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LA HISTORIA DE

COCHABAMBA
CASOS HISTORICOS Y TRADICIONES
DE LA CIUDAD DE MIZQUE
BIBLIOTECA DIGITAL

TEXTOS SOBRE BOLIVIA

LOS VIRREINATOS DE NUEVA ESPAÑA, NUEVA GRANADA Y DEL RIO DE


LA PLATA, TEXTOS SOBRE SU HISTORIA

FICHA DEL TEXTO

Número de identificación del texto en clasificación Bolivia: 3401


Número del texto en clasificación por autores: 15242
Título del libro: Apuntes para la historia de Cochabamba. Casos históricos y tradiciones
de la ciudad de Mizque
Autor: Eufronio Viscarra
Editor (es): Editorial Los Amigos del Libro
Derechos de autor: Derechos reservados
Imprenta: Editorial “Serrano Hnos. Ltda.”
Año: 1967
Ciudad y País: Cochabamba – Bolivia
Número total de páginas: 338
Fuente: Digitalizado por la Fundación
Temática: Virreinato del Perú. Textos sobre la Audiencia y Cancillería Real de La Plata
de los Charcas
BIBLIOTECA IV
CENTENARIO

D irigida por:
H ECTO R COSSIO SALINAS
y W ERN ER GU TTEN TA G T.
EUFRON IO VISCARRA
(1857 1911)
EUFRONIO VISCARRA

LUUSH DHJlIDH
CASOS HISTORICOS Y TRADICIONES
DE LA CIUDAD DE MIZQUE

(Segunda edición)

EDITORIA L “LOS AM IGOS DEL L IB R O ”


COCHABAMBA — BOLIVIA
19 6 7
APUNTES PARA LA HISTORIA DE COCHABAMBA,
primera edición: 1882.
CASOS HISTORIOOS Y TRADICIONES DE LA
CIUDAD DE MIZQUE, primera edición: 1907.

La publicación de esta obra fue p atrocinad a por


la H. M unicipalidad de C ochabam ba, bajo la ad m i­
nistración del señor Tcnl. D. Francisco B aldi S.

D ibujos de CARLOS RIM ASSA

Es propiedad de los editores, quienes


reservan sus derechos conforme a ley.

Impreso en Bolivia — Printed in Bolivia


Tirada 1.000 ejemplares en rùstica
Editorial “SERRANO HNOS. LTDA.”. Cochabamba
para Editorial “Los Amigos del Libro”
PALABRAS PRELIMINARES

I
Por raro designio de la vida de los pue­
blos, después de la G uerra del Pacífico y en
la primera década del siglo actual, aparece
en Cochabamba una pléyade de hombres se­
lectos en todos los ámbitos de la vida supe­
rior. Ciencias, letras, artes, enseñanza públi­
ca, economía, finanzas, industrias, y cuanto
constituye el acervo intelectual y moral de la
vida colectiva y deviene factor de reparación
de los desastres pasados.
Igual fenómeno consolador y sembra­
dor de nuevos ideales se manifiesta en todos
los centros de Bolivia, como promesa socio­
lógica de un maravilloso renacimiento nacio­
nal.
En la espontaneidad del recuerdo jus­
ticiero aparecen, uno a uno, los nombres de
grandes cochabambinos que forman la Le­
gión de Honor de la Patria, de esta “Jatum
Bolivia” , audaz calificativo de infantil pon­
deración popular. En esa nóm ina histórica
figuran brillantes políticos, escritores, poetas,
educadores, historiadores, industriales, etc., y
dentro de esa constelación — que este vie­
jo escritor se abstiene de enunciar por no ofen­
der la ilustrada información del culto lector—
7
dos estrellas resplandecen con luz propia: trá­
tase de Mariano Baptista y Daniel Salaman­
ca, que por sí solos constituyen gloria nacio­
nal, con la jerarquía de grandes pensadores
y conductores del país.
No obstante, y en la medida en que el
destino se em peña en alterar gloriosas reali­
zaciones, acuden a mi memoria personajes de
no menor valimiento, “presidenciales”, pa­
ra estar a tono con la faena política a la que
entonces dedicaba sus afanes todo espíritu su­
perior. Tales Aníbal Capriles y Eufronio Vis-
carra. En el caso del último, la muerte del
presidente electo, Dr. Fernando E. G uacha­
da (1909), que no llegó a ser proclamado
constitucionalmente por el Congreso, frustró
la presidencia del Dr. Eufronio Viscarra, que
acompañó a aquél en la postulación a la se­
gunda m agistratura de la República. Una
aguda crisis política que amenazaba la uni­
dad del liberalismo, determinó la anulación
de las elecciones presidenciales y, por consi­
guiente, la sucesión al fallecido mandatario.
La m uerte de Fernando E. Guachada,
la prórroga del Dr. Montes y otro fallecimien­
to, el de Misael Saracho, candidato a la pre­
sidencia, son hechos que, ciertamente, han
modificado el curso de la historia de Bolivia.
II
Mas, si el destino se empeñó en impe­
dir la realización política total del Dr. Eufro­
nio Viscarra, su estrella literaria brilla en el
firmamento con luces que encandilan, aun­
8
que su obra fuese poca difundida en el pasa­
do e ignorada en la época actual.
Esta nueva edición de algunas de sus
producciones históricas, que significa un ho­
menaje al Maestro, con motivo del IV Cen­
tenario de la fundación de Cochabamba, la
ínclita Villa de Oropesa, trae al viejo perio­
dista que escribe estas líneas, la oportunidad
de rememorar la figura del Dr. Viscarra y ha­
cer honor a la amistad que éste le dispensa­
ra. Si constituye una suerte conocer y tratar
con un político ilustre, hombre público y es­
critor de nota, ese privilegio es mayor en el
caso del autor de “Apuntes para la historia
de Cochabamba”, libro para entonces ya pu­
blicado.
Era D. Eufronio amigo personal del Dr.
Luis Salinas Vega, y concurría a menudo al
bufete de abogado y dirección de “El Comer­
cio”, que m antenía este otro ilustre hombre
público en la planta baja de la casa del señor
idasccnes en la calle Sucre de esta ciudad, y
cuyo secretario era el autor de estas notas;
allí ambos dos departían y dictaban, frecuen­
tem ente, al entonces joven secretario, algún
artículo destinado a la prensa. Y es que la
labor del Dr. Viscarra fue fecunda en las ta­
reas política, literaria y periodística.
Cuando el Dr. Salinas Vega dejó Cocha-
bamba con destino a Oruro, D. Eufronio pro­
siguió su actividad periodística con el nuevo
director de “El Comercio” , D. José Carras­
co, a quien aquel joven secretario servía en
la prensa y el bufete.
9
Si hemos hecho mención a la estrecha
amistad que unía a los doctores Viscarra y
Salinas Vega, es porque el último prologó,
además, la obra del primero, intitulada “Ca­
ses históricos y T radiciones de la ciudad de
Mizque”, con la autoridad que sólo un maes­
tro del idioma puede dedicar a otro maestro
ce la fraee académica. Por eso — porque cree­
mos insuperables algunos de los juicios emi­
tidos en aquel análisis literario— entresaca­
mos al azar unos conceptos de carácter crí­
tico que aparecen en la primera edición del
libre que, por fortuna, ve otra vez la luz pú­
blica.
* Nadie se arrepentirá de recorrer las pá­
ginas de este libro — dice el Dr. Salinas V e­
ga— , escrito en bello lenguaje, castizo y pin­
toresco, fluido y rico; inspirado, como lo di­
ce el autor en el Prólogo, 'por el más sin­
cero patriostismo”.
“El amor al suelo natal, fuente siempre
de inspi;ación, robustecido en este caso, por
la contemplación de la soberbia magnificen­
cia de una naturaleza privilegiada, en que
lac m ontañas y serranías producen impre­
siones diferentes’’ y en la que “mientras una
parte de la comarca, herida por los rayos del
sol, sonr.'e y brilla alegremente, la otra, som­
breada por las montañas y velada por las bru­
mas se adormece”, oyéndose entretanto el re­
sonar de la corriente de echo ríos que desoe-
ñándose con ruido atronador fecundan el va­
lle, cuyos verdes matices alcanzan gradación
infinita, son los elementos generadores de es­
ta obra.
10
“ Un pintor hallaría difícilmente colores
en su paleta para reproducir los variados y
luminosos tintes de ese paisaje, cuyos dilata­
dos horizontes sobrecogen y encantan el es­
píritu, según la bella descripción del señor
Viscarra.
“Un músico no traduciría con facilidad
ese “rumor gigantesco y semejante al que
“se levantan de la llanura“ ; “voz de los to­
rrentes que corren sobre lechos rocallosos y
producen truenos lejanos y prolongados”, que
azotan las guijas amontonadas en su cauce,
precipitándose de inmensas alturas y form an­
do espumosas y mugidoras cataratas” .
“Pero, lo que ni el pintor ni el músico
podrían traducir, el señor Viscarra nos lo
muestra y hace sentir. ¡Privilegio del escritor
que puede comunicar sus impresiones, ense­
ñando lo que le conmovió, describiendo lo que
vio o contando lo que sintió1
“Con talento de artista ha preparado y
dado a conocer el escenario de los hechos dra­
máticos que va a evocar, y en el que han de
aparecer los personajes que su pluma, vari­
lla de Mago, resucita, sacándolos de la tum ­
ba del olvido.
“Y si la escena ha sido soberbia y bri­
llantemente exhibida, el drama se desarrolla
con primor, lleno de curiosas incidencias, con
noticias interesantes y atinadas reflexiones;
mostrando un cúmulo de erudición poco co­
mún, y ostentando un estilo elegante, flui­
do, sobre todo muy castizo, cualidad rara en
11
estos tiempos en que los pseudoescritores que
asedian revistas y periódicos, tienen poca o
ninguna noción de la sintaxis castellana” .
III
Bajo el modesto y aun vulgar título de
‘ Casos históricos” de Mizque, la o tra del Dr.
Viscarra es el estudio brillante de un antro­
pólogo que domina la ciencia de la evolución
hum ana; un etnógrafo que sigue las inves­
tigaciones de los científicos Squire, M arkham
y otros de su época. Las referencias a las con­
quistas de ios Incas Maita Capac y Capac Yu-
panqui, de las tierras de los Charcas; les des­
cubrimientos de monumentos de estilo tiahua-
nacota; los centros originarios de Pacasas y
Lupacas, de donde procedían los Collas de Ti­
ticaca; su dominio de la obra m onumental de
Bertomo, de 1612, y en fin los descubrimien­
tos de las minas de plata de Porco y de Po­
tosí, y yacimientos auríferos de que fueron
precursores los Incas conquistadores; todo re­
vela en el Dr. Eufronio Viscarra un hombre
de ciencia de alta capacidad, un investigador
idóneo y un estilista de quilate*:.
No podría concluir sin una nueva y bre­
ve referencia al prólogo del Dr. Salinas V e­
ga, cuando afirm a: Como el labrador que
abre el surco y arroja la simiente que otros
han de cosechar, así él lanza estas páginas,
hijas de su mente y de su corazón, esperan­
do que otros realicen en el curso de los años,
lo que él quisiera ansiosamente ejecutar en
el día.
12
“Cuando tras el esfuerzo individual no
viene la realización del propósito anhelado,
el espíritu puede decaer y sufrir, pero la con­
ciencia queda siempre satisfecha y tranqui­
la, porque las ideas van corriendo como las
aguas que se desbordan y como ellas fecun­
dan; éstas la tierra que da frutos, aquéllas
la mente hum ana que crea.
“ Mas que sus obras anteriores, la pre­
sente da derecho a esperar mucho y bueno.
En esa alagadora espectativa, cierro este pre­
facio, que debió ser escrito por mano de
maestro y pluma de oro” .
Después de lo dicho, el político liberal,
frustrado en su candidatura vicepresidencial,
es digno de completar la trilogía gloriosa de
Nataniel Aguirre, Adela Zamudio y Eufro-
nio Viscarra, del IV Centenario de la Villa
de Oropesa.
CASTO ROJAS
Agosto de 1967.

13
APUNTES PARA
LA HISTORIA DE
COCHABAMBA
CAPITULO I
El D istrito de Collasuyo.— G uerras de C ari y
C hiparía.— R eflexiones sobre la política y el go­
bierno de tos Incas.— F undación de C ochabam ­
ba.
Como en el D istrito de Collasuyo fue fun­
dada la villa de Cochabamba, no será fuera de
propósito recordar algunos hechos que tuvieron
lugar allí, antes de dicha fundación.
En la época en que el Inca Capac-Yupanqui
extendía sus dom inios por medio de ruidosas
conquistas, los habitantes de Collasuyo se ha­
cían una guerra encarnizada por sostener los unos
a Cari y los otros a Chipana, (1) caciques que
vivían en lucha incesante.
Cuando el Inca hubo llegado a Faria, inten­
tó apoderarse de Collasuyo, y fue entonces que
los dos rivales cansados de haber luchado esté­
rilm ente, acordaron presentarse a Capac-Y upan­
qui a fin de que él dirim iera sus diferencias.
E l Inca accediendo a la dem anda, los in stru­
yó en sus costum bres y envió a algunos de sus
vasallos al lugar en que habían sucedido las gue­
rras de los caciques, p^ra dar, con noticia exac­
ta de lo acaecido, la justicia al que la tuviera.
Regresado que hubieron los com isionados,
c 1 Inca señaló los lím ites de los dom inios de
1) Zapana, según Pedro de Cieza de León.
17
Cari y Chipana y les obligó a reconocer su au­
toridad. Los caciques convencidos de la sabidu­
ría de Capac-Yupanqui, le juraron vasallaje.
E sta política de los Incas tan sabia y tole­
rante, nos induce a hacer algunas reflexiones.
M anco-Capac, cuya poética aparición ha se­
ñalado la leyenda en el herm oso lago de T itica­
ca, fue el fundador de la civilización incásica.
Rodeado del prestigio que le diera su extra­
ño origen, M anco-Capac form ó una nación pode­
rosa de poblaciones salvajes y heterogéneas por
sus costum bres y tendencias. Se esforzó en desa­
rraigar los hábitos crueles de sus súbditos, pro­
m ulgó leyes en su beneficio y les enseñó el tra­
bajo como condición indispensable del progre­
so y de la felicidad:.
A sus sucesores plúgoles tam bién en gran
m anera, trabajar por el bienestar de sus vasallos.
T al es uno de los caracteres de ese gobierno pa­
ternal que perm itía que el derecho de los súb­
ditos, fuese preferido al del rey. P or esto de­
cía el padre A costa: “Servíanse de sus vasallos
los reyes Incas por tal orden y por tal gobier­
no, que no se les hacía servidum bre sino vida m uy
dichosa”. Con el fin harto laudable de evitar ca­
lam idades a su pueblo y atraerse su bienque­
rencia, los reyes del P erú fundaron los Pósitos,
institución destinada hoy mismo a prestar im-
pcirtantes servicios. H abía Pósitos en los cen­
tros de población y en los caminos. Los prim e­
ros se abrían en beneficio de los m enesterosos
y los segundos servían para alim entar a los tran­
seúntes. Ta nbién había casas para curar a los
pasajeros enferm os.
A la par de la solicitud que tenían los sobe­
ranos por sus vasallos, se m anifiesta el profundo
respeto que les inspiraba la desgracia. E xistían
m uchas leyes dictadas con objeto de aliviar la
18
situación de los desvalidos y de todas las perso­
nas acosadas de quebranto.
Los que estaban en la posibilidad de traba­
jar, labraban las tierras destinadas para los vie­
jos, las viudas, los huérfanos y los pobres.
En la época de Huayna-Capac, el más gran­
de de los Incas y de quien dice Zárate que “tu ­
vo razón en la tierra y la redujo a cultura y po­
licía”, un indio fue castigado con la pena de m uer­
te por haber cultivado las tierras de cierto ca­
cique, con preferencia a las de una Viuda.
El precepto de favorecer a los hom bres p ri­
vados de los m edios de subsistencia, se enseña­
ba como im puesto por el mismo Sol, hermoso
símbolo del grande espíritu que anim a la crea­
ción.
Parece que los escritores que, como Calan-
cha, han querido probar que en una época rem o­
ta fue predicado el Cristianism o en Am érica, ol­
vidaron esa adm irable sim ilitud que existe en­
tre el espíritu del Evangelio y el que animaba
a les Incas en todos los actos de su vida.
Pero, no es en el estado de paz que más se ma-
rifiesta la bondad de los Incas, sino en la gue-
ira. E sta que siem pre im porta m uerte y destruc­
ción, fue suavizada por la natural m ansedum bre
del soberano y de sus súbditos. Los chancas,
hombres feroces que durante su famosa suble­
vación, hubieron de com eter grandes crím enes,
extrem ando su furor hasta lo sumo, fueron per­
donados por Viracocha. H uayna-Capac, perdonó
tam bién a los chachapoyas que m ataron a m u­
chos m inistros reales.
Posteriorm ente, cuando la invasión españo­
la anegaba en sangre el suelo am ericano, y se
(’ salaba por sostener esa terrible guerra de ex­
term inio que no debía term inar sino con 'la in­
di pendencia, los Incas m ostraban todavía la m ag­
nanim idad de su carácter. E n una batalla que
19
tuvo lugar en Cajam arca entre las tropas espa­
ñolas y las de Quizquis, se apoderaron los na­
turales de Francisco Chaves, Alonso de Alarcón,
Pedro Gonzales, H ernando de Haro, y por or­
den de sus príncipes les dieron libertad, después
de curarlos de sus heridas.
E ntre las naciones de la antigüedad, difíci‘1
seria encontrar un gobierno más tolerante que
el de los reyes del Perú. En E sparta que toda­
vía es adm irada, las leyes de la naturaleza hu­
mana fueron reem plazadas por un exagerado y
artificial patriotism o que hizo com eter tantos
crím enes. Finalm ente, en Roma, la deificación
del Estado derram ó mas sangre que todas las ti­
ranías de la tierra.
Con lo expuesto, vamos a ocuparnos de la
fundación de Cochabamba, que como hemos m a­
nifestado ya, tuvo lugar en Collasuyo, célebre
por las guerras de Cari y Chipana y por la con­
quista que de él hizo Capac-Yupanqui.
Es pues el caso, que Francisco de Toledo
atendiendo al núm ero crecido de personas que
habitaban el valle de Cochabamba, dio comisión
a Gerónim o de Osorio, para que eligiese el sitio
más aparente y fundase en él la V illa de Oro-
peza. Con tal motivo, se organizó el Cabildo y
hubieron de ser nom brados los prim eros alcal­
des y regidores; pero como la villa no fue fun­
dada por Osorio, el mismo virrey Toledo orde­
nó que Sebastián Barba de Padilla, en compañía
del visitador del D istrito de Cochabamba, pu­
siese en ejecución su pensam iento, no sin con­
siderar seriam ente la opinión de los vecinos del
valle, acerca del sitio en que debía fundarse la
nueva población.
Señalada la chacara de Garci Ruiz de O re­
llana en el valle de Canata, como el lugar más
conveniente para fundar la villa, Toledo dio po­
der y com isión al m encionado Barba de P adilla
para el objeto indicado (1).
(1) Véase en el Apéndice la nota primera.
20
En consecuencia el 28 de diciem bre de 1573
Sebastián Barba presentó al Cabildo la provi-
ión del virrey, y en l9 de enero de 1574, fundó
I i villa y le puso el nom bre de O ropeza con
motivo de que don Francisco de Toledo quiso
i ( rpetuar en este pueblo el título que el rey die-
i .i a sus antepasados: estos se llamaban los Con­
des de Oropeza.
“En el valle de Cochabamba, dice Calan-
■ lia, fundó don Francisco de Toledo la villa de
Oropeza, llamada así, por devoción del virrey que
como herm ano de los Condes de Oropeza dej'ó
<on el nombre hipotecada la m em oria de su ca-
Ha”,
D urante el coloniaje conservó la ciudad el
nombre que le diera su fundador, y sólo desde
I > independencia ha sido rem plazado con el de
Cochabamba, adulteración de Cochapampa, pa-
labra quechua com puesta de cocha que significa
charco y pam pa , llanura (1).
Garcilazo de la Vega, asegura que el nom-
Iyo prim itivo de la ciudad fue San Peci|ro de
C ordeña.
Esta aseveración no parece estar m uy le­
los de la verdad, porque quizás el nom bre del
•ollado que se encuentra al O riente de Cocha-
bamba, procede del de la ciudad.
El sitio en que fue fundada la villa, se en­
contraba bajo condiciones que podían asegurar
el porvenir de la nueva población. E n efecto, el
valle es fecundo en producciones agrícolas de
lodo género, y hallándose al pie de la cordille-
(1) Se llamaba Cochapampa, porque antiguamen­
te había en esta parte del Distrito de Colla-
suyo, muchos charcos y lodazales. Hoy mismo
el sitio es todavía húmedo: siendo de notarse
que a una profundidad de 2 metros, se encuen­
tra agua en cualquier lugar de la población. El
nombre de Cochabamba importa, por tanto una
verdadera definición.
21
ra de los Andes, contiene una prodigiosa canti­
dad de agua que lleva por do quiera la vida y la
abundancia. Bien pronto tomó creces la agricul­
tura, y las producciones del valle de Oropeza
fueron tan considerables que un virrey decía que
bastaban para alim entar todo el Perú.
Por otra parte, ningún lugar podía ofrecer
el encanto de estas regiones, donde se encuen­
tran todas las bellezas de 'la creación. Desde las
más grandes y severas escenas de la naturaleza
hasta los apacibles paisajes de que tanto abunda
el lugar, todo se presenta a la vista, form ando
un cuadro im ponente y seductor.
Según hemos m anifestado ya, la villa se fun­
dó en Canata, lugar situado a poca distancia de
Taquiña. A lgún tiem po después de la fundación
de la ciudad, se verificó la creación del Conven­
to de San A gustín en el sitio en que actualm en­
te se encuentra la casa M unicipal. Con tal m o­
tivo, uno de los alcaldes ordinarios estableció
su residencia cerca del Convento. E ste hecho
dio lugar a que los habitantes de Oropeza pi­
diesen de la Real A udiencia de la P lata que el
susodicho A lcalde residiese en la villa; pero co­
mo ellos mismos com prendiesen después que el
lugar en que fue fundada la ciudad, no era muy
ventajoso, resolvieron trasladarse al paraje en
que se erigió el Convento de San A gustín y, de
esa m anera, se estableció definitivam ente la po­
blación, en el sitio en que ahora se encuentra.
Ccho años después de la fundación de Co­
chabamba, tuvo lugar la del H ospital de San Sal­
vador a orillas del río Rocha (1). Es pues indu­
dable que antiguam ente el cauce del Rocha es­
taba donde hoy se encuentran los barrios princi­
pales de la ciudad. Todavía al presente la calle
de San Juan de Dios que sirvió de lecho al río,
ocupa un niv'él in ferio r; siendo esta la causa de
(1) Véase la “Crónica de San Agustín”.
22
a lo *

las inundaciones que se verifican allí, durante


la estación de lluvias.
D. M artín Fernández Zamora, natural de
Villar, en España, es considerado como el pri­
mer fundador del H ospital de Cochabamba. El
10 de Agosto de 1584, hizo una cuantiosa do­
nación en favor de esta casa de caridad. Pare-
e que en el mes de julio del año siguiente, de­
jo para el mismo establecim iento, la m ayor par-
i e de sus bienes.
En m arzo de 1599, el alcalde de prim er vo-
io don Juan D urán, natural de Rodrigo, obse­
quió al H ospital la finca de Vilom a y otras va­
liosas propiedades.
Es de justicia consignar en este lugar los
nombres de Zam ora y D urán, personajes que si
bien no han adquirido fama por sus grandes he-
i líos, tienen empero, conquistada la pura gloria
«le haber prestado tan positivos servicios al país
en que Vivieron.
Causa dolor que la m em oria de esos hom­
ines abnegados no sea venerada y que su vida no
inspire interés a nadie. T an cierto es que la
hum anidad sólo podrá ser justiciera, cuando en
lugar de Levantar estátuas a los déspotas y a los
poderosos de la tierra, erija m onum entos a los
que han consagrado su existencia al bien de sus
embijantes.
A pesar de los esfuerzos de Zam ora y Du-
i.m, el H ospital de Cochabamba no adquirió la
•mi] litud necesaria, sino en épocas posteriores.
A principios de nuestro siglo, el general de
ILigada José Ramón de Loaiza, fundó la sala
«le m ujeres; pues hasta entonces, sólo había exis­
tido la de hombres.
Loaiza era un espíritu abnegado, que solía
« tai siem pre dispuesto a hacer el bien por do­
quiera. Poseía una grande fortuna, y bien hu-
23
bo m enester toda para realizar sus caritativos
deseos.
Después de fundar el H ospital de La Paz,
se encaminó a Cochabamba, donde dio m uestras
de sin par filantropía. El m ejor elogio que po­
demos hacer de este personaje, es referir un he­
cho que tuvo lugar en Cochabamba, y que lo he­
mos oído contar a personas que conocieron a
'Loaiza. T enía éste la costum bre de pasearse por
la vega de Cala-Cala, que se extiende al N orte
de la ciudad.
E l que ha contem plado, alguna vez, esa her­
mosa región, donde la naturaleza se ostenta en
toda su esplendidez, com prenderá el atractivo
que ejercía en el espíritu de Loaiza, quien en
sus excursiones visitaba con frecuencia el pobre
tugurio de una m ujer cuyas desdichas habíanle
m ovido a com pasión; como ella le m anifestase
que sus quebrantos eran causados por el dueño
del terreno en que vivía, concibió Loaiza la ge­
nerosa idea de librarla de tan duro tratam iento;
siendo de notarse que, bien pronto, la afo rtu ­
nada m ujer se vio en posesión del terrazgo, por­
que Loaiza lo había com prado para ella.
Desde entonces don José Ram ón de Loaiza,
se alejó definitivam ente de aquel lugar. Tan des­
interesada era su conducta, que no quería reci­
bir ni las bendiciones con que solían recom pen­
sar sus beneficiarios.
Finalm ente se propuso construir el cam pa­
nario de la Iglesia de San Juan de Dios, que se
encuentra contigua al H ospital. Por desgracia,
causas independientes de su voluntad le obliga­
ron a retirarse de Cochabamba antes de dar ci­
ma a su empresa.
Por últim o, allá por los años de 1578, estan­
do de V icario provincial el padre Alonso Pache­
co, autorizó el virrey Toledo a los frailes agus­
tinos, para que fundasen un Convento, y fray
24
“La colum na de la lib e rta d ” en la Plaza de A rm as. Oleo del pasado
siglo. Col. H. M unicipalidad de C ochabam ba.

25
Juan del Canto, religioso que m urió en olor de
santidad, erigió el de San A gustín en el área que
hoy ocupan el T eatro y la casa M unicipal. Sa­
bido es que en la com unidad de agustinos de
Cochabamba hubo teólogos esclarecidos y que,
por ende, la erección de este convento, fue útil
para la naciente villa.

CAPITULO II
B enero y B alero es nom brado revisitador en 1730.
L evantam iento del 29 de noviem bre.— Alejo C a-
latayud.— V ictoria de los insurrectos.— F ran c is­
co U rquiza y Rodirígruez C arrasco encabezan la
reacción.— M uerte de C alatayud.— C rueldades de
C arrasco.— Im p o rtan cia de la insurrección de
1730.
Desde la fundación de Cochabamba hasta la
época en que acaeció el 'levantam iento de Cala­
tayud, no se encuentran sino hechos aislados y
sin conexión. Quizás investigaciones más serias
descubrirán en este largo período de la historia
de Cochabamba, acontecim ientos dignos de ser
escritos.
M ientras tanto, llamamos la atención del
lector sobre la sublevación de 1730, que tuvo lu­
gar gobernando el P erú D. José de Arm enda-
ris.
M anuel Benero y Balero recibió del Virrey
el nom bram iento de revisitador de la provin­
cia de Cochabamba. Poco antes de llegar a es­
te lugar, dilató Benero su perm anencia en el
pueblo de Caraza, para entrar a la villa con el
aparato correspondiente a su alta m isión.
Al llegar a esta parte creemos indispensa­
ble hacer una rectificación a la narración his­
tórica del señor O m iste que versa sobre la m a­
teria de estos apuntes. Dicho señor, al hablar
«le los preparativos del visitador para su entra-
«1.« a Cochabamba, dice: “La villa se disponía
imbién a tributarle los hom enajes y rendim ien­
to'. de repugnante servilism o, con que en aque-
I i época sabía recibirse a los em pleados rea'les
que desgraciadam ente se ha perpetuado has-
i i hoy en la recepción de ciertos presidentes de
Ilolivia”.
El señor Om iste ha estado mal inform ado y
quizás la falta de datos ha hecho que aventure
una aserción absolutam ente desprovista de
l undamentos. Poseem os docum entos que prue­
b a n que el pueblo de Cochabamba, se m anifes-
i i siem pre altivo y con tendencias m uy pronun-
' i rlas hacia la independencia. P or tanto, no es
i rito que el carácter de sus habitantes se hu­
biese doblegado ante un em pleado real.
Francisco de Viedm a en sus cartas al rey de
I' .paña, se queja del espíritu belicoso de los
<ochabambinos, y renuncia el cargo que desem-
' haba, exponiendo como una de las causales que
Ir obligaban a separarse del servicio de su Ma­
lí stad, las frecuentes hostilidades de los habi-
' ir tes de la villa y 'la no reprim ida aversión que
m.¡infestaban a los españoles.
Además, no será fuera de propósito recordar
que, cuando m ucho después estalló la guerra de
I i em ancipación y Goyoneche victorioso en los
•11os del Q uegüiñal se presentó cerca de Co-
i habamba, salieron a su encuentro los m orado-
i s de esta ciudad, movidos únicam ente por el
•Irseo de no hum illarse ante el enemigo. V alien-
tr es el pueblo que pelea sin esperanza de ven­
cer.
Fácil sería citar innum erables ejem plos que
m ostrasen con toda evidencia esta verdad.
Por lo que hace a épocas posteriores, Co-
. habamba se ha m antenido siem pre en una acti­
nal honrosa, siendo la prim era en protestar con­
27
tra los tiranos, y la prim era tam bién en lanzarse
a los campos de batalla en defensa de la liber­
tad nacional. Su patriotism o ha sido reconocido
desde tiem pos lejanos; he chí por qué la Ga­
ceta de Buenos A ires la saludaba diciendo: “El
A lto P erú será libre porque Cochabamba quiere
que lo sea”.
N uestro propósito, no consiste solam ente
en hacer elogio del país en que vivimos, sino en
m antener incólum e la verdad histórica, que por
desgracia ha sido adulterada más de una vez.
Después de lo expuesto proseguirem os con el
relato de la sublevación de Calatayud.
E1 rum or de que Benero y Balero ven;a
con objeto de obligar a todos los habitantes de
la villa al pago de la contribución, im presionó
dolorosam ente al v'encindario. La contribución,
espantaba a los más fuertes de espíritu, porque,
con tal m otivo, las autoridades se entregaban a
todo género de excesos y la rapacidad española
explotaba con avidez el fruto de las fatigas del
indio, que cual un ilota fertilizaba los campos
en provecho de sus opresores.
E n esto se difundió la voz de que el visitador
no tenía otra intención que de obligar a los m es­
tizos a probar su origen para librarse del trib u­
to. A este respecto L orente dice a s í: “el virrey
había ordenado una nueva revista de tributos y
para que ningún contribuyente pudiera exim irse
del pago con la falsa excusa de ser m estizo, obli­
gó a com probar este origen a cuantos para su
exención lo alegaran”.
Em pero, el rum or a que nos referim os, no
fue parte para calm ar la agitación del pueblo;
pues, como dice el mismo Lorente, la necesidad
de dar pruebas iba a ser una fuente fecunda de
males. E s por esto que la actitud de la villa se
hacía cada Vez mas avanzadora.
28
Los valles de Sacatn, Cliza, Q uillacollo y to­
dos les pueblos de las inm ediaciones, se prepa­
raban tam bién para la sublevación.
Bien pronto alcanzó a saber el visitador, que
los m estizos de Cochabamba se disponían para
levantar las armas con objeto de im pedir su en­
trada a la población. T al noticia, no pudo m e­
nos de causar una im presión desagradable en el
ánimo del orgulloso em pleado, quien poco an­
tes se holgaba con la idea de recibir ovaciones
de los mismos que ocasionaron su vergonzosa
fuga.
El miedo lo obligó a pedir del corregidor de
Cochabamba una fuerza armada, para defender
su persona del peligro que le amenazaba.
E l corregidor, en cum plim iento de la or­
den, le envió cuarenta hom bres, con un valiente
oficial llamado Juan M atías Gardogue y M ese­
ta (1).
Los expedicionarios confiados en la supe­
rioridad de su arm am ento, salieron ostentando
valor, y un desprecio no disim ulado por los cho­
los; y éstos a su vez m anifestaban tam bién ale­
gría, al ver la expedición que, indudablem ente,
iba a precipitar la realización de sus designios.
E ra llegada la coyuntura en que el pueblo
pod;a lanzarse a la revolución, sobre el seguro
de que la pequeña fuerza que custodiaba el ca­
bildo. no era suficiente para reprim ir una agre­
sión poderosa.
La sublevación estalló el 20 de noviembre
de 1730.
(1) El señor Omiste dice que el jefe de la expedi­
ción fue don Jacinto Cuba; siguiendo nosotros a
Armendaris en su memoria, nos permitimos rec­
tificar en esta parte, la narración del citado
escritor.
29
El platero A lejo Calatayud se puso a la ca­
beza del 'levantam iento.
Calatayud había dado ya pruebas de ser vale­
roso y mañero. H allándose en contacto con to­
dos los que form aban su clase pudo considerar
las m uchas injusticias que la afligían, e inspi­
rado en los m ales de sus herm anos, se resolvió
a vengarlos de tan dura opresión.
T enía una voluntad de hierro y en su sem­
blante y sus m aneras, se pintaba la entereza de
e»u carácter.
Hom bre de suprem as resoluciones, no temió
desafiar la cólera de sus enem igos y con su in­
trépido corazón, pudo vencer los inconvenien­
tes que im pedían la realización de sus propósi­
tos.
T al fue el corifeo de la célebre insurrección
de 1730.
E ntretanto, se tiene por cosa asentada que
habiendo estallado la sublevación, los insurrec­
tos se dirigieron a las cárceles, abrieron sus puer­
tas con objeto de dar libertad a los crim inales y
engrosar sus filas. Todo esto se verificó con la
m ayor celeridad; pues la ausencia del corregi­
dor Rivera, h:-<zo im posible la defensa por par­
te de los realistas, quienes carecían de jefe.
Benero y Balero, creyó que la alarma que
existía en la villa se extinguiría muy en breve.
E.npero los hechos referidos le m ostraron que
iba m uy fuera de camino.
Entonces fue que el visitador, se dirigió ofi­
cialm ente al jefe de los insubordinados, mani­
festándole que sin razón le habían atribuido el
propósito de em padronar a todos los habitantes
de la villa y que él no tenía tal atribución por
no haberla recibido del virrey. E sta declaración
que podía ser eficaz y satisfactoria en otras cir­
cunstancias, era inútil en las actuales: estaban
30
vencidos los inconvenientes con que había tro ­
pezado la sublevación y nada podía apaciguar­
la (1).
A poco mas de ocho días, viendo el visitador
que la insurrección tomaba increm ento y consi­
derándose im potente para sofocarla, resolvió fu ­
gar precipitadam ente hacia el pueblo de Oruro,
sin dar lugar a la llegada de las tropas, que iban
con la orden de custodiar su persona. Al arribar
a dicho pueblo dio parte de lo acontecido a P o­
tosí y a la Real A udiencia de la Plata.
A la sazón, Cochabamba se disponía para opo­
ner al enem igo una resistencia vigorosa y em pu­
ñaba resueltam ente la bandera de la causa.
La expedición de que hemos hablado tuvo a
bien regresar antes de llegar a Caraza. porque
recibió M eseta la doble noticia de la fuga del
visitador y de ia actitud seria que asum ieron los
sublevados de la villa.
Calatayud, a la cabeza de los suyos, aguar­
daba la llegada de las tropas enem igas con esa
serenidad que lo ha enaltecido sobrem anera.
E l encuentro fue por demás sangriento, por­
que si bien M eseta contaba con la superioridad
de las armas, los sublevados tenían a su favor la
superioridad del núm ero.
Una horrible carnicería fue el resultado de
aquel combate. R efugiados los soldados de M e­
seta en una casa de los suburbios de Cochabam­
ba, hasta donde apenas habían logrado llegar,
fueron Victimados por la crueldad de sus enem i­
gos.
¿Sería posible evitar el furor de la víctim a
cuando después de largos sufrim ientos se cree
(1) Publicamos en el apéndice, varias declaracio­
nes inéditas acerca del levantamiento de 1730.
Entre esas declaraciones, las que más intere­
san son las de la madre, y la mujer de Cala­
tayud (Véase la nota 2).
31
•>Ys •;

con fuerzas para vengar los ultrajes que se le


han inferido? Los fastos de la esclavitud son
más sangrientos que la historia de los pueblos
libres. Por eso, los tiranos que tratan de extin­
guir hasta el germ en de la oposición con el des­
potism o, no com prenden que la arbitrariedad es
la fuente de las revoluciones y los trastornos,
que con tanta frecuencia tienen lugar en los pue­
blos oprim idos.
No contentos los am otinados de haber sacri­
ficado a los soldados enem igos, se propusieron
atacar las casas de los españoles y realizaron su
intento, enorgullecidos con la victoria que aca­
baban de obtener.
Además, direm os en obsequio de la verdad,
que la agresión no fue dirigida solam ente a las
personas que tom aron parte en favor de la causa
española, sino tam bién contra los vecinos pací­
ficos e independientes de la población. Había
llegado la hora del rigor extrem o.
En vista de lo acaecido, los em pleados del
rey salieron precipitadam ente de la ciudad, te ­
merosos de que a ellos les cupiera la misma suer­
te que a m uchos españoles victim ados por el fu­
ror popular.
A los excesos com etidos siguió la conster­
nación: hom bres y m ujeres huyeron de sus mo­
radas para buscar asilo en 'lugares lejanos; y se
ocultaron en los conventos y en los santuarios
los que no podían hacer lo propio.
E ntretanto a Calatayud y a sus com pañeros
les vino en voluntad trasladarse al cerro de San
Sebastián, lugar que se halla a diez cuadras del
centro de la población, con objeto de atrinche­
rarse.
E l cura de la M atriz, don Francisco de Ur-
quiza, hom bre tenido en estim a por sus virtudes
y respetado por el m inisterio que desem peña­
ba, creyó fácil contener la sublevación con el
32
0 L (te,/¿ <•/1, { ¿ y e tte /a v e *

ascendiente que ejercía sobre sus feligreses.


M ovido por las desgracias del país y por su con­
vicción que le obligaba a obrar en favor del rey,
valióse de m edios eficaces para despertar en Ca-
latayud y sus adeptos sentim ientos de hum ani­
dad.
Urquiza, con el fin de atraer el concurso
de los que podían cooperar en una tentativa de
salvación, ordenó que sacasen de los tem plos las
im ágenes de los santos. E sta procesión, recorrió
las calles infundiendo en todos un respeto que
sólo la religión puede inspirar.
Calatayud, a pesar de haber jurado exterm i­
nar a los españoles, no trepidó en acceder a las
insinuaciones de los que im ploraban su clem en­
cia y abandonó su cam pam ento para internarse
a la población, dando lugar, de ese modo, a uno
de los actos más solemnes de aquel levantam ien­
to verdaderam ente popular.
En seguida se convocó a una reunión en la
que tom aron parte los vecinos más caracterizados.
Esa reunión tuvo por objeto dar un gobierno a la
villa, y reorganizar el país que, con m otivo de la
insurrección, se hallaba sum ido en un verdadero
caos.
Entonces fue que Calatayud impuso que el
cabildo se som etiera a sus determ inaciones, y de­
claró, además, que sólo los criollos fuesen elegi­
dos para desem peñar cargos públicos.
E n la misma reunión a que nos referim os,
fueron nom brados alcaldes don José M ariscal y
don Francisco Rodríguez Carrasco.
R odríguez Carrasco nació en la villa de la
Laguna el 24 de diciem bre de 1689. Sus padres
fueron Dom ingo Rodríguez de Azuedo, teniente
general de la provincia de Tom ina, y doña M aría
G onzales Carrasco.
Francisco Rodríguez, dio pruebas de valor y
de entereza en el servicio de las armas. Fue por
33
esto que don B enito Rivera y Q uiroga, gober­
nador de San Juan de Sagún, le concedió el gra­
do de capitán de infantería. Dicho nom bram ien­
to tuvo lugar el 12 de noviembre de 1728, Verifi­
cándose la aprobación de virrey en 11 de junio
de 1729.
El valor que m anifestó R odríguez en sus ex­
pediciones contra los indios de las fronteras de
Tom ina, iba a m ostrar otra vez con m otivo de
su traición consumada en Cochabamba.
R odríguez Carrasco, sin embargo de estar uni­
do a Calatayud por vínculos sagrados, se valió
de m edios indignos para operar la reacción. Do­
tado de astucia y serenidad, pudo espiar hipócri­
tam ente al jefe de la insurrección y realizar sus
crim inales propósitos en mom entos en que la de­
fensa fue imposible.
No teniendo Calatayud ninguna sospecha,
se m antenía descuidado y se hallaba m uy lejos
de prevenirse contra sus enem igos ocultos.
M ientras tanto la ocasión era oportuna, Ro­
dríguez se presentó a Calatayud con m entidas
prom esas de fidelidad y después de espiar el m o­
m ento favorable, se apoderó de él, para condu­
cirlo a la cárcel, de donde debía salir en m a­
nos del verdugo.
Fue honda la im presión que causó tan ines­
perado acontecim iento.
Calatayud, no tardó en ser victim ado por sus
enem igos. A penas el confesor salió de la cárcel,
se le infligió la pena del garrote, en la noche del
31 de enero de 1731.
Su ensangrentado cadáver, fue suspendido en
la horca con el bastón en la mano. A llí perm ane­
ció medio día, y en seguida fueron esparcidos
sus m iem bros en los caminos, en el cerro de San
Sebastián y m uy especialm ente en el cuartel en
que habían estado los am otinados. Igualm ente,
34
35
m cabeza, después de haber recibido 'los ultra-
íes que no dejaban de prodigarse ni a los m uer­
tos, fue enviada a la Real A udiencia de los Char­
cas, para que sirviera de escarm iento. Los insu­
rrectos no pudiendo defenderse en la población
y aleccionados con la suerte de Calatayud, se
alejaron al cerro de San Sebastián, donde resol­
vieron parapetarse. A llí pelearon por algunos
momentos, hasta el instante que triunfó sobre
ellos la superioridad de la fuerza (1).
Igualm ente a la noticia de la pacificación de
Cochabamba el m arqués de Castel F uerte en sus
cartas de 26 de m arzo y 7 de mayo del mismo
año, le m anifestó su profunda gratitud por los
servicios prestados al rey y le dio am plias facul­
tades. para que afiance el orden en la provincia
de su mando.
Adem ás el presidente de la A udiencia de la
Plata, don Francisco de Herboso, haciendo uso
de la autorización que tenía del virrey, prem ió
sus grandes iniquidades con un honroso título.
U ltim am ente, en la relación de servicios del
referido Carrasco se m enciona que el Consejo
y la Cámara de Indias establecida para los ne-
rocios del P erú en España, recom pensó su ad­
hesión al Gobierno, considerándolo digno del
cargo de gobernador que a la sazón desem peña-
(1) Dice la tradición que los insurrectos, conside­
rándose impotentes para la defensa, tuvieron
a bien refugiarse en una capilla que entonces
existía en la parte inferior del cerro. Encerra­
dos allí, no abrían la puerta sino a los suble­
vados que se dejaban conocer antes de entrar.
Un espía de Carrasco, que había observado aque­
llo, se trasladó en alta noche al lugar mencio­
nado, en compañía de muchos soldados disfra­
zados. Después de conseguir que le abriesen las
puertas, ordenó que los soldados se precipita­
sen sobre ellas para no dar lugar a que las
cerrasen nuevamente. Así terminó con una se­
gunda traición el levantamiento de Cochabam­
ba.
26
fca y de otros privilegios con que el rey quiso
honrarle (1).
Rodríguez Carrasco, habiendo realizado sus
deseos, se m ostró m uy satisfecho y procuró ri­
valizar en crueldad con los más abom inables ti­
ranos, para hacerse acreedor a la estim ación de
su señor.
Felizm ente, los males que afligían a Cocha-
bamba, pudieron atenuarse con la am nistía ve­
nida de Lima para los insurrectos, en el mes de
enero de 1732. Sin embargo de esto, la revista
hecha por D. Simón de Amésaga, el mismo año,
aum entó 35.868 contribuyentes sobre el núm e­
ro que de antiguo existía.
Term inó la sublevación de Calatayud, dejan­
do huellas sangrientas, debidas en su m ayor par­
te a la barbarie de los realistas; pero sirviendo
de iniciativa gloriosa a hechos que en lo suce­
sivo debían enaltecer el nom bre de Cochabam­
ba.
D esgraciadam ente, acontecim ientos de gran­
de significación dan sido considerados como un
efecto fatal de las circunstancias y, por ende,
no han m erecido llam ar la atención pública. Uno
de ellcs, es la insurrección de Calatayud, olvi­
dado por los más y recordado por algunos des­
deñosam ente.
D atos evidentes nos m anifiestan que el go­
bierno esnañol y todos los pueblos del Bajo y
A lto Ferú, siguieron, con m irada atenta, el de­
sarrollo del levantam iento de 1730.
E l m arqués de Castel F uerte, a la sazón vi­
rrey del Perú, inform ado de los sucesos que tu ­
vieron lugar en 29 y 30 de noviem bre, resolvió
dejar la capital del virreinato donde se hallaba,
(1) Todos los documentos de que se hacen mención
están inéditos.
37
Ir

para internarse al A lto P erú y pacificar pesonal-


m ente la provincia de Cochabamba. Así 'lo dice
en su carta de 7 de m arzo de 1731, dirigida a
R odríguez Carrasco.
Gay en su “H istoria física y política de Chi­
le’’, asegura que produjo grande efecto, tanto
en Lim a como en Santiago, la conmoción de
Cochabamba y que se organizaron, en conse­
cuencia, num erosos ejércitos que debieron en­
viarse con objeto de sofocar dicha sublevación.
Sabido es que el rápido desarrollo de los acon­
tecim ientos, im pidió que se realizara el proyec­
to de expedición.
El virrey José de A rm endaris, dice tam bién
en s j M emoria lo que sigue: “He llamado la aten­
ción sobre los sucesos de Cochabamba, por el
grande cuidado que debió dar entonces un le-
\antam iento, cuyo fuego pudo abrazar gran par­
te de un reino, que estando lleno de sem ejarte
gente se consideraba com puesto de enemigos. La
distancia, la falta de gente española en aquellos
parajes y otros inconvenientes hacían bien difícil
el reparo. Sin embargo, expedí con consulta del
real acuerdo, las mas instantáneas providencias
poniendo en manos de la A udiencia de Chuqui-
saca todas las armas del poder para que se opu­
siesen a aquel desorden, ordenado a los corregi­
dores de las provincias adyacentes el auxilio de
sus gentes sum inistrando el dinero para el gas­
to, y el reparo inm ediato de aquel daño”.
E l Cabildo de Cochabamba, en su carta de
13 de Julio de 1731 dirigida al rey de España,
dice 'lo siguiente: “Las desgracias acecidas en
esta villa en los días 29 y 30 de noviembre de
año próxim o pasado, hubieron de com prender
todo el Perú, si el celo del doctor don F rancis­
co de U rquiza nuestro cura, y el del capitán de
infantería don Francisco Rodríguez Carrasco so­
ciegan el tum ulto”. Adem ás la A udiencia de
Charcas, alarm ada con tan inesperados aconte­
38
cim ientos, se apresuró en m andar a don M anuel
de M irones (1) con objeto de que valiéndose de
la persuación obligase a los insurrectos, a cejar
de sus propósitos y a som eterse a las autorida­
des reales; pero el com isionado convencido de
que su llegada a la villa sería inútil a la par que
peligrosa tuvo a bien regresar de las inm ediacio­
nes de Cochabamba sin obtener ningún resulta­
do”.
A hora bien, ¿el levantam iento de 1730 ha si­
do una verdadera revolución? D ejando que el
lector form e su juicio librem ente, nos concreta­
remos a dar una prueba más de la im portancia
de tan glorioso acaecim iento.
Tenem os indicado en esta relación históri­
ca, uno de los actos más significativos de la su­
blevación de C alatayud; es decir la reunión de
los insurrrectos con el propósito de deliberar
acerca de las m edidas que debían tom arse para
llevar a feliz térm ino 'lo que se propusieron rea­
lizar de allí adelante. E n dicha reunión, hubie­
ron d;e ser rechazados los españoles y fue ade­
más desconocida la autoridad del rey.
V erdad es, que la sublevación de Calatayud
no ha estado acom pañada del grande estrépito
con que han estallado otros levantam ientos del
mismo carácter. Su corifeo fue un oscuro m es­
tizo del valle de Oropeza, y todos sus adeptos,
hom bres desconocidos, que no han legado a la
posteridad ilustres genealogías ni famosas ha­
zañas; pero ¿esto podrá probar que no existían
aspiraciones patrióticas en los insurrectos?
E l levantam iento de Calatayud habría sido
de grandes resultados si R odríguez Carrasco no
(1) Gmiste aludiendo al enviado de la Real Audien­
cia de Charcas dice que fue don Francisco Sa-
gardia. Hemos consignado un nombre distin­
to, de acuerdo con la memoria del virrey Ar-
mendaris.
39
lo hubiese ahogado en su cuna, dejando las co­
sas tan al principio.
E l señor Om iste, com prendiendo la im por­
tancia de la insurrección de 1730 ha dicho: “Sin
la funesta intervención de Carrasco, la revolución
de Calatayud habría sido quizá de tan fecundos
resultados para la em ancipación peruana, como
fue la insurrección de N orte Am érica, ocasio­
nada por la prom ulgación de la ley sobre tim ­
bres que dictó el gobierno inglés”. Y en otro
lugar dice él m ism o: “Se despertó el sentim ien­
to de la independencia am ericana en los conju­
rados, y desde entonces pensaron en señalar a
la insurrección un fin determ inado, el de sacu­
dir el yugo de la M etrópoli”.

CAPITULO III

Las crueldades de R odríguez C arrasco producen un


nuevio am otinam iento en C ochabam ba.— M uerte de
Luis de la R ocha, ten ien te de las tro p as del go­
bernador.— Flores, subleva el pueblo de Q uilla-
eolio y con las fuerzas que organiza allí, in te n ­
ta apoderarse de C ochabam ba.— M otivos que le
im piden poner en ejecución su pensam iento.— H u i­
da y suplicio de Flores.
Ya hemos m anifestado en otro lugar que el
alzam iento de Calatayud, dio m argen a que los
habitantes de Cochabamba fueran castigados con
una crueldad inaudita. R odríguez Carrasco, en­
viaba con frecuencia al cadalso personas cu­
ya participación en el acontecim iento a que nos
referim os no estaba comprobada, y su odio con­
tra los m estizos, parecía aum entarse con el n ú ­
m ero de las víctim as que sacrificaba.
E n abril de 1731, cinco sospechosos fueron
ahorcados en la plaza principal de la villa. En
la m 'sm a época, se anunció la m uerte de dos-
40
r ientas personas que, a la sazón, se encontraban
<n las cárceles públicas.
E n una situación tan aflictiva y a pesar de
la invencible tiranía de las autoridades reales,
algunos m estizos alim entaban en silencio el de­
seo de la venganza. No es raro descubrir en el
iondo de las masas populares, caracteres inflexi-
1 les en quienes se encarnan, por decirlo así, to ­
das las energías de una clase oprim ida.
Uno de los que con más im paciencia sufría
el despotism o de Carrasco, era Nicolás Flores.
Este nació en 1696, y a la edad de 35 años enca­
bezó el segundo alzam iento de los naturales de
Cochabamba (1).
E staba Nicolás Flores en A ziru-M arca, ocu­
pado del cultivo de sus tierras, cuando resolvió
sublevarse contra el gobernador.
Es cosa asentada que al tom ar tan seria de­
term inación se m ostró Flores un tanto vacilan­
te pero varios vecinos de la villa trabajaban
en su ánimo, para que de una m anera decidida
se pusiera a la caboza del levantam iento, a fin
de libertar a los desgraciados que languidecían
en las cárceles y cuya m uerte era inevitable si,
para salvarlos, no se hacía un esfuerzo suprem o.
Resuelto Flores a obrar, convocó a una reu­
nión en que tom aron p.arte Dionicio Cáceres,
Gerónimo Escalera, Pedro Flores, Juan de T e­
rrazas,'Lucas de Quirc-z, Juan Román, Lucas Vei-
zaga, Juan Bueno de M érida y otras personas
influyentes con ánimo de cooperar en la em pre­
sa.
E n dicha reunión, se acordó que el alzam ien­
to se verifique inm ediatam ente y como las fuer-
(1) El ajamiento de que se hace mención, ha si­
do desconocido hasta hoy día. Felizmente, he­
mos encontrado en el proceso de Flores, todos
los pormenores de aquel suceso.
41
zas que guarnecían la villa eran considerables,
Santos García fue enviado a sublevar el pueblo
de Caraza, cuyos m oradores habían dado prue­
bas de verdadero entusiasm o.
El 14 de A gosto de 1731, Flores hizo enarbo­
lar bandera colorada en señal de insurrección,
nombró de sargento a su herm ano Pedro Flores
y de alférez a D ionicio Cáceres.
De seguida, ordenó que una parte de su
fuerza recorriese en son de guerra las comarcas
inm ediatas a la villa, a fin de engrosar sus filas
y de intim idar a las autoridades reales. Cuando
la referida fuerza se puso en m archa, vio el que
la comandaba que algunos hom bres armados se
daban grande prisa por aproxim arse al lugar en
que se encontraban los am otinados, y como éstos
creyesen que R odríguez Carrasco enviaba contra
ellos aquella partida, se prepararon para la de­
fensa. E n efecto, poco tardó el sargento Flores
en reconocer a la cabeza del grupo armado a
Luis de la Rocha, teniente de las tropas del go­
bernador.
Convencidos los insurrectos de que Rocha
no podía ir a aquel lugar sino en actitud hos­
til, se precipitaron sobre él, y después de darle
m uerte, pusieron en fuga a los que lo acompa­
ñaban.
A nte un hecho tan grande y significativo,
Flores creyó necesario cbrar con más actividad,
y en consecuencia fue al valle de Q uillacollo a
sublevar a sus habitantes. E stos se levantaron en
masa contra el gobernador cuyas crueldades se
habían dejado sentir en todas partes.
Con este auxilio poderoso, Flores se enca­
minó sobre Cochabamba; pero, m edia legua an­
tes de llegar a la población, creyó indispensable
tener conocim iento exacto del núm ero de hom ­
bres de que se com ponían las fuerzas de C arras­
co para no aventurarse en una em presa arriesga­
42
da. Con tal propósito, seguido de algunos de sus
com pañeros, se dirigió una noche a la villa, to­
mando las precauciones necesarias para no ser
descubierto.
De los inform es que pudo obtener entonces,
resultó que Cochabamba, además de estar fo rtifi­
cada, se hallaba defendida por tropas considera­
bles. Flores convencido de esta verdad, resolvió
disolver sus huestes; pero, como tem iese la cóle­
ra de los suyos que podían atribuir a cobardía
su determ inación, tomó el partido de alejarse al
N. del A lto-Perú, donde creía librarse de la ven­
ganza de Carrasco.
H abiendo sabido los parciales de Flores la
fuga de su caudillo, se hubieron de disolver.
E ntretanto, Carrasco persiguió al prom otor
de tan graves disturbios e hizo m uchas diligen­
cias para apoderarse de él.
Flores, después de estar oculto en uno de
los cerros próxim os a la villa, se dirigió a La
Paz, y en Calamarca, pueblo de la provincia de
Sica Sica, hubo de ser capturado por Jacinto T e­
rrazas.
E ste desgraciado suceso, dio lugar a que F lo­
res fuese llevado a la cárcel de La Paz y condu­
cido posteriorm ente a Cochabamba, por orden
del virrey A rm endaris.
Llegado que hubo el reo, Carrasco ordenó
su juzgam iento, para que de seguida se le in fli­
giese la pena de m uerte.
La sentencia, se halla concebida en los té r­
m inos siguientes: “E n la causa que de oficio
de la real Justicia tengo sustanciada, por el le­
vantam iento ejecutado en esta provincia el día
14 del mes de agosto del año próxim o pasado de
1731, por N icolás Flores, capitán enunciado en
dicho levantam iento: atendiendo a los autos y
m éritos del proceso y procurando dar la más pron­
43
ta satisfacción con su castigo, etc. Fallo que por
la culpa que resulta contra el dicho Nicolás F lo­
res, como capitán tum ultuante, le debo conde­
nar, y condeno en pena de muerte capital, y la
ju sticia que con él se haga, es que se le dé ga­
rrote en el patio de esta cárcel y m uerto que
sea naturalm ente, sea sacado de la cárcel y col­
gado en la horca que se halla puesta en la plaza,
v por voz de pregonero se m anifieste su delito,
para que venga a noticia de todos y sirva de ejem ­
plo a otros; donde estará pendiente de tres cuar­
tas del suelo, de donde no sea quitado sin mi
orden, so pena de que se castigará según dere­
cho. al que lo contrario hiciere, y porque los
prelados de las religiones, y demás sacerdotes,
piden se suspenda hacer cuartos del cadáver, dan­
do por causa para ello las supersticiones con que
viven los indics y demás gente hum ilde que tie­
nen por costum bre los abusos y considerándose
prudencialm ente este pedimento por ser en ser­
vicio de ambas m ajestades para que no sean vul­
neradas sus leyes, se omite su ejecución y por
esta mi sentencia definitiva juzgado así lo pro­
nuncio m ando y firmo.
Francisco Rodríguez Carrasco”.
E jecutada la anterior sentencia en la noche
del 25 de enero de 1732, el cadáver de Flores es­
tuvo suspendido en la plaza principal de la villa,
hasta que unos hombres piadosos, a quienes co­
nocía el pueblo con el nombre de los herm anos
de la m isericordia, lo descolgaron de la horca,
para darle sepultura en la Iglesia M atriz.
E l mal resultado de la sublevación de Flores
v de otras que posteriorm ente sobrevinieron, h i­
zo com prender a los naturales de Cochabamba,
que estaba todavía lejano, el día tantas veces an­
helado de su emancipación.

44
CAPITULO IV
C ausa de la insurrección de 1781 en C ochabam ba.—
A m otinam iento de los indios de C h ay an ta.— M uer­
te de D ám aso C atari.— Sublevación de las p ro ­
vincias del norte del Alto Perú.— Insurrección
de C ochabam ba, Arque y Cliza.— Los cochabam bi-
nos bajo las órdenes de Flores y R esseguín v en ­
cen en La Paz a las hordas de Apaza.— E xpedi­
ción de José R esseguín a M ohosa y A jam arca.
Sofocado el levantam iento de Flores, la pro­
vincia de Cochabamba volvió a languidecer bajo
la insoportable tiranía de sus m andones hasta
el año 1781, en que los indios que poblaban su
territo rio se sublevaron contra la dom inación es­
pañola.
E xceptuando la insurrección de Tupac-A m a-
ru, ninguna de las que acaecieron en la época
a que nos referim os, ha llamado seriam ente la
atención de nuestros escritores. A pesar de esto
sólo nos toca al presente, m anifestar la parte que
cupo a Cochabamba en los acontecim ientos de
1781. Así nuestro trabajo, a la par que hum ilde,
habrá de ser enteram ente nuevo.
A ntes de la relación de esos acontecim ien­
tos, fuerza es que enunciem os ligeram ente si­
quiera, las causas que los ocasionaron. Con tal
objeto, darem os una somera idea, del estado en
que se hallaba la raza conquistada durante el co­
loniaje.
Desde luego no será demás hacer constar que
nuestro objeto es enum erar exclusivam ente los
45
padecim ientos de 'los naturales del P erú y las
m uchas injusticias de la m adre patria para seña­
lar las causas de los graves acontecim ientos que
al finalizar el pasado siglo, agitaron el Perú.
E s innegable que la crueldad que España
ejerció para gobernar sus colonias, m otivó las su­
blevaciones de los aborígenes.
Cuando Pizarro tomó posesión del Perú, har­
to se m aravilló del carácter pacífico de sus ha­
bitantes y de la disposición en que se encontra­
ban de abrazar la religión cristiana. T itu - A tau-
chi, herm ano de A tahuallpa, propuso que él y
sus súb ditos abjurarían sus creencias religiosas
a fin de poner térm ino a las diferencias que na­
cieron con m otivo de la m uerte de A tahuallpa,
entre conquistados y conquistadores. M anco-In­
ca, legítim o heredero del im perio, ofreció tam ­
bién que sus vasallos abrazarían la fe de Cristo,
y m anifestó además que al tom ar ese partido,
cum plía con el m andato de H uayna - Capac,
quien al tiem po de m orir le dijo que gentes des­
conocidas atravesarían los mares, llevándoles
nuevas costum bres y una religión esencialm ente
civilizadora. Pero Pizarro, engañó al prim ero
después de haber jurado una solemne capitula­
ción y encerró al segundo en la m azm orra del
Cuzco, de donde salió poco tiem po después de
sublevar los pueblos del im perio, porque estaba
convencido de la perfidia del capitán español.
Causa grande extrañeza que los antiguos his­
toriadores entre los que figura el juicioso Gar-
cilazo de la Vega, hubiesen pretendido ju stifi­
car las atrocidades de los españoles aduciendo
el argum ento de que todo lo que se hacía servía
de m edio para la difusión del E jército, como si
la verdad tuviera necesidad del crim en para d i­
fundirse.
La m uerte de A tahuallapa, fue el comienzo
de esa obra de destrucción que no cesó sino con
la independencia.
46
Don Francisco de Toledo, nom brado virrey
en lugar de Lope García de Castro, declaró una
guerra despiadada a la fam ilia real.
Tupac - Am aru, hijo de Manco Inca, vivía
en las m ontañas de V ilicapam pa donde el astu­
to virrey logró aprehenderlo con el fin de apo­
derarse de sus riquezas, y muy especialm ente de
la famosa cadena de oro m andada hacer por H uay-
na-Capac para solem nizar el nacim iento de su
hijo H uáscar, y que según una creencia bastan­
te difundida entonces, se hallaba en manos de
aquel príncipe.
Tupac-A m aru, fue condenado a m orir en la
plaza m ayor de Cuzco.
Sus parientes y adeptos m urieron tam bién,
unos en la ciudad de los reyes y otros en los
lugares donde habían sido desterrados. E sto hi­
zo D. Francisco de Toledo, de quien decía Gar-
cilaso de la Vega, que recibía el Santísim o Sa­
cram ento cada ocho días.
Posteriorm ente, B altazar de la Cueva repri­
mió con sumo rigor las más insignificantes su­
blevaciones de los indios. Parece que en la épo­
ca del susodicho virrey, fueron colocadas por
largo tiem po en un edificio de Lima, las cabe­
zas de aquellos infelices.
E l 22 de julio de 1750, la ciudad de los re­
yes presenció tam bién la m uerte de m uchos in­
dios por sim ples sospechas. Se tem ía la subleva­
ción de los naturales que vivían en dicho pueblo
ocupados de los oficios mecánicos. Fue por esto
que el virrey José A ntonio M anso de Velasco,
ordenó que se les infligiese la pena capital. Los
que pudieron salvar de la m uerte, fueron deste­
rrados a la isla de Juan Fernández y al presidio
de Ceuta.
No nos es posible dar a conocer todas las
peripecias de la sangrienta guerra que los espa­
47
ñoles sostuvieron contra los aborígenes de Chi­
le desde el año 1553, contra los de Tucum án, los
de Charcas y el Paraguay, tanto porque dichos
sucesos no hacen a nuestro propósito, cuanto
porque el contarlos sería nunca acabar.
V ictim ada en su m ayoría la raza am ericana
por el hierro del conquistador, estaba condena­
da por 'las mism as leyes a un suplicio m ayor: el
trabajo forzado. Una séptim a parte de cada co­
m unidad de indios era obligada a trabajar anual­
m ente en las m inas de Potosí. P or de contado,
los corregidores enviaban m uchas veces la cuar­
ta, com etiendo exacciones y crueldades a cau­
sa de hallarse autorizados, según consta de la
Recopilación de Indias, para designar en ciertos
casos, las personas que debían ir a las m inas (1).
E n las m itas, la distribución del trabajo de­
bía hacerse de suerte que al año tuviesen 'los
m itayos 3 meses para descansar: el trabajo se
verificaba desde m ediados de noviem bre hasta
el 15 de m arzo y desde el 16 de abril hasta el
8 de octubre (2).
E n Chile, era rem unerado solam ente con un
real por día el trabajo de los m itayos no obstan­
te de hallarse estos obligados a pagar el tributo
por sí y por otros dos más y a ocuparse quince
días en el laboreo de las minas, sin recom pensa
alguna (3).

