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El segundo error, común entre aquellos a los que le interesa el arte y la literatura, es
pensar que la posmodernidad ha venido a reemplazar a la modernidad.
Consiguientemente, es considerado que el “avant-garde” y todos los programas
utópicos y progresistas han sido descartados como formas naive de concebir la historia.
Mi tesis principal en este texto es que los movimientos posmodernistas son relevantes
e interesantes para América Latina en tanto que preparan el terreno para re-pensar las
conexiones entre tradición, modernidad y posmodernidad.
Vivir, aceptar y esperar que mis acciones tengan algún efecto, moverse entre marcos
históricos hacia un objetivo, es actuar contra las normas del hotel. Si yo me quedo en el
hotel, no espero que cambie el mobiliario, o que los mejore o que los adapte a mis
deseos, simplemente los uso.
Se solía pensar que el estado era necesario para administrar este hotel con un número
de instituciones y leyes que garanticen el nivel básico de orden, ciertos principios
elegantes, Apolíneos más que elegantes, a través de los cuales podamos entrar al
mundo civilizado.
Habría sido más justo inventar una lista de esas normas las cuales siempre encontramos
en las habitaciones de hotel, normalmente en las puertas “Cómo vivir aquí” “A qué hora
deberías irte”, “Por favor no comer en los baños”, “No se permiten perros”, etc. Esto
habría sido una colección de normas que no afectan o están basadas en principios.
“Este es tu hotel, disfrutalo y trata de causar el mínimo problema/jaleo posible.” podría
ser la forma más efectiva de re-bocetar la primera cláusula de la Constitución Nacional.
¿Cómo podemos explicar este conflicto entre los estados modernos de Latino américa,
sus sociedades y su política cultural? ¿Cuál es el rol de la cultura profesional y como
puede ser la cultura del día a día en el verdadero desarrollo de nuestros países? El
debate internacional sobre la modernidad y su cultura podría ayudarnos a entender este
estado de desasosiego y sospecha. Volveremos a algunos de los estudios históricos y
sociológicos recientes en América Larina que han empezado a desarrollar diferentes
visiones de las conexiones entre el modernismo y la modernización. Primero debemos
establecer algunas pautas para aquello que ahora entendemos como modernidad.
Conforme se desarrollan, estos cuatro proyectos han resultado ser contradictorios. Las
dificultades que las vanguardias experimentaron - por ejemplo en la Bauhaus o con el
constructivismo- cuando trataron de lanzar diversos de estos proyectos
simultáneamente. sirven como ilustración de la dificultad de hacerlos compatibles. Pero
es en América Latina más que en Europa donde la modernidad parece haber fracasado..
Estos movimientos culturales que desean combinar su vocación por la libertad y la
renovación con una democratización de las nuevas experiencias son normalmente
diluidos en un variado paquete de fugaces y satisfactorias promesas conforme entran
en contacto con los sistemas oligárquicos o autoritarios y con la expansión económica
inestable o caótica.
Estos movimientos no pudieron lograr los mismos efectos que la modernidad europea.
Ellos no crearon mercados independientes para cada campo artístico, una base
profesional para los artistas y escritores y un desarrollo económico capaz de sostener
estos esfuerzos en la renovación experimental y en la democratización cultural.
Las estadísticas son concluyentes. En Francia el ratio de alfabetización era del 30%
durante el antiguo régimen, pero en 1890 era del 90%. En 1869, 500 periódicos
diferentes fueron publicados en París, alcanzando los 2000 en 1890. A principio del siglo
XX en Inglaterra había un ratio de alfabetización del 97, The Daily Telegraph duplicó su
distribución entre 1860 y 1890, para entonces tenía ventas de 300.000; Alicia en el país
de las maravillas vendió 150.000 copias entre 1865 y 1898. Esto creó un espacio cultural
doble. Por un lado, la literatura y las artes se desarrollaron a través de distribución
limitada, con ventas masivas ocasiones, como es el caso de Lewis Carroll. Por otro lado,
un enorme público lector se creó, principalmente de periódicos a principios de siglo.
