció y los dejó vivir. ¡Menos mal!

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PROMETEO Y LA CREACIÓN DEL HOMBRE

Hace miles de años, los dioses vivían en palacios de


cristal entre las nubes. Todos obedecían a Zeus, el rey
del universo. Zeus y su esposa Hera tenían muchos hijos:
Atenea era la diosa de la técnica; Afrodita, la diosa del
amor; Apolo, el dios de los vaticinios...
Zeus era muy poderoso y severo. En las tormentas,
él mismo arrojaba los rayos hacia la Tierra. Era mejor no
pelearse con él.
Prometeo y Epimeteo eran primos de Zeus. Vivían
felices con los restantes dioses en el Olimpo. A Prometeo
le gustaba visitar la Tierra, cada tanto. A su hermano, tam-
bién. Prometeo tenía un poder especial: podía predecir el
futuro. Epimeteo, en cambio, decía que iba a pasar algo
cuando ya había pasado.
- ¿Piensas ir a la Tierra? Habrá una tormenta terrible -le
avisaba Prometeo a su hermano. Pero Epimeteo era
bastante olvidadizo. Descendía, distraído, paseaba por

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un valle y se mojaba hasta los huesos. Volvía al Olimpo
empapado por la lluvia y le decía a su hermano:
¿Piensas ir a la Tierra? Cuidado, se viene una tormenta...
-Gracias, lo voy a tener en cuenta -le respondía
aguantando la risa, Prometeo.
En la Tierra, los peces ocupaban el mar, las aves
cruzaban el cielo y muchos animales de lo más variados
eran los dueños de bosques y praderas. ¿Y el hombre?
No existía aún.
Hay que decir la verdad: Prometeo se aburría cada
vez que visitaba la Tierra.
-Mmh, a este mundo le falta algo... -murmuraba, mientras
recorría las altas montañas y las profundas selvas. Así
que un día tomó una decisión importantísima. Bajó desde
el Olimpo a la orilla de un río, tomó un poco de arcilla, la
mojó con agua y empezó a darle forma. Hizo una estatua
parecida a un dios, pero más pequeña. "Qué bien me está
quedando", pensó cuando terminó la figura. Igual, no
estaba satisfecho.

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-Mmh, a esta criatura le falta algo... -murmuraba. Recorrió
los bosques y los océanos, copió las cualidades de los
animales para llevárselas a su estatua.

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Así, le dio la vista del pájaro, la valentía del león, el
olfato del perro... pero no estaba conforme todavía. -
Mmh, no me convence... -se repetía Prometeo.
En ese momento, volaba por ahí la diosa Atenea, su
amiga, en un carro tirado por caballos blancos con alas.
Le gustó tanto la estatua que había hecho Prometeo que
descendió a la Tierra para ayudarlo.
-Está demasiado... quieto -le contó Prometeo.
Atenea sonrió y sopló hacia la estatua. De esa
manera, le dio espíritu y vida. Prometeo se sorprendió al
ver cómo su obra empezaba a caminar.
-¡Ahora sí! -exclamó contento. Y de este modo
caminó el primer hombre sobre la Tierra, gracias a
Prometeo.
Esa misma tarde, él y su amiga hicieron muchos
hombres y mujeres, y llegada la noche, volvieron al
Olimpo a cenar.
Así surgió la humanidad.

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Al poco tiempo, Prometeo quiso ver si todo estaba
bien en la Tierra, y descubrió que sus criaturas se
arrastraban por el mundo sin sentido, no conocían los
secretos de los campos ni sabían construir viviendas para
protegerse del sol o de las lluvias. Desconsolado, buscó
con la mirada a Epimeteo. Epimeteo, no era muy listo,
pero era su hermano, así que se acercó a él y le preguntó:
-Hermano, ¿qué puedo hacer para que los hombres
no se mojen cuando llueve? -¿Por qué no le pides a Zeus
que no llueva nunca más? Prometeo le puso cara de
fastidio.
-¡Sin lluvias, no hay cosechas! ¡Se van a morir de
hambre!
-Bueno, pero van a estar sequitos... -se defendió
Epimeteo.
Otra vez buscó a su amiga, que era la diosa de las
artes y las ciencias.
-Atenea, ¿me ayudas con los hombres? ¡No saben
hacer nada!

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- ¡De acuerdo, vamos! -le respondió la diosa.
Entonces los dos bajaron del cielo y pronto
empezaron a enseñarles a esas torpes criaturas cómo
construir puentes sobre los ríos y barcos para
aventurarse en el mar, cómo cultivar la tierra, entre otras
cosas, Agradecidos, los hombres enseguida hicieron uso
de sus nuevos conocimientos.

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Prometeo y el robo
del fuego

No pasó inadvertido a los dioses que en la Tierra las


cosas habían cambiado.
-¡Mira a esos hombres! -le dijo Zeus, el rey de los
dioses, a su esposa Hera-. Preparan banquetes
espléndidos, construyen casas hermosas...
Su mujer, que era muy desconfiada, frunció el ceño.
-¿Y a nosotros no nos regalan nada? -preguntó,
enojadísima.
A los dos días, se llevó a cabo una reunión en el
Olimpo para determinar si los hombres debían rendir
honores a los dioses. Prometeo fue nombrado para
defender a los hombres. Estuvieron los dioses más
importantes: Apolo, Atenea, Hermes¹, Afrodita, Hefesto…
y Zeus y su esposa Hera, por supuesto.

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Cuando todos se ubicaron en sus asientos y dejaron
de conversar de otros temas -una mirada de Zeus los hizo
callar en un segundo-, empezó la asamblea. Prometeo,
preocupado por sus queridos mortales, escuchaba con
atención.
-Estos hombres tienen que dedicarnos sacrificios³ y
hacer templos en nuestro honor -argumentó Zeus.
-¡Andan por ahí como si fuesen reyes! -se quejó
Hera. por
Prometeo preguntó, entonces:
-¿Y qué van a recibir ellos a cambio?
-Si nos hacen ofrendas -respondió Zeus-, nosotros
los protegemos de los peligros: terremotos, huracanes,
volcanes, monstruos...
-¿Y qué podrían regalarnos esos hombres? -
preguntó Hera, curiosa.
-iFlores, flores! -propuso feliz Afrodita, la diosa del
amor. Pero todos la miraron con mala cara-. Bueno, eh...
no sé...

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-Toros, bueyes... -propuso Apolo, que a esa hora te-
nía hambre y no podía dejar de pensar en el próximo
banquete. Los demás dioses sonrieron contentos.
-¡Toros, bueyes! -exclamaron al mismo tiempo, entre
aplausos.
Entonces, Prometeo se preocupó más aun, porque
los hombres tenían pocos toros y bueyes, y los
necesitaban para las tareas del campo y para alimentarse
ellos mismos. Se acercó a su hermano Epimeteo para
pedirle consejo. Sí, otra vez.
-¿Qué puedo hacer? No quiero que los hombres se
queden sin sus animales...
-Dile a Zeus que de ninguna manera toros y bueyes.
Prometeo lo miró con fastidio. -¡No le puedo hablar
así! ¡Me va a fulminar con un rayo!
-Bueno, no sé...-se disculpó Epimeteo.
-¡Siempre el mismo con tus consejos! -le reprochó
Prometeo, alejándose de él para pensar en alguna
solución.

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-¡Ya sé!
Se le ocurrió una idea.
-¡Enseguida vuelvo! -les avisó a todos.
Fue al campo cercano y sacrificó un toro para llevar
a la asamblea. Después, separó el toro en dos partes.
En un montón, puso la mejor carne, la más sabrosa,
pero la escondió debajo del estómago del animal (cosa
fea como pocas el estómago de un toro). En el otro
montón puso todos los huesos, blancos y sin nada de
carne, ocultándolos debajo del hermoso cuero.
Volvió junto a los dioses, dispuso los dos montones
enfrente de ellos y, cuando todos hicieron silencio, les
contó:
-He sacrificado un toro y aquí lo traigo. ¿Qué parte
prefieren?
Zeus sospechó el engaño, pero no dijo nada.
Hera vio el cuero del animal y enseguida respondió:
-¡Ay, qué bonito pelaje! Prefiero que me regalen ese
montón de ahí.

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Los demás dioses estuvieron de acuerdo,
entusiasma- dos, y Zeus, aunque se había dado cuenta
de la trampa, se quedó callado.
-Queremos ese, sí.
Cuando el padre de los dioses retiró el cuero y
descubrió los huesos, se hizo el sorprendido. -¡Nos
engañaste! -clamó.
Prometeo tembló de pies a cabeza. No era
aconsejable disgustar al dios de todos los dioses.
-Yo les di a elegir... no fue mi intención... -respondió,
haciéndose el inocente.
Los dioses pusieron mala cara, pero ya no podían dar
marcha atrás.
-Está bien. Que los hombres construyan templos en
honor nuestro y que nos ofrezcan los... huesos de los
animales -decretó Zeus, no muy entusiasmado. Miró a
Prometeo, y siguió, pero no les vamos a dar el fuego.

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Prometeo entendió que Zeus se estaba vengando de
él. "pobrecitos!", pensó. "Van a tener que comer todo
crudo".
De esa manera terminó la asamblea y cada uno
volvió a sus ocupaciones favoritas, unos al Olimpo, otros
al mar o a las selvas.
¿Piensan que aquí se acaba todo? Pues no.
Prometeo era bastante terco, así que decidió ayudar de
nuevo a los hombres. En los inviernos, sin el fuego, los
pobres no tenían cómo calentarse, y la carne de buey
cruda no es recomendable.
¿Qué hizo entonces? Dejó pasar unos días después
de la asamblea y bajó a la Tierra una noche. Buscó en las
praderas hasta que encontró una planta verde que tenía
flores del mismo color que el sol.
-¡Esta me va a servir! -exclamó, contento. Arrancó la
planta más grande que pudo encontrar miró hacia arriba.
En unos minutos, el carro del dios Sol cruzaría el cielo

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como todos los días, de Oriente a Occidente, llevándoles
a los hombres su luz y su calor.
Cuando la mañana comenzó, Prometeo alzó vuelo
hacia el carro del Sol y, apenas alcanzarlo, encendió con
el fuego divino una rama de la planta. La rama empezó a
quemarse y el amigo de los hombres descendió hacia la
Tierra, cuidando que el viento no apagase la llama. Se
acercó a una cueva, donde un grupo de hombres se
protegía del mal clima, y caminó hacia ellos. Los
humanos, en un primer momento, se asustaron al ver
llegar al dios. Pero cuando vieron la rama encendida,
gritaron de alegría. Pronto encendieron una hoguera que
iluminó las paredes de la oscura caverna, y cada familia
envió al más veloz de sus hijos a llevar antorchas a las
tierras vecinas.
De esa manera, los hombres obtuvieron el fuego y
pudieron cocinar los alimentos y no pasar frío en el
invierno.

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Zeus, mientras tanto, se disponía a disfrutar de un
ban- quete en su palacio. Por curiosidad miró hacia la
Tierra

y empezó a ver fogatas y más fogatas. De inmediato,


entró en cólera. Comprendiendo quién había ayudado a
los humanos, gritó:
-¡Ah, Prometeo! ¡Te perdoné el truquito ese de los
huesos, pero esto ya es demasiado!

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La venganza de Zeus fue terrible. A su primo
Prometeo lo encadenó durante años en una montaña. A
los humanos, les mandó una mujer hermosa llamada
Pandora...

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La caja de Pandora

Zeus, el padre de los dioses, no se puso contento


cuando vio que Prometeo había robado el fuego de los
dioses para llevárselo a los hombres, así que decidió
vengarse de su primo y de la humanidad entera. A
Prometeo lo encadenó en una roca, en lo alto de una
montaña, en donde todos los días un águila iría a picarlo
un buen rato.
Para castigar a los hombres, necesitó pensar mucho.
Pero tuvo una idea brillante.
-¡Ya sé! ¡Una mujer con una caja!
Se acercó al taller de su hijo Hefesto, el dios herrero,
y le pidió lo siguiente:
-Quiero que hagas una escultura: la figura de la mujer
más hermosa que se haya visto en la Tierra o en el Cielo.

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Hefesto enseguida empezó a modelar la imagen de
una joven. Tomó barro y fue dándole forma. Sus herma-
nos lo ayudaron. Atenea, enojada también con Prometeo,
le hizo a la criatura un bellísimo vestido blanco y puso
en su cuello un collar de diamantes¹. Afrodita, como diosa
del amor, le dio todo su encanto y belleza. El dios Hermes
la dotó² de una encantadora voz. Y Hefesto rodeó su
cintura con un lazo de oro. Finalmente, Hera, madre de
los dioses, preparó para la joven un hermoso ramo de
flores frescas.
Cuando la figura estuvo terminada, Zeus regresó
junto a Hefesto. Al verla, le dio vida. La joven abrió los
ojos como si despertara de un profundo sueño.
El padre de los dioses, entonces, dijo satisfecho: -
Esta maravillosa joven se llamará Pandora, que significa
"todos los regalos".
¿Por qué le puso ese nombre? Ya veremos.
Mientras tanto, Epimeteo estaba en la Tierra,
observando cómo los hombres cazaban ciervos en el

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bosque. Su hermano Prometeo le había pedido dos
cosas: que, en su ausencia, cuidara de los hombres, y
que no aceptase nada de los dioses, porque iban a querer
castigar a los humanos por obtener el fuego. Ah, y que no
diera más consejos.