(1) Las minas en la época de Juan de Mendoza,


eran Potosí, Pazco, Oruro, Villcabamba, Castro-
Virreyna, Nuevo Potosí, Carabaya, Zaruma y
Guancabélica
(2) Es digno de notarse que a .pesar de estar pro­
hibido, los indios trabajen a más de diez le­
guas de sus domicilios, muchas veces eran en­
viados a doscientas leguas de distancia (Véase
la memoria presentada al rey por D. Hernan­
do Camilo Altamirano).
(3) Ley 24 lib. 6*? tit. 16 de la Recopilación de In­
dias.
48
S ufrían además otras injusticias. Se les pa­
gaba el jornal atendiendo a la calidad de m etal
extraído, y como éste lo recibían siem pre en
m edidas de cuero susceptibles de dilatarse, re­
sultaba frecuentem ente que la cantidad era m a­
yor de la que debían dar.
E sta opresión injustificable, hizo decir a uno
de los virreyes del P erú el m arqués de Mons-
tesclaros. “Por el trabajo en las m inas y los ve­
jámenes de 'los corregidores en el camino la co­
m ún opinión es que pocos indios vuelvan a los
pueblos de donde salieron’".
M elchor de N avarra y Rocaful, en la M e­
m oria que dirigió a su sucesor el conde de la
M onclova, asegura que los abusos que tenem os
enunciados causaron la despoblación del Perú.
E l m encionado V irrey estaba en lo cierto, pues
en 1633 había 40.115 m itayos y por los años de
1689 no existían sino 10,633.
E'l mismo virrey M elchor de N avarra y Ro­
caful, con m otivo de la retasa y repartim iento
de Potosí que tuvo lugar en la época en que él
gobernó estos reinos, se propuso evitar que los
indios trabajen hasta por los ausentes. Sin em­
bargo, como el núm ero de m itayos fuese insu­
ficiente, el rey en su cédula de 28 de mayo de
1681, instó al virrey para que añadiera más pro­
vincias a las 16 que Francisco de Toledo, seña­
ló con la obligación de 'la m ita. E n consecuen­
cia se acordó el 21 de junio de 1683 que la m ita
fuese general.
Y no sólo era en las minas donde estaban
condenados a trabajar, sino tam bién en la cría de
ganado, en la zanja de Bogotá donde m illones
de hom bres m orían de ham bre y de fatiga, en
los conventos del Perú, Paraguay y Río de la
Plata, en los cues o huacas, en la pesquería de
perlas, en las viñas y m ontañas. E l virrey, el go­
bernador, el cura, el corregidor, hasta el doctri-
49
ñero tenían bajo sus órdenes m ultitud de indios
(1). E stos tomaban distintos nom bres según las
tareas a que eran destinados. Llam ábase gañanes
a los que servían en los hatos, cañaras a los de­
pendientes de las justicias y finalm ente chas­
quis a los correos. Había otros que se denom ina­
ban yanaconas y corpas que servían a los pro­
pietarios en su fincas. Su núm ero creció dema­
siado.
A llá por los años de 1650, el oidor Francisco
de A lfaro en la visita que hizo por orden del
virrey, halló en el D istrito de los Charcas 25.000
yanaconas que trabajaban juntam ente con ne­
gros (2).
Reem plazaron tam bién los indios a las bes­
tias de carga con el nom bre de jem em es (3). “La
aspereza de las tierras y falta de bestias, dice
Juan de M endoza y Luna, hizo que se cargasen
indios y tan desigualm ente a lo que podían, que
rendían la vida desalentados o por lo m enos
les duraba poco en sem ejante aflicción”.
Raros ejem plos hay de una opresión tan
cruel. El am ericano, digno de m ejor suerte, fue
ñor tanto tiem po despojado hasta de sus atribu­
tos de hom bre y condenado a llevar una vida de
ignom inia. Por eso sin duda, conserva todavía
en su frente el sello de eterna m elancolía. Ale­
jado de los centros de actividad, no goza de los
beneficios de la civilización y sólo se mueve
(1) Véanse las leyes 19,35,44 y 45 del lib. 69 Tt.
12 de la Recopilación.
(2) Creemos necesario hacer notar en este lugar
que las leyes mismas ocasionaron una enemis­
tad implacable entre indios y negros, sin duda
con el fin de impedir la alianza de esas razas
oprimidas. Libro 79, T. 59 de la Recopilación.
Herrera decad 8a. libro 79, cap. 12. Robersson
libro 89, pág. 129.
(3) Con este nombre designaban los antiguos meji­
canos, unos instrumentos de que se servían pa­
ra llevar la carga.
50
cuando la am bición o el fanatism o religioso se
propone aprovechar de su ignorancia.
F ray T oribio de V enavente, presenta un cua­
dro asaz som brío de los padecim ientos de la ra­
za conquistada con estas notables palabras “Los
indios están condenados a la esclavitud con dis­
tintos pretextos. E stos infelices m arcados por
sus amos con un fierro encendido, como el ga­
nado, los llevados en tropas a las m ontañas. La
naturaleza del trabajo, la insalubridad del clima
y 'la falta de víveres son tan funestas que los lu ­
gares de trabajo se hallan cubiertos de cuerpos
m uertos; el aire llega a infestarse con su hedor
y es tan crecido el núm ero de buitres y de otras
aves carnívoras que algunas veces cubren el sol”.
E l Obispo de Chiapa, Bartolom é de las Ca­
sas, m anifiesta que varios españoles que vivían
en Cuba, iban a N icaragua, V enezuela y H on­
duras con objeto de apoderarse de ’l os naturales
a viva fuerza y venderlos en Panam á o en el P e­
rú. E ste extraño apoderam iento se verificaba
no sin la perpetración de horribles delitos.
“Yo he form ado cálculo, dice L as Casas, de
que a los menos tres m illones de indios fueron
esclavizados en mi tiem po por este género de
piratería” (1).
Hubo ocasión en que cierto gobernador de
M éxico jugó hasta 500 esclavos en una sola no­
che. E ste mismo reunía a los más jóvenes de los
indios para venderlos y frecuentem ente daba 80
y aún 100 esclavos por un caballo o una yegua.
Algunas veces, los gobernadores de acuerdo con
los curas, lograban reunirlos en alguna Iglesia
o Capilla so color de enseñarles la doctrina cris­
tiana y cuando todos estaban congregados se

(1) Véase la colección de las obras de Las Casas,


publicada en París el año 1822 por el Dr. Juan
Antonio ¡Llórente.
51
apoderaban de ellos para estam parles la marca
de la esclavitud.
El gobernador de Tálisco, hizo m arcar con
hierro candente 4.500 personas; siendo de no­
tarse que entre estas, habían m uchos niños de uno
y de dos años.
El mismo Colón que tan suave y tolerante
se m ostró al principio, no está exento de la acu­
sación de haber oprim ido a los naturales con
injustas im posiciones y duros castigos. E n 1495,
de regreso de Europa, encontró el A lm irante su­
blevada la is'la española. V erificada su pacifica­
ción, 500 indios fueron vendidos como esclavos
en Sevilla. Entonces se les im puso el tributo
que debran pagar cada tres meses unos en oro
y otros en algodón, producto m uy estim ado en­
tonces por sus fabulosos rendim ientos.
El repartim iento es otro de los abusos de
que con frecuencia eran víctim as los naturales.
Su origen se encuentra en la concesión que los
reyes hicieron a los corregidores para revender
c ertas m ercaderías im portadas de Europa. Bien
pronto este privilegio dio lugar al robo más abo­
minable, porque el repartim iento llegó a ser for­
zoso v la tarifa dada por el rey cayó en desu­
ro (1). Tam bién existía de antiguo la enccm ien-
<1> Los coi regidores eran además dueños de las ca­
jas de comunidades porque podían di-poner de
los caudales que había en ellas, para hacer
la guerra a los americanos. Tan grande ini­
quidad, fue autorizada por los mismos reyes
hasta la época en que D. Francisco de Borga
y Aragón fue virrey del Perú. Por otra parte
los abusos de los corregidores, quedaban siem­
pre impunes porque los indios jamás obtenían
justicia.
El virrey Melchor de Liñán y Cisneros dice
con este motivo: “Son tan miserables los in­
dios, que apenas tienen lengua con que quejar­
se, y si alguno lo hace, el poder y maña de los
corregidores lo intimida; de suerte, que pocas
o ningunas veces verifican su agravio”.
52
da: en virtud de esta bárbara costum bre, los na­
turales eran dados como cosas a los descubrido­
res, pacificadores y otros que por sus hechos
notables se hacían acreedores a este privilegio.
Cuando sucedía la m uerte del poseedor de
indios, éstos debían ser encom endados nueva­
m ente por los virreyes (Ley 4P tit. 8P, Lib. 69
de la R ecopilación).
Em pero, desde los tiem pos de la conquista,
hubo almas compasivas. Bartolom é de Las Ca­
sas. M ontesinos, Córdova, Avendaño Garcés,
V ictoria, Navarra, Solórsano y M olina se decla­
raron contra los abusos. El año 1539 Las Casas
fue a España con objeto de conseguir del rey
nuevas leyes y un castigo ejem plar, para todos
los que en daño de los indios se m ostrasen.
In ú til es decir que encontró una viva oposi-
sión a sus filantrópicas m iras.
Los m inistros de la Iglesia fueron sus ene­
m igos de m ayor bulto. E l cardenal de Sevilla,
D. García de Loaiza, presidente del Consejo de
Indias; Juan Suárez de Carvajal, Obispo de L u ­
go; Sebastián Ram írez, Obispo de Cuencia; Fon-
seca. Obispo de Placencia, poseedor de ocho­
cientos indios; Quev'edo, Obispo del D arién y
Bartolom é A rias de Alborm oz, hubieron de re­
sistir por m ucho tiem po a la opinión de Las
Casas, la que triu nfó por fin ; pues, en 20 de no­
viem bre de 1542, Carlos V firm ó en Barcelona
las nuevas ordenanzas* Sabido es que éstas no
tardaron en producir grandes conm ociones en
el Perú. La sangrienta guerra de Gonzalo Piza-
rro contra Núñez Vela y el Licenciado Gazca,
fue su consecuencia inm ediata. Con tal motivo,
se hicieron repetidos reclam os al rey, quien tu­
vo a bien derogar las leyes que había prom ul­
gado en beneficio de los americanos.
M anifestadas las causas de las alteraciones
que en distintos tiem pos han acaecido en el P e­
53
rú, creemos necesario ocuparnos de la insurrec­
ción de la provincia de Cochabamba en 1781, no
sin hacer antes, una ligera relación de los suce­
sos de Chayanta (1).
A fines del siglo pasado, el A lto P erú fue
teatro de grandes acontecim ientos.
V erificado el levantam iento de los indios que
habitaban esta parte del virreinato de Buenos A i­
res, los excesos no se dejaron esperar por m ucho
tiem po. Em papados en odio, españoles y natu­
rales, se declararon una guerra encarnizada.
Los abusos del corregidor Joaquín de A lós
y los actos de crueldades com etidos por Blas
Bernal, gobernador de una de las com unidades
de Macha, dieron m argen a la insurrección de
Chayanta, cuya población era por demás alboro­
tadiza.
A larm ada la A udiencia de Charcas, ordenó
que al prom otor de esos disturbios, Tom ás Ca-
tari, se le enviase preso a Potosí.
E l 26 de agosto de 1780 se sublevaron tam ­
bién los indios de Pocoata contra su corregi­
dor, y Dámaso Catari pidió con energía la li­
bertad de su herm ano, encerrado a la sazón en
las prisiones de Chuquisaca.
La sublevación fue irresisistib le; losi em­
pleados reales, a pesar de su obstinada defensa,
fueron vencidos y victim ados.
U n hecho trascendental acabó de decidir a
los indios en su atrevida em presa. M anuel A l­
varez V'illarroel, m inero de A ullagas, aprove- 1

(1) Para escribir la presente relación hemos com­


pulsado muchos documentos inéditos y espe­
cialmente los que están contenidos en la inte­
resante colección de Manuel Aniceto Padilla.
54 —
chando de una ocasión favorable se apoderó de
Tomás Catari que ya había sido puesto en li­
bertad y lo envió a Chuquisaca. A com etidos en
el camino los conductores, dieron lugar a un re­
ñido combate que causó la m uerte de Catari. Al
fallecim iento de éste siguió el furor de los in­
dios que llegó a extrem arse hasta lo sumo.
E l pueblo de Pocoata fue casi com pletam en­
te destruido por las. huestes de Simón Castillo,
uno de los mas feroces am otinados.
Em pero, él mal éxito que tuvo en el P erú la
revolución de T upac-A m aru, (1) intim idó sobre
manera a los que en Chayanta fueron sugestio­
nados por los Catari y bien pronto se operó una
reacción harto feliz para la causa real.
Los indios que poco antes declararon gue­
rra a m uerte a los españoles, se vieron precisa­
dos a im petrar perdón de la A udiencia de Char­
cas, no sin entregar a los corifeos del levanta­
m iento.
E l l1*9 de abril de 1781 entró a Chuquisaca
Dámaso Catari en m edio del gentío que se arre­
molinaba a su presencia. E l pueblo, olvidando
sin duda el respeto que se deba a las víctim as,
escarneció al desgraciado Catari, poniendo en
su cabeza una corona de plum as y dándole por
cetro una asta de buey.
Ignacio Flores, com andante de las armas,
expidió contra él la sentencia de m uerte; ella es-

(1) En el mes de abril aconteció la muerte de Tu-


pac Amara. Después de presenciar el suplicio
de los suyos fue condenado a la pena más bár­
bara de que hay ejemplo. Se le cortó la len­
gua y no satisfecha la venganza de sus enemi­
gos con este crimen sin nombre, fue amarra­
do a la cola de un caballo para que éste en su
huida lo despedazara. Así castigaban los espa­
ñoles a los que incurrían en el delito de rebe­
lión contra el monarca.
*á concebida en los térm inos siguientes: ‘"Lo
condeno en prim er lugar a que sea sacado de la
cárcel pública por aquel trecho, distancia bas­
tante a ser visto de todo el público, tirado y
arrastrado de una bestia m ayor hasta llegar al
suplicio y horca que para el efecto estará pues­
ta en la plaza. Su cuerpo será dividido en cua­
tro partes que serán puestas en los sitios públi­
cos y se despachará su cabeza al lugar de su re­
sidencia” (1).
A ntes de que sucediesen los acontecim ien­
tos de que acabamos de hablar, !la sublevación
de Chayanta y la del Bajo P erú habían causado
una honda im presión en todos los realistas. Se
tem ía, y con fundam ento, que las provincias del
N orte del A lto Perú, im itasen tan pernicioso
ejem plo.
E l corregidor de Larecaja, Sebastián de Se­
guróla, recibió orden de trasladarse a La Paz
7 lo hizo en efecto, después de haber publica­
do por bando, el ofrecim iento de dar doce mil
pesos a'l que le entregase la cabeza de Tupac-
Amaru.
Bien pronto, las provincias de Paria, Ca­
rangas, Pacajes, Chulum ani y Sicasica alzaron
la bandera de la sedición.
Un indio llamado Julián Apasa, natural de
Ayo-Ayo, era el que capitaneaba en Sicasica a
los insurrectos.
Con m otivo de estos am otinam ientos. Segu­
róla m archó a Laja, y cuando regresó de allí,
le costó mucho trabajo entrar a la ciudad por­
que la encontró circunvalada de indios. Sin em­
bargo el asedio no tomó un carácter serio, sino
desde el 18 de marzo, día en que fueron derrota- 1
(1) Esta sentencia la hemos tomado de la colec­
ción de manuscritos de D. Aniceto Padilla.
56 —
das por los am otinados las fuerzas que de Sora­
ta iban a La Paz.
E ntonces fue que aconteció la célebre su­
blevación de la provincia de Cochabamba que
inspiró serios tem ores, por ser sus habitantes
sum am ente belicosos.
A pandillados los indios de Colcha, se unie­
ron con los de Tacopaya, Q uirquiavi, A rque y
C apinota y dieron m uerte el 21 de febrero de
1781 a José Bustos y pocos días después a Juan
Uzieda. Bernabé Valdivia, M elchor Rocha y
otros (1).
E l 25 de febrero del mismo año acaeció' la
más grave de 1 ¡s insurrecciones de la provincia
de Cochabamba, la de los naturales de Tapacarí
que extrem aron su furor, hasta el punto de aco­
m eter a los vecinos del susodicho pueblo en la
Iglesia en que estaban congregados.
A causa de estos sucesos de suyo trascen­
dentales, se alarm ó el pueblo de Cochabamba y
con un entusiasm o indecible se puso sobre las
armas. E ste día dice el autor de una antigua
relación, (2) cuando el corregidor y alcaldes
(1) El general ¡Félix José de Villalobos, capitán de
dragones de los reales ejércitos de su Majestad,
corregidor y justicia mayor, alcalde mayor de
minas y de registros, ordenó que en los pue­
blos de la provincia de Cochabamba, se tomase
bajo de jurisdicción, un informe minucioso a
cerca de la sublevación de 1781 a fin de que la
posteridad tuviese un conocimiento exacto de
todos los acontecimientos de la aludida insu­
rrección. Véase la “Sumaria información pro­
ducida sobre las alteraciones ocurridas en 1781,
en todos los partidos de la provincia (hoy de­
partamento) de Cochabamba, y publicada en
los números, 96, 99, 100, 101, 103 y 105 de
“El Comercio” de La Paz.
(2) Dicha relación tiene por título: “De los in­
numerables encuentros, batallas y campañas
que tuvieron los famosos cochabambinos, con
los indios rebeldes de varias provincias”.
57
con infatigable desvelo, discurrían los medios
del m ayor servicio de Dios y dél rey, se vertió
entre la una y dos de '.a tarde, un repentino ru ­
mor general que acompañado de un toque de en­
tre dicho con las campanas del Cabildo, asegu­
raba la entrada de los enemigos. Fue im ponde­
rable la confusa vocería y en el instante apa­
recieron en la plaza mayor más de cinco mil
hom bres sin distinción; en los campos, fue in fi­
nito el núm ero de la gente de a caballo: las m u­
jeres y niños repentinam ente rem anecieron ar­
mados. De los extram uros venían los hom bres
con desesperación en busca del enem igo, pregun­
tando qué camino seguirían en su alcance. En
tan confusa perturbacicn no se oyó otra voz que
la de: “viva el señor D. Carlos I II y m ueran los
rebeldes”.
El corregidor de Cochabamba, puso su co­
nato en la pacificación de los pueblos suble­
vados y no tardó en expedicionar 700 hombres
al mando de José de Ayarza quien castigó a los
insurrectos de Charamoco, Tacopaya, Arque y
V into. E n este últim o lugar, la tropa expedi­
cionaria hubo de ser atacada con tanto denue­
do, que Ayarza pidió gente de refresco, la que
por fortuna no tardó en llegar.
Asimismo, fue enviado a Tapacarí don P e­
dro Gari, con 700 hombres. D espués de som eter
a este pueblo belicoso, pasó a Challa que se en­
cuentra a 6 leguas de Tapacarí.
Finalm ente, tres destacam entos al m ando de
Ignacio Castillo, Marees M ercado y M árcelo P é­
rez, se encam inaron sobre A yopaya con el m is­
mo objeto. Con todo, no era cosa fácil evitar
la sedición que, cual un torrente, se desbordaba
por doquiera, a pesar del irresistible poder del
partido del rey y de los duros castigos que se
infligían a los que en ella tom aban parte.
E n Cliza y en el Paredón fue secundado el
m ovim .ento de Arque. E stos sucesos m ostraron
58
con evidencia que la lucha iba a prolongarse in­
definidam ente.
A ntonio Luján, encargóse de com batir a los
indios de Cliza con la gente de Toco y Puna-
ta y M anuel A ngulo con la del Paredón. E l p ri­
mero llenó su com etido m atando a 65 y el segun­
do incurrió tam bién en actos de crueldad, por
vengar la m uerte de V icente Veizaga, que había
sido victim ado por los naturales de Sacabamba.
La sublevación, cundió hasta Chcquecam ata,
lugar m uy rico en otros tiem pos por sus famo­
sas' m inas de oro (1).
A ntonio Postigo y José P ereira nom brados
capitanes por el corregidor de Cochabamba, apa­
ciguaron al pronto, la escasa población de dicho
lugar.
Tam bién se tom aron m edidas eficaces para
rechazar la invasión de los insurrectos de Cha-
yanta que, más de una vez, habían llegado a las
inm ediaciones del Paredón, en actitutud hostil.
T rescientos hombres, se encam inaron sobre A ca­
cio, pueblo perteneciente al P artido de Chayan-
ta y uno de los núcleos principales de insurrec­
ción.
E n el ínterin, la situación de los vecinos de
La Paz era m uy lam entable. Asediados por sus
enem igos, hacía m ucho tiem po que se hallaban a
punto de rendirse. Fue entonces que los cocha-
bam binos concibieron la idea generosa de librar­
los del hambre y de la m uerte, v con el entusias­
mo que siem pre han m anifestado en sus m agná­
nimas em presas, se desalaron a im pulsos de su
patriotism o.
Por terecra v'ez fue nom brado com andante
de las armas D .José de A yarza quien, puesto a
(1) El mineral de Choquecamata, se encuentra a
treinta leguas al Norte de Cochabamba. Fue
descubierto en 1774 por Juan Sanz.
59
la cabeza de 1.200 hombres, salió de la ciudad al
prom ediar el m es de mayo de 1781 con designio
de unirse en O ruro a don Gabino T erán, que par­
tió de Chuquisaca el 18 de abril del mismo año,
con la gente de Yam paraez y M ojotoro.
Los cochabam binos llegaron a O ruro el 7 de
abril, y pudieron salvar al pueblo de la saña de
los rebeldes y tam bién del ham bre con las vitua­
llas que llevaron para auxiliar a los habitantes
de la susodicha villa.
Salieren tam bién de Cochabamba cinco com­
pañías de voluntarios que prestaban sus servi­
cios gratuitam ente.
P or desgracia, no pudo verificarse la incor­
poración de las fuerzas de Quevedo con las de
Ayarza, porque aquél salió de O ruro antes que
éste regresera de la expedición que había hecho
a las comarcas inm ediatas.
Quevedo, a pesar de no contar sino con una
fuerza dim inuta y consum ida de fatiga, se d iri­
gió a La Paz y en el camino fue derrotado.
A A yarza le cupo tam bién una suerte des­
graciada. Cuando llegó a Sicasica, se dispersó
gran parte de su gente. E ste acaecim iento des­
honrado le obligó a hacer una retirada costosí­
sima hasta Cochabamba, donde llegó a principios
de junio a pedir fuerzas de refresco.
M ientras tanto, Ignacio Flores y José Resse-
guín que habían sido nom brados para encabe­
zar las tropas pacificadoras de Buenos A ires,
llegaron a O ruro a principios de junio.
Flores salió de O ruro el 15 del mismo mes,
y en Caracollo se unió con A yarza, quien de re­
greso de Cochabamba, comandaba una división
de 500 hombres. Con este poderoso auxilio la
fuerza expedicionaria alcanzó a 1.300 plazas.
Después de haber aventajado en Sicasica al­
gunas gcvillas de rebeldes, el ejército siguió su
60
marcha triu nfal hasta Calamarca, donde se em­
peñó un combate sangriento que duró desde las
seis de la m añana hasta las dos de la tarde, ha­
biendo el núm ero de enem igos m uertos subido
a 1.500. E ste guarism o es tanto más sorprenden­
te cuanto que las tropas reales no sufrieron pér­
dida alguna.
Dos días después, el 30 de junio de 1781,
ilegó F lores a los altos de La Paz, después de
haber salido airoso en un combate que tuvo lu­
gar en las inm ediaciones de Achocalla y causan­
do un entrañable alborozo en los sitiados (1).
Cuando en el alto se presentó el ejército de
Flores todos los habitantes de la ciudad exte­
nuados por el ham bre y la fatiga, extendieron
sus manos hacia el lugar donde veían la bandera
de sus libertadores.
Prescindiendo de algunos sucesos “de poca
m onta” que acaecieron desde el día en que F lo­
res arribara a la ciudad de La Paz, harem os no­
tar que el 12 de julio, una parte de la división
de Cochabamba derrotó en Am ahum a a los in­
surgentes que agavillados en núm ero crecido la
atacaron ahincadam ente. Acom pañaban a esta di­
visión, m uchas m ujeres que habían hecho el sa­
crificio de atravesar tantos países sublevados a
fin de sum inistrar a los paceños, las provisiones
V vituallas de que tanta necesidad tenían.
P or desgracia, la fuerza de Flores hubo de
retirarse a O ruro, a causa del espíritu de insu­
bordinación de que se hallaban anim ados los sol­
dados.
(1) Véase el “Diario de los principales sucesos acae­
cidos en los dos asedios o cercos que padeció
esta ciudad de La Paz por los indios, desde el
día 15 de marzo hasta el 15 de noviembre del
presente año de 1781” por D. F. Castañeda. Di­
cho diario ha sido publicado en los números 50,
51, 58, 59, 60, 64, 65, 67. 74 y 80 de “El Co­
mercio” de La Paz.
61
V erificada la salida de Flores, La Paz, fue
sitiada nuevam ente y m uchas veces estuvo a pun­
to de ser tom ada por los insurrectos.
P or fortuna, a m ediados de octubre, cuan­
do los paceños se hallaban en disposición de ren­
dirse. llegó con gente de refresco don José Res-
seguín.
E l l 9 de octubre de 1781 partió Resseguín
de Cañamas, lugar situado a dos 'leguas de Cara-
collo, y se encaminó sobre Yaco, pueblo que fue
com pletam ente asolado y victim ados trescientos
de sus habitantes (1).
E l 9 estuvo en Sicasica y el 17 ccmo he­
mos dicho ya arribó a La Paz.
E l día 18, a consecuencia de una resolución
tom ada por el Consejo de Guerra, m archó a Po-
topoto, un destacam ento de las fuerzas cocha-
bambinas, al mando de los com andantes Jeró n i­
mo Lom bera y Francisco Riv'ero. Regresó el 19,
después de haber logrado dispersar a los insu­
rrectos y trayendo como trofeos de victoria al­
gunos cañones que los indios habían abandona­
do para ponerse en cobro (2).
Las expediciones ulteriores hubieron de ser
tam bién felices. Un destacam ento mandado por

(1) Esta relación la hemos tomado de un manus­


crito cuyo titulo es: “Narración puntual de los
acontecimientos ocurridos en la presente espe-
dición que corre al mando del teniente coro­
nel y 2? comandante general de este Virreina­
to D. José Resseguin para la pacificación y cas­
tigo de las provincias rebeladas y principal­
mente de Sicasica y Yungas a donde se dirige
en la actualidad’’.
(2) Los pormenores de la presente narración han
sido tomados de un manuscrito titulado. “Re­
lación de lo acaecido, en este ejército del man­
do del Teniente Coronel D. José Resseguin des­
de el 1^ de octubre hasta el 10 de noviembre
de este año 1781”.
62
Ibáñez, logró aprehender cerca de Achacachi al
corifeo de la sublevación, Julián Apasa.
A los valientes guerreros de la provincia de
Cochabamba les cupo la gloria de dar cima a esta
em presa. Según antiguos m anuscritos que tene­
mos a mano, dos soldados naturales de Punata
se apoderaron de Tupac-C atari.
Posteriorm ente, en febrero de 1782, m archó
Seguróla a Larecaja y a Om asuyos con objeto
de llevar a cabo la pacificación de ambas provin­
cias. Los sublevados le opusieron tenaz resis­
tencia dando pruebas de un valor digno de ser
adm irado. El mismo Seguróla, refiriéndose a
cierto combate en que pelearon ochenta indios
contra todas sus fuerzas, dice lo siguiente: “ Se
atacó el cerro con la m ayor viveza y reconoci­
mos que apenas había ochenta personas entre
hombres y m ujeres que se defendían y nos ofen­
dían valerosam ente, y a pesar de que peleamos
más que en otras ocasiones, nos causó adm iración
en esta, el valor que desplegaban; de modo que
ri su causa tuviese justicia m erecería el nombre
mas glorioso” (1).
E n esta expedición tomó parte una división
de tronas cochaibambinas al m ando de don José
Ignacio de Severiche y coadyuvó de una m ane­
ra eficaz en la pacificación de Om asuyos y L a­
recaja.
E ntretanto, el 17 de abril de 1782, Ignacio
F lores que hacía algún tiem po que estaba en
Chuquisaca, abandonó esta ciudad para dirigirse
a Cochabamba, con m otivo de la nueva subleva­
ción de los habitantes de Mohosa, Yaco, A ja-
marca, Capiata e Inquisivi.
José Resseguín fue nom brado para el co­
mando de las tropas pacificadoras.
(1) Véase la “Espedición a Omasuyos y Larecaja”,
por Sebastián Seguróla.— Archivo boliviano de
Ballivián y Rojas, página 138.
63
Según el plan form ado por Flores, debía
Resseguín encam inarse a T apacarí con la m ejor
parte del ejército y Pedro A rauco a A vopaya con
1.500 hombres. V erificada la expedición, les cu­
po a ambos la gloria de llevar a cabo la pacifi­
cación de estos pueblos recalcitrantes, aunque
recurriendo al duro expediente de hacer una
guerra despiadada.
Con la pacificación de Mohosa y Ajam arca,
term inó esa sangrienta lucha que duró más de dos
años y dio por resultado la desolación general.
M uchos pueblos fueron incendiados, arrasa­
dos los campos y derram ada a torrentes la san­
gre humana.
Felizm ente, desde el año 1782, se han apaci­
guado los naturales, y si de vez en cuando hay
todavía algunas sediciones, ellas, por estar ais­
ladas, se hallan m uy lejos de inspirar tem or (1).
CAPITULO V
G u erra de la independencia y causas que la m o­
tivaron.— E stado del com ercio y de la ind u stria
en la época del coloniaje.— Im puestos y gabe­
las.— Leyes restrictivas de. la instrucción.— D o­
m inación del clero.— E stablecim iento de los tr i­
bunales inquisitoriales.— C orrupción general.
Al proclam arse la independencia de Am é­
rica, era m uy aceptada la opinión de que las co­
lonias de España no se hallaban en estado de
constituirse en naciones, y que ellas habrían si­
do más felices con el gobierno de la M etrópo-
(1) Al escribir la presente relación, hemos tenido
en mira la necesidad de compendiar las anti­
guas narraciones que, además de ser cansadas
y difusas, son en algunos puntos hasta ininteli­
gibles; siendo por esta causa fastidiosa su lec­
tura.
£4
li que bajo la égida de nuestras instituciones
liberales.
Como dicha opinión vive todavía, apadrina­
da por escritores de nota, creemos necesario
m ostrar en este lugar, que cuando la A m éri­
ca se declaró contra la M adre Patria, fue por­
que aspiraba a un estado m ejor a im pulsos de
esa ley de progreso, que im pele al individuo y
a las colectividades hacia su perfeccionam ien­
to.
Por otra parte, el sistem a opresivo que adop­
tó la M etrópoli y las grandes conquistas que
han alcanzado las colonias desde cuando pu­
sieron en cbra su libertad, prueban hasta la evi­
dencia que fue santa la causa de los am ericanos
y que éstos se hallaban suficientem ente prepa­
rados para la vida independiente.
Una ojeada al estado en que se encontraba
la A m érica en la época del coloniaje esclare­
cerá más esta verdad y servirá, al mismo tiem ­
po, para m anifestar las causas y el ju stificati­
vo de la revolución que a principios de nues­
tro siglo transform ó el nuevo mundo.
E stá comprobado que pocos pueblos han go­
bernado sus coionias con más restricciones que
España.
Prim eram ente, el comercio era un m onstruo­
so m onopolio. 'La Recopilación de Indias, prohi­
bía en lo absoluto y bajo la pena de m uerte el
tráfico con el extranjero (1).
E n la época en que José de A rm endaris,
M arqués de Castel F uerte, estuvo de virrey en
el Perú, esas prohibiciones llegando a su col­
mo, dieron lugar a una situación m uy de con­
tar.
(1) (Ley 7 Lib. 9, título 27, pág. 12 de la Recopila­
ción.
Para ju stificar dichas prohibiciones, atribu­
ye el susodicho virrey, la ruina del comercio a
la llegada de las naves extranjeras a las cos­
tas de Am érica.
Bajo la perniciosa influencia de sem ejantes
ideas, A rm endaris expulsó al navio francés “Las
dos coronas”, com batido ya durante el gobier­
no de su antecesor.
Asimismo, dio orden para que Francisco Xa­
vier de Zalazar nom brado Juez contra el com er­
cio ilícito, tome las m edidas necesarias, para
evitar la llegada de un buque europeo llamado
“La Providencia”.
E l año 1725, A ngel Calderón y el m arqués
de T orretagle, enviados por el rmsmo virrey,
m archaron tam bién a las costas de Chile, for­
m ando una com pañía de corso.
Por los años de 1734, apareció otro buque.
E sto dio lugar a que A rm endaris hiciese alejar
de la costa todos los víveres de que podían ser­
virse los tripulantes extranjeros.
E n la misma sazón, con m otivo de que el co­
m ercio ilícito se acrecentaba, opinábase que los
que incurrían en ese delito debían ser castiga­
dos con la pena de m uerte y la confiscación
de todos sus bienes (1).
T al fue el rem edio propuesto para salvar el
comercio cuyo estado de decadencia era grande
en extrem o, a causa de las m edidas restrictivas
que la E spaña no cesaba de tom ar contra sus
colonias. Enum erarem os som eram ente esas pro­
hibiciones para m anifestar, una vez más, el abo­
m inable sistem a que adoptó la m adre patria.
Las producciones del archipiélago de las M a­
rías sólo podían ser exportadas a las Indias por
un natural de aquellas islas o por un español
(1) Santa Cruz, Comercio suelto, pág. 142.
66
de los reinos de León y de Castilla. E l extran­
jero que hacía este comercio era castigado con
la pena de galeras por diez años y la pérdida
de todos sus bienes, que debían ser distribuidos
entre la cámara real, el juez que conocía del
delito y el denunciador.
Asimismo, estaba vedado el com ercio por
Santa Cruz de la Sierra y en Panam á y G uate­
mala se consideraba ilícita la venta del taba­
co, cualquiera que fuese su procedencia (1).
A los habitantes de las islas F ilipinas no
se les concedió el derecho de traficar en Am é­
rica, y las m ercaderías que venían de la China,
debían ser conducidas a la casa de C ontrata­
ción de Sevilla para que ella procediese a su
venta.
“P o r real cédula de 20 de enero de 1774 se
prohibió todo comercio de frutos del P erú con
el reino de M éxico, Santa Fe, T ierra Firm e,
etc., y dos años después se vedó tam bién la re­
m isión de quina a Panam á”.
Por estas m edidas es que aun en los prim e­
ros días del siglo 19 cuando las colonias no se
encontraban en el estado lam entable de antes
por las franquicias que la M etrópoli les hubo
de dar (2), el com ercio era todavía in sign ifican­
te. E n M éjico hacia el año 1800, la im porta­
ción de m anufacturas alcanzaba a 20.000.000 de
pesos y la exportación de los productos debidos
a la industria agrícola y a la m anufacturera a
600.000.
(1) Ley 16. Ib. 14, ti. 18, pág. 117 de la Recopila­
ción de Indias.
(2) A fines de siglo 18, se les otorgó licencia a va­
rios virreyes para traficar en las Antillas. El
año 1787 la España impulsada por una necesi­
dad imperiosa, hizo abrir algunos puertos de
la Tierra Firme. En 1809, el virrey Cisneros, or­
denó también, la apertura de los puertos de
Buenos Aires.
07
Por lo que respecta al Perú, el com ercio de
im portación en 1804 ascendió a 14.125.000 pesos
y el de exportación a 5.000.000.
E n la C apitanía General de Caracas, la im­
portación y exportación llegó a 12.125.000 pesos
y en el virreinato de Santa Fe a 9.125.000.
A pesar de ser esta la época en que, como
hem os dicho, el tráfico de las colonias tomó
m ayor increm ento, se nota m uy a las claras que
el año 1860 el com ercio de los pueblos am eri­
canos, libres ya de la dom inación española, ha­
bía aum entado en 250 m illones de pesos. Esto
prueba que a la libertad que hemos conquista­
do a costa de cruentos sacrificios, se debe en
gran m anera el rápido desarrollo de la indus­
tria y del comercio que en pocos años ha pro­
ducido una grandiosa a la par que saludable
transform ación.
La libertad de cultivo así como la de com er­
cio, no existían en la época del coloniaje. H asta
en las provincias del F erú y Chile que eran las
más privilegiadas, no se perm itió el trabajo del
tabaco y de la caña de azúcar.
E l virrey Juan de M endoza dice con este
m otivo: “H ay otras disposiciones, como no ha­
ya obrajes, no se planten viñas ni olivares no
se traiga ropa de China, para que los paños, el
vino y el aceite vengan de C astilla; m uy con­
veniente, es esta dependencia, y el clavo más
firm e conque se afija la fidelidad y sujeción”.
Por lo que respecta a los im puestos, exis­
tía el diezmo (1), que según el arancel expedi­
do por Fernando el Católico, debía pagarse de
todos los granos, del ganado y de ‘la leche, del
queso, de la lana, de las aves que podían ser do­
m esticadas, de la fruta, de las raíces de cier­
tas plantas como el rábano y la zanahoria, de la
miel, de la cera, etc.
(1) El diezmo tuvo origen en 1501.
68
La alcabala, carga que ya hacía m ucho tiem ­
po que se estableció en España, fue transm iti­
da a A m érica el año 1574. Los encom enderos,
m ercaderes, viandantes y boticarios estaban
obligados a pagar alcabala. E n Cartagena se sa­
tisfacía del vino y en V enezuela se verificaba
el pago en especie (1).
E l alm ojarifazgo era una gabela que pesa­
ba sobre los que im portaban y exportaban m er­
caderías, contándose entre estas los esclavos.
A scendía al 15 %. Verdad es que dicha canti­
dad ha variado con los tiem pos y los lugares.
La avería se im puso a los barcos que llega­
ban a las costas de Am érica. E ste derecho tuvo
origen en 'la época en que Francisco Drake, hi­
zo su expedición al m ar del sur.
E n las aduanas se pagaba el 5% de los in­
gresos. Los em pleados de dichos establecim ien­
tos se hallaban en el deber de im pedir la expor­
tación del oro y de la plata.
La sisa se cobraba de los m atarifes y ascen­
día a dos reales por cabeza de ganado vacuno.
Los otros derechos del rey eran: el quin­
to del oro y plata que se extraía de las minas
(2): la venta del tabaco, naipes y sal que se ha­
cía exclusivam ente por los oficiales reales; la
m edia annata establecida por Felipe IV el 22
de mayo de 1639; el derecho que se pagaba del
papel sellado, de la venta del azogue, del com er­
cio de los negros y de una yerba conocida en el
Paraguay con el nom bre de mate. E l estanco de
la nieve y de la pólvora, el señoraje, la am one­
dación. el cabotaje; los im puestos que gravita­
ban sobre los poseedores de anim ales y, final-
(1) Ley 25, lib. 8? tit. 13 de la Recopilación.
(2) Al decir de uno de los recaudadores, Francisco
López Caravantes, todas las rentas públicas su­
bieron en la época del marqués de Montescla-
ros a 2.372,768 ducados.
69
m ente, la birla de la cruzada que según V illa-
señor, que desem peñó el cargo de recaudador de
las rentasi del rey, producía 150.000 pesos anual­
m ente.
La publicación de dicha bula, se hacía ca­
da dos años.
E l valor de la bula de la cruzada, variaba
con las personas; siendo el m áxim un de diez pe­
sos y m ínim un dos reales, en Nueva España y
de 16 pesos m áxim un y tres reales m ínim un en
el F erú (1).
E n orden a la instrucción se puede afirm ar
que £‘l principio fue un privilegio concedido a
la nobleza y más después, cuando las preocupa­
ciones llegaron a perder su fuerza, se halló tan
restringida, que “no se estudiaba más que la
teología escolástica tan inútil y tan fatal para
el jénero humano, algo de m atem áticas y una
jurisprudencia capciosa y em brollada ajena de
nuestras costum bres”.
Encadenado el pensam iento y con e*l pen­
sam iento las demás libertades del hombre, las
colonias am ericanas estuvieron por m ucho tiem ­
po en la más absoluta ignorancia. E l talento
no encontraba m edios de m anifestación y si qui­
siéram os buscar la literatura de esos tiempos,
de seguro que no la hallaríam os sino en conse­
jas groseras, relaciones de m ilagro de santos y
descripciones de riñas de gallos y corridas de
toros.
C ierto es que en los conventos se enseñaba el
latín y algunas nociones de D erecho rom ano y
canónico; pero, cuán perjudicial era la adqui­
sición de esos conocim ientos, si se considera
(1) Las Juntas de Hacienda, compuestas del inten­
dente de los contadores mayores, del regente
de la Audiencia, del fiscal, del oficial real más
antiguo y del escribano, cobraban los derechos
de la corona.
70
que los estudiantes, se im pregnaban de ese es­
píritu de añejas preocupaciones propias del
claustro.
Ambos establecim ientos fueron puestos ba­
jo la protección de una sociedad económ ica; mas,
el rey tem eroso de sus progresos, prohibió que
siguiesen funcionando e im pidió, además, la pu­
blicación de su periódico fundado por la socie­
dad económica.
A fines del pasado siglo, instalóse tam bién
en Buenos A ires una escuela naútica que fue
suprim ida por el virrey Joaquín del Pino, a
consecuencia de órdenes que recibió de España.
Además de estar reducida la enseñanza a
m aterias cuya im portancia es hoy desconocida,
era, según hemos m anifestado ya, un privilegio
concedido a les que tenían un nom bre d istin­
guido (1). Hace prueba de esto la ley 3 de lib.
I9 tit. 23 de la Recopilación que prescribía que
los directores de colegios y sem inarios no re­
cibiesen a los hijos de oficiales mecánicos, de
m ulatos y de zambos.
Tam bién se vedó la internación de libros y
escritos procedentes de E uropa; sólo el conven­
to de S. Lorenzo el real, podía im portar obras
a América.
Cuando en 1794, se publicó en Santa Fe la
célebre declaración de los derechos del hombre,
hecha por la Convención francesa, las autorida­
des quem aron todos los ejem plares.
R efiriéndose a la publicación de los dere­
chos del hombre, decía el virrey don F rancis­
co Gil de Taboada y Lem us: (2). “Por ser más
(1) En un principio, los indios y los mestizos no
recibían las órdenes sagradas y a pesar de que
en 1588, Felipe II mandó que se les confiére­
se, hubo resistencia por parte de los obispos,
y es debido a esto que la ley de 28 de septiem­
bre de 1588 ha sido corroborada por Carlos II
y Felipe V en 1697 y en 1725.
(2) Memorias de los virreyes, pág. 91; tomo 29.
71
útil destruir todo mal en su origen que el casti­
garlo después de ejecutado, no perdí instante
para im pedir transm igrase a estos dom inios el
sistem a perjudicial adoptado por la nación fran­
cesa. D eputé para estos sujetos que observasen
las expresiones vertidas en las concurrencias
públicas y secretas ; y luego que llegó a mi no­
ticia, haberse esparcido por el nuevo reino de
Granada un papel seductivo titulado : “los de­
rechos del hom bre” se dictaron las providen­
cias correspondientes a im pedir su traslación’'.
Pocos años antes de la época a que alude el
virrey citado, se elevó al rey el inform e que pi­
dió en 10 de agosto de 1787 acerca de las m edi­
das que era indispensable tom ar para im pedir la
difusión de los libros prohibidos. Según el m en­
cionado inform e, debían ser quemados ‘los escri­
tos de M ostesquieu, Reinal, M aquiavelo, Mar-
m ontel, Legros, etc. y prohibidos bajo penas se­
veras y licencia del tribunal de la Inquisición.
T ales eran los esfuerzos que hacía la m adre
patria, en los últim os años de su dom inación,
para com batir las nuevas ideas que, a pesar de
las hogueras del Santo Oficio, debían transfor­
mar el mundo.
Ahora bien, creemos necesario considerar la
dom inación del clero.
Desde luego asegurar podríam os que entre
los prim eros españoles que vinieron a Am érica,
pocos dejaban de obedecer al móvil del fanatis­
mo. Cuando N icuesa y Ojeda verificaron su des­
cubrim iento, hubieron de im aginarse, como di­
ce Robertson, de la fórm ula más singular y es-
travagante para tom ar posesión de las nuevas
tierras. Después de m anifestar, los referidos
descubrim ientos, que era necesario que los in­
dios adjuren sus creencias religiosas y que se
som etan al Sumo P ontífice, concluyen con estas
am enazadoras palabras. “Mas si rehusáis y di­
ferís obedecer a mi m andato entraré por la fuer­
72
za a vuestro país con el socorro de Dios, os ha­
ré la guerra más cruel, os som eteré al yugo de
la obediencia debida a la Iglesia y al rey; me apo­
deraré de Vuestros m ayores y de vuestros hijos
para hacerlos esclavos y disponer de ellos según
la voluntad de sus M ajestades, secuestraré todos
vuestros bienes, y os haré todo el mal que de­
penda de mi, tratándoos como a vasallos rebel­
des que rehúsan som eterse a su soberano legí­
tim o” (1).
Esa era la conducta de todos los descubrido­
res y conquistadores; pero el clero se distin­
guía por su fanatism o. P or otra parte, su co­
rrupción no tenía lím ites.
A m ediados del siglo pasado, Fernando V I
envió a la A m érica del Sur dos célebres m ate­
m áticos, A ntonio de U'lloa y Jorge Juan, para
que secretam ente inform asen sobre el estado de
la adm inistración en las colonias. U lloa y Juan
llaman la atención del rey, acerca de la corrup­
ción de los ecleciásticos y su sórdida avaricia.
Lo que dice M elchor de N avarra y Rocafal,
hablando del corto tiem po que los curas solían
m antenerse en una parroquia, prueba tam bién la
codicia desenfrenada de los eclesiásticos “E ste
inconveniente, hacia la religión, dice Rocafal,
ios producía intolerables y gravosos para los in­
dios, por que el cura que no tenia de plazo para
cnriquscerse sino cuatro años, violentaba los me­
dios para conseguirlo, y todo cargaba sobre el
sudor de los indios que no hallaban alivio ni
descanso, por la repetición de nuevos doctrine­
ros sin más térm inos que 'los prim eros” (2).
Depons en su viaje a la T ierra Firm e, ase­
gura que “un testam ento que no contenía al­
gún legado en favor de los conventos, pasaba por
un acto de irreligiosidad que ponía en duda la
(1) Herrera. Década 1*?, libro 7?. cap. 14.
(2) Memorias de los virreyes, tomo 2?, pág. 17.
— 73
salvación del que lo había hecho”. De esta ma­
nera se obligó a ’las gentes crédulas a enrique­
cer a las com unidades religiosas y a los párro­
cos. La religión, para el clero de antaño, era un
medio de especulación. Hoy mismo, en los lu­
gares alejados de los grandes centros de pobla­
ción, el cura es todavía un déspota absoluto que
por ser irresponsable de sus actos, ultraja al in­
dio le obliga a hacer fiestas y jam ás se detiene
cuando le im pulsa su rapacidad.
Adem ás llegó a aum entarse tanto el núm e­
ro de eclesiásticos, que según asevera Gil Gon-
zales Dibila, que escribía hacia el año 1649, exis­
tían en la A m érica española ochocientos cuaren­
ta conventos y en la C apitanía General de V ene­
zuela 3.500 clérigos que percibían grandes pro­
ventos.
E n Nueva España había cuatrocientos con­
ventos y 15.000 clérigos; de éstos, seis mil no
tenían beneficios (1). En el mismo virreina­
to, el valor de las propiedades eclesiáticas, era
igual a una m itad del valor de todos los bienes
raíces y éstos independientem ente del diezmo
que producían, 1.800.000 (2).
E n la ciudad de M éjico, hubo cincuenta y
cinco conventos según V illaseñor, v Ulloa dice
que vio cuarenta en Lima. Felipe III, hablando
de los conventos de esta últim a ciudad, afirm a
que ocupaban más espacio que las habitaciones
de los seglares.
Sin duda por haber crecido tanto el núm ero
de las com unidades religiosas, M éjico elevó al
rey una solicitud en 1644, para que prohibiese
en lo absoluto la fundación de conventos y dis­
m inuyese 'las rentas de los que estaban funda­
dos, porque éstos iban a absorber por com ple­
to las propiedades del país.
(1) Torquemada, Monar. Ind. Lib. 19, cap. 32.
(2) Véase a Alamán.
74
L a com pañía de Jesús, fue la que más se
difundió en Am érica y adquirió grande prepon­
derancia en el Paraguay, donde era causa de fre­
cuentes discordias (1).
P or otra parte, según la juiciosa opinión del
•virrey M anuel Am at y Y unient, los jesuítas en
lugar de llenar los deberes inherentes a su m i­
nisterio, se entregaron a un m ercantilism o que
rayaba en la avidez más desenfrenada. (2) Con
este m otivo, hace notar el susodicho virrey, que
los jesuítas, eran reos de las penas contenidas
en el breve de Clem ente IX y que se debía in fli­
gir a los religiosos que contrariaban su sagrada
misión, entregándose a negocios ajenos de su
carácter.
Tam bién la Inquisición sentó sus reales en
Am érica y los tribunales de Cartagena, M éjico
y Lima extendieron su dom inio a todas las co­
lonias españolas.
In ú til sería hablar de los horrores que el fa­
natism o inquisitorial causó en España donde diez
mil eran arrojados a las llamas anualm ente, pe­
ro es justo recordar las atrocidades consum adas
en Am érica, en esta tierra tan digna de la liber­
tad, y desgraciadam ente, m anchada con h o rri­
bles crím enes.
La Inquisición ejerció en el nuevo mundo
el espionaje más desvergonzado. A llá por los
años de 1809, cuando la idea revolucionaria, que
iba a extirpar preocupaciones seculares, com en­
zaba a agitar el cerebro de los hom bres, un chi­
leno ilustre expiaba en las m azm orras del San­
to Oficio.
Es el caso que Camilo E m iquez fue acusa­
do de poseer los escritos de V oltaire y los de­
más filósofos, que en Francia han sido los p ri­
m eros en com batir el absolutism o de los reyes
(1) Vigil, Historia de los jesuítas del Paraguay.
(2) Memorias de los virreyes, tomo 4? pág. 420.
— 75
y el de la Iglesia. E n consecuencia, el T ribunal
inquisitorial facultó a uno de sus m iem bros para
que sin perdonar medio pusiese a su disposición
los libros de E nríquez v se apoderase del que
con tanta tem eridad había osado burlar su vigi­
lancia.
Angela Carranza, Ana de Castro y otras m u­
chas personas, fueron tam bién juzgadas en L i­
ma por el Santo Oficio. E ste tribunal se m ulti­
plicaba por todas partes y sus trabajos eran
siem pre tendentes a encontrar un indicio siquie­
ra de herejía para castigar con refinada cruel­
dad, al que tenía la m alaventura de inspirar sos­
pechas.
“Cuando a pesar del torm ento, dice el au­
tor de los “Anales de la Inquisición de L im a”,
permanecía el reo inconfeso, la Inquisición no
se daba por vencida. Enviaba al calaboeo del
reo un espía que fingiendo ser preso inocente co­
mo él, vociferase contra la tiranía del T ribunal.
Así caía en el lazo el pobre acusado. Ni los sa­
cerdotes que componían el Santo O ficio, se aver­
gonzaban de representar tan infam e papel; pues
afectaban consolar al prisionero o inspirarle
confianza, para que en el seno de am istad depo­
sitase sus secretos”.
Adem ás, la Inquisición de Am érica, ator­
mentaba a sus víctim as con penas bárbaras, ta­
les como la de garrucha, la del potro, la del fue­
go, etc. y, después de todo esto, las quemaba
en la hoguera.
El torm ento del fuego era el más cruel; ahe­
rrojado el supuesto delincuente, era obligado a
poner sus pies desnudos y bañados con m ante­
ca de puerco, sobre un brasero encendido; se
lo retiraba de allí sólo para exigirle que confe­
sara su delito y si el reo persistía en su nega­
tiva, era conducido otra vez al brasero.

76
Nadie dejará de experim entar una indigna­
ción santa al m editar en estas penas bárbaras de
una edad de ignorancia y de fanatism o.
En el mismo lugar donde hoy se ostenta en
Lim a la estatua de Bolívar, como el m ejor mo­
num ento consagrado a la libertad, se hallaban
las m azm orras del Santo O ficio. E n esos húm e­
dos subterráneos se atorm entaba a los herejes,
y después de tan grandes padecim ientos se les
condenaba a sufrir la pena de m uerte en la ho­
guera. Sálade, Francisco de la Cruz, Gasgo, Ber-
nal, A xli, Gualtero, T illit, Fernández de la He-
ras, Rodríguez, Núñez, C ontreras y m uchos otros
fueron quemados (1). A ngela Carranza, estuvo
seis años seru ltada en las prisiones subterráneas
por haber dicho que cuando fue al infierno, vio
a 'los dem onios vestidos de frailes dom inicos. Ni
las m ujeres estaban a cubierto de la saña inqui­
sitorial.
Nos proponem os ahora m anifestar que la
corrupción y el' depotism o, no sólo se apodero*
de los eclesiásticos sino de todos los funciona­
rios públicos. Es por esto que el historiador Ba­
rros Arana, hablando del inform e elevado a F er­
nando V I por Ulloa y Juan, dice: “E l ha reve­
lado la venalidad de los empleados, su codicia
insaciable, sus especulaciones indignas y su des­
potism o injustificable”.
Refiérese que un virrey percibió sesenta mil
pesos, sólo de los regalos que le hicieron el día
de su santo (2).
Asevera Gage que el m arqués de Cerralvo
ganaba un m illón de ducados, m onopolizando la
sal. Parece que este mismo envió a España su
(1) Desde el año 1570 en que se fundó la Inquisi­
ción hasta el de 1813 en que hubo de ser abo­
lida, 59 fueron quemados vivos, 9 en huesos y
458 condenados al azote, destierro, excomunión,
etc. (Véase la Estadística de Lima publicada
por Puentes).
(2) Robertson, Historia de América, pág. 209.
77
renta de un año, a fin de obtener del conde de
O livares, con quien estaba en privanza, su ree­
lección para el cargo que ejercía.
Para dar una idea exacta de los abusos de
los em pleados reales creemos necesario recor­
dar lo que el ilustre viajero H um boldt decía: Se
ha visto virreyes que, seguros de su im punidad,
han sustraído en pocos años más de ocho m illo­
nes de libras tornezas (m illón y medio de pesos)
y si el virrey es rico, mañozo y sostenido en
Am érica por un asesor atrevido y en M adrid por
am igos poderosos, puede gobernar arb itraria­
m ente sin tem er la residencia”.
Alam án, historiador m ejicano, dice tam bién
que Itu rrig arai desde que fue nom brado virrey
de Nueva España, ‘‘no tuvo otro propósito que
hacerse de gran caudal”. Uno de sus prim eros
actos, según el m encionado escritor, fue hacer
introducir sin pagar derechos, un cargam ento
de m ercaderías de ultram ar que vendido en V e­
ra Cruz, produjo 119.125 pesos.
Adem ás de que los virreyes y gobernadores
casi siem pre obraban por sí, y m uchas veces con­
trariando órdenes reales, la A udiencia, tribunal
que estaba encargado de la adm inistración de
justicia (1) se hallaba com puesto de españo­
les, quienes por el desprecio que tenían a los
naturales procedían conculcando la justicia. La
aversión de los españoles hacia los am ericanos
está probada hasta la evidencia. A un en los ú l­
tim o- años de la dom inación de la M etrópoli,
un consejo de cónsules reunido en M éjico de­
cía, hablando de los indios: ‘‘Raza em brutecida
llena de vicios e ignorancia, autóm atas, indignos
de representar y de ser representados” (2).
(1) Había Audiencia en Méjico, Guadalajara, Li­
ma, Cuzco, Chuquisaca, Santa Fe de Bogotá,
Quito, Santiago y Buenos Aires.
(¡2) Un concilio de Lima, acordó que por su inca­
pacidad se les debía excluir a los indios del
sacramento de la eucaristía.
78
Por esto es que ni los m estizos eran considera­
dos aptos para desem peñar cargos públicos. De
160 virreyes y 602 capitanes generales nom bra­
dos por el rey, sólo 18 han sido criollos.
La exposición que antecede m uestra m uy a
las claras que, en la época del coloniaje, la A m é­
rica española fue víctim a de los im puestos exor­
bitantes, de la crueldad de sus m andones, del
despotism o del clero y de la venalidad de los
funcionarios públicos. Si esto es verdad, ningu­
na causa más santa que la que abrazaron los am e­
ricanos para independizarse de la M etrópoli.
En los capítulos siguientes darem os a ccno-
cer los m aravillosos accidentes de la guerra de
la independencia en Cochabamba.

CAPITULO VI
Primera revolución de Cochabamba.— Juan Bau­
tista Oquendo.— Organización de la Junta de
Guerra.— Francisco Javier de Orihucla es nom­
brado representante de Cochabamba en el con­
greso de Buenos Aires.— Esteban Arze.— Impor­
tancia de la revolución del 14 de septiembre de
1810.
La invasión de Napoleón en España, el es­
tablecim iento de la regencia de Cádiz, la prisión
de Fernando V II y otros graves sucesos, hicie­
ron surgir en A m érica hechos precursores de
la em ancipación.
A la revolución del 25 de mayo de 1809 ve­
rificada en Chuquisaca, siguió la del 16 de ju ­
lio del mismo año en La Paz, y a ésta el movi­
m iento de Buenos A ires, que dio por resultado
inm ediato, la organización de una Ju n ta de go­
bierno encargada de velar por los pueblos del
A lto P erú y provincias del río de la Plata, du­
rante el cautiverio del m onarca español, preso
a la sazón en Bayona.
79
A ¿i¿* ¿>¿u¿ú
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^• h »Jt >i rre - ^^M W ~ Z /A Í/Í^ / t t t & Á t f & v * j A*t 4 y ‘t:?*l,, ..V , *!U4¿sJ ¿ / * u X * y r d & n ^ r —
mi/1ÍL»i» |U|lrl~!
' / * ® l ,r * ‘
Á<-«*WJ/himox-X*/ if* Úhiw*i
' '<í‘¿iji»t»uneMe:, -i"Xrt/yf»¿m* /#*<,n*e y ¿¿maJ
***/** VtuX*' *W*~ t/iÍH*-t> ‘sÍAwh^ u£*~
< ¡r^ * f J -*•£ * J ic ~'i¿> S * •£* *«■ ¿t'.n rM * <• <*i. «,
lltidVi jl '’[[f. /eUAijxmrykX¿'fui* t‘¿tat~ v A / A*J*t
‘f v . ^v' jitt lí*/*n-» íílSWIáA’/l/^W**^ ^
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JSJTJÍ*ifcST ^J*©. c? >>¡J'i^
. . ,. í

Instru cción im p a rtid a por M anuel de G oyeneche al


G obernador In ten d en te de C ochabam ba, José G onza­
les P rad a, p a ra que dé a publicidad un M anifiesto
con relación a los luctuosos sucesos de la Revolución
del 16 de julio de 1809.

80
Cuatro m eses después de esta últim a revo­
lución, Cochabamba levantó las armas.
José Gonzales Prada había sido nom brado
por el rey, gobernador de la provincia, en lugar
de Francisco Viedm a (1).
Francisco del Rivero, E steban A rze y M el­
chor Guzmán Q uitón 'llegaron a inspirar sospe­
chas en el ánimo harto desconfiando del gober­
nador y en el de Lom bera, com andante general
de Cochabamba. Por eso los tres fueron envia­
dos a O ruro, so pretexto de desem peñar cargos
honrosos; mas, tan luego que arribaron a dicho
lugar, la autoridad iba a desterrarlos en cum pli­
m iento de una orden secreta de Lom bera, cuan­
do habiendo tenido Rivero conocim iento de ta­
les m aquinaciones m erced a doña Lucía Ascui,
avisó a sus com pañeros y con ellos salió en alta
noche de Oruro.
Doña Lucía Ascui, era esposa de Gómez O r­
tega, em pleado del rey en la oficina del estan­
co de tabaco y herm ana de A gustín Ascui, el
que más tarde m urió por la patria. Doña Lucía
supo en casa de M aría Zam brana el proyecto de
(1) Viedma ha sido uno de los hombres que más
se han distinguido por su filantropía. El año
1804 que fue sobremanera malaventurado para
Cochabamba, se vio al gobernador Viedma lu­
char contra el cruel flagelo del hambre, ani­
mado del sentimiento de la caridad. Doscientos
menesterosos, eran mantenidos y vestidos por
él. Allí donde el indigente pedía alimento y el
afligido consuelo, la mano generosa de Vied­
ma, alcanzaba el pan y enjugaba las lágrimas.
El hospital de Cochabamba, en esa misma
época, recibió de él muchas dádivas, y los huér­
fanos, casas donde debían establecerse hospi­
cios para favorecer a los desgraciados. ¡Cuán­
ta admiración merecen esos héroes de la cari­
dad y del bien!
Viedma murió en Cochabamba y sus restos
fueron sepultados en la iglesia de San Fran­
cisco donde hoy yacen.
81
desterrar a Rivero y a sus com pañeros y no tar­
dó en darles aviso. Hem os creído indispensable
recordar a esta m ujer, tan digna de vivir en la
historia.
M ediaba el mes de agosto y los fugitivos de
O ruro llegaron al valle de T arata. Desde allí
les fue posible ponerse en relación con m uchos
cochabambinos, para trabajar de consuno en fa­
vor del nuevo orden de cosas que iba a inaugu­
rarse. Carrasco, Oropeza, M ontecinos, hubieron
de ser los prim eros en acoger esas tan genero­
sas aspiraciones.
P or fin m il hom bres capitaneados por Arze
y Rivero, tom aron el cuartel de Cochabamba el
14 de septiem bre por la m añana (1).
E l cuerpo cívico de la m ilicia de Cochabam­
ba, se decidió por la nueva causa y no se derra­
mó una gota de sangre.
Prada huyó al P erú y Lom bera fue captura­
do y conducido al cuartel en com pañía de M a­
riano V ergara, alguacil de la Inquisición (2).
(1) Está comprobado hasta la evidencia que la pri­
mera revolución de Cochabamba tuvo lugar el
14 de septiembre; sin embargo, el señor Ur-
cullo, en sus “Apuntes para la historia del Alte
Perú”, dice con alguna ligereza, que a fines de
septiembre, la provincia de Cochabamba reco­
noció la autoridad de la Junta de Buenos Ai­
res.
(2) Mariano Vergara nació en Arequipa y obtuvo
en la Universidad de Lima el grado de Licen­
ciado en Derecho. Habiendo venido posterior­
mente al Alto Perú, desempeñó los cargos de
defensor de indios, Regidor, Alcalde ordinario
y capitán de las milicias de Cochabamba. En
1810, fue nombrado familiar y alguacil mayor
de la Inquisición. En esto aconteció el levan­
tamiento del 14 de septiembre y Vergara cu­
ya adhesión al rey no tenía límites, se propuso
operar la reacción, para lo que se dirigió al
cuartel, armado de una pistola. Empero na­
da pudo conseguir con su arrojo pues Arze y
Guzmán se apoderaron de él y lo redujeron a
prisión.
82
Igualm ente los partidarios de Lom bera y todos
los españoles fueron apresados.
Pocas horas después de la toma del cuar­
tel, la plaza se llenó de gentes que vitoreaban
a voz en cuello a los jefes de la revolución y
hom bres y m ujeres querían alistarse a porfía en
las filas de los defensores de la independencia (1).
P or cualquier parte que se dirigía la vista
se veían llegar guerreros con látigos y macanas,
únicas armas con que contaban.
José Rojas, fogoso patriota, vino de Sacaba,
a la cabeza de quinientos hombres. E sta fuerza,
contribuyó poderosam ente al triunfo de Aroma.
Francisco del Rivero fue elegido Jefe polí­
tico y m ilitar (2) y algunos días después, el
Cabildo de Cochabamba envió a Buenos Aires,
acompañado de un oficio, el discurso pronuncia­
do por Juan B autista Oquendo, el 23 de septiem ­
bre.
Juan B autista Oquendo, nació por los años
de 1770.
O btuvo de sus padres una educación cris­
tiana, y ella a no dudarlo, im pulsó su espíritu
hacia el sacerdocio.
(1) “Habiendo faltado armas, muchas chifleras de
la recoba distribuyeron generosamente cuantos
cuchillos tenían en sus perchas; así como otros
ciudadanos distribuyeron plata a los soldados
e hicieron suscripciones voluntarias para armar
y vestir las tropas que expedicionaron más tar­
de al N. y S. de la República”. (R. M. Cabre­
ra) .
(2) El 19 de septiembre en 1810, Rivero fue nom­
brado Gobernador en cabildo abierto y con
asistencia de los señores Matías Terrazas, Dean
de la Iglesia Catedral de la Plata, Jerónimo
de Cardona, Juez eclesiástico dé Cochabamba,
¡Melchor Jordán, Cura de la Matriz y otros. En­
seguida, se verificó la elección de Asesor or­
dinario, que recayó en la persona del Dr. José
Isidro Marzana, abogado de mucha ilustración.
83
Desde m uy joven se sintió indignado ante
la hum illación de su patria, y con esa ardiente
fe propia tan sólo de las> almas grandes, cons-
tribuyó como el que más a la independencia.
Cuando en 1810 estalló la prim era subleva­
ción de Cochabamba, Oquendo se unió a Rive-
ro, Arze y otros esclarecidos patriotas que, a la
sazón, trabajaban con ahinco por establecer en
A m érica los fundam entos de una nueva socie­
dad.
E s evidente que las revoluciones se encar­
nan en ciertos hom bres que unas veces sig n ifi­
can fuerza, y otras, persuasión. Así, en 1810,
Arze y Guzmán fueron la acción del levanta­
m iento de Cochabamba y O quendo su palabra.
Nadie como este últim o, poseía el don de
persuadir y de conmover.
E l pueblo gustaba de oir su voz, porque de
sus 'labios se desprendía el dulce y desconocido
acento de ia libertad y porque sabía dar a su pa­
labra esa virtud m ágica, que atrae y fascina al
auditorio.
O quendo dotado de estas y otras cualidades
consiguió que la fama pregonase su nombre.
“E l elérigo Oquendo, dice Cortez, orador d i­
serto, dotado de fogosa im aginación, y m ane­
jando con singular m aestría la lengua de los in­
cas, sabía herm anar las ideas de libertad con las
doctrinas religiosas, recordando el antiguo <
plendor del im perio del Perú, pintaba con ne­
gros colores su abatim iento presente. E l ora­
dor ponía en contraste las cosas suntuosas, los
espléndidos banquetes, los costosos vestidos de
los españoles, con la m iserable choza, el escaso
alim ento y los andrajos de los indios. Las m i­
nas, eran según él, otras tantas bocas que de-
nunciabsn la codicia de los dom inadores del país.
Al influjo de su palabra revolucionaria corrían
84
a las armas m illares de individuos. E n las va­
rias comarcas que hizo sus predicciones, se le
escuchó como al oráculo de la libertad” (1).
Hem os dicho que Oquendo fue uno de los
más ardientes corifeos del m ovim iento que se
operó el 14 de septiem bre. En un elocuente dis­
curso que pronunció en tan m em orable día, de­
cía: “H eroicos cochabambinos, yo veo que aspi­
ráis a grandes glorias; habitantes del más fecun­
do y delicioso país del mundo, cam peones inm or­
tales de la patriótica libertad, vuestra fuerza
rendirá la m áquina que todavía sostienen en
vuestras comarcas los enem igos de la patria y
del E stado; esa vigilancia con que acum uláis
vuestras tropas, esa unidad de sentim ientos con
que destestaís el egoísmo y queréis sostener con
una pasmosa rivalidad los derechos de la patria
y del Estado, es el más convincente argum ento
de que en vosotros no existe más que un solo
pensam iento y un solo deber”.
La conducta de Oquendo en esta ocasión era
tanto m ás digna de encomio, cuanto que en La
Paz, el descam inado Obispo La Santa, sostenía
el despotism o.
A l hablar de L a Santa, no podem os prescin­
dir de m anifestar que el clero de entonces, fue
ardiente partidario de la tiranía “aunque la his­
toria de la lucha de la independencia am ericana,
dice el señor Bilbao, presenta algunos patrio­
tas esclarecidos en el clero, m anifiesta tam bién
que la m ayoría fue siem pre sectaria del despo­
tism o”.
M uchos hechos podríam os citar en apoyo de
nuestro aserto.
Cuando en 1812 sucedió el terrem oto de Ca­
racas, el clero venezolano corrió a los pulpitos y
desde allí m aldijo y excom ulgó a los que atraían,
según él, la cólera del cielo, rebelándose con-
(1) Memorias de Lord Cochrane. cap. 7? pág. 170.
85
tra Fernando V II el ungido de Dios. La pro­
paganda, fue funesta para la causa de la inde­
pendencia, porque las turbas fanatizadas por los
predicadores, se am otinaban diariam ente y la
reacción caminaba a pasos agigantados.
E l año 1825, a consecuencia de haber sido
expulsado de los Estados Pontificios, Ignacio
Tejada, m inistro de Colombia en Roma, los clé­
rigos de Nueva Granada se sublevaron tam bién
y estuvieron a punto de producir una trem enda
escisión en la República.
Donde quiera que los hom bres han invoca­
do la libertad y la independencia, la clase cleri­
cal se ha herm anado con la tiranía.
La invencible propensión del clero a soste­
ner la causa del rey en Am érica, hace resaltar
el m érito de esos sacerdotes que como H idalgo,
M uñecas y Oquendo, hicieron com prender al
pueblo que la religión cristiana se hallaba m uy
en arm onía con las doctrinas proclam adas por
la revolución.
Para acabar de caracterizar a Oquendo no
olvidaremos^ m ostrar que la tolerancia y la cari­
dad, eran los tem as sobre los que con más fre­
cuencia predicaba. “A quello que más engrande­
ce vuestra patria, decía dirigiéndose a los cocha-
bambinos, es la piedad y religión con que ha­
béis procedido: no obstante, quiero encargaros
que esos nuestros herm anos europeos, lejos de
padecer algún insulto, sean el prim er objeto
de vuestro cariño: ahora es tiem po que resplan­
dezca el carácter am ericano, de no perjudicar ja­
más a vuestro prójim o y de no tom ar venganza
de las injurias personales, m anifestando en vues­
tro porte la nobleza de vuestras almas y la ge­
nerosidad de Vuestros corazones valerosos; de­
tener los rencores: al mismo tiem po que vais
a fom entar la guerra más justa a vuestra fuer­
te y valerosa patria’’.
Oquendo, después de haber llenado una m i­
sión asaz gloriosa, se alejó de Cochabamba en
86
1812. E n dicho año, fué acusado el arzobispo
M ojó de haber autorizado el crim en de algunos
realistas que habiendo jurado no pelear contra
su patria, faltaron a sus promesas. E n consecuen­
cia, M ojó hubo de ser desterrado de Cochabam­
ba a las provincias del virreinato de Buenos A i­
res y Cquendo fue uno de sus conductores. Cuan­
do el arzobispo llegó a Potosí el pueblo suges­
tionado por los clérigos quizo libertar a M ojó;
pero Oquendo cuya poderosa palabra había ope­
rado más de un prodigio, apaciguó la torm enta.
Poco tiem po después de este suceso m urió
Oquendo en Salta.
V erificado el levantam iento de'l 14 de sep­
tiem bre se organizó la Ju n ta de guerra (1). E s­
ta declaró en sesión pública que los derechos del
A lto Perú, serían defendidos por ella y se ocu­
pó adem ás de tom ar las m edidas necesarias, pa­
ra evitar que los caudales existentes en las cajas
de la villa de O ruro, fuesen sustraídos por los
enem igos o los habitantes de aquel pueblo. En
efecto, se tenía cabal noticia, de que las fuerzas
procedentes de La Paz estaban en V iacha: co­
rríase tam bién, que la plebe de O ruro había m a­
nifestado en m uchas ocasiones, el deseo de apo­
derarse del real tesoro, y que para llevar a cabo
su crim inal intento, aguardaba la llegada del
ejército auxiliar del A lto Perú, a fin de ocultar
tan grave delito con un pronunciam iento en fa­
vor de la independencia. Con tal m otivo la Ju n ­
ta de guerra resolvió, el 10 de octubre enviar a
O ruro m il hom bres de las m ilicias urbanas, y
un regim iento recientem ente creado. E l gene­
ral de la expedición debía rem itir a la Ju n ta de
(1) La Junta de guerra estaba compuesta de los se­
ñores Francisco del Rivero, Isidro Marzana, Mel­
chor Guzmán Quitón, Bartolomé Guzmán. Es­
teban Arze, Antonio Allende, Manuel de la Vea,
Faustino Irigoyen, José Manuel Baltíerrama,
Agustín Antezana, Francisco Carrillo y Ramón
Laredo.
87
guerra, todas las existencias del real tesoro, to­
m ando antes un balance escrupuloso en com­
pañía del subdelegado.
Como nuestro objeto es recordar los actos
más notables de la revolución de septiem bre,
creemos necesario hacer una ligera m ención del
nom bram iento que recayó en la persona de F ran ­
cisco Javier de O rihuela de representante de Co­
chabamba en el Congreso de Buenos Aires.
Todos los pueblos del A lto P erú y del Río
de La P lata deseaban ardientem ente la reunión
de un Congreso. Los editoriales de la Gaceta O fi­
cial hablan de esa necesidad tan sentida; por eso
Cochabamba se apresuró a hacer dicha elección
que fue com unicada a la Ju n ta de Buenos A i­
res, en 16 de octubre de 1810.
E ntretanto, los hijos de Cochabamba daban
nuevas pruebas de Valor y de entusiasm o. F ran ­
cisco Rivero, en una com unicación dirigida al
general de la expedición auxiliadora de Buenos
A ires, hace la relación de un levantam iento que
se verificó el 17 de octubre, a consecuencia de
haberse anunciado la aproxim ación de Goyene-
che.
Rivero tuvo conocim iento de que Lom bera se
hallaba en la Recoleta aguardando la llegada de
las tropas realistas; al instante fue enviada una
partida. Cuando el pueblo escuchó el toque de
marcha, se alarm ó sobrem anera; las m ujeres ar­
madas de cuchillos, hondas y macanas estaban
m ezcladas con los hom bres y todos buscaban al
enem igo.
Bien pronto llegó la noticia a Sacaba y Qui-
llacollo y con gran sorpresa se vio a las gentes
de estos pueblos acudir a la capital en núm ero
tan crecido, que como dice el oficio de Rivera,
hacían im penetrables las calles y las plazas.
Cuatro horas más tarde, el gobernador Rive-
ro y J uan B autista Oquendo, se esforzaban en
88
persuadir a la m ultitud Que las voces de alar­
ma habían sido infundadas. El prim ero, inspi­
rado ante la actitud elocuente del pueblo de­
cía: “Cochabamba es verdaderam ente digna de
la alta reputación que d isfru ta; en la actualidad
impele a todos sus habitantes una sola opinión,
un mismo voto y una misma heroica resolución
de no existir prim ero, que ser esclavos de la ar­
bitrariedad y despotism o de los m andones m er­
cenarios, que hasta aquí han sacrificado la liber­
tad de los pueblos al ídolo de su ambición. L a
provincia de Cochabamba ha m ostrado la facili­
dad de reunir en veinte y cuatro horas, cuaren­
ta mil hom bres de guerra idénticos en su va­
lor y patriotism o a ios inm ortales espartanos,
que en núm ero de trescientos, disputaron el pa­
so de las Term 'ópilas a los inm ensos ejércitos de
Je rje s’’.
Rivero, el mismo día dirigió un oficio a la
Suprem a Ju n ta de Buenos A ires, dando parte
de las hostilidades de los gobernadores de La
Paz y Potosí, y nom bró a E steban Arze, gene­
ral en jefe de las fuerzas que en Arom a recogie­
ron los laureles de una gran victoria (1).
E steban Arze, dotado de profunda penetra­
ción e ingenio sobresaliente, incontrastable en
el infortunio y dispuesto a los más cruentos sa­
crificios en favor de su patria, fue digno ins­
trum ento de la providencia en la lucha de em an­
cipación.
Nació en la villa de Tarata, hacia el año 1770.
Educado con esmero por su honrada fam ilia, m a­
nifestó desde m uy tem prano la nobleza de sus
sentim ientos y un carácter ardiente.
Joven todavía, contrajo m atrim onio con do­
ña P etrona Nogales, natural tam bién de Tarata.
P osteriorm ente recibió de Carlos IV el nom ­
bram iento de A lférez (2).
(1) Véase la nota 3 del apéndice.
(2) Véase la nota 4 del apéndice.
— 89
Foco tiem po después debió fallecer doña
P etrona N ogales; pues el 26 de julio de 1793,
A rze se unió en segundas nupcias a doña Ma­
nuela R odríguez y Terceros. La tradición dice
que no fue feliz durante su prim er m atim onio;
mas con el segundo se abrió para él una época
bonancible.
Doña M anuela R odríguez y T erceros era m u­
jer de elevado espíritu, de índole suave y de vo­
luntad firm e. Cuéntase que en aquellos tiem pos
de m alandanza, cuando el im placable realism o
se ensañaba contra los defensores de la inde­
pendencia y ella sufría persecuciones sin cuen­
to, conseguía m antenerse serena e inalterable a
pesar de las tem pestades que agitaban su alma.
D urante el día prodigaba a sus hijos la dulce
sonrisa de sus labios y sin que el más leve sus­
piro revelara sus pesares; em pero, llegada la no­
che, en el m om ento en que los pequeños niños
se dorm ían, sus ojos se arrasaban en lágrim as y
las penas reprim idas se m anifestaban en un pro­
longado sollozo que no term inaba sino cuando
la luz del día aparecía. Así, santificadas por el
dolor, pasaban esas horas de verdadera agonía,
aunque para renovarse m uchas veces más.
Uno de los hijos de aquella ilustre m atro­
na, que m urió hace poco entre nosotros, recorda­
ba lo que anteriorm ente hemos referido.
A ntes del año 1804, de triste recuerdo para
la provincia de Cochabamba, por la calam idad
del ham bre que causó estragos entre sus m ora­
dores, E steban Arze consagróse al trabajo y re­
cogió abundantes frutos en la finca de Caine (1).
A principios de 1809, el alférez Arze conta­
ba con m uchos bienes de fortuna. Los aconte­
cim ientos de ese año ejercieron tal influencia
en su espíritu, que resolvió tom ar parte en el
(1) La finca de Caine confiscada por los realistas,
no fue devuelta a los herederos de Arze, sino des­
pués de la independencia.
90
prim er m ovim iento que acaeciera en favor de la
independencia. E ntonces fue que su esposa, con
toda la persuación de que era capaz, hízole com­
prender que la realización de tan tem eraria idea
traería la m uerte para él y su familia. Pero, las
lágrim as de su esposa no fueron parte para ha­
cer variar su inquebrantable propósito.
Bien pronto se presentó la feliz coyuntura
que al logro de sus patrióticas aspiraciones de­
bía conducirlo. Acaecida la revolución de sep­
tiem bre de 1810, don Esteban Arze se dirigió
a O ruro, donde consiguió, como pronto veremos,
gran provecho y fama.
E ntretanto, creemos indispensable m anifes­
tar la im portancia de la prim era sublevación de
Cochabamba.
Uno de los caracteres de la revolución de
septiem bre es el de la popularidad. E n efecto,
para m uy m erecida honra de Cochabamba, nin­
guna ha sido más favorecida por el aura públi­
ca y el consentim iento general. E l mismo señor
T relles, cuya prevención contra Boivia es tan
notoria, ha dicho: “La revolución am ericana fue
contrariada por la gran m ayoría de los alto-pe­
ruanos. Pero cuando nos referim os sólo a la gran
m ayoría, es por que hubo honrosas excepciones.
E n orim er lugar la m uy gloriosa de la inm or­
tal Cochabamba, la patria de los héroes del A l­
to Perú, abandonados al sacrificio por el espí­
ritu realista que dominaba en las otras tres pro­
vincias de aquella sección de las del P ío de la
P lata”.
M ariano T orrente, escritor español, dice re­
firiéndose a Cochabamba “que su influjo iba a
ser decisivo para el partido que abrazase”.
E n verdad, al levantam iento de Cochabamba
le siguió el de todos los pueblos del A lto Perú.
Con la derrota de Chacaltaya los españoles
volvieron a enseñorearse de las colonias; mas, es­
91
taba en los designios de la providencia, que Co­
chabamba diera el grito de em ancipación. E n ­
tonces los corazones abatidos se reanim aron y el
realism o deploró sus planes desconcertados. Sin
duda por esto decía la Gaceta de Buenos Aires.
“Ahora podem os expresar francam ente: el A lto
P erú será libre porque Cochabamba quiere que
lo sea; y los bravos cochabambinos, cuyos fuer­
tes brazos no tuvieron otro ejercicio que el cul­
tivo de las tierras, y el constante trabajo de sus
útiles talleres, se em plearán en deshacer a los
tiranos. C ongratúlense pues los buenos patriotas,
y sea uno de los principales m otives de su ale­
gría, ver a la gran ciudad de Cochabamba com­
pitiendo en gloria y heroísm o con la misma ca­
p ital; y fundando la igualdad que debe haber
entre todos les pusblos. Los ilustres hijos de Co­
chabamba, siem pre firm es en la energía que has­
ta ahora han desplegado, serán un seguro apoyo
de la libertad de todos los pueblos” (1).

