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Tercera llamada:

orientaciones
de género
para la vida
cotidiana
Martha Leñero Llaca

Universidad Nacional Autónoma de México


Programa Universitario de Estudios de Género
Fondo de Desarrollo de las Naciones Unidas para la Mujer

México, 2010

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La presente edición fue cofinanciada por unifem, Oficina Regional
para México, Centroamérica, Cuba y República Dominicana.

Este libro fue sometido a un proceso de dictamen externo


conforme a los criterios académicos del comité editorial
del Programa Universitario de Estudios de Género de
la Universidad Nacional Autónoma de México.

Diseño editorial: Diana López Font / lopezfont@gmail.com


Corrección de estilo: Amelia Estévez

Primera edición: 22 de septiembre de 2010


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ISBN de la colección 978-607-02-1555-1


ISBN 978-607-02-1747-0
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Impreso y hecho en México

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Definir
los principales
conceptos

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(Sobre la importancia de conocer
la definición de los principales conceptos
útiles para comprender la construcción
sociocultural de la feminidad
y la masculinidad)

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Cada vez es más frecuente escuchar o leer la palabra género en diversos
medios, en políticas públicas, en conferencias, en planes y programas
académicos o en el lenguaje cotidiano. Se podría decir que el género ha
ganado terreno, ha hecho visibles y públicas las temáticas que le son propias,
como la igualdad y la diferencia, las asimetrías sociales, la discriminación y la
violencia entre hombres y mujeres. Pero, como todo concepto, también ha ido
adquiriendo diversos significados que dependen de los contextos en los que se
usa. Resulta importante, entonces, localizar esos contextos, analizar cómo
se está utilizando la palabra género y formular algunas primeras preguntas.
Para empezar: ¿por qué se piensa o se ha pensado que lo femenino y lo
masculino es natural? ¿Por qué hay más mujeres en ciencias sociales y más
hombres en carreras científicas? ¿Por qué razón hay más maestras mujeres en
la educación básica que maestros? ¿Por qué hay más jefes que jefas? Éstas
y otras preguntas similares tienen que ver con las palabras sexo y género.
Mucho se ha escrito y debatido hasta ahora acerca del significado del
concepto o categoría de género como término clave para explicar y demostrar
que tener uno u otro sexo biológico y anatómico en nuestros cuerpos no
determina automáticamente ni define por sí solo las características y los
modos de ser que se adjudican a lo femenino y a lo masculino. Sin embargo, aún
hoy, persisten antiguas ideas que asumen que las mujeres deben ser femeninas
y los hombres masculinos, cuando hace tiempo se descubrió que estas ideas son
construcciones culturales y, por lo tanto, no son naturales, es decir, no tienen
nada que ver con el sexo de las personas y, en consecuencia, son modificables.
Este descubrimiento hizo posible que el género se convirtiera en una categoría
de análisis útil para denunciar el carácter construido de la feminidad y la
masculinidad consideradas como derivaciones biológicas y naturales de
la diferencia sexual. Desde entonces, el sexo y el género no son lo mismo.
Sin embargo, la diferencia sexual ha sido entendida de diversos
modos por distintas disciplinas, enriqueciendo los análisis pero también
volviéndolos más complejos. Al respecto, Marta Lamas (1999: 87) dice que
para el psicoanálisis, la diferencia sexual “es una categoría que implica el/
lo ‘inconsciente’”; en la sociología “se refiere a la diferencia anatómica y los
papeles de género” (subrayado de la autora); para la biología “implica otra
serie de diferencias ocultas (hormonales, genéticas, etcétera), que pueden
corresponder a algo distinto de la anatomía aparente”. No obstante, añade
Lamas, para el estudio de las relaciones entre mujeres y hombres, “la diferencia

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sexual es un concepto básico para entender la base sobre la que se construye
el género”, y donde tal diferencia implica al cuerpo y al inconsciente, y más
precisamente a “la forma en que el inconsciente simboliza el dato biológico”
(1999: 91). Estas ideas permiten a Marta Lamas plantear, por ejemplo, que es
importante no confundir la diferencia sexual con la diferencia anatómica.
A ello contribuye el psicoanálisis, que “piensa al sujeto como un ser sexuado
y hablante, que se constituye a partir de cómo imagina la diferencia sexual y
sus consecuencias se expresan también en la forma en que se aceptan
o rechazan los atributos y prescripciones de género” (1999: 98). Aquí entramos
en un terreno más complejo donde sería necesario analizar diversos estudios
y profundizar en otros conceptos.
Volviendo a una distinción básica entre sexo y género, podemos
decir que, en términos biológicos, el sexo se define como una “variante
biológica que diferencia a miembros de una misma especie en machos
y hembras. En el caso de la especie humana, en varones y mujeres”
(iedei, 1998: 9). El término género, en cambio, se refiere a la “fabricación
cultural e histórica de lo femenino y lo masculino, la cual determina el
tipo de características y comportamientos considerados socialmente como
masculinos (adjudicados a los hombres) y como femeninos (adjudicados a
las mujeres)” (Piñones, 2005: 127). El problema es que estas características y
comportamientos han involucrado relaciones de dominación y subordinación
y, por ende, de desigualdad. Veamos algunos ejemplos. Para una niña o una
mujer, las características de género histórica y culturalmente adjudicadas a
ellas se refieren a ser dóciles, dependientes, inseguras, sensibles, hogareñas,
comprensivas, delicadas, tiernas, afectivas, intuitivas, temerosas, sumisas
y pasivas; de un niño o de un hombre se espera que sean valientes,
independientes, seguros de sí, razonables, inquietos, aventureros, tenaces,
fuertes, bruscos, prácticos, temerarios, desobedientes y activos.
Estas características y formas de ser, que varían en el tiempo y según
la cultura, dividen lo femenino y lo masculino en mundos opuestos
y desiguales; por eso es importante poder reconocer las capacidades de
niñas y niños, mujeres y hombres independientemente de su sexo. Esto
se logra examinando cómo pensamos y cómo son nuestras reacciones
o respuestas frente a ellas y ellos, preguntándose, por ejemplo: ¿pienso que
los hombres son más inteligentes que las mujeres? ¿Creo que las mujeres son
menos agresivas que los hombres? ¿Están diferenciadas por sexo las tareas en

