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UNIDAD Y DIVERSIDAD EN MESOAMÉRICA

DEBATES ANTROPOLÓGICOS, ETNOGRÁFICOS,


HISTÓRICOS
Unidad y diversidad en Mesoamérica
Debates antropológicos, etnográficos, históricos

-
Catharine Good Eshelman y
Marina Alonso Bolaños
coordinadoras

Contiene
Mesoamérica. Sus límites geográficos, composición étnica
y caracteres culturales
Paul Kirchhoff

México, 2019
F1434

U55

Unidad y diversidad en Mesoamérica : debates antropológicos, etnográficos, históricos /


coordinadores Catharine Good Eshelman y Marina Alonso Bolaños. -- México : inah :
enah, 2019.

192 p. : il. ; 28 cm. -- (Colección Ochenta Años. enah)

1. Indígenas de México - Congresos 2. Indígenas de América Central - Congresos 3.


Etnología - México - Congresos 4. Etnología - América Central - Congresos 5. México
- Civilización - Congresos 6. América Central - Civilización - Congresos i. Good
Eshelman, Catharine, coord. ii. Alonso Bolaños, Marina, coord. iii. Serie.

Idioma: spa

isbn: 978-607-539-351-3
Colección: Ochenta Años. enah
Cuidado de la edición: Departamento de Publicaciones enah
Jefe del Departamento de Publicaciones: Luis de la Peña Martínez
Diseño de portada e interiores: Constanza Hernández Careaga
Corrección de estilo: Adriana Nayelhy Jiménez León
Distribución y promoción editorial: Daniel Isaac Rivera Sánchez

Primera edición: 2019

D.R. © 2017 Instituto Nacional de Antropología e Historia


Córdoba 45, colonia Roma, 06700 Ciudad de México.
Escuela Nacional de Antropología e Historia
Periférico Sur y Zapote s/n, col. Isidro Fabela, Tlalpan, 14030 Ciudad de México.
<www.enah.edu.mx/publicaciones>

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa
autorización por escrito de los titulares de los derechos de esta edición.

Impreso y hecho en México


Índice

11 NOTA EDITORIAL
Luis de la Peña Martínez

13 PRESENTACIÓN A UNIDAD Y DIVERSIDAD EN MESOAMÉRICA


Catharine Good Eshelman y Marina Alonso Bolaños

19 MESOAMÉRICA
SUS LÍMITES GEOGRÁFICOS, COMPOSICIÓN ÉTNICA
Y CARACTERES CULTURALES
Paul Kirchhoff

39 UNIDAD Y DIVERSIDAD EN MESOAMÉRICA


DEBATES ANTROPOLÓGICOS, ETNOGRÁFICOS, HISTÓRICOS
PARTE I. Abriendo la polémica: enfoques sobre Mesoamérica

41 1. Introducción
Andrés Medina
49 2. Unidad y diversidad en Mesoamérica: una aproximación
desde la etnografía
Johannes Neurath
61 3. Unidad y diversidad etnográfica en Mesoamérica:
una polémica abierta
Saúl Millán
73 4. Unidad y diversidad en el estudio etnográfico en México
Alfredo López Austin
81 5. Unidad y diversidad en los pueblos de tradición mesoamericana
Leopoldo Trejo Barrientos

89 PARTE II. Estudiando los pueblos indígenas en el siglo xxi

91 6. Unidad y diversidad en Mesoamérica


Catharine Good Eshelman
97 7. Unicidad y diversidad en Mesoamérica; una discusión inacabada
Alicia M. Barabas
113 8. Ritualidad y cosmovisión: procesos de transformación
de las comunidades mesoamericanas hasta nuestros días
Johanna Broda
131 9. Mesoamérica, cultura y cambio: conceptos problemáticos
en el estudio etnográfico de los pueblos indígenas
Catharine Good Eshelman
141 10. Diversidad y unidad en Mesoamérica:
otra perspectiva del debate
David Robichaux

153 PARTE III. Acercando la Etnografía, la Historia y la Antropología

155 11. Unidad y diversidad en Mesoamérica


Saúl Millán
159 12. Modus operandi... o de cómo los etnógrafos recurren
a la historia y los historiadores a la etnografía
Marina Alonso Bolaños
169 13. Trabajo agrícola y ritualidad: notas para una reflexión
sobre la unidad y la diversidad en Mesoamérica
Andrés Medina
183 14. El canon prehispánico
Pedro Pitarch
Nota editorial

e reproduce en este libro, Unidad y diversidad de Mesoamé-


S rica, coordinado por Catharine Good Eshelman y Marina
Alonso Bolaños, el texto de Paul Kirchhoff Mesoamérica. Sus
límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales, pu-
blicado originalmente en 1943 por la unam y reeditado por la
enah en su colección “Sumplementos” de la revista Tlatoani
en 1960 y en 1967. Ello, con el fin de servir como referencia a
los debates contenidos en las páginas que el lector tiene ahora
en sus manos y como punto de partida histórico para la con-
ceptualización de esta región cultural y geográfica.

Maestro Luis de la Peña Martínez


Jefe de Publicaciones de la 

11
Presentación a U  
 M

Catharine Good Eshelman y Marina Alonso Bolaños

ecidimos editar este volumen colectivo como uno de los pro-


D ductos de la séptima línea de investigación, Cosmovisiones y
Mitologías, del Proyecto Nacional Etnografía de las Regiones Indígenas
de México en el Nuevo Milenio del Instituto Nacional de Antropología
e Historia (inah). Los trabajos que se recogen en estas páginas se
escribieron en estrecha relación con las actividades del Seminario
Permanente de Etnografía que coordinamos en 2007 como actividad
del mismo proyecto. Los artículos se publicaron originalmente en
tres números de Diario de Campo, revista de los investigadores del
inah, de circulación limitada.1
Esta discusión despertó mucho interés ya que participaron en
ella distinguidos especialistas de otras instituciones además del inah;
desafortunadamente los artículos no aparecieron como colección en
una sola publicación y siempre han sido de difícil acceso para colegas
y estudiantes. De hecho, desde principio las coordinadoras de la línea
de investigación Cosmovisiones y Mitologías y del Seminario Perma-

1
El título completo de esta revista era Diario de Campo, Boletín interno de los investigado-
res del área de antropología, Gloria Artís (ed.). Coordinación Nacional de Antropología-Instituto
Nacional de Antropología e Historia. México. Los números son 92, 93, 94, correspondientes
a mayo-junio, julio-agosto y septiembre-octubre del año 2007, y se pueden localizar en línea.
<https://www.revistas.inah.gob.mx/index.php/diariodecampo/issue/archive/2>.

13
Catharine Good Eshelman Marina Alonso Bolaños

nente de Etnografía, planteamos la publicación de estos trabajos. Una vez conclui-


da la edición de los cinco volúmenes de ensayos etnográficos que salieron como
producto de esta línea de investigación dentro del proyecto [Good et al. 2015a,
2015b, 2014a, 2014b, 2014c], decidimos retomar este grupo de artículos sobre
Mesoamérica.
Consideramos que son muy pertinentes para los lectores en 2018 por varias
razones. Los trabajos se elaboraron en el contexto del debate sobre el concepto de
Mesoamérica, que se planteó en términos iniciales como una discusión académica
de alto nivel en torno a “la unidad y la diversidad en Mesoamérica”. Los coautores
de este volumen conforman un grupo de destacados investigadores mexicanos y
extranjeros muy reconocidos dentro y fuera de México, quienes han dedicado sus
vidas profesionales a la investigación sobre los grupos indígenas de México en la
historia y actualmente. Como grupo los coautores tienen una larga trayectoria en
la docencia en el ámbito universitario y de posgrado y han participado en la for-
mación de nuevas generaciones de profesionales en la antropología, la historia y la
etnohistoria.
Por la elaboración sistemática de los capítulos en forma de debate teórico, esta
colección de textos resalta distintos puntos de vista sobre problemas de análisis y
las metodologías claves en el estudio de los pueblos indígenas. Las perspectivas que
se presentan aquí son centrales a la redefinición del proyecto de la antropología y
la etnohistoria en México en el siglo xxi. En este sentido el debate es especialmen-
te relevante, ahora que los gobiernos recientes han abandonado la ideología de la
Revolución mexicana que nutrió la antropología y las instituciones académicas que
se fundaron en el siglo xx. El tema de la diversidad cultural de México sigue sien-
do central para definir proyectos políticos, educativos y sociales en el futuro.
El concepto de Mesoamérica ha sido de singular importancia para la antro-
pología mexicanista, la definición de nuestra área cultural ha sido fundacional para
los investigadores dentro y fuera del país que se dedican al conocimiento sobre
pueblos amerindios. Cuando menos históricamente, y para muchos especialistas
todavía hoy, Mesoamérica definió una unidad de análisis que trasciende las arbi-
trarias fronteras de los estados-nacionales de México, y Centroamérica, entre ellos
Belice, Guatemala, Honduras y El Salvador. Además de proponer un área etnográ-
fica más amplia que las divisiones territoriales y políticas impuestas en los siglos
xix y xx, el concepto de Mesoamérica resalta la continuidad dentro de temporali-
dades largas, desde el periodo prehispánico hasta hoy. En sus dimensiones tempo-

14
Presentación a Unidad y diversidad en Mesoamérica

rales y territoriales, permite identificar aspectos de unidad cultural, dentro de la


diversidad si se aplica a los pueblos indígenas hoy. Cabe resaltar que algunos etnó-
grafos opinan que este concepto ya no tiene utilidad para los estudios sobre indí-
genas contemporáneos, en parte por su importancia para la investigación sobre las
civilizaciones prehispánicas.
Metodológicamente estos trabajos son relevantes para investigadores y estu-
diantes en 2018 porque los enfoques de los diferentes coautores combinan la
etnografía con la perspectiva histórica y aplican una mirada teórica a los datos
empíricos que estudiamos en detalle. Así demuestran cómo superar dos limitacio-
nes persistentes en los estudios sociales: la separación tanto de las dimensiones
sincrónicas y diacrónicas, como de la vida material y los significados. Además,
utilizan datos de las distintas disciplinas de las ciencias antropológicas —etnología,
etnografía, historia, etnohistoria, arqueología, ecología cultural y lingüística— e
ilustran distintos procedimientos metodológicos. Por otra parte, los textos se basan
en un diálogo entre la teoría y la interpretación de datos empíricos, alrededor del
tema de los pueblos indígenas de México. Demuestran cómo se puede realizar
comparación dentro de nuestra área cultural, con otras áreas culturales en las
Américas y demuestran cómo se pueden plantear comparaciones con datos de
diferentes periodos históricos. Por todas estas razones consideramos que existe una
excepcional coherencia entre las aportaciones en este volumen colectivo.

Estructura del libro

Dividimos el volumen en tres partes que corresponden a diferentes etapas del de-
bate. La primera parte, Abriendo la polémica: Enfoques sobre Mesoamérica, empieza
con una reflexión de Andrés Medina, que introduce los usos del concepto de
Mesoamérica en la investigación antropológica. Los cuatro capítulos siguientes son
versiones ampliadas de un grupo de ponencias que se presentaron en una reunión
especial del seminario “Signos de Mesoamérica”, coordinado por Alfredo López
Austin y Andrés Medina en el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la
Universidad Nacional Autónoma de México (unam) [véase Medina et al. 2015].
Dos autores, Johannes Neurath y Saúl Millán, cuestionan la relevancia del término
Mesoamérica para la investigación etnográfica; Alfredo López Austin defiende su
utilidad para dar coherencia a los estudios históricos y actuales sobre pueblos indí-

15
Catharine Good Eshelman Marina Alonso Bolaños

genas en México, y Leopoldo Trejo analiza las ventajas y desventajas de emplear el


concepto de Mesoamérica para el trabajo etnográfico.
La Parte ii, Estudiando los Pueblos Indígenas en el siglo XXI, consiste en cuatro
capítulos originales, escritos en respuesta a los textos que conforman la Parte i.
Catharine Good introduce la temática con un breve comentario sobre los motivos
que han provocado el cuestionamiento de Mesoamérica, en el contexto de la an-
tropología mexicana a principio del siglo xxi. Los autores de esta Parte ii, Alicia
Barabas, Johanna Broda, Catharine Good y David Robichaux defienden la rele-
vancia de un concepto de área cultural como herramienta analítica en los estudios
antropológicos-históricos sobre los pueblos indígenas de México. En estos capítu-
los se proponen diferentes estrategias para replantear una definición de Mesoamé-
rica especialmente a la luz de los recientes avances en la investigación etnográfica
en México.
La Parte iii, Acercando la Etnografía, la Historia y la Antropología, busca res-
ponder a las propuestas de las dos primeras partes del libro. Después de una breve
introducción de Saúl Millán, los demás autores, Marina Alonso, Andrés Medina y
Pedro Pitarch, abordan la relación entre la historia y la etnografía, con los métodos
y marcos teóricos de cada campo, para estudiar los pueblos indígenas de nuestro
país. Invitamos al lector a conocer directamente los textos reunidos en esta colec-
ción, esperando que las ideas y las propuestas sean valiosas para estudiantes y co-
legas comprometidos con el estudio de las sociedades y las culturas de los pueblos
milenarios en México.

16
Presentación a Unidad y diversidad en Mesoamérica

Bibliografía

Good Eshelman, Catharine y Marina Alonso Bolaños (coords.)


