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Memorial de los abuelos y otras memorias

Domingo Rogelio León

Memorial de los
abuelos y otras
memorias

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

Memorial de los
abuelos

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

Parte 1

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

Poeta

Impasible desgranaba su canto la hermosa ave; todo un


prodigio de arrobamiento y espontáneo derroche.
Recostado de un árbol levantó la mirada del tranquilo
remanso, le desprendió una flor a la brisa y tendió vista
y alma sobre la maravilla emplumada. De cuando en
vez olía la flor y el tupido pelaje se orillaba y se
asomaban oscuros dientes. Los dedos caminaban por
los pétalos plasmados de sedumbre.
El ave enloquecía de trinos y él, en éxtasis, decoraba
una vez más la peluda sonrisa de aroma y ternura.
Levanta el ave en algarabía un brusco vuelo y él intenta
realidarse. Tres vueltas veloces hacen roscas y oprimen,
oprimen, mientras una enorme fauce va desencajando
las mandíbulas.

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

Amigos

Cazaban juntos. Lanzó la larga púa buscando el ojo en


la enorme cabeza que iba emergiendo del follaje. Pasó
descamando el lóbulo ciliar. El otro lanzó la suya que
se perdió en el aire impelida por el zarpazo brutal. La
bisagra dentada bajó y se cerró sobre el espanto
inmóvil.
Bajo un silencio rotundo y, sosegado ya, daba las
últimas mordiscadas al pedazo, sanguinolento y tibio,
que momentos antes cayera de las alturas.

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Domingo Rogelio León

Herencia

Como un látigo de oro restalló contra el cielo y lo


hendió en dos y el estruendo sumió en pavor a todo
cuanto existía. Ciego por el deslumbre apenas titilaba
en su cerebro la hosca bocaza de una caverna. Reptando
avanzó horadando la impetuosa muralla que la tormenta
levantaba frente a él.
Lenta, una luz cálida abrió una grieta en el frío y la
oscuridad y un aire tibio se abrió camino hasta los
pulmones.
En el fondo danzaba, dibujando arabescos por doquier,
en rojo vivo. Al (En el) rescoldo del crepitar jadean y
gruñen de placer salvaje dos cuerpos.
Se arrastra sigiloso y toma el ajeno gorrote, se yergue y
lo levanta.
Recostado a la pared de piedra mordisquea, traga y da
pedazos chamuscados al nuevo amor que se recuesta de
su pecho, bajo un resplandor más rojo y más ardiente.

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Pionero

Desembocaron a la vez, por lados opuestos, frente al


enorme peñasco.
La miró intenso y brutal. La agarró por la maraña de
pelos y la arrastró hasta una sombra. Se tendió y la haló
contra su pecho.
Lo miraba agradada y oferente.
Le presionó una mano en la nuca, haló y acunó la
cabeza en su entrepierna. Oprimió imperativamente.
Desde la niebla turbia de la memoria emergieron
fragmentos de imágenes dispersas: trozos cálidos,
frescos, suaves, palpitantes; mordidos, llenura y
sosiego.
Agradada alzó una mirada limpia y honda hasta los
dominantes ojos. Abrió la boca y, firme, fuerte, apretó
sensual e intensamente. Giró la cabeza y masticó,
masticó con voluptuosidad y tragó, en éxtasis, el deleite
de la sensación de otrora.

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Primer amor

De rodillas miraba, curiosa y por primera vez, la silueta


esquiva que se aferraba al temblor del agua. Estuvo
inmóvil hasta que la imagen se sosegó apenas rizada
por el aliento de la brisa. La atraía aquella cosa extraña
e inasible y a la vez tan igual a aquellas con quienes
siempre andaba, a quienes tocaba y con quienes comía.
De repente una hoja rasguñó la piel del agua y puso a
danzar otra figura difusa que apareció de repente. Trató
de entender y, súbito, todo desapareció de su mente.
Caía la tarde en un vértigo y un escozor doliente la
acuciaba mientras miraba, confundida, caer de entre sus
peludas piernas insistentes gotas rojas.

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Coqueta

Las fauces se abrían y cerraban maquinalmente


desgarrando y engullendo trozos aún palpitantes. Un
hosco gruñido quebró la soledad. Lo ubicó sobre su
cabeza encima de una alta roca. Lo miró largamente y
le distendió una larga mueca afable y, entornando los
ojos, alzó un brazo con un trozo sanguinolento para el
convite.
Miró fijo hacia abajo y la precisó. Comprobó la
soledad. Calculó, dobló el cuerpo y levantó una enorme
roca.
Las fauces se abrían y cerraban maquinalmente
desgarrando y engullendo trozos aún palpitantes. Cerca
sangraba, bajo una roca, desmembrada.

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Maternal

Colocó al pequeño lloriqueo peludo, que llevaba a


horcajadas, al pie de un árbol y subió a la roca a
vaivenear el equilibrio hasta alcanzar la rama y
desprender la fruta.
Bajó a gatas, se irguió y apuró para llevarla al pequeño
gritón.
Un rugido feroz y un alarido la empujaron a la visión
brutal: en las fauces de la bestia en carrera, se
balanceaba el grito.
Domada la agitación de la carrera, comía, con fruición,
el agridulce de la sazón.