Como señaló Renato Ortiz, el caso brasileño es totalmente diferente. ¿Cómo podrían
los artistas y escritores realizar una lectura especializada si el 84% de la población era
analfabeta en 1890, el 75 en 1920 y todavía el 57 en 1940? Hasta 1930 la media de
copias hechas a una novela era de 1000. Por muchas más décadas los autores no
podían vivir simplemente de escribir, por ello trabajaron como profesores, funcionarios
o periodistas, todo aquello generó una literatura dependiente del estado burócrata y de
los medios de comunicación de masas. Por esta razón, Ortiz concluye que en Brasil
nunca existió la clara distinción europea entre la cultura artística y el mercado de masas,
por lo tanto hubo un antagonismo mutuo menor que en Europa.
Estudios sobre otros países de América latina muestran una situación similar o peor. en
tanto que la modernización y la democratización afectaba solo a una minoría pequeña,
es imposible crear mercados simbólicos en los cuales campos culturales autónomos
puedan crecer. Si en el mundo moderno estar culturizado es ser well-read, eso era
imposible para más de la mitad de la población de América Latina en 1920. Esta
restricción fue atenuada por el acceso a un nivel educativo elevado, la puerta a la cultura
moderna. En los años 30 ni siquiera el 10% de los estudiantes de secundaria fue a la
universidad. Como dice Brunner en referencia a Chile durante este periodo, una
“tradicional constelación de elites” demandó que aquellos que iban a los literary salons
o escribían en revistas culturales y periódicos tenían que pertenecer a la clase
gobernante. La hegemonía oligárquica creó divisiones dentro de la sociedad que
limitaron su expansión moderna mediante “la oposición al desarrollo orgánico del estado
con sus propias limitaciones (la estrechez de su mercado simbólico y la visión
Hobbesiana de la clase dominante/gobernante - ruling class)
Si esta era la cultura visual promovida en escuelas y museos, ¿qué podrían hacer las
vanguardias? Cómo podrían encontrar una nueva forma de representar (en ambos
sentidos de la palabra, transformando la realidad en imagenes y siendo representativos
de esta realidad) estas sociedades heterogéneas en las cuales diversas tradiciones
culturales viven juntas y se contradicen las unas a las otras al mismo tiempo, con
diferentes razonamientos y absorbidas de manera desigual por diferentes sectores? Es
posible promover un modernismo cultural mientras que la modernización
socioeconómica es tan desigual? Algunos historiadores del arte han llegado a la
conclusión de que los movimientos innovadores eran “trasplantes” o “borradores”
desconectados de nuestra realidad.
El “Semi” continente
Un buen punto de inicio desde el cual reformular estas cuestiones es el artículo de Perry
Anderson, que hablando de Latino América, repite la tendencia de ver nuestra
modernidad como un eco diferente o deficiente de la modernidad en los países
centrales. Su argumento es que la literatura europea y el modernismo artístico ha
alcanzado un punto alto las primeras 3 décadas del siglo, después de ello se convierte
en un culto de esta ideología estética sin el vigor de sus artistas o trabajos. La tardía
llegada de esta vitalidad creativa a nuestro continente ocurrió debido a que:
Esta contradicción entre lo erudito y lo popular ha sido tratada más ampliamente en las
artes literarias y visuales que en sus interpretaciones históricas, que casi siempre
registran la importancia de estas obras para la élite. La forma en que estas historias han
discutido la distancia entre el modernismo cultural y el social modernización muestra la
dependencia de los intelectuales del pensamiento metropolitano e ignora la importancia
del conflicto social para los escritores y artistas y sus intentos de comunicarse con su
propia gente.
¿Cómo es posible que parte de la Declaración de los Derechos del Hombre haya sido
escrita en la constitución brasileña de 1824 cuando todavía existía la esclavitud? La
dependencia de la agricultura en el mercado exterior significó que las ideas económicas
racionalistas burguesas sobre el trabajo llegaron el menor tiempo posible a Brasil, pero
una clase dirigente que basaba su poder en control total sobre la vida de un esclavo
prefería prolongar el trabajo al máximo tiempo y así controlar la jornada completa del
trabajador. Según Schwarz, si queremos entender por qué estas contradicciones eran
"poco importantes" y podían coexistir con el éxito de la difusión de las ideas liberalistas,
debemos tener en cuenta la institución del favor.