2014a Creando mundos, entrelazando realidades: cosmovisiones y mitologías en el
México indígena. iii. Ensayos etnográficos de la Séptima Línea de Inves-
tigación, Proyecto Etnografía de los Pueblos Indígenas de México en el
Nuevo Milenio. Instituto Nacional de Antropología e Historia. México.
2014b Creando mundos, entrelazando realidades: cosmovisiones y mitologías en el
México indígena. iv. Ensayos etnográficos de la Séptima Línea de Inves-
tigación, Proyecto Etnografía de los Pueblos Indígenas de México en el
Nuevo Milenio. Instituto Nacional de Antropología e Historia. México.
2014c Creando mundos, entrelazando realidades: cosmovisiones y mitologías en el
México indígena. v. Ensayos etnográficos de la Séptima Línea de Inves-
tigación, Proyecto Etnografía de los Pueblos Indígenas de México en el
Nuevo Milenio. Instituto Nacional de Antropología e Historia. México.
2015a Creando Mundos, entrelazando realidades: cosmovisiones y mitologías en el
México indígena. i. Ensayos etnográficos de la Séptima Línea de Inves-
tigación, Proyecto Etnografía de los Pueblos Indígenas de México en el
Nuevo Milenio. Instituto Nacional de Antropología e Historia. México.
2015b Creando mundos, entrelazando realidades: cosmovisiones y mitologías en el
México indígena. ii. Ensayos etnográficos de la Séptima Línea de Inves-
tigación, Proyecto Etnografía de los Pueblos Indígenas de México en el
Nuevo Milenio. Instituto Nacional de Antropología e Historia. México.
Medina, Andrés y Mechthild Rutsch (coords.)
2015 Senderos de la Antropología. Discusiones mesoamericanistas y reflexiones
históricas. Instituto Nacional de Antropología e Historia, Instituto de
Investigaciones Antropológicas-unam. México.

17
Paul Kirchhoff
MESOAMÉRICA

Sus límites geográficos, composición


étnica y caracteres culturales

Paul Kirchhoff

19
En la tercera Edición*
(1967)

“ Mesoamérica”, publicado originalmente en 1943, fue un intento de


señalar lo que tenían en común los pueblos y las culturas de una de-
terminada parte del Continente Americano, y lo que los separaba de los
demás. Para lograr este propósito me impuse la limitación de enumerar
sólo aquellos rasgos culturales que eran propiedad exclusiva de esos pueblos,
sin intentar hacer una caracterización de la totalidad de su vida cultural.
Por la aplicación rigurosa de este principio no se mencionan en mi trabajo
rasgos tan fundamentales y características de la civilización mesoameri-
cana como la pirámide, ni se analiza la configuración y estructuración
de esa civilización, que obviamente es más que la suma de sus partes.
Falta también la división de esta ‘superárea’ en áreas culturales que se
distinguen no sólo por la presencia o ausencia de determinados ‘elementos’
sino por el grado de desarrollo y complejidad que han alcanzado, siendo
las más típicamente mesoamericanas las más desarrolladas y complejas.
Falta, en fin, la profundidad histórica que la orientación misma de este
trabajo implica, esto es, la aplicación de los mismos principios a épocas
anteriores, retrocediendo paso por paso hasta la formación misma de la
civilización mesoamericana.
Concebí este estudio como el primero de una serie de investigaciones
que trataran sucesivamente de estos problemas, anticipando que la mayor
* Se reproducen aquí las mismas palabras introductorias que el Dr. Kirchhoff escribió para
la segunda edición (1960). El autor considera que ellas conservan plenamente su validez, aunque
han transcurrido más de seis años desde entonces (nota de la red.).

21
Paul Kirchhoff

parte de dicha tarea deberían tomarla otros a su cargo. En esta esperanza quedé defrau-
dado, pues mientras que muchos han aceptado el concepto “Mesoamérica”, ninguno,
que yo sepa, lo ha hecho objeto de una crítica constructiva o lo ha aplicado o desarrolla-
do sistemáticamente. Ahora, la iniciativa de los estudiantes de la Escuela Nacional de
Antropología e Historia de volver a publicar este trabajo, me hace abrigar nuevamente
la esperanza de que sea un investigador joven el que siga el camino que yo señalé hace
años.

PAUL KIRCHHOFF
Instituto de Historia
Universidad Nacional Autónoma de México

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E n las clasificaciones geográficas de las culturas indígenas de América, que abar-
can el Continente entero o que enfocan por lo menos determinada región
desde un punto de vista continental, se distingue fácilmente dos tipos.
En el primero, se acepta una u otra de las divisiones corrientes del Conti-
nente Americano, basadas en la Geografía Política o en la Biogeografía. La mayoría
de los americanistas, o divide el Continente simplemente en Norte y Sudamérica, o
intercala entre las dos partes una tercera, sea “México y Centroamérica” o, como lo
hacen algunos antropólogos norteamericanos, Middle America. En el primer caso,
por regla general, se acepta como límite entre Norte y Sudamérica, la línea divisoria
biogeográfica que sigue el curso del río San Juan, entre Nicaragua y Costa Rica.
En el segundo caso, en “México y Centroamérica” se incluye todo el territorio
comprendido entre la frontera septentrional de la República mexicana y la frontera
oriental de Panamá; en Middle America la misma región, excluyendo, unas veces, el
norte de México, incluyendo, otras, las Antillas.
Ambas divisiones y sus variantes, que aquí dejamos de mencionar, tienen
grandes inconvenientes cuando se usan para algo más que una mera localización
geográfica de fenómenos culturales del mundo indígena, o para fijar los límites geo-
gráficos de programas de investigación o publicaciones. La frontera biogeográfica
entre Norte y Sudamérica, aunque coincide con una frontera local entre regiones
con características culturales bien marcadas, no constituye sin embargo una fronte-
ra cultural entre Norte y Sudamérica, puesto que al norte de ella, la cultura de los
sumo y misquito y aun la de los paya y ficaque, es tan “sudamericana” como la de
los chibcha centroamericanos. De hecho este calificativo carece de todo significado
preciso, ya que en Sudamérica, cualquiera que sea la extensión que queramos dar
a este término, existen culturas tan distintas entre sí como las de los fueguinos, los
caribe y los inca. Por otro lado, las culturas restantes de Centroamérica y México,
con excepción del norte de México, no ostentan de ninguna manera caracteres
“norteamericanos”, sino que, por el contrario, tal vez tienen más en común con
ciertas culturas de Sudamérica que con cualquiera de Norteamérica. Efectivamen-
te, sus semejanzas con ciertas áreas culturales norteamericanas, como las del Sures-
te y en parte del Suroeste de Estados Unidos, se refieren en gran medida a aquellos
rasgos que ambas tienen en común con ciertas áreas culturales de Sudamérica.

23
Paul Kirchhoff

Los inconvenientes de la triple división citada son tal vez más grandes. Ni
el conjunto de las repúblicas de México y Centroamérica, ni Middle America en
cualquiera de los sentidos antes explicados, constituye para el antropólogo una
región que resalte de las demás culturas del Continente, y por lo tanto merezca
estudio aparte. De hecho, aquellos que aceptan una u otra de estas triples divisio-
nes, lejos de considerar “México y Centroamérica” o Middle America como una
unidad cultural —opuesta como tal, tanto a Norte como a Sudamérica— siguen
reconociendo como básica la división entre Norte y Sudamérica, asignando ciertas
culturas de esta región a Norteamérica y otras a Sudamérica.
El segundo tipo de clasificación geográfica agrupa las culturas indígenas
americanas en cinco grandes zonas:

1. Los recolectores, cazadores y pescadores de Norteamérica.


2. Los cultivadores inferiores de Norteamérica.
3. Los cultivadores superiores (“altas culturas”).
4. Los cultivadores inferiores de Sudamérica.
5. Los recolectores y cazadores de Sudamérica.

Los antropólogos que aceptan este tipo de división, el cual, como el anterior, tiene
muchas variantes que no mencionamos, reconocen explícita o implícitamente que
dentro de la zona de los llamados cultivadores superiores se incluyen, como excepción,
tribus individuales o a veces áreas culturales enteras que no se pueden considerar
de cultivadores superiores, ni en cuanto a su nivel cultural general, ni en cuanto a
plantas y técnicas de cultivo. De la misma manera se incluyen, a veces, recolectores
y cazadores en las zonas de cultivadores inferiores.
Se justifica su inclusión dentro de zonas de cultura superior por el hecho de
que, a pesar de ser de nivel más bajo, comparten con las demás tribus de la zona,
en que se incluyen un número considerable de rasgos culturales; débase a que estas
tribus han quedado rezagadas respecto a las más adelantadas preservando parte de
la antigua cultura común o a difusiones culturales recientes. Este modo de pensar
deja su individualidad a las áreas culturales (en el sentido de conjunto de tribus
con una cultura no sólo superficial sino básicamente semejante), y permite a la vez
agruparlas en “superáreas” y subdividirlas en “subáreas”. Dentro de la zona de los
cultivadores inferiores de Norteamérica, el “Sureste” y el “Suroeste” (en el sentido
de The Greater Southwest o “La Norteamérica Árida”) son tales superáreas; y dentro

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Sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales

de la zona de los cultivadores superiores se puede delimitar una superárea “Mesoa-


mérica” cuyos límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales en el
momento de la Conquista, nos proponemos estudiar en este artículo.
El presente trabajo se basa en una serie de estudios de distribución inicia-
dos por el Comité Internacional para el Estudio de Distribuciones Culturales en
América, creado por el xxvii Congreso Internacional de Americanistas. Aunque
estos estudios están todavía lejos de terminarse, ya es posible presentar algunos
lineamientos generales con el objeto de plantear nuevos problemas. Esta finalidad
de nuestro artículo explica que prescindamos de notas críticas y bibliográficas.

Límites geográficos y composición étnica

Sobre la base de las citadas investigaciones, se puede afirmar que en el momento


de la Conquista formaba parte de Mesoamérica una serie de tribus que podemos
agrupar en las cinco divisiones siguientes:

1. Tribus que hablan idiomas hasta ahora no clasificados, como tarascos, cuitlateca,
lenca, etcétera.
2. Todas las tribus de las familias lingüísticas maya, zoque y totonaca. Según ciertos
investigadores, los idiomas de estas tres familias, a los que probablemente hay que
agregar el huave, forman un grupo que podríamos llamar zoque-maya o
macro-mayance.
3. Todas las tribus, menos dos, de las familias otomí, chochopopoloca y mixteca que
parecen formar, junto con la familia chorotegamangue, un grupo llamado otomangue;
y todas las tribus de las familias trique, zapoteca y chinanteca que otros consideran
emparentadas con el grupo anterior, formando un gran grupo llamado
macro-otomangue.
4. Todas las tribus de la familia nahua y una serie de otras tribus de filiación
yuto-azteca, entre ellas los cora y huichol, cuya agrupación en familias todavía no
es definitiva.
5. Todas las tribus de las familias tlappaneca-subtiaba y tequisisteca que pertenecen
al grupo hokano de Sapir.

Un análisis de esta composición étnica de Mesoamérica, en el momento de la Con-


quista, demuestra lo siguiente:

25
Paul Kirchhoff

a. De todas las familias lingüísticas que forman parte de Mesoamérica, sólo una, la
otomí, tiene algunos miembros (los pame y jonaz que tal vez sólo sean dos
subdivisiones de una sola tribu), que no pertenecen a este conjunto cultural.
b. Dos grupos lingüísticos, formados por algunas de estas familias, el zoque-maya y el
macro-otomangue, en caso de que su existencia quede comprobada, quedarían en
su totalidad dentro de Mesoamérica.
c. Tribus de estos dos grupos y también de la familia nahua llegan, probablemente
como resultado de migraciones, hasta los últimos límites geográficos de Mesoamérica,
tanto en el Norte (del grupo zoque-maya, los huaxteca; del macro-otomangue, los
otomí; y de la familia nahua, los cazcán y los mexicanos) como en el Sur (del grupo
zoque-maya, los cholchortí; del macro-otomangue, los chorotega; y de la familia nahua,
los nicargo).

Todo esto demuestra la realidad de Mesoamérica como una región cuyos habitantes,
tanto los inmigrantes muy antiguos como los relativamente recientes, se vieron uni-
dos por una historia común que los enfrentó como un conjunto a otras tribus del
Continente, quedando sus movimientos migratorios confinados por regla general
dentro de sus límites geográficos una vez entrados en la órbita de Mesoamérica.
En algunos casos participaron en común en estas migraciones tribus de diferentes
familias o grupos lingüísticos.
A pesar de haber unido sus destinos firmemente a los de Mesoamérica, la
familia nahua, tanto por tener muchos parientes lingüísticos más o menos cercanos
fuera de Mesoamérica, como por sus tradiciones acerca de una o varias inmigracio-
nes desde el Norte, demuestra haber desempeñado dentro de nuestra zona un papel
histórico muy distinto frente a las familias lingüísticas listadas bajo el número 2.
Éstas, al igual que las tribus lingüísticamente todavía no clasificables, parecen carecer
de parientes lingüísticos a razonable distancia de Mesoamérica, lo que nos hace pen-
sar que tanto unos como otros, es decir, las familias maya, zoque, totonaca, tarasca,
cuitlateca, etcétera, no sólo radican desde mucho dentro del territorio ocupado por
el conjunto cultural Mesoamérica, sino que tal vez hayan desempeñado un papel
importante en el proceso mismo de su información.
El grupo macro-otomangue, o por lo menos su subgrupo otomangue com-
puesto de las familias otomí, chocho-popoloca, chorotega y tal vez mixteca, a pesar
de su diseminación dentro del territorio mesoamericano, no nos da la impresión
de que tenga un arraigo igualmente profundo y que haya desempeñado un papel

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M
Sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales

igualmente importante en la formación de Mesoamérica como el grupo zoque-maya,


sino que parece más probable que haya entrado en la órbita de Mesoamérica cuando
ésta ya existía como un conjunto cultural. Tribus de estas familias no sólo parecen
curiosamente asociadas en su distribución geográfica a las de los nahua (casi como
en Sudamérica y las Antillas, los arawak y caribe), sino que en varios casos existen
tradiciones históricas acerca de migraciones comunes de los toltecas de habla nahua
con otomí (según Sahagún) o como mazateca, popoloca y otomí (según la Historia
Tolteca-chichimeca) y de los nicarao con los chorotega (según Torquemada). Además,
existen por un lado tradiciones acerca de una inmigración de los otomíes desde el
Noroeste (según Ixtlixóchitl) y por otro lado el hecho de que los pame y jonaz viven
hasta la fecha fuera del territorio mesoamericano, inmediatamente al norte.

Límites de Mesoamérica a mediados del siglo XVI

El aislamiento numérico y geográfico que en el momento de la Conquista presentaban


en Mesoamérica las familias tlappaneca-subtiada y tequisisteca, sugiere que el papel
que desempeñaron en la historia de Mesoamérica, o nunca fue muy importante,
o se remonta a un pasado lejano; a menos que se les deba considerar inmigrantes
relativamente recientes a una Mesoamérica ya formada.

