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LA MODERNIDAD TRAS LA POSMODERNIDAD

Néstor García Canclini

En Latino América el debate sobre la posmodernidad parece morir conforme tomamos


conciencia de él. No es por falta de artículos y libros sobre la materia sino porque
muchos de ellos están atravesados por los prejuicios de dos concepciones falsas sobre
la relación entre la modernidad y la posmodernidad.

La primera equivocación, visible a lo largo de los textos sociológicos y políticos, es


expresada a través de la siguiente cuestión: “¿Por qué deberíamos atender a la
posmodernidad cuando los avances modernos todavía no han finalizado por completo
en nuestro continente, o no están disponibles para todo el mundo?” No hemos vivido
una industrialización sólida, tampoco disponemos de una tecnología de agricultura
intensiva, ni de una organización sociopolítica basada en la razón material y formal que,
desde Kant a Weber, se convirtió en sentido común en occidente. Ni el progreso
evolucionista ni la racionalidad democrática son causas populares entre nosotros/as.

El segundo error, común entre aquellos a los que le interesa el arte y la literatura, es
pensar que la posmodernidad ha venido a reemplazar a la modernidad.
Consiguientemente, es considerado que el “avant-garde” y todos los programas
utópicos y progresistas han sido descartados como formas naive de concebir la historia.

Mi tesis principal en este texto es que los movimientos posmodernistas son relevantes
e interesantes para América Latina en tanto que preparan el terreno para re-pensar las
conexiones entre tradición, modernidad y posmodernidad.

¿Modernidad sin modernización?

“Cómo podemos hablar de posmodernidad en un país donde tenemos movimientos pre-


modernos como Sendero Luminoso?” Preguntaba recientemente Henry Pease García.
Las contradicciones en cada país pueden ser diferentes pero hay una impresión general
de que, aunque el liberalismo y el parlamentarismo han entrado en las constituciones,
carecemos de la cohesión social suficiente o de la cultura política moderna para hacer
nuestras sociedades gobernables. Los caudillos (jefes políticos) todavía toman las
decisiones políticas a través de alianzas informales y la fuerza. Como señalaba Octavio
Paz, los filósofos positivistas y después, los científicos sociales modernizaron la vida
universitaria pero, los pensamientos de las masas son gobernados por los pequeños
políticos locales, la religión y la manipulación de los medios. La élite disfruta la poesía y
el arte avant-garde mientras las masas son maquinaria iletrada. La modernidad tiende
a ser vista como una máscara un simulacro de la maquinaría del estado y la élite,
especialmente con lo relacionado con las artes y la cultura, esto da una imagen
irrepresentativa e incongruente de ella. Las oligarquías liberales de finales del siglo XIX
y principios del XX consideraron su gobierno like that of a state, pero solo organizaron
algunas partes de la sociedad para promover la subordinación y el desarrollo
inconsistente. Ellos actuaron como si estuvieran creando culturas nacionales, mientras,
de hecho estaban creando élites culturales ignorando a las enormes poblaciones Indias
y campesinas; estos reaccionaron contra su exclusión mediante incontables revueltas y
en migraciones que “transtornaron” las ciudades. El populismo parecía incorporar estos
sectores excluidos, pero sus políticas económicas y su distribución cultural, sin un
cambio estructural, fue revertida en unos años o diluida en una forma demagógica de
servicio al cliente.
“¿Por qué seguir manteniendo que tenemos un estado, - Preguntó el escritor José
Ignacio Cabrujas cuando fue consultado por la Comisión Presidencial para la reforma
del Estado Venezolano, - si el el estado es un sistema de decepciones?” Venezuela,
argumentó, fue creada como un campamento, primero habitada por tribus nómadas y
después por los españoles, quienes lo usaron como stop-over/parada en la búsqueda
del oro prometido en la ruta del Potosí o de El Dorado. El progreso significó que este
campamento se transformó en un enorme hotel en el que los ciudadanos son como
visitantes y el estado se convierte en el manager, “constantemente fracasando en
garantizar la comodidad de sus huéspedes”.

Vivir, aceptar y esperar que mis acciones tengan algún efecto, moverse entre marcos
históricos hacia un objetivo, es actuar contra las normas del hotel. Si yo me quedo en el
hotel, no espero que cambie el mobiliario, o que los mejore o que los adapte a mis
deseos, simplemente los uso.
Se solía pensar que el estado era necesario para administrar este hotel con un número
de instituciones y leyes que garanticen el nivel básico de orden, ciertos principios
elegantes, Apolíneos más que elegantes, a través de los cuales podamos entrar al
mundo civilizado.

Habría sido más justo inventar una lista de esas normas las cuales siempre encontramos
en las habitaciones de hotel, normalmente en las puertas “Cómo vivir aquí” “A qué hora
deberías irte”, “Por favor no comer en los baños”, “No se permiten perros”, etc. Esto
habría sido una colección de normas que no afectan o están basadas en principios.
“Este es tu hotel, disfrutalo y trata de causar el mínimo problema/jaleo posible.” podría
ser la forma más efectiva de re-bocetar la primera cláusula de la Constitución Nacional.
¿Cómo podemos explicar este conflicto entre los estados modernos de Latino américa,
sus sociedades y su política cultural? ¿Cuál es el rol de la cultura profesional y como
puede ser la cultura del día a día en el verdadero desarrollo de nuestros países? El
debate internacional sobre la modernidad y su cultura podría ayudarnos a entender este
estado de desasosiego y sospecha. Volveremos a algunos de los estudios históricos y
sociológicos recientes en América Larina que han empezado a desarrollar diferentes
visiones de las conexiones entre el modernismo y la modernización. Primero debemos
establecer algunas pautas para aquello que ahora entendemos como modernidad.

¿Qué significa ser moderno?

Considero que las interpretaciones contemporáneas de la modernidad han caído en


cuatro movimientos básicos: proyectos de emancipación, expansión, renovación y
democracia.

Por proyecto de emancipación entiendo la secularización del campo cultural la


producción de expresión personal y auto-regulada de prácticas simbólicas y su
desarrollo en los mercados independientes. La racionalización de la vida social y el
creciente individualismo, especialmente en las ciudades, son parte de este de este
movimiento emancipatorio.

El proyecto expansivo es la tendencia de la modernidad de extender el conocimiento y


la posesión de la naturaleza y también de la producción, distribución y consumo de
bienes. La expansión suele ser motivada por el aumento del beneficio pero también la
encontramos lejos de los impulsos comerciales, en los descubrimientos científicos, el
crecimiento industrial, el crecimiento demográfico e incluso en modas alternativas que
buscan una concepción expansiva de la evolución humana.
El proyecto de renovación, cubre dos áreas que son normalmente complementarias. En
primer lugar está la incesante búsqueda de mejora e innovación típica de la relación
entre naturaleza y sociedad en la que no hay normas sagradas sobre cómo debería ser
el mundo. Por otro lado está la necesidad continua de re-establecer las marcas
distintivas que el consumo de masas borra.

Un proyecto democrático es aquel en el que la fe se sitúa en la educación, la distribución


del arte y del conocimiento especializado con el fin de desarrollarlo de forma moral y
racional. Esto se extiende desde la ilustración hasta la UNESCO, desde el positivismo
hasta los programas educacionales que popularizan la ciencia y la cultura iniciadas por
los gobiernos liberales y socialistas.

Conforme se desarrollan, estos cuatro proyectos han resultado ser contradictorios. Las
dificultades que las vanguardias experimentaron - por ejemplo en la Bauhaus o con el
constructivismo- cuando trataron de lanzar diversos de estos proyectos
simultáneamente. sirven como ilustración de la dificultad de hacerlos compatibles. Pero
es en América Latina más que en Europa donde la modernidad parece haber fracasado..
Estos movimientos culturales que desean combinar su vocación por la libertad y la
renovación con una democratización de las nuevas experiencias son normalmente
diluidos en un variado paquete de fugaces y satisfactorias promesas conforme entran
en contacto con los sistemas oligárquicos o autoritarios y con la expansión económica
inestable o caótica.

Para explicar estas frustraciones deberíamos distinguir entre la modernidad como un


estadio histórico y la modernización como un proceso social que trata de construir la
modernidad y el modernismo, que son aquellos proyectos culturales que tienen lugar en
diversos puntos a lo largo del desarrollo del capitalismo. Para tomar América Latina
como el sujeto de análisis de uno de estos tres factores puede ser una tarea demasiado
abrumadora y crea una falsa homogeneidad. Ni la modernización ni el modernismo se
han desarrollado de la misma forma en todos los países del continente. Aún así, hay
suficientes características comunes compartidas y desarrollos históricos paralelos - al
igual que diferencias económicas y simbólicas con el resto de la economía internacional
y los mercados simbólicos para justificar hablar de América Latina como un todo.

La vanguardia: ¿anticipación o anacronismo?

La teoría más común sobre la modernidad dentro de la literatura latinoamericana


considera que hemos tenido un modernismo exuberante dentro de una modernización
defectuosa. Ya hemos llegado a esta conclusión en Paz y Cabrujas y es común en otros
ensayos, historias y textos sociológicos. Considerando que fuimos colonizados por las
naciones europeas más retrasadas involucradas en la contrarreforma y otros
movimientos anti-modernos, era únicamente mediante la independencia cómo
podríamos actualizar nuestros países. Desde entonces, ha habido diversas olas de
modernización: primero en el inicio de siglo seguida de una oligarquía progresista,
intelectuales inspirados por europa y unos altos niveles de alfabetización, entonces,
durante los años 1920 a través de la expansión del capitalismo, la presión de la
democracia por las clases medias liberales y el input de los inmigrantes y su amplia
expansión de la escolarización, prensa y radio, y finalmente, desde 1940 a través de la
industrialización, el crecimiento urbano, el incremento del acceso a la educación
secundaria y terciaria y como resultado de las nuevas industrias culturales.

Estos movimientos no pudieron lograr los mismos efectos que la modernidad europea.
Ellos no crearon mercados independientes para cada campo artístico, una base
profesional para los artistas y escritores y un desarrollo económico capaz de sostener
estos esfuerzos en la renovación experimental y en la democratización cultural.