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mi hogar o en mi trabajo? ¿Cómo puedo facilitar que en mi entorno ellas
y ellos descubran capacidades no exclusivas de mujeres u hombres? Una
prueba más de que el deber ser masculino o femenino no es natural, sino que
se ha generado culturalmente, la encontramos en la historia: no ha sido lo
mismo ser una mujer o un hombre del siglo xix o de principios del xx que del
xxi, aunque haya cualidades que permanezcan y otras que hayan cambiado.
Sin embargo, a pesar de todos los cambios culturales, es de llamar
la atención la inmensa dificultad que todas y todos tenemos para separar
el cuerpo biológico y anatómico de su deber ser como masculino o como
femenino. Es precisamente esta dificultad la que ha generado –en un periodo
de muy larga duración histórica– multitud de estudios, debates, revistas, libros,
diccionarios, cursos, talleres, diplomados, etcétera, que abordan particularmente
la diferencia entre el sexo y el género y, de manera más general, la diferencia
sexual. Acompañan a esta producción una serie de discursos no académicos,
podríamos decir que de sentido común, que también producen significados
sobre el cuerpo de mujeres y hombres. A esta producción se le ha denominado
discursos de género entendidos como el conjunto de “expresiones escritas u
orales –independientemente de su origen, forma o adscripción textual– donde
se narra y explicita el sentido y los contenidos de la diferencia sexual” (Moreno,
2008a: 127, cursivas de la autora).
El cuerpo, el sexo, la diferencia sexual y la sexualidad han estado
presentes en multitud de discursos1 atravesados por relaciones y mecanismos
de poder múltiples y móviles que, de acuerdo con Foucault (1991), es necesario
dejarlas de pensar dentro de una concepción jurídica del poder. Desde esta
concepción, el poder sólo ha tenido rasgos negativos, represivos o prohibitivos
que impiden ver “su eficacia productiva, su riqueza estratégica, su positividad”
(Foucault, 1991: 104). Así, “si la sexualidad se constituyó como dominio por
conocer, tal cosa sucedió a partir de relaciones de poder que la instituyeron
como objeto posible” (1991: 118). De este modo, los discursos de género no
necesariamente son favorables a la modificación del significado que damos
a la diferencia sexual, sino que existen, circulan, se inscriben en los cuerpos
sexuados, posibilitan y a la vez impiden, aunque muchas veces interpretan, la
diferencia sexual como desigualdad política y social.

1 Para Joan Scott, quien retoma a Michel Foucault para definir la noción de discurso, “los discursos
no son un lenguaje ni un texto, sino una estructura histórica, social e institucionalmente específica
de enunciados, términos, categorías y creencias” (Scott, 1999: 90).

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De acuerdo con Marta Lamas, los discursos de género han provocado
algunas confusiones porque el término género ha adoptado múltiples
significados. A veces, abordar “una cuestión de género” significa ocuparse
exclusivamente de las mujeres o de asuntos de las mujeres, como si el género
sólo fuera un distintivo femenino. Dice la especialista: “Esta errónea asimilación
de género a mujeres es de vieja data y se repite en todos los ámbitos, incluido
el académico […] Y por si fuera poco, el hecho de que en castellano los
hombres y las mujeres sean nombrados como género masculino y género
femenino provoca confusión cuando se dice ‘género’” (Lamas, 2008: 14).
Más adelante, esta autora nos ayuda a entender mejor la diferencia entre
sexo y género con un sencillo ejemplo, al decir que no cabe duda de que la
menstruación es una cuestión biológica y por lo tanto es relativa al sexo
y no puede modificarse, pero pensar que las mujeres que están menstruando
no deben bañarse, es una cuestión cultural de género y, por ello mismo, ese
pensamiento puede modificarse (2008: 17). En otras definiciones de género
se pueden apreciar algunas distinciones que mantienen el mismo sentido.
Algunas de ellas definen al género como:

• Una forma contemporánea de organizar las normas culturales pasadas


y futuras, una forma de situarse en y a través de esas normas, un estilo
activo de vivir el propio cuerpo en el mundo (véase Butler, 1990).
• Una atribución de distintas tareas, comportamientos, valores y funciones
sociales a cada uno de los sexos. No se trata de un rasgo diferenciador
biológicamente determinado. Se trata de una construcción cultural
determinada por el contexto histórico y por lo tanto mutable (cambiante)
(véase iedei, 1998).
• “Un conjunto de ideas, creencias y atribuciones sociales construidas
en cada cultura y momento histórico, tomando como base la diferencia
sexual; a partir de ello se construyen los conceptos de masculinidad
y feminidad, los cuales determinan el comportamiento, las funciones,
oportunidades, valoración y las relaciones entre hombres y mujeres”
(Inmujeres, 2003: 92).

Las características o atributos construidos histórica y culturalmente


para la feminidad o masculinidad no vienen inscritos de antemano en los
cuerpos sexuados, sino que dependen de construcciones culturales de larga

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historia y duración. El problema está en que estos rasgos o características se
han estereotipado, es decir, se han fijado como inherentes e inmutables en
nuestros cuerpos, aun cuando la experiencia nos diga que las mujeres y los
hombres podemos desarrollar rasgos que no dependan de nuestros cuerpos
sexuados. Así por ejemplo, a las mujeres nuestro sexo no nos impide ser
inteligentes, razonables, independientes y valientes, o sensibles, dependientes
y hogareños a los hombres. Los estereotipos de género se definen entonces
como concepciones y modelos sobre cómo son y cómo deben comportarse
la mujer y el hombre. El inconveniente de estos estereotipos es que implican
desigualdades y desventajas que restringen accesos y oportunidades sólo por
el hecho de que se es hombre o mujer.
De acuerdo con los estereotipos de género, las cualidades, las
características o los atributos inmutables de las mujeres y los hombres
deberían ser más o menos así:

Las mujeres Los hombres

Sensibles frente a los problemas Racionales frente a los problemas


Pasivas en las relaciones con los hombres Tener la iniciativa en la relación amorosa con las mujeres
Débiles para trabajos pesados Fuertes para cualquier tipo de trabajo
Responsables de las tareas domésticas Responsables de proveer el gasto familiar
Abnegadas como madres de familia Autoritarios como padres de familia
Dóciles cuando se las educa Rebeldes cuando se les educa
Pacíficas en general Violentos en general
Dependientes de todo Independientes de todo
Tiernas en sus relaciones sociales Rudos en sus relaciones sociales
Fieles por naturaleza Infieles por naturaleza

Sabemos por experiencia propia y por el conocimiento que tenemos


sobre las vidas de quienes nos antecedieron y de otras culturas, que estas
características o atributos no son tan rígidos en la realidad, pero también
sabemos que en muchos casos siguen funcionando como ideas o ideales que
orientan las acciones y las decisiones de las personas en general. Frente a
esta rigidez y oposiciones tan evidentes, cabe preguntarse: ¿desde cuándo se
empieza a construir este ordenamiento? ¿Cómo se logra colocar a las mujeres

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en el lado más constreñido e inferior de estas oposiciones y a los hombres en
el más abierto y superior, por decir lo menos? La extensa y compleja
producción teórica feminista mundial y del campo de los estudios de género se
ha encargado, desde hace ya varias décadas, de estudiar a fondo las razones
y sinrazones, causas y consecuencias de esta situación, y ha descubierto que
es necesario remontarse muy lejos en el tiempo para localizar las formas
distintas pero consistentes en que la diferencia sexual organiza la vida social. Es
importante tener en cuenta que la antigüedad del problema no justifica por sí
misma su existencia ni admite que se diga que no es necesario cambiar o que
“así debe ser” porque “así ha sido siempre”. Lo que esa antigüedad nos revela
es, más bien, la perdurabilidad de muchas formas de injusticia y desigualdad.
Las variables históricas y contextuales en los análisis de género dejan ver
que las nociones de femenino y masculino son una construcción sociocultural
precisamente porque estas nociones cambian a través del tiempo y las
sociedades. Hoy, muy poca gente en nuestro país pensaría que está mal
que una mujer use pantalones, maneje un coche, trabaje fuera del hogar
y reciba un salario por ello; en cambio, antes, todas estas actividades eran
vistas como exclusivamente masculinas. O, en el otro sentido, hoy no vemos
mal que un hombre cargue y arrulle a su bebé, haga las compras o lleve a
sus hijas e hijos a la escuela y, antes (quizá en el siglo xix, aunque en muchos
lugares todavía es así), al desempeñar estas tareas podía ser calificado como
afeminado. Sin embargo, en algunas regiones de nuestro país la gente todavía
piensa sobre estos temas como se hacía hace dos siglos.
Entonces, si hoy es posible pensar diferente, ¿por qué se continúa
pensando que sexo es igual a género? Es decir, ¿por qué perdura la creencia
de que al nacer una mujer o un hombre ya están predestinados a ser de tal o
cual manera, de acuerdo con los estereotipos de lo femenino y lo masculino?
Vistos así, los estereotipos de género parecen camisas de fuerza y obstáculos
para el desarrollo y el logro de proyectos de vida. Un ejemplo que ilustra cómo
conviven algunos adelantos con ideas atrasadas lo tenemos en el trabajo
asalariado de la mujer, el cual está socialmente aceptado como necesario
y positivo, pero si la mujer que trabaja es a su vez madre de familia, no se dejan
esperar las opiniones adversas que señalan el descuido de su familia, es decir,
se piensa que su actividad laboral está en contra del estereotipo femenino de
la madre. Este estereotipo le dicta y le ordena estar principalmente dentro del
espacio doméstico y, a su vez, le asigna su principal rol, papel o función como

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cuidadora del hogar. Así, el estereotipo de género se convierte en norma que,
en el caso de los hombres funciona cuando se les critica por atender asuntos
domésticos. A las funciones y papeles que se cumplen de acuerdo con los
estereotipos sobre lo femenino y lo masculino se les denomina roles de género.
Cuando se alteran –por mínima que sea tal alteración– los lugares, las
funciones y los papeles designados por los estereotipos y los roles de género,
con frecuencia se origina una serie de reacciones negativas que se explican
más como respuestas frente a la alteración de un orden preestablecido.
Estas reacciones abarcan desde señalamientos y sanciones sociales hasta
discriminación y exclusión, lo cual propicia un ambiente social inequitativo
y violento. Se habla de sexismo cuando en una institución –cualquiera que
ésta sea– o en algún espacio social se mantiene en situación de inferioridad,
subordinación o explotación de las personas (mujeres u hombres) a quienes
se domina sólo por pertenecer a uno de los sexos. Sexismo es un término
análogo al de racismo, mediante el cual se discrimina y excluye a las personas
en función de sus rasgos y características raciales. Existe sexismo cuando hay
jerarquización y desigualdad social y cultural sustentadas en la diferenciación
entre los sexos.
Así pues, aunque la mayoría de las leyes vigentes en los países
democráticos se oponen al sexismo, éste o las discriminaciones sexistas
persisten en diversos ámbitos sociales cuando las mujeres son consideradas
inferiores a los hombres y ellos son considerados superiores a las mujeres.
Esta situación se convierte en una pauta cultural cuando implica un conjunto
de comportamientos y actitudes que derivan en la subordinación de un
sexo respecto del otro. El sexismo puede ser explícito, como, por ejemplo,
en el machismo o como en las familias en que la opinión de la mujer no
cuenta; pero también puede ser menos evidente, como cuando por tradición
incuestionada se forman filas de niñas y niños separados por sexo en el patio
de una escuela mixta. La mayoría de los estudios e investigaciones que se han
realizado en el campo educativo desde la perspectiva de género ha detectado
sexismo, por ejemplo, en los libros de texto o libros escolares. Al respecto,
Nieves Blanco dice:

hay sexismo en los textos escolares no sólo cuando no existe una equiparación
numérica entre mujeres y hombres, sino cuando describen a unas y a otros en
contextos y funciones que no reflejan la diversidad de papeles, actitudes

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y comportamientos de la realidad. También hay sexismo en los libros de texto cuando
se limitan a presentar una situación existente, que es discriminatoria, sin analizarla o sin
presentar alternativas (Blanco, 2000: 121).