27
Paul Kirchhoff

La justa apreciación del papel de cada familia o grupo lingüístico en la historia


de Mesoamérica, junto con la solución del problema de determinar desde cuándo
existe esta superárea cultural y cuál ha sido su extensión geográfica y cuáles sus focos
culturales en diferentes épocas, presupone, además de la terminación de los estudios
ya emprendidos sobre distribuciones culturales en el momento de la Conquista, la
realización de estudios semejantes para diferentes épocas precolombinas; la utilización
de los dos tipos de estudios anteriores para la división de Mesoamérica en subáreas
que serán distintas en número y extensión para diferentes épocas, y más excavaciones
en regiones que en el momento de la Conquista quedaban fuera de Mesoamérica,
pero que en tiempos anteriores formaban parte de ella, como ya sabemos, acerca de
una amplia zona del norte de México, ocupada cuando la Conquista por tribus de
cultura inferior.
Lo que en este momento ya podemos afirmar es que la frontera norte de
Mesoamérica, se distinguió de la frontera sur por un grado mucho mayor de movi-
lidad e inseguridad, alternando en ella épocas de expansión hacia el norte con otras
de retracción hacia el sur. Estas últimas se deben en parte a invasiones de grupos de
cultura más baja situados al norte de Mesoamérica.
Esta diferencia entre las fronteras del norte y sur, como también las que hay
entre varias secciones de cada una de ellas, se deben, al menos, en parte, al hecho
de que Mesoamérica es el último eslabón hacia el Norte en la cadena de los cul-
tivadores superiores. Efectivamente, sólo en un tramo pequeño de la frontera sur
colindaba, en el momento de la Conquista, con otra área de cultivadores superiores
(los chibcha) mientras que en el resto de esta frontera sus vecinos eran cultivadores
inferiores (los jicaque y paya y los sumo y misquito). En la frontera norte la situación
era aún más desfavorable, ya que con excepción de dos tramos bastante cortos, uno
en Sinaloa y otro insignificante en la costa del Golfo, donde sus vecinos eran culti-
vadores inferiores, Mesoamérica colindaba directamente con recolectores-cazadores.
En tiempos de la Conquista, las últimas tribus de cultura mesoamericana
de la frontera sur (que va, más o menos, desde la desembocadura del río Motagua
hasta el Golfo de Nicoya, pasando por el lago de Nicaragua) eran los chol-chorti, los
lenca (y tal vez los matagalpa), los subtiada, los nicarao y los chorotega-mangue; en
la frontera norte que va más o menos desde el río Pánuco al Sinaloa pasando por el
Lerma), los huaxteca, los mexicanos de Meztitlán, los otomí y mazahua, los tarasco, los
coca, los tecuexe, los cazcán, parte de los zacateca (había zacateca que eran recolecto-
res-cazadores), los tepehuanos, los acaxe y los moacrito. Mientras que las tribus más

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M
Sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales

meridionales, los subtiaba, nicarao y chorotega-mangue son inconfundiblemente me-


soamericanos en su cultura que no puede haber dudas acerca de su inclusión en esta
superárea, tales dudas sí pueden surgir en cuanto a los lenca por su lado y a muchas
tribus situadas entre el lago de Chapala y el río Sinaloa, por otro, ya que en ambos
casos encontramos un nivel cultural bastante inferior al característico de las tribus
más representativas de Mesoamérica. A pesar de este nivel cultural más bajo (el cual
se halla también entre algunas tribus y hasta en algunas áreas culturales del interior
del territorio mesoamericano), incluimos a estas tribus dentro de Mesoamérica, por
el número muy elevado de características culturales marcadamente mesoamericanas,
las cuales en la mayoría de los casos, llegan precisamente hasta las fronteras que
señalamos. Así por ejemplo, hasta la frontera noroccidental llegan elementos como
el cultivo de chile, camote y árboles frutales, la domesticación de patos y “perros
mudos”, la metalurgia, el juego con pelotas de hule, etcétera, (véase adelante) es decir,
elementos que Mesoamérica tiene en común con culturas más meridionales y que
aquí llegan a su límite septentrional.

Caracteres culturales

En los estudios de la distribución emprendidos por el Comité Internacional para


el Estudio de Distribuciones Culturales de América, para esclarecer el problema
de Mesoamérica, estudios que a su vez aprovechan todas las investigaciones hechas
con anterioridad por otros autores, nos hemos encontrado con tres grandes grupos
de distribución.

i. Elementos exclusiva o al menos típicamente mesoamericanos.


ii. Elementos comunes a Mesoamérica y a otras superáreas culturales de América.
iii. Elementos significativos por su ausencia en Mesoamérica.

Para los fines de esta primera exposición de los problemas de Mesoamérica, pre-
ferimos juntar en una sola lista, tanto elementos que se encuentra exclusivamente
en Mesoamérica, como aquéllos que, aún cuando se hallan algunas veces fuera de
ella, parecen sin embargo característicamente mesoamericanos. En cuanto a estos

29
Paul Kirchhoff

últimos, no nos referimos solamente a casos en que elementos mesoamericanos se


encuentran entre algunas tribus de fuera de Mesoamérica pero junto a sus fron-
teras (como el juego con pelota de hule entre algunos recolectores-cazadores del
norte de México), donde la difusión es innegable, sino casos como el de los pani
(pawnee) de Norteamérica o el de la costa de Ecuador y norte de Perú, donde hay
un agrupamiento de elementos tan típicamente mesoamericanos que nos permite
otra interpretación que la de ser igualmente resultado de una difusión cultural.
Por otro lado, sólo incluimos en esta lista unos pocos elementos exclusivos
de Mesoamérica pero a la vez raros en ella, puesto que la mayoría de éstos suponen
para su existencia otros más generales.
Consideramos elementos mesoamericanos los siguientes:
Bastón plantador de cierta forma (coa); construcción de huertas ganando
terreno a los lagos (chinampas); cultivo de chía y su uso para bebida y para aceite
de dar lustre a pinturas; cultivo de maguey para aguamiel, arrope, pulque y papel;
cultivo de cacao, molienda del maíz cocido con ceniza o cal.
Balas de barro para cerbatanas, bezotes y otras chucherías de barro; pulimento
de la obsidiana, espejos de pirita, tubos de cobre para horadar piedras, uso de pelo
de conejo para decorar tejidos, espadas de palo con hojas de pedernal u obsidiana
en los bordes (macuáhuitl); corseletes estofados de algodón (ichcahuipilli); escudos
con dos manijas.
Turbantes, sandalias con talones, vestidos completos de una pieza para guerreros.
Pirámides escalonadas, pisos de estuco, patios con anillos para el juego de pelota.
Escritura jeroglífica, signos para números y valor relativo de éstos según la
posición, libros plegados estilo biombo, anales históricos y mapas.
Año de 18 meses de 20 días, más cinco días adicionales, combinación de
20 signos y 13 números para formar un período de 260 días, combinación de los
dos períodos anteriores para formar un ciclo de 52 años, fiestas al final de ciertos
períodos, días de buen o mal agüero; personas llamadas según el día de su nacimiento.
Uso ritual de papel y hule, sacrificio de codornices, ciertas formas de sacrificio
humano (quemar hombres vivos, bailar usando como vestido la piel de la víctima);
ciertas formas de autosacrificio (sacarse sangre de la lengua, orejas, piernas, órganos
sexuales); juego del volador, 13 como número ritual, una serie de deidades (Tláloc,
por ejemplo); concepto de varios ultramundos y de viaje difícil a ellos, beber el
agua en que se lavó al pariente muerto.

30
M
Sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales

Mercados especializados o subdivididos según especialidades, mercaderes


que son a la vez espías; órdenes militares (caballeros águilas y tigres); guerras para
conseguir víctimas que sacrificar.

ii

El grupo de elementos comunes a Mesoamérica y a otras superáreas culturales de


América1 se divide en varios subgrupos para los que damos algunos ejemplos repre-
sentativos, haciendo la advertencia de que al mencionar un elemento para deter-
minada superárea no implica que se encuentre en todas las áreas que la componen:

a. Sureste, Suroeste, Mesoamérica, Chibcha, Andes, Amazonia: cultivo, cerámica.


b. Sureste, Suroeste, Mesoamérica, Chibcha, Andes, Amazonia noroccidental:
cultivo de maíz, frijol y calabaza.
c. Sureste, Mesoamérica, Chibcha, Andes: sacrificio humano.
d. Sureste, Mesoamérica, Chibcha, Andes, Amazonia noroccidental: cultivo de la patata,
cerbatana, trofeos de cabeza.
e. Sureste, Mesoamérica, Chibcha, Amazonia: canibalismo.
f. Sureste, Mesoamérica, Andes, Amazonia noroccidental: confesión.
g. Suroeste, Mesoamérica, Chibcha, Andes: cultivo en manos de los hombres, construcciones
de piedra o barro; sandalias.
h. Suroeste, Mesoamérica, Chibcha, Andes, Amazonia noroccidental: cultivo del algodón.
i. Mesoamérica, Chibcha, Andes: terrazas para cultivo; puentes colgantes; balsas de calabaza.
Algunos elementos de este grupo, tal vez la mayoría, se conocen dentro de Mesoamérica
solamente en su parte sur.
j. Mesoamérica, Chibcha, Andes, Amazonia noroccidental: cultivo de yuca dulce, chile
(ají), piña, aguacate, papaya, zapote, diversas variedades de ciruelas o jobos (Spondias);

1
Para esta primera orientación reconocemos, en forma enteramente provisional, las siguientes superáreas (los
nombres de las superáreas de cultivadores superiores van con cursivas):
Suroeste (de Norteamérica, en el sentido de “The Greater Southwest” o “La Norteamérica Árida”, es decir,
incluyendo tanto cultivadores como recolectores-cazadores).
Sureste (de Norteamérica).
Chibcha (excluyendo aquellos que tiene afinidades culturales andinas como los muisca).
Andes (incluyendo la costa árida de Sudamérica).
Amazonia (incluyendo toda la selva tropical de Sudamérica y las Antillas, pero excluyendo a los chibcha de la
selva tropical).

31
Paul Kirchhoff

perro mudo cebado, pato; escudos entretejidos, picas; metalurgia; calzadas empedradas;
mercados. Estos elementos en contraste con los del grupo anterior, llegan con
excepción de escudos entretejidos y picas, hasta la frontera norte de Mesoamérica.
k. Mesoamérica, Andes: clanes del tipo calpulli-ayllú; sacar corazón a hombres vivos; rociar
santuarios con sangre de víctimas sacrificadas.

Además, un grupo considerable de elementos comunes a los cultivadores


superiores de Mesoamérica y a los inferiores de Amazonia:

l. Mesoamérica, Amazonia: aventador de cestería; plantones planos de barro para cocer


pan (comal); juego con pelotas de hule que no se pueden tocar con la mano; tambor
de madera con lengüetas. Es notable que lo elementos de este grupo que llegan hasta
las fronteras norte y sur de Mesoamérica no se conocen entre las tribus jicaque,
paya sumo y misquito que colindan directamente con ella y que son cultivadores
inferiores como los de Amazonia.

Finalmente, un grupo de elementos aún más llamativo que Mesoamérica tiene en


común con pueblos que ni siquiera son cultivadores:

m. Mesoamérica, recolectores-cazadores: hornos subterráneos; baño de vapor.

Los elementos que Mesoamérica, superárea de cultivadores superiores, tiene en común


con otras áreas de cultivadores superiores o inferiores o ambos a la vez, plantean una
serie de importantísimos problemas acerca de la formación de la cultura mesoamericana
dentro del conjunto de las culturas americanas basadas en el cultivo y, acerca de las
relaciones existentes entre los cultivadores superiores. La división que hemos hecho
de estos elementos en varios grupos, pretende contribuir al mejor planteamiento de
estos problemas. No parece posible llegar a conclusiones diefinitivas antes de que
terminen los estudios de distribución iniciados por el Comité antes citado.
Llama mucho la atención el hecho de que Mesoamérica, área de cultivadores
superiores dentro de la cual no sobrevive ninguna tribu no cultivadora, comparte
ciertos elementos, ausentes entre los cultivadores superiores e inferiores de Suda-
mérica, con los recolectores y cazadores americanos, con cuyo sector norteamericano
colinda directamente, en parte de su frontera septentrional, mientras que de los de
Sudamérica se encuentra separada por otros cultivadores superiores e inferiores. El

32
M
Sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales

hecho de que estos rasgos llegan hasta la frontera meridional de Mesoamérica, sin
rebasarla, tiende a separar a Mesoamérica de las otras grandes áreas de cultivadores
superiores, así como de los inferiores de Sudamérica (con los cuales, por otro lado,
comparte rasgos tan significativos). Pero hay que recordar que estos elementos carac-
terísticos de cazadores y recolectores no son ni pueden ser básicos y constitutivos de
la cultura mesoamericana, aunque indudablemente le prestan un “sabor” distinto del
de las otras áreas de cultivadores, sobre todo aquellos elementos que, como el baño
de vapor, han llegado a ligarse íntimamente a la cultura mesoamericana. Si bien es
verdad que dichos elementos encuentran el fin de su distribución norteamericana en
la frontera meridional de Mesoamérica, no se pueden llamar rasgos “norteamericanos”
puesto que se hallan también entre los recolectores y cazadores de Sudamérica, a
menos que también queramos dar ese epíteto a estos últimos.
Para poder llegar hasta el extremo sur de Sudamérica, a través de toda la
región recientemente ocupada por cultivadores superiores e inferiores, estos rasgos
debieron difundirse antes de la formación no sólo de Mesoamérica y las otras áreas
de cultivadores superiores, sino antes de los principios del cultivo mismo, desapa-
reciendo después en ciertas regiones.2 Su presencia en Mesoamérica y ausencia en
las otras áreas de cultivadores de Sudamérica permite una de dos explicaciones: o
desaparecieron sólo en la región de los cultivadores (superiores e inferiores) situa-
dos al sur de Mesoamérica, pero no en ésta, o desaparecieron primero en ambas
regiones, para ser reintroducidos después a Mesoamérica desde el norte, por nuevos
invasores cazadores y recolectores. En cualquier caso la existencia de estos elementos
hasta la frontera meridional de Mesoamérica, aún cuando no da a Mesoamérica un
carácter “norteamericano” ni permite trazar una frontera etnográfica entre Norte
y Sudamérica que coincidiera con nuestra frontera meridional de Mesoamérica,
demuestra lo firmado en párrafos anteriores y con argumentos distintos: el hecho
de que Mesoamérica es una indudable unidad cultural que desde mucho tiempo
ha tenido su propia historia, común a todos sus habitantes, aún en cuanto aquellos
rasgos que no le son básicos.