CAPITULO VII
Insurrección de C ruro.— D ía en que tuvo lugar
la b a talla de A rom a.— D errota de Piérola.— C on­
secuencias del triu n fo de Arom a.
Poco tiem po después del 14 de septiem bre,
O ruro se revolucionó también.
Barrón, capitaneando a los sublevados, atacó
a Sánchez Chávez, m inistro contador del rey.
E l pueblo hizo proezas de valor para vencer
al enemigo.

(1) iLarrazabal, Calvo, Mitre, Sársfield, Sotomayor,


Valdez, Urcullo, Cortez, R.M. Cabrera y otros
historiadores afirman unánimemente, que la
revolución de Cochabamba ha sido de gran im­
portancia.
92 —
P or fin alebronado Chávez, huyó de O ruro
llevando consigo los caudales del tesoro. P erse­
guido, inm ediatam ente fue tomado en su huida.
E sto sucedía a fines de octubre (1).
Arze llegó a O ruro el 22 de dicho mes.
Su recepción fue espléndida.
E l 9 de noviembre, E steban Arze, en una so­
licitud que la tenem os autógrafa, pidió del ilus­
tre Cabildo, Ju n ta y Regim iento de la villa de S.
Felipe de A ustria, Real de O ruro, que certifi­
cara sobre su conducta y dijera si era cierto que
él no había om itido ningún esfuerzo para ser­
vir debidam ente a su patria.
Los señores capitulares del A yuntam iento,
José de Unánue, regidor y Juez diputado de co-
(1) Previendo el levantamiento de Oruro, Goyene-
che escribía a Sánchez Chávez en los términos
siguientes: “El desplome que ha padecido Co­
chabamba y las vicisitudes que probablemente
han de experimentar los señores Nieto y Sanz,
según me anuncia Ud. por extraordinario con
fecha 12 del presente, no me cogen de nuevo:
mi anteojo político preveía que los revoluciona­
rios de Buenos Aires, contaban con las provin­
cias de ese virreinato, en quienes suponen una
constante adhesión a sus principios inmorales.
Ya no hay otro arbitrio que mirar por la segu­
ridad de nuestros hogares: al efecto estoy ex­
pidiendo las más activas y eficaces órdenes pa­
ra que en el punto del Desaguadero se forme
un respetable ejército de observación, ponién­
dome yo a su cabeza para sofocar las subver­
sivas ideas de los malévolos. Igualmente he di­
cho a Ramírez que a-euna a sus tropas las de
Piérda con el armamento de 500 fusiles que
dos oficiales conducían a la Plata. La fideli­
dad de U. y la ciega adhesión a mis principios,
ocuparán un lugar distinguido a mi lado; pues
en tan críticas circunstancias U. ha hecho un
esfuerzo para evitar un trastorno y procurar
custodiar los caudales, de los que dispondrá
U. conforme a su previsión, evitando su pérdi­
da”.— Cuzco 29 de septiembre de 1810. Esta
carta existe autógrafa, en nuestro archivo.
93
mercio, el asesor general, doctor José M anuel
Salinas, y el alcalde m ayor provincial en O ruro
y partidos de P aria y Carangas y ordinario de
prim er voto en turno de vara, José M aría del
Castillo, certiifcaro n : que E steban Arze dio
pruebas de patriotism o y que sirvió m uy a sa­
tisfacción de los deseos públicos. E ntre otras
cosas dice el certificad o : “Logró conquistar las
voluntades todas con el desinterés, lenidad, ta­
lento, sagacidad política y demás virtudes que
realzan y caracterizan su persona, consiguiendo
por medio de ella, el fin laudable de que su
gente no com etiese exceso, extorsiones ni inco­
m odidad alguna en la citada población”.
La expedición cochabambina se robusteció
considerablem ente en O ruro merced a los esfuer­
zos patrióticos del vecindario y principalm ente
a la actividad y celo de los señores U nzueta y
C cntreras.
E ste últim o fue nom brado contador en lu­
gar de Chávez.
A la sazón el ejército auxiliar de Buenos
A ires m andado por Balcarce y Castelli, se in ter­
naba a las provincias del A lto P erú y Goyene-
che disciplinaba dos mil hom bres en el Desagua­
dero.
E l 12 de noviembre salió Arze de O ruro, al
saber la aproxim ación de P ié rd a y en las saba­
nas de Arom a obtuvo, el 14 del mismo mes, la
gloriosa victoria que le conquistó m erecido y ju s ­
to renom bre.
A ntes de ocuparnos de la referida batalla,
vamos a rectificar la aserción generalm ente ad­
m itida de que el combate de Arom a fue el 14 de
octubre.
De un oficio de Rivero que tenem os a la
vista, consta que E steban Arze salió de Cocha-
bamba el 19 de octubre, a consecuencia de la re­
94
solución que tomó la Ju n ta de G uerra de enviar
a O ruro una parte de las m ilicias urbanas.
Es del caso recordar que dos de los docum en­
tos que publicam os en el presente opúsculo, prue­
ban tam bién que el combate de Arom a no fue el
14 de octubre.
E l prim ero es el despacho de general en je ­
fe dado a A rze en Cochabamba con fecha 17 de
octubre de 1810 y el segundo el certificado del
Cabildo de O ruro fechado en 10 de noviembre
de 1810.
De los docum entos que m encionarem os en­
seguida, se desprende que el combate de A ro­
ma aconteció el 14 de noviembre.
U n oficio de Juan Ram írez dirigido de Via-
cha a Dom ingo T ristón dice así: “P or la adjun­
ta relación de los individuos que acaban de en­
trar en este campam ento, se im pondrá U.S. del
poco favorable éxito que ha tenido la división
del coronel don Ferm ín de Piérola, en cuya in­
teligencia U.S. debe desplegar su celo y vigi­
lancia, en observar el aspecto que m anifieste ese
pueblo — 15 de noviem bre de 1810”. E ste docu­
m ento es concluyente. E n efecto Ram írez escri­
bió su oficio al día siguiente del combate de
Aroma, porque estando en V iacha 'lugar que se
halla a distancia de 20 leguas de Aroma, no po­
día saber de dicho acontecim iento sino 24 horas
después.
De otro docum ento consta tam bién que el
16 de noviem bre el gobernador de La Paz, D o­
m ingo T ristón, puso en conocim iento del Cabil­
do la anterior nota de Ram írez, con objeto de to ­
mar las m edidas necesarias en previsión de un
trastorno.
Sin embargo de que no puede haber asomo de
duda, sobre lo que tenem os expuesto, a m ayor
abundam iento pasamos a dar otras pruebas.
95
E l señor M itre d ic e : “La victoria de Arom a
se obtuvo siete días después del combate de
Suipacha”. A dviértase que este últim o tuvo lu­
gar el 7 de noviemjbre de 1810, Ca'lvo afirm a
igualm ente que “el 14 de noviembre los cocha-
bambinos se declararon por la revolución, y que
su ejército en núm ero de 1.500 hom bres de ca­
ballería, batió al coronel español don Ferm ín
P ié rd a en Arom a, poniéndolo en fuga y hacién­
dole su frir grandes pérdidas”.
Al llegar a esta parte, indispensable es enun­
ciar que el error que nos ocupa ha nacido de un
docum ento publicado en la obra del señor Ca­
brera y que por la incuria harto deplorable de
nuestros escritores quedó desapercibido. Nos
referim os a la declaración de los oficiales Mos-
coso, Garcés y Farfán, quienes, sin m encionar el
mes, dicen que el 14 se obtuvo el triu nfo de A ro­
m a; por eso se ha creído que el 14 de octubre su­
cedió dicho acontecim iento. Los historiadores
posteriores a Cabrera, han incurrido en la m is­
ma inexactitud, ocasionada por la falta de exa­
men ; pues el mismo señor Cabrera, al publicar
m uchos docum entos referentes a la victoria de
Aroma, habría podido convencerse de su error
con sólo fijar la atención en aquellos escritos.
U ltim am ente, el señor M anuel José Cortez
dice que la batalla de Arom a fue el 15 de no­
viembre. E sta aseveración es igualm ente inexac­
ta porque la anterior declaración de los oficia­
les Moscoso, Garcés y Farfán, testigos ocula­
res del suceso se refiere al 14 como hemos di­
cho ya.
Con lo expuesto, apuntarem os algo acerca
de la batalla de Aroma.
L a división de Piérola estaba com puesta de
800 soldados; la de A rze era más num erosa. (1).
(1) Según una revista militar del día 20 de octu­
bre, la fuerza enviada a Oruro tenía diez com­
pañías independientes del piquete de artillería.
96 —
Guzmán Q uitón, jefe de la caballería inde­
pendiente, peleó con valor y causó estragos en
las filas de los realistas. El ataque de Guzmán
fue irresistible sin embargo de ser desordenado
a causa de que la disciplina m ilitar no era co­
nocida por los cochabambinos. No obstante, el
valor hizo prodigios. Tan cierto es que las com­
binaciones de ia táctica, no pueden conseguir
un feliz resultado, faltando el entusiasm o.
La lucha duró dos horas. Los independien­
tes estaban armados de palos y macanas, y co­
mo con tales armas no podían pelear de una dis­
tancia en que eran alcanzados por las balas, pe­
ro desde donde no podían ofender, resolvieron
precipitarse sobre el enem igo con una destreza
y agilidad sorprendentes. Cuéntase que era co­
sa de gran m aravilla ver que en ei acto de la
detonación de la fusilería, se alebraban los pa­
triotas en el suelo, y aprovechando del interva­
lo que hay entre una descarga y la que le suce­
de. hacían esfuerzos para aproxim arse al ene­
migo. Así fue como triunfaron aquellos incom ­
parables héroes.
L os realistas, ante el vigoroso y sim ultáneo
em puje de la caballería e infantería indepen­
dientes, cejaron de sus puestos para ir en reti­
rada hacia el pueiblo de Sicasica con intención
de resistir allí, ocupando una posición más fa­
vorable. La resistencia habría podido verificar-
iLos capitanes de las ocho primeras eran: Ma­
nuel Pacheco, Francisco Melchor de Soria, To­
más Zabalaga, Samuel de la Fuente y Oropeza,
Francisco Alcocer, Manuel Cárdenas, José Si­
món Antezana y Francisco Montaño y de las
últimas dos, los señores Manuel Quevedo y Gre­
gorio Sempértegui.
Los gastos hechos desde el 13 de octubre
hasta el 30 del mismo mes, en las diez compa­
ñías que formaban la división expedicionaria
asciende a 5.400 pesos 5 rs. Además, para lle­
var gente de la quebrada de Tapacarí, se hizo
la erogación de 318 pesos.
97
re, caso de que los patriotas hubiese perm aneci­
do en inacción después de la victoria; más, la
persecución fue encarnizada. Piérola llegó a Si-
cssica, y los habitantes de ese lugar aprovechan­
do tan com pleta confusión, le obligaron a po­
ner pies en polvorosa.
Por fin resolvió el jefe realista irse sobre
Viacha donde creía encontrar las fuerzas que,
m andadas por Ram írez, debían venir en su au­
xilio.
La división de Piérola arrojó todas sus ar­
m as; perdió además ochenta hom bres con el
parque y los bagajes.
Pocas victorias han sido más com pletas que
la de Aroma. Por eso Cochabamba holgóse en
extrem o con su noticia y Buenos Aires, la ín­
clita m etrópoli del virreinato, saludó con efu­
sión los gloriosos campos donde se obtuvo tan
señalado triunfo.
E n el núm ero 29 de la Gaceta de Buenos A i­
res se lee lo siguiente: “H um illados, envileci­
dos, degradados bajo el gobierno arbitrario de
la España, no hacíam os más que ofrecer nues­
tra cerviz al yugo, y era preciso confesarse es­
clavo para estar seguro.
Dimos nuestros prim eros pasos hacia el
bien por medio de una conmoción popular, y
encontram os en los m andatarios de un despo­
tism o ya decrépito, el más irracional empeño de
posponer los votos públicos a su interés perso­
nal. A cariciados de la fortuna se precipitaron
ni últim o arrojo de los tiranos, pretendiendo so­
focar en nosotros las sem illas de aquella liber­
tad civil que principiaba a pulular. ¿Pero, qué
debían conseguir sus esfuerzos hallándose en
oposición de la opinión uniform e de los pueblos
y su interés com ún? E n efecto, libres ya de los
vicios con que el despotism o nos había fam i­
liarizado, y olvidando nuestros antiguos celos
98
99
de pueblo a pueblo, nuestras rivalidades y has­
ta aquellas pasiones que halagan el corazón hu­
mano, hemos conseguido por la determ inación
más valiente, ver en pocos meses recuperada la
presa, y quebrantadas las manos de los que se
cebaban en el cadáver de nuestro virreinato. Las
heroicas acciones de los m ortales cochabambi-
nos acaban de coronar 'la em presa más atrevida,
que nos hará pasar llenos de gloria a la más re­
m ota posteridad. Con la historia en la mano, se­
ñalarán nuestros nietos ese lugar de Arom a, en
que postrado a los pies de Cochabamba, el ú lti­
mo resto de la tiranía, dejó su libertad a la des­
venturada Paz, teatro de sus carnicerías y al
m undo entero una lección en que aprenda que
nadie sabe hasta ahora lo que pueden los pue­
blos que aman la libertad”.
E l señor M itre, aludiendo a la batalla de
Arom a dice: “Para honor y gloria de aquellas
poblaciones, es m enester m anifestar que apenas
se vieron libres del peso de las arm as españolas
que contenían su 'libre expansión, entraron de
lleno en la revolución, convirtiéndose todos los
ciudadanos en soldados, especialm ente la heroi­
ca Cochabamba, que sola, sin armas, sin genera­
les, conducida por su noble instinto y su gene­
roso entusiasm o desplegó valerosam ente la ban­
dera de la insurrección, y siete días después de
’a batalla de Suipacha arm ada tan sólo de ga­
rrotes y con caños de estaño fundidos por ella
y unas pocas arm as de fuego, salió en busca del
enem igo, y en campo abierto, cuerpo a cuerpo,
derrotó a palos a las tropas regladas que en
nom bre del rey y a las órdenes del coronel Pié-
rola, salieron de La Paz a batirlos en la glorio­
sa pampa de Aruhum a, vulgarm ente llamada
Aroma. De aquí ese dicho popular que todos re­
piten burlescam ente sin saber que recuerda uno
de los hechos más gloriosos de la historia am eri­
cana, y que puede figurar al lado de la más no­
table que en su género cuenta 'la historia del
m undo: Valerosos cochabambinos, a vuestras
100
macanas el enem igo tiem bla, proclam a al estilo
de la de Leónidas, que bien pudieron sus atre­
vidos jefes en aquella, A rze y Guzmán, d iri­
gir a los vencedores”.
Carlos Calvo, escritor que a no dudarlo es
de los m ejores de A m érica afirm a en sus “A na­
les H istóricos” que si la batalla de Suipacha le
abrió las puertas del A lto-P erú ai ejército li­
bertador, el combate de Arom a, destruyó todos
los obstáculos que podían levantarse en el cen­
tro de aquellos pueblos.
E l célebre m anifiesto patriótico publicado
en el Cuzco, dice así: “E n su prim era expedi­
ción a Arom a, dieron la m ejor prueba los cocha-
bam binos de que no necesitaban más arm as que
sus pechos y sus brazos para arrollar a más de
setecientos enem igos disciplinados. Luego se
hizo el pavor trascendental, desde Arom a a Via-
cha, desde V iacha al D esaguadero y desde el
D esaguadero hasta el Cuzco y hasta Lim a. No
hubiera necesitado la A m érica de otra victoria
que la de Arom a para el com pleto triu nfo de su
libertad, si al valor y al entusiasm o de Cocha-
bamba hubieran acom pañado los elem entos de
guerra (1).
Será de seguro increíble para la generación
presente, que hom bres sin armas y sin alim ento,
hubiesen hecho la gloriosa campaña de Aroma.
Los patriotas que entonces form aban el ejército
no tenían más sueldo que una pequeña porción
de maíz cocido, insuficiente para satisfacer el
ham bre de esos días de fatiga.
Arze, habiendo vencido en Arom a regresó
a Cochabamba con objeto de entregarse a nue­
vos y m ás duros trabajos. Su actividad carecía
de lím ites. Al prom ediar del año 1811, desem ­
peñaba en la provincia de Cliza el cargo de Sub­
delegado.
(1) Véase la nota 5 del apéndice.
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CAPITULO VIII
B atalla de A m iraya.— Llegada de G oyeneche a
C ochabam ba.— Don Francisco del Rivero.
Con el triunfo de Arom a se había dado un
paso hacia la em ancipación. Sin embargo, ocho
meses más tarde, los campos de A m iraya pre­
senciaron la derrota de los cochabambinos en­
cabezados por Rivero.
A la noticia de la aproxim ación de G oyene­
che, hubo un levantam iento general en Cocha-
bamba. Los independientes seguidos de la vir­
gen de M ercedes, imagen m uy venerada enton­
ces, salieron al campo de batalla. D errotados
en Am iraya, volvieron a la ciudad el mismo día
y la V irgen de M ercedes regresó en brazos de
uno de los com batientes.
Goyeneche estuvo el 14 de agosto en la Chim ­
ba, donde acampó su ejército; el 15 pasó a la
ciudad. El mismo día se retiró a su cam pam en­
to de la Chimba, no sin haberse m anifestado
indulgente y aun generoso; pues, al decir de un
testigo presencial, obsequió m ucho dinero al
pueblo, que por orden suya se reunió en la pla­
za.
Como a Rivero le cupo desem peñar el prin­
cipal papel en los acontecim ientos de que aca­
bamos de hacer m ención, darem os a conocer su
vida.
No sabemos el año del nacim iento de Rive-
ro. Igualm ente, nos es desconocida su vida pri­
vada. La deficiencia de las fuentes históricas
no nos perm ite escribir la biografía com pleta de
este esclarecido patriota.
La juventud de Rivero, se halla m arcada por
la tendencia a la em ancipación. Las almas inde­
pendientes, superando el envilecim iento del pre­
sente, caminaban con paso firm e hacia un porve­
nir consolador.
N otable es la constancia y actividad con que
preparó la revolución de septiem bre.
Vez hubo en que habiendo fugado de Oru-
ro, llegó a Cochabamba y proclamó con ahinco
las ideas de independencia.
Se dice que la casa de Cangas, situada no
■ lejos del Río Rocha, al norte de la ciudad, era
el lugar de reunión de los patriotas convocados
por Rivero.
H abiendo trabajado con buen éxito en el
ánimo de algunas personas influyentes de Co­
chabamba, retiróse al valle de T arata para con­
ducir a feliz resultado cuanto se propuso reali­
zar de allí adelante.
No ignoram os lo que en esto acaeció. E l 14
de septiem bre, día para siem pre memorable, le
cupo a Rivero el prim er puesto. Desde entonces
sus esfuerzos fueron tendentes al triunfo de la
revolución: diariam ente reunía armas, alistaba
soldados en las filas del ejército y el pueblo es­
cuchaba de sus labios proclam as ardientes que
servían para avivar su entusiasm o.
En una de ellas decía: “H abitantes de Co­
chabamba, ya empezáis a ser felices sacudiendo
el hum illante yugo que hasta aquí os había con­
fundido en la esfera de los esclavos: ya no sois
lo que fuisteis, sino unos hom bres que a pro­
porción de sus m éritos, se exaltarán en todas
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las cañeras de una sociedad adm irable, por los
aciertos de su gobierno”.
Con los im portantes servicios prestados a la
causa de la em ancipación, Rivero se atrajo la
bienquerencia de toda la provincia, que lo pro­
clamó por unanim idad gobernador intendente
y capitán general. Además, la Gaceta de Bue­
nos A ires, lo saludaba con el dictado de inm or­
tal patriota, y Juan B autista Oquendo decía:
“Cochabamba aclamó por su Jefe político y m i­
litar al señor Francisco del Rivero, con una so­
la lengua, con un solo corazón, puso en él to­
da su confianza como en el héroe más esfor­
zado, más respetable, más fiel, más sincero y
más amado de todos sus com patriotas”. E sto
m anifiesta que no ha habido un personaje ador­
nado de virtudes tantas.
F or no ser difusos om itim os hablar de los
trabajos de Rivero durante el tiem po que trans­
currió desde el 14 de septiem bre de 1810 hasta
noviembre del mismo año: sólo direm os en este
lugar que el triu nfo de Aroma, fue de sus lar­
gos esfuerzos el feliz resultado, porque si bien
no asistió a aquel glorioso campo de batalla, las
tropas creadas, disciplinadas y enviadas por él
obtuvieron esa victoria,
No term ina aquí la m isión de Rivero. Des­
pués de la batalla de Aroma, dio todavía prue­
bas de cabal entereza, organizando las divisiones
que fueron expedicionadas la una a La Paz, ba­
jo el mando de don Bartolom é Guzmán, la otra
a Chuquisaca bajo el de M anuel Vea (1).
(1) Con fecha 7 de abril de 1811, Rivero dirigió un
oficio al Subdelegado de Cliza, Esteban Arze, or­
denando que las tropas de su partido y del va­
lle de Tarata se pongan en marcha para unirse
con la fuerza de Guzmán. “Es orden dél Exce­
lentísimo señor representante del gobierno de
estas provincias la pronta salida de las tropas
de ese partido. Su actividad y eficiencia pro­
pias de su patriotismo pondrá los medios más
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M ás tarde, puesto a la cabeza de las fuerzas
cochafcambinas hízose gran parte con todos los
sublevados del A lto P erú y m archó al N. E l 16
de Mayo de 1811, su vanguardia, m andada por
Cosme del Castillo, venció a más de doscientos
hom bres, en 'las inm ediaciones de Jesús de M a­
chaca. Al día siguiente, 17, José Gonzales jefe
tam bién de la vanguardia de Rivero, derrotó a
trescientos enem igos no lejos del pueblo de
Pizacoma. La relación de estos sucesos se halla
consignada en uno de los núm eros de la Gace­
ta de Buenos Aires.
Riv'ero, que fue el que alcanzó estas victorias,
no pudo menos de tom ar parte en la batalla de
H uaqui el 20 de junio de 1811. E n 'la nota pasa­
da por él a la Ju n ta provincial de Potosí se en­
cuentra la relación de lo m ucho que hizo aque­
lla vez.
E n cum plim iento de la orden que recibió,
Rivero tomó la determ inación de atacar al ene­
m igo por retaguardia, para lo que m archó des­
de Jesús de M achaca hacia el lugar donde creía
encontrar a Goyeneche. Cuando llegó al puente
nuevo, oyó la detonación de la artillería ene­
m iga y bien pronto com prendió que las divisio­
nes de V iam ont y Días Vélez com batían en re­
tirada. La fuerza cochabam bina se dirigió al si­
tio del peligro. M uy al caso le vino verificar es­
te m ovim iento; pues Goyeneche se puso en pre­
cipitada fuga por las colinas de Chiguiraya. R i­
vero lo persiguió y sin alebronarse por el hecho
de haber quedado en manos de Goyeneche 50
hombres, entre los que se contaban el capitán
C ontreras y un fraile dom inico, capellán de la
división de Cochabamba, pidió de V iam ont el
oportunos, para conseguir que dicha superior
orden recibida el día de ayer, tenga su puntual
cumplimiento, y que no quede abandonada la
provincia que hasta aquí ha merecido los dul­
ces epítetos de fidelísima y valerosa” Este ofi­
cio lo tenemos inédito y autógrafo.
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auxilio de veinte fusileros con los que se propo­
nía vencer al enem igo; pero el jefe patriota no
accedió a su solicitud, m anifestando que no po­
día tener buen éxito una em presa tan arriesga­
da.
Más tarde hubo el rum or de que los realis­
tas se habían apoderado de Jesús de M achaca;
con tal m otivo, Rivero fue enviado allí durante
la noche. El 21 por la m añana, los generales
Días y V iam ont salieron precipitadam ente de
Machaca con dirección a Viacha. Rivero enca­
minóse tam bién sobre este pueblo donde tuvo
lugar la reunión de un consejo ante el que opi­
naron Días Vélez, V iam ont y T ristón, que de­
bía el ejército patriota replegarse sobre Cala-
marca. E ntonces fue que se recibió la noticia
de que el enem igo se hallaba m uy cerca y en
consecuencia V iam ont m archó a Calamarca, y
Riv’e ro tomó el camino de La Paz con 1.300 hom ­
bres. Perm aneció en esta ciudad hasta el 29 de
junio, día en que hubo de retirarse dejando una
guarnición de 100 hom bres; con arm am ento es­
cogido.
E ntretanto, Casteli había sido derrotado por
Goyeneche. De este acontecim iento no supo R i­
vero sino después de m uchos días. E n Ayoayo
recibió una carta de Casteli el l9 de julio y en
Sicasica llegó a sus m anos otra com unicación
del Cabildo de Cochabamba. Ambos oficios le
obligaron a encam inarse sobre este pueblo des­
pués de una corta perm anencia en Oruro.
Entonces fue que Rivero, al sentirse conmo­
vido en presencia de los m ales causados por la
guerra, escribió a Goyeneche, proponiéndole una
tregua cuyo objeto era m itigar las penalidades
de los pueblos. Pero Goyeneche que no se arre­
dró ante la sangrienta inm olación de ‘los ven­
cidos de Chacaltaya y la infam e traición de
H uaqui, no podía abrir su alma al sentim iento
de conm iseración. Si alguien cree que esta carta
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fue escrita por haberse apoderado del ánimo de
su autor el tem or y la debilidad, se convencerá
de lo contrario, sin m ás que leer dicho escrito.
Con toda la energía que da la convicción d ic e :
“ Yo debo asegurar a U.S. que soy inseparable de
los sentim ientos de religión, honor y buena fe
que recibí en mi educación y que he acreditado
en mi conducta. Que mi corazón es desmasiada-
m ente sensible y abomina los horrores de la gue­
rra.
Y si el evitar estos, consistiera en sacrifi­
car mi propia vida, gustoso la ofrecería, para
restitu ir a mis herm anos la dulce paz de que ca­
recen ; pero, en tanto como estoy desengañado
de que para m erecerla no hay otro recurso que
el que se propone a U.S. por las corporaciones y
Vecindario de esta ciudad, en su oficio de la fe­
cha, es decir que se retire U.s. a los lím ites del
virreinato de Lima, entretanto que las capita­
les discuten y resuelven pacíficam ente las dife­
rencias de ambos distritos. Si así no fuese, a
proporción que U.S. se aproxim e a estas provin­
cias, serán victim as del furor de los pueblos los
españoles europeos v sus fam ilias, se renovará
el sacrificio de Num ancia, y os presentará en
sus cenizas, un testim onio de lo que pueden los
pueblos que están resueltos a defender sus de­
rechos”. E sta carta es de 18 de julio de 1811, el
26 del mismo mes, Rivero, después de haber lar­
gam ente elogiado el patriotism o de Cochabam­
ba y recom endando a sus habitantes valor y cons­
tancia, decía en una proclama. “Yo seré el p ri­
m ero que para corresponder a vuestra confian­
za, sacrificaré después de mis pasadas penalida­
des la propia vida, dando con ello, la últim a
prueba del am or y gratitud a vosotros”.
U lteriorm ente, en las inm ediaciones de Si-
pe Sipe, el 13 de agosto, Rivero hizo el últim o
y suprem o esfuerzo, luchando contra el enem i­
go, cuyas fuerzas eran considerablem ente m a­
yores. Pero sus sacrificios fueron estériles; no
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hubo de ser en su mano hacer otra cosa favora­
ble.
D escaudalados los soldados de Rivero se
hubieron de disolver por com pleto.
V encedor Goyeneche entró a Cochabamba y
la cordialidad con que trató entonces a Rivero
ha dado lugar a que se crea que este últim o acep­
tó el títu lo de gobernador intendente.
Al llegar a esta parte, nos viene en pensa­
m iento confesar que no hemos podido darnos
cuenta de la traición de Rivero. Con efecto, es
difícil creer que el héroe de tantas batallas se
hubiese som etido por debilidad; asimismo es in­
creíble que él hubiera abjurado sus creencias ve­
rificándose en su espíritu una tan súbita tran s­
form ación, tanto más inexplicable, cuanto que
el alma del que ha sabido m antenerse en la sen­
da del honor no puede ser en un m om ento pre­
sa de la abyección.
Con la luz que se desprende de los docum en­
tos que hemos reunido, procurarem os aclarar es­
te punto.
A nte todo es falso que Rivero recibió de Go­
yeneche el título de gobernador intendente.
El señor M iguel M aría A guirre, personaje
de justa y m erecida nota, en un trabajo históri­
co que todavía está inédito dice lo siguiente:
“E ntró Goyeneche a Cochabamba e'l 15 de agos­
to de 1811 y observó una conducta indulgente
con todos los que habían tom ado parte en las
ocurrencias anteriores incluso Rivero a quien tra­
tó bien y le reconoció en su clase de coronel. Nom­
bró gobernador intendente de la provincia a don
A ntonio A llende hijo del lugar y muy aprecia­
do por sus paisanos y dejando una guarnición
de 100 hom bres al mando del com andante San-
tiesteban continuó su m aicha para Chvquisa-
ca”.
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Pero, se dice que cuando tuvo lugar la segun­
da revolución de Cochabamba, el intendente Riv'e-
ro fue destituido por su antiguo com pañero de
arm as Esteban Arze. E sto es igualm ente inexac­
to. “E steban Arze, dice el señor A guirre, reu­
nió en el Paredón, una gran m ontonera armada
de palos, lanzas y unos pocos fusiles. Se enca­
minó a Cochabamba y amenazó la población de­
fendida por la guarnición y reforzada con trin ­
cheras que se levantaron a una cuadra de la pla­
za principal por todas direcciones; antes de lle­
gar a las manos, cruzaron parlam entos de una
parte y de otra y el gobernador A llende de
acuerdo con el com andante Santiesteban, convino
en entregar la ciudad a Arze, a condición de que
le dejase salir la guarnición con sus respectivas
arm as a reunirse si ejército. A rze se apoderó de
la capital”.
La palabra del señor A guirre es tanto más
autorizada cuanto que él quizás fue testigo pre­
sencial de aquellos sucesos. Considérese, ade­
más, que com pulsados escrupulosam ente los ar­
chivos de Cochabamba, no se ha encontrado la
más pequeña huella de que Rivero hubiese sido
gobernador ; por el contrario A llende es el que
aparece como tal en m uchos docum entos de esa
época.
¿Por qué se asegura entonces que Rivero
aceptó el título de gobernador? ¿E n vista de
qué docum entos, U rcullo, Cabrera y otros h is­
toriadores han em itido sus asertos? P erm ítase­
nos enunciar que el defecto de escribir lo que
otros han dicho, sin conform arse a la verosim ili­
tud de las cosas es la fuente de errores Irm enta-
bles. La historia sin disquisición no puede m e­
nos de ser un caos, y como la nuestra está to­
davía en ciernes, m ayor necesidad hay del exa­
men severo y escrupuloso, aun de los hechos te­
nidos por verdaderos.
Por otra parte, Rivero no ha dejado v esti­
gio de su apostasía. ¿Cuáles son los hechos de
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que se le acusa? ¿Por dónde consta que fue co­
laborador de Goyeneche? ¿No es evidente que
habiéndose consumado su delito hubiese hecho
algo contra la causa que había traicionado?
Abascai, en una carta dirigida a Goyeneche
el 9 de agosto de 1812, dice que la adhesión de
Rivero al virrey del P erú fue m otivada por la
fuerza de las circunstancias. E l mismo virrey
le aconseja a Goyeneche, en la referida carta,
que desconfíe siem pre de Rivero, porque ha­
biendo sido prom otor de la guerra de la indepen­
dencia en Cochabamba no podía dejar de traba­
jar por la causa que defendió con tanto brío.
E steban Arze, en contestación a un oficio de
Pueyrredón, dice tam bién lo sig u ien te: “Cum­
pliendo con la superior orden de U.S. en su ofi­
cio de 22 de enero se han recogido a poder del
señor P refecto Don M ariano A ntezana, los des­
pachos de coronel y brigadier con que la Ju n ­
ta de Buenos A ires, se sirvió condecorar al se­
ñor Riv'e~o, y por el gobierno se procede con
rapidez en el seguim iento de su causa; su ac­
tual situación me consterna y deseo que en las
justificaciones que produjere a su tiem po, haga
ver que sus procedim ientos, perjudiciales a su
prim era opinión (1), no tuvieron por causa la
depravación de su voluntad”.
El prim er docum ento lo ju stifica a Rivero
de la acusación de haber abjurado sus creencias;
el segundo después de m anifestar su estado las­
timoso, suspende el fallo que tan inexorablem en­
te han hecho pesar sobre é’l m uchos historiado­
res.
Desde luego, declaram os que Rivero se re­
concilió con Goyeneche. Alarm ados los cocha-
(1) Arze al hablar de los procedimientos de Rive­
ro se refiere acaso a la reconciliación con Go­
yeneche. A pesar de que dicha reconciliación
ha sido perjudicial a Rivero no lo deshonra en
manera alguna según probaremos oportunamen­
te.
110
bam binos por el descalabro de Am iraya, y te­
niendo conocim iento de que Goyeneche había
m anifestado m uchas veces estim ación y deferen­
cia por Rivero le obligaron a éste a dar ese pa­
so; siendo cierto lo anteriorm ente expuesto, R i­
vero, en lugar de traicionar la causa de la patria,
prestó un servicio más a su pueblo (1).
Se nos dirá que el general del ejército au­
xiliar de Buenos A ires, M artín de Pueyrredón,
en su oficio de 22 de enero de 1812 que d iri­
gió a E steban Arze (2), ordena que los despa­
chos de coronel y brigadier dados a Rivero, sean
recogidos y entregados al gobernador M ariano
A ntezana, porque aquél hizo traición a la cau­
sa de la independencia. Contestam os que no es
de extrañar que Pueyrredón, hallándose lejos de
Cochabamba y engañado por las apariencias, hu­
biese expedido orden tan severa.
Puede decírsenos todavía que el avenim ien­
to de Rivero con Goyeneche en ningún caso de­
be ser justificado. M anifestarem os en contesta­
ción que en los tiem pos a que nos referim os, no
estaba bien definida la causa de la independen­
cia y sólo después del año 14 fue que los pue­
blos se declararon francam ente por la em anci­
pación; hasta entonces había sido sostenida la
lucha contra las autoridades reales; de allí ade­
lante, debía sostenerse contra la m etrópoli.
Además, existe cierta carta de Abascal di­
rigida a Goyeneche (3). E lla ha sido in terpre­
tada desfavorablem ente a Rivero porque dice:
“No pueden ir hoy los despachos que ofrecí en
(1) Publicamos en el Apéndice un documento que
muestra muy a las claras que Rivero al avenir­
se con Goyeneche no hizo más que ceder a las
exigencias del pueblo (Véase la nota 6).
(2) Este oficio se halla inédito, no lo copiamos aquí
por no ser necesaria su publicación.
(3) La referida carta es del 10 de agosto de 1812.
Ha sido publicada en los “Anales Históricos” de
Carlos Calvo.
111
el correo pasado a causa de que al tiem po de
firm arlos me encontré con una ensalada italia­
na que me ha puesto en precisión de hacer que
se rehagan para el inm ediato. Incluyo el ofi­
cio que U.s. desea sobre el bendito R ivero”.
¿Qué prueban las últim as palabras? ¿Se dirá
que Rivero solicitó con pertinencia algún empleo
V que por eso fastidiado el virrey lo calificó de
bendito? Pero adviértase que el autor de la car­
ta, no habla de despachos sino de un oficio y si
en hecho de verdad la carta se refiere a unos
despachos, no sabemos para quién eran; pues
Abascal, no nos lo dice.
Finalm ente, la m uerte de Rivero, ha dado
lugar a que el pueblo m antenga hasta hoy día,
'la creencia de que fue víctim a de los rem ordi­
m ientos. Se dice que m urió de pesar (1).
Si todavía hubiese quedado en nosotros al­
guna duda acerca de la honradez de Rivero, su
m uerte, digna de los hom bres grandes, nos ha­
bría convencido de la pureza de su alma. E lla
será el m ejor argum ento opuesto a los que han
negado sus virtudes.
D atos irrecusables nos m anifiestan que esa
m elancolía fue ocasionada por la injusticia de
algunos de sus com patriotas que se propusie­
ron deshonrarlo.
Em pero, ha llegado la hora de las repara­
ciones.
El pueblo de Cochabamba ha hecho justicia
a sus m éritos colocando su nombre, previa deli­
beración del Concejo M unicipal, en unn plancha
conm emorativa.
(1) Es evidente que llegó a apoderarse de Rivero
(profunda tristeza en los últimos días de su vi­
da; pero él fue víctima de una fiebre que con­
trajo en su finca de Sucusuma, de donde lo
trajeron a esta ciudad. Murió en la casa que
hoy es de los señores Unzueta.
112
E stá probado que la justicia hum ana es siem ­
pre tardía.
Así acabó Rivero su vida, dice Ramón M u­
ñoz Cabrera: “B rilló como un m eteoro y desa­
pareció del cielo de la P atria para sepultarse
en la oscuridad y en el olvido”.
Si realm ente acontecim ientos fatales vela­
ron esa tan grande figura de nuestra indepen­
dencia, el tiem po justiciero, la ha rehabilitado
en el núm ero de los ilustres protom ártires de la
libertad.
Continúa el mismo señor Cabrera, y como
arrepentido de su prim er aserto d ic e : “Pero su
gloria le sobrevive, y le asigna un distinguido
puesto entre los prom otores de -la independen­
cia de A m érica”.
M ientras haya un corazón que pueda latir
por la patria, el nombre de Rivero será trasm i­
tido de generación en generación. P or eso consa­
gram os estas hum ildes páginas en m em oria de
sus hazañas y sacrificios.
CAPITULO IX
R eorganización de las fuerzas independientes.—
Arze se apodera de C ochabam ba.— La J u n ta de
G obierno.— D escalabro de O ruro.— La cam paña
de C hay an ta.— B atalla de C aripuyo.— Ligera
m ención de los nom bram ientos expedidos en fa -
votr de' E steban Arze por el general en jefe del
ejército au xiliar don M artín de Pueyrredón y por
la S uprem a J u n ta de B uenos Aires.
H abiéndose retirado Goyeneche de Cocha-
bamba al finalizar el año 1811, Arze, a pesar de
que la situación era por demás difícil, hizo sacri­
ficios para reunir gente en el Paredón y en Ta-
rata y a la cabeza de valerosas huestes que no
tenían más arm as que palos, cuchillos y m uy po-
113
cos fusiles, le intim ó rendición al gobernador
Allende. E ste, al optar por la defensa, tuvo que
atrincherarse; mas, cuando vio la actitud resuel­
ta del enemigo, tomó el partido de abandonar
la ciudad, no sin im poner condiciones que fue­
ron aceptadas por Arze.
E l gobernador A llende era de espíritu con­
ciliador y enem igo de la lucha y de los trasto r­
nos, fue por esto sin duda que cap itu ló ; su con­
ducta, no m ereció la aprobación de Goyeneche;
así lo m anifiesta éste en una circular que por
estar todavía inédita m erece ser publicada. “H a­
biendo sido juzgado, dice Goyeneche, en consejo
de guerra de oticiales generales, el capitán del
regim iento de infantería fijo de Buenos Aires,
don M iguel Santiesteban (1), acusado de haber
rendido sin el m enor decoro ni resistencia, las
armas del rey que guarnecían a sus órdenes en
clase de com andante de cuartel la ciudad de Co­
chabamba de la que se apoderó el caudillo E ste­
ban A rze con la jente en masa que levantó en
el valle de Cliza, ha resultado de la sentencia:
que puesto en libertad, quede absuelto de la res­
ponsabilidad, de la rendición y que por no ha­
ber exijido como com andante del cuartel, el sa­
lir con sus armas y los honores de guerra, habién­
dose rendido sin contradicción alguna, se le ten ­
ga por inepto en el servicio no em pleándosele en
cargo alguno de el en que tenga responsabili­
dad directa y observándosele en su conducta se
le emplee por mi en casos de m ayor riesgo, para
que ya que ha dado pruebas de insuficiencia ca­
lifique no dim anar esta de cobardía. Cuartel Ge­
neral de Potosí, 19 de diciem bre de 1811. José
M anuel de G oyeneche”.
La capitulación se hizo el 29 de octubre de
1811.
Cortez en su “Ensayo sobre la historia de
Bolivia afirm a que Arze sublevó la Subdelega-
(1) Santiesteban era comandante de la guarnición
de Cochabamba y Allende el primer jefe.
114 —
ción de Cliza a m ediados de noviembre, separán­
donos de él hemos señalado el 29 de octubre, por­
que de un docum ento que tenem os a la vista, se
desprende claram ente la v erd ad ; P ueyrredón en
el despacho de presidente de la Ju n ta provin­
cial, expedido en favor de E steban Arze, dice
lo que sigue: “Ordeno y m ando a todos los ofi­
ciales y tropas lo obedezcan y tengan con todas
las facultades, funciones y prerrogativas que le
corresponden y con el goce de cuatro mil pesos
de renta anual y corriente desde el 29 de octu­
bre de este año 1811 en que se apoderó de la
enunciada ciudad”.
A lgo más, Pueyrredón escribía al goberna­
dor de Cochabamba M ariano A ntezana: “H a­
biendo recibido la plausible noticia de la recu­
peración de esa ciudad y provincia que se sir­
vió U.s. com unicarm e en oficio de 2 de noviem ­
bre anterior, regresó bien gratificado el 26 del
propio mes su conductor Juan Pablo M ariscal,
quien llevó el despacho de coronel para el be­
nem érito restaurador de la patria don Esteban
A rze”. Si el 2 de noviem bre se dio parte de la
revolución de Cochabamba, claro es que ella no
sucedió a m ediados de ese mes.
Tom ada por A rze la ciudad, instálose la J u n ­
ta de Gobierno com puesta de los señores Casi­
m iro Escudero, Pedro M iguel Q uiroga, Juan A.
A rriaga, Toribio Cano v M ariano A ntezana, go­
bernador de la provincia.
Uno de los prim eros actos de la Ju n ta de
Gobierno fue invitar al vecindario de Cocha-
bamba a una suscripción para socorrer las fam i­
lias de los que m urieron en los combates de A ro­
ma, Guaqui y Am iraya.
P osteriorm ente, en cum plim iento de una or­
den de la Ju n ta de Gobierno, E steban A rze m ar­
chó con 3.000 hom bres a tom ar la plaza de O ru-
ro, ocupada por Socaza. A ntes de llegar a dicho
pueblo, se detuvo para enviar a tres oficiales
115
con objeto de que le intim asen rendición al jefe
enem igo. E l señor Cortez dice que no fueron si­
no dos los com isionados del caudillo patriota;
de éstos, el prim ero fue ahorcado y el segundo
reducido a prisión.
Indignado Arze ante el crim en de Socaza,
digno por cierto de m uy gran castigo, atacó la
villa de O ruro; por desgracia, sus esfuerzos fue­
ron im potentes para vencer la obstinada resis­
tencia del enem igo. Así es que hubo de verse
en la dura necesidad de abandonar O ruro para
dirigirse a Chayanta.
A hora bien, por lo que hace al día en que
A rze fue rechazado de O ruro, creemos necesario
rectificar la inexactitud en que sin excepción
de uno solo, han incurrido todos los historiado­
res. E llos dicen que el 16 de noviem bre E ste­
ban A rze atacó aquella villa y que en la misma
fecha se retiró de allí para replegarse sobre
Chayanta.
Docum entos que tenem os a la vista paten­
tizan que hasta eí 30 de noviembre no tuvo lu­
gar la expedición a O ruro; en ese día, Arze se
hallaba todavía en Cochabamba; más, se dirá que
para entonces pudo haber regresado acaecida la
derrota. A esto opondrem os que Arze, después
del descalabro, se dirigió de O ruro a Chayanta
para no volver sino en febrero de 1812 como es
m uy sabido. Adem ás otra razón nos obliga a asen­
tar que el combate de O ruro no aconteció a me­
diados de noviembre. Pocos deben ignorar que
•la campaña de Chayanta se verificó en enero. El
17 y el 19 de ese mes sucedieron los dos encuen­
tros de las fuerzas independientes con los rea­
listas. Si el jefe patriota se encaminó a C hayan­
ta el 16 de noviembre, nos explica por qué es­
tuvo hasta enero en la más com pleta inacción;
y lo que acabamos de m anifestar, es tanto más
inexplicable, cuanto que la misma historia nos
dice que la división m andada por Arze peleó en

116
P intatacala inm ediatam ente después de arribar
a Chayanta. Es indudable, por tanto, que a me­
diados de diciem bre se replegó la fuerza cocha-
bam bina de O ruro sobre aquella provincia.
A continuación vamos a m anifestar sólo lo
que nos ha parecido m uy notable, pues otra co­
sa no podemos hacer en estos apuntes escritos
al correr de la pluma.
E l com andante A stete había salido poco an­
tes de O ruro con dirección a Chayanta, A rze re­
solvió ir en seguim iento de aquel realista. E'l 16
de enero, llegó a un lugar llamado Caripuyo y
se reunió con las tropas de Gabino T erán, sub­
delegado de Chayanta. A la sazón, el com andan­
te general M anuel M uñoz y los capitanes C ris­
tóbal Veizaga, A ntonio Barroso y Pablo R asgui­
do, ocupaban la plaza de Sacaca y el infatigable
guerrillero M ateo Zenteno se hallaba en su cam­
pam ento de Challa. E n Caripuyo supo Arze que
una com pañía de ochenta hombres, procedente
de la fuerza de A stete, se dirigía a O ruro. E n ­
tonces, ordenó que fuese el capitán Revollo en
su alcance. El 17, a las dos de la tarde, empeñóse
una sangrienta lucha con sólo doce hom bres y
un cañón por parte de los independientes. Re­
vollo, se m antuvo firm e durante hora y media,
y habría podido resistir por más tiem po a no ha­
berse inutilizado el cañón. Aquel puñado de va­
lientes estaba a punto de ser envuelto por la fuer­
za enem iga cuando apareció Arze, quien habien
do sido llamado por Revollo, acudió al lugar del
combate con pasmosa celeridad. A la llegada del
caudillo patriota, la lucha se hizo más reñida. J o ­
sé Badillo, jefe del bando enem igo, peleó con
bravura. Dos horas duró este combate y sólo cua­
tro realistas quedaron con vida.
E ntretanto, Arze se proponía sorprender a)
com andante A stete; “lo que efectivam ente hubie­
ra sucedido a no m ediar ocho o nueve leguas de
un camino sum am ente áspero”. E l 18, Arze con­
tinuó su m archa a Chayanta. A stete había aban
117
donado el pueblo y caminaba hacia O ruro. El
caudillo patriota le salió el encuentro en Agua
de C astilla a las cinco de la tarde. A fin de evi­
tar la efusión de sangre, Arze le exigió que se
rindiera y le ofreció todas las garantías necesa­
rias; pero A stete dijo que su honor no le perm i­
tía rendirse. Insistió el jefe independiente, ha­
ciéndole com prender que las fuerzas patriotas
eran superiores y que com etía una verdadera im ­
prudencia m anteniendo la idea de hacer resis­
tencia. Con tal m otivo fue enviado el capitán
Revollo al campo enemigo. En ese momento una
división de los naturales de Chayanta, creyen­
do que se había ordenado el ataque, lanzóse sobre
los realistas y mató ocho hombres.
La agresión fue rechazada con dos descar­
gas de fusilería que causaron algunas m uertes
entre los indios; más bien pronto el capitán R e­
vollo le persuadió al jefe contrario “que no era
perfidia de ellos sino la intrepidez y desorden
de aquella gente, con lo que quedaron aquieta­
dos los esp íritu s”.
Al día siguiente Arze conferenció largam en­
te con A stete, y obtuvo de éste la prom esa de
abandonar la provincia de Chayanta con la con­
dición de que se le dejase ir hasta el D esagua­
dero con sus arm as y soldados. A rze hubo de
aceptar esa condición m uy a pesar suyo, por ha­
llarse no en estado de luchar ventajosam ente, a
consecuencia de haberse m ojado la pólvora con
los aguaceros de esos días.
Así fue trem olado el pendón de la libertad,
en 'la patria de los Cataris, tristes víctim as de
la crueldad española.
Goyeneche, como era m uy de esperar, repro­
bó que A stete hubiese arribado a un avenim ien­
to con A rze; por eso en una com unicación que
le dirigió al virrey del Perú, Abascal, en 19 de
febrero de 1812, decía: “A stete regresó aquí de
Chayanta con la m itad de la fuerza con que sa-
118
lió: ha perdido en su viaje más de 300 hombres
entre desertores y sacrificados a su im pericia;
y habiéndose encontrado con el insurjente A rze
que mandaba vándalos de Cochabamba pudo ha­
berlo batido y entró en conferencias; con el tra­
tam iento de señoría, se hicieron m útuos cum pli­
m ientos y se despidieron con este deshonor.
Igual suerte tienen todas las arm as y divisiones
que no están a mi vista; estoy lleno de indig­
nación de esta m engua ¡Cuándo querrá Dios que
deje estos cargos con que ya no puedo” !
A stete cum plió su palabra y Arze volvió al
pueblo de Chayanta. Perm aneció allí poco tiem ­
po. E l mal estado de su gente y la carencia casi
absoluta de los principales elem entos de guerra,
le obligaron a replegarse sobre la provincia de
Cochabamba, donde reorganizó sus tropas y
se aprestó a nuevos y más gloriosos combates.
A ntes de ocuparnos de los demás acontecim ien­
tos en que E steban A rze hubo de tom ar parte,
séanos perm itido hacer una ligera m ención de
los nom bram ientos expedidos en su favor, con
m otivo de la actividad que desplegó en la cam­
paña de que acabamos de hablar.
M artín de Pueyrredón, caballero de la real
y distinguida orden de Carlos III, coronel de les
reales ejércitos, oresidente de la Real A udiencia
y provincia de los Charcas y general en jefe
del ejército auxiliar, confirió a don Esteban A r­
ze, a ncm bre del Suprem o Gobierno del distrito
del Río de la Plata, el grado de coronel de ejér­
cito, “atendiendo a sus relevantes m éritos y ser­
vicios”.
E ste despacho expedido en el cuartel gener
ral de San Salvador de Ju ju y , a 25 días del mes
de noviembre de 1811, fue recibido por A rze en
diciem bre, juntam ente con un oficio del mismo
general.
O tro despacho no menos interesante, fue el
que se le extendió del “presidente en comisión
119
de la Ju n ta Provincial de Cochabamba, y de los
partidos de su com prensión, como tam bién, de
cuantos territo rio s y pueblos fuese som etiendo
y recuperando de la opresión del enem igo”. Dice
así: “P or cuanto la m uy constante y valerosa
provincia de Cochabamba, ha sabido recobrar el
crédito que sólo pudieron oscurecer las intrigas
de la tiranía y de la ingratitud, debiéndose la
grande obra de su restauración al influjo y es­
fuerzos del animoso patriota don E steban Ar-
ze”, etc.
En el mismo despacho Pueyrredón o rd en a:
que la Ju n ta provincial, el A yuntam iento y las
justicias lo tengan por presidente en comisión, y
le tributen todas las consideraciones debidas a
los de su clase y además le señala cuatro mil
pesos de sueldo al año. E l presente despacho, fue
acom pañado de un oficio que tenem os a bien in-
sertar en el apéndice (1).
En esa misma fecha, recibió tam bién una car­
ta dél general en jefe del ejército auxiliar. E n
dicha carta, Pueyrredón le ratifica las conside­
raciones a que se había hecho acreedor (2).
Finalm ente, en 28 de diciem bre de 1811, los
señores Feliciano A ntonio Chiclana, M anuel de
G arretea y B ernardino Rivadavia, m iem bros del
gobierno de las provincias unidas del Río de
la Plata, tuvieron a bien conferirle el grado de
coronel de ejército (3).
Al consignar las anteriores líneas como el
m ejor hom enaje tributado a la m em oria de Arze,
no podemos prescindir de copiar lo que uno de
sus contem poráneos escribía el año 1812. “Don
E steban A rze es el guerrero más célebre en toda
la Am érica por sus combates y victorias. E s el
verdadero héroe del A lto-P erú, porque con su
brazo invencible ha conquistado la libertad para
(1) N ota 7.
(2) N ota 8.
(3) N ota 9.
120
sus herm anos y com patriotas que vivieron en el
cautiverio de Goyeneche. E s el segundo M oi­
sés, por haber dado la independencia a estas pro­
vincias que le aclam aron como inspiradas del
cielo.
Todas sus proezas son obras sobrenaturales;
ellas quedarán grabadas en el corazón de sus
com patriotas, y m erecerán ser prem iadas por
D ios”.
M atías A rtieda y Solis, distinguido patrio­
ta del pueblo de T arata, es el autor del anterior
encomio, justo a la vez que pomposo.

CAPITULO X
C ontinúa el levantam iento de C ochabam ba.— Los
cañones de estaño.— Arze au m en ta sus huestes
en el Paredón.— B atalla del Q uehuiñal.— C o­
ch abam ba opone resistencia a G oyeneche.— D es­
graciados sucesos que se siguieron a la tom a de
la ciudad.— M uerte de A ntezana.— Im p o rtan cia
de la segunda revolución de C ochabam ba.— La
guerra de m ontoneras.— D escalabro de Molles.
De regreso de Chayanta, A rze consiguió reu­
nir en T arata una num erosa m ontonera resuelta
a pelear por la independencia. Además su des-
perteza le enseñó que era conveniente m antener
en estado de sublevación la im portante provin­
cia de Cliza, a fin de que en ella no se apagara
el entusiasm o patriótico que tantos prodigios
había engendrado.
E ntretanto, el bien afam ado gobernador M a­
riano A ntezana organizaba las fuerzas de la ca­
pital.
E xistían en Cochabamba y en T arata cuatro
mil setenta hom bres y ochenta cañones: de és­
tos cuarenta estaban m ontados.
121
D urante esta revolución se fabricaron los cé­
lebres cañones de estaño y de los que el Gene­
ral B elgrano hace la siguiente explicación.
“El cañón es de estaño bastantem ente refor­
zado: su longitud de una vara y 9 pulgadas, su
calibre de dos onzas. E l oído tiene un grano de
bronce: se coloca sobre una orqueta a la que
van asegurados los m uñones, situada aquella al
frente, y su altura correspondiente al hombro
del individuo, el que form ado, hace de él, el
mismo uso que del fusil”.
E n seguida se encuentra la explicación de
la granada “será del calibre próxim am ente de a
dos: se halla engarzada en unos anillos de cue­
ro, y en sus extrem os inferiores anda por m e­
dio de nudos asegurados a un trozo de cáñamo de
longitud de una vara: se arroja a la distancia
de una cuadra como si fuese con una honda, pu-
diendo tam bién verificarlo por otros diferen­
tes m ovim ientos, correspondiendo la espoleta a
la distancia a que las arrojen: en la parte infe­
rior tiene una pequeña abra por donde se in tro­
duce su carga, y queda cubierta con una m adeja
de cáñamo, que viniendo desde la boca rem ata
en lo interior, asegurando la espoleta”.
Arze, que desde su regreso de Chayanta per­
maneció en Tarata, m archó sobre el Paredón a
reforzar su ejército, para oponer resistencia a
Goyeneche, quien salió de Potosí con dirección
a Cochabamba.
E n el Paredón no pudo perm anecer sino tres
días. Desalojó ese pueblo, para dirigirse a Saca-
bamba, finca de las alturas de Toco y como allí
tuviera conocim iento de la aproxim ación de Go­
yeneche a Pocona, determ inó ir en alcance del
enemigo.
E l 23 de mayo por la noche. Arze y sus com­
pañeros llegaban transidos de fatiga a P aredo­
nes, lugar situado en las inm ediaciones de V a­
cas.
122
M ientras tanto Goyeneche estaba ya en Po-
cona a la cabeza de dos m il quinientos hombres.
Am aneció el día 24 de mayo sereno y apaci­
ble. A ntes de que A rze avanzara dos leguas de
su cam pam ento, fue avistado el ejército realista
sobre una colina.
No lejos de la cordillera de Vacas que os­
tenta sus crestas coronadas de nubes, y de las
argentadas lagunas que ocupan la hondonada de
Parco-cocha, se encuentra el sitio donde tuvo
lugar el combate (1). El valor que desplegaron
los independientes fue digno de su causa. E m ­
pero, fue necesario que renunciaran a la lucha
por ser irresistible el poderoso ejército realista.
La artillería de Cochabamba, quedó en el
campo de batalla. E l núm ero de m uertos ascen­
dió a treinta.
A esta batalla asistió, alistado en las filas del
ejército de la patria, don Pedro A randia, per­
sonaje de quien la historia no dice nada, pero
cuyos hechos son bastante notables para ocu­
par un lugar en estos apuntes.
A randia m anifestó en un principio adicto a
la causa de la independencia, im pulsado sin du­
da por m óviles m ezquinos, pues bien pronto aban­
donó sus banderas declarándose enem igo inexo­
rable de los patriotas.
N ingún crim en dejó de ser consum ado por
él. Nom brado capitán de las m ilicias reales de
T arata ordenó la destrucción de la casa de E s­
teban Arze, su benefactor, y ocasionó el suplicio
del desgraciado Guamán, víctim a de horrible
perfidia.

(1) El sitio en que tuvo lugar el encuentro de Ar­


ze con la fuerza de Goyeneche se llama Que-
huiñal, derivado de quehuiña, nombre de un
árbol cuya corteza es de color encamado.
123
La im aginación del pueblo, tan fecunda en
esas creaciones fantásticas con que suele rodear
los hechos trágicos, ha dado a la m uerte de Gua-
mán un colorido especial.
E l año 1855, m urió A randia en el pueblo de
V ilavila sin dejar otro recuerdo que el de sus
crím enes.
M ariano A ntezan al saber el descalabro del
Q uehuiñal, hizo esfuerzos a fin de calm ar la
agitación que reinaba en todas las clases de la
sociedad y m uy particularm ente para contener
el desorden de aquellas gentes que suslen en ve­
ces, aprovechar de los m om entos de conflicto,
para realizar sus crim inales designios.
Adem ás, m ostró al pueblo que era im posi­
ble la defensa por haber desaparecido el ejér­
cito patriota en la refriega del Q uehuiñal.
E ntonces fue que llegaron los diputados que
Cochabamba envió a Goyeneche. Uno de ellos
habló en público y dijo que el vencedor de Po-
cona prom etía perdonar a la ciudad, si ella se
rendía voluntarim ente. Con esto, A ntezana per­
sistió en su idea de no hacer resistencia, m ani­
festando que él estaba dispuesto a m orir; pero
que quería salvar a su pueblo de las desgracias
a que inevitablem ente lo conduciría una resolu­
ción tem araria.
P or desgracia la voz del gobernador no fue
escuchada, v algunos alborotadores llegaron a
im poner su vountad al pueblo.
E l desorden duró desde el 25 hasta el 27 de
mayo, día en que los am otinados atacaron las
casas de los realistas y el convento de San F ran ­
cisco, donde se habían refugiado varios espa­
ñoles.
E sta últim a agresión fue tenaz. La com uni­
dad de dicho convento, subió a la torre de la
Iglesia, llevando el Santísim o para contener al
124
populacho cuyo furor se aum entaba por instan­
tes.
E ntretanto, Goyeneche entró a A rani el m is­
mo día de la batalla del Q uehuiñal. E l 25 pasó
a Cliza e hizo fusilar a Teodoro Corrales.
Consternada la ciudad env'ió una nueva d i­
putación. El resultado que ésta obtuvo pudo
tranquilizar los ánim os; pues Goyeneche dijo
que el pueblo y provincia de Cochabamba, que­
daban bajo la protección del rey.
P or desgracia, cuando el ejército realista des­
cansaba al pie del T icti, en la próxim a colina
de San Sebastian, se vio un grupo de gente que
después de dar algunos tiros partió de carrera.
E sto indignó sobrem anera a Goyeneche y no pu-
diendo resistir al fuego de la venganza que en­
tonces abrasaba su alma, lanzó otra ve>z esas pa­
labras de m uerte y exterm inio que las había pro­
nunciado ya en Chuquis-aca: ¡“Soldados: sois
dueños de las vidas y haciendas de los insur­
gentes: m archem os a exterm inarlos” !
Q uisiéram os correr un velo delante de esas
escenas de sangre y de ho rror; más, es fuerza
ocuparse de ellas a continuación. E n el instan­
te en que el ejército de Goyeneche se desbanda­
ba tom ando distintas direcciones para caer so­
bre la ciudad, un hecho trágico y m uy singular
tenía lugar en el cerro de San Sebastian. E n
com pañía de los que subieron a esa Colina pa­
ra oponer resistencia al enem igo, estaba cier­
to francés en calidad de artillero. E ste, tan lue­
go que sus com pañeros com enzaron a huir se
mató con el cañón que él mismo había conduci­
do hasta allí. ¿Q uién era él? No lo sabemos. E l
señor José V entura Cabrera y Claros, testigo
presencial de los referidos sucesos es quien nos
ha sum inistrado el presente dato.
De allí a poco entró a la ciudad la soldades­
ca de Goyeneche y se entregó con furor a exce­
sos- abominables.
126
T res días duró el saqueo. La plum a se re­
siste a describir ese cuadro de sangrientos ase­
sinatos, robos, incendios y violaciones. Para sa­
ber cuánto nos cuesta la libertad, m enester es
dirigir la vista a esos acaecim ientos de triste re­
cordación.
Todo lo verificado lo tuvo por bien Goye-
neche e im pulsó a sus secuaces al crim en y a las
más horribles atrocidades.
E n el prim er día de saqueo penetró hasta el
tem plo, en busca del oidor A ndreu, a quien hi­
rió con su espada. M uy pronto fueron tam bién
víctim as de su im placable venganza, los patrio­
tas F errufino, Lozano, Ascui, Zapata, Padilla,
G andarillas y L uján.
M ariano Antezana, el inolvidable goberna­
dor de Cochabamba, debía ofrecer tam bién por
la patria su vida en holocausto.
Desde el instante en que los realistas se apo­
deraron de la ciudad perm aneció A ntezana en la
Recoleta, vestido con el hábito de los religio­
sos de ese convento.
U n aviso fatal dio lugar el día 28 de mayo
a que Goyeneche destacara algunos hom bres ar­
mados para aprehender a Antezana, quien, como
hemos dicho, se había refugiado en el convento
de la Recoleta.
Reconocido por un soldado fue arrancado de
su asilo y conducido a la ciudad en medio de
viles sicarios.
Llegó a la ciudad sereno e im perturbable.
Poco tardó en entrevistarse con Goyeneche.
Lo que hubo en esa entrevista perm anece
envuelto en el m isterio. A lguien asegura que
Goyeneche prom etió perdonar a A ntezana, si ab­
juraba públicam ente sus errores.
127
Pero el denodado patriota prefirió más bien
la m uerte ¡Sacrificio digno de sem ejante hom ­
bre! Creemos que entonces dirigió a su esposa Ju a­
na de Dios Barbeito, la siguiente carta: “E s­
toy bueno pero sin arbitrio de cam inar: con to­
da nuestra casa han saquedo todas mis cabalga­
duras y después de haber sufrido los insultos y
las m ayores inconsecuencias que decirse pueden
de un pueblo a que he servido con el m ayor ho­
nor, sólo me resta esperar la m uerte, que es el
últim o fin del hombre. Dios me dé sus divinos
auxilios, y a tí toda la conform idad necesaria a
com prar con estos lijeros y m om entáneos pa­
decim ientos que ofrece la vida hum ana que por
ser dependiente de un m undo tiene la inconstan­
cia y m utabilidad para que él hom bre racional se
desprenda y se eleve solo a lo eterno y a Dios
que es por quien fuim os criados para el mismo
y para su gloria. Joaquín M ariano A ntezana”.
D espués de la conferencia de que hemos ha­
blado más arriba, salió A ntezana del alojam ien­
to de Goyeneche con dirección al cadalzo que
se levantó en 'la vereda oeste de la plaza de ar­
mas.
M urió con estoica resignación, y su cabeza,
desprendida del cuerpo, fue colocada en una pi­
ca.
Al día siguiente continuaban las ejecucio­
nes, y la cabeza de A ntezana seguía derram an­
do las últim as gotas de esa sangre que no debía
secarse en la carne, para bendecir esta tierra
que fue el teatro de sus hazañas.
M uerto Antezana, Goyeneche creó una co­
m isión com puesta de Im as y Cañete con el solo
objeto de no dar tregua a la persecusión contra
los patriotas. Im as, incom parable m onstruo de
iniquidad, hizo pesar su despotism o sobre el
desgraciado pueblo de Cochabamba. Mezcla de
crueldad y de la más torpe extravagancia, co­
m etió atentados que son recordados con espan­
to.
128
Plano de la ciudad de C ochabam ba. T om a del cerro de San S ebastián

129
el día 27 de m ayo de 1812.
Según la tradición, Imas inventaba con m u­
cha frecuencia penas a cual más crueles par?,
castigar a sus enem igos casi siem pre por m oti­
vos insignificantes. Todos los días se colocaba
en una de las ventanas de la casa en que vivía,
y si alguien dejaba de tributarle al pasar los
rendim ientos que estaba acostum brado a recibir,
era castigado m uy severam ente.
M ás tarde, habiendo dejado de desem peñar
el cargo que se 'le confirió en Cochabamba, Im as
fu 3 con quinientos hom bres a la provincia de
Chayanta. A llí hizo fusilar a la m ujer del m i­
nero M olina por no haberle querido entregar el
oro que Jtenía. Poco tiem po después de este fu ­
silam iento m urió Imas, asesinado.
E l 10 de junio, Gayeneche se retiró otra vez
al Sud, dejando en Cochabamba a Lombera.
E s en este lugar que creemos indispensable
em itir algunas consideraciones acerca de la im­
portancia de la segunda revolución de Cocha-
bamba.
En 1811, Goyeneche había conducido su ejér­
cito victorioso desde el D esaguadero hasta Po­
tosí, pacificando prim ero la provincia de Cocha-
bamba y en seguida las poblaciones del Sud. E n
una situación tan difícil resucitó la causa de la
libertad, con el memorable pronunciam iento del
29 de octubre.
Recordará el lector que un año antes, Co­
chabamba lanzó tam bién el grito de indepen­
dencia, después del descalabro de Chacaltaya.
Parece que la providencia le deparó a este pue­
blo la envidiable gloria de cam inar a la conse­
cución de sus santos fines, en m om entos de va­
cilación y de desconfianza para todos. Por otra
parte, el segundo pronunciam iento de Cochabam­
ba ejerció una influencia tan poderosa en las
demás poblaciones, que aun después del san­
griento contratiem po que las armas independien-
130
tes sufrieron en el Q uehuiñal, la revolución se
extingió. En la provincia de Ayopaya, se for­
maban grandes m ontoneras y en lugares más
próxim os como el Paredón y Tarata, el espíri­
tu de independencia se m antenía en todo su vi­
gor
M ientras tanto las provincias del Río de la
Plata, habían caído en el desaliento. E l señor
M itre, hablando sobre el particular, dice lo si­
guiente: “El general Belgrano, que recibió el
m ando del ejército, escribió desde Ju ju y al Go­
bierno, m anifestándole que en las provincias del
N orte se había apagado el entusiasm o de los pri­
m eros tiem pos, que por todas partes había no­
tado indiferencia y aún odio, lo que casi le ha-
hacía asegurar que preferirían a Goyeneche, aun
cuando no fuese sino por variar de situación
y ver si m ejoraban”. Y en otra parte, cual si el
señor M itre hubiese querido poner de m anifies­
to el patriotism o de Cochabamba, dice después
de hablar del abatim iento de los pueblos del vi­
rreinato de Buenos A ires: “ Salvo allí, donde la
ch ispa revolucion aria prod u jo gran d es in cendios
como en C ochabam ba’’.