De acuerdo con la cita anterior, es posible localizar sexismo en toda


la gama de representaciones sobre actividades, funciones, aspiraciones
y demás ámbitos sociales en los que se desenvuelven mujeres y hombres. Tales
representaciones están presentes en los medios de comunicación audiovisuales
como la televisión, el cine, la radio, la web, o los medios impresos como el
periódico, las revistas, etcétera. Si en todos estos medios, las representaciones
sobre las mujeres y los hombres, las niñas y los niños son estereotipadas desde
el punto de vista de género, entonces podemos decir que son sexistas. También
se habla de lenguaje sexista cuando al hablar se excluye o se subordina lo
femenino a lo masculino.
Junto a los estereotipos de género que asignan roles y funciones
y pueden derivar en discriminaciones sexistas y en violencia de género, se
encuentran los sesgos de género. Un sesgo de género implica el forzamiento
de prácticas y representaciones sociales para privilegiar o favorecer los
estereotipos masculinos o los femeninos en detrimento de uno de los dos.
Estos sesgos pueden ubicarse en discursos que, por ejemplo, explican
los problemas de la humanidad o se refieren a ella basándose sólo en las
experiencias predominantemente masculinas y tomándolas como explicaciones
que valen tanto para hombres como para mujeres. Un ejemplo de ello son
las frases recurrentes en los medios escritos o audivisuales: “El origen del
hombre”, “El hombre primitivo”, etcétera, cuando en su lugar podría decirse
“El origen de la humanidad”, “La humanidad primitiva”.
Al emplear un modo sesgado de referirse a lo humano, como en los
primeros ejemplos, sucede que las mujeres quedan suprimidas e invisibilizadas
en esos discursos. Cuando esto ocurre, los estudios de género indican la
existencia de un sesgo androcéntrico2 que relega lo femenino a una posición
marginal, insignificante o inexistente y privilegia de manera hegemónica

2 Andro es un prefijo o sufijo que proviene del griego y que significa varón. Las palabras
androcentrismo y androcéntrico aluden a la centralidad que adquiere una visión masculina del
mundo que “se instaura como representación del género humano y único punto de vista sobre
el mundo, la cultura y la historia” (Sánchez y Vallés, 2008: 21).

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todo lo referido a lo masculino. Una forma extrema de androcentrismo es la
misoginia que consiste en el repudio de lo femenino (sólo por serlo).
Las concepciones culturales sobre lo femenino y lo masculino no serían
tan problemáticas si no implicaran desigualdad y jerarquía, es decir, si no
valoraran como positivos, centrales y más importantes los atributos o ideas
referidas a lo masculino y si no colocaran en el lado negativo, marginal y
menos importante los atributos que se refieren a las concepciones sobre lo
femenino. Esta situación se agrava cuando las ideas sobre lo femenino
y lo masculino se basan en principios de dominación y subordinación. En este
sistema de pensamiento, lo masculino debe dominar y lo femenino debe ser
subordinado; lo masculino es igual a fuerza física y lo femenino es igual a
debilidad; lo masculino es positivo y lo femenino es negativo, etcétera. Aun
cuando se pueden localizar variaciones históricas y culturales respecto de esta
relación de dominación-subordinación, los estudios de género nos ayudan a
pensar y a actuar en pos de la eliminación de cualquier forma de relación en la
que esté presente el binomio dominación-subordinación.
Por ello, para transformar y liberarnos de esta situación es necesario
modificar, sobre todo, una concepción de lo femenino basada en la devaluación
y subordinación de las mujeres. Incluso, como lo señala Estela Serret, para
cumplir una tarea emancipadora es necesario no partir “de una concepción
de lo femenino y el ser mujer acorde con la construida por órdenes basados,
en gran medida, en la subvaloración de lo femenino y la subordinación de las
mujeres” (Serret, 2002: 269, cursivas de la autora). No se trata, sin embargo,
de que las mujeres asuman los roles masculinos y activos ni viceversa, sino de
construir proyectos de vida equitativos y libres de los estereotipos de género que
organizan desigualmente la vida humana. Esto implica transformar las relaciones
de género desiguales, es decir, las relaciones entre mujeres y hombres basadas
en la atribución arbitraria para unas y otros de comportamientos, habilidades,
expectativas y toda una serie de imperativos de género que asignan y dictan
–de manera desigual e injusta– un lugar en el mundo.
La transmisión y el reforzamiento de estereotipos, roles y sesgos de
género, no obstante las buenas intenciones que tengamos de transformar este
ordenamiento sociocultural, ocurren aun sin darnos cuenta y se manifiestan
en actitudes y comportamientos, interacciones y relaciones interpersonales
de todos los días. Así, se manifiestan tanto en ámbitos escolares como en
el hogar, cuando opinamos o pensamos que los niños son, por definición,

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más inquietos que las niñas y que ellas son, por lo general, más tranquilas.
Y junto a estas características (que en el lenguaje adoptan la forma de
adjetivos) conviven todas las que se asocian a cada una de ellas y funcionan
como sus derivaciones; por ejemplo, en el caso de las niñas, tranquilas puede
asociarse con otras características como calladas, quietas, pasivas, etcétera,
en contraste o en oposición con las derivaciones de la palabra inquietos que
puede vincularse fácilmente con hablantines, movidos, activos, etcétera. No
es raro, en estos casos, y sobre todo en la escuela, que las maestras o los
maestros premien el silencio de las niñas y les formulen más preguntas directas
a los niños o que en el hogar se permita a los niños toda clase de juegos que
implican intensa actividad física cuando se insiste, en cambio, en alejar a las
niñas de estas actividades.
Los ejemplos son tantos que sería interminable nombrarlos todos, ya
que los estereotipos de género se manifiestan de distinta forma en las diversas
etapas de la vida de las personas, en los ámbitos en los que se desenvuelven
y en las relaciones interpersonales que establecen. Lo importante entonces
es aprender a identificarlos, ya sea en nuestro propio modo de pensar y
actuar o en el de las demás personas, para poder modificar la desigualdad
que implican (y la violencia que subyace a la desigualdad) en términos de
valoraciones positivas y negativas recibidas sólo por el hecho de que se
es mujer u hombre.
Algunas recomendaciones para poner en práctica transformaciones
básicas en las formas en que se transmiten y refuerzan estereotipos de género
son las siguientes:

• Pensar que la ternura, el silencio, la tranquilidad, la abnegación, la


docilidad, la debilidad, la belleza, la intuición, la sumisión, el sacrificio,
la pasividad, etcétera, no son atributos exclusivos de todas las mujeres,
porque no todas son iguales ni estos rasgos forzosamente forman
parte de sus cuerpos. Y en el caso de los hombres, pensar que rasgos
como la fuerza, la inteligencia, la racionalidad, la valentía, la aventura,
la actividad, la seguridad, etcétera, no les pertenecen a ellos de forma
exclusiva.
• Asumir que los atributos anteriores pueden ser de mujeres y de hombres,
porque unas y otros, como seres humanos, piensan, reflexionan, actúan
y tienen sentimientos, emociones, habilidades, expectativas, etcétera.