2
Conocemos sólo un caso del uso del baño de vapor entre los recolectores y cazadores de Sudamérica. El
segundo caso sudamericano, hasta ahora no citado en la literatura comparada y que deben ser el resultado de una
difusión distinta y muy posterior desde una Mesoamérica ya existente como conjunto cultural, lo encontramos entre
los cultivadores superiores de la costa del Ecuador. Desgraciadamente no hay detalles sobre el baño de vapor de este
último lugar, de manera que no sabemos si tenía las características estructurales que distinguían el baño mesoamericano
del de las tribus más norteñas.

33
Paul Kirchhoff

iii

Los elementos del tercer grupo cuya distribución atañe al problema de Mesoamé-
rica son aquellos cuya ausencia en Mesoamérica es característica. Este grupo se
divide en varios subgrupos:

a. Sureste, Chibcha: adorno del borde de la oreja.


b. Sureste, Suroeste, Chibcha, Amazonia noroccidental: clanes matrilineales.
c. Sureste, Suroeste (recolectores-cazadores de Nuevo León), Chibcha, Amazonia
noroccidental: beber los huesos molidos de parientes muertos.
d. Suroeste (Sinaloa-Sonora), Chibcha, Amazonia: armas envenenadas.

Estos tipos de distribución, a los cuales probablemente se deban agregar otros más,
hacen pensar que tratamos con elementos una vez presentes en Mesoamérica, sea
sólo en el territorio posteriormente mesoamericano o dentro del conjunto cultural
mesoamericano mismo. Especialmente sugestivo es el caso de la costumbre de beber
los huesos molidos de los parientes muertos, a la cual parece corresponder dentro
de Mesoamérica una costumbre que tal vez pueda interpretarse como una fase más
evolucionada que haya tomado su lugar: la costumbre de beber el agua con que se
bañó al pariente muerto.
Con los anteriores contrastan algunos rasgos culturales de los cultivadores de
Sudamérica que llegan hasta la frontera meridional de Mesoamérica sin rebasarla:

e. Chibcha, Andes: cultivo de la coca.


f. Chibcha, Andes, Amazonia: cultivo de las palmeras.

La distribución de estos dos grupos de elementos nos permite pensar que nunca
formaron parte de la cultura mesoamericana.

34
M
Sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales

Paul Kirchhoff y sus alumnos

35
Paul Kirchhoff

Elementos comunes a Mesoamérica y otras superáreas culturales de


América, y elementos significativos por su ausencia en Mesoamérica

Cultivo
Cerámica

Maíz
Frijol
Calabaza

Batata
Cerbatana
Trofeos de cabeza

Canibalismo

Confesión

Construcciones de piedra o barro


Sandalias

Algodón

Terrazas para cultivo


Puentes colgantes
Balsas de calabazas

Yuca dulce
Chile (ají)
Piña

36
M
Sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales

Aguacate
Papaya
Zapote
Spondia
“Perro mudo” cebado
Pato
Escudos entretejidos
Picas
Metalurgia
Calzadas empedradas
Mercados

Clanes del tipo Calpulli-Ayllu


Sacar corazón a hombres vivos
Rociar santuarios con sangre

Aventador de cestería
Platones para cocer pan
Juego con pelota de hule
Tambor de madera con lengüetas

Adorno del borde de la oreja

Clanes matrilineales
Beber huesos molidos de
parientes muertos

Armas envenenadas

Coca

Palmeras

Presencia
Ausencia
En el noroeste

37
U    M
D , ,


Parte i
Abriendo la polémica:
enfoques sobre Mesoamérica

39
1. Introducción

Andrés Medina

l viernes 20 de abril 2007, se llevó a cabo una sesión del Taller


E "Signos de Mesoamérica", en el auditorio del Instituto de In-
vestigaciones Antropológicas, de la unam, donde se sostuvo una
organizada discusión entre cuatro investigadores a propósito de uno
de los más polémicos tópicos de la antropología mexicana: el de las
implicaciones teóricas, epistemológicas y políticas de Mesoamérica
como paradigma, particularmente en los planteamientos de Alfredo
López Austin, cuya obra ha impactado profundamente a las inves-
tigaciones antropológicas, en especial a partir de la publicación de
su libro Cuerpo humano e ideología [1980]. Los participantes en la
discusión, con las ponencias que aquí se transcriben, fueron Johannes
Neurath, Saúl Millán y Leopoldo Trejo, investigadores del inah,
y el propio Alfredo López Austin, del Instituto de Investigaciones
Antropológicas, de la unam.
Este encuentro se inscribe también en el Seminario Permanen-
te de Etnografía Mexicana, espacio de diálogo académico desarrolla-
do en la Coordinación Nacional de Antropología, en el marco de las
actividades de la línea de investigación Cosmovisiones y mitología,
coordinada por Catharine Good Eshelman y Marina Alonso, línea
de investigación del Proyecto Nacional Etnografía de las regiones
indígenas de México en el nuevo milenio, mismo que ha impulsado

41
Andrés Medina

el inah a través de la Coordinación Nacional de Antropología. Es precisamente en


este seminario donde se abre la polémica con la conferencia "Mitología mesoame-
ricana" dictada por López Austin.
Las ponencias fueron presentadas en forma escrita y leídas por sus respectivos
autores en el orden en que aparecen aquí, mismo que fue establecido por sorteo al
comienzo del encuentro; entregadas para su publicación, sólo les fue añadida por
sus autores la bibliografía, excepto la de Alfredo López Austin, entregada en su
versión final el mismo día.

Comentario introductorio

Reflexionar en torno a Mesoamérica ha sido un ejercicio intelectual, con implica-


ciones teóricas y metodológicas, que ha ocupado a la comunidad antropológica
mexicana y a estudiosos mesoamericanistas de otras partes del mundo, desde la
aparición misma de su definición como área cultural, en el seminal ensayo de Paul
Kirchhoff de 1943. Este texto sintetiza diferentes corrientes teóricas que confluyen
en la antropología mexicana de la época, y su asunción como paradigma marca un
intenso desarrollo de las investigaciones de las diferentes ramas de la antropología,
aunque su mayor fertilidad parece expresarse en la arqueología, por razones que
tienen que ver con el nacionalismo mexicano. Muchas polémicas se han desarro-
llado acerca de su definición, asumiendo incluso diversas tendencias teóricas, pero
hacia finales del pasado siglo xx las críticas han ido al fondo mismo de la cuestión,
impugnando su vigencia.
En esta larga secuencia de argumentos y posiciones diversas se han realizado
contribuciones sustantivas, así como definido impugnaciones sólidamente cons-
truidas. Sin embargo, en la discusión actual no parece haber memoria de la densi-
dad de esta controversia, como se advierte en la referencia constante a la definición
germinal de 1943, no obstante las diversas acotaciones y elaboraciones de la misma,
realizadas por numerosos autores y por el propio Paul Kirchhoff. Con el ánimo de
ubicar tendencias y posiciones, así como evitar la repetición machacona de viejos
argumentos, aducidos ahora como nuevos, presento las siguientes reflexiones, de
carácter necesariamente breve, para mostrar la riqueza y complejidad de la polémica.

42
Introducción

Antecedentes

Contra la generalización planteada por el evolucionismo en su esquema general de


desarrollo de la humanidad, tachada de especulativa, se genera una fuerte reacción
metodológica que insiste en la importancia de la recolección de datos en el campo
por los propios investigadores y el manejo de generalizaciones controladas; desde
esta posición emergen dos corrientes teóricas nutridas por el historicismo alemán:
la difusionista en sus vertientes austríaca, la de los "círculos culturales" que dirige
Wilhelm Schmidt y la berlinesa con Fritz Graebner como su mayor teórico, y por
otro lado la particularista cultural que funda en los Estados Unidos Franz Boas. En
ambas se parte de la propuesta del establecimiento de la antigüedad de un rasgo
cultural por la distancia desde un centro de dispersión; el resultado es la definición
de áreas, pero mientras el difusionismo europeo mantiene la pretensión de una
historia universal, la escuela boasiana se mantiene dentro de límites más acotados.
Así, una de las primeras propuestas de áreas culturales es la que logra Clark Wissler
al agrupar colecciones museísticas de elementos culturales de los pueblos indios de
Norteamérica.
Wigberto Jiménez Moreno, uno de los pilares de la antropología mexicana,
ha dado cuenta de la genealogía teórica y conceptual que conduce a la configuración
del área mesoamericana en un espléndido ensayo publicado en la Enciclopedia de
México [Jiménez 1975] y parte precisamente de los planteamientos de Wissler y de
Herbert Spinden, para continuar con las contribuciones que hace, en la misma
dirección, Miguel Othón de Mendizábal, en 1928, y en las que también participa
el propio Jiménez Moreno, cuando ambos diseñan los mapas de la distribución de
las lenguas indígenas de México como parte de sus investigaciones en el Museo
Nacional. La discusión sobre las áreas culturales continúa con las propuestas de
Alfred L. Kroeber, con su ensayo Cultural and Natural Áreas of Native North Ame-
rica [1939], y Ralph L. Beals, con el texto The Comparative Ethnology of Northern
México before 1750 [1932].
Las investigaciones sobre las áreas culturales adquieren una perspectiva con-
tinental cuando en el xxvii Congreso Internacional de Americanistas, celebrado
en la Ciudad de México, en 1939, se crea un Comité Internacional para el estudio
de la distribución cultural en América, coordinado por Paul Kirchhoff y con sede
en el Instituto Panamericano de Geografía e Historia; al mismo tiempo Kirchhoff
encabeza el equipo mexicano, integrado por Roberto J. Weitlaner y Wigberto Ji-

43
Andrés Medina

ménez Moreno, donde participan varios estudiantes de antropología, como Barbro


Dahlgren, Fernando Cámara y Ricardo Pozas, entre otros [Rutsch 2000; Dahlgren
1996].
La definición de Mesoamérica como área cultural, dada a conocer por Paul
Kirchhoff en su célebre ensayo, es evidentemente resultado de un trabajo colectivo,
en el que tiene un lugar importante Jiménez Moreno, quien propone el término
con el que se le designa.
Por su parte, Kirchhoff aporta una perspectiva teórica que lo vincula con la
tradición alemana de la historia cultural, particularmente con Fritz Graebner, como
lo propone Luis Vázquez [2000], aunque su formación profesional la realiza bajo
las enseñanzas de Fritz Krause. Para esta tradición "la historia cultural intenta, en
última instancia, una reconstrucción histórica del desarrollo cultural mundial, aun
de aquellas partes del mundo que carecen de fuentes escritas, mediante la compro-
bación de interrelaciones en el espacio y en el tiempo" [Rutsch 2000: 39].
El interés que había en los Estados Unidos por tener un conocimiento de
primera mano sobre los pueblos indios del Continente Americano, como parte de
una estrategia de dominio colonial hacia América Latina, cristaliza en varios pro-
yectos, entre los que tiene un lugar importante el desarrollado en la Smithsonian
Institution y dirigido por Julián H. Steward, donde se publican los seis volúmenes
del Handbook of South American Indians [1946-1949]; de ellos, el cuarto está de-
dicado a los pueblos que configuran el Área Circuncaribe, a propuesta de Kirchhoff
y en el que interviene con monografías dedicadas a pueblos centroamericanos y
venezolanos. Este proyecto se continúa con el Handbook of Middle American In-
dians, coordinado por Robert Wauchope desde la Universidad de Texas y compues-
to de 16 volúmenes [1964-1976].

Mesoamérica como paradigma

Diversos autores han señalado el profundo impacto que provoca la propuesta del
área mesoamericana en la comunidad antropológica nacional, al grado de conver-
tirse en su paradigma, como lo habrán de mostrar los tópicos a los que se dedican
las Mesas Redondas organizadas por la Sociedad Mexicana de Antropología [véase
García 1973], en cada una de ellas se ponen a prueba propuestas derivadas de la
aplicación de la perspectiva mesoamericanista. Así, en la primera se resuelve el

44
Introducción

problema de la ubicación de la Tula histórica, la de las crónicas, al situarla en la


zona arqueológica que lleva el mismo nombre en el estado de Hidalgo, contra la
idea más extendida de que era Teotihuacan, misma que, por cierto vuelve a rondar
en las discusiones contemporáneas.
En la Tercera Mesa Redonda, dedicada al norte de México y sur de los Estados
Unidos, Kirchhoff plantea la situación de la frontera norte de Mesoamérica y la
composición cultural de los pueblos del Gran Noroeste mexicano, o lo que después
se llamaría el Gran Suroeste de Estados Unidos, cuando propone la coexistencia de
dos áreas a las que llama Aridamérica y Oasis América. Este planteamiento es
posteriormente discutido con Alfred Kroeber, Carl O. Sauer y Ralph Beals en la
Universidad de California, y en esa ocasión Kirchhoff aduce la concepción de área
cultural como resultado de procesos históricos, y no meramente la dispersión de
rasgos críticos [Kirchhoff 1954]. El tema de la diversidad y la unidad de las reli-
giones mesoamericanas es abordado en la xvi Mesa Redonda realizada en Cholula,
Puebla, en 1972, donde George Kubler presenta su planteamiento crítico sobre la
"analogía" en la arqueología. El problema de las fronteras de Mesoamérica es am-
pliamente discutido en la xvi Mesa Redonda, donde se establece la complejidad de
los límites meridionales, y en esto tienen una importancia decisiva las investigacio-
nes históricas y etnográficas de Anne Chapman.
El paradigma mesoamericano es asumido por las investigaciones etnográficas
poco después que los arqueólogos, como se advierte en Simposio realizado en
Nueva York, en 1949, y dado a conocer en el clásico libro editado por Sol Tax,
Heritage of Conquest [1952], donde se publica el ensayo de Kirchhoff traducido al
inglés. Es en este momento cuando se expresa una compleja relación entre la etno-
grafía y la historia en el marco de los estudios mesoamericanos.

