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SIETE LECCIONES DE SOCIOLOGÍA DE

LA RELIGIÓN Y DEL NACIONALISMO

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AUTORES, TEXTOS Y TEMAS
CIENCIAS SOCIALES
Colección dirigida por Josetxo Beriain

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Jose Santiago

SIETE LECCIONES DE
SOCIOLOGÍA DE LA RELIGIÓN
Y DEL NACIONALISMO

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Siete lecciones de sociología de la religión y del nacionalismo / Jose Santiago. —
Barcelona : Anthropos Editorial, 2015
303 p. ; 21 cm. (Autores, Textos y Temas. Ciencias Sociales ; 90)

Bibliografía p. 287-301
ISBN 978-84-15260-94-3

1. Sociología 2. Ideologías políticas: nacionalismo 3. Grupos religiosos: aspectos


sociales y culturales I. Título II. Colección

Primera edición: 2015

© José Antonio Santiago García, 2015


© Anthropos Editorial. Nariño, S.L., 2015
Edita: Anthropos Editorial. Barcelona
www.anthropos-editorial.com
ISBN: 978-84-15260-94-3
Depósito legal: B. 10.186-2015
Diseño de cubierta: Javier Delgado Serrano
Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial
(Nariño, S.L.), Barcelona. Tel.: (+34) 93 697 22 96
Impresión: Lavel Industria Gráfica, S.A., Madrid

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A la luz del amanecer,
a la memoria de mi madre, Aurora

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INTRODUCCIÓN

Se quiera o no, el nacionalismo sigue estando presente en las


sociedades modernas avanzadas. Algunos intentan explicar este
hecho como un vestigio irracional y atávico de un mundo que ya
no es el nuestro. Al igual que se decía de la religión, el nacionalis-
mo sería un fenómeno premoderno condenado a sucumbir a
medida que las luces de la modernidad se vayan imponiendo so-
bre los diferentes oscurantismos de la condición humana. Pero lo
cierto es que ni la religión ni el nacionalismo parecen haber ini-
ciado el final de su recorrido, e incluso podemos observar cómo
se manifiestan bajo nuevas formas y revivals. Es por ello que un
sociólogo, como P. Berger (2001b), que hace poco tiempo defen-
día la tesis de la secularización, hoy en día reniega de ella y sostie-
ne que el mundo es igual de religioso, e incluso más, que hace
unas décadas. Se rompería así la ecuación según la cual a más
modernidad menos religión. Lo mismo podría decirse del nacio-
nalismo que, por un lado, parece sucumbir al desarrollo de la glo-
balización, al mismo tiempo que está actuando como espoleta
para la reafirmación de las identidades nacionales. Conflictos como
los de Ucrania, la antigua Yugoslavia, o los problemas de encaje
de los nacionalismos llamados periféricos en países como Gran
Bretaña, Bélgica o Canadá son sólo una pequeña muestra de la
relevancia que tiene el nacionalismo en la escena internacional.
Por no hablar de España, donde día tras día el nacionalismo cen-
tra la atención de los telediarios, la prensa, las tertulias, etc., sea
por los debates sobre el posible referendum en Cataluña, el federa-
lismo, el modelo territorial del Estado, la disolución de ETA, etc.
Pero cometeríamos un error en el análisis si al referirnos al
nacionalismo sólo prestáramos atención a los nacionalismos de

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las llamadas naciones sin Estado, a los que también se les califi-
ca como étnicos o periféricos. Existe otro tipo de nacionalismo,
menos visible y más difuso, que sólo se muestra como tal en
determinadas ocasiones, ya que no tiene tanta necesidad de afir-
marse. Me refiero, siguiendo a Michael Billig (1995), al «nacio-
nalismo banal», que es el propio de los Estados-nación ya conso-
lidados. Es, como digo, un nacionalismo más oculto, pero qui-
zás por ello más interesante para el análisis, pues actúa más
sutilmente sin dejarnos ver su rostro. De hecho, se va incorpo-
rando de forma casi inconsciente en nuestra cotidianeidad a tra-
vés de diversos procesos de socialización: escolar, familiar, me-
diática, etc., dando lugar a unos esquemas a partir de los que la
nación se nos aparece como algo evidente, una realidad que no
se cuestiona, una verdad de sentido común.
¿Cómo explicar la presencia del nacionalismo, ya sea en sus
formas calientes o banales, en la modernidad avanzada? ¿Cómo
dar cuenta de la existencia e intensidad del nacionalismo en ple-
no siglo XXI? Se podrían dar varias respuestas, pero, con afán de
sintetizar, las podríamos reconducir a dos: las que se centran en
los intereses y las que lo hacen en las pasiones que aquél despier-
ta. Efectivamente, algunos explican la existencia del nacionalis-
mo por los beneficios que produce para algunos grupos o clases
sociales. Así, es habitual oír que lo que los nacionalistas persi-
guen son intereses económicos, como pagar menos impuestos,
tener el monopolio en determinados mercados de trabajo, etc.
Las elites locales manipularían a las masas y se servirían del na-
cionalismo para conseguir sus intereses económicos. No se pue-
de negar que detrás de determinadas políticas o planteamientos
nacionalistas hay algún tipo de interés, pero, ¿no se podría decir
lo mismo de cualquier otra ideología o movimiento social? Y yendo
más allá, ¿hay algún tipo de práctica social que no sea, de un modo
u otro, interesada? Estudiar el nacionalismo teniendo como uti-
llajes analíticos las dicotomías de lo ideal versus lo material o la
política de la identidad versus la política del interés no nos con-
duce más que a lugares comunes y estereotipos muy manidos.1

1. En efecto, la explicación del origen y fundamento del nacionalismo a par-


tir de la manipulación de las elites resulta, a mi modo de ver, bastante problemá-
tica. R. Brubaker (2000) ha señalado, a propósito de la guerra de la antigua
Yugoslavia, tres de las críticas que me parecen más pertinentes contra dicha

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Por ello, también me parece insuficiente la explicación del na-
cionalismo apelando a las pasiones que despierta, como si fuera
una fuerza atávica, premoderna e irracional fruto de la enaje-
nación y el fanatismo. En efecto, el nacionalismo no es una fuer-
za premoderna, sino todo lo contrario, es una ideología o movi-
miento que nace en la modernidad como uno de sus principales
elementos constitutivos.
De hecho, junto con el capitalismo racional y la ciencia, el
Estado-nación y el nacionalismo —como «ideología» que lo ali-
menta— son los principales pilares del mundo contemporáneo.
Y en los tres casos podemos rastrear sus raíces religiosas, al
mismo tiempo que podemos dar cuenta de su génesis si la pone-
mos en relación con el proceso de secularización. A ello se dedi-
cará la primera parte de este libro, en la que se analiza la rela-
ción entre en el advenimiento de la modernidad y el proceso de
secularización. ¿Cómo ha concebido la Crítica moderna la secu-
larización? ¿Cuál era el papel que dicha crítica reservaba a la
religión en la sociedad moderna? ¿Qué relación guarda el pro-
ceso de secularización con los pilares del mundo moderno: ca-
pitalismo, ciencia y Estado-nación? Para dar respuesta a estas
preguntas, se profundiza en la obra de los clásicos de la socio-
logía, Durkheim y Weber, ya que desde ellas tenemos una inme-

argumentación. En primer lugar, la explicación del desarrollo del nacionalismo


como una estrategia racionalmente adoptada para conseguir unos determina-
dos fines suele pasar por alto que las estrategias de los nacionalistas no tienen
en sí mismas más ventajas comparativas que otras estrategias políticas: «inver-
tir en nacionalismo en general no es más sensato que hacerlo en cualquier otro
lenguaje o posición política» (ibídem: 378). No obstante, frente a lo que sostiene
R. Brubaker, se podría objetar que la «inversión» en nacionalismo puede incre-
mentar las posibilidades de éxito de las estrategias de las elites, ya que la apela-
ción a la totalidad de la sociedad nacional, al supuesto «interés general», propi-
cia una más amplia receptividad. Son las otras dos críticas de R. Brubaker las
que me parecen más sólidas. En primer lugar, la tesis de la manipulación de las
pasiones nacionalistas por parte de las elites no explica por qué aquélla sola-
mente tiene éxito en determinados contextos. O, dicho de otro modo, se olvida
la importancia de las condiciones de posibilidad o condiciones de recepción que
hacen posible que las manipulaciones de las elites tengan éxito y sean asumidas
por las masas. La otra crítica a esta tesis la considero especialmente relevante.
Deriva de la dicotomía artificial a partir de la que se suele dar cuenta del nacio-
nalismo, distinguiendo en el análisis una política del interés y una política de la
identidad, viéndonos así obligados a elegir entre una explicación del nacionalis-
mo de corte instrumentalista y otra identitaria.

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jorable perspectiva para pensar el proceso de secularización y
la llegada de la modernidad. En el primer capítulo, veremos la
interpretación de este proceso por parte de estos autores como
fruto del lugar que ambos ocuparon en lo que, siguiendo a B. La-
tour (1993), denominaremos como Constitución moderna. Tras
ello, los capítulos segundo y tercero están dedicados a mostrar
la relación entre el proceso de secularización y la génesis de la
ciencia y el nacionalismo. Este último concluye con un aparta-
do en el que se evalúa la tesis del nacionalismo como religión de
la modernidad.
Pero continuemos indagando en las preguntas que anterior-
mente se planteaban: ¿por qué el nacionalismo no ha sido devo-
rado por la historia conforme pronosticaban algunos teóricos de
la modernidad? ¿De dónde procede su inmenso atractivo que le
hace tan perdurable? ¿Cómo explicar que en nombre de la na-
ción se llegue a matar, morir o sufrir? Como sucede con otros
fenómenos sociales, tampoco en este caso hay un consenso en-
tre los teóricos sociales a la hora de dar respuesta a estas pre-
guntas. Principalmente dos han sido las cuestiones que han sus-
citado las mayores polémicas en el ámbito de la teoría social
sobre el nacionalismo: las que tienen que ver con el origen y el
fundamento del vínculo nacional. Buena parte de la producción
teórica de las últimas décadas en este campo de estudio ha esta-
do dedicada a establecer en qué momento hizo su aparición el
nacionalismo. Frente a los teóricos que defienden que es un fru-
to de la modernidad, se sitúan los que arguyen que es un fenó-
meno social que precede a la era moderna. Junto a este debate
sobre el origen del nacionalismo, la cuestión que más interés ha
suscitado en los expertos dedicados a este objeto de estudio ha
sido la de su fundamento, sobre el cual se han ofrecido diversas
interpretaciones. Desde los que defienden que el vínculo nacio-
nal es un vínculo primordial, de carácter inefable, hasta los que
sostienen que no es más que un vínculo inventado e instrumen-
talizado, pasando por aquellos que lo definen como un vínculo
político o imaginado.
En la intersección de estos debates sobre el origen del nacio-
nalismo y el fundamento de las naciones lo que encontramos
son diferentes interpretaciones sobre estos fenómenos sociales.
Una de ellas, en la que de alguna manera u otra convergen los
principales teóricos del nacionalismo y que ha ido adquiriendo

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una gran relevancia en este campo de estudio, es la que intenta
explicar el nacionalismo como una nueva religión, la que algu-
nos consideran la religión de la modernidad. Es decir, el origen
del nacionalismo se explicaría por su carácter religioso, al mis-
mo tiempo que la permanencia e intensidad del vínculo nacio-
nal derivarían de su fundamento sagrado. Como señaló el prin-
cipal teórico y crítico del nacionalismo, E. Gellner (1995: 89), «el
problema» del nacionalismo es la propensión a la sacralización
de las naciones, las cuales atraen más sacralidad que otros obje-
tos políticos.
A analizar la relación entre el nacionalismo, la nación y lo
sagrado se dedica la segunda parte de este libro. En el capítulo
cuatro se investigan las formas de sacralización del nacionalis-
mo que desafían el proceso de secularización, es decir, aquellas
que inciden en algunos de los aspectos en los que los sociólogos
de la religión han indicado que se manifiesta la religión y/o lo
sagrado, ya sea en un nivel sustantivo (transcendencia e inmor-
talidad), funcional (vínculo comunitario) o en el modo del creer
(imaginario de continuidad). Por su parte, el capítulo cinco exa-
mina dos cuestiones que hacen de la forma nación un poderoso
productor de sacralidad, me refiero a la necesidad que tiene el
nacionalismo de sacralizar las fronteras (étnicas) que delimitan
el «nosotros nacional» y su labor de conjurar las rupturas y dis-
continuidades mediante la sacralización del espacio-tiempo de
la nación.
Como suele suceder en diversas disciplinas de las ciencias
sociales, también en el campo de la sociología de la religión y del
nacionalismo existe una gran producción teórica que no siem-
pre está sustentada por la investigación empírica. Especialmen-
te esto se constata cuando profundizamos en la tesis del nacio-
nalismo como religión de la modernidad y en el carácter sagra-
do de las naciones. En muchas ocasiones nos encontramos con
una gran cantidad de lugares comunes que han sido recibidos
de forma acrítica por los teóricos del nacionalismo sin estar su-
ficientemente respaldados por la investigación empírica. En otras
ocasiones esos lugares comunes derivan de un caso singular, que,
sin embargo, se pretende generalizable. Esto es lo que sucede
con la experiencia francesa tras la Revolución, que se ha conver-
tido en el principal referente para dar cuenta de las relaciones
entre el nacionalismo y la secularización. Sin embargo, esa ex-

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periencia no es más que un caso particular e incluso una excep-
ción cuando observamos las complejas y variadas relaciones entre
la religión y el nacionalismo. El caso francés nos remite a un
nacionalismo occidental de carácter secular, que se conformó
en una marcada oposición con la religión histórica. Por otro lado,
una de las consecuencias de la influencia del modelo francés ha
sido la de encorsetar el análisis de las complejas relaciones entre
nacionalismo, religión y secularización en un esquema estato-
céntrico que hace de las relaciones Iglesia-Estado el centro de
interés (Nevitte, 1985).
Con el fin de escapar de esas generalizaciones y lugares co-
munes que lleva consigo el modelo francés, en la tercera parte
de este libro se lleva a cabo un extenso análisis comparado en-
tre dos casos de estudio, los del País Vasco y Quebec, en los que
se han desarrollado fuertes movimientos nacionalistas propios
de las llamadas naciones sin Estado. Frente a otros nacionalis-
mos pertenecientes a otras áreas geográficas, mi interés se cen-
tra en los nacionalismos occidentales que han devenido secula-
res. Por dos motivos. En primer lugar, porque ha sido en los
países occidentales donde el proceso de secularización ha teni-
do un mayor recorrido. En segundo lugar y en consonancia con
este mayor alcance de la secularización, porque es precisamen-
te el nacionalismo occidental secular el que ha sido explicado
como una religión o un equivalente de la misma, destinada a
cubrir el vacío que aquélla origina. Por estos motivos, que bus-
can mostrar hasta qué punto el nacionalismo surge como res-
puesta al declive de la religión, mi interés más específico se
focaliza en el caso de sociedades con importantes movimientos
nacionalistas que, habiendo sido muy religiosas en el pasado,
han visto disminuir de forma muy significativa su grado de reli-
giosidad. Por todo ello, como intentaré mostrar, la comparación
entre los nacionalismos vasco y quebequense es un claro ejem-
plo de las comparaciones «sensatas» a las que se refiere G. Sar-
tori (1994: 35), que permiten mostrar las diferencias y simili-
tudes de los casos estudiados. El análisis comparado, uno de
los recursos más valiosos de los que disponen las ciencias so-
ciales para aprehender los fenómenos sociales, nos permitirá
indagar de una manera privilegiada en dos nacionalismos a
partir de los que podremos aportar nueva luz sobre las relacio-
nes entre el nacionalismo, la religión y la secularización. Qué

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duda cabe que la elección de estos dos nacionalismos pretende
además confrontar la situación del nacionalismo en el País Vasco
con la de Quebec, que de forma recurrente aparece en los deba-
tes como un referente, junto a otros como Irlanda y más recien-
temente Escocia. No obstante, el análisis comparado, crítico y
sistemático, de ambos casos a la luz de la secularización es,
según el conocimiento del que dispongo, inédito en la teoría
social del nacionalismo.
La tercera parte de esta obra es, por tanto, un análisis com-
parado de dos casos que son movilizados para estudiar empíri-
camente las relaciones entre la religión, el nacionalismo, el pro-
ceso de secularización y la sacralización de la nación. En este
sentido los casos de estudio de Quebec y el País Vasco servirán
para profundizar empíricamente en el paso de la comunidad
religiosa al culto de la comunidad nacional como consecuencia
del proceso de secularización. ¿Qué sucede con la comunidad
de culto cuando la comunidad religiosa, institucionalizada como
Iglesia, pierde influencia en la gestión simbólica de la unidad
colectiva? Los casos de estudio de Quebec y el País Vasco per-
miten indagar en la tesis de dos de los más reputados sociólo-
gos de la religión de la actualidad, G. Davie y J. Casanova, se-
gún la cual cuando la nación secular toma posesión de su fun-
ción como comunidad de culto, las Iglesias (a partir de las que
se conformaban las comunidades religiosas) tienden también a
declinar como religiones de salvación (Casanova, 2001: 427).
¿Qué sucede cuando la comunidad religiosa deja de ser el fun-
damento de la comunidad de culto?, o dicho de otro modo, ¿qué
ocurre con la «religión» cívica cuando la secularización hace
menos plausibles los códigos religiosos como sustentadores de
una identidad colectiva? En el capítulo seis veremos desde una
perspectiva comparada el paso del nacionalismo religioso tra-
dicional al «nuevo» nacionalismo secular tanto en Quebec como
en el País Vasco. Tras ello, examinaré críticamente las tesis de
la transferencia de sacralidad y del nacionalismo como religión
de sustitución que han sido utilizadas recurrentemente por los
teóricos sociales. Por último, el capítulo siete analiza, también
desde una perspectiva comparada, la sacralización de la nación
por parte de los nacionalismos vasco y quebequense, prestando
especial atención a las diferencias y similitudes con respecto a
la sacralización de la historia, el territorio y la violencia. Este

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capítulo concluye profundizando en cómo estas sacralizacio-
nes están presentes en los debates actuales sobre la autodeter-
minación, las relaciones entre ciudadanía y nacionalidad y en
la cuestión de la integración simbólica de las sociedades de
Quebec y el País Vasco.
***
Esta obra es el fruto último de una larga trayectoria de in-
vestigación en las disciplinas de la sociología de la religión y del
nacionalismo. En ella se recogen una serie de contribuciones
que aparecieron anteriormente como artículos científicos —ex-
cepto las de la tercera parte— que ahora han sido revisadas, trans-
formadas, ampliadas, retrabajadas en profundidad y adaptadas
para esta publicación. Se presentan a modo de lecciones, ya que
tienen entidad en sí mismas, y tanto cada uno de los capítulos
como cada una de las partes pueden ser leídos de forma inde-
pendiente, si bien cobran todo su valor y alcance, y por eso se
presentan ahora como un libro, cuando se leen en el marco del
programa que estructura el índice.2
Los dos primeros capítulos son versiones ampliadas de dos
artículos publicados en la Revista Internacional de Sociología (RIS)
en 2011 y 2002. Los capítulos tercero y cuarto están basados en
dos artículos que aparecieron en dos obras colectivas, En el cen-
tenario de la publicación de La ética protestante y el espíritu del
capitalismo, editado por Javier Rodríguez en 2005, y Sagrado/
Profano, editado por Josetxo Beriain e Ignacio Sánchez de la
Yncera en 2010, que fueron publicadas en la editorial Academia
del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). El capítulo cin-
co es una versión muy ampliada de un artículo que apareció en
Política y Sociedad en 2001 en el marco de un monográfico sobre
Fronteras realizado por la red de investigadores «Las astucias de
lo social» y que coordiné junto con David Casado y Elixabete
Imaz. Por lo que respecta a la tercera parte, algunos de los con-
tenidos de estos dos capítulos aparecieron en el artículo ante-
riormente citado y en otro que también fue publicado en Política

2. El hecho de que las lecciones o capítulos tengan entidad propia (excepto


los de la tercera parte que se recomienda leer como un todo) repercute en la
presencia de algunas redundancias a lo largo del libro. Espero que los lectores
que lean esta obra en su conjunto sean indulgentes a este respecto.

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y Sociedad en el marco de un monográfico de Sociología compa-
rativa, coordinado por Javier Noya en 2001.3
Quiero agradecer a Josexto Beriain su interés y ánimos du-
rante el proceso de publicación. También quiero mostrar mi más
profundo agradecimiento a dos de los que fueron mis profesores
durante mi periodo de formación universitaria y que estuvieron
en la génesis de esta obra. A Rafael Díaz-Salazar, que despertó
en mí el interés por la sociología de la religión, y a Ramón Ra-
mos, con el que me inicié en la lectura apasionada de los clási-
cos y que se avino a dirigir la tesis doctoral que está en el origen
de este libro.
En especial en este momento quiero agradecer a Alfonso
Pérez-Agote su amistad y generosidad durante estos últimos años
en los que he tenido la suerte y el placer de trabajar junto a él en
diversos proyectos en el ámbito de la sociología de la religión.
Gracias a ello este libro ha podido ver la luz.4

3. Las referencias completas de estos artículos se encuentran en el aparta-


do final de bibliografía.
4. Particularmente en este caso me refiero al proyecto CSO2010-16148
«Las consecuencias sociales de la nueva pluralidad religiosa en países europeos
de histórica mayoría católica (Bélgica, España, Francia, Italia, Portugal)», del
Ministerio de Economía y Competitividad, proyecto que desarrollamos en el
seno del Groupe Européen de Recherche Interdisciplinaire sur le Changement
Religieux (GERICR).

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PARTE I
EL ADVENIMIENTO DE LA MODERNIDAD
Y EL PROCESO DE SECULARIZACIÓN

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CAPÍTULO 1
LA CRÍTICA MODERNA ANTE
LA SECULARIZACIÓN. LA PERSPECTIVA
PRIVILEGIADA DE LOS CLÁSICOS

1. Introducción

La llegada de la modernidad supuso una convulsión para las


sociedades occidentales, las cuales demandaban respuestas para
explicar el cambio que experimentaban con respecto al mundo
tradicional. Fue este contexto el que sirvió de espoleta para el
nacimiento de la sociología, la cual ofrecía interpretaciones so-
bre los nuevos protagonistas del nuevo mundo: el desarrollo de
la división del trabajo, el enfrentamiento entre el capital y el tra-
bajo, el proceso de racionalización, etc. Entre estos nuevos pro-
cesos también se encontraba la secularización, que era conco-
mitante con el desarrollo de la modernización. ¿Cómo explicar
dicho proceso? ¿Cuál era el lugar que le correspondería a la reli-
gión en el nuevo contexto de modernidad? Sin duda fueron We-
ber y Durkheim los que ofrecieron las interpretaciones de más
largo alcance a este respecto, dando lugar a los dos paradigmas
que se disputan la hegemonía en el campo de la sociología de la
religión. Sus obras son una clara muestra del modo en el que
la Crítica moderna se ha situado frente a la modernidad y la se-
cularización. En efecto, sus teorías son el fruto del lugar que
ambos autores ocupan en lo que, siguiendo a B. Latour (1993),
podemos denominar como Constitución moderna. A lo largo de
estas páginas, nos situaremos, por tanto, en un nivel metateóri-
co, desde el que podemos observar la obra de estos clásicos for-
mando parte del despliegue de los recursos propios de la Crítica
moderna. Tanto Durkheim como Weber son autores modernos,
pero su interpretación de la modernidad es sustancialmente di-
ferente. En efecto, los dos participan de lo moderno si por este

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adjetivo se entiende «una ruptura del regular transcurso del tiem-
po, y, a la vez, un combate en el que hay vencedores y vencidos»
(Latour, 1993: 24). Esta distinción entre lo tradicional y lo moder-
no ha sido la que ha conformado la obra de todos los clásicos de
la sociología, no sólo la de Durkheim y Weber, sino también la
de Tönnies, Marx, etc. (Lamo de Espinosa, 1996: 73). Pero, más
allá de este punto en común, en sus trabajos encontramos una
gran diversidad interpretativa, como lo muestra el caso que
me ocupa. Se puede señalar que mientras Weber se lamenta por
la victoria abrumadora de los modernos, Durkheim relativiza
esa victoria al situar en planos no del todo diferentes a vencedo-
res y vencidos. Estas interpretaciones se reflejan en el modo en
que ambos se sirven de los recursos modernos y en el instrumen-
tal que utilizan, que, como veremos, determinan su concepción
de la secularización y sus análisis sobre lugar que ocupa la reli-
gión en la modernidad.

2. La obra de Weber: la demarcación de lo tradicional


y lo moderno

Hablar de modernidad es hablar de Weber. Nadie como él


interpretó con tanta profundidad los procesos que la caracteri-
zan y hacen extraña a las sociedades tradicionales. De entre to-
dos los clásicos de la sociología, fue el que construyó el entrama-
do teórico más poderoso que fijaba la línea de demarcación en-
tre lo tradicional y lo moderno. A su entender, esa línea divisoria
era absolutamente nítida y marcaba una ruptura entre un mun-
do vencido y otro que había resultado vencedor. En efecto, el
mundo tradicional, sacralizado, legitimado e integrado gracias
a las éticas de las religiones universales, había sido sustituido
por un mundo moderno desencantado, racionalizado, deslegiti-
mado y escindido en diferentes esferas de valor. Profundamente
convencido de la diferencia que separa ambos mundos, Weber
construyó una ingente obra no sólo para mostrar los rasgos que
distinguen lo tradicional de lo moderno, sino también con el fin
de explicar de qué manera fue posible el cambio social que llevó
de lo uno a lo otro. Para ello dotó a sus escritos de una increíble
riqueza discursiva, combinando de forma inusual todos los re-
cursos de los que disponen las ciencias sociales: comparación,

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análisis y narración.1 Todo ese despliegue tenía por objetivo
mostrar comparativamente el desarrollo experimentado por las
grandes civilizaciones con el fin de hacer explícito aquello que
posibilitó el acontecer específico de la sociedad occidental, ca-
racterizada por una serie de atributos que no habían aparecido
en otro tiempo o lugar. Lejos de explicar ese acontecer a partir
de un evolucionismo estrecho que diera cuenta de él como fruto
de alguna característica intrínseca, Weber se sumergió en un
inmenso trabajo de sociología histórico-comparada con el obje-
tivo de mostrar «¿qué serie de circunstancias han determinado
que precisamente sólo en Occidente hayan nacido ciertos fenó-
menos culturales?» (Weber, 1991: 5).

2.1. Lo histórico como recurso privilegiado para la explicación


del cambio social

En la obra weberiana lo histórico adquiere un estatuto privi-


legiado como terreno en el que encontrar la explicación del cam-
bio social que conduce de lo tradicional a lo moderno. De este
modo, el cambio radical, la novedad histórica que supone la
modernidad se hace comprensible a partir de las categorías de
las que Weber se sirve para informar su teoría formal de lo histó-
rico (Rodríguez, 1995). Dos categorías resultan enormemente
relevantes para tal fin: las afinidades electivas y el principio de
heterogonía o heteronomía de los fines. Con la primera, las afini-
dades electivas, Weber nos sitúa ante una forma de concebir el
cambio social que poco tiene que ver con los modelos de la física
social y del organicismo evolucionista propios de la sociología
decimonónica. El cambio social no es explicado como conse-
cuencia del desarrollo endógeno de una entidad, sino a partir de
una concepción química de lo social. Con ella, Weber muestra el
acontecer histórico a partir de una lógica combinatoria que atien-
de a la relación que pueden contraer dos o más elementos cuan-
do coyunturalmente entran en contacto. Entre ellos puede ha-
1. Un tratamiento exhaustivo para ver cómo Weber articula las aproxima-
ciones narrativas, comparativas y analíticas puede encontrarse en Ramos (2001).
En este artículo se muestra de qué manera el texto weberiano de La ciudad, a
pesar de su extremada oscuridad, se hace inteligible cuando se toman en consi-
deración estas tres aproximaciones y la forma en que se combinan.

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ber una relación de afinidad y atracción o de rechazo y repul-
sión. Con la primera posibilidad ambos elementos se atraen y,
como consecuencia, se da lugar a una novedad histórica. Por el
contrario, cuando dos elementos se repelen se impide la posibi-
lidad de un nuevo desarrollo histórico (González García, 1992:
49-85; Rodríguez, 1995: 58-62).
El principio de heterogonía de lo fines es la otra categoría cen-
tral de lo histórico que informa la teoría weberiana del cambio
social. Con ella se da cuenta de éste a partir de las consecuencias
no previstas de la acción y es por ello la categoría que mejor
muestra la concepción contingente que Weber tiene de la histo-
ria (Rodríguez, 1995: 62).2 No obstante, lo que caracteriza el plan-
teamiento weberiano no es tanto la utilización de dicho princi-
pio, sino su versión negativa y pesimista. Es decir, no sólo se
refiere a las consecuencias no previstas de la acción, sino que
además se añade que éstas son consecuencias no queridas. Efec-
tivamente, frente a la versión optimista del modelo liberal e
ilustrado —que está presente en B. Mandeville con su fórmula
«vicios privados, virtudes públicas», en A. Smith con su «mano
invisible» y en Kant con su principio de la «insociable sociabili-
dad»— con Weber el principio de heteronomía de los fines es re-
habilitado en su versión negativa, que se refleja en una visión
pesimista y trágica de la historia (Stark, 1971).
Ambas categorías son fundamentales para entender la con-
cepción weberiana del cambio social. Gracias a ellas, Weber ex-
plica la novedad histórica, ya sea en términos de combinación
entre elementos que al unirse dan lugar a algo nuevo, o bien en
términos de las consecuencias no previstas de la acción. Es así
como nos informa de los dos procesos de cambio social que defi-
nen la modernidad: la racionalización y la diferenciación. Ambos
son el resultado de una serie de afinidades electivas entre elemen-
tos heterogéneos que dieron lugar a determinados individuos his-
tóricos, que, como fruto de las consecuencias no queridas de la
acción, produjeron una determinada configuración histórica.

2. J. Rodríguez cita el siguiente pasaje de El político y el científico para mos-


trar que para Weber las consecuencias no previstas son una constante en el
acontecer histórico: «Es una tremenda verdad y un hecho básico de la Historia
[...] el que frecuentemente o, mejor, generalmente, el resultado final de la ac-
ción política guarda una relación absolutamente inadecuada, y frecuentemente
incluso paradójica, con su sentido originario» (Weber, 1988: 156).

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A estas categorías hay que añadir las de carisma y racionali-
zación, las dos fuerzas que actúan, según Weber, como motores
de la historia. W. J. Mommsen ha sido el autor que más ha inci-
dido en la centralidad que estas dos categorías tienen en la obra
weberiana, señalando que su concepción de la historia se funda-
menta en «la “cambiante lucha entre disciplinamiento y caris-
ma individual”, entre el individuo orientado por valores “fuera
de lo cotidiano” y, en esta medida, guiado internamente, y los
poderes de la racionalización y la reglamentación que actúan en
las cosas del mundo» (Mommsen, 1981: 149).
Es en sus escritos de sociología de la religión donde se obser-
va de forma privilegiada de qué manera operan las categorías
desde las que Weber construye su teoría de lo histórico. Estos
escritos se constituyen como el núcleo duro para entender en
toda su profundidad los procesos de cambio de la racionaliza-
ción y de la diferenciación que tienen lugar en Occidente. En
ellos Weber se muestra especialmente interesado por dos indivi-
duos históricos —la antigua profecía ética y el protestantismo
ascético— que son lugar de paso obligado para mostrar su con-
cepción del cambio social, pues, entre otros procesos, hicieron
plausible la «cuarta garantía» de la Constitución moderna.

2.2. Los responsables de la «cuarta garantía»


de la «Constitución moderna»

Para Weber, la relevancia moderna de la antigua profecía éti-


ca radica en que con ella comenzó el proceso de desencanta-
miento del mundo en Occidente. De esta manera, establecía una
primera línea de demarcación en el tiempo mediante la que dife-
renciaba a las sociedades antiguas caracterizadas por la magia y
las sociedades tradicionales caracterizadas por la ética religiosa.
Esta última fue la que puso en marcha el proceso de racionaliza-
ción de la conducta ético-práctica al proscribir la magia sacra-
mental como forma de relación con los poderes sobrenaturales
y prescribir la sistematización de las acciones en un modo de
vida acorde con el sentido que rige el cosmos. De este modo, el
triunfo de la profecía ética puso las bases de la «cuarta garantía»
de la Constitución moderna, al hacer que Dios estuviera presente
en la vida social a través de toda una serie de prescripciones.

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Posteriormente el protestantismo ascético hizo posible la nove-
dad histórica que dio lugar a la concepción de un Dios que, es-
tando presente en la conciencia de los individuos, sin embargo,
permanecía ausente, ya que no interfería en el desarrollo de las
esferas económica y científica.
Con respecto a la profecía antigua, Weber nos presenta su
triunfo sobre las fuerzas mágicas tradicionalistas y el oficio sa-
cerdotal como fruto de su carisma personal. En la teorización
weberiana, el carisma es una fuerza extraordinaria y revolucio-
naria, cuya irrupción en la historia no puede explicarse en fun-
ción de la situación externa de interés, pues responde a una cues-
tión de fe y reconocimiento social que, en buena medida, son
arbitrarios. No obstante, ese reconocimiento puede encontrar
sus condiciones de posibilidad en la afinidad electiva que pueda
haber entre el mensaje profético y el modo de vida del estrato
religioso que más haya influido en una determinada religión. De
hecho, el mensaje profético triunfó allí donde surgió un esta-
mento pequeño-burgués, que, debido a sus condiciones mate-
riales de existencia, desarrolló una actitud religiosa caracteriza-
da por un sentido ético del mundo que era afín a la doctrina del
profeta.3 Weber mostraba así la afinidad electiva entre el estrato
de la pequeña burguesía y un determinado tipo de actitud reli-
giosa, vinculando de esta manera el desarrollo urbano con el
auge de esa religiosidad. De esta forma, explicaba la diferencia
entre la religiosidad en Occidente y en China. En esta última, la
ausencia de una profecía socialmente poderosa no permitió la
ruptura con las tradicionales comunidades naturales de sangre,
imposibilitando así el desarrollo de una ética fraternal y el esta-
blecimiento de una religiosidad congregacional. La persistencia
de los vínculos de consanguinidad y los tabúes de relación frena-
ron el desarrollo de las ciudades, haciendo de esta manera im-
posible la conformación de los estratos burgueses.
Weber explica el éxito de la profecía antigua y el consiguien-
te salto cualitativo de la magia a la ética religiosa no como con-
secuencia de una necesidad evolutiva, sino como un resultado
histórico y contingente que responde a una lógica contextual y a

3. Según Weber, «la pequeña burguesía tiende [...] de un modo relativamen-


te intenso y en razón de su vida económica, a una religiosidad ética, racional,
allí donde se dan las condiciones para su aparición» (Weber, 1944: 387).

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una lógica combinatoria. No hay, por tanto, una determinación
teleológica que conduzca inexorablemente a la victoria del pro-
feta. Por el contrario, ese éxito es fruto de la contingencia, ya
que depende, entre otras cosas, de la correlación de fuerzas en-
tre los agentes que integran el campo religioso: profeta, magos,
sacerdotes y los laicos a los que se dirige el mensaje religioso.4 Si
el profeta logra «imponerse», la religiosidad que se establece es
de carácter congregacional. Al ganar reconocimiento social, aquél
se rodea de una congregación hasta el punto de que el carisma
individual va perdiendo terreno en beneficio de la religiosidad
institucional. El mensaje profético deviene, por tanto, extraño a
su motivación originaria. Este proceso de rutinización o cotidia-
nización del carisma se produce como consecuencia del propio
carácter novedoso de la profecía, pues lo nuevo y extraordinario
sólo puede sobrevivir si se apoya en lo establecido o institucio-
nal. Por eso, desde su status nascendi el carisma profético está
condenado a un destino trágico. De ahí procede la caracteriza-
ción de F. Jameson del profeta como un mediador evanescente.
Hizo posible el salto cualitativo de la magia a la religión de sal-
vación, gracias a que en él se encarnaban dos lógicas sociales
enfrentadas (la del mago y la del sacerdote). Pero, una vez que
cumplió su papel, su destino fue desaparecer y dar lugar, como
consecuencia no querida, a algo que poco tenía que ver con sus
intenciones originarias. El profeta aparece en la historia de for-
ma fugaz, cumple su misión histórica y desaparece a manos de
la racionalización institucional (Jameson, 1974).
En la teorización weberiana la figura del profeta es un ele-
mento central a partir del que se muestra de forma comparada
el desarrollo de las distintas religiones históricas. Así, el confu-
cianismo, al haber carecido históricamente de una profecía po-
derosa, se nos muestra como una religión de adaptación al mun-
do. Es también la profecía la que marca, en última instancia, la
diferencia entre la religiosidad de Occidente y la religiosidad de
la India. En este caso, Weber compara los tipos ideales de los
profetas éticos o emisarios con los profetas ejemplares. Mien-
tras que los primeros revelan un mensaje divino, los segundos

4. La lectura de la obra de Weber que atiende a la estructura de las relacio-


nes objetivas entre las posiciones que los agentes ocupan en el campo religio-
so ha sido propuesta por P. Bourdieu (2000).

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no tienen ningún encargo que implique deber moral de obedien-
cia. Su único objetivo es señalar, gracias a su ejemplo personal,
el camino de la salvación. Ambos tipos de profecía tienen una
afinidad electiva con un determinado tipo de divinidad, pues
mientras la profecía ejemplar tiene una fuerte afinidad electiva
con el cosmocentrismo propio de la religiosidad oriental, la pro-
fecía emisaria la tiene con el teocentrismo propio de Occidente.
La profecía ética supone, por tanto, una novedad histórica y
un punto de inflexión que condiciona el desarrollo del mundo
occidental en comparación con el mundo asiático, caracteriza-
do por la falta de profecía (China) o por la presencia de una
profecía de carácter ejemplar (India). Tanto esta última como la
religión occidental se diferencian de la religión de China por
ser religiones de salvación. Ahora bien, la diferencia entre am-
bas es crucial: «la diferencia histórica decisiva entre la religiosi-
dad de salvación predominantemente oriental y asiática y la re-
ligiosidad de salvación occidental consiste en que la primera des-
emboca esencialmente en la contemplación y la última en el
ascetismo» (Weber, 1944: 435).
Esta bifurcación es fundamental para entender el desarrollo
del proceso de racionalización en Occidente que culminó con la
aparición del capitalismo moderno. De nuevo Weber se sirve del
análisis comparado para mostrar cuál de las tradiciones religio-
sas occidentales tuvo un estatuto privilegiado a la hora de coadyu-
var al desarrollo de esa novedad histórica que es el moderno
capitalismo racional. De este modo, comparó el antiguo cristia-
nismo, el catolicismo, el luteranismo, el judaísmo y el protestan-
tismo ascético para ver «si han existido, y en qué puntos, afinida-
des electivas entre ciertas modalidades de la fe religiosa y la ética
profesional» (Weber, 1991: 107). Como sabemos, Weber estudió
esa relación atendiendo al grado de racionalización ético-prácti-
ca de la conducta que exigía cada religión para conseguir los
bienes de salvación. Veámoslo brevemente.
Tanto el cristianismo antiguo como el catolicismo hacían de
la salvación un fin que sólo se podía conseguir con la ayuda de
poderes externos. En un caso con la llegada del salvador, y en el
otro por medio del sacramento y de la gracia institucional. Nin-
guna de estas modalidades de fe religiosa propiciaba la sistema-
tización de un modo de vida racional volcado en la profesión.
En el primer caso, porque el individuo no podía hacer nada para

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alcanzar su salvación, salvo «sentir» que el reino de Dios estaba
por llegar. En el caso del catolicismo, porque la mediación ecle-
sial que dispensa el perdón del pecado impide la sistematización
de la vida a partir de un modo metódico racional que proporcio-
nase un habitus total de la personalidad.
Con respecto al catolicismo medieval, el luteranismo supo-
ne un cambio fundamental en dos aspectos. Por un lado, la des-
valorización de la gracia sacramental y confesional del sacerdo-
te, que es sustituida por una relación personal con Dios funda-
mentada en la fe. Por otro lado, el protestantismo luterano
introduce la valoración religiosa del trabajo profesional en el
mundo. No obstante, esta modalidad de religiosidad fideísta que
apelaba al «sentir» no contribuyó a la creación de rasgos antitra-
dicionalistas en la conducta y, por tanto, no pudo dar el impulso
necesario para el desarrollo de una actividad racional moderna.
En lo que se refiere al protestantismo ascético, Weber mos-
tró que uno de los elementos que le dotaban de un enorme po-
der racionalizador era la falta de aquello que precisamente carac-
terizaba al catolicismo, la posibilidad de alcanzar la salvación a
través de la gracia mágica sacramental que era suministrada
por la institución confesional. En ello coincidían el protestan-
tismo ascético y el judaísmo antiguo. Weber se interesó por éste
último porque en él encontró las raíces de la ética religiosa que
puso en marcha el proceso de desmagificación en Occidente.
En términos de una reconstrucción narrativa de dicho proceso,
el judaísmo antiguo tenía una enorme importancia histórica,
que se explica por el protagonismo que en él tuvo la profecía,
que, como hemos visto, se caracterizaba por el rechazo de la
magia y por la búsqueda de una relación ética del individuo con
el mundo. Sin embargo, a pesar de que en el judaísmo se encon-
traban las raíces del racionalismo económico, lo cierto es que
nunca propició el desarrollo de una actitud económica moder-
na. Faltó en él lo específico del capitalismo moderno: la organi-
zación racional-capitalista del trabajo formalmente libre. La ra-
zón habría que buscarla en el carácter del pueblo judío como
pueblo paria que proclama una doble moral económica, y espe-
cialmente en el modo en el que esta religión resuelve el proble-
ma de la salvación. En ella faltaba precisamente el rasgo que
caracteriza al ascetismo intramundano: la relación unitaria con
el «mundo» basada en la certitudo salutis.

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El protestantismo ascético fue la única fe religiosa que tuvo
una afinidad electiva con el modo de vida burgués. Weber se inte-
resó especialmente en el calvinismo por ser la religión que ha
dado la solución racional más coherente al problema de la teodi-
cea por medio de su idea de la predestinación. Según ésta, la
salvación era un don que Dios distribuía a su voluntad. Es decir,
no dependía, como con el luteranismo y el catolicismo, ni de las
obras del creyente, ni de su fe, ni de la mediación de la Iglesia. El
individuo se encontraba solo ante la incertidumbre de la salva-
ción sin la posibilidad de acudir a técnicas mágicas, lo cual le
provocaba una profunda angustia existencial. ¿Cómo podía sa-
ber que él era uno de los elegidos?, ¿qué señales podía encontrar
de esta elección? El trabajo profesional incesante era el único
modo de ahuyentar la duda religiosa y de estar seguro de alber-
gar el estado de gracia. Puesto que el mundo había sido creado
ad maiorem Dei gloriam, el éxito profesional era la mejor prueba
de que el individuo era un instrumento de Dios en el mundo. No
se exigía la realización de buenas obras, sino una santidad en el
obrar elevada a sistema.
Lo que aquí quiero retener es la novedad histórica que, según
Weber, supone el protestantismo ascético, cuya aparición permite
trazar la nueva línea de demarcación que separa el irreversible
tránsito de lo tradicional a lo moderno. Aquél posibilitaba lo que
no encontramos en ninguna otra fe religiosa: la organización ra-
cional-capitalista del trabajo formalmente libre. Al volcarse cie-
gamente en ésta, el buen protestante estaba dando lugar a un mun-
do que poco tenía que ver con las motivaciones originarias que le
empujaron a desarrollar esa actividad racional. Dio lugar, como
consecuencia no querida, al orden económico moderno que soca-
vaba el espíritu religioso que le impulsó.5 F. Jameson (1974) ha

5. Hay que citar, una vez más, aquellas memorables últimas páginas de La
ética protestante y el espíritu del capitalismo: «desde el momento en que el
ascetismo abandonó las celdas monásticas para instalarse en la vida profesio-
nal y dominar la moralidad mundana, contribuyó en lo que pudo a construir
el grandioso cosmos del orden económico moderno [...] A juicio de Baxter, la
preocupación por la riqueza no debía pesar sobre los hombros de sus santos
más que como “un manto sutil que en cualquier momento se puede arrojar al
suelo”. Pero la fatalidad hizo que el manto se trocase en férreo estuche [...] El
estuche ha quedado vacío de espíritu, quién sabe si definitivamente. En todo
caso, el capitalismo victorioso no necesita ya de este apoyo religioso, puesto
que descansa en fundamentos mecánicos» (Weber, 1991: 258-259).

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aplicado, también en este caso, la figura del mediador evanescen-
te para definir al protestantismo calvinista, que hizo posible el
paso de un mundo tradicional a un mundo moderno. La racio-
nalización desacralizó un mundo que pasaría a ser extraño a
aquellos que lo habían racionalizado. De nuevo Weber daba cuen-
ta de este otro gran salto histórico a partir de una versión trágica
del modelo de la heterogonía de los fines (Stark, 1971). El ascetis-
mo intramundano actuaba como un mediador paradójico que
«quería hacer el bien y siempre hacía el mal». Con esta fórmula
Weber invertía la célebre frase de Mefistófeles en el Fausto de
Goethe para proclamar su particular interpretación sobre las
relaciones entre el bien y el mal (González García, 1992: 166).
Weber vio en el protestantismo ascético a la tradición reli-
giosa que llevaba consigo el germen de la modernidad, una re-
ligión que no sólo no proscribía, sino que alentaba la actividad
económica y científica. De este modo, nos mostraba al protago-
nista que hizo posible la «cuarta garantía» de la Constitución
moderna, la que proporcionaba un Dios que quedaba suprimido
al mismo tiempo que permanecía presente. En efecto, un Dios
que estaba presente en el fuero interno de los protestantes, pero
que, por primera vez en la historia, permanecía ausente, ya que
no interfería en las actividades económica y científica. Dios ya
«no molestaba para nada el desarrollo de los modernos, al mis-
mo tiempo que permanecía eficaz y consolador sólo en el espíri-
tu de los hombres» (Latour, 1993: 58).
La apuesta de Weber por una sociología histórico-compa-
rativa y su utilización de los recursos narrativos, comparativos
y analíticos con el fin de mostrar el acontecer específico de Oc-
cidente, se debían a su interés por explicar la profunda e insal-
vable diferencia que separa a la sociedad moderna occidental
del resto de sociedades. Esto es también lo que explica el lugar
subordinado que en su obra tienen las sociedades que por aque-
lla época estudiaban los antropólogos. Así también lo ha visto
M. Douglas al comparar la obra de los dos clásicos: «¿Cómo
podrían hacer al caso todas esas pequeñas tribus exóticas que
tanto intrigaban a Durkheim y a Mauss? [...] (Weber) estaba
completamente convencido de que existe una profunda divi-
sión que separa nuestra experiencia de la sociedad de aquellos
que sólo existen en el registro etnográfico de los exploradores,
los misioneros y los antropólogos» (Douglas, 1996: 141). Esta

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autora examina la disculpa de Weber en la introducción a La
ética protestante y el espíritu del capitalismo por haber omitido
en su investigación a la etnografía, acusándole de que esa omi-
sión responde a la perspectiva moderna de su obra. Esta acusa-
ción es parcialmente acertada. En su contra hay que señalar
que Weber sí atendió a esas sociedades «primitivas», tal y como
puede constatarse en los primeros parágrafos del capítulo que
dedicó a la Sociología de la religión en Economía y Sociedad.6
Pero es cierto que su aproximación a la etnografía tenía como
único objetivo mostrar aquello que separa a las sociedades que
cuentan con una religiosidad de tipo mágico de las que se cons-
tituyen sobre las éticas y metafísicas racionales de las religio-
nes universales.7

6. Efectivamente, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo We-


ber se lamentaba por no haber utilizado la etnografía, pero, haciendo pro-
pósito de enmienda, esperaba resolver esa deficiencia con un trabajo siste-
mático sobre las religiones, tal y como hizo en Economía y Sociedad. Así
argumentaba su omisión: «Necesitamos justificar ahora por qué no hemos
utilizado la investigación etnográfica, como parecía ineludible dado el ac-
tual estado de la misma [...] Pero la capacidad humana de trabajo tiene sus
límites [...] Confesemos, pues, e insistimos en ello, que nuestro trabajo pre-
senta aquí una laguna, contra la que el etnógrafo reclamará con plena ra-
zón. En algún trabajo sistemático sobre sociología de las religiones espero
poder compensar en parte esta laguna; pero, de intentarlo aquí, hubiera
sobrecargado con mucho el espacio de que dispongo para este trabajo, de
fines mucho más modestos» (Weber, 1991: 20-21).
7. Weber estaba especialmente interesado en las transformaciones de la
religión que se reflejaban en la relación que se establecía entre el orden
humano y el orden transcendente. La más importante de todas ellas deriva-
ba del gran cambio «axial» que había permeado todas las grandes civiliza-
ciones en torno al siglo VI antes de Cristo y que introducía una variante
anteriormente desconocida. Por primera vez en la historia de la humanidad,
la religión prescribía la renuncia y negación del mundo. El objetivo de We-
ber era mostrar la relación entre el individuo y el orden transcendente antes,
durante y después de ese período, y dar cuenta de cuáles habían sido los
procesos de cambio que habían hecho posible la aparición y desvanecimien-
to de esa época axial. Atendiendo a las categorías de preaxial, axial y post-
axial puede verse el artículo de J. Beriain (1999), en el que desde una pers-
pectiva weberiana se muestra el diferente modo de administrar la contin-
gencia en dichos períodos históricos.

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3. La obra de Durkheim como despliegue de los recursos
de la «Constitución moderna»

En el caso de Durkheim, por el contrario, el material etno-


gráfico ocupa un lugar central en su obra. Al igual que sucede
con Weber, su teoría del cambio social y las herramientas de las
que se sirve para llevar a cabo su teorización están determina-
das por el lugar que ocupó en la Constitución moderna. Podemos
decir que con Durkheim las ciencias sociales accedieron al gran
reparto de la Crítica moderna, utilizando todos los recursos de
los que ésta disponía: transcendencia e inmanencia de la natura-
leza, de la sociedad y de Dios (Latour, 1993: 52-63). Esto se ob-
serva claramente al hacer explícitos los objetivos modernos que
Durkheim buscaba con cada una de sus grandes obras y que le
hacían privilegiar diferentes registros discursivos. La combina-
ción de todos esos recursos nos permite explicar el estatuto su-
bordinado que en su obra tiene lo histórico, lo cual limita seria-
mente su teorización del cambio social. Es ella la que también
nos puede ayudar a explicar la transformación de los esquemas
con los que pensaba el cambio social.8
En su primer gran trabajo, De la división del trabajo social,
Durkheim (1987) da cuenta del cambio social con un esquema
que, siguiendo a R. Ramos (1999: 108), llamaremos moderniza-
dor. Y así lo es porque con dicho esquema se marca la línea que
separa las sociedades tradicionales de las sociedades modernas,
dando cuenta del proceso de diferenciación social que trae con-
sigo la modernidad. Las primeras se caracterizan por la solida-
ridad mecánica, mientras que las segundas lo hacen por la so-
lidaridad orgánica. Durkheim parte de un esquema moderno
que distingue lo tradicional de lo moderno, y del que participa,
con distintas modalidades, toda la ciencia social clásica, como
hemos tenido oportunidad de ver con Weber. Con ese esquema
Durkheim se nos muestra como un pensador moderno, ya que
designa la ruptura entre el pasado y el presente, al mismo tiem-
po que muestra la victoria de lo moderno sobre lo tradicional, en
este caso de las sociedades de solidaridad orgánica sobre las so-
ciedades de solidaridad mecánica. No obstante, Durkheim asis-
tió al momento de transición entre ambas sociedades, que fue

8. Una exposición de estos esquemas puede verse en R. Ramos (1999: 108).

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tematizado como un momento de crisis que traía consigo pro-
blemas de regulación social. Ante ello afirmó que, una vez que la
moderna solidaridad orgánica se hubiese desarrollado plenamen-
te, la crisis desaparecería. Esta opinión, sin embargo, fue mati-
zada a lo largo de su obra. En efecto, como veremos más adelan-
te, su planteamiento sobre la victoria absoluta de la moderna
solidaridad orgánica variará sustancialmente; y con él también
se modificarán los esquemas sobre el cambio social a los que
llegó partiendo de nuevos registros anteriormente no explora-
dos, como la etnografía.

3.1. De la estadística a la etnografía: de la naturalización


a la sociologización

Es en El Suicidio y en Las formas elementales de la vida reli-


giosa donde Durkheim concreta su proyecto moderno al utilizar
alternativamente los recursos de la naturalización y la sociolo-
gización de la Constitución moderna. En El Suicidio denunció
la creencia de que los individuos son libres cuando deciden
suicidarse. No habría, según este planteamiento, ningún poder
externo a ellos que les empujase a cometer dicho acto, de ahí
que sólo se pudiese explicar en términos psicológicos. Durkheim
(1985) logra desmontar esa creencia gracias a su alianza con el
proceder de las ciencias naturales. Los resultados irrebatibles
de las ciencias mostrarán que los individuos que se suicidan no
lo hacen libremente, sino constreñidos por la sociedad: «lo que
expresan esos datos estadísticos es que la tendencia al suicidio
de cada sociedad está colectivamente afectada». Una vez «con-
quistado» el hecho social, la estadística tendrá un papel fun-
damental para el propósito de Durkheim, ya que será el ins-
trumento del que se sirva para mostrar la regularidad de una
parte de los hechos naturales, los sociales. Como bien ha visto
J. Callejo, el análisis estadístico es un rasgo que refleja la apuesta
moderna de El Suicidio, pues por medio de él Durkheim consi-
gue purificar y objetivar el hecho social. El suicidio no puede
explicarse como resultado de la voluntad de los individuos, sino
como consecuencia de unas leyes que les transcienden. El inte-
rés de Durkheim no será meramente teórico, ya que intentará
mostrar esos fenómenos patológicos con el fin de actuar sobre

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ellos y poder así corregirlos. De este modo, la sociedad se nos
presenta alternativamente como transcendente e inmanente
(Callejo, 1998: 91).
Es al trazar una línea de continuidad con Las formas elemen-
tales de la vida religiosa cuando más claro resulta ese despliegue
de recursos modernos que Durkheim utiliza en su obra. A mi
entender, si bien El Suicidio constituye la obra fundacional de la
moderna sociología, es en Las formas elementales de la vida reli-
giosa donde ésta despliega todo su potencial crítico. En ella el
recurso privilegiado es la sociologización. ¿Cómo explicar este
cambio? Durkheim sabía que para legitimar epistemológicamen-
te a la sociología, ésta debía alejarse de la antigua filosofía social
e integrarse en el conjunto de las ciencias positivas, demostran-
do para ello que los hechos sociales son parte del continuo de la
naturaleza. Éstos transcienden la voluntad de los individuos y
están sujetos a sus propias leyes, a las que sólo la sociología pue-
de acceder. Pero, una vez que concluyó con éxito ese propósito,
su interés se desplazó para abordar lo que ya estaba presente en
El Suicidio, el problema del malestar social y sus soluciones. No
se tratará ya de demostrar el carácter transcendente del hecho
social, sino de mostrar que la sociedad es todopoderosa y que en
sus propias determinaciones estructurales se encuentran las so-
luciones a su crisis coyuntural. Este desplazamiento es el que
explica el cambio de las herramientas que Durkheim utiliza para
apoyar su sociología, ya que si en El Suicidio la estadística es la
protagonista de la argumentación, en Las formas elementales de
la vida religiosa es el material proporcionado por la etnografía el
que tiene un estatuto privilegiado. La utilización de esta herra-
mienta le proporcionará a Durkheim el aval transhistórico y trans-
cultural para mostrar que la sociedad es todopoderosa, ya que es
ella la que crea los dioses a los que rinde culto.
Es ahora cuando podemos entender la importancia crecien-
te que, en relación con el esquema modernizador protagonista
de De la división del trabajo social, van adquiriendo los nuevos
esquemas con los que Durkheim piensa el cambio social. A me-
dida que se iba desarrollando la obra durkheimiana iba perdien-
do peso el argumento que aseguraba que conforme la solidari-
dad orgánica se fuera consolidando la crisis desaparecería. El
sistema de solidaridad social propio de la modernidad no re-
suelve por sí mismo los problemas de desintegración social. Es

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necesario algo más y El Suicidio es una constatación empírica
de ello. En efecto, según el planteamiento de Durkheim, los pro-
blemas de integración social se reflejan en una alta tasa de suici-
dios, los cuales no son algo arbitrario o fruto de la voluntad indi-
vidual, sino consecuencia de la vida social, si bien en ésta hay
que distinguir lo normal de lo patológico. Los fenómenos nor-
males están inscritos en unas leyes que nos transcienden y sobre
las que no se puede intervenir. Por el contrario, los fenómenos
patológicos son inmanentes, están sujetos a cambio, y, por tan-
to, es posible intervenir sobre ellos (Callejo, 1998: 92). Con este
planteamiento Durkheim buscaba mostrar las determinaciones
estructurales de la vida social, para así poder intervenir sobre las
patologías sociales de carácter coyuntural. Éste es, en buena
medida, el objetivo de Las formas elementales de la vida religiosa,
libro con el que pretendía tomar distancia con la modernidad
para analizarla a la luz de lo no moderno.

3.2. La radicalización de la «cuarta garantía»


de la «Constitución moderna»

Rompiendo la línea que marca la separación entre lo moder-


no y lo no moderno, Durkheim estudia el sistema totémico aus-
traliano como medio para analizar el mundo contemporáneo.
Esta operación es la que explica que recurra a un esquema evolu-
tivo que habilita planteamientos que eran incompatibles con el
esquema modernizador. R. Ramos ha señalado las característi-
cas de este esquema evolutivo de la sociología dinámica durk-
heimiana. En primer lugar, con él no es necesario dualizar las
diferencias histórico-evolutivas porque posibilita distinguir una
secuencia de tipos o especies sociales en el eje del tiempo, entre
los orígenes y la actualidad (Ramos, 1999: 109). En segundo lu-
gar, privilegia el pasado sobre el presente de manera opuesta al
esquema modernizador. Lo originario adquiere un estatuto pri-
vilegiado al ser considerado el momento en el que se encuen-
tran, en su estado más simple, las determinaciones estructurales
de los fenómenos sociales.9 Este esquema no moderno permitía

9. K. Popper denominó a este privilegio de los orígenes «esencialismo me-


todológico» (Ramos, 1999: 110).

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conectar lo «primitivo» y lo moderno sin necesidad de mostrar
los estadios intermedios. De esta manera, y de modo contrario a
Weber, Durkheim antepone lo evolutivo a lo histórico. A decir de
M. Douglas, fue este esquema el que le permitió marcar alguna
distancia con el moderno pensamiento institucional del que We-
ber había quedado preso: «Como contemporáneo de Weber,
Durkheim cayó en todas estas trampas institucionales. Partió de
la misma distinción básica entre primitivos y modernos y tam-
bién consideraba que utilizaban diferentes procedimientos men-
tales [...]. Lo que le redimió fue su falta de interés por la recons-
trucción de las diversas fases de la evolución que conducían des-
de los comienzos hasta el presente» (Douglas, 1996: 142). Por
pensamiento institucional moderno hay que entender, siguiendo
a M. Douglas, el pensamiento que contempla la sociedad a par-
tir de las instituciones que son bien conocidas y visibles en la
modernidad. Son estas instituciones las que llevan a cabo el tra-
bajo de clasificación de los fenómenos sociales, del que, sin em-
bargo, se suele hacer responsable a los intelectuales. Así, por
ejemplo, Weber nos mostró una visión de la historia de otras
civilizaciones en función de las instituciones que le eran familia-
res a él y a sus contemporáneos. De tal manera que los pueblos
que no diferenciaban claramente las instituciones y las figuras
de ese entramado institucional, como jueces, sacerdotes, terra-
tenientes, etc., no eran objeto de investigación, ya que no apor-
taban gran cosa para entender nuestras modernas sociedades.
Por ello, Weber estudió las sociedades que eran susceptibles de
este tratamiento institucional, como India, China e Israel. Por el
contrario, «los aborígenes australianos y los esquimales senci-
llamente se cuelan a través de los agujeros de la malla de la in-
vestigación» (Douglas, 1996: 141).10
Durkheim sí se interesó por estas sociedades convencido de
que todavía tenían mucho que decirnos acerca de la sociedad
moderna, debido a esa secuencia evolutiva que ligaba a los «pri-
mitivos» con los modernos. Lo histórico quedaba, por tanto,
supeditado a lo evolutivo. En efecto, en contraste con Weber,
Durkheim no se detuvo a considerar aquellas fases históricas

10. Según esta interpretación, Weber habría caído en el mayor obstáculo


epistemológico con el que se enfrenta el sociólogo, la familiaridad con el uni-
verso social (Bourdieu et al., 1994: 27).

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intermedias en las que, según aquél, habrían aparecido las no-
vedades que provocaron la ruptura que conducía a la moderni-
dad. No hay en su obra ningún estudio que se detenga a analizar
las novedades históricas que resultan cruciales en el plan-
teamiento weberiano, como la figura del profeta y el protestan-
tismo ascético.
Para hacer significativa esa secuencia evolutiva que unía a
los modernos con los «primitivos», Durkheim tenía que mostrar
que el estudio del sistema totémico australiano era pertinente
para la comprensión de la sociedad moderna. Y lo hizo gracias a
una serie de operaciones. En primer lugar, siguiendo la lógica
del «realismo conceptual», concibió las formas concretas de las
religiones como especies de un género: la religión (Ramos, 1999:
201). En segundo lugar, y siguiendo la lógica evolucionista apun-
tada, se centró en el totemismo como la religión más simple co-
nocida, en una operación que justificaba con el supuesto de que
la religión más simple ha de encontrarse en las sociedades con
estructura más simple, las sociedades clánicas. De esta manera,
el totemismo se convertía en el lugar privilegiado para el estudio
de la religión. A esta operación metodológica hay que añadir el
entramado teórico sobre el que Durkheim construyó sus tesis.11
En efecto, una vez justificada metodológicamente la elección de
la religión que se ha privilegiado como objeto de estudio, y una
vez mostrada su pertinencia heurística, Durkheim teoriza las
relaciones entre religión y sociedad. En un principio parece que
su tesis central es afirmar que el totemismo y, por tanto, la reli-
gión en general tienen su origen, o causa, en la sociedad. Propor-
cionaba así una teoría innovadora sobre el origen de la religión
que, siguiendo a J. Prades (1998: 219), podríamos denominar
como societista. No obstante, Durkheim apunta algo de mayor
calado teórico al invertir los términos de la «ecuación», de tal
manera que no sólo se explica la religión por referencia a la so-
ciedad, sino que también se convierte a la religión en la variable
explicativa de la sociedad. Ésta parece ser la tesis que Durkheim
privilegia, tal y como ya apuntó T. Parsons al señalar que «si es

11. No entro aquí a valorar estas propuestas que han recibido gran canti-
dad de críticas. Una compilación exhaustiva de los defectos etnográficos, me-
todológicos, lógicos y teóricos de la obra durkheimiana puede verse en Lukes
(1984: 470-477).

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que la “ecuación” ha de ser aceptada en alguna medida, el modo
significativo de formularla no consiste en afirmar que “la reli-
gión es un fenómeno social”, sino más bien que “la sociedad es
un fenómeno religioso”» (Parsons, 1968: 528). La cuestión no es
sólo señalar que puesto que hay vida social hay sacralidad, sino,
más allá, señalar que hay vida social porque se experimenta sa-
cralmente. Lo sagrado es lo que hace posible la sociedad: «una
sociedad no se puede crear ni recrear sin crear, a la vez, el ideal.
Esta creación no constituye para ella una especie de acto subro-
gatorio por medio del cual, una vez ya formada, se completaría;
constituye el acto por el que se hace y rehace periódicamente»
(Durkheim, 1982: 393).
Una vez que concluyó con éxito su estudio sobre el totemis-
mo, Durkheim disponía ya de la receta para intervenir en aque-
llo que al final de El Suicidio quedó definido como patológico y,
por tanto, inmanente. La crisis por la que atravesaba el sistema
de integración social tendría solución en la medida que ese siste-
ma estuviese fundamentado en lo sagrado, pues solamente esto
goza de la suficiente autoridad para integrar a los individuos. No
obstante, si se hiciera caso del planteamiento moderno, ejempli-
ficado en la obra de Weber, se debería admitir que las sociedades
modernas se distinguen por la ausencia de lo sagrado, de tal
manera que estarían irremediablemente abocadas a un déficit
de integración social. Frente al planteamiento weberiano que
vincula lo «primitivo» y lo tradicional con lo sagrado, y lo mo-
derno con el desencantamiento, Durkheim defiende un esque-
ma de cambio social de corte cíclico. Este esquema aparece cla-
ramente en Las formas elementales de la vida religiosa, donde se
muestra la concepción cíclica de la vida social de las tribus aus-
tralianas que discurre entre unos momentos de dispersión y otros
de condensación social. En los primeros, la población se entrega
a sus actividades cotidianas, principalmente económicas. En los
segundos, los individuos se reúnen y actúan conjuntamente pro-
duciendo «efervescencias colectivas». Frente a los momentos de
dispersión social de carácter profano, los momentos de eferves-
cencia colectiva son los que dan origen a lo sagrado: «la idea
religiosa ha nacido en estos medios sociales efervescentes y como
producto de esa misma efervescencia» (Durkheim, 1982: 205).
Según el planteamiento durkheimiano, este esquema cíclico de
la vida social no sólo es propio de las sociedades «primitivas», ya

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que es extensible a todas las sociedades que han existido a lo
largo de la historia de la humanidad, la cual ha pasado de forma
cíclica por momentos de dispersión profana y por momentos de
efervescencia creadora de nuevos ideales que han sido sacraliza-
dos. En esta oscilación en la que vive la humanidad, el momento
que a Durkheim le tocó vivir se caracterizaba por ser «una fase
de transición y de mediocridad moral [...] (en la que) los anti-
guos dioses envejecen o mueren, y todavía no han nacido otros»
(ibídem: 397-398). No obstante, esta fase no implicaba que el mun-
do moderno hubiese puesto punto y final a lo sagrado, pues con-
forme a ese esquema cíclico «esta situación de incertidumbre y
de confusa agitación no puede durar eternamente. Llegará un
día en que nuestras sociedades volverán a conocer horas de efer-
vescencia creadora en cuyo curso surgirán nuevos ideales, apa-
recerán nuevas formulaciones que servirán [...] de guía a la hu-
manidad» (ibídem: 398). Coyunturalmente la sociedad está pre-
sa de una crisis que acarrea fenómenos patológicos. No obstante,
ella misma tiene los medios para intervenir en estos fenómenos,
que, como antes veíamos, son concebidos por Durkheim como
inmanentes. Para conseguirlo la sociedad debe tomar terreno a
estos fenómenos inmanentes, haciéndose ella cada vez más trans-
cendente, es decir, creando «nuevos dioses» que hagan posible
la integración social. ¿Qué mejor forma, pues, para mostrar ese
poder de la sociedad que atribuirle un carácter divino? La socie-
dad ha de ser tan fuerte que debe convertirse ella misma en el
Dios al que se adore: Dios no es más que la sociedad, pero hipos-
tasiada. La historia ya habría dejado prueba de ello: «esta capa-
cidad de la sociedad para erigirse en un dios o para crear dioses
no fue en ningún momento más perceptible que durante los pri-
meros años de la Revolución Francesa [...] en un caso determi-
nado se ha visto que la sociedad y sus ideas se convertían direc-
tamente, y sin transfiguración de ningún tipo, en objeto de un
verdadero culto» (ibídem: 201). El malestar social que Durkheim
percibía era consecuencia del desvanecimiento del antiguo cre-
do religioso, que no encontraba sustituto simbólico para conte-
ner los profundos cambios que experimentaba la sociedad mo-
derna. Hacía falta una nueva moral sin dios y fue el saber positi-
vo de Durkheim el que encontró la fuente de donde emanaba esa
moral que debía poner fin a los males de la sociedad moderna.
Ese fue su gran mérito. Si Pasteur, como ha expuesto B. Latour,

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hizo necesario que la enfermedad del ántrax pasara por su labo-
ratorio, Durkheim puso todo su empeño en que las patologías de
una Francia aquejada de múltiples fracturas sociales pasaran
por la sociología que él estaba construyendo. La receta para po-
ner fin a estos males es ya conocida: una moral sustentada en
valores e ideales sagrados que sólo la sociedad podía dispensar.
De esta manera, Durkheim consolidaba y radicalizaba la
«cuarta garantía» de la Constitución moderna: Dios quedaba su-
primido, al mismo tiempo que permanecía presente. En este caso,
no como el Dios espiritual que desde el fuero interno de los pro-
testantes permitía e inducía la actividad económica y científica,
tal y como nos mostró Weber. Con Durkheim el proyecto moder-
no se radicaliza, no sólo liberando a la sociedad de la herencia
religiosa, sino elevándose ella misma a los altares. Un nuevo Dios,
al mismo tiempo inmanente y transcendente.
Tras este trayecto podemos llegar a la conclusión de que tanto
la temática de los trabajos de Durkheim como los esquemas con
los que pensaba el cambio social y el instrumental que utilizó para
ello, son el resultado de una obra que transita de un lado a otro de
la línea de demarcación que separa lo moderno y lo no moderno.
Al igual que Weber, aquél marcó esa línea, pero, en contraste con
él, entendió que los «primitivos» aún nos tenían algo que decir
sobre nuestras sociedades. No eran sin más nuestro pasado, sino
un momento evolutivo de una sociedad de la que los modernos
también participan. Para llegar a este planteamiento Durkheim
utilizó todos los recursos de la Crítica moderna: inmanencia y trans-
cendencia de la naturaleza, de la sociedad y de Dios.

4. Consideraciones finales

Para finalizar voy a retomar la cuestión de la «cuarta garan-


tía» de la Constitución moderna a propósito de algunos desarro-
llos de la sociología contemporánea que son deudores de la obra
de los clásicos. Se trata de mostrar el valor actual de las propues-
tas de Durkheim y Weber con respecto a esa «garantía», que da
cuenta de la secularización, y que están directamente relaciona-
das con sus respectivas concepciones del cambio social.
Hemos visto de qué manera el protestantismo ascético se
convirtió en el protagonista principal de dicha «garantía», en

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la medida en que esta religión permitió concebir a un Dios que,
estando presente en la conciencia de los individuos, sin embar-
go, permanecía ausente, ya que no interfería en el desarrollo
de las esferas económica y científica. No obstante, la forma en
la que Weber daba cuenta del cambio social a partir del princi-
pio de heteronomía de los fines le condujo a diagnosticar el
mundo contemporáneo como un mundo desencantado, en el
que ya no se daban las condiciones de posibilidad para apelar a
un Dios que dejaba de tener presencia en la conciencia de los
individuos y que, por tanto, dejaba de ser garantía de integra-
ción social. Fueron los propios protestantes los que, como con-
secuencia no querida, contribuyeron a impulsar ese mundo des-
encantado, ya que la ética protestante llevó a su grado máximo
la racionalización de la conducta burguesa que dio lugar al
homo economicus. La creciente racionalización de la econo-
mía, la ciencia y el Estado generan un mundo que se rige por la
despersonalización de las relaciones sociales, la falta de amor
fraternal y de un sentido ético-religioso que ordene el mundo.
Este es el diagnóstico de Weber sobre el mundo desencantado:
«El destino de nuestro tiempo, racionalizado e intelectualiza-
do, y, sobre todo, desmitificador del mundo, es el de que preci-
samente los valores últimos y más sublimes han desaparecido
de la vida pública y se han retirado, o bien al reino ultraterreno de
la vida mística, o bien a la fraternidad de las relaciones inme-
diatas de los individuos entre sí» (Weber, 1988: 229). Según We-
ber, éste es el mundo que nos ha tocado vivir y buscar nuevas
religiones que permitan la integración social no es más que el
fruto de la ingenuidad, la debilidad y la falta de responsabili-
dad ante el destino de nuestra civilización.12 En ausencia de

12. Lo cual no impedía que Weber dejara abierta la posibilidad de nuevos


reencantamientos: «Nadie sabe quién ocupará en el futuro el estuche vacío, y
si al término de esta extraordinaria evolución surgirán profetas nuevos y se
asistirá a un pujante renacimiento de antiguas ideas e ideales; o si, por el con-
trario, lo envolverá todo una ola de petrificación mecanizada y una convulsa
lucha de todos contra todos. En este caso, los “últimos hombres” de esta fase
de la civilización podrán aplicarse esta frase: “Especialistas sin espíritu, go-
zadores sin corazón; estas nulidades se imaginan haber ascendido a una nue-
va fase de la humanidad jamás alcanzada anteriormente”» (Weber, 1991: 260).
A este respecto, se ha señalado el distinto tono que se aprecia en La ética protes-
tante y el espíritu del capitalismo y en La ciencia como vocación (Séguy, 1986:
133). Mientras que en esta última Weber parecía cerrar toda posibilidad a un

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toda profecía auténtica, que pudiera integrar la sociedad como
un todo, al igual que en las antiguas comunidades religiosas, la
religión quedaba cada vez más apartada de la vida pública. Ésta
es en definitiva la tesis weberiana de la secularización, que,
como W. Schluchter señala, «significa que la religión institucio-
nalizada ha sido despolitizada como resultado de la diferen-
ciación funcional de la sociedad, que en principio no puede ser
integrada a través de una religión institucionalizada» (Schluch-
ter, 1989: 254). En efecto, más que al declive de la religión y
menos aún de lo sagrado, la tesis weberiana de la seculariza-
ción apunta a la imposibilidad de que el mundo moderno pue-
da ser gobernado por una ética religiosa de la fraternidad que
permita la integración de la sociedad alrededor de principios
de racionalidad material.13
Por el contrario, hemos visto que la concepción del cambio
social de Durkheim, especialmente a partir de su no moderno
esquema evolutivo de Las formas elementales de la vida religio-
sa, le conducía a sostener que en el mundo contemporáneo
Dios —lo sagrado— era tan necesario como en las sociedades
«primitivas», pues sin él la integración social no era plausible.
Lo sagrado no podía, por tanto, desaparecer, sólo transformar-
se, existiendo la posibilidad, y la necesidad, de una traducción
en términos laicos de la expresividad y funcionalidad que han
proporcionado históricamente las religiones históricas. Lo sa-
grado no desaparece porque sólo gracias a un ámbito numino-
so es posible la integración social. En las sociedades premo-
dernas se accedía a lo sagrado a través de la simbología teísta

nuevo reencantamiento, pues irremediablemente «nos ha tocado vivir en un


tiempo que carece de profetas y está de espaldas a Dios» (Weber, 1988: 226), en
La ética protestante y el espíritu del capitalismo dejaba abierta dicha posibilidad.
13. Como señala F. Ferrarotti (1994: 286), la tesis weberiana de la seculari-
zación no debe entenderse como que el mundo estaría desacralizado por defi-
nición. De hecho Weber nos invita a pensar en las sacralizaciones modernas
que emergen como fruto de la pérdida de relevancia de las éticas religiosas y
que conducen a una nueva lucha de los dioses. ¿Cuáles serían, según Weber,
los nuevos dioses y demonios más poderosos que rigen los hilos de los indivi-
duos modernos? La respuesta la podemos encontrar en palabras de su mujer
Marianne: «Para Weber, el Dios de los Evangelios no podía aspirar a un domi-
nio casi exclusivo del alma. Había de compartirla con otros «dioses», particu-
larmente las exigencias de la patria y de la verdad científica» (Marianne We-
ber, 1995: 130).

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propia de las religiones históricas. Con el paso a la moderni-
dad ese ámbito sacral debe ser administrado por nuevos refe-
rentes laicos.14
¿Cuál es el lugar de Dios en la sociedad contemporánea? ¿Ha
quedado al margen como consecuencia del proceso de seculari-
zación, tal y como Weber lo interpretaba? O, por el contrario,
¿sigue presente como garantía del vínculo social en línea con las
propuestas durkheimianas?
Como vemos, desde esta perspectiva, la cuestión de la «cuarta
garantía» de la Constitución moderna nos remite al tema de la
integración social, que debemos distinguir nítidamente de la inte-
gración sistémica.15 Si esta última hace referencia a las condicio-
nes de mantenimiento de los sistemas internamente diferencia-
dos, la integración social nos sitúa ante el papel de los universos
simbólicos que permiten el consenso de un grupo, en términos
tanto de dotación de sentido como de legitimación. Estos dos ti-
pos de integración han focalizado la atención de algunos autores
contemporáneos que han entroncado sus teorías con las de We-
ber y Durkheim. Así, frente a N. Luhmann, que reduce la sociedad
a no ser más que un sistema gobernado por la racionalidad ins-
trumental, J. Habermas atiende tanto a la integración sistémica
como a la integración social. En su obra, éste asume el legado de
Weber, aunque crítica su unilateralidad al reducir el proceso de
racionalización al desarrollo de la racionalidad instrumental. Para
complementar dicha interpretación, J. Habermas se sirve de la
obra de Durkheim y Mead para defender que la evolución socio-
cultural se caracteriza por la tendencia a la «lingüistización de lo
sacro» (Habermas, 1987: 70). Es decir, las funciones de integra-
ción social, que —siguiendo a Durkheim— eran cumplidas por la
práctica ritual, serían ahora cubiertas por la acción comunicativa
(ibídem: 112). De este modo, el potencial integrador de la religión
no se pierde con el declive de las éticas religiosas de la fraternidad,
sino que es heredado por la «ética del discurso».

14. Siguiendo esta línea de pensamiento, los sociólogos se han centrado en


las nuevas religiones laicas de la modernidad, calificándolas como seculares,
civiles, políticas, etc. Ver Apter (1963), Aron (1985), Bellah (1970), Gil Calvo
(1994), Giner (2003), Piette (1990, 1993, 1994), Rivière (1988), Rivière y Piette
(1990), Sironneau (1982), Willaime (1993).
15. Un estudio en profundidad sobre el problema de la integración en las
sociedades modernas puede encontrarse en Beriain (1996).

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En una línea cercana a la de J. Habermas se encontraría el
funcionalismo americano, para el que Dios no habría quedado
suprimido de la vida social contemporánea, sino todo lo contra-
rio. Efectivamente, desde este paradigma, la secularización de-
bería interpretarse no como la pérdida de la religión, sino como
la generalización de los valores e ideas religiosos y su institucio-
nalización en el ámbito público-político. Es en el marco de este
planteamiento en el que adquiere toda su relevancia el concepto
de religión civil, con el que se daría respuesta afirmativa a la
pregunta que nos plantea S. Giner (2003: 69): «¿es demasiado
aventurado suponer que sin la dimensión religiosa, sin un entor-
no sacro, es imposible explicar la cohesión alcanzada por una
sociedad como la nuestra, es decir, secularizada, heterogénea,
tecnificada y poliárquica?».
Los que restan visos de virtualidad a este tipo de religiones
civiles consideran, en línea con las propuestas weberianas, que
ningún Dios puede ya cumplir las funciones de integración so-
cial que desempeñaban las antiguas éticas religiosas. La religión
sobrevive en el mundo contemporáneo, pero en tanto que sub-
sistema funcional de una sociedad funcionalmente diferenciada
(Luhmann, 1987), es decir, sin capacidad integradora (Luhmann,
1990: 155). Dios habría dejado así de ser la garantía de integra-
ción social en el mundo contemporáneo.