Las estadísticas son concluyentes. En Francia el ratio de alfabetización era del 30%
durante el antiguo régimen, pero en 1890 era del 90%. En 1869, 500 periódicos
diferentes fueron publicados en París, alcanzando los 2000 en 1890. A principio del siglo
XX en Inglaterra había un ratio de alfabetización del 97, The Daily Telegraph duplicó su
distribución entre 1860 y 1890, para entonces tenía ventas de 300.000; Alicia en el país
de las maravillas vendió 150.000 copias entre 1865 y 1898. Esto creó un espacio cultural
doble. Por un lado, la literatura y las artes se desarrollaron a través de distribución
limitada, con ventas masivas ocasiones, como es el caso de Lewis Carroll. Por otro lado,
un enorme público lector se creó, principalmente de periódicos a principios de siglo.

Como señaló Renato Ortiz, el caso brasileño es totalmente diferente. ¿Cómo podrían
los artistas y escritores realizar una lectura especializada si el 84% de la población era
analfabeta en 1890, el 75 en 1920 y todavía el 57 en 1940? Hasta 1930 la media de
copias hechas a una novela era de 1000. Por muchas más décadas los autores no
podían vivir simplemente de escribir, por ello trabajaron como profesores, funcionarios
o periodistas, todo aquello generó una literatura dependiente del estado burócrata y de
los medios de comunicación de masas. Por esta razón, Ortiz concluye que en Brasil
nunca existió la clara distinción europea entre la cultura artística y el mercado de masas,
por lo tanto hubo un antagonismo mutuo menor que en Europa.

Estudios sobre otros países de América latina muestran una situación similar o peor. en
tanto que la modernización y la democratización afectaba solo a una minoría pequeña,
es imposible crear mercados simbólicos en los cuales campos culturales autónomos
puedan crecer. Si en el mundo moderno estar culturizado es ser well-read, eso era
imposible para más de la mitad de la población de América Latina en 1920. Esta
restricción fue atenuada por el acceso a un nivel educativo elevado, la puerta a la cultura
moderna. En los años 30 ni siquiera el 10% de los estudiantes de secundaria fue a la
universidad. Como dice Brunner en referencia a Chile durante este periodo, una
“tradicional constelación de elites” demandó que aquellos que iban a los literary salons
o escribían en revistas culturales y periódicos tenían que pertenecer a la clase
gobernante. La hegemonía oligárquica creó divisiones dentro de la sociedad que
limitaron su expansión moderna mediante “la oposición al desarrollo orgánico del estado
con sus propias limitaciones (la estrechez de su mercado simbólico y la visión
Hobbesiana de la clase dominante/gobernante - ruling class)

La modernización por tanto ha limitado el mercado, la democratización es para una


minoría, las ideas se renuevan pero con muy poco efecto en el desarrollo social. El
hueco entre la modernización y el modernismo es útil para las clases dominantes para
proteger su hegemonía - no siempre para justificar pero sí para reafirmar su estatus.
Con la palabra escrita se fue imitando la escolarización y el acceso a los libros y revistas.
En términos visuales de tres formas diferentes se hizo posible para la élite
continuamente restablecer su concepción aristocrática después de cada cambio
modernizante.
a. Mediante la espiritualización de las producciones culturales convirtiéndolas en
“creaciones” artísticas y consecuentemente separándolas de la artesanía
b. congelando la circulación de bienes simbólicos, colocándolos en colecciones y
concentrándose en museos y palacios y otros centros exclusivos.
c. potenciando que la única forma legítima de consumir estos bienes sea mediante
una forma igualmente espiritualizada e hierática: la contemplación

Si esta era la cultura visual promovida en escuelas y museos, ¿qué podrían hacer las
vanguardias? Cómo podrían encontrar una nueva forma de representar (en ambos
sentidos de la palabra, transformando la realidad en imagenes y siendo representativos
de esta realidad) estas sociedades heterogéneas en las cuales diversas tradiciones
culturales viven juntas y se contradicen las unas a las otras al mismo tiempo, con
diferentes razonamientos y absorbidas de manera desigual por diferentes sectores? Es
posible promover un modernismo cultural mientras que la modernización
socioeconómica es tan desigual? Algunos historiadores del arte han llegado a la
conclusión de que los movimientos innovadores eran “trasplantes” o “borradores”
desconectados de nuestra realidad.

“(En Europa) El cubismo y el futurismo reflejan la admiración y el entusiasmo de los


artistas por las transformaciones físicas y mentales generadas por la primera era de las
máquinas. El surrealismo fue una revuelta contra la alienación de la tecnología. El arte
concreto apareció con la arquitectura funcional y el diseño industrial como programa
para crear un nuevo hábitat humano universal. El arte informal es otra reacción contra
el racionalismo. El ascetismo y la producción en masa de la era funcional es el resultado
de una profunda crisis moral, el abismo existencial creado en la segunda Guerra
Mundial… Hemos pasado por la misma secuencia de movimientos sin entrar en el
“reinado mecánico” de los Futuristas, sin alcanzar ningún clímax industrial, sin entrar
completamente en la sociedad de consumo, sin ser inundados por la producción de
masas, sin sentirnos restringidos por un excesivo funcionalismo. Hemos experimentado
la angustia existencial sin Varsovia o Hiroshima.”

Antes de cuestionar esta comparación me gustaría admitir que yo también la cité, y la


extendí, en un libro que publiqué en 1977. entre otros desacuerdos que ahora tengo con
este texto (la razón por la que no he autorizado re-imprimir mi libro) son aquellas que
nacen en una visión más compleja de la modernidad Latinoamericana.
¿Por qué el modelo metropolitano de modernización llega tan tarde y de una forma tan
incompleta en todos nuestros países? Es solo por la dependencia estructural creada por
el deterioro de las relaciones económicas o es el interés egoísta de las clases
dominantes que se resisten a la modernización social mientras visten elegantemente
sus privilegios con el modernismo? El fracaso de estas interpretaciones viene
parcialmente por medir nuestra modernidad contra la visión idealizada de cómo este
proceso ocurrió en los países centrales. La primera revisión es para ver si en verdad
hay tantas diferencias entre la modernización europea y la nuestra. Luego habría que
examinar si la de una modernidad latinoamericana reprimida y retrasada, dependiente
automáticamente de la metrópoli, es tan exacta y disfuncional como los estudios sobre
nuestro atraso" tienden a declarar.

El “Semi” continente

Un buen punto de inicio desde el cual reformular estas cuestiones es el artículo de Perry
Anderson, que hablando de Latino América, repite la tendencia de ver nuestra
modernidad como un eco diferente o deficiente de la modernidad en los países
centrales. Su argumento es que la literatura europea y el modernismo artístico ha
alcanzado un punto alto las primeras 3 décadas del siglo, después de ello se convierte
en un culto de esta ideología estética sin el vigor de sus artistas o trabajos. La tardía
llegada de esta vitalidad creativa a nuestro continente ocurrió debido a que:

“...a día de hoy, en el Tercer Mundo, se da generalmente un tipo de configuración


sombría de aquello que una vez prevaleció en el Primer Mundo. .Las oligarquías
precapitalistas de de carácter terrateniente, abundan; el desarrollo capitalista es mucho
más rápido y El desarrollo capitalista es típicamente mucho más rápido y dinámico,
cuando se produce, en estas regiones que en las zonas metropolitanas, pero, por otra
parte, está infinitamente menos estabilizado o consolidado; la revolución socialista
acecha a estas sociedades como una posibilidad permanente, que de hecho ya se ha
realizado en países cercanos: Cuba o Nicaragua, Angola o Vietnam. Estas son las
condiciones que han producido las auténticas obras maestras de los últimos años que
se ajustan a las categorías de Berman: novelas como Cien años de soledad, de Gabriel
García Márquez., o Los niños de medianoche, de Salman Rushdie, de India, o películas
como Yol, de Yilmiz Giiney, de Turquía.”

Merece la pena citar extensamente esta afirmación porque contiene la mezcla de


análisis correcto y distorsión mecánica apresurada con la que se nos interpreta a
menudo desde el centro y que imitamos con demasiada frecuencia. El primer defecto
del análisis, no obstante estimulante, de Anderson, y que también era popular en el
Tercer Mundo hasta hace poco, es agrupar a Colombia, India y Turquía bajo el mismo
paraguas. El segundo es considerar Cien años de soledad -un coqueteo increíble con
nuestro supuesto realismo mágico- como sintomático de nuestro modernismo. La
tercera es (y esto incluso en un texto de Anderson, uno de los pensadores más
perspicaces en el debate sobre la modernidad), el rústico determinismo de atribuir la
"causa" de obras maestras literarias y visuales a factores socioeconómicos.

Aunque este modelo mecanicista estropea parte de la argumentación de Anderson, el


artículo incluye algunos pasajes de exégesis más sutil. Por ejemplo, ilustra el hecho de
que el modernismo cultural no expresa la modernización económica al reconocer que
Inglaterra, su propio país, a pesar de ser la cuna del capitalismo industrial y de haber
dominado el mercado mundial durante unos cien años, "no produjo un movimiento
modernista nativo de importancia en las primeras décadas de este siglo". Anderson
sugiere que los movimientos modernistas surgieron en la Europa continental no donde
se produjo la modernización estructural, sino donde se produjeron situaciones
complejas creando por "la intersección de diferentes momentos temporales". Este tipo
de situaciones surgió en Europa como un campo cultural tripartito en el que las fuerzas
decisivas fueron:
a) la codificación de un academicismo muy formal en las artes, institucionalizado por
estados y sociedades dominadas por las clases aristocráticas o terratenientes que
superada económicamente, pero que siguió siendo poderosa en la política y la cultura
hasta la Primera Guerra Mundial;
b) la aparición en estas sociedades de los productos tecnológicos de la segunda
revolución industrial (teléfono, radio, automóvil, etc.);
c) la percepción de la proximidad de la revolución social que surgió con la Revolución
Rusa y en otros movimientos sociales de Europa Occidental.