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Cuidarlos no era difícil, porque en esos tiempos los
hombres no tenían que esforzarse por nada. Apenas
arrojaban las semillas en el campo, con las lluvias crecían
los frutos. No existían las enfermedades ni las guerras.
Vivían siglos. En verdad, los hombres no tenían mucho
que envidiarles a los dioses.
Esa tarde, Epimeteo se distraía buscando el rastro de
un ciervo entre los árboles cuando sintió un temblor
conocido y vio aparecer delante de él la figura gigante del
dios Zeus. No se puso contento, precisamente. -Hola,
Epimeteo.
La voz del más poderoso de los dioses sonó como un
trueno.
-iZeus! ¿Cómo... estás? ¿Algún problema?
-No tengas miedo, Epimeteo. No hiciste nada malo.
-Ah, bien.
Epimeteo suspiró, aliviado.
-Para que veas que no te tengo rencor, aquí te traigo
un regalo. ¿Te gusta?

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Ante él apareció una mujer hermosísima que lo
miraba directo a los ojos.
-Hola-saludó ella, tímida.
Epimeteo se enamoró perdidamente apenas verla.
Era la suma de todas las virtudes. Sonreía, tenía
unos dientes perfectos, el pelo lago suelto... Tanto se
enamoró que ni siquiera se dio cuenta de que la joven
llevaba en sus manos una pequeña caja. -Ella se llama
Pandora y te trae mi regalo para los hombres.
-Ah, eh... pero mi hermano.... -Epimeteo recordó que
Prometeo le había pedido que no aceptase regalos.
-¿Tu hermano, qué? -No, nada.
Ya no le importaban ni Zeus, que desapareció de
pronto, ni su hermano, ni los mortales esos.
Ella le habló: -Traigo este regalo para ti.
-Eh... no...
-¿Me vas a decir que no? -Pandora puso cara de
tristeza.
Epimeteo se rindió enseguida:

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-Bueno, ¿qué mal puede haber en aceptar una
cajita?
-respondió, sin dejar de mirar a la muchacha.
Pandora levantó entonces la tapa y en ese mismo
momento un rugido brotó del fondo de la caja, y un
huracán de males salió volando del recipiente y se elevó
hacia el cielo como un remolino: enfermedades, envidias,
celos, enojos, ambición, pobreza... Y también una docena
de monstruos, horribles por supuesto, algunos con tres
cabezas o cuatro brazos, que se fueron corriendo por el
bosque para empezar a hacer maldades.
Esos eran todos los males con los que Zeus
castigaba a los hombres. Pandora, al ver el desastre que
causaba, alcanzó a cerrar la caja antes de que saliese el
último regalo de los dioses: la Esperanza.
A partir de ese momento y hasta el día de hoy, los
hombres tienen que ganarse el alimento con el sudor de
su frente, trabajando muy duro. Y cada tanto caen

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enfermos o cansados, culpa de los "regalos" de Zeus. Y
cada dos por tres empiezan una guerra.
Pero volvamos a ese día, cuando se conocieron.
Epimeteo se impresionó un poco por los desastres que
salieron de la caja. De hecho, quedó tirado en el piso, con
el cabello revuelto y un golpe en el hombro.
-Lo siento...-se disculpó Pandora, avergonzada.
-Está bien, no fue tu culpa -le respondió, amable,
Epimeteo, tratando de arreglarse un poco el pelo con las
manos-. Igual, mejor no me regales más cajitas...
-Bueno.
Estaba tan enamorado de ella que igual siguieron jun
tos. Y fueron muy felices. Y los hombres y mujeres, a
pesar de los males que les mandó Zeus, todavía hoy
cuentan con la Esperanza.

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El rey de los lobos

Años más tarde, se complicaron las cosas. En el


mundo había mucho egoísmo y demasiada ambición. Las
ciudades eran muy ricas, pero enemigas. Gobernaban el
rey Licaón y sus cincuenta hijos, reyes que no respetaban
nada ni a nadie. Había guerras por cualquier motivo. Los
hermanos se peleaban entre sí, los hijos no aceptaban
los consejos de sus padres. Un desastre.
-¡Ese Licaón es un maleducado! -se quejaba Hera.
-¡Nuestros templos están abandonados y no nos
regalan ni un hueso! -agregaba Apolo. -se creen tan
poderosos como nosotros! -protestaba Atenea.
Zeus se cansó de tantos reclamos y decidió bajar a
la Tierra para ver cómo andaban las cosas. Tomó la forma
de un hombre (no quería ser reconocido), y en un gran
carro empujado por caballos alados descendió del cielo,
envuelto en una espesa niebla para no ser descubierto
por nadie.

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Cuando se disipó la niebla, se encontró fuera de la
ciudad real, justo frente a las puertas.
Golpeó las manos para llamar la atención de los
soldados, que estaban tomando vino y cantando.
-¿Quién eres? -le preguntó malhumorado uno de los
guardas.
-Soy... eh... un enviado de los dioses. Los soldados
se rieron a las carcajadas.
-¿Quieres un poco de vino, enviado de los dioses?
-No, lo que quiero es...
Los soldados ya no le prestaban atención.
Empezaron a cantar una canción y se olvidaron de él.
-Bueno, haciendo uso de mi poder...
Se volvió invisible y atravesó las gruesas puertas
como si no estuviesen ahí. Caminó por la ciudad hasta el
palacio ("Muy veloces, los caballos estos, pero me
dejaron un poco lejos...", pensaba), y cuando estuvo
enfrente del rey Licaón, volvió a ser visible, pero con la
apariencia de un hombre pobre.

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El rey, en ese momento, estaba rodeado de sus
cincuenta hijos, en un banquete. Habían bebido
demasiado vino, por lo que tardaron en descubrir al
recién llegado. Unos se peleaban por una jarra, otros
caían dormidos sobre ricos almohadones; los sirvientes
iban de un lado para el otro sirviéndoles más vino o
deliciosos manjares. Por fin, el rey advirtió la presencia
del mendigo y se acercó a él, tambaleándose.
-¿Quién eres? -le gritó a Zeus, de mala manera.
-Vengo... del reino vecino -mintió Zeus-. Un terrible
león ha destruido todo a su paso y ha matado a la mita
de nuestra gente. -¿Y yo qué tengo que ver? -le
contestó Licaón, antipático.
Al rey de los dioses no le agradaban los reyes
antipáticos. Le hubiese gustado tener a mano el rayo...
-Vengo a pedirte ayuda-continuó-. Tal vez alguno de
tus hijos pueda vencer a ese monstruo. -¿r a matar un
león? iTenemos cosas más importantes que hacer! ¿No
ves lo ocupados que estamos? Todos se rieron a

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carcajadas por la respuesta del rey. Todos menos Zeus,
que no aguantó más y decidió castigar a esos insolentes¹.
-¿Así que tienen cosas más importantes que hacer?
-bramó, mientras su cuerpo comenzaba a agrandarse y
su apariencia volvía a ser la del rey de los dioses.
Licaón y sus hijos veían crecer enfrente de ellos a ese
gigante, aterrorizados. Al ver el rayo fulminante en su
mano derecha, descubrieron que se trataba del
mismísimo Zeus.
-¡Eh...! ¿Quieres que te prepare algo de comer,
extranjero? -empezó Licaón, muerto de miedo.
Pero Zeus no quería saber nada con ese
maleducado. Entonces, Licaón y sus hijos empezaron a
correr fuera de la sala y escaparon del palacio por un
pasadizo secreto. El rey de los dioses, indignado, esperó
un tiempo a que Licaón y sus hijos llegasen al bosque, y
entonces los alcanzó, en un segundo, volando sobre sus
cabezas.

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-¿Te gusta el bosque, Licaón? Pues tú y tus hijos
vivirán aquí para siempre, lejos de las ciudades.
Dichas estas palabras, les arrojó una fuerte luz con
su rayo y los convirtió a todos en lobos. En un segundo
les crecieron pelos en el cuerpo, las manos se
transformaron en garras, se apoyaron sobre sus brazos y
en vez de gritar pidiendo perdón empezaron a aullar.
Y todavía hoy los lobos aúllan, en los bosques,
temerosos de Zeus. Son los descendientes del engreído
Licaón.

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39
El rey de los dioses volvió al Olimpo y le contó a su
esposa Hera cómo había castigado a esos terribles
reyes. Y cómo pensaba castigar a toda la humanidad.
Hera, respetuosa, lo escuchó en silencio. Luego le
sirvió el mejor de los vinos en una copa dorada y dio su
opinión: -No quedan hombres buenos en la Tierra.
Zeus continuó: -Voy a terminar con todos ellos. Son
demasiado egoístas, ambiciosos, insolentes.
Su esposa, curiosa, le preguntó:
-¿Cómo vas a hacer? ¿Los vas a transformar en
lobos? Zeus, orgulloso de su poderoso rayo, le contestó:
-Voy a quemar todo el mundo para que desaparezcan.
La diosa puso cara de fastidio. -iVas a llenar todo de
humo, ya veo! ¡Nuestros palacios, sucios con hollín³
durante años!
-Bueno, a lo mejor los castigó de otra manera...
-¿Por qué no haces llover un poco? -le propuso la
madre de los dioses.

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Zeus puso mala cara al principio, porque no le
gustaba que Hera le dijese lo que tenía que hacer. Pero
al final tuvo que reconocerlo:
-Buena idea. Vamos a hacer llover un poco. Llamó a
todos los vientos al Olimpo y les dio órdenes de que
reunieran las nubes sobre la Tierra. Llamó a todos los
dioses de los ríos y les ordenó abandonar sus cauces* y
anegar los campos. Y así empezó el diluvio.

41
El diluvio
Zeus, el rey de los dioses, descontento con los
malva- dos hombres que habitaban la Tierra, decidió
enviarles un diluvio.
Es cierto que los humanos no eran muy buena gente
en aquella lejana época. Guerras, asesinatos, mentiras.
Pero había excepciones. Entre ellas, estaban Deucalión
y Pirra. Deucalión era hijo del gigante Prometeo. Él y su
esposa Pirra eran muy religiosos. Eran los únicos que se
dirigían a los templos de los dioses a dejar ofrendas.
Cuando empezaron las lluvias, los campesinos no se
preocuparon demasiado. -Ya parará -decían.
Cuando los ríos se salieron de su cauce y empezaron
a inundar los campos, los hombres perdieron las
cosechas. -¿Qué nos va a pasar?-le preguntó Pirra a su
esposo, asustadísima.
-¿Recuerdas lo que me dijo mi padre? "Construye
una barca para sobrevivir". ¡Ya lo entiendo!

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Deucalión había subido, en un largo viaje, a la ladera
del monte Cáucaso, a visitar a su padre Prometeo, en-
cadenado allí sobre una roca por Zeus, en castigo por
llevarles el fuego a los hombres. Deucalión, sin entender
bien para qué, había obedecido aquel consejo de su
padre y había construido una sólida barca, que estaba
detrás de la casa, escondida bajo unas ramas.
Las nubes seguían cubriendo todo el cielo. Apenas
se veía detrás de ellas la luz del sol. Llovía día y noche,
sin detenerse un segundo. A su vez, Poseidón, el rey de
los mares, obedeció a su hermano y sacudió los océanos,
de modo que gigantescas olas invadieron las aldeas de
la costa.
-iTengo miedo, querido! -le confesó Pirra a Deucalión.
Cuando el agua llegó hasta la orilla de la humilde casa
que compartían, juntaron sus posesiones en un baúl y se
dirigieron hacia el lugar donde estaba escondida la barca.
El agua ya alcanzaba sus rodillas cuando lograron subir

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a la embarcación. Tomaron los remos y, torpemente,
empezaron a remar hacia tierras más altas.
-iZeus nos salvará! -confiaron los dos, y se dirigieron
hacia el otro lado del pueblo, donde se levantaba el
templo del rey de los dioses. Pero, cuando buscaron con
la mirada sus columnas de piedra, descubrieron que las
aguas ya lo habían destruido.
-¿Quién nos ayudará ahora? -se preguntó Deucalión-
. ¡Si estuviera aquí mi padre...!
Mientras tanto, el agua de los ríos y de los mares
avanzaba, arrastraba arbustos, animales y hombres,
casas y palacios. Los que antes eran campos fértiles, de
pronto se convertían en lagos. Donde antes pastaba una
oveja, se paseaban las focas. Los delfines nadaban entre
las ramas de los altos árboles. Los tigres, los leones, las
cabras, todos morían ahogados. Las aves, cansadas de
volar sin encontrar tierra firme, caían agotadas. Enormes
olas golpeaban las laderas de los altos montes.