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Caricias

Por primera vez, después de la toma violenta, la miró al


rostro. Temerosa, escudriñó la tupida pelambre y
precisó unos ojos pequeños y duros, inmóviles.
Arriesgó las manos hasta las suyas; las repelió con un
rezongo. Lo volvió a mirar y vio que aún la miraba.
Ahora le creyó los ojos blandos como de agua, de sabor
a miel, de canto de pájaro y se reclinó en su pecho. Le
retumbó en el oído un golpetear tumultuoso y asustada
le imploró en los ojos; estaba apacible. Le azuzó las
manos por el cuerpo y acuñó la cabeza en su cuello.
Sintió las manos en su espalda, en la cintura, y un
enervante calor la fue turbando; una presión contra el
cuerpo y un jadeo y se abrió al abandono. Se sumió
gozosa en aquella confusión que aumentaba con el
ardoroso sobeo. La oprimía entre quejumbres y acezos.
Empequeñecida por el jadeo y la presión, lo suspiraba
pájaro y fruta pintona, hecha aguas. Le ardía la piel
donde la respiraba y se acurrucaba achicando la
presión. La oprimió fuerte, dilatado y la tendió.

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Exacerbado, para entrarla, le buscó ansioso la mirada,


no la tenía.

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Sed

El sol era la enorme bola de fuego que golpeaba su


cabeza. Sólo el aire, por ebullición, se movía. Los ojos
secos pegados a los párpados inmóviles y la lengua
desesperada por salirse de la hornaza. No caminaba, la
tierra lo halaba y lo reducía. La última visión fue una
sombra silueteada al frente y un hálito postrero que lo
aplastó contra ella. El rostro lo incrustó en la charca y
la lengua instintiva chapoteó en el barro y el agua abrió
canal y bebió, bebió hasta la duermevela. Abrió los ojos
cuando ensoñó que una ventisca le arrancaba de las
entrañas la ardentía. Abrió la boca y aspiró hondo el
acre vaho caliente.
Pasó la lengua por el duro pelaje y creyó oír un repique,
un chirrido. Volteó la cara con el tiempo sólo para ver
la danzante cabeza triangulada y la incursión veloz
rasgando el aire del perfecto disparo.

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Plumón

Un sol rotundo e inamovible se había chupado el último


brote de agua y reducidos a polvo hojas y frutos.
Caminaban alucinadas por el erial. Alcanzaron la pared
rocosa y se dejaron caer en la sombra de un saliente. El
ojo acomodó el enfoque a través del goteante salitre y
distinguió, mimetizado en la roca, al animalejo. Un
movimiento felino la puso junto él y en un manoteo
veloz lo atrapó. Rápido lo acercó y al intentar morder,
brusco desapareció de su mano; embobada vio a la
compañera que corría mientras engullía, a dentelladas,
a la sabandija que zigzagueaba en el aire la aserrada
cola. Volvió a la sombra y se dejó caer. El sol, enorme,
bostezaba en fuego profundo.
Algo blando cayó sobre sus piernas. Un pequeño
plumón, ahora en su mano, abría el pico desesperado y
piaba. Metió los dedos en la tibia pelusa, calculó la
carne, abrió la boca ansiosa y lo acercó; el roce le tersó
los labios y el rosado pico le timbró el oído.

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Rodó la mano hasta el cuello, dobló la cabeza y, hecha


la piel plumas, entornó los ojos y se ensoñó en un vuelo
de frutas, pichón y nido.

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Luna

Como siempre después de un hartazgo, vino por una


hembra al lugar que le era seguro. Una vez más todas se
alejaron veloces, menos ella, la más menuda. Otra vez
la levantó apremiante, por primera vez en la oscuridad.
Se sintió torpe en las tinieblas y la acostó, le azuzó los
instintos y la cubrió con una precisión bestial.
A pesar del miedo y la violencia, vez a vez lo
disfrutaba; al final de esa ruta estaba ahora. Súbito, un
remezón de luz se desgajó del cielo y apareció,
deslumbrante, la gigantesca esfera.
Miró en detalle el enorme cuerpo que se balanceaba
sobre ella, los árboles, las rocas, sus pelambres, y,
arriba, las nubes apacibles y un enjambre de estrellas
como abejas celestes.
Acomodó las manos contra el pecho que la oprimía y,
con una fuerza no suya, lo separó. Se levantó y caminó,
caminó, caminó con los brazos abiertos y la mirada al
cielo, de espaldas al cuerpo trémulo que, lejos,
estupefacto la contemplaba.

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Abismos

Abrazados al terror temblaban en una sola pelambre.


Bajo sus pies el peñasco se doblaba lento sobre un
hueco sin fin, el abismo hacia la nada. Ahora se
desmorona el sostén y uno se ase de una rama que cruje
y amenaza. Clava la rodilla en la ingle y empuja
mientras se impulsa con esfuerzo y cae sobre la
alfombra de un alarido que rebota de barranco en
barranco y unos ojos desorbitados que se aposentan en
los resquicios de la memoria.

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Hartura

Esparcida, la sangre de la bestia fulguraba en la tarde.


Apiñada, la turba hambrienta se disputaba el hartazgo;
era la danza roja en el ritual por la vida con la muerte.
Con furia arañó, forcejeó y mordió hasta arrebatar una
porción. A empellones le ganó un espacio a la soledad.
Calmaba el sofoco para atacar al hambre y la presa
saltó de su mano aferrada a la garra de un pequeño que
corría despavorido.
Tomó una piedra y se levantó sobre la rabia que le
llameaba los ojos. Tensó el brazo hacia arriba y ubicó
la pequeña cabeza en la seguridad del disparo. Se
balanceó y entonces lo vio detenido mordisqueando
ávido.
Bajó el brazo, se dejó caer y una sonrisa prendió una
flor en el hirsuto pelaje.

