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LA ESPAÑA POST CRISIS.

La economía española consiguió recuperar en 2017 el nivel de PIB de 2008, si bien lo hizo con
dos millones menos de empleos y con una distribución de la renta menos favorable para los
trabajadores. Los efectos de la crisis no se limitan al terreno laboral, como lo prueba el hecho
de que el crecimiento demográfico del país en su conjunto ha llegado a detenerse en medio de
la crisis.
Los trabajadores cualificados han pasado de representar un 25% de la fuerza de trabajo, en
1985, a un 15% en 2013; los trabajadores no cualificados han pasado de representar un 15% a
un 23,5%.
El precariado no es más que un subproducto de esta recomposición de la fuerza de trabajo en
virtud de la cual la vieja clase obrera industrial (cualificada, organizada, etc.) va dando paso
poco a poco a un proletariado difuso y cada vez más inestable que rota de manera más o
menos aleatoria, según la coyuntura, entre el empleo descualificado y el paro, con escaso nivel
de protección social y de apoyo formativo.
Los intentos por combatir el paro se han resuelto por lo general a costa de segmentar el
mercado de trabajo y alimentar una dualidad que se nos presenta como consustancial a las
sociedades postcrisis del sur de Europa, donde el balance de la crisis deja un saldo de
trabajadores precarios que se convierten así en la viva representación de los perdedores de la
globalización. Una manera de ilustrar este problema consiste en calcular el peso del gasto en
inversión social, incluyendo en él el gasto destinado a la educación no obligatoria (superior y
preescolar), las políticas activas de empleo y las políticas de I+D, en comparación con el gasto
social consuntivo (pensiones y subsidio de desempleo), lo que permite ver el papel más bien
testimonial que le corresponde al primero en los países mediterráneos.
Podemos identificar dos tipos de factores que explican el declive del viejo orden
socialdemócrata:
- por un lado, factores de orden estructural entre los que destaca la reconfiguración de la
fuerza de trabajo y, en particular, de las clases trabajadoras, así como las mencionadas
tendencias a la dualidad social (precariado vs. clases pasivas).
- por otro, factores de orden institucional como el diseño de la unión monetaria y el
sesgo de las políticas europeas a favor de la consolidación fiscal.

El reto que se plantea a la sociedad post-crisis es el de elaborar un nuevo contrato social capaz
de restablecer los niveles de cohesión perdidos durante la crisis. En este punto, conviene
recordar que cualquier avance en esa dirección pasa por resolver los problemas fiscales que se
pusieron de manifiesto con el estallido de la burbuja y, en particular, el desplome de los
ingresos por importe de seis puntos porcentuales de PIB en los años de la crisis. En segundo
lugar, por establecer un marco de relaciones laborales más equilibrado no solo entre las
empresas y los trabajadores, sino también entre los propios trabajadores, reduciendo las
diferencias que ahora mismo hay entre estables y precarios.

ESPAÑA; DE LA TRANSICIÓN A LA AUSTERIDAD.


Uno de los factores que más ha complicado la capacidad de autogobierno en las democracias
avanzadas radica en que los gobiernos deben conseguir, a un mismo tiempo, la confianza de
los electores y la confianza de los mercados en los que se financian y este fenómeno ha sido
particularmente evidente en países como España que se han comprometido con la
globalización por la vía más exigente de todas: la unión monetaria.

El comportamiento de las elites nacionales está sujeto a una doble lógica: la lógica de la
receptividad, que preside su relación con la opinión pública nacional que pretende representar,
y la lógica de la responsabilidad, que es la que garantiza el encuadramiento del país en
cuestión en el citado sistema de gobernanza europeo. En la medida en que ambas lógicas
entran en conflicto, el papel de la democracia queda en entredicho.
La democracia es una cuestión de elección, de manera que los gobiernos adaptan sus
estrategias a las preferencias de los ciudadanos y, en consecuencia, los cambios en dichas
preferencias se traducen en cambios en las políticas públicas. Una de las innovaciones de esta
crisis es que democracias que parecían consolidadas y efectivas se han enfrentado de manera
súbita a una situación de bloqueo en la que los cambios de gobierno han dejado de tener
consecuencias sobre las políticas públicas.
En principio, las democracias que se han desarrollado al amparo del modelo social europeo se
han caracterizado por su capacidad para conciliar dos principios en conflicto: el principio de
eficacia y competencia que rige el funcionamiento de las economías capitalistas y el principio
de satisfacción de las demandas populares que se expresa en términos de derechos sociales.
En la experiencia europea, la fórmula implicaba una clase obrera organizada que aceptaba el
orden capitalista a cambio de derechos sociales y mejoras salariales controladas pero
sostenidas. En España hubo que esperar a la firma de los Pactos de la Moncloa, tras las
primeras elecciones democráticas de 1977, para conseguir que la negociación colectiva
acordase las subidas salariales de acuerdo a la inflación prevista. Cabe interpretar los citados
pactos como un primer paso en la construcción de un Estado de bienestar propiamente dicho,
si bien sobre una base fiscal todavía endeble.