44
A duras penas avanzaban Deucalión y Pirra. -En dos
días llegaremos a aquella montaña y esta- remos a salvo
-prometió Deucalión. Su idea era subir hasta la cima, para
no ahogarse.
Remaron y remaron hasta cansarse. Pasó el primer
día, pasó el segundo. El agua subía y subía. Llegaron a
la cumbre casi de noche, felices de pisar un poco de
tierra.
-Se nos acaba la comida... -se lamentó Pirra. Sin
perder las esperanzas, empezó a suplicar a los dioses
por ayuda.
El sol caía tras el horizonte y parecía hundirse,
también. Ya todo era agua en el mundo. Solamente
sobresalían algunos picos lejanos.
Cansados y temerosos, finalmente Deucalión y Pirra
se quedaron dormidos en la barca, él apoyado en el
hombro de ella.
Así los descubrió Zeus al salir el sol; vio a los dos
jóvenes y se conmovió por ellos. Eran la única mujer y el

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único hombre que seguían con vida en el planeta. El dios,
entonces, abandonó su enojo y volvió a llamar al Olimpo
a los vientos, a los ríos y a todas las fuerzas de la
naturaleza.
-Ya bastante daño hemos hecho. Que se retiren las
aguas, que el mar vuelva a sus orillas, que se descubran
las tierras.
De esta manera, empezó a despejarse el horizonte.
Cuando Pirra despertó, no lo podía creer. -Deucalión,
despierta! -gritó, feliz-. ¡El agua está bajando!

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Al cabo de algunos días, pudieron descender de la
alta montaña. Tuvieron que dejar la querida barca en la
ladera. Cuando llegaron a los valles, descubrieron que
solamente ellos habían sobrevivido. -¿No quedan otras
personas, además de nosotros?
-preguntó, angustiado, Deucalión. A lo lejos divisaron
los restos de un antiguo templo
y hacia allí fueron. Cuando estuvieron entre las
paredes húmedas, se arrodillaron en señal de respeto y,
entre lágrimas, suplicaron a los dioses:
-iOh, Zeus, te agradecemos que nos hayas salvado.
Pero ¿cómo continuará la humanidad si quedamos solo
nosotros?
Una voz desde el cielo se oyó entonces, profunda y
clara: -Deben salir del templo, cubrirse la cabeza y arrojar
hacia atrás los huesos de la Gran Madre. Silencio.
Deucalión y Pirra se miraron, aturdidos y sin saber qué
hacer.

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-¿Qué habrá querido decir? ¿De qué madre se trata?
-se preguntaron ambos, desorientados.
Estuvieron un buen tiempo pensando hasta que Pirra
creyó encontrar la solución:
-iLa Gran Madre es la Tierra! -exclamó, aliviada. -¡Y
los huesos son... ¿las piedras?! -completó Deucalión.
Desconfiaban un poco, los dos, pero no perdían nada
con probar. Se taparon con mantos la cabeza, tomaron
varias rocas pequeñas, todavía húmedas, y empezaron a
arrojarlas por detrás de sus espaldas.
Y ocurrió el milagro. La primera piedra que arrojó
Pirra, apenas caer, creció y tomó la forma de una mujer
joven. De la piedra de Deucalión se levantó un hombre.
-iSigamos! -gritó entusiasmada Pirra. De hecho, es-
tuvieron toda la tarde juntando piedras y tirándolas hacia
atrás. Y, como la primera vez, de las piedras que tiraba
Pirra surgieron mujeres; de las de Deucalión, hombres.

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De esa manera, la humanidad volvió a habitar el
mundo. Y también reaparecieron los animales, por obra
de los dioses.
Todo fue alegría para Deucalión y Pirra desde enton-
ces. Bueno, en realidad, no todo. Cada vez que aparecía
una nube en el cielo, temblaban de miedo y se pregunta-
ban por qué habrían dejado su querida barca allá lejos,
en la montaña.

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Segunda parte:
Dioses, hombres
Y algún héroe.

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Los dioses, desde el Olimpo, espían a los hombres
con curiosidad. Y cuando ven que necesitan ayuda o
merecen un castigo, intervienen, disfrazados de pastores
o de viejitas. A veces los dioses tienen buenas
intenciones, pero las cosas salen mal. No conviene pedir
un deseo a un dios sin pensar dos veces en lo que se
está pidiendo. Tampoco es sencillo acercarse al reino
subterráneo de los muertos, el Hades. Y mejor, no
mostrarse soberbio frente a los dioses, que pueden
enojarse y bajar a mostrarnos sus poderes.
En ocasiones, los hombres son valientes y tratan de
lograr cosas imposibles. ¡Quieren matar monstruos como
si fue- sen moscas! Por suerte, si le caen bien a algún
dios, reciben ayuda y salen vencedores.
Vamos a ver algunas de estas historias.

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Faetonte, el hijo del sol
Faetonte parecía un muchacho como cualquier otro,
más allá de sus cabellos rubios y enrulados. Pero no era
un muchacho cualquiera. Era nada más y nada menos
que hijo del Sol. Al menos, eso decía él. Su madre,
Clímene, se lo había contado cuando era niño. Y ahora,
sus primos no le creían.
-Soy hijo del Sol. Mi papá...
-¡Sí, y yo soy hijo del árbol de allá! -le contestaban
entre risas.
Una tarde en que sus primos se burlaron de él más
de la cuenta, fue a ver a su madre, impaciente. le
preguntó.
-¿Es verdad que mi padre es el Sol? - -Sí, hijo... Ya
te lo dije mil veces...
-Pero ¡nadie me cree! Además, yo nunca lo vi.

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-Bueno, te dolerían los ojos... -le contestó ella,
riéndose.
Faetonte no estaba para bromas.
-Dame una prueba de que el Sol es mi padre.
-¿Una... prueba?
-Sí.
Clímene no sabía qué contestarle.
-Que me caiga un rayo si te miento, hijo-le contestó
Pero su hijo ya era grande, tenía casi dieciséis años.
Espe raba otra respuesta. Enseguida ella agregó:
-Si quieres, puedes viajar hasta el palacio del Sol y
preguntarle a él mismo si es tu padre. A Faetonte le
brillaron los ojos.
-¡Por supuesto que iré! -respondió a su madre. La
mujer no estaba muy contenta con la idea del viaje, pero
no había manera de detener a Faetonte. El dios Sol vivía
lejos, en el Oriente, en un palacio sobre columnas dora-
das. Desde allí partía cada mañana en su carro para dar

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luz y calor al mundo. Subía hasta lo más alto del cielo, al
mediodía, y después descendía con la tarde.
Pese a que su madre no estaba muy convencida,
Faetonte preparó sus cosas y partió hacia Oriente bien
temprano. Viajó durante días. Dejó atrás Etiopía,
cuidándose de las terribles serpientes, dejó atrás la India
y se acercó, por fin, al palacio del Sol. Una madrugada
divisó en el

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horizonte las altas columnas de oro y el techo de
marfil". Caminó hacia allí, despacio, un poco asustado
porque hacía cada vez más calor. El edificio era alto como
una montaña; las puertas tenían dibujos de cientos de
animales: ballenas, tigres, leones...
Cruzó las puertas en silencio, recorrió cientos de
metros por pasillos hasta arribar a la sala central. Allí des-
cubrió a Helios, el dios Sol, sentado en el trono de oro y
bronce, con su radiante cabellera. A sus costados,
estaban los dioses de las Horas, los Días y los Meses. Lo
acompañaban, también, la joven Primavera; el verano,
prácticamente desnudo; el otoño, un poco resfriado, y el
frío y antipático invierno.
-¿Quién eres? ¿Qué buscas aquí? -le preguntó el
dios Sol, de buen tono. Faetonte se acercó a él. Miraba
su cara para ver si eran parecidos. -Quiero saber si soy o
no soy tu hijo.
El Sol demoró unos segundos, mirando al muchacho
recién llegado, hasta que le respondió:

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-¡Pues claro que sí, tú eres Faetonte, el hijo de
Clímene y mi hijo!
Se levantó entonces del trono, muy contento:
-¡Dale un abrazo a tu padre!
-Eh... no, mejor no... -le respondió Faetonte, muerto
de calor, y sin poder mirarlo a la cara de tanto resplandor.
El dios se dio cuenta del problema, así que se quitó
su corona de rayos y la dejó a un costado.
-¡Ahora sí!
Padre e hijo se abrazaron, felices.
-Mis primos y mis amigos se burlan de mí, me llaman
mentiroso cuando digo que soy hijo del Sol.
-iSon unos ignorantes, no les hagas caso!
-¿Y por qué nunca fuiste a verme?
-¿Te acuerdas de aquel verano en el que hizo tanto
calor, hace tres años?
-Sí, me acuerdo... -respondió Faetonte-. Se
prendieron fuego las cosechas... se perdió todo.

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-Bueno... -el dios Sol puso cara de avergonzado-, es
que quería visitarte. Apenas me asomé un poco para
verte y... en fin... tu madre me suplicó que suspendiese
las visitas por un tiempo.
Faetonte entendió todo. Su padre lo quería y no se
olvidaba de él. Se sentía muy feliz.
-¿Me podrías dar una prueba de que eres mi padre?
Quiero convencer a esos tontos.
Helios estaba tan contento que respondió muy
rápido.
-Te prometo que voy a darte lo que me pidas. Dime.
-¿Lo que te pida?
-¡Por supuesto!
Faetonte, entonces, se quedó pensando. ¿Cómo
podría hacerles ver a todos en el pueblo que era el hijo
del Sol? ¡Pensó y pensó... claro!
-Quiero conducir tu carro un día entero.

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El dios Sol se quedó en silencio, aterrorizado. Los
demás dioses se quedaron helados del susto. Bueno,
helados no. Tibios.
-Es muy complicado...
-Dijiste que podía pedirte lo que quisiera.
-Sí, pero... esos caballos son difíciles...
Faetonte no escuchaba a su padre. Solamente
pensaba en la cara que iban a poner sus primos cuando
lo viesen saludar desde allá arriba.
-Tu madre se va a enojar conmigo -se lamentaba el
dios. Pero había cosas más terribles que el enojo de una
madre. Lamentablemente, cuando un dios hace una pro-
mesa, no puede dar marcha atrás.

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Llegaba la hora del amanecer y Faetonte insistía con
su pedido. No podía ser tan difícil subir hasta lo más alto
del cielo y después bajar, pensaba.
-Hijo, te suplico que cambies de idea... -¡Dijiste que
podía pedirte lo que quisiera!
-Pero...
-dijiste! -lo interrumpió Faetonte.
-Es que... -dijiste!
El dios Sol se resignó¹.
-Está bien. Pero escucha con atención: a la mañana,
todo es subida; los caballos están un poco dormidos, así
que van despacio, hasta que alcanzan la cima del cielo;
entonces...
-No parece tan difícil.
Faetonte estaba interesadísimo en ver los famosos
caballos del dios Sol, inmensos, poderosos y con alas en
sus pies.

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-Cuando estés allá en la cumbre del cielo, no mires
hacia abajo. Tanta altura asusta. A mí me asusta, que
hace siglos voy y vengo...
-¿Y después?
-Después viene el descenso. Tendrás que sujetar
firme las riendas, para que los caballos no se desboquen.
No te dejes atemorizar por las constelaciones del cielo: ni
por los cuernos del Toro, ni por las pinzas del escorpión,
ni por las garras del León. Sigue y avanza hasta que te
detenga el mar, al final del recorrido. -Está más que claro.
Helios no creía que el joven fuese capaz de manejar
los caballos.
-¡Hijo, por favor! Pídeme un tesoro, los diamantes de
Egipto, pídeme el trono de algún reino de Europa o Asia,
abandona esta idea...
-¡No! Quiero demostrar que soy tu hijo-insistió Fae-
tonte, para desesperación de su padre.

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En esos momentos el dios Sol miró hacia el cielo. La
Aurora abría las puertas del día, por donde pasaría el
carro. Las estrellas y la Luna empezaban a alejarse.
De pronto, una lluvia bañó a Faetonte: era su padre,
que lo cubría con una sustancia mágica para que no lo
fulminase el calor. Luego, le puso la corona de rayos y le
dio un beso de despedida.
El Sol aprovechó los últimos segundos para dar un
nuevo consejo a su hijo:
-Debes ir siempre por el medio, donde veas la marca
que ha dejado mi carro. Si subes demasiado, quemarás
las mansiones de los dioses. Si bajas demasiado,
incendiarás la Tierra.
Los sirvientes del dios trajeron el carro maravilloso,
obra del dios Hefesto. El eje del carro era de oro, como
también los radios de las ruedas. Los caballos, inmensos,
largaban fuego en cada relincho".
Faetonte se acomodó en el pescante y los sirvientes
le dieron las riendas.

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No bien los soltaron, los cuatro caballos se lanzaron
hacia adelante. Las bestias, apenas iniciar vuelo, notaron
que llevaban menos peso que de costumbre. Entonces,
el carro empezó a inclinarse de un lado al otro; de repente
se elevaba demasiado, luego parecía caer. Pronto los
caballos se habían desviado de su camino habitual.
Faetonte, apenas pudo recuperarse, miró hacia adelante
solo para descubrir que no sabía hacia dónde ir.
-¡Padre! -gritó desesperado, comprendiendo su error.

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El carro subía y subía, hacia las estrellas. En un
momento, Faetonte descubrió frente a sí al enorme
escorpión, con sus pinzas. Aterrorizado, soltó las riendas
y agachó la cabeza para evitar la picadura. Los caballos
descendieron entonces rápidamente hacia la Tierra. La
Luna se sorprendió al ver que el carro de su hermano el
Sol iba tan debajo de ella. En la Tierra, campos enteros
se convertían en cenizas y todos los volcanes empezaron
a arrojar lava sobre los pueblos cercanos. Ardían los
árboles, ardían ciudades enteras, se derretían las nieves
eternas de las montañas más altas. El pobre Faetonte,
que apenas se sostenía en el pescante, vio entonces el
mundo en llamas. El carro pasó sobre África y las tierras
se secaron y surgió el desierto, y la piel de sus habitantes
se volvió negra. Se secaron los ríos, incluso el mar
empezó a evaporarse. Poseidón, el dios de los mares,
notó que el agua se volvía cálida, pero no quiso asomar
su cabeza a la superficie, sofocado por el calor.