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Sensaciones

Veía el aire danzar bajo la canícula y parpadeaba el


sudor que la pellizcaba los ojos. Se sentó en el
rectángulo de sombras y se espaldeó en el tronco.
Levantó la frente y contempló un azul que ahora se
antojaba intransferible. Abrió la boca y aspiró a
plenitud una quietud de bochorno que simulaba una paz
que bostezó, masticó en falso y tragó. Cerró los ojos. Se
ensoñó en el marasmo y la asaltaron imágenes en
tropel. Bajo el pelaje, la piel salhúmeda evocaba la
mano que aprieta, el resuello que enerva, la saliva que
incita, el acoso y el refriegue que exacerban.
La mano comprueba en erecto la rebelión de los pechos
que vibran. Entreabre los ojos y ensuaviza los labios
mientras la mano, araña concupiscente, se abre ruta por
la maraña de las entrepiernas.

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Aroma

Alas abiertas se yergue la flor entre zumbidos, néctar y


aguijón y, en un leve vaivén de tallo y patas, danza el
susurro. Intenta arrancarla y la labor frenética la
detiene. Se inclina a contemplar y, extasiada, deshoja
una sonrisa mientras un vaho oloroso y dulzón roza sus
labios, su nariz y se queda columpiando en las greñas
de la tomuza. Sonríe y respira hondo.
Alea al broche negriáureo y se prende a los pistilos bajo
un lloviznar de oro.
Acerca el rostro hasta rozar la seda y respira, respira
hondo y sonríe.
Se cimbra el tallo, la joya alada gira, camina, alea.
Mira como se revuelca en el polen y, bajo su inflamada
y roja nariz, abre sus pétalos otra sonrisa

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Hora menguada

Único sobreviviente de la horda espantada por el


sacudón que quebró la tierra e incendió la vastedad del
cielo. Rémora de la estampida diezmada paso a paso
por el hambre, la fatiga y endocanibalismo. Naufrago
de las violencias de la tierra, como herencia, un camino
de pavor sangriento.
Con la indiferencia del cielo sobre sus hombros y la
furia de la tierra bajo sus pies, se arrastraba a la cima
del último risco; alrededor de la ingrimitud por avío.
Abrió las fauces y aspiró en dolor grave, como una
helada ráfaga de estiletes. La nevada cabeza se dobló
ruda y, hecho una peluda rueda, descendió en la brusca
inconsciencia.
Una suave brisa le abrió la mirada a unos ojos
endurecidos y vio, en murmurio, agua que corría. Se
arrastró y bebió, bebió hasta cimbrar la cabeza sobre la
hierba y rodó por la pendiente de una duermevela.

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El sol era una enorme roca sobre la tarde agobiada


cuando pestañeó aletargado imágenes de alas lentas:
árboles, frutos, pájaros.
Sentado al pie de un árbol, devoró el hambre y regodeó
la hartura, echados a la brisa los sórdidos gruñidos. Un
rumor que se adultó en algarabía, le desprendió una
mirada aguachinos y lerda, que fue subiendo, como un
caracol, por unos cuerpos que, frenéticos, devoraban,
casi vivo, un animal. ¡No estaba solo!
Partieron y volvió el silencio. Bajó la frente, tropezó
con la penumbra y se desplomó en el embobamiento.
Un rumor rancio, pastoso, lo reanimó. Pendulante, llegó
con el rezago royéndole los pasos. No halló sobras del
festín y pirueteó en la nada.
Un voleo de la brisa le trajo el susurro del almizcle.
¡Era una hembra!
Lo supo en la presión de las manazas sobre sus
hombros. Hierática, llenos los ojos de vacío, adherida a
un éxtasis de levedad, se ofreció de rostro domado y
cuerpo ausente.
Con la fuerza de la ansiedad la prensó para tenderla. La
sintió floja, precisa.

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Imaginando rumbo en sus pasos y con un vocerío de


cigarrones en la boca, ávida se atragantaba mientras,
con dedos goteantes, dibujaba arabescos rojos en el
aire.

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Ícaro 0

Una vez más enfiló sus pasos a la cima del peñasco a


mirar la inefable mole, desafiante en la lejanía. Se
espaldeó, cerró los ojos y, frenético, convocó a las
alturas. Sintió el batir de vigorosas alas y, ¡al fin! Voló.
Abrió los ojos y exhaló un gemido como un placer
enloquecido que lo hería profundo. Arriba cortaba el
aire como un vértigo y las ráfagas se incrustaban en los
pulmones como huesos afilados. La emoción era un
éxtasis. Los golpes de la pelambre sobre los ojos no
impedían mirar abajo la danza de la soñada locura.
Monstruosas alas compañeras domaban los vientos y le
imponían sus giros. Las serpientes de azogue se
extendían enormes en el espejo de su mentira azul y el
ímpetu del viento se desmembraba en los brazos
irreductibles de los árboles.
Alzó la frente y desorbitó la vista. Ahí, a sus ojos, la
mole de la lejanía. Aleteó con un placer indómito,
frente a él ya, lo más alto de todas las cosas. Sintió un
dolor desgarrante en los hombros, pero no comparable

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a aquel bárbaro placer de estar encima, arriba, sobre


todo lo que está encima de arriba.
Bajó el golpe de alas y se hundió en el vacío descenso.
Oyó ruidos confusos y miró a sus pies. Tres enormes
picos dentados lo esperaban ansiosos en su nido.