La batalla contra el déficit público marcó la actuación de los gobiernos socialistas en los años
ochenta y noventa, que hubieron de combinar la extensión de las políticas sociales con
políticas de ajuste. La batalla culminó (ya en tiempos del primer gobierno del PP) con el
“examen de convergencia” previo a la Unión Monetaria, en virtud del cual España hizo un
importante esfuerzo de contención del déficit que le permitió el ingreso en el euro. El problema
es que, así como la inflación de los setenta y los problemas posteriores de déficit público
habían sido síntomas de disfunciones y desequilibrios que exigían de arreglos y soluciones, la
entrada en el euro, al coincidir con una larga fase expansiva de la economía, sirvió, entre otras
cosas, para amortiguar y disimular los síntomas del mal funcionamiento de la economía.
En los primeros años dos mil, el euro parecía capaz de conducir a la economía española a un
imparable proceso de convergencia con el centro de la economía europea.
Tres factores contribuyeron poderosamente a estimular este proceso:
a) las transferencias netas procedentes de la UE, las cuales podemos estimar en esos años
en torno a un punto porcentual de PIB;
b) la llegada masiva de inmigrantes procedentes de América Latina, Norte de África y Europa
del Este; y
c) la burbuja inmobiliaria.

· Apareció en los años setenta un fenómeno desconocido hasta entonces, el estancamiento


económico combinado con inflación (“estanflación”), donde la razón del estancamiento ya no
era la falta de demanda, sino la caída de beneficios empresariales, constreñidos por el efecto
combinado de la inflación de costes y las presiones salariales.

Los gobiernos europeos de la época pusieron en marcha políticas de ajuste orientadas a


mantener las economías nacionales abiertas a la competencia internacional, al tiempo que se
buscaban todo tipo de arreglos internos para paliar los costes sociales de los ajustes. Ello
implicaba, por lo pronto, políticas monetarias más rigurosas con el fin de controlar la inflación,
al tiempo que se intentaban revisar las políticas de los años cincuenta y sesenta en tres frentes
principales: las políticas de rentas, las sociales y las de mercado de trabajo. El impacto de las
reformas recayó sobre los sectores sociales con menos capacidad de negociación (jóvenes,
mujeres, inmigrantes…).
En España, la clase política dio prioridad a las reformas de la transición, la crisis económica
quedó relativamente desatendida y no hizo más que agravarse en la segunda mitad de los
setenta. Los Pactos de la Moncloa consiguieron corregir algunos de los desequilibrios de la
economía española y apuntalar de esa manera el proceso de transición. Más tarde, ya con
gobierno socialista, llegó la reforma parcial del mercado de trabajo (1984) mediante la
contratación temporal de los jóvenes situados en la periferia del mismo, lo que generó uno de
los problemas más importantes de las últimas décadas en el ámbito de la estratificación social:
la división del mercado de trabajo entre un núcleo interno de trabajadores organizados y
protegidos, con garantías de estabilidad laboral, y una periferia de trabajadores sujetos a la
rotación laboral, que daría lugar con el tiempo a la formación del precariado.
Posteriormente, la primera legislatura popular estuvo marcada por el clima de bonanza
económica surgido a partir de dos factores: a) el aprobado de España en el “examen de
convergencia” previo a la integración en la Unión Monetaria; y b) los frutos del “diálogo social”
(reforma laboral, acuerdo sobre pensiones, etc.).
Pero paso a paso, se fueron imponiendo estrategias cortoplacistas en las que la indulgencia de
los partidos para con los votantes solo era comparable al enconamiento de la trifulca partidista,
de tal forma que la dinámica de polarización política de esos años devino en una puja electoral
para ver quién ofrecía las rebajas fiscales más generosas, con el consiguiente debilitamiento
del sistema fiscal, que pasó a depender de manera temeraria de los ingresos derivados
de la burbuja inmobiliaria. A ello contribuyeron tres rasgos característicos del modelo de
crecimiento asociado al ladrillo: la liberalización del mercado del suelo en 1998, las
deducciones por compra de vivienda (que funcionaron en la práctica como subvenciones a la
promoción inmobiliaria) y la política de grandes infraestructuras con que los gobiernos
obsequiaron a las empresas constructoras (las mismas que más tarde aparecerían como
donantes irregulares en la financiación de los partidos, tal como quedó reflejado en “los papeles
de Bárcenas”).