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CAPÍTULO 2
EL PROCESO DE SECULARIZACIÓN Y
EL NACIMIENTO DE LA CIENCIA MODERNA

1. Introducción

El debate sobre el carácter secularizado de las sociedades


modernas viene determinado por la falta de consenso a la hora de
establecer qué es lo que define la secularización. Donde unos au-
tores ven sociedades atrapadas en la jaula de hierro de la raciona-
lidad instrumental, otros hablan de nuevas formas de sacralidad
y religión, etiquetando a esta última con toda una serie de adjeti-
vos: invisible, implícita, difusa, narcisista, civil, política, etc. La
cuestión que hay que dilucidar es si estas nuevas formas de sacra-
lidad y religión ponen en entredicho el proceso de secularización
o, por el contrario, no son más que la muestra de la confirma-
ción de su triunfo. En efecto, el surgimiento de nuevas fuerzas
religiosas en la modernidad avanzada no necesariamente debe
ser conceptualizado en términos de desecularización. Esta apa-
rente contradicción queda aclarada cuando se da cuenta de los
distintos planos de significación a los que hace referencia el tér-
mino secularización, un término muy cargado de significados
debido a su diversa utilización en diferentes campos del saber,
como la filosofía, la teología o las diferentes ciencias sociales. In-
cluso en disciplinas concretas, como la sociología de la religión,
se constata el carácter multidimensional de este término, pues con
él se hace referencia a diferentes procesos que, a pesar de su
conexión, deben ser distinguidos analíticamente. A este respecto,
K. Dobbelaere (1981; 1999; 2008), uno de los teóricos que más ha
contribuido a delimitar lo que se debe entender por seculariza-
ción, distingue tres niveles donde ésta puede acontecer: en los
niveles macro, meso y micro, o, dicho de otro modo, en los niveles
del sistema social, organizacional e individual. Si seguimos, por

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tanto, a este autor, la secularización puede tener lugar en tres di-
mensiones de la vida social que son relativamente independien-
tes. Así, se podría interpretar la secularización como proceso de
laicización, de cambio religioso o de declinar de la participación
religiosa, en función, respectivamente, de que ese proceso tuviese
lugar en el nivel del sistema social, en el organizacional o en el
individual (Dobbelaere, 1981; 2008). Esta distinción analítica es de
enorme valor, ya que permite romper con la unilateralidad de las
teorías que presentan la secularización como un proceso crecien-
te, global y unidireccional, y al mismo tiempo poner en entredicho
las tesis que hablan de desecularización tout court. Al distinguir
los tres niveles señalados, podemos entender las polémicas habi-
das en torno al debate sobre la secularización y ver la compleji-
dad que este proceso encierra. Sociedades que en el nivel del sis-
tema social deben ser definidas como seculares, pueden tener al
mismo tiempo altos porcentajes de creencia individual. En la mis-
ma línea, el surgimiento de nuevos movimientos religiosos puede
no ser más que la respuesta ante sociedades ampliamente secula-
rizadas que, sin embargo, no ven peligrar su carácter secular, ya
que el ámbito de influencia de aquéllos no es el sistema social.
Distinguiendo analíticamente estos tres niveles, podemos cons-
tatar que donde más firme parece mostrarse la tesis de la secula-
rización es en el nivel del sistema social. La secularización hace
en este caso referencia al proceso de diferenciación por el cual la
religión dejó de ser el centro sagrado de la sociedad para pasar a
situarse como una esfera más al lado de otras. El debate consi-
guiente se centra en el lugar que ocupa o debe ocupar la religión
en el diferenciado mundo moderno, ya sea en la esfera privada o
en la esfera pública. Pero, al margen de esta polémica, sea en su
vertiente descriptiva o normativa,1 lo cierto es que, como señala
J. Casanova (2000: 36): «El núcleo y la tesis centrales de la teoría
de la secularización es la conceptualización del proceso de mo-
dernización de la sociedad como un proceso de diferenciación y
emancipación estructural de las esferas seculares —principalmente
el Estado, la economía y la ciencia— respecto a la esfera religiosa
y la diferenciación y especialización concomitantes de la religión
dentro de su propia esfera recién hallada».

1. Sobre este debate en torno al lugar de la religión en la sociedad contem-


poránea ver Díaz-Salazar (2007).

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Los procesos que dieron lugar a esa diferenciación y emanci-
pación estructural de las distintas esferas han sido objeto de estu-
dio por parte de la sociología desde sus inicios. De esas esferas, la
que más atención ha despertado ha sido la económica, debido prin-
cipalmente a la influencia de las tesis weberianas sobre la ética
económica de las religiones universales y en especial a su tesis so-
bre la ética protestante y el espíritu del capitalismo. Junto a la eco-
nomía, la sociología también ha mostrado un gran interés por el
proceso de emancipación de la esfera científica con respecto a la
religiosa. ¿Cuándo y dónde se originó este proceso?, ¿qué agentes
resultaron decisivos?, ¿en qué términos debemos dar cuenta de
dicho proceso? A dar respuesta se dedica este capítulo que tiene
como objetivo indagar en esta línea de investigación. En primer
lugar, se profundizará en los planteamientos con los que Durkheim
y Weber dieron cuenta del paso de la religión a la ciencia en el
marco de sus respectivas teorías sobre la diferenciación. Tras mos-
trar de qué modo ambos plantearon el paso de la religión a la cien-
cia, no como un proceso de enfrentamiento y ruptura, sino, todo lo
contrario, como un proceso de continuidad entre estas dos esferas
del saber, nos adentraremos a ver cuáles fueron los agentes históri-
cos que tuvieron un papel determinante en dicho proceso. Después
de mostrar la especificidad de Occidente debido a sus «imágenes
religiosas del mundo», se retomarán las tesis de R. K. Merton sobre
la relación entre el puritanismo y la ciencia, y las contribuciones de
B. Nelson, quien destaca, por el contrario, la importancia que tu-
vieron las áreas culturales católicas en el surgimiento de la ciencia.
Ambas aportaciones son de gran valor para examinar el papel que
cumplieron las figuras de los mediadores, que hicieron posible la
transición de la religión a la ciencia, y poder así entender el proceso
de secularización del conocimiento a la luz del principio de hetero-
gonía de los fines o de las consecuencias imprevistas de la acción,
siguiendo de esta manera la línea interpretativa que Weber señaló
en La ética protestante y el espíritu del capitalismo.

2. La secularización del conocimiento en la obra


de Durkheim y Weber

Sin duda fueron Durkheim y Weber los que de forma más


consistente relacionaron la secularización del conocimiento con

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el proceso de diferenciación. A pesar de las diferencias que pode-
mos encontrar entre sus teorías de la religión, ambos sociólogos
coincidían al dar cuenta de la emancipación de la esfera científi-
ca, no como el resultado necesario de un enfrentamiento ni de
una ruptura radical con la religión, sino, todo lo contrario, como
el resultado de un proceso de continuidad entre ambas esferas.
Según Durkheim, la religión ha cumplido el papel de proto-
institución, ya que en ella se halla el origen del resto de institucio-
nes sociales: «las grandes instituciones sociales han nacido de la
religión» (Durkheim, 1982: 390). En los orígenes, la religión se
extendía por toda la vida social, de tal manera que sociedad y
religión eran una y la misma cosa. Pero paulatinamente, y como
consecuencia del proceso de diferenciación, las funciones políti-
ca, económica y científica se hicieron independientes de la reli-
gión y se desarrollaron autónomamente. No obstante, y a pesar
de que Durkheim privilegiaba y anteponía el conocimiento cien-
tífico a cualquier otra forma de conocimiento de la realidad, lo
cierto es que nunca contrapuso la religión a la ciencia, pues entre
ambas había, según el sociólogo francés, una clara relación de
continuidad: «las categorías fundamentales del pensamiento y,
consecuentemente, la ciencia tienen un origen religioso» (ibídem:
390). Sin embargo, resultaba inevitable que la ciencia acabara
asumiendo la función cognitiva que antes detentaba la religión:
«el pensamiento científico no es más que una forma más per-
feccionada del pensamiento religioso. Parece, pues, natural que
el segundo se difumine progresivamente ante el primero, a medi-
da que éste se hace más apto para llevar a cabo esa tarea [...]
Salida de la religión, la ciencia tiende a sustituirla en todo lo que
concierne a las funciones cognitivas e intelectuales» (ibídem: 399).
Frente a Weber, para Durkheim la emancipación de la esfera cien-
tífica no suponía ni el declive de la religión ni el enfrentamiento
entre ambas: «Con frecuencia se tiene una idea inexacta sobre (el
conflicto de la ciencia y la religión). Pero la religión existe [...], es
una realidad. ¿Cómo podría la ciencia negar una realidad? Ade-
más, en tanto que la religión es acción, en tanto que es un medio
para hacer que los hombres vivan, la ciencia no puede sustituirla
[...] De las dos funciones que cumplía en un principio la religión
hay una, pero sólo una, que cada vez tiende más a emanciparse
de ella: se trata de la función especulativa» (ibídem: 400). Durk-
heim hacía así referencia a un reparto de competencias entre la

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religión y la ciencia, que pretendía justificar con su propia teoría.
Por un lado, afirmaba que la ciencia no puede sustituir a la reli-
gión, en tanto que ésta es un medio para vivir en sociedad. Por
otro lado, defendía que era a la ciencia a la que le correspondía
desempeñar la función cognitiva, debido a su superioridad, que
se evidenciaba en que sólo ella era capaz de conocer la verdadera
realidad que se escondía tras la religión. Ésta fue la tarea a la que
Durkheim se dedicó, concluyendo con una teoría que establecía
la siguiente ecuación: Religión = Sagrado = Sociedad.
Al igual que Durkheim, Weber también dio cuenta del proce-
so de emancipación de las distintas esferas con respecto a la
esfera religiosa. En el «Excurso» de los Ensayos sobre sociología
de la religión, Weber se dedicó a mostrar cómo las diferentes
esferas de la actividad humana, al seguir su propia legalidad in-
terna, se iban progresivamente independizando de la religión y
entraban en conflicto con ella. En concreto, Weber entendía que
era la esfera intelectual la que, al desarrollarse siguiendo sus
propios principios, entraba más directamente en conflicto con
la esfera religiosa. El desarrollo autónomo del conocimiento ra-
cional se oponía a la pretensión de que el mundo estuviera orde-
nado por un sentido ético-religioso: «El conocimiento racional
[...] construyó, siguiendo de un modo autónomo e intramunda-
no sus propias leyes, un universo de verdades que no sólo no
tenía nada que ver con los postulados sistemáticos de la ética
religiosa racional, a saber, que el mundo, como cosmos, satisfa-
ce las exigencias de ésta o que muestra un determinado “senti-
do”, sino que más bien tenía que rechazar de principio esta pre-
tensión. El cosmos de la causalidad natural y el pretendido cos-
mos de la compensación ética se enfrentaban en una oposición
irreconciliable» (Weber, 1983: 462). Weber coincidía, por tanto,
con Durkheim al mostrar de qué manera la religión perdía su
función especulativa, que le era arrebata por la esfera científica.
Pero, al contrario que éste, aquél sostenía que la autonomiza-
ción de la esfera de la ciencia iba dejando a la esfera religiosa
marginada socialmente, sin capacidad para desempeñar ningu-
na de las funciones que había cumplido históricamente y conde-
nada a la irracionalidad: «Todo avance del racionalismo de la
ciencia empírica desplaza progresivamente la religión [...] de
lo racional hacia lo irracional, convirtiéndola en el poder supra-
personal irracional o antirracional por antonomasia» (ibídem:

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459). Por tanto, según Weber, la religión perdía también su tradi-
cional función social —la misma que Durkheim le atribuía como
una determinación intrínseca— quedando únicamente como un
refugio existencial para los «débiles de espíritu»: «A quienes no
puedan soportar virilmente este destino de nuestro tiempo —ra-
cionalizado, intelectualizado y, sobre todo, desmitificador del
mundo— hay que decirles que vuelvan en silencio [...] al ancho y
piadoso seno de las viejas Iglesias, que no habrán de ponerles
dificultades. Es inevitable que de uno u otro modo tengan que
hacer allí el “sacrificio del intelecto”» (Weber, 1988: 230).
Pero al igual que en el caso de Durkheim, la interpretación
weberiana escapaba de los planteamientos positivistas que se-
ñalaban que el conocimiento científico racional se desarrolló de
forma endógena y autónoma, enfrentándose con la religión has-
ta imponerse sobre ella. Por el contrario, Weber afirmaba que el
origen de la racionalidad moderna se encontraba precisamente
en el «racionalismo religioso», y que era su propio desarrollo el
que actuaba como fuerza histórica secularizante. En efecto, aquél
señalaba que la religión también se desarrollaba siguiendo su
propia legalidad interna determinada por una ética religiosa de
la convicción. Como sabemos, Weber se dedicó en profundidad
a dar cuenta de las éticas económicas de las religiones universa-
les, es decir, se centró en el estudio de la esfera económica por
ser la que más peso tiene en la actividad cotidiana. En La ética
protestante y el espíritu del capitalismo dio cuenta del papel que
tuvo el ascetismo intramundano en el despegue del capitalismo
moderno. Pero esta tesis era de tal calado que dejaba abiertas
futuras nuevas líneas de investigación. El propio Weber era cons-
ciente de ello y en las páginas finales de tan lúcido libro señaló
que una de las tareas próximas para la ciencia sería indagar la
relación del racionalismo ascético con los «ideales de vida e in-
fluencias culturales, y ulteriormente, con el desarrollo del empi-
rismo filosófico y científico, con el desenvolvimiento técnico y
con los bienes espirituales de la civilización» (Weber, 1991: 260).
Lo que para Weber era una recomendación, R. K. Merton lo con-
virtió en un mandato, y en su tesis doctoral se propuso hacer lo
mismo que aquél había hecho con respecto a La ética protestante
y el espíritu del capitalismo. Se trataba de ver en este caso cuáles
eran los fundamentos religiosos que habían estimulado el desa-
rrollo de la ciencia y la tecnología en la Inglaterra del siglo XVII.

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3. Catolicismo y protestantismo en el despegue
de la ciencia en Occidente

Para determinar el papel que las tradiciones religiosas han


desempeñado en la emancipación estructural de la ciencia mo-
derna es necesario previamente mostrar cómo esta última surgió
específicamente en Occidente como fruto de determinadas «imá-
genes religiosas del mundo». A este respecto, es un inexcusable
referente el estudio ya clásico La gran titulación: ciencia y sociedad
en Oriente y Occidente de J. Needham (1977). Este autor defiende
la tesis de que el desarrollo de la ciencia moderna sólo fue posible
cuando se consolidó el concepto de ley de la naturaleza. Como ha
señalado E. Lamo de Espinosa, basándose en la obra de E. Schro-
dinger y del propio J. Needham, este concepto de orden y ley natu-
ral, junto con el de la irrelevancia del sujeto cognoscente, son la
base de la ciencia moderna y el resultado de una pseudoseculari-
zación del pensamiento teológico (Lamo de Espinosa et al., 1994:
54-68). Al comparar Occidente y Oriente, J. Needham muestra
que el concepto de ley de la naturaleza nunca existió en China con
la significación que se le atribuyó en Occidente, y que esta ausen-
cia coadyuvó al escaso desarrollo de la ciencia. Rechazando el
determinismo, este autor también hace referencia a otros factores
económicos o lingüísticos, como el lenguaje ideográfico, que fue-
ron inhibidores del desarrollo científico. Pero centrándose en el
concepto de ley de la naturaleza, J. Needham señala que dicho con-
cepto se desarrolló a lo largo de la historia en estrecha relación
con determinadas «imágenes religiosas». Así, su ausencia en la
tradición china se explica en buena medida por el cosmocentris-
mo que caracteriza a la religión oriental. En efecto, para los anti-
guos pensadores taoístas no era concebible un orden cósmico go-
bernado por las leyes que un Dios supremo hubiese decretado.
Por el contrario, el Tao, el orden cósmico de todas las cosas, ac-
tuaba como una norma que no había sido dictada por nadie y era
inescrutable para el intelecto humano (Needham, 1977: 311). De
ahí que el interés de los taoístas por la naturaleza fuera de carác-
ter místico-experimental más que racional-sistemático. Por su
parte, el confucianismo, prototipo de religión de afirmación del
mundo, no contemplaba que el mundo se rigiese por ninguna ley
ni sentido ético. Como Weber nos dejó escrito, para el «racionalis-
mo confuciano [...] que rechaza una teodicea intramundana pu-

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ramente racional [...] lo ultraterreno preocupaba tan poco al hom-
bre distinguido como al común» (Weber, 1983: 402-403). Por ello,
el confucianismo no desarrolló una ética religiosa ni una metafí-
sica racional que derivase en una unidad sistemática en la rela-
ción de Dios con el mundo. Acorde con su carácter de religión
impulsada por el funcionariado, ésta no alentaba la búsqueda de
un sentido ético en el mundo, sino la consecución de una morali-
dad intramundana de personas laicas que se basaba en la adapta-
ción al mundo, a su orden y convenciones. Era una religión que
centraba su interés en el orden social y que no sentía gran curiosi-
dad por los fenómenos de la naturaleza. J. Needham (1977: 325)
señala que la «imagen religiosa del mundo» en China se caracteri-
zaba por tres aspectos: a) el ser espiritual al que se adoraba no era
un Creador en el sentido de los griegos y los hebreos; b) la idea de
un Dios supremo no incluyó la concepción de un legislador divino
que impusiera sus órdenes a la naturaleza no humana; y c) el
concepto de suprema deidad se despersonalizó muy pronto. No
se trata, concluye J. Needham, de que «para los chinos no hubiera
orden en la naturaleza, sino más bien de que no era un orden
impuesto por un ser personal racional, y por lo tanto no había
garantía de que otros seres personales racionales pudieran propa-
gar en sus propios lenguajes terrestres el preexistente código de
leyes divinas que aquél había formulado previamente» (ibídem:
325). No había leyes de la naturaleza simplemente porque nadie
las había creado: «No se confiaba en que el código de la naturale-
za pudiera ser desvelado y leído, porque no había seguridad de
que un ser divino, aún más racional que nosotros, hubiera formu-
lado jamás un código que se pudiese leer» (ibídem: 325). El mun-
do era concebido como un todo armónico, sin que hubiera autori-
dad alguna superior a la que hubiese que obedecer.
A diferencia de China, la idea de leyes de la naturaleza forma
parte de la tradición occidental desde hace siglos, aunque dicho
concepto sólo alcanzó un estatuto importante en el siglo XVI y
no se desarrolló por completo hasta la aparición de los primeros
cultivadores del método científico en el siglo XVIII.2 En el siglo

2. J. Needham, siguiendo a E. Zilsel, señala la relación entre el auge del


absolutismo monárquico y el desarrollo de dicho concepto. Éste nació con los
estoicos en el período de formación de las grandes monarquías que siguieron
a la muerte de Alejandro Magno y se desvaneció con el feudalismo medieval,

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XVIII será uno de los conceptos claves que definan la época.3 Se
entiende así el sentido de la afirmación que señala que mientras
los pensadores chinos se inclinan a buscar un sentido (Tao), los
científicos occidentales buscan una ley (Schrodinger, 1975: 75).
Como muestra el caso de China, el desarrollo del concepto de ley
de la naturaleza, base de la ciencia moderna, estuvo condiciona-
do por una determinada «imagen religiosa del mundo»: «las ideas
vigentes acerca de un ser supremo, aunque estaban presentes
desde los tiempos primitivos, se despersonalizaron [...] impidie-
ron el desarrollo de leyes abstractas impuestas desde los comien-
zos por un legislador celeste» (Needham, 1977: 325). Como con-
clusión se puede señalar que el concepto de leyes de la naturaleza
sólo apareció allí donde existía la idea de un Dios ético, personal
y supramundano. Y, como sabemos a partir de las tipologías
weberianas, fueron los profetas emisarios del Cercano Oriente
los que difundieron el mensaje de un Dios al que se le debía
obediencia. Por el contrario, la religiosidad del Lejano Oriente

período de difuminación del poder. Más tarde resurgiría en el Renacimiento


con la aparición del absolutismo real. Como señala E. Zilsel y recoge J. Need-
ham: «no es una simple casualidad que la idea cartesiana de Dios como legis-
lador del Universo se desarrollara sólo cuarenta años después de la teoría de
Jean Bodin sobre la soberanía» (Needham, 1977: 309). Sobre esta relación
puede verse también Lamo de Espinosa et al. (1994: 59-60).
3. Se puede apreciar el desarrollo del proceso de secularización del conoci-
miento dando cuenta de las palabras claves que marcaron el clima intelectual
en diferentes siglos. Si, como mostraba C. Becker (1932), en el siglo XIII esas
palabras claves eran Dios, pecado, gracia, salvación o gloria, en el siglo XVIII
los términos que definieron el clima intelectual fueron razón, naturaleza y leyes
de la naturaleza. Todos ellos hacen referencia a las manifestaciones de Dios.
Esta divinización de la naturaleza culminará con el movimiento del Deísmo
inglés. A este respecto, debe verse E. Gómez Arboleya (1957), y la recuperación
que de esta obra ha hecho E. Lamo de Espinosa (Lamo de Espinosa et al., 1994:
61). La identificación entre las leyes de la naturaleza y la divinidad resulta defi-
nitoria para este movimiento. Así, por ejemplo, W. Wollaston señalaba: «El mundo
es gobernado por leyes, leyes por las cuales actúan las causas naturales, se suce-
den regularmente los varios fenómenos y en general se conserva la constitución
de las cosas. Las leyes proceden del autor de la naturaleza. Tales leyes pueden
llamarse la divina providencia» (Gómez de Arboleya, 1957: 254). Por su parte,
M. Tindal afirmaba que «la religión de la naturaleza se afirma como perfecto
cristianismo y por tanto como perfecta religión» (ibídem: 255). En la misma
línea, S. Clarke, que estuvo en contacto con el Deísmo, señalaba: «Razón y
deidad son lo mismo. Lo que es verdadero por ley de naturaleza o razón de las
cosas es, de igual modo, la voluntad de Dios» (ibídem).

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se caracterizaba por la falta de profecía o por el triunfo de la
profecía ejemplar. Estos profetas ejemplares, que, como Buda, no
predicaban ningún mensaje divino de obediencia, se presenta-
ban simplemente como hombres ejemplares a los que había que
seguir si se quería alcanzar la salvación en un orden cósmico
impersonal y supradivino. En la religiosidad oriental falta la pro-
fecía emisaria que trae el mensaje de un Dios supremo (Weber,
1944: 356-364). Como vemos, la diferente relación de Oriente y
de Occidente con la ciencia está condicionada por la distinta
«imagen» de la divinidad. En Occidente nos encontramos con
un Dios ético, personal y supramundano, que ha decretado leyes
para que todos los seres se rijan por ellas. En Oriente, por el
contrario, nos encontramos con poderes impersonales supradi-
vinos: «Sin que se tomen medidas se realizan todas las cosas, ese
es el Tao del Cielo» (Confucio).

3.1. «Ad maiorem Dei gloriam»: el impulso puritano de la ciencia

La historia de la ciencia nos demuestra que, en sus orígenes,


no se desarrolló en oposición a la religión, sino en perfecta sim-
biosis con ella. Frente a la tesis positivista, que mantenía el mito
de la oposición entre ciencia y religión, lo cierto es que ambas
coexistieron y colaboraron (Iranzo, 1992: 236-251). La polémica
surge a la hora de valorar el estímulo que la ciencia recibió por
parte de las diferentes tradiciones religiosas.
La obra de R. K. Merton Ciencia, tecnología y sociedad en la
Inglaterra del siglo XVII es sin duda uno de los más importantes
estudios sobre la influencia de la religión en la ciencia moderna.
Según su tesis, el puritanismo fue la tradición religiosa que de
forma más clara propició el desarrollo de la ciencia. Siguiendo a
Weber, R. K. Merton encontró en las «imágenes religioso-meta-
físicas» del puritanismo la clave para entender el papel que éste
desempeñó como factor que favoreció el desarrollo de la cien-
cia. Al igual que las religiones orientales de carácter místico, el
protestantismo defendía la negación del mundo con el que no
podía haber reconciliación. Pero, frente a aquéllas, la salvación
no se encontraba en la huida del mundo, sino en su dominación.
Al mismo tiempo que se negaba el mundo, se veía en su domi-
nación la forma de alcanzar la salvación. Es este doble vínculo

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—de negación y al mismo tiempo de dominación del mundo—
el que nos proporciona la clave para entender por qué el protes-
tantismo coadyuvó al desarrollo de la ciencia.
Para los protestantes el mundo había sido creado por Dios y
el hombre debía trabajar en él para aumentar su gloria. Trabajar
incesantemente era la forma de aumentar las riquezas munda-
nas, que no eran sino una manifestación de la divinidad. Al ser el
mundo una manifestación de Dios, el estudio de los fenómenos
naturales se convertía en un medio de glorificación de su obra.
En el Christian Directory de R. Baxter encontramos las formula-
ciones principales del ethos protestante a este respecto:4 «El gran
medio de promover el amor a Dios es contemplarlo debidamen-
te en sus aspiraciones ante el hombre, en los modos de la Natu-
raleza, la Gracia y la Gloria. Primero pues aprender a compren-
der y hacer buen uso de sus manifestaciones en la Naturaleza y
ver al Creador en todas sus obras, y por el conocimiento y el
amor de ellas elevarse al conocimiento y el amor de Él» (Merton,
1984: 101). Los intereses religiosos de la época exigían en sus
irrenunciables implicaciones prácticas el estudio sistemático, ra-
cional y empírico de la naturaleza, para honrar así a Dios en sus
obras y dominar el mundo. Además, y esto es muy significativo,
la ciencia contribuía a resolver un problema que derivaba de la
teología protestante: la falta de certitudo salutis, que implicaba
la teoría de la predestinación. La angustia existencial que ésta
generaba era aliviada por medio de una concepción del trabajo
que hacía de él una actividad incesante y metódica. Los propios
miembros de la Royal Society apreciaron la funcionalidad que la
ciencia tenía para el ethos protestante: «¿qué hay, se preguntaba
Sprat, más activo, industrioso y sistemático que el Arte del Expe-
rimento, que “nunca puede llegar a su fin por los trabajos perpe-
tuos de un solo hombre, ni siquiera por las fuerzas sucesivas de
la mayor de las asambleas”?» (Merton, 1984: 118). La metodiza-
ción y sistematización de la práctica científica permitían olvidar
la incertidumbre de la salvación y las tentaciones mundanas, y,
puesto que era Dios quien llamaba al trabajo constante, el éxito
en la labor científica, al igual que en la esfera económica, se

4. Al igual que Weber, R. K. Merton encontró en el Christian Directory


de Richard Baxter una presentación típica de los principales elementos del
ethos puritano.

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interpretaba como una señal de la elección divina. La ciencia
era por tanto funcional al ethos protestante. De ahí que los estu-
dios más valorados por los puritanos fueran la física y las mate-
máticas, que se consideraban como los medios para acceder a
Dios a través de sus manifestaciones en la naturaleza.
Pero R. K. Merton no planteó una tesis idealista que hiciera
del puritanismo el factor que determinó el desarrollo de la cien-
cia.5 Tanta o mayor importancia que los intereses ideales del puri-
tanismo tuvieron los condicionamientos económico-militares en
la Inglaterra del siglo XVII. En efecto, las diferentes utilidades prác-
ticas de la ciencia fueron un factor clave para su desarrollo. R. K.
Merton volvía sobre ello en el prefacio a la nueva reedición de su
obra en 1970, señalando que las críticas que había recibido su
libro, que se habían centrado casi exclusivamente en la hipótesis
que vinculaba el puritanismo con la ciencia, parecían olvidar esta
otra hipótesis acerca de las influencias económicas y militares
sobre el ámbito de la investigación científica (Merton, 1984: 14).6

5. En el prefacio de la edición de su obra en 1970, R. K. Merton recalcaba


que no había que interpretar su tesis sobre la relación entre el puritanismo y
el desarrollo de la ciencia en términos deterministas: «no ocurrió que el puri-
tanismo fuese indispensable, en el sentido de que, si éste no hubiese hallado
expresión histórica en este tiempo, la ciencia moderna no habría surgido. No
presentamos el movimiento históricamente concreto del puritanismo como
un requisito para el sustancial impulso de la ciencia inglesa por aquel enton-
ces [...] La interpretación que se sustenta en este sentido supone el requisito
funcional de brindar un sostén social y culturalmente pautado a una ciencia
todavía no institucionalizada, pero no presupone que sólo el puritanismo po-
dría haber cumplido tal función. Ocurrió que el puritanismo brindó un impor-
tante apoyo (no exclusivo) en aquel tiempo y lugar históricos. Pero esto no lo
hace indispensable» (Merton, 1984: 19-20).
6. La tesis de R. K. Merton supuso una alternativa a la polarización que tenía
lugar en el estudio de ciencia entre los «internalistas», que defendían que el
progreso científico únicamente respondía a contenidos cognitivos y al desarro-
llo del método científico, y los «externalistas», para quienes el desarrollo de la
ciencia debe explicarse a partir del contexto económico y social donde los cien-
tíficos llevan a cabo su trabajo. R. K. Merton buscaba un equilibrio entre las
variantes idealista y materialista del enfoque externalista y establecer una sínte-
sis con respecto a la dicotomía internalismo/externalismo, señalando que, si
bien era cierto que el contexto externo orientaba el desarrollo de la ciencia hacia
determinados intereses, esa influencia externa no alcanzaba a los contenidos
concretos de la ciencia. Aunque R. K. Merton no pudo conciliar las posturas
«internalistas» y «externalistas», su obra tuvo el mérito de significar el inicio
de la historia institucional de la ciencia (Iranzo y Blanco, 1999: 66; Lamo de

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No obstante, la utilidad social era también un fin prescrito
por la religión. El empleo debía ser elegido como medio para ser
más útil a Dios, pero también para contribuir al bien común. Se
iniciaba así la transición desde la justificación del trabajo cientí-
fico como forma de glorificar a Dios, a la exaltación del utilita-
rismo. El criterio utilitario iba desplazando a la glorificación de
Dios como motivación y legitimación de la práctica científica.
En este proceso de transición desempeñaron un papel crucial
las figuras de los mediadores, tal y como veremos más adelante.

3.2. El profetismo católico y los orígenes de la ciencia

El apartado anterior no es más que una simple exposición de


la ya clásica tesis de R. K. Merton sobre la importancia que tuvo el
protestantismo en la génesis de la ciencia moderna. Pero desde
que R. K. Merton escribiera su tesis en 1938 se han publicado
diferentes trabajos que ponen en tela de juicio las propuestas
mertonianas. Se pueden destacar las críticas que hacen referen-
cia a la ambigüedad del término «puritanismo», al momento his-
tórico concreto al que se debe aplicar dicho término o a las pre-
cauciones que hay que adoptar al dar cuenta de las verdaderas
motivaciones y actitudes de los científicos (Cohen, 1990: 62-75).
Algunos autores han criticado la obra de R. K. Merton por el privi-
legio que concedía al protestantismo como motor de la ciencia y
por ignorar la importancia que tuvieron otras tradiciones religio-
sas como el catolicismo. A este respecto, se pueden destacar las
aportaciones de B. Nelson. Este autor reprocha a R. K. Merton
que su interés casi exclusivo por el protestantismo le impidiera
ver la importancia que en el desarrollo de la ciencia tuvieron las
áreas culturales católicas desde el siglo XII hasta el XVII y los desa-

Espinosa et al., 1994: 463). En referencia a la polémica internalismo/externalis-


mo en la historia de la ciencia, E. Medina juzgaba así la obra de R. K. Merton: «la
tesis doctoral de Merton (1970) sobre la ciencia en la Inglaterra del XVII no le
permite llegar excesivamente lejos en sus análisis, en la medida en que asume el
dictum positivista de la autonomía de la racionalidad científica [...] es externalis-
ta [...] dedicándose esencialmente a tratar aspectos de la ciencia tales como la
“comunidad científica”, la “estructura social de la Ciencia” o el “ethos de la co-
munidad”. Pero son internalistas cuando aceptan que la sociología no tiene nada
que decir sobre el contenido del conocimiento científico» (Medina, 1995: 73).

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rrollos tecnológicos que se produjeron en la Edad Media (Nelson,
1976).7 Lo que pretende la crítica de B. Nelson no es negar la enor-
me importancia que tuvo el protestantismo en el desarrollo de la
ciencia, sino borrar el carácter tan negativo que se le ha atribuido
al periodo medieval y, sobre todo, señalar el papel que desempe-
ñaron los pensadores católicos al crear las condiciones que per-
mitieron el despegue de aquélla. En efecto, según B. Nelson, los
innovadores de la moderna revolución científica no surgieron de
la ética del ascetismo intramundano, sino que se formaron en
círculos culturales católicos, como fue el caso de Copérnico, Gali-
leo, Descartes o Pascal. Su gran aportación fue romper con los
postulados filosóficos de su época proclamando una nueva ver-
dad, un nuevo paradigma. Esa ruptura, fundamento de la ciencia
moderna, fue provocada por aquellos que como nuevos profetas
proclamaron «su convicción de que la certeza objetiva y la íntima
certidumbre eran las marcas indispensables de la ciencia, de la
verdadera filosofía y de la creencia razonable» (ibídem: 59). Se
enfrentaban así al ficcionalismo y al probabilismo que defendían
los líderes de las instituciones religiosas de su tiempo. El caso de
Galileo resulta significativo a este respecto. Con el fin de evitar su
condena, el cardenal Belarmino y el papa Urbano VIII le propu-
sieron que diera a sus teorías y a las de Copérnico un estatuto de
«ficciones», es decir, instrumentos de cálculo que no tuvieran pre-
tensión de ofrecer una imagen verdadera de la realidad. Tras su
condena en 1633, Galileo sólo estaba autorizado a presentar sus
opiniones como ficciones. A pesar de ello, se negó a pactar con el
ficcionalismo por considerarlo degradante para un científico como

7. A pesar de las discrepancias con R. K. Merton, B. Nelson se opone a las


críticas que niegan que el protestantismo o cualquier otra tradición religiosa
haya influido en el desarrollo de la ciencia. En esta línea, tanto R. K. Merton
como B. Nelson restan valor a las tesis de L. S. Feuer, que negaba esa influen-
cia apoyándose para ello en la descripción de los miembros de la Royal Society
como hedonistas-libertarios. Este autor intenta mostrar «cómo la ética hedo-
nista-libertaria dio impulso a la revolución científica, y fue realmente el credo
de los nacientes movimientos científicos en todas partes» (Nelson, 1976: 57).
La réplica de R. K. Merton, que aparece en el prefacio a la citada obra de 1970,
se fundamenta en la definición de hedonismo de L. S. Fuer, que ciertamente
resulta desmedida: «una vez que el goce en la labor científica se convierte en
un signo de hedonismo, no puede haber mucha dificultad para establecer que
el muy puritano científico John Ray, o el médico puritano Thomas Sydenham
o el piadoso Robert Boyle, eran incorregibles hedonistas» (Merton, 1984: 28).

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él, que estaba luchando por conocer y proclamar la verdad. Su fe
era una fuente de inspiración que le enseñó a actuar a la luz de
su conciencia comprometida y que le llevó a romper con los vie-
jos postulados eclesiásticos (ibídem: 85). Estos «profetas católi-
cos» no eran, por tanto, personajes que pactaban con el poder de
las instituciones eclesiásticas, ni hombres escépticos, ni tampo-
co racionalistas que se oponían a la religión. Por el contrario,
creían en la verdad de Dios, pero una verdad que les era revelada
por la naturaleza y por los números, y no por las interpretacio-
nes de las Escrituras. Esta ruptura fue la que posibilitó el des-
pegue de la ciencia. B. Nelson se muestra concluyente al señalar
el salto cualitativo que provocó el profetismo católico: «El hecho
de que el movimiento y la concepción científicos gozaron con
el tiempo de una ascendencia mucho mayor entre los protestan-
tes que entre los católicos, no debe oscurecer el importante pa-
pel que “áreas culturales” católicas jugaron en la iniciación de
la revolución científica y filosófica de los siglos XVI y XVII. Ni
Francis Bacon, ni los miembros de la Royal Society, y ni siquiera
Newton, fueron los que pusieron las ruedas en movimiento; fue-
ron Copérnico, Galileo, Descartes, Pascal y muchos otros que ha-
bían sido educados en escuelas católicas y que tuvieron que lu-
char para abrirse camino hacia la convicción de que habían per-
cibido nuevas verdades acerca de la revelación del libro de la
naturaleza» (Nelson, 1976: 76).

4. El principio de heterogonía de los fines en el paso


de la religión a la ciencia

Hemos visto el soporte religioso desde el que se desarrolló la


ciencia. Hoy en día el conocimiento científico no necesita de
ninguna legitimidad religiosa. ¿Cómo fue posible este proceso
de emancipación y autonomización de la esfera científica con
respecto a la esfera religiosa? ¿Cómo podemos dar cuenta de la
sustitución del conocimiento sagrado por el secular como cono-
cimiento legitimado socialmente? La respuesta más consistente
la ofrecieron los que vieron continuidad donde otros veían en-
frentamiento entre los discursos de la religión y la ciencia. Si ante-
riormente se han expuesto las tesis de R. K. Merton y de B. Nel-
son ha sido porque ambos autores, al dar cuenta de la continui-

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dad entre religión y ciencia en las áreas culturales protestantes y
en las católicas, ofrecieron aportaciones de gran valor para ex-
plicar el cambio histórico de la religión a la ciencia a partir del
llamado principio de la heterogonía de los fines (Stark, 1971) o de
las consecuencias no previstas de la acción.
Tanto B. Nelson como R. K. Merton coinciden al presenta-
mos a las figuras de los profetas católicos y de los jerarcas pro-
testantes como personajes motivados por valores religiosos irre-
nunciables que actuaban guiados por una ética de la convicción.
Fue el propio R. K. Merton el que en un célebre artículo sobre
las consecuencias imprevistas de la acción vio en la defensa de
valores básicos una de las posibles fuentes que originaban este
tipo de consecuencias (Merton, 1980: 183). Haciendo referencia
a La ética protestante y el espíritu del capitalismo, mostraba cómo
las consecuencias de la acción no se tienen en cuenta cuando
dicha acción está determinada por valores fundamentales. La
satisfacción ante el deber cumplido desplaza la preocupación
por las consecuencias objetivas de la acción; consecuencias im-
previstas que, como señala R. K. Merton, cuando se producen
no quedan limitadas al área específica en que tuvo lugar la ac-
ción, sino que se extienden por campos relacionados a los que se
ignoraba en el momento en que se produjo aquélla. Y como «esos
campos están de hecho relacionados, las ulteriores consecuen-
cias en las áreas adyacentes tienden a reaccionar sobre el siste-
ma fundamental de valores» (ibídem: 184). Con esta formula-
ción, R. K. Merton resaltaba que esta reacción constituye un ele-
mento fundamental para entender el proceso de secularización,
transformación y desintegración de los valores religiosos, tal y
como ya apuntó Weber.
En el caso concreto que me ocupa, la secularización del co-
nocimiento ha de ser explicada a partir de las figuras de los me-
diadores que hicieron posible esa transformación de los valores
con respecto al conocimiento. Para entender este proceso resul-
ta de gran valor analítico la figura del mediador evanescente. Este
concepto procede de la obra de F. Jameson, quien ha utilizado
el «cuadro semiótico» de A. J. Greimas para dar cuenta de las
estructuras narrativas que están presentes en la obra de We-
ber (Jameson, 1974). Siguiendo la interpretación de F. Jameson,
R. Ramos profundiza en las determinaciones de esta figura y
añade el adjetivo de extraño, para así caracterizarla en términos

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identitarios (Ramos, 2001: 61). Los agentes históricos a los que
así se define son los que, según Weber, resultaron cruciales en el
proceso de desencantamiento: el profeta y el ascetismo intramun-
dano. Éstos son mediadores extraños porque tienen una identi-
dad formada por dos lógicas sociales que históricamente habían
estado separadas y que resultaban incompatibles (ibídem: 61).
Gracias a su ambivalencia identitaria consiguen mediar entre
esas dos lógicas incompatibles, dando así lugar a una nueva con-
figuración histórica. Sin embargo, una vez que estos mediado-
res cumplen su cometido, su destino es desaparecer, ya que su
propia acción da lugar a una nueva realidad que escapa a sus
determinaciones y a sus intenciones originarias. En el caso del
profeta emisario, éste se nos presenta como un «tipo ideal» ca-
racterizado por estar dotado de carisma personal y por anunciar
una doctrina de obediencia a Dios. De esta forma, el profeta com-
patibiliza dos lógicas que históricamente habían estado enfren-
tadas: el carisma personal propio de la figura del mago y la doc-
trina propia de los sacerdotes. Por eso, cuando el profeta irrum-
pe en el campo religioso lo hace como mediador evanescente.
Es mediador porque compatibiliza esas dos lógicas enfrentadas
que encarnan las figuras de magos y sacerdotes, y hace así posi-
ble el paso de la religiosidad mágica y de la religiosidad sacerdo-
tal a una nueva religiosidad ética. Y es evanescente porque fruto
de esa mediación da lugar a una nueva religiosidad congrega-
cional que tiene como consecuencia imprevista la rutinización
del carisma que le había dado origen. Lo mismo sucede con el
ascetismo intramundano en su papel de mediador entre el senti-
do religioso y la racionalización capitalista. F. Jameson (1974:
71-80) también aplicó en este caso la figura del mediador evanes-
cente para definir al ascetismo intramundano, que hizo posible,
gracias a su mediación, el paso de un mundo tradicional carga-
do de sentido a un mundo moderno racionalizado. La racionali-
zación desacralizó un mundo que pasó a ser extraño a aquellos
que habían contribuido a su racionalización.
Estas figuras de los mediadores evanescentes son igualmente
determinantes a la hora de entender el proceso de seculariza-
ción del conocimiento. A pesar de la disputa sobre la mayor o
menor influencia que tuvieron el catolicismo o el protestantis-
mo ascético en el despegue de la ciencia moderna, tanto B. Nel-
son como R. K. Merton coincidían al señalar el papel fundamen-

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tal que jugaron las figuras de los mediadores, ya fuese en las
áreas católicas o en las protestantes. Para ello, se servían de al-
gunas de las aportaciones más fructíferas que nos ha legado la
obra de Weber.
La tesis de B. Nelson sobre el papel que cumplieron las áreas
católicas en el despegue de la ciencia moderna se construye a
partir de la distinción entre los tipos ideales de la religión sacer-
dotal y la religión profética, que es central en la sociología webe-
riana de la religión. Frente a los sacerdotes, que defienden una
verdad ya codificada y legitimada institucionalmente, B. Nelson
nos habla de «los individuos que insisten en proclamar una po-
derosa certidumbre (subjetiva) propia o en señalar una certeza
(objetiva) que aparece como claramente establecida por una es-
pecie de nueva revelación [...] Estos hombres se sienten llama-
dos a actuar como profetas y a hacer manifiesta la verdad de
palabra y obra» (Nelson, 1976: 61). Según este autor, Galileo, Des-
cartes, Pascal, y otros contemporáneos que vivieron en áreas cul-
turales católicas, son expresiones de ese profetismo que se en-
frentó a la religión sacerdotal defendiendo una nueva verdad.
Fue a ellos a quienes les correspondió esa labor mediadora, a
ellos que luchaban contra el ficcionalismo, el probabilismo y el
sistema teológico establecido por los jerarcas eclesiásticos. Como
señala M. A. Quintanilla, reafirmando la tesis de B. Nelson, los
nuevos profetas no simbolizan una ruptura con el pasado, sino
una mediación: «La nueva ciencia no es una reacción de la ra-
zón descarnada contra el espíritu religioso, hay que verla más
bien en la óptica de las relaciones entre religión institucional y
religión profética. Galileo no es un racionalista que se opone a
la religión, sino más bien un espíritu profético que se opone a la
ideología característica de la casta sacerdotal. En definitiva, pues,
la ciencia moderna no fue en sus comienzos ni neutral con res-
pecto a un pensamiento religioso institucionalizado que preten-
día definir las pautas para el conocimiento de la realidad, ni in-
dependiente de un espíritu religioso en el que necesariamente
estaba envuelta» (Quintanilla, 1976: 14).
La tesis de B. Nelson nos remite a la sociología weberiana de
la religión, a las luchas entre los distintos agentes religiosos, a las
posiciones que ocupan en el campo religioso y a su capacidad
para imponer una determinada «imagen religiosa» y un habitus a
los laicos. Ha sido P. Bourdieu el autor que más ha profundizado

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en esta línea, criticando y enriqueciendo la teoría weberiana de la
religión y señalando que para superar sus dificultades es necesa-
rio llevar a cabo una ruptura fundamental y «subordinar el análi-
sis de la lógica de las interacciones (entre agentes) [...] a la cons-
trucción de la estructura de las relaciones objetivas entre las posi-
ciones que ellos ocupan en el campo religioso, estructura que
determina la forma que pueden tomar sus interacciones y la re-
presentación que pueden tener de ellas» (Bourdieu, 2000: 46). En
función de la posición ocupada en la estructura objetiva de un
determinado estado del campo religioso los agentes podrán movi-
lizar distintas fuerzas materiales o simbólicas en la lucha por el
monopolio del ejercicio legítimo del poder religioso (ibídem: 53).
Esta lucha, que Weber y P. Bourdieu analizan en el estado del
campo religioso en el que se enfrentaban magos, sacerdotes y pro-
fetas con el objetivo de imponer un determinado habitus a los
laicos, es proyectada por B. Nelson al período en el que los «profe-
tas» de la ciencia se enfrentaban a la jerarquía eclesiástica: «aun-
que los pioneros de la ciencia y la filosofía modernas hubieran
querido adoptar una teoría instrumentalista o falibilista acerca de
las leyes científicas, en realidad ya no les quedaba opción, porque
las posiciones ficcionalistas y probabilista habían sido ya ocupa-
das por los jefes del sistema establecido» (Nelson, 1976: 67). En la
proyección que hace B. Nelson de la lucha entre profetas y sacer-
dotes a los orígenes de la ciencia, los laicos juegan un papel más
pasivo que activo a la hora de definir la correlación de fuerzas
entre aquéllos: «la oposición fundamental a los innovadores no se
encontraba en el pueblo supersticioso [...] No podemos forjarnos
la idea de que el hombre de la calle se sintió molesto por el talante
experimental y falibilista de los científicos. El enemigo no era el
hombre sencillo. El verdadero enemigo se encontraba en la elite
[...] del establishment eclesiástico, que siguió con gran interés el
trabajo de científicos y filósofos y no tuvo nada que objetar mien-
tras los innovadores no pretendieran poseer una verdad o una
certeza que suponía un claro desafío a las doctrinas recibidas»
(ibídem: 72). La pasividad de los laicos ante el mensaje de estos
nuevos «profetas», como son definidos por B. Nelson, es la mejor
muestra de que este término no resulta demasiado apropiado para
caracterizar a los que se considera como pioneros de la ciencia.
Esta constatación no tiene por qué afectar a la tesis que aquél
defiende, pero lo cierto es que la revelación profética remite, como

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bien vio Weber, a una visión unitaria de la vida que inculca un
determinado habitus que afecta a los laicos. Y ello ya sea porque
el carisma se impone como una cualidad que irrumpe extraordi-
nariamente («es específico de los profetas que no reciben su mi-
sión por encargo de los hombres, sino que la usurpan») (Weber,
1944: 359) o porque el habitus de la profecía está objetivamente
acorde con el habitus de sus destinatarios (Bourdieu, 2000: 58).
Si en la tradición católica el papel de mediadores entre los
discursos de la religión y la ciencia lo cumplieron los llamados
profetas católicos de la ciencia, en la tradición protestante ese
cometido lo desempeñaron los jerarcas puritanos. Al igual que
aquéllos, estos mediadores administraban dos principios que en
un momento histórico coincidieron y que hasta entonces ha-
bían estado enfrentados. En efecto, anteriormente se señalaba
cómo el criterio utilitario iba desplazando a la glorificación de
Dios como motivación de la práctica científica. En el Christian
Directory se evidencia cómo R. Baxter actúa como mediador
entre estas dos lógicas religiosa y utilitaria. Teniendo como ob-
jetivo básico un ethos religioso, sin embargo, se empieza a supe-
ditar la contemplación religiosa al utilitarismo: «deben entre-
garse menos a la contemplación y preferir el mayor bien». Capí-
tulo aparte merecen los grandes reformadores, que, como señala
R. K. Merton, no eran entusiastas de la ciencia. Lutero era hos-
til con ella, ya que consideraba que la justificación por la fe era
el único camino válido para la salvación. El caso de Calvino era
mucho más contradictorio: «fue ambivalente, concedía alguna
virtud al intelecto práctico, pero mucho menos que la debida al
conocimiento revelado» (Merton, 1964: 595). Posteriormente,
la ética religiosa del movimiento calvinista-puritano fue la que
promovió un estado de espíritu y una orientación axiológica
que invitaban al cultivo de la ciencia (ibídem: 595). La acción de
estos mediadores tuvo unos efectos inintencionados e indesea-
dos, ya que contribuyeron a cimentar un discurso científico que
poco a poco iba dejando de necesitar soporte religioso alguno.
R. K. Merton resaltaba esta tesis como una de sus principales
aportaciones: «uno de los resultados básicos de este estudio es
el hecho de que la influencia más significativa del puritanismo
sobre la ciencia fue en gran medida involuntaria en los jefes
puritanos. Que el mismo Calvino execrase la ciencia no hace
más que acentuar la paradoja de que él diese origen a un vigo-

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roso movimiento que promovió el interés por este campo» (Mer-
ton: 1984: 88).
Como consecuencia no prevista los mediadores dieron lugar
a un mundo extraño a sus motivaciones originarias, un mundo
en el que la ciencia ya no necesitaba de la religión: «La posibili-
dad de que la ciencia, como medio de lograr un fin religioso,
posteriormente se apartase de tales soportes religiosos y, en cier-
ta medida, tendiera a delimitar el ámbito del control teológico al
parecer no se percibía» (Merton, 1984: 108). Se puede observar
aquí cómo R. K. Merton también aplicaba el principio weberia-
no de la heterogonía de los fines al cambio histórico de la religión
a la ciencia. Al igual que señalaba Weber a propósito del capita-
lismo, también con la ciencia el ascetismo intramundano actuó
como un mediador paradójico.

5. Consideraciones finales

Impulsada por la religión, la ciencia se diferencia y emanci-


pa, desarrollándose en su propia esfera sin necesidad de ningún
soporte religioso. Es evidente el paralelismo con la tesis de We-
ber sobre el origen del capitalismo moderno. En las páginas fi-
nales de La ética protestante y el espíritu del capitalismo se puede
leer que «el capitalismo victorioso no necesita ya de este apoyo
religioso, puesto que descansa en fundamentos mecánicos» (We-
ber, 1991: 259). Si sustituimos «capitalismo» por «ciencia» vere-
mos la similitud entre ambos procesos. La ciencia iba tomando
cada vez más terreno a los presupuestos sagrados sobre los que
se basaba y que contribuyeron a su desarrollo: «los conflictos
aparentes entre la teología y la ciencia que surgieron cuando los
hallazgos científicos parecían refutar diversas afirmaciones de
los teólogos ortodoxos se produjeron más tarde, con cada exten-
sión de la indagación científica, a ámbitos que hasta entonces
eran considerados como “sagrados”» (Merton, 1984: 108). Como
señalaba Weber, el desarrollo de la ciencia completaba el proce-
so de desencantamiento del mundo, originado por las profecías
antiguas e impulsado por el gran propulsor de la ciencia, el asce-
tismo intramundano. En La ciencia como vocación, mostraba de
este modo cómo el conocimiento científico desencanta el mun-
do negando la pretensión de que tenga sentido: «¿quién cree to-

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davía hoy que los conocimientos astronómicos, biológicos, físi-
cos o químicos pueden enseñarnos algo sobre el sentido del
mundo [...]? [...] Si tales conocimientos tienen algún efecto es
más bien el de secar de raíz la fe en que existe algo que pueda
llamarse “sentido” del mundo» (Weber, 1988: 205-206).
La teología fue perdiendo terreno y sus intereses quedaron
hipotecados a los de la ciencia. Como señaló S. Toulmin, la orga-
nización social del trabajo científico culminó todo este proceso:
«Con la fragmentación profesional del trabajo científico que em-
pezó sobre 1820 o 1830, comenzó la tensión. Todas las cuestiones
que surgieron dentro de determinadas disciplinas científicas te-
nían sus correspondientes grupos de personas cuya labor era tra-
tar de ellas; por el contrario, la integración de los resultados cien-
tíficos en una cosmología general, transdisciplinar, y la interpre-
tación teológica de la estructura resultante no constituían [...] la
tarea profesional de nadie. A partir de 1860, surgieron nuevas ge-
neraciones de científicos que ya ni sabían ni les importaba que las
llamadas “leyes de la naturaleza” habían recibido su nombre ori-
ginalmente por ser “leyes decretadas por Dios Creador”, y que no
se sentían [...] en ningún modo obligados por los términos de la
alianza entre Ciencia y Teología implícita en la “filosofia natural”
de Newton» (Toulmin, 1981: 23). La división del trabajo científico
rompió con la coordinación e integración que proporcionaba la
teología natural. La fragmentación disciplinar de la ciencia hacía
innecesarias sus funciones de integración y coherencia. El proce-
so que se originaba con el impulso que la religión dio a la ciencia
tuvo como consecuencia no prevista la expulsión de la teología
natural de la indagación científica.8

8. Ahora bien, la ciencia se liberaba de la religión al mismo tiempo que se


sacralizaba ella misma a partir de unos presupuestos que escondían viejos pos-
tulados teológicos, como el que atendía al carácter absoluto de la verdad. Como
señala M. Beltrán (1999: 302), «el desencantamiento del mundo llevado a cabo
por la ciencia implicó paradójicamente un proceso de sacralización de la propia
ciencia». El propio M. Beltrán da cuenta, en el artículo citado, del proceso de
secularización de la ciencia en tanto que pérdida de su carácter sagrado.

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CAPÍTULO 3
EL PROCESO DE SECULARIZACIÓN
Y EL NACIMIENTO DEL NACIONALISMO.
¿LA RELIGIÓN DE LA MODERNIDAD?

1. Introducción

¿Ha coadyuvado, y de qué manera, la religión a la génesis y


desarrollo de las etnias y naciones de forma parecida a como lo
hiciera con respecto al capitalismo y la ciencia moderna? ¿Qué
relación guarda el nacimiento del nacionalismo con el proceso de
secularización? ¿Es el nacionalismo la nueva religión de la mo-
dernidad? A dar respuesta a estas preguntas está dedicado este
capítulo que en su comienzo retoma el marco analítico de la so-
ciología weberiana aplicándolo al estudio de la nación y el nacio-
nalismo. En efecto, recordemos que al final de La ética protestante
y el espíritu del capitalismo, Weber se adentraba en el terreno de
los juicios de valor hasta culminar con aquella frase lapidaria so-
bre «los últimos hombres» de la evolución de nuestra cultura que
se habían convertido en «especialistas sin espíritu» y «gozadores
sin corazón» (Weber, 1991: 260). Consciente, como era, de los ries-
gos que para el oficio de sociólogo tienen los juicios de valor, no se
dejó atrapar por esta corriente normativa y, a renglón seguido,
indicaba los caminos que debían ser recorridos para complemen-
tar su investigación sobre la influencia ejercida por el racionalis-
mo ascético sobre otros elementos que han marcado la civiliza-
ción occidental. Una de esas líneas de investigación debería pro-
fundizar en la relación de aquél con «el desarrollo del empirismo
filosófico y científico, con el desenvolvimiento técnico y con los
bienes espirituales de la civilización» (ibídem: 260). Esta línea de
indagación ha sido largamente explorada,1 pero no así otra futura

1. Ver el capítulo anterior.

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línea de investigación que Weber también sugirió en esa obra y
que debería «mostrar el alcance que el racionalismo ascético po-
see para la ética político-social, es decir, para la organización y
funcionamiento de los grupos sociales desde el conventículo al
Estado» (Weber, 1991: 260). Entre esos grupos y comunidades
habría que referirse a los que han estado en la base del Estado
moderno: la etnia y la nación. Sin embargo, hasta hace unas déca-
das han sido pocas las obras que han prestado atención a los orí-
genes y fundamentos religiosos de las etnias, naciones y naciona-
lismos. El motivo de este escaso interés deriva de que, a diferencia
del capitalismo y la ciencia, el nacionalismo ha sido considerado
hasta hace poco tiempo como una fuerza antimoderna que sería
deglutida por el devenir histórico. No obstante, y puesto que ese
pronóstico no se ha cumplido, desde los años ochenta del pasado
siglo el campo de estudio de las naciones y los nacionalismos ha
experimentado un enorme crecimiento. Y con él también ha au-
mentado el interés por su origen y desarrollo. Sin embargo, para
dar cuenta de ellos, los teóricos del nacionalismo se han servido
en muchas ocasiones de unos esquemas evolucionistas, funcio-
nalistas y teleológicos que resultan limitados. Frente a ellos, con-
sidero que la obra de Weber, especialmente La ética protestante y el
espíritu del capitalismo, nos ofrece herramientas de gran valor
analítico para dar cuenta de la génesis y desarrollo de las naciones
y los nacionalismos. Esta obra tiene en este sentido un estatuto
privilegiado en la medida en que, como señaló G. Roth, supone
una operación de ruptura o desagregación del evolucionismo. Frente
al evolucionismo estrecho, Weber opone una teoría de lo históri-
co que, como señala J. Rodríguez (1995: 46), «simplemente es un
marco categorial operativo con el que Weber ejecuta su objetivo
cognoscitivo más general [...] la comprensión y explicación de in-
dividuos históricos». Considero por ello que la obra weberiana tie-
ne un gran valor heurístico para el estudio del nacionalismo que
todavía no ha sido explorado con la atención que requiere. No hay
que olvidar que su teoría de lo histórico iba dirigida a desontologi-
zar el concepto de Volksgeist o «espíritu del pueblo» (ibídem: 47), a
partir del que los nacionalistas se han representado a las naciones
como entidades metafísicas. Ése también ha sido el cometido de
la corriente hegemónica de la teoría social del nacionalismo, que
insiste en calificar a las naciones como entidades «imaginadas»
e «inventadas», negándose así, como señalaba E. Gellner (1988),

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a «regalarles la ontología» a los nacionalistas. Sin embargo, la
crítica a la concepción de las naciones como organismos natura-
les, que existen desde tiempo inmemorial y que son eternos, ha
conducido a algunos teóricos del nacionalismo a la defensa de
otro tipo de evolucionismo de corte funcionalista y teleológico
con el que se pretende dar cuenta de la génesis y desarrollo del
nacionalismo como el resultado de la lógica del devenir históri-
co y de las necesidades del sistema social. Podríamos decir, por
tanto, que en el estudio del nacionalismo se ha recorrido lo que
B. Latour (1993) denomina la dimensión objeto-sujeto de la Crí-
tica moderna, desde un evolucionismo construido sobre el recur-
so de la naturalización a un evolucionismo que se levanta sobre
el otro recurso de la Crítica moderna, la sociologización. En am-
bos casos la gran sacrificada es la historia, en lo que ésta tiene de
contingencia. Frente a ello, considero que la obra de Weber nos
permite atender a la génesis y desarrollo de un individuo históri-
co como el nacionalismo a partir de una teoría de lo histórico
que desborda los estrechos esquemas evolucionistas propios de
buena parte de la teoría social del nacionalismo. Para ello es
necesario centrar nuestra atención en dos categorías de la teoría
de lo histórico de Weber que, a mi modo de ver, resultan espe-
cialmente pertinentes para el estudio de la génesis y desarrollo
del nacionalismo. Me refiero a las afinidades electivas y al princi-
pio de heterogonía de los fines, dos de los pilares fundamentales
sobre los que se sustenta esa monumental obra ya centenaria
que es La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Con el fin
de mostrar el valor heurístico que tiene esta obra para el tema
que me ocupa, retomaré algunas de las propuestas de los princi-
pales teóricos del nacionalismo y me serviré de algunas expe-
riencias históricas en las que el paso de la religión al nacionalis-
mo responde a un proceso de heterogonía de los fines.

2. Etnias y naciones como «instrumentos» de la divinidad.


Las afinidades electivas entre la esfera religiosa
y el nacionalismo

El apartado que Weber dedicaba al «concepto de profesión


de Lutero» con el que terminaba la primera parte de La ética
protestante y el espíritu del capitalismo concluía con una adver-

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tencia sobre los riesgos de atribuir relaciones de causalidad en-
tre la Reforma y el «espíritu capitalista». Weber pretendía así
romper con todo tipo de determinismo, ya fuera materialista o
idealista. Si para el primero la Reforma es el fruto de una «ley»
económica, para el segundo el capitalismo es el resultado de
aquélla. Frente a esta concepción unidireccional de la causali-
dad, que obvia el entramado de influencias recíprocas entre Re-
forma y «espíritu capitalista», Weber entendía que la única línea
de investigación que podía ser significativa pasaba por «estable-
cer si han existido, y en qué puntos, afinidades electivas entre
ciertas modalidades de la fe religiosa y la ética profesional» (We-
ber, 1991: 107). Este proceder era el único que permitía concre-
tar la investigación que Weber se traía entre manos, pues sólo
así se podía aclarar, «en la medida de lo posible, el modo y direc-
ción en la que el movimiento religioso actuaba, en virtud de di-
chas afinidades, sobre el desenvolvimiento de la civilización ma-
terial. Una vez que esto haya quedado en claro, podrá intentarse
la apreciación de en qué medida los contenidos de la civilización
moderna son imputables a dichos motivos religiosos, y en qué
grado lo son a factores de distinta índole» (ibídem). Frente a la
lógica causa-efecto, Weber entendía que las relaciones entre la
Reforma y el capitalismo moderno debían estudiarse atendien-
do a una lógica combinatoria. Con ella se trata de investigar el
modo en que dos elementos o esferas culturales se relacionan al
entrar en contacto. Entre ellos puede haber una afinidad electiva
que les haga atraerse mutuamente o, por el contrario, pueden
repelerse. En el caso de la ética protestante, Weber investigó la
relación entre ésta y el capitalismo racional, llegando a la con-
clusión de que entre ellos había una afinidad electiva que coadyuvó
al desarrollo de este último. Pero, aunque esta afinidad tiene un
estatuto privilegiado en la obra weberiana, debido a su efecto
sobre el devenir de la civilización moderna occidental, no pode-
mos olvidar que para Weber las afinidades electivas son una de
las principales categorías de su teoría de lo histórico (Rodríguez,
1995: 58) o, dicho de otro modo, uno de los recursos centrales de
su estrategia analítica para hacer inteligible lo histórico (Ramos,
2001: 56).
Hay que tener en cuenta que la categoría de las afinidades
electivas como recurso para hacer inteligible lo histórico sólo
cobra sentido en la medida en que Weber lleva a cabo una ruptu-

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ra epistemológica con las categorías con las que se pretende ho-
mogeneizar la realidad. En efecto, uno de los objetivos centrales
de su obra fue dar cuenta de los diferentes tipos de religión, ca-
pitalismo, racionalismo, etc. Sólo cuando distinguimos estos ti-
pos, estamos en condiciones de mostrar las relaciones que entre
ellos pueden contraer cuando entran en contacto. De ahí que se
diga que la concepción weberiana de la sociología se asemeje a
una química social. Al modo de la química, Weber distingue di-
ferentes elementos culturales y nos da cuenta del resultado al
que dan lugar cuando entran en contacto. Recordemos que uno
de los objetivos de su investigación en La ética protestante y el
espíritu del capitalismo era dictaminar «si se puede encontrar, y
en qué puntos, una determinada afinidad electiva entre ciertas
formas de fe religiosa y la ética profesional». Es decir, no se trata
de buscar afinidades entre la religión y el trabajo o la economía,
sino entre ciertos tipos de ellos. En este caso, como sabemos,
entre el ascetismo protestante y una determinada concepción
del trabajo, el que se racionaliza en forma de profesión. Por ello,
en aquella investigación Weber comparó esta fe religiosa con el
catolicismo, mostrando que este último conducía a una concep-
ción tradicional del trabajo. Pero para poder sostener su tesis
sobre la afinidad electiva entre el ascetismo protestante y la ética
profesional necesitaba contrastarla a la luz de otras investiga-
ciones que mostraran si se podía encontrar, y en qué puntos, una
determinada afinidad electiva entre otros tipos de fe religiosa y
aquélla. Para ello, en sus Ensayos de sociología de la religión llevó
a cabo un análisis histórico comparado entre el ascetismo pro-
testante y otras tradiciones religiosas: confucianismo, taoísmo,
hinduismo, budismo y judaísmo.
Para ilustrar el proceder de Weber y ver su virtualidad para
el estudio de la génesis y desarrollo del nacionalismo, considero
especialmente pertinente su comparación con Durkheim, pues
ha sido su obra la que ha servido de modelo para muchos teóri-
cos del nacionalismo. Frente a Weber, Durkheim recorre un ca-
mino inverso y se interesa no por los diferentes tipos de religión,
sino por dictaminar cuál es el fundamento de la categoría reli-
gión. A su entender, ésta tiene una «esencia» que se encuentra en
lo sagrado. Según su definición, «una religión es un sistema so-
lidario de creencias y de prácticas relativas a las cosas sagradas,
es decir, separadas, interdictas, creencias y prácticas que unen

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en una misma comunidad moral, llamada Iglesia, a todos aque-
llos que se adhieren a ellas» (Durkheim, 1982: 42). A partir de su
ruptura epistemológica, Durkheim concluye que, frente a lo que
sostienen las prenociones de sentido común, la religión no se
encuentra allí donde hay creencias y prácticas relativas a los dio-
ses, lo sobrenatural o el misterio, sino donde existe un ámbito
sagrado separado de un ámbito profano por medio de un con-
junto de interdicciones. Es decir, lo sagrado y lo profano son dos
categorías nítidamente diferenciadas, con una relación entre ellas
de heterogeneidad absoluta. Es más, según sostiene, esta hetero-
geneidad deriva en un antagonismo: «No se conciben los dos
mundos tan sólo como separados, sino además como hostiles y
celosamente rivales entre sí. Puesto que no se puede pertenecer
a uno de ellos sino con la condición de desaparecer enteramente
del otro, el hombre es exhortado a retirarse totalmente de lo pro-
fano para llevar una vida exclusivamente religiosa» (ibídem: 35).
Por tanto, para Durkheim, la vida religiosa exige el alejamiento
de lo profano, específicamente donde este ámbito se nos mues-
tra de manera más evidente, en la actividad laboral cotidiana.
Como ejemplo de este antagonismo entre lo sagrado y lo profa-
no, aquél hace referencia a los ascetismos monacal y místico:
«Así el monacato que organiza, al lado y por fuera del medio
natural donde el resto de los hombres desarrollan su vida secu-
lar, un medio artificial, cerrado al primero, y que tiende casi a
ser su inversión. Así el ascetismo místico cuyo objetivo es extir-
par del hombre todo aquello que le pueda aún quedar de apego
al mundo profano» (ibídem). Resulta significativo observar que
Durkheim cite los ascetismos monacal y místico, pero no haga
mención al ascetismo intramundano. De haberlo hecho tendría
que haber reconocido que al menos hubo un tipo de religión que
permitía llevar una vida piadosa sin que se exigiera la ruptura
con la actividad profana por excelencia, la actividad laboral. Al
distinguir diferentes tipos de religión, Weber sí estaba en condi-
ciones de mostrar lo que Durkheim no podía ver debido a su
concepto excesivamente generalizante de religión. El ascetismo
intramundano dio lugar a una novedad histórica al «considerar
que el más noble contenido de la propia conducta moral consis-
tía justamente en sentir como un deber el cumplimiento de la
tarea profesional en el mundo. Tal era la consecuencia inevita-
ble del sentido, por así decirlo, sagrado del trabajo, y lo que en-

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gendró el concepto ético-religioso de profesión» (Weber, 1991:
89). Es decir, el ascetismo intramundano dio al trabajo un carác-
ter sagrado que había sido inédito en la historia de la humani-
dad. De ahí que Weber entendiera que entre esta fe religiosa y la
ética profesional había una afinidad electiva.
Como vemos, a diferencia de Durkheim, Weber lleva a cabo
un par de operaciones fundamentales para analizar la relación
entre la esfera religiosa y las esferas económica y laboral. En
primer lugar, prestar atención a los diferentes tipos en los que la
religión se ha manifestado históricamente, sin pretender deter-
minar su «esencia». En segundo lugar, analizar las relaciones
que estos diferentes tipos de religión tienen con la esfera econó-
mica y laboral para determinar si entre ellos hay una afinidad
electiva. Pues bien, considero que ambas operaciones son tam-
bién imprescindibles para dar cuenta de las relaciones entre la
esfera religiosa y el nacionalismo. Aplicando las palabras de
Weber, sólo entonces se podrá hacer el intento de establecer en
qué medida el surgimiento del nacionalismo se imputa a esos
factores religiosos y hasta qué punto a otros factores.
Si Weber se sumergió en un inmenso estudio de sociología
histórica comparada fue porque entendía que los distintos tipos
de religión han tenido un diferente efecto en el desarrollo del
capitalismo moderno. Lo mismo habría que hacer si lo que que-
remos es investigar la influencia de la religión en el origen y
desarrollo del nacionalismo. No obstante, la teoría social del
nacionalismo ha encontrado graves dificultades para llevar a cabo
ese análisis comparado debido al concepto de religión en el que
se inspira, que es en buena medida herencia de la obra de Durk-
heim. Esta concepción de la religión, más «estructuralista» que
«histórica», ha repercutido directamente en el análisis de la in-
fluencia que aquélla ha ejercido sobre el origen y desarrollo del
nacionalismo. Como señala A. Hastings (2000: 231), «buena par-
te del vago debate sobre la relación entre religión y nacionalis-
mo se ve malogrado por la suposición fácil de que es probable
que todas las religiones tengan el mismo efecto político».
Por tanto, para analizar la relación entre la esfera religiosa y
el nacionalismo debemos investigar la influencia ejercida por
los diferentes tipos de religión en función de su afinidad electiva
con el nacionalismo. Se trataría de analizar, como Weber hizo
con respecto a la ética económica, o R. K. Merton con respecto

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al desarrollo científico, las «imágenes religiosas del mundo» que
han coadyuvado al desarrollo de comunidades étnicas y nacio-
nales. Para ello resultan fundamentales las tesis weberianas so-
bre la conexión entre las distintas imágenes religiosas del mun-
do y la relación entre la divinidad y el individuo que se deriva de
ellas. En la segunda versión de La ética protestante y el espíritu
del capitalismo, Weber daba cuenta así de las dos formas de toda
religiosidad práctica: «el hombre puede asegurarse de su estado
de gracia sintiéndose o como “recipiente” o como “instrumento”
del poder divino» (Weber, 1991: 142). Y para poder indagar en
estas dos formas de religiosidad remitía, en una nota a pie de
página, a la «Introducción» de sus artículos sobre La ética econó-
mica de las religiones universales. Si acudimos a ella, vemos cómo
Weber da cuenta de la afinidad electiva entre las divinidades teo-
céntrica y la profecía emisaria y entre el cosmocentrismo y la
profecía ejemplar. Así, «la profecía emisaria, en la que los píos se
sienten no como depósitos de lo divino, sino como instrumentos
de la divinidad, tiene una profunda afinidad electiva con una
determinada concepción de Dios: la concepción de un Dios crea-
dor, supramundano, personal, colérico, misericorde, amable, exi-
gente y justiciero» (Weber, 1983: 208-209). Por su parte, la con-
cepción cosmocéntrica guarda una afinidad electiva con la pro-
fecía ejemplar. En este caso el profeta no es el mensajero de una
divinidad, sino un modelo que muestra el camino que hay que
seguir para alcanzar la salvación en un orden cósmico imperso-
nal y supradivino del que aquél se siente como un recipiente.
Lo que quiero señalar es que, al igual que la profecía emisa-
ria, la idea de nación tiene también una profunda afinidad electi-
va con la concepción teocéntrica de la divinidad. Como el propio
Weber acertadamente señaló, «en sus más primitivas y enérgi-
cas manifestaciones (la idea de nación) ha abarcado en alguna
forma, aun encubierta, la leyenda de una “misión” providencial
cuya realización se ha atribuido a quienes se ha considerado
como sus más auténticos representantes» (Weber, 1944: 682).
Efectivamente, en sus orígenes la nación guarda una relación de
afinidad electiva con el teocentrismo, ya que alberga la idea del
cumplimiento de una misión. Pero además «ha comprendido en
su seno la idea de que esta misión podía llevarse a cabo justa y
únicamente mediante la conservación de los rasgos peculiares
del “grupo” considerado como la “nación”. Por consiguiente, esta

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misión —en tanto que intenta justificarse a sí misma por el valor
de su contenido— solamente puede ser realizada consecuente-
mente como misión “cultural” específica» (ibídem). Ésta, en mu-
chas ocasiones, fue una misión religiosa, por la cual los represen-
tantes de la nación se sentían, de forma parecida a los profetas
emisarios, «instrumentos» al servicio de la divinidad. Es decir,
se concebían a sí mismos como los representantes de un «pue-
blo elegido» por la divinidad.
Esta forma de concebir la nación deriva de los mitos de elec-
ción étnica que han contribuido a la génesis y desarrollo de las
comunidades étnicas. El propio Weber en el capítulo de Econo-
mía y sociedad dedicado a las «Comunidades étnicas» mostraba
la relación entre la etnia y la idea de elección divina al señalar
que «detrás de toda oposición “étnica” se encuentra de algún
modo la idea del “pueblo elegido”» (Weber, 1944: 321). Estos mitos
de elección étnica han adoptado a lo largo de la historia diversos
contenidos, pero, tal como sostiene A. D. Smith, hay que distin-
guir dos versiones fundamentales. La más extendida consiste en
la creencia de que la divinidad ha elegido a una determinada
etnia para que lleve a cabo una misión, como defender a los re-
presentantes de la divinidad en la Tierra, convertir a los paganos
a la verdadera religión, expandir el reino de Dios, etc. La otra
versión es la que fundamenta la elección en la idea del pacto
entre la divinidad y el pueblo elegido. En este caso hay una pro-
mesa mutua, por la cual la divinidad elige a una etnia a la que
otorga ciertos beneficios a cambio de que cumpla con determi-
nadas obligaciones morales (Smith, 2003: 49). Al margen de los
motivos de la elección que dan lugar a estas dos versiones, lo
que quiero destacar es que los mitos de elección étnica propician
que los representantes de la etnia o nación se sientan «instru-
mentos» de la divinidad.
Si atendemos a la afinidad electiva entre las etnias y naciones
y el teocentrismo, no resultará extraño constatar que haya sido
especialmente la tradición judeo-cristiana la que más ha propi-
ciado el desarrollo de los mitos de la elección étnica y la posterior
idea de nación, siendo menor su presencia en otras tradiciones
religiosas. Para dar cuenta de esta relación entre la tradición
judeocristiana y el desarrollo de las comunidades étnicas y las
naciones hay que prestar especial atención a la influencia ejerci-
da por el Antiguo Testamento, pues fue el que proporcionó la

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idea del pueblo elegido. De hecho, esta idea deriva de la elección
divina del pueblo de Israel, lo que ha hecho que éste sea conside-
rado como la primera protonación. No obstante, el sentimiento
de ser un pueblo elegido no fue exclusivo de Israel, ya que mu-
chos pueblos cristianos se aplicaron ese modelo gracias a la lec-
tura del Antiguo Testamento. La influencia que éste tuvo en el
cristianismo conduce a A. Hastings a señalar que «la nación y el
nacionalismo son [...] característicamente cristianos y, siempre
que han aparecido en otras partes, lo han hecho dentro de un
proceso de occidentalización y de imitación del mundo cristia-
no, incluso si ha sido imitado en su calidad de occidental y no de
cristiano» (Hastings, 2000: 230).2 Por el contrario, el islam, al no
incorporar el Antiguo Testamento a las escrituras musulmanas,
no se vio afectado por el ejemplo del «Estado-nación» en el que
históricamente se inspiró el cristianismo. Para el mundo musul-
mán el modelo político a seguir ha sido el imperio mundial ba-
sado en la umma. Según A. Hastings, frente al cristianismo, el
islam no habría sido conformador de naciones, sino todo lo con-
trario, habría sido profundamente antinacional(ista), ya que es
«políticamente mucho más universalista y ejerce por ello una
restricción sobre el nacionalismo que el cristianismo normal-
mente no ha ejercido. Esto no significa, por supuesto, que las
sociedades musulmanas no puedan convertirse en naciones, sino
que su religión no les ayuda a hacerlo y las dirige, por el contra-
rio, hacia formaciones sociales y políticas completamente dife-
rentes» (ibídem: 247). Esta cláusula que salvaguarda la tesis de
A. Hastings es especialmente pertinente para mi argumentación,
ya que con ella nos situamos en una línea similar a la concep-
ción que Weber tenía de las afinidades electivas. En efecto, fren-
te a las explicaciones deterministas, esta categoría le permitía
diferenciar las tendencias que propiciaban los postulados teoló-
gicos y las experiencias históricas concretas. De igual forma, a la
hora de dar cuenta de la influencia de las diferentes religiones

2. No obstante, la tradición cristiana ha sido ambivalente en este sentido,


propiciando, por un lado, comunidades étnicas y nacionales y, por otro, co-
munidades más amplias. La razón puede encontrarse en la doble inspiración
del cristianismo en el Antiguo y Nuevo Testamento. En efecto, la desetniza-
ción del monoteísmo judío y la «universalización» de Cristo se constituyen
como los rasgos fundamentales del Nuevo Testamento, mientras que en el
Antiguo Testamento se destaca la idea de pueblo elegido.

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históricas en la formación de etnias y naciones hay que tener
presente que el condicionamiento de los postulados teológicos
no determina inexorablemente dicha formación. En ese sentido,
A. D. Smith, el autor que más interés ha mostrado en dar cuenta
de las raíces religiosas de las naciones, matiza las tesis de A. Has-
tings señalando que, aunque teológicamente puede tener razón,
sin embargo, históricamente el concepto universal de umma no
ha imposibilitado la aparición de versiones étnicas y nacionales
del islam (Smith, 2000b: 801).
La «imagen religiosa del mundo» de una divinidad que elige
a un pueblo fue propagándose conforme se acrecentaba la lectu-
ra del Antiguo Testamento. Por ello, las traducciones de la Biblia
resultaron fundamentales en el proceso de conformación de las
etnias y naciones: «cuanto más se traducía el Antiguo Testamen-
to a la lengua vernácula y más accesible se hacía a unos seglares
sin formación teológica, mayor probabilidad había de reivindi-
car para la propia nación una elección divina, tal era la fuerza
con la que operaba el Antiguo Testamento en la imaginación
política de un pueblo cristiano» (Hastings, 2000: 241). Los teóri-
cos del nacionalismo coinciden al señalar la importancia que
tuvieron estas traducciones para el desarrollo del nacionalismo.
Sin embargo, no se ponen de acuerdo sobre el periodo en el que
proliferaron, polemizando sobre si fue con la llegada de la mo-
dernidad o en la Edad Media. Ésta es una de las polémicas que
alimenta la disputa sobre el origen de las naciones y de los na-
cionalismos que enfrenta a modernistas y perennialistas. Para los
primeros, las condiciones de plausibilidad para el desarrollo de
las naciones no se dieron hasta la llegada de la modernidad,
mientras que para los perennialistas, las naciones tienen su ori-
gen en las sociedades premodernas. Para B. Anderson, uno de
los principales defensores del modernismo, una de las condicio-
nes que hicieron plausible «imaginar» las comunidades nacio-
nales fue el declive de las lenguas sagradas. Según su argumen-
tación, las grandes culturas sagradas, como el cristianismo, el
islam o el confucianismo, dieron lugar a comunidades inmensas
que sólo eran imaginables por medio de una lengua sagrada.
Ésta, ya fuera el latín eclesiástico, el árabe coránico o el chino de
los exámenes, estaba dotada de sacralidad, ya que era conside-
rada la única lengua verdadera por estar vinculada al orden so-
brenatural y el único acceso posible a la verdad ontológica (An-

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derson, 1993: 31-33). De tal manera que esta vinculación entre
lengua y verdad impedía la traducción de los textos religiosos a
otras lenguas. Sólo cuando estas lenguas sagradas declinaron,
provocando la fragmentación de las antiguas comunidades reli-
giosas, se hizo posible traducir los textos a diferentes lenguas, lo
que posibilitó «imaginar» nuevas comunidades nacionales. Éste
fue el caso de «la caída del latín (que) era ejemplo de un proceso
más amplio en el que las comunidades sagradas, integradas por
antiguas lenguas sagradas, gradualmente se fragmentaban, plu-
ralizaban y territorializaban» (ibídem: 39).
Frente a B. Anderson, A. Hastings entiende que es un grave
error considerar que el cristianismo tuvo una lengua sagrada
que impidiera la traducción de sus textos sagrados. Para el cris-
tianismo, ni el hebreo ni el griego ni el latín tenían un estatuto
privilegiado, de tal manera que los textos sagrados podían se-
guir siéndolo a pesar de su traducción. La intransigencia ante
las traducciones o el intento de convertir al latín en una especie
de idioma sagrado no fueron más que una desviación de la nor-
ma cristiana, caracterizada por una voluntad de traducir las Sa-
gradas Escrituras a los diferentes idiomas (Hastings, 2000: 239).
En contraste con el cristianismo, el islam no ha tenido tradicio-
nalmente esa cultura de traducción, ya que hasta tiempos re-
cientes el mundo musulmán ha considerado que la verdad de
Alá sólo era accesible a través del árabe escrito. Por ello, a dife-
rencia de la Biblia, traducida a muchos idiomas, el Corán ha
sido tradicionalmente un libro de un solo idioma. Según A. Has-
tings, la diferente cultura de traducción de estas dos religiones
del Libro nos daría cuenta de su desigual influencia en la forma-
ción de las naciones: «El islam no construye naciones, sino que
las hace desaparecer. Ése es un hecho de la historia [...] depen-
diente de la teología, y su reconocimiento debería dejar más cla-
ro que la creación de las naciones dentro del mundo cristiano no
fue algo independiente del cristianismo, sino, más bien, algo es-
timulado por la actitud cristiana tanto hacia el idioma como ha-
cia el Estado» (ibídem: 247). Según la tesis de A. Hastings, la
voluntad de traducir los textos cristianos se habría dejado notar
en la proliferación de traducciones de la Biblia que datan de la
época medieval. Por ello, se niega a aceptar que la cultura de
traducción del cristianismo derive de la tradición protestante,
pues es intrínseca al cristianismo en términos generales.