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• Dejar de suponer y afirmar que los lugares públicos deben ser ocupados
sobre todo por hombres o que a las mujeres les corresponde ocupar el
espacio privado y no otro.
• Eliminar de nuestras vidas las valoraciones de inferioridad o superioridad
que dependen de las funciones que se desempeñan como mujeres
y hombres.
• Cuestionarse los roles tradicionales de género que, por ejemplo, dictan
a una mujer la obligación de cuidar a una persona que se enferma en
la familia, y conversar sobre la posibilidad de que otros miembros de la
familia consideren un deber participar en esta tarea.
• Rechazar y denunciar las relaciones de dominación, subordinación
y explotación basadas en la diferencia sexual.
• Preguntarse por qué todos los integrantes de una familia deben
someterse a las decisiones de quien ocupa el papel de proveedor, ya sea
que esta función la ocupe un hombre o una mujer.
• No permitir privilegios de ningún tipo en función de la pertenencia a uno
u otro sexo.

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Mirar
con lentes
de género

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(Sobre cómo la mirada de género
se convierte en una perspectiva que
revela y explica los modos en los cuales
las sociedades construyen la diferencia
sexual basada en la desigualdad
de género)

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Se dice metafóricamente que para tener una mirada de género es necesario
mirar con lentes de género. Esto quiere decir que es indispensable enfocar la
mirada para descubrir los estereotipos de género y las desigualdades sociales
que suscitan. Mirar, en este caso, también significa comprender, entender,
pensar; de este modo, se puede decir que una situación no se mira con lentes
de género cuando, por ejemplo, en una familia donde hay niñas y niños, es
“normal” que sólo las niñas jueguen con muñecas y a la casita, mientras que
los niños sean quienes siempre juegan con la pelota o se suben a los árboles.
Esa supuesta normalidad dejaría de serlo cuando al verla con los lentes
de género descubramos que tanto las niñas como los niños pueden jugar a
todos esos juegos. Los lentes de género tampoco se emplean cuando en lugar
de hablar de “niñas y niños”, “mujeres y hombres”, sólo hablamos de “niños”
o de “hombres”, o cuando se tolera cierto grado de agresividad a los niños
y a los hombres, y se ve no sólo como natural y normal, sino que además se
premia el silencio de las niñas o las mujeres.
Como ocurre en todos estos casos, cuando la realidad aún no se mira
con lentes de género se dice que todavía no se ha adoptado la perspectiva de
género. Con la palabra perspectiva se alude al punto de vista desde el cual se
considera o se analiza un asunto. De este modo, plantear la correspondencia
entre perspectiva y lentes es útil para señalar que las realidades en las que
vivimos pueden analizarse o verse desde diferentes puntos de vista. Es así
como las conclusiones a las que llegamos dependen de una perspectiva, es
decir, de los lentes utilizados. Por lo tanto, la perspectiva de género brinda
una forma distinta de ver y analizar situaciones diversas, develando las
desigualdades sociales y culturales entre mujeres y hombres que de otra forma
pasarían inadvertidas o se seguirían viendo como normales y naturales. A esta
perspectiva también se la conoce como enfoque de género.
Como definición, la perspectiva de género es una forma de análisis
usada para indicar y mostrar que las diferencias entre mujeres y hombres
están en sus cuerpos biológicos, pero sobre todo en las distinciones culturales
asignadas a los seres humanos, las cuales han generado desigualdades de
trato, acceso y oportunidades. Esta perspectiva ayuda a comprender más
profundamente las relaciones que se dan entre las mujeres y los hombres
(Inmujeres, 2007: 104-105; pueg, 2008: 10). De acuerdo con Marta Lamas, la
expresión perspectiva de género “se ha popularizado para designar una cierta
manera de entender la desigualdad social entre los hombres y las mujeres”

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(Lamas, 2008: 14). Al utilizar esta perspectiva, dice la autora, “se llegan
a comprender las condicionantes relacionales y culturales que se juegan en la
aparición de ciertas conductas, características y expresiones humanas” (2008: 15).
Cuando todavía no se hacían análisis con perspectiva o enfoque de
género, la violencia en el hogar, por ejemplo, se estudiaba o se consideraba
como un fenómeno que reproducía en el ámbito familiar la violencia
estructural de un sistema social, económico y político determinado. Las causas
de la violencia familiar se buscaban entonces en esos sistemas estructurales,
pero no se distinguía a quienes la ejercían de quienes la padecían; tampoco
se consideraban los mecanismos de poder que estaban en juego ni qué tipo
de violencia se presentaba en cada caso o cómo afectaba de distinto modo
a mujeres y hombres. La perspectiva de género aplicada al problema de la
violencia ha demostrado que las mujeres y las niñas son las destinatarias
principales de diversos tipos de violencia, que se ejerce, la mayoría de las veces,
por hombres.
De esta manera, la posibilidad de identificar, analizar, entender, explicar
y cuestionar situaciones múltiples donde se presenta la desigualdad otorgó a
la perspectiva de género su valor como dispositivo analítico y su potencial para
modificar y solucionar los desequilibrios existentes entre mujeres y hombres.
También ocurre la violencia entre hombres, es decir, cuando los hombres
son violentados por otros hombres. La mayoría de las veces este tipo de
violencia tiene la intención de demostrar a otros hombres, o a otras personas,
quién es el más fuerte, el más capaz, el mejor o el que puede someter a quien
sea. Este comportamiento no es natural ni innato, es una construcción cultural
relacionada con el género que apoya, tolera y justifica la expresión de la
violencia física por parte de los hombres. El análisis de la violencia masculina ha
abierto los estudios sobre masculinidades y ha demostrado que la perspectiva
de género no sólo se refiere a estudios sobre las mujeres, sino también incluye
a los hombres. Al respecto, un especialista en este tema recuerda que “si bien
ha servido para visibilizar los problemas específicos que afectan a las mujeres,
así como las formas en que ciertas realidades y prácticas sociales las ponen en
desventaja ante los hombres, la perspectiva de género atiende, ante todo y de
manera central, a las relaciones de género” (Parrini, 2008: 64).
En cuanto a la violencia ejercida por los hombres, este autor opina que
aunque “los datos muestran de manera consistente que los hombres son los
principales responsables de gran parte de las conductas violentas, esto no