Cuatro décadas de envejecimiento demográfico.

La vejez crece en España desde finales del siglo XIX. El cambio en nuestra pirámide de
edades no es por tanto un proceso coyuntural, ni reciente, ni local, y solo cobra sentido si se
inserta en un proceso demográfico mucho más amplio: El cambio en la eficiencia de la
reproducción humana.

· Las poblaciones no tienen edad, no envejecen, eso la hacen las personas. Las poblaciones
cambian la estructura por edades. Una estructura, en demografía, es simplemente la manera
en que la población se distribuye en sus partes, según una categoría clasificatoria. Puede ser
cualquiera, como estado civil o nivel de estudios, y la única condición es que la clasificación
sea unívoca (cada persona está en una única parte del todo) y exhaustiva (nadie queda fuera).
El otro requisito es que utilice números relativos, no absolutos. La estructura por edades es,
simplemente, la distribución porcentual de una población entre las diferentes clases de edad.

Lo que denominamos "envejecimiento de la población" consistiría en realidad, gran paradoja,


en más años de vida juvenil o adulta. El cambio demográfico se está experimentando en todos
los países del planeta y, aunque Europa fue el continente donde se inició y se encuentra en un
estadio más avanzado, España no supera el promedio de la UE.

La mejor manera de sintetizar la estructura por edades es el gráfico demográfico por


excelencia, la pirámide de población. La forma de la pirámide cambia por el efecto combinado
de alteraciones en los mismos tres fenómenos que condicionan el volumen de la población, la
natalidad, la mortalidad y las migraciones. En la España actual, por primera vez, los
menores de 15 años se han visto rebasados en número por quienes tienen 65 o más años.
El descenso de la natalidad observado durante las últimas cuatro décadas no sólo se explica
por el descenso de la fecundidad, sino también por el retraso del calendario (especialmente
significativo en el caso de España). A este retraso, en las últimas cuatro décadas, han
contribuido factores novedosos de orden diverso:
- La crisis de finales de los setenta se tradujo para la juventud española en un súbito
bloqueo del acceso al mercado laboral y por tanto a la emancipación.
- Las generaciones de jóvenes de esos años protagonizaron un gran salto del nivel de
estudios y del tiempo dedicado a la formación.
- Las mujeres de estas generaciones rebasaron por primera vez a los hombres
coetáneos en esa dedicación a los estudios.
- Las mujeres siempre habían sido "excedentarias" en el mercado matrimonial y ahora
ocurría lo contrario.
- La actividad extra doméstica de las mujeres irrumpió definitivamente en el mercado
laboral español.

En definitiva, el rapidísimo descenso de la natalidad posterior a 1975 se produce por el efecto


combinado de una fecundidad menguante hasta mínimos insospechados y sin precedentes y
un notable retardo del calendario fecundo.
La natalidad experimenta un ligero repunte en la década posterior a 1998, y en ello tiene un
papel importante el aumento de la inmigración. El efecto del pico inmigratorio en la primera
década del nuevo siglo, hasta que se ve frenado por la crisis económica, tiene un efecto que
contradice el tópico tan extendido sobre su supuesta función de “tapar huecos”. Lejos de verse
supuestamente atraídos por el vacío en las edades infantiles y juveniles, los inmigrantes
vinieron a trabajar, sumándose a las edades que ya eran las más voluminosas.

El envejecimiento demográfico tiene, por motivos múltiples, un papel no sólo principal sino
también impulsor del conjunto de cambios experimentados por la demografía en España y en el
mundo. A diferencia de comportamientos como los fecundos o los migratorios, la mortalidad no
es opcional. Donde presenta diferencias no es en su intensidad (el 100%), sino en su
distribución por edades. El constante aumento del número de personas mayores en las
últimas cuatro décadas se explica, al margen del variable tamaño de sus generaciones, por la
creciente proporción de los que están llegando vivos a la vejez.

Cuando descendemos a niveles municipales o inframunicipales, lo que vemos en la pirámide


poblacional no es la historia en materia de natalidad o mortalidad, sino la movilidad
residencial experimentada en las últimas décadas: la población tiende a moverse hacia las
ciudades.

El aumento de la supervivencia generacional conduce a un descenso de la fecundidad, y éste


se convierte a su vez en un factor que permite dedicar más recursos y atención a cada hijo, dos
tendencias que se refuerzan mutuamente y han alterado para siempre la demografía humana.
Los hombres tienen una ligera sobremortalidad en prácticamente todas las edades, una
constante histórica sin apenas excepciones. Al nacer, la relación entre sexos siempre es algo
mayor para los masculinos (más de 51 de cada 100).