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No obstante, al margen de la polémica sobre los orígenes de
las traducciones de la Biblia, lo que sí parece claro es que éstas
se incrementaron con la llegada de la Reforma. En este sentido,
no resulta casual que se haya visto en el protestantismo a la tra-
dición religiosa que más ha contribuido al desarrollo de la iden-
tidad nacional, ya que ha concedido un mayor peso al Antiguo
Testamento de lo que lo ha hecho el catolicismo. Como señaló
Weber, en comparación con el catolicismo, el protestantismo no
podía recurrir a ninguna institución eclesiástica como medio
mágico para alcanzar la salvación. Esta tradición religiosa rom-
pía con ese tipo de mediaciones institucionales, convirtiendo por
ello a cada creyente en un sacerdote que tenía que tener un con-
tacto directo con Dios a través de las Sagradas Escrituras. De
este modo, el protestantismo provocó la expansión de la lectura
del Antiguo Testamento y, a través de ella, extendió el modelo de
Israel como «pueblo elegido»: «La contribución independiente
más importante del protestantismo al desarrollo del nacionalis-
mo inglés [...] tiene que ver con el hecho de ser una religión del
Libro. La centralidad en él del Antiguo Testamento fue de una
significación central, pues allí se encuentra el ejemplo de un
pueblo elegido, pueblo divino, un pueblo que era una elite y una
luz al mundo porque cada uno de sus miembros era una parte
del pacto con Dios. [...] Se creyeron a sí mismos como el segun-
do Israel, retornando constantemente a esta metáfora en discur-
sos parlamentarios y panfletos, así como sermones. El Antiguo
Testamento les proveyó con el lenguaje en el que podían expre-
sar la nueva conciencia de nacionalidad, para la que no existía
ningún lenguaje anteriormente. Este lenguaje alcanzó todos los
niveles de la sociedad y, como resultado, fue más importante su
influencia que el lenguaje del patriotismo renacentista que era
conocido sólo por una pequeña elite» (Greenfeld, 1992: 52).
Según L. Greenfeld, el nacionalismo es un fenómeno moder-
no, pero, frente a la corriente principal del modernismo que sos-
tiene que aquél nace a finales del siglo XVIII, para esta autora el
primer nacionalismo se originó en Inglaterra en el siglo XVI. A su
entender, en este país el nacionalismo precedió a la Reforma,
pero ésta facilitó y estimuló su crecimiento, entre otros motivos
porque la máxima del sacerdocio de todos los creyentes confir-
mó el principio de igualdad, fundamental para el desarrollo de la
idea de nación, y el individualismo racionalista en el que se forjó

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la idea de nación en Inglaterra (Greenfeld, 1992: 52). No voy a
detenerme en la controvertida tesis de L. Greenfeld sobre la fe-
cha y lugar de aparición del primer nacionalismo, ni tampoco en
la de A. Hastings, que adelanta el origen del nacionalismo inglés
a la Edad Media. No lo haré porque en este caso la polémica
sobre el origen del nacionalismo no distorsiona lo fundamental
de la argumentación precedente. En efecto, al margen de la defi-
nición de nacionalismo de la que partamos, que conducirá a da-
tar su origen en una u otra fecha, lo cierto es que el protestantis-
mo contribuyó a difundir la idea de «pueblo elegido» a partir de
la que se conformaron muchas naciones. En todo caso, y puesto
que me sumo a la tesis que sostiene que las naciones y los nacio-
nalismos son fruto de la modernidad, hago mías a este respecto
las palabras de E. Gellner (1988: 61): «La interesantísima rela-
ción entre Reforma y nacionalismo ilustra bien el problema. La
insistencia de aquélla en la alfabetización y el escriturismo, su
hostilidad a un clero monopólico (o, como advirtió Weber pers-
picazmente, la universalización, más que la abolición, que del
clero llevó a cabo), su individualismo y sus vínculos con las mó-
viles poblaciones urbanas son factores que la convierten en algo
que anuncia ya caracteres y actitudes sociales que según nuestro
modelo produce la era nacionalista. La ayuda que representó el
protestantismo para el nacimiento del mundo moderno indus-
trial es un campo vastísimo, complejo y controvertido [...] toda-
vía está por estudiar adecuadamente la relación exacta entre las
actitudes de cuño protestante y el nacionalismo en áreas del pla-
neta en las que tanto el industrialismo como el nacionalismo lle-
garon más tarde y bajo un impacto exterior».

3. La transferencia de sacralidad de la religión


al nacionalismo como proceso de heterogonía de los fines

Según la tesis de Weber, la afinidad electiva entre la ética pro-


fesional y el ascetismo intramundano hizo de éste un propagador
del capitalismo. Pero este impulso no fue un resultado buscado
por los representantes del calvinismo y de las otras sectas purita-
nas, sino una consecuencia imprevista y no querida: «los efectos
de la Reforma en la orden de la civilización [...] eran consecuen-
cias imprevistas y espontáneas del trabajo de los reformadores,

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desviadas y aun directamente contrarias a lo que éstos pensaban
y se proponían» (Weber, 1991: 106). Los reformadores no tenían
intención de contribuir al desarrollo del capitalismo, ya que su
finalidad era exclusivamente religiosa. Pero dado que para el as-
cetismo intramundano el único medio para conseguir la certitudo
salutis pasaba por la racionalización del trabajo profesional, die-
ron lugar, como consecuencia no querida, al nuevo homo econo-
micus sobre el que se sustenta el capitalismo moderno. Y una vez
que éste se puso en marcha, el ascetismo dejó de ser un elemento
clave para su desarrollo, ya que el «capitalismo victorioso no ne-
cesita ya de este apoyo religioso, puesto que descansa en funda-
mentos mecánicos» (Weber, 1991: 259). Weber daba así cuenta
del desarrollo del capitalismo moderno como un proceso de hete-
rogonía de los fines, por el cual las consecuencias de las acciones
difieren de las intenciones de los actores. Según entendía, la pre-
sencia de estos procesos es una constante en la historia de la hu-
manidad: «Es una tremenda verdad y un hecho básico de la His-
toria [...] el que frecuentemente o, mejor, generalmente, el resulta-
do final de la acción política guarda una relación absolutamente
inadecuada, y frecuentemente incluso paradójica, con su sentido
originario» (Weber, 1988: 156). Ciertamente todos los procesos
que Weber explica a partir de este principio de heterogonía de los
fines se caracterizan porque el resultado de la acción no sólo no es
previsto, ni querido por los actores, sino que además es contrario
a sus intenciones. Pero más allá de una interpretación valorativa
de las consecuencias no previstas de la acción, lo que me interesa
destacar es que la obra weberiana nos invita a pensar en los pro-
cesos de cambio social que han marcado nuestra civilización a
partir de una categoría, la heterogonía de los fines, que supone un
ataque frontal a los planteamientos evolucionistas, que en sus dis-
tintas versiones siguen presentes en las ciencias sociales.
Sin embargo, frente a lo que ha sucedido con el capitalismo
o la ciencia, tal y como hemos visto en los capítulos precedentes,
los expertos en nacionalismo no han explorado la potencialidad
de esta categoría de la heterogonía de los fines como instrumento
de análisis para dar cuenta del origen y desarrollo del naciona-
lismo. Ello se debe en parte a que, a pesar de su mala prensa, los
postulados evolucionistas han alimentado las teorías del nacio-
nalismo, especialmente cuando éstas han tratado de dar cuenta
de su génesis. Esos postulados derivan en buena medida de la

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influencia que sobre este campo de estudio han ejercido las teo-
rías clásicas de la modernización y la secularización. A partir de
ellas, el origen del nacionalismo ha sido explicado como el resul-
tado del declive de las comunidades étnicas y de la religión, ante
cuyo vacío tuvieron que aparecer nuevas formas de integración
social basadas en el Estado-nación y el nacionalismo cívico y
secular. Nos encontramos, por tanto, ante un esquema lineal,
evolucionista y teleológico, en el que el nacionalismo cumpliría
el papel de sustituto o equivalente funcional de la religión que
habría surgido para cubrir el vacío que ésta dejaba en las socie-
dades modernas. Este esquema deriva del marco teórico dur-
kheimiano y de su particular interpretación de la Revolución
Francesa, que ha conducido a considerar el caso francés como
el modelo que daría cuenta del origen del nacionalismo en el
marco del proceso de secularización. No obstante, una vez que
se ponen en entredicho las teorías de la modernización y de la
secularización como patrones universales, el caso francés deja
de ser un modelo para presentársenos como un caso específico a
partir del cual no es legítimo elaborar una teoría general sobre el
origen del nacionalismo. Siguiendo a W. Spohn, podríamos apli-
car el concepto de multiple modernity de S. Eisenstadt y mostrar
así las diversas formas de relación entre la religión y el naciona-
lismo que escapan a los esquemas evolucionistas y lineales tan
presentes en este campo de estudio (Spohn, 2003). En esta línea,
L. Greenfeld ha señalado que «la historia variada y compleja de
la relación entre nacionalismo y religión no puede ser limitada a
una secuencia lineal. Si bien fue producto de desarrollos inde-
pendientes, el nacionalismo emergió en un mundo que hervía
de entusiasmo religioso» (Greenfeld, 1996: 176).
Volvamos de nuevo a La ética protestante y el espíritu del capi-
talismo, en la que Weber se detuvo a describir el dogma caracte-
rístico del calvinismo, la predestinación, para posteriormente
explicar sus efectos sobre la racionalización ético-práctica de la
conducta en la vida cotidiana. De este modo, distinguía el bien
de salvación que el calvinista quería alcanzar del camino de sal-
vación que debía seguir para conseguirlo. La salvación eterna
era el bien que perseguían los calvinistas y, puesto que no había
ningún medio mágico-sacramental que asegurase su consecu-
ción, el único medio para alcanzar la certitudo salutis consistía
en seguir un camino de salvación basado en la racionalización

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ético-práctica de la conducta en la vida cotidiana. Esta distin-
ción analítica entre bienes de salvación y caminos o medios de
salvación es fundamental para la explicación weberiana del de-
sarrollo del capitalismo moderno como un proceso de heterogo-
nía de los fines, ya que éste tuvo lugar como consecuencia de
una permutación por la cual los medios se convirtieron en fines.
De igual forma, esta misma permutación, que deriva de la dis-
tinción entre bienes de salvación y caminos o medios de salva-
ción, permite explicar el desarrollo de determinados nacionalis-
mos como un proceso de heterogonía de los fines. El nacionalismo
tradicional hizo de la nación un medio o camino por el que ha-
bía que transitar para alcanzar la salvación. De este modo, este
nacionalismo posibilitó una transferencia de sacralidad de la
religión, fundamento y fin último, al nacionalismo, que, impul-
sado por aquélla, posteriormente se convertiría en un nuevo ab-
soluto que ya no necesitaba de sustrato religioso alguno.3
Es el proceso de transferencia de sacralidad, por el cual la
sacralidad de la religión es transferida a la nación, el que, por
tanto, da lugar a un proceso de heterogonía de los fines, pues, al
igual que Weber señaló con respecto al «capitalismo victorioso»,
una vez que el nacionalismo se desarrolla no necesita ya de nin-
gún apoyo religioso. Es en este sentido que también en este caso
podríamos aplicar al nacionalismo tradicional, que se fundamen-
taba en la religión, la etiqueta de mediador evanescente. Efectiva-
mente, el protestantismo, en su versión calvinista, actúa como
mediador entre el mundo medieval y el moderno, debido a que
su acción propicia la permutación entre medios y fines. De for-
ma similar, el nacionalismo tradicional, actúa también como un
mediador entre la religión y el nacionalismo secular, tal y como
se puede apreciar con el siguiente esquema que es una proyec-
ción del de F. Jameson (1974).

Religión Nacionalismo Nacionalismo


tradicional secular
Fines religiosos + + –
Medios
nacionalistas – + +

3. Dos claros ejemplos de ello los podremos ver en el capítulo seis para los
casos de los nacionalismos de Quebec y el País Vasco.

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Si prestamos atención al esquema, el nacionalismo tradicio-
nal puede entenderse como un mediador evanescente, ya que,
como consecuencia no querida de esa mediación, catapultó a un
nacionalismo que, posteriormente al devenir secular, dejó de
necesitar el sentido religioso que orientaba las motivaciones ori-
ginarias de aquél. Como antes señalaba, al igual que Weber indi-
có con respecto al capitalismo, una vez que el nacionalismo se
pone en marcha, ya no necesita de ningún soporte religioso. Lo
cual no significa, si atendemos a la complejidad de las relacio-
nes entre nacionalismo y religión, que en algunos casos aquél no
pueda verse alimentado por un ideario religioso. Pero como se-
ñala L. Greenfeld (1996: 181): «Incluso donde la religión fue un
factor crucial en el desarrollo del nacionalismo y una fuente de
su inicial legitimidad [...], incluso donde jugó el papel de coma-
drona en el nacimiento del nacionalismo y le protegió en su in-
fancia, la religión quedó reducida al papel de sirvienta, un ins-
trumento utilizado ocasionalmente, y llegó a existir por el con-
sentimiento del nacionalismo».

4. El nacionalismo: ¿la nueva religión de la modernidad?

El proceso de secularización y de transferencia de sacrali-


dad de la religión al nacionalismo ha conducido a pensar en
este último como la nueva religión de la modernidad. Con di-
cha fórmula algunos teóricos han pretendido explicar las pa-
siones de los nacionalistas. Es, por ejemplo, el caso de H. Se-
ton-Watson (1977: 465): «Hay en verdad mucho que decir so-
bre la concepción según la cual el creciente fanatismo de los
nacionalistas está causalmente conectado con el declinar de la
creencia religiosa. El nacionalismo se ha convertido en un su-
cedáneo de la religión. La nación, tal como la comprende el
nacionalista, es un sustituto de Dios».
R. Nisbet ha señalado la línea de continuidad de la tesis se-
gún la cual el nacionalismo es la nueva religión de la moderni-
dad con la idea de la religión civil, al afirmar que, cuando ésta
pareció haber desaparecido del discurso político en el siglo XIX,
surgió la idea de «la religión del nacionalismo», cuyo principal
divulgador fue C. J. H. Hayes (Nisbet, 1983: 525). La idea de la re-
ligión civil de la humanidad se hacía insostenible con la llegada

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de la Gran Guerra y aún lo sería menos tras terminar la II Guerra
Mundial. Fue precisamente en ese contexto de post-guerra en el
que C. J. H. Hayes (1966) escribió la primera monografía donde
se defiende la tesis de que el nacionalismo es una religión. A
partir de ese momento dicha tesis se convertirá en un lugar co-
mún en la explicación del nacionalismo.4
Tras su estela han sido muchos los teóricos del nacionalismo
que han prestado atención a este movimiento o ideología en tan-
to que religión o sustituto de las religiones en el mundo contem-
poráneo. Tal fue el caso de otra monografía que lleva por título
la tesis de la que hablamos, El Dios de la modernidad de J. R.
Llobera (1996). De hecho, y aunque no haya sido su principal
foco de interés, los grandes teóricos del nacionalismo de las últi-
mas décadas, E. Gellner, A. D. Smith, B. Anderson o L. Green-
feld, han prestado atención a esta cuestión.5 No obstante, a pe-
sar de la riqueza de estas interpretaciones, el carácter polisémi-
co de los conceptos de religión y nacionalismo ha hecho que en
muchas ocasiones los debates sobre las complejas relaciones
entre secularización, religión y nacionalismo hayan sido menos
fructíferos de lo deseable.6
Si prestamos atención a la teoría social del nacionalismo de
las últimas tres décadas podemos acotar tres subtesis que fun-
damentan la tesis del nacionalismo como religión de la moder-
nidad. En primer lugar, las que sostienen, en continuidad con
los planteamientos durkheimianos, que el nacionalismo es la
religión de la modernidad o su sustituto, ya que cumple las mis-
mas funciones de integración social que las religiones históricas
desempeñaban en las sociedades premodernas (Gellner, 1988).
En segundo lugar, las que señalan que el nacionalismo es la nue-
va religión de salvación ya que da sentido a la cuestión de la
muerte y provee de un horizonte inmamente de inmortalidad
(Smith, 1989; Anderson, 1993). En tercer lugar, las que afirman
que el nacionalismo es una religión sacrificial, como muchas de
las que ha habido a lo largo de la historia, que descansaría en la

4. Sobre la religión civil y el nacionalismo ver Santiago (1999 y 2009).


5. Para una presentación de las distintas versiones de la tesis del naciona-
lismo como religión de la modernidad, ver Santiago (2012).
6. Para poner claridad analítica en este campo de estudio, recientemente
Brubaker (2012) proponía cuatro aproximaciones para que la relación entre
religión y nacionalismo pueda ser estudiada de forma más fructífera.

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necesidad cultural de la violencia sacrificial ejercida sobre un
miembro del propio grupo para que éste pueda estar cohesiona-
do. De esta manera, la nación se presentaría como una comuni-
dad de sangre (Marvin e Ingle, 1999).
A mi modo de ver, todas estas tesis son de gran valor para
pensar el nacionalismo y el proceso de secularización, pues nos
dan cuenta de las formas de sacralización del nacionalismo que
suponen un desafío a dicho proceso.7 Sin embargo, aunque la
tesis del nacionalismo como religión de la modernidad se haya
convertido en un lugar común, o precisamente por ello, lo cierto
es que en sus distintas versiones encontramos graves deficien-
cias que, a mi modo de ver, nos deben conducir a replantear la
relación entre secularización y nacionalismo en otros dominios
teóricos. Esas deficiencias provienen de los supuestos tanto teó-
ricos como metodológicos en los que se fundamenta dicha tesis.
En efecto, la tesis según la cual el nacionalismo se ha convertido
en la religión de la modernidad descansa en unos razonamien-
tos funcionalistas y/o teleológicos, que se basan a su vez en unos
determinados presupuestos teóricos sobre la naturaleza religio-
sa de los individuos y de la vida social que son difícilmente soste-
nibles en el estado actual de las ciencias sociales.
La idea según la cual el vacío dejado por las religiones his-
tóricas hacía necesaria la aparición del nacionalismo como re-
ligión que cumple funciones esenciales nos sitúa ante un razo-
namiento marcadamente teleológico. Éste es parte de la heren-
cia de Durkheim, para quien el proceso de diferenciación hacía
necesario e inevitable la aparición de nuevas religiones. Desde
los primeros escritos que planteaban la relación entre seculari-
zación y nacionalismo en el marco de las teorías de la moder-
nización ya se aprecia este razonamiento, según el cual «las
naciones tienen que aparecer para desempeñar las funciones y
las necesidades satisfechas antes por las viejas comunidades»
(Smith, 1976: 90). Como señala A. D. Smith, este argumento
sólo puede ser defendible si se obvian los casos de comunida-
des tradicionales que, a pesar de estar sometidas a procesos de

7. Sobre las formas de sacralización del nacionalismo en tanto que desafío


a la secularización ver el siguiente capítulo, en el que se presentan de forma
más detallada las interpretaciones de E. Gellner, A. D. Smith, B. Anderson y
C. Marvin e D. Ingle.

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diferenciación, no dieron lugar a movimientos nacionalistas
significativos.
La teoría de E. Gellner también peca de un planteamiento
teleológico y funcionalista difícilmente sostenible. Esta teoría se
enfrenta con las interpretaciones simplistas que tienden a expli-
car la sacralización de las naciones dando por sentado que son
los únicos objetos susceptibles de recibir las transferencias de
sacralidad que se producen como fruto de la secularización. No
contento con estas interpretaciones que utilizan el argumento
por eliminación sin explicar por qué las naciones son propensas
a la sacralización, E. Gellner ofreció una teoría mucho más con-
sistente, de la que se desprendía que en las sociedades industria-
les el nacionalismo asume el papel de equivalente funcional de
las religiones históricas. Según sostenía, el nacionalismo es fun-
cional a la sociedad industrial y esta funcionalidad es la que ex-
plica su génesis.8 Sin embargo este planteamiento resulta muy
problemático, al menos por dos motivos. En primer lugar, en el
actual desarrollo de las ciencias sociales es inadmisible admitir
que una necesidad funcional lleve consigo su satisfacción y que,
por tanto, esa necesidad se convierta en causa. En segundo lu-
gar, el análisis funcionalista que propone E. Gellner relega a los

8. Frente al extendido supuesto teórico de que en las sociedades premoder-


nas la cohesión social se aseguraba gracias a una cultura común y en la mo-
dernidad gracias a la división del trabajo, E. Gellner defendía lo contrario. De
este modo, criticaba la dicotomía establecida por Durkheim que contrapone
las sociedades premodernas basadas en la solidaridad mecánica y las socieda-
des modernas basadas en la solidaridad orgánica, mostrando que la fuerte
jerarquización social que ya tiene lugar en las sociedades agrarias imposibili-
taba el desarrollo de una cultura común que hiciera posible el consenso nor-
mativo. Ésta sólo encuentra las condiciones de posibilidad para su desarrollo
en las sociedades industriales, en las que la homogeneidad cultural se convier-
te en un imperativo funcional. Es decir, frente a lo comúnmente establecido,
para E. Gellner la idea de comunidad tiene un mayor peso en las sociedades
industriales del que tuvo en las sociedades agrarias. En las sociedades moder-
nas es la cultura la que permite la cohesión social y el Estado garantiza y
protege esa cultura mediante el mantenimiento de un sistema educativo ho-
mogéneo y estandarizante. Como señala M. Guibernau (1996: 93), este esque-
ma funciona a la perfección en las sociedades donde la nación y el Estado
coinciden, ya que éste defiende y promociona la cultura nacional, pero plan-
tea problemas en los países donde varias naciones viven en el mismo Estado.
En estos casos la protección por parte del Estado de unas culturas por encima
de otras puede dar lugar a problemas de integración social.

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individuos a ser meros comparsas que siguen los designios de
las necesidades del sistema industrial.9
La pérdida de los vínculos tradicionales no necesariamente
implica el surgimiento de nuevas religiones seculares. L. Green-
feld ha vuelto sobre este razonamiento teleológico que está en la
base de la tesis del nacionalismo como religión de la moderni-
dad: «Se afirma que la secularización dejó sin satisfacer ciertas
necesidades humanas esenciales e hizo necesario el nacionalis-
mo —sustituto de la religión [...] Tal inferencia, sin embargo, es
errónea. El hecho de que el nacionalismo reemplazase a la reli-
gión como sistema creador de orden [...] nada implica acerca de
la conexión histórica entre ellos y deja sin justificación la clase
de teleología sociológica que es la esencia de tal razonamiento»
(Greenfeld, 1996: 176). L. Greenfeld se muestra crítica con dicho
razonamiento teleológico que atribuye a E. Gellner y a B. Ander-
son. Sin embargo, comparte con ellos el supuesto de la equiva-
lencia funcional del nacionalismo y la religión, ya que, según
sostiene, «el nacionalismo ha reemplazado a la religión como el
principal mecanismo cultural de integración social» (ibídem: 171).
De este modo, participa también del que es uno de los grandes
supuestos teóricos a partir del que se defiende la tesis de que el
nacionalismo es la religión de la modernidad o su equivalente
funcional. En efecto, con diferentes matices, estos teóricos del
nacionalismo parten de la tesis de raigambre durkheimiana se-
gún la cual la integración en las sociedades modernas es el fruto

9. No obstante, el propio E. Gellner se defendió de esta acusación de fun-


cionalista en su famosa «Réplica a mis críticos», en la que sostuvo que su
argumentación no debía ser etiquetada como teleológica, sino como causal.
Las necesidades no tienen por qué convertirse en causas si se explican los
mecanismos que ponen en relación los requerimientos funcionales de la in-
dustrialización y la consolidación de un idioma nacional vinculado a la alfa-
betización. Estos mecanismos tienen que ver con que el rechazo a adoptar un
idioma puede ser disfuncional para el individuo, ya que puede sentirse en
desventaja como ciudadano de segunda clase (Mouzelis, 2000: 216). Tenien-
do en cuenta la mala prensa que actualmente tiene el análisis funcional en
ciencias sociales, se ha buscado rehabilitar la teoría de E. Gellner reempla-
zando la explicación funcionalista por otra «de filtro» que sigue las propues-
tas de J. Elster (O’Leary, 2000: 84), o por una afinidad optativa (Mouzelis,
2000: 219). Con esta operación se podría hacer frente a las críticas dirigidas a
E. Gellner que apuntan a la falta de correspondencia empírica entre indus-
trialización y nacionalismo.

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de una cultura común, de un consenso cultural construido a par-
tir de un conjunto de valores y normas compartidas que son sa-
cralizadas. Esta premisa la comparten los teóricos que interpre-
tan los rituales políticos nacionales como mecanismos de inte-
gración social y los que entendían que en las sociedades en vías
de modernización el nacionalismo se constituía como la reli-
gión política que proveía el cemento integrador de la vida social
(Santiago, 2012: 7). Es también el supuesto teórico del que par-
te E. Gellner, si bien con diferentes matices. Un supuesto teórico
sujeto a una fuerte controversia, en la que la sociología de la
religión se adentró a partir del concepto de religión civil. A pro-
pósito de ella K. Dobbelaere planteó la cuestión en toda su di-
mensión: «¿Necesitan las modernas sociedades diferenciadas
de una integración “cultural”, y qué papel desempeñaría en ella
la religión?» (Dobbelaere, 1981: 38). A mi modo de ver, una de
las respuestas más convincentes a esta pregunta la proporcionó
B. S. Turner al señalar que era «difícil ver cómo el análisis de la
religión como vínculo social puede ser plenamente satisfactorio
con respecto a la sociedad moderna. Aun en su forma enmenda-
da como “religión civil”, el concepto de un palio sagrado que
cubre toda la sociedad contemporánea no es totalmente convin-
cente» (Turner, 1988: 81). Extendiendo este planteamiento al
nacionalismo, este autor era concluyente al afirmar que «(l)a
mayor parte de los argumentos acerca de la religión civil o con-
cernientes al nacionalismo son débiles teorías que señalan la
presencia de ciertas prácticas supuestamente comunes y sugie-
ren que éstas tienen consecuencias integradoras [...] la religión
civil está, cuando mucho, y sólo periódicamente conectada, con
la reactivación de una problemática conscience collective, pero
no están adecuadamente especificadas las conexiones precisas
entre estos sentimientos comunes y las disposiciones estructu-
rales de la sociedad industrial» (ibídem: 82). En las sociedades
modernas la integración social no es el fruto de la cohesión cul-
tural y la religión ha perdido la capacidad de reunir las diferen-
tes formas de lo sagrado dentro de un marco unificado, en un
universo moral. El proceso de diferenciación ha supuesto la dis-
persión de lo sagrado que se ha diseminado por distintas esferas
quedando fuera del control que antes ejercía la religión. Es en
este sentido que podemos concluir que las sociedades modernas
son sociedades seculares.

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Junto con el supuesto de que las sociedades modernas nece-
sitan un consenso normativo para asegurar su integración, el
otro supuesto teórico sobre el que se ha construido la tesis del
nacionalismo como religión de la modernidad deriva de la con-
cepción de éste como un dispositivo que dota de sentido a las
experiencias liminares como la muerte. Si seguimos a dos de los
grandes teóricos del nacionalismo, como son B. Anderson y A. D.
Smith, deberíamos concluir que el nacionalismo es una religión,
ya que proporciona una respuesta al deseo de inmortalidad. ¿Qué
habría que decir al respecto?, ¿es cierto que el nacionalismo dota
de sentido a la muerte? ¿Es la nación una comunidad que pro-
porciona transcendencia?
En primer lugar, deberíamos aclarar qué se entiende por trans-
cendencia. Cuando ésta se relaciona con el tema de la muerte,
hacemos referencia a la respuesta que dan las religiones históri-
cas a la cuestión del más allá, a la inmortalidad del alma del indi-
viduo. La muerte adquiere un sentido porque implica una reali-
dad sobrenatural. A mi entender, en el caso del nacionalismo la
muerte del individuo no implica ninguna transcendencia que dé
respuesta al anhelo de inmortalidad. La nación no proporciona
un plus de sentido con respecto a la muerte física, el más allá o la
transcendencia tan plausible como las religiones sobrenaturales.
Éste es uno de los motivos por los que habría que afirmar que el
nacionalismo no sustituye a la religión. En este aspecto las dife-
rencias entre la comunidad religiosa y la comunidad étnico-na-
cional son evidentes. Como bien ha señalado D. Schnapper (1993:
158), «(l)a referencia a lo transcendental no tiene el mismo senti-
do que la inscripción en una comunidad histórica o en un pro-
yecto político. El sentido vivido de la religión no es el de la “reli-
gión secular”». Por ello, esta autora concluye que «es demasiado
simple describir “el nacionalismo como un sustituto o un suple-
mento a la religión sobrenatural histórica o afirmar que el nacio-
nalismo ha llegado a ser un sucedáneo de la religión” [...] La rela-
ción con lo transcendental constituye una experiencia distinta al
proyecto político, incluso cuando este último toma una forma
emocional: el sociólogo debe dar cuenta de esta especificidad»
(ibídem). Estoy de acuerdo con D. Schnapper si cuando se refiere
a lo transcendental lo hace en el sentido de lo sobrenatural, como
así parece ser. Son éstos dos términos que suelen a veces presen-
tarse como sinónimos a pesar de que tienen distintos planos de

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significación. Lo sobrenatural hace referencia a poderes como
los Dioses. Lo transcendente puede remitir a lo sobrenatural, pero
también derivar de experiencias inmanentes, valga la paradoja.
Lo transcendente vinculado a lo sobrenatural es propio y especí-
fico de las religiones históricas y está estrechamente relacionado
con la cuestión de la muerte. La experiencia vivida de la comuni-
dad nacional no es la misma que la de la comunidad religiosa,
que remite de una forma o de otra a un poder sobrenatural, a un
ámbito transcendental que hace plausible dar sentido a una vida
que vaya más allá de la muerte física. Ese ámbito no forma parte
del dispositivo de sentido del nacionalismo.
No obstante, aunque el nacionalismo no dé respuesta a la
muerte, lo cierto es que en determinadas condiciones puede tener
una estrecha relación con ella, especialmente cuando la muerte y
el sufrimiento son el resultado de la lucha por la causa
nacional(ista). Pero que el nacionalismo construya poderosas le-
gitimaciones de la muerte y el sufrimiento que tienen lugar en
nombre de la nación, no nos tiene que conducir a concebirlo como
una religión sacrificial, tal como proponen C. Marvin y D. W. In-
gle. Esta tesis no está exenta de valor si se restringe su aplicación
al caso del nacionalismo norteamericano, dado que su carácter
imperialista hace necesario el sacrificio en nombre de la nación.
Pero resulta problemático generalizarla al nacionalismo tout court.
El vínculo al que éste da lugar no se puede explicar como resulta-
do de su gestión de la muerte. Esto no significa que la construc-
ción o consolidación del vínculo nacional no haya tenido lugar en
muchas ocasiones gracias a la sangre sacrificial, aunque cierta-
mente ésta no permite explicar la esencia de dicho vínculo.
Si atendemos a lo anteriormente señalado, la tesis según la
cual el nacionalismo es la religión de la modernidad resulta poco
plausible, pues éste no cumple ninguna de las funciones que se
le han atribuido. El nacionalismo no resuelve los problemas de
integración social ni dota de sentido a las experiencias liminares
como la muerte. Frente a la equiparación que se ha hecho entre
el nacionalismo y la religión, hay que apostar por lo contrario,
por marcar una diferencia clara y nítida, puesto que son dos
dispositivos de sentido que dan lugar a dos tipos de comunidad
muy diferentes. A este respecto coincido con E. Balibar cuando
señala que «podemos volvernos, como hace ya tres siglos que
hacen la filosofía política y la sociología, hacia la analogía de la

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religión, convirtiendo el nacionalismo y el patriotismo en una reli-
gión, cuando no en la religión de los Tiempos modernos [...] En
realidad, hay que razonar a la inversa: la ideología nacional in-
cluye incuestionablemente ideales [...] a los que se puede trans-
ferir el sentimiento de lo sagrado, los sentimientos de amor, res-
pecto, sacrificio, temor que han cimentado las comunidades re-
ligiosas; pero la transferencia sólo se realiza porque se trata de
un tipo distinto de comunidad» (Balibar, 1991: 148-149).
La relación entre la secularización y el nacionalismo debe,
por tanto, inscribirse en otros dominios teóricos distintos a los
que plantean las diferentes versiones de la tesis del nacionalis-
mo como religión de la modernidad. La nación no puede enten-
derse como una comunidad que cumpla las mismas funciones
que la religión, ni su surgimiento puede explicarse por la necesi-
dad de cubrir el vacío dejado por aquélla. En efecto, el plantea-
miento funcionalista-evolucionista presenta las relaciones entre
religión y nacionalismo a partir de un modelo que podríamos
calificar como lineal y compensatorio, según el cual el naciona-
lismo aparece como nueva religión debido al declive de las re-
ligiones históricas. Dicho de una forma más directa: a menos reli-
gión histórica, más nacionalismo. De hecho, si siguiéramos este
modelo lineal y compensatorio no podríamos dar cuenta de los
nacionalismos que están específicamente basados en la religión.
¿Qué funciones cumplen en este caso los nacionalismos, si las
religiones históricas no han declinado?
El nacionalismo no puede entenderse como una religión que
cumpla las funciones de integración social o como una religión de
salvación al modo de las religiones históricas. Su carga de sacrali-
dad no deriva tanto de estas funciones, sino que guarda relación
con el proceso de secularización del poder político. En efecto, la
modernidad trajo consigo la institucionalización de una nueva
sociedad que requería un nuevo absoluto que sustituyera a la anti-
gua legitimidad y autoridad religiosa. Con la secularización la es-
fera política se independizaba de la religión, haciendo así necesa-
rio un nuevo absoluto que sirviese de fundamento del poder polí-
tico. En su libro Sobre la revolución, H. Arendt traza la línea que
vincula la tradicional sanción religiosa de la política, la seculari-
zación del poder político y su sacralización en el nuevo absoluto
de la nación: «la encarnación de un absoluto divino en la tierra
estuvo representada, en primer lugar, por los vicarios de Cristo,

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por el Papa y los obispos, a quienes sucedieron reyes que preten-
dían gobernar en virtud de un derecho divino, hasta que, en su
día, la monarquía absoluta fue remplazada por la soberanía no
menos absoluta de la nación» (Arendt, 1988: 201). La Revolución
francesa marca el periodo moderno en el que la soberanía se trans-
fiere del rey a la nación. Con la Revolución el poder político se
seculariza, al mismo tiempo que la nación, como señala H. Arendt,
se calza las botas del príncipe divino y se carga de sacralidad. De
esta manera, la nación deviene la secularización del poder políti-
co y lo sagrado pasa a ser inmanente a la vida social.
Lo que trae consigo la Revolución no es un cambio en las
formas de religión que integran a la sociedad, sino un cambio en
las fuentes del poder que necesita ser sacralizado.10 Sobre este
tema es esclarecedora la obra La fête révolutionnaire 1789-1799
de M. Ozouf, a partir de la cual se puede sostener que el proceso
revolucionario nos da cuenta no tanto de una experiencia de
contenido religioso, sino de la necesidad de lo sagrado como
elemento imprescindible para la institución de una nueva socie-
dad: «Una sociedad que se instituye debe sacralizar el hecho
mismo de la institución» (Ozouf, 1976: 333). En efecto, con la
Revolución francesa la sacralidad que encerraba la religión ca-
tólica se transfiere a una nueva religión de la patria.11

10. Esta es también la interpretación de A. Pérez-Agote (1984b: 96): «Supri-


mido el vínculo político personal, el poder sólo puede estar fundamentado en la
propia comunidad; debe, simbólicamente, emanar de ella. El Estado moderno
funda la Nación, y la Nación se hace fundamento simbólico del Estado. El Esta-
do segrega, por tanto, la idea de sociedad secular como fundamento simbólico
del poder, lo cual hace de la legitimación del poder un elemento inmanente a la
realidad social. Y con ello el nacionalismo occidental, que según su historiador
Kohn nace con la Revolución francesa, no es sino la secularización de la legiti-
midad del poder político, invistiendo de sacralidad a este fundamento seculari-
zado del poder. Lo sagrado, en términos políticos, deja de ser transcendente a la
realidad social y se hace inmanente. La oposición sagrado-secular deja de tener
sentido político, aunque todavía se conserve como reminiscencia retórica».
11. En esta línea, L. Hunt ha señalado el papel que jugó la ejecución del rey
Luis XVI en la sacralización de la nueva sociedad nacional que se institucio-
nalizaba. En el Antiguo Régimen la monarquía había sido el centro sagrado
de la sociedad francesa. De ahí que «ejecutar al rey era esencial para la rege-
neración —la resacralización— de la nación francesa» (Hunt, 1988: 34). Si-
guiendo la concepción de lo sagrado de R. Girard, la ejecución de Luis XVI
suponía proteger al cuerpo social de su propia violencia, restaurando así la
armonía en una sociedad que se estaba instituyendo (ibídem: 39).

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Pero si bien la Revolución francesa es un momento decisivo
para entender la secularización del poder político y el nacimien-
to de la nación, el legado de Durkheim ha llevado a los teóricos
que conciben el nacionalismo como religión de la modernidad12
a presentarnos dicha experiencia histórica como modelo que nos
daría cuenta de la relación entre secularización y nacionalismo.
Según este modelo, el vacío dejado por la religión cristiana fue
cubierto por la nueva religión del nacionalismo, explicando así
su aparición. Sin embargo, lo que nos muestra la experiencia
francesa es un caso específico de sacralización de la nación que
tiene lugar en oposición a la religión sobrenatural. Nos encon-
tramos, por tanto, ante un nacionalismo que se construye en
contra de la religión. Pero, lejos de que el nacionalismo haya
nacido en un vacío religioso teniendo como finalidad cubrir ese
vacío, tendríamos que concluir que la historia variada de las re-
laciones entre nacionalismo y religión es muy rica y compleja y
no puede ser limitada a una secuencia lineal que soslaya que el
nacionalismo surgió en un mundo religioso. En efecto, no pode-
mos dar cuenta de la relación entre religión y nacionalismo a
partir de un modelo lineal y evolucionista-funcionalista que tie-
ne como único referente el singular caso francés. La conexión
histórica entre secularización y nacionalismo que deriva de ese
modelo no se sostiene cuando se analizan otros nacionalismos.

5. Consideraciones finales

Como acabo de señalar, la experiencia francesa que ha ser-


vido como modelo para dar cuenta de las relaciones entre se-
cularización y nacionalismo no es más que un caso específico

12. La influencia de este legado como argumento de autoridad se deja notar


en la asunción acrítica del planteamiento durkheimiano a la hora de definir el
nacionalismo como religión, como por ejemplo en el caso de A. D. Smith, para
quien «(e)l propio nacionalismo llega ser una nueva clase de “religión”, [...] un
[...] equivalente funcional de las antiguas y transhistóricas religiones, pero que
como ellas cumple muchas de sus funciones [...]. Como Durkheim observó del
nacionalismo francés durante la Revolución: “Una religión empezaba a estable-
cerse, con sus dogmas, símbolos, altares y festividades”» (Smith, 2000b: 811).
Sobre la «arbitrariedad» de la concepción durkheimiana del nacionalismo fran-
cés durante la Revolución como una religión ver Santiago (2012b).

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que no puede generalizarse. Esa experiencia ejemplifica de for-
ma ideal el paso de la religión histórica al nacionalismo secu-
lar. Un proceso típico-ideal que es el referente de las teorías
más estrechas de la modernización y de la secularización, para
las cuales la modernidad llevaba consigo el declive de las co-
munidades étnicas y de la religión y su sustitución por formas
de integración social basadas en el Estado-nación y en el nacio-
nalismo cívico y secular. Este esquema lineal-evolucionista su-
cumbe ante las aportaciones de la nueva sociología de la reli-
gión que constatan que el proceso de secularización no supone
el declive de la religión, la cual no es incompatible con la mo-
dernidad. Por ello, frente al excesivo protagonismo del caso fran-
cés, deberíamos considerar las diferentes formas de relación
del nacionalismo y la religión que tienen lugar en la moderni-
dad. Siguiendo a W. Spohn, podríamos aplicar el concepto de
multiple modernity de S. Eisenstadt y dar cuenta de las múlti-
ples formas de relación de la religión y el nacionalismo, entre
las que habría que situar el modelo francés, que forma parte
del excepcionalismo europeo del nacionalismo secular (Spohn,
2003; Rieffer, 2003). Podríamos así distinguir diversas áreas
geográficas en función de su patrón de secularización. Pero
también se podría mostrar la diferencia fundamental entre los
nacionalismos que construyen su nación en contra de la reli-
gión sobrenatural, como en el caso francés, y aquellos que no
se pueden entender sin dar cuenta del papel que ésta desempe-
ña en la identidad nacional. Es evidente que el análisis de la
relación entre secularización y nacionalismo debe diferir cuan-
do hacemos referencia a los nacionalismos religiosos y a los
nacionalismos seculares. En el primer caso, la identidad nacio-
nal se construye teniendo como núcleo vertebrador a la reli-
gión, mientras que en el segundo la identidad nacional se cons-
truye a partir de señas de identidad seculares que nada tienen
que ver con las religiones sobrenaturales. Frente a la idea de
que el nacionalismo surge para cubrir el hueco que deja la reli-
gión, encontramos los casos de muchos nacionalismos que
nacieron en un contexto religioso y concibieron la nación a partir
de la religión. Por ello, la tesis según la cual el nacionalismo
sustituye a la religión sólo se puede sostener en el caso del na-
cionalismo secular, pero no en el del nacionalismo religioso, ya
que éste se define a partir de la religión.

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Para concluir señalaré que, aunque el nacionalismo es un
dispositivo de sentido diferente al de la religión y en consecuen-
cia resulta poco plausible defender la tesis del nacionalismo como
religión de la modernidad, lo cierto es que ese específico disposi-
tivo de sentido del nacionalismo produce formas de sacralidad
que desafían el proceso de secularización.13

13. A este tema se dedica la segunda parte de este libro.

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PARTE II
LA NACIÓN Y LO SAGRADO

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CAPÍTULO 4
LAS FORMAS DE SACRALIZACIÓN
DEL NACIONALISMO

1. Introducción

Debemos poner en entredicho las teorías que entienden el


nacionalismo como una fuerza social premoderna que inexora-
blemente se verá condenada a su desaparición conforme avance
el proceso de modernización. Hasta ahora no ha sido así y está
todavía por ver si el desarrollo de la globalización supondrá el
declive del nacionalismo o, por el contrario, será la espoleta que
dé lugar a la afirmación o creación de nuevas identidades nacio-
nales. Los pronósticos sobre la desaparición del nacionalismo
pueden quedar en el mismo saco que los vaticinios de los ilustra-
dos cuando se referían a la progresiva desaparición de la reli-
gión a medida que las luces acabaran con el oscurantismo. Tan-
to el nacionalismo como la religión son parte constitutiva de la
modernidad, o, mejor dicho, de las múltiples modernidades que
encontramos en nuestro mundo globalizado.
¿Cómo explicar que el nacionalismo no haya sido deglutido
por la historia conforme pronosticaban los teóricos de la moder-
nidad? ¿De dónde deriva el enorme atractivo que tiene para
muchos individuos y que le hace tan perdurable? ¿Cómo expli-
car que en nombre de la nación se llegue a matar, morir y sufrir?
A dar respuesta a estas preguntas, entre otras, se ha dedica-
do la teoría social del nacionalismo en las últimas décadas. En
este capítulo me centraré en el nacionalismo atendiendo a las
teorías que han pretendido explicar su persistencia e intensidad
haciendo hincapié en el que consideran su carácter religioso y/o
sagrado. Como vamos a ver, el nacionalismo se nos presenta como
un importante desafío a la secularización, pues sus formas de

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sacralización inciden en tres aspectos en los que los sociólogos
de la religión entienden que se manifiesta la religión y/o lo sagra-
do, ya sea atendiendo a lo sustantivo, lo funcional o la modali-
dad del creer. De este modo, al final de este capítulo dispondre-
mos de un importante instrumental teórico y analítico con el
que poder dar cuenta de las hierofanías nacionalistas, es decir,
de las manifestaciones de sacralidad que el nacionalismo produ-
ce y que permiten explicar su fuerza e intensidad en la moderni-
dad avanzada.

2. La sacralización por lo sustantivo: el nacionalismo


y la transcendencia

Para los sociólogos de la religión que defienden una defini-


ción sustantiva de su objeto de estudio, la secularización es el
proceso por el cual las creencias y las prácticas relativas a los
poderes sobrenaturales o transcendentes, como los dioses, pier-
den influencia social y/o individual. Para estos sociólogos, la re-
ligión «sólo» se manifiesta allí donde las creencias y prácticas se
orientan a este tipo de poderes. De ahí la definición de K. Dobbe-
laere, para el que la religión es «un sistema unificado de creen-
cias y prácticas relativas a una realidad supraempírica y transcen-
dente que incorpora a todos los que se adhieren a ella al seno de
una única comunidad moral» (Dobbelaere, 2008: 25). Este tipo
de definiciones sustantivas están próximas al sentido común, ya
que a los actores sociales no les costaría mucho identificarse
con ellas al hacer referencia a las llamadas religiones universa-
les como cristianismo, islam, hinduismo, etc.
Sin duda el sociólogo que más atención prestó a estas reli-
giones universales fue Weber, quien, partiendo implícitamente
de una definición sustantiva de religión,1 indagó en sus orígenes
y consecuencias sociales. Para Weber, las religiones, o mejor di-
cho, las religiones de salvación2 han sido sistemas de pensamiento

1. Weber nunca ofreció una definición explícita de religión, si bien la sugi-


rió cuando señaló que la acción religiosa quedaba restringida a la relación que
los individuos establecían con los poderes sobrenaturales (Weber, 1944: 330).
2. Weber distinguía las religiones de salvación y las religiones de adaptación
al mundo como el confucianismo.

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que han proporcionado respuestas racionalmente satisfactorias
al problema de la teodicea, al problema que remite a la exigen-
cia cultural de dar sentido, en un mundo que ha sido ordenado
éticamente, al sufrimiento, la muerte, la desigualdad o a la in-
congruencia entre el destino y el mérito. Las éticas religiosas
dan respuesta a los dilemas de la existencia humana a partir de
un sentido que sirve como principio ordenador del mundo. We-
ber concibe así la religión en su función de relegere, es decir, en
tanto que «releer» o «agrupar de nuevo». En su sentido más pro-
fundo, podemos decir que la religión de salvación es, según We-
ber, un sistema de pensamiento caracterizado por una metafísi-
ca racional y una ética que tienen como finalidad dotar de senti-
do a la desintegración, la muerte, el caos, la entropía, la
contingencia, el sufrimiento, la incongruencia entre mérito y
destino, y a todas aquellas últimas cuestiones que afectan a lo
más profundo de la existencia humana (Weber, 1983).
De todas las cuestiones a las que la religión dota de sentido,
sin duda la muerte y el deseo de inmortalidad son las de mayor
calado. En sus distintas versiones las religiones de salvación con-
ciben una realidad transcendente que da sentido a la muerte y a
partir de la cual la inmortalidad resulta plausible. Por ello, el pro-
ceso de secularización se nos presenta también como un proceso
de pérdida de significatividad de la muerte, la cual se seculariza
pasando a ser un hecho más, como destino inexorable de nues-
tras vidas o evacuándose tras el «fantasma de la inmortalidad».
Sin embargo, cuando históricamente la secularización pare-
cía dejar sin respuesta las cuestiones de la muerte y la promesa
de inmortalidad, el nacionalismo, que surgía como fruto de la
modernidad, las situaba en el centro de su simbología. Como
señala B. Anderson, la enorme significación que para el nacio-
nalismo tienen las tumbas de los Soldados Desconocidos nos da
cuenta de la centralidad que en él ocupan la cuestión de la muer-
te y la inmortalidad, lo que le conduce a señalar la fuerte afini-
dad del nacionalismo con la religión. Si seguimos a B. Ander-
son, el nacionalismo es mucho más que una ideología política,
como el liberalismo o el socialismo. Es un gran sistema cultural
que busca dar sentido a la contingencia de la vida. No es por ello
casual que el nacionalismo apareciera a finales del siglo XVIII
coincidiendo con el declive de las religiones históricas. En ese
contexto la nación se convertía en un nuevo referente que per-

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mitía dotar de sentido a la contingencia de la vida mediante la
transformación secular de la fatalidad en continuidad: «la ma-
gia del nacionalismo es la conversión del azar en destino» (An-
derson, 1993: 29).
El nacionalismo se podría así concebir como una religión de
salvación o como uno de sus equivalentes funcionales, ya que hace
plausible la transcendencia en un mundo en el que la promesa en
un más allá es menos atendible. Así también lo ha señalado A. D.
Smith (1989: 362) cuando afirma que «sólo en la cadena de las
generaciones de aquellos que comparten un lazo histórico y cuasi
familiar pueden los individuos lograr un sentimiento de inmorta-
lidad en épocas de horizontes puramente terrenales». De este ca-
rácter religioso derivaría, a decir de este teórico, la fuerza y persis-
tencia del nacionalismo: «la formación de las naciones y el surgi-
miento de los nacionalismos étnicos parece más probable que
responda a la institucionalización de la “religión sustituida” que a
una ideología política, y por lo tanto será mucho más durable y
potente de lo que nos interesa admitir» (ibídem).
No obstante, si retomamos la definición sustantiva de religión
que vimos más arriba, no sería muy apropiado sostener que el
nacionalismo es una religión, ya que en él falta la creencia y orien-
tación supraempírica y transcendental, propia de las religiones
históricas, que es la que hace plausible la promesa de inmortali-
dad como consecuencia de que su imagen del mundo transciende
la existencia física. Efectivamente, aunque podemos encontrar
en algunos aspectos una afinidad entre el nacionalismo y la reli-
gión, lo cierto es que entre ellos hay diferencias muy significati-
vas que no se pueden soslayar. Como señala D. Schnapper, aun-
que se desborde la definición sustantiva de lo religioso, «se debe
tener en cuenta la experiencia vivida por los individuos» y en ese
sentido los dispositivos de la religión y el nacionalismo son muy
distintos, debido a la falta de un ámbito transcendente en este
último (Schnapper, 1993: 158). No obstante, cabría la posibilidad
de construir una tipología de diferentes niveles de transcendencia
(grandes, intermedias y pequeñas), y de este modo señalar que la
nación, frente a las grandes transcendencias de las religiones so-
brenaturales, se nos presenta como una idea colectiva productora
de transcendencias «intermedias» (Luckmann, 1989).
En la producción del nacionalismo de esta transcendencia
«intermedia» desempeña un papel fundamental la cuestión de

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la muerte. No en tanto que hecho natural e inexorable de la con-
dición humana, sino como acontecimiento que se puede produ-
cir en nombre de la nación. Así lo han mostrado algunos teóri-
cos del nacionalismo, como B. Kapferer, que ha realizado un
análisis comparado del nacionalismo australiano y el de Sri
Lanka. En ambos casos, este autor habla de «la religión del na-
cionalismo», si bien el nacionalismo australiano se presenta como
secular mientras que el cingalés ha incorporado en su seno al
budismo tradicional. Frente al caso de Sri Lanka, el australiano
nos muestra de qué manera el moderno nacionalismo, adaptan-
do la simbología y el ritual cristiano, ha sustituido a las religio-
nes históricas, convirtiéndose en «la religión» que da sentido al
sufrimiento y a la muerte que se produce en nombre de la na-
ción. Es así como se configura el culto a esta comunidad, que en
el caso australiano se fundamenta en la conmemoración del
autosacrificio de los soldados australianos y neozelandeses en la
campaña de Gallipoli en 1915. Dicho acontecimiento ha dado
lugar a una leyenda de sacrificio que es la mayor expresión de la
identidad nacional australiana y sobre la que se levanta «la reli-
gión del nacionalismo» australiano.
La importancia que tiene la muerte para el nacionalismo nos
sitúa ante uno de los límites o desafíos del proceso de seculariza-
ción. Debemos entender en este sentido las palabras de B. Kap-
ferer que le llevan a defender una teoría general del nacionalis-
mo y un diagnóstico alternativo sobre el proceso de seculariza-
ción: «La guerra y la muerte en la guerra son temas comunes del
nacionalismo moderno. El culto nacionalista australiano que les
enmarca demuestra la forma religiosa del nacionalismo moder-
no. [...] Lo que muchos especialistas reconocen como la secula-
rización del mundo moderno industrial debe ser interpretado de
otra manera. Más bien se trata de la transformación de lo reli-
gioso como sacralización de lo político» (Kapferer, 1988: 136).

3. La sacralización por lo funcional: el nacionalismo


y el vínculo comunitario

Desde sus orígenes, la sociología de la religión se ha visto


confrontada con la definición de su objeto de estudio. La cues-
tión de esta definición es fundamental para todas las disciplinas

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científicas, pero más si cabe en este caso, pues, como bien ha
señalado D. Hervieu-Léger (1993: 48), «ninguna disciplina socio-
lógica se encuentra confrontada, como lo está la sociología de las
religiones, con un objeto cuya existencia está propiamente deter-
minada por la definición que se da del mismo». Frente a las defi-
niciones sustantivas de religión, ya sean implícitas (Weber) o ex-
plícitas (Dobbelaere), muchos sociólogos han entendido que la
religión es una categoría sobre la que es necesario reflexionar
más allá del sentido común de los actores. El sociólogo que más
empeño puso en esta ruptura epistemológica fue Durkheim, para
el que la religión es «un sistema solidario de creencias y prácticas
relativas a las cosas sagradas, es decir separadas, interdictas, creen-
cias y prácticas que unen en una misma comunidad moral [...] a
todos aquellos que se adhieren a ellas» (Durkheim, 1982: 42). Con
esta definición Durkheim anticipaba ya su teoría de la religión,
según la cual su esencia hay que buscarla en el vínculo comuni-
tario, que se mantiene gracias a lo sagrado.3 De este modo, frente
a los weberianos, la sociología durkheimiana suponía un cambio
de paradigma: «Lo sagrado en los lamentos de los weberianos
era una mística imposible de analizar. Lo sagrado para Durkheim
y Mauss era algo ni más ni menos misterioso u oculto que las
clasificaciones compartidas [...] Y esto no es todo: esta idea de lo
sagrado es susceptible de análisis» (Douglas, 1996: 143).
Tras los pasos de Durkheim, muchos sociólogos han reafir-
mado esta concepción de la religión. Un ejemplo lo encontra-
mos en la obra de R. Caillois, para quien «la religión aparece
esencialmente como una fuerza de reunión, de comunión, como
una fuerza no de dispersión social, sino, por el contrario, si me
atrevo a utilizar un neologismo, de sursocialización (supersocia-
lización), en tanto que la presencia de lo sagrado es lo que hace
indisoluble una comunidad» (Caillois, 1982: 56). La religión es
concebida así como una metainstitución que hace posible la vida
social. Los contenidos específicos que caracterizan a las religio-

3. Con su definición y teoría de la religión Durkheim nos invitaba a pensar


la secularización atendiendo no sólo al declive de las religiones históricas,
sino mostrando además las nuevas sacralizaciones comunitarias que podía
traer consigo el mundo contemporáneo (Thompson, 1990). Para un análisis
de las relaciones entre comunidad y religión, que profundiza tanto en las co-
munidades religiosas como en los cultos de la comunidad política, como la
nación, ver Santiago (2010b) y Casanova (2000: 71-75).

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nes históricas (lo sobrenatural, lo divino, el misterio) son algo
superficial que no debe ocultar la esencia de la religión: «lo que
nos une a una comunidad». En este sentido se pronuncia otro de
los seguidores de Durkheim, M. Maffesoli (1990: 82): «esa fuerza
agregativa que se halla en la base de cualquier tipo de sociedad o
de asociación. Se la podría denominar [...] con el término de
“religión”, empleando este término para designar lo que nos une
a una comunidad; se trata menos de un contenido, que es del
orden de la fe, que de un continente, es decir, de algo que es
matriz común o que sirve de soporte al “estar juntos”». Para es-
tos sociólogos, la definición de religión debe atender a la fun-
ción de religare, de tal modo que cualquier conjunto de creencias
y prácticas puede ser concebido como tal si cumple dicha fun-
ción integradora. Los símbolos religiosos, ya sean totémicos, teís-
tas o laicos, son algo secundario y superficial que ocultan la ver-
dadera esencia que les subyace: lo sagrado en tanto que catego-
ría que hace plausible el vínculo social.
No comparto este concepto de religión que se construye sin
tener en cuenta los contenidos específicos de las religiones so-
brenaturales. No obstante, no hay que estar de acuerdo con él
para acordar que la secularización guarda una estrecha relación
con la pérdida de los lazos comunitarios. De hecho, así también
lo señalan algunos de los defensores de la definición sustantiva
de religión, como B. Wilson, para el que «la secularización es el
declinar de la comunidad: la secularización es un concomitan-
te de societalización» (Wilson, 1976: 265).
Si atendemos a este aspecto de la secularización, el naciona-
lismo se nos muestra como un objeto de estudio ineludible, ya
que «imagina» la sociedad como una comunidad soberana: la
nación.4 Por este motivo, el análisis de esta comunidad nos con-
duce de forma inexorable a lo sagrado.
Durkheim mostró cómo el nacionalismo se convertía en una
fuente de producción de sacralidad, que sustituía, según enten-
día, a la que anteriormente producían las religiones históricas,
garantizando así el vínculo social en un momento en el que «los

4. El nacionalismo pretende que la sociedad que se asienta en «su» territorio


se categorice a sí misma y sea reconocida como una comunidad nacional sobe-
rana. Como señala A. Gurrutxaga (1990: 106), «la existencia de la nación asegu-
ra la comunidad, o mejor, la sociedad nacional que se pretende comunitaria».

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antiguos dioses envejecen o mueren, y todavía no han nacido
otros» (Durkheim, 1982: 398). Durante la Revolución de 1789 el
nacionalismo francés rindió culto a la sociedad sin mediación
alguna, sin proyectarse en algo que la simbolizara, a diferencia
de lo que había sucedido anteriormente con las religiones toté-
micas y teístas. En aquel momento «cosas puramente laicas fue-
ron transformadas [...] en cosas sagradas: así la Patria, la Liber-
tad y la Razón [...] en un caso determinado se ha visto que la
sociedad y sus ideas se convertían directamente, y sin transfigu-
ración de ningún tipo, en objeto de un verdadero culto» (ibí-
dem: 201).5
Posteriormente, siguiendo el legado durkheimiano, la escuela
funcionalista vio que el nacionalismo era una importante fuente
de sacralidad en la primera modernidad, ya que desempeñaba
un papel fundamental en la integración social.6 Otros teóricos
han incidido en esta idea señalando no sólo que el nacionalismo
ha sido una importante fuente de sacralidad con el advenimien-
to de la modernidad, sino que así lo ha sido desde la antigüedad,
pues —según entienden— ha actuado a lo largo de la historia
como cemento integrador del orden social. Ésta es la tesis que
defiende C. C. O’Brien, que podría quedar resumida en el siguiente
planteamiento: «Parece imposible concebir una sociedad orga-
nizada sin nacionalismo, e incluso sin un nacionalismo sagrado,
ya que cualquier nacionalismo que no sea capaz de inspirar re-
verencia no podrá ser una fuerza vinculante efectiva [...] ¿Conse-
guirían la racionalidad, el interés y el pragmatismo manteneros
unidos, u os separaríais una vez que hubieseis perdido el vínculo
común de la religión nacional? Mi conjetura es que os dispersa-
ríais» (O’Brien, 1988: 40).
El planteamiento defendido por C. C. O’Brien es especialmente
controvertido, pues en él se articulan dos tesis sin una clara dis-

5. Un análisis en profundidad del valor de las tesis durkheimianas para la


comprensión del nacionalismo, mostrando las deudas y críticas con Las for-
mas elementales de la vida religiosa puede verse en Santiago (2012b). Ver tam-
bién Llobera (1994) y Mitchell (1990). Sobre el contexto de la obra durk-
heimiana durante la Tercera República francesa y la influencia sobre aquélla
del historiador A. Mathiez ver Tiryakian (1988).
6. Ver al respecto el pionero trabajo de E. Shils y M. Young (1975) sobre la
coronación de la reina Isabel II, así como Apter (1963), Gellner (1964), Cal-
houn (1997: 134), Santiago (2012: 6-8) y Smith (1976: 80).

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tinción analítica. Por un lado, se sostiene el principio funcionalis-
ta, heredado del durkheimismo, para el que la cohesión social
sólo es posible a partir de una esfera sagrada. Por otro lado, se
afirma que esa sacralidad sólo la puede proporcionar el naciona-
lismo, de ahí que se nos presente como un hecho social inevita-
ble. E. Gellner ha criticado estas tesis ofreciendo un marco teóri-
co alternativo para entender por qué el nacionalismo es propen-
so a la sacralización. No niega el supuesto teórico durkheimiano
que establece que lo sagrado es el fundamento de la integración
social, aunque duda de que ésta no sea posible únicamente a par-
tir del interés racional. Pero en lo que se muestra radicalmente
contrario al planteamiento de C. C. O’Brien es en su argumenta-
ción de que el nacionalismo es imprescindible para conseguir esa
cohesión: «preocupado por la interesante cuestión de cuánta san-
tidad resulta necesaria para la cohesión social, se limita a supo-
ner que el nacionalismo también es necesario para ese objetivo
—lo que no es verdad» (Gellner, 1995: 80). Según E. Gellner, C. C.
O’Brien ha caído en la trampa de «la metafísica social del nacio-
nalismo»: dar por sentado que la nación es por naturaleza la base
del orden político. Frente a la idea del origen bíblico del naciona-
lismo que aquél defiende, para E. Gellner la humanidad ha sido
ajena al nacionalismo hasta la llegada de la época moderna, de
tal forma que «el grueso de las comunidades sociales y políticas
que han existido en el transcurso de la historia humana, y que
poseyeron bastante “fuerza vinculante” como para sobrevivir
durante un período significativo de tiempo, no estuvieron basa-
das en el principio nacionalista, ni sagrado ni sobrio» (ibídem).
E. Gellner también asume que la modernidad da lugar a proce-
sos de sacralización de lo profano, pero niega el argumento, por
considerarlo excesivamente simplista, según el cual las naciones
asumen el legado de lo sagrado en un contexto en el que la secu-
larización acaba con los dioses antiguos: «La argumentación por
eliminación, que sugiere que una vez que las deidades y los reyes
son desacralizados, entonces las naciones deben heredar su aura,
no se tiene en pie. Hay otras opciones. El problema real para la
comprensión del nacionalismo es: de las muchas cosas que hay
en este mundo y que en el pasado han atraído devoción y lealtad,
¿por qué son las categorías vastas y anónimas de personas que
comparten la misma cultura las que más capturan el afecto polí-
tico disponible?» (ibídem: 86).

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Estas apreciaciones críticas de E. Gellner nos sitúan a las
puertas de la teoría mediante la que quiere dar cuenta del que
considera como «el problema» del nacionalismo, que «no radica
en la intrusión de lo sagrado en lo político (simplemente supues-
to como esencialmente étnico) sino en la propensión a la sacra-
lización y relevancia de las naciones en el mundo moderno. Atraen
sacralización, mientras que otros objetos políticos reales o po-
tenciales no lo hacen» (Gellner, 1995: 89). La explicación que
propone se fundamenta en las características del vínculo comu-
nitario en la modernidad, que es resultado del cambio en las
relaciones entre la estructura social y la cultura.
La estructura social de las sociedades agrarias estaba basa-
da en un sistema de estratificación muy jerarquizado que lleva-
ba consigo una gran diferenciación en la cultura, como se apre-
ciaba en el hecho de que estuviera confinada y fuera administra-
da por las elites religiosas. Por ello, una de las características
esenciales de las sociedades agrarias era la estrecha unión entre
cultura, religión e Iglesia. Esta relación se quiebra con el adveni-
miento de la sociedad industrial, pues, según E. Gellner, la in-
dustrialización hace necesaria la aparición de una cultura desa-
rrollada accesible a toda la población, que sólo puede ser garan-
tizada por el Estado. De este modo la cultura se independiza de
la fe y de la Iglesia. Con la modernidad, «la cultura necesita ser
mantenida como cultura, y no como portadora o modosa com-
pañera de una fe. La sociedad puede, y de hecho lo hace, adorar-
se a sí misma o a su propia cultura directamente, y no, como
enseñó Durkheim, a través del medio oblicuo de la religión» (Gell-
ner, 1988: 181). El mayor igualitarismo en el acceso a la cultura,
propio de la sociedad industrial basada en la división del traba-
jo, convierte a la educación en un bien supremo: «Hoy en día la
posibilidad de emplearse, la dignidad, la seguridad y la autoesti-
ma de los individuos se basan normalmente [...] en su educa-
ción. La mejor inversión de un hombre es con diferencia su edu-
cación, y ésta es la que realmente le provee de identidad» (ibí-
dem: 54). Por este motivo el proceso de secularización de la
cultura da paso a la sacralización de la nación, ya que «en el
mismo momento en que los hombres adquieren plena concien-
cia de su cultura y de la decisiva importancia que tiene para los
intereses vitales, pierden buena parte de la capacidad de reve-
renciar su sociedad a través del simbolismo místico de una reli-

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gión. Se ven pues empujados a reverenciar directamente una
cultura compartida y a la vez atraídos por esta actitud: la cultura
es ahora claramente visible y su acceso a ella llega a ser el bien
más precioso del hombre. Y los símbolos religiosos a través de
los cuales, si hemos de creer a Durkheim, se le rendía culto ce-
san de ser útiles. Ahora la cultura ha de ser objeto directo de
culto y lo será en su propio nombre. Ese es el nacionalismo»
(Gellner, 1993: 28). Los símbolos religiosos pierden su privilegio
como medio de acceso a lo sagrado. Ya no son necesarios ni los
símbolos totémicos ni los símbolos teístas propios de las so-
ciedades tribales y de las sociedades agrarias. En la era del na-
cionalismo lo sagrado se experimenta directamente, sin me-
diaciones simbólicas. Como ya indicara Durkheim a propósito
de la sacralización de la nación francesa durante la Revolución,
la sociedad se convierte en su propio objeto de culto sin necesi-
dad de transfiguración alguna. En la era industrial la sociedad
se adora directamente, haciendo de la cultura nacional un obje-
to de sacralidad.
Quedaría por preguntarnos, ¿hasta qué punto podemos en
consecuencia afirmar que, con la llegada de la era del naciona-
lismo, lo sagrado se experimenta, por primera vez en la historia
de la humanidad, de forma transparente, sin ilusión alguna, sin
ningún otro velo que destapar? ¿Puede el culto de la comunidad
nacional ser plausible de forma directa, sin transfiguración al-
guna? Todo apunta a que para que una comunidad sea viable es
necesaria una cierta intransparencia, un cierto grado de incons-
ciencia sobre el secreto que hace posible el vínculo comunitario.
Así lo ha visto Z. Bauman en su libro Comunidad, al señalar que
«como comunidad significa un entendimiento compartido de tipo
“natural” y “tácito”, no sobrevivirá a partir del momento en que
el entendimiento se vuelva autoconsciente, y por tanto, procla-
mado y pregonado» (Bauman, 2006: 5).
Como hemos visto, Durkheim nos hablaba de una sociedad
que se adoraba a sí misma de forma directa mediante determi-
nadas ideas de carácter laico, entre ellas la idea de Patria. Pero
no está claro que ésta sea la proyección directa de la sociedad,
de tal modo que se experimente, por primera vez en la historia de
la humanidad, de forma transparente, sin ilusión alguna, sin nin-
gún otro velo que destapar. Algunos teóricos del nacionalismo
han indagado en esta cuestión señalando que la mediación de

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los símbolos religiosos no es el único velo que hay que destapar
para encontrar el verdadero secreto que mantiene vinculada a la
comunidad nacional.
El propio E. Gellner propuso su particular interpretación
acerca de este secreto al afirmar que «todavía existe un autoen-
gaño sociológico, una visión de la realidad a través del prisma de
la ilusión, pero no es el mismo que en su día analizó Durkheim.
La sociedad ya no volverá a adorarse a través de símbolos reli-
giosos; las culturas avanzadas modernas, aerodinámicas y sobre
ruedas, se ensalzan mediante la música y la danza que toman
(estilizándolas en el proceso) de culturas populares a las que
ingenuamente creen estar perpetuando, defendiendo y reafirman-
do» (Gellner, 1988: 83). Según este planteamiento, el nacionalis-
mo cree adorar algo que poco tiene que ver con lo que realmente
sacraliza. La cultura que los nacionalistas veneran no es la an-
cestral cultura popular a la que ellos creen firmemente adorar,
sino una cultura avanzada, moderna, es decir, una cultura que
ha sido «inventada» por el propio nacionalismo. Éste es, según
E. Gellner, el autoengaño en el que viven los nacionalistas.
En esa misma línea de análisis, con la que se pretende desve-
lar el secreto de la comunidad nacional, encontramos la tesis de
C. Marvin y D. W. Ingle (1999). Estos autores estadounidenses
asumen el legado durkheimiano según el cual la religión (lo sa-
grado) hace posible la fundación y cohesión de la comunidad,
que se proyecta en un tótem que es por ello adorado. No obstan-
te, entienden que Durkheim no supo encontrar el principio últi-
mo que mantiene el vínculo comunitario y que da razón de ser al
tótem: «el precio esencial de toda sociedad es la muerte violenta
de alguno de sus miembros. Nuestro más profundo secreto, el
tabú colectivo del grupo, es el conocimiento de que la sociedad
depende de la muerte de estas víctimas sacrificiales a manos del
propio grupo» (Marvin e Ingle, 1999: 21). Es decir, lo que man-
tiene a la comunidad cohesionada no es el sacrificio del enemi-
go, sino el sacrificio de un miembro perteneciente a la propia
comunidad. Es por ello que «el tótem es el cuerpo sacrificado
violentamente simbolizado por la bandera. La bandera transfor-
mada ritualmente es el dios de la sociedad renovada» (ibídem:
11). O dicho de otro modo: «La bandera es el dios del nacionalis-
mo y su misión es organizar la muerte» (ibídem: 25). Para estos
autores, la escasa atención que se ha prestado a este símbolo

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nacional no es casual, ya que este «olvido» encontraría su expli-
cación en el tabú que mantiene unida la comunidad nacional.
En efecto, según C. Marvin y D. W. Ingle, la bandera, en tanto
que símbolo sagrado, esconde una realidad que debe quedar
oculta para poder mantener el vínculo comunitario. Bajo ningu-
na circunstancia se puede desvelar que lo que ese tótem simbo-
liza es el autosacrificio en beneficio de la comunidad nacional.
Si esa realidad resultara transparente y la violencia se nos mos-
trara como el fundamento de la vida social, entonces lo sagrado
dejaría de ser intocable y ese vínculo comunitario se quebraría.
Como podemos apreciar, el proceder de C. Marvin y D. W.
Ingle guarda una relación muy estrecha con las tesis de otros
autores que han analizado lo sagrado, como Durkheim y E. Gell-
ner o R. Girard.7 Lo sagrado oculta una realidad que no puede
ser desvelada sin que el grupo se desintegre. El desvelamiento
de esta realidad sagrada nos sitúa ante lo que R. Ramos (1999b)
ha denominado, a propósito de las propuestas durkheimianas,
como la paradoja de la transparente intransparencia. Esta para-
doja remite al propósito de hacer transparente lo que en esencia,
según el mismo Durkheim afirmaba, sólo tiene virtualidad si se
mantiene oculto e intangible. La cohesión social que proporcio-
naban las religiones totémicas y teístas sólo era posible en la
medida en que el verdadero objeto de adoración estaba oculto
tras los símbolos religiosos que se creían firmemente adorar. Lo
mismo habría que decir con respecto al nacionalismo y su culto
de la comunidad nacional, el cual sólo es viable si se mantiene
oculto el verdadero objeto de culto.

4. La sacralización por la modalidad del creer:


el nacionalismo y el imaginario de continuidad

Tanto las definiciones de religión de tipo sustantivo como


las funcionales nos ponen sobre la pista de las manifestaciones
de lo sagrado y/o de la religión en la modernidad avanzada, en

7. En la tesis que defienden C. Marvin y D. W. Ingle se deja notar la influen-


cia de la tesis de R. Girard sobre la violencia y lo sagrado. Ésta ha sido tam-
bién utilizada para dar cuenta de las manifestaciones violentas de determina-
dos nacionalismos como el vasco (ver capítulo siete).

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ámbitos en un principio seculares como el del nacionalismo. Sin
embargo, ambos tipos de definición plantean serios problemas,
pues, como señala D. Hervieu-Léger (1993: 60), «si las definicio-
nes funcionales de religión se muestran incapaces de dominar la
expansión ilimitada de los fenómenos que quieren abarcar, y se
vacían al mismo tiempo de toda pertinencia heurística, las defi-
niciones sustantivas de la religión, construidas de hecho a partir
del único repertorio de las religiones históricas, condenan al
pensamiento sociológico a hacerse paradójicamente el guardián
de la “religión auténtica” que estas grandes religiones creen en-
carnar». Efectivamente, así sucede con el nacionalismo, que des-
de una definición funcional es calificado como una religión de la
modernidad, sin prestar la suficiente atención a sus profundas
diferencias sustantivas con las religiones históricas. Por otra
parte, a partir de una definición sustantiva, el nacionalismo pue-
de entenderse como una «transcendencia intermedia», en con-
traste con la «gran transcendencia» de las religiones históricas,
que pasan por ser el modelo de referencia.
Para hacer frente a los excesos tanto de las definiciones sus-
tantivas como de las funcionales, D. Hervieu-Léger ha propues-
to una definición alternativa de religión que se nos presenta como
una tercera vía. Para esta socióloga, su perspectiva teórica tiene
tres importantes ventajas con respecto a las definiciones clási-
cas, funcionales o sustantivas. En primer lugar, la definición deja
de tener como finalidad la búsqueda de la esencia de la religión,
para pasar a ser un medio que permita pensar el proceso de cam-
bio religioso que acontece en la modernidad. El concepto de re-
ligión debe ser, por tanto, un concepto dinámico, que no busque
fijar el objeto, sino señalar los ejes de transformación alrededor
de los que se distribuye y se recompone. En segundo lugar, des-
de esta perspectiva se puede concebir que la mutación moder-
na de lo religioso dé lugar a novedades históricas, las cuales no
deben ser minimizadas buscando similitudes morfológicas o pa-
rentescos genéticos con las religiones históricas. Por último, esta
perspectiva permite dar cuenta del proceso de desplazamiento
de lo religioso desde las religiones históricas a las esferas profa-
nas, sin por ello avalar la idea de la irremediable desaparición de
la religión en la modernidad (Hervieu-Léger, 1993: 101-102). Si-
guiendo este hilo argumental, esta autora entiende que se impo-
ne la «desustancialización» definitiva del concepto de religión,

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la cual no remite ni a creencias ni a prácticas específicas, sino
que debe ser entendida como un modo particular de organiza-
ción y funcionamiento del creer. Es así como D. Hervieu-Léger
señala que lo específico de la religión es el tipo de legitimación
aportado en el acto de creer, llegando a sostener la hipótesis de
que «no hay religión sin que sea invocado, en prueba del acto de
creer (y de forma que puede ser explícita, semi-explícita, o ente-
ramente implícita), la autoridad de una tradición» (ibídem: 110).
De este modo, la invocación al pasado en el acto de creer no es
un elemento más de la religión, sino su fundamentación misma:
«lo esencial [...] no es el contenido mismo de lo que es creído,
sino la invención, la producción imaginaria del vínculo que, a
través del tiempo, funda la adhesión religiosa de los miembros al
grupo que forman y a las convicciones que los vinculan» (ibí-
dem: 118). Según este planteamiento, para hablar de religión de-
bemos encontrarnos ante la presencia de tres elementos que
deben estar relacionados: la expresión de una creencia, la me-
moria de una continuidad y la referencia legitimadora de esta
memoria, es decir, una tradición (ibídem: 142). Para poder ha-
blar de religión se requiere, por tanto, que la invocación a la
tradición que tiene lugar en el acto de creer encuentre su razón
de ser última en la consideración del pasado como algo trans-
cendente y sagrado. Es atendiendo a este contenido de la tradi-
ción cuando nos topamos con su naturaleza religiosa. Como se-
ñala A. Ariño, «aunque todas las creencias o prácticas pueden
ser tradicionales en su estructura y su modo de transmisión, hay
algunas que son tradicionales en la sustancia, en el contenido
[...]. Para ello, se requiere tradicionalidad de legitimación [...]
En este plano sustantivo, la tradición no sólo comporta filiación
intertemporal, modalidad de transmisión, sino también un re-
conocimiento de la superioridad del pasado, de su transcenden-
talidad o sacralidad» (Ariño, 1999: 174). Este sociólogo se apoya
en la obra de E. Shils para mostrar las propiedades estructura-
les, formales y sustantivas de la tradición. Según este último, si
atendemos a sus propiedades estructurales, las creencias tradi-
cionales son una forma de estructurar la temporalidad median-
te un consenso intertemporal que une el presente con el pasado.
En cuanto a sus propiedades formales, las tradiciones son mo-
dos específicos de transmisión mediante los que se adquieren
creencias y prácticas. Pero la relevancia de las tradiciones, lo

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que hace que tengan ese gran poder normativo, deriva de sus
propiedades sustantivas que remiten a la religión: «De acuerdo
con este concepto sustantivo, la tradición tiene una naturaleza,
manifiesta o latentemente, religiosa: es una realidad superior,
transcendente o sagrada que hay preservar y transmitir y a la
que hay que ajustar los modos de conducta y de pensamiento
[...] Por tanto, nosotros preferimos entender la tradición como
un medio de reproducción cultural de la sociedad de carácter
religioso» (Ariño, 1999: 175).
Si seguimos a D. Hervieu-Léger, la religión, definida a partir
de la invocación a la tradición, nos remite de forma directa a la
memoria colectiva: «la posibilidad de que un grupo humano (o
un individuo) se reconozca como parte de un linaje depende en
efecto, al menos por una parte, de las referencias al pasado y de
los recuerdos que tiene conciencia de compartir con otros y que
se siente responsable de transmitir» (Hervieu-Léger, 1993: 177).
Para avalar su teoría, esta socióloga retoma las propuestas de
uno de los más reconocidos miembros de la escuela durkhei-
miana, M. Halbwachs, y nos invita a pensar si su tratamiento de
los hechos religiosos como hechos de memoria no derivará de
su convicción de que la religión es fundamentalmente un hecho
de memoria:8 «Si existe para Halbwachs una teoría de la religión,
ésta sería enteramente absorbida por su teoría de la memoria co-
lectiva: la religión sería, y no sería más que, hechos e interpreta-
ciones de memoria»9 (Hervieu-Léger, 2001: 228). De este modo,
la vía abierta por M. Halbwachs permite dar cuenta de la reli-
gión como modalidad del creer.
La teoría de la «religión» que D. Hervieu-Léger propone a
partir de las propuestas de M. Halbwachs tiene un gran valor
heurístico para todo aquel que quiera ofrecer un diagnóstico sobre
la secularización, entendiendo ésta como un proceso que no se

8. Para un estudio general de las propuestas de M. Halbwachs sobre la


memoria colectiva, que quiere también dar cuenta de la pertinencia de dichas
propuestas en la actualidad, ver Ramos (1989). Para un estudio más específico
sobre la relación entre memoria y religión a partir de la obra de M. Halbwachs
ver Hervieu-Léger (2001), en cuya obra centro mi exposición.
9. Esta tesis también la sostiene G. Namer en el prólogo a Les Cadres so-
ciaux de la mémoire: «La religión en los marcos sociales de la memoria es toda
ella memoria. Se agota en la noción de memoria religiosa y no es nada más
que una memoria» (G. Namer, citado en Hervieu-Léger, 2001: 228).