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supone que todos los hombres sean violentos o que ninguna mujer lo sea. Lo
que esto nos indica es que hay elementos vinculados con la construcción de
la masculinidad que favorecen que los hombres se involucren en conductas
violentas” (Parrini, 2008: 65). Los estudios sobre masculinidad que la
perspectiva de género hizo posibles incluyen no sólo el estudio de problemas
de violencia, sino también el estudio de la “identidad masculina, la sexualidad de
los hombres, sus relaciones familiares, los significados y prácticas asociados
con la paternidad, la relación con sus cuerpos, las prácticas vinculadas con la
salud y el autocuidado, asuntos relacionados con el trabajo y el desempeño
laboral y la manutención del hogar, entre muchos otros” (2008: 65). En este
sentido, la perspectiva de género nos ayuda a ver cómo se afecta la relación
entre los géneros por las diversas formas en que se ha construido e inventado
culturalmente la masculinidad y la feminidad.
Las desigualdades entre los géneros se expresan de manera concreta
en todos los ámbitos de la vida social. Están presentes en el ámbito político, en
la historia, la economía, el arte, la ciencia, las empresas, las organizaciones, el
trabajo, la educación, la salud, la familia, la sexualidad, la vida en pareja,
etcétera (Gamba, 2008). Por tanto, es tarea de la perspectiva de género
estudiar, entender y plantear soluciones a esas desigualdades en cualquiera de
los ámbitos en que se presentan. Veamos algunos ejemplos de lo que aporta
la aplicación de esta perspectiva a diversas situaciones, datos y campos de
conocimiento, o, en otras palabras, lo que se puede mirar y descubrir cuando
se utilizan los lentes de género.
Hace tiempo que las licencias de maternidad son una realidad legal para
las mujeres asalariadas en muchos países. Este derecho laboral, sin embargo,
fue obtenido gracias a la tenaz lucha de movimientos sociales y políticos
encabezados por mujeres; pero no obstante su legitimidad, refuerza la visión
de que las “mujeres son casi las únicas responsables del cuidado de las hijas
y los hijos cuando nacen” (Rodríguez, 2008: 121). Esto deja de lado o sin
considerar la importancia que tiene la participación de los hombres en dicho
cuidado. La perspectiva de género, en este caso, ha señalado la ausencia de
esta consideración y ha estimulado la promulgación de leyes laborales que
otorguen licencias de paternidad. Son los países escandinavos los que hasta el
año 2004 contaban con el mayor número de días para estas licencias,
y sólo algunos países más empiezan a considerarlas (véase cuadro de la página
siguiente).

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Licencias de maternidad y paternidad en países seleccionados, 2004

País Licencia de maternidad Licencia de paternidad

Alemania 14 semanas 2 días


Argentina 12 semanas 2 días
Brasil 16 semanas 5 días
Chile 18 semanas 1 día
Dinamarca 18 semanas 14 días
España 16 semanas 2 días
Estados Unidos 12 semanas No tiene
Finlandia 14 semanas 12 días
Francia 16 semanas 7 días
Italia 16 semanas No tiene
México 12 semanas No tiene
Noruega 26 semanas 14 días
Portugal 16 semanas 5 días
Reino Unido 26 semanas 14 días
Suecia 14 semanas 10 días

Fuente: Lourdes Colinas, Economía productiva y reproductiva en México: un llamado a la conciliación,


cepal, en Rodríguez, 2008: 121.

Otra situación en la que los lentes de género revelan una anormalidad


e injusticia es aquella que se da cuando para ingresar a un puesto laboral se
solicita a la mujer, como requisito obligatorio, la presentación del examen
médico de no gravidez (embarazo). Antes de que la perspectiva de género
tuviera incidencia en las leyes y, en consecuencia, en las políticas laborales, tal
requisito era visto y defendido como “normal”; actualmente, la institución que
solicite a una mujer una prueba de no embarazo como condición para ingresar
al trabajo está incumpliendo las prestaciones a que obliga la ley por razones de
embarazo. En este caso, el enfoque de género no sólo ayudó a percibir como
injusticia algo que antes era visto como “lo justo”, sino que además logró
incorporarse como normatividad laboral.
En otros ámbitos, podríamos preguntarnos, por ejemplo, ¿por qué son
hombres la mayoría de los científicos? Una vez más, antes de la perspectiva de