Un hecho m anifestará más elocuentem ente


la im portancia de la segunda revolución de Co­
chabamba. Nombrado V igodet, virrey de Buenos
A ires en reem plazo de E lio, envió desde M on­
tevideo un com isario a Goyeneche, a fin de obli­
gar a éste a que con las fuerzas de su m ando, se
dirija a Buenos A ires. Goyeneche conoció la ne­
cesidad de pacificar las provincias del Río de
la Plata, pero, a pesar de esto y de que Vigodet
le ofrecía nueve m il hom bres, independientem en­
te de un escuadrón, cerró los oídos a su llam a­
m iento y resolvió m archar sobre Cochabamba.
“La ocasión, dice el general Camba, era favora­
ble para un m ovim iento sobre Salta, pero no era
prudente desentenderse del estado de agitación
en que se hallaba la provincia de Cochabamba”.
131
Goyeneche ordenó, además, que la división
de Lom bera cam inara de O ruro, la de H uisi de
la Laguna y la de A lvarez de Santa Cruz con
dirección a Cochabamba. “E ste lujo de poder
contra una pobre provincia desarm ada y sin dis­
ciplina m ilitar, es un hecho que hace m ucho ho­
nor el denuedo de los cochabam binos”, ha dicho
el historiador Cabrera.
A hora bien, en los “ E studios históricos so­
bre la revolución argentina”, encontram os una
apreciación referente a la segunda revolución de
Cochabamba. Dice ella: “E l 24 de mayo de 1812
caía vencida y envuelta en sangre y fuego, la
heroica revolución de Cochabamba, que hasta
entonces había detenido la invasión de Goyene­
che, m anteniéndolo en su prudente plan de no
dejar a la espalda aquel foco de insurrección”.
E l autor de la obra citada, don Bartolom é M i­
tre, no ha podido prescindir de trib utar un ho­
m enaje a nuestro pueblo, tantas veces encom ia­
do por los escritores argentinos.
Tam bién m anifestarem os que el señor Sárs-
field en sus “R ectificaciones a la historia de
B elgrano”, hace el elogio de la revolución de
Cochabamba en los térm inos siguientes: “Al
desastre del D esaguadero se siguió la subleva­
ción de Cochabamba, aquel hecho heroico que
tanta influencia tuvo en nuestra suerte. Co­
chabamba detuvo por un año al ejército español,
hasta la m uerte de Antezana, ilustre goberna­
dor de aquella provincia”. E n otra parte, dice el
mismo escritor: “La historia de Cochabamba, des­
pués de la derrota de nuestro ejército en el Des­
aguadero, es suficiente para dem ostrar la ener-
jía del espíritu público de todos los pueblos del
virreinato. A rze se pone a la cabeza de aquella
provincia, levanta una fuerza igual en núm ero
al ejército español es vencido por Goyeneche
pero ni por esto los patriotas de Cochabamba se
acorbardan. El gobernador A ntezana form a una
segunda línea a las orillas del pueblo, y en ellas
132
estaban las prim eras m atronas, las prim eras jó ­
venes de aquella ciudad que pelean y m ueren a
la par que los hom bres. Cuando el famoso cau­
dillo Lanza refería en Córdova los hechos de
Cochabamba no había hom bre que no creyera
que ese ejem plo había de repetirse en los pue­
blos del Río de la P lata si hasta ellos llegaba el
ejército español”.
Finalm ente, las famosas victorias del Tucu-
m án y Salta fueron preparadas por la revolu­
ción de Cochabamba, porque ésta im pidió que
Goyeneche invadiera las provincias del Sud con
todo su ejército y, si más tarde m archó T ristón
sobre ellas, fue cuando el general B elgrano reu­
nió fuerzas considerables y pudo revivir el es­
píritu público en aquellos países
Con la batalla del Q uehuiñal, term inan 'los
grandes combates. Desde entonces los caudillos
cochabarrbinos, sin poder reunir una fuerza ca­
paz de hacer resistencia, com enzaron a form ar
grupos que luchan solam ente con las peque­
ñas partidas que los realistas solían enviar en
persecución de los patriotas.
Em pero E steban Arze, a quien la constan­
cia jam ás abandonó, tornó a sus fatigas con m a­
ravilloso denuedo y se retiró a la provincia de
M izque, donde él subdelegado, Carlos Taboada
había form ado una división de trescientos hom ­
bres.
Taboada, natural de M izque, fue, como po­
cos, guerrero de m ucha energía. A ntes de la
lucha de la independencia había sido negociante.
E n noviembre de 1811 recibió del general en je ­
fe del ejército patriota don E steban A rze y de
la Ju n ta provincial de Cochabamba, el nom bra­
m iento de gobernador subdelegado del partido
de M izque y com andante general del ejército
auxiliar.
E l heroico pueblo de M izque, encabezado por
su gobernador, sirvió con ahinco la causa de la
133
independencia. Las grandes ruinas que cubren
su glorioso suelo, son el triste testim onio de su
inm olación en el altar de la patria.
E n noviem bre de 1811, Carlos Taboada fue
al pueblo de A iquile con 100 hom bres y de allí
se vió obligado a pasar al Río Grande. D espués
de algunos días de perm anencia en este últim o
punto, supo que un sargento M anuel Campos
quiso darle m uerte.
E l 29 del mismo mes ordenó la prisión del
aludido sargento M anuel Campos, era un espa­
ñol que había servido en las filas del prim er ejér­
cito auxiliar y que habiendo acontecido la de­
rrota de H uaqui se pasó a las de Goyeneche. En
seguida quedó en la guarnición de Cochabamba,
que, a las órdenes del com andante Santiesteban,
dejó Goyeneche para retirarse al Sud. Cuando
Cochabamba se revolucionó nuevam ente, alejó­
se a M izque, donde se alistó por segunda vez ba­
jo las banderas de la independencia.
Acusado Campos, el 29 Jefe, Bartolom é Pi-
zarro, fue nom brado para recibir las declaracio­
nes. De las del capitán P atricio José de Lara,
Pedro Espinoza, Dam ián Galindo, M artín Dá-
vila y Francisco Peña (declaraciones que las te­
nemos originales) resultó que el sargento Cam­
pos era sospechoso y como tal fue rem itido al
cuartel general de Cochabamba.
E stando Taboada en M izque, de regreso del
Río Grande, llegó don E steban Arze. Grande
debió ser el júbilo que experim entaron los in­
dependientes de aquel partido en presencia del
vencedor de Arom a, quien, a pesar del mal esta­
do en que se encontraban los patriotas por to ­
das partes, voló hasta allí; parecía que la pro­
videncia lo arrastraba donde quiera que eran in­
vocadas la patria y la libertad.
Taboada, acom pañado de Arze, se enca­
minó sobre Chuquisaca con la esperanza de apo-
134
derarse de aquella plaza ocupada por un bata­
llón realista. Por desgracia, cuando hubo llegado
a M olles, la fuerza enem iga le salió al encuen­
tro, siendo el resultado de esta refriega la de­
rro ta de los independientes.
E l señor M anuel M ariano Arze, hijo de don
Esteban, recordaba este hecho de arm as y no ha­
ce m ucho tiem po que un anciano del pueblo de
T arata nos aseguró que era evidente lo que el
señor Arze refería.
La historia ha olvidado que A rze asistió a
la batalla de M olles y después de la del Quehui-
ñal ni siquiera hace m ención de él ¡Cuántos sa­
crificios han quedado sin encomio!

CAPITULO XI
Lom bera sale de C ochabam ba.— R ecabarren p ro ­
clam a la independencia.— Nuevo alzam iento de
C ochabam ba.— El doctor M iguel C abrera es n o m ­
brado gobernador in tenden te.— Llegada del
ejército del B elgrano al Alto F erú.— D esastre de
Vilcapugio.— R eorganización del ejército de la
p a tria .— El coronel Z elaya lleva al Sud las h u es­
tes de C ochabam ba.— B atalla de Ayoma.— A re­
nales conduce las tropas cochabam binas a S a n ­
ta Cruz.— V ictoria de la Florida.
El 11 de M arzo de 1813 salió de Cochabamba
Jerónim o Lombera, después de haber causado
incalculables males, en los nueve meses que per­
maneció en la ciudad.
Evacuada la plaza por Lom bera, Recabarren,
que seis meses antes había sido nom brado gober­
nador por la Ju n ta Central de España, tomó el
partido de proclam ar la independencia y dio no­
ticias de lo acaecido al general del ejército au­
xiliar, don M anuel Belgrano, quien, con conoci­
m iento dél suceso, decía en un oficio dirigido
135
a 'la Ju n ta de Buenos A ires: “Envío a V .E. la
nota que he recibido del actual gobernador de
Cochabamba, para que sirvan de satisfacción a
V.E. los sentim ientos patrióticos que indeleble­
m ente conserva aquella provincia, modelo de va­
lor y de constancia”.
La Gaceta de Buenos A ires quiso tam bién
sublim ar el patriotism o de Cochabamba con mo­
tivo de este levantam iento. Uno de sus edito­
riales decía: “Cochabamba, pueblo esclarecido,
la patria os congratula por vuestra tan m ereci­
da como suspirada libertad. E n el herm oso m a­
pa de la A m érica libre ocupareis un lugar in te­
resante y al acercarse el viajero a vuestro re­
cinto dirá, lleno de asombro, este es el pueblo
del heroísm o y de la virtud, porque es habita­
do por ciudadanos industriosos en la paz, valien­
tes en la guerra, constantes en la adversidad y
en todas circunstancias idólatras de su libertad”.
“V uestros grandes servicios y grandes tra­
bajos, han interesado altam ente la consideración
de la patria: los depositarios del poder supre­
mo, desean vuestra felicidad y nunca escasearán
sus facultades para establecerla. Con el acerbo
dolor de un padre que pierde su único hijo, han
llorado la desgraciada suerte de vuestros ínclitos
ciudadanos, que sin distinguir medio alguno en­
tre su existencia y su libertad, fueron tan glorio­
sos en la m uerte como im pertérritos habían sido
en la vida”.
“P ronto se cum plirá el decreto que ha orde­
nado se graven sus inm ortales nom bres en la pi­
rám ide erijida en m onum ento de nuestra revo­
lución, para que el bronce cuide de su inm orta­
lidad, enseñando a los propios y a los extraños
cuales han sido los firm es y robustos atletas de
la obra de nuestra libertad”.
Pezuela, según hemos dicho en otro lugar,
reem plazó a Goyeneche en el comando de las
fuerzas realistas que con tan poca fortuna h i­
cieron la campaña de Salta.
136
E ntretanto, B elgrano, que por mucho tiem ­
po se m antuvo en estado de inacción a causa de
sus enferm edades, volvió a ocupar el puesto de
G eneral en Jefe de los ejércitos auxiliares y el
19 de mayo de 1813 entró a Potosí.
C uatrocientos jóvenes de Chuquisaca se in­
corporaron al ejército de Belgrano, dando así
una prueba elocuente del patriotism o que ha dis­
tinguido a los habitantes de Charcas desde el
m em orable 25 de mayo de 1809.
E ntonces fue que aconteció un nuevo alza­
m iento en Cochabamba.
Habiendo salido furtivam ente de la ciudad
el gobernador Recarrabarren y dejado la provin­
cia en acefalía, el pueblo se declaró por la in­
dependencia, de una m anera más acentuada que
en m arzo del mismo año.
E l cabildo, com puesto a la sazón de los se­
ñores Rafael M ontero, Leonardo de la Borda, Ra­
fael Galdo y Rafael Bolívar y con asistencia de
los curas, los guardianes de 'los conventos y otros
vecinos notables, procedió a recibir los sufragios
que em itieron los ciudadanos para elegir al go­
bernador de la provincia.
E l Dr. M iguel Cabrera, personaje m uy co­
nocido por su honradez y sus luces, obtuvo la
m ayoría de Votos y en consecuencia fue procla­
mado gobernador intendente de Cochabamba.
Los señores M anuel G utiérrez, Isidro Marza-
na, Francisco Vidal, Ferm ín Escudero, Leonar­
do Borda y Joaquín M uñoz fueron tam bién hon­
rados con 'los sufragios del pueblo.
M ientras esto sucedía en Cochabamba, el ejér­
cito realista com puesto de 4.000 hom bres se en­
contraba en O ruro. De allí destacó Pezuela una
avanzada, bajo las órdenes de Ram írez, y B el­
grano, que se hallaba todavía en Potosí, envió
tam bién una fuerza de 200 plazas al norte.
137
Ram írez entró a C hallapata el 25 de junio.
E n los cinco días que perm aneció allí no ocu­
rrió nada que de contar fuese.
De C hallapata se dio prisa para dirigirse a
Ancacato, con noticia del nuevo levantam ien­
to que tuvo lugar en la provincia de Cochabam­
ba.
A ntes que la avanzada realista se moviese,
la Vanguardia de Belgrano llegó a Ancacato don­
de estuvo a punto de caer en manos del enem i­
go-
Felizm ente Ram írez no se atrevió a acom e­
ter a los independientes. E stos, viendo la vaci­
lación del enemigo, lo atacaron con ahinco.
La refriega no tuvo resultado decisivo y
sólo causó la m uerte de 4 soldados en las filas
de los patriotas. .r
Belgrano, al saber que Pezuela había evacua­
do O ruro, partió de Potosí en los prim eros días
de septiem bre a la cabeza de 3.600 hom bres y el
27 ocupó la pampa de V ilcapugio, que por estar
enteram ente descubierta, es una de las más gla­
ciales que existen en esas regiones.
El General en Jefe del ejército realista que
entonces se hallaba ya entre A ncacato y Lagu-
nillas, se propuso sorprender a Belgrano y con
tal propósito dio la orden de m archa.
E n el ínterin, Cochabamba quiso ser p arti­
cipe de las glorias de esta campaña. Con tal m o­
tivo expedicionó tropas al m ando del coronel
Zelaya.
D esgraciadam ente, antes de la llegada de Ze­
laya al punto en que estaba Belgrano, s e ‘ veri­
ficó el encuentro de V ilcapugio el l 9 de octubre
de 1813.
“Ju n to con él sol, dice el general Paz, se
nos presentó él enem igo en la parte opuesta a la
llanura de V ilcapujio a distancia de m enos de
138
una legua. M uy luego desplegó su línea de ba­
talla, y con la m archa granadera de la antigua
ordenanza avanzó en esta form ación. E l sol he­
ría de frente la línea enem iga y sus armas brilla­
ban con profusión; sin embargo, su m archa era
compasada y hasta lenta, y nada indicaba menos
que ardor y confianza en la victoria. Nosotros,
medio sorprendidos, nos dispusim os a disputarla
y esperábam os conseguirla-’.
Comenzó el fuego y la derecha del ejército
patriota avanzó, sin que fueran parte para arre­
drarla, las andanadas que incesantem ente reci­
bía.
El batallón partidarios fue destrozado, de
suerte que pocos pudieron huir sanos.
E l centro no fue menos feliz, pues logró
aventar las tropas realistas que se le afronta­
ron.
D esgraciadam ente en el ala izquierda el ba­
tallón núm ero 8P, se desorganizó muy en breve,
a causa de que sus jefes Alvarez y Beldor m u­
rieron al principiar el combate. E n esa misma
ala, aconteció un hecho que por lo peregrino
m erece ser considerado aquí. Cierto cuerpo de
caballería del ejército patriota, avanzó hasta po­
nerse a distancia de cuatro pasos del enemigo, y
entonces fue que con verdadera sorpresa se vio
a un soldado independiente arrem eter contra un
infante realista y arrebatarle su fusil después
de larga y reñida 'lucha.
M ientras tanto, en el ala derecha, la victoria
se había declarado por los independientes que
no dieron punto de reposo para obtenerla.
Pezuela en cuyo corazón puso m iedo el con­
traste que acababa de sufrir, huyó hasta Condo-
condo dejando su artillería en manos del ene­
migo.
139
P or desgracia, la repentina aparición del co­
ronel realista Castro hizo variar la suerte.
“Al avanzar el enemigo, dice García Camba,
a favor de la ventaja que había obtenido sobre
el cuerpo de partidarios, fue herido el coronel
Lom bera, y el segundo regim iento que m anda­
ba flanqueó y abandonó su puesto en dispersión
siguiéndole el batallón de centro. E l brigadier
Pezuela y su segundo Ram írez, acudieron a con­
tener 'la dispersión y reparar tam año desorden,
pero como la reserva había huido tam bién sin
disparar un solo tiro todos sus esfuerzos habrían
sido inútiles si la D ivina Providencia no protege
las armas de E spaña guiando a Castro al com­
bate en tan crítico m omento. E ste jefe de un
valor acreditado y de una resolución adm irable,
atraído por el fuego que había oído, cayo sobre
V ilcapujio, por retaguardia del flanco derecho
de B elgrano, y lo cargó y acuchilló resuelta­
m ente en medio de su triu n fo ; de tal modo, que
introdujo en sus filas la m ayor confusión obli­
gándole a un precipitado retroceso. E ste dicho­
so incidente y las Ventajas que iba reportando
nuestra ala derecha, cambiaron com pletam ente la
escena, conv’irtiendo en vencedores a los venci­
dos”.
D errotado B elgrano se fue camino de Chu-
quisaca y antes de llegar a esta ciudad, tuvo por
conveniente establecer su cuartel general en M a­
cha.
Zelaya, de quien hem os hablado m ás arriba,
llegó al cam pam ento de Belgrano con una lu­
josa división de cochabambinos que coadyuvo
poderosam ente en la campaña que nos ocupa.
Ocho días después del combate de V ilcapu-
gio, Pezuela fue en seguim iento del enemigo,
quien aum entando sus huestes, se le afrontó en
Ayom a el 14 de noviem bre de 1813.
Bajando a Ayoma el general en jefe del ejér­
cito realista tuvo a m ucha ventura encontrar a
140
Belgrano. Inm ediatam ente ordenó que sus tro ­
pas se dirigiesen a un otero donde los patrio­
tas habían apoyado uno de sus flancos. M uy al
ca^o le vino verificar este m ovim iento, porque
Belgrano cejando de sus posiciones dio lugar a
que el enemigo se apodere de la m encionada lo­
ma y form e con ventaja su plan de batalla.
Cuando la artillería española rom pió el fue­
go, el general del ejército auxiliar avanzó sobre
el enemigo. E ntonces bajó del collado el batallón
partidario. La caballería de Cochabamba se d iri­
gió contra él; ñero habiendo sido rechazada más
de una vez volvió grupas y la derrota de los in­
dependientes poco tardó en declararse.
La pérdida fue de 600 hom bres entre m uer­
tos y prisioneros. B elgrano y Días Vélez se di­
rigieron a Potosí y A renales con las tropas de
Cochabamba se encaminó a Santa Cruz.
El general A renales, que en valor no le iba
en zaga a ninguno de los caudillos que sostenían
la causa de la independencia alcanzó en el Valle-
grande un triunfo espléndido contra la división
de don Pedro Blanco, el 14 de febrero de 1814,
v tres meses después venció en la F lorida el 12
de mayo.
La batalla de la F lorida es una de las más
sangrientas de la guerra de los 15 años. E n ella
se destaca la agigantada figura del valeroso A re­
nales.
Después de este acontecim iento, A renales
sirvió todavía a la causa de la libertad y dio a
conocer que entre los hijos de España, había
almas generosas dispuestas a defender la ju sti­
cia.

141
CAPITULO X II

Los guerrillerjos en 1814.— M uerte de Arze.— L le­


gada del tercer ejército au x iliar al Alto Perú.—
D escalabro de Vilom a.— C rueldades de Pezuela.—
R eunión del C ongreso del T ucum án.— Don P e ­
dro C arrasco.

Vencidos los patriotas por doquiera al co­


m enzar el año 1814, se alejaron de los centros
de población, para hacer la guerra en los luga­
res que por su especial configuración topográ­
fica les servían de asilo.
E n A yopaya, en C inti, en la 'Laguna y en
Cochabamba había caudillos que con una cons­
tancia adm irable, luchaban por la independen­
cia y, a pesar de que no obraban de consuno ni
obedecían a un plan preconcebido, tenían en ja­
que a los realistas.
Con la desaparición del ejército patriota en
Ayom a no se am ortiguó el espíritu público; por
el contrario el territo rio del alto P erú se con­
virtió en un vasto campo de batalla.
Los realistas, nada podían hacer contra esa
sublevación general que cada día se propagaba
con pasmosa rapidez. No parecía sino que el sue­
lo mismo se hundía bajo sus plantas, según era
la conmoción que por do quiera se notaba.
142
Esteban Arze, el vencedor de Aroma, era el
que con más ardor hacía la guerra de m ontone­
ras (1).
D urante la campaña de Salta, Arze prestó
m uchos servicios a la causa de la em ancipación.
Ignoram os si Arze tomó parte en las bata­
llas de San Pedrillo y de la F lorida; pero es
sabido que estuvo con A renales en V allegrande.
Por desgracia, sobrevinieron entre ambos cau­
dillos algunas disensiones tal vez por em ulación
o por otros m otivos que no conocemos. Fue por
esto que A rce se retiró al Beni donde pensaba
organizar nuevas fuerzas (2).
T rabajó allí m ucho tiem po sin darse punto
de reposo y joven todavía m urió en el pueblo
de Santa Ana el año 1815 (3).
A lgún tiem po después el gobernador Pedro
Ahum ada, escribió desde M ojos a doña M anue­
la R odríguez y T erceros com unicándole la m uer­
te de su m arido.
Dicha carta dice así: “M uy señora mía. T en­
go m ujer e hijos y sé sentir y viva Ud. en la
inteligencia de que su m arido ha sido mi ami-

(1) En el apéndice publicamos una proclama que


Arze dirigió a sus huestes en la época de que
hablamos. Véase la nota 10.
(2) Según un anciano del pueblo de Tarata, Arze
fue desterrado por Arenales juntamente con el
patriota Cárdenas quien hubo de ser devora­
do por el tigre en su destierro de Mojos. No
poseemos ningún documento sobre este parti­
cular; es por esto que nos inclinamos a creer
la tradición de que Arze se retiró al Beni vo­
luntariamente.
(3) Pasados tres años de la muerte de Arze, llegó
a Tarata el padre Cueba, misionero virtuoso,
que había permanecido mucho tiempo en Mo­
jos. Este sacerdote refería la triste y conmo­
vedora historia de los últimos días del héroe
patriota.
143
go, por cuyo motivo, cuanto tuvo se aplicó por
su alma hasta un tom ín que tenía en su bolsita”.
Para dar una idea exacta de la indigencia de
Arze en los últim os días de su vida, m enciona­
remos dos certificados suscritos por los presbí­
teros José V icente D urán y José M anuel M én­
dez.
E l prim er certificado, se refiere a algunos
objetos que le fueron dados a D urán por 27 m i­
ses que hubo de celebrar en sufragio del alma
de Esteban Arze. El segundo es concerniente a
algunas especies que recibió M éndez por 14 m i­
sas que igualm ente celebró en el pueblo de la
Exaltación.
No olvidarem os decir que entre esos andra­
jos, se halló un libro de m áximas cristianas. El
vencedor de Arom a sobre ser patriota era tam ­
bién creyente.
H ay cosas que conmueven el corazón. Arze,
dueño de grandes rentas, m oría en la indigen­
cia, con un tom ín por caudal. Los sacerdotes
encargados de rogar a Dios por su alm a sólo re­
cibieron sus harapos. ¡E xtraño destino el de los
hom bres grandes!
Después de la derrota de Belgrano en Ayo-
ma, la Ju n ta de Gobierno de Buenos A ires, or­
ganizó un nuevo ejército auxiliar bajo las órde­
nes de José Rondeau, m ilitar que tenía tanto
de valeroso como de desgraciado.
E n 18 de abril de 1815, la avanzada de R on­
deau a las órdenes de Fernández Cruz, chocó con
•la del ejército realista m andada por V igil.
D espués de este suceso sobrevinieron otros
hechos de poco m em ento y que, porque no di­
cen relación a Cochabamba, no los m encionam os
aquí.
Más tarde, derrotado Rondeau en V entaim e-
dia, tomó el camino de Cochabamba; Pezuela le
144
siguió con 6.000 hom bres y llegando a las in­
m ediaciones de Viloma, se fatigó tres días esté­
rilm ente sin poder aproxim arse al enemigo.
Con suma dificultad descendió Pezuela de
las alturas que ocupaba y después de un com­
bate reñido, logró que los patriotas abandona­
sen las huertas y tapias donde se habían para­
petado.
E ntonces fue que Rondeau se replegó so­
bre Sipesipe y el enem igo condujo sus huestes
a la hacienda de Vilom a.
E n los días 26, 27 y 28 de noviem bre suce­
dieron algunas escaram uzas de poca m onta. P o­
sesionados los patriotas de los llanos de V ilo­
ma, se proponían im pedir que los españoles lle­
guen hasta allí. E l 29, Pezuela se acercó al cam­
po enemigo. En esto se form ó la línea del ejér­
cito independiente y se rom pió un fuego vivísi­
mo por ambas partes. Los patriotas hacían des­
cargas m ortíferas sobre el ejército real; pero ata­
cados con pertinacia hubieron de retroceder a
pesar de los prodigios de valor de Vecochea y
otros jefes.
M il quinientos hom bres quedaron fuera de
combate, entre m uertos y heridos.
Pezuela, endiosado con la victoria que aca­
baba de obtener, resolvió castigar a los insur­
gentes con la severidad draconiana que m ostró
en todos sus actos.
E l vencedor de Viloma pertenecía al núm e­
ro de esos realistas que creían a pie juntillas
que sólo el rigor extrem o podía im pedir que 'la
Am érica se independice. Sin conceder a la leni­
dad ninguna influencia favorable en el espíritu
de los rebeldes, quiso escarm entar a los que to­
m aron parte en los acontecim ientos que hemos
m encionado y el 30 de noviem bre de 1815 entró
a Cochabamba.
145
La ciudad, sobrecogida de espanto, vio reno­
varse los tiem pos de Goyeneche y contem pló con
dolor los sangrientos restos de T orres y de m u­
chos otros, en el mismo lugar en que tres años
antes fueron suspendidas las cabezas de A nte­
zana y de Luján.
Para castigar a los independientes, creó Pe-
zuela tribunales cuyos m iem bros eran españo­
les. Anim ados éstos de un odio profundo a los
am ericanos, los perseguían sin piedad. Sin em­
bargo, el terro r no sirvió más que para avivar
el patriotism o de los altoperuanos y hacerles
com prender que sólo la victoria o su total exter­
m inio podía poner térm ino a la guerra.
H allándose las cosas así tuvo lugar la reu­
nión del Congreso de Tucum án el año 1816.
Cochabamba envió de su representante a don
Pedro Carrasco, persona m uy distinguida por su
ilustración y sus talentos.
Carrasco se incorporó al Congreso el 17 de
agosto de 1816 y desde las prim eras sesiones des­
empeñó un papel im portante.
E n septiem bre del mismo año fue nom brado
presidente de la Asamblea (1).
D. Pedro Carrasco desplegó una actividad
inim itable en los trabajos encom endados al Con­
greso y logró conquistar grande celebridad. E n
una carta que dirigió a Juan C arrillo de A lbor­
noz en 19 de septiem bre de 1816, dice lo que si­
gue: ‘‘Nada me arredra tendré el placer de haber
llenado mi deber con honor y sin perdonar, si
fuese posible, el últim o sacrificio en obsequio
de la felicidad de mi suelo”.

(1) Poseemos muchas cartas autógrafas de Carras-?


co; de ellas hemos tomado los pormenores que
consignamos en la presente relación.
146
E l Congreso del Tucum án se trasladó a B ue­
nos A ires donde, después de grandes agitacio­
nes, hubo de disolverse.
E n 1820 se convocó una nueva Asam blea y en
las elecciones que siguieron, Carrasco fue elec­
to diputado por Buenos A ires (1). Con este mo­
tivo, en una carta dirigida a C arrillo de A lbor­
noz, el 12 de septiem bre de 1820, dice: “E ste he­
cho que debe llenar de satisfacción a todos lo9
buenos y honrados cochabambinos y que es el
m ejor elogio de mi com portam iento político en
el Congreso como diputado por Cochabamba, no
m enos que 'la opinión y concepto que merezco
a la parte ilustrada de este pueblo, ha sido pa­
ra algunos inm igrados un m otivo bastante y un
tcque de alarm a para que se hayan conjurado
contra m í; pero poco me im porta, no pretendo
ni quiero m erecer el concepto de los perversos;
los hom bres de buen sentido me harán justicia
y no desm ereceré la estim ación de la parte sana
de mi país que es lo único a que aspiro”.
E n la época a que nos referim os, a causa de
las ideas que se em itieron por 'la prensa acerca
de las instituciones que debían adoptarse para
las colonias independientes, se dividió la opi­
nión entre la m onarquía constitucional y la Re­
pública. L es enem igos de las transiciones violen­
tas, eran de parecer que sólo una m onarquía
tem plada o representativa podía conciliar el or­
den con la libertad. M anifestaban, además, que
los pueblos bajo el régim en republicano están
siem bre expuestos a ser presa de la anarquía y
con este m otivo se hacían alusiones mas o me­
nos elocuentes a la prim era república francesa
que, después de haber causado tantos males, des­
apareció para dar lugar a la m onarquía bajo N a­
poleón.
De distinta m anera opinaban los republica­
nos. E stos creían firm em ente que los sacrificios
(1) Véase el N? 157 de la Gaceta de Buenos Aires.
147
de los pueblos para conquistar la independen­
cia serían estériles si en lugar de la R epúbli­
ca, única form a de Gobierno que puede arm oni­
zarse con la igualdad y la libertad, se im planta­
ba la m onarquía que alim enta siem pre el privile­
gio y pone toda la suma del poder público en
un solo hombre. Carrasco se declaró por la mo­
narquía constitucional. E ste fue el m otivo por­
que la prensa republicana lo acusó con acritud,
y algunos cochabambinos residentes en Buenos
A ires aseguraron que no había obrado en con­
sonancia con las instrucciones que recibiera de
sus com itentes.
A pesar de que hoy 'la m onarquía se halla
tan desprestigiada, no sería justo censurar las
opiniones de Carrasco.
E l convencim iento que tenem os de que ellas
eran la m anifestación sincera de sus conviccio­
nes, no nos hace dudar del patriotism o de este
famoso cochabambino que tanto honró a nuestro
pueblo.

CAPITULO xm
La Serna reemplaza a Ramírez.— Campaña de
1817.— Sublevación de Cochabamba.— D. Juan
Carrillo de Albornoz.
E n octubre de 1816 La Serna reemplazó a
Ram írez en el comando del ejército realista. E s­
te m ilitar pertenecía a una de las fam ilias más
distinguidas de España y tuvo la fortuna de re­
cibir una educación esmerada.
Dotado de sentim ientos generosos y m agná­
nimos, La Serna era el reverso de Goyeneche y
Pezuela. Si él hubiese propuesto pacificar el P e­
rú el año 9 acaso hubiera realizado su intento,
pues desde un principio llevó camino de rem e­
diar las faltas de sus antecesores; pero en 1816
148
un abismo de sangre y de odios im placables se­
paraba a los realistas de los defensores de la
patria y los talentos y la bondad del general
La Serna, no fuero,n parte para detener la m ar­
cha de la revolución.
A principios de 1817, resolvió el general La
Serna rr a las provincias del río de L a Plata,
porque supo que en Córdova se organizaba un
nuevo ejército auxiliar a las órdenes de San M ar­
tín.
M ientras tanto se sublevó otra vez la pro­
vincia de Cochabamba.
A don Juan C arrillo de A lbornoz le cupo
prestar im portantes servicios a la causa de la in­
dependencia durante esta revolución.
Como al escribir el presente opúsculo nos
hemos propuesto dar a conocer a todos los co-
chabam binos que han coadyuvado en la obra de
la independencia y ejercido alguna influencia
en los destinos del A lto P erú, creemos necesa­
rio apuntar algo sobre Carrillo de Albornoz.
E l 9 de febrero de 1750 nació en Santiago
de Chile don Ju an C arrillo de Albornoz. Sus
padres fueron el capitán José C arrillo y doña
A gueda O rtiz.
M uy joven vino a Cochabamba y no tardó
en m anifestar vivas ansias de contribuir al pro­
greso de este pueblo y se hizo acreedor a la es­
tim ación pública, con hechos que m erecen eter­
no nombre.
E l l9 de enero de 1788, fue nom brado al­
calde ordinario de segundo voto.
E n el mes de abril del mismo año, rem ató
el oficio de regidor 24 del Cabildo de Cocha-
bamba y en consecuencia, el rey le extendió el
título en 9 de m arzo de 1793.
149
Por sus vastos conocim ientos en todo orden
obtuvo cargos honrosos. Así, el 6 de julio de
1788, fue electo diputado por el Cabildo de Co­
chabamba para la proclam ación y jura del rey
don Carlos IV.
E ra costum bre inveterada celebrar el adve­
nim iento de los reyes al trono de E spaña con
grandes fiestas en que rivalizaban los hom bres
por hacerse acreedores a la estim ación del so­
berano. Carrillo, en hom enaje a esas costum bres
que en su tiem po se hallaban tan difundidas,
solemnizó la proclam ación y jura del m onarca
y gastó más de 3.000 pesos en dicha fiesta.
Posteriorm ente, Francia declaró la guerra a
España. Cuando esto sucedió, los am ericanos de­
jaron escuchar un grito de indignación y se
desalaron por enviar auxilio a la m adre patria,
C arrillo de A lbornSz dió en esta ocasión un do­
nativo de 2.000 pesos para la guerra.
Más después cuando los ingleses desem bar­
caron en Buenos A ires, C arrillo contribuyó tam ­
bién a la expulsión de enem igos tan form idables
con un donativo de 2.000 pesos.
M ostró asimismo gran entusiasm o por im ­
pulsar el comercio y la industria. Fue por esto
que el Congreso de Buenos A ires, com puesto
de los señores M artín de Serratea, Cecilio Sán­
chez de Velasco, M anuel de A rana y M anuel
Belgrano, nombró a C arrillo de diputado, y en
26 de febrero de 1799 'le envió un diplom a de
honor “por haber im pulsado en Cochabamba el
adelanto de la agricultura y comercio, a costa
de sus desvelos y aun de sus propios intereses,
con particularidad los ensayos de lino y cáña­
mo en que más acreditó su constante aplica­
ción”. Nombrado diputado consular, elevó una
representación al Gobierno de Buenos Aires, ha­
ciendo indicaciones útiles a fin de obtener el
establecim iento de fábricas de tocuyo. En con-
150
recuencia fueron fundados 3.000 telares en la
provincia.
Al considerar el gran desarrollo que ha tom a­
do la industria de Cochabamba en los tiem pos
que alcanzamos, no se puede prescindir de trib u ­
tar un hom enaje a la m em oria de C arrillo, que
fue uno de los prim eros en fom entar el progre­
so del país con talento y la actividad de que
dio tantas pruebas.
M erced a C arrillo nació en Cochabamba el
prim er establecim iento de instrucción. Fabricó
a su costa, a fines del siglo pasado, un edificio
destinado para servir de local a un colegio que
m uy en breve tomó grandes porporciones.
D. Francisco de Viedm a en un oficio d iri­
gido al m arquéz de Abilés en 15 de septiem bre
de 1799, decía lo siguiente: “las facultades de
los fondos aplicados a esta útil y necesaria ca­
sa no eran capaces de sufragar los gastos de una
cbra tan costosa si D. Juan C arrillo de A lbor­
noz, no hubiera franqueado con tanta genero­
sidad los m edios para verla realizada. C onstan­
te es a V E. que nada prem iaban con más dis­
tinción los antiguos rom anos que aquellos suje­
tos. que se señalaban en servicio de la patria. Ro­
ma floreció por unos principios tan justos: los
Reinos más civilizados en ellos apoyan su feli­
cidad y nuestros augustos soberanos dan ejem ­
plo de su beneficencia prem iando a aauellos va­
sallos que se señalan en bien del público y del
Estado. La acción de D. Juan C arrillo es del
m ejor interés, de la m ayor beneficencia y la
más laudable que puede hacerse en estos rei­
nos”.
Pero lo que más pone de m anifiesto el es­
p íritu filantrópico y progresista de C arrillo de
A lbornoz es la actividad que desplegó para la
reducción de los indios m ozetenes. E n compa­
ñía de P atricio T orrico y Jim énez, cura de la
doctrina de Sacaca, abrió por los años de 1802,
151
un camino costosísim o hasta el lugar en que re­
siden dichos salvajes.
D espués de lo expuesto, plácenos sobrem a­
nera llam ar la atención del lector acerca de la
carrera m ilitar de don Juan Carrillo.
A ntonio O laguer Feliu y H eredia, m ariscal
de campo de los reales ejércitos, virrey, gober­
nador y capitán general de las provincias del
río de la P lata y sus dependientes, nombró a
C arrillo capitán de las m ilicias de Cochabamba
en 26 de mayo de 1797.
E l 13 de mayo de 1802, Joaquín del Pino y
Rosas, virrey de Buenos Aires, lo nombró de
sargento m ayor del regim iento de voluntarios de
Cochabamba. E ste nom bram iento fue confirm a­
do por el rey Carlos IV en 15 de abri'l de 1803.
E l 15 de julio de 1805, Rafael de Sobrenom ­
bre, virrey de Buenos A ires, expidió tam bién
a su favor el despacho de com andante del tercer
escuadrón del regim iento de voluntarios de Co­
chabamba por ascenso de don Francisco del Ri-
vero.
Con m otivo de la revolución del 25 de ma­
yo de 1809, Francisco de Viedma, gobernador
de Cochabamba, eligió a Juan C arrillo de A l­
bornoz para que después de observar de cerca
los acontecim ientos de Chuquisaca preste un in­
form e sobre ellos. C arrillo llenó su com etido
con adm irable sagacidad y de regreso presentó
al gobernador un inform e m inucioso acerca de
los sucesos del 25. E l aludido inform e honra
a C arrillo por las profundas observaciones que
contiene. Lo dicho prueba hasta la evidencia
que C arrillo era uno de los hom bres que más
valían en su época; pues el cargo a que nos re­
ferim os, sólo podía conferirse a un hom bre en
quien el talento estuviese unido a la sagacidad.
Una prueba m ás de las grandes cualidades
que distinguían a C arrillo de Albornoz, encon-
152
tram os en un certificado suscrito por los seño­
res M iguel P into, A ntonio de A llende, M aria­
no V ergara y Faustino Irigoyen miem bros del
Cabildo, Justicia y R egim iento de 'O ropela. El
m encionado ccrlillcado dice así: “Le consta a
este ilustre Congreso haber desem peñado el se­
ñor Ju an Carrillo, todos los cargos que se le
han conferido con ejem plar integridad, puntua­
lidad y celo sin embargo de que los dichos nom ­
bram ientos por onerosos cedían en perjuicio de
su quietud e intereses’’.
Por los años de 1810, C arrillo abrazó la cau­
sa de la independencia. Convencido de que era
necesario posponer la fidelidad al rey a los sa­
grados intereses de la patria, tomó parte en to­
dos los hechos de arm as que desde el año 10
acaecieron en Cochabamba y no trepidó en ha­
cer el sacrificio de su hacienda y aun de su vi­
da misma para conseguir ’la em ancipación del
A lto Perú.
E n 1810, cuando Rivero lanzó en Cochabam­
ba el grito de guerra contra la M etrópoli, Ca­
rrillo de A lbornoz hizo m ucho por la indepen­
dencia. Consta de los docum entos que tenem os
a la vista que gastó entonces más de cinco m il
pesos en com prar harinas para el ejército v en
('xnedicionar a su costa a los campos de Ami-
raya, 113 hom bres que pelearon bajo las órde­
nes de Días Vélez y Rivero.
E l año 1813, estando A renales de Goberna­
dor en Cochabamba, C arrillo envió al ejército
auxiliar de Buenos A ires, dinero y vituallas. E n
com probante, nos bastará copiar una de las car­
tas que Belgrano le dirigió al prom ediar el año
1814: “T engo una com placencia en contestar a
su estim able de 20 del corriente, ofreciendo mi
gratitud y buenos deseos a la distinción que me
hace U.S., no dude que siem pre me ha m erecido
la m ejor consideración desde que tuve noticia
de los anhelos de U.S. por la prosperidad de su
153
país Cochabamba, así para que adelantase su in­
dustria como para facilitar sus com unicaciones.
Conozco las sinceras intenciones que lo anim an
por la prosperidad de la causa, haciéndose re­
comendable por ello a todos sus amigos entre
los que tiene la satisfacción de incluirse su afec­
tísim o. M. B elgrano”.
E n 1815, cuando Rondeau llegó al A lto P e­
rú, C arrillo gastó tam bién una gran parte de su
fortuna en auxiliar las tropas que bajo las ór­
denes de dicho general, vinieron de las provin­
cias del río de la P lata (1).
P or los años de 1818, C arrillo de Albornoz
fue nom brado T eniente Coronel y en 16 de agos­
to de 1820, M artín M iguel de Güemes, com an­
dante general de la provincia de Salta y jefe
del ejército auxiliar del Perú, expidió en favor
de C arrillo el nom bram iento de coronel.

CAPITULO XIV
Nuevo ejército au x iliar de Buenos Aires.— Le­
v antam iento de los guerrilleros del Alto Perú.—
R asgos biográficos de José M iguel Lanza.
Cuando el general La Serna hubo pacifica­
do el A lto Perú, vino de Buenos A ires un nue­
vo ejército auxiliar bajo las órdenes de La M a­
drid.
(1) Según una carta de Rondeau del 27 de no­
viembre de 1815, escrita en Sipesipe, Camilo
estaba encargado de remitir víveres y vestidos
para la tropa independiente. Más tarde prestó
dinero al mismo Rondeau quien en una carta
de 4 de febrero de 1816 decía: “Por la esca­
sez de numerario y las grandes erogaciones que
exige la reorganización del ejército, no me ha
sido posible llenar el pago del dinero que Udj.
suplió en Cochabamba. Luego que varíen las
circunstancias, tendré el gusto de manifestarle
los deseos que me animan de servir a los hom­
bres de su mérito”.
154
Con los descalabros sufridos por La M adrid
term inan grandes batallas; pero en cambio se le­
vantan los guerrilleros del A lto P erú y José
M iguel ‘L anza, el más notable de todos ellos,
sostiene con adm irable tesón la causa de la li­
bertad en Ayopaya.
A fines del siglo pasado, cuando todo cons­
piraba en favor de la independencia am erica­
na, nació José M iguel Lanza en la ciudad de
La Paz. Fue tercer hijo de don M artín García
y herm ano del esclarecido patriota Gregorio
Lanza.
E ra por los tiem pos de que hablamos m uy
notable la U niversidad de Górdova. Lanza es­
tudiaba allí cuando acaeció la revolución de Bue­
nos A ires e'l 25 de mayo de 1810, revolución que,
como es sabido, contribuyó poderosam ente a la
destrucción del antiguo régim en.
La juventud, siem pre entusiasta cuando tie­
ne en perspectiva algún fin grande y patrióti­
co, se m ostró llena de ardor bélico.
E ntre los jóvenes que de Códova se dirigie­
ron a Buenos A ires con objeto de prestar sus
servicios a la nueva causa, figuraba Lanza.
A listado en el ejército, fue nom brado capi­
tán de una compañía, y como harto se distin­
guiera en el servicio de las arm as por sus ta­
lentos y su entereza, se le confirió el cargo de
com andante de una pequeña fuerza expedicio­
naria que debía atravesar el desierto de Ataca-
ma para auxiliar a los alto-peruanos.
La em presa no era a la verdad hacedera.
Los num erosos inconvenientes que ofrece la tra ­
vesía del desierto siem pre han arredrado a los
más atrevidos guerreros; pero Lanza, que ner-
tenecía al núm ero de esos caracteres inflexibles
que jam ás se detienen ante el peligro, resolvió
atravesar el desierto e inm ediatam ente se puso
en marcha.
155
For desgracia no todos los que lo acom pa­
ñaban estaban anim ados del mismo valor. H a­
bía algunos espíritus pusilánim es que sin poder
soportar las privaciones que comenzaban a su­
frir, capitanearon una sublevación que dio por
resultado el regreso de las tropas expediciona­
rias.
Lanza, abandonado por sus soldados, se re­
tiró en 1814 al valle de Ayopaya, donde ganó
m uy grande opinión con los caudillos que allí
sostenían la causa de la independencia.
E l año 1814 se ha hecho notable en la his­
toria del A lto P erú por las num erosas subleva­
ciones que entonces acaecieron. D errotados los
patriotas en V ilcapugio y en Ayoma, tom aron
el partido de alejarse a las m ontañas, desde
donde hacían sus excursiones cuando las cir­
cunstancias lo exigían así. Dicha guerra, si bien
no podía tener pronto resultados decisivos, era,
sin embargo, funesta para los españoles. E stos
que hacían largas y costosas expediciones jam ás
ncdían encontrar el enem igo, que aparecía co­
mo por encanto y desaparecía asimismo en los
vericuetos de sus m ontañas.
E ntre las insurrecciones de entonces ningu­
na más célebre que la de A yopaya. E ste país,
sem brado de cerros em pinados, breñas y ríos, es­
taba destinado por la naturaleza para servir de
asilo a los independientes. No se pueden con­
tem plar esos sitios consagrados por el heroísmo,
sin un sentim iento de veneración y de respeto.
A llí se sostuvo, por 15 años, una guerra sin ejem ­
plo. A llí se refugiaban nuestros padres en esas
horas en que la fatalidad parecía sobreponerse
a la providencia y restañaban sus heridas cuan­
do vencidos y sin aliento huían de los campos
de batalla.
H abiendo llegado Rondeau el año 1815 a la
caboza de un nuevo ejército auxiliar, Lanza, que
por algún tiem po había perm anecido escondido,
156
abandonó las breñas de A yopaya y se apoderó
de la provincia de Chayanta, no sin producir
hondo espanto en el bando contrario.
La llegada de Rondeau al A lto P erú fue
m uy oportuna. Todos los guerrilleros que ha­
bían abandonado los centros de población para
retirarse a los lugares inaccesibles, aparecieron
nuevam ente. Z árate, N avarro y M ena com batie­
ron en Potosí con la fuerza que custodiaba di­
cha ciudad; Camargo se apoderó de San Pedro.
A renales entró a Cochabamba, después de de­
rrotar a su gobernador Goiburo y Lanza, como
hemos dicho ya, invadió la provincia de Cha-
yanta.
Posteriorm ente, con m otivo de los desgra­
ciados acontecim ientos de V entaim edia y de Vi-
loma, Lanza se retiró otra vez a A yopaya don­
de tuvo la fortuna de aventar ‘las tropas del rea­
lista M anuel Ram írez. Focos días después de
este combate, Ram írez que había reem plazado a
Pezuela se propuso dar fin con los insurgen­
tes de A yopaya. Con tal m otivo envió de La
Paz, Cochabamba y O ruro destacam entos de tro ­
pas al m ando del coronel Aveleira.
M ientras tanto Lanza, creyendo que una re­
sistencia obstinada sería de ningún provecho,
dividió sus fuerzas y las colocó en los sitios
más ventajosos para que desde allí observasen
los m ovim ientos de los contrarios y cayesen so­
bre ellos, presentándose una coyuntura favora­
ble.
A veleira no tem ió hacer cuanto mal pudo,
acaso porque no encontró un solo enem igo con
quien pelear. Sólo durante la noche se escucha­
ba el ruido que hacían les caballos de los pa­
triotas al galopar por las laderas inm ediatas al
cam pam ento enem igo y se veían en la cima de
las m ontañas luces fantásticas que revelaban la
existencia de esos seres invisibles que parecían
157
brotar del seno de la tierra, cuando se invocaba
el nom bre de la patria.
Estando de regreso, A veleira llegó a Cha-
rapaya, lugar sum am ente quebrado y del que
supo aprovechar José M anuel Chinchilla, segun­
do de Lanza, no obstante sus dim inutas fuerzas.
El ataque de Chinchilla, produjo m agníficos re­
sultados; pues los realistas, de 700 hom bres que
tenían, perdieron más de la m itad y fueron de­
rrotados.
E n octubre de 1816, La Serna reem plazó a
Ram írez en el comando de las fuerzas realis­
tas y la guerra tomó un aspecto nuevo.
A lgunos meses después de posesionarse de
su cargo, La Serna m archó a las provincias del
río de la Plata, porque supo que en CórdoVa
se organizaba un nuevo ejército auxiliar bajo las
órdenes de San M artín.
, En el ínterin L anza llevó sus huestes Vic­
toriosas hasta O ruro y Sicasica.
Posteriorm ente La Serna renunció el m ando
del ejército, después de haber conseguido la pa­
cificación del A lto Perú. En efecto, a excepción
del partido de A yopaya, parece que los demás
que com ponían esta parte del virreinato de B ue­
nos A ires, se hallaban som etidos. “Solo Lanza
en Ayopaya, dice Cortea, m antenía el fuego de
la independencia”.
Al comenzar el año 1822, Jerónim o Valdez
se propuso som eter a los insurrectos de A yopa­
ya, que durante tanto tiem po habían m anifesta­
do una obstinación sin ejem plo en la historia.
Después de reunir las guarniciones de O ruro y
La Paz, se dirigió a A yopaya con fuerzas con­
siderables.
No era, con todo, cosa fácil vencer a los
independientes de aquel país.
Cuando Valdez llegó a Ayopaya, encontró
talados los campos y obstruidas las vías de co-
158
m unicación. Por otra parte, se hallaban tan di­
vididas las tropas de 'Lanza que no era posible
obtener una victoria decisiva sobre ellas. Si una
m ontonera era rechazada, se ponía en cobro in­
m ediatam ente y volvía a presentarse en posicio­
nes inaccesibles, desde donde amenazaba a los
realistas sin que estos pudieran alcanzarla ja­
más.
Valdez, resolvió por fin abandonar ese país
donde la naturaleza y los hom bres parecían obrar
de consuno y al retirarse de allí, no pudo m e­
nos de exclam ar: “E sta guerra es eterna’’.
A consecuencia del arribo del ejército liber­
tador al Perú, el presidente Riva A güero orde­
nó que el general A ndrés Santa Cruz encabeza­
ra una división com puesta de 6.000 hom bres e
invadiera las provincias de O ruro y La Paz.
E n junio de 1823 desem barcó Santa Cruz
en A rica y 38 días después llegó a D esaguade­
ro.
Lanza que había organizado en la provincia
de Cochabamba una fuerza de mil hom bres, se
ouso en m archa tan luego que tuvo conocim ien­
to de la aproxim ación del ejército auxiliar pe­
ruano y se unió a Santa Cruz en el D esaguade­
ro.
E l general en jefe de las tropas expedicio­
narias no anduvo m uy acertado ciertam ente, al
dividir su ejército en dos cuerpos que debían
obrar en distintos lugares y si habernos de se­
guir la opinión de algunos historiadores, Santa
Cruz, a im pulsos de una vanidad exagerada, in­
currió en un error más grave todavía al negar­
se a esperar en Quilca, la llegada de 2.000 chi­
lenos y 3.000 colom bianos que podían coadyuvar
eficazm ente en la aludida expedición.
Con noticia del arribo de las fuerzas auxi­
liares al A lto Ferú, Jerónim o Valdez salió de
C hancay; recibió gente de refresco en Puno y
159
otras poblaciones del tránsito y se situó en las
inm ediaciones de Zepita.
E l 25 de agosto de 1823, Santa Cruz resol­
vió atacar a Valdez y en el combate que tuvo
lugar el mismo día, obtuvo dichosam ente algu­
nas ventajas sobre el enemigo. Rechazado V al­
dez en Zepita, reorganizó su división y pudo
incorporarse a las fuerzas del virrey La Serna.
Santa Cruz, en presencia del ejército rea­
lista que ascendía a 4.800 hombres, trató de reu­
nirse con Gam arra que por orden suya, m archó
a O ruro pocos días antes.
E ntretanto, el virrey pasó el Desaguadero
y en Sorasora se unió con el general O lañeta
que comandaba 1.500 hombres. Con este auxilio,
se dirigió ál lugar donde estaban las tropas in­
dependientes.
E ntonces fue que Santa Cruz em prendió la
vergonzosa retirada que tantos m ales causó a
los patriotas.
E l general del ejército auxiliar, acosado par
el enemigo, perdió 1.500 hombres, 5 piezas de
artillería, 1.500 fusiles y después de su frir pena­
lidades sin cuento, llegó a la costa sólo con 1.300
soldados m uertos de fatiga.
Habiéndose encargado el virrey de perseguir
a Santa Cruz, O lañeta fue en seguim iento de
Lanza, quien después de la fuga del ejército
auxiliar, se retiró con los suyos y en F alsuri, lu­
gar qe se halla a distancia de cuatro leguas de
Cochabamba, determ inó esperar al enemigo.
E l 16 de octubre de 1823 se em peñó el com­
bate con verdadero encarnizam iento. D espués de
la batalla de Ju n ín ésta ha sido la m ás nota­
ble que acaeció en los tiem pos a que nos referi­
mos. Im pulsados los soldados de Lanza por su
entusiasm o, hubieron de pelear a la bayoneta
con una obstinación im ern al, como dice el gene-
160
ral del ejército enem igo en el oficio que d iri­
gió al virrey con m otivo de esta m em orable re­
friega.
Lanza, vencido una vez más, pero no aba­
tido, se retiró al valle de Ayopaya a crear nue­
vas fuerzas. Esos hom bres eran algo así como el
fénix que resucita de sus propias cenizas.
Con la victoria de F alsuri, O lañeta pudo
enseñorearse de todo el territo rio del A lto Perú.
P or fortuna nacía en los realistas la discor­
dia. Endiosado O lañeta con sus triunfos, se pro­
puso abolir el régim en constitucional y se reve­
ló contra el virrey La Serna.
Resuelto a obrar activam ente, intim ó a La
H era, gobernador de Potosí, para que se some­
tiera a su autoridad y como dicho gobernador
tratase de resistir, O lañeta se apoderó de la pla­
za a viva fuerza.
E l virrey alarm ado sobrem anera por la ac­
titu d que asum iera O lañeta, envió contra él a
Valdez.
Salió Valdez de A requipa en febrero de 1824,
y el 9 de marzo celebró un convenio en Tara-
paya.
V erificado el referido convenio, V aldez en­
cabezó una expedición en Ayopaya.
Lan~a, según hemos dicho en otra parte,
se retiró a Ayopaya después de la batalla de
Falsuri. Hallábase organizando sus m ontoneras
cuando apareció V aldez en Palca. E sta vez la
suerte le fue m uy adversa al caudillo patriota,
porque, a pesar de su previsión, cayó en manos
del enemigo.
Después de la captura de Lanza continuó la
guerra entre O lañeta y Valdez hasta que este
últim o, con noticia de la victoria obtenida por
Bolívar en Junín, se vio precisado a dejar el Al-
161
to P erú para reforzar el ejército que en Aya-
cucho fue vencido más después.
Con m otivo de haber evacuado V aldez el te­
rritorio altoperuano, Lanza, puesto ya en liber­
tad, pudo continuar su gloriosa empresa. E n
Ayopaya y donde quiera que se encontró, traba­
jó con la actividad que le era peculiar en favor
de la em ancipación.
O btenida la victoria de Ayacucho, O lañeta
desocupó 'La Paz para dirigirse a Cochabamba.
Poco después de este suceso, Lanza se apoderó
de La Paz y perm aneció allí hasta cuando el
general Sucre arribó a dicha ciudad.
La victoria de A yacucho finalizó la sangrien­
ta guerra que la A m érica sostuvo para indepen­
dizarse de la M etrópoli y produjo grande albo­
rozo en los patriotas. E stos que lucharon 15
años haciendo sacrificios de todo género, no
podían menos de experim entar una dicha in fi­
nita al contem plar en los horizontes de la pa­
tria la alborada de un nuevo día.
Con la independencia se abrió para la A m éri­
ca una era fecunda en innovaciones saludables.
Libres ya las colonias hispano-am ericanas del des­
potism o español y de esa intolerancia bárbara que
a nom bre de la religión y del rey anatem atizaba el
progreso y la libertad, pudieron entregarse a la
obra de su perfeccionam iento.
In ju sta nos parece la aserción de que la inde­
pendencia sólo ha servido para agravar nues­
tros males. C ierto es que las secciones de A m é­
rica, por no estar suficientem ente preparadas
para la vida republicana, han tenido una exis­
tencia angustiosa; pero ellas m archan venciendo
los obstáculos que tan frecuentem ente se pre­
sentan en su camino. M uy largo sería enum erar
las conquistas que han alcanzado en el medio si­
glo que llevan de vida independiente.
Ya hemos dicho que Lanza se encontraba en
La Paz, cuando él Gran M ariscal de Ayacucho
162
llegó allí a pricipios de 1825. E l prim er acto del
general Sucre, fue convocar una Asamblea que
debía reunirse en O ruro, pero que, por algunos
ocontecim ientos que sobrevinieron después, tuvo
lugar en Chuquisaca el 24 de junio de 1825.
Posteriorm ente Sucre se trasladó a la capital
de la República y con él m archó tam bién José
M iguel Lanza.
Entonces fue que comenzó a m anifestarse el
descontento contra el hom bre que en una m em ora­
ble batalla sellara la independencia am ericana.
V alentín M orales M atos, com andante de ejér-
y jefe de un escuadrón de caballería, resentido
contra el general Sucre por haber sido separado
del mando de su cuerpo, concibió la idea de dar­
le m uerte y para llevar a cabo su pensam iento
se dirigió a la m orada del P residente armado de
un puñal. La sorpresa que M atos m anifestó al
entrar en la habitación de Sucre, dio lugar a
que dos Edecanes lo aprehendieran. M otivo fue
éste bastante para que M atos confesara sus cri­
m inales designios.
Reunido el Consejo de oficiales el general
M atos fue condenado a la últim a pena.
José M iguel Lanza fue el P residente de es­
te Consejo que, en hom enaje a la justicia, resol­
vió castigar al asesino con una pena harto severa.
Al llegar a esta parte, creemos necesario ha­
cer constar la decidida adhesión de Lanza al
Gran M ariscal de Ayacucho.
Lanza que nunca había alim entado la envi­
dia, patrim onio de las almas bajas, profesaba una
sincera estim ación al Gran M ariscal de A yacu­
cho. Por otra parte, lejos de confundirse con esos
espíritus preocupados y fanáticos que acusaban
al general Sucre de im piedad, Veía en él un hom ­
bre superior a su época por sus ideas avanzadas
y liberales.
163
P or desgracia, eran pocos los que pensaban
de esta m anera. Había un partido bastante nu­
meroso que, olvidando que el general Sucre acep­
tó la presidencia de la República m uy a pesar
suyo y que las tropas colombianas debían eva­
cuar en breve el territo rio de Bolivia, declam aba
contra la dom inación extranjera y en sus con­
ciliábulos armaba el brazo de infam es asesinos.
La ley que dictó la Asam blea de 1826 para
suprim ir los conventos, aparejó grandes guerras,
aum entando el partido de los descontentos. Co­
rríase por estos que el general Sucre era el prin­
cipal m otor de tales determ inaciones. Y como la
voz de alarm a salía de los confesonarios y del
pùlpito, el vulgo que siem pre se cree infalible
cuando hay algo que decidir en m ateria religiosa,
se declaró contra el Gran M ariscal de Ayacucho,
acusado de delito de im piedad.
V erdad es que Sucre, dotado de talentos ra­
ros y conocedor de las últim as revoluciones que
transform aron el viejo continente, poseía ideas
liberales y obraba siem pre a im pulsos del espíri­
tu de innovación. Creía que la supresión de los
conventos era de necesidad im periosa, tanto por­
que el E stado carecía a la sazón de rentas cuanto
porque sentía honda repugnancia a esa institución
que condenó una gran parte de la hum anidad a
languidecer estérilm ente bajo el som brío techo
de los claustros. E n efecto, con el transcurso del
tiem po, y los progresos alcanzados en todo or­
den, habían llegado a ser inútiles las in stitucio­
nes m onásticas. E stas acaso tuvieron razón de
ser allá en los tiem pos de la Edad M edia, cuando
la hum anidad entregada al dem onio era presa de
m ísticos terrores y creían que sólo la vida ascé­
tica y contem plativa podía conducir al cielo. P e­
ro a principios de nuestro siglo, en esa época en
que a nom bre de la patria y de la libertad se lla­
maba a todos los am ericanos y se exigía de ellos
la actividad y el sacrificio, la vida m ística era al­
go que no podía com prenderse. Sucre que ali-
164
m entaba estas ideas, aprobó los actos de la A sam ­
blea y por ende se atrajo la m alquerencia del
bando clerical. Las sublevaciones de M atute en
Cochabamba, de Grados en La Paz y la del 18 de
abril de 1828, fueron debidas en gran m anera,
a ese partido que no perdonó m edio para reali­
zar sus intentos.
E l últim o m otín de que hemos hecho m en­
ción, puso en peligro la vida del general Sucre,
y derram ó la sangre de ilustres patriotas.
A las 5 de la m añana del día 18 estalló la su­
blevación capitaneada por Gainzo y otros.
Cuando el general Sucre tuvo la noticia de
la insurrección, m ontó a caballo y se dirigió al
lugar en que se encontraban los am otinados. In ­
tim idados éstos en presencia del Gran M ariscal,
abandonaron sus puestos. E ntonces fue que Su­
cre, seguido de los pocos que le acompañaban,
se lanzó sobre los insurrectos para restablecer
el orden. D esgraciadam ente, Cainizo dio orden
de que se hiciera fuego sobre los agresores y, al
punto, una bala destrozó el brazo derecho del
general Sucre.
H ay en la historia de Bolivia escenas que
avergüenzan. El hom bre que en Ayacucho die­
ra libertad a la A m érica caía herido por m ise­
rables m ercenarios.
Sucre fue conducido a una casa particular,
donde las m atronas de Chuquisaca lo cuidaron
con solicitud extrem ada.
Sufrió el ilustre herido con resignación sus
dolores y no se le escuchó proferir una sola pa­
labra contra sus asesinos.
E ntretanto, con noticia del atentado del 18,
López, P refecto de Potosí, se dirigió a Chuqui­
saca a la cabeza de sus fuerzas que, a la verdad,
no eran m uy tem ibles.
165
Lanza que como todos los hom bres honrados
había m ostrado indignación contra los asesinos
del Presidente, se puso bajo las órdenes de L ó­
pez con objeto de castigar a los insurrectos..
El 20 de abril en la noche llegaron a Chu-
quisaca las fuerzas de López. Al día siguiente
re pusieron de m anifiesto 24 hom bres de caba­
llería y 74 infantes arm ados de fusil.
E l 22 a las once del día, se em peñó el com­
bate. Los soldados de López pelearon con bra­
vura, y m erced a sus esfuerzos se alcanzó una
victoria com pleta sobre los sublevados.
El 23 m urió en Chuquisaca el general L an­
za a consecuencia del combate del día anterior.
E l 6 de mayo, José M aría de U rdininea, P re­
sidente de la República en lugar de Sucre, ex­
pidió un decreto para que el retrato de Lanza
se colocara en las oficinas públicas y fueran edu­
cados sus hijos gratuitam ente en los estableci­
m ientos de instrucción.
E ntre los caudillos de la independencia po­
cos han m uerto como Lanza. D espués de haber
sostenido enhiesta la bandera de la em ancipación
durante 14 años, selló con su sangre su adhesión
al general Sucre, el padre de la República.
M orir como Lanza es adquirir un título pa­
ra m antenerse en com unión con la posteridad y
com enzar a vivir para la patria y la historia.
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.3

166
APENDICE
No podemos resistir al deseo de publicar íntegra­
mente el acta de la fundación de Cochabamba. Este
importante documento ha esclarecido la parte oscura
de dicha fundación y ha servido, además, para recti­
ficar los errores en que han incurrido los escritores
que, como Calancha y Garcilazo de la Vega, se han
ocupado de esta materia.
»Sabido es que, según el autor de la “Crónica de
San Agustín”, el fundador de Cochabamba fue Geró­
nimo de Osorio y según Garcilazo, Luis de Osorio. En
cuanto a la data de la fundación, las inexactitudes
son todavía más notables. El primero de los escrito­
res citados señala el año 1572 y el segundo el 1575.
Por lo visto, ninguno de ellos está en la verdad; pues,
como hemos manifestado ya a tenor de la referida
acta, Cochabamba fue fundada en 1574 por Sebastián
Barba de Padilla.
Bastará la ligera exposición que antecede para
poner de manifiesto la importancia de los documen­
tos que insertamos a continuación.

ACTA DE LA FUNDACION DE COCHABAMBA


“Don Francisco de Toledo, mayordomo de su Ma­
jestad y su virrey, gobernador y capitán jeneral de
estos reinos y provincias del Peni y Tierra Firme.
167
“Par cuanto atendiendo cuan importante será que
las personas que están y residen en el valle de Cocha-
bamba y tienen allí sus chacaras y asiento, poblasen
una villa en el dicho valle, para que viviesen junto»
y congregados y no derramados como hasta ahora
han estado; y para evitar los daños e inconvenien­
tes que de esto suelen resultar, di comisión a Geró­
nimo de Osorio a quien nombré por correjidor de la
dicha villa para que ficiese dicha población y seña­
lase el sitio donde los vecinos y moradores della ficie-
sen sus casas y se fundasen en la dicha villa, y por que
aun que el dicho Gerónimo de Osorio, y los demás
vecinos que allí se habían de poblar, ficiesen su for­
ma de Cabildo y elijiesen alcaldes y rej idores, no se
ha fundado dicha villa ni fizo casas las personas
que habían de poblar en ella, ni señalado el sitio en
que la dicha villa se había de fundar; por lo cual;
mandé por una mi provisión a Sebastián Barba, sien­
do juez de residencia en la dicha villa, que con el
visitador de aquel distrito tomasen y recibiesen los
votos que los vecinos de dicha villa diesen en razón
de la parte, sitio y lugar en que les pareciese que
más convenga facer la dicha población y que junta­
mente con su parecer, lo envíen ante mi para que se
provea lo que conveniere: en cumplimiento de lo cual,
los susodichos tomaron los dichos votos, los cuales
juntamente con su parecer enviaron ante mi y por
todo, parece que conviene que la dicha villa se fun­
de en Canata, una chacara de García Ruis de Ore­
llana y tierras de Pedro de Estrada y Francisco Pi-
zarro y por las causas que dan en los dichos sus vo­
tes y ser el sitio mas sin perjuicio de los naturales
que hay en todo aquel valle y tierra, temple muy
bueno y apacible y lugar que tiene lo necesario para
que el pueblo permanezca y se amplié; y por que la
dicha población es justo que se faga sin que haya
mas dilación, acordé de dar y di la presente por la
cual doy poder y comisión al dicho Sebastián Barba,
para que luego como esta mi provisión le fuere en­
tregada, faga hacer la dicha población y que se funde
la dicha villa en las dichas chacaras de García Ruis
de Orellana y Estrada y Pizairo, en la parte dellas
168
en que menos ciénega tuviere y en lo mas alto, con­
forme al parecer que me han enviado y señale luego
a los vecinos que han de fundar y poblar la villa los
sitios que convengan para facer sus casas y servicios
dellas y compele y apremie á los dichos vecinos á que
luego se vengan á la dicha villa y dentro de cuatro
meses primeros siguientes que se les notificare, fa­
gan sus casas de madera y paja que agora buena­
mente pudieran facer, hasta que funden de propósito
dicha villa; y para facer y edificar las dichas casas,
mando y doy poder y facultad al dicho Sebastián
Barba para que les dé los indios que hubiesen me­
nester así del dicho valle como de otras cualesquiera
partes que estén mas desocupados de sus reducciones
pagándoles los jornales y trabajos justos que por vos
fueren tasadas; y por la presente, mando que todos
los dichos vecinos exhiban los títulos que tienen de
sus chacaras ante el visitador, a quien le está man­
dado visitar y los que no los tuvieren, den razón de
como poseen, para que á los que no tuvieren títulos
bastantes se les den si se redujeren y poblaren y si
dentro de dicho tiempo no se hubiesen reducido, vos
el dicho Sebastián Barba les quitareis luego los in­
dios del servicio que tuvieren y me enviareis rela­
ción de lo que en esto ficieredes para que se provea
lo que mas convenga: para que tenga efecto la nue­
va población, otro si, mando a los alcaldes y rejido­
res de la dicha villa que para la elección que hubie­
ren de facer de alcaldes y rej idores para el año que
viene de 1,575, se junten donde acostumbran y en
vuestra presencia fagan las dichas elecciones, nom­
brando cada uno de ellos dos personas para cada
oficio de alcalde y rejidor y fecha la dicha elección,
antes que las dichas personas que asi fueren eleji-
das puedan usar de sus oficios, vos el dicho Sebas­
tián Barba, la enviareis ante mi para que vista se
conforme y provea lo que mas convenga, que para
ello y lo de traer vara de justicia, todo el tiempo
que en lo susodicho entendieredes, os doy poder y
facultad en forma cual de derecho se requiere en tal
caso y mando que á ello ni en parte de ello se pon­
ga impedimento alguno por ninguna persona so pe­
— 169
na de 500 $ de oro para la cámara de su Majestad.
Fecho en la ciudad de la Plata á 7 días de diciembre
de 1,573.— Francisco de Toledo.
“En Canata, valle de Cochabamba jurisdicción
de la villa de Oropeza, estando juntos en su Cabil­
do, los señores justicia y rejimiento, en 28 días del
mes de diciembre, fin del año de 1,573 y principio
del año del nacimiento de nuestro salvador Jesucris­
to en 1,574 el señor Sebastian Barba de Padilla, pa­
reció en dicho Cabildo y fizo presentación de la pro-
vicion de su Excelentísima para que conste de ella
á los dichos señores de los del dicho Cabildo y se
guarde y cumpla por sus mercedes; la cual dicha pro­
vision, se leyó al dicho Cabildo por mi el escribano
y vista por los dichos señores obedecida y entendida
dijeron que se cumpla como su Excelentísima man­
da en que se funde la dicha villa y mandaron que
la dicha provision se asiente en el libro del Cabildo
para que conforme á lo que su Excelentísima por
ella manda, se faga y se le envíe á suplicar faga á
esta villa y vecinos de ella las mercedes que se le
han pedido y pidieren y sea servido dar orden para
que tenga efecto dicha población, conforme á la ne­
cesidad de los pobladores y lo firmaron de sus nom­
bres.— Diego Mejia de Obando.— Andres de Rive­
ra.— Rodrigo Manzoso.— Juan de San Roman.— An­
te mi, Pedro de Galves, escribano público y del Ca­
bildo”.