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El desastre era increíble. Por suerte, Zeus advirtió lo
que estaba pasando. Quiso hacer llover para apagar los
incendios, pero ya las nubes habían desaparecido.
Entonces, furioso, tomó el rayo y lo arrojó con todas las
fuerzas hacia el carro del Sol. El pobre Faetonte recibió
el rayo en medio del pecho y cayó desde lo alto hacia la
Tierra, y de ese triste modo, murió. Los caballos,
asustados, corrieron cada uno en dirección contraria, con
lo que destrozaron el carro.
Se hizo la noche, por fin. Pero en la Tierra no estaba
oscuro, de tantos incendios que había. En su palacio,
Helios, el dios Sol, estaba desesperado por el final de su
hijo. Se puso la mano en la frente y bajó la cabeza.
Dicen que al día siguiente no salió el Sol. El dios
estaba demasiado triste por la muerte de Faetonte.
Además, había que construir un carro nuevo.

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El amor de Orfeo y Eurídice

En la antigua Grecia, todos los poetas, cantores y es-


cultores pedían ayuda a las Musas antes de empezar a
componer sus obras. Si las Musas querían, sus
creaciones
serían inmortales. Si no, serían olvidadas
rápidamente. Orfeo fue el músico más famoso de Grecia.
Pero tuvo mucha suerte al nacer: su padre era el rey de
Tracia y su madre era la Musa Calíope. Así, cualquiera.
Desde niño, Calíope educó a su hijo en el canto. Can-
taba tan bien que hasta los dioses aguzaban el oído para
escucharlo. El mismísimo dios Apolo descendió del
Olimpo y le regaló una lira. Las otras Musas, encariñadas
con el niño, todas las tardes se acercaban a él para sus
artes enseñarle.

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Así, Orfeo llegó a ser famoso en toda la región.
Cuando tocaba su lira, no solamente los hombres y las
mujeres lo escuchaban encantados; los animales se
quedaban quietos, las fieras se volvían mansas, los
peces se asomaban en la orilla, las aves se posaban en
las ramas a escuchar. Los árboles se inclinaban hacia
donde estaba Orfeo. Y también las piedras, que incluso
lo seguían mientras can- taba. Sí, leyeron bien. Lo
seguían hasta las piedras.
Orfeo no quería ser famoso solamente por su voz y
su lira. Le gustaban, como a todos los jóvenes, las
aventuras. Acompañó a otros héroes griegos a tierras
lejanas en la nave más veloz. A su regreso a Arcadia³,
decidió tomarse un descanso. Entonces, se enamoró.
Las mujeres lo perseguían a Orfeo. Con esa voz, con
esa lira... se enamoraban a montones. Sin embargo, él
estaba buscando una mujer especial.

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Un día en el que salió con sus amigos a cazar, vio a
un grupo de ninfas por el bosque y no les prestó mayor
atención.
Siguió caminando pero, sin saber por qué, dio vuelta
la cabeza y volvió a mirar hacia el grupo de jóvenes. Una
de ellas le había llamado la atención.
-¿Qué le pasa a mi corazón?-se preguntó,
emocionado.

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Eurídice era la mujer más hermosa que había visto
en su vida. No le fue difícil conquistarla. Solamente le
cantó al oído unos versos, y la muchacha le sonrió.
Mucho más tuvo que cantarle para casarse con ella, pero
finalmente lo logró. -Está bien, casémonos-aceptó ella,
un poco cansada después de mil doscientas canciones.
Sin embargo, la boda fue extraña. Los invitados no
querían bailar. La música, increíblemente, sonaba triste.
La comida, más o menos. Incluso el dios de las bodas,
Hi- meneo, parecía malhumorado y se fue rápido de la
fiesta. -¿Qué sucede?-se preguntaban todos.
Se trataba de un mal presagios. Pero la feliz pareja
no se dio cuenta de nada. Eran felices, qué les importaba.
Hasta que ocurrió la tragedia.
Días después de la boda, Eurídice paseaba por el
bosque como de costumbre, porque era una ninfa de los
bosques, claro. Aristeo, un dios menor muy enamoradizo,
se encontró con ella. La joven, distraída, buscaba flores
para llevar a su hogar. "¡Qué hermosa!", pensó Aristeo. Y

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se acercó sin hacer ruido. "Debo decirle algo original para
conquistarla", pensó. Después de mucho meditar, le dijo:
-Nunca he visto semejante belleza...
-¡Qué susto! -exclamó ella, dándose vuelta.
-¡Qué ojos!
-Tengo dos...
-¡Qué cabellos!
-Estoy casada, más respeto -empezó a protestar
Eurídice.
-¡Qué hermosa boca!
Aristeo, encantado con la mujer, se acercaba poco a
poco. Le parecía lo más natural del mundo darle un beso.
-iAléjese! -le ordenó ella.
-¡Oh, mi amor! -continuaba sin hacer caso el pesado
de Aristeo.
Él se acercó más y Eurídice gritó y comenzó a correr.
-¡No huyas del amor! -le suplicaba el dios,
enamorado.

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-iHuyo de usted, no del amor! -le explicaba ella,
mientras corría.
Tuvo tanta mala suerte Eurídice que, en su huida,
pisó una serpiente que estaba escondida en la hierba. A
la serpiente no le gustaba nada que la pisaran, así que la
mordió en el pie.
-¡Ah, qué dolor! -gritó la mujer, y cayó al suelo. Justo
ahora me viene a picar una serpiente... -alcanzó a decir.
Y murió.
Aristeo llegó junto a la muchacha y descubrió que
había muerto.
-¡Qué corto el amor! -se quejó. Y prefirió irse al es-
cuchar, lejos, la voz de Orfeo, que buscaba a su esposa.
Cuando el joven encontró a su querida Eurídice muerta,
perdió toda la alegría:
-Mi vida ya no tiene sentido... -se lamentaba, una y
otra vez.
Pasaban los meses y Orfeo no podía recuperar las
ganas de vivir. Abría los ojos a la mañana y buscaba a

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Eurídice a su lado, para descubrir que no estaba. Cada
día era una tortura. Desesperado, se acercaba a la orilla
del río Estrimón y cantaba hermosas canciones.
Hermosas, pero tan llenas de tristeza que las ninfas de
los ríos llora- ban desconsoladas.
Los días pasaban y la música de Orfeo seguía siendo
fúnebre.

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-¡No puedo más! --se quejaba una ninfa a otra-. ¡Me
duelen los ojos de tanto llorar! -¡Ayudemos a este pobre
muchacho! -sugirió otra,
en medio de hipos de llanto. -¿Cómo podemos
ayudarlo, si nadie puede devolverle a su querida
Eurídice?
Se quedaron pensando un rato. Pensando y llorando,
claro.
-Bueno, si ella no puede volver, que él vaya a
buscarla. Las otras ninfas se hubiesen reído si no
hubiesen estado tan tristes.
-¡Que la vaya a buscar al Hades! -exclamaban-. como
si fuese tan sencillo!
El Hades es el reino de los muertos. Ninguna persona
viva puede ni tiene permiso para entrar en él, y menos,
para volver a salir. Para proteger al Hades hay, entre otras
cosas, un enorme perro de tres cabezas, el can Cerbero.

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Orfeo, mientras tanto, seguía cantando sus tristezas
en la orilla del río. Hasta que las ninfas, conmovidas al-
gunas y hartas las otras, se acercaron a él.
-¿Por qué no vas a buscarla al Hades? ¡No es tan
difícil entrar como dicen! -le aconsejaron.
Orfeo interrumpió su llanto para pensarlo. Se decidió
enseguida.
-La quiero tanto... ¡Eurídice, mi amor, allá voy!
-¡Suerte! -le desearon ellas, de todo corazón.
Aliviadas, las ninfas volvieron a sus asuntos.
Así Orfeo inició su insólito viaje. Hay muchas
entradas al Hades. La que mejor le quedaba era la del
cabo de Ténaro, al sur de Grecia. Caminó y caminó hasta
llegar al puerto. Contrató una barca y navegó durante
días. En ningún momento tuvo miedo, como buen
enamorado. Llegó, por fin, al Ténaro. Allí preguntó dónde
quedaban las puertas del Hades. La gente creía que
Orfeo estaba loco, pero él les cantaba sus penas y todos
lloraban y le respondían.

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Por fin entró Orfeo en la profunda cueva. Descendió
durante horas hasta llegar a la orilla de la laguna Estigia.
Los muertos, al arribar allí, deben pagarle al barquero
Caronte para que los lleve al otro lado, donde están las
almas de sus antepasados. Enseguida se encontró Orfeo
con Caronte, que volvía de un viaje.
-¿Qué haces aquí? -preguntó de mal modo el bar-
quero, al descubrir a Orfeo.
-Vengo a rescatar a mi querida esposa. Caronte se
rio, odioso.
-¡imposible! Solo cruzo muertos.
-Pero...-empezó Orfeo a contarle su historia de amor.
Entre versos y metáforas, Caronte empezó a conmoverse
por primera vez en su vida. Estaba a punto de llorar.
-¿Tienes para pagar el viaje? -le preguntó de pronto.
El barquero no tenía sentimientos; si alguno de los
muertos no tenía su moneda para pagarle el cruce, no lo
aceptaba en su barca.

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Pero Orfeo no necesitó pagarle. Le cantó una
canción sobre Eurídice, y Caronte, por fin, se
compadeció.
-Bueno... por esta vez... -dijo, ocultando sus ojos para
que nadie notara que brillaban de tristeza.
Cuando Orfeo subió a la barca, esta casi se dio vuelta
por su peso. Y no es que Orfeo se excediese en los ban-
quetes. Ocurre que las almas pesan muy poco, en
comparación con un mortal.
De esta manera cruzó Orfeo la laguna Estigia. Lo pri-
mero que encontró del otro lado fue al horrible perro
Cerbero, que gruñía todo el tiempo y no dejaba pasar a
nadie que no estuviese muerto. Orfeo, un poco in-
tranquilo, comenzó a cantar entonces, y conmovió al
monstruo. Los seis ojos del perro derramaban lágrimas
por primera vez.

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Continuó internándose en el reino de los muertos y al
poco tiempo se encontró frente al mismo dios Hades y a
su esposa Proserpina. Al verlo, los dos se enfurecieron.
¿Cómo era posible que un hombre vivo se atreviese a

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visitarlos? Iban a castigar al insolente. Pero Orfeo
empezó, por enésima vez, su cancioncita triste y los
dioses de pronto no pudieron evitar la belleza de la
melodía.
-Oh, Eurídice, te extraño tanto... Los árboles lloran
por ti... Las cabras lloran por ti...
Hades y su esposa estaban encantados con el
sonido de la lira y la voz del joven. -Una terrible víbora
envenenó mi vida... Oh, Eurídice...
Proserpina, por supuesto, lloraba desconsolada al
poco tiempo.
-¿Vienes a verla?-le preguntó Hades.
-iOh, quiero besarla y que volvamos juntos a...!
-empezó a cantar Orfeo.
-¿Podrías hablar, como todo el mundo?-lo
interrumpió, severo, Hades. -Eh... sí, lo siento... Quiero
llevarla conmigo a la Tierra de nuevo y vivir felices los
dos.
-¡Pero eso es imposible...! -empezó a quejarse el dios

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-iOh, Eurídice...! -cantó Orfeo.
-¡Está bien, está bien! -lo interrumpió Proserpina.
Habló en voz baja con su marido unas palabras y luego
continuó:
-Puedes volver a la vida con Eurídice.
Orfeo casi cantó de alegría, pero la mirada de Hades
lo hizo callar enseguida. Este habló:
-Pero con una condición. Ella caminará detrás de ti y
no podrás volver el rostro para mirarla hasta que ella y tú
traspasen las puertas del Hades. Si la miras antes, ella
volverá con nosotros. ¿De acuerdo?
-de acuerdo!
-Ah, y nada de canciones mientras estés por aquí
cerca agregó Proserpina. Orfeo no lo podía creer.
Hades le avisó, pasado un momento:
-¡No te des vuelta! Ella está justo detrás de ti. Ahora,
váyanse.
Comenzó a regresar, entonces, Orfeo, a la superficie.
No escuchaba nada, salvo sus pasos. Los espíritus no

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hacen mucho ruido. Se detenía cada tanto para percibir
el roce de un vestido, la respiración débil de su mujer.
Nada.
Otra vez le cantó al perro una cancioncita, en voz
baja, para no enojar a los dioses. Cruzó de nuevo la
laguna en la barca de Caronte. Subió por las paredes de
la cueva, con dificultad. Detrás de él, no escuchaba nada.
Siguió subiendo, ansioso por verla. ¡Ya divisaba el sol al
final! Caminó apurado los últimos pasos hasta llegar a la
entrada de la caverna.
Cuando salió, por fin, no pudo resistirlo más. Se
apuró a darse vuelta para mirarla, como aquella tarde en
que se habían conocido. iGran error! Vio, sí, a su querida
esposa, pero ella todavía no había terminado de salir. La
luz del sol solo iluminaba entonces su rostro y parte de
su cuerpo.
-¡Eurídice! -exclamó él, al verla.
Pero un remolino surgió de la cueva y arrastró
consigo a la amada. Ella lo miró con tristeza y, por

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segunda vez, volvió al reino de los muertos. -¡Adiós! -la
voz le llegó en forma de eco.
No sirvieron de nada los ruegos de Orfeo. En el
Hades nadie quería volver a escuchar sus melodías
trágicas. Había tenido su oportunidad y la había perdido.
De todos modos, tuvo el consuelo de saber que, al morir,
iba a encontrarse con Eurídice para siempre. Y así
ocurrió. Siguen juntos aún, él y ella, dos almas
enamoradas.