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género quizá pocas personas se hacían esta pregunta (que se puede formular
no sólo para los científicos sino para muchas otras ocupaciones y profesiones
ejercidas mayoritaria e históricamente por hombres, como los políticos, los
deportistas, los pensadores, etcétera). Hoy en día, en cambio, los lentes de
género nos permiten, en primer lugar, formular estas preguntas y, en segundo,
evidenciar la ausencia de las mujeres. Una consecuencia positiva de este modo
de mirar la realidad y de pensar es que, por ejemplo, la ciencia es un campo
también apropiado para las mujeres, como se puede observar en algunas
instituciones educativas que han optado por apoyar con becas a las mujeres
que eligen estudiar carreras científicas.
Se podrían encontrar muchos más ejemplos sobre cómo los lentes de
género facilitan ciertos análisis; sin embargo, lo que importa subrayar es que
cuando se mira desde una perspectiva de género siempre se pregunta por qué,
continuamente se cuestionan los datos y se examinan las relaciones de poder
entre mujeres y hombres. Para Marta Lamas, la perspectiva de género
es indispensable toda vez que se necesite explicar “la prolongada
marginación de las mujeres, la valoración inferior de los trabajos femeninos,
su responsabilidad sobre el trabajo doméstico, su constante abandono del
mercado de trabajo, su insuficiente formación profesional, la introyección de
un modelo único de feminidad […]” (Lamas, 1996). Es decir, es una perspectiva
de análisis y explicación acerca de un orden injusto que prevalece aún hoy
en día en muchas esferas sociales, pero también es un enfoque que puede
emplearse y aplicarse para revertir este orden en todos los espacios en los
que habitamos y convivimos.
En el área de la salud, por ejemplo, la aplicación de la perspectiva
de género implica considerar que los hombres y las mujeres “están
expuestos de manera distinta a riesgos de enfermedad y muerte, no sólo
por razones biológicas y por motivos del ciclo vital, sino porque enfrentan
situaciones claramente diferenciales en función de los papeles, derechos
y responsabilidades que socialmente les han sido asignados” (Del Río,
2008: 188). En esta área, el enfoque de género ha revelado que las mujeres,
en general, cuidan más de sus familias que de sí mismas, por lo que resultan
muy valiosos todos los esfuerzos que los servicios de salud realicen para
invitarlas a cuidar de su salud y no sólo la de sus familias. Por otro lado, y quizá
entre las aportaciones más importantes de la perspectiva de género al área de
la salud se encuentran el avance logrado en la estipulación de leyes sobre salud

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sexual y reproductiva y la consideración de la violencia hacia las mujeres como
un problema de salud pública.
En el ámbito educativo, la perspectiva de género ha revelado que,
a pesar de que la escuela como institución social reproduce y transmite los
estereotipos de género merced a múltiples prácticas, es también un espacio
idóneo para modificar dichos estereotipos y prácticas. Las investigaciones
educativas han mostrado que, por ejemplo, es común que maestras
y maestros, aun sin percibirlo, se dirijan verbalmente de distinto modo
a las alumnas y a los alumnos y para tareas escolares diferenciadas, como,
por ejemplo, preguntar a los hombres más cuestiones sobre matemáticas
y a las mujeres más cuestiones sobre literatura o historia.1 El análisis de los
estereotipos de género que se transmiten a través de los libros de texto
y los materiales educativos también es una línea de investigación necesaria.
La familia, por su parte, se ha visto fortalecida por las leyes contra la
violencia familiar y todos los discursos a favor de la construcción de relaciones
de respeto y equidad entre los géneros. La consideración de la perspectiva de
género en este ámbito ha sido primordial, tanto para la realización de estudios
y análisis como para su aplicación práctica, ya que es en la familia donde la
mayoría de los estereotipos de género no son percibidos y los roles de género
suelen ser muy rígidos. Pesa, además, en el ámbito familiar y en la historia
de la familia como tal, su difícil construcción sociocultural como un espacio
privado opuesto al espacio público. Esta oposición favoreció por mucho tiempo
la comisión de actos de violencia que quedaban impunes por considerarse que
en el espacio privado no debían intervenir las normas del espacio público. Así,
el maltrato a las niñas y los niños se justificaba como una forma de educar
que sólo le concernía a las y los adultos de un hogar, o la violencia contra las
mujeres se ejercía como un derecho de los hombres de la familia. Sabemos que
estas prácticas aún prevalecen en muchos hogares, sin embargo, contamos ya
con los instrumentos legales que las condenan.
En el ámbito laboral, una particular aportación de la perspectiva de
género ha sido el señalamiento de las dobles y triples jornadas de trabajo de
las mujeres. La primera jornada empieza con las labores domésticas: se trata

1 Entre las investigaciones que exploran la categoría de género en la escuela o en las instituciones
de educación superior, se recomienda consultar los siguientes libros: Belausteguigoitia y Mingo
(coords.), 1999; Buquet et al., 2006; Mingo, 2006; Parga, 2004.

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de un trabajo reproductivo en el que las actividades están relacionadas con la
supervivencia (preparación de alimentos, crianza de hijas e hijos, organización
de la casa, etcétera). Este trabajo es realizado generalmente por la mujer y no
se valora como trabajo. La doble o segunda jornada se refiere a la actividad
laboral extradoméstica remunerada, y se habla de tercera jornada cuando la
mujer participa, además de las dos tareas anteriores, en actividades de servicio
a la comunidad, como, por ejemplo, en juntas vecinales o en grupos de madres
y padres de familia. Frente a todas estas jornadas, no es casual que algunos
movimientos sociales de mujeres hayan planteado recientemente la lucha por
el derecho a descansar como un derecho humano. Por lo anterior, se puede
afirmar que los lentes de género en el ámbito del trabajo han permitido
ampliar o extender el concepto de trabajo para incluir en él al no remunerado,
con el fin de conocer y calcular la carga real y diferencial de responsabilidades
distribuidas por género.
En una vertiente más teórica, los estudios sobre la identidad, es decir,
aquellos que examinan cómo se entiende la identidad desde diversos puntos
de vista (principalmente psicológicos, sociológicos, antropológicos y filosóficos),
y que tratan de comprender cómo se ha respondido en todos esos campos
a la pregunta ¿quién soy yo?, han descubierto la importancia de mirar las
problemáticas de la identidad desde la perspectiva de género. Así, en estos
estudios se habla de identidad de género como del estrato más antiguo
de la personalidad, el cual “ordena todas las piezas que determinan la forma
en que un sujeto es percibido socialmente y se percibe a sí mismo” (Moreno,
2008b: 59). Es decir, la identidad de género es como la primera que se
adquiere y sobre la cual se van superponiendo otras formas de identidad
(nacional, étnica, profesional, ocupacional, etcétera).
De acuerdo con Moreno, “para cuando una persona aprende a hablar,
ha habido ya un proceso de integración al mundo social que la define como
integrante de uno de los dos principales grupos en que está dividida la
humanidad: hombre o mujer” (Moreno, 2008b: 59). En sociedades donde
los estereotipos de género son muy rígidos, es decir, en donde tener un
cuerpo y un sexo de mujer exige comportarse de acuerdo con los atributos
de lo que se ha definido culturalmente como femenino –y lo mismo en
el caso de los cuerpos, sexos y comportamientos masculinos–, las niñas
y los niños van adquiriendo identidades de género también rígidas. Sin
embargo, hoy en día, asistimos a un “borramiento de límites entre lo