La impugnación

Aun cuando desde la aparición del texto clásico de Kirchhoff fue aplicado a dife-
rentes temas de investigación, las críticas fueron apareciendo mucho después y de
ello da fe el propio autor en la segunda edición de su texto, hecha en 1964 por la
Sociedad de Alumnos de la enah, donde en la breve nota introductoria a esa edición
lamenta la falta de críticas a su propuesta original. Sin embargo, la poderosa reac-
ción crítica al autoritarismo presidencialista y al nacionalismo extremo del Estado

45
Andrés Medina

mexicano alcanza a la antropología mesoamericanista, y entonces comienza una


impugnación a fondo de esa propuesta teórica.
Hay varias propuestas críticas que buscan enriquecer los planteamientos
surgidos de la mesoamericanista a partir de la abundante información reunida y
del desarrollo técnico de la arqueología, tal es el caso del ensayo de Jaime Litvak
[1975], que propone una definición más dinámica a partir del reconocimiento de
la importancia de las redes sociales, económicas y políticas entre las sociedades
mesoamericanas. Asimismo, Anne Chapman desarrolla un cuidadoso y bien fun-
damentado trabajo crítico que se expresa en tres sólidos ensayos [1971, 1976 y
1990], apoyada en sus propias investigaciones y en el conocimiento profundo que
adquiere en su trabajo sobre los pueblos de la frontera meridional de Mesoamérica
y los pueblos de Tierra del Fuego. Sin embargo, la corriente que impugna de fondo
el planteamiento mesoamericanista va en aumento y conduce a que la temática de
la xix Mesa Redonda, realizada en la ciudad de Querétaro en 1985, se dedique a
discutir "La validez teórica del concepto de Mesoamérica". Lo único que queda
claro es la existencia de dos posiciones polarizadas en torno a la propuesta mesoa-
mericanista, como lo expresa Emma Pérez Rocha, editora del volumen donde se
consignan las ponencias lineales de esa reunión [Sociedad Mexicana de Antropo-
logía 1990].
Un capítulo más en la confrontación entre los que impugnan y los que de-
fienden el planteamiento derivado de la propuesta de Kirchhoff tiene lugar en 1997,
cuando el Seminario de Historia, Filosofía y Sociología de la Antropología Mexicana
organiza el coloquio "Mesoamérica. Una polémica científica, un dilema histórico",
en el que participan 10 ponentes, cinco a favor y cinco en contra. La impugnación
a las bases teóricas y epistemológicas, así como la denuncia de la ideologización del
concepto es expresada en términos explícitos, sin concesiones retóricas, en los
ensayos de Ignacio Rodríguez García [2000] y de Fernando López Aguilar [2000],
ambos arqueólogos. En todas las ponencias se hacen contribuciones, sea reforzan-
do los argumentos de impugnación, sea elaborando las propuestas que subrayan la
vigencia del concepto.
Es evidente, no sólo la importancia histórica, teórica y política del concepto,
sino también la riqueza de las discusiones tenidas desde su aparición; a esta sustan-
ciosa tradición que reflexiona en torno a Mesoamérica se agregan ahora las cuatro
ponencias que aquí presentamos; el carácter y la importancia de sus contribuciones
quedan a cargo del propio lector.

46
Introducción

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48
2. Unidad y diversidad en Mesoamérica:
una aproximación desde la etnografía

Johannes Neurath*

Las lenguas en su conjunto se asemejan a un prisma, cada una de cuyas


caras muestra el mundo bajo un color de distinto matiz. (W. Von Humboldt,
Essai sur les langues du nouveau continent [1812])
Las humanidades de mañana en todos sus departamentos, deberán
estudiar su historia, la historia de los conceptos que al construirlas, instauraron
las disciplinas y fueron coextensivos con ellas.
(Derrida, Universidad sin condición)1

Introducción

n la cita de Derrida, quiero subrayar que la discusión sobre


E "Unidad y diversidad en Mesoamérica" debe plantearse en
términos de una epistemología crítica de las ciencias histórico-an-
tropológicas. La reflexión sobre la construcción del conocimiento

1
Ed. Trotta, Madrid, 2002: 65-66.

* El doctor Johannes Neurath es investigador de la Subdirección de Etnografía del mnah-inah.


<jnkpapa@prodigy.net.mx>.

49
Johannes Neurath

es inevitable si queremos plantear bien este problema. Por otra parte, la cita de
Humboldt indica que la diversidad es un fenómeno necesario, que no resulta
solamente de la "división natural de los pueblos". Aun si no hubiera etnias habría
diversidad. Pues ésta es, en sentido teleológico, el quid de la creatividad y la ex-
presión humana que nunca es mera repetición.2
Como es bien sabido, el concepto de Mesoamérica fue planteado a mediados
del siglo xx, pensando en las necesidades de la historia del siglo xvi. Hoy día, la
preocupación excesiva de Kirchhoff [1943: 92-107; 1954: 529-550] y Kroeber
[1931: 248-265; 1939] por definir áreas culturales y ordenar la información etno-
gráfica puede parecer un tanto "quisquillosa" o burocrática. ¿Cuál es la necesidad
de encasillar y reducir los fenómenos culturales usando taxonomías rígidas, cuando
la diversidad es lo más interesante? Por otra parte, las pretensiones enciclopédicas
de los antropólogos de antaño parecen, ahora, extremadamente ingenuas y justifi-
cadas solamente a la luz de una gran fe en la ciencia y su progreso, entonces toda-
vía vigente.
La construcción de Mesoamérica en cuanto objeto de estudio no estuvo pen-
sada ni desde, ni para la etnografía. En esta época, la etnografía de pueblos indíge-
nas de México o Centroamérica estaba totalmente subordinada al proyecto de
historia antigua o arqueología. Las culturas indígenas eran tepalcates, fragmentos,
survivals, restos, huellas del pasado, por no decir, basura. La razón de ser de estos
estudios dedicados a los "montones de basura de la historia" yacía en "rescatar"
evidencia para reconstruir el pasado: Mesoamérica.
Esta Mesoamérica ideológica,3 con su línea limítrofe demasiado gruesa alrededor
que marca el abismo entre pueblos civilizados con historia y "tribus primitivas" sin
ella, expresaba las contradicciones de la coexistencia de un discurso nacionalista
volcado hacia el pasado con otro colonialista hacia el interior. No es difícil imaginar

2
W. V. Humboldt. Über das vergleichende Sprachstudium. 1820. Donatella di Cesare. Wilhelm von Humboldt y el
estudio filosófico de las lenguas. Barcelona. 1999: 49. Sobre Humboldt véase P. Alcocer. Elementos humboldtianos en las
teorías de la religión y de la magia de Konrad Theodor Preuss. Journal de la Société des Américanistes, 88. 2002: 47-68.
3
Tengo entendido que Paul Kirchhoff se deslindó en numerosas ocasiones del uso acrítico que se hizo del
concepto de Mesoamérica planteado por él. La crítica que planteo se dirige, más bien, a otros mesomericanistas, con-
temporáneos y epígonos suyos. Por cuestiones de espacio, no puedo profundizar sobre el proceso de ideologización
del concepto de Mesoamérica. Por otra parte, quiero aclarar que mis críticas no implican la intención de plantear la
posibilidad de una "ciencia pura", no contaminada por ideologías, etc. Un planteamiento de este tipo sería aún más
ideológico. Como lo explica Zizek, siguiendo a Althusser, lo más "ideológico" es la idea de que pueda existir una
sociedad sin ideología. Slavoj Zizek. Ei sublime objeto de la ideología. Siglo xxi editores. México. 1992.

50
Unidad y diversidad en Mesoamérica

que éste no era precisamente el ambiente intelectual más propicio para apreciar la
diversidad.

Etnografía e Historia, unidad y diversidad


en las ciencias antropológicas

Entre los desarrollos positivos ocurridos en el campo de las ciencias sociales de las
últimas décadas del siglo xx figura un nuevo acercamiento entre la antropología y
las disciplinas históricas, caracterizado por un genuino interés en la diversidad.

a) Mesoamérica i

Recuerdo muy bien la clase de Alfredo López Austin los viernes a las 8 a.m., en la
que nos explicaba que solamente existe, desde un punto de vista marxista, una
única ciencia social, y que ésta es la historia. Me parece recordar al mismo Alfredo,
decir que no era tan importante cómo se la llamara: antropología o historia o quién
sabe qué; lo que él enfatizaba era el carácter integral de una disciplina histórica
ideal.
Por mi parte, estoy completamente de acuerdo. La antropología solamente es
posible si es histórica y procesual. Esto obedece a la naturaleza de su objeto de
estudio. Las transformaciones, los cambios, los procesos históricos no son los ac-
cidentes de una supuesta sustancia "cultura", son el faktum,4 ya por eso no pueden
obviarse en cualquier análisis antropológico.5

b) La crisis del paradigma de la aculturación

Lamentablemente, todavía existen historiadores que no quieren saber nada de las


minorías y clases subalternas (como los pueblos indios actuales) y creen poder
prescindir de ellas en sus "historias de bronce" de los grupos hegemónicos. Al

4
Kant define como faktum un objeto existente que puede someterse a una crítica (véase Cassirer. Das mythis-
che Denken, en Philosophie der Symbotischen Formen, vol. 2. Primus Verlag, Darmstadt. 1997 (1925): vii).
5
Entre los autores que plantean la importancia de estudiar procesos históricos desde la antropología, se en-
cuentra, por ejemplo, M. Sahlins. Goodby to Tristes Trapes: Ethnography in the Context of Modern World History.
Journal of Modern History, 65. 1992. What is Anthropological Enlightenment? Some Lessons of the Twentieth Cen-
tuty. Annual Review of Anthropology. 1999: i-xxiii. Culture in Practice. Zone Books. Nueva York. 2000.

51
Johannes Neurath

mismo tiempo, siguen existiendo antropólogos obnubilados por la fantasía mali-


nowskiana de hacer estudios sincrónicos limitados al "presente etnográfico". Gra-
cias a Eric Wolf [(1982) 1987] y muchos otros, estas posiciones sí están superadas.
Casi todo el mundo estamos de acuerdo con que no hay "tribus" o comunidades
aisladas, no hay people without history [Wolf 1987] y, no hay "sociedades frías", ni
siquiera hay "pueblos sin escritura" [Brotherston 1992].6
En Historia, el acercamiento con la Antropología resulta, en primer lugar, de
los esfuerzos de la Escuela de los Anales. En Antropología, la crisis del paradigma
de la "aculturación" se debe, en primera instancia, a la demostrada capacidad de
los grupos étnicos de reproducir sus culturas en contextos insospechados, echando
por tierra todas las predicciones fatalistas que anunciaban su inminente extinción.
Podrían mencionarse muchos ejemplos. En el caso de los seris, los antropó-
logos ya llevan 100 años diciendo que "se van a acabar", sin embargo, siguen ahí,
hablando su idioma y reproduciendo su cultura.
Incluso en el caso de los huicholes, que son una etnia extremadamente exito-
sa en la interacción con el mundo globalizado, mucha gente insiste en afirmar que
"se van a acabar" o que "se están acabando". Un ejemplo reciente es la periodista
de La Jornada que cubrió la inauguración de una exposición del pintor huichol
José Benítez Sánchez y publicó un artículo con el título alarmista "Peligra el arte
huichol" [Montaño 2005]. Desde luego, la situación del artista huichol no siempre
es fácil, pero la periodista jamás vio la creatividad de los artistas huicholes que
hábilmente combinan formas tradicionales y contemporáneas para producir expre-
siones estéticas de suma originalidad. Tampoco percibió las manifestaciones artís-
ticas huicholes como expresión de un dinamismo étnico.
Menciono este caso porque ilustra cómo, desde el punto de vista de una
tradición occidental, lo indígena solamente puede verse como expresión de una
tradición antigua en peligro de extinción. Durante mucho tiempo, la antropología
de Mesoamérica ha sido parte de esta tradición esencialista (o culturalista), pero
fueron los mismos indígenas que demostraron lo insostenible que son este tipo de
visiones [Rosaldo 1991: 71].7 Los antropólogos del siglo xxi observan procesos de

6
Inspirado en Derrida, Gordon Brotherston crítica el fonocentrismo en la antropología de la "oralidad".
7
Según R. Rosaldo la visión "nostálgica" de etnias que, "apenas descubiertas", siempre se consideran "a punto
de desaparecer" es parte de una ideología imperialista. M. Sahlins (1999) señala cómo, durante todo el siglo xx, los
expertos subestimaron las etnias y sobrestimaron Occidente.

52
Unidad y diversidad en Mesoamérica

etnogénesis permanente [Good 2004: 73-85].8 Es lamentable que los fenómenos


culturales de reciente creación muchas veces no se reconocen como temas dignos
de la investigación etnológica, sino que se dejan a los escritores que se dedican a
los "estudios culturales" pero, generalmente, carecen de una formación antropoló-
gica sólida y no practican el método etnográfico.9

Problemas de metodología

Mesoamérica es un área idónea para desarrollar una antropología histórica. Para


mí, la posibilidad de hacer una etnología histórica fue una de las razones principa-
les para dedicarme a Mesoamérica. Sin embargo, considero que todo este potencial
aún no ha sido aprovechado.
A continuación, trataré de exponer lo que considero problemas de orden
metodológico en la práctica actual de la antropología [histórica] mesoamericanista.
Éstos se traducen, sobre todo, en una subordinación de la antropología a la histo-
ria. Desde mi punto de vista, para resolverlos es necesario primero reflexionar sobre
las diferencias entre el método historiográfico y el etnográfico. Reconocer estas
diferencias es condición para cualquier intento de interdisciplina, pues toda arti-
culación implica satisfacer la exigencia de cada una de las disciplinas involucradas.

a) El paradigma arqueológico

Quizá uno de los problemas más serios de la etnografía en México es que se rige
por el "paradigma arqueológico", tomando de las disciplinas históricas metodolo-
gías que no convienen a su objeto, en especial, la "metodología del rompecabezas".
Los historiadores (de la época prehispánica) reúnen diligentemente la eviden-
cia fragmentaria. La receta es así: tepalcates, iconografía, una cita de un texto de
algún cronista del siglo xvi, un dato etnográfico (de preferencia de los grupos
menos "contaminados" como los huicholes), una página de algún códice y está
lista la interpretación.