La persistencia de los antiguos regímenes junto al academicismo concomitante


proporcionó un rango crítico de valores culturales contra las cuales las formas
insurgentes de arte podían medirse... Al mismo tiempo, sin embargo, el antiguo orden,
precisamente en su coloración todavía parcialmente aristocrática, ofrecía un conjunto
de códigos y recursos disponibles por los que los estragos del mercado como principio
organizador de la cultura y la sociedad... también podría resistirse.

Si la mecanización fue un poderoso estímulo para el cubismo parisino y el italiano


Futurismo, estas tendencias neutralizaron el significado físico de la tecnología
modernización abstrayendo las técnicas y los artefactos de las relaciones sociales
de la producción. Según Anderson, una visión global del modernismo europeo
muestra que en las primeras décadas de este siglo "surgió en la intersección entre
un orden gobernante semi-aristocrático, una economía capitalista semi-industrializada y
un movimiento obrero semi-emergente, o semi-insurgente".
Si el modernismo no es la expresión de la modernización socioeconómica sino la
forma en que la élite se hace cargo de una intersección de diferentes escalas temporales
históricas y los utiliza para tratar de forjar un proyecto global, que son esas escalas de
tiempo en Latino América y qué contradicciones generan? ¿En qué sentido han sido
estas contradicciones obstáculos para la moderna emancipación, expansiva,
renovadora y para los proyectos democráticos?

Los países latinoamericanos contemporáneos son el resultado de la sedimentación,


la yuxtaposición y el mestizaje de las tradiciones indias (especialmente en
Centroamérica y la región andina), el colonialismo católico hispano y la política moderna,
acciones educativas y comunicativas. A pesar de los intentos de dar a la cultura de élite
una moderna, rechazando los rasgos indios y coloniales en la cultura popular, una
mestizaje (la mezcla racial y cultural de descendientes de europeos, indios y africanos
típica de la sociedad latinoamericana) ha creado formas híbridas en todos los estratos
sociales. La secularización y renovación modernista ha tenido más efecto en los grupos
"eruditos", pero algunas élites mantienen sus vínculos con las tradiciones hispano-
católicas, o indias en algunas zonas rurales, para justificar los privilegios del régimen
anden bajo amenaza de la expansión de la cultura de masas.

En los hogares de la burguesía y la clase media culta de Santiago de Chile, Lima,


Bogotá, Ciudad de México y muchas otras ciudades, se encuentra las bibliotecas
multilingües junto a la artesanía india, la televisión por cable y las antenas parabólicas
entre muebles, revistas llenas de consejos sobre la mejor inversión de la semana
conviviendo con rituales familiares y religiosos centenarios. Ser culto, incluso en el
mundo moderno, no es tanto conectarse con un repertorio de objetos exclusivamente
modernos y mensajes, sino saber incorporar el arte y la literatura de vanguardia, como
de los avances tecnológicos, en los patrones tradicionales de privilegio social y distinción
simbólica.

Esta heterogeneidad multitemporal de la cultura moderna es el resultado del hecho de


que en muy pocas ocasiones la modernización sustituyó a lo tradicional o a lo antiguo.
La ruptura causada por el crecimiento industrial y la expansión urbana ocurrió más tarde
que en Europa, pero también más rápido. Se creó un mercado artístico y literario gracias
al mayor acceso a la educación, lo que permitió a algunos artistas y escritores
profesionalizarse. Las batallas de los liberales a finales del siglo XIX y de los positivistas
a principios del XX, que dieron lugar al Movimiento de Reforma Universitaria de 1918 en
Argentina, pronto se extendieron a otros países y creando un sistema universitario laico
y democrático antes que la mayoría en Europa. Los países europeos produjeron uno.
Sin embargo, la creación de estos campos científicos y humanísticos contrasta con el
analfabetismo de la mitad de la población, que existían dentro de las estructuras
económicas y sociales premodernas, con usos políticos.

Esta contradicción entre lo erudito y lo popular ha sido tratada más ampliamente en las
artes literarias y visuales que en sus interpretaciones históricas, que casi siempre
registran la importancia de estas obras para la élite. La forma en que estas historias han
discutido la distancia entre el modernismo cultural y el social modernización muestra la
dependencia de los intelectuales del pensamiento metropolitano e ignora la importancia
del conflicto social para los escritores y artistas y sus intentos de comunicarse con su
propia gente.

De Juan Domingo Sarmiento a Ernesto Sábato y Ricardo Piglia, y de José Vasconcelos


a Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis, la cuestión de lo que significa escribir literatura en
una sociedad que carece de un mercado lo suficientemente fuerte como para apoyar un
campo cultural independiente ha sido un factor determinante para los autores. ¿Cuál es
el propósito de ser escritor en países donde la democracia liberal es frágil, donde el
Estado no invierte en las artes o en la ciencia, y donde la creación de Estados-nación
no ha superado las divisiones étnicas ni la distribución desigual de un supuesto
patrimonio compartido? Estas cuestiones no son simplemente preguntas que se
plantean en ensayos y en los debates entre "formalistas" y "populistas": son una parte
de la diferencia entre Jorge Luis Borges y Roberto Arlt o Octavio Paz y Gabriel García
Márquez. Cuando se establece una sociología de la lectura en América Latina, uno
puede imaginar que esta cuestión se debate como un factor determinante en la relación
entre estos autores y su público.

Importación, traducción y autoconstrucción

Analizar cómo estas contradicciones entre modernismo y modernización condicionan


las obras y la función sociocultural del artista, cualquier teoría debe ser libre de
reacciones ideológicas automáticas o de una correspondencia directa y mecánica entre
la materia prima y sus representaciones simbólicas. Creo que un buen punto de partida
es el ensayo introductorio de Roberto Schwarz "As idéias fora do lugar" ("ideas
desplazadas") en su libro sobre Machado de Assis Ao vencedor as batatas ("Al
conquistador, las patatas").

¿Cómo es posible que parte de la Declaración de los Derechos del Hombre haya sido
escrita en la constitución brasileña de 1824 cuando todavía existía la esclavitud? La
dependencia de la agricultura en el mercado exterior significó que las ideas económicas
racionalistas burguesas sobre el trabajo llegaron el menor tiempo posible a Brasil, pero
una clase dirigente que basaba su poder en control total sobre la vida de un esclavo
prefería prolongar el trabajo al máximo tiempo y así controlar la jornada completa del
trabajador. Según Schwarz, si queremos entender por qué estas contradicciones eran
"poco importantes" y podían coexistir con el éxito de la difusión de las ideas liberalistas,
debemos tener en cuenta la institución del favor.

La colonización creó tres estratos sociales: el terrateniente, el esclavo y el "hombre


libre". La relación entre los dos primeros estaba perfectamente clara. La mayoría de las
personas en la tercera categoría, que no eran ni propietarios ni proletarios, dependían
del favor de alguien poderoso. Este sistema creó una amplia gama de hombres libres;
el favoritismo también se extendió a otras áreas, involucrando a los otros dos grupos en
el gobierno, la política, el comercio y la industria. Incluso las profesiones liberales como
la medicina, que en Europa se consideraba que no debían nada a ningún hombre, en
Brasil se regían por "nuestra casi mediación universal".

El favoritismo es tan antimoderno como la esclavitud, pero es más "amigable" y puede


coexistir con el liberalismo por su énfasis en la mediación y el proceso de valoración y
autovaloración por la que pasan los intereses materiales. Si bien es cierto que la
modernización europea se basa en la independencia humana, el derecho universal y la
cultura desinteresada, la remuneración objetiva y la ética del trabajo, el favoritismo crea
dependencia, excepciones especiales, cultura interesada y pago de servicios
personales. Teniendo en cuenta la dificultad de supervivencia, "nadie en Brasil tendría
la idea ni, sobre todo, la fuerza para ser, por ejemplo, un Kant del favoritismo", luchando
contra sus contradicciones implícitas.

Schwarz añade que lo mismo ocurrió con el intento de crear un Estado burgués sin
destruir el sistema clientelar; como si fuese a través de la decoración europea: el papel
pintado o las escenas arquitectónicas clásicas pintadas cubrían las paredes de barro.
Incluso el himno nacional brasileño de 1890 está lleno de emociones progresistas pero
despreocupadas con su relevancia en el mundo real: "No vamos a aceptar que antes
había esclavos en un país tan noble" ("antes" era sólo dos años antes, ya que la
esclavitud fue abolida en 1888).
Si acusamos de falsas estas ideas liberales, no avanzaremos. ¿Deberíamos ignorarlas?
Es más interesante seguir su juego simultáneo entre verdad y falsedad. No se espera
que los principios liberales se correspondan con la realidad, sino que proporcionen
prestigiosa justificación de la mediación que supone el intercambio de favores y la
convivencia estable" que proporciona. Puede sorprendernos que "la independencia
signifique la dependencia; la utilidad, el capricho; la universalidad, la excepción; el
mérito, el parentesco y la igualdad, privilegio" si creemos que la ideología liberal tiene
un valor cognitivo, pero no si viven constantemente experiencias de "préstamos y contra-
préstamos, especialmente en el momento clave de reconocimiento mutuo", porque
ninguna de las partes está dispuesta a denunciar a la otra por invocar un principio
abstracto.

Esta forma de interpretar las nuevas ideas con significados inadecuados es el núcleo de
de nuestra mejor literatura: Machado de Assis visto a través de los ojos de Schwarz,
Roberto Arlt y Jorge Luis Borges analizados por Ricardo Piglia. ¿Es esta relación
contradictoria de una cultura de élite con su sociedad el simple resultado de su
dependencia de la metrópoli? Según Schwarz, esta desconexión junto all liberalismo
disonante es "un elemento interno y activo de la cultura [nacional]", un ejercicio
intelectual con la intención de absorber la estructura conflictiva de la sociedad, su
dependencia de los modelos extranjeros y los proyectos para cambiarla. Qué obras de
arte hacer con este triple condicionamiento -conflicto interno, dependencia del
exterior utopía transformadora - y los materiales y el simbolismo específicos que utilizan
no son explicables a través de interpretaciones irracionalistas del arte y la literatura.
Lejos de recurrir a la noción de un "realismo mágico", que supone una misteriosa materia
detrás del uso de un simbolismo particular, socioantropológico las investigaciones
muestran que este simbolismo puede entenderse mejor si consideramos el contexto al
que se refiere y la forma en que los artistas lo reelaboran.