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El cazador Acteón y sus perros
Acteón vivía en Tebas, una ciudad muy rica de
Grecia. Al joven Acteón no le interesaban los bailes ni las
competencias deportivas con sus amigos. Lo único que
le gus- taba era cazar. Cuando era todavía un niño, su
maestro, el centauro Quirón, le enseñó a manejar la
lanza, el arco y flecha, las redes...
Un día recibió el mejor regalo de su vida: un perro.
No era cualquier perro: estaba adiestrado para la caza.
Acteón era hijo del dios Aristeo, y pertenecía a la familia
real de Tebas. Aristeo quería mucho a su hijo y le
preguntaba seguido: -¿Qué te gustaría que te
regaláramos?
-¡Otro perro! -pedía.
-¿No prefieres un...?
-iOtro perro! -insistía.
A los doce años, salía a cazar con una jauría de una
docena de perros.

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Al centauro Quirón le caían muy bien esos animales,
salvo cuando ladraban demasiado.
-¡Basta, basta! -los echaba de la cueva.
Por suerte aparecía Acteón y se los llevaba a cazar,
todas las tardes. Cuando el sol caía, regresaba junto al
centauro con sus amigos, con sus perros y con dos o tres
ciervos, resultado de la cacería.
Pasaron algunos años y la colección aumentó, hasta
que llegó a tener cincuenta perros. Cada uno tenía su
nombre:
-¡Briareo, quédate quieto! ¡Fiero, deja de morder ese
hueso!
Cada vez que Acteón disparaba contra una presa, sus
valientes animales corrían hacia ella para atraparla si es-
taba herida: ciervos, pájaros, jabalíes, todos terminaban
bajo los dientes de los feroces perros de Acteón. Eran
feroces, sí, pero eran muy fieles a su amo porque siempre
los alimentaba él mismo, los bañaba, se ocupaba de
curar sus heridas.

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Lamentablemente, una tarde ocurrió una desgracia.
Empezaba a palidecer el sol sobre las montañas.
Después de perseguir sin éxito un ciervo inmenso
durante horas, Acteón decidió dar por finalizada la
cacería y se separó de sus amigos para descansar, con
tanta mala suerte que descubrió una cueva fresca y
decidió entrar. Enseguida le llamaron la atención unas
voces que venían de su interior. Por algún motivo,
parecían mágicas. Detrás de esas voces se sentía el hilo
de agua de una cascada. Sin hacer ruido, para no ser
visto, el joven avanzó. Los perros lo esperaban fuera.
En esa cueva, rodeada de las ninfas del bosque, se
estaba bañando en una alta cascada la diosa Ártemis,
hija de Zeus.
Ártemis era la diosa más vergonzosa del Olimpo.
Siempre se escondía para bañarse, porque se moría de
vergüenza al I pensar que alguien podría verla desnuda.
Acteón, en la oscuridad, descubrió a la diosa junto a
las ninfas, y se enamoró. Un caballero debería darse

87
vuelta e irse, pero la diosa era tan hermosa que no pudo
hacerlo. Pasaron unos segundos y de pronto una de las
ninfas gritó.
-¡No estamos solas! Todas miraron hacia él. Acteón,
sorprendido, tuvo tiempo de decir:
iLo siento!
Cuando Artemis descubrió al joven en las sombras,
se tapó con los brazos, y enseguida sus amigas la
rodearon.
Ella, aunque era una diosa, se puso colorada como
cualquiera.
-¡Qué vergüenza! -dijo Acteón, que ya se estaba
dando vuelta para salir-. ¡Lo siento! -dijo de nuevo.
Pero Ártemis, además de vergonzosa, era muy
vengativa.
-¡No le vas a contar a nadie que me viste sin ropas!
-le gritó.

88
Y tomó con una de sus manos algo de agua y se la
arrojó al joven. El hilo de agua voló por el aire hasta mojar
a Acteón por completo.
-¡Bueno, me mojó y nada más! -se dijo él, que
esperaba un castigo mayor.
Sin embargo, apenas salió de la cueva, notó algo
extraño en su cuerpo. Su cuello se alargaba, las piernas
y los brazos adelgazaban y toda su piel se volvía marrón
clara, mientras en su cabeza nacían dos cuernos.
-¿Qué...? -empezó a decir, pero no pudo terminar de
hablar. De su boca no salía sonido alguno. Corrió y corrió,
y cuando llegó a un espejo de agua, pudo mirarse.
Entendió, entonces. iLa diosa lo había transformado
en un ciervo!

89
Sin darse cuenta, se dirigió hacia donde estaban sus
perros, que lo vieron venir en forma de ciervo y,
naturalmente, empezaron a perseguirlo.

90
-¡Soy Acteón, vuestro dueño! -quería gritar, pero la
voz no salía de su garganta. Cuando se convenció de que
no podía hacer nada, empezó a huir. Corrió hacia un claro
en el bosque, donde se encontró de frente con sus
queridos amigos.
"¡Soy yo, Acteón!", decían sus ojos, inútilmente.
-¡Qué hermoso ciervo! -exclamaban todos, al verlo.
En ese mismo momento los cincuenta perros
lograron atraparlo y, con sus mordiscos, le dieron muerte
justo delante de los otros cazadores.
-¡Qué buen animal! -opinaban todos, tras presenciar,
sin saber, la muerte del amigo.
-¿Y Acteón?
Nadie sabía nada.
Los perros volvieron, al rato, a la caverna a buscar a
su amo. Estuvieron allí horas, días. Hasta que, cansados
y hambrientos, regresaron a la morada del centauro.
-¿Dónde está Acteón? -les preguntó él.
Pasaban los días y nadie sabía nada del joven.

91
Meses más tarde, los únicos que continuaban la
búsqueda eran sus queridos perros. Tanto querían a
Acteón que lo buscaron por toda la Tierra: cruzaron el
desierto de África, recorrieron Egipto, atravesaron Asia.
Volvieron, un año más tarde, a la caverna de Quirón. ¡Y
allí encontraron al joven!
Los animales se acercaron a él, conmovidos y
llorosos. El amo de los cincuenta perros estaba de pie en
la entra- da de la caverna, quieto y mirando hacia el
bosque, como si fuera a salir de caza en cualquier
momento.
El centauro había hecho una estatua del cazador tan
fiel al original que los perros nunca se dieron cuenta de la
diferencia.
Todavía están ahí, lamiéndole los pies de bronce.

92
Las alas de Dédalo

En la isla de Creta, eran reyes Minos y su esposa


Pasifae. La isla era una belleza. La reina era muy bonita.
Pero, la verdad sea dicha, al rey Minos nadie lo quería,
porque era muy violento y vengativo. Los dioses
decidieron, entonces, darle una sorpresa como castigo.
Ya habían tenido varios hijos cuando la reina volvió a
quedar embarazada, para alegría de todos. Durante el
embarazo, la reina se quejaba:
-¡Ay, cómo patea esta criatura! Ni que fuera un
caballo... Ella no sabía nada, todavía, pero estaba cerca
de la verdad.
Llegó el día del nacimiento. Llamaron a la vieja
comadrona. En el palacio, las mujeres corrían de un lado
a otro.

93
El padre esperaba en la sala, afuera de la habitación
de la reina, donde las criadas entraban y salían con
paños húmedos.
Cuando el bebé nació, la comadrona, como era
costumbre, lo arropó con una manta y salió a ver al rey,
mientras las demás mujeres asistían a la agotada
esposa. Minos, apenas apareció la comadrona, le
preguntó:
-¿Es varoncito o nena?
No podía ver a su hijo porque la manta tapaba a la
criatura casi por completo.
-Eh... bueno... -le respondió la anciana, con cara de
susto-. Es un torito...
-¿Cómo? -al rey no le gustaban las bromas. -Bueno,
es mitad varón y mitad toro...
iHorror! Había nacido el Minotauro. Era un bebé
precioso, soñado, salvo por su bonita cabeza de toro con
dos cuernitos, y por sus pezuñas en lugar de pies.

94
El rey palideció. -¡Nadie debe enterarse de que nació
este monstruo!
-le ordenó a la mujer. -Bueno, tan feo no es,
pobrecito... -lo defendía la anciana.
El rey la miró con una cara de odio terrible.
-Está bien. No diré nada aceptó ella.
A partir de entonces, el rey tenía un secreto. Nadie
debía conocer a semejante criatura. Por eso, convocó a
la isla al más renombrado de los constructores de la
época. Se trataba de Dédalo, famoso arquitecto de los
más hermosos templos y palacios de Grecia.
El rey mismo esperó en el puerto la llegada de la
nave. Reconoció enseguida por su lujosa vestimenta a
Dédalo. El recién llegado llevaba de la mano a Ícaro, su
joven hijo.
-¡Bienvenidos a Creta!
-Hermosa isla -opinó Dédalo, que siempre decía lo
mismo en todas las islas a las que viajaba por trabajo.

95
-Gracias. Te he llamado para pedirte que construyas
una mansión muy especial... Quiero que tenga diez mil
pasadizos y muchas curvas y escaleras que suban y
bajen, así los que entran ahí se desorientan y no pueden
encontrar la salida nunca jamás.
-¡Qué fácil! -lo interrumpió Dédalo, que era un poco
soberbio.
-Pasillos y más pasillos que giren y se crucen. Si
alguien entra... -explicaba el rey.
-...se pierde y no puede salir nunca jamás...
-completó Dédalo.
Si que iba a ser una mansión especial.
-Te daré en pago lo que me pidas. Tengo piedras
preciosas, las telas más hermosas del Oriente, los
mejores caballos de Grecia...
Así comenzó la construcción del laberinto, en una
región de la isla apartada de las ciudades y de los
curiosos.

96
Los mismos obreros que participaron de la
construcción se desorientaban:
-¿La salida era para allá? -preguntaba uno, señalan-
do el sur.
-No, para allá -respondía otro, señalando el norte.
Era un lío.
Tardaron un año en construir el laberinto. Después de
unos meses, los obreros tuvieron que entrar atados con
largas sogas para no perderse. Y cuando estuvo
terminada la obra, Dédalo y Minos volvieron a
encontrarse.
-Una maravilla! -felicitó el rey al arquitecto.
-No lo digo por ser mi obra, pero es increíble, nunca
se vio nada parecido -agregó Dédalo. El joven Ícaro quiso
entrar por décima vez a la caverna por donde se iniciaba
el laberinto.
-ilcaro! -lo retó su padre. Te he dicho mil veces que si
entras ahí ya no podrás salir.

97
El jovencito, que ya tenía quince años, puso cara de
disgustos.
-¡No soy un niño! -se quejó.
Esa misma noche, los hombres de confianza del rey
Minos tuvieron una misión secreta. En un oscuro
calabozo estaba encerrado el Minotauro, atado con
gruesas cadenas. Ya tenía la altura de un hombre adulto
y era más fuerte que cualquiera de ellos. Con cuidado y
peligros, llevaron al monstruo a su nueva morada.
Al día siguiente, Dédalo se presentó en el palacio
dispuesto a cobrar por su trabajo. Además, extrañaba
mu- cho a su esposa, así que quería abandonar Creta
cuanto antes.
-Y ahora, hablemos del pago...
ΕΙ rey estaba dispuesto a cumplir con su palabra.
Aun- que se había olvidado de aclararle un detalle al
arquitecto:
-Puedes tener lo que quieras, pero aquí, en Creta. Te
cederé un palacio real, si así lo quieres, las joyas más

98
costosas, esclavos... Pero ni tú ni tu hijo podrán salir
jamás de la isla.
-¿Cómo?-exclamó Dédalo, sorprendido.
-Tú conoces los secretos del laberinto, así que
podrías contárselos a alguien, o construir el mismo
laberinto en otra región.
-¡Pero soy discreto!
El rey Minos no iba a ceder.
-Mi mayor vergüenza está escondida allí, y no puedo
permitir que tú descubras la verdad en el extranjero. Sería
un deshonor para mí.
--Entiendo, pero...
El rey se dio vuelta y no permitió una palabra más.
Dédalo miró a Ícaro con pena. -Papá, ¿cuándo nos
vamos? -le preguntó el joven.
Dédalo no supo qué responderle.
Pasaron los meses y el constructor empezó a
desesperarse. El rey le había dado muchísimas monedas
de oro. Con ellas trató de pagarles a unos marineros para

99
que los llevaran a otra isla, pero fue en vano. Todos los
súbditos de Minos tenían órdenes muy severas: si alguien
ayudaba a Dédalo y a su hijo a huir de Creta, el rey los
mandaría matar.
Intentó también el pobre arquitecto construir una
barca de madera, pero apenas lo veían acercarse a un
árbol, los sirvientes le iban a contar al rey. No había
manera.
-Tenemos que escapar de algún modo... -murmuraba
el pobre.
Entonces tuvo una idea genial: ¡podían escapar de la
isla volando! ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
La mansión donde vivía Dédalo estaba lejos del mar,
pero tenía un jardín poblado de aves. Comenzó a pasear
con Ícaro por allí y, disimuladamente, fueron juntando
pluma tras pluma, durante semanas.
-Hijo, ahora necesito que cortes unas cañas de esas
que están junto al río.
-¿Para qué? -le preguntó Ícaro.