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circunscribe a las religiones históricas, ya que, según la defini-
ción de esta autora, la religión sobrepasa las manifestaciones de
aquéllas. Al igual que señalé con respecto a las definiciones fun-
cionales, no comparto el concepto de religión que defiende D. Her-
vieu-Léger. No obstante, no hay por qué estar de acuerdo con él
para acordar que lo sagrado, como categoría más general que la
religión, se manifiesta en la modalidad del creer a la que esta
socióloga hace referencia. En este sentido podemos entender las
propuestas sobre religión de M. Halbwachs, en las que cierta-
mente la dicotomía sagrado-profano no ocupa un lugar central.
No obstante, cuando se refiere a ello nos sitúa ante esa dimen-
sión de la secularización a la que hace referencia D. Hervieu-
Léger: «la distinción entre las cosas sagradas y las cosas profa-
nas toma cada vez más claramente el sentido de una oposición
entre el espíritu y las cosas. Puesto que el dominio de las cosas le
está cerrado, ¿dónde se alimentaría el espíritu, si no es en la tra-
dición?» (Halbwachs, 1976: 215). Recordemos, de igual modo,
cómo H. Desroche hacía referencia a las tres formas de la idea-
ción colectiva que fomentan lo sagrado. En la conciencia colecti-
va se fomenta su nacimiento, la surrección de los dioses; en la
memoria, su resurrección o resistencia a la muerte; y en la imagi-
nación, su insurrección (Desroche, 1976: 183).
La dimensión de la secularización a la que se refieren M.
Halbwachs y D. Hervieu-Léger nos remite a las transformacio-
nes de la semántica temporal en el paso de las sociedades tradi-
cionales a las sociedades modernas.10 Como señala G. Marra-

10. La cuestión del tiempo es una de las coordenadas en las que tiene lugar
el debate sociológico sobre la secularización. Al preguntarse por las funcio-
nes que cumplen las teorías de la secularización, J. Estruch ha destacado la
vinculación entre este proceso y la importancia atribuida al tiempo y a la
dimensión temporal de la realidad: «hemos de entender, pues, por “secular” el
mundo temporal, o el aspecto temporal de la realidad. Lo cual implica que las
significaciones o evaluaciones de lo «secular» van a depender de la concep-
ción del tiempo de la que se parta» (Estruch, 1994: 270). Así, según J. Estruch,
las teorías sociológicas de la secularización se caracterizan en general por
concebir el aspecto temporal de la realidad con una valoración positiva, mos-
trando el saeculum como símbolo de liberación humana. Cualquier teoría
que quiera dar cuenta de la secularización habrá de vérselas con el tiempo.
De igual forma, las aproximaciones que pongan objeciones a la teoría de
la secularización deberán hacer de la concepción de la temporalidad una cues-
tión insoslayable. Así lo indica S. Giner (1989: 10): «La secularización es la

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mao en su estudio sobre la genealogía de la secularización, «a
partir de finales del siglo XVIII, la secularización ha cruzado los
confines del derecho canónico y del derecho público para trans-
formarse en categoría general indisolublemente entrelazada con
el nuevo concepto unitario de tiempo histórico» (Marramao, 1998:
27). La secularización remite así a la nueva semántica temporal
propia de la modernidad. En efecto, el privilegio del pasado —su
ejemplaridad y el carácter fundador que tenía en las sociedades
tradicionales— se desvanece. Del eterno retorno, de la vuelta al
pasado primordial y fundador, se pasa a la experimentación del
tiempo como un tiempo siempre nuevo. R. Koselleck muestra
cómo el antiguo topos del Historia Magistra Vitae, que perdura
hasta el siglo XVIII, pierde su vigor y se ve reemplazado por una
futurización creciente. Un futuro siempre abierto que ya no pue-
de ser gestionado con las enseñanzas del pasado (Koselleck, 1993:
41-66). Estas transformaciones de la temporalidad inciden di-
rectamente en la secularización, ya que «la pérdida de plausibi-
lidad de la religión en las sociedades modernas se debería [...] al
hecho de que la tensión entre el régimen de temporalidad que
rige la institución religiosa y los regímenes de temporalidad de
las otras esferas de la vida social ha alcanzado su punto de rup-
tura» (Hervieu-Léger, 2001: 221). Esa pérdida de plausibilidad
de la religión se acentuaría aún más en las últimas décadas como
consecuencia de la denominada «crisis del futuro» y las nuevas
estrategias temporales que surgen para compensarla. Estrate-

esencia de la modernidad. Es, también, su acicate. Y es, finalmente, su forma


de concebir el tiempo, como despliegue continuo de la racionalización y hu-
manización que la noción entraña. La secularización es la expresión del tiem-
po en esta época o, más precisamente, en la época que nos ha precedido hasta
hoy. Porque hoy se perciben ya, en mi opinión, no sólo ciertos procesos de
desecularización, aún mal conocidos, sino también ciertos otros de sacraliza-
ción de lo profano, que contrastan con aquella profanación de lo sagrado que
fuera tan característica de la fase del laicismo militante de nuestra historia
cultural y política reciente. En todo caso, está claro que toda reflexión sobre el
tiempo que quiera incorporar su dimensión sociopolítica tendrá que habérse-
las frontalmente con la cuestión de la secularización». S. Giner muestra de
forma nítida la íntima relación entre la secularización y la concepción tempo-
ral de la modernidad. De esta manera, al ver en la secularización la expresión
del tiempo de una época que parece que se desvanece, nos incita a indagar en
las temporalidades que definen esos nuevos procesos de desecularización y
«sacralización de lo profano».

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gias basadas en la representificación del tiempo y de la realidad
que conducen a la exaltación del presente puntual (Ramos, 1994).
En efecto, a diferencia de las «sociedades de memoria», en la
actualidad vivimos en sociedades en las que es más difícil soste-
ner una memoria como la que plantea M. Halbwachs. Es en este
momento de presentificación de la realidad cuando la seculari-
zación adquiere una nueva dimensión: «La cuestión de la “secu-
larización” toma aquí una nueva forma: la de la posibilidad, y de
la plausibilidad, que un grupo pueda, en un contexto de instan-
taneidad y de pulverización de la memoria, reconocerse él mis-
mo como perteneciendo a un “linaje creyente” que está encarga-
do de prolongar en el futuro» (Hervieu-Léger, 1993: 187). O, pre-
sentando la cuestión de otro modo, podemos preguntarnos,
«siguiendo a M. Halbwachs, si la lógica de la clausura de la me-
moria y de la absolutización del pasado que caracteriza a todo
grupo religioso [...] no indica inexorablemente la expulsión de la
religión fuera de una sociedad moderna caracterizada por la
aceleración del cambio y por el estrechamiento del tiempo. Una
tradición religiosa fijada en una relación inmutable con los re-
cuerdos que ella conserva pierde en efecto su capacidad de pro-
porcionar significaciones para un presente siempre cambiante»
(Hervieu-Léger, 2001: 222).
Si seguimos esta argumentación, nos tendríamos que pre-
guntar hasta qué punto nuestras sociedades están seculariza-
das como resultado del declive de la tradición y de la memoria
colectiva, dadas las modernas transformaciones que merman
las condiciones de posibilidad para que éstas puedan desarro-
llarse. D. Hervieu-Léger responde señalando que este proceso
—que acorde con su definición de religión supondría la salida
de ésta de las sociedades modernas— hay que entenderlo como
un proceso ideal-típico. Como tal, no da cuenta de los múlti-
ples procesos compensatorios que se producen en nuestras so-
ciedades como reacción al vacío ocasionado por la pérdida de
intensidad y unidad de la memoria colectiva. Las propias diná-
micas de cambio acelerado que han dado lugar a la presentifi-
cación de la realidad han propiciado el incremento de «llama-
das a la memoria»: «La invención de “memorias de sustitución”,
múltiples, parciales, diseminadas, disociadas las unas de las
otras, pero que permiten salvar (al menos parcialmente) la po-
sibilidad de identificación colectiva, esencial para la produc-

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ción y reproducción del vínculo social» (Hervieu-Léger, 1993:
205). Si dar cuenta de la desorganización de la memoria colec-
tiva nos ponía en disposición de comprender una de las dimen-
siones de la secularización, atender al modo en que estas mé-
moires en miettes se recomponen debe ser una de las tareas
fundamentales para poder comprender la modernidad religio-
sa (ibídem: 208). ¿Cuáles son las modalidades de recomposi-
ción de dichas memorias fragmentadas? ¿Dónde podemos de-
tectar esas reconstrucciones «religiosas» de la memoria que se
producen en la modernidad?
Según nos muestra D. Hervieu-Léger, esas reconstrucciones
pueden realizarse en el seno de los propios grupos religiosos a
través de una «recarga memorial» o bien a través de nuevas apro-
piaciones colectivas de la tradición, es decir, nuevas formas de
representar la continuidad de una sociedad o de un grupo. Un
ejemplo de estas modalidades tiene lugar a partir de la «frater-
nidad electiva», por la cual la relación con el linaje creyente se
construye a partir de la relación afectiva que vincula a los miem-
bros de un grupo afín. Pero centrémonos en otra de estas di-
mensiones de las reconstrucciones modernas de la memoria que
es la que aquí me interesa destacar, «la que se juega en el pre-
sente rebrote de las afirmaciones étnicas. La atracción particu-
lar que asocia lo étnico y lo religioso se debe a que tanto uno
como otro crean el vínculo social a partir de una genealogía
postulada, genealogía naturalizada (en tanto que está relacio-
nada a la sangre y al suelo) por un lado, genealogía simbolizada
(en tanto que constituida en la referencia creyente a un mito o a
un relato fundador) por otro lado» (Hervieu-Léger, 1993: 228).
Si seguimos este planteamiento, la identidad étnica se hace po-
sible a partir de la misma modalidad del creer que caracteriza a
la religión. Partiendo de esta consideración, D. Hervieu-Léger
retoma, en el marco de su diagnóstico sobre la secularización,
la idea del campo étnico-religioso de D. Schnapper (1993). En
este sentido la instrumentalización y absorción de lo religioso
por lo étnico en las sociedades modernas podría entenderse como
una muestra más de la «salida de la religión». No obstante, «el
problema es más complejo: se puede en efecto observar que al
mismo tiempo que lo étnico instrumentaliza a lo religioso incor-
porando sus símbolos y valores, tiende también a funcionar él
mismo religiosamente cada vez que ofrece a cualquier grupo

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social [...] la posibilidad de “inscribirse en una historia que le
transciende” para dar sentido a su existencia. La convergencia
de lo étnico y de lo religioso es por tanto un movimiento doble,
que opera a la vez a través de la homogeneización étnico-simbó-
lica de las identidades religiosas tradicionales (confesionales) y
a través de la recarga neo-religiosa de las identidades étnicas.
Este doble movimiento se inscribe en un proceso de descompo-
sición, pero también de recomposición de la referencia creyente
a la perennidad de un linaje. Esta recomposición implica for-
mas renovadas de movilización y de invención de una “memo-
ria común”, a partir de materiales simbólicos tomados presta-
dos del depósito de tradiciones religiosas históricas, pero tam-
bién de fuentes proporcionadas por la historia y la cultura
profanas» (Hervieu-Léger, 1993: 236).
La obra de D. Hervieu-Léger nos sitúa ante una de las di-
mensiones de la secularización y nos ofrece interesantes análisis
para dar cuenta de lo que ella misma denomina «modernidad
religiosa». Sus propuestas «sustantivas» son de gran valor para
ofrecer un diagnóstico sobre la secularización. Más aún en el
caso que aquí interesa, pues, como vemos, se abre una línea de
investigación muy fructífera en la que convergen la sociología
de la religión y la sociología de la etnicidad.11 Según D. Hervieu-
Léger, la religión y la etnicidad contribuyen, bien por separado o
en el llamado «dominio étnico-religioso», a la refundación com-
pensatoria del «nosotros» que la modernidad socava. La deman-
da de sentido e identidad puede ser así satisfecha por la religión
y la etnicidad (Hervieu-Léger, 1993: 230; Schnapper, 1993: 158).
Una de las orientaciones que abre dicha línea de investigación y
que me parece más interesante conduce a dar cuenta de una de
las posibles relaciones que los individuos pueden contraer con
las tradiciones religiosas en la modernidad. Efectivamente, el
proceso de secularización no ha conducido a la increencia, sino
a lo que G. Davie (1994) define como believing without belonging,
fórmula que da cuenta del proceso de desinstitucionalización
religiosa que ha acontecido en Occidente (exceptuando los Esta-
dos Unidos). A partir de las potencialidades del concepto de «cam-

11. Una línea de investigación que nace de los intercambios entre D. Her-
vieu-Léger y D. Schnapper, y que se concreta en la obra de la primera y en el
artículo «Le sens de l’ethnico-religieux» de esta última.

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po étnico-religioso» podemos pensar en un proceso paralelo al
señalado, que puede quedar caracterizado como belonging
without believing. Es decir, una nueva forma de relación con la
religión en la que el individuo no cree más que en la continuidad
de un grupo que se define a partir de unos rasgos pertenecientes
a las religiones históricas y que se constituyen como emblemas
de dicho grupo (Hervieu-Léger, 1993: 237).
Las propuestas de D. Hervieu-Léger y de D. Schnapper sobre
el «dominio étnico-religioso» son también aplicables —más si
constatamos la debilidad de la definición de nación de ésta úl-
tima—12 al «dominio nacional-religioso», es decir, pueden ser
igualmente aplicadas al estudio de la nación y del nacionalismo.
A partir de este giro se hace también necesario examinar algu-
nas de las propuestas «sustantivas» que defiende D. Hervieu-
Léger con respecto al papel que juega la memoria colectiva en el
proceso de invención y reinvención de un imaginario de conti-
nuidad gracias al cual el grupo se cree perenne.
Según veíamos, para D. Hervieu-Léger, la memoria colectiva
proporcionaría una continuidad entre pasado y presente que es
la base del grupo creyente. Esta continuidad se refleja en el auge
de lo étnico gracias a la presencia de la memoria colectiva. Di-
cha relación entre la etnicidad y la memoria colectiva es un lu-
gar común que se ha incorporado a la teoría del nacionalismo
especialmente a partir de la obra de A. D. Smith, uno de los teó-
ricos que más interés ha mostrado en relacionar la nación con la
etnia y ambas con la memoria colectiva. Para este autor, la me-
moria colectiva es el fundamento de las etnias y naciones: «Un
elemento esencial, quizás el elemento fundamental, para cual-
quier clase de identidad es la memoria. Dicho de otro modo, la
identidad humana no es simplemente un asunto de persistencia
a través del tiempo, de persistencia en el cambio, sino también
de conciencia reflexiva de conexión personal con el pasado. En
el caso de las identidades colectivas culturales, tales como las
etnias y las naciones, las generaciones más recientes portan me-
morias compartidas de lo que consideran ser «su» pasado, de las
generaciones más tempranas de la misma colectividad, y así de
una etno-historia distintiva» (Smith, 1999: 208).

12. Para una crítica de esta definición ver el apartado «¿Qué es una na-
ción?» del siguiente capítulo.

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Tanto D. Hervieu-Léger como A. D. Smith hablan de la me-
moria colectiva como soporte que hace plausible la continuidad
entre el pasado y el presente de una comunidad. La memoria
colectiva permitiría así la conformación de un imaginario de
continuidad con el pasado sin el cual la identidad colectiva no
podría elaborarse. Las etnias y las naciones encontrarían su ra-
zón de ser en la memoria colectiva que asegura esa continuidad
entre pasado y presente que une a la comunidad. No obstante,
este lugar común se ha construido a partir de una forma deter-
minada de entender la memoria colectiva que no refleja su ver-
dadero estatuto en la conformación de identidades colectivas,
especialmente cuando hablamos de etnias y naciones. En efec-
to, si hacemos caso a las propuestas de M. Halbwachs, la memo-
ria colectiva se caracteriza, entre otras cosas, por el recuerdo
colectivo de lo que ha sido experimentado en el pasado por los
individuos que tienen ese recuerdo. Por el contrario, la historia
remite al pasado, pero a un pasado de personas que nunca cono-
cimos, un pasado anterior a nuestras vidas. Si esto es así, el re-
cuerdo de la historia nacional no sería posible únicamente a partir
de la memoria colectiva. El propio M. Halbwachs así lo mostró:
«Si, por memoria histórica, se entiende la sucesión de aconteci-
mientos cuyo recuerdo conserva la historia nacional, no es ella,
no son sus marcos los que representan lo esencial de lo que de-
nominamos memoria colectiva» (Halbwachs, 1950: 67). El tér-
mino «memoria histórica» no resulta apropiado puesto que re-
mite a dos conceptos diferentes y enfrentados. El «recuerdo» de
la historia nacional no puede entenderse a partir del concepto
de memoria colectiva: «Si la condición necesaria, para que haya
memoria, es que el sujeto que recuerda, individuo o grupo, ten-
ga el sentimiento de que se remonta a sus recuerdos [...], ¿cómo
la historia sería una memoria, puesto que hay una solución de
continuidad entre la sociedad que lee esa historia y los grupos
que en su momento fueron testigos o actores de los eventos que
son recordados?» (ibídem: 69).
La memoria colectiva no es, por tanto, el fundamento últi-
mo que asegura la conexión entre el pasado y el presente de la
nación dando lugar a esa creencia en la continuidad de la comu-
nidad nacional. Para dar cuenta de ese imaginario de continui-
dad con el pasado nacional debemos prestar atención al especí-
fico dispositivo de sentido del que se sirven las naciones. Éste es

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un entramado de memoria colectiva, historia y mitología. En
una línea similar a lo que planteo, partiendo de la distinción
entre memoria colectiva y mito como motores de la identidad
nacional, D. S. A. Bell moviliza el concepto de «mythscapes na-
cional» para dar cuenta de la compleja interpenetración entre
mito y memoria de la nación. Un «mythscape» puede ser conce-
bido como una construcción discursiva constituida por y a tra-
vés de las dimensiones temporales y espaciales en las que los
mitos de la nación son forjados, transmitidos, reconstruidos y
negociados constantemente (Bell, 2003: 75). La dimensión tem-
poral remite a una narrativa que permite vincular pasado y pre-
sente. La dimensión espacial remite a la construcción nacional
de un territorio delimitado. Este complejo entramado de histo-
ria, mito, memoria y territorio es lo que caracteriza a las narra-
ciones nacionalistas.
Es gracias a la «etno-historia nacionalista», como entramado
de historia, memoria y mitologías nacionalistas, que se hace posi-
ble «imaginar» el vínculo que une pasado y presente. Se trata de
dar cuenta, por tanto, de cómo la forma nación hace posible ese
dispositivo de sentido que permite inventar y reinventar un imagi-
nario de continuidad por el cual los individuos creen en la peren-
nidad de la nación. La respuesta la encontramos en las coordena-
das espacio-temporales que dan lugar a la forma nación.13

5. Consideraciones finales

Desde la perspectiva sociológica, la secularización es un pro-


ceso sujeto a gran cantidad de controversias debido a las luchas
por imponer una definición legítima de la religión. Tres han
sido, a mi entender, las definiciones más importantes sobre este
objeto de estudio, las que se han centrado en los aspectos sus-
tantivos, funcionales y formales. En su propósito de mostrar
qué es la religión ateniendo a sus relaciones con la vida social,
los sociólogos han realizado rupturas epistemológicas con su
objeto de estudio que les han llevado más allá del sentido co-
mún de los actores sociales, quienes en su forma de entender la

13. Para un análisis de la sacralización del espacio-tiempo de la nación ver


el siguiente capítulo.

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religión prestan más atención a sus aspectos sustantivos. Gra-
cias a las rupturas epistemológicas de Durkheim y la más re-
ciente de D. Hervieu-Léger, podemos atender a otras dimensio-
nes de la secularización que guardan relación con las funciones
y con la organización y funcionamiento del creer. No obstante,
para ello no es necesario estar de acuerdo con sus respectivas
definiciones de religión, pues, según entiendo, minimizan los
contenidos sustantivos de las religiones sobrenaturales. Ya des-
de la obra de Durkheim se observa esa forma de proceder que
se refleja en su ecuación mediante la que se equipara la religión
con lo sagrado. Frente a ello, lo sagrado se nos revela como una
categoría más amplia y menos etnocéntrica, que, por un lado
recoge los contenidos sustantivos de las religiones sobrenatura-
les y, por otro, permite prestar atención a otros aspectos del
proceso de secularización.
A lo largo de este capítulo, hemos tenido oportunidad de ver
de qué modo el nacionalismo produce formas de sacralización
que inciden en algunos de los aspectos en los que los sociólogos
de la religión han visto que se manifiesta la religión o —en línea
con lo que acabo de señalar— lo sagrado. En primer lugar, desde
un punto de vista sustantivo, los teóricos del nacionalismo seña-
lan que éste puede entenderse como una religión de salvación o
un equivalente de la misma, ya que provee un horizonte de trans-
cendencia que permite dar sentido a la muerte y al deseo de
inmortalidad. En segundo lugar, atendiendo a sus funciones so-
ciales, el carácter sagrado del nacionalismo derivaría, si segui-
mos las tesis durkheimianas, de su papel en tanto que cemento
integrador que hace posible el vínculo comunitario en la socie-
dad moderna. Por último, el nacionalismo se nos presenta como
una fuerza creadora de hierofanías, pues, en línea con las pro-
puestas de D. Hervieu-Léger, sus imaginarios de continuidad
descansan en un modo de creer basado en la invocación a la
autoridad de la tradición. Por todo ello, cualquier diagnóstico
sobre la secularización deberá tener en cuenta el desafío que el
nacionalismo plantea a este proceso.

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CAPÍTULO 5
LA SACRALIZACIÓN DE LAS FRONTERAS
(ÉTNICAS) Y DEL ESPACIO-TIEMPO
DE LA NACIÓN

El acto de trazar fronteras remite de modo temi-


ble a lo sagrado.
MICHEL FOUCHER (1991: 42)

Qué es «la patrie», preguntaba Maurice Barrès, y


respondía: «La Terre et les Morts». Los dos com-
ponentes de «la Patrie» tienen una cosa en co-
mún: no son materia de elección. No se pueden
«elegir libremente». Antes de que se pueda con-
templar cualquier elección, uno ya ha nacido [...]
en esta tierra y en esta sucesión de antepasados y
su posteridad.
ZYGMUNT BAUMAN (1992: 684)

1. Introducción

E. Gellner, el gran teórico del nacionalismo, entendía que el


«problema» del nacionalismo radica «en la propensión a la sa-
cralización de las naciones en el mundo moderno», ya que «atraen
sacralización, mientras que otros objetos políticos reales o po-
tenciales no lo hacen» (Gellner, 1995: 89). Estas sacralizaciones
de la nación, que se manifiestan en diversas dimensiones, supo-
nen un importante desafío al proceso de secularización. Pero,
¿cómo explicar que las naciones atraigan sacralización en un
mundo moderno supuestamente secularizado? La explicación
se encuentra en el modo en el que el nacionalismo configura la
forma nación. Para ello resultan decisivas dos operaciones. En
primer lugar, su labor de construcción de las fronteras (étnicas)
que delimitan el «nosotros nacional». En efecto, toda nación
necesita sacralizar dichas fronteras para poder conformar la
comunidad nacional. ¿Qué papel desempeñan en esta operación

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los objetos o rasgos diacríticos? ¿Hasta qué punto el nacionalis-
mo puede imaginar ex novo la nación o, por el contrario, necesi-
ta esos rasgos para poder delimitar las fronteras simbólicas? ¿Qué
sucede cuando los contenidos culturales que definen la nación
en un determinado momento cambian? ¿Cómo resulta plausi-
ble la continuidad de una comunidad nacional cuando esos ras-
gos han cambiado? Como vamos a ver, y en ello reside la segun-
da operación de sacralización del nacionalismo, éste necesita
sacralizar el espacio-tiempo de la nación para permitir la plausi-
bilidad de una comunidad nacional que se mantiene más allá
del cambio de sus contenidos culturales.

2. ¿Qué es una nación?

Una de las mayores dificultades que encuentran los estudio-


sos de la nación y el nacionalismo es el enorme «caos terminoló-
gico» que hay en este campo de estudio (Connor, 1998). Por ello,
muchas de las controversias sobre las naciones y el nacionalis-
mo no son debates sustantivos de fondo, sino eternas disputas
que responden a una falta de definición conceptual. Y sin em-
bargo, como tanto insistiera Durkheim, la definición de los obje-
tos de estudio es una labor fundamental en las ciencias sociales.
Para exponer mi concepción de la nación, me detendré en
las propuestas de D. Schnapper, ya que me sirven de referencia
para exponer a grandes rasgos algunos de los debates sobre la
definición de la nación y el nacionalismo. Esta autora francesa
ha pretendido poner orden en el marco definicional de la nación
criticando el consenso que, según entiende, encontramos en la
teoría social angloamericana. Su crítica tiene como finalidad la
defensa de su propia definición de nación, fundamentada en lo
que considera característico del vínculo nacional: el vínculo po-
lítico. En efecto, en línea con las diferentes teorías que afirman
que la nación cumple la función de integración social que en las
sociedades premodernas desempeñaban las religiones, esta au-
tora afirma que con el advenimiento de la modernidad «más allá
del principio mismo de legitimidad política, lo que se ponía en
entredicho era el fundamento del vínculo social. En la era de las
naciones, la política sustituye al principio religioso o dinástico
como medio de unión de las personas» (Schnapper, 2001: 16).

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Según D. Schnapper, en nuestras sociedades la integración so-
cial se mantiene gracias al vínculo político que proporciona la
nación. No obstante, a pesar de lo que considera como una «evi-
dencia», llega a la conclusión de que «los sociólogos de todas las
sensibilidades han subestimado el hecho de que, en la sociedad
moderna, el vínculo social será a partir de ahora esencialmente
político, es decir, nacional» (ibídem: 17). Con el objeto de colmar
esta laguna,1 D. Schnapper se afana en un trabajo de purifica-
ción que tiene como finalidad mostrar la esencia política de la
nación. Con dicho propósito, arremete contra los teóricos del nacio-
nalismo, acusándoles de cometer uno de los errores que más
confusión introducen en el estudio del nacionalismo y que con-
tribuyen a no prestar la debida atención al carácter político del
vínculo nacional: la falta de distinción analítica de la nación y
la etnia, la cual se distingue de aquélla por ser un grupo de perte-
nencia que no tiene necesariamente una expresión política (ibí-
dem: 30). Es, por tanto, la falta de una organización política au-
tónoma lo que diferencia a la etnia de la nación: «no es el nom-
bre, u otras características objetivas, lo que opone la etnia a la
nación, sino la naturaleza del vínculo que une a los hombres»
(ibídem: 31). No obstante, la esencia política de la nación no tiene
que conducirnos a identificarla con el Estado. Según D. Schnap-
per, la nación se singulariza con respecto a otras unidades políti-
cas por ser una «comunidad de ciudadanos» diferenciada del
Estado (ibídem: 36). A estas confusiones terminológicas que iden-
tifican la nación con la etnia o con el Estado y que atraviesan las
teorías del nacionalismo, esta autora añade otra que deriva de la
identificación entre etnia y nación. Según entiende, las críticas
que se lanzan en muchas ocasiones contra las naciones no debe-
rían ir dirigidas a los nacionalismos de las naciones «realmente
existentes», sino a los nacionalismos de las etnias. Así, por ejem-
plo, los conflictos ocurridos en la antigua Yugoslavia no debe-

1. Para D. Schnapper, esa falta de atención al fundamento de la nación


encontraría su explicación última en su carácter sagrado: «Durkheim, el fun-
dador de la escuela francesa de sociología, escribía [...] que “sin duda, el con-
cepto de nación es una idea mística, oscura”. Actualmente se invoca a menu-
do una “complejidad” tan grande que legitima la pereza de analizarla, lo cual
no deja de sorprender. ¿Por qué habría de sustraerse la nación al conocimien-
to racional, ahora que no es ya, por repetir la fórmula de La marsellesa, objeto
de un “amor sagrado”?» (Schnapper, 2001: 22).

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rían ser conceptualizados como conflictos nacionales, sino como
conflictos étnicos o nacionalistas.
Todo este trabajo de depuración ha conducido a D. Schnap-
per a proponer una definición alternativa de nación con la que
salir de esta «confusión terminológica» en la que está empanta-
nado el estudio del nacionalismo: «la nación se define por la
soberanía, que tiene como efecto, en el interior, integrar a las
poblaciones que incluye, y en el exterior, afirmarse en cuanto
sujeto histórico en un orden mundial basado en la existencia y
las relaciones entre naciones-unidades políticas. Pero su especi-
ficidad consiste en que integra a las poblaciones en una comuni-
dad de ciudadanos cuya existencia legitima la acción interior y
exterior del Estado» (Schnapper, 2001: 28). A partir de esta defi-
nición, D. Schnapper llega a la conclusión de que, frente a lo que
comúnmente se señala, no podemos hablar con propiedad de la
existencia de dos tipos de nación, la étnica o cultural y la cívica o
política. Sólo esta última merece el nombre de nación,2 ya que,
según dicha definición, la noción de nación étnica es contradic-
toria en los términos.
Considero que la aportación de D. Schnapper es de gran va-
lor en la medida en que ha tratado de aportar luz al «caos termi-
nológico» sobre la nación y el nacionalismo, buscando una defi-
nición rigurosa de estos conceptos. Una tarea fundamental, por
tanto, de ruptura epistemológica con los objetos «nación» y «na-
cionalismo» que debe ser inexcusable para todo científico social
que se adentre en este campo. Esta ruptura epistemológica es
una operación necesaria puesto que, como sucede con otros
objetos de estudio, la nación es una categoría utilizada tanto por
los actores sociales como por los científicos sociales. Es decir,
forma parte tanto del «sentido común» como de la ciencia so-

2. D. Schnapper muestra un ejemplo de esta delimitación de la nación que


atiende a la soberanía a propósito de la afirmación de A. D. Smith según la cual
los catalanes son una nación, ya que forman una comunidad de ciudadanos
que disponen de un territorio, una lengua, un sistema educativo y una econo-
mía y fiscalidad propias. Para D. Schnapper, sin embargo, «esta definición es
insuficiente: la nación no es sólo una comunidad de ciudadanos, es también
una unidad política. El tipo ideal de la nación implica no sólo que el Estado, en
sus formas concretas, sea el instrumento de la integración interna, sino tam-
bién que actúe de manera soberana en un sistema internacional fundado en la
idea de soberanía de naciones-unidades políticas» (Schnapper, 2001: 46).

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cial. Y es precisamente esa dualidad de la nación como objeto de
pensamiento de los actores sociales y como objeto científico lo
que debe hacer que estemos vigilantes. Entre nosotros, A. Pérez-
Agote ha propuesto un modelo teórico que parte de la necesidad
de que los sociólogos estudien las naciones y los nacionalismos
en un doble momento analítico. En primer lugar, un momento
fenomenológico, en el que el sociólogo dé cuenta «desde den-
tro» de la representación de la nación por parte de los actores,
intentando captar el sentido que dan a dicha representación. En
segundo lugar, un momento genético, en el que se analice «des-
de fuera» quién, cómo, cuándo se da lugar a esa representación
de la realidad bajo la categoría de nación y cuál es su éxito social
(Pérez-Agote, 1995: 113). Según este modelo, la nación se nos
presenta «como algo que pertenece primaria y fundamentalmente
al mundo de la conciencia de los actores sociales. La nación es,
pues, una categorización social (hecha por los actores sociales)
de una realidad colectiva; y no es primariamente una categori-
zación científica (hecha por los científicos sociales) de una reali-
dad social» (ibídem).
Ahora bien, en la medida en que los científicos sociales han
de hacer frente a ese otro momento analítico, el momento gené-
tico, deben marcar distancias con lo que podríamos llamar el
«sentido común nacionalista». D. Schnapper, que no presta aten-
ción a ese primer momento fenomenológico, se centra en el ge-
nético mostrando el error de los principales teóricos del nacio-
nalismo que no han roto con el «sentido común nacionalista»,
que convierte de forma automática a las etnias en naciones, con-
tribuyendo así a la defensa de los reclamos políticos de los na-
cionalistas. En efecto, en un mundo donde la soberanía reside
en la idea de nación y ésta se constituye como principio de legi-
timidad política, categorizar un determinado grupo como na-
ción en vez de como etnia puede tener importantes implicacio-
nes políticas. La propia D. Schnapper es muy consciente de estas
implicaciones que inducen su crítica de la nación étnica frente a
su defensa de la nación cívica.
Pero ser conscientes de la necesaria ruptura epistemológica
que tenemos que llevar a cabo con nuestro objeto de estudio no
presupone que esa labor se culmine con éxito. Como la propia
D. Schnapper afirma, en el estudio del nacionalismo, al igual
que en otros ámbitos, «existe un vínculo entre los conceptos utili-

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zados y los presupuestos teóricos: una definición de la nación es
ya en cuanto tal una teoría implícita de la nación» (Schnapper,
2001: 27). En efecto, su propia definición de nación también res-
ponde, como no podría ser de otro modo, a una determinada
teoría. Una teoría que encuentra su razón de ser en la concep-
ción de la nación «a la francesa», que deriva del ideal del Estado-
nación que D. Schnapper defiende como proyecto normativo.3
A mi entender, D. Schnapper tiene razón al no equiparar et-
nia y nación. Desde un punto de vista genético, la ciencia social
no puede reconocer la ontología social de los nacionalistas y
admitir que las etnias son naciones. Menos aún si su concepción
de nación responde a una idea naturalizada, esencialista y pre-
política. Pero de ello no se deriva, como pretende D. Schnapper,
que lo que singulariza a las naciones sea la soberanía que es
representada por el Estado. Si bien la nación se distingue de la
etnia por su dimensión política, esta última no puede quedar
reducida a la posesión de la soberanía estatal. Es suficiente el
deseo de que la comunidad política que es la nación se convierta
en la fuente de dicha soberanía. Como señala C. Calhoun (1993:
229), «una diferencia crucial entre etnicidades y naciones es que
éstas son concebidas como comunidades intrínsecamente polí-
ticas, como fuentes de soberanía, mientras que esto no es un
dato central para la definición de las etnicidades [...] El naciona-
lismo no es simplemente una reclamación de similaridad étnica,
sino un reclamo de que ciertas similitudes deberían contar como
la definición de la comunidad política».
Más allá de la dimensión política, podemos también obser-
var diferencias significativas entre la nación y la etnia a partir de
otros elementos subjetivos. A este respecto, hay que destacar las

3. La defensa de D. Schnapper de la nación cívica o «a la francesa» deriva


de su concepción de la nación como elemento que asegura la integración
social en la modernidad. Según entiende, la nación cívica es la base de la
democracia, que se encuentra amenazada por las etnias y los Estados totalita-
rios. Es esta defensa normativa de la nación cívica la que actúa como el fun-
damento último de sus análisis: «La nación no es lo mismo que la etnia ni que
el Estado. Se define en una doble relación dialéctica con la (o las) primera (s)
y con el segundo, gracias a la cual se encarna en la realidad. El reconocimien-
to político de las etnias, integradas en la nación, lleva a la desintegración y a la
impotencia; el Estado, cuando se vuelve demasiado poderoso, tiránico o tota-
litario, absorbe a la nación y destruye a la comunidad de ciudadanos. Entre la
etnia y el Estado hay que dejar lugar a la nación» (Schnapper, 2001: 37).

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propuestas de W. Connor cuando señala que un grupo étnico
puede ser fácilmente discernido por el observador externo, pero
hasta que los miembros no llegan a ser conscientes del carácter
único del grupo, se trata simplemente de un grupo étnico y no de
una nación (Connor, 1998: 100). No obstante, esta afirmación,
aunque ciertamente introduce una diferencia esencial entre et-
nia y nación, parece insuficiente. En efecto, al admitir que la
nación aparece cuando los miembros de la etnia son conscien-
tes del carácter único del grupo, podemos estar igualmente re-
conociendo la ontología social del nacionalismo. Los naciona-
listas son los encargados de realizar esa labor de concienciación
para que las masas asuman esa realidad natural que ha estado
ahí desde tiempo inmemorial. En la medida en que un pequeño
grupo de nacionalistas se concienciase de la existencia de la na-
ción, los miembros de la etnia serían considerados como miem-
bros de aquélla, a pesar de que la mayoría de ellos pudieran no
considerarse a sí mismos como tales. De este modo, se reconoce
la ontología nacionalista al igualar la etnia con la nación gracias
a la mediación nacionalista. Para escapar de esta indefinición,
considero más acertada la propuesta de H. Seton-Watson que el
propio W. Connor asume: «una nación existe cuando un número
considerable de personas de una comunidad se considera que
forma una nación o se conduce como si la formase» (Seton-Wat-
son, 1977: 5). A esta definición cabe también objetar una cierta
indeterminación, pues no queda claro cuál debe ser el «número
considerable» de personas que pertenecientes a una comunidad
deben considerarse parte de una nación para que ésta exista. Y,
sin embargo, el hecho de definir la nación a partir de la voluntad
de un «número considerable» de individuos supone una ruptura
con la ontología del nacionalismo que hace de las naciones or-
ganismos naturales que se imponen sobre la voluntad de los in-
dividuos. De igual forma, la anterior definición puede resultar
confusa al no especificar el tipo de comunidad al que se hace
referencia cuando se habla de la existencia de una nación. Esta
indeterminación es justificada puesto que de este modo la idea
de nación puede aplicarse tanto a las comunidades étnicas como
a las comunidades políticas, en las que una parte considerable
se considera como perteneciente a dicha nación. Como hemos
visto, para D. Schnapper, que define la nación por la soberanía,
la única comunidad a la que puede considerarse como tal es la

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«comunidad de ciudadanos», cuya existencia legitima la acción
interior y exterior del Estado. Pero, como sostengo, esta defini-
ción responde únicamente a un modelo de nación, el de nación
cívica o nación «a la francesa», basado en la comunidad política y
soberana. Más allá de ese componente de soberanía política, no
hay elementos que a priori nos permitan diferenciar, de forma
tan nítida como nos quiere hacer ver D. Schnapper, a las na-
ciones que considera como tales de las que define como etnias.
A mi entender, en su planteamiento se confunden dos cuestio-
nes: que la nación para ser tal debe transcender, a través de la
ciudadanía, la pertenencia a grupos particulares (Schnapper, 2001:
49), con la idea de que la nación se define por la soberanía. En
efecto, muchas de las que D. Schnapper define como etnias pue-
den ser concebidas como naciones que, a pesar de no ser sobera-
nas, han elaborado, sin embargo, proyectos políticos en los que
la ciudadanía transciende la pertenencia a la etnia desde la que
se lanza la idea de nación. De este modo, si dejamos al margen el
elemento de la soberanía, no queda tan diametralmente clara la
diferencia entre etnias y naciones.
En definitiva, debemos considerar que no hay, como sostie-
ne D. Schnapper, una sola idea de nación, sino varias. Entre ellas,
las más destacadas son la cívica y la étnica. Esta última no tiene
por qué confundirse, como cree D. Schnapper y los propios na-
cionalistas, con la etnia. En efecto, a mi modo de ver, entre la
etnia y la nación étnica hay una diferencia esencial que no pode-
mos obviar. Adaptando mi propuesta a la definición de H. Seton-
Watson que veíamos anteriormente, deberíamos considerar que
una nación étnica existe cuando un «número considerable» de
personas de una comunidad étnica considera que forma una
nación o se conduce como si la formase. Lo mismo cabría decir
con respecto a la nación cívica.
No obstante, aunque la frontera que separa las naciones ét-
nicas de las naciones cívicas parece nítida a priori, lo cierto es
que aparece habitualmente desdibujada. En efecto, si bien en
un plano teórico la diferencia entre las naciones cívica y étnica
parece evidente, no lo es tanto cuando analizamos casos con-
cretos de naciones. Este hecho nos da cuenta de que las rela-
ciones entre etnia y nación son mucho más complejas de lo que
D. Schnapper nos muestra. Efectivamente, si bien la etnia y la
nación son dos categorías que hay que distinguir nítidamente,

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también es cierto que entre ellas existe una fuerte relación. En
todo caso, la categoría de nación no puede quedar reducida a la
nación cívica o a la «comunidad de ciudadanos» representada
por un poder estatal. A este respecto, me adhiero a las conside-
raciones de A. D. Smith cuando señala que «el concepto de na-
ción va mucho más allá de la idea de comunidad política o de
vehículo para el ejercicio del poder estatal, aunque sea un po-
der estatal con fronteras fijas. Se refiere asimismo a una comu-
nidad cultural distintiva, a un «pueblo» en su «tierra natal», a
una sociedad histórica y a una comunidad moral. El deseo de
tener autonomía política en un territorio delimitado es un com-
ponente vital del nacionalismo, pero no agota en absoluto sus
ideales» (Smith, 2000: 147).
Si atendemos a lo hasta aquí señalado, la nación no debe
confundirse conceptualmente con la etnia, si bien entre ellas
pueden darse diversos tipos de relación. Por otro lado y en rela-
ción con ello, la nación supone una cierta comunidad cultural
vinculada a una temporalidad y territorialidad que la singulari-
zan y dotan de identidad. De ahí se deriva la doble labor que
debe emprender el nacionalismo. Por un lado, fijar fronteras (ét-
nicas) que delimiten el «nosotros nacional» y, por otro lado, con-
formar el tiempo y espacio sagrados de esa comunidad. En estos
dos componentes de la forma nación se hallan, como intentaré
mostrar en las siguientes páginas, las condiciones de plausibili-
dad de la sacralización de las naciones.

3. Las fronteras (étnicas) de la nación y la misión cultural


del nacionalismo

Cuando se analizan las producciones discursivas nacionalis-


tas y la teorización de la nación y el nacionalismo realizada des-
de las ciencias sociales, se observa hasta qué punto «las fronte-
ras de los grandes señoríos de la Crítica moderna» (Latour, 1993)
han jugado un papel determinante en la configuración de este
campo. Las prácticas de purificación han sido tan pronunciadas
que se han convertido en la tarjeta de presentación de unos y
otros. Primordialistas, perennialistas, postmodernistas, pasan-
do por modernistas, marxistas, etc., todos se han pronunciado
de forma tajante, situándose en uno de los polos de la dimensión

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moderna. Así, entre los primordialistas4 y perennialistas,5 al igual
que entre los nacionalistas más esencialistas, encontramos a al-
gunos que no dudan en afirmar que «la nación es algo natural
que siempre ha estado ahí». Por el contrario, las corrientes mo-
dernista y posmodernista, representadas por E. Gellner y B. An-
derson, critican aquellas posiciones y definen la nación como
una «invención histórica arbitraria» (Gellner, 1988)6 o como una
«comunidad imaginada» (Anderson, 1993).7 Para los marxistas,

4. Los primordialistas hacen derivar la nación del primordialismo en el


que se fundamentan los vínculos étnicos que dan lugar a fuertes vínculos
sociales de solidaridad de carácter inefable. Los representantes clásicos de
esta escuela son C. Geertz, para el que «algunos apegos y adhesiones parecen
deberse más a un sentido de afinidad natural [...] que a la interacción social»
(Geertz, 1990: 222), y E. Shils, que sostenía que en la modernidad las relacio-
nes basadas en el parentesco y la religión seguirían formando parte de la vida
social dando lugar a estados de intensa, inefable y obligatoria solidaridad en-
tre los miembros de un grupo, quienes atribuyen a esos marcadores cultura-
les un carácter sagrado e inviolable (Shils, 1975). En la actualidad el máximo
representante de esta escuela es S. Grosby, cuyas principales tesis veremos
más adelante a propósito de la relación entre la nación, la territorialidad y el
primordialismo.
5. Los teóricos del llamado perennialismo sostienen que la nación es una
comunidad perenne que antecede a la llegada de la modernidad. Ver Hastings
(2000) y Llobera (1996).
6. Según E. Gellner, «el nacionalismo no es lo que parece, pero sobre todo
no es lo que a él le parece ser. Las culturas cuya resurrección y defensa se
arrogan son frecuentemente de su propia invención, cuando no son culturas
modificadas hasta llegar a ser completamente irreconocibles» (Gellner, 1988:
81). De esta manera, E. Gellner se enfrenta a la concepción que los nacionalis-
tas tienen de la nación y a la «teoría de los Dioses Oscuros». Por un lado, se
niega a «regalar» al nacionalismo tanto su ontología, según la cual la nación
pertenece al orden de la naturaleza de las cosas, como el principio que señala
que toda unidad cultural/nacional debe necesariamente ser congruente con
una unidad política. Por otro lado, se opone a considerar el nacionalismo
como la expresión irremediable de las fuerzas atávicas de la sangre o de la
tierra, ya sean entendidas como fuerzas positivas de la condición humana, o
como fuerzas de la barbarie (ibídem: 167). A lo largo de sus diferentes obras,
E. Gellner se muestra como uno de los críticos más fervientes tanto de las
teorías que dan cuenta de la nación a partir de supuestos vínculos primordia-
les como de las que la presentan como un precipitado histórico que hunde sus
raíces en tiempos premodernos (Gellner, 1988, 1995, 1998).
7. B. Anderson define la nación como «una comunidad política imaginada
como inherentemente limitada y soberana» (Anderson, 1993: 23). La nación
se imagina como comunidad, ya que, pese a las desigualdades que pueda ha-
ber en su seno, genera fuertes sentimientos de solidaridad que pueden llevar

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como E. Hobsbawm o I. Wallerstein, las naciones son «artefac-
tos inventados» que ocultan otras comunidades, como las clases
sociales, que sí son «reales» (Hobsbawm, 1992, Hobsbawm y
Ranger, 1983).8
Buena parte, pues, de las obras que proceden del mundo
académico ha hecho de la ciencia social una máquina de guerra
con la que llevar a cabo el asalto teórico al concepto de nación
(Castells, 1998; Wicker, 1997). Aquélla ha sido la encargada de
presentar la denuncia moderna contra la creencia, que hunde
sus raíces en el romanticismo, que afirma que la nación es algo

hasta el sacrificio, el sufrimiento y la muerte. La nación es limitada, puesto


que tiene fronteras y abarca a una determinada población sin pretensión algu-
na de englobar a toda la humanidad. A diferencia de otras entidades, la nación
puede ser soberana gracias al Estado, el cual permite la objetivación de la iden-
tidad nacional. Por último, la nación es imaginada, ya que los miembros de la
más pequeña de las naciones no podrán nunca conocer a la mayoría de sus
compatriotas, a pesar de lo cual comparten el sentimiento de pertenencia a la
misma comunidad. Frente a la comunidad de interacción directa que servía de
soporte a la identidad colectiva en las sociedades «primitivas», tal y como Durk-
heim nos mostró con su estudio sobre las sociedades australianas, la nación es
una «comunidad imaginada», ya que, aunque no haya una interacción cara a
cara, sus miembros comparten ese sentimiento comunitario. Es ese pensarse o
imaginarse juntos frente a otros, y no tanto un estar juntos, el que permite al
nacionalismo imaginar la nación como una comunidad. El vínculo comunita-
rio nacional no descansa, por tanto, en las relaciones cara a cara, sino que es
activado a través de las tecnologías que posibilitan la unión de poblaciones
distantes geográfica y socialmente por medio de un tipo de relaciones indirec-
tas e incluso invisibles pero de gran fuerza vinculante (Calhoun, 1991).
8. Siguiendo la definición e interpretación de E. Gellner, E. Hobsbawm
sostiene que el nacionalismo es el principio político que busca que la unidad
política y la nacional coincidan, y recalca «el elemento de artefacto, invención
e ingeniería social que interviene en la construcción de naciones [...] a efectos
de análisis, el nacionalismo antecede a las naciones. Las naciones no constru-
yen estados y nacionalismos, sino que ocurre al revés» (Hobsbawm, 1992: 18).
Esta concepción de la nación como un producto inventado fue lo que condujo
a este autor a prestar atención a la «invención de la tradición», que se caracte-
riza por establecer un vínculo entre el presente y el pasado que no es real, sino
inventado y construido. Según E. Hobsbawm, los nacionalistas han sido quie-
nes mejor han sabido instrumentalizar estas tradiciones inventadas con el fin
de conformar naciones. Las naciones y las tradiciones son un producto inven-
tado por las elites que controlan el aparato del Estado y que necesitan confor-
mar nuevas lealtades que llenen «el vacío emocional que deja la retirada o
desintegración, o la no disponibilidad, de comunidades y redes humanas rea-
les» (Hobsbawm, 1992: 55).

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dado, una entidad primordial que se impone a los individuos en
la medida que comparten algún rasgo —la lengua principalmen-
te— que, junto al territorio, imprime un Volkgeist que la convier-
te en un organismo natural. La nación es una comunidad objeti-
vada por una serie de rasgos diacríticos como la lengua, la raza,
la religión, etc., que la hacen existir «objetivamente», como «he-
cho social», más allá de lo que piensen los sujetos. El polo objeto
de la dimensión de la Crítica moderna es determinante, ya que
los rasgos diacríticos son tan potentes que conforman la nación.
Por el contrario, el polo de la política, el polo sujeto, no juega
ningún papel, a no ser el de servir para tomar conciencia de una
entidad transcendente que está ahí desde tiempo inmemorial.
Su existencia es tan «natural» que queda al margen de la discu-
sión política.
La reacción de las ciencias sociales ha puesto el énfasis en
este otro polo, el polo-sujeto, afirmando que las naciones no tie-
nen existencia más allá del nacionalismo. Los rasgos diacríticos
no son más que meras pantallas o receptáculos donde la nación
se proyecta, pero sus propiedades no son, en ningún caso, deter-
minantes. No hay ningún rasgo que determine la existencia de la
nación, éstos son siempre «borrosos, cambiantes y ambiguos»
(Hobsbawm, 1992: 14). En otras palabras, la operación que ha
llevado a cabo la ciencia social ha sido desplazar el interés teóri-
co desde la nación al nacionalismo por ser éste quien «constru-
ye» e «imagina» la nación, o, en radical expresión de E. Gellner
(1964: 168), por «inventar naciones allí donde no existen».
Los rasgos y objetos en los que se proyecta, por tanto, el
sentimiento de la comunidad nacional no son más que pantallas
que son sacralizadas en la medida en que sirven para marcar las
fronteras que separan «nosotros» de «ellos». En este sentido con-
viene recuperar las propuestas de F. Barth, quien con su libro
Los grupos étnicos y sus fronteras marcó un antes y un después
en la antropología. La gran apuesta teórica de este antropólogo
consistió en desplazar el foco de atención de la constitución in-
terna y la historia de los grupos étnicos para centrarlo en las
fronteras que los separan. La problematización de la frontera
pasaba a ser el objetivo prioritario para F. Barth (1976: 17): «el
foco de la investigación es el límite étnico que define al grupo y
no el contenido cultural que encierra». Su interés por este nuevo
objeto de investigación quedaba justificado por la constatación

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de que las fronteras étnicas se mantenían una vez que se habían
transformado los contenidos culturales que aquéllas protegían.
Las fronteras, por tanto, permanecían a pesar de que los rasgos
diacríticos tenían ya poco que ver con los que habían dado ori-
gen al grupo. Aquéllos pasaban a ocupar un lugar secundario en
el estudio de la etnicidad, pues, en definitiva, los rasgos diacríti-
cos que «son tomados en cuenta, no son la suma de diferencias
“objetivas”, sino solamente aquellas que los actores mismos con-
sideran significativas» (ibídem: 15). Una significatividad que res-
ponde, según este antropólogo, a la instrumentalización que se
hace de ellos, pues mientras algunos «son utilizados por los ac-
tores como señales y emblemas de diferencia, otros son pasados
por alto y en algunas relaciones, diferencias radicales son desde-
ñadas y negadas» (ibídem: 15). Las categorías étnicas debían ser,
por tanto, consideradas como recipientes organizacionales y no
como contenidos culturales. Atacando frontalmente los viejos
postulados primordialistas, F. Barth desvinculó la etnicidad de
la cultura para pasar a estudiarla como una forma de organiza-
ción social de la diferencia. La etnicidad —dirá en adelante la
escuela instrumentalista— no es más que un proceso de selec-
ción de unos rasgos que se instrumentalizan con la finalidad de
marcar la frontera entre «nosotros» y «ellos». Es la interacción
social, no el aislamiento cultural como interpretaba la antropo-
logía prebarthiana, la que da lugar a procesos de creación y man-
tenimiento de fronteras. A. P. Cohen, siguiendo los principios de
la escuela barthiana, destacó la determinación del contexto de
interacción para la creación de las fronteras que definen la iden-
tidad de una comunidad: «la característica más llamativa de la
construcción simbólica de la comunidad y de sus fronteras es su
carácter oposicional. Las fronteras son relacionales más que ab-
solutas; es decir, marcan la comunidad en relación a otras comu-
nidades» (Cohen, 1985: 58). Este interés por las fronteras ha sido
recuperado por la teoría social del nacionalismo con autores
como D. Conversi, quien ha incidido en la construcción simbóli-
ca de las fronteras que delimitan la identidad de una comunidad
nacional, llegando a señalar que el nacionalismo es principal-
mente un proceso de creación y/o mantenimiento de fronteras
(Conversi, 1995). Pero, a diferencia de F. Barth, para quien las
fronteras étnicas tienen más peso que los propios contenidos
étnicos, para este autor, aquéllas están profundamente relacio-

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nadas con éstos. La aproximación de F. Barth, según D. Conver-
si, es limitada ya que olvida los mecanismos internos, los «facto-
res objetivos» que son utilizados como marcas étnicas que son
luego seleccionadas como core values de la nación.
Nos encontramos ante una nueva variante del debate natu-
ralización/sociologización, esta vez aplicado a las fronteras étni-
cas. F. Barth antepone el grupo social al contenido cultural, que
no actúa más que como mera pantalla en la que aquél se pro-
yecta, pero de la que luego se puede prescindir. Por el contrario,
D. Conversi niega ese poder del grupo para conformar sus fron-
teras si éstas no están directamente relacionadas con factores
«objetivos». Así, frente a la escuela instrumentalista, afirma que
«como el mundo no es un laboratorio, algún elemento “real”
debe estar presente para que la categorización social llegue a ser
efectiva» (Conversi, 1995: 81). De tal manera que el poder del
contenido cultural es tan determinante que, cuando éste falta o
es débil, el grupo étnico sólo puede establecer sus fronteras
mediante el recurso de la violencia.9 Al margen de la tesis que

9. Para ilustrar esta tesis, D. Conversi recurre al análisis comparado de los


nacionalismos catalán y vasco, señalando que una de las variables decisivas
para explicar su distinto nivel de expresión violenta, se encuentra en la forma
en que ha sido concebida la frontera que delimita el «nosotros nacional», y el
grado y las condiciones en que ha variado. En el caso del nacionalismo cata-
lán, la lengua ha sido históricamente el elemento privilegiado en la definición
de la identidad, marcando una frontera fácilmente traspasable, en la medida
en que se aprendiera el catalán y se tuviera voluntad de pertenecer a la comu-
nidad nacional. Por el contrario, en el caso del nacionalismo vasco, el cambio
de la frontera étnica ha sido muy pronunciado, desde la excluyente e intraspa-
sable frontera de la raza a la más inclusiva de la lengua, y ha tenido lugar en
condiciones traumáticas, como las de la represión del euskera durante el fran-
quismo. Todo lo cual ha dado lugar a unos rasgos distintivos muy débiles
como marcadores étnicos (Conversi, 1997). El corolario del planteamiento de
D. Conversi es la tesis que señala que, a falta de rasgos con suficiente peso
para marcar la frontera de la comunidad nacional, es la violencia la que actúa
como reforzador de dicha frontera. La violencia asume este papel allí donde,
ya sea Croacia, Kurdistán o el País Vasco (Conversi, 1994), los grupos étnicos
se definen por contenidos culturales débiles. En esta línea de señalar el valor
añadido que tienen los contenidos culturales para conformar la frontera de la
comunidad nacional, y suscitando también la comparación con el caso cata-
lán, M. Castells plantea «la hipótesis de que la lengua, sobre todo una plena-
mente desarrollada, es un atributo fundamental de autorreconocimiento y
para el establecimiento de una frontera nacional invisible menos arbitraria
que la territorialidad y menos exclusiva que la etnicidad» (Castells, 1998: 75).

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D. Conversi defiende sobre la violencia, que a mi modo de ver es
unilateral y reduccionista,10 lo que me interesa retomar es la te-
sis por la que se caracteriza al nacionalismo como un proceso de
creación y mantenimiento de fronteras y el papel que en ello
juegan los rasgos diacríticos y los objetos.
Es cierto que las teorías instrumentalistas y constructivistas
han supuesto un claro avance con respecto a los postulados pri-
mordialistas, ya que rompían con el esencialismo y posibilitan
sociologizar la génesis y fundamento del vínculo comunitario
nacional, al hacerlo derivar del papel que desempeña el nacio-
nalismo.11 No obstante, las versiones más radicales de aquellas
teorías, que presentan a las naciones como construcciones ex
nihilo, resultan reduccionistas al no prestar suficiente atención
al papel que juegan los rasgos y objetos que marcan las fronteras
étnicas de la nación. Pues en definitiva, si la comunidad ya está
constituida, ¿para qué necesita proyectarse sobre los objetos?
¿No será —como señala B. Latour— que antes de proyectarse
sobre las cosas, la sociedad ha de hacerse, constituirse? ¿No será
que esos objetos son un elemento esencial para la construcción
de la comunidad y no una mera pantalla donde proyectarse?
(Latour, 1993: 86). El propio Durkheim también lo vio así en
algunos pasajes de su obra, en los que daba una mayor impor-
tancia a los objetos, los cuales pasaban de ser meras pantallas o
receptáculos de la vida social para convertirse en sus elementos
constituyentes: «el emblema no es tan sólo un instrumento có-
modo que hace más diáfano el sentimiento que la sociedad tiene
de sí misma: sirve para elaborar tal sentimiento; es él mismo
uno de sus elementos constitutivos» (Durkheim, 1982: 216).
En efecto, la comunidad necesita de los objetos no sólo para
reflejarse en ellos, sino para poder constituirse. M. Augé ha inci-

10. En efecto, no se puede pasar sin dejar constancia del carácter unilateral
y reduccionista de esta tesis, pues, aunque la violencia ejerce performativamen-
te un papel considerable en el afianzamiento de la comunidad nacional, no
puede ser explicada sin atender a otras variables. Ver el capítulo siete para un
análisis comparado de los nacionalismos vasco y quebequense sobre este tema.
11. En ese sentido crítico y desmitificador del primordialismo con el que se
experimentarían los vínculos étnicos se puede ver el artículo de Eller y Coughlan
(1993), quienes, frente al primordialismo de S. Grosby, inciden en que dichos
vínculos no son inefables ni escapan a un análisis sociológico que dé cuenta
de ellos a partir de la interacción social.

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dido en esta idea al señalar que es «insuficiente decir que el cuer-
po objeto “simboliza” o representa al grupo; ese objeto es simbó-
lico en el sentido en que el símbolo no es un simple signo, sino
que posee un valor operativo. Simbolizar equivale a la vez a cons-
tituir un objeto (en caso necesario con la materia de un cuerpo)
y establecer una relación: sin el cuerpo soberano, la relación so-
cial no existe; no tiene pues sentido decir que la representa; la
representa en la medida en que la hace existir» (Augé, 1996: 136).
Lo mismo podríamos decir con respecto a la comunidad
nacional. Los objetos no son sólo la pantalla en los que ésta se
proyecta, sino algo mucho más importante: son los que permi-
ten «imaginarla». Y para este fin no todos los objetos o rasgos
cumplen el mismo papel, ya que, según el contexto socio-histó-
rico, algunos pueden contar con un mayor poder para confor-
mar las fronteras simbólicas de la comunidad nacional. El na-
cionalismo, por tanto, necesita la «materia prima» de los rasgos
diacríticos y de los objetos,12 ya que sin ellos probablemente no
tendría lugar la clasificación compartida que hace posible ima-
ginar dicha comunidad. En este aspecto resulta de gran valor la
teoría de la simbolización de Durkheim, según la cual los sím-
bolos sirven para marcar las fronteras de un grupo, al mismo
tiempo que son soporte de la conciencia y memoria colectivas
(Tarot, 1999: 224).
El culto de la comunidad nacional requiere, por tanto, de los
objetos o rasgos diacríticos en tanto elementos que hacen posible
la conformación de las fronteras simbólicas que permiten las
clasificaciones compartidas. Por ello, este culto —como en el caso
de otro tipo de comunidades políticas que han existido a lo largo
de la historia— nos sitúa ante lo sagrado, que, como bien vieron
los durkheimianos, no es «algo ni más ni menos misterioso u oculto
que las clasificaciones compartidas, algo que se atesora en lo más
profundo y se defiende con saña» (Douglas, 1996: 143).

12. Como señalan J. Eley y R. J. Suny (1996: 9): «¿El acento en la subjeti-
vidad y la conciencia elimina toda base «objetiva» para la existencia de la na-
cionalidad? Sin duda, un planteamiento tan radicalmente subjetivo sería ab-
surdo. Los nacionalismos con mayor éxito presuponen cierta comunidad de
territorio, lengua o cultura anterior, que proporciona la materia prima para el
proyecto intelectual de la nacionalidad. No obstante, no debemos «naturalizar»
esas comunidades anteriores como si siempre hubieran existido de algún modo
esencial o simplemente hubieran prefigurado una historia aún por llegar».

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Esta defensa y conservación de los rasgos diacríticos, que
han sido sacralizados ya que permiten compartir una clasifica-
ción nosotros/ellos, puede ser entendida como una misión cul-
tural. Así lo vio Weber al señalar que la idea de nación lleva con-
sigo la leyenda de una “misión” providencial cuya realización
debe consistir en la conservación de los rasgos peculiares del
“grupo” considerado como la “nación” (Weber, 1944: 682).13 Si
atendemos a esta misión cultural, en la idea de nación está en
juego la estimación social de un grupo de individuos que com-
parten un destino proyectado sobre una entidad, la nación, que
les impone la misión de conservar sus rasgos diacríticos. De este
modo, la identidad nacional, como ha señalado L. Greenfeld, se
nos presentaría como un «asunto de dignidad. Da razones al pue-
blo para sentirse orgulloso» (Greenfeld, 1992: 487). C. Taylor, tam-
bién ha profundizado en este asunto, señalando que el origen
moderno del nacionalismo guarda una estrecha relación con el
modo en que en la modernidad se experimenta la dignidad como
consecuencia del nuevo imaginario social que ella inaugura. En
efecto, las condiciones en las que se experimenta la dignidad
cambian con el paso de las sociedades jerárquicas y «mediati-
zadas» a las sociedades «horizontales» de libre acceso. El con-
cepto de honor, propio de la estructura social de las sociedades
premodernas, es sustituido por el de dignidad. Con la llegada de
la modernidad, la valía personal no puede ya tener su principal
referente en el linaje o en el clan. Ahora ese sentimiento de valía
personal guarda una estrecha relación con las identidades cate-
goriales. Por ello, algunas elites, que han experimentado una
pérdida de su dignidad frente al poder asimilador de las metró-
polis, han hecho de las nuevas identidades categoriales el medio
para recuperar esa dignidad (Taylor, 2000).14

13. Ver capítulo tres.


14. C. Taylor (2000) ha elaborado una teoría del surgimiento del naciona-
lismo alternativa a la de E. Gellner, a partir de la que, a mi modo de ver,
estamos en mejor disposición para comprender por qué las naciones son pro-
pensas a la sacralización. Este autor parte de la teoría de E. Gellner, que con-
sidera insatisfactoria por incompleta. Para complementarla, propone una
nueva teoría sobre el origen del nacionalismo que se apoya en las tesis de
B. Anderson y de C. Calhoun. C. Taylor coincide con E. Gellner en considerar
que la nación y el nacionalismo son fenómenos modernos que no pueden
comprenderse como reacciones atávicas. También está de acuerdo con él en

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En esta reivindicación de la dignidad desempeñan un papel
central los intelectuales, entendidos en un sentido amplio como
tipos-ideales. El intelectual, como vio Weber (1944: 682), propa-
ga la idea de nación y lleva a cabo esa «misión cultural» de incul-
car en las masas la necesidad de conservar y promover los ras-
gos culturales de la tradición que definen a la «comunidad na-
cional» (religión, lengua, costumbres, etc.), y marcar así la frontera
del «nosotros nacional». Cuando la representación de la nación
arraiga en las masas, éstas son apeladas para llevar a cabo la
misión de conservar los rasgos característicos de la nación. Lo
sagrado irrumpe así para marcar los interdictos sobre los rasgos
que definen la identidad nacional a partir de los que se estable-
cen los vínculos comunitarios. Esta «misión cultural» se carga
aún más de sentido cuando se vincula con la creación de un
Estado que sea garante de la conservación y promoción de los
rasgos culturales nacionales.
Esta misión que debe cumplir el nacionalismo muestra cier-
tos paralelismos con las «misiones religiosas» de los llamados
«pueblos elegidos». Así lo ha visto A. D. Smith, señalando cuatro
aspectos que evidencian esta afinidad entre misión nacional y
misión religiosa de los pueblos elegidos (Smith, 1999b). En pri-
mer lugar, tanto la misión religiosa como la misión nacional
pueden conferir a los miembros de las comunidades religiosas y
de las comunidades nacionales un sentido de superioridad mo-

lo que se refiere a la homogeneidad lingüística/cultural que requieren las mo-


dernas economías industriales y que pasa a ser un imperativo funcional que
induce la aparición del nacionalismo. Recordemos que, según E. Gellner, los
individuos veneran la nueva alta cultura oficial proporcionada por el Estado,
ya que en ella están en juego sus intereses vitales. Sin embargo, no queda
claro por qué determinadas minorías no asimilan esa cultura que promocio-
na el Estado. La interpretación de E. Gellner pierde aquí poder explicativo,
pues, como bien señala C. Taylor, el rechazo a la asimilación en la cultura
estatal debe explicarse por las motivaciones nacionalistas de esas minorías.
De tal manera que en la teoría de E. Gellner el nacionalismo de estas mino-
rías no es explicado convenientemente. C. Taylor también se muestra en des-
acuerdo con E. Gellner cuando sostiene que el Estado es el referente definito-
rio del nacionalismo. Para el filósofo canadiense, el Estado tiene un protago-
nismo central en la mayoría de los nacionalismos, pero no siempre sucede así.
Para demostrarlo cita como ejemplo el caso de Quebec, donde reside, mos-
trando de qué manera el nacionalismo francocanadiense se desarrolló al mar-
gen del Estado, siendo promovido por la Iglesia. Sobre este nacionalismo ver
el siguiente capítulo.

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ral frente a los extraños. En segundo lugar, la misión nacional
tiene una especial semejanza con la misión religiosa en la idea
de que una vez realizada tendrá lugar una liberación que reverti-
rá el orden establecido, haciendo que «los últimos sean los pri-
meros». En el caso del nacionalismo este aspecto misionario se
observa con más claridad en las naciones que se consideran opri-
midas, reflejándose en la creencia en el destino de liberación
nacional. En tercer lugar, tanto la misión nacional como la mi-
sión religiosa de los «pueblos elegidos» ayudan a constituir y a
reforzar la frontera de la comunidad frente a quienes no forman
parte de ella y, por tanto, no deben llevar a cabo esa misión sa-
grada y sus obligaciones. Por último, la invocación de la misión
ayuda a movilizar al pueblo como un todo, es decir, no sólo los
líderes, sino la comunidad entera debe cumplir esa misión y obli-
gación sagradas.15

4. El tiempo sagrado de la nación

Si prestamos atención a lo anteriormente señalado, podría-


mos preguntarnos ¿qué sucede cuando los rasgos diacríticos, los
contenidos culturales, que deben ser protegidos y sacralizados,
pierden plausibilidad para fijar las fronteras étnico-simbólicas de
la nación en el paso de una generación a otra? ¿Pierde con ello
plausibilidad la propia representación de la nación? Para conju-
rar esta discontinuidad el nacionalismo sacraliza el espacio-tiem-
po de la nación, tal y como vamos a ver en las siguientes páginas.

4.1. Los tiempos de la nación

En los siguientes apartados veremos de qué modo el nacio-


nalismo hace frente a las rupturas de los contenidos culturales
que sirven para delimitar las fronteras del «nosotros nacional»
mediante la sacralización de la historia y el territorio naciona-
les. Pero antes, y en relación con esta cuestión de la sacraliza-

15. Para indagar en la idea de esta misión cultural, su relación con la mi-
sión religiosa y en la afinidad electiva de la nación con el teocentrismo ver el
capítulo tres.

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ción del espacio-tiempo de la nación, prestaré atención a los tiem-
pos de la nación a partir de los cuales podremos profundizar en
el hecho de que esta entidad, que nace en la modernidad, sea,
sin embargo, concebida por el nacionalismo como una comuni-
dad premoderna dotada de un pasado inmemorial.
Efectivamente, si acordamos que las naciones son entidades
modernas, ¿cómo explicar entonces que sean concebidas por los
nacionalistas como comunidades premodernas? La explicación
hay que buscarla en el nacionalismo, que concibe a las naciones
como entidades que existen desde un tiempo (casi) inmemorial.
Pero, ¿cuál es la razón de que el nacionalismo conciba a las na-
ciones dotándolas de un pasado que preexiste al advenimiento
de la modernidad? La respuesta más recurrente atiende al ca-
rácter manipulador y fantasioso de los nacionalistas, que inven-
tan pasados lejanos que nunca existieron. Frente a esta explica-
ción, B. Anderson propone una tesis alternativa de mayor cala-
do teórico, según la cual «(l)o que en la mayoría de los escritos
académicos parecía confusión maquiavélica o fantasía burgue-
sa, o desinteresada verdad histórica, me pareció ahora algo más
profundo y más interesante. ¿Y si la “antigüedad” fuese, en cier-
ta coyuntura histórica, la consecuencia necesaria de la “nove-
dad”?» (Anderson, 1993: 15).16
B. Anderson ha sido quien más ha profundizado en el estu-
dio de las temporalidades de la nación, al sostener que una de
las concepciones culturales que permitió «imaginar» dicha co-
munidad fue una nueva aprehensión del tiempo.17 Según su plan-

16. B. Anderson trató el tema de la antigüedad de las naciones en un «apén-


dice» que incluyó en la segunda edición (1991) de su célebre Comunidades
imaginadas y que escribió al entender que en la primera edición de dicho libro
no era todavía consciente de la importancia de dicho tema: «El origen del
segundo “apéndice” fue el humillante reconocimiento de que en 1983 yo ha-
bía citado a Renan sin la menor comprensión de lo que él había dicho en
realidad: yo había tomado como una fácil ironía lo que en realidad era abso-
lutamente extraño. Esta humillación también me obligó a comprender que yo
no había dado una explicación inteligible exactamente de cómo y por qué
naciones nuevas se habían imaginado ser antiguas» (Anderson, 1993: 15).
17. Junto con esta transformación de la temporalidad, B. Anderson habla
de los cambios habidos en otras dos concepciones culturales que permitieron
«imaginar» la comunidad nacional: el declive del latín como lengua de acceso
privilegiado a la verdad ontológica y la pérdida de la creencia en que la socie-
dad se organizaba de forma natural a partir de los reinos dinásticos.

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teamiento, la nación es una entidad nacida de la modernidad
que, sin embargo, es pensada por los nacionalistas como una
comunidad que hunde sus raíces en un tiempo inmemorial. Desde
esta perspectiva, dar cuenta de la nación implica explicar el modo
en que pudo ser concebida a partir de las dos temporalidades a
las que B. Anderson se refiere: el tiempo nuevo y el tiempo viejo.
Por el tiempo nuevo ha de entenderse la moderna aprehensión
del tiempo que permitió «imaginar» la nación, «una idea del tiem-
po homogéneo, vacío, donde la simultaneidad es, por decirlo
así, transversal, de tiempo cruzado, no marcada por la prefigu-
ración y la realización, sino por la coincidencia temporal, y me-
dida por el reloj y el calendario» (ibídem: 46). Esta nueva con-
cepción de la temporalidad fue posible gracias a los géneros pe-
riodístico y novelesco, que permitieron pensar la comunidad
nacional a partir de un «nosotros» del que se participa sin nece-
sidad de interactuar cara a cara. Esto es lo que explica la impor-
tancia de la imprenta para la creación del sentimiento nacional
y da razón de la modernidad de la nación.
Pero si bien es la nueva concepción de la temporalidad la que
hace posible pensar la nación, ésta, una vez que puede ser «ima-
ginada», se alimenta de otra temporalidad: «La idea de un orga-
nismo sociológico que se mueve periódicamente a través del tiem-
po homogéneo, vacío, es un ejemplo preciso de la idea de la na-
ción, que se concibe también como una comunidad sólida que
avanza sostenidamente de un lado a otro de la historia» (ibídem:
48). Si la nueva temporalidad había permitido que las naciones
se pudieran pensar como totalmente nuevas, tal y como sucedió
en la Francia postrevolucionaria, muy pronto, y gracias a la cons-
titución de la historia como disciplina (White, 1992), las rupturas
revolucionarias dejaron de ser vistas como el origen de la nación
y pasaron a ser consideradas como un eslabón histórico más,
iniciándose así el «proceso de interpretar el nacionalismo genea-
lógicamente: como la expresión de una tradición histórica de con-
tinuidad serial» (Anderson, 1993: 270). B. Anderson señala la ra-
pidez con la que la nueva disciplina de la historia contribuyó a
conjurar el tiempo nuevo para sustituirlo por el tiempo viejo. Tam-
bién muestra, apoyándose en la obra de H. White (1992), cómo la
historiografía moderna nace en el período en el que se gesta esta
nueva temporalidad, destacando a Michelet como el historiador
que mejor ejemplifica la nueva imaginación nacional al ser el

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primero en escribir en nombre de los muertos. B. Anderson, por
tanto, destaca que las naciones que se habían auto-representado
como entidades totalmente nuevas, como Francia tras la Revolu-
ción, pronto sintieron la necesidad de remitirse a un tiempo viejo:
«Muy pronto el Año Uno cedió el lugar a 1792 d.C., y las rupturas
revolucionarias de 1776 y 1789 llegaron a aparecer integradas en
la serie histórica, y así fueron precedentes históricos y modelos»
(Anderson, 1993: 270). A cubrir esta necesidad se dedicó la nueva
disciplina de la historiografía moderna, que nació en ese período
de transición entre ambas temporalidades, y que contribuyó de
manera decisiva a borrar el tiempo nuevo, sustituyéndolo por el
tiempo viejo. El ejemplo que B. Anderson nos ofrece resulta espe-
cialmente ilustrativo para ver la transición del tiempo nuevo al
tiempo viejo de la nación. Se refiere a las palabras del joven na-
cionalista griego Adamantios Koraes que en 1801 señalaba que
«por vez primera la nación (griega) contempla el horrible espec-
táculo de su ignorancia y tiembla al medir con los ojos la distan-
cia que la separa de la gloria de sus antepasados» (ibídem: 271).
Al decir «por vez primera» este nacionalista hacía referencia al
tiempo nuevo de las rupturas revolucionarias que permitía «ima-
ginar» una nación que se contemplaba a sí misma. Esta mirada
no se dirigía al futuro, sino al pasado glorioso de los antepasa-
dos. Las modernas naciones europeas se imaginaron como co-
munidades que habían existido desde tiempo inmemorial, aun-
que hubieran estado sumidas en un sueño profundo del que aho-
ra despertaban. La conciencia de aquella ruptura temporal se
desvanecía para dar paso a la idea de un continuum que garanti-
zaba el retorno a la esencia primigenia.
Esta nueva concepción de la temporalidad, que posibilitaba
pensar la nación, dio paso al tiempo viejo de las naciones, gracias
al cual «en Europa, los nuevos nacionalismos casi inmediata-
mente empezaron a imaginar que “despertaban de un sueño”,
tropo totalmente ajeno a las Américas» (Anderson, 1993: 270).
Según B. Anderson, este tropo alcanzó gran popularidad, princi-
palmente por dos motivos. En primer lugar, esa imagen les per-
mitía a los europeos explicarse por qué el nacionalismo había
aparecido antes en América que en Europa. En segundo lugar, la
idea del «sueño profundo» se relacionó con el lenguaje, de tal
manera que las intelligentsias nacionales que tomaban concien-
cia de su ser nacional entendían que el estudio del lenguaje y de

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las tradiciones era un «redescubrimiento» de algo que siempre
había estado ahí: «una vez que alguien empieza a pensar en la
nacionalidad en términos de continuidad, pocas cosas parecen
tan históricamente arraigadas como los lenguajes, de los que no
puede darse ni siquiera fecha de origen» (ibídem: 272).
El tiempo viejo de la nación es el tiempo propio del género
épico. M. Bajtin, que ha comparado los rasgos que diferencian
este género de la novela, ha definido la epopeya como un género
nacionalista, caracterizado por tres rasgos específicos: 1) un pasa-
do épico nacional, un «pasado absoluto» como objeto; 2) una tra-
dición nacional como fuente; y 3) una distancia entre pasado y
presente vinculados por la tradición nacional (Bajtin, 1989: 458).
Desvanecido el tiempo nuevo que permitió «imaginar» la nación,
ésta nos remite a ese tiempo épico que vincula el presente nacio-
nal con los ancestros que vivieron in illo tempore. Estas reflexiones
de M. Bajtin proveen un sugerente punto de partida para analizar
las construcciones nacionales del tiempo, pues es a través de los
discursos épicos, ampliamente concebidos, que la nación es ima-
ginada como eterna y primordial, y de este modo es sacralizada.
En resumen, una doble temporalidad es la que da lugar a la
narración de la identidad nacional. Por un lado, el tiempo nuevo
que posibilita imaginar la nación, el tiempo del periódico y del
género novelesco. Por otro lado, el tiempo viejo que hace posible
presentar la nación como comunidad inmemorial, el tiempo del
género épico. Retengamos en palabras del propio B. Anderson,
la relevancia de esta doble temporalidad como condición nece-
saria para la narración de la identidad nacional: «La conciencia
de estar formando parte de un tiempo secular, serial con todo lo
que esto implica de continuidad, y sin embargo de “olvidar” la
experiencia de esta continuidad [...] da lugar a la necesidad de
una narración de “identidad”» (Anderson, 1993: 285).
La idea del sueño profundo en el que habrían permanecido
las naciones y la necesidad de buscar las raíces nacionales en un
pasado lejano, casi inmemorial, nos remiten a las llamadas Eda-
des de Oro, que adquieren gran importancia en la era del nacio-
nalismo.18 El ejemplo anteriormente referido del joven naciona-

18. Las Edades de Oro han formado parte de la historia de los pueblos
desde la antigüedad, pero su relevancia se acentúa en la modernidad gracias
al estímulo del nacionalismo. Ver Smith (2003: 166-217).

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lista griego Adamantios Koraes es muy significativo al respecto.
Para el tema que me ocupa, que busca dar cuenta del carácter
sagrado de la nación, lo menos importante es demostrar hasta
qué punto esas Edades de Oro son un artefacto de la imaginería
nacionalista o, por el contrario, son parte de lo que A. D. Smith
denomina las «raíces étnicas» de las naciones. También en este
caso parece aventurado proponer una teoría general sobre la
continuidad entre esas edades esplendorosas y las naciones mo-
dernas. Más interesante para mi objeto de estudio es dar cuenta
de las funciones que cumplen dichas Edades de Oro en la con-
formación del imaginario de continuidad de la nación.
De nuevo hay que destacar a A. D. Smith como el teórico que
más atención ha prestado al papel que cumplen las Edades de
Oro en la formación de las naciones (Smith, 1997: 48-52). Mi
interés por ellas radica en la función que desempeñan en la crea-
ción del imaginario de continuidad, aunque también cumplen
otros papeles importantes. Las Edades de Oro sirven para mos-
trar la esencia nacional, que se encontraría en un pasado esplen-
doroso, de libertad e independencia, que contrasta con la opre-
sión o humillación actual. Son también movilizadas para mar-
car la frontera del «nosotros nacional» entre quienes reconozcan
ese pasado glorioso y los que no vean en él más que pura inven-
ción. Esta marca remite a la cara interna de la frontera (simbóli-
ca) de la nación, a la que me referiré más adelante. Pero, como
decía, las funciones que cumplen estas Edades de Oro que espe-
cialmente me interesa destacar son las que contribuyen a la crea-
ción de ese imaginario de continuidad que hace de la nación una
comunidad transcendente. La memoria de una edad dorada per-
mite establecer un sentido de continuidad entre las generacio-
nes. A pesar del paso del tiempo y de los procesos de cambio
social, todas las generaciones se reconocen como descendientes
de los antepasados que vivieron en esa Edad de Oro, creándose
así un sentimiento de identidad nacional. Esas épocas gloriosas
se constituyen de esta manera como elementos esenciales en la
sacralización de la etno-historia nacional, pues permiten, como
veremos a continuación, narrar la nación a pesar de las transfor-
maciones que se hayan podido producir en la identidad nacio-
nal. A ello también contribuyen decisivamente las Edades de Oro,
en la medida en que cumplen una función de enraizamiento de
la comunidad en un territorio. En efecto, aquéllas se localizan

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en un espacio geográfico concreto. Es decir, el retorno en el tiem-
po es también un retorno en el espacio, un regreso al territorio
de los antepasados. Más adelante veremos la importancia del
territorio como soporte último del imaginario de continuidad
nacionalista. Por último, hay que señalar otra de las funciones
que, siguiendo a A. D. Smith, cumplen las Edades de Oro, en
tanto que referentes del destino glorioso que le espera a la na-
ción, una vez que los nacionalistas han encontrado su esencia,
que siempre estuvo ahí y que se manifestó de forma esplendoro-
sa en esa edad dorada (ibídem). La nación integra así pasado,
presente y futuro.