FUNDACION DE COCHABAMBA
“El primer día del mes de enero, año del señor
de 1574, el muy magnánimo señor Sebastian Barba
de Padilla, poblador y fundador de la villa de Orope­
za, en cumplimiento de la comisión y cédula del Ex­
celentísimo señor don Francisco de Toledo, mayordo­
mo de su Majestad, su virrey, gobernador y capitán ge­
neral de los reinos del Perú: en nombre de Dios to­
dopoderoso y de su Majestad y del dicho señor virrey,
fundó la dicha villa y señaló el sitio que ha de te­
ner en la dicha chacara de Garci Ruis de Orellana,
170
en lo que de ella mejor le pareció conforme a la
dicha comisin y cédula de su Excelentísima y en ella
puso y mandó poner y se alzó un madero; la cual vi­
lla dijo que se ponga y se puso debajo de la corona
real de Castilla y de León y asi tomó posesión en ella,
arremetiendo su caballo en que estaba al presente,
en el dicho nombre y de como lo facía quieta y paci­
ficamente y pidió por testimonio á mi Pedro de Gal-
vez, escribano público y del Cabildo de la dicha villa
de que yo el presente escribano doy fé, siendo tes­
tigos los señores justicia y rejimiento de la dicha vi­
lla, que son Diego Mejia de Obando, Andrés de Rivera
y los señores Rodrigo Manzoso y Juan de San Román
rejidores y Garci Ruis de Orellana y Juan Ochoa y otros
y el dicho señor Sebastian Barba quien lo firmó de
ru nombre. Sebastian Barba de Padilla. Ante mi, Pe­
dro de Galvez escribano público y del Cabildo.
Y después de lo susodicho, en dos dias de dicho
mes y año, el dicho señor Barba de Padilla, fundador
de la dicha villa dijo que para que tenga efecto la
dicha población y se cumpla lo que su Excelentísima
manda por su provisión acerca de la dicha villa, es
necesario señalar sitios y solares á los pobladores de
la dicha villa para sus casas y servicios della, con­
forme á la dicha cédula y para que se pueda comen­
zar á edificar y se faga dentro del tiempo que indi­
ca la dicha cédula, conviene haya indios para repar­
tir entre los dichos pobladores. Por tanto y en vir­
tud de la dicha cédula y comisión por su Excelentí­
sima dad?., mando se dé mandamiento para que los
caciques del pueblo del Pazo encomendados en el ci­
tado pueblo y los caciques de Tiquipaya de la en­
comienda de Francisco de Orellana y los caciques de
Sipesipe, Tapacarí, Paria, Sacaba y Pocona se jun­
ten en esta villa dentro de diez dias de como les sea
notificado para que juntos entre ellos y de los mas
desocupados de su reducción repartan de presente,
doscientas indios para la dicha población, para que
se pueda empezar a edificar dicha villa y lo fagan
y cumplan, so pena de cien pesos para la villa y que
a su costa se aviará por ellos y se inserte en cada
mandamiento la dicha cédula para que conste de ello
171
y otro si, se pregone públicamente en esta villa que
dentro de diez dias primeros siguientes, los vecinos de
estos valles que tienen chacaras se junten y ven­
gan ante su merced para señalarles sus solares para
sus casas y servicios dellosi y dalles indios para la labor
dellos y que dentro de cuatro meses siguientes, edifi­
quen y fagan sus casas, y se reduzcan á la dicha villa,
so pena de cincuenta pesos para dicha villa, con aper­
cibimiento, que les serán quitados los indios de ser­
vicio que tienen conforme y como su Excelentísima
manda y para que tenga efecto lo susodicho y se
cumpla en todo la dicha cédula, mando asi mismo
se notifique a los señores Visitadores que no admi­
tan pleito ninguno de indios contra los tales ve­
cinos en las chacaras que tienen y poseen, sino que
tan solamente les compelan á exhibir los títulos que
tuviere cada una de la chacara que posee y al que
no de razón de cómo la posee se le haga merced del
titulo por ser poblador de la dicha villa y asi lo
proveyó y firmó de su nombre, siendo testigos el se­
ñor Diego Mejia de Obando, alcalde ordinai’io de la
dicha villa y Juan Pérez de Cardón é Ipólito de Ará­
balo.— Sebastian Barba de Padillla.— ante mi, Pedro
de Galves, escribano público y del Cabildo.
Y después de lo susodicho, en 7 dias del mes de
enero de 1574, yó Pedro de Galves, escribano de su
Majestad y público del Cabildo de la villa de Oro-
peza, en cumplimiento de lo mandado por el señor
Sebastian Barba de Padilla, poblador de dicha villa,
en cumplimiento de la carta de su Excelencia, no­
tifiqué al señor Francisco Lazarte y Molina, visita­
dor jeneral de este valle, la dicha carta de su Ex­
celentísima y proveído por el dicho señor poblador
y habiéndolo visto dijo que estaba presto á cumplir
lo que su Excelentísima manda en todo y por todo,
como en su provisión se contiene y que en cuanto á
lo de las chacaras, oirá á las partes conforme á lo
que su Excelentísima manda y proveerá en jus­
ticia y en¡ lo de los indios,, están muy ocu­
pados en sus reducciones, que aun para desher­
bar sus chacaras no tienen lugar y que en cuanto á es­
to, informará á su Excelentísima de lo que mas á
172
servicio de Dios y de su Majestad convenga y esto
respondió y lo firmó de su nombre, siendo testigos
Gregorio de Amaya y Luis Csorio, Francisco Lazarte
y Molina. Ante mi, Pedro de Galvez, escribano pú­
blico y del Cabildo.
Y después de lo susodicho, en 20 dias del mes de
septiembre de 1574, yó Pedro de Galvez, escribano pú­
blico y del Cabildo de esta villa de Oropeza, notifique
la providencia de su Excelentísima en cumplimiento
de lo mandado por el señor Sebastian Barba de Pa­
dilla fundador y poblador de la dicha villa y á pedi­
mento de algunos vecinos y pobladores de la dicha
villa, al señor Diego Nuñez Basan, visitador jeneral
de estos valles, el cual dijo que se le dé traslado de
la dicha provisión, siendo testigos Gonzalo Min y An­
drés de Rivera y de ello doy fe.— Pedro de Calves,
escribano público y del Cabildo”.
NOTA 2
Después de la muerte de Calatayud, Francisco
Rodríguez Carrasco ordenó el enjuiciamiento de Es­
teban Gonzales, Matías Cotrina, Diego Prado, Bar­
tolomé Gamica, Miguel Coca, Francisco Coca, José
Carreño, Diego Veizaga y otros que tomaron parte
en el levantamiento de 1730.
E.n el proceso de los referidos caudillos, exis­
ten cuarenta declaraciones sobre la aludida suble­
vación: las más notables son las que copiamos en
seguida.
Confesión de Agustina Espíndola y Prado, natu­
ral de la Villa de Oropeza y madre de Alejo Cala­
tayud.
En la villa de Orcpeza, valle de Cochabamba, en
15 días del mes de mayo de 1731, ante el señor capi­
tán de infantería española del imperio del gran Pai-
titi Francisco Rodríguez Carrasco gobernador de las
armas y superintendente en la pacificación, paz, quie­
tud y sociego del tumulto acaecido en la dicha vi­
lla; por el señor marqués de Castel Fuerte, virrey,
173
gobernador y capitán jeneral en estos reinos y pro­
vincias del Perú, Tierra Firme y Chile y por el ilus­
tre señor Presidente de la Real Audiencia la Pla­
ta, vecino y alcalde ordinario de esta villa y su pro­
vincia y por su majestad íQ.D.G.) La sumaria infor­
mación que se tiene mandada se haga en cumpli­
miento de los superiores mandatos sobre el tumul­
to acaecido en esta villa, en los dias 29 y 30 de no­
viembre del año pasado y de conformidad con las
diligencias sobre esta causa y auto proveido, &.
Habiendo llegado á este monasterio de monjas
de Santa Clara, hice parecer en su locutorio que
está de puerta afuera de la clausura á Agustina Es-
pindola y Prado, la cual estando en su presencia y
ante mi el escribano público y de Cabildo, hizo la
señal de la cruz con la mano derecha, juró por
Dios nuestro señor y preguntada como se llama, que
edad tiene y de donde es natural, que oficio y estado
ha tenido y tiene dijo: me llamo Agustina Espin-
dola y Prado, natural de esta villa, de edad de 48
años, fui casada con don Juan Calatayud y viuda al
presente y madre de Alejo Calatayud y esto res­
ponde. Y siendo preguntada por el auto que está por
cabeza de estos interrogatorios leidosele y entemdido-
lo dijo que su hijo Alejo Calatayud fue capitán tu­
multuante, su alférez Estevan Gonzales, su sarjento
Cotrina y sus alegados Prado el herrero y José de la
Fuente que fueron los que siempre se comunicaban
en amistad y el dia miércoles, vispera de San An­
drés, estando comiendo el dicho su hijo Alejo, en­
traron a su casa José el Zapatero y un herrero cuyo
nombre ignora y estuvieron parlando con el dicho
su hijo Alejo y esta declarante, y le contaron como
el Juez Venero los venía a empadronar y les pro­
metió el dicho Alejo, defenderlos y vengarlos y fu­
riosos todos salieron habiendo acabado de comer. Y
luego a la noche, oyó esta declarante el tumulto de
jente por la calle diciendo: viva el rey, muera el mal
gobierno y así mismo, oyó decir que su hijo Alejo
con muchísimos mestizos quebrantó la cárcel y echó
fuera los presos, y esa noche volvió a su casa el dicho
Alejo con muchísimos mestizos que no pudo cono­
174
cer esta declarante a ninguno y luego se salió y su­
po como al dia siguiente el dicho su hijo, estubo
en el cerro con bandera de guerra y mucha jente
y esto responde; y preguntada si sabía que para di­
cho tumulto, tuvo el dicho su hijo alguna preven­
ción ó por venganza ó influjo de alguna persona po­
derosa, diga como vio y supo, dijo: que no sabe
que el dicho su hijo tuviese prevención ni disposición
para ejecutar dicho tumulto ni que ninguna per­
sona le aconsejase sino los dos que lleva dicho Jo­
sé y el herrero y esto responde. Y preguntada y re­
plicada que como dice que no tuvo prevención nin­
guna cuando quiso matar a don Juan Matías Gar-
dogue por haberle herido en la mano, y que mu­
chos días antes había dicho que se había de ven­
gar de los guampus, dijo que no supo de su hijo
tal venganza ni intención y esto responde; y pre­
guntada si sabía que para el día jueves de coma­
dres, quiso el dicho su hijo tumultarse segunda vez
y asolar la villa, diga que disposición tuvo para ello
y quien lo fomentó para que lo ejecutase constando
en los autos de la disposición para dicho día, dijo que
no supo que el dicho su hijo, tuviese prevención al­
guna para tumultarse dicho día de comadres, porque
con ella nunca trató cosa alguna de estos tumultos
y que de repente supo como lo apresaban y que no
queriéndose confesar le dieron garrote y lo colgaron
en la horca de la plaza y por orden del susodicho
señor alcalde, la apresaron en este monasterio de
Santa Clara donde a estado y esto responde. Y pre­
guntaba si sabia quien le escribía cartas al dicho su
hijo, de donde y que le decían en ellas y quien ani­
maba o influía o le daban dinero para sus tumultos,
diga sin exceptuar personas de calidad ni estado co­
mo lo sabe, oyó decir y entendió, dijo que no supo
quien le escribía cartas ni papeles ni vio quien le ani­
maba ni le daba dinero porque el dicho su hijo nun­
ca decía lo que le pasaba. Y preguntada que como di­
ce que no sabia quien le daba dineros cuando este
era un pobre oficial, que no podía gastar con su ofi­
cio el lucimiento que después del tumulto gastaba y
que algún acaudalado lo fomentaría, dijo que no sa­
175
be como gastaba lucimiento y que solo los mestizos
eran los que le adulaban y que no sabe mas de lo
que lleva dicho vio y oyó decir y la verdad pública,
voz y fama en que se afirma y ratifica so cargo de la
confesión y juramento, que ha dicho la verdad y
que no ha sido inducida ni cohechada y que no sa­
be firmar y a su ruego firma el testigo Domingo
Navarro y Vargas.— Francisco Rodríguez Carrasco.—
Ante mí, Marcos Manuel Lazo de la Vega, escribano
real y de Cabildo.
Confesión de Teresa Zambrana y Villalobos, na­
tural de Cochabamba y mujer de Alejo Calatayud.
En la Villa de Oropeza, valle de Cochabamba,
en 15 días del mes de mayo de 1,731, ante el señor
capitán de infantería española del imperio del gran
Paititi, Francisco Rodríguez Carrasco, gobernador de
las armas y superintendente en la pacificación, paz,
quietud y sociego del tumulto acaecido en la dicha
villa; por el señor marqués de Castel Fuerte, virrey,
gobernador y capitán general en estos reinos y pro­
vincias del Perú, Tierra Firme y Chile y por el ilus­
tre señor presidente de la Real Audiencia de La Pla­
ta, vecino y alcalde-ordinario de esta villa y su pro­
vincia y por su Majestad (que Dios Gue). La suma­
ria información que se tiene mandada, se haga en
cumplimiento de los superiores mandatos sobre el tu­
multo acaecido en esta villa en los días 29 y 30 de
noviembre del año pasado y de conformidad con las
diligencias sobre esta causa y auto preveido, &.
Habiendo llegado a este monasterio de monjas
de Santa Clara hice parecer en su locutorio que es­
tá de puerta afuera de la clausura a la dicha Tere­
sa Zambrana y Villalobos, mujer del dicho Alejo Ca­
latayud, quien hizo la señal de la cruz con la ma­
no derecha y juró por Dios nuestro señor y dicha
señal de la cruz decir la verdad de lo que supiere
y fuere preguntada y a la conclusión dijo si juro y
amén. Preguntaba como se llama, que edad tiene y de
donde es natural, que oficio ha tenido y que esta lo
ha tenido y tiene, dijo que se llama Teresa Zam­
brana y Villalobos, de edad de 22 años, natural de
176
esta villa que fue legítimamente casada con Alejo
Calatayud, oficial de platero y al presente viuda y
esto responde. Y preguntada si sabe la causa de su
prisión en este dicho monasterio dijo que por orden
del susodicho señor Alcalde, Juez de esta causa está
en dicho monasterio por haber ajusticiado a dicho
su marido Alejo Calatayud y esto responde. Y pregun­
tada por el auto cabeza de proceso, dijo que el día
lunes, semana antes del tumulto, se fue a la ca­
sa del Dr. Francisco de Urquiza, vicario de la dicha
villa y allí supo que el dicho su mando estaba in­
dignado contra dicho alcalde y por fin el 29 de no­
viembre del año pasado supo esta declarante que
el dicho su marido, estaba como capitán tumultan-
te con mucha jente derribando las puertas de la
cárcel, que la declarante pidió a las niñas de Dña.
Isabel Cabrera (en cuya casa estaba la declarante)
rezaran en ella el santísimo rosario, para que el di­
cho su marido, se aparte de tan malos efectos, y en­
cendiendo una vela a un altar, rezaron en coro di­
cho rosario y oyeron que pasaron por la puerta de
dicha casa los del tumulto diciendo: viva el rey y
muera el mal gobierno y los puca-cuncas, y estan­
do esta declarante en dicha casa hasta el día siguien­
te por la mañana, vino Diego Ustaris, con recado del
dicho su marido diciémdole fuese al sitio donde es­
taba y esta declarante no quiso y respondiendo que
no tenía armas para ayudarle en sus malas opera­
ciones, y ese día oyó decir como el dicho su marido
y sus soldados habían matado a los que habían ido
a auxiliar al revisador, y luego que anocheció, se
fue esta declarante a la casa del dicho vicario quien
al día siguiente quiso poner a esta declarante por
seguridad en este dicho monasterio y no quiso la
abadesa, y por esto le dijo el dicho vicario, que se
escondiese en una casa inmediata a la suya don­
de estuvo esta declarante las horas de medio día,
que dicho vicario la hizo llamar a su casa y le dijo
como ya su marido había hecho las paces y a la no­
che vino su merced el dicho señor alcalde y don Be­
nito Iraizos, y habiendo pasado esa noche con el di­
cho su marido en sosiego, por la mañana le dijo esta
177
declarante que para que había hecho tales desatinos,
que haba escandalizado a todos los de la villa y le
respondió que el miércoles antecedente, estando el
comiendo, entraron cuatro hombres y lo sacaron y
aun que esta declarante instó para que le dijese
quienes fueron no quiso decirlo y esto responde. Y
preguntaba que si antes de este tumulto oyó al dicho
su marido que lo había de ejecutar o que había de hacer
algún estrago o esperaba la ayuda de algún poderoso
que le fomentase, diga como se le oyó decir delante de
quienes o a sola? cuando y con que demostraciones,
y las personas que el dicho su marido nombró sin
exceptuar personas de calidad, y dijo que nunca oyó
al dicho su marido que tal cosa había de ejecutar
ni le vio tratar con ninguna persona sobre ello, por­
que solo lo visitaban los que tenían obras de plate­
ría en su tienda y esto responde. Y preguntada que
si después del tumulto vio a los inducidores que lo
visitaban y trataban sobre él dicho tumulto, dijo que
después que el dicho su marido ejecutó el tumulto
del día de San Andrés, lo visitaban Prado, el herre­
ro, un Dionicio que no sabe su apellido, José Ca-
rreño y José de la Fuente; los cuales eran sus man­
dones, pero nunca delante de esta declarante habló
cosa que tocase a tumulto y como ella no salía de
la cocina, jamás pudo saber ni oir las disposiciones
de su marido, solo veia que las cartas que le escri­
bían se las enseñaba a su merced dicho alcalde quien
le suplicaba a esta declarante que le ayudase a per­
suadir al dicho su marido, para que se contuviese en
sus operaciones y con lágrimas esta declarante, lo
reprendía y aconsejaba que mirase por su crédito y
su honra y especialmente cuando en distancias ve­
ces le decía que no usara el bastón y que no se
sentara en el Cabildo y trabajara en su oficio, que
le ayudaría para que asi lo hiciese; a lo cual de­
cía el dicho su marido que soltaría el bastón y tra­
bajaría en su oficio: en cuanto a las cartas, nun­
ca le decía a esta declarante lo que contenían ni
comunicaba cosa alguna. Y preguntada si sabe que
el dicho su marido para el jueves de comadres tuvo
alguna disposición para tumultarse de jente y armas.
178
con que modo y arte discurrió asolar la villa, diga
que circunstancias precedieron y como se lo oyó de­
cir al dicho su marido y contestando dijo que no supo
cosa alguna de dicho levantamiento para dicho dia
ni le oyó decir y esto responde. Preguntada que co­
mo dice no supo nada cuando la disposición para
el tumulto fue tan notoria, dijo que el dicho su ma­
rido tuvo o no tal disposición no le comunicó a esta
declarante ni delante de ella trató con sus mando­
nes y allegados tal tumulto; pues ante ella se ocul­
taba para tratar con ellos, por que la tenía por ene­
miga y como ella siempre lloraba de sus malos efec­
tos y de su traición al rey procuraba evadirse de que
supiere ella sus operaciones. Todo lo que lleva con­
fesado y declarado, es público y notorio y no habien­
do otra cosa dijo que lo que lleva dicho, es la ver­
dad en que se afirma y ratifica su cargo del jura­
mento que fecho tiene y no firma por no saber.
A ruego de Teresa Zambrana y Villalobos, Do­
mingo Navarro y Vargas.— Francisco Rodríguez Ca­
rrasco.— Ante mi Marcos Manuel Lazo de la Vega,
escribano público y del Cabildo.
NOTA 3.
Por cuanto se ha resuelto en Junta de guerra,
la tranquilidad de la villa de Oruro por protección
pedida por su pueblo en repetidas ocasiones y librar
de las substracciones enemigas los caudales del rey
que se custodian en sus reales cajas, siendo éste pun­
to que sirve de tránsito a las expediciones auxiliares
del presidente del Cuzco José Manuel de Goyeneche y
del gobernador intendente de la ciudad de La Paz don
Domingo Tristan, a cuyas hostilidades están espuestos,
por tanto, se ha resuelto auxiliar aquella villa1, coh
mil hombres de armas consultando su mejor seguri­
dad en servicio de los derechos de nuestro augusto so­
berano Fernando VII. Por tanto, para el desempeño
de una comisión tan importante, he tenido por con­
veniente en uso y ejercicio de mis facultades nombrar
como nombro de.Jeneral en jefe y comandante de las
referidas tropas auxiliares, al capitán de las. milicias
179
de esta ciudad don Esteban Arze, persona apta y
aparente de valor y entusiasmo patriótico, de quien
tengo entera satisfacción y confianza. En cuya vir­
tud, y de este título que para el efecto se confiere,
ordeno y mando lo tengan y reconozcan por tal, y que
todos los demás jefes, capitanes y soldados esten su­
jetos y subordinados a sus órdenes y disposiciones
cumpliendo y ejecutando cuanto en la campaña les
ordene y comunique, guardándole y haciéndole guar­
dar todo acatamiento, respeto y honores que según
ordenanza se le deben y han guardado a los de su cla­
se sin contravención. En testimonio de ello doy este
firmado de mi mano y autorizado por el escribano de
Gobierno y guerra, En este cuartel jeneral de Cocha-
bamba a los 17 días de octubre de 1810.— Francisco
del Rivero.
NOTA 4.
.i
iPor cuanto para el empleo de Alférez de una de
las compañías del Tejimiento de milicias provincia­
les de caballería de Cochabamba de nueva formación,
he nombrado á don Estevan Arze... Por tanto, man­
do al virey y capitán general de las provincias del
río de la Plata, dé la orden conveniente para que se
le ponga en posesión del mencionado empleo, guar­
dándole y haciéndole guardar las preeminencias y
exenciones que le tocan y deben ser guardadas; que
así es mi voluntad, y que el Ministro de mi Real Ha­
cienda a quien perteneciere, dé asi mismo, la orden
necesaria para que se tome razón de este despacho
en la contaduría principal en la que se formara asien­
to; con prevención de que siempre que mande a
juntar dichas milicias para acudir a los parajes que
convengan a mi real servicio se le asistirá con el
sueldo que á los demas oficiales de su clase de las tro­
pas regladas, en consecuencia de lo que tengo resuelto.
Dado en Aran juez á 15 de abril de 1803.— Yó el Rey.
NOTA 5. ¿■ a»,.-
Los documentos que publicamos enseguida, prue­
ban también la importancia de la victoria de Aroma,
180
D. Francisco del Rivero, capitán de los reales
ejércitos, rejidor, alcalde provincial perpétuo del ilus­
tre Cabildo de esta ciudad, coronel de su Tejimiento
de milicias disciplinadas, por la Excelentísima Junta
Superior gubernativa de Buenos Aires, gobernador in­
tendente de Santa Cruz de la Sierra por universal
aclamación de su capital, «fe.
Valerosos y fidelísimos cochabambinos. Si ayer os
comuniqué la plausible noticia de que el ejercito au­
xiliar de nuestra capital la inmortal Buenos /Aires,
alcanzó una completa victoria contra las tropas reu­
nidas por los enemigos de la causa común en San­
tiago, hoy me toca anunciaros la que han obtenido
nuestras espediciones á La Paz, estas sosteniendo un
vivo fuego de tres horas en Aroma han derrotado en­
teramente á cuatrocientos hombres annados de fusil,
y á cien lanceros, coronándose nuestros hermanos de
laureles con tan recomendable gloria cuanta ha sido
la ventaja de los enemigos respecto de su mayor nú­
mero de armas y de su posición dominante á nuestro
ejército. Ved ahi, valerosos cochabambinos, sellado
el buen hombre de nuestra patria con una acción me­
morable en los fastos de la historia; y ved por fin
el justo motivo con que debeis tributar al Dios de las
batallas las alabanzas dignas del mas relijioso reco­
nocimiento á la protección que dispensa a nuestros
designios uniformes a la capital. Llenaos cochabam­
binos de los más dulces trasportes de gozo y alegría
y descansad en el valor y esfuerzo de nuestros her­
manos los héroes de Buenos Aires y de Cochabam­
ba, para no dudar que gozareis de la felicidad de que
hasta aqui habéis sido privados.— Cochabamba no­
viembre 17 de 1810.— Francisco del Rivero.
D. Francisco del Rivero, coronel del rejimiento
de caballería de esta ciudad, por la superior Excelen­
tísima Junta de las provincias del río de La Plata y
gobernador intendente y capitán jeneral por aclama­
ción universal de su pueblo, «fe.
Por cuanto la victoria de nuestras armas, con­
tra los que destinaron los enemigos de la felicidad co­
mún á la resistencia■ á los designios
-
de
.
nuestra ..i:ca-r.
181
Pital Buenos Aires obtenida por los campeones de
ella en Suipacha y por nuestros esforzados y leales
cochabambinos, exije que tributando al Dios de las
batallas, las mas fervorosas gracias por la miseri­
cordia con que nos ha protejido se hagan también
demostraciones de nuestro júbilo y complacencia. Por
tanto, á fin de cumplir con uno y otro deber tengo
dispuesto que el día de mañana, tenga lugar en la
Santa Iglesia matriz de esta ciudad, el augusto sa­
crificio de la misa con el cántico de la alabanza
en testimonio de nuestra relijiosa gratitud, concu­
rriendo a esta todo los vecinos y corporaciones de la
ciudad: Que en las noches de este día y los dos si­
guientes, se iluminen los balcones, ventanas, puertas
de calle y de tiendas y que en las mañanas y los
siguientes, se procure la diversión pública en celebridad
de aquellas acciones decisivas de nuestra feliz suerte.
Y para que llegue á noticia de todos y ninguno ale­
gue ignorancia para el cumplimiento de lo mandado
en la parte que le toca, bajo la multa de doce pesos
aplicables para los gastos de las espediciones, debía
de mandar y mando que se publique el presente ban­
do con la solemnidad acostumbraba. ¡Es fecho en es­
ta ciudad de Cochabamba á los 21 días de noviem­
bre de 1810.— Francisco del Rivero.
W... • $ n .; T
NOTA 6.
. • ' v ,-
Tenemos entre nuestros manuscritos, una inte­
resante colección de todas las proclamas y ordenan­
zas que se publicaron en Cochabamba, desde el 4 de
enero de 1810 hasta el 30 de abril de 1815. De di­
cha colección tomamos el siguiente documento:
“La Junta provincial gubernativa y capitanía je-
neral de esta provincia á nombre de su majestad el
señor don Femando VII, &.
Hace saber á todos los vecinos de esta capital y
su provincia que por convenir al mejor servicio de
S. M. y de la causa pública, ha tenido á bien unir­
se con el señor mariscal de campo y jeneral en jefe
de las provincias del Alto Perú quien se ha servido,
adhiriéndose á nuéstra solicitud, pasar el oficio si-
182 —
guíente: “Después de haber agotado todos los recur­
sos de la prudencia para hacer conocer a los habi­
tantes de esta provincia, lo justo y benéfico de mis
intenciones, he conseguido arrollar completamente a
un enemigo que hasta ahora me ha pintado con los
mas vivos colores de la crueldad y de la execración:
en medio de estos triunfos adquiridos á espensas de
fatiga y de penetrar con el ejército del rey por lo mas
escabroso de estos valles, tengo en consideración el
oficio que acabo de recibir de U.U. fecha del día, en
que solo desean que las cosas se restituyan á su an­
tiguo estado, para que sus habitantes disfruten del
dulce placer de sus hogares. Desde este momento, ce­
san todas las hostilidades, y las subordinadas tropas
de mi mando observaran relijiosamente, las órdenes
que ya tengo comunicadas para tan saludable objeto.
Cochabamba, detestará las horrores de la guerra,
adoptará el sistema de la verdad y su posteridad aplau­
dirá los sentimientos de un amante paisanaje que se
interesa de veras en su tranquilidad. Mañana entre
diez y once, verificaré mi entrada en esa ciudad, di-
rijiéndome inmediatamente al Convento de nuestra
señora de las Mercedes, donde en reunión de todo el
clero se celebrará el sacrificio de la misa con un sen­
cillo Tedeum en acción de gracias por los beneficios
que con mano pródiga me dispensa la providencia;
siendo de mi privativo resorte elejir un alojamiento
en el que ratificaré a todo ese vecindario lo pacifico
de mis intenciones y que mi deseo esta ligado á es­
trechar los vínculos de fraternidad y concordia, pro­
curando remover cualesquier obstáculos que se opon­
gan á su mayor agradecimiento. Cuartel jeneral de
Anocaraire agosto 14 de 1811.— José Manuel de Go-
1 eneche”. Fn esta inteligencia, nos corre la obliga­
ción de gratitud al espresado señor mariscal para que
cooperemos de nuestra parte á la ejecución de sus
justos y benéficos designios, que patentiza en dicho su
oficio con tanta enerjia y bondad y á su efecto, se
publicará este bando en los sitios acostumbrados y
con la debida solemnidad. Ciudad de Cochabamba y
agosto 15 de li811,— Pedro Miguel de Quiroga.— Fran­
cisco Angel Astete, escribanoi .de S.M. y del Cabildo.
183
NOTA 7.
Sr. presidente y comandante jeneral interino don
Estevan Arze. El ejemplar ¡patriotismo de U.S. con­
fesado inconcusamente desde el primer sacudimien­
to de los tiranos dentro de esa ilustre ciudad, her­
manada el 14 de septiembre de 1810 con el sabio go­
bierno del río de la Plata, no volverá á usurparlo
otro espíritu tan bajo que ni entienda los cálculos de
su peculiar intereses ni sepa aprovechar los grandes
frutos que le había producido nuestra jenerosa re­
volución. La constancia de sus sacrificios por la pa­
tria, es de esperar que sea declarada por heroica en
grado eminente en vista de su oficio de dos del co­
rriente que se remitió orijinal a la capital y mien­
tras lleguen á manos de U.S. las gracias y destinos
de que debe considerarlo muy acreedor el supremo
Gobierno, acompaño el despacho provisorio de presi­
dente en comisión de esa junta provincial y de co­
mandante jeneral interino de las armas de esa pro­
vincia a fin de que precedidos el juramento y posesión
de estilo, pueda funcionar libremente cuidando de re­
petirme espresos con todas las noticias y ocurrencias
relativas á esas interiores provincias que deban ser­
vir de gobierno. Cuartel jeneral de Jujuy á 26 de no­
viembre de 1811.— Martin de Pueyrredon.
NOTA 8.
Muy señor mió y mi estimado amigo. Cuento
que el Gobierno estará tan reconocido como yó á los
distinguidos servicios que tantas veces ha practicado
U. á veneficio de la patria. Por mi parte, digo a U.
cuanto provisoriamente ha podido caber en mis fa­
cultades, y debe esperar que en la primera oportuni­
dad que se presente, serán ratificadas las mismas gra­
cias por la superioridad.
No tengo que retirar otras prevenciones que las
que indico en mi papel dirijido á todas las autori­
dades, a fin de que obrando ejecutivamente por acá
y por allá, estrechemos al enemigo, hasta reducirlo
184
tr itio *****

al último extremo. Este es el empeño que con prefe­


rencia á todo otro cuidado y atención debemos acti­
var recíprocamente, ¡hasta que la probable ventaja de
nuestros esfuerzos nos reúna para tener el gusto y
la complacencia de abrazar á U. con todo el afecto
que le protesta este su amigo y servidor que S.M.B.
Martin de Pueyrredon.
NOTA 9.
Atendiendo á los méritos del teniente coronel de
ejército don Esteban Arze, ha venido el Gobierno en
conferirle el grado de coronel, concediéndole las gra­
cias, exenciones y prerrogativas que por este título le
corresponden. Por tanto, mando y ordeno se le tenga
y reconozca por tal, para lo que le hizo espedir el
presente despacho, firmado por el mismo Gobierno y
refrendado por su secretario.— Feliciano Antonio Chi-
clana.— Manuel de Garabatea.— Bernardo Rivadavia.
NOTA 10.
Copiamos en seguida la proclama de Arze. Ella,
como todos los documentos contenidos en el presente
apéndice, es enteramente inédita.
“Habitantes de esta provincia. Aquí teneis vues­
tro jefe y compatriota que solo con el objeto de ali­
viar vuestras necesidades, de ampararos en vuestras
turbaciones y de conciliar vuestra paz y quietud, se
ha aproximado á estrecharse con vosotros. Tened la
gloria y satisfacción de que las anuas de la patria han
triunfado y triufaran eternamente. Los enemigos de
ella lejos de encontrar alguna fuerza para batir á su
madre, se hallan rendidos y debilitados. Poned por
delante el santo amor de Dios y el amor al prójimo.
No os acordéis de vuestros sentimientos particulares;
buscad la unión con la que yá pensé haberos hallado.
No alzeis ese nombre infame de sarracenos que in­
cendia vuestro carácter. Llamaos patriotas todos, que
entonces conoceréis la dulzura de ese epíteto; y si á
alguno de vosotros os señalaron con la marca de des­
naturalizados por la opinión que tenias como enga­
ñados por la debilidad de la naturaleza, conoced aho­
185
ra vuestro desvio, si acaso errasteis agradeced á
la patria que ella os perdona como piadosa de vues­
tros delitos. Confiad que los gires. Manuel Belgrano
y Días Vélez no vienen ofendiendo sino defendiendo
vuestro suelo y á descautivaros de las duras cadenas
con que estabais oprimidos. Examinad vosotros mis­
mos el antiguo ser y el presente y vereis como estáis
desahogados de vuestros trabajos y desdichas. He ve­
nido, vuelvo a decir, sin aparato alguno y solamente
á satisfacer vuestra necesidad y deciros que os améis
unos á otros para que con la unión podamos formar
un solo cuerpo; pero si se conoce en vosotros el ho­
rrible delito de reincidencia sereis desgraciados de ser
juzgados por las armas que os defienden.
Y vosotros compatriotas amados y honrados pai­
sanos, dejad de decir sarracenos a los que son vues­
tros padres, hijos y hermanos, y esperad al jefe mi­
litar que viene á la cabeza del ejército quien verá y
juzgará sus delitos.
Entre tanto, guardad la armonía de hombres re­
cocidos y pacíficos. Guardad también con respeto el
concepto de las proclamas del señor jeneral Belgra­
no, en las que os pide la paz y no venganza y enton­
ces sereis premiados; pero si persistís en los hechos
de salir por las calles desordenadamente, á tocar puer­
tas, gritar y provocar a vuestros semejantes sereis vic­
timas de mi castigo. A todos en jeneral, os encargo
guardéis buena armonía viváis como buenos cristia­
nos y no os acordéis de vuestras pasadas persecucio­
nes. Dirijidlas al Señor Dios Todopoderoso para que
el use de su misericordia y ampare la causa. Asi os
agradecerán los jefes que os vienen á auxiliar, y yó
lograré ser mas reconocido por ese amor que por la
independencia os obliga á sacrificaros en aras de la
libertad.— Esteban Arze.
NOTA 11 (Del Editor.— Corresponde a la ins­
trucción de Manuel de Goyeneche, que aparece en
la página 80).
En el día de la fecha han purgado sus críme­
nes en esta plaza con el suplicio de horca, los mui
186
principales autores de la escandalosa sublevación de
esta ciudad, Pedro Murillo, titulado Presidente coro­
nel, Basilio Catacora, Buenaventura Bueno, Gregorio
Lanza, llamados representantes del Pueblo, Juan Bau­
tista Sagárnaga, Juan Antonio Figueroa, Mariano Gra­
neros (alias) Challategeta, Melchor Jiménez (alias)
Pichitanga y Apolinar Jaén, cuya causa se há se­
guido militarmente, en virtud de tres órdenes con­
tinuadas del Exmo. Sr. Virrei de estas provincias Dn.
Baltasar Hidalgo de Cisneros, añadiendo a la públi­
ca demostración de los hechos cantidad considerable
de documentos originales y piezas justificativas in­
sertas en los Autos de puño y letra de los mismos
sentenciados, y a fin de que VS. fixe su conocido
discernimiento sobre el origen, progreso y demás in­
cidentes de tan ruidoso suceso acompaño el adjun­
to Manifiesto, interesando su zelo en la publicación
y esparcimiento de él, para exemplo de este Reino,
y del desenlace que tienen los que buscan nueva for­
tuna atentando al Gobierno y sus instituciones.
Dios guie a VS. muchos años. Quartel General
de La Paz 29 de enero de 1810. José Manuel de Go-
yeneche.
Sr. INTENDENTE DE COCHABAMBA.
Al margen: Cochabamba 8 de febrero de 1810.—
Por recivido el manifiesto que se enuncia en el pre­
sente oficio del Señor Brigadier de los Rs. Exercitos
del cual se sacarán los correspondientes testimonios
para remitirse a los subdelegados de los Partidos to­
dos que constituyen esta Provincia, y se hará circu­
lar por ella, alos fines que interesa a dicho zeloso
Jefe Militar, y digno de la mayor consideración.—
José Gonsales de Prada.— Ante mi Francisco Angel
Astete.-

— 187
I
CASOS HISTORICOS Y
TRADICIONES DE LA
CIUDAD DE MIZQUE
PROLOGO
D espu és de poco tiempo hemos visitado nue­
vamente la h istérica ciudad de M izque, dete­
niéndonos en exam inar su s ruinas y estudiar su
glorioso pasado, con el interés que siem pre ha
despertado en nosotros esa población, emporio
de riquezas en an tigu as épocas, y condenada en
la actualidad a doloroso estacionarism o.
L a ciudad, a pesar del escaso número de h a­
bitantes con que hoy cuenta, conserva todavía
ciertos caracteres especiales que la diferencian
de otras poblaciones pequeñas y m anifiestan su
grandeza prim itiva. S u s calles son rectas y an­
c h a s y su plaza principal' es una de las m ás
gran des y m ejor form adas de la R epública.
E x isten ed ificios de considerables propor­
ciones, con enormes puertas, y rodeados de pare­
des monumentales.
Llam a la atención el aire n ostálgico de su s
habitantes, y ese sello de m elancólica expresión
que llevan en el sem blante.
S u s fie sta s y diversiones, no son fran cas y
ruidosas como en otras partes, y se distinguen
también por su carácter reservado y silencioso,
como si su s m ism as alegrías estuvieran siem pre
m ezcladas de pesar. No parece sino que el senti­
miento de su perdido poderío, palpitara cons >-
tantem ente en todos los corazones.

191
De las num erosas ig le sias que había an ti­
guam ente, apenas quedan d o s: la M atriz y San
Sebastián. E sta últim a ha sido reedificada, ha­
ce poco, m erced a los esfuerzos persisten tes deí
vecindario.
L a M atriz es un templo de mucha solidez y
de esm erada arquitectura y contiene algunos cua­
dros de im portancia y muchos túm ulos de obis­
pos. L o m ás notable que existe en dicha ig lesia,
es la torre? construcción gigan tesca cuya altura
es de 25 m etros por lo menos.
L a s cam panas que cuelgan de su s fornidos
arcos son num erosas, y pocas habrá en la R ep ú ­
blica ig u a les a ellas. S u s m elódicas y sonoras vi­
braciones se escuchan de una legua de distancia,
y se com prende fácilm ente que ellas fueron ad­
quiridas en un tiempo en que la población con­
taba con m ayores recursos.
E s también notable, per todo extrem o, la ca­
sa parroqu ial que, según es fam a, era la antigua
m orada de lo s obispos de San ta C ru z; y esta
creencia no la consideram os an tojadiza, a ju zg ar
por las enormes proporciones de la m encionada
casa, su s anchas y forn id as puertas, hechas a lo
que parece para dar paso a gran des carruajes, y
por ese aire de obispalía que conserva hoy m is­
mo a pesar de los escom bros que cubren la m ayor
parte de su recinto.
D e igu al manera atraen la atención, el Ca­
bildo, llam ado a sí porque allí funcionaba la cor­
poración de ese nombre en la época del colonia­
je , y el H o sp ital de San ta B árbara, grandioso
monumento que m uestra evidentemente, los es­
fuerzos y el espíritu editicativo que animaba a
los hombres que lo construyeron.
L o s conventos de San A gu stín , San F ra n ­
cisco, Santo D om ingo, San Ju a n de D io s y S a n ­
ta Clara, están convertidos en ruinas.
JTo se conoce a punto fijo , e l sitio en que e s­
tuvo Santa T e re sa ; pero, se sabe, a ciencia cier-

192
ta, que dicho convento, existió también y fu e uno
de los m ás notables de la ciudad.
L a s ruinas m ás considerables son las de San
A gu stín , y hay m otivos para creer que este edi­
ficio fue el m ás grande de todos.
Im pulsados por vivísim o deseo, hemos v isi­
tado esos escom bros. Una tarde del mes de j u ­
lio de 1904f llegam os hasta a llí, y nos llam ó so ­
bremanera la atención en el templo destruido,
la solidez de las gru esas y ro jiz as paredes, que
se mantienen de pie, a pesar de que carecen de
techumbre desde hace un sig lo próxim am ente.
L o s altares de la ig le sia se conservan íntegros,
y ss d eja ver, de un modo claro, el p araje don­
de estuvieron la s celdas del' convento. L a cos­
tumbre de buscar tesoros en las ruinas antiguas,
ha contribuido a la destrucción de tan clásico
monumento.
Perm anecim os largo rato, de pie sobre los
escom bros , para observarlos detenidam ente. E n
esos momentos, el so l se ocultaba detrás de las
lejan as y azuladas serran ías y en las aberturas
de ios m uros cantaban los grillos. Un sentim ien­
to de respeto y de profunda pena invadió nuestro
espíritu. E s o s altares abandonados y esos m uros
derruidos testigo s silen cio so s de acontecim ientos
memorables, representaban para nosotros, los es­
fu erzo s y las energías de una generación que
trabajó gu iada por nobles y altos ideales. P o r
aquel sitio, convertido hoy en gu arida de alim a­
ñas salvajes, pasaron hombres henchidos de vita­
lidad y de entusiasm o, y levantaron con sus bra­
zos vigorosos ese edificio gigan tesco, con el con­
vencim iento de que servían a la hum anidad y a
su D ios.
L a supresión del convento de San A gustín,
así como la de los dem ás que ya hemos citado ,
tuvo lu gar después de la proclam ación de la in ­
dependencia y en virtud de la ley de 9 de no­
viembre de 1826 que extinguió la m ayor parte

193
de la s com unidades relig io sas de la R epública,
destinando su s rentas para los establecim ientos
de instrucción y de beneficencia.
L a extingu ida grandeza de M izque, no sería
explicable, si no se tuvieran en cuenta su s cam­
pos ubérrim os y las bellezas naturales de su p ri­
vilegiado suelo.
Cuando B o lív ar llegó a M izque en 1826, se
detuvo en las fa ld as de un otero, desde donde
se domina con la vista laí ciudad, dejó vagar su in ­
quieta m irada de águila sobre aquellos cam pos de
esm eralda, como s i quisiera hartar su s o jo s con­
tem plándolos, y poseído de intensa emoción, di­
jo a los que le rodeaban; “E ste p a ís me recuer­
da a C aracas
E n 1845, dos alto s fun cion arios de la R ep ú ­
blica, lo s señ ores Ju a n O ndarza y Ju an M ario
M ujía, visitaron también la ciudad de M izque,
cum pliendo in strucciones del gobierno y en e l
inform e que después escribieron sobre dicho pue­
blo, decían literalm ente como sig u e : “ N ada se ­
ría m ás útil que la actual adm inistración d iri­
giera una m irada favorable hacia el m ás hermo­
so, el m ás fé rtil y el m ás bien situado de todos
n uestros valles” .
E n el mismo inform e, los señores Ondarza
y M ujía, m uestran la fe rtilid ad asom brosa del
territorio de M izque, haciendo resaltar, prin ci­
palm ente, la variedad de su s producciones, la
abundancia de su s aguas, la inm ensa extensión
de su s tierras labrantías, donde caben todos los
cultivos, y la incom parable belleza oriental de
los p aisaje s que abundan en la comarca.
E n efecto, para encontrar algo sem ejante a
las Iianuras\ de M izque, sería necesario tran s­
portarse a las rien tes m árgenes del B e tiz y d el
Genii.
Y debe tenerse en cuenta que esa belleza
sorprendente es obra exclusiva de la naturaleza.
L o s cam pos se hallan abandonadas en su' m ayor
194
parte, y apenas se ven aquí y allá, pequeños g ru ­
pos de ed ificio s separados lo s unos de los otros
por larg as distancias.
E n el valle que rodea la ciudad y cuya ex ­
tensión no pasa de tres leguas, existen echo
ríos cuyas agu as peim anentes pueden ser con­
ducidas a io s m ás alto s lu g are s comarcanos.
'Nada e s m ás interesante que la contem pla­
ción de los expresados río s y del p aisaje en g e ­
neral desde un sitio elevado. M ientras que una
parte de la com arca , heiida por los rayos deí
sol, son ríe y >brilla alegrem ente, la otra som ­
breada por las m ontañas y velada por las bru­
mas, se adorm ece y se sum erge en dulce des­
fallecim iento.
Un rumor gigan tesco y sem ejante al' que pro­
ducen truenos lejan os y prolongados, se levan­
ta de la llan u ra: es la voz de los torrentes que
corren sobre lechos rocallosos y azotan las g u i­
ja s am ontonadas de su cauce, precipitándose de
inm ensas altu ras y form ando espum osas y mu-
gid oras cataratas. E so s torrentes, sem ejan ser­
pientes de plata que se deslizan por la frondosa
planicie, trazan curvas caprichosas, se acercan
como si quisieran unirse, y se alejan después co­
mo s i temieran al cheque de su s enfurecidas
corrientes. E l ruido que causan varía con el
viento que calla o que arrecia; y así como el so ­
nido, cam bia también el color de su s ondas que
unas veces se vuelven oscuras, y otras, blancas
romo la nieve , cuando cabrillean al soplo de las
brisas
E l fondo del valle está cubierto, en su ma­
yor parte, de algarrobos y de arom os silvestres,
que embalsaman el aire con su exqu isita y pe­
netrante fragan cia y atraen enjam bres de insec­
tos que zumban en torno de ellos.
Inm ensas bandadas de palom as y de pin ta­
dos loros, salen al amanecer de los bosques, vol-

195
tejean en las alturas y se dirigen a los lu g ares
cultivados en busca de alim entos.
Una atm ósfera lum inosa lo envuelve todo,
y en medio del polvo diam antino que se des­
prende de ¡a tierra a la salida del sol, baten su s
alas las libélulas sedien tas de libertad y de luz.
Durante el día, gru po s de trabajadores se
distribuyen en los cam pos para verificar su s fa e ­
nas ordinarias y labrar sus pegu jales. L o s unos
vestidos de pieles, y con el lazo al hombro, se
encaminan a las vaquerizas situ ad as en lo más
apartado de las selvas y pasan de allí a las la­
deras y a las cumbres m ás alejadas, para condu­
cir el ganado bravio que se resiste a penetrar
al vallado. L o s otros, form ando también gavillas.,
más o menos num erosas, mullen la tierra de los
sembrados y descuajan lo s árboles, en tanto que
la yuntería d esfila con dirección a las pam pas,
donde el noble buey, sím bolo vivo de la re sig ­
nación y de la obediencia, rotura la tierra ag u i­
jado por la mano vigorosa del yuguero.
P o r las tardes, num erosas m anadas de ca­
bras, conducidas por el perro in teligente y la
bulliciosa zagala, descienden de las cim as, atra­
viesan saltando lo s riscos y se encaminan a la
m ajada, donde el rabadán espera lo s rebaños. E n ­
tretanto, el humo que se levanta de las cabañas,
sube derecho al cielo, resuena el tam boril de
los pastores que aun no han llegado, ladran im ­
pacientes los perros esperando a los que vienen,
y m ientras que las cabras y los corderos pe­
netran en confusión al redil, pastoras y zagales
rodean la lumbre y cuentan satisfech o s lo s su ­
cesos del día que ha pasado.
L a s montañas y serran ías que rodean el va­
lle producen im presiones diferentes. A media
legua de distancia a l norte de la ciudad, comien­
zan a levantarse lom adas llanas cubiertas de p as­
to permanente y crecen y ascienden, de una ma­
nera gradual, hasta confundirse con las cumbres
196
del Curubamba y del Cerro N egro, que se en­
cuentran casi a la altura de las nieves perpetuas.
E ste último sitio es un m agnífico punto de
observación, y no conocemos un paraje desde
donde pudiera abarcarse con la vista horizontes
m ás vastos y dilatados.
A l norte y al levante brillan las excelsas
cum bres de los Andes. P o r el sur, se presenta
a la m irada contem plativa del observador, una
sucesión interm inable de montañas, y de las
cuales, las m ás próxim as, son fron dosas y de con­
tornos m arcados. D espu és de éstas se alzan ca­
denas azuladas cuya altura decrece a medida que
¿fe alejan. E n seguida, otra de contornos m ás
oscuros y después, otras y otras que se desvane­
cen y se extinguen por la distancia, hasta que
las ú ltim as, perdidas entre las brum as del es­
pacio, se confunden con el azul del cielo.
Cuando las nubes bajan en lo s días tranqui­
los del estío hasta tocar las cim as de esas dila­
tadas serranías, se forman herm osos cielos a los
pies del observador, y en todo sem ejantes al
que se extiende arriba. O tras veces aquellas le­
jan ías, por su color azulado, por su extensión
y por su extraña uniform idad, sem ejan el mar,
y los picachos que se levantan por encima de
las nubes, parecen islas que surgen del fondo de
las ondas, o naves gigan tescas que se proyectan
en medio de las aguas.
L a grandeza y la paz inalterable del lu gar
desde donde se contem pla tan sublim e espectácu­
lo, se trasm iten al espíritu, con fuerza irre sis­
tible. L a s m iserias y pequeñeces de n uestras ba­
ja s poblaciones apenas se sienten como recuer­
dos de una existencia pasada. Un deseo de vo­
lar, de ascender m ás, de huir de la tierra, de
beber a raudales la luz que baja del so l y de con­
fu n dirse con ese in fin ito lum inoso que se ex ­
tiende sobre n uestras cabezas, se apodera del al­
ma y la sacude con violencia.

197
H acia el oriente, el p aisaje cambia por com­
pleto. E l suelo cubierto de exuberante vegeta­
ción, se m uestra accidentado y escabroso. Cim as
afilad as donde las nubes duermen constantem en­
te, barrancos an go stos que el observador se ha­
ce la ilusión de fran quearlos de un salto, quie­
bras profundas donde bosteza el leopardo espe­
rando la ncche, picachos que se yerguen y dibu­
jan en el horizonte form ando líneas obscuras y
extrañ os perfiles, torrentes oprim idos por cau­
ces rocallosos que saltan y se precipitan en to­
das direcciones, g rito s de p ájaro s y de fieras,
rum ores de las selvas y estrem ecim ientos m is­
teriosos, se ven y se escuchan por doquiera.
P ara decirlo de una vez. las serran ías que
circundan el valle se diferencian de éste por la
tupida vegetación que la s cubre y la severa be­
lleza que las distingue. M ientras que en la lla­
nura, con la in fluen cia de un so l reverberante y
sólo comparable con el so l de A ndalucía, se pro­
ducen alegres rum ores y el suelo cambia de to­
nos y de m atices bajo la mano de labrador que,
no sm razón, ¿<s ha llamado el pin tor de la tie­
r ra ; allá en el fondo de las quebradas, donde
los árboles se apiñan y se entrelazan fuertem en­
te, un ambiente de quietud y de m isterio lo abra­
za todo, y el silencio que reina, es apenas in te­
rrum pido por el bufido del buey y el canto so ­
lemne y triste de la cigarra.
E n esas altas serranías, discurren, sin temo­
res, el ciervo, la taruga y el venado, y tienen ase­
gurado su im perio el oso indóm ito, el jab alí de
gran des colm illos y el leopardo de aceradas g a ­
rras.
E n un rincón de la comarca que hem os des­
crito, rodeada de ríos turbulentos y al pie de
enhiestas montañas, se ve una casita blanca , som ­
breada por añosos árboles y perdida en la d ila­
tada espesura.
L a yedra ha escalado su s muros, y las ra­
mas de los hi gü eros gigan tescos se alzan sobre
su techumbre cubriéndola casi por completo.

198
A llí brilla el so l con fu lgo res desconocidos,
y los p á'aro s modulan m ás fu erte su s m elodías
y apasionadas canciones.
E n aquel sitio, consagrado por la felicidad
y el dolor, paraíso y sepulcro al mismo tiempo,
el que esto escribe, tiene la tumba de su s padres.
E sa s existen cias que apagó la im placable
m uerte, en día ya lejano, palpitan, hoy mismo,
en todos los ám bitos de la morada que san tifi-
carón con el trabajo honrado y el esfuerzo por
e l bien.
N ada existe allí que no esté henchido de su s
recuerdos.
Donde quiera que se d irig e la vista, se no­
tan su s sag rad as huellas.
E n las noches tristes cuando las som bras se
apiñan y los g rillo s cantan,, se escucha todavía,
entre los árboles del extenso huerto, el rumor
de su s pasos y su' voz m ezclada con lo s gem idos
del viento.
N o e s mucho, por tanto, que consagrem os a
la rememoración de los sucesos glorio sos de ese
suelo venerado, estas p ágin as in spiradas por el
m ás sincero patriotism o.
P ara realizar tales propósitos, hemos em­
pleado algo m ás del tiempo destinado al ocio,
allegando docum entos perdidos entre olvidados
y polvorientos in folios, y recogiendo datos, casi
siem pre aislado s del seno de nuestros confusos
y abandonados archivos.
L o s que tienen conocimiento de la falta ab­
solu ta de elem entos y de las d ificu ltad es con
que tan a menudo tropieza la investigación h is­
tórica en el país, comprenderán fácilm ente el
esfuerzo que se em plea en llevar a término y re­
mate, un trabajo como el que hoy ofrecem os al
público. Bien es verdad, que el sacrificio que

199
imponen estas labores, encuentra am plia y envi­
diable com pensación , en el purísim o deleite que
se experim enta, cuando se consigue m ostrar al­
go de nuevo y de sobresaliente, en la actuación
de n uestros m ayores, y la cual nos parece in fe ­
cunda, sólo porque no la conocemos bien. E s a
satisfacción es únicamente com parable, con el
placer que debió de sen tir, aquel personaje, que
al rem over las cenizas volcánicas del Vesubio,
vio su rgir ante su s m aravillados ojos, los tem­
plos, los palacios, lo s teatros, las doradas colum­
natas y los pórticos sagrados de la desventura­
da Pom peya.

200
CAPITULO I

PR IM IT IV O S HABITAN TES DEL VALLE


DE M IZQUE
Pocos países habrá en la República, que mues­
tren en más alto grado que el exuberante y abun­
doso territo rio de M izque, 'las huellas de pobla­
ciones antiguas que sentaron allí sus reales, m u­
cho antes de la conquista y dom inación incásica;
pues, casi todas las serranías y alturas que cir­
cundan el extenso valle, están cubiertas de ru i­
nas-
D ifícil sería enunciar con precisión, cuál fue
la tribu que habitó dichas com arcas; pero, pode­
mos expresar, como verdad asentada, que los p ri­
m eros hom bres que poblaron el territo rio de M iz­
que, así como el de Cochabamba, pertenecían a
las naciones que, desde una época m uy remota,
ocupaban la dilatada hoya del lago T iticaca o lo
que es lo mismo, el país que entonces se denom i­
naba el Collao y que, como es sabido, se exten­
día desdo las regiones del Chacreas por el sur,
hasta el nudo de V illcanota, donde comienza la
cuenca del Apurím ac, habitada por los quichuas
y otras tribus poderosas que constituían el país,
que en aquellos tiem pos se llamaba Cuntisuyo-
Las extensas y frígidas tierras del Collao,
servían de asiento a num erosas naciones, entre
201
las que podríam os citar a los Canchis, Caunas,
Collas, Collahuayas, Lupacas, U rus, Pacasas, Ca­
rangas y Q uillacas
Es pues, el caso, que algunas de las referi­
das tribus, vivían de la agricultura y de la gana­
dería en pequeña escala, y no siendo propicio
el clima del Collao para sus trabajos y ocupa­
ciones favoritas, com enzaron a em igrar por frac­
ciones hacia el oriente, y ocuparon, desde lue­
go, los fórtiles territo rio s de Cochabamba, Cli-
za Pocona y M izque Es por eso que el valle
que hoy se llama de Cochabamba, tomó, poco
después la denom inación de Collasuyo, derivada
de C ollao; siendo de notar, que hoy en día, se
llama todavía Collas a sus m oradores. Así se
explica tam bién, que los nom bres de casi todos
los lugares que hoy form an el departam ento de
Cochabamba, tienen su raíz y origen en los m u­
chos, pero parecidos dialectos de las tribus del
Collao-
E stá com probado, de otro lado, que entre
las ruinas de origen prehistórico que existen
en el interior de Bolivia, se encuentran diaria­
m ente, cráneos cuya extraña conform ación, ha
dado m argen a la infundada creencia de que los
prim itivos pobladores de dichas comarcas, eran
hom bres excesivam ente pequeños de estatura, y
de grandes y deform es cabezas, que apenas po­
dían sostenerse sobre cuerpos tan dim inutos-
La anterior observación, viene a justificar,
una vez más, nuestros asertos; pues, es bien sa­
bido que entre los m oradores del Collao, exis­
tía la extraña costum bre de achatar las cabezas
de los niños para darles una form a singular, a
fin de que se diferenciaran de los hom bres que
pertenecían a tribus distintas. E sta operación,
se verificaba colocando la cabeza del recién na­
cido, entre dos lám inas de m adera fuertem ente
ajustada con ligaduras y tornillos que perm ane­
cían en su puesto, hasta que el niño cum pla tres
años de edad-
2C2
G rupos desprendidos de las indicadas nacio­
nes y principalm ente de las que poblaban la re­
gión m eridional de la cuenca del Titicaca, como
los Carangas, Collas y Quillacas, ocuparon de
preferencia las tierras de M izque y es a ellos que
pertenecen las ruinas de que antes hemos habla­
do
Las expresadas ruinas, como está dicho, se
dejan ver en las em inencias que dom inan el va­
lle; siendo de advertir, que las más notables en­
tre todas ellas, son los restos de sus grandiosos
cem enterios, que se m uestran siem pre en luga­
res pintorescos rodeados de ríos, cubiertos de
exuberante vegetación y constantem ente acari­
ciados por el sol-
E ra una raza poética y espiritual que más se
preocupaba de los m uertos que de los vivos, y
tenía fijo el pensam iento, en ese m undo tran ­
quilo y lum inoso que se extiende al otro lado
del sepulcro
P or modo extraño y casi inexplicable, aque­
llos hom bres habían arribado al mismo punto a
que está llegando la m oderna cultura, tan inte­
resada en la glo-'rificación sin lím ites de los que
ya no existen-
Ciesa de León, el más grande de los cronis­
tas españoles después de H errera, se detiene,
con singular com placencia, en la m anifestación
de las susodichas costum bres y nos hace saber
que los más herm osos m onum entos que han de­
jado los m oradores del antiguo Collao, estaban
consagrados a los m uertos-
Los sepulcros o chullpas, adm irablem ente
descritos por D ’O rbigny, eran grandes edificios
de piedra, cuadrados unos, y otros circulares, y
hasta de ocho m etros de altura E n el interior
de aquellos edificios estaban depositados -los te­
soros y los objetos de m ayor m érito artístico
que pertenecieron a las personas cuyos restos se
203
encontraban allí mismo- Es por esto que en las
excavaciones que a m enudo se verifican en nues­
tros días, se descubren obras prim orosas de al­
farería, búcaros pintados de sorprendentes colo­
res, y abalorios de gran precio-
La costum bre a que nos referim os obedecía
a la creencia de que la vida futura era la conti­
nuación de la existencia m aterial de la tierra-
Asi &e explica que cuando un hom bre m oría, no
s'ólo se le enterraba con el inmenso y extraño
m atalotaje de todos sus bienes, como está dicho,
sino qus en el m om ento mismo de su falleci­
m iento, sus deudos y parientes más próxim os,
colocaban junto a su lecho el alim ento que se
consideraba suficiente para el gran viaje, y cu­
brían sus pies con rústico y durísim o calzado
de piel de buey, en atención a los ásperos sen­
deros que tenía que recorrer para llegar a su
m orada definitiva-
Por lo expuesto, los cem enterios o chullpa-
res, como se llaman en la actualidad, eran ver­
daderas ciudades de piedra y de graníticos mo­
num entos y en cuyos escom bros se puede estu­
diar, hoy mismo, los adelantos y las adm irables
m anifestaciones del arte edificativo de aquella
época-
E s tam bién del caso enunciar, que existen
diferencias rem arcables en los sepucros o chul'I-
pas que hemos m encionado, no sólo atendiendo
a sus dim ensiones, sino tam bién al estilo y ca­
rácter de la arquitectura, lo que ha hecho creer
a muchos etnógrafos distiguidos como Squier y
M arkham , que esas construcciones se verifica­
ron en diferentes épocas; siendo, por supuesto,
m ucho más perfectas las que tuvieron origen en
tiem pos posteriores a la conquista de los incas-
No obstante, es de presum ir que esas desem ejan­
zas sean debidas, más bien, a las condiciones eco­
nóm icas de las personas, y acaso tam bién al ran­
go o clase social a que pertenecieron los m uer­
tos-
204
E n parajes altos y rodeados casi siem pre de
ríos, construían tam bién sus fortalezas- E stá
averiguado que esos fuertes o reductos, son las
prim eras construciones verificadas por los habi­
tantes del Collao, en una época que no está ba­
jo el dom inio de la historia. E l estilo de dichas
obras, m anifiesta evidentem ente, su origen re­
moto- Por lo general, son paredes toscas fabri­
cadas de bairro y piedra sin pulim ento, y bastan­
te anchas para facilitar la defensa en ciertos ca­
sos- Dábase a las aludidas construcciones, el
nombre de P u cara, palabra que significa forta­
leza
Es del caso hacer notar, que en algunos lu­
gares del departam ento de Cochabamba y m uy
especialm ente en la provincia de M izque, Varios
sitios elevados y cubiertos de ruinas, llevan to­
davía en la actualidad el nom bre de Pucara, que
m uestra de un modo indubitable, el origen de
aquellos escombros-
Las ruinas de las fortalezas y otras que per­
tenecen a edificios de distintos carácter y de
tiem pos menos rem otos, atestiguan asimismo,
que los prim itivos habitantes de M izque, eran
parte integrante de esa raza num erosa y fuerte
que actuó por largos siglos, en la cuenca del T i­
ticaca, y que en virtud de la ley im periosa de las
expansiones, llegó a ocupar los valles inm edia­
tos-
M uchas de las ruinas que hemos tenido oca­
sión de estudiar en el territo rio de Cochabamba,
son parecidas, en cuanto al estilo, a las famosas
construcciones de Tiahuanaco que como se sabe,
se hallan situadas en el centro de la región ocu­
pada antiguam ente por los Pacasas-
E l padre B ertonio, autor de un interesante
“D iccionario de les idiomas de las razas autóc­
tonas del Collao” publicado en 1612, hace notar
las riquezas y perfección de las lenguas que ha­
blaban los Pacasas y Lupacas y pondera, en tér-
205
m inos expresivos, los progresos artísticos de las
referidas tribus.
Harem os constar, con tal motivo, que entre
les. escombros que existen en el territo rio de
Cochabamba y de los que ya hemos hablado, se
encuentran con frecuencia, vasos, búcaros, y otros
prim orosos objetos de alfarería que ningún artí­
fice m oderno de nuestro país ha podido im itar
ahora, a pesar de las conquistas obtenidas en
m uchos siglos de labor constante, lo que acre­
dita, una vez más, que los antiguos pobladores
de dicho territorio, eran originarios del Collao.
Dichos objetos están fabricados de finísim a por­
celana y ostentan tonos variados que no se han
m odificado a pesar de la acción del tiem po y de
la intem perie.
Llam a sobre todo la atención, la superficie
lisa y perfectam ente bruñida de esas obras ar­
tísticas, por sus adornos caprichosos y los co­
lores sobresalientes con que se hallan tin tu ra­
das. H ay porcelanas que contienen rayas negras
en fondo rojo o blanco. O tras ostentan trián g u ­
los y cuadriláteros perfectos, trazados entre lí­
neas rectas de distintos colores. Se m uestran, asi­
mismo, figuras adm irablem ente delineadas que
sem ejan pirám ides y obeliscos, form as hum anas
y de anim ales, frisos y follajes inim itables.
Sorprende, en verdad, que la alfarería de
nuestro país, en el estado en que hoy se halla,
se m uestre tan pequeña y deprim ida, en presen­
cia del arte potente y vigoroso que perm itía a
los hom bres menos adelantados que nosotros, eje­
cutar obras tan nobles, y cuyos m isterios oca­
sionan el desconsuelo y la to rtura perm anente
de los observadores de hoy.
Los habitantes del Collao que, según se ha
expresado ya, ocupaban el valle de M izque, re­
cibieron bien pronto, la influencia civilizadora
de una raza superior, y cuyas conquistas se ex­
tendían rápidam ente en todas direcciones.
206
CAPITULO II
El Inca C apac-Y upanqui y sus em presas m ilita ­
res.— Som etim iento de C h ay an ta y C harcas a la
au to rid ad del Inca.— D escubrim iento de las m i­
nas de Poico.— C onquista de T ap acarí y Colla-
suyc.— C arácter singular de la dom inación in ­
caica.— O cupación del valle de M izque.
L as ricas y extensas tierras situadas al sur
del lago T iticaca, atrajeron desde el principio,
la atención de los reyes incas, quienes pusieron
grande empeño en adquirirlas y som eterlas a su
autoridad.
M aita-Capac, cuarto m onarca dél Perú, con­
quistó las principales tribus del Collao. condu­
jo sus ejércitos victoriosos hasta P aria y más
tarde hasta Potosí.
Su sucesor Capac-Yupanqui, señaló los co­
m ienzos de su gobierno, con la conquista de los
P itis, Q uichuas y Aim araes. E stos últim os, se­
gún M arkham, form aban una nación m uy dis­
tinta de las tribus que poblaban el Collao, y a
las que posteriorm ente se ha dado en llam arlas
Aimajraes.
Capac-Y upanqui, después de som eter las na­
ciones del A purim ac, se dirigió al sur, y apo­
deróse de los distritos de Chayanta y Charcas,
y no en balde se esforzó grandem ente en so­
m eterles, porque el resultado inm ediato de aque­
lla conquista, fue el descubrim iento de las m i­
nas de plata de Porco que, por m ucho tiem po,
rivalizaron con las de Potosí.
Es de advertir que las em presas guerreras
de Capac-Cupanqui y de su antecesor M aita-Ca­
pac, sirvieron para facilitar, en gran m anera, el
descubrim iento de las portentosas vetas de P o­
tosí, que andando el tiem po producirían sólo en
los prim eros cuatro años, ocho m illones de m ar­
cos de plata, habiendo llegado la am onedación
207
hasta 1.800 a 111.204,307 m arcos y recibiendo en
consecuencia el rey, por los quintos que corres­
pondían a la Corona, 151.931.123 pesos de ocho
reales.
De seguida em prendió Capac-Yupanqui, la
conquista de Tapacarí, donde encontró porcio­
nes considerables de la gran masa de las pobla­
ciones del Collao, y de la de Ccochapampa o
Collasuyo, distrito dependiente de la autoridad
de los caciques Cari y Zapana que vivían en per­
petua guerra, disputándose la posesión de dicho
territorio.
Cansados de sus estériles luchas, los m encio­
nados caciques, acordaron presentarse al Inca pa­
ra que éste dirim iera sus diferencias. Capac-Yu­
panqui hizo plena justicia a ambos, distribu­
yendo por igual entre los dos, las tierras de Co­
llasuyo, y sin más condición que la de que se
declararan sus vasallos.
De esta suerte procedían siem pre los an ti­
guos reyes del P erú durante sus guerras de con­
quista. “Servíanse de sus vasallos, dice el padre
Acosta, por tal orden y po'r tal gobierno, que no
se les hacía servidum bre sino vida m uy dicho­
sa” y agrega el cronista Zárate, refiriéndose a
H uayna-C apac: “Tuvo razón en la tierra y la
redujo a cultura y policía”.
Se nota, en efecto, en el fondo de todos sus
actos, ideas y sentim ientos tan avanzados de ju s­
ticia que uno se siente im pulsado a creer que
aquellos hom bres practicaban las doctrinas cris­
tianas antes de conocer el cristianism o. Hablando
de ellos y de sus creencias dice el ilustrado autor
de los “A nales de la V illa Im perial de P otosí” :
“Predom inaba la fe en el Suprem o Ser, en la
palabra empeñada, en la fidelidad conyugal, en la
justicia del Inca. La caridad no era virtud era
hábito, estaba en la naturaleza, estaba en las cos­
tum bres; en la cuna como auxilio, en el trabajo
2C8
como cooperación, en la m uerte para evitar la
soledad a los sobrevivientes”.
Bien pronto, un pueblo llamado cristiano y
de los más adelantados en el continente europeo,
vendría a dem ostrar con su honda saña para los
vencidos, sus crueldades y su rapacidad sin lí­
m ites, que la política y costum bres de los In ­
cas, estaban realm ente, por encima de la ponde­
rada civilización del viejo m undo.
D espués de apoderarse del d istrito de Co-
llasuyo, donde más tarde debía fundarse la villa
de O ropesa, las huestes de Capac-Y upanqui avan­
zaron hasta llegar a una herm osa y ubérrim a re­
gión, que según Garcilaso de la Vega, el renom ­
brado autor de los “Com entarios R eales”, se
llam ó desde entonces el valle de M izque, y tu ­
vieron a m ucha ventura, encontrar allí, los ele­
m entos necesarios para establecer im portantes
y valiosas industrias.
Los ejércitos de Capac-Y upanqui, entusias­
m ados ante la belleza singular de esa tierra pri­
vilegiada, la llam aron mizqui, palabra que en
lengua quichua significa dulce, y pusieron gran­
de em peño en conquistarla y som eter a sus ha­
bitantes al gobierno paternal del Inca.