Schwarz añade que lo mismo ocurrió con el intento de crear un Estado burgués sin
destruir el sistema clientelar; como si fuese a través de la decoración europea: el papel
pintado o las escenas arquitectónicas clásicas pintadas cubrían las paredes de barro.
Incluso el himno nacional brasileño de 1890 está lleno de emociones progresistas pero
despreocupadas con su relevancia en el mundo real: "No vamos a aceptar que antes
había esclavos en un país tan noble" ("antes" era sólo dos años antes, ya que la
esclavitud fue abolida en 1888).
Si acusamos de falsas estas ideas liberales, no avanzaremos. ¿Deberíamos ignorarlas?
Es más interesante seguir su juego simultáneo entre verdad y falsedad. No se espera
que los principios liberales se correspondan con la realidad, sino que proporcionen
prestigiosa justificación de la mediación que supone el intercambio de favores y la
convivencia estable" que proporciona. Puede sorprendernos que "la independencia
signifique la dependencia; la utilidad, el capricho; la universalidad, la excepción; el
mérito, el parentesco y la igualdad, privilegio" si creemos que la ideología liberal tiene
un valor cognitivo, pero no si viven constantemente experiencias de "préstamos y contra-
préstamos, especialmente en el momento clave de reconocimiento mutuo", porque
ninguna de las partes está dispuesta a denunciar a la otra por invocar un principio
abstracto.
Esta forma de interpretar las nuevas ideas con significados inadecuados es el núcleo de
de nuestra mejor literatura: Machado de Assis visto a través de los ojos de Schwarz,
Roberto Arlt y Jorge Luis Borges analizados por Ricardo Piglia. ¿Es esta relación
contradictoria de una cultura de élite con su sociedad el simple resultado de su
dependencia de la metrópoli? Según Schwarz, esta desconexión junto all liberalismo
disonante es "un elemento interno y activo de la cultura [nacional]", un ejercicio
intelectual con la intención de absorber la estructura conflictiva de la sociedad, su
dependencia de los modelos extranjeros y los proyectos para cambiarla. Qué obras de
arte hacer con este triple condicionamiento -conflicto interno, dependencia del
exterior utopía transformadora - y los materiales y el simbolismo específicos que utilizan
no son explicables a través de interpretaciones irracionalistas del arte y la literatura.
Lejos de recurrir a la noción de un "realismo mágico", que supone una misteriosa materia
detrás del uso de un simbolismo particular, socioantropológico las investigaciones
muestran que este simbolismo puede entenderse mejor si consideramos el contexto al
que se refiere y la forma en que los artistas lo reelaboran.
Si consideramos las artes visuales, encontramos pruebas de que esta brecha entre los
conceptos desarrollados en la metrópoli y la realidad local no es siempre un truco
ornamental de explotación. La primera fase del modernismo latinoamericano fue
estimulada por artistas y escritores que regresaban a sus países de origen tras un
tiempo en Europa. No fue así con la influencia directa, trasplantada, de las vanguardias
europeas que despertaron el deseo de modernización en las artes visuales
latinoamericanas, sino las cuestiones planteadas por los propios latinoamericanos en
cuanto a cómo hacer que su experiencia fuera relevante para las sociedades en
desarrollo, o en el caso mexicano, para la Revolución.
Aracy Amaral ha señalado que el pintor ruso Lasar Segall no podía provocar una
reacción del ambiente provinciano de Sâo Paulo cuando llegó 1913, pero ese mismo
año Oswald de Andrade encontró una respuesta positiva al Manifiesto Futurista de
Marinetti y se enfrentó a la industrialización lanzada por Inmigrantes italianos en Sâo
Paulo. Mario de Andrade, Anita Malfatti (que se convirtió en fauvista tras una visita a
Berlín), y otros artistas y escritores organizaron la Semana de arte moderno que se
celebró en 1922, el año del centenario de la independencia de Brasil.