4.2. La sacralización de la etno-historia nacional(ista)

La cuestión, por tanto, es saber de qué herramientas se sirve


el nacionalismo para aprehender la nación como una entidad
perenne, como un todo continuo y homogéneo que avanza a lo
largo de la historia y que nos remite a un tiempo épico que hace
de ella una entidad primordial y eterna. La respuesta la encon-
tramos en la sacralización que el nacionalismo hace de la histo-
ria nacional, o, mejor dicho, de la etno-historia nacional(ista):
«dada la arbitrariedad lógica en que se funda el grupo, éste nece-
sita sacralizar la historia de la producción del grupo como si
fuera la historia del grupo, afirmando su existencia originaria
[...] La arbitrariedad originaria es ocultada por la afirmación de
la existencia en el origen del grupo y éste es sacralizado para
alejar el peligro de ruptura y la historia es así sagrada, está pro-
tegida contra la manipulación cotidiana y profana. El mito fun-
dacional ha de celebrarse mediante rituales que reproduzcan la
desdiferenciación social. Éstas son las relaciones entre lo sagra-
do, la religión y la identidad colectiva. Ésta es la paradoja de la
historia en tanto que memoria colectiva. Debe ser reinventada,
recreada para afirmar la existencia en el principio de lo que no
es sino un resultado, arbitrario, de ese proceso histórico» (Pé-
rez-Agote, 1995: 132).
El nacionalismo no sólo debe responder a la necesidad de
hacer frente a esa novedad creando un pasado. Debe también
dar respuesta a las transformaciones experimentadas en la iden-
tidad nacional como consecuencia del cambio en las fronteras

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que delimitan el «nosotros nacional». Es decir, el nacionalismo
debe hacer frente a todas las nuevas redefiniciones que preten-
den (re)fundar la nación a partir de nuevos rasgos diacríticos.
¿Cómo es posible que el sentimiento de pertenencia a una na-
ción perviva a lo largo de la historia, siendo partícipes de él dis-
tintas generaciones que han conformado su identidad nacional
a partir de rasgos culturales que no sólo pueden tener poco que
ver entre ellos, sino que además resultan a menudo contradicto-
rios? ¿Qué es lo que hace de la nación una entidad unitaria, sóli-
da y homogénea que, a pesar de sus múltiples transformaciones,
pervive a lo largo de la historia? ¿Cómo integrar dichas transfor-
maciones haciendo que el «sujeto nacional» siga siendo plausi-
ble como una entidad que atraviesa la historia? La respuesta hay
que buscarla en la forma narrativa que adopta la nación y en los
soportes que la hacen posible. Si B. Anderson ha sido quien más
ha profundizado en las transformaciones culturales que crearon
las condiciones para la narración de la nación, E. Balibar ha
sido, a mi entender, quien de forma más precisa ha captado cuá-
les son los contenidos de dicha narración: «La historia de las
naciones [...] se nos ha presentado siempre con las característi-
cas de un relato que les atribuye la continuidad de un sujeto [...].
Es una ilusión retrospectiva doble (en primer lugar), creer que
las generaciones que se suceden durante siglos en un territorio
más o menos estable, con una denominación más o menos uní-
voca, se transmiten una sustancia invariable. (La segunda ilu-
sión) consiste también en creer que esta evolución, cuyos aspec-
tos seleccionamos retrospectivamente de forma que nos perci-
bamos a nosotros mismos como un desenlace, era la única
posible, representaba un destino. Proyecto y destino son las dos
figuras simétricas de la ilusión de la identidad nacional» (Bali-
bar, 1991: 135-136).
Atendamos, por tanto, para así dar respuesta a las cuestio-
nes planteadas anteriormente, a la forma narrativa que adopta
la nación, a sus desplazamientos metafóricos, a sus estrategias
textuales, a su retórica, etc. (Bhabha, 1990). Aquí lo haré seña-
lando el papel que juega la trama en la narración de la identidad
nacional. Esto me conducirá a mostrar la importancia que para
el nacionalismo tienen los tropos del lenguaje en tanto que com-
ponentes a partir de los que se estructura ese relato. Efectiva-
mente, como acabo de señalar, la nación ve modificar los rasgos

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que determinan sus fronteras simbólicas, poniendo así en entre-
dicho su propia narración. Sólo se puede comprender la manera
en que el nacionalismo conjura esa discontinuidad mostrando
los dos pilares en los que se sustenta la identidad nacional. Éstos
se levantan y se muestran sólidos gracias al material que propor-
cionan tanto las metáforas, con las que se establecen relaciones
de semejanza con otras realidades, como la metonimia. Al fina-
lizar el apartado dedicado al espacio de la nación, habremos
podido entender de qué forma el nacionalismo logra «imaginar»
metafóricamente y metonímicamente la nación y las consecuen-
cias ideológicas y políticas de una narración que se piensa con
esos tropos.
La identidad nacional es posible a partir de su narración y
ésta lo es gracias a la triple tarea que cumple la trama: engarza,
aúna y alegoriza el acontecer, haciéndolo así significativo, com-
prensible y persuasivo (Ramos, 1995: 34). En el caso de la na-
ción, la trama posibilita el engarce de una multiplicidad de acon-
tecimientos diferentes, desfasados en el tiempo y entre los cua-
les no hay necesariamente una vinculación. Pero más importante
aún es señalar que la trama «aúna» la nación, conjurando así la
discontinuidad que ocasionan las rupturas que se derivan de las
distintas fijaciones de sus fronteras simbólicas. A ello hace refe-
rencia E. Balibar al señalar que la nación siempre se presenta
como un relato que atribuye la continuidad de un sujeto. Por
último, la trama cumple su función retórica presentando el acon-
tecer de la nación de tal manera que resulte persuasivo. Un rela-
to que, en el caso de las naciones sin Estado, dada la importan-
cia que en ellas tiene el «discurso de la pérdida», responde al
modelo actancial mítico de A. J. Greimas (1976: 276). El sujeto-
héroe, militante nacionalista, busca el «objeto» de deseo en la
autodeterminación o/e independencia, «salvación» de la nación,
en tanto que carencia de algo que ha sido históricamente usur-
pado. El «oponente» es todo aquel que impide ese deseo, en
especial el Estado-nación al que se reclama el derecho de auto-
determinación. El «destinatario» es la nación en tanto que co-
munidad de historia y destino, es decir, en tanto que comunidad
transcendente. Lo de menos es el contenido concreto que asu-
ma ese relato, pues la mera narración de la nación implica ya
un contenido previo a su materialización. El tan poco inocente
«contenido de la forma» (White, 1992b) del que se sirve el na-

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cionalismo permite articular un discurso regido por la continui-
dad de la nación.
Pero, ¿qué es lo que justifica esa narración? ¿Qué hace posi-
ble que la nación pese a sus múltiples transformaciones pueda ser
imaginada? ¿Qué es, en definitiva, lo que constituye una nación?
Para dar una respuesta, me centraré en las características que, a
mi modo de ver y siguiendo a A. D. Smith, distinguen y particula-
rizan la identidad nacional: «Las cualidades peculiarmente “na-
cionales” y la identidad de toda nación derivan tanto de la reserva
característica de mitos y recuerdos compartidos como de la natu-
raleza histórica de la tierra natal que ocupa dicha nación. Los
demás elementos —la posesión de un territorio, la colectividad, la
índole pública de una cultura, una sola economía y los derechos
jurídicos— son universales y corresponden a todas las culturas.
Pero un nombre propio, la naturaleza histórica de una tierra pa-
tria, y, lo que es más importante, los mitos y recuerdos comparti-
dos, son peculiares de cada nación. Estos últimos comprenden el
legado étnico de la nación e incluyen además de los mitos y re-
cuerdos, los valores, símbolos y tradiciones ligados a una tierra
natal en particular» (Smith, 1998: 63). Lo que caracteriza a una
nación no es, por tanto, la frontera étnica que la distingue de otras,
sino una historia común, o, mejor dicho, una narración compar-
tida y una creencia en unos ancestros comunes ligados a una tie-
rra natal. De ahí que el nacionalismo esté estrechamente ligado a
la etnicidad, ya que «tanto el grupo étnico como la nación se ca-
racterizan por la creencia subjetiva en los ancestros, en el linaje y
en la descendencia común, así como en la especificidad de la his-
toria del grupo» (Martiniello, 1995: 89). En efecto, ya Weber mos-
tró la importancia de los orígenes para la constitución de los gru-
pos étnicos, a los que definió como «aquellos grupos humanos
que, fundándose en la semejanza del hábito exterior y de las cos-
tumbres, o de ambos a la vez, o en sus recuerdos de colonización
y migración, abrigan una creencia subjetiva en una procedencia
común» (Weber, 1944: 318). Sin embargo, el especial interés de
F. Barth en la distinción entre cultura y grupo étnico, relegó a un
segundo plano la cuestión del «origen» como rasgo definidor de
la etnicidad. No es la construcción de la frontera la que constitu-
ye la identidad étnica, pues ésta siempre remite, en última instan-
cia, al origen, al sentimiento de pertenencia y de continuidad de
un grupo que afirma tener unos ancestros comunes (Poutignat y

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Streiff-Fenart, 1995; Roosens, 1996). Si continuáramos con la
imagen de la frontera, tendríamos que señalar que la etnicidad
debe ser teorizada teniendo en cuenta sus dos caras, la interna y
la externa (Juteau, 1999). La cara externa de la frontera es fruto,
como señalaba F. Barth, de los procesos de interacción social a
partir de los que se instrumentalizan determinados rasgos diacrí-
ticos para marcar la diferencia entre «nosotros» y «ellos». Pero
esta cara externa siempre remite a la cara interna, es decir, a la
relación que el grupo establece con su especificidad histórica y
sus orígenes. De tal forma que «las diferencias entre los grupos
sólo sirven para la diferenciación étnica cuando representan mar-
cas de una filiación compartida o, dicho de otra manera, es la
creencia en el origen común la que sustancializa y naturaliza los
atributos como el color, la lengua, la religión, la ocupación territo-
rial [...]» (Poutignat y Streiff-Fenart, 1995: 177).
Al igual que el «grupo étnico», Weber destaca que la comu-
nidad nacional descansa en una creencia subjetiva en un origen
común, pues «la “nacionalidad” comparte con el “pueblo”, por
lo menos en su sentido “étnico” corriente, la vaga idea de que en
la base de la “comunidad sentida” debe haber una comunidad
de origen» (Weber, 1944: 324). Este origen común puede ser tan-
to real como ficticio, sin que ese hecho afecte al sentimiento
nacional, de tal modo que los individuos que pertenecen a una
nación pueden no compartir un origen real, mientras que los
individuos que indudablemente tienen un origen común pue-
den, sin embargo, pertenecer a naciones distintas e incluso en-
frentadas. Lo decisivo a este respecto son los rasgos diacríticos
que permiten tomar conciencia de un sentimiento compartido
que se atribuye a un origen común. Es, pues, la cara interna de
la frontera la que permite resolver el problema de la discontinui-
dad de la cara externa. Si ésta supone distintas quiebras en la
identidad nacional en función de los rasgos que han delimitado
el «nosotros nacional», la cara interna nos sitúa ante la comuni-
dad de historia y destino que es la nación. Ésta, como se ha seña-
lado, comparte con el grupo étnico la creencia en unos ances-
tros comunes, en unos orígenes compartidos, lo cual —nótese
de nuevo— implica que no es la cara externa de la frontera la
que necesariamente distingue a un grupo, ya que ese origen co-
mún puede ser celebrado sin tener que expresar una oposición
con otro grupo (Roosens, 1996: 101).

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La creencia en unos orígenes comunes ha alimentado la crea-
ción por parte del nacionalismo de todo tipo de metáforas fami-
liares con las que se representa la nación. Los propios términos
con los que nos referimos a ella dan buena muestra de la impor-
tancia de este lenguaje nacionalista. Así, la patria, que remite a
la filiación familiar y al vínculo con la tierra de los padres, de los
padres fundadores. O la natio, como un grupo que comparte el
mismo nacimiento y que permanece unido con un sentimiento
de fraternidad. Una de las ideas que ha alimentado esta metáfora
es la creencia en la transmisión de determinadas sustancias (san-
gre, genes) a través de esos grandes organismos que son las na-
ciones. Gracias a estas metáforas se vincula el presente con los
orígenes y se logra la sustancialización de las naciones (Alonso,
1994: 384). Junto a ellas, las metáforas arborescentes también han
sido movilizadas para crear ese imaginario de continuidad na-
cional, ya que permiten concebir la nación como una entidad
que hunde sus raíces históricas en el territorio nacional.

5. El espacio sagrado de la nación

5.1. Territorialidad, primordialismo y sacralidad

La estrecha vinculación entre nación y territorio ha sido espe-


cialmente destacada por algunos geógrafos que, alejados de la «gran
teoría» sobre el nacionalismo, se han centrado en aquél como su
principal elemento definitorio. Así, J. Anderson (1988) define al
nacionalismo como una ideología territorial y J. Nogué (1998), en
la misma línea, afirma que no hay nación sin territorio.
Los estudiosos de la territorialidad discrepan al intentar expli-
carla como consecuencia de instintos determinados genéticamen-
te (y compartidos con otras especies animales) o como un hecho
cultural exclusivo de las sociedades humanas. Para estos últimos,
la territorialidad es una construcción social que ha experimentado
dos transformaciones históricas fundamentales: el paso de las so-
ciedades «primitivas» a las sociedades premodernas, y la aparición
de una nueva territorialidad como consecuencia del desarrollo del
Estado y capitalismo modernos (Cairo, 2001: 30-31; Nogué, 1998).
No obstante, otros teóricos, como S. Grosby (1995), se niegan
a reconocer que hay una diferencia sustancial entre la territoriali-

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dad moderna y la premoderna. Desde su punto de vista, la territo-
rialidad, que es una característica presente a lo largo de la historia
de las sociedades humanas, no ha cambiado esencialmente con la
llegada de la modernidad. Se niega así la interpretación según la
cual los vínculos de parentesco de las sociedades premodernas
fueron sustituidos por los vínculos basados en la territorialidad
que se establecen con la formación del Estado moderno. Frente a
los teóricos que sostienen que la territorialidad basada en las fron-
teras es un hecho característico de la modernidad, S. Grosby de-
fiende que ya en la antigüedad sociedades como Israel o Egipto
estaban delimitadas por fronteras territoriales y no por meras zo-
nas fronterizas. El apego a un territorio considerablemente más
amplio que el de la familia o el de la localidad no ha sido, por
tanto, la consecuencia de la creación del moderno Estado nacio-
nal, ya que a lo largo de la historia se han considerado como «pro-
pias» extensiones de tierra que transcendían las relaciones socia-
les más inmediatas, familiares y locales.
S. Grosby señala que la presencia de «vínculos territoriales»
en las sociedades premodernas guarda una estrecha relación con
las divinidades, como lo muestran los dioses de la localidad y el
«dios de la tierra» de las sociedades antiguas. De igual modo,
destaca cómo en la Edad Media los pueblos se percibían en tér-
minos territoriales y el papel que en esa percepción desempe-
ñaron las imágenes de la Tierra prometida y el pueblo elegido
provenientes del Antiguo Testamento. Esta territorialización, sin
embargo, no entró en contradicción con las tendencias más uni-
versalistas del cristianismo, como se puede constatar con la exis-
tencia de las «Iglesias nacionales» (Grosby, 1995: 153).
Según el planteamiento de S. Grosby, la presencia transhistó-
rica de la territorialidad se explica, por consiguiente, como la con-
secuencia de un apego primordial. Distanciándose del primordia-
lismo de corte biológico, aquél entiende que este apego primordial
no es una predisposición racial o genética, sino que deriva del sen-
tido vital que los individuos atribuyen a determinados objetos.19

19. S. Grosby ha recogido el legado de E. Shils y de C. Geertz convirtiéndose


en el máximo representante actual de los teóricos que explican el vínculo étnico
y nacional como vínculos primordiales. Su obra se constituye así en una defen-
sa del paradigma primordialista cultural frente a lo que considera excesos de la
crítica instrumentalista, que ha pretendido reducir el vínculo étnico y nacional
a la interacción social y la búsqueda del interés por parte de las elites.

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La explicación de por qué el territorio se experimenta como un
apego primordial es lo más interesante en la argumentación de
este teórico. Según entiende, las fronteras territoriales no suponen
únicamente una jurisdicción territorial, sino también una juris-
dicción de patrones de conducta. Con ello lo que quiere señalar es
que las acciones sociales están guiadas por las normas engendra-
das por las creencias compartidas en una sociedad limitada terri-
torialmente. Estas creencias, y los patrones de conducta que im-
plican, son ordenadores y mantenedores de vida, lo que significa
que son reconocidos como contenedores de propiedades carismá-
ticas, como el «mana» de las sociedades antiguas. Según S. Gros-
by, este hecho nos proporciona la clave para entender el patriotis-
mo y la disposición de millones de seres humanos a arriesgar sus
vidas por defender sus países: «¿Cuál es la naturaleza de la “acti-
tud” implicada en la territorialidad tal que millones de seres hu-
manos en el siglo XX han sacrificado y están dispuestos a sacrificar
sus vidas por su “propia tierra”, su territorio? En diversas situacio-
nes históricas, el hombre ha creído que su propia vida depende de
la existencia continuada de la soberanía territorial de “su” país»
(Grosby, 1995: 150).20
Considero que la aproximación de S. Grosby a la territoriali-
dad contiene algunas propuestas de gran valor para entender los
procesos de sacralización del territorio nacional. No obstante, el
paradigma desde el que se aproxima a esta cuestión resta alcan-
ce a sus tesis centrales. Coincido con este teórico cuando niega
que la organización de las sociedades haya pasado de funda-
mentarse en los vínculos de parentesco a hacerlo en los vínculos
territoriales inducidos por la aparición del Estado moderno. Esta
secuencia que deriva a su vez de la dicotomía Comunidad/Socie-
dad no puede ser entendida de forma rígida. Como él mismo
señala, «no se debe pasar por alto que, en muchas sociedades
modernas, el parentesco es atribuido, de varias formas, a aque-
llos que se consideran “relacionados” por virtud del nacimiento
y la corresidencia en un territorio» (Grosby, 1995: 157). De igual

20. S. Grosby ofrece así una explicación sobre la sacralidad de los objetos
primordiales: «Es por ello que los seres humanos siempre han atribuido y
continúan atribuyendo sacralidad a los objetos primordiales y a los vínculos
que los unen. Esta es una de las razones por las que los seres humanos han
sacrificado sus vidas y siguen sacrificando sus vidas por su propia familia y
por su propia nación» (Grosby, 1994: 169).

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modo, estoy de acuerdo con él cuando señala que la sacralidad
que se le atribuye al territorio pone en entredicho la tesis de la
secularización, entendida en un sentido amplio. En este sentido
S. Grosby, que utiliza las categorías de Weber, afirma que la vi-
vencia de la territorialidad implica una transcendencia «intra-
mundana». No obstante, su planteamiento resulta problemático
ya que minimiza las diferencias que separan las sociedades pre-
modernas de las modernas, sin asumir los profundos cambios
que se producen en la territorialidad con el nacimiento del mo-
derno Estado nacional. La consecuencia más grave de ello es su
defensa de la tesis según la cual en las sociedades antiguas y
medievales ya existían naciones circunscritas por fronteras te-
rritoriales. Frente a esta tesis, hay que reafirmar que las nacio-
nes son un fenómeno moderno que nace precisamente como
resultado de la nueva territorialidad que se inaugura con el Esta-
do moderno.
A pesar de estas críticas, considero que S. Grosby ofrece bue-
nas pistas para entender la relevancia de la integridad territorial
de las naciones en el mundo moderno, ya que en ella se pueden
ver reflejados fuertes apegos primordiales al territorio. Pero es-
tos vínculos primordiales no pueden ser explicados, como él pro-
pone, como si fueran intrínsecos a la naturaleza humana. Como
vamos a ver a continuación, la primordialidad con la que los
territorios pueden ser experimentados en las sociedades moder-
nas se debe a la territorialidad propia y exclusiva del Estado-
nación. El nacionalismo atribuye sacralidad al territorio en tan-
to que elemento imprescindible para ejercer la soberanía, pero
también como elemento diferenciador del «nosotros nacional»
y como metonimia que permite «imaginar» la nación.

5.2. La lógica del Estado-nación y la sacralización


del territorio nacional

Desde la perspectiva de S. Grosby, la sacralidad que se le atri-


buye al territorio nacional en las sociedades modernas deriva de
los apegos primordiales con los que se ha experimentado la terri-
torialidad a lo largo de la historia. No hay, según esta interpreta-
ción, ningún elemento que permita pensar que la modernidad
introduce una nueva matriz espacial que marque diferencias con

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el mundo antiguo. El desarrollo de los medios de comunicación y
de transporte ha dado lugar a territorios más extensos, pero la
territorialidad no ha visto variar su naturaleza desde la antigüe-
dad. En esa época y también en la Edad Media ya existían fronte-
ras que delimitaban territorios homogéneos. Por esta razón, se-
gún este teórico, el fenómeno de la llamada territorialidad mo-
derna y el de la nacionalidad, que con ésta se relaciona, no nacen
con la modernidad, sino mucho antes (Grosby, 1995).
A mi modo de ver, el planteamiento de S. Grosby es erróneo
debido a su defensa de las tesis perennialista y primordialista
sobre el origen y fundamento de las naciones. Y es erróneo por
entender la territorialidad moderna como una mera prolonga-
ción de la premoderna. Por el contrario, la modernidad con su
nueva organización política, el Estado-nación, lleva consigo una
transformación radical en la naturaleza de la territorialidad, que
es la que da lugar a los nacionalismos. El territorio pasa a con-
vertirse en un elemento central para las sociedades regidas por
la lógica del Estado-nación y, en consecuencia, la sacralización
del territorio nacional ha de ser explicada por esa misma lógica
y no como el fruto de apegos primordiales transhistóricos. No
obstante, con esto no quiero decir que los individuos no tengan
ciertos apegos primordiales a determinados territorios. Como
oportunamente señalan los geógrafos, no hay que confundir el
nacionalismo con el sentimiento de territorialidad o de identi-
dad territorial. Estos sentimientos pueden ser inherentes al ser
humano y por lo tanto universales, pero el nacionalismo se sirve
de ellos, los utiliza, los manipula (Nogué, 1998: 15). Y, precisa-
mente, es esta mediación, esta traducción que el nacionalismo
lleva a cabo, la que da lugar a que el territorio sea experimenta-
do como algo primordial.
Volviendo a lo que antes señalaba, la modernidad supone un
cambio radical en la naturaleza de la territorialidad. Las ciuda-
des, las fronteras y los territorios dejan de tener la significación
que tenían en las sociedades premodernas. En efecto, en la orga-
nización política de los Estados tradicionales no había fronteras
tal y como se conciben en sentido moderno. En ellos la idea de
frontera hacía referencia a un área o región de frontera (frontier)
que no necesariamente lindaba con otro Estado. Incluso en los
pocos casos en los que las fronteras de los Estados tradicionales
fueron marcadas físicamente por determinadas contenciones,

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el sentido que se les atribuía poco tiene que ver con el de las
fronteras de los Estados modernos. Aquellos Estados se definían
por sus centros, mientras que las fronteras eran indefinidas y
porosas. Es decir, el espacio se concebía como algo abierto, sin
que el exterior quedara delimitado nítidamente. Pero esta con-
cepción de la territorialidad cambia radicalmente con el adveni-
miento del Estado-nación. Como señaló N. Poulantzas, el espa-
cio deja de ser continuo, homogéneo, simétrico, reversible y abier-
to como en las sociedades premodernas, y pasa a ser todo lo
contrario. Un espacio fraccionado, lleno de separaciones, en el
que cada lugar se define por su separación de otros lugares. Lo
importante de esta nueva matriz espacial es «la aparición de fron-
teras en el sentido moderno, es decir, de límites desplazables so-
bre una trama serial y discontinua que fija por todas partes inte-
riores y exteriores» (Poulantzas, 1979: 123).
Esta nueva matriz espacial, que permite la distinción de te-
rritorios delimitados por fronteras lineales (boundaries), es la pro-
pia del sistema moderno de Estados y la que induce la aparición
de los nacionalismos y las naciones. Frente a lo que defiende la
corriente perennialista, la territorialidad que propicia el nacimien-
to de las naciones es un fenómeno exclusivamente moderno.
Como bien vio N. Poulantzas, la moderna matriz espacial es la
que hace surgir dichas comunidades: «este espacio-territorio se-
rial, discontinuo y segmentado, si bien implica fronteras plantea
también el problema nuevo de su homogeneización y de su unifi-
cación: éste sería también el papel del Estado en la unidad nacional.
Las fronteras y el territorio nacional no son previas a la unifica-
ción de lo que encuadran: no hay al principio algo que está den-
tro y que hay que unificar después [...] El Estado establece las
fronteras de este espacio serial en el curso mismo de la acción
con la que unifica y homogeneiza lo que esas fronteras encie-
rran. Así es como este territorio se hace nacional, tiende a con-
fundirse con el Estado-nación, y como la nación moderna tiende
a coincidir con el Estado. A coincidir en doble sentido: coincidir
con el Estado existente o erigirse en Estado autónomo y consti-
tuirse en nación moderna creando su propio Estado (jacobinis-
mo y separatismo, dos aspectos del mismo fenómeno, de la rela-
ción particular entre la nación moderna y el Estado)» (Poulant-
zas, 1979: 125). El Estado debe homogeneizar el territorio
delimitado por sus fronteras. Y lo hace a través de la idea de

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nación, que se convierte en el fundamento que legitima el poder
político en las sociedades modernas. Éste es un proceso eminen-
temente moderno, que está estrechamente relacionado con el
proceso de secularización del poder, el cual trae como resultado
que la legitimidad política deje de residir en las autoridades san-
cionadas religiosamente y pase a descansar en la nación.
Teniendo en cuenta lo anteriormente señalado, de nuevo
defiendo, en contraste con las tesis perennialistas, que las nacio-
nes son modernas y que son el producto de los Estados. Y no a la
inversa. Son producto del Estado, porque o bien éste homoge-
neiza territorios que pasan a ser los de la nación que aquél con-
trola, o bien porque no tiene éxito en esa labor de unificación y
surgen otros sentimientos de pertenencia nacional que deslegiti-
man la identidad nacional proyectada desde aquél.
Es, por tanto, desde esta concepción del Estado-nación que
controla un territorio delimitado por fronteras como se explica
el surgimiento de los nacionalismos y de las naciones. No obs-
tante, estas últimas no sólo se definen en función del territorio
que controla ese Estado. Por ello, no puedo coincidir con A.
Giddens cuando define la nación como una «colectividad exis-
tente en un territorio demarcado claramente, que está sujeto a
una administración unitaria, supervisada reflexivamente, tanto
por el aparato estatal interno como por el de otros Estados»
(Giddens, 1985: 116). Éste acierta al mostrar el papel que juega
la nueva territorialidad moderna en el surgimiento de las nacio-
nes, pero se equivoca al definirlas como colectividades que habi-
tan en el territorio controlado por los Estados. Creyendo definir
la nación, lo que A. Giddens está realmente haciendo es definir el
Estado. Como bien ha visto A. Pérez-Agote (1995: 116), en el caso
del Estado el territorio es un elemento objetivo, físico, geográfi-
camente delimitado por las fronteras que define la violencia es-
tatal, mientras que para la comunidad nacional el territorio es
algo subjetivo y simbólico. Cuando el territorio que controla
objetivamente un Estado se corresponde con el territorio simbó-
lico de la nación, ambos coinciden. Cuando no es así, se asiste a
una lucha simbólica entre el nacionalismo de Estado y el nacio-
nalismo de las naciones sin Estado en la que está en juego la
definición legítima de nación. Una lucha, por tanto, entre «las
dos caras» del Estado-nación, que buscan imponer unas fronte-
ras y un territorio nacional al que homogeneizar y unificar bajo

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el nombre de una sola nación. Cuestión, la de la territorialidad,
que muestra el «fetichismo» del espacio en el discurso naciona-
lista (Anderson, 1988: 26). Denis de Rougemont lo resumió de
esta guisa: «El carácter indiscutiblemente patógeno de nuestras
fronteras políticas es el [...] que se nombra como Estado-nación.
Procede de la voluntad, en suma demente, de imponer una mis-
ma frontera fija, un mismo territorio «sagrado» a realidades he-
terogéneas por naturaleza, y que no son superponibles ni en el
espacio ni en el tiempo [...] Se las pretende forzar en un espacio
único, pero también en un tiempo que se diría parado para la
ocasión» (Denis de Rougemont, citado en Petschen, 1993: 268).

5.3. La nación como territorialización de la etno-historia


nacional(ista): el territorio como metonimia de la nación

La producción imaginaria del vínculo que a través del tiem-


po funda la adhesión sagrada a la nación encuentra su funda-
mento último en el territorio. Su importancia radica en que es el
recipiente que hace posible que el sujeto nacional perdure a lo
largo del tiempo, a pesar de las rupturas causadas por las distin-
tas fijaciones exteriores de la frontera. Como ha señalado J. An-
derson (1988: 24), «el territorio es el receptáculo del pasado en el
presente». Permite la vertebración temporal de la nación: «el tiem-
po ha pasado pero el espacio permanece ahí» (ibídem), haciendo
así posible la ilusión de continuidad. Como afirma A. D. Smith
(1998: 64): «Para crear una nación hace falta un territorio histó-
rico al cual apreciar y defender y cuya “propiedad” sea reconoci-
da por propios y extraños. Esto es esencial para cualquier ideo-
logía del nacionalismo. De ahí sigue que una parte importante
de todo concepto de identidad “nacional” estribe en el proceso
de señalar, deslindar y reinterpretar una tierra natal auténtica
que una a los ancestros con las personas vivientes y a los que
están por nacer».
No se trata, por tanto, únicamente de un hábitat natural don-
de se asienta una comunidad, de una simple área geográfica más
o menos delimitada, sino de un «territorio “histórico”, único, dis-
tintivo, con una identidad ligada a la memoria y una memoria
encadenada a la tierra. La historia nacionaliza un trozo de tierra
e imbuye de contenido mítico y de sentimientos sagrados a sus

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elementos geográficos más característicos. El territorio se con-
vierte así en el receptáculo de una conciencia compartida colec-
tivamente» (Nogué, 1998: 74). Mucho se habla de la importancia
que tiene la memoria colectiva para la construcción de la identi-
dad nacional. E. Renan fue pionero en señalar esta relación al
afirmar que «la esencia de una nación está en que todos los indi-
viduos tengan muchas cosas en común y también que todos ha-
yan olvidado muchas cosas» (E. Renan, citado en Anderson, 1993:
23). Sin embargo, no se ha profundizado suficientemente en el
hecho de que la memoria colectiva nacional se conforma con
respecto a un determinado territorio. Es lo que A. D. Smith ha
calificado como la territorialización de la memoria. El nacionalis-
mo persigue que nunca se olvide que la tierra, la patria (home-
land), ha sido «suya» generación tras generación (Smith, 1996:
454). Como antes veíamos, la memoria colectiva sólo es plausi-
ble en referencia a un grupo concreto. Tal y como M. Halbwachs
señalaba, «no hay memoria universal. Toda memoria colectiva
tiene como sostén un grupo delimitado en el espacio y en el tiem-
po» (Halbwachs, 1950: 75). En efecto, la territorialización de la
memoria sólo cobra sentido en función de un determinado gru-
po que se apropia simbólicamente de un territorio que considera
de su propiedad. Una re-apropiación que se lleva a cabo en la
memoria colectiva asegurándose un eco, ya que, como señalaba
H. Desroche (1976: 41), «el eco en la memoria colectiva y el viáti-
co —o prevención— de la conciencia colectiva se combinan tam-
bién entre sí para resistir las pérdidas de activación y aceleración
de la esperanza, nacida —in illo tempore— en los sagrados luga-
res de la imaginación colectiva». Se crean así las «condiciones de
una memoria que se vincula con ciertos lugares y contribuye a
reforzar su carácter sagrado» (Augé, 1995: 65).
No obstante y conforme a lo que se señalaba en el capítulo
cuatro, para establecer la continuidad que hace posible la na-
ción se precisa algo más que la memoria colectiva. Se necesita
un entramado en el que se entremezclan memoria, historia y
mito. Estos discursos juegan un destacado papel en el proceso
de acotar una tierra natal que vincula a la comunidad nacional a
lo largo del tiempo. A. D. Smith distingue varias estrategias de
las que el nacionalismo se sirve para conseguir que los territo-
rios devengan «patrias». En primer lugar, dotar de carácter his-
tórico a los espacios naturales. De este modo, las montañas, ríos,

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lagos, valles, etc. se imbuyen de la historia de la comunidad na-
cional. En segundo lugar, una estrategia, contraria a la anterior,
que consiste en la naturalización de los lugares y monumentos
históricos. Monumentos megalíticos, castillos, templos, etc. pa-
san a formar parte del hábitat natural de una comunidad que se
concibe a sí misma como una nación perenne que ha existido in
illo tempore. Otra estrategia para trazar los contornos de una
tierra natal consiste en la sacralización de sus lugares históricos,
convirtiéndolos en lugares de peregrinación, como en el caso de
Santiago de Compostela. Pero, sin duda, el medio más eficaz
para conseguir delimitar un territorio nacional consiste en atri-
buir un carácter étnico a los paisajes, para de este modo apro-
piarse de ellos y pasar a considerarlos como algo característico
de la comunidad nacional (Smith, 1998: 65).
La nación siempre remite a la fatherland o motherland como
imagen en la que se articulan la matriz espacial (territorio) y la
matriz temporal (tradición), en tanto que pilares en los que se
sustenta la ideología del Estado-nación, ya sea por parte del na-
cionalismo de los Estados-nación o por parte del nacionalismo
de las naciones sin Estado. Como señala N. Poulantzas, «(l)a
unidad nacional, la nación moderna, se hace así historicidad de
un territorio y territorialización de una historia, tradición nacio-
nal, en suma, de un territorio materializado en el Estado-na-
ción: las balizas del territorio se convierten en jalones de la his-
toria trazados en el Estado» (Poulantzas, 1979: 136). De ahí que
«(l)as reivindicaciones nacionales de un Estado propio en la era
moderna, son reivindicaciones de un territorio propio que signi-
fican así reivindicaciones de una historia propia» (ibídem: 137).
Junto a las metáforas de parentesco, las metáforas arbores-
centes han sido las que más peso han tenido a la hora de repre-
sentar la nación, no sólo por parte de los nacionalistas, sino tam-
bién de los teóricos del nacionalismo (Malkki, 1992: 28). La arti-
culación de estos dos tipos de metáforas da lugar a la imagen de
la fatherland o motherland, que, en su sentido literal, hace pensar
en la nación como un gran family tree o árbol genealógico. Ima-
gen especialmente poderosa, ya que «el árbol, enraizado en el
suelo que lo nutre [...] evoca, al mismo tiempo, tanto continuidad
temporal, como arraigo territorial» (ibídem: 28). Se vinculan así
los dos componentes que caracterizan a la nación: los orígenes y
la tierra natal. El nacionalismo se sirve de estas metáforas para

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llevar a cabo su gran tarea ideológica: «enfatizar la unidad entre
territorio e historia» (Anderson, 1988: 18). La recurrencia de este
tipo de metáforas, especialmente las de las raíces arborescentes,
en el discurso y la simbología nacionalista, sugiere, como seña-
lan L. Malkki y A. M. Alonso, la existencia de una cultura transna-
cional del nacionalismo. Cultura arborescente, fuertemente arrai-
gada, mediante la cual «el nacionalismo se apropia del espacio,
del lugar y del tiempo y construye una geografía e historia alter-
nativas» (Johnston et al., 1988b: 14). L. Malkki ha mostrado las
consecuencias de esta cultura que vincula estrechamente nación
y territorio y que representa a ésta como algo que existe en y por
la tierra. La más inmediata es la territorialización de la identi-
dad, que se evidencia, de nuevo, en la terminología con la que se
habla de la nación: raíces, soil, fatherland, motherland, autóctono
o en la lista de los nombres de los países con sufijo en land (Malk-
ki, 1992). Esta vinculación entre comunidad nacional y territorio
nos coloca a las puertas de la sacralización de la nación, pues
«situar a la comunidad en una tierra natal antigua y abigarrada
[...] es fundamental para evocar las cualidades primordiales y
transcendentales de la nación» (Smith, 1998: 64).
El territorio se constituye así en el soporte último de la for-
ma nación. Dicho de otro modo, lo que me interesa destacar es
que la nación se piensa metonímicamente por referencia al te-
rritorio. Pensar metonímico que es, en definitiva, una de las ca-
racterísticas del nacionalismo como ideología, ya que su labor
de fijar fronteras consiste, principalmente, en distinguir qué par-
tes son representativas del todo y cuáles no son más que simples
aspectos de él. Gracias al territorio se logra la narración del mito
nación, ya que los orígenes comunes, ligados en el nacionalismo
tradicional a la idea de raza, pueden ser pensados de forma me-
tonímica por referencia al territorio cuando aquel rasgo pierde
peso específico en la determinación de la identidad colectiva
(Cabrera, 1992: 148).

6. Consideraciones finales

Concluido este recorrido, se habrá podido constatar el papel


que desempeña el nacionalismo en la sacralización de la nación.
Ésta es posible mediante las metáforas de las raíces arborescen-

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tes y de forma metonímica por referencia al territorio. Esos tro-
pos informan la narración de la nación expandiendo o restrin-
giendo las fronteras que delimitan el «nosotros nacional». De tal
manera que si la nación se piensa haciendo referencia a la father-
land, a las metáforas de las raíces arborescentes o a la metáfora
de la familia, las fronteras de la comunidad nacional se compri-
men albergando sólo a aquellos que participan de la narración de
esa comunidad de historia y destino. Por el contario, si la nación
se narra por referencia al territorio, las fronteras de la comunidad
nacional se expanden para incluir a todos aquellos que viven den-
tro de ellas. Unas fronteras que son inclusivas, pero de forma
obligatoria, ya que están definidas por el territorio «histórico» de
una determinada comunidad de historia y destino. Nos encontra-
mos ante una muestra más de la ambivalencia constitutiva de la
nación, pues, como señala Z. Bauman (1992: 685), se pretende
que se abrace voluntariamente lo inevitable, lo que ya está prede-
terminado por la terre et les morts. La definición inclusiva que
posibilita pensar metonímicamente la nación por referencia al
territorio se construye a partir de la definición restrictiva de la
metáfora de la familia y de las metáforas arborescentes.
Algunos intentan desacralizar la nación, desvinculándola del
territorio, pensando la nación exclusivamente de forma metoní-
mica por referencia a aquél, o hablando de territorios de socie-
dades plurinacionales. Difícil tarea cuando la identidad se ha
territorializado, el territorio deviene lugar antropológico, y el
discurso identitario se construye desde el presupuesto que esta-
blece que a toda identidad le debe corresponder un territorio
(Badie, 1995: 102).21 Difícil tarea cuando ese territorio se delimi-
ta haciendo referencia a la comunidad de historia y destino y se
piensa a través de las metáforas de la familia y de las raíces arbo-
rescentes. En definitiva, difícil tarea si atendemos a la manera
en que actúan estos tropos a la hora de conformar las fronteras
de la nación.

21. En un mundo de Estados-nación, en el que la soberanía se ha definido


en términos territoriales, «nombrar», «fronterizar» e «historizar» son los ver-
bos con los que se ha conformado la «modalidad fuerte» de la identidad na-
cional. Se trata de poseer un Nombre, hacerse visible en un Territorio diferen-
ciado y en la trama de una Historia (Gatti, 2007: 1-36).

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PARTE III
DE LA COMUNIDAD RELIGIOSA AL CULTO
DE LA COMUNIDAD NACIONAL.
UN ANÁLISIS COMPARADO DE LOS
NACIONALISMOS VASCO Y QUEBEQUENSE

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CAPÍTULO 6
SECULARIZACIÓN DEL NACIONALISMO
Y TRANSFERENCIA DE SACRALIDAD
EN QUEBEC Y EL PAÍS VASCO

1. Introducción

En este capítulo, en primer lugar, pretendo justificar la perti-


nencia de la comparación de los nacionalismos vasco y quebe-
quense para dar cuenta de las complejas relaciones entre nacio-
nalismo, religión y secularización. Tras ello, me adentraré en su
estudio con un doble objetivo. Por un lado, prestaré atención al
desarrollo de los nacionalismos vasco y quebequense a la luz de
la tesis del nacionalismo como religión de la modernidad. ¿Po-
demos explicar el nacimiento de estos nacionalismos como sus-
titutos de las religiones históricas? ¿Es la aparición de los mis-
mos una respuesta a un vacío de religión ocasionado por la secu-
larización?1 Para dar una respuesta veremos de qué manera se
planteó la relación entre nación y religión en el nacionalismo
tradicional, que perduró tanto en Quebec como en el País Vasco
hasta las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado. Para
ello, indagaré en la concepción de la nación de los que fueron los
máximos representantes de esos nacionalismos tradicionales:
Lionel Groulx en Quebec y Sabino Arana en el País Vasco. Como
vamos a ver, aunque la secularización pueda haber contribuido
al nacimiento del nacionalismo, lo cierto es que, tanto en Que-
bec como en el País Vasco, éste surge y se desarrolla, no en un
vacío religioso, sino, todo lo contrario, en sociedades donde el
catolicismo estaba muy arraigado. Pero, ¿qué decir con respecto
al «nuevo» nacionalismo que emerge en los años sesenta y seten-

1. Sobre el concepto de vacío de religión y su diferencia con la religión vacía


ver Díaz-Salazar (1994).

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ta del siglo pasado en un contexto en el que el proceso de secula-
rización ya sí que afectaba profundamente a las sociedades vas-
ca y quebequense? ¿Podemos explicar el auge de este «naciona-
lismo secular» en tanto que equivalente funcional de la religión o
como una religión de sustitución? ¿Se alimenta este nacionalis-
mo de una transferencia de sacralidad procedente de las religio-
nes históricas? Aquellos que dan una respuesta positiva a estas
dos preguntas consideran estar en disposición de aportar luz para
explicar el carácter radical de ese «nuevo» nacionalismo de corte
independentista y, en mayor o menor medida, violento. Estas te-
sis han tenido un cierto eco en el caso de Quebec, aunque han
quedado circunscritas al periodo histórico en el que surgieron
nuevas corrientes nacionalistas, entre las cuales se desarrolló una
minoritaria deriva violenta, que desapareció en un breve período
de tiempo. En el caso vasco dichas tesis son también aplicadas a
la situación actual debido a la reproducción de la corriente na-
cionalista representada por la izquierda abertzale ¿Se puede sos-
tener que en la actualidad la izquierda aberzale, especialmente
en lo que respecta a sus militantes jóvenes, se conforma como
una «religión de sustitución» que se alimenta de transferencias
de sacralidad? En las siguientes páginas volveré sobre estas tesis,
valorando su pertinencia teórica y su fundamentación empírica
a la luz de las interpretaciones de la secularización y de la rela-
ción que ésta guarda con el nacionalismo.
De estas interpretaciones deriva el segundo objetivo de este
trabajo. Si prestamos atención a una de las dimensiones de la
secularización que remite a la pérdida de los lazos comunita-
rios, nos encontraremos entonces con el nacionalismo como un
lugar de paso obligado, pues éste busca conformar la sociedad a
partir de una «comunidad imaginada». Una comunidad, la na-
ción, que no es inventada ex novo, ya que para poder ser imagi-
nada necesita de referentes «objetivos» que hagan posible una
clasificación compartida. La significatividad de esos rasgos dia-
críticos es utilizada por el nacionalismo para marcar la frontera
del «nosotros nacional». De tal manera que esos rasgos son sa-
cralizados puesto que en ellos está en juego el mantenimiento
del vínculo comunitario.
En esta tercera parte de este libro se harán explícitas las trans-
formaciones en la frontera del «nosotros nacional» que han sido
sacralizadas por los nacionalismos vasco y quebequense. En este

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capítulo, el recorrido quedará limitado al cambio en la sacraliza-
ción de la frontera del «nosotros nacional» desde el nacionalismo
tradicional de finales de siglo XIX al nacionalismo secular que
emerge en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado.
Un cambio en la frontera que es consecuencia del proceso de se-
cularización que experimentan los nacionalismos vasco y quebe-
quense. Ese recorrido concluirá ya en el siguiente capítulo cuan-
do atienda a la sacralización del territorio, elemento diferencia-
dor que toma creciente importancia en la conformación de la
frontera del «nosotros nacional» tanto en Quebec como en el País
Vasco. Estas transformaciones en las fronteras simbólicas de la
comunidad nacional nos sitúan ante otra de las dimensiones de
la secularización, la que tiene que ver con el debilitamiento o la
re-creación de imaginarios de continuidad. En el próximo capítu-
lo veremos de qué manera se re-crean estos imaginarios en los
nacionalismos que son objeto de investigación en este trabajo.

2. Los nacionalismos vasco y quebequense.


Un análisis comparado

El análisis comparado es uno de los recursos más valiosos


de los que disponen las ciencias sociales para aprehender los
fenómenos sociales. La comparación nos permite prestar aten-
ción a aspectos que podrían de otra manera pasar desapercibi-
dos. No obstante, en muchas ocasiones la «legitimidad» de las
comparaciones se pone en entredicho objetando aquello de que
hay algunas cosas que no son comparables. Esto es lo que sucede
con los nacionalismos vasco y quebequense. Las comparaciones
que se consideran «naturales» siempre son otras. Para el nacio-
nalismo quebequense, los referentes suelen ser los nacionalis-
mos catalán y escocés. Para el vasco, el nacionalismo irlandés y
también el catalán. Implícita o explícitamente se considera que
los nacionalismos quebequense y vasco tienen poco que ver. Si
se quieren encontrar similitudes con otros nacionalismos, los
referentes siempre son otros. Si lo que se quiere es marcar las
diferencias, hay otros referentes que son más «naturales» o cer-
canos, como sucede con el nacionalismo catalán que se suele
comparar con el vasco. No obstante, el hecho de señalar que dos
casos no son comparables presupone ya una comparación. Como

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G. Sartori ilustraba a propósito del método comparado, si pre-
tendemos determinar si las manzanas y las peras o las piedras y
las avestruces son comparables deberemos previamente compa-
rarlas. Solamente las podremos declarar «incomparables» si en
algún momento las hemos comparado (Sartori, 1994: 35).
Ciertamente el interés por la comparación entre Quebec y el
País Vasco ha ido en aumento, especialmente entre aquellos que
viven en este último territorio. Diversos colectivos, teóricos so-
ciales, profesionales del derecho constitucional, dirigentes polí-
ticos y movimientos sociales han dirigido su mirada a Quebec
como contexto presto para la comparación con el País Vasco.2
Tras el referente de Irlanda, que tantas polémicas ha suscitado,
muchos han querido encontrar en Quebec un referente más apro-
piado para analizar el caso vasco en perspectiva comparada. En
el contexto del debate político en torno al reconocimiento del
derecho de autodeterminación, las miradas dirigidas a Quebec
se han detenido en diferentes aspectos de esa realidad. En algu-
nos casos, se ha encontrado en Quebec sólo aquello que se bus-
caba, haciendo oídos sordos a todo lo demás. En otros casos, se
ha dado cuenta de una realidad compleja y se ha mostrado la
mayor o menor viabilidad del llamado «modelo quebequense»
en su aplicación a la realidad del País Vasco. Dos son los centros
de interés que suelen ser apuntados a la hora de comparar am-
bas realidades. Por un lado, se señala la particularidad del na-
cionalismo vasco, que ha contado con una importante corriente
violenta en su seno, en contraste con la ausencia de violencia en
el caso quebequense. Por otro lado, se comparan ambas situa-
ciones políticas señalando que Quebec cuenta con las condicio-
nes jurídico-políticas para consultar a los ciudadanos sobre la
soberanía gracias a los referenda. Desde esta perspectiva algunos
ven en el caso quebequense un ejemplo del posible camino que
debería seguir la sociedad vasca para resolver el «conflicto polí-
tico», como es denominado principalmente por los nacionalis-
tas vascos.3 La inevitable politización de esta comparación que

2. Véase V. Aierdi (1998), A. de Blas (2003), J. Mª Bilbao (1999), R. Díez


Usabiaga (2000), O. Elorza (2012), J. F. López Aguilar (1998) J. Villanueva
(2000), I. Zubero (2000).
3. Con motivo de las elecciones autonómicas vascas, el líder del PNV, I. Ur-
kullu, veía a Euskadi como una «nación europea» en la senda de Escocia o
Quebec. Ver El País, 20 de octubre de 2012.

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permea también el ámbito de las ciencias sociales parece haber
estimulado y, al mismo tiempo, limitado las potencialidades de
la comparación de estos nacionalismos.
Para evitar quedar presos de debates estériles, a mi entender,
debemos convenir, siguiendo a G. Sartori, que para que el méto-
do comparado tenga razón de ser y resulte fructífero la pregunta
¿qué es comparable? debe ser sustituida por la formulación: com-
parable, ¿en qué aspecto? (ibídem: 36). ¿En qué términos, por
tanto, se puede comparar a los nacionalismos vasco y quebe-
quense?, ¿en qué aspecto?, ¿qué atributos resultan compartidos
y cuáles no? Evidentemente las respuestas pueden ser diversas
en función de aquello que se quiera investigar o de los objetivos
que con ello se persigan. A mi modo de entender, la compara-
ción entre los nacionalismos vasco y quebequense es un buen
ejemplo de estas comparaciones «sensatas» a las que se refiere
G. Sartori (1994: 35), que tienen lugar entre entidades que po-
seen atributos en parte compartidos (similares) y en parte no
compartidos (y declarados no comparables). Considero que esta
comparación es especialmente relevante y fructífera, y además
puede servir para enriquecer la perspectiva comparada adopta-
da por la teoría social del nacionalismo, que a la hora de estable-
cer comparaciones con el caso vasco ha restringido los referen-
tes, centrándose especialmente en el caso catalán (Conversi, 1997;
Díez Medrano, 1999; Serrano, 1998).
En este trabajo la comparación se justifica por el propio ob-
jeto de estudio y el marco analítico en el que se encuadra. En
efecto, de este modo lo realmente interesante es mostrar las si-
militudes y diferencias entre los casos comparados, las cuales
resultan significativas a partir de un determinado marco de aná-
lisis. En este caso, mi interés se centra en el análisis de las simi-
litudes y diferencias de dos nacionalismos que se han originado
en sociedades muy religiosas y que posteriormente han deveni-
do nacionalismos seculares. La elección de los nacionalismos
vasco y quebequense como objetos de estudio responde, por tan-
to, a varios motivos que derivan del marco de análisis que guía
mi planteamiento. En primer lugar, hay que tener presentes las
diferentes modalidades de relación entre religión, secularización
y nacionalismo que no encajan en el modelo de la experiencia
francesa durante la Revolución. W. Spohn, que ha dado cuenta
de esta diversidad, señala algunos de los patrones en los que

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dicha relación se establece y que se corresponden con diferentes
áreas geográficas. De este modo, el nacionalismo secular occi-
dental se nos presenta como un modelo entre otros posibles.
Teniendo presente esa diversidad que impide, por tanto, un tra-
tamiento de las relaciones entre secularización y nacionalismo
tout court, mi interés se limita exclusivamente al nacionalismo
secular de Occidente, ya que fundamentalmente ha sido éste el
que ha sido explicado como una religión o un equivalente fun-
cional que cubre el vacío religioso originado por el proceso de
secularización. Por esta razón me centro en nacionalismos que
han surgido en el seno de sociedades tradicionalmente religio-
sas y en las que ha tenido lugar un fuerte proceso de seculariza-
ción que ha podido ocasionar ese vacío de religión. Tanto Que-
bec como el País Vasco son sociedades que responden a ese per-
fil. Efectivamente, tanto Quebec como el País Vasco han sido
históricamente sociedades en las que la religión ha sido muy
importante y en las que el nacionalismo ha tenido un gran pro-
tagonismo. Un nacionalismo que en su desarrollo ha devenido
secular, lo que ha llevado a diversos autores a concebirlo como
una religión de sustitución. En efecto, desde el punto de vista de
la relación entre la secularización y el nacionalismo ambos ca-
sos comparten muchos aspectos. En primer lugar, ambos son
nacionalismos que surgen en sociedades profundamente religio-
sas y que han experimentado un proceso de secularización simi-
lar. Por otro lado, como tendremos oportunidad de ver, las rela-
ciones entre nación y catolicismo que tienen lugar en el nacio-
nalismo tradicional son muy similares en ambos casos. De igual
modo, en ambas sociedades tiene lugar en los años sesenta y
setenta del siglo XX un proceso de secularización que afecta a la
institución eclesial y que repercute de forma notable en el nacio-
nalismo. En esos años se conforma un «nuevo» nacionalismo
secular, que, según diferentes autores, se alimenta de transfe-
rencias de sacralidad que provienen del catolicismo. Por lo que
se refiere a las sacralizaciones de la frontera del «nosotros na-
cional», también hay que señalar los puntos en común. En am-
bos casos se han experimentado unas transformaciones simila-
res en lo que respecta a dicha frontera. Atendiendo al desarrollo
del nacionalismo en términos de un proceso ideal-típico, vere-
mos cómo los nacionalismos en Quebec y en el País Vasco han
seguido caminos paralelos a la hora de fijar los contenidos cul-

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turales que delimitan las fronteras de la comunidad nacional. La
definición del nacionalismo tradicional, basada en la raza (fran-
cocanadiense, bizkaina) y en la religión (católica en ambos ca-
sos), fue sustituida a partir de los años sesenta y setenta del siglo
pasado por una nueva definición de la nación, que hará énfasis
en la lengua (francés, euskera) como símbolo donde se refleja la
opresión y cultura que se debe proteger. En ambos casos, la nue-
va corriente nacionalista se caracterizó por la reivindicación
soberanista/independentista, lo que originó una dinámica que
contribuyó a situar al territorio como uno de los protagonistas
principales de la identidad nacional. En este sentido, los nacio-
nalismos vasco y quebequense también resultan similares en el
modo en que la sacralización del territorio y la historia les han
servido para conformar un imaginario de continuidad. Si aten-
demos a todos estos aspectos, podremos ver cómo los naciona-
lismos vasco y quebequense han compartido muchos elementos
en su conformación histórica que han guardado una estrecha
relación con la religión y con el proceso de secularización. Pero
también podremos encontrar importantes diferencias entre ellos
en aspectos tales como el carácter religioso de la frontera nacio-
nal en el nacionalismo tradicional; el papel que han desempeña-
do las «Iglesias nacionales» en el desarrollo de la nación; el con-
texto socio-histórico en el que en los años sesenta y setenta del
siglo XX se produce un proceso de transferencia de sacralidad de
la religión al nacionalismo; la relación entre lo sagrado, la inte-
gración simbólica y la violencia nacionalista; la delimitación del
territorio nacional que es sacralizado, etc.
No obstante, cabría objetar que, incluso desde este marco
analítico, la comparación de los casos de Quebec y el País Vasco
no es pertinente, puesto que el proceso de secularización en
Norteamérica tiene una serie de particularidades —como lo
muestra el caso de Estados Unidos— que la alejan de Europa.
Sin embargo, en este aspecto hay que señalar que la situación
de la religión en Quebec es más similar a la europea que a la de
Estados Unidos. En efecto, el patrón de secularización segui-
do tanto en el País Vasco como en Quebec es el propio del llama-
do «excepcionalismo europeo». A pesar de pertenecer al conti-
nente americano, Quebec, como bien ha señalado P. Berger
(2001c: 447), es «un caso singular de lo que podría ser europei-
zación a distancia».

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Cabría ahora preguntarse ¿por qué se seleccionan dos na-
cionalismos que no tienen Estado? Debe quedar claro que esta
elección no es consecuencia, como suele suceder en ocasiones,
de restringir el concepto de nacionalismo únicamente para dar
cuenta de aquellos que se suelen denominar como étnicos, peri-
féricos, calientes, etc. No estoy de acuerdo con esa concepción
del nacionalismo que no presta atención a los «nacionalismos
banales» o a otras de sus formas, como los denominados nacio-
nalismos cívicos o de Estado. Como veremos, la dicotomía étni-
co/cívico plantea serios problemas cuando se intentan describir
casos concretos de nacionalismo. La elección de los nacionalis-
mos vasco y quebequense como objetos de estudio no responde
a esa concepción estrecha del nacionalismo, sino que viene de-
terminada por el propio objeto de estudio y deriva de algunos
de los supuestos bajo los que habitualmente se ha estudiado la
relación entre el nacionalismo y la secularización. Efectivamen-
te, una de las consecuencias de la influencia del modelo francés
ha sido la de limitar ese vínculo a las relaciones Iglesia-Estado.
Así, se señala que con la Reforma y la Revolución avanzó el eclipse
de la Iglesia como la principal autoridad política, siendo despla-
zada por el Estado. Para no quedar presos del reduccionismo
que lleva consigo este esquema estatocéntrico, que limita la re-
lación entre secularización y nacionalismo a la sustitución de la
Iglesia por el Estado (Nevitte, 1985), es necesario atender a los
nacionalismos de las naciones sin Estado.
Antes de adentrarnos en este análisis comparado y profundi-
zar en las transformaciones de las fronteras del «nosotros nacio-
nal», se deben tener en cuenta algunas precisiones. En primer
lugar, hay que señalar que el desarrollo de dichos nacionalismos
va a ser presentado a partir de una reconstrucción que podría-
mos denominar como «ahistórica», en un sentido similar, sal-
vando las distancias, al que Weber utilizaba en sus estudios de
sociología histórico-comparativa. Es decir, no se trata de mos-
trar las transformaciones de la identidad nacional con la riqueza
de matices que nos podría proporcionar la historiografía. Lo que
se pretende es reconducir la complejidad del cambio histórico
experimentado por la identidad nacional a un esquema típico-
ideal que resulte significativo. El estudio que se plantea combi-
naría de esta manera la investigación monográfica y la inves-
tigación comparada. Por un lado, se mostraría de forma indivi-

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dualizada cada uno de los case study mostrando su especificidad
y su contexto. Por otro lado, se sacrificaría dicha particulari-
dad con el fin de acceder a la comparación entre ambos casos.
La comparación ha de plantearse, por tanto, en dos frentes, tan-
to diacrónica como sincrónicamente. En el primero, se debe aten-
der a los cambios en la identidad experimentados en el desarro-
llo de uno de los nacionalismos, ya sea el vasco o el quebequen-
se, con el objeto de comparar las distintas etapas por las que
dicha identidad ha atravesado. En el segundo, se trata de consi-
derar los dos nacionalismos en un mismo momento histórico.
Este esquema típico-ideal está sujeto, como no podría ser de
otro modo, a diversas matizaciones que derivan de la delimita-
ción de los rasgos diacríticos que han marcado en diferentes
momentos la comunidad nacional y las relaciones que puede
haber entre ellos. Por ejemplo, en el caso vasco hay que referirse
a las polémicas abiertas en torno a los fundamentos del nacio-
nalismo de Sabino Arana. Mientras algunos autores defienden
la tesis del componente racista del fundador del nacionalismo
vasco, otros hablan de que su definición racial de la nación des-
cansa, en última instancia, en una concepción lingüística o cul-
tural.4 También es necesario señalar que los «cortes» que mar-
can las transformaciones de la identidad nacional apuntadas an-
teriormente no lo son en términos absolutos.5 En el caso
quebequense esto se puede apreciar en el propio nombre con el
que se denomina a la nación. Mientras que para la mayoría de

4. Sobre este asunto puede verse J. Aranzadi (2001). A este respecto A. Gu-
rrutxaga opina que el intento aranista no es «justificar con criterios xenófobos
la separación del País Vasco del resto del Estado, sino, sobre todo, detrás de la
concepción aranista de raza está la búsqueda de mecanismos de integración
diferenciados, opuestos a los dominantes que permiten construir el hecho
nacional» (Gurrutxaga, 1985: 111).
5. En el caso vasco los primeros planteamientos de la nueva redefinición
nacional que elabora ETA durante el franquismo están anclados en el nacio-
nalismo tradicional (Gurrutxaga, 1985: 239). Sin embargo, este hecho no cam-
bia lo fundamental de la transformación que supone esta nueva redefinición
nacional con respecto al nacionalismo tradicional: «La reinterpretación de
ETA quebrará los cimientos aranistas en dos de sus postulados básicos: confe-
sionalismo y raza. ETA se proclama aconfesional, a pesar de la influencia
religiosa y eclesiástica en la sociedad vasca [...] El concepto de raza desapare-
ce en los escritos y aparece un nuevo elemento, la etnia, más cercana a la
concepción lingüístico-cultural que a la biológico-genética» (ibídem: 240).

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los nacionalistas su nación es la quebequense, marcando así una
ruptura con la antigua nación francocanadiense, otros defien-
den que la nación francófona que habita en Quebec es la mítica
nación francocanadiense.
También hay que dejar claro que en modo alguno se puede
reducir el nacionalismo, ni en el caso vasco ni en el quebequen-
se, a una única corriente ideológica ni a una evolución lineal.6
Quizás por ello se debería hablar de «nacionalismos». No obs-
tante, el tronco común del que éstos surgen nos permite hablar,
de forma más apropiada, de tendencias o corrientes dentro del
nacionalismo. Dado el objetivo comparativo que persigo, aten-
deré a las transformaciones fundamentales habidas en ambos
nacionalismos hasta el momento en el que la cuestión de la «te-
rritorialidad» adquiere un creciente protagonismo. Llegado ese
momento, en el caso vasco prestaré especial atención a la co-
rriente nacionalista que más insiste en vincular la soberanía con
la territorialidad, para así llevar a cabo la comparación con el
nacionalismo quebequense.

3. Nación y catolicismo en el nacionalismo tradicional

3.1. «Católicos por encima de todo»: el nacionalismo


francocanadiense

El nacimiento y desarrollo del nacionalismo en Quebec está


estrechamente relacionado con las etapas por las que ha trans-
currido la historia de los habitantes de este territorio. La prime-
ra de estas etapas tuvo lugar entre 1608 a 1763 y correspondió al
Régimen francés que terminó con La Cesión a los ingleses. Si en
un principio, con la llegada de los pobladores franceses, La Nue-
va Francia era un calco de la metrópolis, poco a poco se empezó
a gestar una entidad cultural singular, que proporcionaba un
sentimiento de identidad. La Nueva Francia comenzaba a ser
llamada Canadá. Sin embargo, resulta controvertido afirmar que

6. Así, en el caso vasco, a las dos principales tendencias nacionalistas, las


etiquetadas como «moderada» y «radical», habría que añadir otra corriente
que ha tenido menos peso en la historia, la de los nacionalistas vascos hetero-
doxos, situados ideológicamente a la izquierda, alejados de los postulados
aranistas y defensores de la autonomía vasca (De la Granja, 1995: 19).

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en ese tiempo ya existía una conciencia política nacional. Se
habían roto en buena medida los vínculos con la madre patria y
se encontraban elementos importantes de un nuevo imaginario,
pero no es evidente que existiera una conciencia nacional fuer-
temente desarrollada. El retorno a Francia de una gran parte de
las clases dirigentes tras La Conquista de los ingleses puede ser-
vir como muestra de este escaso arraigo identitario en la colo-
nia. En lo que respecta a la religiosidad de los pobladores fran-
ceses durante este periodo, hay que resaltar el control que ejer-
cía el clero sobre una población en la que estaba muy arraigado
un catolicismo muy tradicional.
Tras La Conquista y el tratado de París (1763), Gran Bretaña
tomó posesión de la Nueva Francia, inaugurándose así una nue-
va etapa en la historia de Quebec que duró hasta mediados del
siglo XIX. Canadá devenía de esta manera una provincia británi-
ca, limitada a un territorio menor que el de la colonia francesa y
con el inglés como única lengua oficial reconocida. Es en este
período marcado por La Cesión cuando parece que se desarrolla
el sentimiento nacional de los francófonos, al que sirvió de espo-
leta el hecho de que con el régimen inglés se amputase sustan-
cialmente el territorio de la colonia quedando reducido al espa-
cio laurentino.7 Sin embargo, La Conquista y el cambio de régi-
men no parecieron haber supuesto un choque suficientemente
traumático como para haber provocado el desarrollo de un am-
plio movimiento nacionalista que se rebelara contra el invasor.8
Pocos años después de La Conquista, el gobierno británico frenó
sus iniciales intenciones asimilacionistas y con el «Acta de Que-
bec» (1774) garantizó derechos políticos y culturales a los habi-
tantes francófonos, entre los que se incluían el reconocimiento
de derechos especiales a la Iglesia Católica. Con este hecho se
asentaban las bases que aseguraban la fidelidad de esta institu-
ción al nuevo régimen y la alianza del obispado de Quebec con
el gobierno británico. Éste reconocía a la jerarquía eclesiástica

7. Valle del río San Lorenzo.


8. Así lo señala L. Balthazar, que muestra que La Conquista no pareció
resultar un hecho traumático que hiciera surgir una toma de conciencia ni el
surgimiento de un movimiento nacionalista. Sin embargo, con el paso del
tiempo La Conquista permanecerá en la memoria colectiva como el trauma-
tismo por excelencia de un pueblo que se representa a sí mismo como un
pueblo conquistado (Balthazar, 1986: 44).

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y, a cambio, ésta aseguraba la sumisión de los habitantes france-
ses a la autoridad colonial. No fue, por tanto, el hecho en sí de La
Conquista el que determinó el desarrollo del nacionalismo, sino
otros acontecimientos que ocurrieron posteriormente. Entre ellos
hay que destacar la llegada a Canadá de los legalistas ingleses
que tras la Guerra de la independencia americana se instalaron
en el nuevo territorio británico. Con su llegada (1778-1784),
aumentó la población anglófona de Canadá que pasó del 4 % al
9 %. En un principio este hecho no provocó el rechazo frontal de
los canadienses, pero ese acontecimiento creó las condiciones
de posibilidad para la (re)creación de la comunidad nacional
mediante el establecimiento de una frontera simbólica. Como
señala D. Juteau (1999: 47), «la llegada de los legalistas marca la
instauración de nuevas relaciones económicas y políticas entre
los Canadienses y los Americanos Británicos, lo que provocó
para los Canadienses un proceso de comunalización en el inte-
rior del cual ciertos atributos propios del grupo adquieren una
nueva significación». Fue la llegada de los legalistas la que preci-
pitó una nueva constitución (1791), con la que la nueva colonia
se dividía en dos regiones: el Alto Canadá, predominantemente
poblado por anglófonos, y el Bajo Canadá, mayoritariamente
francófono. La división geográfica no fue, sin embargo, tan níti-
da, ya que algunos anglófonos siguieron viviendo en el Bajo Ca-
nadá, especialmente en Montreal. De este modo pasaba a acre-
centarse el conflicto de intereses entre las elites de la mayoría
francesa y la minoría anglófona del Bajo Canadá. Estos últimos
defendían una ideología liberal y capitalista y querían transfor-
mar las estructuras de la sociedad para que estuvieran acordes
con sus actividades comerciales. Frente a ellos, se situaba una
nueva elite francófona, que sustituyó a la antigua nobleza y que
estaba formada por profesionales laicos cuyo objetivo era asu-
mir el liderazgo de la nación canadiense frente al poder colonial.
Fueron el ascenso de esta nueva clase social, unido a un contex-
to caracterizado por la participación popular en materia política
y el auge de la prensa los que crearon las condiciones de posibi-
lidad para el desarrollo pleno del nacionalismo (Balthazar, 1986:
54). En el nacionalismo de esta nueva clase social se articulaban
elementos progresistas, como la defensa del liberalismo políti-
co, la igualdad, la soberanía popular y el laicismo, unidos con
elementos de un cierto conservadurismo basado en la defensa

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de las viejas tradiciones nacionales. El desarrollo de este nacio-
nalismo condujo a un enfrentamiento político con el régimen
inglés que se intensificó a partir de 1828 como consecuencia de
la parálisis de las instituciones políticas, las reiteradas crisis eco-
nómicas, las malas cosechas y las epidemias. El creciente en-
frentamiento con el régimen inglés culminó en 1837-1838 con la
llamada Rebelión de Los Patriotas, con la que se buscaba poner
fin al vínculo colonial entre Gran Bretaña y el Bajo Canadá e
instaurar en este territorio una República inspirada en los mo-
delos francés y americano. Esta rebelión fue aplastada y la de-
rrota dejó a los canadienses en una situación muy delicada. Con
el Acta de la Unión (1840) el Bajo y el Alto Canadá quedaron
unidos bajo un mismo gobierno del que no formaba parte nin-
gún francófono.
Con la derrota de Los Patriotas se ponía fin a la primera
manifestación de nacionalismo francófono, el llamado naciona-
lismo canadiense, que se caracterizaba por ser un movimiento a
medio camino entre la modernidad y la tradición (Balthazar, 1986:
61). Defendía los valores liberales propios de una burguesía pro-
fesional en ascenso, pero al mismo tiempo estaba muy vincula-
do al pasado tradicional de la nación, lo que hacía que estuviera
enfrentado con el liberalismo económico. Era un nacionalismo
basado en la adscripción territorial y orientado a la consecución
del poder político. Su concepción de la nación no se fundamen-
taba, por tanto, en la etnia o en la raza, si bien no puede decirse
que no albergara en su seno elementos racistas, sobre todo en lo
referente a la inmigración. Pero lo que aquí quiero destacar es
su posición un tanto ambivalente en lo referente a la relación
entre nación y religión. Por un lado, el nacionalismo canadiense
se declaraba laico y su propósito era instaurar un gobierno que
relegara al clero. Por otro lado, sin embargo, consideraba que la
fidelidad a la nación no se fundamentaba únicamente en moti-
vos laicos, ya que entendía que la religión católica era un ele-
mento esencial de la nacionalidad (ibídem: 62). Esta ambivalen-
cia no era más que la constatación ideológica de la distancia que
separaba el ideal de Los Patriotas y el estado de las cosas, pues
en ese período la población canadiense era profundamente ca-
tólica debido a la influencia que sobre ella había ejercido tradi-
cionalmente el clero. La postura política que éste pudiera adop-
tar era, por tanto, esencial para el éxito de cualquier movimiento

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político. De hecho, la posición de los obispos y de una buena
parte del clero es uno de los factores que explican el fracaso del
movimiento de Los Patriotas, ya que si bien los obispos no se
oponían al nacionalismo canadiense, no podían aceptar a un
gobierno que hubiese hecho mermar su autoridad. Por este mo-
tivo en el momento en que tuvo lugar la Rebelión de Los Patriotas
el clero se alineó con el poder colonial. La jerarquía católica con-
sideró ilegítima la revuelta contra la autoridad y la transgresión
de las leyes, y ordenó a los curas que negaran los sacramentos a
todos los que participasen o apoyaran dicha revuelta (ibídem).
Tras la derrota del movimiento de Los Patriotas fue el propio
clero el que asumió el liderazgo de la nación.
Con el «Acta de la Unión» y posteriormente en 1867 con la
creación del Estado federal con el nombre de Canadá —que su-
pone la aplicación del nombre de canadienses a todos los habi-
tantes del Estado-nación—, la antigua comunidad canadiense
marca de nuevo la frontera del «nosotros nacional» y para dife-
renciarse empieza a concebirse como «francocanadiense» (Ju-
teau, 1999: 48). Se iniciaba así una nueva etapa en la historia de
Quebec que duró hasta mediados del siglo pasado y que estuvo
protagonizada por el nacionalismo francocanadiense. Éste es un
período decisivo para entender el desarrollo del nacionalismo,
tanto en su vertiente tradicional que resultó hegemónica durante
más de un siglo, como en su vertiente moderna, ya que el «nue-
vo» nacionalismo que surge a mediados del siglo XX lo hace en
buena medida en oposición al nacionalismo tradicional. Este
período se caracteriza por el dominio de un nacionalismo de ca-
rácter religioso que ejerce un fuerte control sobre una nación que
es concebida en términos culturales. Un nacionalismo que consi-
deraba que tras el Acta de la Unión se había frenado el desarrollo
político y económico de la nación y el único camino que se podía
seguir era el de la supervivencia, es decir, luchar por proteger lo
que se tenía y dedicarse al culto de la tradición francesa. Frente a
la desesperanza que supondría resignarse a la asimilación total
de los francófonos o sucumbir a la nostalgia de la independencia,
los líderes francocanadienses apostaron por aceptar la nueva si-
tuación política y luchar para que la nación sobreviviese por la
vía cultural. Se trataba, de este modo, de buscar un mayor reco-
nocimiento de la lengua, la religión y las tradiciones de los franco-
canadienses. En el nuevo contexto político, la Iglesia era la única

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institución con suficiente fuerza para acometer esas tareas y ser
garante del destino de la nación. En efecto, a mediados del siglo
XIX el clero empezaba a controlar la mayor parte de las institucio-
nes de la sociedad, como la enseñanza en sus diferentes niveles,
los servicios sociales, los hospitales, los orfanatos, las actividades
culturales y de ocio, los periódicos, etc. De este modo, el poder
eclesiástico se consolidaba en una sociedad en la que la práctica
religiosa, bastante regular en general, constituía un medio de con-
trol por parte del clero (Balthazar, 1986: 71).
Con el nacionalismo francocanadiense la frontera del «no-
sotros nacional» queda delimitada por la religión católica, la len-
gua (en tanto que guardiana de la fe), la fidelidad a los orígenes
y a la tradición francesa (asimilados a la idea de la raza), el modo
de vida rural, las costumbres, las leyes y las instituciones. La
influencia de la Iglesia sobre la comunidad francocanadiense
determinó esta definición de la identidad nacional, hasta tal punto
que la adhesión a la religión católica se convirtió en el referente
central para determinar la pertenencia a la nación francocana-
diense. El clero se sentía orgulloso de mantener viva una civili-
zación que se había resistido a la secularización que estaba te-
niendo lugar en la Madre Patria. En efecto, la Iglesia concebía
Canadá como una tierra excepcional donde el modo de vida ru-
ral del antiguo régimen se mantenía intacto. La misión religiosa
de la nación francocanadiense consistía en conservar los rasgos
del que se consideraba un «pueblo elegido», que debía mantener
la religión católica y el modo de vida rural ante un «océano»
protestante y crecientemente industrializado. Esta hostilidad ante
el desarrollo de la industrialización, unida a las condiciones po-
líticas y a la alta tasa de natalidad, tuvo importantes consecuen-
cias, no sólo económicas sino también nacionales. En efecto,
muchos francocanadienses debieron abandonar Quebec y emi-
grar a Estados Unidos y a (otros) territorios de Canadá. Entre
1870 y 1910, 307.000 francocanadienses emigraron a los Esta-
dos Unidos. En 1911, 113.100 personas nacidas en Quebec vi-
vían fuera de Canadá, mientras que para 1921 el número llegó a
145.100 (Juteau, 1999: 49). La presencia de francocanadienses
fuera de Quebec es un aspecto fundamental para entender las
definiciones de la nación que ha producido el nacionalismo. ¿For-
man parte de la comunidad nacional estos francocanadienses?
Las respuestas opondrán al nacionalismo tradicional y al mo-

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derno nacionalismo quebequense. Debido a la concepción étni-
ca del primero, eran considerados miembros de la nación fran-
cocanadiense todos aquellos que contaran con los rasgos
diacríticos que delimitaban la frontera del «nosotros nacional»,
vivieran o no en el territorio de Quebec.
En las primeras décadas del pasado siglo se asistió al apogeo
del nacionalismo francocanadiense, cuyo máximo representan-
te fue L. Groulx (1878-1967), el cual ha ejercido una enorme
influencia en la historia de esta nación. Este sacerdote e histo-
riador ofreció la formulación más sistemática de la síntesis en-
tre catolicismo y nacionalismo (Arès, 1968). Su forma de conce-
bir el catolicismo era la que hacía posible esta síntesis, ya que
éste no podía ser un catolicismo abstracto que no tuviera refe-
rentes terrenales, sino que debía estar enraizado en la vida del
pueblo francocanadiense. Tenía, por tanto, que fundirse con el
nacionalismo, que era el que hacía posible la supervivencia de
esta nación católica. De igual forma, el catolicismo era conside-
rado como el mejor modo de servir a la patria. De tal forma que
la nación y el catolicismo resultaban inseparables: «La Religión
y la patria [...] serán los dos amores constantes de mi vida (pero)
antes que ser francocanadiense, yo quiero ser católico (puesto
que) sirviendo bien a su Dios siempre se sirve mejor a su país»
(L. Groulx, citado en Senese, 1979: 158). «Yo soy católico por
razones que no se deben a mi patriotismo. Pero soy patriota por
muchas razones que se deben a mi catolicismo» (L. Groulx, cita-
do en Arès, 1968: 938).
Para este líder nacionalista, el alma de la nación francocana-
diense se hallaba en su catolicismo. En una América del Norte
mayoritariamente protestante, aquél entendía que el pueblo fran-
cocanadiense tenía la misión de hacer pervivir la fe católica. En
su último escrito señaló que él siempre tuvo «la conciencia de
trabajar por la supervivencia del Canadá francés: país pequeño y
pueblo pequeño, que, por católico, siempre me ha parecido la
gran entidad espiritual de América del Norte» (L. Groulx, citado
en Arès, 1968: 939). La nación había contribuido al desarrollo de
la fe católica, al mismo tiempo que el catolicismo había hecho
posible que aquélla permaneciese viva. Sin el catolicismo la na-
ción no era nada, ya que era su propia esencia y el principal rasgo
diacrítico que permitía marcar la frontera del «nosotros nacio-
nal». Los otros rasgos que caracterizaban a los francocanadien-

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ses no eran tan determinantes en la definición nacional. Así, la
lengua, que a partir de la segunda mitad del siglo XX pasaría a ser
el rasgo principal de la nueva definición nacional, no era para
L. Groulx la «esencia» de la nación, sino únicamente su expre-
sión. Aquélla ejercía como guardiana de la fe: «[...] la lengua no
sobrevivirá como una fuerza aislada, independiente [...] Nuestra
lengua sólo puede perdurar si nuestros sacerdotes nos guardan
nuestras creencias, primer sostenimiento de nuestra nacionali-
dad. (La lengua) misionera del Evangelio, guardiana del tipo fran-
cés, constituye para nuestro pueblo la principal garantía de su
vida nacional y funda la esperanza cierta de la supervivencia del
pueblo católico» (L. Groulx, citado en Senese, 1979: 168). La len-
gua estaba, por tanto, al servicio de la unidad entre nación y cato-
licismo. A ella le estaba encomendada la tarea de asegurar la su-
pervivencia de la nación católica francocanadiense. Pero, a su
vez, la lengua no podía sobrevivir al margen del catolicismo.
Como se puede apreciar, L. Groulx definía la nación franco-
canadiense en términos étnicos. Su utilización del término «raza»
para referirse a ella ha contribuido a la polémica, vigente toda-
vía en Quebec, sobre el carácter racista de su nacionalismo. Al-
gunos hechos así parecen confirmarlo, como su oposición a los
matrimonios mixtos entre ingleses y franceses. No obstante, se-
gún sostienen otros autores, la concepción de la raza de L. Groulx
parece tener más que ver con la idea de «etnia» y de «nacionali-
dad» y no tanto con la discriminación racista (Balthazar, 1986:
95). En todo caso, al margen de esta controversia, lo que me inte-
resa destacar es el carácter étnico del nacionalismo de L. Groulx
que se articula en torno a la defensa de los componentes cultu-
rales de la etnia francocanadiense, dejando en segundo plano la
reivindicación de la independencia política. En efecto, la posi-
ción de este sacerdote con respecto a la creación de un Estado
quebequense varió a lo largo de su vida, pero nunca pareció pro-
mover el independentismo. Las razones podrían encontrarse en
su concepción cultural de la nación, pues de nada serviría la
creación de un Estado de Quebec si éste no fuera profundamen-
te devoto del catolicismo. Pero quizás la razón última se halle en
la defensa de una concepción étnica de la nación con la que se
incluía a todos los que formaban parte de la comunidad franco-
canadiense, es decir, a los que vivían tanto dentro como fuera de
Quebec. Como se pregunta L. Balthazar, «¿no es el carácter estre-

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chamente étnico de su nacionalismo el que le impide desear la
llegada de un Quebec independiente que debería forzosamente
incluir a los no francófonos de Quebec y excluir a los canadien-
ses del exterior?» (ibídem: 96).
Con el desarrollo de la industrialización y la urbanización,
que afectaron profundamente a la sociedad de Quebec, la alian-
za histórica entre el pueblo francocanadiense y la religión cató-
lica se veía amenazada. Ante ello L. Groulx advertía del riesgo de
sucumbir al materialismo de la sociedad industrial y abandonar
así la misión religiosa que le había sido encomendada a la nación
francocanadiense: «Seremos católicos o no seremos nada. No
podemos dar la espalda a la vieja fe, abrir nuestras puertas a
todos los venenos, a todos los alientos malsanos que van a de-
moler nuestra pobre humanidad. Podemos ofrecer el escándalo
de un pueblo favorito de la Iglesia que, por el oro y el goce, habrá
renegado de su misión y de su Dios, y entonces, estemos segu-
ros, que esto será el naufragio en el remolino de la barbarie téc-
nica donde no seremos más que el desecho corrompido [...] O
bien elegimos seguir orientados hacia la Iglesia, el partido de la
fidelidad. Y entonces..., al pequeño pueblo que nosotros seamos,
nos esperará un destino único y espléndido» (L. Groulx, citado
en Arès, 1968: 946).
La progresiva industrialización fue socavando las bases del
modo de vida rural, que había sido una de las principales señas de
identidad del nacionalismo francocanadiense. Del mismo modo,
el fuerte proceso de secularización de los años sesenta del siglo XX
hizo que, en contra de lo que predicaba L. Groulx, los francocana-
dienses se alejaran de la Iglesia. El fundamento y liderazgo reli-
gioso del nacionalismo se debilitaban y la síntesis de nación y
catolicismo se iba resquebrajando. A partir de los años sesenta del
pasado siglo el lugar del nacionalismo francocanadiense fue ocu-
pado por un «nuevo» nacionalismo secular y progresista.