CAPITULO III
F undación de la Villa de S alinas de Río Pisuer-
ga hoy ciudad de M izque.— Progreso rápido de
la nueva villa.— C onstrucción de los prim eros
edificios.— C reación del C abildo, C orregim iento
y dem as tribunales y ju sticias de M izque.
E n el referido valle de M izque y en un de­
licioso paraje circunvalado de ríos, los españo­
les fundaron posteriorm ente, la villa de Salinas
de Río Pisuerga, a los 179 48’ y 45” de latitud
y a los 679, 42’ y 14” de longitud occidental del
m eridiano de París.
209
El acto anterior, fue debido a un m ovim ien­
to espontáneo de los prim eros habitantes espa­
ñoles del valle de M izque, quienes procedie­
ron así, teniendo en cuenta la num erosa pobla­
ción que ya se hallaba establecida en el país; pe­
ro, la fundación oficial de la villa, la verificó
recién en 1603 el fiscal de la Real A udiencia
de la P lata Francisco de A lfaro, por com isión
que recibió de don Luis de Velasco, m arqués de
Salinas y noveno virrey del Perú.
Establecióse la susodicha villa, en m em oria
del pueblo español del mismo nombre.
E xiste en España, en el centro de la dióce­
sis de Palencia, una herm osa población llamada
villa de Salinas que está situada próxim am ente
a 13 kilóm etros de Cervera. Para diferenciarla
de otros dos pueblos que llevan idéntico nom ­
bre y que se encuentran el uno en la provincia
de A licante, y el otro en la de Guipúzcoa, dióce­
sis de Calahorra, se la llama generalm ente Sali­
nas de Río Pisuerga, por estar ubicada a poca
distancia de este poderoso afluente del Duero.
Como se sabe, el P isuerga es un río que tie­
ne sus cabeceras en Cervera, pasa por las pro­
vincias de Palencia y Burgos, atraviesa el te ­
rritorio de V alladolid con el nom bre de Ca-
rrión. y desemboca por la m argen derecha y a
los 22 m iriám etros de su origen, en el Duero,
río navegable que nace en la sierra de U rbión en
España y entra en el A tlántico m uy cerca de
O porto en Portugal.
La villa de Salinas de Río Pisuerga, tiene
extensas viñas, produce granos y lino abundan­
tes. y se presta como pocos lugares de la P enín­
sula, para la crianza del ganado en todas sus
variedades. Num erosas m anadas de vacas, ove­
jas y cabras pastan en sus campos y sus m ora­
dores son ganaderos en su m ayor parte.
Una vegetación lozana y exuberante cubre
en su totalidad el valle, notable, desde remo-
210
tos tiem pos, por sus fascinadoras perspectivas y
su excepcional herm osura.
De otro lado, el Pisuerga es uno de los ríos
más interesantes de España, por sus mansas y
cristalinas ondas y por el abundante y sabroso
pescado que en él se cría.
E ran de la citada villa los fundadores del
nuevo pueblo am ericano, y quisieron trasm itir
a éste, obedeciendo a un deseo m uy explicable,
el nom bre querido de su tierra natal. Por otra
parte encontraron adm irable sem ejanza entre las
fértiles comarcas de Palencia, bañadas por las
abundosas y trasparentes aguas del Pisuerga y
el C arrión y el pintoresco valle de M izque, re­
gado tam bién por caudalosos ríos, y creyeron que
nada podía ser m ejor que aplicar a la nueva po­
blación el nom bre de la ciudad española.
Esa misma sem ejanza, hallaron entre el P i­
suerga y el torrente principal que riega el va­
lle de M izque, y le aplicaron tam bién a este úl­
tim o el nom bre del río español.
La villa de Salinas de Río Pisuerga, con­
servó la denom inación que le dieran sus fun­
dadores, hasta el año 1603 en que se le aplicó
el nom bre prim itivo del valle, concediéndose­
le, al mismo tiem po, el títu lo harto honorífico
de ciudad, atendiendo a su naciente opulencia
y a los servicios que ya había prestado al rey
en variadas y señaladas coyunturas.
La fundación oficial del M izque fue pos­
terior a la de Cochabamba, que, como bien se
sabe, tuvo lugar el l9 de enero de 1574.
La creencia general de que M izque, es ciu­
dad más antigua que Cochabamba, obedece, in­
dudablem ente, a que la prim era, por la asom­
brosa feracidad de sus campos, alcanzó un pro­
greso inm ediato, entre tanto que la segunda, por
m otivos que no es del caso exponer, se m antuvo
estacionaria por largo tiem po; siendo de notar
211
que, recién en los comienzos del siglo pasado,
principió el acrecentam iento de su población y
de sus riquezas.
A sentada la nueva villa sobre bases que ga­
rantizaban am pliam ente su ulterior engrandeci­
m iento, poco tardó en alcanzar un progreso efec­
tivo y de la m ayor consideración.
Dan idea exacta de la prosperidad de M iz­
que, en la época indicada, los datos que vamos a
consignar en seguida.
. E l rey Felipe IV , atendiendo al rápido de­
sarrollo de la villa de Salinas, expidió provisión,
a fin de que a los conventos y propietarios que
en ella existían, se les proporcionase la gente
necesaria para que aquellos pudieran atender a
las grandes construcciones de edificios que por
entonces se verificaban. E l docum ento a que nos
referim os, dice a s í:
“Don Felipe, por la gracia de Dios, rey de
Castilla, de León, de A ragón, de las dos Sici-
lias, de Jerusalén, de P ortugal, de N avarra, de
Granada, de Toledo, de V alencia, de Galicia, de
M állorcas, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdova,
de Córcega, de M urcia, de Jaén, de A lgeciras,
de G ibraltar, de las Islas de Canaria, de las In ­
dias O rientales y O ccidentales, de las islas y
T ierra Firm e del M ar O céano; A rchiduque de
A ustria, Duque de Borgoña, Bravante, y M ilán,
Conde de A usburgo, Flandes, T irol y B arcelo­
na, Señor de V iscaya y de M olina, etc. A vos
nuestro corregidor de la villa de Salinas de Río
Pisuerga en el valle de M izque y a nuestro T e­
niente General, Cabildo, Ju sticia y Regim iento
de dicha villa, a cada uno de vosotros salud y
gracia. Os hacemos saber que debeis de escu­
char y atender que ante nuestra A udiencia y
C ancillería Real, que reside en la ciudad de la
F lata del Perú, y ante nuestro presidente y oi­
dores de ella, se presentó por el superior del
convento de la recolección de San A gustín y
212
por los vecinos de la villa de M izque, una su­
plicación del tenor siguiente”.
De los docum entos que a continuación del
párrafo que hemos citado aparecen, se despren­
de, que la A udiencia de la Plata, com puesta en
aquella sazón, de los licenciados Juan de Car­
vajal, Diego N úñez de C uéllar y A ntonio de
Obando, h’zo cum plir el m andato del rey en­
viando a M izque a uno de sus miem bros, el vi­
sitador Don M artín de A rrióla, quien en sep­
tiem bre de 1632, entregó a los conventos y pro­
pietarios de la villa, el núm ero suficiente de in­
dios m itayos y yanaconas para que ayudasen
en el trabajo de las ya referidas construcciones,
y distribuyó sities y solares entre las num ero­
sas personas que se ocupaban de fabricar ca­
sas.
La misma A udiencia de la Plata, atendien­
do siem pre al rápido acrecentam iento de la vi­
lla, y a los grandes edificios que en ella se eri­
gían, hizo otra especial concesión a algunos
m iem bros de la nobleza m izqueña, para que ocu­
pasen a los num erosos indios que había en aque­
llos contornos.
A veriguado tenem os, con tal m otivo, que
los propietarios y constructores de los princi­
pales edificios de M izque, por entonces, eran el
corregidor Gerónim o de M olina, el teniente de
la villa Don A ntonio Calderón, el capitán Ga­
briel de Encinas, el tesorero don A lvaro de M en­
doza, el procurador general Dionicio de Vega, el
m ayor Gabriel Paniagua, el tesorero de la cru­
zada Don Fernando Romo de A güero, el m a­
yordom o de la villa M iguel García M orató y los
regidores N icolás Fernández Ruiz y Julio Fe-
rrufino.
Fundada la villa de la m anera que hemos in­
dicado, y llevados a térm ino y rem ate sus prim e­
ras y principales construcciones, procedióse de
preferencia al nom bram iento de los funcio-
213
narios encargados del gobierno del pueblo y de
la adm inistración de justicia.
Establecióse, en prim er lugar, el Cabildo,
corporación com puesta de alcaldes y regidores,
y cuyas funciones eran sem ejantes a las que hoy
desem peñan nuestros consejos y juntas m unici­
pales.
E ntre los regidores, cuyo núm ero variaba con
la im portancia de las poblaciones, unos eran ra­
sos, como entonces se les llamaba, porque care­
cían del título por el cual a algunos regidores
se les consideraba superiores a los demás, y
otros preem inentes, como el alcalde provincial,
el alguacil m ayor, el contador de entre partes,
los alcaldes de la santa herm andad, el alféree-
real, el fiel ejecutor de las disposiciones de la
corona, el depositario general y receptor de pe­
nas de cámara, el síndico procurador, el tesore­
ro de la cruzada, el protector de naturales, el
escribano de residencia, etc. E l corregidor in­
tervenía tam bién frecuentem ente, en las funcio­
nes del Cabildo.
E l Cabildo ocupábase, principalm ente, de los
asuntos que tenían relación con la policía, y de
todos los negocios adm inistrativos dentro del
territo rio de su jurisdicción.
E l corregim iento era, por sus preem inen­
cias y la extensión de sus funciones, el cargo
de m ayor calidad en los distritos, o pro.incias,
donde se hallaba establecido. Creóse el empleo
de corregidor, algo a modo de esos encum brados
dignatarios de la Corona, que, en España, se
llamaban Justicia M ayor de Castilla, de A ra­
gón, etc., y cuyas facultades consistían en re­
prim ir los delitos, en representación de la su­
prema autoridad del rey.
E l corregidor, en virtud de la jurisdicción
real de que estaba investido, conocía de los de­
litos y faltas de cualquier clase que fueran, y
214
rus m ixtas atribuciones abrazaban causas de di­
versa índole, siendo las principales de carácter
político y gubernativo.
E l aludido funcionario recibía directam en­
te del rey, sus despachos, lo que m anifiesta, de
un modo evidente, su alta jerarquía e im portan­
cia.
El cargo de corregidor, envilecido hoy has­
ta lo sumo, era de tanta vaha en las prim eras
épocas del coloniaje, que Cervantes, el glorio­
so autor del “Q uijote”, solicitó del rey, allá por
los años de 1594, el corregim iento de La Paz en
el A lto Perú, con preferencia a otros empleos
vacantes que por entonces había en Am érica.
E n m uchas de las ciudades am ericanas, de­
pendientes de España, el corregidor tenía tam ­
bién el título de general, sin duda por las incum ­
bencias m ilitares que le correspondían a las ve­
ces.
El empleo de que nos ocupamos, duró en
M izque basta 1782. E n dicha época, y en virtud
de la real cédula de 28 de enero del referido
año, fueron creadas las intendencias del v irrei­
nato de Buenos A ires, y se constituyó la an ti­
gua provincia de M izque en sim ple partido su­
bordinado a Cochabamba; siendo de advertir, que
el funcionario que reem plazó al corregidor con
atribuciones m enos extensas que las que éste te­
nía en otros tiem pos, llamóse desde entonces,
subdelegado.
La adm inistración de justicia en M izque se
encom endó, como en otras partes, a los alcal­
des, quienes, como insignia de su jurisdicción y
poder, usaban una vara em blem ática en cuya
parte superior estaba m arcada una cruz, no sien­
do pocos por cierto, los que entre ellos gasta­
ban toga y golilla.
Había alcaldes ordinarios o provinciales quz
hacían parte del Cabildo o A yuntam iento y cu-
215
C'

ya m isión relacionábase decerca con el gobier­


no del pueblo en que actuaban y con la adm i­
nistración de sus rentas.
Había tam bién, alcaldes de primero y segun­
do voto, encargados de administrar justicia en
prim era instancia, en causas de poco monto.
De las resoluciones de los alcaldes cono­
cían, en grado de apelación, las Audiencias, tri­
bunales com puestos de regentes, fiscales, alcal­
des de corte y oidores togados, y cuyo núm ero
variaba con los lugares enque tenían su asien­
to, siendo más numerosos en Méjico y de m e­
nor cifra en otras secciones hispano-americanas.
Es necesario tener presente que por encim a
de las audiencias, se hallaba el supremo Conse­
jo de Indias, que recogía decerca los m andatos
del rey, y los hacía ejecutar en los vastos do­
m inios de España.
Los alcaldes del crimen, como su mismo
nom bre lo indica, ejercían la jurisdicción cri­
m inal. \ -*

A ntiguos legajos relativos a Mizque, hacen


tam bién m ención de los alcaldes de hijosdalgo,
que, en ciertas y determinadas conyunturas, co­
nocían de los pleitos que sesuscitaban entre no­
bles acerca de sus privilegios o regalías.
Es de presum ir que dicho cargo se hubie­
ra establecido en Mizque deun modo excepcio­
nal y sólo en épocas muy remotas; pues no sa­
bemos que en otras ciudades hispano-america­
nas, hubiese sucedido lo propio.
Asimismo, fundóse la tenencia general de la
villa, cargo puram ente militar, y que sólo exis­
tió en M izque en los primeros tiempos del co­
loniaje. E l teniente general creaba y dirigía las
m ilicias y poníase a su cabeza en casos de gue­
rra o de conflicto grave.
216
Organizados, de esta suerte, la adm inistra­
ción de justicia y el régim en político y m ili­
tar, ya nada podría detener, de allí adelante, el
desenvolvim iento progresivo de la nueva pobla­
ción.
CAPITULO IV
F undación de iglesias y conventos.— O rigen re ­
m oto del tem plo de San Agustín.— El padre José
H u rtad a.— A parición y m ilagros del C risto de
Burgos, según la tradición.— C arácter especial
del culto que re trib u ta a esta im agen.
El prim er convento que se creó en Mizque,
fue el de San A gustín, y parece que su erector
hubo de ser el mismo siervo de Dios F ray Juan
del Canto, que según refiere el padre Calan-
cha en su conocida “C rónica”, fundó tam bién
el convento de San A gustín de Cochabamba.
La com unidad agustina de M izque tuvo en
distintas épocas exim ios y esclarecidos religio­
sos, como F ray Cristóbal de San José, Juan de
Santa M aría, Francisco de Paula, Juan Saldí-
var, Gerónim o de M ontoya, Juan Rivera, Juan
le E sparsa y M elchor de Salazar.
A la orden de que nos estam os ocupando,
:erteneció, asimismo, el padre José H urtado,
nodelo de excelsas virtudes, y que m urió en
ilor de santidad allá por los años de 1674
El autor de los “A nales de P otosí”, don Bar-
olcmé M artínez y Vela, dice, sin expresar el
i ombre del religioso a quien se refiere: “E n 1668,
:e convirtió un gran pecador a quien redujo un
ísligioso siervo de Dios de nuestro padre San
Agustín, que hacía treinta años que no confesa-
la, el cual contrito restituyó lo mal pagado y se
cuedó hecho religioso de nuestro padre San
i.gustín, y de allí se fué a la Recolección de
Hizque”.
217
ya m isión relacionábase de cerca con el gobier­
no del pueblo en que actuaban y con la adm i­
nistración de sus rentas.
H abía tam bién, alcaldes de prim ero y segun­
do voto, encargados de adm inistrar justicia en
prim era instancia, en causas de poco monto.
De las resoluciones de los alcaldes cono­
cían, en grado de apelación, las Audiencias, tri­
bunales com puestos de regentes, fiscales, alcal­
des de corte y oidores togados, y cuyo núm ero
variaba con los lugares en que tenían su asien­
to, siendo más num erosos en M éjico y de m e­
nor cifra en otras secciones hispano-am ericanas.
E s necesario tener presente que por encim a
de las audiencias, se hallaba el suprem o Conse­
jo de Indias, que recogía de cerca los m andatos
del rey, y los hacía ejecutar en los vastos do­
m inios de España.
Los alcaldes del crim en, como su mismo
nom bre lo indica, ejercían la jurisdicción cri­
m inal.
A ntiguos legajos relativos a M izque, hacen
tam bién m ención de los alcaldes de hijosdalgo,
que, en ciertas y determ inadas conyunturas, co­
nocían de los pleitos que se suscitaban entre no­
bles acerca de sus privilegios o regalías.
Es de presum ir que dicho cargo se hubie­
ra establecido en M izque de un modo excepcio­
nal y sólo en épocas m uy rem otas; pues no sa­
bemos que en otras ciudades hispano-am erica­
nas, hubiese sucedido lo propio.
Asimismo, fundóse la tenencia general de la
villa, cargo puram ente m ilitar, y que sólo exis­
tió en M izque en los prim eros tiem pos del co­
loniaje. E l teniente general creaba y dirigía las
m ilicias y poníase a su cabeza en casos de gue­
rra o de conflicto grave.
216
O rganizados, de esta suerte, la adm inistra­
ción de justicia y el régim en político y m ili­
tar, ya nada podría detener, de allí adelante, el
desenvolvim iento progresivo de la nueva pobla­
ción.

CAPITULO IV
F undación de iglesias y conventos.— Origen re ­
m ota del tem plo de San Agustín.— El padre José
H u rtad a.— A parición y m ilagros del Cristo de
B urgos, según la tradición.— C arácter especial
del culto que s:e trib u ta a esta im agen.
E l prim er convento que se creó en Mizque,
fus el de San A gustín, y parece que su erector
hubo de ser el mismo siervo de Dios Fray Juan
del Canto, que según refiere el padre Calan-
cha en su conocida “C rónica”, fundó también
el convento de San A gustín de Cochabamba.
La com unidad agustina de M izque tuvo en
distintas épocas exim ios y esclarecidos religio­
sos, como F ray C ristóbal de San José, Juan de
Santa M aría, Francisco de Paula, Juan Saldí-
var, Gerónim o de M ontoya, Juan Rivera, Juan
ie E sparsa y M elchor de Salazar.
A la orden de que nos estam os ocupando,
perteneció, asimismo, el padre José H urtado,
nodelo de excelsas virtudes, y que m urió en
ilor de santidad allá por los años de 1674
El autor de los “A nales de P otosí”, don Bar-
olcmé M artínez y Vela, dice, sin expresar el
i ombre del religioso a quien se refiere: “En 1668,
íe convirtió un gran pecador a quien redujo un
leligioso siervo de Dios de nuestro padre San
iigustín, que hacía trein ta años que no confesa-
la, el cual contrito restituyó lo mal pagado y se
tuedó hecho religioso de nuestro padre San
j.gustín, y de allí se fué a la Recolección de
Hizque”.
217
Sabemos, m ediante la tradición, que ese pe­
cador convertido era el padre José H urtado, que
llegó a ser dechado de virtudes, como ya se ha
dicho.
El padre H urtado no era uno de esos san­
tones som bríos, separados de la hum anidad por
abismos infranqueables y entregados exclusiva­
m ente a las m editaciones de la vida contem pla­
tiva, sino el obrero infatigable del bien.
Todos los días perm anecía largo tiem po en
el H ospital de Santa B árbara curando a los en­
ferm os y procurándoles consuelo y bienestar, con
sus dádivas y su palabra edificante y conmove­
dora.
Como Cristo, el divino m aestro, gustaba de
la com pañía de los niños, y cuando salía a la ca­
lle caminaba siem pre rodeado por ellos.
El padre H urtado tuvo m uerte extraña. En
m om entos en que celebraba la m isa en la igle­
sia de su convento, le sobrevino un síncope que
le obligó a interrum pir sus sagradas funciones.
Conducido a un sillón que junto al altar estaba,
se adorm eció sin pena y entregó el alma a Dios
tranquilo y sonriente. De él, se podría expre­
sar lo que V íctor H ugo decía de uno de sus más
célebres personajes: “Cerró los oíos v m iró e
cielo”.
A la noticia de su m uerte, cubriéronse d<
luto todos los habitantes de la ciudad e hicieroi
penitencias públicas en señal de dolor.
Fue en el convento de San A gustín, qu
según arraigada y general creencia, m ostrósí
por prim era vez aquel afamado C risto de Bur
gos, tan tem ido y venerado por su origen mis
terioso y por los portentosos m ilagros que sí
le atribuyen.
Cuéntase que una noche apareció la referi­
da im agen a las puertas de la iglesia de Sai
218
A gustín, cuidadosam ente colocada en un lujo­
so cajón de m adera de caoba, y sin que nadie
se apercibiera de la m anera como había llegado
hasta allí.
Llam a la atención que a otras im ágenes que
existen en varias ciudades antiguas de Am érica,
;omo la V irgen del santuario de L uján, se les
|s'g n a idéntico origen.
V iene a cuento rem em orar, con tal m otiva,
ue el m uy autorizado cronista M artínez y Ve-
3, asegura que el renom brado Cristo de la Ve-
a Cruz de Potosí, se presentó en la misma for-
ía en el tem plo de San Francisco de dicha ciu-
ad.
“E ste año, dice el citado cronista, estando
i colocado el Santísim o Sacram ento en la igle-
a de San Francisco, una m añana, amaneció en
s puertas de la iglesia, aquel asombro de la
¿cultura, aquel portento de m aravillas, aquel
aombro de m ilagros y aquel verdadero padre
c m isericordias, de quien experim enta Potosí
sigulares y cotidianos favores, aquel, digo, y
j:ra decirlo todo de una vez, el Santo C risto de
1 V era Cruz y verdadera riqueza de Potosí
S; que se sepa de dónde vino, ni quien lo tra-
j hallóse dentro de una caja en form a de Cruz,
s saberse, como dije, de dónde vino ni quien
f:se su artífice, aunque no parece hecho por
ñiños de hombre, porque en todo es un m ilagro:
akque nos digan algunos autores que han es-
cto de Potosí, que fue hallado en uno de los
p:rtos de las Indias, que al parecer aportaba
d alguna derrota con un rótulo encima de la
c^ que decía: “Para San Francisco de P otosí”.
La aparición del Señor de B urgos de M izque
fi precedida de sucesos extraños y nunca ima-
gados, que m antuvieran en el vecindario, por
h;o tiem po, la intensa sobreexcitación que pro-
e siem pre lo m aravilloso.
219
Cuéntase, que hallándose de viaje, no lejos
de la ciudad, una anciana desvalida y virtuosa,
sintió que le abandonaban las fuerzas en la mi-
n -5e rePecho; y cay ó al suelo toda desfa-
lecida de cansancio. A poco levantó la cabeza
y v o con estupor junto a ella un hom bre de
cabellera rubia y de rostro dulce y bondadoso,!
q u e le prodigo consuelos y la condujo hasta la
cima, de donde prosiguió su m archa más v igo ­
rosa que antes y adm irada de haber salido del
caso con tan buena suerte.
En otra ocasión, estando en el hospital de
..anta Barbara, un enferm o que se sentía a pun­
to de m orir, se le apareció un personaje m iste­
rioso y quien hubo de anunciarle que al día si­
guiente estaría sano, lo que en efecto sucedió
R efieren las crónicas, que algún tiem po des­
pués, habiendo ido la anciana y el enferm o a
tem plo de San A gustín, notaron durante la mi
sa, que el hom bre m isterioso a quien debían si
existencia, era el mismo que estaba clavado ei
la cruz. Ambos se levantaron de sus asiento
poseí.dcs de intensa emoción, y prorrum piendi
en gritos y sollozos, abrazaron los pies de lá
imagen, bañándolos con sus lágrim as.
Om itim os contar otros casos igualm ente iri
teresantes, porque referir m enudam ente las nu­
m erosas tradiciones que se relacionan con el afa­
mado C risto de Burgos, sería nunca acabar.
E l Cristo a que aludimos, perm aneció lar­
gos anos en San A gustín, hasta que últim am en­
te fue trasladado a la iglesia M atriz, donde en
la actualidad se encuentra.
No se conoce, a ciencia cierta, al autor de
a m agnífica escultura de que nos estam os ocu­
pando; pero, es a todas luces evidente que di­
cha obra, de origen español, es im itación per­
fecta del famoso C risto que hoy mismo existe
en la Catedral gótica de Burgos y que, como se
220
sabe, es una de las m aravillas artísticas de la
m adre patria.
A ludiendo a esta últim a im agen que convie­
ne dar a conocer, un escritor eximio y consu­
mado colorista, Edm undo de Am icis, se expre­
sa a s í: “E l famoso C risto de la Catedral de B ur­
gos, que vierte sangre todos los viernes, mere-
se especial m ención”.
“El sacristán os hace entrar en una capilla
m isteriosa, cierra las ventanas, enciende dos ci­
rios del altar, tira de un cordón, se descorre
una cortina y aparece el Cristo. E l que a su vis­
ta no eche a correr, es un valiente: un cadáver
real y verdadero, pendiente de la cruz, no cau­
saría más horror. No es una escultura de m a­
dera pintada, como los demás C ristos: tiene ca­
bellos, cejas, pestañas, barba, de verdadero pelo.
Las llagas son verdaderas llagas, y el color de
la piel, la contracción del rostro, la actitud, la
m irada, todo es horriblem ente real. D iríase que
al tocarlo se ha de sentir el estrem ecim iento de
los m iem bros y el calor de la sangre; parece que
sus labios se m ueven para exhalar un lam ento.
No se puede perm anecer allí m ucho rato, y a pe­
sar nuestro se vuelve la cara y se dice al sacris­
tán “ ¡Lo he visto ya!”
O tro insigne escritor y artista inim itable,
T eófilo G autier, dice hablando de la nvsm a im a­
gen: “E l célebre y venerado C risto de Burgos,
que no puede verse hasta después de encendi­
dos los cirios, no es de piedra ni de m adera pin­
tada; está forrado (según se asegura) de piel
humana, con m ucho arte y cuidado. La cabelle­
ra es real, los ojos tienen pestañas y la corona
es de espinas verdaderas. Nada más lúgubre ni
más intranquilizador que el alto fantasm a cru­
cificado: la piel de tono añejo y obscuro, está
surcada por largos hilillos de sangre tan bien
im itados, que parecen correr realm ente. Y no
se necesita gran esfuerzo im aginativo para dar
crédito a la leyenda, según la cual el C risto san­
221
gra todos los viernes. Lleva unas enaguillas blan­
cas bordadas de oro, que le cubren desde la cin­
tura a las rodillas. E n la parte inferior de la
cruz se ven engastados tres huevos de avestruz,
cuyo sentido simbólico no com prendo como no
aludan a la Santísim a T rinid ad”.
E l Cristo de B urgos de la M atriz de M iz­
que, como se ha expresado ya, es un trasunto
perfecto de la imagen cuya descripción acaba de
leerse. En cuanto al m érito de dicha copia, nos
bastará m anifestar que, en presencia de ella, pa­
lidecerían las m ejores esculturas que se guar­
dan en nuestras más renom bradas catedrales.
La efigie es de tam año natural y representa
a Cristo, poco después de la agonía, pendiente
de la cruz.
Bajo la corona de espinas, adm irable por su
naturalidad y perfección, m uéstrase la cabelle­
ra ensangrentada y cuyas extrem idades caen so­
bre las espaldas y en parte sobre el costado de­
recho de la imagen. E l rostro surcado por la san­
gre, lleva la expresión peculiar del hom bre aue
acaba de m orir y en él están im presos los dolo­
res que preceden de inm ediato, al fallecim iento
producido por larguísim o m artirio.
Los labios am oratados y entreabiertos, se­
m ejan los de un cadáver real y verdadero, y la
m irada entristecida por la m uerte y perdida en
lejanías m isteriosas, está fija en un punto del
espacio, como si algo quisiera escrutar en abis­
mos desconocidos y tenebrosos. Esa m irada es
tan intensa, que no se la puede observar por
m ucho tiem po, sin experim entar profundo terror.
De la ancha herida que existe en el costado
derecho, salta la sangre de una m anera tan viva
y perfecta, que se siente la necesidad de alejar­
se para evitar que nos salpique al rostro.
'La cabeza inclinada sobre el pecho, la cara
enflaquecida y cubierta de sombras, la nariz afi-
222
Jada y pálida como un cirio, las m anchas de
sangre, la rigidez de los miembros, las arrugas
del cuerpo, los clavos que sujetan brazos y pies,
todo responde en la sagrada im agen, a las altas
y potentes inscripciones de cu autor.
E l C risto de Burgos de M izque, es una fi­
gura puram ente humana, desnuda de caracteres
divinos y som etida a la ley natural de la des­
trucción y del aniquilam iento. Sobre su cabe­
za, no brilla la fulgente aureola de los seres di­
vinos, y está m uy lejos de sus labios la son­
risa celestial con que suele exhibirse la efigie
del Salvador en la cruz. Sim plem ente, es la re­
presentación de un m ártir enflaquecido por el
dolor físico, torturado por el padecim iento mo­
ral y abandonado, como él mismo se creía, por la
hum anidad y por Dios, y es en esto, que, a r.ues-
tro juicio, consiste su principal m érito.
Esos santos de rostro sonrosado y henchi­
dos de salud, que se m uestran sonrientes sobre
la hoguera destinada a devorarlos o en medio de
las fieras del circo romano, son, sin duda alguna,
herm osa idealizaciones del heroísm o, que sirven
para dar a conocer hasta dónde puede llegar la
energía del alma en espíritus convencidos; pe­
ro, ellos, no responden a la realidad. Los repre­
sentan sus autores como si estuvieran en el cie­
lo, gozando ya de las inefables fruiciones de la
gloria e te rn a ; pero no en la form a que tenían
cuando actuaban aquí en la tierra.
Rivera, el genio soberano que fundó en E s­
paña una escuela no aceptada, pero adm irada por
tados y a quien ha dado en llam arse el pintor
de los harapos, del estrago y de la sangre, es el
que, a nuestro juicio, se acerca más a la verdad
al fijar en sus lienzos adm irables, el rudo y des­
consolador realism o de sus cuadros asombrosos.
Los m ártires del cristianism o, esos hom bres
perseguidos sin tregua por la implacable d ra ­
m a de los poderosos y de los fuertes, to rtu ra­
224
dos de mil modos, obligados a vivir en el seno
de las catacum bas y en el corazón de las m onta­
ñas, desnudos, ham brientos y devorados por la
sed; eses hom bres consum idos por la fatiga y
por el insom nio, hostigados y escarnecidos sin
descanso por la honda saña de los verdugos, y
asociados perm anentem ente al dolor, debieron
ser así como nos los presenta el gran m aestro es­
pañol, ojerosos y tristes, con el sufrim iento pin­
tado en el sem blante, cubiertos de harapos y de
heridas, figuras lívidas y descarnadas, esquele­
tos con vida, restos hum anos poseídos ya por la
m uerte.
La naturaleza tiene leyes inexorables, y ba­
jo su im perio están todos los hom bres, cuales­
quiera que sean sus condiciones físicas y m ora­
les. La energía del espíritu sostiene, es verdad,
rero, el dolor, por fin enflaquece y mata.
El C risto de Burgos posee el m érito de que
representa, como se ha expresado ya, el hum a­
no sacrificio del Calvario, sin el aparato m ila­
groso de que se rodea la figura del R edentor
en la cruz. E n él se ha conseguido la perfección
sin pedir nada a lo sobrenatural.
P or lo anteriorm ente expuesto, se explica
el culto conm ovedor y profundam ente sincero
que el pueblo rinde al C risto a que nos referi­
mos.
Sus devotos abundan no sólo en la ciudad,
sino tam bién en todos los lugares donde ha lle­
gado la fama de sus perfecciones y de sus m ila­
gros.
E n la época en que anualm ente se celebra
su fiesta, peregrinos procedentes de países le­
janos, contribuyen a solem nizar con presentes
V donativos que redundan en beneficio del tem ­
plo. Ese culto, llama sobre todo la atención, por
lo difundido que se encuentra en tedas las clases
sociales.
225
Manos piadosas alim entan los cirios y bu­
jías que en su altar arden siem pre.
Los dorados y sabrosos frutos del otoño, y
las frescas y tiernas florecillas de la prim avera,
se depositan a sus pies.
E l anciano vacilante y tem bloroso que sien­
te acercarse sus últim os instantes, acude ante él
y le hace sus postreras confidencias, y el niño
que comienza a balbucear las prim eras palabras,
se le aproxim a tam bién, para consagrarle sus pu­
rísim os pensam ientos.
Es el Dios de los atribulados y de los que
sufren, y es por ello que le buscan los que llo­
ran, los desesperados, los inconsolables que, en
el horrible naufragio de la vida, creen encon­
trar la salvación lejos de la tierra.
E s en las horas de conflicto que, sobre to­
do, resurge poderosa aquella imagen adorada,
ante las conciencias atribuladas.
Se la invoca cuando el relám pago fulgura en
las noches tenebrosas y retum ba el trueno en el
espacio; cuando el granizo destruye los sem bra­
dos y cuando el huracán azota los campos y ba­
te sus alas gigantescas sobre valles y m ontañas.
En los casos de peste y de sequía, el pueblo
tiene un recurso conocido para conjurar los pe­
ligros. Acude presuroso y delirante a la imagen,
la saca a la plaza y a las calles, recorre ju n ta­
m ente con ella los barrios m ás apartados de la
ciudad, los senderos cubiertos de sauces y de
algarrobos, las orillas de sus ríos, los ribazos
próxim os a la población, y cuando allá, en lo
más alto de la cruz, el C risto venerado m uestra
al sol su rostro m acilento y lloroso, y flota su
augusta caballera al soplo de las brisas, hay gen­
tes convencidas que creen que pronto huirá, pa­
ra no volver, la fiebre que esquilm a y mata y
que luego, m uy luego, aparecerá del otro lado
de los m ontes, la blanca nubecilla que crecien­
226
do, creciendo siem pre, a im pulsos del viento, cu­
brirá el horizonte y enviará a la tierra sus aguas
apetecidas y fecundantes.

CAPITULO V
F undación de les conventos de San Francisco,
S an to Dom ingo, S an ta T eresa, S an ta C lara y de
las iglesias de S an Sebastián y la M atriz. E rec­
ción de la sede episcopal de S an ta Cruz de la
Sierra, y de que modo uno de los obispos de d i­
cha ciudad fue expulsado de Mizque.
Fundóse el convento de San Francisco el 30
de agosto de 1581, bajo la advocación de N ues­
tra Señora de los Angeles, y en virtud de real
cédula refrendada por el V irrey del Perú, Don
M artín M anriquez en 3 de febrero de 1580, y
de la respectiva licencia concedida por el oidor
decano de la Real A udiencia de la P lata v con­
sejero de su M ajestad Don M anuel Barrios.
Se considera generalm ente como a fundador
de San Francisco a Juan de H errera y Salvatie­
rra, religioso ilustrado y de m ucha cuenta, que
colocó a su convento en condiciones satisfacto­
rias de prosperidad.
Im itaron la actuación del fundador, con
m arcado éxito, en tiem pos posteriores, F rav Ge­
rónim o Z urita de Lara, Juan Días y José M aría
A lm orina y M aestre, a quienes se ha considera­
do siem pre como a m iem bros principales de di­
cha com unidad.
Cupo a varios religiosos de San Francisco,
la obra m eritoria de fundar el pueblo de Aiqui-
le, el año 1661.
Santo Dom ingo, fue erigido por F ray C ris­
tóbal de T orrejón en 1608, bajo el am paro de Don
Juan de Paredes, Vecino acaudalado de M izque,
227
que proporcionó los elem entos necesarios para
ese objeto.
La orden de predicciones de Santo D om in­
go y que tam bién dio en llam arse de San H er­
m enegildo, porque los que la form aban eran de­
votos de este santo, tuvo en su seno hom bres
de m aduro ingenio, oradores de gran m érito y
calidad, y más que todo, obreros dedicados por
el acrecentam iento m aterial del convento, que, se­
gún es fama, llegó a ser el más rico de Mizque.
Podríam os citar entre los principales, a F ray
Gerónim o de N ájera, Pedro Liaño, Tom ás de la
T orre, A ndrés M iranda, Basilio F errufino, A le­
jo V alladares, Fernando Dávila, Juan de V alla­
dares, José de M oraña y G regorio Castañeda.
El m onasterio de Santa Teresa fue funda­
do el 25 de abril de 1613, por don Francisco
de León y T erán, quién empleó en tan costosa
empresa, todos sus bienes y entre éstos, las va­
liosas fincas de Cuchu-Punata, M olinos de Ara-
ni, F ucará y otras.
No se sabe a ciencia cierta quién presidió
la creación de Santa C lara; pero consta de an ti­
guos legajos que tenem os a la vista, que su erec­
ción fue posterior a la de los otros conventos.
E n cuanto a la iglesia M atriz, sólo h?mos
podido averiguar que fue fundada por uno de los
Obispos de Santa Cruz, después de establecidos
los conventos ya citados, siendo uno de los p ri­
m eros curas el m uy m eritorio sacerdote Don Ma­
nuel José de Rivera.
La M atriz, conserv'ó hasta 1835 su estilo p ri­
m itivo. Sus paredes interiorm ente pintadas al
fresco, m ostraban adornos churriguerescos y nu­
m erosos nichos de ángeles y santos. En las m is­
mas paredes y m uy cerca de la puerta princi­
pal del tem plo, veíase una figura gigantesca que
representaba al arcángel San M iguel, en acti­
tud de posar el pie sobre la garganta del dem o­
nio. E ra cosa digna de contem plar, cómo el T i-
228
Ruinas del templo de San Sebastián, edificado el año
1670 por el R.P. Bartolomé de Uzeda y Urdella.
ñoso arrancaba inútilm ente la lengua y forceja­
ba para desasirse de su invencible dom inador.
En el m encionado año 1835, la M atriz hubo
de ser reedificada por el cura Don M anuel F er­
nando de Lara, y con tal m otivo, cambió por
com pleto de aspecto. D esaparecieron los ador­
nos de estilo arcaico, siendo reem plazados por
una ornam entación sencilla y más conform e con
el gusto moderno. De los nichos o ábsides aue
existían en las paredes antes de la reedificación
del tem plo, sólo ha quedado una cavidad algo
oscura en el costado derecho de la iglesia, res­
guardada por pequeña verja de madera, y dentro
de la cual se conservó, hasta hace poco, un crá­
neo hum ano con una lengua que no era difícil
observar de cerca.
Hemos conocido gentes que aseguraban de
buena fe, que aquella lengua estaba siem pre hú­
meda y fresca, y otras que sostenían, a pie jun-
tillas, que se movía en ciertos días de la sem a­
na, y particularm ente durante las noches. Un
cura de nuestros tiem pos, a quien, sin duda, asus­
taban dem asiado el cráneo y la lengua m ilagro­
sa, tuvo la peregrina idea de hacerlos enterrar
en el cem enterio público con las mismas solem ­
nidades y liturgias con que se inhum an los res­
tos m ortales de cualquier prójim o.
E l tem plo de San Sebastián, que hoy m is­
mo existe v que ha sido reconstruido últim am en­
te, se fundó el l9 de octubre de 1670, por el
Reverendo Padre Bartolom é Uzeda y U rdella.
Desde tiem pos m uy rem otos, hubo dos cu­
ras rectores en la ciudad, con asiento el uno de
la M atriz y el otro en la iglesia de San Sebas­
tián, hasta que en 1790, el Ilustrísim o Obispo
don A lejandro José Ochoa, refundió ambos cu­
ratos en uno solo.
Poco después de la erección de la Sede E pis­
copal de Santa Cruz de la Sierra, que tuvo lu­
230
gar en 1605, los obispos de esta ciudad fijaron
residencia en M izque, que llegó a ser, desde en­
tonces, asiento tem poral de dichos prelados y
no obispado, como generalm ente se cree.
Los susodichos obispos, se trasladaban de
Santa Cruz a M izque, en la época de la caní­
cula y cuando las fiebres solían declararse con
fuerza en la prim era de las enunciadas ciuda­
des; y su traslación no obedecía únicam ente a
las causas ya indicadas, sino tam bién al propó­
sito de satisfacer las necesidades espirituales de
M izque, cuya población crecía de un modo rápi­
do y sorprendente.
V arios de los referidos prelados, residieron
tam bién en Arani, pueblo de clima sano y benig­
no y m uy próxim o a la villa de Oropesa.
E ntre los referidos obispos, los más nota­
bles y los que m ayores huellas han dejado, fue­
ron el ilustrísim o Velasco, que m urió en M iz­
que poco después de haber ascendido al arzo­
bispado de La Plata, F ray Juan Zapata de Fi-
guerca, F ray Jaim e de Mimbela, Francisco Ra­
m ón de Herboso, A lejandro José de Ochoa y
M anuel N icolás de Rojas y A rgandoña. E ste
últim o, antes de su consagración y siendo toda­
vía m uy joven, desem peñó im portantes funcio­
nes, habiendo llegado a ser cura de San Pedro
de Buenavista, V icario de la provincia de Cha-
yanta, cura rector de la Catedral de Córdova y
exam inador sinodal en la misma población. Des­
empeñó, además, los cargos de V isitador general
del arzobispado de La P lata y secretario de cá­
m ara y gobierno del Ilustrísim o Pedro de A r­
gandoña, Arzobispo de Charcas. E n la diócesis
de Santa Cruz de la Sierra, obtuvo tam bién los
em pleos y títulos honoríficos de Canónigo m a­
gistral, Tesorero chantre, Deán, Comisario de
inquisición y de cruzada y Juez de m edias an­
natas.
E l Obispo de A rgandoña, pertenecía a una
fam ilia ilustre que se distinguió, principalm en­
231
te, por su santidad y sus virtudes cristianas. E ra
herm ano m enor de uno de los más distinguidos
A rzobispos de la Plata, el Ilustrísim o doctor
Pedro M iguel de A rgandoña. Su herm ana, F ran ­
cisca R ojas y A rgandoña, religiosa del m onas­
terio de las Rosas en Santiago de Chile, llegó
a conquistar, según su biógrafo el escritor chi­
leno Don José Dom ingo Cortés, grande cele­
bridad, no sólo en el claustro, sino tam bién fue­
ra de él.
Doña Francisca Rojas y A rgandoña m urió
en olor de santidad en 1798.
H allándose en M izque el Ilustrísim o señor
F ray Jaim e de Mimbela, se produjo el grave
conflicto que dio lugar a la ridicula conseja, de
que un obispo residente en Mizque, hubo de ser
victim ado por el pueblo y que al tiem po de mo­
rir excom ulgó a sus m atadores.
Con este m otivo viene a cuento expresar,
que la fábula de la victim ación del Obispo, dio
m argen a un arranque m uy conocido de Bolívar
y que creemos del caso recordar en esta ocasión.
Cuando el 'Libertador viajaba de Chuquisaca
a Cochabamba, en 1826, y hallándose ya cerca
de Mizque, salieron a recibirlo los principales
vecinos de la ciudad. Bolívar se interesó viva­
m ente por ese país, al contem plar sus ríos cau­
dalosos y su feracidad incom narable, y pregun­
tó a los que le rodeaban, por las condiciones ac­
tuales de la herm osa tierra que, por prim era
vez, surgía ante sus ojos. Uno de sus interlo­
cutores, anciano de setenta años, llamado el
doctor Lola, contó al L ibertador la historia del
Obispo victim ado y m anifestó que desde enton­
ces, azotaban las fiebres a la desventurada po­
blación. Al escuchar el pavoroso relato, Bolívar
echóse a reir y dijo a su interlocutor: “E stan­
do en Caracas, en 1812, hice lancear quinientos
capuchinos y desde entonces la suerte me ha si­
do más propicia”. Se presum e que al expresar-
232
La Iglesia Matriz de Mizque( reedificada el
el año 1835.
se de esa m anera, el héroe venezolano, no tuvo
más objeto que asustar al doctor Lola, a quien
consideraba tím ido y crédulo en demasía.
La fábula de que nos estam os ocupando, ha
quedado desautorizada por docum entos irre:u-
sables y según los cuales, el caso m encionado,
se produjo de la m anera que vamos a m anifes­
tar en seguida.
E l general don Diego de M ejía, corregidor
de M izque, era hom bre de carácter dom inador y
asaz violento y dispuesto siem pre a tom ar las
resoluciones más atrevidas, cuando algo le iba
mal en algún negocio o em presa. E n prueba del
anterior aserto, nos bastará m anifestar, que en
cierta ocasión y sin más ni más. hizo conducir
a su presencia, a campana herida, al P rior de
San Francisco, por haber desobedecido sus ór­
denes, tratándose de asuntos de noca monta.
Fue, pues, el caso, que habiendo cogido cier­
to pescador unos bagres o dorados de extrao r­
dinario tam año en el Pisuerga, los condujo al
m ercado para venderlos. A percibióse el Obispo
y mandó a sus dependientes para que les com­
prasen; pero, sucedió que casi a la misma ho­
ra y tiem po y con igual objeto, se constituye­
ron en el m ercado los esclavos del corregidor;
siendo de advertir, que unos y otros, traslucían
el propósito de adquirir les pescados a toda ces­
ta.
Conociendo lo que pasaba, don Diego de
M ejía ordenó que ofrecieron, en caso necesa­
rio, quinientos peses por los bagres.
De otro lado, su Ilustrísim a, que en vanidad
no le iba en zaga al gobernador, sostenía, erre
que erre, que nadie s ’no él sería el poseedor de
los codiciados pescados.
E l corregidor, creyendo obrar con más acier­
to, determ inó dirigirse per escrito al Prelado.
234
—Vuesarced, le dijo, en carta privada, pien­
sa sin duda, que esta autoridad es algún m ona­
cillo de amén, que acostum bra obedecer en silen­
cio las órdenes del abad, y que el representan­
te de la Corona en aquestos dom inios, no ha de
hacer ejecutar sus m andatos con la fuerza que
al Rey, nuestro señor, le plugo confiarle.
—U siría, contestó al obispo, debe de saber,
que m onacillos hay que valen más que ciertas
potestades de corto meollo y de escasa enjundia,
que se hinchan sólo m ientras conservan el pues­
to y que cuando pierden sus valim ientos, se ano­
naden como gallo vencido y destartalado. U siría,
debe de saber, además, que el que representa a
Dios en la tierra, no es ningún m inistril o al-
caldillo de la legua, para consentir que, por la
fuerza, se le ponga el pie adelante y para no sos­
tener lo que en justicia le pertenece.
‘L a disputa a ese andar, llevaba camino de
producir grande y fenom enal zipizape y tenía
además, trazas de no concluir nunca; empero, el
señor de M ejía, que era hom bre de grandes re­
soluciones, según se ha expresado ya, determ i­
nó finalizarla de un modo im previsto, Envió
veinte alabarderos al lugar de la controversia
para que se apoderaran de los dorados, porque,
al decir del corregidor, no era un obispillo de po­
co más o m eros, quien podía im punem ente m e­
nospreciar su autoridad de Justicia M ayor de
la villa.
Sabido es que antaño, como hogaño, la vic­
to ria estuvo siem pre de parte del que posee la
fuerza, como bien hubo de Verse en aquella co­
yuntura, y inútil enunciar que el Obispo fue
hum illado y vencido.
E ntre tanto, no term inó con esto el con­
flicto. El corregidor, considerando como un de­
sacato a su persona la actitud del m itrado, ex­
pulsó a éste violentam ente de la población, obli­
235
gándole a salir a pie y en altas horas de la no­
che.
E n consecuencia, al cuitado y asendereado
Obispo, tomó el bordón del peregrino para d iri­
girse a Santa Cruz, y se dice que, al atravesar las
verdes m árgenes del caudaloso Pisuerga, m iró
una y mil veces a la querida ciudad y m aldijo
a su injusto gobernador.
Según una tradición m uy difundida y vul­
garizada en M izque, el prelado prosiguió su m ar­
cha al día siguiente con dirección a Santa Cruz.
Cuando trepaba por los ásperos y elevados sen­
deros del Rumicancha, diéronle alcance sus
amigos para ofrecerle juntam ente con su adhe­
sión, los elem entos que necesitaba para tan lar­
go viaje.
Cuéntase que al despedirse de sus fieles ser­
vidores, el cuitado Obispo, no pudo contener su
profunda emoción y lloró. D irigióse en seguida,
y por vez postrera, a la tierra que con tanta pe­
na dejaba y contem plando los ríos que serpea­
ban tristem ente en la llanura, la ciudad que lan­
guidecía a través de las brum as del espacio y
los m ontes de esfum ados contornos que se per­
dían en el horizonte, díjoles desde el fondo de
su alm a: ¡Adiós!

236
CAPITULO VI
C reación del hospital de S an ta B árb ara y del
onnvento de S an J u a n de Dios, y de que m a n e­
ra la facu ltad de ad m in istra r dicho hospital, p a ­
só de los obispos de S a n ta Cruz a la com unidad
Ju an d ed ian a.— D esarrollo e im po rtancia de esa
casa de caridad.— M iem bros notables de la co­
fra d ía de San Ju a n de Dios.— R iqueza de las
com unidades religiosas y m edios de que a ve­
ces se servían p a ra adquirirlas.
E l hospital de Santa Bárbara se inauguró
por los años de 1608, bajo la protección del ca­
pitán don Juan de M ontenegro, y estuvo, desde
los prim eros momentos, a cargo de los obispos
de Santa Cruz, quienes intervenían no sólo en
la curación de los enferm os, sino tam bién en 1°
adm inistración de los bienes y rentas de aquel
in stituto de caridad.
E l hospital poseyó, desde su creación, va­
liosas heredades que le fueron obsequiadas por
personas caritativas. Tenía, además, derecho a
los censos que reconocían a su favor m uchísi­
mos fundos de M izque y Cochabamba, a lo que
entonces se llamaba el noveno y m edio de los
diezm os de todo el obispado de Santa Cruz a
1.a ingente obvención que producían los entie­
rros. lim osnas y fiestas. De esta suerte, el hos­
pital de M izque llegó a ser rico, m uy rico. Así
se exolica que el convento de San Ju an de Dios
proporcionaba sumas considerables de dinero a
los visitadores que venían de España, y así se
explica tam bién que en 1772, estando de P rior
el padre Justo Peñaloza, entregó éste, del era­
rio de la com unidad, al com andante Flores, la
cantidad de 2.300 pesos para gastos del rey.
A ndando el tiem po, se dejó sentir la necesi­
dad de fundar el convento de San Juan de Dios,
para entregarle el gobierno y dirección del hos­
pital, siguieno la buena usaneza de otros países,
237
donde la benéfica congregación juandediana te­
nía a su cargo los hospitales.
Con tal motivo, el Cabildo de M izque, com­
puesto de don Sancho de F igueroa teniente ge­
neral de la villa, Gabriel de E ncinas Ganizares,
capitán y alférez; Lucas Calero, alguacil m a­
yor; Ginés de la Concha Zapata, regidor; P e­
dro Alonso Rubio y B etancourt, regidor; Se­
bastián Julio F errufino, alcalde provincial; J u ­
lio N úñez Lorenzo, m aestre de campo y procu­
rador general y Pedro R. de M endoza, regidor,
convino con el padre Gaspar de Jesús, com isa­
rio general de la orden de San Juan de Dios en
los reinos de Chile y el Perú, en entregar el
hospital de Santa Bárbara a dicha congregación
tan pronto como ésta se fundase.
A lo anteriorm ente expuesto, debe agregar­
se que Pedro O rtiz de M aida y Lucía Gonzáles,
vecinos adinerados de M izque, ofrecieron dar
de su peculio, anualm ente, quinientos pesos el
prim ero, y trescientos la segunda, para la conser­
vación del convento que se trataba de estable­
cer.
De su parte el obispo Juan Zapata de F i­
gueroa, del consejo del rey, renunció por él y
sus sucesores, la adm inistración del susodicho
hospital, a condición de que lo reem plazaran los
religiosos del recordado in stituto de San Juan
de Dios y siem pre que se obtuviera del virrey
la m erced de la licencia respectiva.
E l com isario genral Gaspar de Jesús, a cam­
paña tañida y con las solem nidades que se usa­
ban en tales casos, fijó e hizo aceptar con el
Cabildo las siguientes condiciones:
la. La entrega del hospital a los padres juan-
d.edianos debía verificarse a perpetuidad, con
sus bienes y rentas y todo lo que a él pertene­
cía.
238
2a. E l prior del convento, tendría la facultad
de nom brar al capellán de hospital, sin que en
ese acto, pudieran tom ar parte, con ningún mo­
tivo, el vicario y curas de la ciudad.
Item más, se reconocía, en favor de la or­
den juandediana, la potestad de pedir limosnas,
de hacer efectiva la traslación del hospital a una
casa distinta de la que ocupaba entonces y de
intervenir en todo lo que tuviera relación con
aquel establecim iento.
Cuando el virrey del F erú supo de las re­
cordadas actuaciones, pidió que el oidor más an­
tiguo de la A udiencia de Charcas, don F rancis­
co de Sosa, y el fiscal de su m ajestad, don Se-
bestián de A larcón, inform aran, en térm ino bre­
ve, sobre este asunto.
Ambos funcionarios públicos opinaron, que
el propósito caritativo de los vecinos y Cabil­
do de M izque, m erecía la aprobación del virrey.
A m ayor abundam iento, en 12 de septiem ­
bre de 1647, la Real A udiencia de Lima, com­
puesta de les oidores A ndrés de Vilela, A nto­
nio de Calatayud, García C arrillo y Pedro de
M eneses dictam inó tam bién que debía conceder­
se la licencia solicitada, sin renunciar, por cier­
to, al patronato del rey y sujetándose en todo les
concesionarios, a las pragm áticas y cédulas rea­
les, y a otras resoluciones del Consejo de In ­
dias, que otorgaban a los em pleados de la Coro­
na, la facultad de intervenir en el m ovim iento
y adm inistración de las casas de caridad.
En su m érito, el señor don Pedro de T ole­
do y 'Leiva, m arqués de M ancera, señor de las
Cinco V illas, com endador de E sparragal, caba­
llero de A lcántara, gentil hom bre de cámara de
su m ajestad y décimo quinto virrey del Perú,
expidió la siguiente resolución que existe au­
tógrafa e inédita en nuestro arch iv o : “E n vir­
tud de la facultad que tengo por su m ajestad y
239
de su real patronazgo, doy licencia y perm isión
a la religión de San Juan de Dios y al padre co­
m isario general de ella para que se puedan en­
cargar y encarguen de la adm inistración del hos­
pital de Santa B árbara de la villa de Salinas de
Río P isuerga y de sus bienes y rentas, para que
tengan cuidado de la curación y regalo de los
pobres enferm os conform e a su instituto y ha­
yan de guardar y cum plir las form alidades y
condiciones que capitularon con el Cabildo de la
dicha villa y lo dispuesto en el auto del Real
Consejo de las Indias y acuerdos de justicia
incorporados; y encargó al señor Obispo de
aquel obispado, su provisor y vicario y demás
iueces eclesiásticos, y m ando al corregidor, Ca­
bildo, Justicia y Regim iento de dicha villa y
otras justicias de su m ajestad, guarden por lo
que les tocare, y cum plan v hagan guardar y cum ­
plir esta procuración según y como en ella se
contiene y declara; sin alterar su tenor y for­
ma en m anera alguna, pena a las justicias de ca­
da quinientos pesos de oro para la Cámara de
su m ajestad. Fecho en los registros en 31 de oc­
tubre de 1947.
E l M arqués de M ancera.
P or m andato del virrey
Don José de Cáceres y U lloa”.
Con tal m otivo, F ray Juan Zapata de F i­
gueroa, obispo de Santa Cruz, ordenó a su vez
que el señor M ariano de L izarriturri, fiscal del
obispado, declare en posesión del hospital de
Santa B árbara al Reverendo padre Roque de A l­
meida, prim er guardián del convento de San
Juan de Dios de Mizque.
E l auto a que nos referim os, está concebi­
do en los térm inos siguientes: “Luego inconti­
nenti de haber firm ado Su Señoría Ilustrísim a,
dijo, que el señor Fiscal dé posesión en form a
corporal actual Ju r e dómine ve/ qua&i y en ella
240
ampare y defienda a los religiosos del señor
San Juan de Dios, para que no sean inquieta-
tados ni desposeidos sin ser prim ero oídos y
por fuero y derecho vencidos, pena de cada qui­
nientos pesos, para la Santa Cruzada; y así lo
rroveyó y firm ó, y estes autos se les devuel­
van con testim onio de la dicha posesión para
resguardo de su derecho”.
F ray Juan Obispo de Santa Cruz.
A nte mí.
Pedro de Saldana.
N otario P úblico”.
La entrega del hospital a la congregación
iuandediana despertó vivísimo interés en pro­
pios y extraños. El reverendo padre Sebastián
de Fuentes, general de la religión de San Juan
de Dios en los reinos de España, Indias y P o r­
tugal, dirigió una efusiva carta exhortatoria a
dicha congregación estim ulando sus sentim ien­
tos de caridad en favor de los enferm os que a
f u cargo estaban. La recordada carta, dice tex ­
tualm ente: “Como el único fin a que deben aspi­
rar nuestros afanes, es el alivio espiritual y cor­
poral de los pobres enfermos, encargo a vuezas
reverencias con todo mi corazón, que no faltan­
do de su mem oria el heroico empleo de nuestro
patriarca v de sus corazones aquella llamada de
caridad que ardía en su abrasado inocente pe­
cho procuren ser fieles im itadores de su santí­
sim a vida; los hijos que son legítim os deben
im itar a sus padres; por eso decía Jesucristo a
los judíos: si sois hijos de Abrahan obrad como
él obraba y según esta soberana doctrina sabre­
mos nosotros decirnos a nosotros m ism os; si so­
mos hijos de aquel adm irable ejem plo de cari­
dad San Juan de Dios nuestro padre, obremos
como él obraba, im itém osle en todo, arda en
nuestras almas aquella misma llama de caridad
que borra nuestras im perfecciones, y así, abra­
zados y fervorosos, viviendo siem pre en noso­
241
tros aquel elevado espíritu de nuestro gran pa­
triarca lograrán los pobrecitcs enferm os todo
consuelo en sus aflicciones. Siem pre que llegue
a mi noticia (no lo perm ita el Señor) que algu­
na de vuezas paternidades ha faltado en la co­
sa más leve al cum plim iento de esta im portan­
te obligación, me verá despojado de las benig­
nidades de padre y usando solo de los rigores de
juez sufrirá el más severo castigo. No lo espe­
ro de vuezas reverencias, antes confío que en
cum plim iento de nuestro santo instituto no des­
pedirán a ninguno de cuantos pobres enferm os
lleguen a sus puertas, y a todos los recibirán
con amor, les asearán y curarán con cuanto es­
m ero alcancen sus fuerzas que, sin duda, serán
m uy grandes si tenem os siem pre presente que
cuando curam os a los pobres, es Jesucristo quien
cura a ellos, y que en uno de estos hum ildes ejer­
cicios, recibió, nuestro glorioso patriarca, aquel
golpe de soberanas luces con que comenzó su
divina M ajestad, a pagarle superabundantem en-
te el m érito de estos santos m inisterios tan agra­
dables a sus divinos ojos”.
Cúm plenos expresar aquí con m otivo de la
cita anterior, que las funciones de general de la
orden de San Juan de Dios, eran de tanta im ­
portancia, que, en Virtud de la Bula expedida
per Clem ente X IV en 20 de abril de 1774, se
estableció que el insigne honor de desem peñar­
las correspondiese alternativam ente a religiosos
nacidos en las provincias de Granada, Castilla,
Sevilla y P ortugal que eran las más preponde­
rantes en los dom inios de España, para evitar
las grandes rivalidades que solían estallar entre
dichas provincias con m otivo del expresado nom ­
bram iento.
A su vez, el padre Juan de Dios y Salas,
com isario y visitador de la orden, secundando
el interés del general residente en Granada, es­
cribía tam bién a la com unidad juandediana de
M izque lo que sigue:
242
“Aun que debo prom eterm e que sin necesidad
de repetir m is amorosos consejos para inclinar
a vuezas reverencias a la más extricta observan­
c e de la vida y disciplina regular de su in stitu ­
to, les ha de hallar en todo religiosos, no que­
da mi espíritu tranquilo, si cuando se me pre­
senta esta ocasión como la más oportuna no les
recuerdo algunas de las m áximas que deber, ser
el constante norte de todas sus operaciones. Si
vuezas paternidades se entregan a ejercicios de
piedad y am or a Dios, es consiguiente y seguro
que tengan el más ardiente al prójim o, v sien­
do para nosotros de la m ayor recom endación los
cobres enferm os como que ofrecim os solem ne­
m ente servirles, consolarles y aliviarles, espero
que vuezas paternidades procurarán, en esta
parte, hacerse dignos hijos de nuestro santo pa­
triarca teniendo presente para alentar sus tareas
hospitalarias, que si querem os buscar a Cristo,
lo hallarem os en la enferm ería donde está an­
gustiado v atorm entado y que él nos ofreció dar
por recibido lo que se hiciere con los necesita­
dos. A la hospitalidad no podemos faltar sin ha­
cernos reos de un horrendo sacrilegio y sin usur­
par a los pobres enferm os, si son dignos de au­
xilio, las rentas que son suyas como destina­
das para su alim ento, curación y regalo; de m o­
do que ofreciendo por una parte *antos incon­
venientes, en ambos fueros, el descuidar esta
nuestra prim era y principal obligación y hallan­
do, por otra, tantos bienes efectivos y nrcm esas
infalibles de felicidad eterna a los que la des­
empeñan, creo firm em ente que vuezaj reveren­
cias me darán prueba de que no om iten medio
que conduzcan a hacerse m erecedores de las ben­
diciones del Señor, y que están poseídos de es­
tos virtuosos sentim ientos”.
E ntre los m uchos visitadores de la orden de
San Juan de Dios que, como el padre Salas, ac­
tuaron, con brillo en Lima, creemos necesario
haber m érito del Reverendo F ray José Colo-
mina, por la actividad y el raro espíritu organi-
243
•s t ti,

zador de que estaba dotado, y por la influen­


cia decisiva que tuvo en el desarrollo y acre­
centam iento del hospital de Santa Bárbara de la
ciudad de Mizque.
El padre Colomina, era m inistro titu lar del
Santo O ficio, ex-reform ador, visitador, defini­
dor, asistente m ayor, general de la orden y co­
m isario de las provincias del Perú, Chile, T ie­
rra Firm e y Buenos Aires, por elección y canó­
nica confirm ación y pase del real Consejo de
Indias.
El rad re Colomina, nombrado com isario pa­
ra el Perú en virtud del decreto real de 27 de
julio de 1769 que creó les cargos de visita­
dores y reform adores generales en los v irre in a ­
tos de Lima, M éjico, Santa Fé y M anila en las
islas Filininas, ralló de Cádiz el 79 de enero
de 1773, llegó a Lim a el 19 de junio y se rose-
sionó de su empleo en septiem bre del mismo
año.
Desde ese m om ento atendió, con paternal
solicitud, las necesidades del hospital de M iz­
que, y en los reglam entos que con frecuencia
enviaba a dicha casa de caridad, así como en to­
do lo que a ella se refería, se m uestra una orga­
nización tan com pleta y previsora, que m uchas
instituciones m odernas de mismo carácter, ten­
drían, hoy sobrada razón para envidiarla. E n esa
reglam entación, estaban definidas las obligacio­
nes de la com unidad y fijados los detalles con-
adm irable precisión. E studio sostenido de par­
te de los cofrades, diarias conferencias morales,
asistencia cuidadosa a los enferm os, el poder de
éstos garantizado hasta la nim iedad, la m orali­
dad de les religiosos asegurado por m edios efi­
caces, trabajo inquebrantable en todo orden; he
ahí el conjunto de les actos que constituían ese
m ovim iento tan cercano a la perfección.
No term inarem os esta parte de nuestro tra ­
bajo, sin expresar que el convento de San Juan
244
ce Dios de M izque, tuvo en sus prim eros tiem ­
pos por priores y cofrades d ist’nguidos, a F ray
Sebastián de Mena, Roque de Alm cida, A nto­
nio Ponce de León, Eustaquio A lfaro, Diego
Cruzado, M elchor Pozo de la Vega, Juan de la
Prada, Juan de Dios Pereira, Francisco Pérez
M elena, Bernabé M uñoz, Juan de Dios Pinedo,
H erm enegildo D urán, Juan A ntoniedo y N ico­
lás Calle.
E n épocas posteriores, y ya cuando la co­
m unidad bailábase establecida bajo m ejores
auspicios, figuraron, asimismo, en su seno, re­
ligiosos de valer como F ray Pablo Fuentealba,
Juan A ntonio Prado, M artín de la Guerra. Jo a­
quín Ponce de León, B enito Caballero, Carlos
Pacheco, Ju sto Peñaloza, Ignacio Férez Obli-
tas, G regorio M onrov, José A ntonio H errera,
Carlos Ríos, M anuel Villavicencio, E ugenio Lia-
ños, Pedro Cortés, M ariano Buergo, Ju -to Pas­
tor de los Reves, B ernardo Rodrigo, M arceli­
no Zabala, Pablo Soto, Francisco Salas. Tosé
Castellanos, Santiago M ontesinos, Tosé Núñez,
M ariano Zambrana, Pedro Zeballos, Juan de Oró,
José M edina y otros.
Finalm ente, en las postrim erías del siglo
X V III, y comienzos del X IX , aparecen tam bién
como miem bros de la misma congregación. F ran ­
cisco T ru jillo v Godoy, Francisco de Urbina,
Cristóbal Capacho, Juan del Corral, Francisco
Fernández de Rueda, Juan U rbano de Guzmán,
Pedro M éndez, A gustín Castelú y A ntonio de
Contreras.
E ntre los cofrades de San Juan de Dios de
m ediados del siglo X V III, condenados como se
sabe, casi en su totalidad, a deplorable olvido,
m erece especial m ención el padre M artín de la
Guerra, religioso de m entalidad sobresaliente,
gran orador, hum anista y consumado teólogo.
E l padre G uerra, según rezan las crónicas,
escribía con la misma facilidad con que habla-
245
ba. Su verba fecunda e inagotable, le perm itía
predicar en ocasiones dadas, dos o tres veces al
día, y su presencia en la tribuna sagrada se con­
sideraba indispensable para dar solem nidad y
realce a las m uchas fiestas religiosas que enton­
ces solían producirse. For su talento y v irtu ­
des, el padre G uerra era honra y prez de la cle­
recía mizqueña, y por su experiencia se le consi­
deraba además como al m entor y consejero obli­
gado del vecindario íntegro.
E n el nom bram iento del Prelado que expi­
dió a su favor F ray Am brosio de Villavicencio,
m inistro titu lar del Santo O ficio en los tribuna­
les de C artagena y Lim a y Comisario General
de la orden de San Juan de Dios en la provincia
del P erú de San Rafael, se lee lo siguiente:
“P or cuanto nuestras sagradas constituciones en
el capítulo 38, determ inan que los priores de
nuestros conventos y hospitales de estos reinos
de las Indias, sean canónicam ente elegidos por
sufragios secretos por nos con el concurso y
asentim iento del P rior y conciliarios del con­
vento donde nos hallárem os y de otros dos re­
ligiosos los más antiguos de profesión que re­
siden en la m encionada casa y asimismo que ca­
da uno de los conventos de dicha nuestra pro­
vincia, proponga a los enunciados electores cua­
tro religiosos para que considerándolo conve­
niente puedan elegir a alguno de los propuestos
en prior y prelado de aquel convento. Y nos de­
seando el cum plim iento de nuestros estados como
que de el dependen las más conform es y arre­
gladas providencias en un asunto que es de la
m ayor im portancia y conducente al m ayor lus­
tre, y crédito y explendor de nuestro santo in sti­
tuto, aum ento de nuestros conventos, edificación
de nuestros súbditos y consuelo de los pobres
enferm os cuyos alivios dependen de nuestras
asistencias. H abiéndose cum plido los tres años
naturales para cual tiem po y no más fueron
electos en priores los prelados ordinarios de
de nuestros conventos y habiéndose cum plido
246
estas y otras determ inaciones; a son de campa­
na tañida donde se congregaron y juntaron con
nos en la sala capitular de nuestro convento de
San Diego de Lim a los susodichos electores, se
procedió a la elección de prior de nuestro con­
vento hospital de Santa B árbara de la ciudad de
M izque y habiendo sufragado todos con votos se­
cretos resultó quedar canónicam ente electo en
prior y prelado de nuestro convento hospital el
reverendo Padre F ray M artín de la G uerra y
usando de la autoridad de nuestro oficio aproba­
mos y confirm am os dicha elección, y a m ayor
abundam iento, por el tenor de las presentes re­
producim os y reiteram os su aprobación y con­
firm ación, por concurrir como concurren en su
persona, las prendas de virtud acrisolada, mo­
destia, relig io sid ad , ju icio, sabiduría y desinte­
rés necesarios para dicho m in isterio"
Al padre Guerra, sucedió en la prelacia de
su convento. F ray Pablo de Fuentealba, natural
tam bién de M izque y docto como el anterior.
H allándose de prior el padre Fuentealba se
recibió en el convento de San Juan de Dios de
M izque en 28 de noviem bre de 1774, el Breve
P ontificio y la Real Cédula en cuya virtud hu­
bo de ser abolida la Compañía de Jesús. Co­
piamos a continuación el acta de obedecim ien­
to, no por la im portancia intrínseca de dicha acta,
sino para m anifestar únicam ente, que las tem i­
das resistencias a favor de los jesuítas de que
hablan algunos autores, no fueron tan graves co­
mo se esperaba. E ra tan venerada la autoridad
del rey en aquellos tiem pos, que la clase cleri­
cal, indudablem nte más fuerte que hoy, guar­
dó profundo silencio. El acta a que nos referi­
mos, dice así en su últim a parte: “E n este con­
vento hospital real de nuestra Señora Santa
B árbara de la ciudad de M izque, orden de nues­
tro padre San Juan de Dios en 28 días del mes
de noviembre de 1774, el padre prior F ray P a­
blo de Fuentealba m andó tocar a ju n ta de co­
247
m unidad, a son de campana tañida, como es uso
y costum bre y congregados se abrió un pliego
en el que se encontró un trasunto de carta de
nuestro reverendísim o padre visitador F ray J o ­
sé Colomina escrita al reverendo padre de pro­
vincia F ray Pedro del Mar, prior del conven­
to y hospital de la ciudad del Cuzco, quien arre­
glado a ella nos im parte noticia del impreso,
Breve P ontificio y Real Cédula que ha recibi­
do sobre la extinción de los padres regulares de
la Compañía de Jesús- Y enterados por dichas
cartas, con nuestra m ayor hum ildad y lealtad
de vasallos y súbditos, obedecemos, a ejem plo de
nuestro superior, el dicho Breve y Real Cédula
de nuestro rey y señor a quien su Divina Ma­
jestad guarde en su grandeza” -
En ef;ta parte creemos oportuno exponer que
en M izque, como en otras ciudades im portantes
de la A m érica Española, los conventos se enri­
quecieron con suma facilidad, llegando a absor­
ber casi todas las propiedades urbanas y ru ­
rales. E n esos tiem pos en que el único y supre­
mo fin de la vida era la salvación de las almas,
los creyentes ricos y aun los de escasa fortuna,
se disputaban, a porfía, la gloria de entregar sus
bienes a las congregaciones religiosas.
A sí como en la villa de Oropesa, fueron
personas particulares como don Am brosio P ar­
do de Figueroa, doña Francisca V argas, Gonza­
lo M artín de Castellón, Francisco García Cla­
ros, Pedro Saenz Galarza y M elchor Guardia,
las que fundaron los conventos de San F rancis­
co, Santa Clara, La M erced, Santo Domingo, La
Compañía de Jesús y Santa T eresa; así tam bién
en M izque, la opulenta y devota ciudad de don
Francisco de A lfaro, las iglesias y com unida­
des religiosas, debían su existencia a la acción
de los num erosos vecinos acaudalados que en
ella había.
Si los referidos conventos no tenían dom i­
nio absoluto sobre todas las propiedades, por lo
248
menos poseían el derecho de percibir censos.
'Llama sobrem anera la atención, que entre las
num erosas heredades que constituyen la dilata­
da provincia de M izque, no existe una sola, que
no hubiera estado cargada de censos consigna-
tiv'os o de otro carácter en beneficio de los con­
ventos- Por lo demás, el modo cómo se funda­
ban los censos, no podía ser más satisfactorio
para las órdenes religiosas- Bastaba que el pro­
pietario se presentara ante la com unicad censua­
ría, para allí, con la concurrencia del g ardián
y el corregidor o un alcalde de prim er voto, se
celebrara el con trato-
P or lo expuesto, el fenóm eno social de que
nos estam os ocupando, no debe atribuirse úni­
cam ente a la avidez del clero, según se cree, si­
no tam bién al espíritu dom inante de la época,
que, sin duda alguna, hubiera enriquecid o a lar.
instituciones m onásticas, aun cuando éstas no
hubiesen consentido en ello-
Por lo demás, el clero de antaño, h:cía tam ­
bién de su parte, todo lo que estaba a sus alcan­
ces, para adquirir grandes fortunas, como lo
acredita el hecho que vamos a referir en segui­
da, v que consta de un extenso y polvoriento
códice que tuvim os la buena suerte de encon­
trar en los archivos de Mizque-
El m aestre de Campo don Juan de A rburo-
la, criollo adinerado y vanidoso, poseía por juro
de heredad en las fértiles regiones de Callejas
y Tucm a, extensas viñas y olivares y ganados
de toda suerte-
E l com endador de Santo Dom ingo, F ray
Gerónim o de N ájera, que era hom bre ¿e m u­
chos recursos y habilidoso por todo extrem o,
propuso al citado criollo, que haría repicar las
campanas de su iglesia las veces que éste pa­
sara por las puertas del tem plo de Santo Do­
m ingo, al trasladarse de su finca a la ciudad,
siem pre que diera anualm ente al convento dos­
cientas botijas de vino generoso-
249
Es casi inútil decir, que A rburola, holgóse
sobrem anera de la proposición y la aceptó sin
trepidar.
F ijadas las condiciones, celebróse el conve­
nio escriturado con las form alidades que el ca­
so exigía-
Desde entonces, cuantas veces pasaba el pro­
pietario por Santo Domingo, caballero sobre fo­
goso y asom bradizo jaco y luciendo espuelas de
oro y estribos de plata, repicaban fuerte las
campanas como en noche de Navidad, y las gen­
tes alborotadas salían a sus puertas y ventanas
para saludar al que llegaba-
A contecía en otras ocasiones que el com en­
dador, a fin de estim ular la liberalidad del se­
ñor de A rburola, le recibía bajo de palio cuan­
do éste iba a oír la misa m ayor de Santo Do­
m ingo, que solía celebrarse con zambombas y
largo cam paneo; y con tal motivo se producía
una escena digna de saberse por su originalidad
y su carácter especial. El guardián rodeado de
cofrades y m uñidores, salía del tem plo en al­
cance del caballero, le rociaba ccn agua bendi­
ta, le hacía descalzar las espuelas de oro con uno
de los religiosos, invitábale enseguida a oír la
misa, y el propietario, ancho y orondo, y osten­
tando vistoso traje dom inguero, penetraba a la
iglesia, no sin entregar antes, a uno de los m u­
ñidores, todo el dinero que llevaba a cuestas-
E n los prim eros años, el contrato se cum ­
plió estrictam ente de ambas partes; empero,
sobrevinieron después calam idades im previstas
para el propietario- La sequía prolongada y la
langosta que invadió las viñas durante tres años
consecutivos, desm edraron sus rentas y para col­
mo de males, el m uy vanidoso viñero, dedicóse
a gastar lo suyo y lo ajeno en las ocasiones en
que salía de jácara y derrochó lo poco que le
quedaba en com ilones y jolgorios dejando de
pagar, por m ucho tiem po al convento, el vino
que se había obligado a dar anualm ente.
250
No es difícil explicar, por tanto, que con el
transcurso de los años, creció la deuda hasta for­
m ar una m ontaña, y que a la postre y después
de m uerto don Juan de A rburola, la m uy reli­
giosa congregación de Santo Dem ingo, se apo­
deró de la heredad, con sus ganados, viñas y oli­
vares-
E n el ya citado y antiguo m am otreto de
donde hemos tom ado los anteriores datos, apa­
rece, además, que, a solicitud de Juan Zambra-
na de la Calancha, apoderado dèi convento de
Santo Dom ingo y con la invitación del defen­
sor del Juzgado Pedro de Paredes, Don Igna­
cio del Castillo, del consejo de su M ajestad,
oidor del juzgado de bienes de difuntos y al­
calde de corte de la Real A udiencia de La P la­
ta, declaró a la congregación de religiosos de
Santo Dom ingo, dueña de las referidas tierras
de Tucm a y C allejas-
E l auto a que nos referim os dice así : “L í­
brese m andam iento de posesión, para que el al­
guacil m ayor de esta corte o sus lugartenientes,
v fuera de esta ciudad, el corregidor y justicia
m ayor de M izque y demás justicias de ella, den
posesión real al convento y religiosos de la or­
den de predicadores de aquella ciudad, de las
haciendas de viña y tierras nom bradas de T uc­
ma que poseyó Don Juan de A rburola” .
E n su m érito, Felipe de A rancibia, alcalde
ordinario de prim er voto de la ciudad de M iz­
que, m inistró posesión en 6 de agosto de 1650 al
prior del convento de Santo Dom ingo F ray A n­
drés M iranda-
“E n esta virtud, dice el citado proceso, con
la vara de la real justicia en la mano, en nom ­
bre de su M ajestad que Dios guarde, doy pose­
sión real y corporal, ju re domine v sl quasi, de
esta dicha hacienda y todo lo que a ella le per­
tenece, de fuero y derecho como son viñas, mo­
linos, tierras de pan llevar, m ontes, astilleros,
251
estancias de ganados m ayores y m enores, pas­
tos, aguadas y todo lo demás que le pertenece,
al reverendo prior F ray A ndrés M iranda y a su
convento para que, sin perjuicio de tercero, po­
sea dicha hacienda como cosa suya y pertene­
ciente a dicho convento” -