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femenino y lo masculino” (2008b: 61) visible en la realización de tareas
y ocupaciones a las que ya pueden dedicarse tanto las mujeres como los
hombres. La apertura del espectro identitario augura, de este modo, menos
restricciones (de comportamientos, actitudes, espacios que se ocupan, de
acceso a oportunidades, etcétera) a una identidad de género para que pueda
constituirse sin estereotipos.
En el terreno histórico, una importante práctica analítica emprendida
desde hace tiempo por el feminismo y los estudios de género ha consistido en
la recuperación de la memoria histórica de las mujeres y de las relaciones entre
hombres y mujeres en la historia. Resulta impactante descubrir la omisión de
las mujeres, por ejemplo, en los movimientos políticos y sociales más
determinantes de la historia de las naciones, cuando basta una indagación más
profunda en los archivos nacionales para encontrarlas en funciones y papeles
fundamentales, y no sólo como adornos en estatuas y cuadros emblemáticos.
Como se ha mostrado, la perspectiva de género resulta indispensable
para cualquier estudio o propuesta de intervención y acción en los espacios
en los que se busca entender y solucionar problemas derivados de
desigualdades y actitudes discriminatorias fundamentadas en estereotipos
sobre lo femenino y lo masculino.
A continuación se enuncian algunos ejemplos de situaciones en las que
no se considera la perspectiva de género o en las que no se mira con estos
lentes. La división sexual del trabajo es una de las más importantes. Así se
denomina a la diferenciación de los trabajos en femeninos (reproductivos) o en
masculinos (productivos) que distribuye y coloca a las mujeres y a los hombres
en ciertas ocupaciones “propias de su sexo”, lo cual, la mayoría de las veces,
implica jerarquía y desigualdad de trato, salarios diferenciados, etcétera. Esta
antigua idea es responsable del hecho de que las mujeres deban permanecer
en sus hogares y los hombres deban salir a trabajar; o aquella idea de que
la educación escolar es un ámbito laboral más apropiado para las mujeres
que para los hombres, porque a ellas les corresponde educar y cuidar a la
infancia, como si ellas trajeran injertado en sus cuerpos el chip de la educación
y el cuidado.
En el hogar, la perspectiva de género estará ausente toda vez que
las actividades en su interior se distribuyan estereotipadamente: las niñas no
deben jugar con cochecitos ni treparse ni usar herramientas; los niños
no habrán de jugar con muñecas ni a la casita; la madre y el padre no varían

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sus roles de género: ella se dedica a todas las tareas domésticas y él se encarga
de todas las cuestiones de la manutención, con gran diferencia en los logros
y satisfacciones que cada una de estas ocupaciones y responsabilidades reporta
a cada quien.
No sólo en las ocupaciones y tareas se percibe la ausencia de la
perspectiva de género en el hogar, sino también en las opiniones y valoraciones
que ahí se tienen sobre las demás personas y sucesos, en los valores que se
inculcan o en lo que se piensa sobre las mujeres y los hombres. En muchos
hogares todavía se piensa que las niñas no deben seguir estudiando, sino que,
en lugar de ello, deben quedarse a ayudar en las tareas domésticas y que los
niños son quienes deben continuar estudiando, que es “normal” que las niñas
lloren casi por cualquier cosa y que es “anormal” que los niños se expresen
de ese modo, que está bien que ellos sean violentos y que ellas se aguanten,
etcétera.
Uno de los ámbitos donde aún falta mucho por hacer en favor de la
perspectiva de género está en los medios de comunicación. En los anuncios
publicitarios, los programas de televisión y radio para público infantil y adulto,
las películas, etcétera, los estereotipos de género están a la orden del día.
Ponerse lentes de género implica desarrollar una actitud crítica frente a todas
estas situaciones, mismas que, sin ellos, veríamos como normales.
Algunas recomendaciones para empezar a emplear la perspectiva de
género o mirar con lentes de género son las siguientes:

• Externar una opinión respecto de las situaciones de desigualdad de


género que se susciten en el hogar, la escuela, el trabajo, la clínica
de salud, los contenidos escolares de aprendizaje, los programas de
televisión, los anuncios publicitarios, etcétera.
• Indagar cómo se perciben y valoran las diferencias y desigualdades
de género en diversos espacios de convivencia.
• Proponer, en distintos ámbitos sociales, actividades colectivas en las
que las funciones y tareas no se dividan tajantemente entre lo que deben
hacer las mujeres y lo que les toca a los hombres. Por ejemplo,
en la escuela no tienen por qué ser siempre las niñas quienes bailen en
los festivales mientras que los niños presentan juegos de destreza.
• Investigar el papel que han desempeñado las mujeres y sus
contribuciones en diversas etapas históricas.

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• Abrir espacios de debate sobre problemáticas sociales relacionadas con
estereotipos de género tratando de descubrir qué obstaculizan, qué
impiden, qué favorecen y cómo se puede modificar este estado de cosas.
• Apoyar a las niñas, los niños y las y los jóvenes cuando deciden dedicarse
a actividades que no están tradicionalmente asignadas para el sexo al
que pertenecen.
• Analizar con las hijas y los hijos los roles tradicionales de género que se
presentan en los cuentos, las novelas, las películas y jugar a cambiar las
historias modificando las identidades de género de los personajes que en
ellas participan. Esto es, ponerse los lentes de género para analizar, entre
toda la familia, situaciones de género externas que ayudarán a mirar con
otros ojos las situaciones de género internas. Con este tipo de actividades
queda al descubierto la injusta y desigual distribución de dichos roles
cuando, por ejemplo, convertimos a un personaje masculino aventurero
y audaz en un personaje femenino, el cual, sólo por serlo, quizá ya no
podrá emprender la cantidad de aventuras y audacias del personaje
masculino. En este caso, es importante reflexionar con las niñas,
los niños y los jóvenes acerca de la forma acartonada de ser que los
estereotipos dictan.

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