La fecundidad no nos dice nada sobre el reemplazo si no se la combina con la mortalidad. Lo


cierto es que fecundidades muy superiores a 5 hijos por mujer nunca garantizaron dicho
reemplazo a ninguna población histórica. En los años ochenta llegó a pensarse que ya había
tocado techo en los países más avanzados, una vez evitada la mortalidad “precoz”, y hasta se
cambiaron los objetivos estratégicos internacionales en materia de salud para dejar de
perseguir una mayor duración de la vida y buscar, en cambio, su mayor calidad. El propio
envejecimiento demográfico hace descender la Tasa Bruta de Natalidad, y ello por simples
motivos aritméticos: la TBN se calcula dividiendo los nacimientos de un periodo por la
población media de ese periodo (n/P).
El cambio de la pirámide implica a todas las edades, pero también ha ido acompañado de
novedades notables en las características y comportamientos de los propios mayores,
empezando por su simple número, que ha crecido desde 3,8 millones en 1977 hasta los 8,8
millones de 2017 (2,3 veces, mientras que el crecimiento del resto de edades fue del 16%).
Se explica por:
a) volumen inicial de las generaciones que han ido alcanzando los 65 años,
b) la criba anterior que en ellas había hecho la mortalidad desde que nacieron, y
c) su supervivencia tras cumplir esa edad.

España y Francia son los dos países que en la actualidad lideran la esperanza de vida de los
que cumplen 65 años en la Unión Europea.

Con la mortalidad de 1976, al final del baby boom, quien cumplía 65 años tenía una esperanza
de vida de 15,4 años, la misma que las personas que han cumplido 74 años en 2016. Resulta
tentador concluir que la vejez de hace 40 años no se alcanza ahora hasta que se cumplen los
74 años. Al empezar los años 70 había en España algo menos de ochocientos centenarios,
pero a 1 de enero de 2017 su número había aumentado veinte veces, hasta 15.381. La
concentración en menos años se observa en que la proporción de fallecidos de >64 años ha
aumentado dieciséis puntos en estas cuatro décadas (hasta el 86% de las muertes de todas las
edades, cuando a principio del siglo XX sólo eran una de cada cuatro).

La eficiencia reproductiva ha superado el umbral por el que todos los que nacen pueden llegar
a adultos y contribuir a la reproducción, ha cambiado para siempre la demografía humana. Sus
efectos diferidos son hoy visibles con cada nueva generación que cumple los 65 años, con
mayor proporción de supervivientes, con mejor estado de salud, con mejor situación
económica, mayor nivel de estudios y mayores potencialidades y capacidades para cumplir un
papel activo y provechoso para las personas que les rodean y para el conjunto del país.

Mercado de trabajo y clases sociales.

Los principales factores de transformación estructural de la evolución de la estructura de clase


en España son:
a) la desagrarización,
b) la asalarización,
c) el aumento de la cualificación de la fuerza de trabajo y
d) el aumento de la temporalidad de la relación salarial, con particular atención al aspecto
más visible del cambio estructural: la emergencia y expansión de las nuevas clases
medias asalariadas.

Las ocupaciones son paquetes estandarizados de trabajo o conjuntos de habilidades y


cualificaciones definidos en el marco de una determinada división técnica del trabajo, que
están sometidos a un proceso creciente de mercantilización al hilo del cual se configura el
mercado de trabajo.
La segmentación consiste en la formación de una divisoria interna al mercado de trabajo en
virtud de la cual las diferencias entre los trabajadores dejan de ser una cuestión de grado (más
o menos cualificación y/o salario) para convertirse en una barrera infranqueable entre dos
ámbitos compartimentados del mercado de trabajo: un segmento del mismo llamado mercado
primario, donde se desenvuelven los trabajadores más cualificados y mejor organizados, con
mejores salarios y expectativas de promoción, y un mercado secundario que solo proporciona
empleo inestable y mal pagado, y en el que quedan atrapados los trabajadores peor
cualificados, los más jóvenes o las mujeres.

El mercado de trabajo nos proporciona algunos criterios básicos para la definición de las
clases, según si los individuos que acuden a él lo hacen para comprar o vender fuerza de
trabajo (FT): la burguesía (disponiendo de capital, compran FT) y el proletariado (que se ve
abocado a vender su FT). Aunque nunca ha quedado del todo clara la posición de clase de los
empresarios (pudiendo vender su fuerza de trabajo, optan, en cambio, por comprar capital,
acudiendo al mercado de crédito).

Cabría decir que mientras la perspectiva marxista tradicional tendía a privilegiar la estructura de
clase, dejando a la ocupación en una posición subordinada, el funcionalismo ha tendido a
considerar que las clases terminan por convertirse en estratos ocupacionales ordenados
verticalmente en función de su cualificación y/o, las más de las veces, su prestigio.