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Transmigración 1

Captó la terrible presencia. Había más de uno y


acechaban dentro del cubil. Sostuvo la mirada en las
crías. Enredó un aullido largo en la crin del viento,
erizó el lomo, abrió la elipsis de furia y marfiles y saltó
la frontera de la penumbra tras la simbiosis de la vida y
la muerte. Dos varas aguzadas le arponearon en la
garganta el furor de un gruñido.
Tendidos a la vera del calor paladean el hartazgo, pero
todavía hay hambre y arden los leños. En una mirada
hacia un rincón se apretujan en el pavor los seis
lobeznos. Caminan al impulso de la turbia mirada.
Avanza a gatas, toma un cachorro y se escabulle hasta
lo más profundo de un claroscuro. Sosegada lo arrima
al pecho y lo mira turbada y convulsa; se hunde en los
ojos desolados y siente colarse entre la pelambre el roce
frío de la nariz y la quejumbre aguda del hambre. Olía
ansioso y buscaba; olfateaba y gemía, agitando la
cabeza.

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Lo estrechó suave y lo acercó al pezón. Le afincó la


gula y chupó, chupó hasta suavizar los ojos y hacer
tibio el temblor de la piel.
Le acariciaba el cuello y veía, a través del cristal
salobre, la redonda carita de ojos amielados y cutis
como la piel del agua que, entre chupada y chupada,
sonreía. Paseaba los labios de la frente a las manitas y
lo ajustaba al lado donde danzaba enternecido el
corazón.
Súbito, un gruñido quiebra el cristal y el zarpazo feroz
rasga el espacio; la bestia vuela, patas y ubres al aire y
acolmillado en las fauces el blando cuerpo de ojos
amielados y cutis como la piel del agua.
Sacudió la cabeza, miró los ojos indefinibles y los
pequeños colmillos que le bordeaban el pezón, lo
cambió de mama y le apaciguó con una sonrisa el
sobresalto que unas gotas de sal le acuñó en las
mejillas.

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Descubrimiento

Sólo lo amargo de una saliva espesa la devolvió a la


conciencia. Sacudió la cabeza y pestañeó incrédula,
pero si, estaba allí, al frente, arrogante y segura.
Al fin le había cazado. Sintió como se le iba metiendo
por las grietas que le abría el pavor en esa fuga inmóvil.
La vio acercarse cautelosa y serena y presionar sus
brazos. El cuerpo se le hizo como de agua, como de
barro flojo, como de fruta madura.
La tumbó sobre la hojarasca y la cubrió. Sintió la
presión sobre los senos abismados, como el susurro de
un dolor rezagado, después la danza reptante
improvisando piruetas e imaginando pieles de brisa.
De algún lugar oculto en las ruinas del asombro se
escapó una gota de luz que se extendió como fuego
fatuo y encontró los huesos y la carne y la sangre y se
asumió en la piel como llama, como ascuas, como
ansias ardientes y se supo bullendo y sin dolor alguno
en el camino de una muerte inminente e intemida.

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Súbito todo giró y un crispamiento la erizó; curvó la


espalda y empinó los senos y todo cuanto era se esfumó
en una explosión naranja y un inefable temblor se
durmió sobre su piel.
Percibió que respiraba y, aletargada, se vio correr
despavorida delante de una persecución frenética hasta
difuminarse en las entrañas del vacío.
Suspiró y abrió los ojos. Vio dos minúsculas figuras
que la miraban desde la dulcedumbre de los cristales
acuosos que la copiaban.
Sintió que se miraba desde otro lugar que habitaba
desde siempre complacida y agradada y sonrió.

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Vanguardia

Una mañana pasaba orondo portando en la tomuza un


enorme escarabajo atado con lianas caminándole en la
cabeza; un mediodía más que otro aparecía con una
piedra veteada colgada del cuello saltándole en el
pecho; más de muchas veces el sol de los araguatos le
avivó en lumbre el iris de mariposas que colgaba de sus
hombros.
Las hembras lo miraban curiosas y agradadas. Los
hombres, hoscos, lo veían audaz. De cuando en vez,
persuasivo, se le acercaba, garrote en mano, y le
arrebataba un tornaseado caracol que colgaba de la
muñeca. Una coqueta, le arrancaba de la frente una
encopetada cabeza de pájaro, otra le desprendía una
chirriadora maraca de cascabel que le colgaba
bamboleando del pene, y echaba a correr.
Cazaban un ave enorme y la desmembraban con avidez;
él regresaba con un haz de plumas abrazado, al rato era
un asombro emplumado.

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Flores, frutos, cortezas, uñas, dientes, pieles animalejos


y piedras pernoctaban en su cuerpo sin límites.
Un día buscaba una novedad. Anduvo y anduvo y, tarde
ya, lo deslumbró el hallazgo. Allí, tirada, una liana
preciosa, roja y negra y lila y amarilla. La tomó y de
inmediato se la ató fuerte a la cintura y oprimió la
firmeza sobre la pelambre. Se sintió bien, agradado; se
miró el vistoso cinturón y se pagó con un asonrisado
gruñido.
Tras unos pasos sintió un hurgueo en el pelaje, un halo
frío en la piel y una punzada. Caminó tres, cinco,
ocho… al suelo le salieron alas, los árboles lo rodearon
en una danza vertiginosa, sintió los huesos asustados
abandonando su cuerpo. Se rindió al vacío y agrandó
los ojos a la última mirada, cerca de su boca buscando
también el último aliento, la boca artera blandía, airada,
sus cuatro colmillos.