100
-Ya te darás cuenta.
El hijo trajo cinco o seis cañas. Los sirvientes no
sospecharon nada porque eran pequeñas y no servían
para hacer una balsa o algo parecido.
Dédalo empezó a construir así dos pares de alas.
Con fuertes hilos sujetó las cañas del centro, y luego unió
todas las plumas con cera.
A las dos semanas de trabajo, terminó.
-Minos es dueño de la tierra y del agua, pero el aire
es libre-se jactaba Dédalo, contento con la idea de volver
a su patria y ver a su mujer.
Una noche, cuando todos los sirvientes dormían,
ĺcaro y Dédalo salieron a la parte más oculta del jardín y
practicaron con las alas. Al principio parecía imposible
tomar altura, pero después de dos o tres intentos, lo
lograron.
-¡Buenísimo! -gritó [caro.
-¡Hijo, no hagas ruido o nos descubrirán! --lo retó su
padre.

101
Descendieron a tierra y volvieron a sus habitaciones.
-Mañana temprano nos escaparemos -decidió
Dédalo-. Eso sí: no te acerques demasiado a las olas
porque pueden hacerte caer, ni vueles demasiado alto,
porque es peligroso para tus alas. El sol calienta mucho,
y entonces la cera...
Ícaro escuchó atentamente los consejos de su padre.
-Tienes que seguirme a mí, nada más.

102
Esa frase no le gustó nada al joven, que siempre
tenía que hacer lo mismo que su padre. En fin, se fueron
a dormir.
Cuando salía el sol allá lejos, Dédalo e Icaro treparon
hasta lo más alto del tejado y se lanzaron a volar.
-¡Escapan, escapan! -gritó un sirviente que se había
levantado antes que nadie. En la isla se armó un revuelo
descomunal.
Por fortuna, Dédalo e Ícaro alcanzaron el mar pronto
y las lanzas de los soldados de Minos no lograron
siquiera herirlos.
-¡Sígueme! -le gritaba cada tanto Dédalo a su hijo. -
¡Sí, ya sé, te sigo! -respondía el joven, fastidiado.
El viento los acariciaba un poco fuerte. Padre e hijo
planeaban¹³ de izquierda a derecha, de derecha a
izquierda. Los peces se asomaban sobre la superficie
para verlos pasar.
-¡Sígueme! -insistió Dédalo.

103
El Sol se acercaba al mediodía cuando avistaron, a
lo lejos, tierra firme.
Ícaro vio por quinta vez que su padre se daba vuelta
hacia él.
-¡Sígueme! -gritó de nuevo. -¡Ya entendí! -se quejó el
muchacho.
Entonces, se acordó de la historia de Faetonte¹, que
su padre le había contado cuando era niño, y tuvo
curiosidad por ver el carro del Sol.
-¡Sígueme! -repetía su padre. -¡Te sigo, te sigo! -
contestaba Ícaro.
Pero tenía una idea. Empezó a subir y a subir. Se
moría de curiosidad por ver de cerca esos increíbles
caballos con alas en sus pies.
-¿Qué estás haciendo? -le gritó su padre, asustado.
Pero, por el viento, las palabras llegaban muy
débiles. -Sí, te sigo, te sigo -respondió Ícaro, y subió unos
metros más.

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Era cuestión de minutos y alcanzaría a ver el carro
del dios Sol, cuando esas nubes se corriesen.
-¡Vuelve aquí! -le ordenaba su padre, sin éxito.
Entonces las nubes se corrieron. A lo lejos, Ícaro llegó
a ver las ruedas doradas del carro, pero el calor era
demasiado fuerte. La cera de sus alas se derritió en dos
segundos.
-¿Qué pasa?-preguntó atemorizado el joven cuando
advirtió que descendía muy rápido. Entonces, sus alas se
terminaron de deshacer y cayó
muy rápido hacia el mar.
-¡Te dije que no volaras alto! -llegó a gritar Dédalo.
Pero ya Ícaro había caído al mar. Nada pudo hacer
su padre para salvarlo. Descendió cerca del agua, buscó
con la vista... Las olas no le permitían ver lejos.
-¡Ícaro! ¡Ícaro! -llamó una y otra vez, sin éxito. Y nadó,
y nadó, y nadó.

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Pisó tierra en una isla, con sus brazos cansados y
con los ojos llenos de lágrimas. Hubiese preferido
quedarse toda la vida en Creta, con su querido hijo...
En Sicilia, adonde había llegado, Dédalo también era
famoso y fue muy bien recibido. El pueblo lo quería, los
reyes lo admiraban y le hicieron muchos regalos. Volvió
a ver a su querida esposa, y con ella tuvo una vida
tranquila y larga. Pero, cada tanto, el más famoso
constructor de Grecia
miraba hacia el mar con tristeza. -Me tenía que
seguir, me tenía que seguirse quejaba, con los ojos
perdidos.

106
La cabeza de Medusa

En una hermosa isla llamada Sérifos, vivían la


hermosa Dánae y su hijo Perseo. El joven Perseo era,
además, hijo del mismísimo Zeus, y por eso quería
demostrarles a todos en la isla que era muy valiente.
La vida era maravillosa para Dánae y el pequeño
Perseo. Sin embargo, alguien iba a empañar esa
felicidad. El rey de la isla, Polidectes, se había
enamorado de Dánae. La joven no quería casarse con él,
pero al rey no se le decía que no así nomás.
-No, gracias. No tengo ganas de ser reina –le
respondió al rey, tímida, cuando él le propuso matrimonio.
Mientras tanto, el joven Perseo fue creciendo: ya tenía
quince años.
-¡Quiero ser un héroe! -se quejaba. Su madre se reía,
divertida. Él insistía:
-Lo digo en serio. Quiero... cazar leones...

107
-¡En esta isla no hay leones! -le respondía Polidectes.
-Bueno... luchar contra algo...
Entonces el rey Polidectes inventó un plan. Si quería
casarse con Dánae, tenía que deshacerse del joven
Perseo. A la semana, anunció su compromiso con una
joven princesa griega, Hipodamía. En realidad, no tenía
ningún interés en ella. Lo hizo para invitar a todos los
nobles de la isla y a los príncipes vecinos a un banquete
grandioso en su palacio. Entonces, les anunció la
próxima boda. Mareados por el vino y hartos de comer,
todos lo felicitaron.
-¿Qué me van a regalar? -preguntaba Polidectes,
porque era común preguntar.
-Voy a regalarte los caballos más veloces de mis
tierras -contestaba uno de sus mejores amigos.
-A mí me parece que lo mejor es un caballo-decía
otro.
-¿Qué tal si te regalo los más veloces caballos de
Tracia? -otro más...

108
Así contestaban todos. Qué originales. Todos se
creían que tenían los mejores caballos.
Perseo se quedó pensando. Él quería hacerle un
regalo más importante al rey.
-Yo quiero traerte algo difícil... -confesó, delante de la
multitud de invitados.
Polidectes, preparado para ese momento, se rio junto
con sus amigos.

109
-¡Ni que fueras a traerme la cabeza de la Medusa!
Perseo sabía quién era Medusa: era una de las
Gorgonas. Las Gorgonas eran tres monstruos,
hermanas, tan pero tan espantosas que quien las miraba
se convertía en piedra. Y Medusa era la más horrible de
las tres.
-¡Pues, iré! -prometió Perseo. Su madre,
preocupadísima, le dijo:
-¡De ninguna manera!
Pero Perseo ya era bastante grande, y no quería
hacer- le caso a su mamá. -¡Voy a traerte la cabeza de la
Gorgona! -prometió, sin tener ni la menor idea de cómo
lograrlo.
Perseo salió de la sala dispuesto a preparar su
aventura; no conocía los inmensos peligros que lo
esperaban.
Zeus, en el Olimpo, se compadeció¹ de Perseo. -¡Ay,
este hijo mío! Las Gorgonas lo van a dejar hecho piedra...

110
Zeus llamó urgente a la diosa Atenea y le pidió que
cuidase al joven. Atenea odiaba a las Gorgonas, sobre
todo a Medusa. La diosa miró hacia la Tierra y vio al hijo
de Dánae, que juntaba las cosas para el largo viaje.
-¡Una jabalina! -se desesperó-. ¡Piensa matar a la
Gorgona con una jabalina!
Preocupada, Atenea pensó en llevarle armas más
apropiadas para la aventura. Pidió ayuda a los dioses del
Olimpo, incluso visitó a su tío Hades, rey del mundo
subterráneo, y luego se apareció ante Perseo en forma
de mortal. Sí, como viejita.
-¿Así que quieres matar a la Gorgona?
-Sí.
-Pues voy a darte algunos consejos.
Perseo, que supo que hablaba con una diosa, le
prestó mucha atención.
-Lleva este escudo de bronce. Fue tallado por
Hefesto, el dios herrero. En él verás reflejada a Medusa,

111
y así podrás cortarle la cabeza con tu espada sin mirarla
directamente. ¿Entiendes?
-Eh... sí... facilísimo -respondió Perseo.
-Medusa es la más fea de las tres. Tiene los dientes
salidos, una lengua muy larga que asoma de su boca y
sus cabellos son serpientes venenosas.
Atenea tenía otras ayuditas para el muchacho.
-Y lleva este casco de Hades, que te hará invisible,
así podrás acercarte sin que te descubran.
-¡Buenísimo!
-¡Ah, me olvidaba! Lleva también estas sandalias ala-
das que te permitirán volar y así escapar de las hermanas
de Medusa...
A la mañana siguiente, el joven preparó una naves
con todo lo necesario para partir en busca de Medusa y
sus hermanas. Al poco tiempo alcanzó la región de los
Hiperbóreos, donde vivían las Gorgonas. Era noche
cerrada. Apenas se acercó a la cueva donde dormían los
monstruos, se le erizó la piel. En las cercanías, descubrió

112
a cientos de hombres, ejércitos enteros, petrificados por
las Gorgonas. Las aves, acostumbradas a semejante
paisaje, hacían sus nidos sobre ellos.
-¡Qué fea costumbre tienen estos monstruos de vivir
en cuevas! -se quejó Perseo, espantando murciélagos.
Entró en la profunda caverna sin hacer ruido. Tuvo
suerte. Las Gorgonas, espantosas, estaban durmiendo.
Las vio reflejadas en su escudo, por supuesto. Recordó

113
que si miraba directamente a cualquiera de ellas se
volvería de piedra. Entre ellas reconoció a Medusa, la

114
más fea de las tres. Era verdad: en vez de cabellos, de
su cabeza salían serpientes venenosas.
Se acercó, despacio, escondido tras el escudo, y se
colocó junto a Medusa. Alzó la espada. Qué difícil. Todo
parecía dado vuelta en el reflejo. No le iba a resultar fácil
cortarle la cabeza a ese monstruo. Por suerte, Atenea lo
ayudó desde el Olimpo. Dirigió su brazo y, con el primer
golpe, la horrible cabeza cayó al suelo.
-No debo mirar... no debo mirar... -se repitió, y con su
mano libre buscó en el suelo la cabeza espantosa.
Perseo guardó la cabeza en la bolsa que llevaba en
su espalda y se acomodó el casco de Hades, que lo volvió
invisible. En ese mismo momento, las hermanas se
despertaron y vieron el cuerpo de Medusa decapitado".
-¡Pobre hermana! -gritaron, llenas de odio. Perseo
levantó vuelo, invisible, para alejarse de ellas. Así,
cualquiera.
-¡Matemos a su asesino! -gritaban, buscando con
sus ojos terribles.