3.2. «Nosotros para Euskadi. Euskadi para Dios»:


el nacionalismo sabiniano

Al igual que en Quebec, en el País Vasco el nacionalismo no


surgió como una religión de sustitución que cubriera un supues-
to vacío religioso. Por el contrario, aquél no puede entenderse

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sin el clima religioso en el que nació. Ciertamente en la sociedad
vasca de finales del siglo XIX se había dejado notar el proceso de
secularización, que se había reflejado en la presencia de un sec-
tor de la sociedad laico y anticlerical. Pero, frente a él, existía
otro sector integrista, heredero del carlismo y profundamente
religioso. Fue en este ámbito en el que nació el nacionalismo
vasco, cuyo máximo representante fue Sabino Arana y Goiri
(1865-1903). Junto a estos sectores, también se encontraban los
conservadores, que defendían un catolicismo no tradicionalista
que sirviese como mecanismo de integración social, y los libera-
les moderados, quienes propugnaban un catolicismo que no fuera
políticamente intransigente (Corcuera, 2001: 344).9
Si atendemos a este contexto, podemos señalar que el naci-
miento del nacionalismo en el País Vasco no fue el resultado del
proceso de secularización, sino más bien la consecuencia de las
dificultades que éste encontró para desarrollarse entre los secto-
res de la sociedad vasca en los que había arraigado una tradi-
ción mítico-religiosa que se remontaba al siglo XVI. El naciona-
lismo, por tanto, no sustituyó a la religión. Por el contrario, en
buena medida, aquél fue la adaptación de esta última a un nue-
vo contexto social. Efectivamente, S. Arana actuó como un pro-
feta renovador de una religión étnica vasca que, fuertemente arrai-
gada en las generaciones anteriores, se popularizó a lo largo del
siglo XIX (Aranzadi, 2000: 490). Aquél se convirtió así en el prin-
cipal agente encargado de adaptar los contenidos de esa religión
al nuevo contexto protagonizado por el impacto de la industria-
lización sobre la tradicional sociedad vasca. Entre las transfor-
maciones radicales que este proceso trajo consigo, hay que des-
tacar la llegada masiva al País Vasco de inmigrantes proceden-
tes del resto de la península. Fue el contacto entre ambos grupos
étnicos el que sirvió de espoleta para que el nacionalismo mar-
cara la frontera del «nosotros nacional». A diferencia del caso

9. Entre estos últimos, algunos, como Francisco de Ulacia, defendieron un


nacionalismo vasco de corte laico, pues, según entendía, «si se planteaba el
problema religioso en términos intransigentes, acaso no se pudieran consoli-
dar debidamente los cimientos en que debiera apoyarse la patriótica política
vaskongada» (F. de Ulacia, citado en Corcuera, 2001: 344). Su búsqueda de un
nacionalismo laico le llevó al abandono del PNV y a los dos únicos intentos de
creación de un partido nacionalista laico que se produjeron antes de la Repú-
blica (ibídem: 348).

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quebequense, en el País Vasco los grupos étnicos no se diferen-
ciaban por la religión. Pero este motivo no impidió que ésta fue-
se un elemento significativo para delimitar la comunidad nacio-
nal. En efecto, la religión junto con la raza fueron los dos rasgos
diacríticos que cumplieron esa función. Fue S. Arana el que más
contribuyó a la creación y recreación de estas fronteras. A desta-
car es su escrito titulado ¿Qué somos?, donde se establece que la
raza y la religión son los rasgos fundamentales que distinguen a
la nación bizkaina de los «maketos»,10 nombre despectivo con el
que aquél denominaba a los inmigrantes españoles establecidos
en Bizcaya. Para S. Arana, la primera marca distintiva de la na-
ción era la raza, ya que, según señalaba, mientras la raza espa-
ñola se había visto alterada por la mezcla con otras, debido a las
invasiones que históricamente han tenido lugar en la península
ibérica (celta, fenicia, griega, romana, árabe, etc.), la raza biz-
kaina, sin embargo, había logrado permanecer aislada, conser-
vando así su pureza y originalidad. La pureza racial, estrecha-
mente vinculada al integrismo religioso, se convertía así en la
frontera que delimitaba el «nosotros nacional». El resto de ras-
gos diacríticos ocupaban un lugar secundario. En especial la len-
gua y el territorio. El euskera era un rasgo característico de la
nación vasca, pero era valorado en tanto que servía para salva-
guardar a los vascos de la degradación moral: «La única tabla de
salvación que le queda aún al vasco [...] para hacer frente a la
inmensa ola de corrupción, de blasfemias, de ideas sectarias y
costumbres perversas [...] es sin duda, nuestro precioso, culto y
eufónico idioma, el euzkera» (anónimo sacerdote cercano a S. Ara-
na, citado en Corcuera, 2001: 353). Al igual que para el naciona-
lismo francocanadiense, la lengua era en última instancia guar-
diana de la fe y de la raza, pero no tenía valor en sí misma. No
era un rasgo que definiera de por sí al pueblo vasco.11

10. A diferencia de los carlistas, para quienes los «maketos» eran los caste-
llanos liberales, para S. Arana todos los castellanos, así como el resto de los
españoles, pertenecían al País de Maketania (Corcuera, 2001: 389).
11. La subordinación de la lengua a la raza en el nacionalismo de Sabino
Arana se aprecia nítidamente en este pasaje de uno de sus escritos que recojo
de la obra de J. Corcuera (2001: 362):
—¿Son vascos todos los que hablan el euzkera?
—No todos, hay quienes hablan el euzkera y no son vascos.
—¿Y cómo es eso?

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Intrínsecamente ligada a la raza, la religión era el otro rasgo
que S. Arana destacaba como elemento esencial de la nación
bizkaina. Los lemas Jaungoikua eta Lagizarra (Dios y ley anti-
gua) y Gu Euzkadirentzat ta Euzkadi Jaungoikoarentzat (Noso-
tros para Euskadi, Euskadi para Dios) dan buena muestra de la
estrecha vinculación entre religión y nación: «Ideológicamente
hablando, antes que la Patria está Dios, pero en el orden prácti-
co y del tiempo, aquí en Bizcaya para amar a Dios es necesario
ser patriota, y para ser patriota es preciso amar a Dios; porque
éste se halla comprendido en el lema patrio. Ese “eta”12 de nues-
tro lema es el que no quieren entender muchos bizkainos. De
éstos, los liberales dicen que para ser patriota no hace falta ser
católicos; y los católicos sienten que para servir a Dios no se
precisa ser patriota. Parece que esos tales no se juzgan miem-
bros de la sociedad bizkaina. En efecto, más deben serlo de la
maketa» (Arana, 1995: 223).
Este texto muestra la concepción sabiniana de la nación biz-
kaina. No hay nación sin catolicismo y éste no puede conservar-
se en su pureza a menos que se asuma la causa nacional. Al igual
que para L. Groulx, para S. Arana, Dios está por encima de la
patria y en consecuencia ésta tiene que asumir su papel de pro-
tectora del catolicismo. En el caso del pueblo francocanadiense,
la misión nacional consistía en la protección del catolicismo en
una América del Norte mayoritariamente protestante. En el caso
vasco, el catolicismo era defendido no porque corriera riesgo de
ser asimilado por otra religión, sino para preservar su pureza
ante la degradación que, según S. Arana, estaba sufriendo a
manos de los «maketos». De esta manera, la conservación ínte-
gra del catolicismo se consideraba un rasgo diacrítico que debía

—Algunas familias exóticas, penetrando en nuestro pueblo, han aprendi-


do el euzkera, y sus hijos son euzkeldunes, o sea, hablan el euzkera, no obstan-
te no tienen en sus venas una gota de sangre vasca.
—¿Y cómo? ¿Todas las familias de Euzkadi no son vascas?
—No; hay muchas que viven en Euzkadi, pero no son vascas [...] porque no
son de la raza de Euzkadi [...]
—En qué se reconoce a la raza de una familia?
—En sus apellidos.
—¿Cómo?
—Si los apellidos son euzkéricos, el que los lleva es vasco; pero si no son
euzkéricos, el que los lleva no es vasco [...]
12. En euskera «eta» es la conjunción copulativa equivalente a la «y».

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marcar la frontera de la comunidad nacional: «Nosotros, los vas-
cos, evitemos el mortal contagio, mantengamos firme la fe de
nuestros antepasados y la seria religiosidad que nos distingue y
purifiquemos nuestras costumbres, antes tan sanas y ejempla-
res, hoy tan infestadas y a punto de corromperse por influencia
de las venidas de fuera» (S. Arana, citado en Solozábal, 1975:
362). Es, en definitiva, esta interpretación de los vascos como un
pueblo moralmente superior, debido a su defensa del integrismo
religioso, la que fundamenta la concepción sabiniana de la raza
vasca. Frente a ésta, el pueblo español se habría caracterizado
por haberse resistido a la influencia de sus instituciones católi-
cas, permaneciendo así como un pueblo irreligioso e inmoral.
De ahí que para S. Arana la «invasión maketa» era una fuente de
irreligiosidad: «La dominación española es en nuestra raza de
profunda y extensa irreligiosidad, de intensa y dilatada inmora-
lidad [...] la influencia española ha causado en nuestro pueblo
más víctimas espirituales quizás que las sectas en Irlanda y el
cisma y las sectas en Polonia [...] Nada importa [...] la extinción
de nuestra lengua; nada, el olvido de nuestra historia [...] nada,
esta misma esclavitud política de nuestra patria; nada, absoluta-
mente nada, importa todo eso, en sí considerado, al lado del
roce de nuestro pueblo con el español [...] Salvar a nuestros her-
manos, proporcionándoles los medios adecuados para alcanzar
su último fin: he ahí el único y verdadero del nacionalismo. Si,
pues, éste trabaja por desarrollar nuestra lengua nacional, y por
difundir el conocimiento de nuestra historia patria, sólo por ese
fin trabaja: y aún la misma independencia [...] no tiene más va-
lor que el de simple medio, si bien ya último y necesario, para el
mismo fin [...] Es, pues, de todas suertes innegable que el euske-
riano no puede, sino muy difícilmente, alcanzar su último fin, ni
puede la sociedad euskeriana cumplir el suyo, ni puede salvarse
nuestra raza. Así lo dijo Bizkaitarra respecto de Bizcaya, y debe
entenderse lo mismo de los demás antiguos Estados de nuestra
raza: Bizcaya, dependiente de España, no puede dirigirse a Dios,
no puede ser católica en la práctica» (S. Arana, citado en Corcue-
ra, 2001: 350-352).
Esta larga cita recoge el pensamiento de Sabino Arana sobre
la misión que debía cumplir el nacionalismo. Su razón de ser era
proporcionar los medios necesarios para conseguir la salvación
escatológica de los vascos. Los objetivos políticos, como la inde-

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pendencia, no eran fines en sí mismos, sino únicamente medios
para alcanzar la salvación. Podemos así constatar que el nacio-
nalismo vasco tradicional no desempeñó el papel de sustituto o
equivalente funcional de la religión de salvación, sino que, por
así decirlo, actuó como un medio que se consideraba imprescin-
dible para poder alcanzar dicha salvación. En efecto, el naciona-
lismo debía desempeñar una misión religiosa: conservar la pure-
za del catolicismo frente a la degradación, que, según entendía,
sufría en el pueblo español. Una misión para la que el naciona-
lismo resultaba un instrumento más útil que la propia religión
tradicional: «La propaganda de estas ideas (nacionalistas), en
los pocos años que llevan de existencia, había producido más
frutos y más firmes y duraderos que los que pudieran alcanzar
muchas tandas juntas de misiones religiosas: restituyendo a la fe
a los extraviados y confirmando en ella a los creyentes» (S. Arana,
citado en Corcuera, 2001: 354).
Vemos que con S. Arana el nacionalismo se cargaba de un
fuerte significado religioso. La defensa de la causa nacionalista
era el único camino de salvación posible. Se puede, por tanto, se-
ñalar que en su nacimiento el nacionalismo vasco fue objeto de
un proceso de transferencia de sacralidad. Autores como A. Elorza
y J. Juaristi han prestado atención a este proceso. A pesar de que
sus análisis resultan coincidentes al afirmar que el nacionalis-
mo sabiniano debe ser conceptualizado como una religión políti-
ca, sin embargo, no parecen estar de acuerdo en lo que se refiere
a la existencia de dicho proceso de transferencia de sacralidad.
Así, para A. Elorza, que toma este concepto de M. Ozouf, no se
puede sostener que en el nacionalismo sabiniano tuviera lugar
dicho proceso, puesto que este nacionalismo se desarrolla en el
seno de la religión de la que se impregna de sus contenidos (Elor-
za, 1995: 33). Por su parte, J. Juaristi señala que, a pesar de su
fuerte integrismo, «Sabino fue un nacionalista secular que con-
sumó en poco tiempo una transferencia de sacralidad desde la
esfera religiosa a la política. Fue el fundador de una religión po-
lítica» (Juaristi, 1997: 146). Este diferente criterio nos permite
apreciar la problemática que encierra el concepto de transferen-
cia de sacralidad cuando se intenta aplicar a las relaciones entre
religión y nacionalismo. Más adelante lo veremos con respecto
al «nuevo» nacionalismo que nace en el País Vasco y en Quebec
en los años sesenta y setenta del siglo XX y en lo que se refiere a

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las nuevas generaciones de la actual izquierda abertzale. Para
salir de la confusión que dicho concepto plantea hay que distin-
guir, a mi modo de ver, entre los bienes soteriológicos y los cami-
nos de salvación que se prescriben. Como acabamos de ver, el
nacionalismo sabiniano afirmaba que su fin último era la salva-
ción escatológica. No hay en este sentido una transferencia de
sacralidad, puesto que la política se subordina a la religión, que
se constituye como el fin último. En efecto, S. Arana nunca aban-
donó sus creencias religiosas ni abrazó ninguna ideología que
no tuviera como finalidad la salvación escatológica. Fue con re-
lación a los medios de salvación que se requieren para alcanzar
ese fin, donde sí se produjo un proceso de transferencia de sacra-
lidad. Según S. Arana, el virtuosismo religioso sólo se podía al-
canzar abrazando la causa nacionalista. La salvación cristiana
se conseguía en el enfrentamiento con el mundo, realizando un
camino de virtud que, debido a la irreligiosidad que provocó «la
invasión maketa», pasaba necesariamente por el nacionalismo.
Incluso dar la vida por la patria en nombre de Dios se convertía
en un camino de salvación escatológica: «Señor de lo Alto, a quien
muere para mantener para Ti libre su patria de este mundo, dale
Tú la tuya eterna» (Sabino Arana).13 En resumidas cuentas, la
transferencia de sacralidad de la religión a la patria tiene lugar en
el nacionalismo de S. Arana no en lo que se refiere a los fines,
sino en lo que respecta a los medios. Así, por ejemplo, como ha
señalado A. Elorza, aquél tomó a la Compañía de Jesús como
modelo de organización para el movimiento nacionalista (Elor-
za, 1995: 39-41).
La transferencia de sacralidad que supone la subordinación
de los fines religiosos a los patrióticos no tuvo lugar hasta des-
pués de la muerte de Sabino Arana. Si seguimos a J. Juaristi
(1997), esa transferencia se cumplió en el que fue el líder de la
tercera generación aranista, Elías Gallastegui, alias Gudari (1892-
1974), un católico practicante que defendió la doctrina sabinia-
na que subordinaba la patria a la religión. Sin embargo, tras su
inicial defensa de esta doctrina se evidenció un vuelco en su je-

13. Tomo esta frase de J. Juaristi (1997: 209), quien la transcribe de Libe
(1903), obra de Sabino Arana en la que su protagonista es herida de muerte en
la batalla de Munguía mientras ondea la bandera de Bizkaya. Ante su agonía,
los reunidos en torno a ella piden a Dios su salvación.

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rarquía de valores. Las virtudes asociadas al catolicismo, como
la castidad, dejaban de ser una obligación religiosa para conver-
tirse en un deber patriótico: «Si la moral católica contribuye a
crear una juventud vasca ascética, preparada física y espiritual-
mente para el sacrificio, bienvenida sea; pero ahora es la reli-
gión la que se debe subordinar a los fines del nacionalismo» (Jua-
risti, 1997: 225).14 Este proceso de transferencia de sacralidad co-
incidió con la Primera Guerra Mundial, momento en el que
comenzaban a crearse las condiciones para que el nacionalismo
fuese concebido como una religión secular. Según J. Juaristi, para
1932, Gallastegui tenía ya muy poco de cristiano, ya que su úni-
ca religión era la de la patria, en nombre de la cual había que
sacrificar hasta la vida.15 Esta nueva forma de concebir el patrio-
tismo arraigó en una nueva generación de jóvenes católicos muy
creyentes. J. Juaristi ofrece una explicación de esta transferencia
de sacralidad: «No es extraño que sea ahí, precisamente, y no
entre los nacionalistas laicos y anticlericales de Acción Naciona-
lista Vasca (los de “Euskadi sin altares”), donde prenda la reli-
gión patriótica. Porque para los de Acción Nacionalista no hay,
de entrada, categorías sagradas; es decir, zonas de la experiencia
interior cercenadas, separadas de la experiencia histórica, in-
munes a la historia» (ibídem: 249).

14. El desarrollo del proceso de transferencia de sacralidad se refleja en la


sacralización de la figura de Sabino Arana. Así, según señala J. Juaristi, el
fundador del nacionalismo vasco, aunque sacralizó su propia figura, nunca lo
hizo presentándose como Cristo. Tras su muerte, la siguiente generación ara-
nista comenzó el proceso de cristificación de Sabino Arana, si bien de forma
metafórica. Con la llegada de la generación de E. Gallastegui la adoración de
Sabino Arana como un Cristo fue mucho más que una simple metáfora (Jua-
risti, 1997: 223). Su mitificación entre sus seguidores se reflejaba en la carac-
terización que de él se hizo como «protomártir del nacionalismo», «un Jesús
vasco», «un santo», «un redentor», etc. (Corcuera, 2001: 651).
15. El que fuera posteriormente lehendakari del Gobierno Vasco, José An-
tonio Aguirre, advirtió en una carta a Gallastegui de su alejamiento del cris-
tianismo por dar «preferencia a las circunstancias sociales, políticas, dejando
en último término las religiosas». La religión debía seguir siendo el funda-
mento del nacionalismo: «la Religión Católica, Apostólica y Romana, que ha
modelado el alma de la Patria, con el respeto a otros criterios según preceptos
contenidos en esa misma doctrina. Estos además son los principios rectores
de nuestra causa Nacional» (J. A. Aguirre, citado en Juaristi, 1997: 247-248).
J. Juaristi toma estos pasajes de Gudari, una pasión útil. Vida y obra de Eli
Gallastegui (1892-1974), de J. M. Lorenzo Espinosa.

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3.3. Las «Iglesias nacionales» en Quebec y el País Vasco

Hemos visto la centralidad que la religión católica ha tenido


en el desarrollo de la etnia y de la nación francófona de Quebec
hasta los años sesenta del siglo XX, en los que se acelera el proce-
so de secularización. La diferencia religiosa con (el resto de) Nor-
teamérica fue un elemento fundamental que determinó la con-
formación y el profundo arraigo de esta nación. La religión cató-
lica se convirtió en un rasgo diacrítico esencial para delimitar la
frontera del «nosotros nacional» frente al Canadá mayoritaria-
mente protestante. Muy distinto fue el caso del País Vasco, don-
de la religión no pudo asumir este papel de frontera nacional, ya
que el catolicismo era la religión hegemónica tanto allí como en
(el resto de) España. En una sociedad tan profundamente reli-
giosa como la vasca, el haber contado con una religión diferente
habría contribuido sin duda a una mayor diferenciación nacio-
nal. En su libro Vasconia, F. Krutwig,16 el que fuera uno de los
ideólogos que más influyó en ETA, se lamentaba de esa falta de
frontera religiosa: «La religión no separa, por desgracia para el
pueblo vascón, a éste de sus vecinos. Hubiera sido una suerte,
sin duda alguna, para la nación vascona, que en alguna de las
muchas diferencias religiosas que se han dado en la Historia, se
hubiese afincado alguna de ellas en el pueblo vasco, bien sea
que hubiesen continuado siendo paganos los vascos, que la creen-
cia albigense hubiese tomado raíces o que el protestantismo hu-
biera arraigado en nuestra tierra» (Sarrailh de Ihartza, 1973: 75).
Ciertamente las diferencias religiosas entre etnias son un ele-
mento fundamental para la conformación y desarrollo de las na-
ciones, especialmente en el caso de las naciones sin Estado. No
sólo se trata de que la falta de diferencias religiosas reste uno de
los rasgos más significativos para el proceso de creación y mante-
nimiento de las fronteras del «nosotros nacional». También hay
que señalar que el hecho de que una nación posea una religión
«propia» puede suponer la implicación de la Iglesia en su defen-
sa. Éste es un aspecto fundamental para las naciones que no tie-
nen Estado, pues éstas no cuentan con estructuras instituciona-
les que «objetiven» el hecho nacional y permitan su mantenimien-
to y desarrollo. En el caso de Quebec, anteriormente veíamos el

16. F. Krutwig firmó este libro con el pseudónimo de F. Sarrailh de Ihartza.

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papel fundamental que ha desempeñado la Iglesia católica en la
supervivencia de la etnia y de la nación. En este aspecto las dife-
rencias entre Quebec y el País Vasco son considerables. En este
sentido se deben entender las apreciaciones de F. Krutwig: «El
pueblo vasco, al tener el mismo credo religioso que sus vecinos,
no tiene una barrera religiosa. Por esta misma razón no hay pro-
blema vasco en el ámbito religioso y la Jerarquía católica no se
preocupa del pueblo vasco, ni aun para hacer cumplir su propia
legislación referente al respeto de las minorías nacionales [...] No
hay duda de que si el pueblo vasco hubiese sido católico y sus
vecinos de otra creencia, la Iglesia católica se hubiese esforzado
en la salvaguarda de las características nacionales. Por otra par-
te, si se hubiese tenido una religión nacional, como es el caso de
los judíos o de los armenios, ésta hubiese servido para la defensa
de la etnia vasca» (Sarrailh de Ihartza, 1973: 76).
En líneas generales se puede afirmar que la Iglesia se involu-
cra más en la cuestión nacional cuando ésta se define en térmi-
nos religiosos. No obstante, el papel desempeñado por las «Igle-
sias nacionales» no está exclusivamente determinado por este
factor. Tanto en Quebec como en el País Vasco estas «Iglesias
nacionales» han ejercido una gran influencia en el desarrollo de
la nación, aunque los factores que a ello condujeron fueron muy
diferentes. No es mi objetivo profundizar en un tema que ha
generado gran cantidad de literatura para cada uno de estos ca-
sos. Tampoco es mi propósito dar cuenta del apoyo que en la
actualidad estas Iglesias puedan dar al nacionalismo, un asunto
de gran interés especialmente en el caso vasco. Lo que me inte-
resa simplemente es apuntar, con el fin de comparar ambos ca-
sos, algunos hechos que dan cuenta de la relación que se esta-
bleció entre el nacionalismo tradicional y la Iglesia hasta que
ésta dejó de ser en los años sesenta del siglo pasado la institu-
ción central de las sociedades vasca y quebequense.
Acabamos de ver el papel esencial que la Iglesia de Quebec
ha desempeñado en el desarrollo de la nación. Por esta razón se
ha señalado que esta Iglesia tiene una fuerte tradición propia-
mente nacionalista (Bourgeault, 1978: 189). Desde la llegada de
los colonos franceses, la Iglesia local contribuyó a la expansión
de los rasgos característicos de la que posteriormente sería la
nación francófona de Norteamérica. No obstante, no fue hasta
La Conquista inglesa en 1760 que la Iglesia se fundió con el pue-

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blo canadiense, pues hasta esa fecha nos encontramos propia-
mente hablando con una Iglesia francesa en tierra de la Nueva
Francia (ibídem: 190). Fue la marcha de las elites francesas a la
Madre Patria tras la victoria de los ingleses la que ocasionó un
vacío de liderazgo que fue asumido por la Iglesia canadiense. Ya
hemos visto la enorme relevancia que asume esta Iglesia y, espe-
cialmente, la posterior Iglesia francocanadiense en el desarrollo
de la nación que habita en Quebec. Pero ahora lo que quiero
destacar es que, pese a ser una institución central para el desa-
rrollo de la nación, lo cierto es que la jerarquía eclesial no se
mostró muy favorable a la independencia de Quebec. Recorde-
mos que durante la Rebelión de Los Patriotas en 1837-1838 aqué-
lla se alineó con el poder colonial anglófono y consideró dicha
rebelión como ilegítima. De igual modo, como acabamos de ver,
la concepción de la nación como una comunidad de la raza fran-
cocanadiense, que se extendía más allá del territorio de Quebec,
pudo haber sido un factor determinante para que L. Groulx no
fuera un ferviente defensor de la independencia.
Si atendemos ahora al caso vasco, hay que señalar que, al
igual que sucediera en Quebec, la lengua y cultura vascas se
mantuvieron históricamente al amparo de la Iglesia (Pérez-Ago-
te, 1984: 99). El clero tuvo un gran protagonismo histórico en lo
referente a la producción literaria en euskera (ibídem: 100-102).
En este sentido es significativo señalar la relación entre la limi-
tada difusión del calvinismo y el desarrollo de la lengua vasca:
«[...] la expansión calvinista, reducida a mera tentativa, jugó en
favor de la lengua, aunque sólo fuera por la reacción católica
que desencadenó. Entonces empezaron nuestros eclesiásticos a
preocuparse por la catequesis en lengua vulgar [...]» (L. Michele-
na, citado en Pérez-Agote, 1984: 98).
En lo que respecta al nacionalismo vasco, se puede decir que
la relación con la «Iglesia nacional» no fue tan clara como en el
caso del nacionalismo francocanadiense, debido a la falta de fron-
tera religiosa. A pesar de ello, la Iglesia del País Vasco ha tenido
históricamente una estrecha relación con el nacionalismo como
resultado de diversos avatares.
El fundamento religioso del nacionalismo sabiniano, la sub-
ordinación de la política a la religión que prescribía, hizo que
éste fuera defendido por algunos clérigos vascos. Así, por ejem-
plo, el capuchino navarro Evangelista de Ibero defendía en el

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catecismo nacionalista Ami Vasco la doctrina del PNV: «entre
ver a una Euzkadi libre, pero apartada de Cristo, y verla esclava,
pero fiel a Cristo, el Partido Nacionalista Vasco optaría por lo
segundo» (Evangelista de Ibero, citado en Corcuera, 2001: 354;
García de Cortázar, 1988: 65). Esta subordinación de la política
a la religión hizo atractivo el mensaje del nacionalismo para una
parte del clero vasco. Pero, a pesar de que el nacionalismo sabi-
niano encontrara en algunos sacerdotes a unos propagandistas
de la causa nacional, lo cierto es que la alta jerarquía eclesiástica
se opuso a la difusión de la nueva ideología (García de Cortázar,
1988: 70-74).17 No obstante, el número de sacerdotes próximos al
nacionalismo fue creciendo conforme éste se iba expandiendo en
la sociedad vasca en las primeras décadas del siglo XX. A pesar
de no contar con una frontera religiosa como en el caso de Que-
bec, el nacionalismo vasco encontró en el clero un gran apoyo
para su difusión. Como señala F. García de Cortázar: «Ningún
hecho pudo resultar tan provechoso al nacionalismo vasco como
su emparentamiento con la clerecía. En un pueblo con tanto
respeto obediencial al sacerdocio, como lo era el vasco, la devo-
ción del clero al evangelio sabiniano y su bien conocida comba-
tividad vendrían a reforzar enormemente las posibilidades de
expansión del movimiento nacionalista» (ibídem: 76).
La Guerra Civil marca un momento de inflexión para enten-
der las relaciones entre la Iglesia y el nacionalismo vasco. Como
es sabido, una parte del clero vasco tomó partido, junto con los
nacionalistas, por el bando republicano, enfrentándose por ello
a la jerarquía eclesiástica que se puso del lado de los nacionales.
El fusilamiento en los años 1936 y 1937 de sacerdotes vascos

17. Según F. García de Cortázar, podemos encontrar los orígenes de las


malas relaciones entre el nacionalismo vasco y los obispos de las Vascongadas
y Navarra en el pontificado vitoriano del obispo José Cadena y Eleta. Éste se
opuso a que los niños bautizados fueran registrados en la parroquia con nom-
bres en euskera, lo que provocó el rechazo de los nacionalistas. En una pasto-
ral este obispo criticó las ideas nacionalistas que «si por el momento sirven
para halagar la imaginación de la juventud, a la larga han de entenebrecer su
inteligencia y corromper su corazón»; también mostró discrepancias con al-
gunos sacerdotes de su diócesis que estaban cerca del nacionalismo, «pocos
en número y pequeños en la discreción, quienes, tal vez por la inexperiencia
de su juventud en la mayor parte de ellos vienen fomentando con sus palabras
y con sus obras ese germen, que lleva la desunión y la discordia al corazón
mismo de nuestra amada Vasconia» (García de Cortázar, 1988: 71).

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acusados de separatistas y la represión franquista a los curas
nacionalistas y «rojos» remarcó aún más el particularismo de la
Iglesia del País Vasco.18 Tras la Guerra, la Iglesia del País Vasco
desempeñó un papel fundamental en la reproducción, extensión
e intensificación del nacionalismo, ya que se convirtió en refu-
gio de la nación vasca. En efecto, la lengua y cultura vascas en-
contraron en la Iglesia un lugar que se les negaba en la esfera
pública (Pérez-Agote et al., 1993: 257-258). Además una nueva gene-
ración de sacerdotes, opuesta al régimen franquista, tomó un
firme compromiso con el «nuevo» nacionalismo. No fueron po-
cos los sacerdotes que durante el proceso de secularización que
afectó a la Iglesia en los años sesenta y setenta abandonaron los
oficios religiosos y se convirtieron en miembros de ETA.
Más adelante me centraré en este periodo para ver si tanto
en Quebec como en el País Vasco el proceso de secularización de
la Iglesia dio lugar a un proceso de transferencia de sacralidad
que nutrió al «nuevo» nacionalismo emergente. Con el fin de
comparar ambos casos, lo que quiero ahora destacar es que mien-
tras que en los años sesenta del pasado siglo la Iglesia de Quebec
daba paso al «Estado» de la provincia como el principal porta-
voz del nacionalismo, en el País Vasco la Iglesia era utilizada
como un refugio del nacionalismo que era reprimido en la esfe-
ra pública.

4. La secularización del nacionalismo

4.1. De la Iglesia francocanadiense al «Estado» quebequense.19


La «Révolution tranquille» y la secularización del nacionalismo

Tras la Segunda Guerra Mundial se hacía ya evidente un cam-


bio en la sociedad de Quebec. Se empezaban a ver los efectos de
la modernización que alejaban a la población de la doctrina del
nacionalismo tradicional. No obstante, la Iglesia seguía mante-
niendo un amplio control sobre la casi totalidad de las institu-

18. Según F. García de Cortázar, la represión franquista sobre la Iglesia


vasca afectó de un modo u otro a unos 750 eclesiásticos, es decir, alrededor de
un tercio del clero que componía la diócesis (García de Cortázar, 1988: 88).
19. En Quebec se habla del «Estado» de Quebec haciendo referencia a la
administración de la provincia.

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ciones y continuaba siendo la portavoz de la nación. El naciona-
lismo francocanadiense permanecía fiel a su ideología de la su-
pervivencia y ponía todo su empeño en el mantenimiento del
catolicismo, de la lengua francesa, en tanto que guardiana de la
fe, y de las antiguas tradiciones. La nación seguía siendo insepa-
rable del catolicismo.
No fue hasta 1960 que la sociedad quebequense en general y
el nacionalismo en particular experimentaron un cambio de
orientación muy pronunciado. Tuvo lugar con la llamada Révo-
lution tranquille, un proceso fundamental para entender la his-
toria de Quebec y de su nacionalismo, ya que marcó la ruptura
que trajo consigo la ya irreversible modernización. Si bien no
existe un consenso sobre hasta qué punto la Revolución tranqui-
la supuso una ruptura radical con el pasado, lo cierto es que
nadie niega que es un punto de inflexión fundamental en la his-
toria de Quebec. El nombre que recibió este proceso ilustra bien
su carácter. Sin grandes sobresaltos ni violencia, la sociedad se
transformaba profundamente. Todo empezó con la victoria de
los liberales en las elecciones provinciales de Quebec, quienes
derrotaron al partido de la Union Nationale que se había mante-
nido en el poder desde 1944. Se iniciaba así un período de gran-
des cambios que afectaban a diferentes ámbitos estratégicos,
como la economía, la educación, la sanidad, las relaciones con
el Gobierno federal, etc. El objetivo de estas medidas se resume
en el lema del gobierno de Quebec, liderado por el primer minis-
tro J. Lesage: «Maîtres chez nous» (dueños de nuestra casa). Se
quería poner así fin a la situación de subordinación en la que se
encontraban los francófonos, quienes en 1961 ocupaban el se-
gundo lugar en la lista de los grupos étnicos peor remunerados
(Gagnon, 1998: 77). Las medidas económicas tenían como fina-
lidad tomar las riendas del desarrollo de la provincia para así
hacer frente al poder de los anglófonos que controlaban gran
parte de la actividad económica. Además, el «Estado» de la pro-
vincia de Quebec, que tuvo un papel central en todo este proce-
so, asumió las competencias que anteriormente controlaba la
Iglesia en materia de educación, sanidad y servicios sociales. La
institución eclesial, que había ejercido un amplio control en es-
tos terrenos, veía así perder la enorme influencia que histórica-
mente había tenido en la sociedad de Quebec, siendo su lideraz-
go sustituido por el «Estado».

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La Revolución tranquila llevó también consigo una impor-
tante redefinición de las fronteras del «nosotros nacional». Al
igual que en otros terrenos, también en este aspecto el «Estado»
sustituyó a la Iglesia como delimitador de la comunidad nacio-
nal, haciendo hincapié en la defensa y promoción de la lengua
francesa, que pasaba a ser el rasgo privilegiado de la «nueva»
identidad. Un énfasis en la lengua que se puede explicar a partir
de las propuestas de F. Barth. En efecto, las transformaciones
que tuvieron lugar durante la Revolución tranquila minaron las
condiciones de posibilidad del nacionalismo tradicional que lu-
chaba por mantener aislada a la comunidad francocanadiense
bajo la legitimación de la defensa del modo de vida rural, que
era considerado un rasgo nacional. Con el desarrollo de los pro-
cesos de modernización y urbanización aumentaron las interac-
ciones entre los grupos étnicos, lo que, lejos de conducir a un
proceso de asimilación, hizo que algunos rasgos diacríticos re-
sultaran significativos para fijar la frontera del «nosotros nacio-
nal». El desarrollo económico incrementó el contacto de la in-
telligentsia, nueva clase media francófona, con la minoría angló-
fona que detentaba el poder económico. En estas circunstancias,
la lengua resultó un rasgo fundamental para convertirse en sím-
bolo y frontera del «nosotros nacional», ya que en ella se refleja-
ban y se evidenciaban las tensiones de la jerarquización social
entre anglófonos y francófonos. No es de extrañar por ello que
los sectores profesionales francófonos, con más contacto con la
minoría anglófona, fueran los más afines a la nueva identidad
nacional. Así, los profesionales liberales, los cuadros medios y
los gerentes se comprometieron más con el nuevo proyecto na-
cionalista que los obreros y los agricultores. De igual forma, esto
explica que fuese Montreal, donde conviven una mayoría fran-
cófona y una poderosa minoría anglófona, la ciudad que aban-
derase el nuevo proyecto independentista, en donde su apoyo,
en términos relativos, fue más alto que en el resto de la provincia
de Quebec (Taylor, 1999: 35-50).
En la nueva definición de la comunidad nacional la lengua
sustituía a la religión, que había pasado a ser un contenido cul-
tural débil como marcador del «nosotros nacional». Efectiva-
mente, según avanzaba la secularización de la Iglesia y el «Esta-
do» se hacía con el liderazgo de la nación, la religión dejaba de
ser el rasgo central. Esta secularización del nacionalismo que

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tuvo lugar en los años sesenta y setenta del siglo XX se evidencia-
ba en la ideología secular de las nuevas organizaciones naciona-
listas que nacían en esos años. A finales de los cincuenta todavía
se dejaba notar el peso de la religión sobre la definición nacio-
nal, como lo muestra el nacimiento en 1957 de L’Alliance Lau-
rentienne, que defendía que su nacionalismo «basado en el amor
a la nación francocanadiense [...] es legítimo porque es confor-
me al orden divino. Ese amor [...] se apoya sobre la misión cató-
lica y francesa que nos ha sido legada y que nosotros debemos
[...] perpetuar» (Alliance Laurentienne, citado en Ferretti y Mi-
ron, 1992: 121). En los años sesenta y setenta del siglo pasado
aparecieron otras organizaciones nacionalistas de carácter se-
cular, laico, progresista, socialista, revolucionario, etc., para las
que la religión ya no ocupaba un lugar central, como fue el caso
de Rassemblement pour l’Indépendance Nationale (RIN), Front de
Libération du Québec (FLQ) o el Parti Québécois. Este último pro-
tagonizó la que fue la primera victoria del nacionalismo en las
elecciones provinciales de 1976. Para esta fecha, era ya algo evi-
dente que para los nacionalistas quebequenses la religión tenía
poca importancia como rasgo de la cultura francocanadiense.
Así se puede observar en la tabla 1 que refleja la opinión de los
habitantes de Quebec en ese mismo año.

Si consideramos que los nacionalistas quebequenses se en-


cuentran con mayor probabilidad entre aquellos que se identifi-
can como «sólo quebequenses» o «primero quebequenses», se

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puede apreciar cómo su concepción de la nación se desliga de la
cultura religiosa. Especialmente relevantes son los datos de los
que se sienten «sólo quebequenses», entre los cuales cerca de un
80 % consideraba que la religión era poco o nada importante
para la cultura francocanadiense.

4.2. El nacionalismo vasco secular

Al igual que en Quebec, en el País Vasco los años sesenta y


setenta del siglo XX son tiempos de redefinición de las fronteras
simbólicas que marcan la identidad nacional. También aquí la
religión y la raza dejan paso a la lengua como rasgo central del
«nosotros nacional».
En los años sesenta del siglo pasado nos encontramos en el
País Vasco con una nueva generación de nacionalistas vascos
que no vivió la Guerra Civil. Eran jóvenes procedentes de fami-
lias nacionalistas que se rebelaban contra el franquismo y la fal-
ta de respuesta del nacionalismo tradicional.20 Con ellos nació
Euskadi Ta Askatasuna (ETA), que surge como organización que
busca refundar y revitalizar el nacionalismo vasco. En sus pri-
meros planteamientos ideológicos se aprecia una continuidad
con el nacionalismo tradicional de Sabino Arana, aunque se pro-
duzca una ruptura con los dos principios fundamentales de su
concepción nacional: la raza y la religión (Jáuregui, 1981: 88;
Gurrutxaga, 1985).
En lo que respecta a la religión, el «nuevo» nacionalismo se
presenta como aconfesional. Frente a los postulados de Sabino
Arana, los primeros militantes de ETA consideran que, a pesar
del profundo arraigo del cristianismo entre los vascos, la reli-
gión y la patria no deben confundirse: «En nombre de la patria,
no se puede exigir una postura religiosa. Esto no indica que ne-
guemos la indiscutible transcendencia del cristianismo en la his-
toria vasca. El Partido Nacionalista Vasco, que fue el primero
que planteó con eficacia la lucha por la libertad de Euzkadi, es
un partido católico... No rechacemos a nadie, en una labor pa-
triótica, por sus opiniones religiosas, si es tolerante como noso-

20. Sobre el universo simbólico de la familia nacionalista y la relación


generacional que se establece en su seno ver Pérez-Agote (1984: 88-91).

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tros con él. [...] Tanto por razones ideológicas como por razones
históricas, estimamos que el Estado Vasco debería constituirse
como Estado laico» (ETA, citado en G. Jáuregui, 1981: 131).
El «nuevo» nacionalismo rompía con el postulado sabinia-
no que supeditaba la nación a la religión y se distanciaba de la
jerarquía eclesiástica, que era acusada de colaborar con el fran-
quismo. Esta crítica al confesionalismo y a la jerarquía de la
Iglesia católica refleja el impacto del proceso de secularización
sobre el nacionalismo: «durante el franquismo se da, aparte de
la ya mencionada secularización general, una secularización de
la conciencia nacional. De la centralidad religiosa del naciona-
lismo del final de la guerra se pasa a la centralidad política del
nacionalismo; es decir, que del juicio sobre la política desde un
sistema de ideas religiosas se pasa al juicio sobre la Iglesia desde
un ideario político» (Pérez-Agote et al., 1993: 264).
Fueron el enfrentamiento con la jerarquía católica y la pér-
dida de significatividad del cristianismo como frontera nacional
los que crearon las condiciones de posibilidad para que otras
creencias cobraran nueva significatividad como rasgo delimita-
dor del «nosotros nacional». Así se puede interpretar el interés
de este «nuevo» nacionalismo secular por el enraizamiento del
paganismo entre los vascos, que sin duda era instrumentalizado
para marcar una frontera religiosa, de cuya ausencia F. Krutwig
se lamentaba: «Por desgracia, no ha sido así y los vascos no es-
tán separados de sus vecinos por ningún factor religioso, aun-
que, debido a la tardía cristianización, se note entre los vascos
una cierta tendencia a la religión natural, habiendo llegado a
afirmar ciertos etnólogos que los vascos son sólo aparentemente
cristianos. Quizá por este sentimiento de innato paganismo, se
registre la constante antipatía que la Iglesia católica en cuanto
tal viene mostrando en todo el curso de la Historia contra nues-
tra lengua nacional» (Sarrailh de Ihartza, 1973: 76).
Junto con la religión, el «nuevo» nacionalismo también re-
chazó la raza como rasgo central del «nosotros nacional». En
efecto, en los primeros planteamientos de ETA aquélla seguía
siendo considerada un elemento de la nación vasca, pero, a dife-
rencia de lo que sucedía con S. Arana, ya no era el aspecto pri-
mordial que definía su esencia. La raza fue perdiendo significa-
tividad como consecuencia de su falta de plausibilidad para de-
finir un «nosotros nacional», debido a los intercambios culturales

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y las sucesivas oleadas inmigratorias que socavaban el ideal de
la pureza racial. Además hay que tener en cuenta que la nueva
definición de la nación surgía no de un tradicionalismo integris-
ta, sino de un movimiento de creciente inspiración revoluciona-
ria, enfrentado a la idea del componente racial como fundamen-
to del orden social.21 Con el «nuevo» nacionalismo la lengua ocu-
pó el lugar de la raza como elemento esencial que marcaba la
frontera del «nosotros nacional». La represión sobre el euskera
ejercida por el franquismo tuvo como resultado una valoración
simbólica de la lengua, que era concebida como un rasgo dife-
rencial y como un símbolo de la opresión españolista. En conse-
cuencia la defensa del euskera era al mismo tiempo una misión
cultural y política. De hecho, dos de los principales protagonis-
tas del nacimiento de ETA, uno de sus fundadores, Txillardegui,
y uno de sus principales ideólogos, F. Krutwig, fueron figuras
destacadas en el ámbito del euskera, que, como digo, cobraba
una creciente significatividad como rasgo diacrítico del «noso-
tros nacional». Como muestran las palabras de F. Krutwig, la
nueva definición del nacionalismo privilegiaba el componente
lingüístico sobre el racial: «No hay duda de que es más vasco un
individuo con todos sus apellidos castellanos, gascones y france-
ses que utiliza corrientemente la lengua vasca, que otro indivi-
duo con todos sus apellidos euskaldunes, que hable mucho y
mal de Estados opresores pero que no aprenda ni utilice la len-
gua vasca en su vida cotidiana» (Sarrailh de Ihartza, 1973: 91).

5. Secularización, transferencia de sacralidad


y el nacionalismo como sustituto de la religión

5.1. El nacionalismo: ¿un sustituto de la religión?

Es el momento de preguntarse si en los casos quebequense y


vasco se cumple la tesis que sostiene que el nacionalismo es la
religión de la modernidad, la cual habría sustituido a las religio-
nes históricas una vez que tiene lugar el proceso de seculariza-

21. En el rechazo de la raza como elemento central en la definición nacio-


nal influyó también el desprestigio de las teorías raciales como consecuencia
de las atrocidades del nazismo (Jáuregui, 1981: 135).

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ción. Para ello es necesario proceder distinguiendo dos momen-
tos analíticos. En primer lugar, valorar si efectivamente en estas
sociedades se ha producido y hasta qué punto un proceso de
secularización. Si ese fuese el caso, se trataría, en segundo lugar,
de ver si el nacionalismo ha sustituido a la religión. El proceder
puede resultar evidente, pero no lo es tanto cuando damos cuen-
ta de las diferentes dimensiones en las que puede acontecer la
secularización y en las que, en consecuencia, el nacionalismo
puede sustituir a la religión. Efectivamente, una de las deficien-
cias más comunes en los estudios que quieren dar cuenta de la
relación entre nacionalismo y secularización es la ausencia de
una distinción analítica de las dimensiones en las que esta últi-
ma puede acontecer. Por ello, considero que, en lo que respecta
a las religiones históricas, es oportuno seguir el planteamiento
de K. Dobbelaere (1981, 2008), para quien dicho proceso puede
acontecer en tres niveles diferentes: micro, meso y macro; o, di-
cho de otro modo: individual, institucional y social. A este res-
pecto, los teóricos que defienden que el nacionalismo es una
religión de la modernidad fundamentan esta tesis en la función
que cumple en los niveles individual y social. En cada uno de
estos niveles se pueden establecer diferentes indicadores que
permitan constatar si la secularización ha acontecido en una
sociedad concreta. Aquí atenderé de forma exclusiva a los que
tienen que ver con las creencias individuales en un ámbito trans-
cendente y sobrenatural (dimensión micro) y con la cuestión de
la integración socio-simbólica a partir de una cultura comparti-
da (dimensión macro). Éstos son dos de los referentes centrales
para evaluar la secularización, los cuales remiten a la concep-
ción de la religión de Weber y Durkheim. Llegados a este punto,
planteemos de nuevo la cuestión: ¿Se ha producido en las socie-
dades vasca y quebequense un proceso de secularización en lo
que respecta a cada una de estas dimensiones? Y en caso de
respuesta positiva, ¿se ha convertido el nacionalismo en el susti-
tuto funcional de la religión?
Si prestamos atención a la dimensión macro del proceso de
secularización, la que hace referencia a la diferenciación simbó-
lica, debemos concluir que este proceso sí ha tenido lugar en las
sociedades vasca y quebequense. En ambos casos la religión ha
dejado de ser el «centro sagrado» de la sociedad y ha devenido
una esfera más sin poder integrador, tal y como N. Luhmann

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(1990) sostiene que sucede con las sociedades funcionalmente
diferenciadas. Podemos, por tanto, señalar que, en lo que res-
pecta a la integración socio-simbólica, el proceso de seculari-
zación se ha desarrollado en ambas sociedades conforme a la
interpretación weberiana. Este proceso de diferenciación sim-
bólica es el resultado de la pérdida de la centralidad que tradi-
cionalmente ha tenido la Iglesia en estas sociedades. En el caso
quebequense hemos visto cómo con la Revolución tranquila la
Iglesia se retira de la esfera pública, perdiendo influencia sobre
la sociedad. Esto mismo es lo que sucede en el País Vasco: «todo
apunta a una retirada de la religión de la esfera pública, políti-
ca y económica, para refugiarse en la esfera privada [...] pode-
mos afirmar que “la religión eclesialmente orientada” va per-
diendo influencia, retirándose de aquellas esferas de la vida
social (política, económica, etc.) a las que previamente había
conformado simbólicamente. La sociedad vasca, como otras
sociedades que se van haciendo más complejas, camina hacia
un proceso de progresiva diferenciación simbólica, donde cada
esfera de la vida desarrolla sus propios símbolos» (Pérez-Agote
et al., 1993: 275).
Con la retirada de la Iglesia de las esferas política y eco-
nómica y con el confinamiento de la religión a una esfera es-
pecífica, la cuestión de la integración social ya no queda limi-
tada a la integración moral y simbólica que proveía la religión
y su aparato eclesial. Con el desarrollo autónomo de los siste-
mas económico y político se crean nuevos vínculos sociales
que no tienen por qué estar sujetos a ningún tipo de sanción
normativa. Pero si nos ceñimos exclusivamente a la integra-
ción simbólica, la que nos remite en este caso a los principios
sobre los que se asientan las identidades colectivas, hay que
señalar que el nacionalismo no ha desplazado a la religión como
principio integrador del conjunto de la sociedad. Es más, la
valoración que se haga de la religión como un valor central de
la cultura puede ser uno de los elementos que nos den cuenta
de la fractura en la identidad nacional. Así parece desprender-
se de los datos de la tabla 2 procedentes de una encuesta reali-
zada en Quebec.
Esta tabla, que procede de una encuesta realizada en 1976,
el año en el que por primera vez en la historia moderna de Que-
bec un partido nacionalista gana las elecciones provinciales, nos

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muestra la relación entre el valor concedido a la religión en la
cultura francocanadiense y la identidad nacional. Así, se obser-
va que la mayoría de encuestados que entiende que la religión es
un valor muy importante en la cultura francocanadiense se iden-
tifica como «igualmente quebequenses y canadienses» o «pri-
mero canadienses y sólo canadienses». Por el contrario, la ma-
yoría de los encuestados para los que la religión no es un valor
importante en la cultura francocanadiense se identifica como
«sólo quebequenses» o «primero quebequenses».
Esa ruptura simbólica se traduce no sólo en términos de iden-
tidad nacional, sino también en lo que se refiere a la actitud frente
a la independencia de Quebec. Así lo muestra la tabla 3, en la
que podemos observar la opinión de los quebequenses sobre la
independencia en función de su religiosidad cultural.

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Vemos que en 1976 la mayoría de los quebequenses que
consideraban que su religiosidad cultural era importante o muy
importante se declaraba «anti-independentista», mientras que
la mayoría de los que no consideraban que su religiosidad cul-
tural fuera un valor importante se mostraba a favor de la in-
dependencia.
Veamos ahora de qué manera ha afectado el proceso de se-
cularización a las sociedades de Quebec y el País Vasco en lo que
se refiere a la dimensión micro o individual. Conforme a lo
que señala K. Dobbelaere, la secularización en tanto que pro-
ceso de diferenciación de las esferas de la vida social no tiene
por qué implicar la secularización en otras dimensiones. Una
sociedad puede estar secularizada a nivel macro, en lo que res-
pecta al sistema social, y al mismo tiempo estar escasamente
secularizada a nivel micro o individual. Esto es lo que ha sucedi-
do en el País Vasco y Quebec. Un solo dato puede ser suficiente
para mostrar este hecho. En ambas sociedades las creencias re-
ligiosas han sido muy altas. En 1985 el 96 % de los quebequen-
ses creían en Dios (Bibby, 1990: 138). En el País Vasco el porcen-
taje de personas que creían en Dios en 1987 era el 77 % (Pérez-
Agote, 1990: 43).22
Con estos datos no podemos decir que las sociedades de
Quebec y el País Vasco hayan sido sociedades secularizadas en
lo que respecta a las creencias de los individuos. El alto porcen-
taje de las personas que creen en Dios debería ser suficiente para
afirmar que a nivel individual el nacionalismo no es un sustituto
de la religión, simplemente porque ésta no ha desaparecido. Pero
demos un paso más y veamos si los nacionalistas vascos y que-
bequenses son personas «no religiosas» que pudieran, por tanto,
haber sustituido la religión por el nacionalismo. Prestemos para
ello atención a las tablas 4 y 5.
Los datos de estas tablas muestran que la religión es un va-
lor que está presente en los nacionalistas quebequenses y vas-
cos. Así en el año 1990 un 79 % de los que mostraban una prefe-
rencia política por el PNV se declaraban personas religiosas. De

22. En ese porcentaje se incluyen los que creen en Dios (27 %) y los que
creen «firmemente» (50 %). El resto se distribuía de la siguiente manera: el
10 % dudaba de la existencia de Dios, el 5 % no creía en Dios y el 7 % no creía
en absoluto (Pérez-Agote, 1990: 43).

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forma parecida, en Quebec más del 60 % de los que en 1976 se
identificaban como nacionalistas no separatistas y el 40 % de los
nacionalistas separatistas concedían una importancia, grande o
moderada, a sus creencias religiosas. Estos datos son suficiente-
mente significativos como para demostrar que la religión y el
nacionalismo conviven sin que éste tenga por qué sustituir a
aquélla. En efecto, la religión y el nacionalismo son dos disposi-
tivos de sentido que responden a lógicas distintas, sin que, por
tanto, se pueda sostener que este último es un equivalente fun-
cional que sustituyese a aquélla.
No podemos sostener que los nacionalistas vascos y quebe-
quenses han sustituido la religión por el nacionalismo, ni, por
tanto, afirmar que para ellos éste ejerce como una religión de
la modernidad. No obstante, se podría señalar que esa religión
de sustitución sí se habría desarrollado en el seno de una de las

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corrientes del nacionalismo, la que más abiertamente defien-
de el proyecto independentista. Una primera lectura de los da-
tos que hemos visto anteriormente podría conducir a la defen-
sa de tal tesis. Tanto en Quebec como en el País Vasco los por-
centajes más bajos de religiosidad se encuentran entre los
nacionalistas que defienden la independencia. Estos datos han
servido para defender la tesis de que el «nuevo» nacionalismo
secular, que surge en los años sesenta y setenta del siglo XX en
Quebec y en el País Vasco, se ha convertido en una religión de
sustitución. Una nueva religión cuya génesis es explicada a
partir de las transferencias de sacralidad procedentes de la re-
ligión histórica.

5.2. Secularización institucional, «transferencia de sacralidad»


y génesis del «nuevo» nacionalismo

Se ha convertido en un lugar común señalar que el proceso


de secularización trajo consigo un proceso de transferencia de
sacralidad que contribuyó de forma decisiva al nacimiento del
nacionalismo secular en el País Vasco y Quebec. Para este últi-
mo caso así lo entendía G. Rocher en 1973: «la transferencia
muy frecuente que se produce actualmente en nuestra casa de lo
religioso a lo político [...] El resurgir del nacionalismo en Que-
bec desde hace algunos años es atribuible no sólo a causas obje-
tivas, sino también, en parte al menos, a esta transferencia reli-
giosa. Una parte del misticismo religioso que la Iglesia no ha
podido asumir o enmarcar se ha extendido fuera de ella para
investirse en una nueva mística nacionalista» (Rocher, citado en
Couture, 1994: 18). En una línea similar, J. Zylberberg señala
que esa transferencia de sacralidad pone en entredicho el proceso
de secularización por el que aparentemente atravesarían la so-
ciedad y el nacionalismo quebequense: «Teóricamente hay una
secularización aparente de temas en el paso de una visión étnica
que privilegia la fe católica de los francófonos a una cosmovi-
sión más pagana, basada en el suelo, la lengua y la cultura, des-
pués a una ideología más socializante de emancipación global
del imperialismo. Esta secularización es más aparente que real
[...] En el siglo XX se ha efectuado un conjunto de notables tran-
sacciones entre la política y lo religioso en Quebec y en el Cana-

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dá francés» (Zylberberg, 1994: 96). Según estos autores, la trans-
ferencia de sacralidad tiene lugar en el momento en el que el «nue-
vo» nacionalismo asume el liderazgo de una nación que se defi-
ne a partir de unas fronteras simbólicas seculares, la lengua y el
territorio, que han sustituido a las de la concepción religiosa del
nacionalismo tradicional.
De igual forma, algunos estudiosos del nacionalismo vasco
han apuntado la tesis según la cual el proceso de transferencia
de sacralidad que habría tenido lugar en la sociedad vasca desde
los años sesenta y setenta del siglo XX permitiría explicar el cul-
to a la nación como un valor absoluto: «Nuestra hipótesis apun-
ta a un cambio de objeto de culto. En los 30 últimos años se ha
producido, en contingentes importantes de personas en el País
Vasco, una laicización, una secularización de lo religioso tras-
ladando el objeto de culto, pero manteniendo alguna de sus for-
mas, especialmente las más intolerantes, rigoristas y totalizan-
tes. [...] El fervor religioso de algunas personas se ha trastocado
en un fervor nacionalista a ultranza. Esquematizando, cabría
decir que de un “culto a Dios” se ha producido un traslado en
toda su emocionalidad al “culto a Euskadi”» (Elzo, 1994: 545).
Siguiendo este planteamiento, se ha querido ver en el caso vas-
co una confirmación de la tesis que afirma que el nacionalismo
es la nueva religión de la modernidad y la nación un nuevo Dios
secularizado, que defienden autores como E. Gellner o J. R. Llo-
bera: «[...] se ha producido una transferencia de numinosidad de
“lo absolutamente otro” (Dios, Jaungoikoa) al “otro generaliza-
do” (el pueblo de una nación, al clan en los términos de Durk-
heim), se ha substituido la presencia de seres sobrenaturales
por una sacralización del constructo social del “pueblo de una
nación”, éste comparece como el nuevo dios secularizado de nues-
tro tiempo, como nuevo objeto de culto, que generará sus pro-
pios altares sacrificiales, como bien han apuntado R. N. Bellah,
E. Gellner y J. R. Llobera» (Beriain, 2000: 219).
Como antes señalaba, esta tesis, o hipótesis en su defecto, se
ha convertido en un lugar común. Siguiendo a J. Elzo, I. Zubero
(1997) también ha profundizado en los elementos que apoyan
esta hipótesis de una transferencia de sacralidad que se habría
producido en el denominado nacionalismo vasco radical. Sos-
tiene que dicha transposición del objeto de culto es algo caracte-
rístico de este nacionalismo, sin que se pueda, por tanto, afirmar

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que sea un fenómeno consustancial al nacionalismo vasco. Si-
guiendo los planteamientos de A. Elorza, I. Zubero considera
que en lo que respecta al nacionalismo de S. Arana nos encon-
tramos ante una verdadera religión política, pero no ante una
transferencia de sacralidad, ya que en este caso el nacionalismo
quedaba subordinado a la religión: «Por el contrario en el caso
del nacionalismo radical nos encontramos ante una transferen-
cia sustitutoria, ante el desplazamiento de los contenidos del culto,
que ya no son Dios y las verdades de la fe, sino el Pueblo Vasco y
sus derechos» (Zubero, 1997: 85).
¿Qué estatuto tiene esta tesis que afirma que ha habido una
transferencia de sacralidad que nos permitiría explicar algunas
de las características del «nuevo» nacionalismo? Lo primero que
me gustaría señalar es que, a pesar de resultar un lugar común,
o precisamente por ello, a mi modo de ver, el estatuto teórico y el
soporte empírico de esta tesis son muy problemáticos. Un pri-
mer problema se encuentra en su aplicación a contextos socio-
históricos que resultan muy diferentes. En efecto, algunos auto-
res se sirven de esa tesis para explicar la génesis de la nueva
corriente nacionalista que toma un peso creciente en los años
sesenta y setenta del siglo pasado tanto en Quebec como en el
País Vasco. Otros autores aplican también esta tesis a la actual
izquierda abertzale, especialmente en lo que se refiere a las nue-
vas generaciones. Pero, aunque se considere que hay una clara
continuidad entre las generaciones de la izquierda abertzale en
lo que respecta a este proceso de transferencia de sacralidad, lo
cierto es que la fundamentación teórica y el soporte empírico de
esta tesis tienen un estatuto muy desigual en función de las ge-
neraciones a las que nos refiramos. Por ello, considero necesario
distinguir nítidamente dos periodos históricos. En este apartado
me centraré en el periodo de los años sesenta y setenta del siglo
XX, dejando para el siguiente la aplicación de esta tesis a las
recientes generaciones de la izquierda abertzale.
Acometer esta tarea de forma diferencial es una labor que
considero esencial debido a la centralidad que tuvo el proceso
de secularización de la Iglesia tanto en Quebec como en el País
Vasco en los años sesenta y setenta del siglo pasado. Efectiva-
mente, en el apartado anterior me centraba en la relación del
nacionalismo con los niveles micro (individual) y macro (social)
de la secularización, que son los que sirven de referente a los

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teóricos del nacionalismo que defienden que éste ha pasado a
ser la religión de la modernidad. Sin embargo, ha sido en la di-
mensión meso o institucional en la que se ha producido un pro-
ceso de secularización que es fundamental para entender el na-
cimiento del nacionalismo secular. En los años sesenta y setenta
del siglo XX tuvo lugar, tanto en Quebec como en el País Vasco,
un fuerte proceso de secularización que afectó especialmente a
la institución eclesial. Dos indicadores pueden servir para dar
cuenta de este proceso. Me refiero a las vocaciones religiosas y a
las prácticas en instituciones religiosas. En el primer indicador
se observa un descenso muy pronunciado en esos años. En Que-
bec las vocaciones sacerdotales anuales pasaron de 2000 en 1946
a poco más de 100 en 1970 y la edad media de los que permane-
cían en la institución religiosa en esta fecha era de 55 años (Tur-
cotte, 1981: 251-2). En el País Vasco el número de ordenaciones
sacerdotales que en 1955 era de 106 pasó en 1963 a 75 y en 1975
a 18 (L. C. Núñez, citado en Pérez Agote et al., 1993: 261). Por lo
que respecta a la práctica en las instituciones religiosas la tabla
6 puede servir de muestra del proceso de secularización que tuvo
lugar en estas sociedades.

Es este proceso de secularización institucional el que resulta


decisivo para dar cuenta del nacimiento del «nuevo» nacionalis-
mo. Efectivamente, como vamos a ver, en la génesis de este na-
cionalismo desempeñó un papel crucial el proceso de transferen-
cia de sacralidad que ocasionó el proceso de secularización de la
Iglesia. Así lo veremos tanto en el caso vasco como en el de Que-
bec. Desde la perspectiva comparada que orienta esta investiga-
ción, también mostraré las diferencias entre ambos casos que
tienen que ver con el contexto socio-político en el que se produjo

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la secularización de la Iglesia, el proceso de transferencia de sa-
cralidad y el nacimiento del nacionalismo secular.
Empezaré por el caso vasco, pues es el que más literatura ha
originado sobre este tema. En primer lugar, retomaré una cues-
tión que anteriormente podría parecer que había sido dada por
sentada. Me refiero a si en los años sesenta y setenta del siglo
pasado se produjo un proceso de transferencia de sacralidad de la
religión al nacionalismo. Para profundizar en esta cuestión, me
centraré en las interpretaciones de J. Aranzadi y J. Juaristi, quie-
nes han polemizado acerca de ella. Esta polémica resulta de gran
interés, ya que en ella se manifiestan tres aspectos que considero
de especial relevancia: 1) la interpretación de la secularización
que lleva a dar cuenta de su relación con el nacionalismo; 2) la
concepción de la idea de la transferencia de sacralidad que se
deriva de dicha interpretación; y 3) la base empírica sobre la que
descansan estas dos últimas.
En su libro Sacra Némesis, J. Juaristi (1999) defiende la tesis
—que avala a partir de su experiencia personal— de que el naci-
miento de ETA se puede explicar a partir del proceso de transfe-
rencia de sacralidad que aconteció en los años sesenta del siglo
XX en el País Vasco. Esta interpretación enlaza con las tesis de su
anterior libro, El bucle melancólico, con las que, como vimos
anteriormente, J. Juaristi daba cuenta de las transferencias de
sacralidad que habían tenido lugar con Sabino Arana, con el
líder de la tercera generación aranista, Elías Gallastegui, y que
se habían incrementado durante la República. Según J. Juaristi,
este proceso de transferencia de sacralidad de «la religión de Cris-
to» a la «religión de la Nación», que se produce a lo largo de toda
la historia del nacionalismo vasco, se trastocó como consecuen-
cia de la derrota de los nacionalistas en la Guerra Civil y dio
como resultado un proceso inverso: «La inmolación de la vida
en el altar de la patria vino a fundirse así, por la rápida contra-
transferencia de sacralidad que siguió al desastre bélico de 1937,
con el sacrificio en aras de la fe católica, hasta el punto de que,
para los jóvenes nacionalistas, resultarían en adelante indistin-
guibles. Al nacionalcatolicismo del régimen opusieron un catoli-
cismo nacionalista propio» (Juaristi, 1999: 48). Nacionalismo y
catolicismo volvían a estar estrechamente relacionados. Esa re-
ligiosidad propició la acogida de los nacionalistas en el seno de
la Iglesia, no por parte de la jerarquía eclesiástica, sino especial-

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mente por el bajo clero. Pero este estrecho vínculo entre catoli-
cismo y nacionalismo, que caracterizaría a la primera genera-
ción nacionalista de la posguerra, se resquebrajaría en la siguiente
generación como consecuencia del proceso de secularización.
Según J. Juaristi, ese «vacío» fue cubierto gracias a una nueva
transferencia de sacralidad: «La segunda generación nacionalista
de la posguerra, que transitó por los mismos escenarios de la
primera (Urquiola y Aránzazu, por ejemplo), lo hizo ya por unos
espacios desacralizados, de los que los espíritus de la vieja reli-
gión agraria habían desertado [...] Para la segunda generación
nacionalista de posguerra —tras la traumática secularización que,
mediados los años sesenta, devastó el mundo católico—, Urquiola
funcionó como una sinécdoque de la patria perdida [...] Los pai-
sajes desencantados de nuestras montañas domésticas adqui-
rieron otra vez el aura de lo sagrado. Es decir, se consumó una
nueva transferencia de sacralidad a la religión de la patria» (Jua-
risti, 1999: 48-50).
Según esta interpretación, el proceso de transferencia de sa-
cralidad tuvo lugar como consecuencia del proceso de seculari-
zación que desencantó los lugares donde se socializaban las ge-
neraciones nacionalistas de la posguerra, especialmente los
montes (como el macizo Urquiola), a donde acudían grupos de
scout, entre los que J. Juaristi encuentra el germen de ETA.
Frente a esta descripción de la generación nacionalista de
los sesenta como una generación en la que se dejaba sentir el
empuje del proceso de secularización, J. Aranzadi, en El Escudo
de Arquíloco, apoyándose también en su experiencia personal y
en las declaraciones de líderes y militantes de ETA, llega a una
conclusión opuesta a la de J. Juaristi: «[...] Todos los testimonios
anteriores indican un escaso grado de secularización en la ETA
de los años setenta e incluso en la de los ochenta, al menos si por
secularización entendemos una emancipación ideológica respec-
to a la religión cristiana. Lo cual, en contra de lo que Jon Juaristi
postula en Sacra Némesis, anula la distancia que tendría que sal-
var la transferencia de sacralidad entre la Iglesia y una Patria Vas-
ca supuestamente secularizada y necesitada por tanto de re-
sacralización» (Aranzadi, 2001: 71-2).
Según J. Aranzadi, el escenario religioso que J. Juaristi des-
cribe para los años sesenta del siglo XX no es fiel a la realidad, ya
que no da cuenta del auge que estaba teniendo el catolicismo

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social como consecuencia del Concilio Vaticano II.23 Fue este
ambiente religioso, y no un supuesto vacío de religión, el que
sirvió de espoleta al surgimiento del «nuevo» nacionalismo. J. Aran-
zadi enmarca esta tesis en una interpretación del proceso de
secularización que difiere de la de J. Juaristi y que recojo en
extenso: «Se obtiene una imagen muy distinta a la que Juaristi
presenta si, en lugar de limitarnos a identificar religión con cato-
licismo postridentino, analizamos el proceso de secularización
como un proceso interno al propio cristianismo, que comienza
con el protestantismo y se prolonga con el pensamiento moder-
no y revolucionario. Desde esta perspectiva [...] ni la Nación ni
ninguna otra instancia o institución moderna comparece como
un polo heterogéneo y opuesto a la religión que pudiera, por
tanto, recibir una genuina transferencia de sacralidad, sino que
se revelan como metamorfosis diversas y sucesivas de un prin-
cipio sagrado que cambia de forma haciendo que muera la anti-
gua cuando genera la nueva. Volviendo al País Vasco y a ETA, lo
que me interesa destacar (frente a la imagen que ofrece Juaristi
de una religiosidad vasca que se confunde con el catolicismo
preconciliar, opuesta a un nacionalismo revolucionario total-
mente secular y carente de rasgos religiosos, que se sacralizaría
mediante una estética terrorista de lo sublime) es el profundo
proceso de secularización «protestante» y milenarista que en los
sesenta y setenta se produce en amplios sectores de la Iglesia
española y vasca y que permite ver un elevado grado de conti-
nuidad entre el cristianismo post-conciliar y las organizaciones
revolucionarias que surgen o se renuevan en esa época» (Aran-
zadi, 2001: 72).

23. J. Aranzadi explica estas diferentes interpretaciones del escenario vasco


de los años sesenta a partir de las diferentes socializaciones escolares: «Quizá la
clave del divergente recuerdo que Juaristi y yo tenemos de la religiosidad vasca
de mediados y finales de los sesenta radique en los distintos colegios a los que
fuimos: él se educó con el Opus Dei y yo con los jesuitas. El Opus Dei [...] ni se
dio por enterado de que había existido el Concilio Vaticano II [...] Es perfecta-
mente comprensible por tanto que un joven vasco educado en el colegio de
Gaztelueta [...] no tuviera ni noticia de la efervescencia mesiánica (en la) que la
Compañía de Jesús vivía» (Aranzadi, 2001: 64-5). En su respuesta, J. Juaristi
disiente de esta descripción del colegio de Gaztelueta, y sostiene que en aquellos
tiempos en el País Vasco las socializaciones escolares no eran tan unívocas ni
determinantes como para poseer el conocimiento legítimo de lo que fue el cato-
licismo social ni para marcar itinerarios vitales (Juaristi, 2002: 111-118).

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En la réplica que encontramos en La Tribu atribulada, J. Jua-
risti (2002) critica esta interpretación que hace del catolicismo
social el germen de ETA, defendiendo una interpretación alter-
nativa basada en la influencia del catolicismo étnico: «El catoli-
cismo social de los jesuitas producía lo que siempre produce el
catolicismo social: izquierdistas como el propio Aranzadi. La gran
cantera de ETA estuvo en el movimiento scout, en los semina-
rios diocesanos, en los grupos de Herri Gaztedi, Baserri Gaztedi,
etc. Es decir, allí donde prendió con fuerza el catolicismo étnico
y se produjo la consiguiente transferencia de sacralidad. Yo, por
ejemplo, estudiaba en Gaztelueta, pero era a la vez scout, lo que
me ponía en contacto con amigos mayores —jefes de tropa,
muchos de ellos seminaristas— que o ya estaban en ETA o a
punto de entrar en ella. Y, desde luego, puedo asegurar que no
hablaban de cosas tales como la Iglesia de los pobres, diga Aran-
zadi lo que diga, sino de Iglesia vasca e Iglesia franquista» (Jua-
risti, 2002: 118).
Vemos que la disputa sobre la existencia de un proceso de
transferencia de sacralidad como explicación de la génesis del
«nuevo» nacionalismo deriva de las encontradas interpretacio-
nes de la secularización que defienden J. Aranzadi y J. Juaristi.
Me interesa destacar este aspecto, pues ambas interpretaciones
guardan una estrecha relación con las de Durkheim y Weber.
Así, para J. Juaristi, la secularización, entendida como proceso
de declive de una religión histórica, en este caso el catolicismo,
tiene lugar en la sociedad vasca en los años cincuenta. Esta se-
cularización supone, tal y como Weber señalaba, un desencanta-
miento del mundo que se dejaba notar en algunos parajes de so-
cialización de las primeras generaciones de posguerra. Ese va-
cío religioso es llenado por la secularizada segunda generación
de posguerra mediante la sacralización de la patria, producién-
dose así, según J. Juaristi, una transferencia de sacralidad. Por su
parte, J. Aranzadi, a partir de una interpretación de la seculari-
zación de corte durkheimiana, niega que esa transferencia se
haya producido. Según su argumentación, la secularización no
puede entenderse como el declive de una religión histórica, sino
como la transformación de lo sagrado, que no muere, sino que
se transforma. Para este antropólogo, la religión histórica, la
nación o la revolución son algunas de las formas que ha asumi-
do el que considera como un mismo principio sagrado. Es esta

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interpretación de la secularización la que determina su crítica al
concepto de transferencia de sacralidad, ya que, como vimos an-
teriormente, «desde esta perspectiva [...] ni la Nación ni ninguna
otra instancia o institución moderna comparece como un polo
heterogéneo y opuesto a la religión que pudiera, por tanto, reci-
bir una genuina transferencia de sacralidad».
A mi modo de ver, las concepciones del proceso de trans-
ferencia de sacralidad tanto de J. Juaristi como de J. Aranzadi
resultan problemáticas como consecuencia de sus respectivas
interpretaciones del proceso de secularización. En el caso de
J. Juaristi, la secularización supone una ruptura que se traduce
en términos generacionales: «[...] pero eso no les evitó la ruptura
con la generación siguiente, que se sacudió de encima la religión
de sus mayores e inventó un nacionalismo neopagano, ya que
no abiertamente ateo» (Juaristi, 1999: 48). Esta ruptura es la
que hace necesaria la transferencia de sacralidad. Por su parte, la
interpretación de la secularización de J. Aranzadi se fundamen-
ta en la continuidad de un mismo principio sagrado, que se trans-
forma sin que nunca se origine un vacío que haga, por tanto,
necesaria una transferencia de sacralidad. En ambos casos, el pla-
no de significación que se le atribuye al concepto de transferen-
cia de sacralidad oculta el que, a mi modo de ver, es el plano de
significación apropiado. En efecto, aunque partan de interpreta-
ciones diferentes, J. Aranzadi y J. Juaristi comparten una misma
conceptualización del proceso de transferencia de sacralidad. Éste
tendría lugar cuando se genera un vacío de sacralidad que se
cubre con una sacralidad que deriva de otro ámbito. Sin embar-
go, considero que el concepto de transferencia de sacralidad no
hace referencia a un cambio en las sacralizaciones, sino a una
transferencia, entendida, siguiendo su significado literal, como
«la acción y efecto de transferir, es decir, pasar o levar una cosa
desde un lugar a otro».
Si seguimos con la interpretación de J. Juaristi, tendríamos
que preguntarnos ¿cuál es la transferencia de sacralidad que tie-
ne lugar una vez que, como afirma, la segunda generación de
posguerra transitaba ya por unos escenarios «desacralizados»?
No hay propiamente hablando en este caso ninguna «transfe-
rencia», sino una sacralización de una nueva generación. Esta
precisión que señalo no esconde un exceso de purismo termi-
nológico que pudiera resultar estéril teóricamente. Por el con-

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trario, el concepto de transferencia de sacralidad introduce un
significado específico que puede resultar de gran valor para una
sociología que quiera dar cuenta del proceso de secularización.
Pero para que este concepto tenga algún valor heurístico debe-
mos cuidarnos de utilizarlo indiscriminadamente para referir-
nos a procesos que tienen poco en común. Es lo que sucede en
la obra de J. Juaristi, quien lo utiliza de forma recurrente para
dar cuenta de la historia del nacionalismo vasco. Como hemos
tenido oportunidad de ver a lo largo de este capítulo, dichas
transferencias de sacralidad habrían tenido lugar, según J. Jua-
risti, en diferentes líderes y generaciones nacionalistas: Sabino
Arana, Elías Gallastegui, durante la República y en la segunda
generación de la posguerra. Sin embargo, encontramos dife-
rencias notables entre ellos que nos deberían conducir a res-
tringir el concepto de transferencia de sacralidad sólo a aquellos
casos donde realmente se diera un trasvase desde el ámbito re-
ligioso al nacional. Éste habría tenido lugar, si atendemos a la
propia descripción de J. Juaristi, en el caso de Sabino Arana o
de Elías Gallastegui, fervientes católicos que trasvasaron sus
creencias religiosas al ámbito nacionalista, ya fuera porque hi-
cieron del nacionalismo el medio para llegar a Dios o porque
pusieron el catolicismo al servicio del nacionalismo. Sin em-
bargo, esa transferencia de sacralidad no se habría producido en
el caso de la segunda generación de posguerra, pues, si hace-
mos caso a J. Juaristi, ésta era ya una generación «desacraliza-
da», que, por tanto, difícilmente podría haber transferido su sa-
cralidad a otro ámbito.
A partir de la interpretación de la secularización de J. Aran-
zadi, el concepto de transferencia de sacralidad también tiene un
estatuto muy problemático. Toda transferencia implica dos ám-
bitos distintos, el ámbito desde el que se transfiere algo y el que
recibe lo transferido. En la medida en que para J. Aranzadi la
secularización es un proceso de transformaciones de un «mis-
mo» principio sagrado se cierra la posibilidad de que la Nación
u otra instancia moderna puedan recibir una genuina transferen-
cia de sacralidad. Frente a esta interpretación, estrechamente
relacionada con la de los durkheimianos, defiendo la necesidad
de diferenciar distintas sacralidades que no se dejan englobar en
un mismo principio sagrado o religioso. Esta distinción entre
sacralidades —una transcendente y basada en la presencia de

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seres sobrenaturales y otra inmanente y secular— que no se de-
jan, por tanto, reconducir a un mismo principio sagrado, crea
las condiciones de posibilidad para poder hablar de la existencia
de un proceso de transferencia de sacralidad entre realidades he-
terogéneas, como son las religiones históricas y los nacionalis-
mos. Esto es lo que sucedió en el País Vasco en los años sesenta
del siglo XX, en donde algunos católicos transfirieron su sacrali-
dad desde la religión al nacionalismo.
Más allá de sus planteamientos teóricos acerca de la seculari-
zación y del proceso de transferencia de sacralidad, tanto J. Aran-
zadi como J. Juaristi dan sobradas muestras de la existencia de
este proceso en algunos sectores de la sociedad vasca en los años
sesenta del siglo pasado. El interés último por encontrar en el
catolicismo social o en el catolicismo étnico el origen de ETA no
debe hacernos olvidar que la religión actuó como espoleta del
«nuevo» nacionalismo por medio de un proceso de transferencia
de sacralidad. En efecto, J. Aranzadi hace hincapié en el catolicis-
mo social en consonancia con su tesis sobre «el Mito de la Revolu-
ción como secularización del Mito del Milenio» (Aranzadi, 2001:
95). Por el contrario, J. Juaristi se centra en el catolicismo étnico
en consonancia con su narración con la que engarza las trayecto-
rias vitales de las diferentes generaciones nacionalistas que oían
las mismas «voces ancestrales».24 Para el tema que aquí me ocupa
la cuestión del carácter étnico o social del catolicismo que impul-
só al «nuevo» nacionalismo es una cuestión secundaria. Ya se ha-

24. Es aquí donde en última instancia reside la polémica entre J. Aranzadi


y J. Juaristi acerca del ambiente religioso en el País Vasco en los años sesenta.
De nuevo su propia experiencia personal es el aval en el que fundamentan sus
planteamientos: «No dudo de que (Juaristi) y otro muchos (oyeran las voces
ancestrales), pero o yo estaba muy sordo o la fuerza con que en las décadas de
los cincuenta, sesenta e incluso setenta sonaban en el País Vasco esas voces
ancestrales de la Patria reclamando una deuda de sangre era bastante menos
apremiante de lo que presenta El Bucle y, en cualquier caso, sus ecos se mez-
claban de modo indistinguible, en los oídos de quienes sucumbimos al hechi-
zo, a otras por entonces quizás más poderosas, como las que —con una varia-
ble entonación cristiana o atea— llamaban a la Redención de los pobres y
oprimidos, a la Revolución. Al menos, ése es mi caso: ni “mis padres mintie-
ron”, ni pude nunca tomar mínimamente en serio las tenues y desdibujadas
voces de una aberri (patria) inane. Sólo empecé a tener cierta consideración
por Euskadi cuando la actividad de ETA me presentó al nacionalismo vasco
bajo una nueva luz revolucionaria» (Aranzadi, 2001: 57).

