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BARCELONA
EDITORIAL H ERDER
1995
El problema crítico
sólo había iluminado una parte de los problemas. Así nació una obra que
estaba a medio camino entre lo viejo y lo nuevo, pero de todas maneras
muy interesante, porque constituye una especie de «balance intermedio».
La Memoria se presenta como una «propedéutica» de la metafísica,
entendida como un conocimiento de los principios del puro intelecto.
Kant, en primer lugar, se propuso establecer la diferencia que existe entre
1) el conocimiento sensible y 2) el conocimiento inteligible.
1) El primero está constituido por la receptividad del sujeto, que en
cierto modo se ve afectado por la presencia del objeto. En cuanto tal, el
conocimiento sensible me representa las cosas uti apparent y no sicuti sunt,
es decir, las cosas como se le aparecen al sujeto y no como son en sí, y por
eso me presenta fenómenos, lo cual significa precisamente (del término
griego phainesthaí) las cosas como se manifiestan o aparecen (tesis que
Kant no tiene necesidad de demostrar, porque era un hecho aceptado por
todos en su época).
2) En cambio, el conocimiento intelectivo es la facultad de representar
aquellos aspectos de las cosas que, por su misma naturaleza, no se pueden
captar mediante los sentidos. Las cosas, tal como son captadas por el
intelecto, constituyen los noúmenos (del griego noein, que quiere decir
pensar) y me brindan las cosas sicuti sunt. «Posibilidad», «existencia»,
«necesidad» y otros semejantes son conceptos propios del intelecto, los
cuales -obviamente- no proceden de los sentidos. La metafísica se basa en
estos conceptos.
Dejando aparte la cuestión del conocimiento intelectivo -sobre el que
Kant se muestra un tanto inseguro y vacilante, debido sin duda a que la
gran luz aún no había llegado hasta él- veamos cuál es la novedad que
corresponde al conocimiento sensible. Éste es intuición, en la medida en
que se trata de un conocimiento inmediato. Todo conocimiento sensible,
empero, tiene lugar en el espacio y en el tiempo, ya que no es posible que
se dé ninguna representación sensible a no ser que esté determinada espa
cial y temporalmente. ¿Qué son entonces espacio y tiempo? No son -tal
como se piensa- propiedades de las cosas, realidades ontológicas (el new-
toniano Clarke había llegado a transformarlos en atributos divinos), y
tampoco son simples relaciones entre los cuerpos, tal como pretendía
Leibniz. Son las formas de la sensibilidad, las condiciones estructurales de
la sensibilidad. Espacio y tiempo se configuran así, no como modos de ser
de las cosas, sino como modos a través de los cuales el sujeto capta sensi
blemente las cosas. No se trata de que el sujeto se adecúe al objeto cuando
lo conoce, sino al revés: el objeto es el que se adecúa al sujeto. Ésta es la
gran iluminación, es decir, la gran intuición de Kant, que veremos desple
garse a continuación en la Crítica de la Razón pura.
2. La «C r ít ic a d e l a R azón pura »
Los objetos, tal como son en sí, sólo pueden ser captados por la intui
ción propia de un intelecto originario (Dios) en el acto mismo en que los
configura. Por lo tanto, nuestra intuición -precisamente en la medida
en que no es originaria- es sensible, no produce sus propios contenidos,
sino que depende de la existencia de objetos que actúan sobre el sujeto,
modificándolo a través de las sensaciones. Por consiguiente, la forma del
conocimiento sensible depende de nosotros, mientras que su contenido no
depende de nosotros, sino que nos es dado.
Nos hallamos ahora en disposición de comprender cuáles son los fun
damentos de la geometría y de la matemática, así como las razones de la
posibilidad de construir a priori estas ciencias. Una y otra no se basan en
el contenido dél conocimiento, sino en su forma, en la intuición pura del
espacio y del tiempo, y justamente por esto poseen una universalidad y
una necesidad absolutas, porque el espacio y el tiempo son estructuras del
sujeto (y no del objeto), y como tales, son a priori. Todos los juicios
sintéticos a priori de la geometría (todos sus postulados y todos sus teore
mas) dependen de la intuición a priori del espacio. Cuando digo «dadas
tres líneas, construir un triángulo», puedo construir el triángulo determi
nando sintéticamente a priori el espacio, a través de mi intuición. Lo
mismo se aplica a las diversas proposiciones geométricas.
En cambio, la matemática se fundamenta en el tiempo: sumar, restar,
multiplicar, etc., son operaciones que como tales se extienden a lo largo
del tiempo. Si tenemos en cuenta el modo intuitivo en que indicamos las
operaciones mediante un ábaco (agregamos una bola después que la otra;
restamos una bola después que la otra, etc.), todo esto se vuelve evidente.
Podemos, entonces, brindar una primera respuesta específica al problema
del fundamento de la síntesis a priori. Kant la resume en estos términos, al
final de la exposición de la estética trascendental: «Ya tenemos uno de los
elementos necesarios para solucionar el problema general de la filosofía
trascendental: ¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?» Este
elemento consiste, precisamente, en las intuiciones puras a priori, el espa
cio y el tiempo. Realizamos juicios sintéticos a priori basándonos en nues
tras intuiciones. Sin embargo, concluye Kant, «dichos juicios, por esta
razón, no van más allá de los objetos de los sentidos [dado que la intuición
del hombre sólo es sensible], y únicamente pueden aplicarse a los objetos
de una experiencia posible», pero no a los objetos en sí. Por lo tanto, la
geometría y la matemática tienen un valor universal y necesario, pero
dicho valor de universalidad y de necesidad queda restringido al ámbito
fenoménico.
En particular, hay que señalar que toda ética que se base en la búsque
da de la felicidad es heterónoma, porque introduce fines materiales, con
toda una serie de consecuencias negativas. La búsqueda de la felicidad
contamina la pureza de la intención y de la voluntad, en la medida en que
se interesa por determinados fines (por lo que se ha de hacer y no sobre
cómo se ha de hacer), con lo cual la condiciona. La búsqueda de la felici
dad da lugar a imperativos hipotéticos y no a imperativos categóricos.
Toda la ética griega -debido a su carácter eudemonista, ya que tendía a la
búsqueda de la eudaimonia o felicidad- es invertida de acuerdo con este
criterio. En cambio, la moral evangélica no es eudemonista, porque pro
clama la pureza del principio moral (la pureza de la intención es igual a la
pureza de la voluntad).
No debemos actuar para conseguir la felicidad, sino que debemos
actuar únicamente por puro deber. Sin embargo, al actuar por puro deber,
el hombre se vuelve «digno de felicidad», lo cual tiene consecuencias muy
importantes.
4. La «C r ít ic a d e l J u ic io »