Si consideramos las artes visuales, encontramos pruebas de que esta brecha entre los
conceptos desarrollados en la metrópoli y la realidad local no es siempre un truco
ornamental de explotación. La primera fase del modernismo latinoamericano fue
estimulada por artistas y escritores que regresaban a sus países de origen tras un
tiempo en Europa. No fue así con la influencia directa, trasplantada, de las vanguardias
europeas que despertaron el deseo de modernización en las artes visuales
latinoamericanas, sino las cuestiones planteadas por los propios latinoamericanos en
cuanto a cómo hacer que su experiencia fuera relevante para las sociedades en
desarrollo, o en el caso mexicano, para la Revolución.

Aracy Amaral ha señalado que el pintor ruso Lasar Segall no podía provocar una
reacción del ambiente provinciano de Sâo Paulo cuando llegó 1913, pero ese mismo
año Oswald de Andrade encontró una respuesta positiva al Manifiesto Futurista de
Marinetti y se enfrentó a la industrialización lanzada por Inmigrantes italianos en Sâo
Paulo. Mario de Andrade, Anita Malfatti (que se convirtió en fauvista tras una visita a
Berlín), y otros artistas y escritores organizaron la Semana de arte moderno que se
celebró en 1922, el año del centenario de la independencia de Brasil.

Esta fue una interesante coincidencia. Para ser culto ya no era necesario, como en el
siglo XIX, para imitar el comportamiento europeo y "rechazar con vergüenza nuestras
propias características", como ha escrito Amaral. La modernidad coincidió con el deseo
de explorar y definir qué es ser brasileño. Los modernistas utilizaron dos fuentes
opuestas: la información internacional, especialmente la francesa y "un nativismo que
se manifiesta en la inspiración y la búsqueda de Brasil y sus raíces". También en la
década de 1920 se inició la investigación del folclore brasileño. Esta fusión es evidente
en el cuadro de Emiliano di Cavalcanti Cinco jóvenes de Guaratinguetâ (fig. 3), donde
el cubismo proporcionó el vocabulario con el que pintar mulatas. También está en la
obra de Tarsila do Amaral (véase la figura 7), donde las estructuras constructivas que
aprendió de André Lhote y Fernand Léger se llenaron con color y ambiente brasileño.
En Perú la ruptura con el academicismo se produjo en 1929, de la mano de un grupo de
jóvenes pintores que se interesaban tanto por las cuestiones artísticas de la forma como
por las visuales comentando los problemas nacionales contemporáneos y pintando a
los "andinos". Por esta razón fueron llamados "indigenistas", aunque fueron más allá de
una identificación con el folclore. Su objetivo era lanzar un nuevo arte que representara
lo nacional como parte de los desarrollos estéticos modernos internacionales.

La coincidencia entre las interpretaciones de los historiadores sociales sobre el auge de


la modernización cultural en América Latina es significativo. Lo que ocurrió fue
no es un trasplante, especialmente en lo que respecta a los principales artistas y
escritores, sino una reelaboración para contribuir al cambio social. El intento de los
artistas de crear arenas culturales independientes, secularizar las imágenes y
organizarse profesionalmente no pretendía encapsular su mundo estéticamente, como
algunos movimientos modernistas europeos habían hecho para esconderse de la
modernización. En todas las historias, los proyectos creativos individuales se ven
frustrados por la parálisis de la burguesía, la falta de un mercado de arte independiente,
el provincianismo (incluso en ciudades clave como Buenos Aires, Sao Paulo, Lima y
Ciudad de México), ardua competencia con el academicismo, las actitudes coloniales,
el indianismo ingenuo y el regionalismo.

Ante las dificultades de inyectar simultáneamente las tradiciones indias y coloniales con
nuevas tendencias, muchos simpatizaron con el comentario de Mario de Andrade a
finales de los años 20 que los modernistas eran un grupo "aislado y protegido por sus
propias convicciones":

“...la única parte de la nación que puso la cuestión artística nacional como
su preocupación casi exclusiva. A pesar de ello, no representan ninguna parte
de la realidad brasileña. Están fuera de nuestro ritmo social y de nuestra
inestabilidad, más allá de las preocupaciones brasileñas. Aunque es posible que esta
minoría se adaptara a la realidad brasileña y desarrollara un conocimiento íntimo de
Brasil, en cambio, la realidad brasileña nunca logró desarrollar una relación con ellos
estéticamente.”

La información adicional que tenemos hoy en día nos permite ser menos duros con estos
movimientos de vanguardia. Incluso en aquellos países, como Argentina, en los que
ambas etnias historias y tradiciones fueron diezmadas, aquellos artistas "adictos" a los
modelos europeos no eran meros importadores estéticos. Tampoco, a fin de cuentas,
eran las minorías insignificantes que asumieron en sus propios textos. Un movimiento
tan cosmopolita como la encabezada por la revista Martín Fierro en Buenos Aires,
influenciado por el ultraísmo español y las vanguardias francesas e italianas, redefinió
estas influencias en respuesta a los conflictos sociales y culturales que tienen lugar en
Argentina: la emigración y la urbanización (tan importante en el primer Borges), las
discusiones con figuras literarias anteriores (Lugones y la tradición criollista), el realismo
social del grupo Boedo. Altamirano y Sarlo comentan que si pretendemos seguir
utilizando "la metáfora de la traducción como actividad intelectual típica de las élites
literarias de los países capitalistas periféricos, hay que tener en cuenta que es todo el
campo el que se traduce". Por muy frágil que sea este campo, es el ámbito para la
reformulación y reorganización de los modelos extranjeros.

En varios casos, el modernismo cultural, más que la desnacionalización, proporcionó el


impulso y repertorio simbólico con el que construir la identidad nacional. La intensa
búsqueda de una identidad brasileña comienza con las vanguardias de los años veinte.
“Sólo seremos modernos si somos nacionales", era el lema según Renato Ortiz. Desde
Oswald de Andrade hasta la construcción de Brasilia, la batalla por la modernización era
un movimiento para crear una nación críticamente opuesta a la propuesta por las
oligarquías, las fuerzas conservadoras o las potencias extranjeras. El modernismo es
una idea que se fuera de lugar y que se expresa como un proyecto "

Después de la Revolución Mexicana surgieron varios movimientos culturales dirigidos


simultáneamente a la modernización y al desarrollo nacional independiente. Estos
movimientos invocaron el proyecto de creación de centros culturales (ateneísmo)
establecido durante el gobierno de Porfirio Díaz, con sus pretensiones a veces absurdas
como el deseo de Vasconcelos de difundir la cultura clásica para "redimir a los indios" y
liberarlos de su "atraso". Para muchos artistas la oposición a la Academia de San Carlos
y la participación en el cambio postrevolucionario obligaron a cuestionar las divisiones
creadas por un desarrollo desigual y dependiente: el arte culto contra el arte, la cultura
y el trabajo populares, la experimentación vanguardista y la conciencia social.
El intento mexicano de superar estas divisiones críticas de la modernización capitalista
estaba vinculada a la creación de una sociedad nacional. Junto con la difusión de la
educación y cultura a las clases bajas, el deseo era incluir el arte mexicano
y la artesanía en un supuesto patrimonio común. Rivera, Siqueiros y Orozco
produjo una síntesis monográfica de la identidad nacional inspirada en los aztecas y
El arte maya, los retablos de las iglesias, las decoraciones vernáculas de los bares, los
colores y las formas de la cerámica local, la laca michoacana y los logros experimentales
del Vanguardia europea.

Esta reorganización híbrida del lenguaje visual fue respaldada por los cambios en la
relación entre los artistas, el Estado y la clase obrera. Murales en la vía pública
edificios, calendarios, carteles y revistas de gran tirada fueron el resultado de una
contundente declaración de las nuevas tendencias estéticas dentro del campo cultural
recién nacido junto con las nuevas relaciones que los artistas estaban estableciendo
con las administraciones de la enseñanza oficial a través de los sindicatos y los
movimientos populares.

La historia cultural mexicana de los años 30 a los 50 muestra la fragilidad de esta


utopía y su erosión por factores intra-artísticos y sociopolíticos. El campo cultural,
uniformizado por el realismo dogmático, demasiado énfasis en el contenido y el dominio
de la política sobre el arte, perdió su vitalidad y se resistió a la innovación. Además, fue
difícil enfatizar el papel social del arte cuando el impulso revolucionario ha sido
institucionalizado o marginado en los movimientos de oposición.