Esta fue una interesante coincidencia. Para ser culto ya no era necesario, como en el
siglo XIX, para imitar el comportamiento europeo y "rechazar con vergüenza nuestras
propias características", como ha escrito Amaral. La modernidad coincidió con el deseo
de explorar y definir qué es ser brasileño. Los modernistas utilizaron dos fuentes
opuestas: la información internacional, especialmente la francesa y "un nativismo que
se manifiesta en la inspiración y la búsqueda de Brasil y sus raíces". También en la
década de 1920 se inició la investigación del folclore brasileño. Esta fusión es evidente
en el cuadro de Emiliano di Cavalcanti Cinco jóvenes de Guaratinguetâ (fig. 3), donde
el cubismo proporcionó el vocabulario con el que pintar mulatas. También está en la
obra de Tarsila do Amaral (véase la figura 7), donde las estructuras constructivas que
aprendió de André Lhote y Fernand Léger se llenaron con color y ambiente brasileño.
En Perú la ruptura con el academicismo se produjo en 1929, de la mano de un grupo de
jóvenes pintores que se interesaban tanto por las cuestiones artísticas de la forma como
por las visuales comentando los problemas nacionales contemporáneos y pintando a
los "andinos". Por esta razón fueron llamados "indigenistas", aunque fueron más allá de
una identificación con el folclore. Su objetivo era lanzar un nuevo arte que representara
lo nacional como parte de los desarrollos estéticos modernos internacionales.
Ante las dificultades de inyectar simultáneamente las tradiciones indias y coloniales con
nuevas tendencias, muchos simpatizaron con el comentario de Mario de Andrade a
finales de los años 20 que los modernistas eran un grupo "aislado y protegido por sus
propias convicciones":
“...la única parte de la nación que puso la cuestión artística nacional como
su preocupación casi exclusiva. A pesar de ello, no representan ninguna parte
de la realidad brasileña. Están fuera de nuestro ritmo social y de nuestra
inestabilidad, más allá de las preocupaciones brasileñas. Aunque es posible que esta
minoría se adaptara a la realidad brasileña y desarrollara un conocimiento íntimo de
Brasil, en cambio, la realidad brasileña nunca logró desarrollar una relación con ellos
estéticamente.”
La información adicional que tenemos hoy en día nos permite ser menos duros con estos
movimientos de vanguardia. Incluso en aquellos países, como Argentina, en los que
ambas etnias historias y tradiciones fueron diezmadas, aquellos artistas "adictos" a los
modelos europeos no eran meros importadores estéticos. Tampoco, a fin de cuentas,
eran las minorías insignificantes que asumieron en sus propios textos. Un movimiento
tan cosmopolita como la encabezada por la revista Martín Fierro en Buenos Aires,
influenciado por el ultraísmo español y las vanguardias francesas e italianas, redefinió
estas influencias en respuesta a los conflictos sociales y culturales que tienen lugar en
Argentina: la emigración y la urbanización (tan importante en el primer Borges), las
discusiones con figuras literarias anteriores (Lugones y la tradición criollista), el realismo
social del grupo Boedo. Altamirano y Sarlo comentan que si pretendemos seguir
utilizando "la metáfora de la traducción como actividad intelectual típica de las élites
literarias de los países capitalistas periféricos, hay que tener en cuenta que es todo el
campo el que se traduce". Por muy frágil que sea este campo, es el ámbito para la
reformulación y reorganización de los modelos extranjeros.
Esta reorganización híbrida del lenguaje visual fue respaldada por los cambios en la
relación entre los artistas, el Estado y la clase obrera. Murales en la vía pública
edificios, calendarios, carteles y revistas de gran tirada fueron el resultado de una
contundente declaración de las nuevas tendencias estéticas dentro del campo cultural
recién nacido junto con las nuevas relaciones que los artistas estaban estableciendo
con las administraciones de la enseñanza oficial a través de los sindicatos y los
movimientos populares.
En América Latina, a partir de los años 30, la producción cultural se hizo más
independiente. El ascenso de las clases medias en el México posrevolucionario, a través
de los Radicales movimiento en Argentina o a través de procesos similares en Brasil y
Chile, formaron un mercado cultural con su propio dinamismo. Sergio Micheli, en un
estudio sobre este fenómeno en Brasil, ha escrito sobre la "sustitución de importaciones"
en el ámbito editorial.22 En todos estos países, los inmigrantes con experiencia en este
ámbito y los productores emergentes nacionales crearon una industria cultural con
puntos de venta en los centros urbanos. Junto con la expansión de los circuitos
culturales provocada por el aumento de la alfabetización, los escritores, empresarios y
partidos políticos estimularon una importante producción nacional.