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Derecho de autor

Desde que halló aquel pedazo de madera calcinado que


le ennegreció las manos, no quedó una piedra, un árbol
o una superficie posible que no cubriera de garabatos.
Buscaba afanosamente trozos ardidos y los acopiaba.
Entendió que las hojas y las flores y las piedras también
manchaban e irisó los caminos que lo convocaban. Sólo
el sol, ignorante e implacable, lo hostilizaba. Buscó una
gruta para guarecerse y quedó perplejo. Inmensas
paredes bruñidas se ofrecían voluptuosas. Las manoseó
y se restregó en ellas y, exacerbado, comenzó a
garabatear. Rememoró patas, cabezas, cuernos y
comenzó a ensamblar; machacó hojas y flores y
semillas y piedras y estampó en profusión de coloridos.
Miraba la pared y saltaba, danzaba y eufórico gruñía y
echaba a correr tras el acopio.
Un día halló a unos intrusos rallando en el paredón,
entró en furor y los echó a trancazos; pasó otra y otra
vez.

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Domingo Rogelio León

Decidió marcar su territorio y defender el fruto de su


pasión. Debían entender quién era el dueño y respetar
su posesión.
Eligió el espacio y se dispuso a mostrar quién era.
Tomó una púa aguzada en carbón firme, y la fijó en la
dócil superficie e inició el primer trazo.
De lo alto y a sus espaldas se desprendió una bola negra
que se sostuvo, pendulando, como suspensa en el vacío.
Detuvo el trazo cuando sintió algo blando que le
cosquilleó la nuca y manoteó para quitarlo. Ocho
garfios que se prendieron al cuello y dos estiletes que
entraron hondo le doblaron las piernas, le sellaron los
ojos y vaciaron el rústico pincel en una débil línea
negra que murió a flor de tierra.

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Parte 2

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Mensaje

El hombre de luenga barba habló y habló y habló. El


hombre lampiño oyó y oyó y oyó. Dios, aturdido,
saltaba de mente en mente hecho vela, hecho sol. El
hombre ensayando, extasiado, decía: manzana. El
hombre desnudo, asombrado, oía: cambur.
El hombre de caperuza, doctoral, contó de Dios que
hizo hombrehambre, mujermanzana, serpientevida. El
hombre de maúr1, ignaro, entendió: bajo el frondoso
currucay la guaricha ofrece la jugosa pulpa de sus
entrepiernas mientras una mapanare, cerca, le sonríe
aviesa.

1
Cintillo en chayma

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Otras memorias

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Parte 3

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Luna nueva

No podía recordar ojos iguales en algún ámbito de su


vasta memoria, que hubieran aposentado en sus
honduras esta canción de luz que ahora hacía suya.
La vio, por primera vez, una tarde cuando sombreaba
bajo una acacia. Al comienzo pasaba sólo una vez a la
misma hora, la venía venir por el mismo lugar y la
seguía a distancia. Cruzaban la avenida y se perdían en
el vértigo de la ciudad. Después, a cualquier hora,
caminaban respirándose la piel. De vez en cuando iban
al parque y se disfrutaban hasta la extenuación. Al
anochecer cruzaban la avenida y se perdían en el
laberinto de luces.
Evocaba otras querencias y le placía convencerse de
nunca antes haber sido así. ¡Era feliz! Le gustaba
aquella piel sin memoria, aquel olor inédito, la recién
nacida esbeltez, la candorosa soberbia de sus mohines,
el cuello, el talle y las caderas lánguidas, el aleteo de la
nariz y la boca entreabierta y aquellos ojos, difícil otros

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Memorial de los abuelos y otras memorias
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iguales. Se tallaba en el temblor de su mirada. La


amaba, no había duda.
La reconocía en los pasos de duende con los que
andaba por los espacios donde duelen las esperas.
La noche se preña de una luna llena. Había bajado a la
tarde despreocupadamente única. Ahora siente como un
gozo inefable que le desflora el hambre adolescente y
alza la vista para hallar el río vertical de aguas menudas
que la seduce y suelta al minúsculo torrente.
Fija como una sensación, se fantasea y lo posee: toma
su cabeza y se hunde en sus pupilas, se mete en su
boca, juega con su pelo, articula los huesos y se tensan
cuerdas bajo la piel. Jadea mientras, a dentelladas, el
hambre atávica jadea en las ingles.
Busca con ansiedad cómo horadar el tiempo. Era la
noche íntegra para azuzar los ancestrales instintos, para
la respuesta del linaje celeste. Se eriza la piel y es
ardentía el golpeteo de la sangre brasal. Súbito se
incrusta la silueta en la retina. A paso activo baja de la
acera y avanza al cruce, un golpe sordo la arrebata de
los ojos. En dos saltos llega al brocal y siente que un
golpe brutal, en el lugar más sórdido de las miserias, la

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Domingo Rogelio León

clava al asfalto. A sus pies, tendida, dibujaba arabescos


rojos que se plateaban sobre la vía. Miró su rostro y se
inmoló en el último pestañeo.
Alza la cabeza y ve la enorme luna, ahora a horcajadas
sobre su espalda y echa a andar con los pasos del dolor
del mundo, hacia alguna parte donde la noche debe ser
eterna.
Adelante, paso a paso hacia el coto sublimado de la
locura; atrás, la nada insistiendo en haber sido; arriba la
luna con su hermosa impavidez y en el centro un
aullido largo y frío que desbarata el silencio y se cuelga
de la noche abismada, sin tiempo y sin espacios.