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blase de la Iglesia de los pobres, como sostiene J. Aranzadi, o de la
Iglesia vasca, como sostiene J. Juaristi, lo cierto es que en la so-
cialización de los integrantes de ese «nuevo» nacionalismo la reli-
gión tuvo un papel central, lo que originó posteriormente un pro-
ceso de transferencia de sacralidad.
Si prestamos atención a los documentos de ETA y a las bio-
grafías de sus primeros militantes, apreciaremos la influencia
que sobre ellos tenía la religión. En efecto, a pesar de su aconfe-
sionalismo como principio ideológico, los primeros documen-
tos de ETA muestran la profunda religiosidad de sus militantes,
quienes recalcan el carácter profundamente religioso del pueblo
vasco así como su anticlericalismo (Pérez-Agote, 1984: 92-93;
Jáuregui, 1981: 132). Las biografías nos permiten además dar
cuenta de la transferencia de sacralidad que experimentaron los
primeros militantes de ETA. Como indica la antropóloga M. Al-
cedo, que llevó a cabo entrevistas con etarras de aquellos años,
«muchos informantes (señalan) cómo iniciarse en la militancia
marca el fin de su práctica religiosa y, en ocasiones, incluso de
su creencia [...] Esta evolución es común no sólo a los fundado-
res, sino que gran parte de los jóvenes de la generación de los 60,
la que hizo la V Asamblea y sufrió el Juicio de Burgos, fueron
fervorosos creyentes que después se fueron alejando más o me-
nos de la influencia de la Iglesia» (Alcedo, 1996: 83-84). Para dar
muestras de esta evolución, que fue acompañada de una transfe-
rencia de sacralidad, se reproducen a continuación los testimo-
nios de algunos de los primeros militantes de ETA, recogidos en
los trabajos de M. Alcedo (1996) y de A. Pérez-Agote (1984).

—[...] La religión está muy presente para motivarme en mis estudios,


para motivarme en mi voluntarismo respecto a las necesidades que
pasan determinadas personas, e incluso la crisis familiar que viene
alrededor del año 56 cuando viene la estabilización, la fábrica de mi
padre va mal. La empresa hace crac, pasamos una situación muy
dura, muy dura. La religión es una especie de elemento sublimador
de fracasos y de problemas que incluso me hace acabar los estudios
de Bachiller, porque la crisis que afecta a mi familia es brutal. Ante mi
responsabilidad religiosa y un montón de cosas llego casi al fanatis-
mo religioso, lo que no implica que yo le dijera a mi familia que me
iba a ir cura, no me atrevo a decirlo. Primero porque la cultura fami-
liar no es precisamente de ese tipo y yo soy una especie de desencaje

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en la familia, y no me atrevo a decir que tengo vocación religiosa y no
me lo planteo, no me lo planteo. Está presente el sinsentido de la vida.
—A pesar de la creencia.
—Sí, a pesar de la creencia, está ahí presente también. Y yo a los 18
años encuentro algo más sublimante aparte de la religión y me meto en
ETA. Y entonces coincido con gente que, bueno, que juega con la vida.
Yo pienso que juega con la vida en una reacción emotiva y a la vez
racional: Una vez que ve que es un sinsentido, por tanto hay que apro-
vechar la vida para hacer algo que valga la pena, y ese algo que valga la
pena ya no es Dios sino que es la revolución, los pobres, la liberación de
Euskadi y la madre que la parió, ¿no? [en Alcedo, 1996: 84].

—Quise ser misionero, entonces fui como a un seminario pero de


frailes, de mercedarios. Estuve aquí dos años y luego en Galicia tres
años, y a los quince o dieciséis años lo dejé [...] lo de misionero era lo
que más a mano tenía, como no podía ser Tarzán ni Buffalo Bill... Por
una parte me parece un afán de cultura, y, por otra parte, también me
atraía muchísimo, de hecho, yo fui un hombre muy religioso —estaban
los frailes asustados de lo religioso que era—. Y mi decepción fue
precisamente hacer un recorrido espiritual muy intenso a los doce,
trece, catorce años, y a los quince ver que estabas igual. Bueno, esto,
¿va a ser toda la vida igual? [...] te metes en una historia de camino
de perfección, rezas no sé cuántos rosarios, no sé cuántas cosas, pero
eso tiene un tope, entonces todo eso se convierte en rutina. Yo estaba
contento con lo que estaba haciendo pero pensaba que, si tuviese
siete vidas, una vida la dedicaría a eso, pero ya lo conocía, tenía die-
ciséis años y ya había llegado a donde tenía que llegar.
—Pero seguías creyendo.
—Sí, sí... [en Alcedo, 1996: 86-7].

Entonces yo era cristiano o pretendía serlo, desde el momento que yo


opté por una labor de concientización, ya que mi moral como cristia-
no me decía que la libertad de mi pueblo era una causa justa [...]
Bueno, por lo general los activistas son chicos que han salido de unas
familias cristianas, incluso muchos de ellos han estado comprometi-
dos cristianamente pasando más tarde a seguir otra ideología que es
la de la organización... [en Pérez-Agote, 1984: 94 y 190].

Por otra parte, hay que decir algo que se ha olvidado antes, y es que
los militantes salían de grupos que en su juventud habían significado

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una cierta actitud de compromiso frente a los problemas del pueblo y
de Euskadi. Por lo general estos movimientos estaban muy ligados a
las ideologías cristianas, tal es el caso del grupo «gogor» que nació
como una respuesta a la situación de la época y que estaba compues-
to por seminaristas que más tarde serían colaboradores e integrantes
de ETA [...] Normalmente la actuación del militante es el dejar la
religión cristiana por ineficaz. Se plantearon [...] el principio de vio-
lencia en los momentos concretos en los que estaban actuando como
defensa [en Pérez-Agote, 1984: 192].

En Quebec el proceso de secularización de la Iglesia de los


años sesenta y setenta del siglo XX también llevó consigo un pro-
ceso de transferencia de sacralidad. De igual forma que en el País
Vasco, también allí algunos autores sostienen que «el proceso de
secularización que tiene lugar en Quebec en este periodo se ve
acompañado de fenómenos de desplazamiento de lo sagrado
desde la religión tradicional hacia el terreno político» (Couture,
1994: 212). Este proceso se deja notar especialmente en las ge-
neraciones más jóvenes. Con las categorías del psicoanálisis se
llegó incluso a señalar que, «una vez que el lugar quedó vacante,
una vez que la totalidad de la Iglesia quedó evacuada del campo
del nacionalismo, el super-yo no podía vivir sin otra totalidad
que le sustituyera» (Lazure, 1970: 32). De tal modo que, según
este autor, «todavía permanecen, en el super-yo de los jóvenes,
vestigios religiosos que influyen y colorean su nacionalismo [...]
el super-yo independentista de los jóvenes procede en gran parte
de la secularización del nacionalismo religioso» (ibídem: 27-28).
Como anteriormente señalaba, en el período que inaugura la
Revolución tranquila surgen una serie de partidos y organizacio-
nes de corte nacionalista y socialista. Entre estas últimas el Front
de Libération du Québec (FLQ), de inspiración independentista y
revolucionaria, que en su primer manifiesto en 1963 hizo un lla-
mamiento a los patriotas de Quebec para que tomaran las armas
e hicieran la revolución nacional.25 Al igual que en el País Vasco,

25. En el siguiente capítulo volveré sobre el Front de Libération du Québec,


que protagonizó los únicos episodios violentos atribuibles al nacionalismo
quebequense a lo largo de su historia moderna. Veremos de forma comparada
la relación entre lo sagrado, la integración simbólica de la comunidad nacio-
nal y la violencia nacionalista que tuvo lugar en Quebec y en el País Vasco en
los años sesenta y setenta del pasado siglo.

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también en Quebec se produjeron procesos de transferencia de
sacralidad desde la religión tradicional hacia organizaciones que,
como el FLQ, hicieron de la Revolución y de la Independencia
un valor absoluto (L’indépendance ou la mort).26 Un testimonio
significativo al respecto se puede encontrar en las palabras de
Pierre Vallières, autor del libro Nègres blancs d’Amérique27 y prin-
cipal artífice del periódico La Cognée, órgano oficial del FLQ. En
1986 este ideólogo del felquismo hablaba sobre la que había sido
su experiencia pasada, testimonio que aquí recojo con una nota
intercalada de Y. Couture que permite dar cuenta de la evolución
del que fuera uno de los ideólogos del FLQ:

Yo quería que los Quebequenses fundaran su libertad en valores pura-


mente humanos. Pero al mismo tiempo, permanecía obsesionado por
una cierta necesidad del Absoluto, por una necesidad de fundar éstos
sobre una transcendencia cualquiera y de definir esta transcendencia.
(Tras una experiencia fracasada de vida monástica, a principios de
los años sesenta, el Absoluto había dado lugar a la Revolución. Pero,
como escribía en 1986, tras haber descrito su vuelta a la fe religiosa
tradicional:) Incluso ateo, yo era creyente, yo buscaba a Dios. Yo lo
había buscado durante largo tiempo sin poder ni quererlo nombrar.
Hoy, yo Lo nombro... [P. Vallières, citado en Couture, 1994: 151].

No obstante, en Quebec la pronunciada secularización de la


Iglesia no dio como resultado una transferencia de sacralidad a
las organizaciones independentistas y revolucionarias, como el
FLQ, de la relevancia que se produjo en el País Vasco con ETA.
Para dar cuenta de las diferencias entre ambos casos es necesa-
rio destacar el contexto socio-político en el que se produjo la
secularización de la Iglesia y el nacimiento del «nuevo» naciona-
lismo. En el caso quebequense este contexto estuvo marcado
por el desarrollo del aparato «estatal» que empezaron a contro-

26. Así finalizaba el primer manifiesto del FLQ: «Patriotas de Quebec, ¡a


las armas! ¡La hora de la Revolución nacional ha llegado! ¡La independencia
o la muerte!».
27. El título de este libro es una buena muestra de una visión del naciona-
lismo en la que se aunaba la crítica de la opresión económica con la de la
opresión nacional. De forma significativa P. Vallières afirmaba que «una vida
de negro no es una vida. Y todos los quebequenses eran (y son) negros».

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lar las nuevas elites francófonas. En efecto, frente a lo que suce-
dió en el País Vasco, el proceso de secularización que provocó la
desinstitucionalización de la religión fue un proceso estrecha-
mente relacionado con el desarrollo del aparato administrativo
de la provincia de Quebec, que pasaba a ser controlado por las
elites seculares francófonas. El proceso de secularización de los
intelectuales de Quebec en la década de los cincuenta (McRo-
berts y Posgate, 1976: 88) dio lugar a una clase media francófona
que se desligaba de la Iglesia y que se sentía frustrada ante los
cierres sociales que imposibilitaban la movilidad social. En ese
periodo esas posibilidades eran muy limitadas debido al escaso
desarrollo de la administración provincial, al control que tenía
la minoría anglófona en el sector privado y a la crisis institucio-
nal de la Iglesia, que a lo largo de la historia de Quebec había
sido la única institución que había permitido una cierta movili-
dad social. Estas nuevas clases medias francófonas, que surgie-
ron como fruto del proceso de secularización de la Iglesia, fue-
ron las principales defensoras de la Revolución tranquila y del
«nuevo» nacionalismo que buscaba el control de la administra-
ción provincial. Dicho de otro modo, el desarrollo de esta admi-
nistración fue uno de los principales mecanismos que posibilita-
ron la movilidad social para las nuevas clases medias proceden-
tes de las instituciones de la Iglesia dedicadas a la salud, la
educación, etc. Como señala H. Guindon: «Hasta la Revolución
tranquila, un religioso que “perdiese la vocación” estaba conde-
nado al ostracismo [...] En los años sesenta la situación tiende a
cambiar. Hacia finales de los años cincuenta, muchos religiosos
y religiosas han adquirido diplomas universitarios y profesiona-
les y acumulado años de experiencia en las instituciones de en-
señanza, en los hospitales, en los organismos de caridad. Mu-
chos de ellos tienen las competencias requeridas para presentar-
se a los concursos de entrada en los servicios públicos y ganarlos.
En las nuevas instituciones en expansión, la demanda de perso-
nas cualificadas rebasa a la oferta, lo que permite a los sacerdo-
tes y a las hermanas acceder al estado laico. [...] En Quebec es
un fenómeno de masas el que el joven clero secular abandone el
hábito. Desaparecido el ostracismo social, su integración en la
sociedad es inmediata y completa. Ellos entran en las burocra-
cias del Estado, tanto federales como provinciales, en las institu-
ciones parapúblicas de la sanidad, de la educación y del bienes-

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tar social. Sus carreras no se interrumpen, pero su identidad se
transforma» (Guindon, 1998: 65-6).
El caso de Quebec ha sido utilizado para confirmar la hipóte-
sis que sostiene que «entre el acelerado proceso de secularización
y el surgimiento del nacionalismo de clase media [...] existe una
conexión estrecha, aunque no determinista» (Waldmann, 1997:
69). Según P. Waldmann, dicha conexión se explicaría de la si-
guiente manera: «[...] el retroceso de la religiosidad afecta en pri-
mer lugar a las capas medias de una sociedad, en especial a los
llamados intelectuales, en razón de su posición específica y de su
formación. Su alejamiento de la fe cristiana tiene una consecuen-
cia doble: por un lado aumenta súbitamente su receptividad para
las doctrinas de este mundo (como el nacionalismo y el marxis-
mo); éstas son asumidas con un fervor casi religioso, acatadas y
defendidas. Por otro, disminuye considerablemente a su entender
el atractivo de una carrera dentro de las instituciones eclesiásti-
cas, el camino clásico de ascenso para intelectuales ambiciosos
en la época preindustrial. La única organización que puede susti-
tuirla, porque puede ofrecer similares posibilidades de prosperar,
es la administración pública, razón por la cual las aspiraciones de
la nueva clase media “profana” se concentran en la creación de un
Estado nacional autónomo» (Waldmann, 1997: 71).
La comparación entre Quebec y el País Vasco es en este sen-
tido especialmente relevante para hacer explícitas las relaciones
entre el proceso de secularización de la Iglesia, los procesos de
transferencia de sacralidad y la génesis del «nuevo» nacionalis-
mo. Frente al planteamiento idealista que explica la aparición
de lo sagrado en la nueva simbología nacionalista como el fruto de
la naturaleza religiosa del individuo, que reacciona así ante el
vacío originado por la secularización de las religiones históricas,
la comparación entre Quebec y el País Vasco nos debería servir
para mostrar cómo esos procesos de transferencia de sacralidad
deben ser contextualizados y explicados a su vez en el marco de
los procesos de cambio que afectan a la estructura social. He-
mos visto cómo, a diferencia de lo que ocurrió en el País Vasco,
en Quebec la relación entre el proceso de secularización y la
aparición del «nuevo» nacionalismo no puede ser explicada sin
dar cuenta del desarrollo de la administración de la provincia de
Quebec, que fue impulsado por las clases medias. Tanto en el
País Vasco como en Quebec las transferencias de sacralidad ali-

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mentaron a las nuevas organizaciones (ETA y FLQ) que en los
años sesenta del siglo XX protagonizaron la violencia nacionalis-
ta. No obstante, a diferencia de lo que sucedió en el País Vasco,
el nacionalismo quebequense contó en ese mismo periodo his-
tórico con un «Estado» que acogió a buena parte de los contin-
gentes nacionalistas que se habían distanciado de la Iglesia, ha-
ciendo así posible un proceso de secularización menos traumá-
tico. La sensación de falta de futuro y las trabas a la movilidad,
fruto del declive de la que había sido la institución central en la
historia de los francocanadienses, quedaban amortiguadas con
el desarrollo de un aparato «estatal» que proporcionaba expec-
tativas de futuro para la comunidad francófona de Quebec.
Debemos, sin embargo, estar vigilantes ante las explicacio-
nes que reducen el nacimiento del «nuevo» nacionalismo a mera
ideología que permitía a las nuevas clases medias legitimar sus
aspiraciones de control del aparato del «Estado». En efecto, frente
a la crítica instrumentalista, considero que a la hora de explicar
la génesis del nacionalismo el recurso a la dicotomía que distin-
gue la política del interés y la política de identidad resulta estéril.
El nacimiento del nacionalismo quebequense es un buen ejem-
plo de ello, ya que no se puede entender sin dar cuenta del modo
en que los intereses de las nuevas clases medias estaban estre-
chamente relacionados con cuestiones identitarias.
De lo anteriormente señalado no se puede concluir que la
aparición y desarrollo de ETA y la aparición y disolución del
FLQ en 1970 deban ser explicados atendiendo exclusivamente al
contexto en el que se produjo la secularización institucional. Lo
que pretendo simplemente es hacer explícita una de las condi-
ciones de posibilidad que pueden contribuir a dicha explicación.
Otra de estas condiciones, que veremos en el siguiente capítulo,
es la que tiene que ver con el papel de integrador simbólico de la
comunidad nacional que desempeñó ETA a diferencia de lo que
sucedió con el FLQ.

5.3. La izquierda abertzale actual: ¿una religión de sustitución?

La reproducción de la violencia en las nuevas generaciones


del nacionalismo vasco secular ha llevado a algunos autores a
utilizar la tesis de la transferencia de sacralidad para explicar

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algunos aspectos del mismo. A diferencia de lo que acontece en
Quebec, en el País Vasco todavía se sigue hablando de la trans-
ferencia de sacralidad como uno de los procesos que permiti-
rían explicar las representaciones y prácticas de los nacionalis-
tas que defienden la independencia. En efecto, sociólogos como
J. Elzo, I. Sáez de la Fuente o I. Zubero defienden que la tesis
de la transferencia de sacralidad puede ser aplicada a los jóve-
nes militantes de la izquierda abertzale. Así, J. Elzo sostiene
que en los últimos treinta años el proceso de secularización ha
ocasionado que el «fervor religioso de algunas personas se haya
trastocado en un fervor nacionalista a ultranza» (Elzo, 1994:
545). De igual modo, I. Zubero sostiene que la transferencia
sustitutoria se hace especialmente evidente entre los jóvenes
de la izquierda abertzale (Zubero, 1997: 86). I. Sáez de la Fuen-
te volvía sobre ello señalando que en el nacionalismo vasco
radical la «transposición de creencias entre cosmovisión reli-
giosa y cosmovisión política [...] existente ya en la transición,
se está reproduciendo y radicalizando en su transmisión inter-
generacional» (Sáez de la Fuente, 2002: 185). Para respaldar
esa tesis estos tres autores se apoyan en los datos sobre religio-
sidad de los jóvenes de la izquierda abertzale, haciendo espe-
cial hincapié en algunos aspectos que consideran significati-
vos. En primer lugar, se señala que, cuando tenemos en cuenta
su edad, existen diferencias considerables en la religiosidad de
los nacionalistas. Así, entre las personas menores de 50 años,
las que se sienten sólo vascas muestran unos valores de religio-
sidad inferiores a las que se sienten sólo españolas. Por el con-
trario, cuando se analizan los datos de individuos mayores de
50 años no se encuentran diferencias significativas de religiosi-
dad en función del sentimiento de pertenencia nacional, e in-
cluso los que se sienten «vascos» muestran una religiosidad
mayor que los que se dicen españoles (Elzo, 1994: 539). En se-
gundo lugar, se resalta la menor religiosidad de los jóvenes de la
izquierda abertzale con respecto a la media de los jóvenes vas-
cos y a la población en general. De igual modo, los jóvenes que
dicen votar a la izquierda abertzale son menos religiosos que
los que votan al PNV. En todos los indicadores utilizados para
medir la religiosidad, los jóvenes de la izquierda abertzale apa-
recen muy por debajo de la media de los jóvenes del PNV, de
los jóvenes vascos y de la población en general. Sólo hay un

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indicador donde no se observan grandes diferencias: la creen-
cia en la reencarnación.
Éstos son los datos que estos sociólogos utilizan como aval
para demostrar la tesis según la cual en la izquierda abertzale se
ha producido una transferencia sustitutoria y para señalar que
esa transposición de creencias entre cosmovisión religiosa y cos-
movisión política se reproduce y se radicaliza en su paso de ge-
neración a generación. La religión ha perdido importancia entre
los jóvenes de la izquierda abertzale, produciéndose un traslado
del objeto de culto. Esta transferencia de valores tendría como
resultado que la política actuaría para los miembros de la iz-
quierda abertzale «a modo de paradigma normativo de reem-
plazo» (Sáez de la Fuente, 2002: 197).
¿Cuál es el valor de esta tesis? En primer lugar, no habría
nada que objetar si lo que se quiere mostrar es la poca impor-
tancia que tiene la religiosidad católica entre los jóvenes de la
izquierda abertzale en comparación con lo que sucedía en otros
tiempos. Los datos así lo indican. También muestran que para
estos jóvenes la política ocupa un lugar más importante que la
religión. Si esto es lo que se quiere mostrar no habría, como
digo, nada que objetar a esta tesis. En definitiva, no sería más
que constatar el proceso de secularización que se ha producido
en el seno del nacionalismo y que ha incidido de manera espe-
cial en la izquierda abertzale, lo cual no debería extrañar, ya
que este nacionalismo se alimenta de una ideología secular. No
obstante, también habría que tener en cuenta los cambios habi-
dos en la izquierda abertzale con respecto a su valoración del
papel que han jugado la religión y la Iglesia en la cuestión na-
cional, que han repercutido en la baja religiosidad de estos jóve-
nes. Ahora bien, a mi entender, de los datos sobre la baja religio-
sidad de los jóvenes de la izquierda abertzale, no se puede infe-
rir que en ellos se haya producido una transferencia sustitutoria,
ni que se haya dado una transposición de creencias entre una
cosmovisión religiosa y una cosmovisión política, ni que el fer-
vor religioso se haya trastocado en fervor nacionalista o que la
política actúe para ellos a modo de paradigma normativo de re-
emplazo. Sólo podríamos sostener dichas tesis si fuera posible
determinar que los jóvenes de la izquierda abertzale fueron en
su pasado individuos con una fuerte identidad religiosa que han
devenido ateos o no católicos y que han transferido su anterior

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religiosidad a la militancia nacionalista. Es una hipótesis que
está, por tanto, sujeta a contrastación empírica. Pero difícilmente
se puede contrastar esta hipótesis a partir de las respuestas ofre-
cidas por los encuestados en un cuestionario que mide su reli-
giosidad en un determinado momento, sin examinar su «tra-
yectoria religiosa» y la relación que ésta pueda guardar con el
nacionalismo. En este sentido, resulta significativo observar
cómo ha cambiado el material empírico a partir del que se de-
fiende la tesis de la transferencia de sacralidad. En el caso de las
generaciones de los sesenta y setenta ese material empírico lo
proporcionaban las entrevistas en profundidad, las historias de
vida e incluso la propia experiencia personal de los autores que
defienden esa tesis, como en el caso de J. Aranzadi y de J. Jua-
risti. Por el contrario, para el caso de las nuevas generaciones
de la izquierda abertzale, esta tesis se pretende respaldar a par-
tir de encuestas con cuestionario.
A la espera de futuras investigaciones que puedan aportar
más luz sobre este tema, me aventuro a señalar que en el caso de
las nuevas generaciones de la izquierda abertzale no se ha pro-
ducido ninguna transferencia de sacralidad. Sostengo esta hipó-
tesis basándome en el hecho de que, a diferencia de lo que suce-
dió con la generación de los sesenta y setenta, los jóvenes de la
izquierda abertzale de las últimas generaciones han sido sociali-
zados en un contexto de secularización de la religión tradicio-
nal. Mi hipótesis, a falta de nuevas investigaciones con las que se
pueda contrastar, apunta a que en el caso de estos jóvenes no
podemos hablar de transferencia de sacralidad, de transposición
de una cosmovisión religiosa a otra política o del traslado del
objeto de culto de Dios a la nación, por el mero hecho de que
estos jóvenes nunca tuvieron una fuerte identidad religiosa que
pudieran transferir a su militancia nacionalista.
Esta hipótesis me conduce a mostrar mis discrepancias con
los supuestos teóricos en los que se sustenta la tesis de la transfe-
rencia de sacralidad cuando es utilizada para dar cuenta de las
nuevas generaciones de la izquierda abertzale. Estos presupues-
tos teóricos derivan de una determinada interpretación de la se-
cularización que procede, en última instancia, de la interpreta-
ción durkheimiana de la Revolución francesa. Efectivamente,
no es casual que la expresión transferencia de sacralidad haya
llegado a nosotros a partir del estudio que realizó la historiadora

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M. Ozouf sobre dicha revolución. La tesis de que el nacionalis-
mo es la nueva religión de la modernidad que sustituye al cris-
tianismo es en buena medida una generalización de esa expe-
riencia. Una tesis que se ha aplicado en aquellos casos en los que
el proceso de secularización se vio acompañado de un auge del
nacionalismo, como sucedió en Quebec y el País Vasco en los
años sesenta y setenta del siglo XX. El nacionalismo, se señala,
vendría así a cubrir el «vacío» de religión que deja la seculariza-
ción, de tal manera que podría ser explicado como una religión
de sustitución. Para el caso de la izquierda abertzale ésta es la
tesis que defiende Sáez de la Fuente (2002) a partir de los datos
sobre la religiosidad de los nacionalistas. Según estos datos, los
sectores de la población menos creyentes están sobrerrepresen-
tados en el conjunto de los creyentes de esta «nueva religión».
Implícitamente se hace hincapié en la «anomalía» que represen-
ta el «nuevo» nacionalismo en lo que respecta a los datos sobre
religiosidad católica, especialmente cuando nos referimos a los
jóvenes de la izquierda abertzale. Así, se destaca que su religiosi-
dad es mucho menor si la comparamos con los jóvenes votantes
del PNV, con el conjunto de los jóvenes vascos y con el conjunto
de los jóvenes españoles. Este vacío de religión sería de esta ma-
nera llenado con la nueva religión de la patria. El modelo teóri-
co, implícito o explícito, es el durkheimiano, según el cual una
forma de religión cubre el vacío que deja la otra. A mi modo de
ver, el «nuevo» nacionalismo no es una religión que cumpla un
rol de sustitución. Como antes decía, la baja religiosidad de los
votantes y militantes de la izquierda abertzale no es un dato que
se pueda utilizar para demostrar que nos encontramos ante una
religión de «sustitución». Ese dato tampoco cobra mayor valor
cuando se muestran las divergencias entre la religiosidad de los
jóvenes de la izquierda abertzale y el conjunto de los jóvenes del
PNV, de los jóvenes vascos y de los jóvenes españoles. Las sacra-
lizaciones a las que puedan dar lugar los nacionalismos no tie-
nen por qué explicarse como religiones que sustituyen una reli-
giosidad de la que nunca han participado.
Planteadas así las cosas, resulta problemático sostener que
en su reproducción generacional el «nuevo» nacionalismo se haya
alimentado de transferencias de sacralidad, ya que las condicio-
nes de socialización de las cohortes abertzales más jóvenes son
ya de una creciente secularización. Poco tiene que ver esta situa-

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ción con la de los años sesenta y setenta del pasado siglo en la
que la génesis de este «nuevo» nacionalismo coincidió con el
desarrollo del proceso de secularización. En esos años los proce-
sos de transferencia de sacralidad de la religión al nacionalismo
fueron cruciales para la renovación de éste, que dejaba de ser
tradicional y confesional para devenir secular.

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CAPÍTULO 7
LA NACIÓN SAGRADA Y SUS INTERDICTOS.
LA SACRALIZACIÓN DE LA HISTORIA,
EL TERRITORIO Y LA VIOLENCIA DE
LOS NACIONALISMOS VASCO Y QUEBEQUENSE

1. Introducción

La estrecha relación entre nación, raza y catolicismo que ca-


racterizaba al nacionalismo tradicional en Quebec y el País Vasco,
representado por L. Groulx y S. Arana, se fue quebrando conforme
avanzaba el proceso de secularización. Se creaban así las condicio-
nes de posibilidad para el nacimiento de un «nuevo» nacionalismo
en los años sesenta y setenta del siglo pasado, que rompía con la
definición religioso-racial del «nosotros nacional» y convertía a la
lengua en la principal seña de identidad. Estos cambios en la iden-
tidad nacional en Quebec y el País Vasco están estrechamente rela-
cionados con el proceso de secularización y nos permiten consta-
tar de qué manera la comunidad nacional se ha conformado en
distintos periodos históricos a partir de unos contenidos culturales
(religión-raza y lengua) que han sido movilizados para definir las
fronteras simbólicas que delimitan el «nosotros nacional». Pero si
adoptamos una perspectiva diacrónica, nos encontramos con que,
a pesar del cambio de los rasgos culturales, la nación se nos pre-
senta como una entidad transcendente y sagrada, con una esencia
inmutable al margen de las formas, de las fronteras simbólicas,
que haya adoptado. Dicho de forma más clara: ¿qué es lo que per-
mite hacer un relato de la nación, tal y como hacen los nacionalis-
tas, si precisamente lo que caracteriza a su historia es un cambio
en las fronteras (rasgos culturales) que la definen? Esta cuestión
nos remite a la necesidad y la capacidad que tiene el nacionalismo
para construir un imaginario de continuidad, cuya presencia en la
sociedad moderna nos sitúa ante uno de los lugares de paso obliga-
do para dar cuenta del proceso de secularización y sus límites.1

1. Ver capítulo cuatro.

233

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Atender a esta dimensión de la secularización y profundizar
en este imaginario de continuidad de los nacionalismos vasco y
quebequense es uno de los objetivos de este capítulo. En él vere-
mos de qué forma ambos nacionalismos han conformado ese
imaginario, que en el caso de la forma nación se caracteriza por la
necesidad de recurrir a un tiempo viejo que permita conjurar la
novedad y las discontinuidades que marcan las diferentes fronte-
ras simbólicas del «nosotros nacional». En este sentido, conside-
ro especialmente significativa la comparación entre una nación
de la vieja Europa y una nación del nuevo mundo. ¿Cómo se ha
generado en este último caso un imaginario de continuidad que
permita apelar a unas raíces que se hunden en un pasado lejano?
La formación de este imaginario de continuidad nos sitúa ante las
coordenadas espacio-tiempo de la nación, que nos remiten a la
memoria y territorio nacionales. Por ello, a medida que el capítu-
lo avance, me centraré en este último, ya que se convierte en un
elemento central en la re-creación del imaginario de continuidad
de la forma nación. Llegado este momento, veremos la relación
entre el territorio, la soberanía y la sacralidad, resaltando las simi-
litudes y diferencias de los casos vasco y quebequense. Tras este
recorrido se estará en disposición de atender a uno de los temas
que, desde la obra de Durkheim, resultan centrales en el estudio
de la nación y el nacionalismo. Me refiero a la relación entre la
nación, lo sagrado y la integración socio-simbólica. Para ello se
focalizará la atención en dos aspectos. En primer lugar, se anali-
zará la relación entre la comunidad nacional, la violencia nacio-
nalista y lo sagrado en tanto que mecanismo integrador. En se-
gundo lugar, se prestará atención al papel que el nacionalismo
desempeña en la integración socio-simbólica.

2. Imaginario de continuidad y sacralización de la historia

2.1. El «tiempo viejo» en el nacionalismo tradicional vasco


y francocanadiense

La nación es plausible gracias a la narración nacionalista,


que para resultar persuasiva debe remitirse a un tiempo que con-
jure la presunción de que ha sido el propio nacionalismo el que
ha «imaginado» a aquélla, impidiendo así que la historia nacio-

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nal pueda ser profanada al quedar sujeta a la sospecha de la
arbitrariedad y de la manipulación. Como bien señalaba B. An-
derson (1993), este proceder es propio de todos los nacionalis-
mos, los cuales necesitan un tiempo viejo, un tiempo sagrado,
que haga de la nación algo natural, objetivo y transcendente.
Eso es lo que sucedió con los nacionalismos que surgieron a
finales del siglo XVIII y que gracias a la historiografía y a la mito-
logía dotaron a sus naciones de un pasado lejano. La necesidad
de remitir la nación a un tiempo viejo no debe entenderse como
una manipulación de determinadas elites nacionalistas, ya que
responde a la propia forma nación. En Europa los orígenes de
las naciones se han remontado al pasado étnico y a una Edad de
Oro, a un tiempo sagrado y primordial, que se ha querido encon-
trar en la era premoderna, incluso en la prehistoria. Ése es el
caso de la nación vasca. Pero, ¿qué decir sobre esta necesidad de
dotarse de un tiempo sagrado en el caso de las naciones del nue-
vo mundo como Quebec? ¿De qué tiempo viejo se alimenta una
nación nueva que, por definición, carece de un profundo pasado
en el que anclar sus raíces?
La forma nación necesita apelar a un tiempo viejo que suele
remitir a una Edad de Oro, la cual permite presentar a la nación
como una comunidad genuina que existe desde mucho tiempo
antes de que el nacionalismo la «despertase de un sueño profun-
do». En el caso vasco, esa mítica Edad de Oro no es una creación
ex novo del nacionalismo, ya que podemos encontrar una litera-
tura mitológica que ya desde los siglos XV y XVI se refería a ella.
Según esta mitología, esta edad esplendorosa se habría caracte-
rizado por una lengua divina (el euskera), unas leyes basadas en
la naturaleza (los Fueros), la independencia política, la igualdad
en la común nobleza y la frontera racial que separaba a los vas-
cos de otros pueblos. Esa Edad de Oro tenía como referente a la
sociedad vasca del Antiguo Régimen, que era sacralizada por la
religión católica y la mitología campesina (Aranzadi, 2000: 491).
El nacionalismo sabiniano no inventó, por tanto, ese pasado ét-
nico. Lo dotó de sentido nacional en un contexto histórico en el
que prevalecía el principio de las nacionalidades y en el que la
industrialización y la abolición de los Fueros amenazaban la
existencia de la sociedad vasca tradicional. J. Aranzadi, que ha
prestado una gran atención a este mito de la Edad de Oro vasca,
entiende que el contexto de la sociedad vasca del siglo XIX fue el

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que creó las condiciones de posibilidad para la aparición de una
reacción milenarista. En efecto, en los siglos XVIII y XIX tomaba
cada vez más fuerza la idealización de una edad dorada de una
sociedad tradicional que se iba resquebrajando. Pero fueron la
abolición foral y la industrialización, que hicieron sucumbir di-
cha sociedad, las que propiciaron la plena identificación de ésta
con una edad gloriosa (ibídem: 492). El nacionalismo no preten-
día ya conservar la autonomía foral, como había hecho el carlis-
mo, sino recuperar esa Edad de Oro perdida (ibídem: 490). De
este modo, J. Aranzadi da cuenta del nacimiento del nacionalis-
mo vasco como una reacción nativista, que no sería más que el
último episodio de la contraposición étnica que data como míni-
mo del siglo XVI (ibídem: 578).
Más allá de la descripción de J. Aranzadi del nacionalismo
vasco como un movimiento milenarista, me interesa destacar de
qué manera el nacionalismo sabiniano recrea un imaginario de
continuidad apelando a la recuperación de una Edad de Oro que
se corresponde con una sociedad tradicional que se va desinte-
grando: «La reacción nativista [...] sintetiza todas las oposiciones
discriminatorias previas (Religión, Raza, Fueros, Lengua, Ideali-
zación de la Sociedad Tradicional) sobre la base de las dos más
importantes en el pasado (Raza y Religión), dando así origen a
una manifiesta contraposición étnica religioso-racista que consti-
tuye la base del nacionalismo sabiniano. El elemento de continui-
dad en relación al pasado que tal síntesis representa (y que explica
quizás por qué el primer nacionalismo vasco tuvo que ser necesa-
riamente clerical y racista y no fructificaron otros gérmenes libe-
rales o lingüísticos) se ve reforzado además por la perduración en
la ideología sabiniana de la mitología foralista tradicional que fun-
damentaba las anteriores oposiciones étnicas. Pero ello no debe
hacer olvidar una importante novedad: la reacción nativista trata
de recuperar una contraposición perdida, rota, diluida, de ahí que
su mito fundamental sea el del retorno a la perdida Edad de Oro
vasca» (Aranzadi, 2000: 581). El tiempo viejo para el nacionalismo
sabiniano es el tiempo que remite a una Edad de Oro de una co-
munidad singularizada por la raza y la religión, rasgos significati-
vos que hacen plausible el imaginario de continuidad.
Si el tiempo viejo en el nacionalismo sabiniano remite a una
Edad de Oro situada en el Antiguo Régimen, ¿qué sucede en el
caso de Quebec donde la nación no puede retrotraerse a un pasa-

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do premoderno? O preguntándonos con G. Bouchard, un histo-
riador quebequense que ha estudiado en profundidad la génesis
de las naciones del nuevo mundo: «¿cómo superar el impasse ori-
ginal que nace de la voluntad de atribuirse unas raíces antiguas
en una colectividad que, por definición, se encuentra en una suer-
te de punto cero de la temporalidad? O dicho de otro modo: ¿cómo
construir una memoria larga a partir de una historia corta?»
(Bouchard, 2001: 34). Todas las naciones del nuevo mundo han
tenido que dar una respuesta plausible a esta pregunta.
En Quebec la búsqueda de ese tiempo viejo de la nación se
aprecia de forma nítida en el nacionalismo de corte tradicional
que pervive desde mediados del siglo XIX hasta la llegada de la
Revolución tranquila. El historiador y líder nacionalista L. Groulx
entendía que la nación ya era una realidad en tiempos de La Nue-
va Francia, periodo que fue idealizado como una Edad de Oro
que terminó de forma traumática por La Conquista británica. La
nación francocanadiense se remitía así a un tiempo primordial,
un tiempo mítico del imaginario nacional que alimentaba la idea
de una misión de reconquista, que tenía en la religión católica y
la tradición francesa sus principales argumentos. Esta tradición
francesa permitía a la nación francocanadiense remitirse a un
pasado aún más lejano y mítico, el de los ancestros fundadores
de la nación. De este modo, la memoria nacional «hundía sus
lejanas raíces en el pasado más que milenario de Francia, el país
de los ancestros fundadores, en la gran madre-patria. Esta refe-
rencia aseguraba un precioso anclaje simbólico a la frágil na-
ción» (Bouchard, 2001: 118). El nacionalismo francocanadiense
podía así remitirse a unos orígenes lejanos con los que la nación
resolvía la cuestión de su novedad. Apoyándose en las metáforas
arborescentes y familiares, la nación era concebida como una
ramificación, una variedad de la gran familia francesa caracteri-
zada por la antigua tradición católica y francesa. En la concep-
ción racial de la nación de L. Groulx se dejaba notar ese imagina-
rio de continuidad: «El nacimiento de una raza en Canadá no
implica de ningún modo la ruptura de esta raza nueva con su
viejo pasado francés» (L. Groulx, citado en Bouchard, 2001: 119).
La Nueva Francia actuará, por tanto, en el imaginario nacio-
nal como una Edad de Oro que fue truncada por La Conquista
inglesa de 1760, hecho considerado traumático y referente signi-
ficativo que pone en marcha los dispositivos narrativos del na-

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cionalismo. La narración nacionalista articula una trama en la
que los orígenes explicarían la situación de anormalidad por la
que atraviesa la nación. La Conquista, el abandono de la madre
patria de La Nueva Francia, la subsiguiente dominación británi-
ca y el fracaso de la Rebelión de Los Patriotas fueron hechos trau-
máticos que marcaron la conciencia nacional. Estos aconteci-
mientos dieron lugar a una representación de la nación como
débil, dominada, truncada en su desarrollo, quebrada por la fuer-
za de las armas, etc. La memoria nacionalista en Quebec se ha
ido así construyendo a partir de lo que G. Bouchard denomina
como mythes dépresseurs, que alimentan la determinación de
resistencia de la nación. Así, tras el intento de ruptura política de
Los Patriotas, el nacionalismo francocanadiense construyó una
narración basada en el discurso de la supervivencia, la cual fue
adquiriendo un carácter de misión religiosa. Una representación
de la nación que se mantiene hasta mediados del siglo XX y que
nos da muestras de la influencia que ejerció la religión en la
consolidación de la trama de la narración nacional. Valgan de
nuevo las palabras de L. Groulx para explicitar la relación entre
misión religiosa y destino nacional: «Lo que fue la voluntad del
pasado no puede más que permanecer, en la prolongación del
mismo estado de cosas, el objetivo de nuestro futuro. Creemos
suficientemente claras las indicaciones de la Providencia. El des-
tino que ella nos ha marcado en América, el patrimonio que nos
ha dejado, nos parecen dignos de ser salvaguardados a todo pre-
cio» (L. Groulx, citado en Ferretti y Miron, 1992: 94).
El nacionalismo traza así una línea de continuidad del ser
nacional que hunde sus raíces en La Nueva Francia y por exten-
sión en los ancestros de los fundadores de la madre patria. Desde
una aproximación genética, se puede apreciar de qué manera con
dicha narración se sacraliza la historia nacional, haciendo ver que
la historia contada por los nacionalistas es la historia propia del
grupo. En efecto, La Conquista y el posterior cambio de régimen
no parecieron haber supuesto un choque suficientemente trau-
mático como para haber provocado un amplio movimiento na-
cionalista que se rebelara contra el invasor. Fue posteriormente,
cuando surgió el nacionalismo y puso en marcha los dispositivos
narrativos, cuando La Conquista penetró en la memoria colectiva
como el traumatismo por excelencia de un pueblo que se repre-
sentaba como una nación conquistada (Balthazar, 1986: 44).

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2.2. Rupturas y continuidades de los «nuevos» nacionalismos

Coincidiendo con el proceso de secularización, tanto en Que-


bec como en el País Vasco en los años sesenta y setenta del siglo
pasado surgió un «nuevo» nacionalismo que se enfrentaba a los
postulados del nacionalismo tradicional, al que se acusaba de no
haber asumido su responsabilidad con respecto al destino nacio-
nal. Podemos así señalar que en esos años ambas naciones se en-
contraban en un tiempo nuevo, un tiempo de redefinición nacio-
nal. Incluso cabría señalar que nos hallamos ante una nueva na-
ción, como sucede especialmente en el caso de Quebec, donde la
nación que allí habitaba empezaba a dejar de llamarse franco-
canadiense para ser denominada quebequense. Esta refundación
del nacionalismo en un tiempo nuevo plantea la cuestión de la plau-
sibilidad de la re-creación de un imaginario de continuidad, no ya
sólo con respecto al lejano pasado nacional, sino también en lo
que se refiere a la ruptura que lleva consigo el cambio en la fronte-
ra simbólica del «nosotros nacional». En efecto, si adoptamos una
perspectiva diacrónica, nos debemos preguntar hasta qué punto
el nacionalismo tradicional y el «nuevo» nacionalismo secular se
están refiriendo a la misma nación. Recordemos que tanto para
S. Arana como para L. Groulx el catolicismo era un valor absolu-
to que estaba por encima de la nación. Los otros rasgos diacríticos,
que estaban estrechamente ligados a la raza y la religión, eran un
medio para preservar la nación, pero no su «esencia». Así sucedía
especialmente con la lengua. L. Groulx la concebía como «misio-
nera del Evangelio» y una firme esperanza de «la supervivencia del
pueblo católico». Por su parte, S. Arana entendía que la conserva-
ción del euskera no tendría ningún valor si fuese acompañada de
la desaparición de la raza vasca, ya que, si ésta se produjese, la
patria vasca moriría con ella. De tal manera que el fundador del
PNV llegó incluso a señalar que si los «maketos» aprendieran eus-
kera, los bizkainos deberían hablar otra lengua: «Si nos diesen a
elegir entre una Bizcaya poblada de maketos que sólo hablasen
el euskera y una Bizcaya poblada de bizcainos que sólo habla-
sen el castellano, escogeríamos sin dubitar esta segunda [...] No el
hablar éste o el otro idioma, sino la diferencia de lenguaje es el
gran medio de preservarnos del contagio de los españoles y evitar
el cruzamiento de las dos razas. Si nuestros invasores aprendieran
el euskera, tendríamos que abandonar éste» (Arana, 1995: 353).

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Frente a la concepción racial-religiosa de la nación, en los años
sesenta del siglo XX el «nuevo» nacionalismo ve en la lengua el
rasgo esencial de la nación y rechaza como elementos definidores
tanto la raza como la religión. Cabría entonces preguntarse: ¿qué
une a un francocanadiense según la definición del nacionalismo
tradicional con un quebequense definido por el «nuevo» naciona-
lismo? ¿Qué vincula a un vasco definido por las fronteras étnicas
fijadas por S. Arana con un vasco conforme a la concepción del
«nuevo» nacionalismo? Atendiendo a los rasgos diacríticos que
delimitan la frontera del «nosotros nacional», ¿no se excluirían
mutuamente, según esas definiciones, aquellos que se dicen o se
decían miembros de la misma nación? Por concretar e incluso
personificar esta cuestión, se podría, siguiendo a G. Jáuregui, afir-
mar que «si se aplicasen los criterios biológicos propuestos por
Sabino Arana, que basa la pureza del linaje vasco en los apellidos,
algunos de los hombres más influyentes de la ETA inicial, tales
como Txillardegui (Álvarez Emparanza), Federico Krutwig Sagre-
do, y José María Benito del Valle, no serían “vascos”» (Jáuregui,
1981: 135). Si seguimos a este autor, éste habría sido uno de los
motivos que llevaron a estos precursores de ETA a rechazar que la
raza fuese el rasgo esencial de la nación vasca. Cabría también
preguntarse cuál habría sido la opinión de L. Groulx y de S. Arana
sobre esta nueva definición de la nación que rompía con la raza y
la religión como elementos primordiales. ¿Se considerarían parte
de ese «nosotros nacional» que dejaba en un lugar secundario los
componentes racial y religioso?
El tiempo nuevo que inaugura la nueva definición nacional
le plantea al nacionalismo la cuestión de la temporalidad en la
que se inscribe la nación. ¿Sigue el nacionalismo apelando al
mismo tiempo viejo del nacionalismo tradicional o la nueva defi-
nición nacional inaugura una nueva temporalidad?
En el caso vasco, la nueva definición nacional, que rompía
con el nacionalismo tradicional en lo que respecta a los rasgos que
eran considerados como definitorios de la identidad nacional, rom-
pía también con su idealizada Edad de Oro. Ésta, que, como aca-
bamos de ver, se remontaba al Antiguo Régimen, iba siendo «pro-
fanada» a medida que la historiografía mostraba el carácter poco
idílico de ese periodo. Junto a ello, la crítica a la jerarquía eclesiás-
tica y al catolicismo como rasgo primordial de la nación ponían
las bases para la recreación de una nueva Edad de Oro. Recorde-

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mos las palabras de F. Krutwig cuando afirmaba que «debido a la
tardía cristianización se not(a) entre los vascos una cierta tenden-
cia a la religión natural, habiendo llegado a afirmar ciertos etnólo-
gos que los vascos son sólo aparentemente cristianos» (Sarrailh de
Ihartza, 1973: 76). Esta religión pagana, que se conservaría como
consecuencia de la supuesta tardía cristianización del País Vasco,
hundiría sus raíces en la Prehistoria, periodo que pasa a ser consi-
derado como la nueva Edad de Oro (Aranzadi, 2000).
La cuestión de la temporalidad en la que el «nuevo» naciona-
lismo inscribe a la nación es más compleja en Quebec, ya que el
nacionalismo quebequense se representa a ésta como «nueva».
En efecto, con la Revolución tranquila se inaugura una etapa de
ruptura política con la que se quiere superar un pasado que se
considera negativo para el desarrollo de la colectividad francófo-
na. Un cambio que afecta a todos los ámbitos de la sociedad y
también a la propia definición nacional. Esta ruptura con el pasa-
do se refleja de forma categórica en el cambio de nombre de la
nación, que pasa de denominarse como «francocanadiense» a
«quebequense». Un cambio que supone una ruptura con el nacio-
nalismo tradicional que definía la nación en términos raciales y
religiosos. El «nuevo» nacionalismo concibe así una «nueva» na-
ción, creada por el «Estado» de la provincia de Quebec y acotada
a dicho territorio. Pero, ¿es la nación quebequense, «creada» por
el «Estado», realmente nueva? ¿Se representa el «nuevo» naciona-
lismo a la nación quebequense como una entidad distinta a la na-
ción francocanadiense? Los cambios en las fronteras que marcan
el «nosotros nacional» nos indican que la nación quebequense ha
roto en buena medida con la adscripción étnica de la nación franco-
canadiense y en ese sentido nos encontramos ante una nueva en-
tidad de corte territorial e inclusivo. Sin embargo, esta «nueva»
nación ve anclar sus raíces en un pasado que remite al tiempo del
imaginario nacional, que se remonta a La Conquista, y para la
cual algunos acontecimientos, como la derrota de Los Patriotas,
son referentes de la historia nacional. Vemos cómo surge de nue-
vo la cuestión del tiempo de los orígenes, que forma parte consti-
tutiva del discurso nacional(ista). En el caso quebequense esta
apelación a los orígenes podría ser un ejemplo más de la necesi-
dad que tienen los nuevos Estados de dotarse de un pasado rico y
lejano, construido retrospectivamente a partir de los referentes que
provee la etnicidad. No obstante, el nacionalismo quebequense

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entiende el «Estado» provincial como la traducción política de
una nación que hunde sus raíces en un tiempo que se remonta a
un pasado étnico lejano. Efectivamente, aunque el nacionalismo
quebequense se representa a la nación como nueva, sin embargo,
ésta aparece como un eslabón más de un largo continuum históri-
co. La nueva definición del «nosotros nacional» conjura así el tiem-
po nuevo apelando a un imaginario de continuidad nacional. Para
mostrar lo que digo puede resultar significativo observar de qué
manera se refería el programa del Parti Québécois de 1991 a la
nación: «Canadienses del siglo XVII, Francocanadienses del siglo
XIX y ahora Quebequenses, raramente se ha visto a un pueblo bus-
car tan largamente su identidad, y, sin embargo, asumir lo esen-
cial con tanta persistencia» (PQ, citado en Ferretti y Miron, 1992:
300). Como se ve, el Parti Québécois apela a la persistencia de un
pueblo que a lo largo de la historia ha luchado por su identidad.
No obstante, la propia denominación de canadienses, francoca-
nadienses y quebequenses parece remitirnos a identidades dife-
rentes. ¿Hasta qué punto pertenecen a la misma nación los fran-
cocanadienses, para los cuales la religión y el modo de vida rural
eran los rasgos inalienables de la misma, y los quebequenses que
han roto con estos rasgos como marcadores del «nosotros nacio-
nal»? El «nuevo» nacionalismo quebequense afirma esa continui-
dad apelando no a un sentimiento de pertenencia compartido,
sino a la continuidad del rasgo que resulta decisivo para definir el
«nosotros nacional»: «Este pueblo [...] desde siempre es de lengua
francesa y ha exigido constantemente que no se altere esta base
de su cultura y este fundamento de su solidaridad» (ibídem).
El nacionalismo quebequense se dota, por tanto, de un tiem-
po viejo que es el tiempo de los ancestros. Por este motivo, a
pesar de representarse como una nación «nueva», el imaginario
nacionalista sigue remitiendo a la nación étnica. El discurso na-
cionalista muestra así una cierta ambivalencia que deriva de este
doble imaginario que, en definitiva, remite a dos concepciones
diferentes de la nación y de la temporalidad en la que se inscri-
be. Esta ambivalencia tiene, como veremos más adelante, im-
portantes repercusiones en la definición de la frontera del
«nosotros nacional». En efecto, la concepción de una nación
«nueva» surgida a raíz de la Revolución tranquila y la concep-
ción de una nación en continuidad con la antigua nación franco-
canadiense se reflejan en el nombre con el que en la actualidad

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se hace referencia a la nación. Mientras que unos se refieren a
ella como quebequense otros la siguen denominando como fran-
cocanadiense.2 Esta disputa está relacionada, como luego
veremos, con la polémica sobre la delimitación espacial de la
nación. Es decir, si ésta se reduce sólo a los habitantes de Que-
bec o si también abarca a las comunidades francófonas del resto
de Canadá. Pero lo cierto es que en ambos casos el discurso na-
cionalista hace referencia a la nación en tanto que comunidad
de historia y destino de la etnia francófona que ha habitado en
Quebec desde la llegada de los franceses. Así es en el caso de los
nacionalistas que se identifican con la nación francocanadiense,
pues, según ellos, sólo pertenecen a esta nación los que tienen
raíces francocanadienses. Y así es también en el caso de los na-
cionalistas que se identifican con la nación quebequense, pues,
aunque consideran que todos los que habitan en Quebec forman
parte de dicha nación, ésta, así como el «Estado» de Quebec,
cobra significación en la medida en que ha sido el fruto de la
historia de la etnia francófona que allí habita. Los orígenes fran-
cocanadienses están, por tanto, presentes en el nacionalismo
quebequense, que justifica sus aspiraciones soberanistas en nom-
bre de una nación cuyas raíces son francocanadienses. Es en ese
sentido que R. Robin, una autora crítica con el nacionalismo

2. Como ejemplos significativos podemos remitir a tres intelectuales que-


bequenses que defienden diferentes concepciones de la nación. Así C. Taylor
prefiere referirse a la nación francocanadiense, señalando que la denomina-
ción de nación quebequense «refleja más bien la noción, que parece realista,
pero quizás demasiado pesimista de que los verdaderos elementos de la na-
ción francocanadiense llamados a sobrevivir se encuentran únicamente en
Quebec» (Taylor, 1999: 264). Desde las filas nacionalistas, ilustres intelectua-
les, como F. Dumont, pensaban que la nación quebequense no existía. Para
ellos, la nación que habitaba en Quebec era la nación francocanadiense, la
cual también incluía a los francófonos de fuera de Quebec. En desacuerdo
con esta concepción de la nación, encontramos a otro intelectual nacionalis-
ta, M. Seymour, quien sostiene que la nación francocanadiense ya no existe,
ya que una escasa minoría de la población de Quebec se representa como
francocanadiense. Según este autor, la nación quebequense actual es una co-
munidad política que reúne a una mayoría nacional francófona, una minoría
nacional anglófona y aquellos que tienen otros orígenes nacionales (Seymour,
1999: 254). Esta falta de consenso sobre la denominación de la nación es
extremadamente significativa, ya que refleja la tensión que se aprecia en la
identidad nacional de Quebec que se mueve entre la dimensión territorial
(denominación quebequense) y la adscripción étnica (francocanadiense).

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quebequense, ha señalado la influencia que sobre éste ejerce la
fascinación de la souche «de la nostalgia de una comunidad ima-
ginada [...] de todo lo que recuerda la sociedad francocanadien-
se, al menos en el tiempo imaginario de los francocanadienses.
Estas marcas pasan por el paradigma de la souche, del tronco,
del árbol como árbol genealógico, de las ramificaciones, de las
ramas, toda una concepción botánica de la cultura» (Robin, 1996:
296). Estas palabras son un buen ejemplo del peso que tienen las
metáforas arborescentes en la representación de la nación.3

3. Territorialidad, sacralidad y soberanía

El territorio deviene un elemento fundamental en la re-crea-


ción del imaginario de continuidad de la comunidad nacional,
ya que permite la vertebración temporal de la nación. Como se-
ñala J. Anderson (1988: 24), «el territorio es el receptáculo del
pasado en el presente [...] el tiempo ha pasado pero el espacio
permanece ahí». Lo que caracteriza a la memoria colectiva na-
cional, que hace posible la existencia de ese imaginario de conti-
nuidad, es su relación con una determinada tierra natal. En efecto,
el territorio de los ancestros es el que permite rememorar el pa-
sado y hacer plausible la continuidad entre las generaciones. La
nación existe así en y por el territorio. De esta manera, aquélla se
piensa metonímicamente por referencia a éste. Así, cuando los
rasgos raciales pierden peso como frontera del «nosotros nacio-
nal», el origen común puede ser «imaginado» de forma metoní-
mica por referencia al territorio. Esto es lo que sucede tanto en
Quebec como en el País Vasco, donde el «nuevo» nacionalismo,
frente a lo que sucedía con el nacionalismo tradicional, da una
creciente importancia al territorio. Recordemos a este respecto
las palabras de S. Arana: «¿Es acaso la tierra que pisamos lo que
constituye la patria? ¿Qué más nos da tener una Bizcaya libre
aquí entre estas montañas, como tenerla en otra parte? Sola-
mente nos importaría esto lo que a aquel que al trasladarse de

3. R. Handler ha profundizado en la presencia de este tipo de metáforas en


el discurso del nacionalismo de Quebec. La nación se ha representado como
un gran organismo, o especie biológica, y como un gran árbol: «Yo imagino al
pueblo Québécois como un árbol. Sus raíces están firmemente plantadas en
la tierra del Nuevo Mundo [...]» (Handler, 1988: 40).

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domicilio, se ve precisado a dejar la casa en que naciera y se
criara; y tan poco nos importaría a nosotros aquello como a éste
le importara su traslado, con tal que lo hiciese acompañado de
su familia» (Arana, 1995: 147). «Una Bizcaya que supongas en
estas montañas desprovista de alguno de los caracteres de ese
lema —Jaun-goikua eta Lagi-zarra— ya no es Bizcaya. Por el
contrario: una sola legua cuadrada de cualquier parte del mun-
do, donde se establezcan algunas familias con ese lema, eso es
Bizcaya» (Arana, 1995: 222). De forma parecida pensaba L. Groulx,
para quien la nación se extendía allí donde se habían asentado
familias francocanadienses, sin que, por tanto, aquélla quedase
limitada al territorio de Quebec.
Frente a ello, los «nuevos» nacionalismos vasco y quebequen-
se otorgan una creciente importancia al territorio como elemen-
to fundamental de la identidad nacional. Éste deviene frontera
(¿étnica?) de la nación. O dicho de otro modo, pasa a ser un
rasgo diacrítico al que se le otorga una creciente importancia en
la definición del «nosotros nacional». El territorio cobra mayor
protagonismo en la medida en que el nacionalismo reclama la
soberanía política y la vincula, en la lógica del Estado-nación,
con la territorialidad. En efecto, ésta pasa a ser un aspecto cen-
tral puesto que estos nacionalismos reclaman mayores cuotas
de soberanía. En contraste con otros nacionalismos de corte más
«autonomista», los nacionalismos vasco y quebequense se ca-
racterizan por plantear reivindicaciones soberanistas/indepen-
dentistas que conducen a que el territorio adquiera una crecien-
te importancia, como elemento objetivo necesario para la sobe-
ranía y como elemento simbólico que expresa la identidad de la
comunidad nacional. Como veremos más adelante, en Quebec
el territorio se ha ido convirtiendo en uno de los referentes prin-
cipales para la identidad nacional quebequense (Helly y Van
Schendel, 1996: 208). Así también sucede en el caso del naciona-
lismo vasco, especialmente para la izquierda abertzale, para la
cual «la territorialidad, noción que expresa el derecho de la na-
ción vasca al territorio formado por los siete herrialdes históri-
cos, se constituye por tanto en elemento simbólico de creación
de identidad y de diferencialidad» (Martínez, 1999: 41). De este
modo, el territorio no es sólo el componente necesario e impres-
cindible de la soberanía política, sino también una significativa
seña de identidad desde la que se legitima dicha soberanía.

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3.1. La representación del territorio nacional. Autodelimitación
territorial y autodeterminación nacional

El territorio, por consiguiente, ha pasado a ser un elemento


fundamental tanto para el nacionalismo vasco como para el que-
bequense.4 La territorialidad, o el derecho a que todo el territorio
nacional pueda autodeterminarse, tal y como lo entienden los na-
cionalistas, se ha convertido en un elemento diferencial y cohe-
sionador del «nosotros nacional». Por encima de otras conside-
raciones,5 la comunidad nacionalista se integra simbólicamente
a partir de la idea de la territorialidad, que de este modo se con-
vierte en un objeto sagrado protegido por interdictos. La delimi-

4. A pesar de la centralidad que para el nacionalismo tiene el territorio, éste


no suele ser objeto de análisis comparado. En este aspecto, mi interés en com-
parar los nacionalismos vasco y quebequense radica en las diferencias que en-
tre ellos encontramos en lo que se refiere a los cambios que ha experimentado
la representación del territorio; al papel que ha jugado y juega en la identidad
nacional; a la forma en que se relaciona, y se ha relacionado, con otros rasgos
diacríticos; y al «papel político» que desempeña con vistas a la soberanía.
5. Hay en este sentido una diferencia esencial entre ambos nacionalismos
que deriva del papel que juega el territorio como rasgo diacrítico y del peso
específico que tiene con respecto a otros rasgos identitarios considerados como
marcas nacionales. Como antes señalaba, la importancia del territorio para
los nacionalismos vasco y quebequense deriva no sólo de ser el componente
necesario e imprescindible de la soberanía política moderna, sino de ser ade-
más una de las señas de identidad desde la que se reclama dicha soberanía.
Pero mientras que en el caso quebequense la lengua francesa es el primer
elemento que hace posible la construcción simbólica de la comunidad nacio-
nalista, no ocurre lo mismo en el caso vasco. Son excepciones los casos de
nacionalistas quebequenses que no hablen francés. Por el contrario, la pre-
sencia de euskaldunes dentro del nacionalismo vasco, con ser creciente, no
llega ni muchos menos a las cotas del nacionalismo quebequense. En este
último caso, la construcción simbólica de la comunidad nacionalista se pro-
duce alrededor del rasgo que la une y opone a otras comunidades, como la
anglófona de la nación canadiense. Hay que señalar que en Quebec el por-
centaje de individuos que tiene como lengua materna el francés es cercano
al 90 %. La fuerza del francés en la identidad quebequense se ha incrementa-
do gracias a la conocida como Ley 101, que fue aprobada en 1977 por el
Partido Quebequense en el gobierno. Esta Ley hace del francés la única len-
gua oficial de Quebec y promueve una serie de medidas que tienen por objeti-
vo proteger al francés frente al «océano anglófono» de América del Norte. En
el caso vasco, el elemento totalizador, unificador y diferenciador que permite
la construcción simbólica de la comunidad nacionalista es la concepción del
territorio de Euskal Herria como territorio de la nación vasca.

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tación del territorio nacional se experimenta, al igual que la exis-
tencia de la nación, como un absoluto pre-político que escapa a
la discusión e incluso a la voluntad de los individuos que pueden
habitar en alguna de las zonas de ese territorio. Para el naciona-
lismo quebequense no hay duda de que el territorio nacional es el
que actualmente está delimitado por la provincia de Quebec. Por
su parte, para el nacionalismo vasco el territorio nacional es el de
Euskal Herria, es decir, los actuales territorios de la Comunidad
Autónoma Vasca, de la Comunidad Foral de Navarra y del País
Vasco francés. En términos comparativos hay una diferencia con-
siderable entre ambos casos. En Quebec el nacionalismo persi-
gue la delimitación nacional de lo que actualmente ya tiene un
estatuto jurídico-político, si bien en tanto que provincia dentro
de la federación canadiense. Por el contrario, el nacionalismo vas-
co persigue la delimitación nacional y política de un territorio
que no sólo no tiene un estatuto jurídico-político específico, sino
que además se encuentra sujeto a tres distintos ordenamientos,
los propios de la Comunidad Autónoma Vasca, la Comunidad
Foral de Navarra y el País Vasco francés. Esta diferencia ha sido
resaltada por la izquierda abertzale, que es la corriente dentro
del nacionalismo vasco que de forma más insistente vincula la
autodeterminación con la territorialidad. A este respecto, la iz-
quierda abertzale considera que el caso de Quebec no es un refe-
rente apropiado, ya que en lo que se refiere a la división territo-
rial el caso vasco se presentaría como una «anomalía»: «Se afir-
ma a menudo que Euskal Herria necesita un nuevo marco y que
hay que plantear a la sociedad vasca (a los seis territorios) una
oferta política. Además, al mencionarlo, se citan otras experien-
cias internacionales, como, por ejemplo, la de Escocia o Quebec.
Esas experiencias son, sin duda, enriquecedoras pero existe una
diferencia fundamental con respecto a nuestro caso y es que en
esas naciones no padecen el problema de la división territorial,
es decir, cuentan con un gobierno o un parlamento nacional que
comprende todo su territorio. Euskal Herria no tiene ni lo uno ni
lo otro» (Euskal Herritarrok, 1999).
Esta declaración de la que fue marca electoral de la izquier-
da abertzale me va a servir para comparar los casos vasco y que-
bequense en lo que respecta a la delimitación del territorio que
es sacralizado. Como antes señalaba, la centralidad de la cues-
tión de la «territorialidad» en los debates sobre el nacionalismo

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y el derecho de autodeterminación hace particularmente perti-
nente esta perspectiva comparada a la hora de dar cuenta de
ambas identidades nacionales y de sus proyectos soberanistas.
Para realizar este análisis comparado, hay que partir del he-
cho de que la delimitación del territorio nacional está directamente
relacionada con la sacralización de la historia nacional llevada a
cabo por el nacionalismo. Efectivamente, el que el considerado
como territorio nacional de Quebec no padezca el problema de la
división territorial es en buena medida el resultado de la sacrali-
zación de la historia realizada por el actual nacionalismo. No hay
que olvidar cuáles han sido los procesos que han conducido a que
en Quebec haya un parlamento «nacional» que comprenda todo
«su» territorio, contrariamente a lo que sucede en Euskal Herria.
El estudio del caso de Quebec nos muestra que en el nacionalis-
mo quebequense se ha experimentado una transformación de la
identidad nacional que no ha tenido lugar en el nacionalismo vas-
co, y que ha afectado a la representación del territorio nacional.
Efectivamente, la actual representación del territorio nacional de
Quebec no siempre ha sido así concebida. Responde a una serie
de avatares históricos que podemos calificar como externos, pero
también debe ser explicada como consecuencia de una redefini-
ción nacional impulsada por el propio nacionalismo.
La historia del pueblo francocanadiense o quebequense, dis-
tinción que ya indica la centralidad del territorio para la nación
francófona de América del Norte, se ha visto atravesada por dos
representaciones o ideologías territoriales: el continentalismo y la
«idea» de Quebec. Por un lado, la representación continental que
remite a la imagen de un espacio sin frontera. Por otro lado, el
proyecto de crear un hogar nacional en el interior de las fronteras
de Quebec. Ambas representaciones coexisten en el tiempo y evo-
lucionan conforme al contexto político marcado por la historia de
las relaciones entre los habitantes anglófonos y francófonos de
Canadá (Sénécal, 1992: 49). Los cambios en esta representación
del territorio son de una importancia crucial para entender el de-
sarrollo de la nación francófona de América del Norte, que se ha
transformado históricamente a través de las identidades cana-
diense, francocanadiense y quebequense (Thériault, 1999).6 Como

6. Para mostrar estos cambios tomo como referencia la obra del historia-
dor quebequense G. Bouchard (2001).

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antes veíamos, La Conquista británica ha sido uno de los grandes
acontecimientos que ha alimentado el sentimiento nacional en
Quebec. Una de las consecuencias de tal acontecimiento, que tuvo
un gran impacto en el imaginario nacionalista, fue el hecho de
que el territorio de la antigua colonia francesa quedase sus-
tancialmente limitado. En el siglo XIX y tras la derrota de Los Patrio-
tas, el territorio de Quebec estaba circunscrito al Valle del San
Lorenzo. No obstante, el crecimiento demográfico provocó una
expansión hacia el Este y el Oeste. Tomaba así razón de ser una
idea de la nación pancanadiense, que encontraría una confirma-
ción institucional en 1867 con el Acta que creaba la confederación
canadiense. Sin embargo, esta representación del territorio fue
puesta en entredicho cuando el gobierno central suprimió los de-
rechos de los francocanadienses en el exterior de Quebec y favo-
reció la inmigración europea con el fin de poblar los territorios
del Oeste, poniendo así fin al modelo de dualidad nacional de
Canadá. Tras ello, la conciencia nacional se replegaba sobre sus
antiguas bases espaciales, apropiándose simbólicamente del te-
rritorio de la Laurentie7 considerado como la patria de los franco-
canadienses. No obstante, la concepción de un pueblo francoca-
nadiense que desborda las fronteras de Quebec es una constante
que sólo cambia en la segunda mitad del pasado siglo. Con la
nueva definición nacional que trae consigo el «nuevo» nacionalis-
mo, el Canadá francés deviene un Quebec francófono. La nación
se repliega y de su estatuto pancanadiense retorna a su viejo asen-
tamiento en el Bajo Canadá, rompiendo así con la referencia ca-
nadiense. Con esta operación los francocanadienses de Quebec
pasaban del estatuto de minorías a escala canadiense a ser mayo-
ritarios a escala quebequense (Bouchard, 2001: 77-182).
Este esquemático recorrido histórico puede servir para mos-
trar que la originaria nación francocanadiense también puede
alegar la fractura de un territorio más amplio que el de la actual
provincia de Quebec. El destino de las comunidades francófonas
que habitaban fuera de este territorio da muestras de ello. La
ruptura entre Quebec y el resto de comunidades francófonas po-
nía fin a la antigua comunidad de historia y destino de la que
históricamente todos los francocanadienses habían formado parte.
La escisión del antiguo grupo étnico francocanadiense corres-

7. Valle del río San Lorenzo.

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ponde a una de las formas de fluctuación de las fronteras étnicas,
que consiste en la división de una comunidad en al menos dos,
tal y como sucedió con los francocanadienses que vivían en Que-
bec y en Ontario, que tras la escisión pasaron a definirse como
quebequenses y franco-ontarianos (Juteau, 1999: 56). Muchas
podrían ser las acusaciones lanzadas contra el Canadá inglés con
respecto al papel que desempeñó en la partición y escisión del
originario pueblo francocanadiense. No obstante, hay que seña-
lar que es el propio nacionalismo quebequense el que lleva a cabo
una redefinición de la identidad nacional que repercute en la re-
presentación del territorio nacional. Para dar cuenta de ello haré
referencia a uno de los pioneros movimientos nacionalistas de
Quebec de la época moderna, L’Alliance Laurentienne, que nació
en 1957 exigiendo la creación de un Estado corporativista católi-
co que debía abarcar Quebec, la parte francófona de Ontario y la
provincia de Nuevo Brunswick. Frente a ello, el «nuevo» nacio-
nalismo que surgió de la Revolución tranquila se replegó espa-
cialmente apropiándose simbólicamente de Quebec como terri-
torio nacional. Se suele fechar el fin del Canadá francés imagina-
rio en 1967, año en el que en los Estados generales del Canadá
francés se tuvo que reconocer la inevitable ruptura entre Quebec
y las comunidades francocanadienses del resto de Canadá. Des-
de ese momento los francófonos que habitan en provincias de
Canadá, como Ontario, Manitoba, Alberta o la Columbia Británi-
ca, se definen por su pertenencia provincial y no por referencia al
mítico Canadá francés. Este distanciamiento de las distintas co-
munidades francófonas con respecto a la identidad francocana-
diense se observa también en la evolución de la identidad franco-
estadounidense, que históricamente se representaba como una
prolongación natural del Canadá francés. De francocanadienses
pasaron a ser franco-estadounidenses y más tarde a estadouni-
denses con raíces francesas. Los orígenes no se buscan ya en el
Canadá francés, sino que se remontan a un pasado más presti-
gioso, el de la madre patria Francia (Langlois, 1998: 96-8).
Como señala D. Juteau, esta nueva redefinición de la comu-
nidad nacional fue posible por el rol que asumió el «Estado» de
la provincia de Quebec, que fue el agente que reforzó el funda-
mento territorial de la nueva identidad (Juteau, 1999: 55). En
efecto, el nacionalismo que inauguró la Revolución tranquila
apostó decididamente por una representación de la nación que

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se autodelimitaba al territorio que controlaba la administración
de la provincia y en el que ciertamente se halla el territorio don-
de originariamente se asentaron los primeros pobladores fran-
cófonos. Sin embargo, no es menos cierto que la sacralización
de la historia nacional llevada a cabo por el nacionalismo que-
bequense podría haberse realizado teniendo como referencia un
territorio que abarcase mucho más que la actual provincia de
Quebec, tal y como proponía L’Alliance Laurentienne.
Lo que quiero resaltar es que, al margen de las relaciones de
poder entre el Canadá francés y el Canadá inglés, que, por su-
puesto, han jugado un papel importante en la representación del
territorio, el nacionalismo en Quebec ha llevado a cabo un pro-
ceso de autodelimitación territorial, que es el que nos explica
que actualmente la nación quebequense cuente con un gobierno
y un parlamento que comprende todo «su» territorio nacional.
Como señala F. Lasserre, Quebec «de recorte administrativo bri-
tánico ha pasado a ser el Estado francófono por excelencia en
América del Norte. Pero las murallas de este bastión del francés
cara al océano anglófono sólo pudieron ser edificadas cuando la
idea del inmenso país de los francocanadienses fue abandona-
da» (Lasserre, 1998: 241). Este autor ha mostrado las numerosas
representaciones del territorio de Quebec y de Canadá, y las trans-
formaciones que han experimentado, mostrando cómo se han
ido retroalimentando a partir de las distintas identidades nacio-
nales. Así, los francófonos han cambiado su concepción del te-
rritorio, desde la representación de un continente francocana-
diense sin fronteras y de un territorio sin estructura política, a
una representación de Quebec como territorio limitado por la
lógica del Estado-nación. Por el contrario, son ahora los angló-
fonos los que hacen suya una representación del territorio pan-
canadiense (ibídem: 20).
Como antes señalaba, en términos políticos, el cambio en la
representación del territorio —desde un continente francocana-
diense, sin frontera y sin estructura política, a la «idea» de Que-
bec como territorio de un Estado-nación delimitado— ha signi-
ficado el paso del estatuto de minoría a escala pan-canadiense al
de mayoría a escala quebequense. Por el contrario, en el caso
vasco no ha habido un repliegue «político» sobre el territorio en
el que el nacionalismo vasco sí podría disponer de un parlamen-
to «nacional» en el que resultase mayoritario.

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3.2. Territorios sagrados y autodeterminación

En el apartado anterior he adoptado una perspectiva com-


parada para mostrar de qué forma los nacionalismos vasco y
quebequense han gestionado la cuestión de la delimitación del
territorio nacional. Un territorio que ha devenido un objeto sa-
grado, protegido mediante toda una serie de interdictos para
evitar la profanación que supone la división territorial.
Para el nacionalismo vasco, esta profanación del territorio
nacional ya se habría producido debido a la división del territo-
rio en tres ordenamientos jurídicos. Por esta razón el naciona-
lismo tendría que asumir la misión de integrar los seis territo-
rios bajo la protección de unas instituciones nacionales. Con el
lema Zazpiak Bat (las siete en una) se hace referencia al objeti-
vo de unir institucionalmente a las consideradas como siete pro-
vincias de la nación vasca. Éste es un objetivo que defienden
todos los representantes del nacionalismo vasco, si bien los pro-
cedimientos y los ritmos para llegar a él difieren entre las dis-
tintas corrientes. Frente a un nacionalismo moderado y gra-
dualista que busca mayores cotas de soberanismo a partir de
las instituciones establecidas, encontramos un nacionalismo
rupturista que pretende desbordar a corto plazo las institucio-
nes establecidas para crear otras nuevas que comprendan todo
el territorio nacional. En este caso la soberanía se plantea en
una relación más estrecha con el reclamo de la territorialidad.
Los interdictos que hacen del territorio nacional un objeto sa-
grado se observan también cuando, a propósito del debate so-
bre la autodeterminación, se plantea la cuestión del derecho
que podría asistir a algunos territorios «vascos» para poder au-
todeterminarse unilateralmente en el supuesto de que el País
Vasco (CAV) o Euskal Herria (los seis territorios) lo hicieran.
Dejando a un lado el caso de Navarra y el del País Vasco fran-
cés, incluso dentro del territorio «nacional», controlado por el
parlamento y el gobierno «nacional», podría haber territorios
que reclamasen, caso de que el País Vasco alcanzase la sobera-
nía, la capacidad de autodeterminarse con el objetivo de per-
manecer como parte de España. Éste podría ser el hipotético
camino seguido por una provincia (o herrialde) como Álava, en
donde la presencia nacionalista vasca no es tan fuerte como en

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Guipúzcoa o Vizcaya.8 Ante ello el nacionalismo vasco reaccio-
na negando esta posibilidad que supondría una nueva profana-
ción del territorio nacional.
En el caso de Quebec el carácter sagrado del territorio nacio-
nal se ha visto nítidamente a medida que se ha ido desarrollando
el debate sobre la autodeterminación a raíz del referendum de
1995. Es necesario señalar que una parte del territorio que el na-
cionalismo quebequense considera «su» territorio nacional es
también en el que ancestralmente han vivido las naciones au-
tóctonas que han estado allí establecidas mucho antes de que
vinieran los pobladores franceses. En el territorio de Quebec se
asientan once naciones autóctonas, diez amerindias y una inuit
(esquimales), con un total aproximado de 80.000 personas: 70.000
amerindios y 10.000 inuits. En total los autóctonos suponen un
1 % de la población quebequense. En el territorio de Quebec tam-
bién se encuentran zonas en las que habita una mayoría anglófo-
na que se siente parte de la nación canadiense. A raíz de las de-
mandas soberanistas, esta población defiende la tesis de la parti-
ción de Quebec en caso de que éste alcanzase la independencia.9
El nacionalismo quebequense niega esta posibilidad al conside-
rar a la población anglófona como una minoría dentro del terri-
torio de la nación quebequense. En el caso de las naciones autóc-
tonas su argumentación resulta más problemática. El gobierno
de Quebec reconoce la existencia de esas naciones y su derecho a
la autonomía gubernamental, e incluso algunos nacionalistas que-
bequenses defienden que, llegado el caso de que Quebec alcanza-

8. Así se ha planteado en alguna ocasión desde la Diputación General de Álava


en los momentos en que el debate sobre el sujeto de la autodeterminación y la
delimitación territorial se hacía presente. Véase El País, 11 de abril de 2000, p. 21.
9. Las tesis particionistas se han desarrollado en Quebec conforme la de-
manda soberanista ha ido en ascenso (Charron, 1996). Son varios los argumen-
tos que se esgrimen para la «partición» de Quebec, pero el que aquí quiero
destacar es el que hace referencia a consideraciones étnicas: «Los separatistas
de Quebec deberían empezar a acostumbrarse a la idea de un Quebec indepen-
diente más pequeño que la actual provincia. Después de todo, un Quebec más
pequeño sería compatible con el concepto de autodeterminación de los francó-
fonos de Quebec en tanto que pueblo. Ellos predominan de manera aplastante
en el interior de las tierras del San Lorenzo que pasarían a ser el corazón del
nuevo Estado independiente» (J. McGarry, citado en Sarra-Bournet, 1995). Por
su parte, el gobierno de Ottawa ha señalado en repetidas ocasiones la inevitabi-
lidad de negociar las fronteras de Quebec en caso de secesión.