A pesar de la formación de un campo cultural moderno en México con la única


posibilidad de acompañar un proceso transformador con obras monumentales y
masivas, cuando el nuevo impulso modernizador llegó en los años 50 y 60, la situación
cultural en México no era muy diferente a la de otros países latinoamericanos. El legado
nacional realista seguía vivo pero apenas producía importantes obras. El Estado
mexicano seguía siendo más rico y estable que la mayoría de los de América y todavía
tenía los recursos para construir museos y centros culturales, y conceder becas y
beneficios a intelectuales, escritores y artistas. Este apoyo comenzó a diversificar,
creando tendencias inesperadas. Las discusiones centrales se convirtieron en algo
similar a las de otras sociedades latinoamericanas: cómo articular lo local y lo
cosmopolita; la promesa de la modernidad y la inercia de la tradición; cómo aumentar la
independencia del ámbito cultural y hacerla compatible con el frágil desarrollo del
mercado artístico y literario; la reorganización industrial de la cultura; el desarrollo
desigual que reproduce una modernidad capitalista dependiente y hace hincapié en ello.
Nuestra conclusión debería ser que en ninguna de estas sociedades el modernismo fue
la adopción mimética de los modelos importados, ni tampoco la búsqueda de modelos
puramente formales soluciones. Jean Franco ha señalado que incluso los nombres de
los movimientos muestran una preocupación social: mientras que los artistas europeos
de vanguardia adoptaron nombres que enfatizaban su ruptura con la historia del arte -
impresionismo, simbolismo, cubismo- en América Latina prefirieron referirse a sí mismos
con nombres que sugieren una respuesta a factores del arte exterior: modernismo,
nuevomundismo, indigenismo…

Es cierto que estos proyectos de inclusión social se diluyeron parcialmente en el


academicismo, las variaciones de la cultura oficial o los juegos de mercado, como
ocurrió en cierto grados con el indigenismo peruano, el muralismo mexicano o Portinari
en Brasil. Estas frustraciones no se debían ni a un destino artístico condenado, ni a una
discrepancia con la modernización socioeconómica. Sus contradicciones y
discrepancias se deben a la heterogeneidad sociocultural, las dificultades de compartir
un presente con varias escalas de tiempo históricas. Parece que, a diferencia de las
teorías decididas a aproximarse desde la cultura tradicional o de la de vanguardia,
deberíamos intentar acercarnos a la resbaladiza modernidad latinoamericana en
términos de modernismo como el intento de intervenir en el conflicto entre el orden semi-
oligárquico dominante, una economía capitalista semi-industrializada y movimientos
sociales semitransformadores. El problema no es que lo que ocurrió en América Latina
fue una versión retrasada o imperfecta de un proceso que fue perfecto en Europa,
tampoco tiene sentido la búsqueda reactiva de un paradigma alternativo y
absolutamente independiente cuando las tradiciones ya han sido transformadas por la
expansión del capitalismo internacional. En la etapa más reciente, cuando la
transnacionalización de la economía y de la cultura nos hace, en palabras de Octavio
Paz, "los contemporáneos de todos los hombres" sin eliminar las tradiciones, es una
simplificación inaceptable elegir exclusivamente entre dependencia y nacionalismo o
modernización y tradición local.

Expansión del consumo y poder de voluntad cultural

En América Latina, a partir de los años 30, la producción cultural se hizo más
independiente. El ascenso de las clases medias en el México posrevolucionario, a través
de los Radicales movimiento en Argentina o a través de procesos similares en Brasil y
Chile, formaron un mercado cultural con su propio dinamismo. Sergio Micheli, en un
estudio sobre este fenómeno en Brasil, ha escrito sobre la "sustitución de importaciones"
en el ámbito editorial.22 En todos estos países, los inmigrantes con experiencia en este
ámbito y los productores emergentes nacionales crearon una industria cultural con
puntos de venta en los centros urbanos. Junto con la expansión de los circuitos
culturales provocada por el aumento de la alfabetización, los escritores, empresarios y
partidos políticos estimularon una importante producción nacional.

En Argentina, durante las décadas de 1920 y 1930, se produjo una expansión de las
bibliotecas y centros de educación popular que habían sido fundados por anarquistas y
socialistas desde el cambio de siglo. La editorial Claridad, que produjo ediciones de
10.000 a 25.000 ejemplares durante este período, fue el resultado de un aumento de los
lectores y contribuyó a la creación de una política cultural, al igual que las revistas y los
periódicos que desarrollaron intelectualmente los procesos en relación con las
innovaciones del pensamiento internacional.

Es a principios de la segunda mitad de este siglo cuando las élites de las ciencias
sociales el arte y la literatura encuentran claros signos de modernización
socioeconómica en América Latina.
Entre 1950 y 1970 hay al menos cinco categorías que indican la existencia cambios
estructurales:
a) el despegue de un desarrollo económico más sostenido y diversificado basado en
industrias tecnológicamente avanzadas, el aumento de las importaciones industriales
y de trabajadores asalariados;
b) la consolidación y expansión del crecimiento urbano comenzó en la década de 1940;
c) la ampliación del mercado cultural, en parte debido a la concentración urbana, pero
sobre todo al rápido aumento de la escolarización en todos los niveles (el analfabetismo
se redujo al 10% o el 15% en la mayoría de los países, el número de personas en la
universidad aumentó de unos 250.000 en 1950 a 5.380.000 a finales de la década de
1970);
d) la introducción de nuevas tecnologías de comunicación, especialmente la televisión,
que contribuyeron a la masificación e internacionalización de relaciones culturales y
fomentaron las crecientes ventas de productos ‘modernos’ ahora hechos en América
Latina (coches, electrodomésticos, etc.)
e) el aumento de movimientos políticos radicales que creían que la modernización
traería profundos cambios en las relaciones sociales y una distribución más equitativa
de los bienes básicos.
Aunque, como sabemos, la articulación de estos cinco procesos no fue simple, hoy en
día resulta evidente que transformaron la relación entre modernismo cultural y
modernización social, y entre la libertad y la dependencia de prácticas simbólicas. Hubo
un giro hacia la secularización, visible en la vida diaria y la cultura política: las ciencias
sociales fueron profesionalizadas y reemplazaron la tradición del ensayo,
frecuentemente irracional, con la investigación empírica e interpretaciones más
consistentes de la sociedad latinoamericana. Sociología, psicología y estudios sobre los
medios de masas contribuyeron a una modernización de las relaciones sociales y la
planificación. Aliados con la industria y los nuevos movimientos sociales, se hizo un
modelo estructuralista/funcionalista de relación entre tradición y modernidad que
constituiría la sabiduría convencional de la opinión informada (the received wisdom of
cultured opinion).
Frente a sociedades rurales regidas por una economía de subsistencia y valores
arcaicos, las élites promocionaron las ventajas de la vida urbana, competitividad y libre
elección. Los movimientos políticos por el desarrollo aprobaron este clima ideológico y
científico, y lo utilizaron para crear un consenso entre los futuros políticos, profesionales
y estudiantes por sus proyectos de modernización.
El crecimiento de la educación superior y del mercado artístico y literario ayudó a
profesionalizar la vida cultural. Incluso la mayoría de artistas y escritores que no podían
vivir de sus libros o pinturas pasaron a la docencia o el periodismo especializado, donde
su independencia era reconocida y desde donde podían promocionar su trabajo. Los
primeros museos de arte moderno fueron creados en las capitales, y varias galerías
proporcionaron un espacio para la selección y la valoración de bienes simbólicos. En
1948, fueron fundados los museos de arte moderno de Sao Paulo y Río de Janeiro; en
1956 en Buenos Aires; en 1962 en Bogotá y en 1964 en Ciudad de México.
La expansión del mercado cultural favoreció la especialización, la experimentación con
lenguajes artísticos y una mayor sincronización con el avant-garde internacional.
Mientras el arte ‘elevado’ se hacía más introvertido en sus experimentos formales, hubo
una abrupta separación entre la élite y los gustos de las clases media y trabajadora,
causada por la industria cultural. Al mismo tiempo que esta separación era parte de las
dinámicas de expansión y fragmentación de todo mercado, grupos políticos y culturales
de la izquierda trabajaban en la dirección opuesta, tratando de socializar el arte,
transmitir los avances del pensamiento a un público más amplio e incentivar su
participación en una cultura hegemónica.
Hubo un choque entre la lógica socioeconómica, que buscaba expandir el mercado, y el
deseo político de culturalización, que era especialmente dramático cuando se producía
dentro del mismo movimiento, e incluso en la misma persona. Aquellos que estaban
renovando y expandiendo el campo sociocultural eran las mismas personas que querían
democratizar la creación artística. Al mismo tiempo que la diferenciación simbólica
estaba en su punto álgido, con la experimentación formal y el rechazo de lo aceptable,
había una aspiración a asociarse con las masas. Una misma persona podía ir por la
noche a exposiciones privadas en galerías avant-garde de Sao Paulo o Río de Janeiro
o a un happening en el Instituto Di Telia de Buenos Aires, y la mañana siguiente
participar en intentos de difundir información desde centros de arte populares o la radical
CGT en Argentina. Esta era una de las divisiones de los 1960s. Otra división relacionada
con ésta es la que se dio entre las esferas pública y privada, con el resultante conflicto
para los artistas, que se encontraban entre el Estado y el mundo empresarial, entre los
negocios y los movimientos sociales.
La frustración del compromiso político ha sido examinada en muchos trabajos, mientras
que el fracaso del proyecto cultural no ha sido estudiado. Su derrota se atribuye a la
asfixia por la crisis de las fuerzas revolucionarias con las que trabajaba, lo cual es en
parte cierto, pero nunca se han analizado las causas culturales que explicarían el
fracaso de este intento de hacer interactuar el modernismo con la modernización.
Un factor clave en esto es la sobreestimación de los movimientos transformativos sin
tener en cuenta la lógica de desarrollo de la esfera cultural. La dependencia es
prácticamente el único mecanismo social que es analizado en la literatura crítica sobre
arte y cultura de los años 1960s y principios de los 70s. Esto obvia la reestructuración
que había estado produciéndose ya durante dos o tres décadas en el campo cultural, y
su relación con la sociedad. Este fallo es evidente cuando se releen los manifiestos,
análisis políticos y debates de la época.
Las interpretaciones recientes de la comunicación de culturase basan en dos tendencias
básicas de la lógica social: por un lado, la especialización y estratificación de la
producción cultural; por el otro, la reestructuración de la relación entre las esferas
pública y privada, tomando las grandes empresas y las fundaciones privadas una
posición preponderante.
Los primeros síntomas de este proceso inicial pueden verse en los cambios de las
políticas culturales mexicanas en los años 40. El estado, que había promocionado la
integración de la tradición con la modernidad y de lo popular con lo erudito, ahora
iniciaba un proyecto en el que la utopía popular daba paso a la modernización, y la
utopía revolucionaria daba paso a la planificación industrial. Fue durante este periodo
cuando el estado dividió sus políticas culturales según criterios de clase social: el
Instituto Nacional de Bellas Artes fue creado para exponer el arte ‘elevado’, y, en unos
poco años, se fundaron el Museo Nacional de Artes e Industrias Populares y el Instituto
Nacional Indigenista. La creación de esta estructura burocrática separada indicaba una
nueva dirección en política institucional. A pesar de los intentos ocasionales del INBA
de hacer el arte culto menos elitista, y la forma en que organizaciones dedicadas a la
cultura popular han intentado reactivar el ideal revolucionario de una sociedad sin
clases, la estructura dividida de políticas culturales ilustra cómo el estado veía la
reproducción social y la diferenciada renovación de consenso (renewal of consensus).
En otros países, las políticas culturales también respondían a la fragmentación de
universos simbólicos. Fue el aumento de inversiones diferenciadas en los sectores
elitistas y masivos lo que acentúo la división entre ellos. Junto con la creciente
especialización de productores y consumidores, esta distinción cambió el significado de
la línea que separaba lo culto de lo popular. Esta división ya no era definida en términos
de clase social, como una división entre una élite cultivada y una mayoría analfabeta o
semianalfabeta, tal y como había sido hasta la segunda mitad del siglo. La alta cultura
se convirtió en el campo de una pequeña facción de la burguesía y la clase media,
mientras que la mayor parte de las clases alta y media, junto a prácticamente toda la
clase trabajadora, quedaron sujetas a la programación de masas de la industria cultural.
La industria cultural ofrece a artistas, escritores y músicos una efectividad mucho mayor
de la que podrían conseguir, en el mejor de los casos, difundiendo la cultura ellos
mismos. Conciertos en clubs folk y en reuniones políticas alcanzan una cantidad mucho
menor de gente de la que podrían con grabaciones y apariciones televisivas. Las
revistas culturales, de moda o decoración vendidas en quioscos o supermercados dejan
las innovaciones literarias, visuales y arquitectónicas en las manos de aquellos que
nunca irían a un museo o una librería.