CAPITULO vn
In d u strias prim itivas de M izque.— Riquezas
agrícolas y pecuaria.— Comerciio de explotación
y de im portación.— Las m inas de Q uiom a y su
influencia en el progreso y ad elan tam ien to de la
ciudad.— Las vetas au ríferas de Quilinqui.
Los prim eros habitantes españoles del va­
lle de Mizque, ocupáronse de preferencia de
la m uy provechosa industria de buscar tesoros
entre las ruinas y especialm ente en los sepulcros
o chul'lpas, dejados por los antiguos pobladores
de aquel país.
Ya hemos dado a conocer en otra parte que,
efectivam ente, en los campos de Mizque, había
grandes tesoros ocultos bajo las ruinas; y aho­
ra es oportuno decir que fueron los españoles
de la conquista, los que aprovecharon de ellos
m ediante prolongados y perseverantes esfuerzos.
E sa industria provechosa, pero precaria, dio
lugar bien pronto a otra más extensa y perm a­
nente: la agricultura.
Los conquistadores, obedeciendo a sus afi­
ciones y costum bres y con pleno conocim iento
de las condiciones ventajosas de la localidad,
dedicáronse con ahinco, al cultivo de la vid, plan­
ta que consiguieron aclim atar en aquel suelo,
poco tiem po después de que Francisco Caravan-
tes im portara al P erú los prim eros ejem plares
de tan preciado y generoso vegetal.
M uy luego la región ardiente y baja de la
comarca, se cubrió de viñedos, de cuya im por-
252
tancia se puede form ar cabal concepto, por los
vestigios que se conservan en la actualidad.
En muchos parajes del valle, y especialm en­
te en la llanura que se extiende al oriente de la
ciudad, se ven todavía, rodeados de m uros de
piedra, inm ensos campos donde tenían cabida m i­
llones de vigorosas y fructíferas cepas.
Los cultivadores de las viñas eran, casi en
su totalidad, negros que los propietarios los
com praban principalm ente en Guinea y en las
islas del Cabo V erde, pagando trescientos pe­
sos, poco más o menos., por cada uno. E l núm e­
ro de esclavos negros, creció de un modo nota­
ble desde el año 1696, en que fueron introduci­
dos doce mil de éstos al Perú.
Causa verdadera adm iración que en aquellas
rem otas edades, en que los elem entos de labran­
za eran tan escasos y en que el sistem a respec­
tivo que puso en práctica la M etrópoli para el
gobierno de sus colonias, lo secaba y lo este­
rilizaba todo, hubiera tomado tan alto vuelo la
industria agrícola de Mizque.
Como es de suponer, esos campos tan y er­
mos y solitarios al presente, estaban animados
en la época a que nos referim os, por una pobla­
ción activa y trabajadora que llenaba todos los
ám bitos del exhuberante valle, y obtenía de sus
labores el provecho apetecido.
E ra en los días de la vendimia, en ese perío­
do del año en que la tierra se viste de nuevo
ropaje y en que las vides se cubren de pám pa­
nos dorados, que subía de punto el entusiasm o
de los trabajadores.
Num erosos aborígenes procedentes de las se­
rranías form aban grupos pintorescos y com par­
tían alegrem ente con criollos y españoles, de las
fatigas y de los provechos de la cosecha. E n ­
galanábanse los árboles y las gayolas del m a­
juelo con cintajos y gallardetes m ulticolores;
253
se escanciaba el vino bajo las verdes enram a­
das y por todas partes llenaban el aire los cán­
ticos del viñador y las alegres notas del tam ­
boril y de la gaita.
Don Francisco de Viedma. ocupándose de
Mizque, en el inform e que dirigió al virrey de
Buenos Aires, Nicolás de A rredondo, en 2 de
m arzo de 1793, dice: “E ste partido, presenta las
m ayores proporciones para que fuese el más ri­
co de la provincia, y aun de las inm ediatas, por
la fertilidad de sus tierras para trigo, cebada,
maíz, vinos, etc., por la abundancia de buenos
pastos y aguadas a la cría de ganado, y por es­
tar situado en paraje donde puede expender con
comodidad sus frutos en las provincias de La
Plata y Potosí, a precios más ventajosos. En
tiem po antiguo que se dedicaron sus vecinos a li
agricultura, floreció, en tales térm inos, que só­
lo los frutos de sus viñas eran un renglón de
donde sacaban crecidísim os intereses. Dan buen
testim onio de esta verdad, las ruinas de las ha­
ciendas cuyos vestigios están denotando su m u­
cha opulencia. La de P erereta solam ente produ­
cía doce a trece mil botijas de vino, y apenas
en el día da cinco a seis”.
El señor José M aría Dalence, en su “E sta­
dística B oliviana”, confirm a las anteriores opi­
niones, en los siguientes térm inos: “M izque pre­
senta las m ejores proporciones para ser una pro­
vincia rica, por su fertilidad en trigos, papas,
maíz, vino, etc., por la abundancia de pastos pa­
ra el ganado; y por su localidad entre Cocha-
bamba, Sucre y Potosí, para el expendio de sus
frutos. H ay m uchos pastos, por cuya causa abun­
daba en oiros tiem pos el ganado vacuno, y se
criaba los m ejores caballos de raza andaluza, co­
nocidos com unm ente por el nom bre de caballos
cochabambinos. E n las sierras, hay vetas de pla­
ta y m ucho sulfuro de plomo que sirve para
fundir aquella. Se sabe, por nuestra historia, que
M izque floreció cuando sus habitantes se apli-
254
carón a la agricultura; siendo el com probante
de esta verdad las ruinas de sus haciendas, cu­
yos vestigios van denotando su opulencia. La
sola hacienda de Perereta, producía al año de
doce a trece mil botijas de vino, y boy apenas
se sabe que haya vino de Mizque. Se asegura
que un corregidor m andó quem ar las viñas so
pretexto de haberse plantado sin licencia del rey;
pero en los 24 años que van corridos de nues­
tra independencia, no han podido replantarse”.
E n M izque el trabajo de las viñas no era el
único. F n las vegas ardientes se cultivaba, ade­
más, v en grande escala, algodón, caña ce azú­
car, batatas, sorgo, cacahuete y yuca; en los
climas tem plados, maíz, trigo, garbanzo, fréjo­
les v arvejas, y en las regiones frías, cebada y
patatas.
R ecog'an m iel y cera abundantes, de los ina­
gotables abejares que existen, hoy mismo, en las
dilatadas serranías que rodean el valle, para rea­
lizarlas en los m ercados de Potosí, O ruro, La
Paz y el Cuzco, juntam ente con los vinos y al­
coholes procedentes de sus acreditadas fábricas.
La m adera de construcción constituía, de
otro lado, una de las principales fuentes de ri­
queza, y servía no sólo para satisfacer las ne­
cesidades de la ciudad en este orden, sino que se
trasportaba a los ricos centros m ineros del sur,
donde se vendía bajo las más favorables condi­
ciones. T rabajos verificados en los últim os tiem ­
pos, han dem ostrado que el cedro de M izque es
el m ejor de la República.
La ganadería, tomó, asimismo, considerable
increm ento y contribuyó a aum entar la rique­
za agraria del país; y no podía ser de otro mo­
do, puesto que aquella localidad es la que más
se presta para tan lucrativa ocupación, por la
abundancia de agua y de pastos, por la extensión
de sus pagos y cortijos y por la variedad del cli­
ma. La fama que conservan los caballos mizque-
255
lies, se debe, no a lo que son en actualidad, sino
a lo que eran en aquellos tiem pos, en que la abun­
dancia de elem entos de todo género, perm itía a
sus dueños dedicarse con ventaja a la crianza y
trasporte de anim ales de diferentes especies.
Las estancias se hallaban repletas de ganado
lanar y bovino, y era de allí de donde principal­
m ente se proveían las poblaciones de Cochabam-
ba. G ruro, Potosí y Chuquisaca. T ratantes en ca­
ballerías, conducían, además, a las mis ra s ciu­
dades, herm osos caballos de rara andaluza para
realizarlos a precios m uy subidos.
El autor de los “Anales de P otosí”, B arto­
lomé M artínez y Vela dice: “La provincia de
M izque, m andaba a Potosí, trigos, caballos, pie­
les de teda clase, cera, badana, m iel de abejas,
rigodón, canastos, resinas y otras inum erab’es
curiosidades”.
En L s postrim erías del siglo X V III, en que
la ruina y la decadencia de M izque eran hechos
f ons ’ruados, se exportaba todavía anualm ente de
d ’cho car" ido, según lo hace constar el gober­
nador Viedm a, seis mil fanegas de harina de tri­
go y m a'c, m il cabezas de ganado vacuno, mil
tresc;entas arrobas de carne seca y trescientas
arrobas de miel, a las provincias de P o tes’ y La
P lata; dos mil cuarenta fanegas de trigo y de
maíz v trescientas cincuenta botijas de vino, al
V alle-G rande v a Santa Cruz, sin contar, por
cierto, las cantidades considerables de vino, ga­
nad^ m aver v menor, algodón, m iel de caña y de
abejas, queso, cera, grasa, ají o pim iento y otros
rro d u c 'r s valiosos que tam bién se enviaba a
Cochabamba.
Por el rápido desarrollo de sus industrias y
el acrecentam iento de su población, M izque lle­
gó a ser un gran centro de consumo. Considera­
bles cantidades de pla'a, cobre, estaño y piorno,
procedentes de O ruro, Potosí, Chichas, Porco,
A ullagas, O curí y otros m inerales, llegaban dia-
256
ñám ente a m anos de sus m oradores. El oro re­
bosante de Caiabaya, Chuquiago, Sarum illa y
Paiguan, y que en esos archifelices tiem pos se
cbtenia sin las dificultades con que hoy se le ex­
trae, inundaba, por decirlo así, las ciudades del
A lto Perú, y Mizque, población opulenta como
1?. que más, no podía m enos que tener parte prin­
cipal en el sostenim iento del activo comercio de
entonces.
Se im portaba constantem ente a la ciudad,
variados lienzos y tejidos del Cuzco, Huánuco,
Tarm a y C ajam arca; som breros de lana y paja
de G uayaquil v Q uito; cacao, cochinilla, añil y
vainilla de M éjico, yerba del Paraguay, pescado
de Atacam a y Arica, y especierías de todo géne­
ro de Chile y L ;ma.
La nobleza m izqueña, rica en demasía, com­
praba joyas y preseas de ingente valor; y era
de ver cómo en los escaparates de las casas de
comercio, brillaban herm osos diam antes, turque­
sas, zafiros, ágatas, am atistas, carbunclos, coral,
jaspe y finísim as perlas de Panam á y de Ceilán.
El gobernador don Francisco de Viedma, en
el recordado inform e al virrey de Buenos A i­
res, hace notar, que por los años de 1793, en que
la grandeza de M izque se hallaba extinguida
ro r com pleto, se introducían todavía a este país,
procedente de Cochabamba, ñor lo m enos diez
mil arrobas de sal, diez y seis mil varas de to ­
cuyo del país, doscientas cincuenta arrobas de
yerba del Paraguay, vidrios, casim ires fabrica­
dos en el Valle de Cliza, coca y otros artículos
de im portancia, sin tener en cuenta las m ercade­
rías de ultram ar, y las considerables cantidades
de ganado, azúcar, arroz, achiote v aguardiente
de caña que, asimismo, se im portaba a M izque
de Santa Cruz y V alle-Grande.
Fue, sin duda, poco después de la conquis­
ta española, que tuvo lugar el descubrim iento
de las m inas de Quioma, situadas en las m árge-
257
nes del Río Grande o Guapay. Dicho suceso vi­
gorizó, aun más, las tendencias prosperantes de
M izque y consolidó su grandeza.
E s tradición antigua que las m inas de Quio-
ma tuvieron en los días de su descubrim iento,
m uy señalada y excepcional im portancia. Las
pruebas de bonanza prim itiva de las expresadas
minas, se encuentran en la asom brosa cantidad
de plata que había en M izque, y en las num ero­
sas adjudicaciones de vetas y pertenencias, que
aparecen de volum inosos legajos que hemos te­
nido ocasión de com pulsar.
De ordinario, las personas ricas y aun las
de escasas proporciones, al in stitu ir herederos
por testam ento, dejaban a sus descendientes can­
tidades más o menos considerables de plata pi­
fia, recién extraída de las minas.
P or lo que hace a las adjudicaciones de per­
tenencias, ellas eran tan num erosas, que form a­
ban verdaderos rim eros que, hoy mismo, aunque
desm edrados por la acción del tiem po, existen
todavía en los archivos públicos de M izque.
Parece que fueron jesuítas los descubrido­
res y los prim eros que trabajaron las m inas de
Quioma.
E l laboreo tomió proporciones colosales a
m ediados del siglo X V II, época en que los prin­
cipales capitalistas de la opulenta villa de Sa­
linas, se dedicaron con ardor a dichos trabajos.
Los prim eros que tom aron posesión de
Quioma, después de los jesuítas, fueron G rego­
rio de Rocha y Ju an A rias de C astilla, siendo
corregidor y Ju sticia M ayor de M izque, don Juan
de Tablares. Fue en aquellos días que cobró fa­
ma piram idal el cerro de San M artín, donde se
hallaban ubicadas las vetas de San José y San
Jacinto.
Intervinieron de seguida, en las labores de
Quioma, industriales no m enos esforzados como
258
A ntonio Caro, Juan de E ncinas, el general A n­
tonio G utiérrez C astro y el capitán Bernardo
Rubio de B etancourt, dando renom bre a las ve­
tas denom inadas N uestra Señora del Rosario,
La Lim pia y la Santísim a T rinidad.
Finalm ente, en las postrim erías del siglo
X V II, que fue cuanto tomó m ayor increm ento
el laborero de Quioma, m ineros valientes y en­
tusiastas como Juan de M ercado, M arcos F ran ­
co, Nicolás de Q uíntela, Juan G alindo, Lucas
Rojas, Juan M ejía y Tom ás R ivera, dieron nue­
vo y vigoroso im pulso a tan provechosas y lu­
crativas faenas.
Es de justicia hacer constar que contribu­
yeron eficazm ente a la prosperidad y auge de
las m inas de Quioma, los corregidores don Juan
de O talora y don José A ntonio Fonce de León.
Cuéntase de los hijos de uno de los recor­
dados industriales, don Juan de M ercado, un
suceso que si bien se asem eja a un hecho acae­
cido en otras partes, m erece, sin em bargo, ser
relatado, por su carácter tristísim o y por las
circunstancias excepcionales de que estuvo ro­
deado.
E ra el caso, que Juan de M ercado, tenía en­
tre los trabajadores de la veta Candelaria, a tres
de sus hijos y de los cuales ninguno pasaba de
los 15 años. Cierto día, hallándose en un hueco
del socavón todos tres, se verificó el desplome
de una parte considerable del cerro, form ando
barrera infranqueable entre ellos y los demás
cbreros que quedaron fuera. Los esfuerzos que
por m uchos días se hicieron, no fueron parte pa­
ra salvar a los desventurados niños.
Cuando algún tiem po después se consiguió
remover el obstáculo, se encontró a las víctim as
en el mismo hueco del socavón, en actitud con­
vulsa y desgarradora. E n los m om entos de la
agonía, se habían abrazado y oprim ido de tal
259
suerte, que sus cuerpecitos rígidos y horrible­
m ente desfigurados por el dolor, parecían for­
m ar uno solo. En el suprem o trance de la m uer­
te, sucede, por modo natural, que se busca siem ­
pre la salvación en el auxilio de los demás, aun
cuando éstos sean im potentes para procurarla;
y así, explica, que esos pequeños m ártires de la
obediencia y del trabajo, se hubieran unido tan
fuertem ente como queriendo evitar la catástro­
fe.
La decadencia de las m inas de Quioma prin­
cipió en los mismos días en que la ciudad de
M izque comenzó a perder los elem entos que
constituían su prosperidad y grandeza. E sto no
obstante, en el siglo pasado han tenido lugar al­
gunas tentativas encam inadas al restablecim ien­
to de las labores de Quioma. E n 1832, el doctor
José M anuel Méndez, canónigo honorario de la
iglesia catedral de Santa Cruz, José A ndrés Sal­
vatierra, canónigo de la catedral m etropolitana
de Chuquisaca y el presbítero José Cuéllar, or­
ganizaron una sociedad, con fondos al carecer
suficientes para explotar las m inas de Quioma.
La em presa llevaba camino de alcanzar gran pro­
vecho y fama, porque los que la sustentaban, a
pesar de su carácter sacerdotal, eran hom bres de
fuste; pero, el capital destinado para la obra, re­
sultó escaso, y en lo m ejor ésta tuvo que sus­
penderse.
A llá por los años de 1850 se form ó, con el
mismo objeto, otra asociación com puesta de ve­
cinos notables de M izque y T otora y entre los
que figuraba el conocido y honrado propietario
don M ariano Francisco Viscarra. Un ingeniero
colombiano, V icente V icentello, asumió la d i­
rección de los trabajos, consiguiendo extraer m e­
tales de alta y apreciable ley. P or desgracia, V i­
centello abandonó las faenas, cuando más nece­
sidad había de su intervención, y la em presa hu­
bo de llegar tam bién a su térm ino y acabam ien­
to.
260
E n la misma época en que se encontraba en
auge las m inas de Quioma, fueron descubiertas
las Vetas auríferas de Q uilinqui, a m edia leg ui
de distancia al norte de la ciudad. Carecemos de
datos para poder fijar la im portancia de dichas
vetas; pero es evidente que ellas fueron explota­
das, por m ucho tiem po, a juzgar por las huellas
que han dejado aquellos trabajos.

CAPITULO VIII

La aristocracia m izqueña, su organización y su


cará cter especial.— De cómo un noble sin titu les
viajó h a sta M adrid p ara ad quirir el derecho de
votar.
M izque por su engrandecim iento extraordi­
nario llegó a ser tam bién el asiento de una no­
bleza altiva y m orrocotuda y que por su lim pia
ejecutoria y sus infanzonadas costum bres, po­
día rivalizar con los más linajudos fijodalgos
de España.
Los caballeros de M izque no eran de esos
nebíes im provisados que con títulos falsos y
m entidos pergam inos, solían venir de la P enín­
sula a probar ventura en Am érica, sino de aque­
llos que por su alta prosapia y sus hechos glo­
riosos, llegaron a constituir realm ente la flor
y nata de la aristocracia ibérica.
E n sus escogidas filas había algunos que
r ozaban de nobleza heredada a sus progenito­
res y otros que adquirieron legalm ente el títu ­
lo, m ediante los procedim ientos de estilo. E s­
tos últim os, después de obtener la iespect'va
provisión real, habían jurado ante el capítulo
de nobles, con la espada ceñida y el m anto sobre
las espaldas, ser fieles a la orden a que pertene­
cían y sostener el dogma de la Inm aculada Con­
cepción de M aría, escuchando de labios del F rei­
ré aquellas palabras sacram entales con que fina­
261
lizaba la cerem onia de la investidura: E t in-
duat te novum hominem, qwi secundum D eus
creatus in ju stitia et in-sanctitate et veritate.
M izque era, pues, algo así como Huánuco
en el P erú ; es decir, un rincón privilegiado don­
de se guareció lo más granado de la aristocracia
peninsular.
Se la llamaba la ciudad de los quinientos
quitasoles, porque eran, justam ente, quinientas
las señoras de la nobleza que cuando salían a la
calle usaban aquel vistoso aparato como señal
distintiva de su clase. E n los tiem pos a que nos
referim os, sólo se perm itía usar quitasol a las
damas de alto coturno y de clarísim os blaso­
nes (1).
E xistían en la ciudad num erosas casas sola­
riegas que absorbieron casi todas las propieda­
des, dentro y fuera de la población, consiguien­
do fundar, por doquiera, señoríos e infanzonaz­
gos m uy ricos y productivos. Lo que no perte­
necía a los conventos era de la aristocracia.
Había caballeros del H ábito de Cristo y de
las órdenes de Santiago, de Calatrava, de San
Tuan, de A lcántara, de M alta, de M ontesa v de
la F lor de Lis, que ostentaban sobre el vestido,
como insignias de su rango, cruces rojas, azu­
les y verdes, lo que dio lugar a que se les cono­
ciera con el nom bre de caballeros cruzados.

(1) Creemos oportuno recordar en esta parte, que


el año 1863, murió en Oruro el señor Felipe La­
ra, estando desempeñando las funciones de dipu­
tado por la provincia de Mizque. Designado el
más grande de nuestros hombres públicos, don
Lucas Mendoza de la Tapia, para representar
al Congreso en el acto de la inhumación, en­
salzó con palabras deslumbradoras las virtudes
cívicas del malogrado diputado, y terminó di­
ciendo: “El señor Lara tuvo la envidiable glo­
ria de ser representante de la altiva e histórica
ciudad de les quinientos quitasoles”.
252
Las citadas órdenes m ilitares existían d es­
de los tiem pos de don Ram iro, Fernando II, San­
cho I I I y Jaim e II de Aragón, que fueron sus
fundadores.
La nobleza m izqueña creció de punto, cuan­
do por disposición del rey Carlos II, creáronse
en el P erú los condados de M onterrico, Valle-
um broso, Zelada de la Fuente, V illablanca y O te­
ro, y los m arquesados de C astillejo, V illafúerte,
Cartago, Vega del Ren, Sierrabella, M ontem ar,
L urigancho, V illaherm osa, Moscoso y Sotoflc-
rido.
Y es de advertir que la aristocracia que sue­
le ser débil y afem inada en los países envejeci­
dos y decadentes, era en M izque y en otras po­
blaciones am ericanas de aquella época, esforza­
da por todo extrem o y capaz de las acciones más
gloriosas, como lo acredita el hecho que vamos
a relatar a continuación.
Don Pedro de E nríquez, engreído m ance­
bo de 25 años, se había atraído el odio de una
parte de la nobleza m izqueña por su carácter
altanero y sus ademanes im periosos.
Nom brado miembro del Cabildo, tuvo dares
y tom ares con regidores y alcaldes, y las sesio­
nes del A yuntam iento, de ordinario tranquilas,
tornáronse agitadas y borrascosas.
Sucedió, pues, que aquella corporación, a fin
de castigar la ausencia de su colega, declaró que
en la elección de alcaldes ordinarios, que ccmo
todos saben la Verificaba el A yuntam iento anual­
m ente, nc tom arían parte los cabildantes que no
roseyesen títulos nobiliarios extendidos en fe r­
ina legal. Don Pedro, sin embargo de su ilustre
abolengo, no tenía carta ejecutoria de nobleza
y, m uy a pesar suyo, dejó de sufragar.
El orgulloso mancebo soportó en silencio
el ultraje, pero, tomó, en ese mismo instante, la
264
a, f

determ inación de conseguir, a toda costa, las


credenciales que le faltaban.
M uchos de sus amigos, habíanle aconsejado
que pidiera de la justicia la reparación del mal
que se le había hecho; pero don Pedro, mozo de
punto y sangre ardiente, no gustaba de paliques
y de triqueñuelas inútiles y dispuesto, como es­
taba, a em barcarse en heroica em presa, se de­
cidió desde luego, por el partido que más le con­
venía. Sabía él, por propia experiencia, que no
había cosa alguna que no se pudiese obtener
con dinero. Sabía, además, que los títulos de
nobleza se distribuían, por entonces, como al-
bérchigas en el mercado, y que andaban muy
depreciados desde que a su m ajestad don Car­
los II, plúgole vender en un solo año de su glo­
rioso reinado, más de sesenta credenciales de
condes y m arqueses en Am érica.
N uestro personaje no se detuvo, por tanto,
ni un solo instante. Resolver y poner por obra
su pensam iento, todo fue uno.
Con tal motivo, una de esas noches, y sin
que nadie se apercibiera, fuese de la ciudad al
canto del gallo, atravesó los m ares y llegando
a M adrid, compró carta de nobleza.
D urante su perm anencia en España, no le
sucedió al viajero nada que de contar fuese. D es­
graciadam ente, cuando él regresaba, vientos con­
trarios y otros inconvenientes graves, le detu­
vieron en m itad del Océano. Más de una vez, y
poseído de infinita am argura, perd'ó la espe­
ranza de llegar a M izque antes del día en que
debían verificarse nuevas elecciones ra ra alcal­
des; rero don Pedro que era hombre valeroso
y de ánimo entero, venció obstáculos sin cuento,
devoró distancias con el anhelo de votar en M iz­
que, y por fin el últim o día, hincando acicates
en las ijadas de su cabalgadura y descués de ca­
m inar largo y tendido, arribó a orillas del Pi-
suerga.
265
P or desgracia el río estaba de bote en bote
v para el colmo de males, el día siguiente era el
designado para las elecciones.
Un esclavo negro que le había acompañado
hasta M adrid y que en aquel instante se hallaba
junto a su amo, se detuvo en medio río y po­
seído de espanto, dirigió m iradas suplicantes a
su señor; pero, éste, que era incapaz de retro ce­
der, gritó al esclavo con una voz que dom ino
Dor el m om ento el ronco m ugido de las en fu re­
cidas ondas, y díjo le: “a Votar en M izque o a
cenar en los infiernos”.
E l desventurado negro, obedeció al punto el
m andato de su amo, m urm uró entre dientes la
oración de la agonía y lanzándose a la corrien­
te, desapareció para siem pre.
E ntretanto, es fama que el caballero don P e­
dro de E nríquez se constituyó al día siguiente
en la ciudad y votó para alcaldes ordinarios en
oresencia de sus rivales que le contem plaban de
lejos hum illados y vencidos.
CAPITULO IX
F iestas profanas.— La procesión de las c a rro ­
zas.— Torneos, justas, juegos de cañas, lidias de
toros y riñ as de gallos.
La opulencia y la grandeza prim itivas de
M izque se m anifestaban, principalm ente, en el
raro esplendor de sus fiestas y regocijos públi­
cos, que eran m otivados, casi siem pre, ñor las
solem nidades religiosas como el Corpus, la Por-
ciúricula, Cuasimodo, la Concepción y la m uy
ponderada festividad de los Patriarcas.
Con el mismo lujo y boato, celebrábase el
natalicio del soberano, el alum bram iento de los
miem bros principales de la fam ilia real, y la ju ­
ra y advenim iento del príncipe heredero al tro ­
no de España.
26ó; —
Por de contado la nobleza no quedaba en za­
ga, cuando llegaba el caso de festejar el m atri­
monio de alguna dama de alta pro, o el día de
días de algún am illonado fijodalgo.
C ronistas autorizados como M artínez y V e­
la, Ju an Sobrino, el padre Acosta, Juan M edi­
na y don Diego de G uilléstegui, que escribie­
ron largo y m enudo sobre los sucesos de la V i­
lla Im perial, cuentan que allí había fiestas que
costaban m illones de pesos, que el valor de las
joyas y preseas de que estaba adornada una se­
ñora noble en las horas de regocijo, subía, m u­
chas veces, a doce y a catorce mil pesos de a
ocho reales y que la dote que recibían las no­
vias de sus padres, constituía, frecuentem ente,
sobre poco más o menos, un valor de m illón y
medio de pesos, en plata, oro, joyas, Vestidos
y otras especies.
E n com probante, refieren los susodichos
cronistas, que en la coronación de Carlos V se
gastó ocho m illones, en la de Felipe IV cinco
m illones y que una fiesta popular en hom ena­
je a Felipe III, costó seis m illones de pesos;
siendo de notar, que en las exequias del mismo
rey, los gastos ascendieron a ochenta m il pe­
sos.
E n 1579, el corregidor don Juan P ereira
apadrinó el m atrim onio de su hija con un es­
pañol de cam panillas y de sangre azul, otorgán­
dole una carta dotal de dos m illones de pesos.
Poco después, Diego de Caballero, alcalde ordi­
nario de Potosí, presidió la renovación del San­
tísim o Sacram ento exhibiendo, durante la fies­
ta objetos cuyo valor calculábase en cuatro m i­
llones1 de pesos.
E n 1625, A gustín de Solórzano, en un ban­
quete fenom enal que hubo de organizar con sus
dineros, presentó una pila de plata de mil cua­
trocientos cincuenta y tres marcos de peso, y
de donde se vio salir, por trece horas consecu-
267
P or desgracia el río estaba de bote en bote
v para el colmo de males, el día siguiente era el
designado para las elecciones.
Un esclavo negro que la había acompañado
hasta M adrid y que en aquel instante se hallaba
junto a su amo, se detuvo en medio río y po­
seído de espanto, dirigió m iradas suplicantes a
su señor; pero, éste, que era incapaz de retro ce­
der, gritó al esclavo con una voz que dom ino
oor el m om ento el ronco m ugido de las enfure­
cidas ondas, y díjo le: “a Votar en M izque o a
cenar en los infiernos”.
E l desventurado negro, obedeció al punto el
m andato de su amo, m urm uró entre dientes la
oración de la agonía y lanzándose a la corrien­
te, desapareció para siem pre.
E ntretanto, es fama que el caballero don P e ­
dro de E nríquez se constituyó al día siguiente
en la ciudad y votó para alcaldes ordinarios en
oresencia de sus rivales que le contem plaban de
lejos hum illados y vencidos.
CAPITULO IX
■ .f h ?

F iestas profanas.— La procesión de las c a rro ­


zas.— Torneos, justas, juegos de cañas, lidias de
toros y riñ as de gallos.
La opulencia y la grandeza prim itivas de
• ■ • . fr . -J

M izque se m anifestaban, principalm ente, en el


raro esplendor de sus fiestas y regocijos públi­
cos, que eran m otivados, casi siem pre, ñor las
solem nidades religiosas como el Corpus, la Por-
ciúncula, Cuasimodo, la Concepción y la m uy
ponderada festividad de los Patriarcas.
Con el mismo lujo y boato, celebrábase el
natalicio del soberano, el alum bram iento de los
m iem bros principales de la fam ilia real, y la ju ­
ra y advenim iento del príncipe heredero al tro ­
no de España.
Por de contado la nobleza no quedaba en za­
ga, cuando llegaba el caso de festejar el m atri­
monio de alguna dama de alta pro, o el día de
días de algún am illonado fijodalgo.
C ronistas autorizados como M artínez y V e­
la, Juan Sobrino, el padre Acosta, Juan M edi­
na y don Diego de G uilléstegui, que escribie­
ron largo y m enudo sobre los sucesos de la V i­
lla Im perial, cuentan que allí había fiestas que
costaban m illones de pesos, que el valor de las
joyas y preseas de que estaba adornada una se­
ñora noble en las horas de regocijo, subía, m u­
chas veces, a doce y a catorce mil pesos de a
ocho reales y que la dote que recibían las no­
vias de sus padres, constituía, frecuentem ente,
sobre poco más o menos, un valor de m illón y
medio de pesos, en plata, oro, joyas, Vestidos
y otras especies.
E n com probante, refieren los susodichos
cronistas, que en la coronación de Carlos V se
gastó ocho m illones, en la de Felipe IV cinco
m illones y que una fiesta popular en hom ena­
je a Felipe III, costó seis m illones de pesos;
siendo de notar, que en las exequias del mismo
rey, los gastos ascendieron a ochenta m il pe­
sos.
E n 1579, el corregidor don Juan P ereira
apadrinó el m atrim onio de su hija con un es­
pañol de cam panillas y de sangre azul, otorgán­
dole una carta dotal de dos m illones de pesos.
Poco después, Diego de Caballero, alcalde ordi­
nario de Potosí, presidió la renovación del San­
tísim o Sacram ento exhibiendo, durante la fies­
ta objetos cuyo valor calculábase en cuatro m i­
llones' de pesos.
En 1625, A gustín de Solórzano, en un ban­
quete fenom enal que hubo de organizar con sus
dineros, presentó una pila de plata de m il cua­
trocientos cincuenta y tres marcos de peso, y
de donde se vio salir, por trece horas consecu­
267
tivas, abundante y espumoso vino de España. El
recordado banquete, costó sesenta y seis mil pe-
sos.
El mismo año, o poco antes, don Juan de Za­
rate com pró el cargo de alférez real por cua­
renta mil pesos, y en las solem nidades que con
tal m otivo se verificaron, hubo do erogar trein ­
ta mil pesos más.
E n M izque, las festividades, no tenían, es
verdad, la m agnitud de las que se organizaban
en la y illa Im perial; pero, tam poco carecían de
im portancia y acaso hubieran superado en brillo
a las de Potosí, si la ciudad hubiera contado
con más habitantes. M izque, en los tiem pos de
cu m ayor opulencia, sólo alcanzó a tener veinte
m il almas.
. t ./ V - ; " 1 ' . . .

Uno de los espectáculos más solemnes du­


rante los grandes festivales que se celebraban
en esta últim a población, era, lo qué entonces
se llamaba la.í entrada
•v**■; •
de
.
las«j-.v*carrozas.
i. if

P or la calle principal ingresaban a la plaza


de armas, diez o más galeras lujosam ente ador­
nadas, por dentro y fuera, de blondas de tules
v de tabi, de finísim as telas bordadas de oro. de
M ilán y de herm osos espejos de Venecia- E n
las extrem idades de los cortinajes y colgaduras
que cubrían los costados del carro, m ostrában­
se grandes borlas de oro, cintajos m ulticolores
v obra§ prim orosas de pasam aneríaj Los caba­
llos que arrastraban las g a l e r í a s , hallábanse, a su
vez, adornados de valiosos jaeces de refinado
gusto, y tenían en la frente, vistosos penachos
de plum as y en la cola y en la crin, perlas col­
gadas de hilos de plata-
. D entro de las carrozas, exhibíanse,- de ordi­
nario, cuadros alegóricos representando aconte­
cim ientos notables, paisajes y fenóm enos de la
naturaleza. Frecuentem ente, las cosas im itadas
eran el firm am ento tachonado de estrellas, el glo-
bo terrestre con sus más salientes caracteres, el
mar, una m ontaña coronada de nubes, un río de
agitadas ondas; y cuando se representaba un
bosque o una pradera, el observador creíase tras­
portado a esas tierras m isteriosas y fantásticas
de que nos habla P ierre 'Loti en sus libros m ara­
villosos. A la verdad, por la profusión de flores
y de objetos desconocidos, había allí algo que
recordaba los jardines babilónicos y las rientes
florestas de la A rcadia.
E n torno de aquellos cuadros relam pa­
gueantes, se agitaban caballeros de capa y es­
pada vestidos de gala, form ando un extraño
conjunto, y en el cual no se sabía que adm irar
más, si la riqueza o el gusto artístico- C apri­
chosas com binaciones de colores y de luces, cen­
telleo de cascos y cimeras, espadas y arm adu­
ras reverberantes, destellos irisados y refulgen­
cias de oro y de escarlata, ofuscaban la vista
y atraían a los espectadores.
Cuando apartam os la m irada del medio pro­
saico y m onótono en que se desenvuelve la
vida m oderna, para observar ese m undo deslum ­
brador del pasado, sentim os en el alma, la m is­
ma im presión que cuando contem plam os un cua­
dro de linterna m ágica henchido de resplando­
res.
T ras de las carrozas m archaba una m ultitud
abigarrada, com puesta en su m ayor parte de ma-
ceros; soldados arm ados de m osquetes, arcrbu-
ces, ballestas y alabardas; gentes de librea, pa­
jes y rodeleros. Cerca de esa m uchedum bre ha­
cía tam bién acto de presencia el obrero necesi­
tado que, en tales casos, iba siem pre de m ogo­
llón para recoger las m onedas que resbalaban de
las manos de los caballeros vanidosos-
E n las mism as galeras se hallaban deposita­
dos los prem ios para los personajes que más se
distinguían en el juego de la sortija. Dichos
prem ios, consistían de ordinario, en herm osas
270
m edallas de oro y plata y guirnaldas de flores
artificiales salpicadas de perlas y piedras pre­
ciosas-
E n día distinto tenían lugar los torneos, ju s­
tas y juegos de cañas.
Los torneos eran sim ulacros ecuestres de
combate, en que los unos acreditaban su destre­
za en el ataque, y los otros en la defensa
Les torneadores, tenían grandes varas en
lugar de lanzas, y sostenían con la mano izquier­
da el broquel con que paraban los golpes del
adversario- Confoim ándose rigurosam ente a la
indum entaria de ia época, se presentaban de boi­
nas rojas y vestidos de finísim o brocatel, os­
tentando herm osa arm adura y casco fulgurante,
en cuya cimera, unas veces, y otras en el pecho
del personaje, veíase el escudo de arm as con
las señales heráldicas de la fam ilia a que per­
tenecía el caballero-
A llí, en campo azul, que significa lealtad,
o de gules, que sim boliza la victoria, ostentá­
banse el león m antelado de luenga m elena sím ­
bolo de pujanza, el águila de albo plum aje y de
aceradas garras emblema del poder y el egre-
g'o toro, im agen de la bravura y de la osadía.
A llí mismo, en ese campo blasonado de los
escudos, y en fondo negro, violado, de oro, pla­
ta y sinople, que en heráldica significan respec­
tivam ente, prudencia, devoción, herm osura, pu­
reza y cortesía, estaban tam bién pintados el sol,
la lura, las estrellas, árboles, flores de lis, pa­
lacios, castillos, cruces y sautores de oro, coro­
nas im periales, figuras aladas de toda suerte,
sirenas, grifos, gerifaltes, azores y centauros, con
m otes más o m enos sonoros y sugestivos-
Las justas, abolidas en otras partes, subsis­
tían en M izque por m otivos que no es del caso
exponer. Ellas, como se sabe, eran com bates sin­
gulares a caballo y constituían, atentos les há­
272
bitos guerreros y las aficiones especiales de la
época, uno de los espectáculos más apetecidos
por el pueblo-
Cuando el justado se presentaba en la are­
na, sobre brioso corcel, calada la celada y em­
brazada la adarga, producíase el silencio, y no
parecía sino que la m ultitud que bullía en la ex­
tensa plaza, callaba de propósito para guardar
sus fuerzas y aplaudir después, con m ayor entu­
siasmo, al luchador victorioso.
Colocados los com batientes en el punto más
visible del circo, aguijaban fuertem ente a sus
corceles, levantando en alto sus arm as; crujían
en seguida los aceros, y bien pronto, el más fuer­
te o el más diestro, conseguía dom inar a su ad­
versario, arrancando de la m uchedum bre albo­
rozada, estrepitosos y prolongados aplausos
Contribuía a dar m ayor realce e im portancia
a las diversiones públicas, el juego de cañas,
fiesta ecuestre de origen árabe, que consistía en
un sim ulacro de combate, en que m uchos caba­
lleros de la alta nobleza, form ando grupos de
a diez, arrojaban afiladas cañas sobre los con­
tendientes que, colocados a pocos pasos de dis­
tancia, paraban los golpes con las rodelas que
tenían em brazadas- Ese sim ulacro proprociona-
ba a los jinetes la ocasión de m ostrar su agilidad
y destreza, así en la defensa como en el ataque,
y daba lugar a m ovim ientos pintorescos y giros
caprichosos que constituían el m ayor deleite de
los espectadores
Em pero nada atraía tanto la a te rc ’ón del
pueblo como las lidias de toros, que tom aron
m ucho increm ento desde que Felipe IV , a quien,
no sin razón, se llamaba el rey torero, m ató con
su propia mano, al cornúpedo m ás feroz de sus
tiem pos en la plaza de M adrid, construida por
cu antecesor Felipe III-
273
E n la ciudad de Mizque todo quedaba por
bajo ante el interés que despertaba la taurom a­
quia-
Así se explica que esas aficiones han so­
brevivido a su pasada grandeza- H oy mismo en
las desm edradas fiestas que allí se celebran to­
davía, la presencia de algunos toros, en sus so­
litarias calles, es siem pre la m ejor m anera de
solem nizarlas- Y nótese que los toros de M iz­
que, por su bravura y gallardía, pueden rivali­
zar con los que se crían en las orillas de Jara-
ma y del G uadalquivir.
Los nobles, que eran los únicos a quienes
se perm itía tom ar parte en las corridas, presen­
tábanse a caballo, vestidos de gala y ostentando
joyas y riquezas variadas- Las m onturas esta­
ban recam adas de oro; siendo del mismo m etal
los estribos y las espuelas de los jinetes- Las
herraduras de plata de las bestias, se aseguraban
apenas con uno o dos clavos, para que en el mo­
m ento de la carrera, rodaran por el suelo, des­
prendidas del casco de las caballerías, atrayen­
do a la m ultitud que desalada acudía a apoderar­
se de ellas
Los toreadores usaban de ordinario gregiiez-
cos cortos de terciopelo carmesí, m edias de seda,
borceguíes lujosam ente adornados y ceñidos de
hilos y cintillos de plata, coleto de pieles cu­
bierto de cadenas y alamares, y por encima lim ­
pia y bruñida cota, capa de finísim o paño de
Holanda, som brero de am plias y levantadas alas
y espada toledana al cinto.
V estidos de esa m anera y caballeros scbre
fogosos bridones, hacían suertes a los toros en
grupos o aisladam ente, entregábanse en medio
de la algarada popular, al placer de las carre­
ras vertiginosas, caracoleaban, daban vueltas v
revueltas dentro del circo, y encam inábanse, de
seguida, hacia los balcones y tablados ocupados
por bellísim as y distinguidas damas y trib u ta­
274
ban a éstas, rendidos y etiqueteros, reverencias
y acatam ientos de la más exquisita cortesanía
A las veces, y para hacerlo m ejor, m uchos
toreadores, después de las suertes y carreras
más peligrosas, bajaban de sus cabalgaduras y
con gran prosopopeya, se dirigían tam bién, al
son de panderos y atabales a los tablados y bal­
cones donde estaban las señoras de sus sim pa­
tías, y colocados enfrente de ellas, deshaciánse
en genuflexiones, m iradas suplicantes y conto­
neos que hallaban su m ejor recom pensa en las
sonrisas de las espectadoras. E n el ínterin, pa­
lafreneros y esclavos requerían las cinchas y
lim piaban con grandes plum eros el caparazón
de las m onturas-
Después de éstos, otros caballeros que reem ­
plazaban a los anteriores en las carreras y en las
suertes, radiantes de alegría y con el mismo
denpue y meneo, iban a su vez, a trib u tar reve­
rencias a las damas de sus pensam ientos-
Los andamios, decorados de sargas y tap i­
ces flam encos, recordaban por el sorprendente
derroche de colores y de aúreos reflejos, las
nuestas de sol en el m ar. En la parte superior,
las damas de la alta aristocracia, ostentando
chapines bordados de sirgo y de aljófar, vapo­
roso tocado de perfum adas gasas y velludillos
de España, ocupaban asientos forrados de dam as­
co y adornados de rapacejos de ore-
Más abajo, en les peldaños o escalones que
se construían para la plebe, las in di:s y las m es­
tizas, rivalizaban en lujo con la nobleza, mos­
trando a su vez, alpargatas sem bradas de perlas
y jubones rojos cubiertos de lentejuelas y grue­
sos alfileres de plata-
Las riñas de gallos constituyan, asimismo,
una de las diversiones favoritas y más regala­
das de la sociedad m izqueña
Después de Cuba, sería difícil encontrar un
pueblo donde la afición por ese entretenim ien­
275
to hubiese echado más raíces que en M izque. Y
no era la gente soez y de baja extracción, úni­
camente, la que gustaba del espectáculo, sino
tam bién la alta y em pingorotada clase aristocrá­
tica-
Había nobles que pagaban centenares de pe­
sos per un solo gallo, y otres que ocurrían a lu­
gares lejanos como Salta, Tucum án y Jujuy , pa­
ra obtener los ejem plares más afam ados que allí
existían.
Cruzábanse apuestas por sumas de conside­
ración, y hubo coyuntura en que el M aestro de
Campo Francisco de Pallares, viñero acaudala­
do y presuntuoso, desembolsó diez mil pesos,
Dara sustentar ciertas riñas clam orosas que tu ­
vieron lugar en* las fiestas de Cuasimodo-
El capitán don Juan Meza y Zúñiga gastó
la misma suma en ocasión parecida- Y debe te­
nerse en cuenta que en ninguna fiesta pública
se excitaban, en más alto grado, los sentim ien­
tos de represalia y de desquite- M uchos de los
bandos que ensangrentaron el suelo mizqueño,
más de una vez, tuvieron su origen y principio
en los circos de gallos-
La costum bre a que aludimos, por sus pro­
fundos arraigos y su extraña intensidad, se ha
trasm itido hasta nuestros días, no obstante el
cambio radical operado en los hábitos del pue­
blo de que nos estam os ocupando- H oy mismo
no hay fiestas por pequeña que sea v por poco
oue valga, que no se celebre con riñas de ga­
llos; siendo de advertir, que los em pobrecidos
vecinos que aún quedaban en la ciudad, no cono­
cen un placer más grande que el de rodear a dos
o más gallos que luchan en la plaza o en la en­
crucijada de un camino, y harían cualquier sa­
crificio, por duro que fuese, a trueque de propor­
cionarse ese tan apetecido espectáculo.
E n cuanto a los tiem pos que ya han pasado,
es, realm ente, cosa digna de saberse, que los es­
276 —
pectadores de las riñas se entregaban a ese en­
tretenim iento con un ardor que hoy no existe-
E l circo ocupaba uno de los principales edi­
ficios de la ciudad. Hallábase rodeado de form i­
dable verja de hierro, y se alzaban en torno su­
yo, palcos am ueblados y separados por biombos
de m adera.
En el sitio de preferencia destinado para el
juez de las riñas, había una balanza de plata
en que se pesaban los gallos, perm aneciendo,
durante el acto, un regidor y un alcalde para
garantizar la legalidad de los procedim ientos; y
es de notar que en los casos difíciles, era el cabil­
do quien conocía de las disputas y pleitos origi­
nados por las riñas.
D ispuestas así las cosas, comenzaba la con­
tienda con sus variados y sensacionales inciden­
tes.
Lanzados al circo los gallos, se entregaban
a la lucha con la ferocidad que les es popular.
Con las plum as del cuello levantadas, m irában­
se como si quisieran devorarse con los ojos, agi­
taban sus alas, se pateaban en la cabeza y en los
pies, heríanse con los espolones y el pico, des­
trozándose las carnes y arrancándose plumas
ensangrentadas que flotaban en el aire.
Los contendientes eran saludados por los
gritos de la m uchedum bre que, resonando en el
circo, hinchaban los cortinajes de los palcos.
“V einte duros por el m alatobo” . “C uarenta duros
por el a jise co ”, gritaban los unos y los oíros con
creciente ansiedad.
Siguiendo la lucha, uno de los com batientes
se sentía fatigado y herido de m uerte.
Con las alas caídas, los ojos fuera de su',
órbitas y la cara ensangrentada, apenas podía
defenderse; alargaba el cuello en todas direc­
ciones, picoteaba en el vacío, y como dice un
277
escritor distinguido, “esa ruina, y ese esquelc
to m anando sangre, se defendía todavía, se ba
tía en las tinieblas, sacudía sus alas destrozada?.,
su cuello hecho girones, agitaba su cráneo al
czar, aquí y allá como los perros recién naci
dos”.
En este estado las apuestas se reproducían
y los gritos de burla llenaban el aire. “El ma
latobo es un cobarde. El m alatobo se va, se va".
Esa diversión en su form a ordinaria, y a pe­
sar de su insólita ferocidad, no satisfacía por
com pleto a la nobleza m izqueña, y con tal mo­
tivo se aguzaba el ingenio para aum entar el ho­
rror del espectáculo y com placer al público. No
parecía sino que en los padecim ientos de esos
incansables com batientes, se buscaba nuevos m e­
dios y recursos para hacer más espantosas su
agonía y su m uerte.
Co.i mucha frecuencia, el juez que presidía
las riñas ataba a los espolones de los gallos
con fuertes ligaduras, finísim as navajas para la
contienda. A rm ados de esa m anera, eran arro ja­
dos a la arena y la lucha que seguía de inm e­
diato, tenía caracteres verdaderam ente h o rrip i­
lantes.
Al prim er encuentro, brotaban la sangre, sal­
taban los ojos y caían al suelo fragm entos del
cuerpo de los com batientes. R epetíanse los gol­
pes, y uno de los gallos quedaba exánim e con
la cabeza y las alas separadas y m anando san­
gre por todas partes. E sto no obstante, erguía­
se el vencedor sobre los despojos palpitantes del
vencido, sorbía sus fibras destrozadas, batía el
pico en las carnes abiertas de su víctim a cau­
sando un ruido sem ejante al que produce un ob­
jeto que se agita en el lodo, m ordía y patea­
ba con m ovim ientos de rabia epiléptica y holla­
ba sus restos con indecible crueldad.
P or de contado, las horribles escenas que he­
mos descrito, eran saludadas por los gritos en­
278
tusiastas y el interm inable vocerío de los cir­
cunstantes.
E l gallo, el alado poeta de las noches, el ale­
gre y apacible precursor de la alborada, ese ex­
traño ser cuyo canto es el símbolo de la lus y de
la vida, no se parece, ciertam ente, a ese odioso
luchador de los circos cuya saña es com para­
ble sólo con la ferocidad humana.
CAPITULO X
La fiesta de !a Virgen del R osario.— La g ran
procesión.— Toros y danzas.— Arcos y altares
en la ciudad.— El alférez m ayor.— C om ilonas y
jolgorios.
La festividad de la V irgen del Rosario, m i­
tad religiosa y m itad profana, era una de las
más notables entre las que se celebraban en la
ciudad de Mizque.
A fin de prolongar los regocijos públicos
que con tal m otivo tenía lugar, la im agen de la
V irgen era conducida anticipadam ente a un pa­
raje alejado del pueblo, para llevarla desde allí
hasta la Iglesia M atriz, con la solem nidad que
el caso requería.
De ordinario, la fiesta princip'aba en la vís-
rera del prim er dom ingo de octubre, en Calle-
ias. valiosa heredad en cuva capilla u oratorio
privado, se depositaba la imagen con anticipa­
ción de una semana.
En el ca.nino que conduce de dicha hacien­
da a la ciucad, se form aba enram adas o cober­
tizos, vistosam ente adornados con flores de cei­
ba y de tarco. E n el interior había una masa
cubierta de m anjares y de grandes garrafas de
cristal que contenían alojas, chichas de caca­
huete y otras bebidas refrigerantes.
Rodeaba de cerca a la imagen una concu­
rrencia num erosa que caminaba a pie. Más le­
279
jos y por detrás, m archaba lujosa y brillante
cabalgata de hom bres y m uieres, com puesta de
lo m ejor de la población. E nseguida iban ase­
gurados por fuertes lazos, dos o más toros bra­
vos que divertían a los circunstantes con su ga­
llardía y sus briosas acom etidas.
Cuando la procesión llegaba a una enramada
descansaban todos; se distribuía frutas y bebi­
das entre los concurrentes, corrían los toros, y las
com parsas de danzantes entretenían a la m uche­
dum bre con sus donaires, sus m ovim ientos grotes­
cos y sus giros caprichosos.
Un escritor distinguido que ha descrito de
mano de m aestra la misma festividad de la V ir­
gen del Rosario en Potosí, y cuyas palabras son
aplicables a las extrañas cerem onias de cue nos
estam os ocupando, dice así: “La fiesta del Ro­
sario era curiosísim a. Desde la víspera, reco­
rrían la calle, los bailes e invenciones más gro­
tescas y originales al son de su m úsica especial
y con sus estandartes abigarrados con grifos y
dragones. Form aban en fila delante de la proce­
sión, los grupos de turcos con lujosos turbantes,
los moros, los caballeros de punta en blanco, los
heraldos con dalm áticas v trom petas, los reyes
de arm as con los blasones, el Inca y su séquito
de curacas, caciques, ñustas y sacerdotizas del
Sol, don Juan de A ustria y el manco de Lepan-
to, los chunchos salvajes con plum as, los ccalas
indios con lujosas túnicas y penacho de visto­
sas plum as, los m orenos, negros vestidos con co­
lorines, bailando al son del bombo y las carra­
cas, los ayariches con enorm es plum eros, cajas y
zam poñas y la mar de com parsas con caram illos,
con aspas, con tam bores, con orquestas, danzan­
do, realizando excentricidades y hasta indecen­
cias en medio de un gentío inmenso que sem bra­
ba el suelo de huesos, cáscaras y residuos de lo
que devoraban, andando, bailando y dirigiendo
profundas zalemas a la V irgen”.
280
La ciudad de M izque ofrecía, de su parte, un
herm oso espectáculo al llegar la procesión a sus
puertas. Las calles se veian atestadas de visto­
sos arcos cubiertos de aljofainas doradas, vaji­
lla relam pagueante y utensilios de toda clase. De
los arcos colgaban pelícanos de plata, gasas va­
porosas y cintas m ulticolores. Los pelícanos te ­
nían el vientre hueco, y m ovidos por hilos ocul­
tos, se balanceaban graciosam ente al pasar la
V irgen, arrojando por la boca flores y esencias
arom áticas.
Por la noche la concurrencia se trasladaba
a los altares que se construían con anticipación
de muchos días en las cuatro esquinas de la pla­
za. Dichos altares eran de grandes dim ensiones
y estaban elegantem ente adornados; siendo de
notar que se aguzaba el ingenio hasta lo sumo
y contribuía el vecindario íntegro con todos los
objetos preciosos que poseía, para em bellecer­
los.
Cerca de los altares, había bancos colocados
en orden y form ando algo como una platea de
teatro, para la concurrencia que acudía a la ve­
lada nocturna, en la víspera de la fiesta. S iguien­
do prácticas tradicionales, se solemnizaba la ve­
lada con m ús'ca ruidosa, petardos y cohetes vo­
ladores, se agasajaba grandem ente a los circuns­
tantes, distribuyendo entre ellos m anjares varia­
dos, ponches hum eantes y néctares deliciosos.
E sa diversión duraba de ordinario toda la no­
che.
A la procesión que al día siguiente se efec­
tuaba en la plaza, después de la m isa mayor,
concurrían num erosos danzantes, entre los que
se distinguían los turcos con sus vestidos lujo­
sos y sus turbantes que espejeaban al sol. Por
las tardes y m ientras duraba la fiesta, los m is­
mos turcos y en núm ero crecidísim o, se presen­
taban a caballo en la plaza para tom ar parte en
la corrida de toros. Claro está que en la fiesta
281
del Rosario, así como en las demás, había tam ­
bién ruidosas lidias de toros.
M ientras duraban los regocijos públicos de
que nos estam os ocupando, correspondía el prin­
cipal papel al alférez real o m antenedor de
la fiesta, cuya m isión consistía en dar lustre y
esplendor a las diversiones del pueblo. Se lla­
maba alférez real, porque presidía las ceremo­
nias profanas y religiosas con la enseña en la
mano a sem ejanza de aquel funcionario de la Co­
rona, que con el mismo nombre, llevaba antigua­
m ente el pendón del rey en las batallas o movi­
m ientos m ilitares a que el soberano concurría.
El nom bram iento de alférez m ayor lo expendían
el Cabildo, el C orregidor y las Comunidades
Religiosas.
El cargo de alférez, era tenido en mucha es­
tim a y costaba, al que lo ejercía, gruesas sumas
de dinero. E ra de tanta im portancia dicho cargo,
que a la m uerte de Pedro Anselm o de la Rueda,
A lférez M ayor de Fotosí, se disputaron esas fun­
ciones el Regidor B altázar de O rdóñez y el A l­
calde de casa y Corte Santiago V illarroel, te r­
m inando la contienda con, la victim ación de los
dos rivales y la m uerte de 57 personas, en la lucha
encarnizada que se prom ovió con tal motivo.
La bandera de alférez real, era la im itación
exacta del estandarte de Pizarro, que en aque­
llos tiem pos existía en Lima.
Dicha bandera tenía en un lado las arm as de
Carlos V, y en el otro, estaba pintado el após­
tol Santiago, caballero sobre blanco bridón, con
la visera calada, el casco ataviado de airosas plu­
mas v la espada relam pagueante en la mano. La
im aginación guerrera de nuestros antepasados,
hizo del apóstol Santiago algo como un general
de estos días, cubierto de arreos m ilitares, en­
torchados y oropeles.
E n edades m uy rem otas, existió en Mizque,
como en otras poblaciones am ericanas, la origi­
282
nal costum bre de que el alférez penetraba al tem ­
plo a caballo en ocasiones solemnes, se detenía
cerca del altar m ayor y para no dar la espalda
al Santísim o que solía estar expuesto, hacía ce­
jar al soberbio y poderoso alazán que montaba,
hasta las puertas del tem plo, operación que re­
quería m ucha habilidad y costaba al jinete gran­
de esfuerzo. La recordada costum bre se abolió
después y el alférez real concretábase a hacer
flotar al viento su enorm e pendón, en las ca­
lles y a las puertas de la iglesia principal, con
gran satisfacción de los circunstantes.
La singular usanza a que nos referim os, ha
durado hasta hace poco en M izque, con la ún i­
ca diferencia de que el abanderado era cono­
cido por el pueblo, ya no con el nom bre de al­
férez, sino, de capitán.
Pasadas las cerem onias religiosas y todos
los días de la fiesta, el alférez presentaba en
su casa mesa franca y opípara, capaz de satis­
facer los deseos de los más exigentes, y como
la comida obsequiada siem pre sabe m ucho m e­
jor que la que se compra, es inútil decir que
no se dejaba esperar la aristocracia, y acudía
tam bién la gentualla, por ser esa la única oca­
sión en que ésta comía a m anteles.
La mesa llamábase de once, sin duda por
la hora en que principiaba la comida, aunque un
exim io y m uy conocido tradicionista del Rímac,
don Ricardo Palm a, asegura que se denom ina­
ba así por las once letras de que consta la pa­
labra aguardiente, y porque este licor era el
que más se escanciaba en los antiguos banque­
tes.
E n la mesa se m ostraban en blancas y lím ­
pidas botellas, la rubia m istela, los vinos gene­
rosos del país, alojas de diferentes colores, y
aguardiantes y anisados de m uchas clases. A bun­
daban los deliciosos pescados, sobresaliendo en­
283
tre éstos los sábalos, los surubís, los bagres o
dorados cuya reputación aun no ha m uerto.
Al lado de los pescados y rivalizando con
ellos, surgían sobre relucientes platos, colosa­
les jam ones, torreznos asados, pavos y perdi­
ces en adobo y otras carnes apetitosas salpica­
das de especias arom áticas.
E ra m ayor la variedad de m anjares y dulces
que en aquellas ocasiones se ofrecía al público.
H abía pasas de M álaga, alfeñiques de m il for­
mas, cotufas y m erm eladas, hojuelas saturadas
de vainilla y de ajonjolí, alfajores, m erengues
y piñonates, pasteles de artísticos repulgos, ma-
l'eretes, tortas hojaldradas y otras gollerías ex­
quisitas y opíparas.
La profusión de frutas era verdaderam ente
asombrosa, y esto no debe extrañar a nadie, por­
que, hoy mismo, sería difícil encontrar en otras
partes frutas más sabrosas y gratas al paladar
que las que se producen en M izque. Estaban
a disposición de los convidados las perfum adas
sandías, las agridulces chirim oyas, los plátanos,
las sabrosísim as paltas o aguacates, las naran­
jas y los higos del país, com parables sólo con
los afamados higos de M ontilla y Priego en E s­
paña. Para expresarlo todo, de una vez, aque­
llas com idas sabían a gloria, como diría don
Juan Valera.

CAPITULO XI
El carn aval y sus grotescas solem nidades.— La
e n tra d a del dom ingo.— D iversiones cam pestres y
carreras a caballo.— Las alcancías.
Q uedaría incom pleta esta parte de nues­
tro trabajo, si. no m anifestáram os que eran tam ­
bién m uy notables las ruidosas solem nidades del
carnaval.
284
Dichas fiestas, que, según un cronista an­
tiguo más son para calladas que para referidas,
se distinguían por su carácter borrascoso, y di­
ferían, por cierto, de un modo radical, de las
que anteriorm ente hemos descrito y en las que
nunca faltaban el buen tono y el am aneram iento
aristocráticos.
Las expresadas fiestas comenzaban el jue­
ves de com adres con extraña y desbordante ale­
gría. M enudeaban las visitas y los obsequios, y
las chanzas y juegos de todo género se sucedían
sin interrupción durante ese día. Unas veces eran
grupos alegres que se introducían al am anecer,
en las casas, con flores y chisguetes, y obliga­
ban a sus m oradores a salir más que de prisa, y
otras una criada o unos sirvientes conductores
de algún obsequio, a quienes se ataba fuertem en­
te en un sillón y se les trasladaba a su casa al
son de una m úsica im provisada.
E l dom ingo por la tarde tenía lugar la en­
trada para la que se preparaban actores y m iro­
nes, con anticipación de ocho días, por lo menos.
Los grupos que tom aban parte en ella, se reu­
nían en la plaza del H ospital de Santa Bárbara,
para revestirse y concertarse convenientem ente.
Nada era, por cierto, más original que esa
m ascarada organizada bajo la influencia de la
más desenfrenada locura. Hom bres vestidos de
m ujer y m ujeres disfrazadas de hombre, caras
cubiertas de polvos y pintadas de azul y am ari­
llo, cabezas de zorro, de elefante y de jabalí, na­
rices piram idales y brazos enormes, gigantes y
enanos que arrojaban culebras y sapos a la con­
currencia, rostros airados y am enazadores y otros
en que retozaban la carcajada y la burla; todos
gesticulando y danzando al son de una m úsica
alegre y juguetona; he ahí el conjunto de esa
m ascarada grotesca que hoy sería, ciertam ente,
insoporlab le; pero que en aquellos tiem pos cons­
285
titu ía el encanto y el más sabroso entreteni­
m iento de las m uchedum bres.
Ai día siguiente el carnaval tom aba un ca­
rácter distinto. La ciudad quedaba escueta, y
sus habitantes, form ando alegres y bulliciosas
caravanas, a pie y a caballo, se dirigían a los
campos, in vad an los sembrados, recorrían los
senderos más estreches reuniendo flores y fru ­
tos de toda clase. Unos poníanse a la cabezi
grandes cáscaras de sandía, a guisa de som bre­
ro y otros ensartaban en la extrem idad da un
calo largo, una cuajada asada con flecos de cin­
tas para que les sirviera de bandera en las ca­
rreras del día m artes.
Los m estizos y los indios que rivalizaban en
entusiasm o con los blancos, hacían lo propio, con
1? única diferencia de que sus excursiones cam­
pestres, se verificaban siem pre al son de flau­
tas y tam boriles que resonaban alegrem ente en
todos los ám bitos del valle.
El m artes volvían a la ciudad y era de prác­
tica organizar carreras ecuestres, en las que to­
maban parte m ujeres y hom bres; siendo de ad­
vertir que aquellas obtenían la victoria con fre­
cuencia en oposición con los varones.
M ientras que las carreras se verificaban, los
que no podían intervenir en ellas, form ando m es­
nadas pintorescas, recorrían las calles danzan­
do y arrojando a las personas que encontraban
en su camino, grajeas y cascarones repletos d o
aguas arom áticas. Esos mismos grupos se in tro­
ducían tam bién a las casas cantando coplas pi­
carescas, y obligando a salir de sus habitaciones
a las personas que aún perm anecían indiferen­
tes.
Esas costum bres estaban tan arraigadas en
el pueblo que, hoy mismo, el carnaval de M izque
conserva todavía cierto carácter arcaico que lo
diferencia del que se celebra en otras partes.
286
E l día m artes había, además, alcancías, jue­
go ecuestre que consistía en que los jinetes, du­
rante la carrera, se arrojaban con bolas de ba­
rro seco o cocido que contenían flores y perfu­
mes.
E n los días del carnaval, la em briaguez sen­
taba sus reales en el pueblo, llegando al espar­
cim iento erótico y su últim o grado y se suce­
dían las orgías clam orosas y los excesos y es­
cándalos de todo género.

CAPITULO XII
F iestas religiosas.— Las solem nidades de la C ua­
resm a.— C erem onias del Dom ingo de Ram os.—
La procesión del V iernes Santo.
A las fiestas profanas, seguían las solem ni­
dades religiosas, y casi siem pre éstas eran m o­
tivadas por aquéllas, como si los espíritus tra ­
bajados por el placer, buscaran en el recogim ien­
to la reparación de las faltas com etidas.
Probado está que en las pasadas edades, los
hom bres eran más susceptibles de arrepentim ien­
to y el crim en no tenía el carácter obstinado que
hoy le distingue. Si nuestros padres volviesen
a la vida, no podrían explicar ciertam ente, la
extraña persistencia del delito en los tiem pos
que alcanzam os y apartarían la vista horroriza­
dos de esas sociedades organizadas para el ase­
sinato al por m ayor y alejadas por siem pre de
los caminos de la rehabilitación.
Un acontecim iento triste de cualquier gé­
nero, una peste, una sequía prolongada, la apa­
rición de un cometa, la m uerte del rey etc , se
consideraban como un llam am iento a la oración
y al reposo profundo. G entes de todo sexo y
edad, ceñíanse el cuerpo con cilicios de hierro,
v se cubrían la cabeza y la frente de ceniza en
287
señal de dolor y acudían presurosas a los tem ­
plos.
E l caballero guardaba de buen grado la es­
pada y el broquel de los torneos, y la dama de
alto coturno arrojaba lejos la caperuza roja que
cubría su rostro en los orgías de carraval y la
púrpurea escofieta con que concurría a las ju s­
tas, para reem plazarlas con el escuro m antón
de la penitencia.
E ntre aquellas fiestas, las más notables eran
las de la semana santa, y no había una sola per­
sona que dejara de contribuir con algo para so-
nia a Jerusalén.
Los tem plos relucían por su lim pieza y atil­
dadura, y sus aljofifadas paredes cubríanse de
cuadros m ísticos procedentes de Roma y do res­
plandecientes espejos de Venecia.
En el pavim ento de los altares había barras
de plata y por encima de éstas valiosas alca­
tifas de F ersia y del Cairo, im pregnadas de
benjuí y de otras esencias arom áticas. Las an­
das, lám paras y blandones, eran tam bién de pla­
ta. E n los pebeteros de finísim a porcelana del
Tapón, se quemaba m irra, algalia y ámbar de
Arabia.
L a lim pieza general, los aljofarados orna­
m entos, el lujo extraordinario de los altares, la
grandeza hierática del conjunto y todo, corres­
pondía a la m agnitud de dichas solem nidades.
E stas comenzaban con las escenas conmo­
vedoras del Dom ingo de Ramos, que represen­
taban con fidelidad el viaje de C risto de Beta-
nia a Jerusalén.
Desde la víspera era trasladado al lugar don­
de principiaba la procesión, el pollino blanco que
debía conducir la im agen del Salvador hasta las
puertas del tem plo. Ese dichoso pollino, esco­
cido entre los más herm osos de su raza, v'.vía
288
siem pre separado de sus congéneres y se le guar­
daba y alim entaba con el más exquisito cuida­
do.
Las calles por donde debía pasar la ima­
gen de Cristo, se poblaban de arcos cubiertos
de flores y frutos silvestres, y de los balcones
colgaban lujosos cortinajes de tisú y terciopelo
de seda.
La naturaleza, de su parte, parecía asociar­
se al entusiasm o de los hom bres para celebrar
tan fausto acontecim iento.
A quella fiesta tenía lugar a fines de m arzo
o en uno de los prim eros días de abril, en esa
época del año en que los campos se engalanan
grandem ente y m uestran las señales de la m a­
durez y de la opulencia. V erdeaban las serra­
nías y las llanuras próxim as, y los naranjos cua­
jados de frutos y de azahares, inclinaban sus ce­
pas sobre el sendero que debía recorrer la pro­
cesión.
E l pollino resplandecía por la pedrería y los
objetos brillantes con que estaba adornado. L le­
vaba gualdrapa de seda y pretal cuajados de
cintajos y lentejuelas.
La im agen del Salvador tenía la cabeza y los
pies descubiertos, y por encima del m anto que
cubría su cuerpo, levantaba el brazo para ben­
decir a la m ultitud que se arrem olinaba en to r­
no suyo y de la cual surgía, potente y conmove­
dor, ese mismo grito con que el R edentor del
M undo fue saludado por los habitantes de Jeru-
salén: “B endito el rey de Israel que viene en
nombre del Señor”.
E ntre aquellas solem nidades ninguna atraía
en más alto grado el interés del pueblo, que la
grandiosa escena de la crucifixión del Salvador
que se representaba, m aterialm ente, con sus más
requeños porm enores.
290
V erdugos de cara siniestra y m irada torva,
escogidos entre los hom bres de m ayor estatu­
ra y de fisonom ía más repelente, levantaban en
alto el sagrado cuerpo de Cristo y lo clavaban
en la cruz.
Esos desventurados quedaban bien señalados
por el pueblo. Su presencia causaba horror don­
dequiera que se hallasen, y, por de contado, no
faltaban viejas gazmoñas que al encontrarlos en
la calle se cubrían el rostro santiguándose m u­
chas veces.
Cuando el golpe del m artillo resonaba en el
sacro recinto, la m ultitud prorrum pía en gritos
y lam entos desgarradores, y sucedía, m uchas ve­
ces, que poseído algún creyente de santa indig­
nación por los padecim ientos del R edentor, des­
cargaba sendas bofetadas sobre la cara de los
verdugos, en medio de im properios que no son
para dichos.
M ientras esto acontecía, un sacerdote de pie
en el pulpito y en actitud trágica, explicaba
punto por punto a los oyentes la significación de
aquella escena pavorosa.
— M irad, les decía, cómo ese Dios que ago­
niza en la cruz y deja caer sobre el pecho su
rostro ensangrentado y lloroso, pudiendo des­
tru ir a sus enem igos con un estallido de su di­
vina cólera, acepta el sacrificio, m anso y hum il­
de como un cordero, para redim ir a la hum ani­
dad pecadora.
E xtendiendo los brazos sobre el auditorio,
y dejando caer las m angas de su sobrepelliz que
flotaban como alas blancas, proseguía el orador.
—La m uerte de ese Dios, puro como el aro­
ma de las flores y de alma blanca como la nie­
ve de las altas cimas, es la obra del pecado. M u­
rió una vez para redim ir a los hom bres y hoy
le crucificáis nuevam ente con vuestras iniquida­
des.
291
A nte esas palabras los circunstantes, hun­
dían sus frentes en el polvo y prorrum pían en
abundoso llanto.
Em pinándose sobre la punta de los pies, y
dando a su voz inflexiones cada vez más am e­
nazadoras, continuaba el predicador:
—A rrepentios, herm anos míos, si queréis
salvar de las penas eternas. A provechad de es­
te mom ento solemne en que el C risto Redentor
os extiende las manos para perdonaros. No ha­
brá m isericordia ciertam ente cuando para voso­
tros se abra el infierno con sus lagos de plo­
mo derretido y sus antros enrojecidos y tene­
brosos.
Prom esas de arrepentim iento y nuevo y vio­
lento estallido de sollozos y de gritos m oribun­
dos interrum pían al orador. P or todas partes, se
escuchaba golpes de pecho, y no faltaba alguien
que cayendo desde lo alto de su asiento, presa
del vértigo, aum entaba la confusión y el clamor
general.
A no dudar, la gran fuerza del cristianis­
mo está en el carácter lúgubre de ese dram a sin­
gular del Calvario, que tiene la virtud de atraer
sobre su divino protagonista las sim patías de
todos les hombres. Si Cristo, en lugar de mo­
rir de esa suerte, hubiera surgido soberbio y
victorioso por encima de sus enem igos destrui­
dos, su causa hubiera palidecido a los ojos de la
hum anidad.
A las escenas que hemos relatado seguía el
descendim iento. A lgunos hom bres vestidos de
blancas tunicelas, y a quienes el pueblo llamaba
los piadosos, desclavaban de la cruz el cuerpo
del R edentor y le conducían a un altar lejano,
para depositarlo a los pies de la V irgen, en cu­
yo rostro estaban pintadas a una la am argura y
la desesperación del alma y no parecía sino que
aquella escultura inanim ada y fría, palpitaba,
292
en esos m om entos, con el intenso dolor de las
m adres congregadas allí. Dicho acto solía estar
acom pañado siem pre de quejidos, sollozos en­
trecortados y gritos m oribundos.
Inm ediatam ente, se trasladaba el cuerpo de
C risto al sepulcro que le esperaba en medio tem ­
plo, y comenzaba la procesión, justam ente en el
instante en que el sonido estridente de la ca­
rraca, hacía saber a los fieles que había llegado
la hora solemne de la m edia noche.
P rincipiaba el largo desfile a las puertas del
tem plo. Iban en prim er térm ino, las com unida­
des religiosas y las cofradías del Señor de B ur­
gas, del Santo C risto de la Columna, de la V ir­
gen de C andelaria y de las benditas ánimas del
P urgatorio. E sta últim a era la más num erosa y
la que gozaba de m ayores privilegios en la ciu­
dad.
Veíase, en seguida, la gran tarasca, que, en­
roscada sobre negras andas, era conducida por
cuatro hom bres robustos. La tarasca, en las pro­
cesiones religiosas, significaba el genio del mal
dom inado por el poder ilim itado de Cristo.
Juntam ente con la tarasca, caminaba un
enorm e cóndor con las alas abiertas, y perseguía
a los niños que osaban aproxim ársele. El cón­
dor era de cartón, y dentro de su cuerpo hue­
co, se introducía un hom bre y le imprimía opor­
tunos y estudiados m ovim ientos.
A llí estaba tam bién el caballo del Corpus,
como entonces se le llamaba, ya no en la actitud
en que solía exhibirse en la gran procesión con
que la igles’a celebraba la presencia de Dios en
la E ucaristía, sino cabizbajo y triste, con enjal­
ma oscura, y negros crespones en la cabeza.
Form aban ra rte del mismo grupo, gigantes que
se em pinaban sobre enorm es zancos de m aguey;
endriagos y enanos que, con sus contorsiones y
293
extraños visajes, divertían a la m uchedum bre
que se arrem olinaba en torno de ellos.
M archaban después con sogas de esparto al
cuello, hachas encendidas en la mano y paso len­
to, los disciplinantes. E ntre éstos había m uje­
res descalzas, de flotantes y desgreñadas cabe­
lleras, niños desnudos que conducían pequeñas
cruces sebre los hombros, y finalm ente, hom ­
bres viejos y jóvenes cubiertos de ceniza, con
grandes cruces de m adera en las espaldas, co­
ronas de espinas en la cabeza y cilicios de hie­
rro de aceradas púas que les desgarraban las
carnes.
Cuando la carraca anunciaba el descanso y
cesaba el sordo rum or de las pisadas, escuchá­
base el chasquido del látigo sobre la piel desnu­
da y se veía correr hasta el suelo la sangre que
manaba de las profundas heridas. Ayes y sollo­
zos com prim idos llegaban a los oídos de los fie­
les, y los disciplinantes, apretaban voluntaria­
m ente los cilicios y las coronas de espinas so­
bre las carnes abiertas, para que la sangre co­
rriese más abundante por sus lacerados cuer­
pos.
T ras el grupo de penitentes iba el sepulcro
de Cristo, escoltado por num erosa guardia de
arcabuceros y alum brado por luces vacilantes y
tem blorosas.
Los cirios que alum braban el sepulcro con
resplandores m ortecinos e interm itentes, pare­
cían luciérnagas que volaban en la oscuridad de
la noche.
D esfilaban en seguida, plañideras cuyos la­
m entos y gritos desgarradores aum entaban el
horror de esa hora triste. Una m úsica caverno­
sa y m oribunda y que parecía salir de las entra­
ñas de la tierra, dejaba escuchar tam bién ju n ­
to el sepulcro, sus fúnebres y quejum brosas no­
tas.
29*
E n cada una de las encrucijadas de las ca­
lles, se detenía por un m om ento la procesión.
Los sacerdotes que rodeaban el sepulcro ento­
naban en voz baja y nasal, el canto de Jerem ías
y el oficio de difuntos y decían responsos, como
se acostum bra en todas las inhumaciones.
Cuando la procesión llegaba a las puertas de
una iglesia, se adelantaba el sepulcro hasta tras­
poner los um brales, quedando fuera la concu­
rrencia que aprovechaba de aquellos instantes
para descansar de las fatigas del largo viaje, y
dedicarse a ejercicios que nada tenían de reli­
giosos.
Los niños y las m ujeres, acudían a los pues­
tos de venta alum brados por débiles farolillos
y casi perdidos en la penum bra, y allí, con gran­
de deleite, mascaban gajorros y destripaban ca­
cahuetes. M ientras tanto los varones, con las
cabezas cubiertas de grandes pañuelos blancos,
se escurrían cautelosam ente por las puertas en­
treabiertas de las botillerías próxim as y se echa­
ban al coleto sendos tragos de ajenjo y de m is­
tela.
E n aquellas ocasiones no faltaba, por cier­
to, alguna quintañona de mala lengua y con ribe­
tes de bruja que acurrucada en el hueco de una
puerta, m ordía a su sabor a las personas que po­
día reconocer en m edio de la m uchedum bre.
Después de todo, volvía a resonar el lúgu­
bre clamor de las lam entaciones. Un estrem e­
cim iento de terro r helaba la sangre en las ve­
nas y la procesión proseguía pausadam ente su
m archa perdiéndose otra vez en las sombras de
la profunda noche.
La procesión organizada así, recorría las
calles principales de la ciudad, visitaba las igle­
sias y los conventos y volvía al punto de par­
tida, ya cuando la purísim a luz del alba teñía
295
de oro y de púrpura las fantásticas lejanías del
oriente.