8
Entre los primeros antropólogos que plantearon la posibilidad de una etnogénesis permanente figuran los
especialistas del Caribe [Mintz et al. 1989; Price et al. 2005: 161-215].
9
Por otra parte, una aportación importante de una antropología histórica-procesual sería demostrar que la
"hibridación" de las culturas (García Canclini) no necesariamente es un fenómeno reciente.

53
Johannes Neurath

Desde el punto de vista de las disciplinas históricas esto no tiene nada de malo.
Así se tiene que trabajar. Se toman en cuenta todas las fuentes posibles y se elabo-
ra una reconstrucción hipotética. El problema es que los etnógrafos también tra-
bajan así, y esto no puede ser.
El concepto de cultura implica que toda cultura es una totalidad, que no hay
culturas a medias. Al mismo tiempo, la cultura nunca es algo acabado, dado para
siempre, sino que la dinámica de su generación (etnogénesis) es un proceso per-
manente. La inteligibilidad de un proceso cultural no es otra cosa que encontrar el
sentido de los elementos en su contexto. Esto no implica que las culturas conformen
todos armónicos, pero sí descarta la posibilidad de comprender a partir de frag-
mentos.
Casi nunca las reconstrucciones de los historiadores alcanzan a dar cuenta de
contextos culturales completos, sin embargo, esto no es lo que se espera de ellas.
De la etnografía, en cambio, sí cabe esperar esto. La historia vale por la especulación,
la etnografía por la experiencia.

b) El método etnográfico

Como es bien sabido, la etnografía se distingue por la cualidad de la información


obtenida a partir de la observación participante. Basada en la experiencia subjetiva del
investigador, la certeza que la (con)vivencia puede ofrecer, es distinta a la hermenéu-
tica del historiador. Es así que la primera regla de la etnografía es registrar lo que (vi)
ves. No se trata de reconstruir ni de interpretar un (con)texto sino de (d)escribirlo.
Sin embargo, en contra de lo que podría esperarse, el método del rompeca-
bezas, adecuado para los historiadores, ha sido el vicio de los etnólogos mesoame-
ricanistas, que influenciados por la ideología mesoamericanista, se subordinan a las
necesidades de los arqueólogos y buscan obsesivamente información que nutre las
interpretaciones del pasado hacia el presente. De esta forma (sintomáticamente),
el típico mesoamericanista se interesa más por lo que "ya casi no hacen", que por
lo que efectivamente hacen. El discurso de los viejitos se toma al pie de la letra; "los
jóvenes ya no quieren hacer fiesta". Conclusión: las costumbres están en peligro.
Se ha criticado la actitud de considerar la etnografía como disciplina auxiliar
de los estudios prehispánicos. Vimos que este problema tiene un aspecto ideológi-
co: los etnólogos se creen la ideología mesoamericanista y un aspecto metodológi-
co, los etnólogos usan las metodologías de los historiadores.

54
Unidad y diversidad en Mesoamérica

En el grado de la metodología, la diferencia importante entre etnografía e


historiografía es que el etnólogo no interpreta fuentes, sino escribe su propia fuen-
te. De cierta manera, estas fuentes escritas por uno mismo son más confiables. No
tanto por ser más objetivas, sino por resultar de un diálogo, una "conversación
prolongada". Lo decisivo de la escritura etnográfica es que sea creativa y evocativa.10
En etnografía se debe partir de lo que realmente hay, por eso, no hay alterna-
tiva al estudio de comunidad. Éste, por lo general, no se proyecta con un afán
"enciclopédico", más bien se enfoca en un tema de interés teórico. Enfocarse en
un tema no significa limitarse a un tema. Como se dijo, "cultura" implica entender
las cosas en su contexto concreto. La investigación teórica sobre un tema no puede
separarse de la vivencia o experiencia de una totalidad cultural. Por lo mismo, los
estudios sobre grandes regiones, basados en la recombinación de datos descontex-
tualizados no son idóneos (los datos sobre un rito en una comunidad se combinan
con observaciones de otra y fragmentos mitológicos de la tercera...).
La etnografía demanda del investigador cierta versatilidad: requiere trabajo
de campo y trabajo teórico crítico. La dificultad es que hay poca gente con este
perfil. Para algunos les gusta la aventura del trabajo de campo y la convivencia con
la gente, a otros la teoría y la escritura.

Mesoamérica, paso a paso

La condición de posibilidad del avance de los estudios mesoamericanos (definido


como proyecto conjunto de antropología e historia) es la emancipación de la etno-
grafía. La etnografía necesita un proyecto propio, no solamente aportar fragmentos
para la reconstrucción hipotética del pasado. Por esta razón, propongo como primer
paso un cierto "antimesoamericanismo metodológico" [Thomas 1998: viii].11 Ha-
cer trabajo de campo en pueblos de tradición mesoamericana como si Mesoamé-
rica, en cuanto objeto teórico del presente y pasado, no existiera. Cabe aclarar que
esto no conllevaría a la idea de que se trate de pueblos sin historia. Más bien, se
trata del intento de plantear un proyecto etnográfico sin seguir, desde el principio,

10
Haber tematizado la importancia de la escritura en etnografía es uno de los méritos de C. Geertz.
11
Equivalente al ateísmo metodológico que se plantea para los estudios antropológicos sobre religión, o el anti-
esteticismo metodológico (methodological philistinism) que Gell pide para los estudiosos de la antropología del arte.

55
Johannes Neurath

una agenda definida a partir de las necesidades de otra disciplina ni la lógica de lo


que hemos llamado la "ideología mesoamericanista".
Necesariamente, un proyecto antropológico-histórico pasa por diferentes fases.
Las comparaciones etnográficas o etnohistóricas solamente pueden plantearse como
un segundo paso, aunque no por eso menos importante o menos interesante.
Cuando los huicholes eran considerados "fósiles vivientes" las comparaciones
estaban, por lo general, mal planteadas y se limitaban a la constatación de semejan-
zas formales de elementos desarticulados. Ahora, que la cultura de los huicholes es
concebida como dinámica y cambiante, es posible plantear la comparación [Galinier
2004], ya no de rasgos sino de complejos culturales con la época prehispánica.

Enfatizar la diversidad

Cuando se comparan las etnografías de complejos culturales, los casos se explican


mutuamente. Esto es lo interesante de los "sistemas de transformación" correcta-
mente planteados. En este tipo de estudios debe enfatizar la dinámica de las trans-
formaciones.12 La meta no debe ser demostrar que todo sea igual, que es una
tendencia que observo con cierta preocupación. Más bien, dada la moda comparatista,
me parece importante abogar a favor de un "nuevo particularismo".
¿Por qué causan tanto placer las continuidades, demostrar que las cosas son
iguales? ¿Por qué el goce de la semejanza? Es el goce de la reducción.
En la tradición occidental, la diversidad es un castigo divino: en el mito de la
Torre de Babel, el origen de la diversidad lingüística se plantea en términos de una
maldición [Trabant 2003].
Por otra parte, vale la pena recordar que también hay (o había) una tradición
de negar la unidad de Mesoamérica. Como reacción a esto, Mesoamérica fue un

12
Intenté un trabajo con estas características en mi ensayo Cosmogonic Myths, Ritual Groups, and Initiation:
Toward a New Comparative Ethnology of the Gran Mayar and the Southwest of the U.S. Journal of the Southwest,
47. The Southwest Center. University of Arizona. Tucson: 571-614. Cario Severi contrasta el esquematismo de Lévi-
Strauss, regido por un "criterio de organización de datos", con un estructuralismo más dinámico, basado en la morfo-
logía de Goethe, donde estructura o "forma interna" refiere a un "principio de inteligibilidad" y principio generador
de diversidad. Structure et forme originaire, en Les idees de /'Anfhroplogle, Armand Colin, Philippe Descola, Gérard
Lenclud, Cario Severi, Anne-Christine Taylor. París. 1988: 117-201.

56
Unidad y diversidad en Mesoamérica

concepto importante [véase Keen 1971].13 Incluso, me parece importante plantear


una cierta unidad de las culturas aborígenes americanas en el ámbito continental.
Tomando en cuenta la teoría de la cultura de Humboldt, podemos concluir:
la diversidad es lo que existe; la unidad existe "a nivel teórico".
Hay una diferencia epistemológica entre casos etnográficos particulares y Me-
soamérica: son objetos de distinto orden.
La pertinencia de la comparación está dada cuando se parte de un problema
teórico.

Explorar la teoría más allá de la antropología simbólica

Para finalizar, quiero vincular la crítica de la antropología comparada mal plantea-


da con una crítica de los enfoques simbólicos. En términos generales, hay que
desconfiar en etnografías demasiado simples. A veces las etnografías producen re-
sultados muy similares, debido a una pobreza en los enfoques (y no solamente
debido a la pobreza de los datos). Ejemplos claros son muchos de los estudios sobre
"sistemas de cargos", pero también una gran parte de la antropología simbólica
(estudios enfocados en el "culto a los cerros", etc.). Trabajando con las herramien-
tas de la antropología simbólica, las diferencias, muchas veces, realmente no resul-
tan ser tan grandes.
Durante las últimas décadas, la mayoría de los mesoamericanistas se ha enfo-
cado en aspectos "simbólicos" de la cultura. Lamentablemente, puede observarse
un cierto estancamiento en la teoría: muchos colegas siguen trabajando con Leach,
Lévi-Strauss y Víctor Turner como si no hubiera pasado nada desde entonces. No
estoy en favor de la novedad teórica como fin en sí mismo, pero sí estoy de acuer-
do con reconsiderar el procesualismo, y de tomar en cuenta el "giro pragmático"
en etnografía, que enfatiza las relaciones sociales, las prácticas, la acción ritual, los
sintagmas, las metonimias, la innovación y transmisión de las tradiciones [Severi
1996, 2002; Houseman et al. 1998; Gell 1998].

13
Hasta hace no tanto tiempo los estudiosos norteamericanos de los aztecas (seguidores de la tesis de Morgan
y Bandelier) negaban la civilización de las culturas prehispánicas, planteando que los aztecas o los mayas eran "tribus
prehistóricas".

57
Johannes Neurath

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59
3. Unidad y diversidad etnográfica en
Mesoamérica: una polémica abierta

Saúl Millán*

n un país como el nuestro, que carece por lo general de inter-


E locutores, es posible que todo antropólogo sienta alguna vez la
tentación de efectuar tres tareas a lo largo de su vida: tener un hijo,
escribir un libro y mantener una polémica con Alfredo López Austin.
Para un etnólogo que estudia pueblos indígenas, como es mi caso,
esta última tarea adquiere las dimensiones de una obligación casi
epistemológica, ya que en los últimos años hemos asistido a una
etnografía que bien podría calificarse de corte "lópez-austiniano".
Como todas las grandes obras, en efecto, la de Alfredo López Austin
desborda los límites de su propia disciplina, en la medida en que no
se reduce a ser una descripción histórica y puntual de una sociedad
singular sino aspira, por el contrario, a construir un modelo general
a partir del cual puedan examinarse las adopciones locales, los giros
y los detalles que tradicionalmente interesan a los etnógrafos. Los
vínculos entre el trabajo de López Austin y numerosas monografías
sobre los pueblos indígenas contemporáneos han reforzado, de
hecho, la imagen de una unidad cultural mesoamericana, al grado
que Kirchhoff se sentiría hoy halagado al constatar que las investi-
gaciones futuras habrían de corroborar sus hipótesis originales. No
* El doctor Saúl Millán es Profesor-investigador de la enah-inah.

61
Saúl Millán

se me oculta, como consecuencia, que me sitúo en una posición hasta cierto punto
delicada, la cual navega contra una corriente cada vez más dominante al interior
de la antropología nacional.
Si bien es cierto que los vínculos entre la historia y la etnografía han resultado
fructíferos, también lo es que han conducido con demasiada frecuencia a la
"búsqueda frenética de elementos prehispánicos que pueden permanecer escondi-
dos en las culturas indígenas contemporáneas", de tal manera que diversos estudios
sobre los grupos indígenas contemporáneos, como advierte Lupo [1991: 1],
terminan por "confundir lo que fue con lo que es". La tendencia a considerar la
diversidad como una manifestación superficial, argumentando que la unidad his-
tórica reinaría en lo profundo, ha llevado en efecto a sugerir que la herencia pre-
hispánica es predominante para comprender las cosmovisiones indígenas actuales.
Siguiendo esta línea de argumentación, algunos autores estiman que, a fin de
apreciar la riqueza etnográfica de las fiestas indígenas contemporáneas, resulta "útil
hacer la interpretación a partir de la realidad prehispánica, cuando cosmovisión y
ritual indígena formaban parte de un sistema autónomo y coherente" [Broda 2001:
227]. Entre sus posibles virtudes, este método interpretativo encierra, sin embargo,
dos riesgos complementarios, cuya aplicación indiscriminada puede inducir a
generar falsos modelos de la realidad.
El primer riesgo consiste en suponer que, después de 500 años de cristiandad,
represión eclesiástica y colonialismo, en las ceremonias actuales no han sobrevivido
más que unos cuantos huesos del ancestral cuerpo de creencias. Con ello no sólo
se niega la fuerza con que se proyectan las representaciones coloniales sobre el
ámbito ceremonial de los pueblos indígenas, sino, sobre todo, la capacidad que
subyace en este ámbito para organizarse como un sistema coherente. La articulación
lógica de las cosmovisiones y los rituales indígenas no es un atributo exclusivo del
pasado prehispánico y puede, por el contrario, encontrarse entre los grupos indí-
genas contemporáneos cuando se analizan aquellas categorías que no destacan tanto
por su recurrencia como por su singularidad. Ya se trate de un discurso verbal o
ritual, o bien de prácticas sociales asociadas a distintos ámbitos, esas representacio-
nes no se inscriben en el lenguaje como fisonomías directamente perceptibles, sino
como significados culturalmente construidos, que sólo es posible advertir a través
de sus desplazamientos semánticos al interior de la lengua y del pensamiento en
que han sido formulados.