Junto con este cambio en la relación entre ‘alta’ cultura y consumo de masas, hubo
también un cambio en la relación de todas las clases sociales con las innovaciones
metropolitanas. Ya no era necesario pertenecer a una familia de clase alta o recibir una
beca en el extranjero para estar al tanto de los cambios en las modas artísticas y
políticas. El cosmopolitanismo se hizo más democrático. Aunque los mecanismos de
diferenciación reaparecieron en las distintas formas de apropiación de estas
innovaciones, en una cultura industrializada que necesita expandir constantemente su
consumo la posibilidad de reservar áreas para una minoría exclusiva se hace cada vez
más irrealizable.

El estado conserva la tradición cultural, las empresas la modernizan

La diferenciación simbólica comenzó a establecerse de otra forma, a través de una doble


separación: por un lado, la división entre lo tradicional, administrado por el estado, y lo
moderno, administrado por empresas privadas; y, por otra parte, la separación entre una
modernidad experimental para la élite, promovida por un tipo de industria, y una
modernidad de masas organizada por otro tipo de industria. La tendencia general era
que de la modernización de la cultura elitista se encargara el estado, mientras que las
masas eran responsabilidad de las empresas privadas.

Mientras que la herencia cultural seguía siendo responsabilidad del estado, la difusión
de la cultura moderna era, cada vez más, responsabilidad de empresas y
organizaciones privadas. Dos tipos de acción cultural nacieron de esta diferencia. Dado
que el estado comprendía que la protección y preservación de la tradición era su
principal tarea, los proyectos innovadores pasaban directamente a la sociedad civil,
especialmente a las manos de aquellos con dinero para invertir. Las artes ofrecen dos
tipos de devolución simbólica: para el estado, legitimidad y consenso, pues, al apoyar lo
tradicional, se muestra como representante de la historia nacional; en las empresas, el
uso de la cultura avant-garde produce beneficios económicos, al crear una imagen
‘independiente’ que favorece su expansión económica.

Como vimos en las secciones previas en referencia a la metrópolis, la modernización de


la cultura visual, de la que los historiadores del arte latinoamericano tienden a hablar
únicamente en términos de experimentación de los artistas, ha sido casi totalmente
dependiente del big business durante los últimos treinta años. Éste ha sido el resultado
del respaldo corporativo de la innovación, o la distribución masiva de esta innovación a
través del diseño industrial y gráfico. Una historia de las contradicciones en la
modernidad cultural latinoamericana podría hablar de hasta qué punto esto fue
consecuencia de una política tan premoderna como lo es el mecenazgo. El punto de
partida serían los subsidios con los que las oligarquías de finales del siglo XIX y la
primera mitad del XX apoyaban a artistas, escritores, centros culturales, salones
visuales y literarios, conciertos y asociaciones musicales. El momento clave fue en los
años 60.
Con la revolución productiva y los nuevos modelos de consumo que ésta creó, la
burguesía industrial diseñó fundaciones y centros experimentales para dar al sector
privado el papel principal en la reestructuración del mercado cultural. Algunas de estas
actividades fueron promovidas por compañías transnacionales y llegaron como
exportaciones de las tendencias estéticas de posguerra nacidas en el extranjero,
especialmente en los EE. UU. Por esta razón, las críticas de la dependencia de América
Latina en los 1960s eran justificadas, particularmente, las de los estudios de Shifra
Goldman. Conocedora de estas fuentes norteamericanas, Goldman fue capaz de ver
cómo grandes conglomerados (Esso, Standard Oil, Shell, General Motors) utilizaban
museos, revistas, artistas y críticos de Norteamérica y Latinoamérica para promocionar
una experimentación formal ‘despolitizada’ que reemplazaría el realismo social en el
continente. Aquellas interpretaciones históricas que se concentran exclusivamente en
conspiraciones y alianzas maquiavélicas entre dominadores ignoran la complejidad y
los conflictos de la modernización.

En este momento se estaban produciendo las transformaciones radicales en la


sociedad, educación y cultura latinoamericanas que describí anteriormente. La
utilización de nuevos materiales (acrílicos, plásticos, poliéster) y técnicas (sistemas
electrónicos y luminosos, producción masiva de obras) en el arte no era una simple
imitación de los procesos metropolitanos, pues estos materiales y técnicas estaban
siendo incorporados a la producción industrial, y, con ella, a la vida diaria y los gustos
de los latinoamericanos. Podríamos decir lo mismo de los nuevos iconos del arte visual
avant-garde: televisión, moda textil, celebridades de los medios masivos.

Estos cambios materiales, formales e iconográficos fueron consolidados por la aparición


de nuevos espacios para la exhibición y el comentario de la producción simbólica. En
Argentina y Brasil, las instituciones que representaban a la oligarquía de exportación
agraria (academias, revistas tradicionales y periódicos) fueron adelantadas por el
Instituto Di Telia, la Fundación Matarazzo y sofisticadas revistas semanales como
Primera Plana. Un nuevo sistema de distribución y valoración fue establecido; un
sistema que, si bien proclamaba una mayor independencia en la experimentación
artística, se acabó mostrando como parte de un proceso general de modernización en
la industria, tecnología y la vida cotidiana liderado por aquellos hombres de negocios
que estaban a cargo de las fundaciones y los institutos.
En México las actividades culturales de la modernizada burguesía y el avant-garde
artístico no aparecieron en oposición a la oligarquía tradicional, que había sido
marginalizada tras la Revolución, sino contra el realismo nacionalista de la escuela
mexicana, promovido por el estado postrevolucionario. El debate entre aquellos que
defendían la hegemonía de la producción visual y esos nuevos pintores que querían
renovar la figuración (Tamayo, Cuevas, Gironella, Vlady) fue largo e implacable. La
calidad de estos nuevos pintores y el estancamiento de la Vieja Guardia supuso que las
nuevas tendencias fueron reconocidas en galerías e instituciones culturales privadas, e
incluso por el estado, que comenzó a incluirlas en sus políticas. Más allá de la creación
del Museo de Arte Moderno en 1964, hubo otros ejemplos de reconocimiento oficial: el
avant-garde comenzó a ganar premios, participar en exposiciones nacionales e
internacionales financiadas por el gobierno y a recibir encargos públicos.

Hasta mitad de los años 70, financiación pública y privada estaban equilibradas en
México. A pesar de la incapacidad de estas dos fuentes de satisfacer los requerimientos
de los artistas, este equilibrio supuso un campo artístico menos dependiente del
mercado que el de otros países como Colombia, Venezuela, Brasil o Argentina. Hacia
el final de los 1970s, y especialmente desde la crisis económica de 1982, las fuerzas
neoconservadoras que trataban de restringir el estado y cancelar las políticas de
modernización llevaron a México a una situación más parecida a la del resto del
continente. Con la transferencia de grandes sectores de producción, anteriormente bajo
el control estatal, al sector privado, un tipo de hegemonía en la que todas las clases
eran sujetas a la unificación nacionalista del estado era reemplazado por otro en el que
las empresas privadas parecían ser las promotoras de la cultura en todas sus área.

Esta competición cultural entre las empresas privadas y el estado en México se


concentra en un gran grupo empresarial, Televisa. Esta compañía controla cuatro
canales de televisión nacionales con amplificadores de señal por todo México y EE. UU.,
estudios de producción de vídeo y distribución, firmas editoriales, estaciones de radio,
museos de arte ‘elevado’ y popular (hasta 1986 el Museo de Arte Contemporáneo Rufino
Tamayo y ahora el Centro Cultural de Arte Contemporáneo). Una actividad tan diversa,
bajo el control de un monopolio, estructura la relación entre mercados culturales. Vimos
cómo entre los 1950s y los 1970s, la brecha entre la cultura elitista y la de masas se
ensanchó, gracias a las inversiones diferenciadas y la creciente especialización de
productores artísticos y consumidores. En los 1980s las macroindustrias tomaron el
control de la programación cultural tanto para la élite como las masas. Un proceso
similar se dio en Brasil con Rede Globo, dueña de compañías de televisión, estaciones
de radio, telenovelas de consumo nacional y extranjero y creadora de un nuevo modelo
de negocio cultural que establecía relaciones altamente profesionales entre artistas,
técnicos, productores y el público.