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ra la independencia, dichas naciones deberían también disponer
del derecho de autodeterminación. No obstante, este reconoci-
miento no tiene una traducción política directa, ya que, aunque
se reconoce la existencia de esas naciones, no se admite que la
hipotética autodeterminación de alguna de ellas pudiera supo-
ner la partición de Quebec y la violación de su integridad territo-
rial. Tampoco se admite que las minorías anglófonas, que son
mayoritarias en determinadas regiones de Quebec, puedan sece-
sionarse para permanecer en la nación canadiense en el caso hi-
potético de que aquél se independizase.
El derecho de autodeterminación de las naciones autócto-
nas es un elemento que amenaza la integridad territorial de Que-
bec en el caso de un eventual triunfo de las tesis independentis-
tas. El asunto es especialmente relevante en el norte de este te-
rritorio, en el que los pueblos autóctonos, a pesar de contar con
pocos miembros, son mayoritarios, ya que esta zona de vastas
proporciones está escasamente poblada. Por esta razón los re-
presentantes de las llamadas Primeras Naciones niegan que és-
tas sean «minorías» de Quebec: «los Cree no somos una mino-
ría. Somos pocos, pero nuestro estatuto es el de un pueblo abori-
gen y una de las Primeras Naciones. Nosotros no somos naciones
nativas de Quebec. Nosotros no somos indios de Canadá. Somos
nuestro propio pueblo. Vivimos aquí desde hace miles de años»
(Coon Come, 1995: 8). Los representantes de las Primeras Na-
ciones alegan que el estatuto de minoría que el gobierno quebe-
quense les atribuye sólo se justifica a partir de un recorte intere-
sado del territorio por parte de los nacionalistas quebequenses,
los cuales han marcado unas fronteras que poco tienen que ver
con la historia de las naciones autóctonas que se expanden más
allá de Quebec: «Los líderes aborígenes rechazan la etiqueta de
“minoría” como una maniobra ofensiva utilizada para relegar a
los pueblos autóctonos a un estatuto inferior (al de la mayoría de
los francófonos de Quebec) así como para permitir a los fran-
cófonos de Quebec reclamar el derecho sobre los territorios au-
tóctonos» (Turpel, 1995: 49). Estas discrepancias han conducido
al enfrentamiento de algunas naciones indígenas con el nacio-
nalismo quebequense, al que acusan de ser étnico: «el naciona-
lismo de los separatistas de Quebec es un nacionalismo étnico
basado en los ancestros y en la lengua y se tendría que hacer
un gran esfuerzo para negar este hecho» (Coon Come, 1995:

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13).10 Con vistas al referendum de 1995 las organizaciones indí-
genas mostraron su rechazo a la independencia de Quebec. Los
Cree y los Inuits señalaron que en tal caso utilizarían su propio
derecho a la autodeterminación para permanecer en Canadá,
con nada más y nada menos que el 60 % de las tierras de Quebec
que poseen (Beaucage, 1997: 77; Hodgins y Cannon, 1995).
El problema ante el que nos encontramos tanto en Quebec
como en el País Vasco reside en la delimitación del territorio que
quedaría sujeto al derecho de autodeterminación. Es decir, cuá-
les serían las entidades territoriales en las que se podría ejercer
autónomamente la autodeterminación y en función de qué cri-
terio se justificaría tal delimitación. Estos criterios pueden ser
fijados por las fronteras administrativas, por las fronteras étni-
cas, por derechos históricos, etc. Las diferencias entre los nacio-
nalismos de Quebec y el País Vasco son también en este aspecto
muy significativas, dada la relación entre el territorio delimitado
administrativamente y el territorio considerado nacional. En el
caso del nacionalismo quebequense ambos territorios coinciden,
de tal manera que aquél considera que la autodeterminación
debería ser ejercida dentro de la unidad administrativa ya esta-
blecida que es la provincia de Quebec. De este modo, la autode-
terminación puede ser realizada sin tener en cuenta a otras na-
ciones que disponen de su territorio dentro de esa unidad admi-
nistrativa, como sucede con las naciones aborígenes. Este caso
nos sitúa ante la cuestión de quién debe ser el sujeto de la auto-
determinación: ¿las provincias o las naciones? Y en caso de afir-
mar que son estas últimas, ¿cómo se deben delimitar?, ¿aten-
diendo a unidades administrativas ya establecidas en las que
pueden habitar otras naciones? En Quebec, no sólo las naciones
autóctonas, sino también los angloquebequenses pro-canadien-
ses defienden su derecho a la autodeterminación. Como antes
indicaba, esta defensa suele apoyarse en argumentos étnicos,
señalando que, si Quebec llega a separarse, la partición de este
territorio debería trazarse en función de las fronteras étnicas. Es
decir, el nuevo Estado debería sólo incluir el territorio en el que

10. Por su parte, los nacionalistas quebequenses sostienen que el naciona-


lismo canadiense ha apoyado al nacionalismo autóctono, favoreciendo así
una «alianza objetiva» con los particionistas cuya finalidad es contener los
reclamos soberanistas de Quebec (Charron, 1996).

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han habitado históricamente los quebequenses francófonos, de
tal manera que el Estado de Quebec no podría tener las mismas
fronteras que las de la actual provincia canadiense (Bercuson y
Cooper, 1991). Cuando esto se arguye, el nacionalismo quebe-
quense responde con argumentos propios de una definición na-
cional cívica o inclusiva que apela a la comunidad política.
Se observa, por tanto, una tensión entre las bases étnicas del
movimiento nacional y la concepción territorial de la ciudada-
nía, ya que el nacionalismo quebequense reclama el derecho de
autodeterminación en función de la historia de la etnia franco-
canadiense; un derecho que se pretende ejercer en un territorio
más amplio que aquél en el que se asienta esa etnia, y que se
delimita a partir de las fronteras administrativas de la provincia
de Quebec dentro de la federación canadiense (Moore, 1998:
139).11 El nacionalismo quebequense ha superado, en buena
medida, la antigua definición étnica, que ha sido sustituida por
una definición más inclusiva de la nación. Pero esta nueva con-
cepción se torna excluyente en la medida en que no admite que
las naciones autóctonas que se encuentran en ese territorio pue-
dan ejercer su derecho de autodeterminación del mismo modo
que aquél lo reivindica para tener la posibilidad de ejercerlo con
respecto a Canadá. Es decir, se afirma que Québec n’est pas divi-
sible, puesto que la soberanía, basada en la territorialidad, no
admite la violación de la integridad territorial. Es la propia trans-
formación de la identidad nacional, desde el nacionalismo étni-
co al nacionalismo que prima lo territorial, la que explica aque-
lla contradicción: «puesto que han definido de manera razona-
ble la soberanía sobre la base no de la etnicidad sino del territorio,
es la integridad territorial de la nación de Quebec la que infunde
la carga más fuerte de soberanía» (Whitaker, 1998: 303).

11. M. Moore señala que, en los casos de conflicto nacional donde hay un
grupo nacional mayoritario que puede controlar un nuevo Estado, la concep-
ción territorial de la ciudadanía puede resultar un medio mediante el cual ese
grupo nacional mayoritario extienda su control sobre un territorio mayor al
que habita. Según esta autora, en estos casos el principio de las fronteras
administrativas como delimitador del derecho de autodeterminación no tiene
legitimidad moral (Moore, 1998: 140). Sobre la justificación moral de la auto-
determinación nacional y el conjunto de argumentos que la sostienen puede
verse A. Margalit y J. Raz (1997).

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4. La comunidad nacional, la violencia y lo sagrado

Una de las versiones de la tesis del nacionalismo como reli-


gión de la modernidad nos presenta a éste como una religión
de sacrificio sangriento. Según esta interpretación, el carácter
religioso del nacionalismo deriva de su inherente relación con
la violencia sacrificial. Ésta es la tesis que defienden C. Marvin y
D. W. Ingle en su libro Blood Sacrifice and the Nation, cuya argu-
mentación, aunque deriva del estudio del nacionalismo norte-
americano, se plantea como una teoría general del nacionalis-
mo que pretende desafiar las teorías de B. Anderson, E. Gellner
o L. Greenfeld, a las que se reprocha la escasa atención que han
prestado a la violencia sacrificial como mecanismo de confor-
mación de las naciones. Para C. Marvin y D. W. Ingle (1999), la
nación es «una comunidad de sangre y no de texto». Partiendo
de la obra de Durkheim, estos autores indagan en la idea del
«principio totémico» que permite la integración grupal. Con una
argumentación que recoge la tesis de R. Girard sobre la violen-
cia y lo sagrado, sostienen que el tabú en el que se fundamenta la
existencia del grupo es el conocimiento de que el vínculo social
depende de la muerte sacrificial en nombre del propio grupo. Es
decir, lo que mantiene cohesionada a la nación es el sacrificio de
uno de sus miembros, de tal modo que el fundamento último
de la comunidad nacional es la violencia.12
Aunque la violencia sacrificial puede desempeñar un papel
importante en la conformación o desarrollo de las naciones, sin
embargo, resulta problemático afirmar que la esencia del vínculo
nacional deriva de dicha violencia. A mi modo de ver, no es defen-
dible una teoría general del nacionalismo que sostenga que la
nación y la violencia están inextricablemente unidas. Si bien por
sus particulares características, en determinados nacionalismos,
como el norteamericano, esta relación es más estrecha, lo cierto
es que el estatuto de esta tesis es limitado cuando pretende ser
generalizada al nacionalismo tout court. En este sentido, la com-
paración de los nacionalismos vasco y quebequense puede servir
para examinar algunos aspectos importantes sobre la relación entre
la comunidad nacional, la violencia nacionalista y lo sagrado.

12. Para profundizar en la teoría de C. Marvin y D. W. Ingle ver los capítu-


los tres y cuatro.

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En el anterior capítulo hemos visto cómo el «nuevo» naciona-
lismo que nace en Quebec y el País Vasco en los años sesenta y
setenta del siglo XX se alimenta de las transferencias de sacralidad
derivadas del proceso de secularización de la Iglesia. Esa transfe-
rencia de sacralidad ha servido en ocasiones como elemento expli-
cativo de la violencia nacionalista protagonizada por el FLQ y ETA.
No obstante, partiendo de un escenario similar, el curso de la vio-
lencia en los dos nacionalismos ha sido bien diferente, lo cual nos
puede servir para ilustrar las diferentes maneras en que se relacio-
nan la comunidad nacional, lo sagrado y la violencia sacrificial.
En el País Vasco ETA nace en 1959, pero no es hasta 1968
cuando mata por primera vez y muere el primer etarra, T. Etxe-
barrieta. Estos años, como acabo de señalar, coincidieron con un
proceso de secularización que afectó a la Iglesia y que dio lugar a
un proceso de transferencia de sacralidad que sirvió de impulso
para el desarrollo de ETA. Uno de los resultados de este proceso
de transferencia de sacralidad fue la concepción que empezaron a
tener los etarras de «la política como sacramento». J. Zulaika
(1990) ha profundizado en ello a partir de una descripción etno-
gráfica del pueblo de Itziar. En su libro Violencia Vasca, este an-
tropólogo se centra en la evolución de un grupo de jóvenes de esa
localidad que ingresaron en ETA después de haber formado par-
te del movimiento de acción católica Herri Gaztedi. Dos son los
momentos significativos en la biografía de este grupo de jóvenes:
su fuerte militancia religiosa tras una etapa de correrías juveniles
y su posterior abandono de la institución eclesiástica para inte-
grarse en ETA. En su descripción, J. Zulaika nos muestra los cam-
bios que afectaron a la vida sacramental de dicha localidad du-
rante los años sesenta del siglo pasado y que resultaron cruciales
en la trayectoria de ese grupo de jóvenes. Entre ellos destaca la
organización por parte de algunos sacerdotes de conversaciones
privadas con los jóvenes católicos más activos en las que se ha-
blaban de asuntos personales y sociales. De este modo, estas con-
versaciones, que antes sólo tenían lugar durante la confesión,
perdieron su carácter sacramental al mismo tiempo que contri-
buyeron a la «resacramentalización de la experiencia diaria» (ibí-
dem: 71-74). En este nuevo contexto, la política empezaba a vivir-
se como sacramento y el sacrificio de los etarras era su concre-
ción más sublime: «[...] se produjo en Itziar un significativo cambio
de actitud hacia los sacramentos durante los años sesenta [...]

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Algunos curas abandonaron el sacerdocio y mostraron así con su
propio ejemplo que los lazos sacramentales no eran absolutos.
Las lecciones de desacramentalización por las que pasó Itziar
disociaban el carácter religioso de sus aspectos más sacramenta-
les y mágicos. No obstante, con la desacralización de los símbo-
los y ritos religiosos se dio énfasis a la resacramentalización de la
vida como un todo [...] los sacerdotes podrían secularizarse, pero
la otra cara del argumento era que todos comparten el sacerdo-
cio que reside en última instancia en la comunidad de creyentes.
La realización de este compromiso sacramental en el terreno
político quedaba ilustrada de forma inequívoca por los sacrifi-
cios de los etarras» (Zulaika, 1990: 325).
Asumiendo el legado girardiano de la inextricable relación
entre lo sagrado y la violencia, J. Zulaika hace hincapié en el
modo en que el sacrificio por la patria adopta para los primeros
etarras la forma de sacramento. Aquí lo que me interesa desta-
car es la relación que esta violencia sacralizada guarda con la
conformación de la comunidad nacional. El propio J. Zulaika
nos da cuenta del contexto religioso en el que esta relación se
produjo: «Inevitablemente, la población nacionalista percibió el
patriotismo de sus mártires de ETA en un horizonte de transcen-
dencia aprendido en primer lugar en la Iglesia» (ibídem: 308).
A este respecto, prestemos atención a la interpretación de
J. Juaristi sobre el proceso de transferencia de sacralidad que acon-
teció en los años sesenta del siglo XX como resultado del proceso
de secularización. La nación pasaba a cubrir el vacío de religión
originado por dicho proceso. Según J. Juaristi, esta transferen-
cia se consiguió gracias a la violencia: «el abertzalismo en su con-
junto necesitaba de la violencia etarra para forzar la transferen-
cia de sacralidad a la nación, único medio de reconstruir la co-
munidad nacionalista» (Juaristi, 1999: 114). Desde este marco
analítico, J. Juaristi interpreta el asesinato de la primera víctima
de ETA, el guardia civil Pardines, y la posterior muerte de J. Eche-
varrieta: «La comunidad vasco-nacionalista se reconstruyó so-
bre un pacto de sangre (caiga sobre nosotros la sangre de Pardi-
nes y sobre ellos la de Echevarrieta). Una parte considerable de
la sociedad vasca dio su asentimiento tácito a la muerte del guar-
dia civil al hacer del etarra una víctima inocente» (ibídem: 129).
En línea con la hipótesis de R. Girard, lo sagrado hacía presen-
cia en torno a la muerte de una víctima propiciatoria, que pasa-

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ba por ello a ser un elemento imprescindible para la cohesión
simbólica de la comunidad nacionalista.13
En el caso vasco la violencia etarra actuó como elemento de
cohesión simbólica para una comunidad nacionalista que había
sido reprimida y silenciada en la esfera pública. En los años se-
senta la violencia de ETA fue vista por una parte de la comunidad
nacional como un elemento de visibilidad de la hasta entonces
«sociedad del silencio» de la posguerra (Pérez-Agote, 2006: 96-
101). La aparición de ETA cumplió además un papel central en la
delimitación de las fronteras del «nosotros nacional» que se ha-
bían visto difuminadas con respecto al nacionalismo aranista de
preguerra. En esta línea, J. Aranzadi (2001: 513-514) señala la
falta de referentes simbólicos que tenía la comunidad nacionalis-
ta como consecuencia de varios procesos entrecruzados: el aban-
dono de la raza y la religión como rasgos étnicos y su sustitución
por el euskera, que se encontraba muy debilitado; la difumina-
ción de la oposición al maketo, debido al acercamiento del nacio-
nalismo etarra tanto al socialismo como a los inmigrantes; y el
cuestionamiento por una parte de la población de la identifi-
cación de la comunidad nacionalista con el pueblo vasco. Según
J. Aranzadi (2001: 514), «fue en ese problemático contexto ideo-
lógico en el que ETA se decantó por la “lucha armada”: un meca-
nismo socio-simbólico más poderoso que toda ideología irrum-
pió en escena —la violencia y la muerte— imprimiendo a sangre y
fuego su sello cohesivo y diferenciador sobre los nuevos “vascos”».
Cuando apareció la violencia etarra, una parte de la comunidad
nacionalista, que se había formado en grupos de católicos mili-
tantes al amparo de la Iglesia, abandonó esta institución y se hizo
visible en la esfera pública. Como señalaba J. Zulaika (1990: 32),
refiriéndose a ese periodo histórico, «las armas de ETA han saca-
do a la juventud vasca de las iglesias y los seminarios».
La violencia nacionalista también apareció en Quebec en
los años sesenta del pasado siglo, pero, a diferencia del País Vas-
co, tuvo una corta historia. Tras la Rebelión de Los Patriotas en
1837-1838, la violencia nacionalista no volvió a Quebec hasta la
aparición del FLQ. Su manifiesto de 1963 fue la presentación en

13. A partir de la obra de J. Juaristi, M. Azurmendi (2000) ha aplicado


explícitamente las hipótesis de R. Girard en «La resacralización del naciona-
lismo vasco».

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la escena política de un movimiento que se declaraba revolucio-
nario e independentista y que hacía un llamamiento a los pa-
triotas de Quebec para que tomasen las armas y luchasen por la
revolución y la independencia nacional. Procedentes de Le Ras-
semblement pour l’Indépendance Nationale (RIN), los fundado-
res del FLQ tenían como objetivo la independencia como paso
previo para realizar la revolución social. Ideológicamente el FLQ
bebía de las fuentes del marxismo y del tercermundismo, en los
que se inspiraba para sostener que Quebec era una colonia bri-
tánica. En lo que respecta a su estructura organizativa, carecía
de un aparato central, participando sus militantes en células entre
las que no había comunicación. Hasta el año 1967 el FLQ atentó
contra edificios de instituciones que eran símbolo de la Corona
Británica y del federalismo. En 1963 en uno de estos atentados
con bomba murió el vigilante de un centro de reclutamiento del
ejército canadiense, tras lo cual fueron arrestados los miembros
de la primera célula felquista. En 1966 se incorporan a las filas
del FLQ los que son considerados como los ideólogos de la orga-
nización, Pierre Vallières y Charles Gagnon, que pronto fueron
detenidos y encarcelados.14 Entre 1968 y 1970 los felquistas hi-
cieron explotar cerca de sesenta bombas contra las institucio-
nes capitalistas dominantes. Pero los acontecimientos que die-
ron más protagonismo al FLQ y que condujeron, en última ins-
tancia, a su desaparición fueron los que se produjeron durante
la conocida como «crisis de octubre» de 1970. En ese mes una
de las células felquistas decidió dar un salto cualitativo y secues-
tró al diplomático inglés James Richard Cross. A cambio de su
liberación, el FLQ exigía varias condiciones, entre las que se
contaba la liberación de una veintena de sus miembros que es-
taban encarcelados. Las exigencias de los felquistas no fueron
satisfechas, excepto en lo que se refería a la lectura de un mani-
fiesto en la televisión Radio-Canada, la cual provocó un cierto
entusiasmo entre la población nacionalista más joven. Mientras
tanto otra de las células del FLQ que se encontraba en Estados
Unidos retornó a Quebec y secuestró a Pierre Laporte, vice-pri-

14. Sucedió en el otoño de ese mismo año en Nueva York, a donde habían
acudido para sensibilizar a la comunidad internacional sobre el independen-
tismo quebequense. Fue en su estancia en la cárcel de Estados Unidos donde
P. Vallières escribió su libro más influyente Nègres blancs d’Amérique.

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mer ministro de Quebec y ministro de inmigración y de trabajo.
Ante esta situación, el gobierno federal canadiense, dirigido por
el primer ministro P. E. Trudeau, decidió poner en vigor la «Ley
de las medidas de guerra» y envió a las tropas federales a Que-
bec. Cientos de personas fueron arrestadas —en algunos casos
sin el respeto de las garantías constitucionales— entre ellas líde-
res sindicales y miembros del Parti Québécois. Los acontecimien-
tos se precipitaron y una de las células del FLQ asesinó al minis-
tro P. Laporte mientras que el diplomático británico fue libera-
do dos meses más tarde. Algunos miembros del FLQ fueron
arrestados poco tiempo después y otros se refugiaron en Cuba.
Aunque posteriormente permaneció viva alguna célula felquis-
ta, sin embargo, tras la crisis de octubre, el FLQ no causó más
atentados mortales.
Si comparamos el nacimiento y desarrollo de la violencia
nacionalista en Quebec y el País Vasco, encontraremos diferen-
cias significativas en muchos aspectos. Las que aquí me interesa
destacar son las que hacen referencia al tema que me ocupa: la
relación de esta violencia con lo sagrado y la integración simbó-
lica de la comunidad nacional(ista).
En primer lugar, hay que destacar que, a diferencia de lo que
ocurrió en ETA con la figura de T. Etxebarrieta, ningún felquista
murió en enfrentamientos con la policía. No hubo como en el
caso de ETA una víctima sacrificial que pudiera desempeñar el
papel de mártir de la comunidad nacional. El afianzado Estado
democrático canadiense no perdió tampoco por ello legitimidad
a ojos de la población de Quebec. Además el salto cualitativo de
los secuestros de octubre de 1970 no tuvo como resultado, como
así esperaba el FLQ, la adhesión mayoritaria de la sociedad de
Quebec. Al contrario, el asesinato del ministro P. Laporte hizo
que el apoyo a los felquistas fuera minoritario.
En segundo lugar, hay que destacar que la entrada en escena
del FLQ no tuvo lugar en una «sociedad del silencio», como su-
cedió en el País vasco con ETA, sino que se produjo cuando el
nacionalismo quebequense empezaba a sentir que tomaba las
riendas del destino nacional gracias a la Revolución tranquila,
periodo en el que la administración de la provincia de Quebec
llevó a cabo importantes medidas en beneficio de la comunidad
francófona. Este hecho pudo contribuir a la falta de apoyo al
FLQ por parte de las clases medias francófonas, ya que el desa-

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rrollo de la administración provincial generaba grandes expec-
tativas para estas clases, que, tras la secularización de la institu-
ción eclesial, encontraban en ella un mecanismo de movilidad
social en el seno de su lengua y cultura nacionales. Pero aten-
diendo a la integración simbólica de la comunidad nacional,
quizás el hecho más importante, junto con el papel jugado por el
«Estado» de Quebec, fue el ascenso del Parti Québécois, que na-
ció en 1968 bajo el liderazgo de R. Lévesque, quien había forma-
do parte del gobierno liberal en los años de la Revolución tran-
quila. Este partido se convirtió en el principal referente simbóli-
co de los defensores de la soberanía y/o la independencia de
Quebec, obteniendo el 23,1 % de los votos en las elecciones pro-
vinciales de abril de 1970 que volvió a ganar el Partido Liberal.
Tras ello, el Parti Québécois tuvo que hacer frente a la «crisis de
octubre», de la que las fuerzas independentistas salieron mal
paradas por la pérdida de apoyo popular. No obstante, tras esa
crisis se hacía cada vez más evidente que el Parti Québécois era
el principal referente de una opción soberanista que, frente a la
violencia del FLQ, apostaba decididamente por la vía parlamen-
taria. En este sentido resultó muy significativa la postura del que
fuera uno de los principales ideólogos del felquismo, P. Vallières,
quien en 1971 anunció que había abandonado el FLQ y que re-
nunciaba al terrorismo. Argumentaba que esa organización era
superflua debido a la existencia del Parti Québécois, el cual po-
día conseguir los objetivos nacionalistas por la vía política con-
tando para ello con el apoyo de la población que quería conquis-
tar la soberanía nacional. Este partido fue poco a poco consi-
guiendo mayor apoyo entre la población de Quebec, obteniendo
en las elecciones provinciales de 1973 el 30,2 % de los votos. En
1976 el Parti Québécois alcanzó el gobierno de Quebec tras una
victoria electoral en la que obtuvo el 41,1 % de los sufragios con
un programa que defendía la soberanía-asociación con el resto
de Canadá y que acabó concretándose en el referendum de 1980.
En definitiva, lo que quiero destacar es que en el plano sim-
bólico la diferencia fundamental entre el caso quebequense y el
vasco se encuentra en el hecho de que en este último la violencia
nacionalista desempeñó un papel importante, en tanto que per-
mitió la continuidad simbólica de una comunidad nacionalista
que había sido reprimida y silenciada en la esfera pública. Por el
contrario, en Quebec la comunidad nacionalista se encontraba

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en un momento de expansión y no necesitaba de una re-crea-
ción de la comunidad nacional procedente de la violencia.
El caso de Quebec nos permite constatar que la nación no es
una comunidad de sangre que necesite la violencia sacrificial
para conseguir su cohesión. Desde los años setenta la violencia
nacionalista, salvo casos aislados, no ha vuelto a aparecer en
Quebec y en este periodo el nacionalismo ha estado a punto de
conseguir el apoyo mayoritario de la población para acceder a la
soberanía. Es más, la ausencia de violencia ha sido un factor
decisivo para conseguir la cohesión de la comunidad nacionalis-
ta agrupada en torno a un Parti Québécois que siempre se ha
desmarcado de la violencia.
El caso vasco también sirve para mostrar que la violencia
nacionalista no tiene que ser necesariamente un elemento que
propicie la integración de la comunidad nacionalista, ya que tam-
bién se puede producir lo contrario. Frente a lo que sucedió con
la aparición de ETA, en tiempos recientes la violencia etarra ha
sido uno de los principales aspectos que dividía a la comunidad
nacional(ista). Como señalaba A. Pérez-Agote, «la violencia de
ETA (rompía) el continuo simbólico del nacionalismo, realza(ba)
la dimensión interna del conflicto vasco sobre la externa» (Pé-
rez-Agote, 2001: 134). A diferencia de lo que pasaba en el anti-
franquismo, posteriormente la violencia nacionalista no integró
simbólicamente a la comunidad nacional(ista). Así, la firma del
Pacto de Lizarra fue un momento de inflexión en el nacionalis-
mo, ya que se ponían las bases para un acuerdo entre las dife-
rentes sensibilidades nacionalistas. Pero la ruptura de la tregua
de ETA y sus posteriores atentados condujeron a la quiebra de
un acuerdo que eventualmente cohesionó a dicha comunidad
frente al Estado español. No obstante, la violencia sacrificial ha
podido seguir cumpliendo un papel integrador en los términos
de la tesis girardiana que defienden C. Marvin y D. W. Ingle. En
efecto, las dinámicas que pone en marcha esta violencia sacrifi-
cial han actuado como elemento cohesionador, no para la co-
munidad nacional(ista) como un todo, sino para la comunidad
de la izquierda abertzale. Sin embargo, hay que señalar que, in-
cluso antes de que ETA anunciase que abandonaba la lucha ar-
mada, la violencia etarra había dejado de ser ese elemento cohe-
sionador de la izquierda abertzale.

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5. El nacionalismo y la integración simbólica

Llegado al final de este capítulo voy a detenerme en la rela-


ción que guarda el nacionalismo con la integración simbólica de
las sociedades modernas. Volvamos para ello a la obra de Durk-
heim, en la que encontramos el origen de la tesis que defiende
que el nacionalismo es la religión de la modernidad. Según esta
tesis, tras la secularización del cristianismo, la nación sería la
encargada de cumplir la función de integración socio-simbólica.
Con su sociología, Durkheim, como «sumo sacerdote» y «teólo-
go de la religión civil francesa» (Bellah, 1973: XVII), buscaba la
unidad de su nación que se hallaba dividida en dos idearios po-
líticos enfrentados y excluyentes: el clerical y el republicano. Este
último trataba de identificar la Nación con la República confor-
me a los principios de la Revolución de 1789. Como intelectual
orgánico de la III República, Durkheim puso la sociología al ser-
vicio de esta causa. Una ciencia social positiva que mostraba
que en la modernidad el objeto de culto religioso necesario para
la cohesión social era la humanidad, pero, puesto que ésta era
un ideal abstracto, la realización de la religión de la humanidad
pasaba por la realización del ideal patriótico. De esta manera,
Durkheim se convirtió en un gran defensor del patriotismo fran-
cés como objeto de una religión civil con pretensiones universa-
les.15 Apoyándose en su sociología, Durkheim defendía la «na-
ción cívica», que, como es sabido, encuentra en el caso francés
su prototipo. La nación «a la francesa» busca la integración sim-
bólica sobre el fundamento de una comunidad política formada
por los habitantes del territorio controlado por el Estado. Éste es
el que da lugar a la nación fomentando un sentimiento de perte-
nencia al Estado-nación y anulando otras posibles lealtades ét-
nicas. En el caso francés, que fue la experiencia en la que se basó
Durkheim, el Estado consiguió conformar un fuerte sentimien-
to nacional con una escasa contestación en las zonas periféri-
cas. El postulado durkheimiano de la nación como mecanismo
de integración simbólica de las sociedades modernas se cumplía
de forma ejemplar en un país como Francia, en el que sociedad y
nación coinciden, definiéndose la sociedad como «sociedad na-
cional» y ésta como nación francesa. Pero allí donde el Estado

15. Ver Santiago (2012b).

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fue incapaz de promover un único sentimiento nacional, la na-
ción deja de cumplir ese papel de integración social, al menos si
por ésta entendemos la integración de la sociedad del Estado-
nación, que es el referente que tenían en mente los clásicos de la
sociología cuando se referían a la «sociedad». Eso es lo que su-
cede en el Estado español y en el canadiense en localizaciones
geográficas como el País Vasco y Quebec. En ellas la sociedad y
la nación no coinciden, ya que no hay un sentimiento de perte-
nencia nacional que resulte hegemónico. En estos casos, como
en otros de las llamadas «naciones sin Estado», estas socieda-
des, que no tienen importantes problemas de integración fun-
cional, tienen, sin embargo, graves problemas de integración sim-
bólica como consecuencia de las diferentes y enfrentadas identi-
dades nacionales que encontramos en su seno. Dos definiciones
de la realidad pretenden ser hegemónicas a la hora de categori-
zar a la sociedad como nación. Por un lado, la de los nacionalis-
mos de Estado, tanto español como canadiense, que, recono-
ciendo la particularidad de las sociedades vasca y quebequense,
niega que éstas sean naciones en pie de igualdad con las nacio-
nes española y canadiense.16 Por otro lado, la definición de los
nacionalismos quebequense y vasco, los cuales, a partir de esa
particularidad cultural, defienden la existencia de una nación y
de un derecho de autodeterminación. El conflicto simbólico nace
del choque de estas dos definiciones nacionales.
En lo que sigue voy a detenerme a comparar los casos de
Quebec y el País Vasco para dar cuenta de la cuestión de la inte-
gración simbólica en estas sociedades divididas por identidades
nacionales enfrentadas. Para ello, en primer lugar, me centraré
en la concepción de la nación y la ciudadanía que tienen los na-
cionalismos vasco y quebequense. Ambos suelen ser acusados de
ser nacionalismos étnicos que hacen imposible la integración de
la sociedad, ya que desde sus orígenes hasta la actualidad ha-
brían utilizado los métodos y perseguirían los fines de la «exclu-
sión étnica». Por ello, profundizaré en la cuestión de si los nacio-
nalismos vasco y quebequense propician la inclusión o la exclu-

16. El caso de Quebec es distinto al del País Vasco, ya que, como vamos a
ver, desde noviembre de 2006, el Gobierno Federal reconoce «que los quebe-
quenses forman una nación», si bien ésta queda supeditada a la canadiense
en la medida en que debe permanecer «dentro de un Canadá unido».

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sión étnica en función de su concepción de la nación. Se trata de
ver cuál es el «nosotros nacional» actual y su grado de integra-
ción o exclusión con respecto a otras identidades. Y hacerlo, como
lo he hecho hasta ahora, con la finalidad de comparar ambos
nacionalismos. Para adentrarme en este asunto, previamente re-
tomaré el debate sobre las categorías de lo étnico y lo cívico como
casillas en las que se clasifican a los nacionalismos. Estas catego-
rías, cuya utilización es recurrente en la teorización sobre el na-
cionalismo, pueden sernos de utilidad para retomar y poner al
día la cuestión que tanto preocupaba a Durkheim sobre la inte-
gración simbólica de las sociedades modernas. Para finalizar, me
detendré a comparar los casos de Quebec y el País Vasco en lo
que respecta a una de las cuestiones centrales para la integración
simbólica de las sociedades atravesadas por conflictos naciona-
les. Me refiero a la cuestión del reconocimiento de las naciones y
del derecho a la autodeterminación. El reconocimiento de Que-
bec como una nación por parte del Gobierno Federal de Canadá
me conduce a explorar hasta qué punto nos encontramos ante
un proceso de desacralización del derecho de autodeterminación.

5.1. Las casillas clasificatorias de lo étnico versus lo cívico

Como antes señalaba, cuando Durkheim veía en la nación


un nuevo principio de integración simbólica de las sociedades
modernas tenía en mente el modelo de «nación cívica» propio
de Francia. En este país la integración era posible gracias al Es-
tado, que conforme a los principios de 1789 extendía los dere-
chos de ciudadanía a todos los habitantes del territorio que eran
considerados —por el mero hecho de haber nacido en él— como
miembros de la nación francesa. Para algunos autores france-
ses, como D. Schnapper, este concepto de nación como «comu-
nidad de ciudadanos» es el que permite la integración en las
sociedades modernas. Esta autora sostiene que, frente a las so-
ciedades premodernas, en la modernidad el vínculo social es
posible gracias al vínculo político que proporciona la nación.
Por tanto, para que la integración sea posible, la nación debe
transcender mediante la ciudadanía la pertenencia a grupos
particulares (Schnapper, 2001: 49). No hay que olvidar que para
D. Schnapper el concepto de nación debe quedar exclusivamen-

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te limitado a la nación en tanto que «comunidad de ciudada-
nos».17 Frente al nacionalismo cívico, el nacionalismo étnico lle-
varía de forma inevitable a la desintegración de las sociedades,
debido a que su concepto de nación étnica, basado en la cultura,
conduciría a la exclusión de aquellos que no compartieran esa
cultura o no se identificaran con esa nación. Estas categorías de
lo cívico y lo étnico han sido las que han centrado el debate sobre
el carácter de los nacionalismos y las que han sido utilizadas
para dictaminar si un determinado nacionalismo propicia la in-
tegración o la exclusión étnica. No obstante, estas categorías han
sido utilizadas en muchos casos con una finalidad más política
que descriptiva. Por ello, en este apartado volveré sobre ellas
para mostrar su pertinencia para el estudio del nacionalismo.
Tras ello, estaremos en disposición de atender al carácter inte-
grador o excluyente de dos nacionalismos que habitualmente
son considerados como étnicos.
A. D. Smith, que ha prestado atención a los diferentes concep-
tos de nación, distingue la nación cívica, la étnica y la pluralista
con sus correspondientes nacionalismos (Smith, 1994). Según esta
clasificación, el nacionalismo cívico se caracteriza por entender
que «la nación es una unidad territorial, una comunidad política
que reside en su propio territorio histórico (que) pertenece exclu-
sivamente a dicha comunidad igual que ésta pertenece a su terri-
torio histórico» (ibídem: 8). Desde esta concepción, que, como he-
mos visto, es la que Durkheim tenía en mente y que deriva de la
Francia postrevolucionaria, la nación es entendida como una co-
munidad política de ciudadanos, que cuentan por ello con dere-
chos que son protegidos por el Estado nacional. Dentro de su ju-
risdicción territorial el Estado debe homogeneizar culturalmente
a la población extirpando de la esfera pública las culturas locales
o étnicas. Precisamente son estas culturas las que pueden servir
de fundamento para la formación de naciones étnicas. En este
caso las naciones son concebidas a partir de etnias preexistentes.
La lengua, la historia y las costumbres de la etnia se convierten en
las de la nación. La creencia que fundamenta esta concepción de
la nación es la genealogía: «los vínculos de una supuesta descen-
dencia informan lo más profundo de la concepción étnica. A tra-
vés de esos vínculos se puede hacer remontar los orígenes de la

17. Ver capítulo cinco.

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nación, y por tanto también su idiosincrasia, a un supuesto an-
tepasado remoto» (ibídem: 10). Frente a la defensa que hace el
nacionalismo cívico de la nación como comunidad política de ciu-
dadanos, para el nacionalismo étnico la nación tiene su razón de
ser en la comunidad étnica. Si la Francia postrevolucionaria es el
ejemplo de la concepción cívica de nación, en el caso del naciona-
lismo étnico los ejemplos que suelen citarse son el de Alemania y
los llamados nacionalismos periféricos. Junto a estas dos concep-
ciones «clásicas» de la nación, como A. D. Smith las define, en-
contramos una tercera: la «pluralista», en la que «el Estado nacio-
nal está compuesto de comunidades culturales diversas que se
mantienen unidas gracias a la acción de una cultura pública, pero
conservando un grado considerable de autonomía institucional
en aspectos como la educación, la vida ciudadana, las actividades
para el tiempo libre, la seguridad social y la prensa y la cultura en
lengua vernácula» (Smith, 1994: 18). Frente a las naciones cívica
y étnica, la nación pluralista se caracteriza por reconocer la diver-
sidad étnica bajo el paraguas de una cultura política unificadora.
El desarrollo de este tipo de nación ha tenido lugar en sociedades
de inmigración como Estados Unidos, Australia o Argentina.
Éstas son las casillas clasificatorias en las que los teóricos
sitúan a los nacionalismos y a las concepciones que éstos tienen
de la nación. ¿Dónde encuadrar a los nacionalismos vasco y que-
bequense? El propio A. D. Smith los cita como ejemplos de na-
cionalismo étnico, relacionando su carácter con el del naciona-
lismo de los Estados en los que se encuentran. Para ello sigue
una argumentación clásica, según la cual el desarrollo de los
nacionalismos étnicos sería el resultado del fracaso de los nacio-
nalismos cívicos. Así, señala que en Occidente podemos encon-
trar una cuota «inestable» de nacionalismo cívico en Francia,
Bélgica, España y Canadá (ibídem: 16).
Al hacer referencia a estos ejemplos, podemos apreciar la difi-
cultad que tienen estos conceptos para definir casos concretos de
nacionalismo. En mi opinión, agrupar bajo el concepto de «cívi-
co» los nacionalismos de Francia, España y Canadá puede condu-
cir a desvirtuar el propio concepto al convertirlo en un cajón de
sastre. En efecto, la asimilación de las culturas minoritarias en
nombre de una cultura mayoritaria tiene poco que ver en el cen-
tralizado Estado francés, en el Estado español de las autonomías
y en el Estado canadiense del multiculturalismo. A esto además

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hay que añadir que A. D. Smith utiliza también el caso de Canadá
como ejemplo de nación pluralista, lo que conduce a trastocar un
poco más las posibilidades clasificatorias de estos conceptos.
No obstante, estas dificultades no nos deberían llevar, en un
principio, a desdeñar estos conceptos,18 sino a repensar los na-
cionalismos teniendo en cuenta su carácter dinámico y las trans-
formaciones que experimentan, debido, en buena medida, a su
relación con otros nacionalismos.19 Sólo así, mostrando el carác-
ter dinámico y relacional del nacionalismo y utilizando de forma
flexible los conceptos de étnico, cívico y pluralista, éstos pueden

18. Con el propósito de superar estas dificultades, algunos autores, como


M. Seymour, apuestan por nuevos conceptos de nación, como el de «nación
sociopolítica» con el que se hace referencia a la nación quebequense. Según
este autor, una nación sociopolítica puede aparecer cuando una comunidad
lingüística, concentrada en gran número sobre un territorio dado y constitu-
yendo una mayoría sobre dicho territorio, forma, con comunidades minorita-
rias e individuos descendientes de la inmigración, una comunidad política dis-
tinta. Esta comunidad política formará una nación sociopolítica cuando la
mayoría lingüística que vive sobre ese territorio sea al mismo tiempo la concen-
tración más grande a escala mundial de gentes que hablen la misma lengua y
compartan el mismo contexto de elección (Seymour, 1999: 99). Con esta defi-
nición M. Seymour quiere hacer compatibles las dos tradiciones que han pensa-
do la nación quebequense: la que arranca del sociólogo F. Dumont, que conce-
bía la nación en términos culturales —étnicos cabría decir— y la otra tradición
más reciente que procede de un nacionalismo cívico inclusivo. Con la nueva
concepción de la nación que M. Seymour propone, se defiende una defini-
ción inclusiva de una nación que no reniegue de sus orígenes. Con dicha defi-
nición se pretende además hacer frente a las reivindicaciones de los angloque-
bequenses que apelan a la voluntad para desmembrar Quebec y permanecer en
Canadá en caso de que aquél alcanzase la soberanía: «El hecho de ser parte de
la nación quebequense no es solamente una cuestión de voluntad. Si alguien
forma parte de la comunidad política quebequense, se percibe como teniendo
esta pertenencia [...] entonces no hay elección. Es un miembro en toda regla de
la nación quebequense. Debe aceptar este hecho» (Seymour, 1999: 73). Desde
esta concepción de la nación se podría pensar en diferentes identidades nacio-
nales superpuestas. Así, por ejemplo, los angloquebequenses podrían ser parte
de una nación quebequense (en sentido sociopolítico) dentro de una nación
canadiense (en sentido cívico), admitiendo de esta manera que Quebec consti-
tuye una nación dentro de una nación (Seymour, 2000). Se intenta poner así en
entredicho la concepción del nacionalismo quebequense como nacionalismo
puramente territorial, pues se admite la posibilidad de que varias naciones pue-
dan compartir un mismo territorio (Seymour, 1999: 101).
19. Siguiendo este proceder, R. Breton (1988) ha comparado el nacionalis-
mo de Quebec con el nacionalismo del Canadá inglés, mostrando sus caracte-
rísticas y transformaciones a lo largo del tiempo.

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tener algún sentido para retratar los casos concretos de naciona-
lismo. Más que como tipos puros que se dejan atrapar con estos
conceptos, los nacionalismos nos muestran su carácter híbrido.
Deberíamos, por tanto, examinar los rasgos étnicos que pueden
albergar los nacionalismos cívicos, y a la inversa, y ver las trans-
formaciones de estos tipos de nacionalismo como fruto de su
relación. De igual forma, deberíamos mostrar las relaciones en-
tre los nacionalismos dentro de las denominadas naciones plura-
listas, como en el caso de Canadá. El propio A. D. Smith se orien-
ta en esa línea al mostrar la génesis y el fundamento étnico del
nacionalismo cívico a propósito de la declaración de Clermont-
Tonnerre realizada ante la Asamblea Nacional Francesa en 1789,
según la cual: «A los judíos como nación no les concedemos nada;
a los judíos en tanto individuos se lo concedemos todo». Según
A. D. Smith, la lógica de esta declaración «representa una victo-
ria decisiva de las mayorías étnicas sobre las minorías étnicas
que habitan en el interior de las fronteras del Estado, así como
una legitimación de dicha victoria obtenida mediante el recurso
al concepto cívico de nación» (Smith, 1994: 16).
Subrayando la dimensión relacional y dinámica del nacio-
nalismo, se tendría también que mostrar la relación e interac-
ción entre lo «étnico», lo «cívico» y lo «pluralista». En ocasiones,
encontramos proyecciones sobre las formas futuras que debe-
rían asumir las naciones que apelan al ideal de la nación plura-
lista exenta de contenidos étnicos. Parece olvidarse, como bien
ha señalado A. D. Smith, que «las naciones plurales viables como
tales son aquéllas cuyo pluralismo ha sido sostenido por una
identidad étnica y por un mito fundacional anteriores» (ibídem:
21). Además hay que considerar que en ocasiones la idea plura-
lista de nación puede responder no tanto a un ideal puro y abs-
tracto, sino que puede ser concebida o instrumentalizada con el
fin de poner freno a nuevos procesos de construcción nacional,
definidos ya sea en términos étnicos o cívicos. Éste podría ser el
caso de Canadá hasta una fecha muy reciente, en tanto que, como
nación pluralista, reconocía y fomentaba una profunda diversi-
dad étnica, en la que se «igualaba» a todas las comunidades cul-
turales, evitando así el reconocimiento de Quebec como nación.20

20. Desde las filas del nacionalismo quebequense se llegó a señalar que la
política canadiense del bilingüismo oficial y del multiculturalismo tenían el

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El reconocimiento de la diversidad cultural tanto en Canadá como
España se ha esgrimido a menudo como argumento en contra
del reconocimiento plurinacional del Estado.
Todo lo hasta aquí señalado nos debe servir para reconsiderar
las categorías de étnico, cívico y pluralista como categorías clasi-
ficatorias, que en muchas ocasiones se aplican con propósitos
políticos más que descriptivos. Así sucede con los conceptos de la
dicotomía cívico/étnico, que se equiparan con los de otras dicoto-
mías como racional/emotivo, voluntario/heredado, bueno/malo,
el nuestro/el de ellos (Yack, 1999: 105). Atendiendo a los rasgos de
los nacionalismos, resulta difícil poder aplicar las categorías étni-
co/cívico en términos absolutos y excluyentes, y menos aún si ello
se convierte en un a priori que permita diferenciar los nacionalis-
mos en función de los fundamentos étnicos o culturales de los
unos frente a los componentes políticos de los otros. Los defenso-
res de la nación cívica a menudo olvidan que ésta tiene unos orí-
genes étnicos y no reconocen el substrato cultural en el que des-
cansa la comunidad política. Efectivamente, tanto el nacionalis-
mo étnico como el cívico tienen un componente cultural (Kymlicka,
1999: 133). Se podría por ello convenir que «todos los nacionalis-
mos son nacionalismos culturales ya sea de una clase o de otra.
No hay concepción de la nación puramente política» (Nielsen,
1999: 127). En efecto, en mayor o menor medida todas las nacio-
nes albergan contenidos culturales, de tal manera que hablar de
una nación puramente cívica no deja de ser un mito que descansa
a su vez en otro mito, el del consentimiento, según el cual la na-
ción cívica, contrariamente a la nación étnica, se fundamentaría

efecto político de negar la existencia de la nación quebequense, de tal forma


que la identidad quebequense quede reducida a una mera pertenencia lin-
güística, a un fenómeno étnico. De esta manera se negaba la existencia de dos
comunidades nacionales diferentes, convirtiendo así en la única posible adhe-
sión identitaria nacional la que derivaba del patriotismo constitucional, es
decir, la adhesión de todos los canadienses a la Constitución y a la Carta de
derechos. Yendo un paso más allá, se afirmaba que los canadienses negaban
la existencia de su propia nación, la anglocanadiense, para así no tener que
reconocer a la nación quebequense. Del mismo modo se señalaba que bajo la
voluntad de unidad se pretendía esconder un nacionalismo canadiense que se
refugia en principios universales (Seymour, 1999: 135-7). Según este autor,
«se podría decir que el rechazo de los canadienses a reconocer su propio na-
cionalismo anglocanadiense (en el sentido cultural o en el sentido sociopolíti-
co) es causado por su propio nacionalismo» (ibídem: 140).

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en la voluntad de los individuos que la componen (Yack, 1999:
106). Este mito ha sido alimentado por las ciencias sociales a par-
tir de una recepción interesada de las diferentes formas de con-
cebir la nación que tienen su origen en las obras de E. Renan y
J. Herder. Así, mientras que de este último se ha destacado su
concepción de la nación que atiende al componente cultural y
adscriptivo, en el caso de E. Renan se ha destacado la idea de que
la nación descansa en un «plebiscito cotidiano» (ibídem: 107).
A partir de lo señalado, considero que los componentes cultu-
rales en los que se basa la identidad nacional no pueden ser deter-
minantes a la hora de clasificar a los nacionalismos. Una clasifi-
cación adecuada no debe basarse en los fundamentos culturales
de la nación, sino en el modo en que esa cultura es interpretada y
utilizada con fines inclusivos y democráticos o con fines de ex-
clusión étnica (Kymlicka, 1999: 133). En esta línea, me sumo a
M. Keating cuando señala que «lo que determina que un naciona-
lismo sea étnico o cívico no es la existencia de una lengua y una
política cultural, sino los usos que se hacen de la lengua y la cultu-
ra, ya sea para construir una nación cívica o para practicar la
exclusión étnica» (Keating, 1996: 21). Esta apreciación resulta re-
levante no tanto por los nuevos criterios que establece para distin-
guir los nacionalismos étnicos y cívicos, sino porque permite si-
tuar el debate en un terreno en el que la investigación empírica es
inexcusable. En efecto, no se puede saldar el debate sobre el ca-
rácter étnico o cívico de un nacionalismo dando cuenta solamen-
te de sus fundamentos culturales. Más allá de que un nacionalis-
mo descanse en presupuestos culturales o étnicos, éste puede abrir-
se a una concepción amplia e inclusiva de la nación, o, por el
contrario, replegarse delimitando la nación en función de la per-
tenencia étnica. A mi modo de ver, ésta es la disyuntiva en la que
se mueven los nacionalismos vasco y quebequense. En el siguien-
te apartado veremos desde una perspectiva comparada el modo
en que ambos nacionalismos administran esa ambivalencia.

5.2. Integración simbólica, ciudadanía y nacionalidad

El nacionalismo quebequense hace extensible la ciudadanía y


los derechos políticos a ella ligados a todos los habitantes de Que-
bec, sea cual sea su origen, identidad o posición política con res-

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pecto al proyecto soberanista. Esto se aprecia de forma nítida en
los referenda celebrados en Quebec, con los que todos sus habitan-
tes se pudieron pronunciar sobre la posibilidad de que éste acce-
diera a la soberanía. Esta extensión de la ciudadanía se corres-
ponde con una definición de la nación que ha sido crecientemen-
te inclusiva a lo largo de la historia del nacionalismo francófono
de Quebec. Hemos visto de qué modo la nación francocanadien-
se, que se definía en términos étnicos, fue dejando paso a la na-
ción quebequense, definida en términos territoriales. Durante los
años cincuenta del siglo XX apareció el vocablo Québécois, que en
las décadas de los sesenta y setenta se expandió a expensas del
antiguo nombre Canadien français. Con el nuevo término se que-
rían marcar distancias con los francocanadienses que habitaban
fuera de Quebec y que ya no eran considerados como miembros
de la «nueva» nación quebequense. Ese cambio en la identidad
del «nosotros, los francocanadienses» al «nosotros, los quebequen-
ses» ponía en marcha un proceso de territorialización de la iden-
tidad nacional. Se privilegiaba así la pertenencia territorial que
fijaban las fronteras de la provincia de Quebec. No obstante, la
frontera del «nosotros nacional» excluía todavía a los habitantes
de ese territorio que no pertenecían al grupo étnico de los franco-
canadienses. De tal manera que hasta los años ochenta el nacio-
nalismo quebequense circunscribía la pertenencia nacional sólo
a los habitantes de Quebec que tuviesen raíces étnicas francoca-
nadienses, quedando, por tanto, al margen del «nosotros nacio-
nal» los autóctonos, los anglófonos y los inmigrantes y sus des-
cendientes que formaban parte de otros grupos étnicos. Esta ex-
clusión se hizo evidente en 1981, año en el que el gobierno de
Quebec, distanciándose, al mismo tiempo, del modelo americano
del melting pot y del canadiense del multiculturalismo, distinguió
a la población en dos categorías: los miembros de la nación que-
bequense y los de las «comunidades culturales», en las que queda-
ban comprendidas todas las minorías étnicas establecidas en Que-
bec (Juteau, 1999: 158). De esta manera, oficialmente pertenecían
a la nación quebequense únicamente los quebequenses de souche,21

21. Con la expresión de souche (de pura cepa) en Quebec se hace referencia
a los individuos cuyos orígenes o raíces son francocanadienses, distinguién-
dose así de otros grupos étnicos allí establecidos. En Quebec los francófonos
de souche o pure laine son cerca de las tres cuartas partes de la población.

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es decir, los que formaban parte de la cultura histórica francoca-
nadiense. No fue hasta el año 1990, con la aparición de la nueva
categoría de «quebequenses de comunidades culturales», que pasó
a considerarse que todo aquel que residía en Quebec, fuese cual
fuese su origen étnico, formaba parte de la nación de Quebec (ibí-
dem: 159). En esta apertura de las fronteras del «nosotros nacio-
nal» jugaron un papel fundamental las dinámicas que se pusieron
en marcha con los referenda (1980, 1995). La propia circunscrip-
ción provincial hizo que el movimiento soberanista/independen-
tista, en su enfrentamiento con el Gobierno Federal, buscara el
apoyo de la mayoría de la población. El programa del Parti Québé-
cois en 1996 definía al pueblo quebequense como a la totalidad de
personas que habitan en el territorio de Quebec. El territorio, las
fronteras territoriales pasaban a ser las que delimitaban las fron-
teras del «nosotros nacional».
En Quebec parece imponerse la definición inclusiva de na-
ción, e incluso dentro de las filas soberanistas se va más allá al
proponer un concepto cívico que no se piensa desde una perspec-
tiva cultural sino política. Inspirándose en J. Habermas, algunos
autores, como C. Bariteau, abogan por una nación política que se
base en la ciudadanía quebequense a partir de una cultura públi-
ca en la que el francés sea la lengua de comunicación en lugar de
la lengua de convergencia cultural (Bariteau, 1996 y 2000). Curio-
samente estos argumentos que abogan por la apertura hacia un
nacionalismo cívico han sido criticados por algunos teóricos an-
tinacionalistas, como J. P. Derriennic, quien, reconociendo esa aper-
tura del nacionalismo quebequense, se refiere a la nula pertinen-
cia de las propuestas independentistas: «para quien vive en Que-
bec, hay dos nacionalismos cívicos posibles: el nacionalismo cívico
quebequense y el nacionalismo cívico canadiense. Con los argu-
mentos del nacionalismo cívico [...] no hay ninguna razón para
preferir el uno al otro, y menos para aceptar los riesgos y los cos-
tes de un cambio institucional» (Derriennic, 1995: 29). Para este
autor, la preferencia por la nación cívica quebequense sólo se jus-
tifica cuando se invocan consideraciones de tipo identitario.
Evidentemente no se puede negar que la delimitación territo-
rial y la búsqueda de la soberanía tienen sentido en nombre de una
determinada comunidad de historia y destino. En efecto, la disyun-
tiva entre nacionalismo étnico y cívico, sobre la que el nacionalis-
mo quebequense se plantea la cuestión nacional, ha acarreado una

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mala conciencia por parte de los francófonos de Quebec y ha lleva-
do a ocultar lo que sin duda es evidente, que la búsqueda de reco-
nocimiento político de la nación es defendida únicamente por un
grupo étnico entre todos los que habitan el territorio de Quebec
(Beauchemin, 2000: 260). No se puede, por tanto, sostener una de-
finición puramente cívica de la nación. De ello se hacen cargo otros
teóricos nacionalistas, como M. Seymour, quien critica, por consi-
derarla poco consistente, la defensa que hace una parte del nacio-
nalismo quebequense de una definición nacional exclusivamente
cívica. En primer lugar, porque la nación cívica sólo existe cuando
deviene soberana, y esto supondría afirmar que la nación quebe-
quense no existe todavía (Seymour, 1999: 21). En segundo lugar,
porque no se puede olvidar que esta nación lo es como fruto de la
identidad nacional de la etnia mayoritaria que habita el territorio
de Quebec, los francocanadienses o quebequenses francófonos. La
lengua francesa, la memoria histórica y el destino del pueblo fran-
cocanadiense estarían, por tanto, en la base de esa identidad nacio-
nal. La demanda soberanista tiene sentido en función de la historia
de un determinado grupo o etnia. Sin este pasado étnico, la nación
quebequense no tendría razón de ser, al margen, claro está, de que
la nación actual se defina exclusivamente en dichos términos. Lo
mismo sucede en el caso del País Vasco, donde la soberanía y la
territorialidad se reivindican en nombre de una determinada etnia.
Como señalaba anteriormente, en el caso de Quebec el na-
cionalismo ha propuesto una definición de nación que es inclusi-
va. Los autóctonos, que son reconocidos como miembros de otras
naciones, son admitidos en la ciudadanía, pero no en la perte-
nencia nacional. El resto de habitantes de Quebec, sin distinción
por su pertenencia étnica o identitaria, sí forman parte del «no-
sotros nacional». Y ello «a pesar» de que esa apertura del «noso-
tros nacional» haya tenido como uno de sus resultados la inclu-
sión de otras comunidades étnicas que se declaran abiertamente
en contra de la soberanía de Quebec. Este hecho se evidenció en
el resultado del referendum de 1995, en el que la población de
todo el territorio quebequense fue preguntada sobre la posibili-
dad de que Quebec accediese a la soberanía.22 El «no» ganó con

22. En este referendum la pregunta fue la siguiente: ¿Está usted de acuerdo


con que Quebec llegue a ser soberano después de haber ofrecido formalmente
a Canadá una nueva asociación económica y política en el marco del proyecto
de ley sobre el futuro de Quebec y del acuerdo firmado el 12 de junio de 1995?

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una exigua diferencia, que en términos porcentuales fue del 50,6 %
frente al 49,4 % del «sí» y en número de votos de sólo 54.284.23 Si
se hiciera una «lectura étnica» de los resultados, se podría con-
cluir que el «sí» ganó entre la población de origen francocana-
diense. En efecto, puede decirse que desde un punto de vista
étnico ganó el «sí». El «no» se impuso con el apoyo de las pobla-
ciones autóctonas, de los anglófonos y de la casi totalidad de la
población de las comunidades de inmigrantes allí establecidas.
Y, por supuesto, no ha de olvidarse, con el apoyo del 40 % de los
quebequenses de origen francocanadiense que también se de-
cantó por el «no». Pero lo cierto es que el «sí» ganó en el conjun-
to de la población quebequense de origen francocanadiense con
un 60 % de los votos. Los datos del referendum de octubre 1995
demuestran de forma clara que la búsqueda de la soberanía es
perseguida únicamente por los francófonos quebequenses o, di-
cho de otro modo, por los que son de origen francocanadiense.
El resto de los grupos étnicos se decantó de forma abrumadora
por el «no». El 95 % de los angloquebequenses se opuso a la so-
beranía de Quebec, mientras que en las naciones autóctonas el
voto contrario a la soberanía fue el 96 % en los Cree, el 95 % en
los Inuit y el 99 % en los Montagnais. El «triunfo étnico» del «sí»
fue inmediatamente percibido por el nacionalismo quebequen-
se. Así, en unas polémicas declaraciones, el que fuera primer
ministro de Quebec, Jacques Parizeau, se refirió a un «nosotros»
que excluía a los quebequenses que no eran de souche. El nacio-
nalismo mostraba de esta manera un discurso ambivalente so-
bre la generalización del «nosotros nacional» a todos los habi-
tantes de Quebec. Efectivamente, pese a la apertura del naciona-
lismo quebequense, todavía hoy se puede apreciar que las
fronteras simbólicas de la colectividad nacional no coinciden
con las de la sociedad de Quebec, debido a que el proyecto na-
cionalista es definido principalmente por los miembros de una
determinada comunidad de historia y destino en función de sus
intereses (Juteau, 2000: 204). Sin embargo, a pesar de los resul-
tados en los referenda, el nacionalismo quebequense no se ha
planteado un «repliegue étnico», que implicara la posibilidad de
limitar la ciudadanía, y con ella el derecho al voto, a los quebe-

23. En el primer referéndum sobre la soberanía de Quebec realizado en


1980 el «no» ganó con una diferencia considerable (60 % / 40 %).

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quenses de souche, o la posibilidad de excluir del «nosotros na-
cional» al resto de grupos étnicos que votaron «no» e impidieron
así que Quebec pudiera alcanzar la soberanía. Por el contrario,
el nacionalismo quebequense no ha mostrado titubeos sobre el
modelo territorial e inclusivo de nación, buscando el apoyo, con
mayor o menor éxito,24 de la población de origen no francocana-
diense para conseguir así las llamadas conditions gagnantes que
hagan posible la soberanía.
En el caso vasco, la relación entre sociedad, ciudadanía y
nacionalidad ha sido mucho menos explicitada por parte del na-
cionalismo vasco. En parte es debido a que el nacionalismo ma-
yoritario, que representa el Partido Nacionalista Vasco (PNV),
no lo ha considerado prioritario hasta una etapa muy reciente.
Es especialmente a raíz del Pacto de Lizarra cuando las diferen-
tes formaciones nacionalistas empezaron a trabajar en sus pro-
puestas políticas, debido a la necesidad de concreción de los
objetivos, medios, procedimientos, etc. que exige el debate sobre
el derecho de autodeterminación. Este nuevo marco político pro-
pició la aparición en la escena pública de documentos, propues-
tas y debates en los que se aprecia una mayor concreción sobre
la relación entre sociedad, ciudadanía y nacionalidad vasca.
Como sucede con otras cuestiones, también en esta hay diferen-
cias notables entre el nacionalismo mayoritario del PNV y la iz-
quierda abertzale.
Con respecto al nacionalismo mayoritario, representado por
el PNV, su formulación más sistemática sobre la relación entre
sociedad, ciudadanía y nacionalidad vascas se puede encontrar
en la «Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Eus-
kadi», que es más conocida como «Plan Ibarretxe». Es en su
artículo cuatro donde se plantea esta cuestión. Así, en lo que
respecta a la ciudadanía vasca, se afirma que ésta es extensible a
todos los individuos que habitan en la Comunidad Autónoma

24. Hasta la victoria electoral en septiembre de 2012, las tesis del naciona-
lismo quebequense no parecieron tener un gran apoyo en la población de
Quebec, como lo muestra la pérdida por parte del Parti Québécois de las elec-
ciones desde 2003 que ganaron los liberales. Ya en 2001, gobernando el Parti
Québécois, dimitió el primer ministro de Quebec, L. Bouchard, alegando, en-
tre otros motivos, no haber podido despertar el fervor soberanista. Tras la
reciente derrota del Parti Québécois en las elecciones provinciales de 2014 está
por ver el futuro del proyecto soberanista.

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Vasca, que es el ámbito en el que gobierna el nacionalismo vasco
y en el que ha querido sacar adelante dicho «plan». Tal y como
éste señala: «Corresponde la ciudadanía vasca a todas las perso-
nas que tengan vecindad administrativa en alguno de los muni-
cipios de la Comunidad de Euskadi. Todos los ciudadanos y ciu-
dadanas vascas, sin ningún tipo de discriminación, dispondrán
en la Comunidad de Euskadi de los derechos y deberes que reco-
noce el presente Estatuto y el ordenamiento jurídico vigente. Se
reconoce oficialmente la nacionalidad vasca para todos los ciu-
dadanos y ciudadanas vascas, de conformidad con el carácter
plurinacional del Estado español» (Gobierno Vasco, 2003: 12).
En un principio, la ciudadanía y nacionalidad vascas incluirían
a todos los habitantes de la Comunidad Autónoma Vasca. No
obstante, el «Plan Ibarretxe» también plantea una distinción entre
ciudadanía y nacionalidad que despertó recelos entre los «no
nacionalistas», al entender que puede ser una vía que conduzca
a la exclusión política.
Por su parte, la izquierda abertzale también ha hecho explí-
cita su forma de concebir las relaciones entre sociedad, ciudada-
nía y nacionalidad vascas, especialmente a partir del Pacto de
Lizarra. La izquierda abertzale ha sostenido tradicionalmente
que la ciudadanía vasca corresponde a todos los habitantes de
Euskal Herria, sea cual sea su origen. Así, una de las marcas
electorales de la izquierda abertzale señalaba: «En nuestra opi-
nión son ciudadan@s vasc@s todas las personas que viven y tra-
bajan en Araba, Bizkaia, Guipuzcoa, Lapurdi, Nafarroa y Zube-
roa» (Euskal Herritarrok, 1999). En la misma línea, ETA afirma-
ba que «Ciudadanos vascos son todos los que han nacido o viven
en Euskal Herria, procedan de Venezuela, Mali, Francia o Espa-
ña» (ETA, 2000).25 Esta declaración tendría una traducción po-
lítica inmediata al hacer sujeto de los mismos derechos políticos
a todos los individuos que viven en ese territorio, incluyendo
entre esos derechos el del voto. Éste no quedaría limitado en
función de la identidad o de la etnia. Sin embargo, en algunos
documentos y asambleas de ediles de la izquierda abertzale se
llegó a proponer que ese derecho quedase supeditado al proyec-
to de construcción nacional, como se evidencia cuando se afir-

25. Aunque no hay que olvidar que de esta ciudadanía quedan excluidas
las que ETA considera como fuerzas policiales y militares de ocupación.

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ma que el sujeto que debe decidir el destino de Euskal Herria no
debe ser delimitado solamente en función de la territorialidad.
En efecto, se va un paso más allá al defender que la nacionali-
dad no sólo debe depender de la territorialidad, sino que debe ser
restringida solamente a aquellos que la reclamen. De tal manera
que el derecho al voto no sería extensible a todos los que habitan
aquel territorio, sino solamente a aquellos que lo pidieran.26
En el caso vasco, más que en el quebequense, se aprecia cómo
opera la sinécdoque nacionalista, al evidenciar que el «nosotros»
en nombre del que se habla de la nación queda reducido a aque-
llos que se sienten partícipes del destino de una determinada
etnia.27 De esta manera, las posibilidades de inclusión que se
derivan de pensar el territorio en tanto que metonimia de la na-
ción quedan relegadas por el peso que en la identidad nacional
tienen las metáforas familiares y arborescentes. La pertenencia
nacional queda así restringida a los que compartan el relato de
una etnia, que hunde sus raíces en el pasado, y a los que se com-
prometan con su destino.

26. Así se aprobó en la Asamblea de electos municipales, la mayoría de


ellos de Euskal Herritarrok, que tuvo lugar en San Sebastián el 24 de febrero
de 2001. En esa asamblea se aprobaron las exigencias para reconocer la «na-
cionalidad vasca». Entre los requisitos establecidos se hablaba de la adhesión
a «cuestiones básicas», como la aceptación de la «existencia de Euskal He-
rria», la «territorialidad y la capacidad de decisión» de los vascos y el «respeto
al derecho de ser un pueblo libre» y a su lengua, así como la «voluntad» de
tomar parte en la construcción nacional. Ver El País, 25 de febrero de 2001.
En términos parecidos se pronunciaba la ponencia de la corriente Bateginez,
que resultó mayoritaria en el «proceso Batasuna». De igual modo, en el nú-
mero 84 de 1999 del boletín interno de ETA, Zutabe, se proponía la necesidad
de definir los criterios de nacionalidad y la exigencia de que los que en un
futuro quisieran ser votantes tendrían que pedir el voto.
27. Al hablar de etnia no sólo me refiero al grupo de personas que compar-
ten un rasgo diacrítico que les confiere identidad. Esta marca étnica remite a
una idea más amplia que puede ser compartida incluso por aquellos que no
poseen dicho rasgo. Lo que determina la identidad étnica es la creencia y
participación en el relato de esa etnia. Nos encontramos, especialmente en el
caso vasco, con un grupo étnico que se convierte en el referente de la nación, y
ésta a su vez de la sociedad, lo que plantea el problema de la integración
simbólica de aquellos que no se sienten parte de esa nación. La concepción de
la nación y la forma en que ésta se relacione con la sociedad es uno de los
dilemas a los que debe hacer frente el nacionalismo (Gurrutxaga, 2002).

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5.3. ¿Hacia la desacralización del derecho de autodeterminación?
Quebec y el País Vasco ante el futuro

Finalizo con este apartado el análisis comparado de los nacio-


nalismos vasco y quebequense con el que se ha dado cuenta de los
procesos de sacralización que han experimentado a lo largo de su
historia. Como veíamos anteriormente, actualmente ambos nacio-
nalismos están atravesados por fuertes tensiones y ambivalencias,
que parecen resolverse de desigual forma. Una de esas tensiones
deriva de una cuestión fundamental para la integración simbólica
en sociedades atravesadas por identidades nacionales enfrentadas.
Me refiero a la cuestión del reconocimiento de las naciones y del
posible derecho de autodeterminación que aquél pueda llevar con-
sigo. La comparación en este sentido es extremadamente signifi-
cativa y nos sitúa ante el futuro de Quebec y el País Vasco.
En el País Vasco el desarrollo del Estado de las Autonomías
posibilitó la firma del Estatuto de Autonomía del País Vasco de
1979. Su aceptación por la mayoría de las fuerzas políticas hizo
posible que, al margen del conflicto sobre la definición nacional,
se compartiera un cierto marco simbólico que se traducía en un
reconocimiento de una identidad particular. En efecto, tanto el
nacionalismo vasco mayoritario, que se mostró favorable al Esta-
tuto, como el Estado español firmaron un acuerdo que se plasma-
ba en el Título preliminar de dicho Estatuto: «El Pueblo Vasco o
Euskal Herria, como expresión de su nacionalidad, y para acceder
a su autogobierno, se constituye en Comunidad Autónoma dentro
del Estado español bajo la denominación de Euskadi o País Vasco
de acuerdo con la Constitución y con el presente Estatuto, que es
su norma institucional básica» (Gobierno Vasco, 1984: 11). La for-
ma en la que se redactó el texto con fórmulas como «expresión de
su nacionalidad» o la disposición adicional hicieron posible el acuer-
do. Según esta última: «La aceptación del régimen de autonomía
que se establece en el presente Estatuto no implica renuncia del
Pueblo Vasco a los derechos que como tal le hubieran podido co-
rresponder en virtud de su historia, que podrán ser actualizados de
acuerdo con lo que establezca el ordenamiento jurídico» (ibídem:
72). Por distintos avatares, en 2003 el nacionalismo vasco mayori-
tario (PNV) consideró que era el momento de actualizar esos «de-
rechos históricos» y elaboró una «Propuesta de Estatuto Político
de la Comunidad de Euskadi», el llamado «Plan Ibarretxe». Éste es

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el producto más acabado del «giro soberanista» del PNV. En él se
proponía el ejercicio de la autodeterminación del Pueblo Vasco y
«un régimen singular de relación política con el Estado español,
basado en la libre asociación desde el respeto mutuo» (Gobierno
Vasco, 2003: 21). El Gobierno vasco presentó en el Parlamento de
Vitoria dicha propuesta para que fuese votada y al ser aprobada
decidió llevarla al Parlamento español para que fuera discutida y
en su caso aprobada. En esta instancia dicha propuesta, que fue
presentada por el lehendakari Juan José Ibarretxe, fue rechazada
de forma abrumadora por la mayoría de los parlamentarios el 1 de
febrero de 2005. Tras ello, el Gobierno vasco, con el respaldo de la
mayoría del Parlamento vasco, decidió convocar unilateralmente
una consulta para que sobre ella se pronunciase la ciudadanía vas-
ca,28 si bien finalmente no se llegó a celebrar.
Esta propuesta de consulta o referéndum recibió muchas crí-
ticas por parte de las formaciones políticas del País Vasco que no
forman parte del nacionalismo vasco29 y de los partidos mayorita-
rios en el ámbito español. Negaban que la decisión sobre tal asun-
to pueda ser tomada en el llamado «ámbito vasco de decisión»,
pues esto supondría el ejercicio del derecho de autodetermina-
ción, que, según la Constitución Española, le corresponde exclu-
sivamente al pueblo español. Más allá de las condiciones de «pa-
cificación» que se exigían para poder plantear la posibilidad de
una consulta o referendum en el País Vasco, lo que negaban los
partidos mayoritarios representados en el Parlamento Español
era, en definitiva, la existencia de una nación vasca que tuviera
por ello derecho a la autodeterminación. Se reconoce la singulari-
dad de la sociedad vasca, pero se niega el carácter de sociedad
nacional que proclama el nacionalismo vasco. Esto mismo es lo
que sucedía en Canadá con respecto a Quebec hasta fechas muy
recientes. Existía un reconocimiento de la especificidad cultural

28. La consulta, que algunos calificaron como referendum, se planteaba


con las siguientes preguntas: «¿Está Usted de acuerdo en apoyar un proceso
de final dialogado de la violencia, si previamente ETA manifiesta de forma
inequívoca su voluntad de poner fin a la misma de una vez y para siempre?»;
«¿Está Usted de acuerdo con que los partidos vascos, sin exclusiones, inicien
un proceso de negociación para alcanzar un Acuerdo Democrático sobre el
ejercicio del derecho a decidir del Pueblo Vasco, y que dicho Acuerdo sea
sometido a referéndum antes de que finalice el año 2010?».
29. Con la excepción de Izquierda Unida.

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de esta provincia, pero no un reconocimiento nacional. Para el
Estado canadiense, igual que para una buena proporción de la
población de Quebec, este territorio formaba parte de la nación
canadiense, de igual modo que para el Estado español y un sig-
nificativo porcentaje de la población que habita en el País Vasco,
éste forma parte inalienable de la nación española. Lo que está en
juego en última instancia es la delimitación del sujeto político que
concentra la soberanía. Para los que se identifican con las nacio-
nes española y canadiense, éstas son los sujetos de dicha sobera-
nía, mientras que para los nacionalistas vascos y quebequenses el
sujeto soberano debe ser la nación vasca y la quebequense respec-
tivamente. Las posturas son en última instancia irreconciliables,
puesto que parten de la existencia de entidades sagradas que pre-
existen a los propios ordenamientos jurídicos e incluso a las vo-
luntades de los individuos. Las naciones son objetos de culto de
carácter pre-político, es decir, su existencia no está sujeta a discu-
sión. Siguiendo a Durkheim, podríamos señalar que es la sacrali-
dad, en la que descansa la nación, la que hace posible la integra-
ción simbólica en las sociedades que han conseguido establecer
un único «centro sagrado nacional». Y, en consecuencia, es esa
misma sacralidad la que impide la integración simbólica en las
sociedades que no tienen un único «centro sagrado nacional»,
como es el caso de las sociedades quebequense y vasca.
Sin embargo, en Quebec las cosas han cambiado tras el reco-
nocimiento de Quebec como nación por parte del parlamento fe-
deral de Canadá el 27 de noviembre de 2006. Con una mayoría
abrumadora de 266 votos a favor y 16 en contra, la Cámara de los
Comunes aprobó una moción presentada por el primer ministro
de Canadá, el conservador Stephen Harper, en la que se «recono-
ce que los quebequenses forman una nación dentro de un Canadá
unido».30 Esta moción fue presentada sorpresivamente por Ste-
phen Harper con el objetivo de adelantarse a otra moción que iba
a presentar el Bloc Québecóis, en la que se pedía que se reconocie-
ra a Quebec como nación sin hacer referencia a su pertenencia a
Canadá.31 De este modo, Canadá reconoce a la nación de Quebec,
pero ésta debe ser parte indisoluble de Canadá.

30. Ver El País, 28 de noviembre de 2006.


31. El Bloc Québecóis es el representante del nacionalismo quebequense
en el Parlamento de Canadá.

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Nos encontramos, pues, ante un reconocimiento simbólico
de la nación quebequense más que ante una reforma con conte-
nido constitucional. Por ello, Stephen Harper recalcó que el tér-
mino nación debía entenderse «más desde un punto de vista
sociocultural que legal». De igual forma, el líder de los liberales,
que fuera exministro de Relaciones Intergubernamentales de
Canadá, S. Dion así lo entendía: «La moción de Harper es muy
similar a lo que yo he propuesto a mi partido; Quebec es una
nación, en el sentido sociológico, dentro de Canadá, de forma
que la solución es que los quebequenses sean una nación en un
Canadá unido, no que Quebec sea una entidad legal».32 No obs-
tante, está todavía por ver cuáles pueden ser las consecuencias
políticas de este reconocimiento nacional, ya que la situación
está mucho más abierta tras el dictamen de la Corte Suprema
de Canadá en 1998 sobre la secesión de Quebec, que tuvo lugar
tras el requerimiento del Gobierno federal a este tribunal para
que emitiera un dictamen consultivo sobre la existencia de un
posible derecho de autodeterminación que otorgaría al Gobier-
no y al Parlamento de Quebec (Asamblea Nacional) la capaci-
dad de secesionarse de forma unilateral. Este requerimiento se
planteó tras los resultados del referendum de 1995 en el que la
opción soberanista estuvo a punto de resultar mayoritaria. En
su dictamen, la Corte Suprema de Canadá señaló dos cuestiones
especialmente destacables. En primer lugar, que ni la Constitu-
ción canadiense ni el derecho internacional otorgan a Quebec
el derecho a la secesión unilateral. En segundo lugar, el dicta-
men establece que, si la opción soberanista resultara mayorita-
ria en un referendum, el Estado de Canadá debería avenirse a
negociar de «buena fe» con Quebec los principios y las condi-
ciones de la secesión. Para que esta dinámica se pusiera en
marcha, la opción soberanista debería contar con una mayoría
clara en un referendum en el que la pregunta planteada fuese
también clara. Este dictamen fue bien recibido tanto por el na-
cionalismo canadiense como por el quebequense. Para el pri-
mero, suponía el reconocimiento de que Quebec no puede inde-
pendizarse sin tener en cuenta al resto de Canadá. Para el na-
cionalismo quebequense, el dictamen traía el reconocimiento
del derecho a la independencia.

32. Ver El País, 24 de noviembre de 2006.

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En Canadá el reconocimiento de Quebec como nación y el
dictamen de la Corte Suprema sitúan el debate en torno a la
cuestión nacional en un terreno que se adentra en un ámbito
más desacralizado. A lo largo de estos dos últimos capítulos he-
mos tenido oportunidad de ver los diversos procesos socio-his-
tóricos que han contribuido a ello, entre los que no ha sido me-
nor el papel desempeñado por el contexto socio-político marca-
do por la ausencia de violencia, el cual ha permitido romper con
una serie de interdictos que protegían lo sagrado. No obstante,
este proceso de desacralización no supone que el absoluto de la
nación del que hablaba H. Arendt no siga presente en Quebec,
ya que la nación se manifiesta nítidamente como un ámbito pre-
político difícilmente discutible, un ámbito sagrado protegido por
interdictos. Lo podemos apreciar a propósito de cada una de las
medidas que se toman en torno a la cuestión nacional. Así, como
hemos visto, el reconocimiento de Quebec como una nación no
lleva implícito para los nacionalistas canadienses el reconoci-
miento de la autodeterminación para ser ejercida con el objetivo
de la independencia. Del mismo modo, el dictamen de la Corte
Suprema de Canadá nos sitúa ante los interdictos que deben
proteger lo sagrado. En efecto, ese dictamen establecía que, si
en el «ámbito de decisión quebequense» hubiese una «clara»
mayoría que se pronunciase favorable a la soberanía ante una
pregunta «clara», el Estado de Canadá no podría hacer oídos
sordos a ese resultado y tendría que avenirse a negociar «de bue-
na fe» con el gobierno de Quebec. El absoluto se manifiesta a
propósito de cuál debe ser el sujeto soberano que en última ins-
tancia decida si una pregunta es clara y cuál es la mayoría que
debe ser considerada como suficiente. No es por tanto ninguna
sorpresa que, tras dicho dictamen, el Gobierno federal elabora-
se la «Ley de la Claridad» y el Gobierno de Quebec la «Ley sobre
los Derechos fundamentales de Quebec», atribuyendo así el pa-
pel de sujeto soberano a la nación canadiense y a la quebequen-
se respectivamente. Aun así, el líder de los liberales y autor de la
«Ley de la Claridad» respondía de este modo al ser preguntado
por la actuación de su gobierno si en un futuro se vuelve a con-
vocar un referendum en Quebec y la opción soberanista gana
con una pregunta y mayoría claras: «En esas condiciones, rete-
ner a una provincia contra su voluntad me parecería impractica-
ble y sin justificación en el plano democrático. Habría que em-

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pezar a negociar, pero poniendo todo sobre la mesa, buscando la
justicia para todos: para los que quieren irse, para los que quie-
ren quedarse y para aquellas regiones afectadas por esa deci-
sión» (Dion, 2003). Entre los asuntos que habría que negociar, el
gobierno federal señala el del territorio, ya que considera que en
la actualidad Quebec cuenta con «su» territorio en la medida en
que es una provincia de la federación canadiense. Pero en caso
de que dejase de serlo, dejarían de pertenecerle algunas zonas
de ese territorio que no son de mayoría francófona. Como antes
veíamos, el nacionalismo quebequense niega esta posibilidad al
entender que el actual territorio de la provincia de Quebec es su
territorio nacional, que es considerado como sagrado e indivisi-
ble. De este modo, vemos de qué manera los interdictos que pro-
tegen lo sagrado aparecen una y otra vez.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN .............................................................................. 7

PARTE I
EL ADVENIMIENTO DE LA MODERNIDAD
Y EL PROCESO DE SECULARIZACIÓN

CAPÍTULO 1. La Crítica moderna ante la secularización.


La perspectiva privilegiada de los clásicos ............................ 19
CAPÍTULO 2. El proceso de secularización y el nacimiento
de la ciencia moderna ........................................................... 45
CAPÍTULO 3. El proceso de secularización y el nacimiento
del nacionalismo. ¿La religión de la modernidad? ............... 67

PARTE II
LA NACIÓN Y LO SAGRADO

CAPÍTULO 4. Las formas de sacralización del nacionalismo ....... 99


CAPÍTULO 5. La sacralización de las fronteras (étnicas)
y del espacio-tiempo de la nación ......................................... 125

PARTE III
DE LA COMUNIDAD RELIGIOSA AL CULTO DE
LA COMUNIDAD NACIONAL. UN ANÁLISIS COMPARADO
DE LOS NACIONALISMOS VASCO Y QUEBEQUENSE

CAPÍTULO 6. Secularización del nacionalismo y transferencia


de sacralidad en Quebec y el País Vasco ............................... 169
CAPÍTULO 7. La nación sagrada y sus interdictos.
La sacralización de la historia, el territorio y la violencia
de los nacionalismos vasco y quebequense ........................... 233

BIBLIOGRAFÍA ............................................................................... 287

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