La investigación del weberiano John Goldthorpe ha estado orientada a evaluar la medida en


que las sociedades modernas se han hecho más o menos abiertas e igualitarias a lo largo del
siglo pasado. Desde un punto de vista empírico, la categorización de su modelo de clase parte
de la escala de deseabilidad social de las ocupaciones, establecida por él mismo en los años
setenta. Llegó a la conclusión de que lo más que podíamos afirmar del ordenamiento que la
gente hace de las ocupaciones es que unas son más deseables que otras, pero que el
contenido de tales preferencias escapa a cualquier criterio único de interpretación. El interés
estratégico de Goldthorpe no es otro que la contrastación de diversas hipótesis acerca de la
movilidad social, por lo que las categorías resultantes deben ser sensibles, ante todo, a los
fenómenos de cierre social. De ahí, por ejemplo, el énfasis puesto en la distinción entre
ocupaciones manuales y no manuales. La idea de clase de servicio (“posiciones que implican
típicamente el ejercicio de la autoridad y/o de la cualificación (...) y supone considerable
autonomía y libertad respecto del control de otros”) constituye el verdadero principio
estructurante de su clasificación. Incluye en ella también a los empresarios y las profesiones
liberales.

Por el contrario, según la perspectiva del neomarxista Wright: “es imposible definir las clases
como conglomerados de ocupaciones: clase y ocupación se sitúan en órdenes teóricos
básicamente diferentes”. Así pues, la distinción de Wright entre bienes de capital, de
organización y de cualificación da lugar a una variedad de posiciones que puede resumirse en
tres: “propietarios de medios de producción”, “clase media” y “clase trabajadora”, donde la
segunda incluye a todos los asalariados que poseen bienes de organización.

Conviene no confundir las “clases intermedias” de Goldthorpe con la clase media de Wright,
para quien esta clase se distingue, por decirlo así, por realizar tareas de mediación entre el
trabajo y el capital. Las “clases intermedias” de Goldthorpe (que incluyen trabajadores no
manuales y autónomos) tienen como característica el situarse en esa zona de la estructura
social que registra la mayor permeabilidad y movilidad social.

El caso español se trata de un caso híbrido, que refleja las contradicciones de un país situado
en la periferia del centro y que combina, por tanto, rasgos heterogéneos procedentes de
diferentes modelos. Cualquier reflexión sobre la evolución del mercado de trabajo en España
debe tomar como punto de partida el problema de la escasez de empleo.

Conviene distinguir dos componentes de la temporalidad:


a) Un componente estructural relacionado con la naturaleza de ciertas actividades, en
particular la estacionalidad y la pauta de contrato por obra. En ocasiones, da lugar a
segmentación.
b) b) un componente estratégico relacionado con ciertas prácticas de contratación que
implican una sustitución de criterios de capacidad o esfuerzo (mérito, en suma) por
criterios adscriptivos, en virtud de los cuales se dificulta la integración laboral por
razón del sexo, la edad o la etnia, dichas prácticas conducirían a segmentar el mercado
de trabajo.

El precariado no es más que un subproducto de esta recomposición de la fuerza de


trabajo, en virtud de la cual la vieja clase obrera industrial cualificada y estabilizada en
términos laborales va dando paso poco a poco a un proletariado descualificado e
inestable que rota de manera más o menos aleatoria entre el empleo y el paro, con
escaso nivel de protección y de apoyo formativo. Los parados que han perdido el empleo
en el último año y que, hipotéticamente, tienen todavía posibilidades de entrar en la
rotación laboral, y, por ende, volver al empleo temporal pertenecen al mismo colectivo
que los empleados con contrato temporal, dado que todos ellos entran en la rotación, y
que lo que los distingue no es otra cosa que su situación en el momento de la encuesta,
según se encuentren trabajando o parados. Consideramos, por tanto, que ambas
categorías forman parte del precariado, el cual se distingue del paro de larga duración
por cuanto este se encuentra excluido de su acceso al empleo.