En Argentina, durante las décadas de 1920 y 1930, se produjo una expansión de las
bibliotecas y centros de educación popular que habían sido fundados por anarquistas y
socialistas desde el cambio de siglo. La editorial Claridad, que produjo ediciones de
10.000 a 25.000 ejemplares durante este período, fue el resultado de un aumento de los
lectores y contribuyó a la creación de una política cultural, al igual que las revistas y los
periódicos que desarrollaron intelectualmente los procesos en relación con las
innovaciones del pensamiento internacional.
Es a principios de la segunda mitad de este siglo cuando las élites de las ciencias
sociales el arte y la literatura encuentran claros signos de modernización
socioeconómica en América Latina.
Entre 1950 y 1970 hay al menos cinco categorías que indican la existencia cambios
estructurales:
a) el despegue de un desarrollo económico más sostenido y diversificado basado en
industrias tecnológicamente avanzadas, el aumento de las importaciones industriales
y de trabajadores asalariados;
b) la consolidación y expansión del crecimiento urbano comenzó en la década de 1940;
c) la ampliación del mercado cultural, en parte debido a la concentración urbana, pero
sobre todo al rápido aumento de la escolarización en todos los niveles (el analfabetismo
se redujo al 10% o el 15% en la mayoría de los países, el número de personas en la
universidad aumentó de unos 250.000 en 1950 a 5.380.000 a finales de la década de
1970);
d) la introducción de nuevas tecnologías de comunicación, especialmente la televisión,
que contribuyeron a la masificación e internacionalización de relaciones culturales y
fomentaron las crecientes ventas de productos ‘modernos’ ahora hechos en América
Latina (coches, electrodomésticos, etc.)
e) el aumento de movimientos políticos radicales que creían que la modernización
traería profundos cambios en las relaciones sociales y una distribución más equitativa
de los bienes básicos.
Aunque, como sabemos, la articulación de estos cinco procesos no fue simple, hoy en
día resulta evidente que transformaron la relación entre modernismo cultural y
modernización social, y entre la libertad y la dependencia de prácticas simbólicas. Hubo
un giro hacia la secularización, visible en la vida diaria y la cultura política: las ciencias
sociales fueron profesionalizadas y reemplazaron la tradición del ensayo,
frecuentemente irracional, con la investigación empírica e interpretaciones más
consistentes de la sociedad latinoamericana. Sociología, psicología y estudios sobre los
medios de masas contribuyeron a una modernización de las relaciones sociales y la
planificación. Aliados con la industria y los nuevos movimientos sociales, se hizo un
modelo estructuralista/funcionalista de relación entre tradición y modernidad que
constituiría la sabiduría convencional de la opinión informada (the received wisdom of
cultured opinion).
Frente a sociedades rurales regidas por una economía de subsistencia y valores
arcaicos, las élites promocionaron las ventajas de la vida urbana, competitividad y libre
elección. Los movimientos políticos por el desarrollo aprobaron este clima ideológico y
científico, y lo utilizaron para crear un consenso entre los futuros políticos, profesionales
y estudiantes por sus proyectos de modernización.
El crecimiento de la educación superior y del mercado artístico y literario ayudó a
profesionalizar la vida cultural. Incluso la mayoría de artistas y escritores que no podían
vivir de sus libros o pinturas pasaron a la docencia o el periodismo especializado, donde
su independencia era reconocida y desde donde podían promocionar su trabajo. Los
primeros museos de arte moderno fueron creados en las capitales, y varias galerías
proporcionaron un espacio para la selección y la valoración de bienes simbólicos. En
1948, fueron fundados los museos de arte moderno de Sao Paulo y Río de Janeiro; en
1956 en Buenos Aires; en 1962 en Bogotá y en 1964 en Ciudad de México.