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

El libro

Para Pastora
*
Desde sus primeros años su abuela le narraba cuentos, y
siempre, al final, le decía: “Tu tatarabuelo leyó un
cuento que jamás se escribió”. La madre heredó la voz
y el estribillo del recuerdo, y, después de cada vuelo, le
repetía: “Tu tatarabuelo leyó un cuento que jamás se
escribió”.
En España se supo que el tatarabuelo de su tatarabuelo
lo había leído en Cádiz; en Italia, que en Milán, el
tatarabuelo anterior; en Francia, que en Lyon; en San
Petersburgo, Constantinopla, Lahore, Bagdad y Bután,
los tatarabuelos del olvido.
**
Después de sesenta años regresó. Albo el pelo,
quejumbrosos los pasos y un moho de silencio tatuado
desde el alma hasta la piel. Condujo hasta el garaje,
bajó del automóvil y, apresurado, se dirigió a la
biblioteca. Arrellanado sobre el mullido sillón, trataba

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

de sofrenar el temblor que le impedía levantar la gruesa


tapa de piel de aquel libro milenario, oloroso al encierro
de las lamasías. Al fin pudo imponer la ansiedad a la
impotencia. Un frío, como un olor de pajaros muertos,
se acurrucó en su corazón ante la página vacía. Era un
duro pergamino amarillento. Pasó una, dos, tres,
todas… vacías. Volvió a la primera, ¿las borró el
tiempo –jugueteó con las otras−, las lecturas, el
reclamo del olvido?
Las miró fijamente. ¿Qué pudieron contener; qué se
pudo escribir en el alba de las letras? ¿Los poemas de
amor de un mandarín bajo floridos cerezos; un cuento
de magos y pedrerías en las alucinantes noches del
desierto; la ruta del Santo Grial; una saga misteriosa en
las mazmorras de un castillo o de un achacoso
monasterio; la Kábala de Salomón; un relato borrascoso
de reyes y bandidajes en sórdidos parajes; o una
aventura de abordaje a la muerte durante una tormenta
en el mar?
Difuminó la vista y se recostó en el suave espaldar;
cerró los ojos y cruzó las delicadas manos sobre el
pecho.

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

***
Después de sesenta años regresó, famélico el otrora
impresionante rocín. Sin yelmo, lanza ni escudo;
cetrina la piel ulcerada; disminuida la visión;
desencajado en su inminente derrumbe, en la alforja su
único haber, botín de halcón a vuelo, dolor y sangre: un
milenario libro de gruesas tapas de piel.
Bajó el puente levadizo y entró con pasos
herrumbrosos; se encerró en la biblioteca y se reclinó
en el alto sillón de madera tallada. En medio de
incontrolables estremecimientos abrió el pesado libro.
Una humedad filosa se agazapó en su corazón ante la
primera página vacía. Era un duro pergamino
amarillento. Pasó hojas y hojas. Todas vacías.
Se desprendió de la vista y se reclinó contra el duro
espaldar; cerró los ojos y cruzó las esqueléticas manos
sobre el pecho.
****
Después de sesenta años regresó, polvorientas las
sandalias del tiempo y en la enmarañada barba los
zarpazos de los vientos; los ecos de los últimos truenos
en los huesos estremecidos; raídos, en los ojos acuosos,

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

los primeros relámpagos; bajo la deshilachada túnica.


Su única heredad, un milenario libro de gruesas tapas
de piel.
Entró a lo profundo de la gruta, se sentó en la helada
piedra y abrió el libro con un agudo temblor. Un silbo
largo, con unos pasos húmedos, le caminó el corazón
frente a la primera página vacía. Era un duro pergamino
amarillento.
Hojeó una vez, dos, todas vacías. Separó la vista y se
recostó contra la dura pared. Cerró los ojos y cruzó las
nudosas manos sobre el pecho.
*****
La mujer entró con té y unas galletas. Lo llamó, se
acercó a lo que creyó su majestad dormida. Puso la taza
sobre el bruñido escritorio y miró, suavemente
iluminado por los últimos retazos de sol, el extraño
libro abierto. En la página se desdibujaba ante sus ojos
atónitos, una antigua caligrafía. Pudo leer un pequeño
fragmento: “Después de sesenta años regresó…”
Estupefacta, volteó hacia el sillón. El hombre, cruzadas
sobre el pecho las delicadas manos, no respiraba.

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

Volvió a mirar el libro y se estrelló contra las páginas


vacías. Era un duro pergamino amarillento.

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

Trasmigración 2

*
Al rescoldo de las fantasías de sus dieciséis años se fue
sumiendo en un ensueño tibio y placentero, hasta tocar
el fondo de un sueño manso y profundo. Cuanto de
hermosa era estaba allí, la bella en el abandono.
**
Algo, como astillas de trino roto, brusco y violento,
entró y cortó las cueras que mecían el sueño. Ondas,
como enormes babosas, la hacían sinuosa desde
adentro. Trató de retener el oído que, hecho sigilo, se
escapaba. Todo era lejano de ella y ella lejana de sí.
Chapoteando en el miedo quiso asirse de algo y clamó
por los ojos que no podía abrir. Por instantes luchó por
incorporarse, jadeaba. No podía captar las voces. Logró
sentarse en el borde de la cama entre una danza caótica
de las cosas que ahora no reconocía. Como el animal de
costumbres, tambaleó la ruta de la memoria anterior y
tropezó con la oquedad que la arrastró hasta el baño; la
mano autómata encendió la luz y halló, inmóvil en la