La desigualdad en la distribución personal de la renta en España

La mayoría de los estudios sobre la desigualdad económica en los países ricos toman como
referencia la renta de los hogares. Aunque algunos trabajos enfatizan la importancia del
consumo como variable de referencia, el procedimiento más frecuente en la medición de la
desigualdad es considerar la renta disponible de los hogares corregida por algún tipo de ajuste
que tenga en cuenta el tamaño y las características de cada hogar. Los datos de renta de
origen fiscal desaconsejan su uso como fuente exclusiva para el estudio de la desigualdad.
En España, el crecimiento de la desigualdad en el largo plazo, a partir de datos de rentas del
capital y del trabajo, medido con el índice de Gini, fue muy marcado hasta el final de la Primera
Guerra Mundial, registrándose una notable reducción de la desigualdad hasta la Guerra Civil,
momento en que tal tendencia se truncó para pasar a crecer notablemente hasta el ecuador de
los años cincuenta, cuando se alcanzó el pico máximo de la serie. En los años sesenta se
produjo otro repunte, aunque moderado, para registrar desde mediados de los años setenta
hasta mediados de los años ochenta otro proceso de reducción de la desigualdad, que fue
seguido por una década de estabilidad y un posterior repunte desde mediados de los años
noventa.

Si analizamos la evolución de la desigualdad a través de las Encuestas de Presupuestos


Familiares (EPF), podemos ver que la estimación de la curva de incidencia del crecimiento
desde 1973 hasta la crisis revela que el crecimiento económico en el largo plazo benefició
más a los hogares con menores niveles de renta que a los ubicados en la parte superior de la
distribución de la renta. El crecimiento anual de las rentas de los primeros percentiles fue
considerablemente superior al de los hogares con más renta, con un marcado carácter
progresivo, por tanto, de la evolución de la renta media. Cuando el período de observación se
extiende, sin embargo, hasta el momento más reciente con datos disponibles el panorama
cambia. El efecto de la crisis sobre las rentas más bajas ha sido tan fuerte que ha hecho que
en un margen temporal muy breve se hayan evaporado las ganancias de las casi tres décadas
anteriores, devolviendo los indicadores de desigualdad a los que había hace décadas.
En segundo lugar, pese a que la tendencia hasta la crisis fue de una mejora más notoria en las
rentas más bajas que en las altas, el carácter progresivo en la variación de la renta media de
los hogares españoles no ha sido una característica constante en los distintos subperíodos
comprendidos en las cuatro décadas analizadas. Durante los años setenta, período de
profunda ralentización de la actividad económica y severa destrucción de empleo, la caída en
la rent disponible de los hogares se concentró especialmente en los extremos de la
distribución. La crisis económica que se prolongó hasta los primeros años ochenta aumentó la
pobreza en la sociedad española, pero afectó también a los hogares más ricos. El desarrollo
tardío del sistema de prestaciones e impuestos mejoró especialmente la situación relativa de
las rentas medio-bajas. En los años ochenta, el notable crecimiento registrado en la renta
media de los hogares españoles fue especialmente intenso en los percentiles más bajos, con
un aumento de sus ingresos sensiblemente superior a la media, impulsado por la recuperación
del empleo en la segunda mitad de los años ochenta, el aumento del gasto social y la puesta
en marcha de mecanismos de garantía de ingresos.

Debe señalarse el proceso de contención en la reducción de la desigualdad desde principios de


los años noventa, destacando también el moderado crecimiento de las diferencias de renta
entre los hogares en el episodio recesivo registrado entre 1992 y 1994, y la posterior
estabilidad en la distribución. Para el período más reciente el panorama es mucho más nítido,
con un crecimiento muy rápido y de gran magnitud de la desigualdad de la renta disponible
desde el inicio de la crisis. España, que ya partía de niveles muy altos de desigualdad antes de
ésta, se convirtió desde 2007, como ya se señaló, en uno de los países de la Unión Europea
con un reparto más inequitativo de la renta.

El resultado general del proceso descrito en el apartado anterior y en el que coinciden las
distintas fuentes es el truncamiento de la tendencia a la reducción de la desigualdad desde
mediados de los años noventa y el drástico crecimiento de las diferencias de renta entre los
hogares con el inicio y la prolongación de la crisis económica.

En algunos países, como en el Reino Unido y Estados Unidos, la desigualdad creció en los 80
a un ritmo muy rápido. Entre las distintas explicaciones del cambio en los indicadores de
desigualdad destacan, sobre todo, las modificaciones en la estructura salarial en la mayoría de
los países y el aumento de la dispersión en las remuneraciones, muy relacionada con la
creciente desregulación del mercado de trabajo. Por el contrario, la experiencia española, con
el crecimiento más progresivo de las rentas de las cuatro últimas décadas, destaca en el
contexto de los principales países de la Unión Europa y Estados Unidos por tratarse de uno de
los casos en los que la reducción de la desigualdad fue más intensa.
En la década de los noventa, la evolución de las economías europeas (España incluida) estuvo
muy condicionada por el tránsito hacia un modelo de integración mucho más ambicioso, cuya
principal desembocadura iba a ser la formación de un área monetaria común. El resultado fue
que la mayoría de los Estados Miembros desarrollaron políticas de consolidación fiscal, que
dificultaron el mantenimiento de algunos de los avances previos en la reducción de la
desigualdad. En este periodo del análisis de las cifras relativas de la desigualdad en España
destacan principalmente dos resultados. Por un lado, el proceso distributivo siguió arrojando
indicadores de desigualdad claramente superiores a la media europea, sólo superados por
otros países del sur de Europa. Por otro lado, la tendencia muestra un empeoramiento de la
situación relativa española respecto a la media europea, quebrándose la tendencia de
convergencia previa.