La expansión del mercado cultural favoreció la especialización, la experimentación con
lenguajes artísticos y una mayor sincronización con el avant-garde internacional.
Mientras el arte ‘elevado’ se hacía más introvertido en sus experimentos formales, hubo
una abrupta separación entre la élite y los gustos de las clases media y trabajadora,
causada por la industria cultural. Al mismo tiempo que esta separación era parte de las
dinámicas de expansión y fragmentación de todo mercado, grupos políticos y culturales
de la izquierda trabajaban en la dirección opuesta, tratando de socializar el arte,
transmitir los avances del pensamiento a un público más amplio e incentivar su
participación en una cultura hegemónica.
Hubo un choque entre la lógica socioeconómica, que buscaba expandir el mercado, y el
deseo político de culturalización, que era especialmente dramático cuando se producía
dentro del mismo movimiento, e incluso en la misma persona. Aquellos que estaban
renovando y expandiendo el campo sociocultural eran las mismas personas que querían
democratizar la creación artística. Al mismo tiempo que la diferenciación simbólica
estaba en su punto álgido, con la experimentación formal y el rechazo de lo aceptable,
había una aspiración a asociarse con las masas. Una misma persona podía ir por la
noche a exposiciones privadas en galerías avant-garde de Sao Paulo o Río de Janeiro
o a un happening en el Instituto Di Telia de Buenos Aires, y la mañana siguiente
participar en intentos de difundir información desde centros de arte populares o la radical
CGT en Argentina. Esta era una de las divisiones de los 1960s. Otra división relacionada
con ésta es la que se dio entre las esferas pública y privada, con el resultante conflicto
para los artistas, que se encontraban entre el Estado y el mundo empresarial, entre los
negocios y los movimientos sociales.
La frustración del compromiso político ha sido examinada en muchos trabajos, mientras
que el fracaso del proyecto cultural no ha sido estudiado. Su derrota se atribuye a la
asfixia por la crisis de las fuerzas revolucionarias con las que trabajaba, lo cual es en
parte cierto, pero nunca se han analizado las causas culturales que explicarían el
fracaso de este intento de hacer interactuar el modernismo con la modernización.
Un factor clave en esto es la sobreestimación de los movimientos transformativos sin
tener en cuenta la lógica de desarrollo de la esfera cultural. La dependencia es
prácticamente el único mecanismo social que es analizado en la literatura crítica sobre
arte y cultura de los años 1960s y principios de los 70s. Esto obvia la reestructuración
que había estado produciéndose ya durante dos o tres décadas en el campo cultural, y
su relación con la sociedad. Este fallo es evidente cuando se releen los manifiestos,
análisis políticos y debates de la época.
Las interpretaciones recientes de la comunicación de culturase basan en dos tendencias
básicas de la lógica social: por un lado, la especialización y estratificación de la
producción cultural; por el otro, la reestructuración de la relación entre las esferas
pública y privada, tomando las grandes empresas y las fundaciones privadas una
posición preponderante.
Los primeros síntomas de este proceso inicial pueden verse en los cambios de las
políticas culturales mexicanas en los años 40. El estado, que había promocionado la
integración de la tradición con la modernidad y de lo popular con lo erudito, ahora
iniciaba un proyecto en el que la utopía popular daba paso a la modernización, y la
utopía revolucionaria daba paso a la planificación industrial. Fue durante este periodo
cuando el estado dividió sus políticas culturales según criterios de clase social: el
Instituto Nacional de Bellas Artes fue creado para exponer el arte ‘elevado’, y, en unos
poco años, se fundaron el Museo Nacional de Artes e Industrias Populares y el Instituto
Nacional Indigenista. La creación de esta estructura burocrática separada indicaba una
nueva dirección en política institucional. A pesar de los intentos ocasionales del INBA
de hacer el arte culto menos elitista, y la forma en que organizaciones dedicadas a la
cultura popular han intentado reactivar el ideal revolucionario de una sociedad sin
clases, la estructura dividida de políticas culturales ilustra cómo el estado veía la
reproducción social y la diferenciada renovación de consenso (renewal of consensus).