115
Gracias a sus sandalias mágicas, Perseo
rápidamente comenzó a alejarse de ahí.
-¡Ya tengo un buen regalo para Polidectes! -exclamó,
contento.
-¡Escuché una voz! ¡Por aquí! -las Gorgonas
empezaron a perseguirlo.
Asustado, Perseo voló y voló durante horas sobre las
tierras más lejanas. Cuando volaba sobre Libia, en África,
unas gotas de sangre de la cabeza de Medusa cayeron a
tierra, y eso dio origen a las terribles serpientes africanas.
Los libios, agradecidos.
Siguió volando por un rato, de regreso a la isla de
Sérifos, y de pronto descubrió a una mujer hermosísima
atada a una roca al borde del mar, en un acantilado. Se
trataba de la pobre Andrómeda, hija del rey Cefeo de
Etiopía. Cerca de allí, en una nave, el rey y la reina llora-
ban por su hija.
Descendió Perseo y se paró sobre la misma roca.
Andrómeda, apenas lo vio se dijo: "¡Este no es ningún

116
monstruo!". De hecho, le gustaba mucho Perseo. Se
lamentó, entonces:
-¡Soy la princesa Andrómeda, me ofrecen en
sacrificio a un monstruo para que no ataque más el reino!
En ese mismo momento, un temblor creció desde el
fondo del mar y un terrible dragón con aletas asomó su
cabeza espantosa.
-¿Ese es el pez monstruo? --le preguntó Perseo.
-Y... sí... -le contestó Andrómeda, sorprendida. "¡Pero
qué pregunta más tonta!", pensó.
Perseo vio allí cerca la nave del rey y tuvo una idea.
La princesa era hermosísima.
-¿Te gustaría... salir conmigo?
-Eh... sí, pero ahora mismo no puedo, me tiene que
devorar el terrible monstruo.
Sin mediar palabra, Perseo voló entonces hacia los
padres de la joven, que lloraban desconsolados. Aterrizó
en cubierta y les preguntó:
-¿Quieren que salve a su hermosa hija?

117
-¡Claro que sí! -respondieron, aterrorizados, los
reyes.
El monstruo se acercaba a la mujer segundo a
segundo.
-¿Me puedo casar con ella? Es muy linda...
-¡Por supuesto! Pero, mejor, ¡sálvala pronto! Perseo
era un joven tímido y no se animaba.

118
-¿Y si no le gusto? -les preguntó, preocupado.
Desde la roca, se escuchó la voz de Andrómeda,
desesperada: -¡Me gustas mucho! ¡Te amo! -gritó,
tratando de desatarse ante la cercanía del pez.
Perseo voló entonces hacia el monstruo, que ya abría
la boca para devorarse a la joven de un bocado.
-¡Ay, qué aliento tiene este pez monstruo! -se
quejó la princesa, dando vuelta la cara para evitar el
tufo.
Perseo cayó entonces con su espada y le asestó el
primer corte a esa criatura horrible. El pez apenas había
sentido el corte, pero empezó a buscar con sus fauces al
insolente.
-¡Toma! -nuevamente Perseo le hundió la espada,
esta vez entre los ojos.
El monstruo saltó del agua hacia héroe, que tuvo que
volar bien alto para escapar de sus dientes de metro y
medio.

119
-¡Toma! -por tercera vez atacó al monstruo con el filo
de su arma, y ahora sí pudo con él.
El pez monstruo lanzó un horrible estruendo por su
boca y se hundió para siempre en la profundidad de los
mares.
-¡Mi héroe! -exclamó feliz Andrómeda.
Perseo descendió hasta ella y la desató. Las olas
rom- pían suaves sobre la roca en la que estaban ambos.
Soplaba una brisa fresca desde el sur. Todo muy
romántico.
¿Quieres casarte conmigo? -propuso él.
-¡Por supuesto que sí! -respondió ella.
Perseo era tan feliz que se había olvidado de que
llevaba en su espalda la cabeza de la Gorgona...
Al día siguiente se celebró la ceremonia. El
casamiento fue un desastre. En mitad de la boda, a
Andrómeda le apareció un antiguo pretendiente.
-¡Esta joven será mi esposa! -gritó Fineo.

120
-¡Ahora apareces! -le reprochó ella-. Ayer, cuando me
iba a devorar ese pez monstruo, no te vimos ni un pelo.
-Eh... tenía que hacer otra cosa... -se excusó Fineo-.
Pero ahora ¡serás mi mujer! Los que apoyaban a
Perseo y los que apoyaban a Fineo empezaron a luchar
y a matarse. Atenea, desde el Olimpo, se preocupó por
su joven amigo. Los amigos de Fineo eran mayoría. Sin
duda, iban a vencer. Le habló, entonces, desde el Olimpo.
Solamente Perseo podía oírla.
-¡Usa la cabeza! --le aconsejó.
Perseo reconoció la voz de la diosa entre todo el
ruido de la batalla. -Sí, estoy usando la cabeza... pero no
se me ocurre nada... -respondió él, mientras evitaba los
golpes de espada de sus enemigos, que ya lo rodeaban.
-¡La cabeza de Medusa!
-¡Ah! -entendió Perseo. Y sacó de su bolsa (un poco
tarde...) la cabeza de Medusa.
-¡Amigos míos, miren hacia otro lado! -ordenó—.
¡Enemigos míos, miren la sorpresa que les traje!

121
Apartando sus ojos para no morir, levantó la cabeza hacia
Fineo y sus hombres.
-¿Qué...? -alcanzó a pronunciar Fineo. Pero no pudo
terminar la frase. Él y sus soldados, enfurecidos, se
convirtieron en piedra en un segundo, y quedaron
quietos. Bien quietitos y callados.
Aparte de eso, la boda de Andrómeda y Perseo fue
como cualquier otra boda. Un poco aburrida, sí. Hubo
baile y sobró comida.

122
Al poco tiempo, Perseo regresó a la isla de Sérifos.
Cuando llegó, descubrió que su madre estaba encerrada
en un templo. El rey Polidectes la perseguía porque había
mostrado sus verdaderas intenciones: casarse sí o sí con
Dánae. Cuando sus amigos le contaron lo que pasaba,
Perseo se indignó. Apareció en la corte, entonces. Frente
al mismísimo Polidectes.
-¡Aquí te traigo mi regalo! -le dijo, severo.
-Eh... no es necesario... -explicó el rey, mientras con
su brazo asía la filosa espada, dispuesto a luchar con
Perseo.
Pero el joven ya había tomado la cabeza de la
Gorgona.
-¡Para ti, con cariño! -exclamó.
Polidectes no tuvo tiempo de dar vuelta la cara. Y sí,
se convirtió en piedra. Quedó como una estatua junto al
trono. Todavía sigue ahí.
Es así que por fin todo se resolvió. Dánae estaba feliz
de ver a su querido hijo, Andrómeda los acompañaba a

123
todas partes. Perseo le entregó la cabeza de la Gorgona
a Atenea, como premio por su ayuda.
Ah, tuvo que devolverle las sandalias aladas, el
casco de la invisibilidad y el escudo. Pero ya no los
necesitaba para ser feliz.

124
El rey Midas

Hubo en Frigia un famoso rey llamado Midas. Era


conocido por su bondad y porque cuidaba la paz de su
reino. Lo querían todos, los campesinos y en la ciudad
también. los que vivían
Un día, la guardia de Midas encontró en el bosque a
un pobre viejo tambaleándose desorientado. Hay que
decir la verdad: el anciano estaba completamente ebrio y
apenas podía mantenerse en pie. Como era visiblemente
un extranjero, los soldados lo llevaron frente al rey.
-¿Quién eres, anciano?
-Soy... Sileno... amigo de Dionisos.
Midas entendió por qué estaba así el viejo, entonces.
Dionisos era el dios del vino y solía recorrer el país con
sus amigos, bebiendo y divirtiéndose.
-Debo haberme perdido... -confesó Sileno,
preocupado, al rey.

125
-Eso parece -le respondió Midas, y ordenó que su
huésped fuese bien atendido y se le diese comida y
habitación.
Tan bien trató el rey al anciano que este recuperó el
buen humor.
A la semana, el joven Dionisos llegó a la corte en
busca de su amigo. Si bien se trataba de un dios, tenía la
apariencia de hombre para no llamar la atención. Rubio y
con rulos, para más datos.
-¡Aquí estás, Sileno! Estábamos preocupados por ti
-saludó Dionisos a su amigo. -Bebí demasiado, lo
reconozco-aceptó el pobre viejo.
Se rieron todos de sus palabras.
-El rey me ha recibido muy bien -le contó a Dionisos.
Ese día, Midas dispuso un banquete abundante y ofreció
sus mejores vinos para congraciarse con el dios. Los más
talentosos músicos de Frigia interpretaron sus canciones
frente a los comensales. Sonaban la lira, la flauta, el arpa
y las voces más hermosas. Finalizado el banquete, la

126
fiesta continuó hasta bien entrada la tarde. Pero todo lo
bueno se termina, en un momento u otro.
-Es hora de irse-dijo entonces el dios. Triste por la
despedida, el rey propuso:
-Los acompaño afuera de la ciudad, así muevo un
poco las piernas.
Caminaron, dejaron atrás las murallas y avistaron un
bosque. Hacia allí se dirigieron. Agradecido, Dionisos se
separó del resto del grupo y le habló al rey:
-Has sido muy amable con Sileno.
-Cualquiera que sea tu amigo será siempre
bienvenido respondió sinceramente Midas. La tarde caía
detrás de los árboles.
-Por eso quiero concederte un deseo.
Midas no podía creer en semejante recompensa.
¡Dionisos era un dios poderoso, podía concederle
millones de cosas! -Elige lo que quieras y te lo daré. Pero
piénsalo bien. Midas pensó unos segundos y habló,
maravillado por la idea que se le había ocurrido:

127
-¡Quiero vuelva oro! que todo lo que yo toque con mi
cuerpo se vuelva oro!
El dios puso cara de decepción. No le parecía muy
inteligente la elección de Midas.
-¿Eso quieres?
-Sí.
-De acuerdo. Así será.
Finalmente, Dionisos y sus amigos se internaron en
el bosque, dispuestos a continuar con sus fiestas de
música y vino.
Midas emprendió la vuelta al palacio, emocionado y
deseoso de probar su nuevo poder. ¡iba a ser el hombre
más rico de Asia!
Lo primero que se cruzó ante su mirada fue una rama
de encina. La tocó, entonces, con uno de sus dedos, y vio
asombrado cómo la rama se volvía dorada y luminosa.
-¡Maravilloso! -exclamó, contentísimo. Levantó del
suelo una piedra. La piedra también se convirtió en oro.

128
Tomó una manzana de un árbol y la manzana empezó a
brillar como un diamante.
-¡Maravilloso! -exclamó otra vez.
Acercaba sus manos a cualquier objeto y este
brillaba como un pequeño sol. Llegó a su palacio y lo
primero que se le ocurrió fue lavarse las manos. El agua
caía de sus Cados como finos hilos dorados.

129
-iMaravillosol -continuaba el rey, divertido.
Y así estuvo un buen rato jugando como un niño con
su nuevo poder. Feliz como nunca, llamó a su más fiel
servidor y le dio una orden:
-Que me preparen una gran comida. Tengo mucho
que festejar.

130
Cumplieron los cocineros del rey, y pronto Midas
estuvo frente a la mesa, dispuesto a cenar. -¡No sé por
qué, pero tengo un hambre colosal?! -reconoció.
Se sentó frente a la comida, del mejor humor. Tomó
con sus manos un pedazo de pan y se lo llevó a la boca,
apurado. Entonces sintió un sabor extraño... metálico,
podríamos decir. Se sacó el pan de la boca y descubrió
que se había convertido en una lámina fina de oro.
-¡Qué maravilla...! -dijo, un poco desconcertado.
Tomó entonces uno de los manjares que le habían
preparado y pasó lo mismo: la carne se transformaba en
metal, las uvas se convertían en metal, todo se volvía
dorado, hermoso, pero a la vez duro e incomible. -
Maravilloso...-se quejó, asustado.
Probó en asir la comida directamente con la boca,
como un animal. Pero era inútil. Todo se volvía oro. -
¡Tengo hambre! -protestó en voz baja. No quería que
nadie advirtiese cuál era su problema.

131
Decidió entonces tomar un trago de vino y se llevó la
copa a los labios. El sabor a oro fundido se apoderó de
su boca. Era un sabor horrible.
¡Tengo sed! -volvió a protestar.
Pasaron las horas y el rey empezó a desesperarse
de hambre y de sed. Corrió a su habitación a esconderse
de sus súbditos. Se sentía el hombre más infeliz del reino.
Ni siquiera se emocionó cuando, al sentarse en su cama
real, esta se volvió completamente dorada.
-Ah, sí... -dijo, sin ningún interés.
Horas más tarde, entrada la noche, ya no aguantó
más. Salió de su habitación y se dirigió, decidido, al
templo de Dionisos. Caminó un par de calles y llegó al
edificio, escondido en la oscuridad. Una antorcha
iluminaba débilmente la puerta. Apoyó sus manos en las
paredes y miró hacia el cielo, desesperado.
-¡Dionisos, por favor! Te agradezco el don que me
concediste, pero ya no me interesa. Si no es molestia...
El dios, como era un dios, recibió el mensaje.

132
Midas, esa misma noche, dormía en su dura cama
dorada cuando se le apareció en el sueño Dionisos.
-Midas... Midas... -Ah... sí...
-¿Quieres seguir convirtiendo todo en...?
-¡No, gracias pero no! -respondió en sueños. -
Entonces, tienes que dirigirte al río Pactolo, en Sardes, y
seguir por la orilla del río hasta su nacimiento.
-Lo que sea.
-Cuando llegues allí, sumerge tu cuerpo en las a agua
y estarás libre del don.
-Mañana mismo, apenas me despierte --contestó
Midas.
-Que duermas bien... -se despidió el dios, y
desapareció.
Apenas levantarse, el rey salió en secreto hacia el río,
en compañía de su servidor más fiel. Los caballos
avanzaban al galope por la orilla. Pasaron muchas horas,
incluso días antes de alcanzar el nacimiento del río. El

133
hambre era cada vez más insoportable, y los labios del
rey estaban resecos, como si los hubiese quemado el sol.
Por fin llegaron a destino. Midas, feliz con la idea de
volver a la normalidad, cumplió con el consejo del dios.
Se arrojó al agua vestido y todo, y volvió a la superficie
como un rey común y corriente.
Lo primero que hizo fue comer y beber. No había
nadie más feliz que él en todo el reino esa mañana.
-¿No es hermosa la vida? ¿No es hermoso ese
árbol?
-Sí.. -le respondía su criado, sorprendido por los
comentarios del rey.
Regresaban los dos a la ciudad real, sin apuro.
-¿Y esa montaña allá lejos? ¿No es...?
-Maravillosa -le respondió su fiel servidor.
-¡Maravillosa, esa es la palabra! -exclamó Midas,
contento.
Llegaron al palacio entrada la noche.