La posesión simultánea de grandes áreas de exhibición y espacios publicitarios, y la


influencia en críticos de la televisión, radio, revistas y otras instituciones permitió a estas
compañías planificar actividades culturales muy caras con el máximo impacto,
controlando los circuitos por los que eran transmitidas, y manipulando tanto a los críticos
como, en menor medida, la manera en la que éstas eran interpretadas por distintos
grupos.

¿Cuáles son las implicaciones de este cambio para la cultura elitista? Si la cultura
moderna es creada gracias a la creciente independencia de un espacio cultural formado
por los agentes de cada disciplina específica -en arte, por ejemplo, artistas, galerías,
museos, críticos y el público-, entonces estas grandes fundaciones atacan a una parte
central de este proyecto. Subordinar la interacción entre agentes del campo artístico a
un único negocio llevará a neutralizar la independencia de este campo. En lo que
respecta a la dependencia cultural, aunque sí es cierto que la influencia imperialista de
las compañías metropolitanas no desaparece, el inmenso poder de Televisa, Rede
Globo y otras organizaciones latinoamericanas está cambiando la estructura de
nuestros mercados simbólicos y su interacción con aquellos de los países centrales.

Un notable ejemplo de esta evolución de los monopolios del mecenazgo es una


institución casi unipersonal: el centro de Arte y Comunicación (CAYC) de Buenos Aires,
dirigido por Jorge Glusberg. Glusberg es el dueño de una de las más grandes
compañías de iluminación de Argentina, Modulor, que le da los medios con los que
financiar las actividades del centro y sus artistas (Grupo de los 13 y, más tarde, Grupo
CAYC), y de aquellos que exponen su obra allí o son enviados al extranjero. Glusberg
paga por los catálogos, la publicidad y el transporte, y a veces hasta los materiales de
los artistas si no pueden pagárselos por sí mismos; así es como ha construido una
compleja red de lealtades profesionales y semiprofesionales con artistas, arquitectos,
urbanistas y críticos.

El CAYC también trabaja como un centro interdisciplinario que pone a estos expertos
en contacto con especialistas en comunicación, semióticos, sociólogos, técnicos y
políticos, lo que les da muchas oportunidades para entrar en distintas áreas de los
sectores cultural y científico argentinos; y los pone en contacto con grandes instituciones
extranjeras (los catálogos son normalmente publicados en español e inglés). En las
últimas dos décadas, el CAYC ha organizado exposiciones anuales de artistas
argentinos en Europa y los EE. UU. También prepara exhibiciones de obras extranjeras
y simposios en Buenos Aires donde participan críticos famosos (Umberto Eco, Giulio
Carlo Argan, Pierre Restany, etc.). Al mismo tiempo, Glusberg ha escrito sobre múltiples
temas en casi todos los catálogos del CAYC; ha trabajado como editor de arte y
arquitectura para periódicos importantes (La Opinión y, después, Clarín); y ha publicado
artículos sobre ambas disciplinas en revistas internacionales, donde promociona las
actividades del centro y recomienda lecturas en consonancia con las tesis de sus
exposiciones. Un elemento fundamental para el mantenimiento de esta versátil actividad
ha sido el control permanente que Glusberg ha tenido como presidente de la Asociación
Argentina de Críticos de Arte y como vicepresidente de la Asociación Internacional de
Críticos.

Gracias a su presencia en múltiples campos culturales (arte, arquitectura, prensa,


asociaciones y organizaciones) y sus conexiones con las fuerzas políticas y
económicas, el CAYC ha mantenido una increíble permanencia de veinte años en un
país donde únicamente un gobierno ha completado su mandato en los últimos cuarenta
años. Su control sobre tantas y tan diferentes facetas de la producción y distribución
artística ha supuesto que, hasta el momento, el centro solo haya recibido buenas
críticas; aún nadie lo ha cuestionado hasta el punto de empobrecer su estatus a nivel
nacional, a pesar de haber pasado por al menos tres fases contradictorias.

En la primera fase, entre 1971 y 1974, el centro se concentró en acciones pluralistas de


artistas y críticos de distintas escuelas, promocionando experiencias avant-garde que
estaban fuera de la esfera comercial y buscando formas innovadoras de relacionarse
con el público. Esto fue importante para la innovación estética independiente, pues
apoyaba experiencias que aún no habían sido introducidas en el mercado, como el arte
conceptual. Sí hubo algunos intentos de llevar el arte a un público más amplio, como
con las exposiciones planificadas en plazas de Buenos Aires (de las que solo una tuvo
lugar en 1972, y fue reprimida por la policía). De 1976 en adelante, Glusberg cambió su
postura. Su relación con el gobierno militar, establecido ese mismo año y que duraría
hasta 1983, era excelente, como puede verse en el apoyo oficial que sus exposiciones
recibieron y el telegrama que recibió del presidente general Videla en 1977, dándole la
enhorabuena por ganar el premio en la decimocuarta Bienal de Sao Paulo en 1977, al
que Glusberg respondió con la promesa de ‘representar el humanismo del arte argentino
en el extranjero’. La tercera fase comenzó en diciembre de 1983, una semana después
del colapso del gobierno militar y la elección de Alfonsín, cuando Glusberg organizó las
Sesiones por la Democracia en el CAYC y otras galerías de Buenos Aires.

En los 1960s la influencia en aumento de galerías, distribuidores y, especialmente, el


Instituto Di Telia hizo que Argentina fuera conocido como un ‘país de distribuidores’,
aludiendo a la intervención de estos factores en los procesos sociales que constituyen
el sentido estético. Fundaciones más recientes hacen mucho más que esto: ya no solo
intervienen en la circulación de los trabajos, sino que también han reformulado las
relaciones entre artistas, intermediarios y el público. Para ello, se han subordinado las
interacciones y los conflictos entre agentes pertenecientes a varios sectores del campo
artístico a unas pocas figuras poderosas, o a veces incluso únicamente una.

De esta manera, una estructura en la que anteriormente las conexiones horizontales y


las luchas por legitimidad y renovación eran generalmente basadas en criterios
artísticos, creando las dinámicas independientes del campo cultural, ha sido
reemplazada por una estructura piramidal en la que todas las líneas de fuerza han sido
forzadas a converger bajo la voluntad de un mecenas o businessman. La innovación
estética se convirtió en un juego interno del mercado simbólico internacional, en el que,
como ocurrió con las tecnologías más avanzadas y ‘universales’ (cine, televisión, vídeo),
las identidades nacionales en las que se habían centrado muchos movimientos avant-
garde hasta los años 50 quedaron disueltas. Aunque la tendencia internacionalista es
típica del avant-garde, es importante señalar que varios de estos movimientos estaban
buscando la forma de unir el uso experimental de materiales y lenguajes con una
redefinición crítica de las tradiciones culturales en las que estaban inspirándose. El
interés en esta redefinición decayó como resultado de la relación más mimética con las
tendencias hegemónicas del mercado internacional.

En una serie de entrevistas que hice con artistas visuales argentinos y mexicanos,
preguntándoles qué pensaban que debería hacer un artista para vender y ser famoso,
la referencia más común fue la de la crisis del mercado latinoamericano en los 1980s y
la ‘inestabilidad’ sufrida por los artistas, en parte por la obsolescencia de las tendencias
artísticas y en parte por la irregularidad de la demanda. Bajo estas condiciones había
una gran presión para ajustarse a un estilo divertido e irreflexivo, sin temáticas sociales
ni atrevimientos estéticos, ‘sin mucha estridencia, elegante, pero no excesivamente
pasional’, que caracterizaba al arte de este fin de siècle. Aquellos que triunfan prueban
que el éxito depende tanto del talento o los referentes y descubrimientos visuales como
de habilidades propias del periodismo, la publicidad y la moda, de viajes, de largas
facturas de teléfono y de ser capaz de mantenerse al día con los periódicos y catálogos
internacionales. Hay algunos artistas que se resisten a la idea de que estas actividades
extra-estéticas deberían tomar un papel principal, pero aun así admitirán que estas
actividades son esenciales.

Ser un artista o escritor y producir obras estimulantes en medio de esta gran


reorganización de la sociedad mundial y de los mercados del simbolismo, y transmitirlas
a un gran público, se ha hecho mucho más complicado. De la misma manera que los
artesanos y productores de cultura popular ya no pueden referirse exclusivamente a un
universo tradicional, los artistas que quieren producir obras aceptadas socialmente no
pueden quedarse en sus áreas de confort. A medida que son intervenidos por una
reorganización industrial, comercial y espectacular de los procesos simbólicos, lo
popular y lo culto requieren de nuevas estrategias.

Ya en los años 90 es imposible negar que Latinoamérica se ha modernizado. Social y


culturalmente, el modernismo simbólico y la modernización socioeconómica ya no están
tan distanciadas. El problema es que esta modernización se produjo de una forma muy
diferente de cómo se esperaba en anteriores décadas. En la segunda mitad de siglo, la
modernización ha sido dirigida no tanto por el estado como por las iniciativas privadas.
La ‘socialización’ o democratización de la cultura se ha alcanzado gracias a la industria
cultural (generalmente privada) más que a las buenas intenciones políticas o culturales
de los productores. Aún existe una desigual apropiación de bienes simbólicos y un
acceso dispar a las innovaciones culturales, pero esta desigualdad ya no es tan simple
y polarizada como se pensaba cuando se dividía un país en oprimidos y sus opresores,
o el mundo en países imperiales y dependientes.