62
Unidad y diversidad etnográfica en Mesoamérica

El segundo riesgo consiste en establecer correspondencias demasiado formales


entre culturas y sistemas simbólicos que guardan una distancia histórica conside-
rable. Así, ante una ceremonia indígena que celebra la Semana Santa, en la que el
ruido estridente de las matracas puede desempeñar la función simbólica de distin-
guir ámbitos conceptualmente separados, los antropólogos que adoptan este
método interpretativo se sienten obligados a afirmar que "las matracas suenan en
lugar del oyochicahuiztli", la sonaja de niebla con la cual "Tláloc llamaba a las nubes"
[Segre 1987: 39-40]. La recurrencia a este tipo de similitudes, empleadas en nu-
merosas monografías que tienden a buscar ídolos detrás de los altares, olvida que
la disparidad de rasgos aparentemente similares proviene sobre todo de las diferen-
cias de significados y de los valores localmente asignados. Desde 1940, en efecto,
Boas había ya argumentado que las máscaras de una sociedad específica, utilizadas
para engañar a los espíritus, no pueden ser asimiladas arbitrariamente con las
máscaras de otra sociedad distante, empleadas en este caso para conmemorar a los
ancestros.
Los diferentes significados atribuidos a determinados elementos hacen que
objetos similares se conviertan en los vehículos de significaciones divergentes. De
ahí que, antes de establecer una similitud formal entre las matracas de Semana
Santa y la sonaja mítica de Tláloc, sea necesario examinar el campo de significados
que cada uno de estos elementos abarca en el contexto cultural al que pertenece.
En la medida en que una comparación cultural involucra principalmente el campo
de las representaciones, la similitud no se restringe al aspecto formal de dos instru-
mentos sonoros, sino al conjunto de ideas y creencias que los actores les confieren
como elementos simbólicos de una ejecución ceremonial. El sentido que una
cultura atribuye a sus palabras y a sus actos no se obtiene en este caso mediante
una comparación formal que omite el punto de vista del nativo, sino mediante lo
que Clifford Geertz [1994] ha llamado “conceptos cercanos de la experiencia” para
caracterizar esa forma de descripción, densa y profunda, que emplea los contrastes
y las distinciones de los propios agentes como las diferencias que son pertinentes
para el análisis. Para un método que busca ante todo formular relaciones sistemá-
ticas entre diversos fenómenos resulta, sin duda, poco conveniente apresurarse a
instituir identidades sustantivas entre fenómenos aparentemente similares.
El interés que numerosas monografías muestran por el origen de ciertas prác-
ticas contemporáneas, clasificándolas generalmente como prehispánicas y colonia-
les, no sólo exhibe un desinterés excesivo por el sistema de creencias como tal, sino

63
Saúl Millán

también una taxonomía que ha sido elaborada mediante conceptos de experiencia


distante, lejanos a las distinciones y los contrastes que los actores descritos consi-
deran significativas. De esta forma, cuando un etnógrafo afirma que tal o cual
celebración es de origen prehispánico y se distingue por lo tanto de otra ceremonia,
cuyo origen es en este caso colonial, está describiendo una distinción que puede
resultar significativa para el historiador de las religiones, pero inexistente para el
pensamiento indígena que hace posible su ejecución. Prehispánico y colonial no
son términos que pertenezcan a la experiencia cercana de los protagonistas, cuyas
clasificaciones suelen ser tan singulares como las que los huaves establecen entre
"encontrar alimento" y "encontrar el cuerpo" para distinguir dos tipos de celebra-
ciones, sin que el carácter colonial o precolombino de alguna de ellas se convierta
para el pensamiento indígena en una distinción pertinente.
El hecho de que los huaves conceptualicen sus celebraciones en categorías
diferentes, de la misma manera que clasifican al rayo y a la serpiente en rubros
antagónicos, en cierta medida los hace distintos a otros grupos mesoamericanos,
que también cuentan con un pasado prehispánico y colonial, cuya huella en el
tiempo no es garantía de un pensamiento uniforme. De ahí que el análisis no
consista en saber de antemano si la cosmovisión huave, otomí o téenek es una
variante local de un modelo regional mesoamericano, sino en describirlas de tal
manera que sus clasificaciones internas arrojen luces unas sobre otras. La forma
más visible de este método consiste en volver significativas las diferencias antes de
catalogar las similitudes en rubros tan vastos que, sin duda, resultan ajenos al pen-
samiento indígena que las ha generado.
En 1966, Hjemslev había ya advertido que la forma de la expresión no agota
nunca la expresión del contenido. En términos del lingüista danés, la primera
muestra tan sólo un plano denotativo en el que una cruz remite a una formación
cristiana y un padrino a una relación de parentesco ritual. La expresión del conte-
nido abarca en cambio un plano connotativo que permite pensar a la cruz o al
padrino con distintos sentidos o, para ser más exactos, con distintas "unidades
conceptuales" que han sido culturalmente construidas. La diferencia entre la de-
notación y la connotación es por lo tanto esencial para comprender formaciones
ceremoniales que, a pesar de presentarse en regiones culturales muy extensas, como
es el caso de los padrinos y las cruces, pueden adquirir significados variables entre
una y otra comunidad. Más que en el plano denotativo, las variaciones culturales
se expresan necesariamente en aquellas connotaciones que remiten a contextos y

64
Unidad y diversidad etnográfica en Mesoamérica

representaciones locales, propias de un grupo o de una comunidad de sentido.


Roland Barthes ha señalado que aun cuando el plano de la connotación tiene un
carácter general y difuso, puede entenderse como un fragmento de ideología cuyos
"significados están íntimamente relacionados con la cultura, el saber y la historia"
[1971: 105], de tal manera que su sentido no alcanza a ser universal y generalizable.
En toda cultura, en efecto, la connotación es una unidad conceptual que está lo-
calmente definida y distinguida como entidad. Puede ser una persona, un lugar,
un sentimiento, un estado de cosas, una fantasía, una esperanza o una idea, pero
siempre un campo semántico que está sujeto a las variaciones conceptuales de la
propia lengua que las formula.
Un ejemplo etnográfico permite ilustrar mejor este punto. Los huaves de San
Mateo del Mar designan con el nombre de nichech a ese elemento del sistema ce-
remonial que nosotros denominaríamos "ofrenda". Se llama por lo tanto nichech
a la ofrenda que el mayordomo deposita sobre el altar durante el transcurso de una
festividad, así como a las velas y a las flores que el alcalde deposita a la orilla del
mar en el momento de solicitar la lluvia. Hasta aquí nos encontramos en los
márgenes de significación que la literatura antropológica atribuye a la noción de
"ofrenda", en el sentido de un don que se confiere a la divinidad. Pero entre los
huaves la palabra aparece también asociada con la última de las ceremonias mor-
tuorias que cierra el ciclo de los ritos fúnebres, llamada ajtep nichech, así como a
las estrellas que aparecen en el poniente durante el ocaso, conocidas también como
nichech. En estas situaciones, la palabra adquiere connotaciones que ya no se ajustan
a la noción antropológica de ofrenda y que se encuentran a su vez relacionadas a
las representaciones sobre la muerte y sobre el firmamento.
Acceder a este campo de significados es una tarea compleja que implica con-
siderar tanto las exégesis de los huaves, como las categorías lingüísticas que se ponen
en juego para representar las ofrendas, la muerte o las estrellas. La lengua vernácu-
la ofrece en este caso una vía de acceso a un conjunto de diferencias significativas
que difícilmente podrían ser identificadas en un lenguaje ajeno al de la cultura que
se pretende examinar. Pero la traducción de la lengua vernácula no es suficiente,
porque es sólo en el universo del discurso donde estas construcciones culturales
adquieren una dimensión simbólica. Ya se trate de las ofrendas como figuras del
cielo o de la muerte, esos símbolos no se inscriben en el lenguaje como fisonomías
directamente perceptibles, sino como significados culturalmente construidos. La
tarea etnográfica no consiste en afirmar que la palabra nichech significa ofrenda,

65
Saúl Millán

sino en reconstruir el conjunto de asociaciones que la expresión evoca cuando es


empleada en una mayordomía o en un rito fúnebre.
Abusando de un vocabulario técnico que sólo existe en el diccionario de
nuestra propia disciplina, los antropólogos y los historiadores solemos llamar
"religión", "ritual" y "sacrificio" a prácticas que sólo tienen un parecido familiar
con otros actos descritos por la literatura etnográfica [Sperber 1981]. En un sentido
muy general, en efecto, el sacrificio azteca no difiere en esencia del sacrificio nuer,
a pesar de que unos y otros puedan otorgarle sentidos divergentes a sus acciones
colectivas. Es posible que mediante este procedimiento la antropología acceda a
explicaciones generales, pero también lo es que pierda una valiosa comprensión de
los fenómenos culturales que trata de volver inteligibles. Por estas razones, a muchos
etnólogos nos sorprende la soltura con que arqueólogos e historiadores formulan
la interpretación de sus datos, extrapolando categorías generales a contextos y
culturas singulares. Se habla, en efecto, de ritos de sacrificio, tabúes religiosos, dioses
acuáticos y linajes ancestrales, sin considerar que las nociones de sacrificio, divini-
dad y parentesco pueden presentar variaciones significativas con respecto a nuestro
propio repertorio analítico. Los efectos de esta tendencia no sólo han motivado que
culturas radicalmente distintas se inscriban en libros asombrosamente similares
[Boon 1993: 31], sino también que los criterios étnicos y lingüísticos perdieran un
terreno considerable frente a aquellas esferas de la vida social que se caracterizaban
más por sus diferencias que por sus semejanzas.
En otros lugares [Millán 2004] he señalado que la etnografía es una discipli-
na que singulariza la manera de conocer y al hacerlo nos revela lo que es distintivo
de los huaves, los otomíes o los mazahuas. Lo que algunos llaman profundidad y
otros densidad etnográfica no depende, de hecho, de un ejercicio explicativo y
general, sino de una descripción que hace posible captar las particularidades ahí
donde otras disciplinas identifican planos uniformes y semejantes. Por razones que
no son sólo de hecho, sino también de derecho, la tarea etnográfica exige otorgar
una relevancia especial a lo local, particular y diverso, sin abandonar cuanto antes
las diferencias locales para llegar rápidamente a arquetipos universales o a regiones
culturalmente homogéneas. En uno de los trabajos que Alfredo López Austin me
hizo el favor de circular entre ustedes, traté de demostrar que la antropología
mexicana ha promovido una visión increíblemente uniforme de la población
indígena del país, avalada casi siempre por la existencia de un "área cultural" que
Kirchhoff había unificado como Mesoamérica. En nombre de una teoría de la

66
Unidad y diversidad etnográfica en Mesoamérica

"aculturación", la antropología mexicana terminó por suprimir una gama signifi-


cativa de diferencias, cuyo registro hubiera hecho más visible la complejidad étnica
y cultural del país.
En cierta medida, es inevitable que el método etnográfico se interrogue cons-
tantemente sobre el problema de la unidad o, mejor aún, sobre la forma en que esa
unidad ha sido construida. La idea de una unidad (llámese unidad universal, unidad
histórica o unidad mesoamericana) encierra siempre la idea de un contenido inva-
riante. Sin embargo, cabe preguntarse ¿invariancia bajo qué descripción del con-
tenido?
De acuerdo con el principio de Goodman, la equidistancia lógica entre los
objetos establece que "dos cosas cualquiera tienen tantas propiedades en común
como cualquiera otras dos" [véase Shweder 1991: 96]. De ahí que sea factible
preguntarse si los fenómenos de una cultura se clasifican juntos porque son real-
mente más parecidos que otros o, por el contrario, si los fenómenos se parecen más
porque han sido clasificados juntos. Una vez que se ha establecido que la figura del
quincunce reproduce la imagen del universo, para emplear un ejemplo clásico,
todos los objetos, prácticas y representaciones que estén organizados con cuatro
esquinas y un centro formarán parte de la misma clasificación. Como consecuencia
formarán parte de una categoría general, previamente clasificada, según una imagen
dual del universo en la que el cielo, el calor y la sequía ocupan la parte superior y
masculina, mientras el inframundo, el frío y la humedad ocuparían la parte inferior
y femenina, como López Austin [1980: 59] ha dibujado la geometría del universo
nahua anterior a la conquista espiritual.1
Aunque este modelo tiene sin duda el valor de proporcionar a la etnografía
contemporánea un marco histórico de referencia, en el que ciertos dominios y
sistemas ideológicos han estado sujetos a procesos de larga duración, tiende a pa-
ralizar el esfuerzo etnográfico de registrar las variaciones del pensamiento indígena,
cuyas cosmovisiones "asemejan a galaxias ideológicas que apenas empiezan a co-
nocerse" [Baéz-Jorge 1998: 31]. La idea de una concepción homogénea debe en
efecto ser matizada, a riesgo de perder de vista numerosas diferencias que resultan

1
"En esta cosmovisión destaca magna (y al mismo tiempo filtrada en todos los ámbitos) una oposición dual de
contrarios que segmenta el cosmos para explicar su diversidad, su orden y su movimiento. Cielo y tierra, calor y frío,
luz y oscuridad, hombre y mujer, fuerza y debilidad, arriba y abajo, lluvia y sequía, son al mismo tiempo concebidos
como pares polares y complementarios, relacionados sus elementos entre sí por su oposición como contrarios en uno
de los grandes segmentos, y ordenados en una secuencia alterna de dominio" [López Austin 1980: 59].