En otros países, las políticas culturales también respondían a la fragmentación de
universos simbólicos. Fue el aumento de inversiones diferenciadas en los sectores
elitistas y masivos lo que acentúo la división entre ellos. Junto con la creciente
especialización de productores y consumidores, esta distinción cambió el significado de
la línea que separaba lo culto de lo popular. Esta división ya no era definida en términos
de clase social, como una división entre una élite cultivada y una mayoría analfabeta o
semianalfabeta, tal y como había sido hasta la segunda mitad del siglo. La alta cultura
se convirtió en el campo de una pequeña facción de la burguesía y la clase media,
mientras que la mayor parte de las clases alta y media, junto a prácticamente toda la
clase trabajadora, quedaron sujetas a la programación de masas de la industria cultural.
La industria cultural ofrece a artistas, escritores y músicos una efectividad mucho mayor
de la que podrían conseguir, en el mejor de los casos, difundiendo la cultura ellos
mismos. Conciertos en clubs folk y en reuniones políticas alcanzan una cantidad mucho
menor de gente de la que podrían con grabaciones y apariciones televisivas. Las
revistas culturales, de moda o decoración vendidas en quioscos o supermercados dejan
las innovaciones literarias, visuales y arquitectónicas en las manos de aquellos que
nunca irían a un museo o una librería.
Junto con este cambio en la relación entre ‘alta’ cultura y consumo de masas, hubo
también un cambio en la relación de todas las clases sociales con las innovaciones
metropolitanas. Ya no era necesario pertenecer a una familia de clase alta o recibir una
beca en el extranjero para estar al tanto de los cambios en las modas artísticas y
políticas. El cosmopolitanismo se hizo más democrático. Aunque los mecanismos de
diferenciación reaparecieron en las distintas formas de apropiación de estas
innovaciones, en una cultura industrializada que necesita expandir constantemente su
consumo la posibilidad de reservar áreas para una minoría exclusiva se hace cada vez
más irrealizable.
Mientras que la herencia cultural seguía siendo responsabilidad del estado, la difusión
de la cultura moderna era, cada vez más, responsabilidad de empresas y
organizaciones privadas. Dos tipos de acción cultural nacieron de esta diferencia. Dado
que el estado comprendía que la protección y preservación de la tradición era su
principal tarea, los proyectos innovadores pasaban directamente a la sociedad civil,
especialmente a las manos de aquellos con dinero para invertir. Las artes ofrecen dos
tipos de devolución simbólica: para el estado, legitimidad y consenso, pues, al apoyar lo
tradicional, se muestra como representante de la historia nacional; en las empresas, el
uso de la cultura avant-garde produce beneficios económicos, al crear una imagen
‘independiente’ que favorece su expansión económica.
Hasta mitad de los años 70, financiación pública y privada estaban equilibradas en
México. A pesar de la incapacidad de estas dos fuentes de satisfacer los requerimientos
de los artistas, este equilibrio supuso un campo artístico menos dependiente del
mercado que el de otros países como Colombia, Venezuela, Brasil o Argentina. Hacia
el final de los 1970s, y especialmente desde la crisis económica de 1982, las fuerzas
neoconservadoras que trataban de restringir el estado y cancelar las políticas de
modernización llevaron a México a una situación más parecida a la del resto del
continente. Con la transferencia de grandes sectores de producción, anteriormente bajo
el control estatal, al sector privado, un tipo de hegemonía en la que todas las clases
eran sujetas a la unificación nacionalista del estado era reemplazado por otro en el que
las empresas privadas parecían ser las promotoras de la cultura en todas sus área.
¿Cuáles son las implicaciones de este cambio para la cultura elitista? Si la cultura
moderna es creada gracias a la creciente independencia de un espacio cultural formado
por los agentes de cada disciplina específica -en arte, por ejemplo, artistas, galerías,
museos, críticos y el público-, entonces estas grandes fundaciones atacan a una parte
central de este proyecto. Subordinar la interacción entre agentes del campo artístico a
un único negocio llevará a neutralizar la independencia de este campo. En lo que
respecta a la dependencia cultural, aunque sí es cierto que la influencia imperialista de
las compañías metropolitanas no desaparece, el inmenso poder de Televisa, Rede
Globo y otras organizaciones latinoamericanas está cambiando la estructura de
nuestros mercados simbólicos y su interacción con aquellos de los países centrales.