La última etapa en el análisis de la convergencia española en los indicadores de desigualdad


antes de la crisis corresponde a los años iniciales de la primera década del siglo XXI. En dicho
período tuvieron lugar dos hechos destacados en el proceso de integración europea, como
fueron el desarrollo de la moneda única y el obligado mantenimiento en el tiempo de los ajustes
macroeconómicos exigidos para la participación en el euro, junto, en segundo lugar, a una
considerable ampliación de los Estados Miembros de la Unión Europea. En el caso de España,
sin embargo, la fortaleza del crecimiento económico y, sobre todo, la intensidad de la creación
de empleo, mucho mayores que en el promedio europeo, permitían augurar una recuperación
de nuevo de la tendencia a la reducción de las diferencias con el resto de países de la Unión
Europea. Sin embargo, no fue así y España no consiguió rebajar el diferencial respecto a los
principales países de la Unión.

El crecimiento de la desigualdad durante la crisis en España evaporó en un margen muy breve


buena parte de las ganancias registradas durante las tres décadas anteriores. España, que ya
partía de niveles muy altos de desigualdad en el contexto comparado, fue uno de los tres
países de la Unión Europea donde más creció la desigualdad con la crisis. Una de las
características diferenciales de la evolución de la desigualdad en España en la crisis es el
marcado carácter regresivo de la caída de las rentas. Del conjunto de países considerados,
España muestra la evolución más regresiva, con crecimientos sensiblemente inferiores que la
media.

BASES SOCIALES DE LA “VIEJA” Y LA “NUEVA POLÍTICA”.

Lipset y Rokkan sobre los sistemas de partido y los alineamientos electorales (1967) [1992],
abordan la cuestión de cómo las divisiones sociales tradicionales por razón de clase
social, lengua o religión se traducen en la configuración de determinados
sistemas de partido. Analizan el impacto de las dos grandes revoluciones del mundo
occidental, la revolución nacional y la industrial, sobre dicha configuración.
En el caso español, podemos comprobar que el sistema de partidos de la transición se
configuró con arreglo a estos dos ejes:
- el eje centro-periferia que contrapone partidos de ámbito nacional español a
los nacionalismos periféricos de base étnico-cultural y,
- el eje izquierda-derecha.

Con el advenimiento de la sociedad post-industrial y la pérdida de protagonismo de la clase


obrera, los partidos de izquierda perdían su razón de ser y desde parecidos prisma ideológicos,
unos han visto la aparición de un nuevo proletariado altamente cualificado y portador de
valores universales, donde otros, en cambio, han visto la llegada de un caballo de Troya al
servicio del capitalismo rampante.

En USA, algunos autores han defendido la existencia de una nueva clase media formada por
profesionales y técnicos que estaría caracterizada por la posesión de un capital cultural cada
vez más imprescindible en la llamada sociedad del conocimiento, así como por su disposición a
diferenciarse e incluso oponerse a la vieja burguesía capitalista, mientras que otros autores de
orientación conservadora han negado el carácter de clase de estos grupos profesionales y
limitado su impacto al ámbito de las transformaciones educativas y culturales.
En Europa, la discusión sobre la nueva clase ha estado asociada a su protagonismo en los
nuevos movimientos sociales no solo culturales sino también estructurales, ya sea mediante la
vinculación de ciertos grupos profesionales al sector público, ya mediante su vinculación a las
grandes corporaciones tanto públicas como privadas.

Según Kitschelt, la formación de las preferencias electorales en las democracias avanzadas


ha dejado ya de tomar como única referencia la oposición entre izquierda y derecha, oposición
que ha tenido la virtud de expresar y condensar contradicciones del tipo igualdad versus
libertad, estado versus mercado, socialismo versus capitalismo, etc. Kitschelt propone un
esquema de dos ejes que contrapone el eje distributivo convencional (izquierda-derecha) a un
nuevo eje que contrapone un ethos libertario y un ethos autoritario.

La principal implicación de la propuesta de Kitschelt es que la socialdemocracia debería


desplazar su ámbito de implantación preferente desde el eje tradicional de competición
izquierda-derecha hacia la diagonal que delimita el nuevo eje de competición. Lo que se
observa en los datos españoles es que el PSOE no ha conseguido hacer dicho
desplazamiento, con lo que se ha desconectado de las nuevas clases medias y ha facilitado la
ocupación de ese nuevo espacio a Podemos.