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

penumbra, el lavamanos y abrió la llave. Una mano


siguió a la otra e hizo cuenco y se empapó la cara. El
relámpago frío convoca una débil cadena, alzó el rostro
frente al espejo, forzó las hendiduras que mezquinaban
los ojos y desentumió las grietas frágiles de la memoria.
Desde la plancha translúcida la miraba, empavorecida
una imagen sin registro en el consciente, un rostro
nacido ahora, allí, único, dueño y señor del horror del
mundo, de la ingrimitud y la indefensión, la más salvaje
estampa del terror pánico. Alzó la mano y en el espejo
la puñaleó batallando en el mar de sargazos de un rostro
en los umbrales del olvido. En el pozo sin fondo de una
memoria ajena se estranguló la intención de un grito. Se
desplomó.
***
Nadie sabía desde cuándo andaba por la vida y por
quién la quería; no era abuela, ni bisa ni tátara, al
menos hasta donde sabían, pero estaba ahí desde
siempre, y era, en la sangre, colectiva desde quién sabe
cuándo. Ahora había llegado el momento único del
hasta ahora.

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

De cuando en vez alguien la tocaba y meneaba la


cabeza, ¡aún no! Noche tras noche aquellos huesos
sueltos bajo una piel transparentada, inmóvil y ¡aún no!
Súbito, como marioneta de una mano recién inventada,
abrió una ranura en los labios mientras dos gotas
bajaron de la frente al silencio impenetrable y, lentas
como la eternidad, con ellas se cerró la ranura y el
tiempo se detuvo.
Alguien la tocó, movió la cabeza y, aún no.
A un mismo momento todos se rindieron en un fatigado
sopor.
****
Ya desperezado el sol fueron emergiendo desde una
mirada exangüe y turbia, como reptando de una bruma
pegajosa aferrada a los párpados.
Entonces una voz recién nacida y fúlgida colgó el
encanto al nuevo día. Magnífica, con el vigor
columpiándose en la piel se fue yendo de los pasos, de
los ojos, de la consciencia hecha añicos.
En la habitación inmóvil pesaba como inmensa la cama
vacía…

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

El Remanso

Para Helguita
Sólo abre los ojos; en sus cambiantes se asume que aún
los reconoce. El padre no entiende cómo alguien
pletórico de vida ahora agonice. No acusa enfermedad
alguna, mas su muerte es cuestión de horas.
Vacacionaba en el hato de una familia amiga. Siempre
iba al río, pasaba largas horas en una remansada poza, a
la sombra de un algarrobo. Una tarde, al caminar hacia
el árbol para vestirse, tuvo el presentimiento de ser
observada. Miró hacia todos lados y, aun no viendo a
nadie, siguió sintiendo una mirada. Se vistió
apresuradamente, al levantar un poco la cabeza, apenas
a tres metros, estaba, recostado a una roca, un joven
alto, blanco, de pelo negro e inmensos ojos verdes
desolados.
La observaba inmóvil, fijamente. Sentía caer sobre ella
la mirada más íngrima e indefinible, cargada con todo
el abandono y la indefensión del mundo.
−¿Me estabas mirando?

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

−Te veía.
Se reconocía extraña, como posesa. Turbada, trató de
establecerse. Se fue, a pasos nerviosos, pero la siguió
una voz: “Te volveré a ver”. No pudo apartarlo de su
mente. Forzó el paso del tiempo leyendo revistas.
Después de cenar oía, perezosamente, historias del
monótono ayer de aquella familia, enquistada en un
remoto pasado.
Se fue a la cama, se abandonó a un sueño deshilachado,
sin memoria, sin huellas. Amaneció cansina, suspirante.
Se interpretó desnuda frente a todos, a la intemperie,
despielizada. Se asumía violada en algo imprecisable,
se presumía a un paso de la angustia, de llorar sin
precisar por qué.
Rechazó el desayuno. Tomó café y salió dispuesta a
estar fuera todo el día. Ideó varias intenciones que se
esfumaron sin esfuerzo. Volvió sobre el crepúsculo con
unos pasos lentos y sin caminos. La noche la encontró
en la vieja mecedora. Con una lánguida sonrisa
respondió el saludo de los últimos peones. La mano
pálida sostenía en abandono la taza con el chocolate

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

aún sin terminar. Afuera, una palma silbó una tonada


monótona.
Sólo cuando afirmó los pues sobre el ladrillo, se supo
despierta; le era imposible precisar que hubiera
dormido. En ningún resquicio de la memoria había
siquiera imagen de la noche anterior. Apretó los labios,
se perdió un segundo en el vacío, movió la cabeza, se
arregló un poco el pelo y salió.
Tomó café e, instintivamente, abordo el desamparo en
la infinitud que se traga la sabana. Miró hacia arriba un
azul rígido que prometía eternizarse. A los lejos vibra el
aire y danzan, como un espejismo, los chaparros. El
apurado vuelo de los pericos presagia un día de
canícula. Comenzó a andar, el sol le mordía el cuello, le
humedecía el cráneo, hacía reverberar el vaho de la
tierra. Abrasada, sentía estallar los pulmones, cuando
recordó la poza del algarrobo.
Está frente al remanso, acogedor, sensual; suyo
absolutamente. Entró en él, cerró los ojos y escapó.
Trata de precisar la ropa interior que se adhería a su
piel, y no puede. Sólo aquella lengua lasciva, la cubría
en sus ansias y en sus sentidos. Abstracta, sentía la