Hacia un nuevo siglo: Reestructuración Posmoderna

Estaríamos ignorando factores fundamentales si concibiéramos el resultado de las


contradicciones modernas únicamente como el triunfo de la expansión del mercado, a
costa de los proyectos emancipatorios, democratizantes y renovadores propios de la
modernidad. La reestructuración de la cultura que llamamos posmodernismo implica
una reformulación radical de la relación entre tradición y modernidad, y entre la ‘alta’
cultura, la cultura popular y la de masas va mucho más allá de lo económico; también
implica cambios en las identidades colectivas, en las articulaciones nacionales y
extranjeras y en prácticamente todos los asuntos que hemos estado examinando hasta
ahora.
No estoy afirmando que el posmodernismo sea una nueva tendencia que vaya a
reemplazar a la modernidad y el tradicionalismo. Junto con pensadores como Jameson
o Huyssen, pienso que el posmodernismo no es una discontinuidad o una ruptura con
el modernismo, sino una reorganización de sus fuerzas internas y su relación con la
tradición. Más que un nuevo paradigma, el posmodernismo es un tipo peculiar de
construcción sobre las ruinas de la modernidad, que asalta el vocabulario moderno y
añade ingredientes premodernos o no-modernos.

En Latinoamérica hemos vivido un proceso así en cuanto que vivimos una era de
tradiciones que no han desparecido, una modernidad que nunca llega del todo, y un
cuestionamiento posmoderno de los proyectos evolucionarios hegemónicos durante
este último siglo. En estos países, el posmodernismo no ha aparecido como una
tendencia con la que reemplazar el arte moderno, como la trans-avant-garde considera;
tampoco va a tomar el lugar del arte popular tradicional, como insisten algunos
modernistas tecnócratas. Es una situación de desarrollo cultural más compleja; un
proceso transformativo. En el centro de este proceso está la reorganización de los
principios que rigieron el arte tradicional y elevado, y la oposición entre ellos cuando
trabajaban como estructuras separadas.

Los procesos políticos y de comunicación de masas que reorganizaron las normas de


lo hegemónico y lo sometido crearon la situación que ahora llamamos posmodernismo;
siendo una de sus características principales la demolición de las divisiones entre lo
erudito y lo popular. Los grandes términos folklóricos, populistas y modernistas que
servían para organizar y estructurar los distintos tipos de cultura han perdido su
relevancia. El repertorio es tan variado que resulta imposible ser considerado una
persona culta conociendo únicamente las grandes obras de arte, de la misma forma que
ser popular es más que conocer y usar los objetos y mensajes generados en una
comunidad pequeña (étnica, local o de clase). Hoy en día estas categorías son
inestables, cambian con las modas y se intercambian constantemente; además de esto,
los usuarios pueden crear sus propias colecciones: todo el mundo puede coleccionar su
propio repertorio de discos, cassettes y vídeos que combinen pop y ‘alta’ cultura,
incluidos aquellos que ya lo hacen en la propia estructura de su arte (como, por ejemplo,
el rock mexicano, que utiliza folk, jazz y música clásica).

Este proceso comenzó en las películas latinoamericanas de los años 40 y en la


televisión de los 50, donde lo popular se mezclaba con fragmentos de alta cultura; y,
poco después, ambos quedarían sometidos a la gramática de producción y la lógica de
distribución de las industrias culturales. Desde los años 60, literatura, música y artes
visuales se han convertido también en áreas híbridas. Estoy pensando en concreto en
la bossa nova, que fusiona el avant-garde post-Webern con el jazz y melodías
afrobrasileñas (Astor Piazzola hizo lo mismo con el tango); en escritores como Manuel
Puig o Monsivais que utilizaron una intertextualidad transclase; en artistas visuales y
artesanos que combinaron arte precolombino, colonial y moderno, subvirtiendo la
cómoda distinción con la que se ha separado la historia de las bellas artes del arte folk.

La consecuencia inmediata de todo esto es que ya no se puede asociar la clase social


con el estatus cultural, y tampoco puede ser asociado este último a un repertorio fijo de
bienes simbólicos. Si bien es cierto que muchas obras permanecen en los espacios
minoritarios o populares donde fueron concebidas, la tendencia general en todos los
sectores es que exista gusto por ítems que provienen de entornos que eran previamente
opuestos. No sugiero que esta fluidez y complejidad haya acabado con las diferencias
sociales; lo único que señalo es que esta reorganización de la escena cultural y su cruce
de identidades nos llevan a reexaminar el orden que rige la relación entre grupos
distintos.
La segunda consecuencia es que la manera en la que solíamos asociar, política y
culturalmente, lo ‘popular’ y lo ‘nacional’ en los 1960s y 1970s ya no es válida. La
oposición entre imperialismo y cultura nacional-popular no solo merece las críticas
dirigidas hacia la teoría de la dependencia de la que nació, sino que también oculta una
reorganización en el mercado simbólico. Estudios sobre imperialismo cultural nos han
permitido examinar los mecanismos utilizados por centros internacionales de producción
artística, científica y comunicacional que condicionaron, y aún lo hacen, nuestro
desarrollo cultural; pero este modelo es inadecuado para explicar las relaciones de
poder internacionales vigentes actualmente: no explica el desarrollo global de un
sistema industrial, tecnológico, financiero y cultural, en cuyo centro no se encuentra una
sola nación, sino una densa red de estructuras económicas y culturales. Aunque sus
decisiones y beneficios se concentran en la burguesía metropolitana, su hegemonía se
produce menos por la imposición de la cultura metropolitana que por la adaptación del
conocimiento y las imágenes internacionales a las experiencias y hábitos de distintas
culturas. Tampoco podemos adherirnos a las teorías de manipulación omnipotente de
las multinacionales, o a aquellas posturas que reducen lo popular a sus manifestaciones
tradicionales y locales. Por esta razón, Renato Ortiz ha utilizado recientemente el
término ‘internacional-popular’, refiriéndose al hecho de que en Brasil la reestructuración
masiva de la cultura no ha implicado, a diferencia de la opinión general, una mayor
dependencia de la producción extranjera: las estadísticas muestran un aumento en la
producción científica en Brasil, en el porcentaje de películas brasileñas en carteleras, en
los libros escritos por autores brasileños, y en las grabaciones de música brasileña,
mientras que las importaciones han disminuido. Se ha dado una creciente
independencia y una nacionalización de los productos culturales, que incluso son
exportados cada vez más (especialmente telenovelas), haciendo de Brasil un agente
activo en el mercado internacional de bienes simbólicos; pasando así de la ‘defensa de
lo nacional-popular a la exportación de lo internacional-popular’.

Si bien esta tendencia no es la misma en todos los países latinoamericanos,


encontramos aspectos similares en aquellos con un mayor desarrollo moderno de la
cultura; similitudes que nos llevan a replantearnos el asunto de las articulaciones locales
y extranjeras. Estos cambios no neutralizan el problema de cómo las distintas clases se
benefician de y son representadas por la cultura producida en cada país. La
transformación radical de los campos de producción y consumo, junto al carácter de los
bienes que están siendo presentados, significa que es ahora mismo imposible seguir
insistiendo en que lo popular está ‘naturalmente’ asociado con lo natural y por tanto
firmemente opuesto a lo internacional.

La tercera consecuencia nos permite juzgar lo profundo de este cambio. La definición


de identidad popular siempre ha estado relacionada con una noción concreta de
territorio: con la cultura local y comunitaria en el folklore y la antropología, con el barrio
en las investigaciones participativas de la sociología urbana, con el territorio nacional en
el populismo político. Afirmar y reivindicar la identidad popular implica la recuperación
de la soberanía sobre estos espacios en los que los aspectos característicos de cada
grupo son creados. No puede haber ninguna duda de que esta conexión con una
particular escena sigue siendo la base de muchas construcciones culturales, ni de que
la recuperación de la tradición es una preocupación fundamental para países tan
devastados como los de Latinoamérica.

Sin embargo, en esta década ha habido en muchos países latinoamericanos una


disposición (generalmente en movimientos populares e intelectuales progresistas) a
reflexionar sobre qué significa para una cultura moverse más allá de su territorio original
y comunicarse e interactuar con otras. Las artesanías pasan del campo a las ciudades;
canciones y películas que representan eventos populares son expuestas en otros
países. ¿Cómo podemos encajar las nuevas tendencias de circulación cultural,
causadas por las migraciones de latinoamericanos a los EE. UU., de los habitantes de
los países latinoamericanos pobres a los más ricos, o de los campesinos a la ciudad, en
el modelo unidireccional de la dominación imperialista? ¿Cómo podemos explicar las
nuevas formas culturales híbridas que generan estos movimientos? No es casualidad
que las reflexiones más innovadoras sobre estos procesos están surgiendo en el área
principal de migraciones en el continente: la frontera de México y EE. UU. Aquí es donde
los movimientos interculturales muestran su faceta más triste: el desempleo y el
desarraigo de granjeros e indios obligados a abandonar sus casas para sobrevivir; pero
también está surgiendo una poderosa creatividad. Si hay más de 250 estaciones de
radio y canales de televisión, y más de 1500 publicaciones en español, además de un
interés cada vez mayor en la música y literatura latinoamericanas, no se debe
únicamente al mercado creado por veinte millones de ‘hispánicos’ (el 8 por ciento de la
población en EE. UU.: 38 por ciento en New Mexico, 25 por ciento en Texas y 23 por
ciento en California). Este interés también se debe al hecho de que la así llamada cultura
latina produce películas como Fiebre Latina o La Bamba, música como la de Rubén
Blades o los Lobos, las obras de teatro de Luis Valdéz y las telenovelas brasileñas, que
son importadas tanto por su calidad estética como por su habilidad para representar un
cierto tipo de cultura popular que puede interactuar con las estructuras simbólicas
modernas y posmodernas.

En este cruce del simbolismo popular tradicional con los circuitos internacionales de la
industria cultural, las preguntas por la identidad, la nacionalidad, la defensa de la
soberanía y la desigual apropiación del conocimiento y el arte se han transformado. Los
conflictos no se resuelven, como les gustaría a los neoconservadores, sino que pasan
a otro registro: el de un creciente desplazamiento de la cultura. Los movimientos
populares que llevan sus actividades hacia este nuevo plano combinan la defensa de
sus propias tradiciones con lo que un artista mexicano que vive entre Tijuana y San
Diego llama ‘una visión de la cultura más experimental, multifocal y tolerante’. Es decir,
culturas cuya independencia está más condicionada que la de las sociedades
tradicionales, pero que a cambio son más innovadoras y democráticas.

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