El CAYC también trabaja como un centro interdisciplinario que pone a estos expertos
en contacto con especialistas en comunicación, semióticos, sociólogos, técnicos y
políticos, lo que les da muchas oportunidades para entrar en distintas áreas de los
sectores cultural y científico argentinos; y los pone en contacto con grandes instituciones
extranjeras (los catálogos son normalmente publicados en español e inglés). En las
últimas dos décadas, el CAYC ha organizado exposiciones anuales de artistas
argentinos en Europa y los EE. UU. También prepara exhibiciones de obras extranjeras
y simposios en Buenos Aires donde participan críticos famosos (Umberto Eco, Giulio
Carlo Argan, Pierre Restany, etc.). Al mismo tiempo, Glusberg ha escrito sobre múltiples
temas en casi todos los catálogos del CAYC; ha trabajado como editor de arte y
arquitectura para periódicos importantes (La Opinión y, después, Clarín); y ha publicado
artículos sobre ambas disciplinas en revistas internacionales, donde promociona las
actividades del centro y recomienda lecturas en consonancia con las tesis de sus
exposiciones. Un elemento fundamental para el mantenimiento de esta versátil actividad
ha sido el control permanente que Glusberg ha tenido como presidente de la Asociación
Argentina de Críticos de Arte y como vicepresidente de la Asociación Internacional de
Críticos.
En una serie de entrevistas que hice con artistas visuales argentinos y mexicanos,
preguntándoles qué pensaban que debería hacer un artista para vender y ser famoso,
la referencia más común fue la de la crisis del mercado latinoamericano en los 1980s y
la ‘inestabilidad’ sufrida por los artistas, en parte por la obsolescencia de las tendencias
artísticas y en parte por la irregularidad de la demanda. Bajo estas condiciones había
una gran presión para ajustarse a un estilo divertido e irreflexivo, sin temáticas sociales
ni atrevimientos estéticos, ‘sin mucha estridencia, elegante, pero no excesivamente
pasional’, que caracterizaba al arte de este fin de siècle. Aquellos que triunfan prueban
que el éxito depende tanto del talento o los referentes y descubrimientos visuales como
de habilidades propias del periodismo, la publicidad y la moda, de viajes, de largas
facturas de teléfono y de ser capaz de mantenerse al día con los periódicos y catálogos
internacionales. Hay algunos artistas que se resisten a la idea de que estas actividades
extra-estéticas deberían tomar un papel principal, pero aun así admitirán que estas
actividades son esenciales.
En Latinoamérica hemos vivido un proceso así en cuanto que vivimos una era de
tradiciones que no han desparecido, una modernidad que nunca llega del todo, y un
cuestionamiento posmoderno de los proyectos evolucionarios hegemónicos durante
este último siglo. En estos países, el posmodernismo no ha aparecido como una
tendencia con la que reemplazar el arte moderno, como la trans-avant-garde considera;
tampoco va a tomar el lugar del arte popular tradicional, como insisten algunos
modernistas tecnócratas. Es una situación de desarrollo cultural más compleja; un
proceso transformativo. En el centro de este proceso está la reorganización de los
principios que rigieron el arte tradicional y elevado, y la oposición entre ellos cuando
trabajaban como estructuras separadas.
En este cruce del simbolismo popular tradicional con los circuitos internacionales de la
industria cultural, las preguntas por la identidad, la nacionalidad, la defensa de la
soberanía y la desigual apropiación del conocimiento y el arte se han transformado. Los
conflictos no se resuelven, como les gustaría a los neoconservadores, sino que pasan
a otro registro: el de un creciente desplazamiento de la cultura. Los movimientos
populares que llevan sus actividades hacia este nuevo plano combinan la defensa de
sus propias tradiciones con lo que un artista mexicano que vive entre Tijuana y San
Diego llama ‘una visión de la cultura más experimental, multifocal y tolerante’. Es decir,
culturas cuya independencia está más condicionada que la de las sociedades
tradicionales, pero que a cambio son más innovadoras y democráticas.