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Memorial de los abuelos y otras memorias
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sensación preorgásmica de unas manos de seda, de un


aliento febril, concupiscente, que le agita la respiración,
le erecta los pezones, le hace cimbrar el vientre y
conturbar, en espasmos frenéticos, anhelancias
reprimidas. Las manos enloquecidas, debatiéndose
entre unos muslos torpes como peces moribundos en
las pesadas aguas tranquilas.
El sol apenas se prendía de las copas de los chaparros
cuando Salió del agua. Caminó al pie del algarrobo. Se
desnudó para vestirse y se sintió, de pronto, atrapada en
el espacio. Incapaz de moverse, se pensó imposible.
Tenía la sensación de haber vivido ya algo similar. La
miran, está segura. Se escuda como puede tras la ropa y
voltea. Nadie, sólo la sobrecogedora vaguedad. Súbito,
frente a ella, un joven pálido, blanco de pelo negro y
unos inmensos ojos verdes desolados.
En su mente, emergiendo de ruinas más viejas que mil
veces su existencia, fluían aquellas imágenes. Juraría
que aquella escena ya había sido suya. Se colgaba, en
su vaguedad, que pertenecía a aquella imagen. Se
aproximó.
−¿Me estabas mirando?

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

−Te veía.
Lo miró absorta y se alejó como intentando pasos en el
aire.
Intranquila pasó la noche. Tuvo sueños inmemoriales.
Se levantó ojerosa, agotada. Un enorme desasosiego la
mantenía en un incesante caminar de fiera acorralada
por el largo pasillo. Había algo que se antojaba recordar
y no podía. El resplandor del sol le hizo sentir la piel y
evocó al río, y una tibia y envolvente turbulencia se
centró en su interior y salió, casi en carrera.
Desnuda, se lanzó a la poza y suspiró antes de entrar al
abandono. Tras larguísimo tiempo, salió y caminó,
extrañamente tranquila. Sintió en la espalda la presión
de una mirada. Volteó serena y lo vio. Recostado a una
roca miraba impasible, imperturbable los enormes ojos
verdes colgados del desamparo.
−¿Me estabas mirando?
−Te veía.
Se acercó atada a sus ojos y se aproximó a su pecho.
Cerró los brazos y la oprimió y se perdió en la
inconsciencia. Aletargada la tarde en el ocaso, la oyó
gemir por cuarta vez bajo aquel cuerpo único,

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Memorial de los abuelos y otras memorias
Domingo Rogelio León

conmovidas hasta el paroxismo las entrañas y las carnes


rendidas, devastadas en su apetencia y su pasión. Bajo
sus cuerpos, las hierbas habían dibujado arabescos en
sus espaldas; arriba, vagabundeaban nubes grises.
Regresó con una mirada arisca, esquiva. No cenó y
durmió absolutamente. Al alba se levantó y salió al
instante en pos del río. Volvió al anochecer.
Veinticinco anocheceres mas, obnubilada, mil veces las
entrañas estremecidas, la piel calcinada por los embates
febriles.
No hablaba, adelgazaba vertiginosamente. Sentada en
la vieja mecedora, sólo contemplaba en el horizonte el
rumbo por donde, hasta anteayer nomás, se iba al río.
La matrona hacía mucho para que se distrajese, todo en
vano. Un anochecer le dejó entre las piernas un álbum
grande de antiguas fotos familiares, imágenes en éxodo
tardío desde las lejanías del pasado siglo. Lo hojeó
hasta que la llevaron a su cama.
La madre que con dolor silente acariciaba la última
tibieza, encontró en su pecho, bajo la bata azul que la
perfilaba lánguida, una amarillenta foto de los tiempos

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de pasados siglos, de un joven blanco, pálido, de


enormes ojos verdes, desolados.

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Generosidad

“A ver y me das ese collar”, le dijo entre voz y señas


elhombre con vestido y sombrero, raros al hombre de
guayuco y maúr2 que lucía en el cuello un grande y
hermoso collar de dientes de tigre.
“Kakuche zenp-zao ata kopuedy yerkon nerpe”3, dijo el
desnudo en palabras manoteadas y gestos, señalando
una gruta algo distante.
El hombre blanco entendió y se fue.
En las patas del viento salieron desbocados de la gruta
sombría, un rugido feroz y los estertores de un aterrado
alarido.

2
Cintillo, en chayma
3
“En la casa del tigre hay muchos dientes”

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Memorial de los abuelos y otras memorias
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La ayudita

“Hermano, Dios te ama porque es bueno. Él fue herido


por ti y murió por ti y subió contento al cielo. Desde
allá de cuida y te protege”, decía el hombre blanco de
barba larga y ancha batola, parado, de brazos abiertos,
al indio que probaba el nuevo arco tensando la cuerda
con la flecha a punta de mira.
“Choto para pumyr kapó raui diope”4, pensó el indio y
recordó al hombre de pecho herido y brazos abiertos,
clavado en la cruz y mirando al cielo.
Giró un poco a la izquierda, miró al hombre de brazos
abiertos viendo hacia arriba y soltó los dedos.

4
“Al hombre blanco le gusta el cielo y ama a Dios

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Índice
Memorial de los abuelos
Parte 1
Poeta
Amigos
Herencia
Pionero
Primer amor
Coqueta
Maternal
Caricias
Sed
Plumón
Luna
Abismos
Hartura
Sensaciones
Aroma
Hora menguada
Ícaro 0
Trasmigración 1
Descubrimiento
Vanguardia
Derecho de autor
Parte 2
Mensaje
Otras memorias
Parte 3
Luna nueva
El libro
Trasmigración 2
El remanso
Generosidad
La ayudita

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