134
Le dio un poco de pena al rey descubrir que su cama
había vuelto a ser la de antes. Había tenido la
esperanza... pero no: al bañarse en el río, todas las cosas
que había tocado antes recuperaron su verdadera
naturaleza: la rama de la encina, la manzana, la piedra....
De todos modos, el rey aprendió la lección. Quedó
muy sensible, así que se fue del palacio y empezó a vivir
al aire libre, en el bosque, entre los animales. Una pena
que años más tarde un dios, enojado con Midas, le
convirtiera sus orejas reales en dos grandes orejas de
burro... Pero esa es otra historia, que no viene al caso
contar ahora.

135
Aracne, la tejedora
Aracne era una mujer famosa en toda Lidia. ¿Por su
belleza? No. ¿Era hija de un rey? Para nada; su padre
vendía tinturas para colorear telas. Sin embargo, la joven
Aracne tenía un talento extraordinario con el telar¹. De
pequeña, la diosa Atenea le había enseñado el arte del
tejido.
Aracne sabía muy bien cómo hacer hermosos
vestidos y tapices. Nadie en el mundo la superaba. De
lejanas ciudades venían hombres y mujeres a ver sus
maravillas; incluso las ninfas de los ríos y de las
montañas acudían, curiosas, a observar las obras de la
joven.
Nada malo le hubiese pasado a Aracne si no se le
hubiese subido la fama a la cabeza.
-¡Qué buena que soy con la lana! --decía en su casa,
enfrente de sus amigas, que se miraban entre ellas. -
¡Cada vez tejo mejor! -se animó después.

136
-Nadie teje mejor que yo -aseguró otro día. Hasta ahí,
todo bien. Pero un día se animó a más:
-Ni siquiera la diosa Atenea teje tan bien como yo.
Justo en ese momento uno de los dioses estaba es-
piando sus telas, disfrazado de campesino, y subió rápido
a pasarle el cuento a las diosas.
-Allá abajo hay una humana que dice que es mejor
que ustedes.
Las diosas, escandalizadas.
-¿Mejor que nosotras?
-Con el tejido.
Atenea fue la más ofendida, porque ella misma le
había enseñado a Aracne a tejer.
-¡Ahora va a ver!
Enseguida bajó la diosa a espiar a la pobre Aracne.
Para no ser reconocida, se transformó en una viejita y
entró como clienta en el taller, apoyada en su humilde
bastón.
-Que venga Atenea a competir conmigo, no me va a

137
ganar-decía justo en ese momento Aracne. -Deberías
ser un poco más humilde. Un poquito, nada más-le
aconsejó una amiga.
-¡Bah...! La diosa no se anima a venir. Tiene miedo
de perder.

138
Esa fue la gota que rebasó el vaso.
Atenea se acercó a ella en su forma de viejecita y
aconsejó:

139
-Pídele perdón a la diosa. Ningún hombre puede ser
mejor que un dios. A ver si se enoja... Aracne no lo pudo
soportar y le contestó mal:
-¿Y a ti quién te conoce? ¿Quién te pidió consejos?
Esa fue la segunda gota que rebasó el vaso.
-¿Acaso quieres competir tú conmigo, vieja
entrometida?
-¡Por supuesto! -le respondió Atenea, enojadísima, y
apenas dijo esas palabras recuperó su forma de dio- sa,
deslumbrante³ y rodeada de luz. Todos los presentes se
asustaron, muchos se fueron corriendo. Sabían que
aquello iba a terminar mal. Todos, menos la orgullosa
Aracne.
-No te tengo miedo.
-¿Y entonces por qué no hacemos telares las dos? -
propuso la diosa-. Un telar que represente a los dioses.
La que hace el mejor, gana.
-De acuerdo. ¡Qué fácil! -le respondió Aracne.
burlona.

140
Enseguida prepararon dos telares iguales y empezó
la competencia. Los hilos eran de todos los colores del
arco iris. Avanzaban tan rápido que estos apenas se
veían.
La diosa hizo un tapiz que contaba la historia de los
dioses, su nacimiento ilustre y su poderío. Ahí aparecía
su hermoso hermano Apolo, su respetable padre Zeus,
su distinguida madre Hera. Aracne, en cambio, empezó a
bordar las peores anécdotas de los dioses, burlándose de
Atenea. A Zeus lo presentó transformado en toro; a
Poseidón, saliendo del mar parecido a un monstruo; a
Hera, quejándose de todo, amargada. Y el toro y el mar
parecían tan reales que los testigos del duelo
retrocedieron aterrorizados.
Cuando las dos terminaron, era difícil decidirse por
una de las dos obras.
-¡Mi tejido es mejor que el tuyo! -opinó Aracne,
orgullosa.

141
Atenea vio entonces que Aracne mostraba a los
dioses en su tela burlándose de ellos.
-¡Qué insolentes! -le gritó.
No aguantaba más. Furiosa, le dio tres golpes en la
frente a la muchacha con estas palabras: -¿Querías
tejer? ¡Ahora vas a tejer!
Hubo un estruendo de luz y la cabeza de Aracne
comenzó a achicarse, desaparecieron sus orejas, el torso
empezó a inflarse como un globo y sus piernas adelgaza-
ron hasta apenas ser visibles. Horrorizados, todos vieron
cómo de a poco la joven orgullosa se iba transformando
en una gigantesca araña.
-¡Ahora tú y toda tu descendencia van a tejer día y
noche, noche y día! -le anunció la diosa. Y después de
estas palabras, desapareció en medio de una gran
explosión. (Sí, así desaparecen los dioses).
La araña se volvió poco a poco tan pequeña como la
conocemos (¡menos mal!).
Y así termina la historia.

142
Cuando vean uno de estos insectos, entonces, antes
de gritar recuerden que desciende de Aracne, nombre
que en griego significa, justamente, "araña".

143
ACTIVIDADES

144
ACTIVIDADES PARA COMPRENDER LA LECTURA

Estas actividades les ayudarán a comprender las


historias que leyeron.

PRIMERA PARTE: ZEUS Y LOS PRIMEROS HOMBRES

1. Entre todos, conversen a partir de estas


preguntas.

a. ¿Dónde vivían los principales dioses?

b. ¿Quién es el rey de los dioses? ¿Cómo se llama


su esposa?

c. ¿Quién es el dios creador de los seres humanos?

145
2. Numeren los siguientes hechos según el orden
en que suceden en los relatos de la Primera parte.

Zeus ordenó a Hefesto que creara a Pandora, y le dio


vida.

Entonces, Zeus provocó un diluvio en la Tierra para


castigar a la humanidad.

Prometeo robó el fuego a los dioses y lo entregó a


los mortales.

Zeus se enojó con Prometeo y lo castigó


encadenándolo a una montaña.

Los males se esparcieron por la Tierra cuando


Pandora abrió la caja.

146
Pirra y Deucalión se salvaron del diluvio.

De las piedras que arrojaban Pirra y Deucalión


surgieron los nuevos hombres y mujeres.

Prometeo creó a los hombres y los protegió.

Zeus se presentó disfrazado de mendigo ante Licaón


y sus hijos, y se enfureció porque estos reyes no
respetaban a los dioses.

Pandora cerró la caja y la Esperanza quedó adentro.

SEGUNDA PARTE: DIOSES, HOMBRES Y ALGÚN HÉROE

2. Relacionen los personajes, los objetos y las


divinidades de las tres listas. Luego, expliquen

147
quién es cada personaje y cuenten un resumen de
la historia que leyeron.

Featonte lira Dionisos

Midas perros Atenea


Aracne carro Helios
Acteón oro Ades

Orfeo telar Artemis

4. Contesten a estas preguntas a partir de "La cabeza


de Medusa" y de "Las alas de Dédalo".

a. ¿Cómo son las Gorgonas? ¿Qué poder tienen?

b. ¿Qué objetos le entrega Atenea a Perseo para


enfrentar a las Gorgonas? ¿De qué otras formas lo ayuda

148
c. ¿Quiénes son convertidos en piedra al final?

d. ¿Qué ser fabuloso aparece en "Las alas de Dédalo"?


¿De quién es hijo?

e. ¿Por qué Minos quiere que Dédalo construya un


laberinto? ¿Engaña a Dédalo para que lo haga? ¿Qué
consecuencias tiene ese engaño?

5. Conversen y opinen sobre las actitudes de los


personajes.

a. En "El rey Midas", ¿Dionisos quiso hacer daño a


Midas? ¿Por qué se perjudicó el rey?

b. En "Aracne, la tejedora", ¿por qué se enojó la diosa


Atenea?

149
ACTIVIDADES DE PRODUCCIÓN DE ESCRITURA

Estas son algunas propuestas para escribir a partir de las


historias que leyeron.

1. Armen una lista.


Entre todos, organicen en una lista la información sobre
los dioses de la mitología griega que se mencionan en el
libro.
a. Mencionen el nombre de cada dios, sus poderes y
atributos. b. Anoten también las relaciones de parentesco
que tiene con otros dioses.

2 Escriban entradas de una enciclopedia.


Realicen una enciclopedia de los seres fabulosos
mencionados en los distintos relatos de este libro.
Busquen información sobre el perro Cerbero del Hades,
el centauro Quirón que enseñó a cazar a Acteón, el
Minotauro de Creta y las Gorgonas.

150
a. Anoten el nombre y describan a cada uno de ellos.
b. Registren dónde habita, y si tiene algún poder especial.
c. Ilustren el ser fabuloso de cada entrada de la
enciclopedia.
d. Ordenen las entradas alfabéticamente.

3. Describan.
Elijan una de las siguientes transformaciones, imaginen
cómo sucede paso a paso y escriban una descripción.

a. Acteón es convertido en ciervo.


b. Las piedras que arrojan Deucalión y Pirra se
transforman en hombres y mujeres.
c. Aracne se transforma en araña.

ILUSTREN la descripción en sus carpetas o en una


hoja aparte.

151
4. Compongan una canción.
Formen grupos para escribir la letra de una canción de
amor. Elijan la melodía de una canción triste o alegre que
ya conozcan, para facilitar la escritura. Decidan si hablará
de un amor feliz o desdichado y escriban la letra.

5. Escriban cartas.
El rey Midas, aliviado porque ya no convierte todo lo que
toca en oro, le escribe una carta a Sileno relatando lo que
ocurrió una vez que este se fue con Dionisos. En ella,
Midas cuenta qué sucedió y cómo se sentía. ¿Qué diría
Midas en esa carta? ¿Qué le respondería Sileno?
Escriban las dos cartas.

6. Inventen un diálogo.
Cuando Faetonte pierde el control del carro del Sol,
provoca incendios y sequías en la Tierra sin quererlo.
Imaginen que las personas observan lo que sucede en el
cielo y lo que ese hecho provoca en el lugar donde están:

152
¿se secan los ríos?, ¿un pueblo se incendia?, ¿el
invierno se vuelve verano?
Inventen algunos personajes, dónde están, qué sucede
allí y escriban un diálogo entre ellos.

7. Escriban un relato.
¿Qué sucedería si un personaje mitológico apareciera en
el mundo real? Piensen la historia a partir de estas
preguntas: ¿qué personaje elegirían? ¿Dónde aparece?
¿De qué hecho participa? ¿Qué otros personajes,
mitológicos o no, entablan relación con él? ¿Qué sucede
finalmente?
Escriban la historia y léanla a sus compañeros.

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ACTIVIDADES DE RELACIÓN CON OTRAS
DISCIPLINAS

CIENCIAS SOCIALES

1. Ubiquen en un mapa.

En un planisferio o un globo terráqueo, ubiquen el mar


Mediterráneo y la actual Grecia.

a. Ubiquen Asia, África, Creta, el Cáucaso, Etiopía, la


India, Egipto, Libia.

b. Entre todos, mencionen con qué personajes e historias


de este libro se relacionan esos lugares.

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2. Investiguen.
Las Musas son diosas griegas que inspiran la poesía,
las artes y las ciencias. Averigüen cuántas eran las
Musas, sus nombres y qué arte inspiraba cada una.

CIENCIAS NATURALES

3. Expliquen.
En el relato "Faetonte, el hijo del Sol" la salida del
astro se explica, imaginariamente, como el momento
cuando el dios Helios sale de paseo con su carro de oro.
En libros de Ciencias Naturales o enciclopedias, lean
cómo se explican el día y la noche, en la ciencia actual, a
partir de los movimientos de la Tierra. Preparen una
lámina que grafique ese fenómeno y expongan el tema a
sus compañeros.

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