Por otra parte, según el conservador Daniel Bell, las sociedades capitalistas están sujetas a
una doble dinámica: política y cultural, en virtud de la cual cabe contraponer el eje convencional
de oposición entre izquierda y derecha a un nuevo eje definido en términos culturales y de
estilos de vida.

Pero es importantísimo observar que los alineamientos electorales obedecen cada vez menos
al impulso de las políticas que regulan el ámbito de la producción y cada vez más a las
tensiones redistributivas derivadas de la financiación del Estado de bienestar, dando lugar así a
colectivos sociales más o menos organizados (clases pasivas o dependientes) que compiten
por el reconocimiento de sus respectivos derechos sociales, a la conquista de recursos
públicos que reduzcan sus sentimientos de privación relativa.

Así pues, así como en el antiguo escenario socialdemócrata la posición de las nuevas clases
medias se contraponía a los intereses del proletariado, en el nuevo escenario de fin de ciclo
que ahora se dibuja, el liderazgo de las nuevas clases medias se contrapone a la coalición de
clases pasivas que cierran filas en torno a la defensa del establishment.

MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y POLÍTICA.

Podemos entender la esfera pública como el resultado de la interacción entre los tres polos que
la componen, cada uno de los cuales produce su agenda respectiva: partidos (agenda política),
medios (agenda mediática) y audiencia (agenda ciudadana). Podemos clasificarlas así:

i) cuando son los partidos los que dominan la esfera pública nos encontramos ante
una democracia de partidos (DP);
ii) cuando son los medios los que monopolizan la esfera pública nos encontraríamos
ante una mediocracia; y
iii) cabe la posibilidad de que nos encontremos en una situación de equilibrio en la
que medios y partidos sean receptivos a las demandas y los intereses del público,
a la manera de una democracia de audiencia (DA). los medios son autónomos
respecto a los partidos y, en particular, los medios públicos son independientes del
gobierno de turno.

Bernard Manin sostiene que las democracias avanzadas estarían experimentando un tránsito
desde la democracia de partidos a la democracia de audiencia. Los tres niveles o dimensiones
más importantes de este tránsito serían:
- La elección y grado de autonomía de los representantes (el aspecto más relevante
es el paso del partido de masas, característico del antiguo orden socialdemócrata,
al liderazgo mediático típico de las democracias avanzadas).
- El patrón de opinión pública (el aspecto más relevante es el grado de autonomía de
la esfera pública: la autonomía de los medios públicos respecto al gobierno de turno y
la autonomía de los medios privados respecto a los partidos).
- Y las bases sociales de la política (de la estructuración clasista de la política
característica del viejo orden socialdemócrata a la segmentación de la audiencia en
términos de estatus).

Encontraremos, entonces, tres tipos diferenciados de esfera pública:


- La EP dominada por los partidos: colonizada.
- La EP dominada por los medios: mediatizada.
- La EP al servicio de la audiencia: DA (autonomía de los medios públicos respecto al
gobierno de turno y autonomía de los medios privados respecto a los partidos).

Entendemos por sistema mediático el entramado institucional que encuadra a los medios de
comunicación en el campo de una esfera pública determinada.
Tres grandes tipos:
- el modelo liberal (anglosajón), el menos dependiente del Estado.
- el modelo corporativo democrático del centro y norte de Europa, y,
- el modelo mediterráneo de pluralismo polarizado.

Hallin y Mancini -que incluyen a España en el modelo mediterráneo- atienden a cuatro


variables o dimensiones principales para hacer su clasificación:
- la circulación de prensa,
- el nivel de profesionalización de los periodistas, -
- la politización de los medios y
- el grado de intervención estatal sobre los mismos.

· Conviene comprender que la verdadera función de los medios en un sistema de pluralismo


polarizado no es otra que mantener los alineamientos ideológicos de las audiencias, de tal
suerte que lejos de ser un factor de consenso los medios se comportan como un factor de
polarización que no se conforma con reproducir el lógico antagonismo de la lucha partidaria,
sino que lo alimenta y, con frecuencia, lo suplanta.

· Pese a que la reforma de RTVE de 2006 iba en la buena dirección de lo que se entiende por
una democracia de audiencia, en la medida en que RTVE deja de ser un instrumento del
gobierno de turno y se erige en un verdadero servicio público, la crisis económica y financiera,
por un lado, y el retorno del PP al gobierno, por otro, se confabularon para liquidar uno de los
aspectos más reivindicables de la herencia de Rodríguez Zapatero.

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