CAPITULO X III

H istoria tradicional de doña Inés de T aboada

E n esos m em orables tiem pos de ruidosas


fiestas y de devoción sin lím ites, vivió en M iz­
que doña Inés de Taboada cuya singular histo­
ria la relatarem os en seguida.
E ra doña Inés, una aristocrática y garrida
moza, que, allá, en las postrim erías del siglo
X V II, trizaba en los 25 años, y se sabe que na­
die en la orgullosa ciudad de don Francisco de
A lfaro, se le igualó en herm osura. Su carita son­
rosada era algo como una bendición, y su talle
gentil y donairoso tenía de palma en prim avera.
Am én de su belleza, poseía doña Inés por
juro de heredad, valiosas tierras que le produ­
cían veinte mil pesos al año.
La fama de sus encantos y de sus riquezas se
había extendido, por lo menos, a ciento leguas a
la redonda, y no es extraño, por tanto, que de
cerca, y de lejos acudiesen a verla pretendientes,
entre los que había m uchos caballeros de chapa
y de bigote al ojo
E ntre ellos, eian tres los que más la reque­
rían de amores. A sediaban a todas horas a la
joven con inusitado empeño y por las noches,
apenas resonaba el toque de la queda en los con­
ventos, se organizaban grandes serenatas a las
puertas de la casa que ella habitaba. A rpas y
violas gem ían en el silencio de la noche y salte­
rios y laudes, acom pañados de ayes y suspiros
que salían de pechos profundam ente apasiona­
dos, herían el aire con sus notas quejum brosas.
296
A pesar de todo, doña Inés, se m ostraba des­
deñosa como la que más, y no habían llegado
ep verdad, el caso de que dirigiera una sola m i­
rada a ninguna de sus favorecedores devotos.
E ntre tanto, las m úsicas nocturnas y los rui­
dos extraños que se producían en el barrio, alar­
m aron a sus habitantes, y principió la m urm ura­
ción que es m uy explicable en tales casos.
Dos fenom enales jam onas que vivían en el
mismo barrio y que se sentían acongojadas no
tanto por la incom odidad como por la envidia
de que estaban poseídas, com enzaron a dar rien­
da suelta a sus lenguas viperinas.
— No se puede vivir, decía doña Juanita, en
este m aldito lugar que se ha convertido en mo­
rada del mismo Satanás y de sus huestes in fer­
nales. M úsicas por acá y suspiros por allá. No
parece sino que los taram banas que hacen es­
to, se hubieran propuesto m atarm e lentam en­
te, robándom e el sueño que es el m ayor bene­
ficio que Dios ha otorgado a la hum anidad. Re­
pito que no se puede soportar lo que pasa. Lo
sabrá el señor corregidor y lo sabrá la señora
alcaldesa, y si ellos no ponen rem edio al daño
abandonaré el barrio y en su caso la ciudad. E m ­
pero, ya pronto se averiguará quien es la causa
de este infernal alboroto -••
— Quien ha de ser, bufaba doña Pancha, jam o­
na más entrada en días que la anterior y fea
como un escuerzo, quien ha de ser, repetía, si­
no la m uy casquivana de la Inés, que con su ca­
rita de amapola del campo y sus repulgos de
hojuela de vanidad, está alborotando a esos pa­
panatas, que andan de zoca en colodra, haciendo
el am or a unas y a otras y que tan pronto se
encuentran aquí como allá. E stá visto que en los
abom inables tiem pos que alcanzamos, todo se
encuentra torcido y enrevesado. A hora son las
m ujeres que solicitan a los hom bres, y no éstos
a aquéllas como debe de ser. Cuando yo era jo-
298
ven, bien escarm entados quedaban los audaces
que osaban suspirar al pie de m is ventanas, pues
en m enos que canta un gallo, tenían el agua en
las narices y se iban para no volver más. E m pe­
ro, quien tiene la culpa es la taram bana de la
Inés que anda alborotando el cotarro para mi
mal. T endré paciencia, sin embargo, y ya se sa­
brá después, si le valen las pomadas y m enjur-
ges con que se adoba el rostro. Que siga por ese
camino y pronto la veré más pálida y flaca que
un cirio pascual.
Después de todo, continuaban las músicas
nocturnas, y las jam onas seguían poniendo len­
gua en doña Inés y m urm urando a más y m e­
jor. Sea que ésta alcanzara a saber por fin, lo
que de ella se decía, o que estuviese cansada de
sus em palagosos adoradores, es el caso, que para
librarse de ellos, ideó un ingeniosísim o expe­
diente y puso por obra su plan, con adm irable
serenidad de espíritu.
De repente y con gran sorpresa de los am ar­
telados mancebos, doña Inés cambió por com­
pleto. De zahareña y adusta que era, tornóse ri­
sueña en dem asía y dirigió a los que suspiraban
r>or ella, enloquecedoras y afectuosas m iradas.
No tardaron, por cierto, los enam orados en bus­
carla, y tal era la prisa que se dieron que ha­
brían entrado ñor las ventanas, si no encuentran
abierta la puerta principal de la casa.
Doña Inés, habló separadam ente con cada
uno de ellos, cuidándose de que unos no se
apercibieran de lo que decía a los otros.
E xpresó al prim ero, que antes de dar su
mano quería tener seguridad de la adhesión que
r.e le m anifestaba, y le exigió, por tanto, que
hiciera un sacrificio, duro, en verdad, pero ne­
cesario, para que en lo sucesivo pudiera vivir
convencida de su cariño. D íjole, en seguida, que
a media noche, fuera a la iglesia M atriz de la
ciudad y perm aneciera recostado, y en actitud
299
de m uerto, durante dos horas, en el féretro don
de solían colocar los cadáveres un día antes de
sepultarlos.
Cuando se presentó el segundo, le m anifes­
tó lo mismo que al prim ero, en cuanto a la ne­
cesidad del sacrificio, y le impuso que en la
noche indicada, se constituyera, media hora des­
pués de las doce, vestido de diablo, en la capi­
lla de las benditas almas del purgatorio, que es
donde se depositaba a los m uertos, y perm ane­
ciera tam bién dos horas.
Finalm ente, le dijo al tercero, que peco des­
pués de la m edia noche, fuera a velar al m uerto
en la capilla indicada.
Es inútil expresar que los tres aceptaron la
im posición con m arcadas m uestras de regocijo.
Llegada la hora señalada, el prim ero de los
citados personajes, penetró a la capilla. E l as­
pecto que éste tenía, era capaz de infundir pa­
vor al hom bre más despreocupado y animoso. E m ­
blemas m ortuorios cubrían las paredes. A nge­
les vestidos de negro y con las grandes alas
abiertas, como si quisieran volar, adornaban los
altares. Con todo, nuestro personaje, supo do­
m inar por el m om ento el miedo de que estaba
poseído, y se apoyó al féretro que, felizm ente,
se hallaba vacío. Púsose un sudario que allí en­
contró; recostóse después cautelosam ente den­
tro del m ortuorio carrom ato, cruzó las manos
sobre el pecho y cerró los ojos, en seguida, im '-
tando la actitud dolorosa y resignada de los
m uertos. Dos buhos pintados en la cubierta del
féretro y que al desventurado le parecían vi­
vos le m iraban fijam ente con sus hundidos ojos
preñados de tristeza.
E ra tan absoluto el silencio que reinaba en
la capilla, que se hubiera podido escuchar el vue­
lo de las moscas. Sólo de vez en cuando se de­
jaba oir el chisporroteo de un cirio, que con su
300
luz pálida y m oribunda alum braba a m edias aquel
lúgubre recinto.
De repente, se oyó el crujido de una puerta
acom pañado de lejano rum or de pasos. E l des­
graciado cerró fuertem ente los ojos; pero un se­
gundo ruido m ucho más fuerte que el anterior,
le obligó a abrirlos de un modo desm esurado y
‘cosa estupenda’ vio en su presencia el demo­
nio, que agitaba su luenga cola de fuego y sus
inm ensas y negras alas de m urciélago.
A nte esa horrible visión, el que hacía de
m uerto ya no pudo contenerse por más tiempo,
se incorporó de súbito sobre su fúnebre lecho,
desgarró bruscam ente el sudario que cubría su
cuerpo y huyó despavorido con dirección a la
puerta.
E ntretanto, el diablo que creía a pie jun-
tillas que el m uerto había resucitado, huyó tam ­
bién en la misma dirección.
E n cuanto al individuo que había ido a velar
al m uerto, se sabe que fue el prim ero que con­
siguió franquear la puerta, corriendo desespera­
dam ente como los otros; siendo de notar que el
m uerto huía por miedo al demonio, éste por m ie­
do al m uerto y el tercero por miedo a los dos.
M ientras que los tres personajes echaban
los bofes, corriendo cada uno por su camino,
desde el balcón de una casa situada a poca dis­
tancia del tem plo, una herm osa dama, arrebuja­
da en su am plio m antón de invierno, contem pla­
ba con risa diabólica la original aventura.
Desde entonces, cesaron las m úsicas noctur­
nas, las jam onas del barrio dejaron de agitar
sus lenguas de víbora, y lo que es m ejor, pudo
ya dorm ir en paz la bellísim a doña Inés.
CAPITULO XIV
La guerra d e em ancipación en M izque.— L on
m ontoneros y sus caudillos principales.
A los tiem pos de que anteriorm ente hemos
hablado se siguieron otros, de distinto carácter ,
y en que los sucesos, tom ando especial fisono­
mía, se ajustarían bien pronto, al espíritu nue­
vo, que ya comenzaba a palpitar fuertem ente en
las sociedades para producir en breve hondos y
form idables estallidos.
Es el caso que la idea y el sentim iento de in­
dependencia, agitaban ya los cerebros y los co­
razones, em pujando invenciblem ente a los hom ­
bres a la realización de nuevos y m ás altos des­
tinos.
Había llegado, sin duda alguna, la época de
los grandes hechos históricos y no es extraño
que el territo rio del A lto Perú, se convirtiera,
poco después, en inm enso campo de batalla.
Como es de suponer, durante la lucha, los
acontecim ientos tom aron carácter más intenso
en las poblaciones, que comósMizque, tenían nu­
m erosos habitantes y grande» elem entos de ri­
queza.
Es pues evidente, que el extenso territo rio
de la Subdelegación de M izque, sirvió de teatro
a una guerra duradera, cuyos detalles, por des­
gracia, perm anecen todavía desconocidos.
Los insurrectos del A lto Perú, obraban inde­
pendientem ente en ciertas localidades, y consi­
guieron, m erced a sus exclusivos esfuerzos, al­
canzar una organización capaz de conducir a re­
sultados satisfactorios, dentro de la circunscrip*-
ción territo rial en que actuaban.
En aquellos tiem pos, llam ados con sobrada
razón heroicos, no se concibe que los indepen-
302
dientes, sin recursos conocidos para la lucha,
sin caudillos prestigiosos en su m ayor parte, se­
parados por largas distancias y por las barreras
infranqueables que la naturaleza opone a la ac­
tividad humana, pudiesen obrar de consuno en el
vasto territo rio alto-peruano y dar cursos de pla­
nes estratégicos extensos y m editados. Su ac­
ción, por fuerza, tenía que encerrarse en redu­
cido teatro, sin que por eso fuera m enos eficaz
y provechosa para el fin que se perseguía.
“Cada valle, cada m ontaña, cada desfiladero,
cada aldea, dice M itre, el renom brado y glorio­
so autor de la H istoria de Belgrano, es una re-
publiqueta, un centro local de insurrección, que
tiene su jefe independiente, su bandera y sus
term opilas vecinales y cuyos esfuerzos aislados
convergen, sin embargo, hacia un resultado ge­
neral que se produce sin el acuerdo previo de
las partes”.
Esas republiquetas organizadas para la gue­
rra y sostenidas por un heroísm o sin lím ites, eran
en el centro del A lto Perú, según el escritor bo­
liviano don Julio L. Jaim es, Ayopaya, Chayan-
ta y M izque.
Al iniciarse la revolución, la clase indíge­
na de Mizque, tem ible por su núm ero y por su au-
dac;a, cayó como una avalancha, sobre el herm o­
so valle poblado de viñedos y de herm osas al­
querías, y dio comienzo a su obra de destruc­
ción y de exterm inio. Los sem brados y planta­
ciones, hubieron de ser destruidos en su to tali­
dad, y sus propietarios, casi todos españoles,
viéronss obligados a em igrar para salvar la vida.
La guerra, en su origen, tuvo en aquel país
rna fisonom ía singular. Careciendo los subleva­
dos de los elem entos necesarios para dom inar las
fuerzas del rey y lle\and o la peer parte de la
contienda, tuvieron, por m ejor, dedicarse, de pre­
ferencia, a nocturnas correrías, y cuyo princi-
303
pal, era producir el espanto y la intim idación de
los adversarios.
E l galope y el relinchar de los caballos en
las noches solitarias, y las luces que aparecían,
como por encanto, en las m ontañas próxim as,
m ostraban evidentem ente, los propósitos y la ac­
ción sostenida de los insurrectos. E stos llam á­
banse gru pos, aun en los casos en que obraban
individualm ente, sin duda, por la costum bre que
seguían de form ar agrupaciones y m esnadas de
escaso núm ero, para constituirse, al mismo tiem ­
po, en los lugares en que su presencia se consi­
deraba necesaria, dando así prueba positiva de
que obedecían a severa disciplina y andaban a
una de sus voluntades.
Por de contado, los revolucionarios que
caían en manos de los realistas, pagaban con la
vida sus tem erarias hazañas.
E n un paraje rodeado de ennegrecidas pare­
des dentro del atrio de la iglesia M atriz de M iz­
que, y que hasta hace poco ha conservado su si­
niestro y prim itivo aspecto de cem enterio, se
fusilaba diariam ente por la espalda, a los pri­
sioneros patriotas, por grupos num erosos.
Dos eran los jefes principales cuyas órde­
nes obedecían los oborígenes de la comarca. L la­
mábase uno de ellos E l Curito, y denom inándo­
se, el otro, El G uitarrero.
E l prim ero, era un indio de estatura baja, de
ojos movedizos, de tez cobriza como todos los
de su raza, de asom brosa actividad, y de una or­
ganización atlética, que le perm itía soportar im ­
pasible las más duras fatigas de la guerra.
E l C urito estaba en todas partes, si las ne­
cesidades de la lucha lo requerían así, y en
ninguna, cuando sus adversarios, superiores en
núm ero, le buscaban para victim arlo.
304
Le seguían las num erosas gavillas que for­
maba, no a im pulsos del terreno, sino del entu­
siasmo que sabía inspirar en ellas con sus ac­
tos de heroísm o y de evidente superioridad.
E l segundo llamaba la atención por sus ins­
tintos sanguinarios y feroces. Ancho y fornido
como un toro, de m irada siniestra, de voz ron­
ca, barbitaheño y de m ovim ientos felinos pro­
pios del oso y del tigre, se imponía, más que por
su audacia, por el horror que causaba su aspec­
to de bestia feroz.
E l G uitarrero pertenecía al núm ero de los
bebedores de sangre hum ana de aquella época
de terror.
Llevaba consigo una espada toledana, que
había arrebatado a un realista, después de darle
m uerte en un encuentro sangriento, y trem olaba
siem pre un larguísim o palo con un trapo o ca­
landrajo cualquiera en su parte superior, a gu i­
sa de pendón.
E n las grandes m atanzas a que concurría, co­
mo actor principal, lam ía con indecible placer su
espada ensangretada, e invitaba a los suyos a
que hicieran lo propio.
Cansados sus m ism os parciales, de sus inau­
ditas crueldades, resolvieron darle m uerte. Al
term inar una de sus más clam orosas correrías,
hallábase E l G uitarrero en Laibato a pocas le­
guas del pueblo de A iquile. E brio de sangre y
de licor, dorm ía allí tranquilam ente durante la
noche, cuando sus soldados, preparados ya de
antem ano, consiguieron aherrojarle en su lecho
y le degollaron con su misma espada. Em pero,
sintiéndose m altrecho y herido de m uerte, el fe­
roz caudillo forcejó hasta desasirse de los bra­
zos de sus victim adores que huyeron despavo­
ridos al verlo de pie y dispuesto a defenderse.
E ntre tanto, E l G uitarrero tenía en el cue­
llo una profunda herida, de donde le manaba la
305
sangre a borbotones. 'La cabeza desprendida de
los m úsculos de la garganta, estaba inclinada so­
bre la espalda, y la voz le salía por la ancha in
cisión del cuello produciendo un ronquido se
m ejante al estertqr del cordero cuando se re­
tuerce bajo la cuchilla del desollador.
En esta actitud, corrió todavía larga distan­
cia en persecución de sus agresores, dando ho­
rribles gritos de amenaza, hasta que desfalleci­
do y exánime por la sangre abundante que le sa­
lía de la herida y por donde tam bién se le esca­
paba la vida, cayó en una zanja del camino para
no levantarse más.
Las terribles escenas que acabamos de rela­
tar, nos sugieren la triste reflexión de que los
defensores de la causa de la independencia, se
entregaron tam bién a excesos que m erecen la se­
vera sanción de la posteridad.
E l vulgo de los historiadores ha dado en el
prurito de ensalzar, sin m edida, a los caudillos
patriotas, olvidando, m uchas veces, sus abusos y
sus actos de barbarie. Esa propensión, nos pa­
rece reprensible en alto grado, por ser contra­
ria a la justicia y porque la causa venerada de
la em ancipación, no necesita, ciertam ente, del
juicio apasionado de la historia para conservar
su santidad y sus prestigios.

CAPITULO XV
Don C arlos T aboada y su actuación en las luchas
de la libertad. C orrerías de G oyeneche en el sur
y centro del Alto P erú.— B atalla del Q uehuiñal.
No fue la población indígena la única que
se sublevó contra la M etrópoli. E xistía otro ele­
m ento m uy diferente que obedeciendo a convic­
ciones arraigadas y profundam ente penetrado de
las ventajas de la libertad, abrazó tam bién con
ardor la causa del pueblo.
306
A la cabeza de ese grupo convencido y ani­
mado de ideas altruistas, se hallaba don Carlos
Taboada, hom bre de alto linaje y de rarísim a
ilustración.
Se sabe, de buen origen, que Taboada vivió
largos años en las provincias del Río de La
Plata, entregado a estudios que le facilitaron la
adquisición de conocim ientos de todo género.
Cuando regresó del territo rio argentino, co­
m enzaba la revolución en el A lto Perú. Taboa­
da, que había tomado de antem ano inflexibles
resoluciones, y obedeciendo, acaso, a instruccio­
nes que recibiera en Buenos A ires, se alistó en­
tre las tropas que comandaba el caudillo cocha-
bambino don E steban Arze, interviniendo des­
pués, en casi todos los hechos de arm as con que
se inició la revolución en esta parte de la Am é­
rica.
E s de advertii que en los comienzos de la
guerra, no pudiendo organizar Taboada tropas
regladas por falta absoluta de elem entos, se ocu­
paba de sublevar a la clase indígena, procuran­
do siem pre obtener el m ayor provecho posible
del odio profundo que ésta sentía por la raza
española.
Con la cooperación de tan valioso elem ento
pudo lim piar de realistas la tierra mizqueña,
consiguiendo en seguida crear expediciones con­
tra las fuerzas peninsulares situadas en las po­
blaciones del sur.
Conviene m anifestar, con tal motivo, que T a­
boada tenía la idea y la aspiración, constantem en­
te sostenidas, de ocupar la ciudad de la Plata
guarnecida de ordinario por tropas respetables.
Dichas expediciones eran frecuentes, y m uestran
evidentem ente el carácter incontrastable y teso­
nero del héroe cuya vida estam os dando a co­
nocer por prim era vez.
R efiriéndose a una de esas expediciones, el
historiador Cortés, dice en la página 41 de su
307
im portante H istoria de B olivia: “A principios
de diciem bre se presentaron cerca de Chuquisa-
ca, cuatro o cinco m il indios m andados por Car­
los Taboada, y aunque el general don Juan Ra­
m írez, presidente de la A udiencia, logró derro­
tarlos, no fue decisiva la victoria y Taboada vol­
vió a am enazar varias veces a Chuquisaca”.
A ludiendo a los sucesos que hemos recorda­
do y a otros de igual carácter, el mismo histo­
riador Cortés vierte tam bién conceptos que son
rigurosam ente exactos en lo que toca y atañe
a la raza indígena. “L isonjeados los indios con
la abolición del tributo, dice Cortés, y viendo
que con el triunfo de los españoles volverían a
caer bajo el yugo de hierro que habían detesta­
do en silencio, resolvieron sepultarse en los cam­
pos que habían cultivado en provecho exclusivo
de sus opresores: desarm ados, sin caudillos, e
im pelidos por ese sentim iento de anim osa deses­
peración que hace al hom bre superior al in stin­
to de conservación propia, se lanzaban sobre las
tropas españolas, acom pañados de sus m ujeres
e hijos, a buscar la m uerte o la libertad. ¡Cuántos
rasgos del más elevado heroísmo, capaces de
eclipsar el brillo de las páginas de la historia de
otros pueblos ilustres, han quedado sepultados
en los áridos peñascos que aquellos hom bres en­
rojecieron con su sangre generosa! Los españo­
les del siglo X IX , que estaban destinados a ver
quebrantarse en sus manos las cadenas con que
la E spaña aherrojó a la m ayor parte del Nuevo
M undo, renovaron en la lucha con los indígenas
del A lto-P erú, las m ism as crueldades con que en
el siglo X V I alquirieron tan funesta celebridad
de conquistadores de estas vastas regiones. H as­
ta ahora ve espantado el viajero las ruinas de
pueblos bárbaram ente incendiados, y no hay par­
te alguna en el A lto-P erú, donde no se encuen­
tren vestigios de la noble resistencia que los in­
dígenas hicieron al dom inio español’’.
Taboada, estuvo tam bién con A rze en el com­
bate del Q uehuiñal, donde el feroz Goyeneche,
308
decretó anticipadam ente el saqueo y la destruc­
ción de Cochabamba.
Goyeneche después del combate de Amira-
ya, que acaeció el 15 de agosto de 1811, se diri­
gió a! sur, m anifestando el propósito de pac'fi-
car las provincias del río de la P lata y evitar
en lo sucesivo la organización de nuevos ejér­
citos auxiliares en el territo rio argentino.
De un modo inesperado y contrariando pre­
visiones generales, detúvose, sin embargo, en
Potosí.
Se afirm a que el m otivo que obligó a Goye­
neche a obrar de esa m anera fue el convenci­
m iento que m antenía de las dificultades de dicha
campaña. Creemos, a pesar de todo, que la cau­
sa principal, acaso única que indujo al general
realista contram archar, hubo de ser la nueva su­
blevación de la provincia de Cochabamba, tan
tem ida por los españoles por el valor incom ­
parable de su habitantes. E n efecto datos fide­
dignos nos perm iten asegurar que el jefe realis­
ta no las tenía todas consigo y mal podía dejar
a sus espaldas aquel foco de insurrección.
Salió de Potosí para encam inarse al norte
por el camino de Chayanta y M izque.
A quella correría fue una larga procesión de
sangre en que el feroz caudillo sacrificaba, día
por día, a los patriotas que conseguía sorpren­
der en su camino.
La tradición señala, hoy mismo, los parajes
en que los independientes eran fusilados por la
espalda, como se acostum braba entonces, sirvién­
doles de patíbulo im provisado, una piedra gran­
de o el tronco vetusto de un árbol situado a la
orilla de la vía pública.
Cuando Goyeneche llegó a Mizque, sucedió un
caso que por su carácter raro m erece ser relatado.
Cuatro soldados rezagados del ejército realista,
309
m erodeaban en un lugar denom inado La A gua­
da, a dos leguas de distancia de la ciudad. La
A guada es una garganta estrecha y m ontañosa,
y donde la única parte despejada de árboles es
el cauce del río que tam bién sirve de camino.
A lgunos patriotas, que de las alturas veían el
desfile del ejército de Goyeneche y estaban a la
m ira desde las prim eras horas del día, d istin ­
guieron a los cuatro soldados realistas, y m on­
tando de pronto sobre briosos caballos y arm a­
dos de sendos lazos se les aproxim aron cautelo­
sam ente sin ser notados por ellos, m erced a la
m araña y a la tupida fronda de los árboles.
E ntre tanto, los realistas en su afán inm o­
derado de saquear casas y m altratar a sus mo­
radores, se acercaban, a más andar, a los que en
acecho constante les aguardaban ocultos en la
espesura. P or fin, viendo estos últim os aue los
enem igos se hallaban ya a tiro de ballesta, agi­
taron sus enorm es lazos, e hincando acicates en
las ijadas de su cabalgaduras, consiguieron en­
lazar a los cuatro y arrastrarlos por el m onte
hasta que m urieron todos ellos.
'La anterior relación, se explica por la des­
treza adm irable que tienen los habitantes de ese
país para m anejar el lazo y correr en las selvas;
siendo notorio que los toros más indóm itos y
bravios, jam ás resisten a la acción de esos jin e­
tes asombrosos que, armados únicam ente de la­
zos y protegidos por enorm es guardam ontes, que
rarecen las rías del caballo que vuela y vuela
siem pre de la misma m anera en pam pas y se­
rranías, operan en el bosque enm arañado con
la misma facilidad que en campo abierto.
De M izque se dirigió Goyeneche a Pocona
V el 24 de mayo de 1812 ascendió rápidam ente
al altiplano de Vacas.
E ntre tanto, A rze que desde el descalabro de
Am iraya, se ocupó de reunir tropas en T arata y
el Paredón, m archó tam bién hacia Vacas, donde
310
llegó el mismo día 24 de mayo, consiguiendo
reunirse en el camino con Taboada que capita­
neaba fuerzas organizadas en Mizque.
Al avanzar algo más el caudillo patriota ha­
cia la hondonada de Vacas, avistó sobre una co­
lina llamada E l Q uehuiñal al ejército de Goye-
neche com puesto de 2.500 plazas.
E l paraje en que se encontraron las des fuer­
zas contendientes, es uno de los más pintores­
cos de la República y tiene toda la solemnidad
de los sitios altos y dom inantes de nuestras m e­
setas andinas.
Más abajo de la colina a que nos referim os y
en el centro mismo de la hondonada, brilla la
argentada laguna de Parcoccocha. M uy cerca y
unida a esta últim a por medio de un canal, os­
téntase otra pequeña, pero profunda laguna lla­
ma Azeroccocha, que se diferencia de la ante­
rior por el tono oscuro de sus ondas. E n su ori­
llas se agrupan enorm es bandadas de aves acuá­
ticas y zabullen y horm iguean en sus aguas las
huallatas, los flam encos y los patos de vistosos
plum ajes.
El sitio se halla rodeado de altas y excelsas
m ontañas que form an el grandioso m arco de
aquel cuadro adm irable y realzan su herm osura.
Por el norte m uéstranse las soberbias cum­
bres v las criptas colmadas de nieve de la cor­
dillera oriental de los Andes. P or el levante se
yerguen las azuladas serranías de Vacas v más
allá las m ontañas de Lope M endoza, desde cu­
yas cimas se divisan a lo lejos, las fantásticas y
opulentas regiones del Ibirizu. Hacia el ponien­
te, está la renom brada y húm eda cordillera de
Curubam ba de donde se desprenden num erosas
cascadas que son el origen de los inagotables to­
rrentes que riegan las fértiles y abundosas tie­
rras de M izque, y finalm ente hacia el sur se ex­
tienden pam pas solitarias interrum pidas por co-
311
Hades y oteros que se levantan y deprim en en
extraña y pintoresca sucesión, hasta que los úl­
tim os de ellos m ueren y se extinguen al tocar
los lindes del valle m izqueño.
E n aquel sitio decidióse de la suerte de Co­
chabamba y se decretó la destrucción de la no­
ble y altiva ciudad, en el mismo m om ento en que
la victoria favoreció al feroz Goyeneche.
Las fuerzas de Arze y Taboada, sin arrm s
y sin disciplina se desbandaron dejando en el
campo trein ta m uertos y otros tantos heridos.
Desipués de este desastre, Taboada volvió
a M izque a continuar su obra de redención y de
sacrificios.

CAPITULO X V I

C om bate de M olles.— T aboada después del desas­


tre, es aprehendido en T inguipaya y conducido
a Potosí.— Juzgam iento y m uerte de T aboada.—
O piniones de historiadores ilustres sobre don C a r­
los T aboada.
D errotado, pero no abatido, Taboada, m ar­
chó a Mizque. Encabezó allí un nuevo levanta­
m iento, y con trescientos hom bres bien arm a­
dos, se dirigió hacia el sur con el propósito de
apoderarse de Chuquisaca. P or desgracia, exis­
tía en esta ciudad, una fuerza realista m uy su­
p r io r a la de Taboada y a cuya cabeza se halla­
ba el presidente de la A udiencia de Charcas, don
Tuan Ram írez.
A la noticia de la aproxim ación de Taboa­
da, salió Ram írez de Chuquisaca y en un lugar
llamado M olles, consiguió derrotar a las fuerzas
m izqueñas, después de largo y reñido combate,
el 7 de junio de 1812.
A los pocos días de este desgraciado suce­
so, don Carlos Taboada cayó en manos de los
312
realistas en T inguipaya y hubo de ser conduci­
do a Potosí, donde a la sazón, desem epeñaba el
cargo de gobernador intendente don M ariano
Cam pero y U garte.
Por orden de dicho gobernador, se organizó
para juzgar a Taboada, una comisión com pues­
ta de José A ntonio Esteves, M iguel Lam berto de
Sierra y José M aría de Lara.
La sentencia expedida por la comisión, y en
cuya virtud Taboada fue condenado a la pena
capital, da idea cabal de la im portancia del hé­
roe m izqueño y de su gloriosa figuración en la?
guerras de la libertad.
La recordada sentencia, dice así, en su p ri­
m era parte: “En la causa crim inal de alta tra i­
ción seguida por com isión especial del señor
gobernador intendente de esta provincia, don
M ariano Campero y U garte, contra Carlos T a­
boada, je fe del ejército rebelde de Cochabamba,
que en la acción de L iscanipaya fue derrotado
por las armas del rey, al m ando del m uy ilustre
presidente de Charcas, don Juan Ram írez, y con­
tra los demás que en su com pañía fueron pre­
sos en T inguipaya, y conducidos a esta villa por
los indios fieles de su doctrina. Resultando de
sus declaraciones conform es, haber dicho T a­
boada levantado tropas arm adas en la com pren­
sión del territo rio de M izque, prendido a sus ca­
pitulares ocupando las m árgenes del Río G ran­
de para m antener la insurrección del partido
de Chayanta, poner sitio a Chuquisaca, robar y
saquear las haciendas de su com arca; que hu­
yendo de caer en manos del m uy ilustre señor
general, tomó la misma vereda que debía haber
tomado los demás crim inosos de su clase, se aso­
ció con E steban A rce prim er caudillo de los re­
volucionarios de aquella provincia y sus cóm­
plices para atacar de nuevo a la ciudad de La
P lata”.
313
La misma sentencia, dice en su últim a par­
te: “Fallam os que debemos declarar y declara­
mos, al expresado Carlos Taboada, por reo de
alta traición, infam e, aleve y subversor del or­
den público, y en su consecuencia le condena­
mos en la pena ordinaria de horca, a la que de­
berá ser conducido arrastrado a la cola de una
bestia de albarda y suspenso por mano de ver­
dugo, y que después de las cuatro horas de su
ejecución, se le corte la cabeza y sea colocada
en los arrabales de la ciudad de M izque, para
que sirva de pública satisfacción y de escarm ien­
to a los dem ás; no pudiéndole aprovechar los
indultos a que se acoge su defensor, por cuan­
to las leyes y pracm áticas de su m ajestad, ja­
más se extienden a los principales que promu-'-
ven y fo m antan la sedación con su in flu jo au to­
ridad y poder. Igualm ente le condenam os al per­
dim iento de todos sus bienes aplicados al real
fisco, para cuyo secuestro y ocupación el se­
ñor gobernador intendente, podrá librar las pro­
videncias que considere convenientes como para
la venta y rem ate de los que se le ocuparon en
esta villa y constan de expediente separado”.
La anterior sentencia, expedida en 18 de
junio de 1812 y que la conservam os inédita y
autógrafa en nuestro archivo, fue confirm ada
ñor el gobernador intendente de Potosí en la
form a que sigue: “Con lo resultado del proceso
y fundación de sentencia, como gobernador de
esta plaza y en uso de las om ním odas faculta­
des que ejerzo com unicadas por el m uy ilustre
general en jefe sobre esta especie de delitos,
se confirm a la pena ordinaria aplicada al caudi­
llo Carlos Taboada, y por lo mismo haciéndo­
sele saber ejecútese en el preciso día 20 del co­
rriente, y sin embargo de deferirse su consulta
a la Real A udiencia del distrito en considera­
ción al pronto escarm iento, a quien con autos
originales y dejando en esta testim onio de ellos,
se dará cuenta de lo obrado, debiéndosele cor­
tar al contenido reo Taboada, la cabeza y brazo
314
derecho, aquella para ser conducida y puesta en
los arrabales de M izque y este en los de la ciu­
dad de La Plata, para reprensión y escarm ien­
to de iguales crím enes. Y para su cum plim iento,
pásense en esta los oficios de estilo para el au­
xilio y disposiciones espirituales del reo conde­
nado; que por lo respectivo a los bienes que de
él aparezcan, desde luego, se declaran confis­
cados y aplicados al soberano, a cuyo efecto se
reserva este gobierno, para el rem ate de los que
se encuentran en esta villa y por los restantes
en la ciudad de M izque, con el parte y testim o­
nio se tom aron las providencias concernientes
a su ejecución”.
Juntam ente con Taboada fueron tam bién
ahorcados M elchor Silva, A lejo y M ariano No­
gales, M ariano M illares y Salvador Matos.
En virtud de la sentencia que hemos ccpia-
do, se condenó asimismo, a los distinguidos pa­
triotas potosinos José Román Telles, José Ma­
nuel Belzu v P eralta y José A ntonio Telles, al
prim ero a diez años de presidio y perpetuo ex­
trañam iento de P otosí; al segundo a seis años
de trabajos forzados en las m inas de la misma
ciudad, y al tercero a prisión indefinida m ien­
tras se produjeran las pruebas y esclarecim ien­
tos del caso en el juicio que se le seguía. Es de
notar que los hiios m enores de este últim o, lla­
mados Ignacio, T oribio y Tadeo Telles, cuya in­
culpabilidad constaba del proceso, hub'^ron de
ser arrancados de su casa con saña inaudita y en­
viados al ajército del feroz Goyeneche.
In ú til nos parece agregar oue por lo que
hace a Taboada, se cum plió el fallo con un re­
finam iento de crueldad incalificable y n r"
m uestra el som brío fanatism o de aquellos tie:n
pos pavorosos”.
R efiriéndose a estos sucesos y después <!«•
ensalzar el heroísm o de Taboada, dice el InMu
riador C ortés: ‘‘P or num erosas que fue* en I»•
.un
i
316
víctim as no podían contener los realistas el to­
rrente im petuoso de la revolución. E ra necesa­
rio que exterm inando a los habitantes perpe­
tuasen los españoles su dom inación en un vas­
to desierto, o que abandonasen un suelo que pa­
recía abrirse bajo sus plantas. Aun los ame­
ricanos adictos a la España em pezaban a m os­
trar despego a una causa que necesitaba de la
crueldad para sostenerse. E l espíritu de indepen­
dencia se robustecía más y más, y no era erra­
do concepto presagiar su triu n fo ” (1).
A su vez, el ilustre y m alogrado autor de
‘‘Juan de la Rosa”, escribe acerca de Taboada
lo que sigue: “Carlos Taboada fue cogido en
T inguipaya y ahorcado en Potosí con tres de sus
parciales. Su cabeza desecada en sal y rem itida
a Chuquisaca quedó expuesta allí por m ucho
tiempo. Los últim os patriotas de aquella in fa ti­
gable y anim osa tropa, que intentaron pasar a
^odo riesgo, la frontera para incorporarse al ejér­
cito auxiliar, fueron cogidos en fin, en Suipa-
cha, y los que no m urieron en la horca afren­
tosa, se vieron condenados a agonizar lenta­
m ente en el espantoso presidio de Casas M atas”.
Así m urió Taboada, al com enzar la hom é­
rica lucha, y en m om entos en que la patria ne­
cesitaba, más que nunca, de sus esfuerzos y de
su abenegación.
E n las m árgenes del río Pisuerga, y no le­
jos de la ciudad de M izque, existe un paraje lla­
mado Sauces, rodeado de m arjales y de exube­
rante vegetación, y donde se alza un edificio de
aspecto ruinoso y como envuelto por una pasa­
da atm ósfera de sombra y de tristeza.
(1) El señor Cortés, en su “Ensayo histórico sobre
Bolivia” llama Miguel Taboada al héroe miz-
queño, manifestándonos, de ese modo, que los
historiadores nacionales no se han preocupado
de averiguar ni el nombre de los personajes de
quienes se ocupan.
317
Sus paredes ennegrecidas e inclinadas por
el tiem po, m uestran, evidentem ente, su lejano
origen. E n las gritas abiertas por la acción de
las aguas, han form ado sus m adrigueras la le­
chuza y el crótalo, y en su carcom ida techu li­
bre, cuelgan sus nidos las golondrinas y los pin­
zones.
De ordinario, está abandonada la casa, y só­
lo de vez en cuando, se albergan en ella, algu
nos labriegos de la comarca, que conducen allí
sus ganados para ponerlos al abrigo de la in­
tem perie, sin preocuparse, ni poco, de las sa­
gradas ruinas que huellan con sus pies.
Ese edificio, convertido hoy en escombros
y que entonces era una herm osa alquería habi­
tada por rica v aristocrática fam ilia, fue cons­
truido por Carlos Taboada en el centro de sus
extensas y valiosas heredades. E n él vivió lar­
gos años el esclarecido patriota, hasta el m om en­
to en que la fuerza de su extraño destino, le
arrancó de allí, para conducirlo prim ero a la
guerra y después al patíbulo.
Cuando se contem pla de cerca ese derrui­
do m onum ento, instintivam ente se lleva la mano
al corazón para contener sus latidos, v un sen­
tamiento de religioso respeto se apodera del áni­
mo.
E n el alto terrado y en los som bríos peris­
tilos del edificio, parece que se agitara todavía
la som bra doliente y venerada de Taboada, el
hom bre generoso y fuerte que sacrificó su vida
para redim ir a su patria.
D espués de la m uerte de Taboada continuó
la guerra en el territo rio de M izque.
D esconcertados por el m om ento sus habi­
tantes, pero no hum illados, volvieron a la lucha
convencidos de que la obra que tenían com en­
zada, no concluiría sino con la independencia o
con la m uerte de los que la sustentaban.
318
Los patriotas m izqueños no pudiendo for­
m ar fuerzas num erosas por la falta de elem en­
tos, se reducían, unas veces, a hostilizar al ene­
m igo cuando éste se aproxim aba, y otras em i­
graban del país, para ponerse bajo las órdenes
de los caudillos que en Cochabamba y en el sur
del A lto Perú sostenían la causa de la libertad.
Se puede asegurar, con absoluto convencim ien­
to, que el territo rio de M izque, no hubo de ser
totalm ente pacificado durante el largo período
de guerra que finalizó con la batalla de Ayacu-
cho.
Fue por eso que en épocas posteriores, aten­
diendo a los m em orables sucesos que acaecie­
ron en M izque durante la lucha de la indepen­
dencia y a los señalados servicios que presta­
ron sus habitantes a la causa del pueblo, se con­
cedió a dicha ciudad el derecho de enviar repre­
sentantes al célebre congreso del Tucum án que
se instaló el 24 de m arzo de 1.816. bajo la pre­
sidencia del señor Narciso Laprida, diputado
por San Tuan, con arreglo al estatuto provisio­
nal publicado el 5 de mayo de 1815, y a las cir­
culares expedidas por el coronel Ignacio Alva-
rez, a la sazón director suprem o de la guerra en
las provincias argentinas.
Igual distinción se había concedido a las ciu­
dades de Chuquisaca, Cochabamba y Potosí, que
enviaron tam bién representantes al Tucum án.
El Congreso a que nos referim os, fue el p ri­
m ero que declaró libres de la dom inación es­
pañola, a las provincias unidas del A lto P erú y
del Río de la Plata, m ediante el acta de inde­
pendencia firm ada el 9 de julio de 1816.

319
APENDICE
CAUSAS DE LA DECADENCIA DE M IZQUE Y
M EDIDAS QUE PO DRIA N FA CILITA R SU
R ESU R G IM IEN TO — CONCLUSION.
Manifestados como están los fundamentos de la
antigua prosperidad de Mizque, consideramos indis­
pensable señalar, ligeramente, en este apéndice, las
causas que ocasionaron su declinación y después su
ruina definitiva.
Desde luego, no es concebible que un solo acon­
tecimiento, por más trascendental que se le conside­
re, hubiera causado el completo desapercibimiento de
tanta grandeza y poderío.
Indudablemente, las causas de la decadencia de
Mizque son muy complejas, y ellas se han dejado sen­
tir en distintas épocas, aminorando, primero, las pon­
deradas riquezas de aquel país, y motivando, poste­
riormente, su destrucción total.
La causa primitiva de esa decadencia fue la dis­
minución de los rendimientos de las minas de Quio-
ma, que, después de haber tenido una época de envi­
diable bonanza, comenzaron a declinar, por las vici­
situdes a que siempre están sujetas dichas labores.
Muchos de los trabajadores de Quioma, emigra­
ron por el motivo enunciado, principiando así la des­
población del país que, andando el tiempo, ocasiona­
ría todas sus desventuras.
320
La segunda causa, hubo de ser el bárbaro siste­
ma de opresión y de odiosas restricciones, con que la
Metrópoli deprimía, y mataba las principales indus­
trias de sus colonias.
Se sabe de buena fuente que, en los últimos años
del siglo XVI, el gobierno de España expidió una cé­
dula real prohibiendo bajo penas severas, el cultivo
de viñas en América, y ordenando, al mismo tiempo,
la destrucción de las que existían por entonces.
Asegúrase, con tal motivo, que un desalmado y
abyecto corregidor, hizo incendiar en su totalidad las
viñas de Mizque. El hecho anotado, tiene por fun­
damento, no sólo la tradición constante, sino tam­
bién la palabra autorizada de escritores y sabios co­
mo Dalence, que aseguran que el incendio de las vi­
ñas de Mizque, se produjo realmente, por orden de
las autoridades de aquella localidad.
El hecho a que nos referimos no debe causar ex-
trañeza, pues, en el reinado de Felipe II se prohi­
bió, también bajo penas severas, el cultivo del olivo
y del algodón y la fabricación de vinos, aceites y te­
jidos.
Cupo al sombrío e implacable Felipe II, mezcla
extraña de fanatismo y de crueldad refinada, esta­
blecer en América casi todas las instituciones odiosas
que durante muchas centurias, oprimieron a sus habi­
tantes. A él se debe la Inquisición, que después de
confiscar los bienes de los disidentes españoles por un
valor que pasaba de 60.000 pesos y echar vivos a la
hoguera, bajo el poder de Torquemada, 8.000 herejes
y judaizantes relapsos y quemar 5.500 en efigie, pasó
a las Indias Occidentales a hacer lo mismo. A él se
deben también los diezmos, las encomiendas, la alca­
bala y la mita. Esta última consistía en obligar a una
séptima parte de la raza indígena a trabajar de tiem­
po en tiempo, en las minas y en los campos de cul­
tivo. La mita era, al decir de un escritor, “una ma­
nera de sepultar hombres para desenterrar riquezas”.
Por fortuna, la real cédula que prohibió el cul­
tivo de viñas fue derogada en los comienzos del siglo
321
XVII, por ser ella abdominable hasta para el crite­
rio español de esos tiempos, y al decir de prolijos y
entendidos cronistas como Palma y Mendiburo por las
eficaces insinuaciones de un jesuíta notable de Lima,
asesor y privado de Felipe III. De manera que la re­
plantación de las afamadas viñas de Mizque hubo de
ser la consecuencia de este último acuerdo, y es tí«*
suponer, que dicha replantación, ya no se verificó ba­
jo las ventajosas condiciones de antes.
La decadencia de las viñas dio lugar a que se es­
tablecieran nuevos cultivos, y entre estos algunos har­
to perjudiciales para la salud.
Generalmente se cree que ningún vegetal puede
ocasionar enfermedades, y que lejos de ser nocivas
las plantas, ejercen influencia saludable sobre la at­
mósfera y vivifican el cuerpo humano con sus ema­
naciones oxigenadas. Como quiera que ello sea, el he­
cho evidente e incontrovertible es que, en algunos
países, el cultivo de ciertos vegetales, suele originar
grandes focos de infección generadores de epidemias.
Dichos focos, como es muy fácil de comprender,
se deben a las frecuentes, irrigaciones con que es ne­
cesario atender a determinadas labores.
No de otra manera se explica que, en España y
en otras naciones del Viejo Continente, se ha prohi­
bido, más de una vez, el trabajo del arroz como con­
trario a la salud pública. En España, principalmen­
te, esas prohibiciones han durado largos años, hasta
que el conocimiento de nuevos métodos de cultivo,
permitió a los agricultores peninsulares restablecer
tan valiosa industria.
Cumple expresar aquí, que la madre patria, apren­
dió del Japón la saludable usanza de cultivar el
arroz, sin el derroche de agua que en otras partes
se considera indispensable, y consiguió allí mismo, se­
millas de arroces especiales que se desarrollan y fruc­
tifican en tierras secas, con el mismo resultado que
en las húmedas.
322
En Mizque, el penoso cultivo del pimiento o ají,
y que dura el año íntegro, desde julio en que se pre­
paran las almácigas, hasta junio en que termina la
cosecha, exige riegos continuados que originan pan­
tanos y tremedales mefíticos que envenenan el ai­
re.
Y nótese que dichos pantanos han de existir siem­
pre a pesar del drenaje que pudiera verificarse, por­
que, abrazando la industria del a jí todos los cam­
pos, es claro que se han de formar nuevos lodaza­
les aun después de extirpados los que existen en la
actualidad.
Respecto del pimiento o ají, cabe en este lugar,
una fundada observación. Admitidas como se hallan
las teorías de Laverán, Ross, Manson y otros que
atribuyen la fiebre intermitente, a las picaduras ce
unos insectos o zancudos llamados anopheles clavi-
gér, nada extraño seria que el vegetal de que nos es­
tamos ocupando, contribuyera al desarrollo y multi­
plicación de dichos insectos. En Mizque se nota, en
efecto, que en los lugares donde hay plantaciones
de ají, es donde más abundan los zancudos, siendo de
notar que la podredumbre del fruto del expresado ve­
getal, en ciertas épocas del año, se debe exclusiva­
mente a las picaduras de los mencionados zancudos,
lo que hace presumir que éstos se alimentan del fru-^
to y quizá también de las hojas del a jí (1).
Se infiere lógicamente de lo exipuesto, que las
medidas que tienen por objeto extirpar las causas de
(1) Investigaciones posteriores h a n dem ostrado que
la decadencia de M izque d a ta del año 1700, épo­
ca en que la población fue azotada por un a
epidem ia de “tabardillos y ca len tu ras” , que diez­
mó la población en m ás de una m itad, con­
virtiéndose el m al en endém ico,
Al parecer, alteraciones de tipo topo gráfi­
co, producidas por el rebalse de los ríos y la m o­
dificación de su cauce, crearon las condiciones
323
las enfermedades, en comarcas que se encuentran en
las mismas condiciones que Mizque, serán siempre in­
completas, sin el estudio detenido de la manera có­
mo se sustenta la industria agrícola del país y de los
difei’entes sistemas de labranza que existen en él.
Señalaremos también, como uno de los motivos
principales de la decadencia de Mizque, la participa­
ción activa que tuvo el pueblo en las guerras ce la
independencia. En efecto, el sostenimiento con el es­
fuerzo generoso de aquel país desventurado, acabó de
destruir sus industrias principales y las extensas tie­
rras que, en otras épocas, alimentaban innumerables
y lozanas vides, se convirtieron en campos desolados
y yermos.
Como consecuencia de los motivos enunciados
el inconveniente principal que hoy aflige a la ciudad
de Mizque, es la desolación que da margen a todas
sus calamidades juntas, sin excluir, por cierto, las
epidemias y las fiebres endémicas que allí reinan.
Está demostrado, en efecto, que la falta de po­
blación es la causa primordial de la insalubridad de un
país. Riberalta, era inhabitable en otros tiempos, y
nadie ignora que hoy, han cambiado por completo
sus condiciones, merced a los activos y esforzados in­
dustriales que allí han fijado su asiento. No cabe du­
da que las agrupaciones humanas, son tanto más fe­
lices cuanto más numerosas.
Sé deduce de lo expuesto, que para restablecer
la primitiva grandeza de Mizque, simplemente se de­
bería repoblar su suelo, y para alcanzar ese resulta-
ideales p a ra el desarrollo y proliferación de los
agentes transm isores.
La cam p añ a an tip alú d ica se inició el año
1930 con óptim os resultadios. A ctualm ente el v a­
lle de M izque goza de la m ás absoluta sa n i­
dad y se h a lla vinculado con los centros u rb a ­
nos de m ayor im po rtancia por ca rrete ra y fe­
rro carril. (N. del E .).
324
do, nada nos parece más seguro que procurar por
todos los medios, la inmigración.
Por desgracia la inmigración espontánea, es
irrealizable en la actualidad, porque no existe en nues­
tros principales centros de población, un elemento
capaz de buscar, por sí solo, en otros lugares del in­
terior de la República, trabajo en grande escala, y
porque los territorios de Bolivia, a pesar de sus rique­
zas, no pueden todavía atraer brazos y capitales ex­
tranjeros por su alejamiento y por ser en su mayor
parte desconocidos. La misma República Argentina,
que dispone de medios poderosos, y posee ventajas
que nosotros no tenemos, necesita emplear anualmen­
te sumas considerables de dinero para fomentar la
inmigración.
Según esto, el recurso más factible, en los mo­
mentos que alcanzamos, consiste en llevar a Mizque
pobladores, que, por falta de trabajo, se dirigen a
las costas de Chile y del Perú, en busca de susten­
to. Hoy mismo, estamos viendo con verdadero dolor,
salir de Cochabamba, numerosos obreros, que van a
beneficiar las industrias extranjeras y que constitu­
yen fuerzas considerables perdidas para la nación.
Lo eficaz y patriótico sería buscar capitales, pa­
ra conducir colonos al territorio de Mizque y esta­
blecer trabajos con la seguridad del provecho inme­
diato. De esa suerte se obtendría simultáneamente la
organización de empresas agrícolas lucrativas y la co­
lonización de aquella provincia.
Consideramos también posible y necesaria la pro­
tección que debe el Estado a los pueblos que, por su
profundo abatimiento, no pueden levantarse por sus
propios esfuerzos.
Por lo que toca al exuberante y nunca bien pon­
derado valle de Mizque, no necesitamos de muchos
esfuerzos para demostrar que él se impone a la con­
sideración de los poderes públicos de Bolivia, no sólo
por su riquezas, sino también por el carácter excep­
cional de sus habitantes.
325
En efecto, vive allí, rodeada de miserias y aba­
tida por el infortunio, una población cuyo valor mo­
ral excede al que generalmente se le atribuye. Sus
costumbres son sencillas y patriarcales, y se man­
tienen libres de la perversión inseparable de los há­
bitos lugareños. Un extraño y poderoso sentimien­
to de dignidad, caracteriza sus actos públicos, y lla­
ma sobremanera la atención, que las ruindades y las
inauditas vilezas del corretaje político, no han teni­
do, hasta ahora, cabida en sus procedimientos. Bajo
la tosca y humilde corteza de los honrados labriegos
que constituyen aquella sociedad, palpitan todavía,
los sentimientos caballerescos que animaron a esa ra­
za de hidalgos que brilló, en otras épocas, con toda la
fuerza de su riquezas y de su poderío.
Esa misma población, debe en justicia, atraer
los favores del Estado por los servicios que ha he­
cho al país en todas las ocasiones en que se solicitó
su valioso concurso.
Las ruinas que cubren su glorioso suelo, denotan
su actuación sobresaliente en las guerras de la inde­
pendencia.
Por lo que toca a los tiempos que siguieron a la
proclamación de la República, Mizque fue la ciudad
que con más persistencia, defendió la causa del de­
recho, en el horrible torbellino de nuestras luchas
fratricidas.
Referir por menudo todos los sucesos gloriosos de
Mizque en los tiempos recordados, sería para no aca­
bar nunca. Con todo, no podemos resistir al deseo de
expi'esar algo acerca de su participación en los he­
chos que tuvieron lugar en la luctuosa época de Mel­
garejo.
Ningún pueblo de la República combatió con ma­
yor energía y uniformidad de opinión tan funesta
tiranía.
En las calles y en los campos de Mizque, se li­
braban combates diarios, contra las gavillas de ase­
sinos y de esbirros sostenidos por el despotismo, y sus
326
habitantes andaban a salto de mata, en las ocasio­
nes en que no podían sostener lucha desigual contra
el enemigo.
Cuando Melgarejo arribó a Mizque, por segun­
da vez, después del combate de la Cantería, sucedió
un caso que merece ser recordado. Al llegar a la po­
blación, notó el tirano que las casas estaban cerra­
das y desiertas y que sus mora dores habían huido,
en su totalidad, después de incendiar todo el forra­
je que existía en el pueblo y en sus proximidades.
Muy a pesar suyo, y echando rayos y centellas, Mel­
garejo hubo de salir de la ciudad para acampar muy
lejos con su ejército.
Al concluir este imperfecto bosquejo de costum­
bres y de sucesos antiguos, creemos necesario expo­
ner que lo que podría también facilitar, en gran ma­
nera, el resurgimiento de Mizque, es la voluntad de
sus hijos.
E stá dem o strado , que el tra b a jo red en to r y la fe
e n la s p ro p ias fu erzas, v alen m á s qu e los au x ilio s
ex trañ o s.
La grandeza de las humanas colectividades, es
más duradera, cuando tiene por base los sacrificios
de los individuos que las forman.
Por eso, la más grande de las cobardías, consiste
en no obrar cuando se puede surgir.
Los pueblos que no luchan para alcanzar el pre­
dominio, son como los soldados que desertan en la ho­
ra del combate.
Por fortuna, en los momentos en que escribimos
estas líneas, se va operando en la sociedad que nos
ocupa, una reación saludable que lleva camino de ob­
tener éxito completo en lo sucesivo.
Ella ha comprendido por fin, que la inercia es
un crimen cuando se trata de la propia salvación
y se apresta para librar la gran batalla contra el
monstruo del egoísmo que todo lo envilece y lo ani­
quila.
327
Mizque la altiva y opulenta ciudad de otras eda­
des, arranca hoy fuerzas de su mismo infortunio, y
se adelanta resuelta hacia el porvenir, con el con­
vencimiento de que el sol que alumbró su antiguo po­
derío, se levantará de nuevo en el horizonte.

FIN

328
I NDI CE

329
Palabras preliminares
Apuntes para la historia de Cochabam­
ba
C apítulo I
El distrito de Collasuyo. Guerras de Ca­
ri y Chipana. Reflexiones sobre la polí­
tica y el gobierno de los Incas. Funda­
ción de Cochabamba
C apítulo II
Benero y Balero es nombrado revisitador
en 1730. Levantamiento del 29 de noviem­
bre. Alejo Calatayud. Victoria de los in-
surrectos. Francisco Urquiza y Rodríguez
Carrasco encabezan la reacción. Muerte
de Calatayud. Crueldades de Carrasco.
Importancia de la insurrección de 1730
C apítulo III
Las crueldades de Rodríguez Carrasco
producen un nuevo amotinamiento en Co­
chabamba. Muerte de Luis de la Rocha,
teniente de las tropas del gobernador. Flo­
res subleva el pueblo de Quillacollo y con
las fuerzas que organiza allí, intenta apo­
derarse de Cochabamba. Motivos que le
impiden poner en ejecución su pensamien­
to. Huida y suplicio de Flores
C apítulo IV
Causas de la insurrección de 1781 en Co­
chabamba. Amotinamiento de los indios
de Chayanta. Muerte de Dámaso Catari.
Sublevación de las provincias del Norte
del Alto Perú. Insurrección de Cochabam­
ba, Arque y Cliza. Los cocthabambinos
bajo las órdenes de Flores y Resseguín
vencen en La Paz a las hordas de Apa­
sa. Expedición de José Resseguín y Mo­
hosa y Aja,marca
C apítulo V
Guerra de la independencia y causas que
la motivaron. Estado del comercio y de
la industria en la época del coloniaje.
Impuestos y gabelas. Leyes restrictivas de
la instrucción. Dominación dél clero. Es­
tablecimiento de los tribunales inquisito­
riales. CoiTupción general
C apitulo VI
Primera revolución de Cochabamba. Juan
Bautista Oquendo. Organización de la
Junta de Guerra. Francisco Javier de Ori-
huela es nombrado representante de Co­
chabamba en el Congreso de Buenos Ai­
res. Esteban Arze, Importancia de la Re­
volución del 14 de septiembre de 1810
C apítulo V II
Insurrección de Oruro. Día en que tuvo
lugar la batalla de Aroma. Derrota de Pié-
rola. Consecuencias del triunfo de Aro-
Pág.
C apítulo V III
Batalla de Amiraya. /Llegada de Goyene-
che a Cochabamba, Don Francisco del Ri­
vero 102
C apítulo IX
Reorganización de las fuerzas indepen­
dientes. Arze se apodera de Cochabamba.
L a J u n ta de G obierno. D escalabro de O ru-
ro.L a c a m p a ñ a de C h a y a n ta . B a ta lla de
C arip u yo . L ig e ra m en ció n de los n om ­
b ram ien to s expedidos en fav o r de E steban
Arze por el g e n e ra l en je fe del e jé rc ito
a u x ilia r D. M a rtín de P u eyrred ó n y por
la su p rem a J u n t a de B ueno s A ires 113

C apítulo X
Continúa el levantamiento de Cochabam­
ba. Los cañones de estaño. Arze aumenta
sus huestes en el Paredón. Batalla del
Quehuiñal. Cochabamba opone resistencia
a Goyeneche. Desgraciados sucesos que
siguieron a la toma de la ciudad. Muer­
te de Antezana. Importancia de la segun­
da revolución de Cochabamba. La gue­
rra de montoneras. Descalabro de Molles 121
C apítulo XI
Lombera sale de Cochabamba. Recaba-
rren proclama la independencia. Nuevo
alzamiento de Cochabamba. El Dr. Mi­
guel Cabrera es nombrado gobernador
intendente. Llegada del ejército de Bel-
grano al Alto Perú. Desastre de Vilcapu-
gio. Reorganización del ejército de la pa­
tria. El coronel Zelaya lleva al Sur las
huestes de Cochabamba. Batalla de Ayo-
ma. Arenales conduce las tropas cocha-
333
Pág.
bambinas a Santa Cruz. Victoria de la
Florida 135
C apítulo X II
Los guerrilleros en 1814. Muerte de Arze.
Llegada del tercer ejército auxiliar al Al­
to Perú. Descalabro de Viloma. Cruelda­
des de Pezuela. Reunión del Congreso de
Tucumán, D.Pedro Carrasco 142
C apítulo X III
.La Serna reemplaza a Ramires. Campa­
ña de 1817. Sublevación de Cochabamba.
D. Juan Carrillode Albornoz 143
C apítulo XIV
Nuevo ejército auxiliar de Buenos Aires.
Levantamiento de los guerrilleros del Al­
to Perú. Rasgos biográficos de José Mi­
guel Lanza 154
Apéndice 167
Casos históricos y tradicionales de la
ciudad de Mizque 189

Prólogo 191
C apítulo I
Primitivos habitantes del valle de Miz­
que 201
C apítulo II
El Inca Capac Yupanqui y sus empresas
militares. Sometimiento de Chayanta y
Charcas a la autoridad del Inca. Descu­
brimiento de las minas de Porco. Ca-
334 —
Pág.
rácter singular de la dominación incaica.
Ocupación del valle de Mizque 207
C apítulo III
Fundación de la villa de Salinas de R o
Pisuerga hoy ciudad de Mizque. Progreso
rápido de la nueva villa. Construcción de
los primeros edificios. Creación del Ca­
bildo, Corregimiento y demás tribunales
y justicias de Mizque 2C9
C apítulo IV
Fundación de iglesias y conventos. Ori­
gen remoto del templo de Sán Agustín.
El padre José Hurtado. Aparición y mi­
lagros del Cristo de Burgos, según la tra­
dición. Carácter especial del culto que se
tributa a esta imagen 217
C apítulo V
Fundación de los conventos de San Fran­
cisco, Santo Domingo, Santa Teresa, San­
ta Clara, y de las Iglesias de San Sebas­
tián y la Matriz. Erección de la Sede
Episcopal de Santa Cruz de la Sierra y
de qué modo uno de los Obispos de di­
cha ciudad, fue expulsado de Mizque. 227
C apítulp VI
Creación del Hospital de Santa Bárbara
y del convento de San Juan de Dios, y de
qué manera la facultad de administrar
dicho hospital, pasó de los obispos de
Santa Cruz a la comunidad juandediana.
Desarrollo e importancia de esa casa de
caridad. Miembros notables de la cofra­
día de San Juan de Dios. Riquezas de
335
Pág.
las comunidades religiosas y medios de
que a veces se servían para adquirirlas 237
C a n tu ta VII
Industriar, primitivas de Mizque. Rique­
za agrícola y pecuaria. Comercio de ex­
portación. Las minas de Quioma y su in­
fluencia en el progreso y del adelanta­
miento de la ciudad. Las vetas aurífe
ras de Quilinqui 252
C apítulo V III
La aristocracia mizqueña, su organización
y su carácter especial. De cómo un noble
sin titules, viajó hasta Madrid, para ad­
quirir el derecho de votar 261
C apítulo IX
Fiestas profanas. La procesión de las ca­
rrosas. Torneos, justas, juegos de cañas,
lidias de toros y riñas de gallos 266
C apítulo X
La fiesta de la Virgen del Rosario. La
gran procesión. Toros y danzantes. Arcos
y alturas en la ciudad. El Alférez Mayor.
Comilonas y jolgorios. 279
C apitulo X I
El carnaval y sus grotescas solemnidades.
La entrada del domingo. Diversiones
campestres y carreras a caballo. Las al­
cancías 284
C apítulo X II
Fiestas religiosas. Las solemnidades de la
cuaresma. Ceremonias del Domingo de
Ramos. La procesión del Viernes Santo 287
335
Pág.
C apítulo X III
Historia tradicional de doña Inés de Ta-
boada 296
C apítulo XIV
La guerra de emancipación en Mizque.
Los montoneros y sus caudillos princi­
pales 302
C apítulo XV
Don Carlos Taboada y su actuación en
las luchas de la libertad. Correrías de
Goyeneche en el sur y centro del Alto
Perú. Batalla del Quehuiñal. 3CS
C apítulo XVI
Combate de Molles. Taboada después del
desastre, es aprehendido en Tinguipaya y
conducido a Potosí. Juzgamiento y muer­
te de Taboada. Opiniones de historiado­
res ilustres sobre don Carlos Taboada 312
APENDICE
Causas de la decadencia de Mizque y me­
didas que podrían facilitar su resurgi­
miento. Conclusión 320
Indice 329

337
La presente obra se terminó de
imprimir el día 12 de septiem­
bre de 1967, en la E ditorial “Se­
rran o H ncs. L tda.’\ de la ciudad
de Cochabamba, Bolivia.
BIBLIOTECA IV CENTENARIO

Volumen 1.- Jesús Lara:


INKALLAJTA — INKARAQAY
EN PREN SA
Volumen 3: Arturo Oblitas:
OBRAS ESCOGIDAS
EN PREPARACIO N
Nataniel Aguirre
José Antonio Arze
Mariano Baptista
Anibal Capriles
Juan Crisóstomo Carrillo
Man Cesped
Francisco Ma. del Granado
Luis Felipe Guzmán
Tadeo Haenke
Joaquín Lemoine
José A. Méndez
Julio Méndez
José Quintín Mendoza
Juan R. Muñoz Cabrera
José Pol Terrazas
José María Santiváñez
Mariano R. Terrazas
Adela Zamudio
Antología de escritores cochabambinos
Antología de poetas cochabambinos
Antología colonial de Cochabamba
Tradiciones y leyendas de Cochabamba
Antología de artes plásticas
Diccionario biográfico
Diccionario folklórico de Cochabamba
Geografía de Cochabamba
Historia de Cochabamba
Mineralogía de Cochabamba
Industria y potenciales energéticos
Flora y fauna
La música en Cochabamba
E ditorial “Los Amigos del Libro”
C a s illa 450
r>nr>Vmhflmha — Bolivia
EUFRONIO VIS CARRA
Nació en Mizque, el 20 de agosto
de 1857; coronó sus estudios univer­
sitarios titulándose de abogado. Des­
empeñó las funciones de diputado,
ininterrumpidamente desde le legisla­
tura de 1880 —famosa por la cantidad
y calidad de ilustres hombres públicos
que la conformaron—, hasta 1902.
Militó activamente en política y
fue electo Primer Vicepresidente de la
República en los comicios celebrados
en 1908, juntamente con Fernando E.
Guachalla, que postuló a la piimera
magistratura. El fallecimiento de éste y
la subsiguiente nulidad de las eleccio­
nes, motivada por razones de conve­
niencia circunstancial, frustró la pre­
sidencia de aquél, quien, luego, se re­
tiró a la vida privada.
La “Antología Boliviana” publica­
da por Fermín Rejas e hijo (1906) des­
cribe a Eufronio Viscarra como “a un
hombre alto, grave, de barba crecida
levita abrochada y sombrero aludo, que
se pasea lentamente bajo la sombra de
un virginal huerto con un libro entre
las manos. Gusta de la soledad y vive
en ella exhumando documentos histó­
ricos y reconstruyendo escenas olvida­
das ya”.
Murió en Mizque el 27 de junio de
1911.
O bra: “Ensayo histórico’” (1879';
“C ontestación a la R éplica del seño1*
O barrio” (1879); “A puntes p a ra la h is­
te ria de C ochabam ba” (1882); “E stu ­
dio histórico de la Revolución de don
Alejo C alatay u d ” (1887): “La g u e ^ a
del P acífico” (1889); “N ataniel /»rui-
rre ” (1889); “El Jefe dél P artido N a­
cional” (1892); M anifierto que dM ^en
a la Nación sus R ep resen tan tes” ( 1 8 2
^ •

“Ca^os históricos y tradiciones de la


ciudad de M izque” (1907); “M anifies­
to que dirige a la Nación el P rim er Vi-
cetr'es:d "n te electo de la R eoblica”
(1.908): “B iograf'a del G eneral E steban
Ame” (1910).

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