67
Saúl Millán

significativas para el método etnógrafo. Aun cuando distintos elementos de las


cosmovisiones precolombinas permanecieron a lo largo de los siglos, conformando
un repertorio común, el trabajo etnográfico permite comprender que las relaciones
entre ellos varían sustancialmente de una cosmovisión a otra. Un ejemplo de esta
variación es la que se presenta entre dos elementos indiscutiblemente precolombi-
nos, como son el trueno y la serpiente. Si la presencia de estas figuras cosmológicas
puede registrarse en espacios tan lejanos como la Huasteca potosina y las zonas
meridionales de Oaxaca, las relaciones entre ambas presentan diferencias tan sig-
nificativas que nos inducen a pensar que se trata de representaciones heterogéneas,
basadas en una valoración diferente de aquellos elementos provenientes de una
matriz ancestral. En la cosmovisión de los téenek potosinos, por ejemplo, el trueno
aparece en una relación de alianza sumamente estrecha con el reptil, animal que
protege su territorio y funge a la manera de un aliado, al grado que la "serpiente se
encuentra bajo la protección de esa deidad" [Ariel de Vidas 2003: 510].
Para los huaves, en cambio, la relación entre ambos elementos es profunda-
mente antagónica y da lugar a mitos y danzas de confrontación que se encuentran
asociados con la creencia en un alter ego animal, creencia que por el contrario
"parece no existir entre los teenek veracruzanos", según reporta Ariel de Vidas
[2003: 343]. La existencia de un repertorio común, extraído del ámbito precolom-
bino, ciertamente explica la presencia del rayo y la serpiente como figuras centrales
en ambas cosmovisiones, pero no explica lo que estos elementos significan para los
miembros de estas culturas ni por qué los relacionan de la manera como lo hacen.
Hace varias décadas, en efecto, Evon Vogt [1979: 17] hizo notar que "aun
cuando la historia ciertamente explica la introducción de muchos elementos del
ritual, no explica lo que los rituales significan para los indios, ni por qué siguen
realizándolos como lo hacen. Cualquiera que sea el origen último de un ritual
(maya, azteca, español o sincrético de cualquier modo), los rituales que observamos
hoy tienen una forma y una coherencia típicamente zinacantecas", y la labor del
investigador consiste básicamente en descubrir los principios ordenadores de esa
coherencia. Personalmente, no creo que esa coherencia pueda alcanzarse mediante
un método que identifica elementos aislados y los compara con otros elementos
(también aislados) de las culturas prehispánicas, con el fin de establecer correspon-
dencias lineales entre un significante contemporáneo y un significado precolombi-
no. ¿Qué coherencia ganamos, por ejemplo, al afirmar que las matracas de Semana
Santa son el significante contemporáneo de los instrumentos de Tláloc, si no somos

68
Unidad y diversidad etnográfica en Mesoamérica

además capaces de establecer correspondencias adicionales entre el sentido de la


celebración cristiana y los atributos de la antigua deidad prehispánica, asociada por
lo general con el agua? Desde esta perspectiva, en mi opinión, terminamos por
convertir al simbolismo indígena en un pensamiento casi esquizofrénico, escindido
entre dos mundos de sentido que no logran dialogar coherentemente entre sí. De
hecho, existe un argumento, utilizado con demasiada frecuencia, que estipula que
la tradición cultural precolombina se refugió en la intimidad de los hogares,
mientras el mundo católico sólo es parte del culto público y festivo. Más que dar
cuenta de un pensamiento articulado, coherente en su lógica y en su sentido, este
tipo de argumentación ofrece la imagen de un pensamiento escindido, una especie
de esquizofrenia religiosa que no lograría otorgar un sentido coherente a las acciones
de sus protagonistas.
Hay, por último, un riesgo adicional sobre el que quisiera insistir porque atañe
al tipo de etnografía a realizarse en el futuro. En diversas ocasiones, López Austin
ha argumentado que a fin de "estudiar las similitudes y las semejanzas es adecuado
empezar por las similitudes, por todo aquello que nos permita, posteriormente,
aquilatar la forma, el grado, el tiempo y la geometría de la diversidad" [López Austin
2001: 53]. Sin embargo, una disciplina cuyo principal objetivo consiste en analizar
e interpretar las diferencias, como es la etnografía, se ahorra todas las dificultades
si sólo toma en cuenta las semejanzas. Vuelvo a insistir: ¿unidad y semejanza bajo
qué descripción del contenido? Lo que el etnógrafo teme, me parece, es que una
vez establecidas las similitudes y las semejanzas, una vez que éstas han sido clasifi-
cadas dentro de un rubro general, las diferencias significativas se vuelvan simples
variaciones de un principio uniforme, basado en el "núcleo duro", cuya aplicación
indiscriminada terminaría por hacer de la etnografía una tarea sencillamente inútil.
En estas circunstancias, estudiar una comunidad indígena, alejada en la sierra,
equivaldría tan sólo a describir las adaptaciones más o menos contemporáneas de
lo que ya dijeron "hace siglos" Fray Bernardino de Sahagún, Durán o Torquemada.
El reino de la unidad, tan apreciado por la historia y la arqueología nacionalista,
terminaría finalmente por imperar en un país que se sabe diverso y se sueña
uniforme.
Hoy en día, la confianza de Gamio por acceder a la "unidad cultural" de la
nación falta cada vez más entre los antropólogos contemporáneos que, a través de
la etnografía, advierten que no se pueden suprimir las diferencias culturales bajo
una supuesta definición económica del indio. Las nociones de cultura, identidad

69
Saúl Millán

y diversidad étnica forman parte del lenguaje antropológico actual y sustituyen


paulatinamente a las categorías de articulación, modo de producción y campesi-
nado. Esta sustitución conlleva, sin embargo, un reconocimiento implícito, que
consiste en otorgar a la diferencia y a la diversidad un papel más destacado como
categorías analíticas. El respeto que los antropólogos exigen para los usos y costum-
bres de las poblaciones indígenas, es también un reconocimiento que las diferencias
étnicas, lingüísticas y culturales tienen un valor sociológico inimaginable. Con-
frontada con la diversidad de grupos estudiados, la etnografía tiene derecho a
suponer que la uniformidad cultural no llega a producirse plenamente y que la
diversidad puede encontrarse en planos donde otras disciplinas identifican como
homogéneos y semejantes. El valor conceptual de la diferencia, en todo caso, reside
en mostrar nuestro contexto social como un marco no definitivo ni universal, sino
tan sólo una variante que difiere de otros contextos sociales. Imaginar la diferencia,
como decía Geertz, sigue siendo una ciencia de la que todos necesitamos.

70
Unidad y diversidad etnográfica en Mesoamérica

Bibliografía

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71
Saúl Millán

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72
4. Unidad y diversidad en el estudio
etnográfico en México

Alfredo López Austin*

gradezco a mis colegas Saúl Millán, Johannes Neurath y


A Leopoldo Trejo su disposición para que en esta sesión del Taller
expongamos nuestras respectivas posiciones sobre la unidad y la di-
versidad de Mesoamérica, polémica que espero nos sea fructífera a
todos los presentes.
A solicitud de Saúl Millán, se enviaron a los miembros del Taller
tres artículos cuyas ideas son centrales en este debate. Extraigo y
sintetizo de su lectura cuatro puntos a los que acompaño sendas
deducciones personales:

Algunos puntos importantes de los


textos de Saúl Millán

1. Saúl Millán denuncia los abusos de quienes han —o hemos—


tendido lazos comparativos entre el pasado y el presente al estudiar
las religiones indígenas. Con este argumento, rechaza dicha directriz
científica [2007].

* El doctor Alfredo López Austin es investigador del Instituto de Investigaciones


Antropológicas-unam.

73
Alfredo López Austin

Mi deducción

Saúl Millán supone que el rechazo puede ser punto de partida de una nueva pro-
puesta.

2. Saúl Millán propone como directriz de la etnografía el enfoque en lo par-


ticular, lo local y lo variable, vía que considera idónea para encontrar la lógica
significativa del pensamiento de los pueblos estudiados.1 Supone que esta propues-
ta marca un objeto etnográfico adecuado; la considera excluyente y la coloca por
encima de las de otras disciplinas, entre ellas la que llama antropología economi-
cista.

Mi deducción

Hay en Saúl Millán una preocupación mucho más marcada por levantar barreras
de ortodoxia que acoten la etnografía, que por establecer vías de comunicación
interdisciplinarias.

3. Saúl Millán concibe las religiones como sistemas incompletos, rompecabe-


zas cuyas piezas son restos y sobras. Así, los pueblos mesoamericanos, al sufrir el
impacto de la Conquista y la evangelización, cayeron en periodos de anomia, en
los cuales recompusieron sus religiones con la pedacería de los sistemas indígena y
cristiano. Rearticularon después la pedacería descotextualizada, dándole orden en
nuevos contextos [2001].

Mi deducción

Al parecer, Saúl Millán propone que la religión es un reflejo incompleto, superfluo


e imperfecto de la percepción del mundo. Desde esta perspectiva, la religión se
origina fundamentalmente en la necesidad de resemantizar elementos dispersos
que se encuentran a mano, sobre todo en periodos de crisis.

1
Saúl Millán. Historia de un encuentro: Etnografía y Antropología en México, 2005: 88-89.

74
Unidad y diversidad en el estudio etnográfico

4. Saúl Millán establece que en el proceso de resemantización, lo denotativo


se articula con connotaciones locales, particulares, más allá de la existencia de
connotaciones regionales. Así, en lo denotativo se perciben las semejanzas regiona-
les, mientras que en lo connotativo se da la variación [2007].

Mi deducción

Según Saúl Millán, en el proceso de resemantización serían irrelevantes o inexis-


tentes como elementos comunes de las tradiciones indígenas razones materiales e
intelectuales generadoras de percepciones y acciones distintivas; principios estruc-
turantes; ideas rectoras; valores fundamentales de carácter lógico, estético o moral;
símbolos; formas de articulación, etcétera.

Mi posición

A partir de estos cuatro puntos y de mis respectivas deducciones, formulo sintéti-


camente mi posición, justificando previamente mi presencia en este debate:

Justificación

Soy historiador, no etnógrafo. Incursiono en los campos de la etnografía partiendo


de una amplia concepción de la ciencia histórica que permite y obliga la comuni-
cación entre numerosas y muy diversas disciplinas. Mi incursión en la etnografía
es por pleno derecho; participo en el diálogo científico y aporto conocimientos
generados en mi esfera de estudio, mismos que considero útiles. Así, obro cientí-
fica y académicamente en reciprocidad.

Sobre el abuso denunciado por Saúl Millán

Se han cometido innegables abusos al seguir la directriz que enlaza el presente y el


pasado de las religiones indígenas. Aunque desde mi punto de vista estos abusos
no llegan al escándalo, no niego la pertinencia de criticarlos, analizarlos y evitarlos
con las medidas teóricas, metodológicas y técnicas necesarias. Desde tiempo atrás
me he abocado al problema [López Austin 1996: 26-40].

75
Alfredo López Austin

Sobre el rechazo que puede ser punto de partida


de una nueva directriz

Esta práctica es común dentro del ejercicio científico. Sin embargo, en el caso, el
mero abuso no generalizable es justificación insuficiente para el rechazo, y menos
cuando la directriz criticada es actualmente válida y muy productiva.
La propuesta de cancelación puede conducir a efectos sumamente negativos
entre las jóvenes generaciones y de ello existen numerosos antecedentes en el campo
de la antropología mexicana. La impugnación desde la autoridad del magisterio ha
producido entre nuestros estudiantes la simplificación y banalización de los pro-
blemas y la elección de caminos que justifican el excesivo acotamiento de los
estudios y la ignorancia.

Saúl Millán propone la directriz del enfoque


de lo particular, lo local y lo variable

El enfoque de Saúl Millán es relevante. Sin embargo, parece que confunde la pro-
puesta de una corriente metodológica con un supuesto derecho de veto a otras
corrientes dentro de la etnografía y aún se llega a menospreciar el valor de los
enfoques de otras disciplinas.

Sobre la etnografía concebida como disciplina monolítica,


ortodoxa y estanca

Contra la propuesta, resalto el valor de la unidad, la intercomunicación y la cola-


boración de las ciencias que estudian al hombre. En el caso, no concibo completa
la búsqueda de las lógicas significativas de una comunidad si no se toman en cuenta
las condiciones económicas en que se produce su pensamiento particular. Incluso,
propongo que ante la diversificación de las ciencias y sus disciplinas, necesitamos
idear nuevos vasos comunicantes.

76
Unidad y diversidad en el estudio etnográfico

Sobre los restos, las sobras y los periodos de anomia

Rechazo por completo esta propuesta. En contra, considero que la cosmovisión


—de la cual la religión es uno de sus componentes— es un macrosistema suma-
mente complejo, no una mera acumulación y articulación de piezas. Sus elementos
son heterogéneos y deben ser evaluados tomando en cuenta sus diferentes niveles
de abstracción, distribución, resistencia, generalización, extensión, estructuración,
jerarquía, capacidad de articulación, coherencia con el conjunto, etc. Toda recep-
ción se procesa —se asimila— dentro de los requerimientos de la complejidad del
macrosistema.
Aun en condiciones críticas de desorientación, de inseguridad y desconcierto,
de cambios rápidos y profundos, la complejidad se mantiene gracias al juego dia-
léctico que se produce entre las diferentes partes del macrosistema, desde las más
resistentes y estructurantes hasta las más lábiles y superficiales. Los elementos que
conforman la parte más resistente y estructurante pueden llegar a variar, afectados
por el decurso de la historia; pero su lenta sustitución permite la continuidad de la
tradición sin supuestos estados de anomia.

Según Saúl Millán, la religión es un sistema incompleto


y superfluo de representaciones

Opongo a esta caracterización la que propongo para la cosmovisión. La cosmovisión


tiene su origen en las percepciones y acciones cotidianas, individuales y colectivas,
dadas en todos los ámbitos de la existencia humana. Se forma en un proceso
continuo, social, racional —tanto consciente como inconsciente— de conjugación,
abstracción y sistematización. Comprende representaciones,2 actitudes y sentimien-
tos que van de la base vivencial a una cúspide de abstracción, enlazando sus com-
ponentes tanto en el flujo ascendente de construcción del pensamiento abstracto,
como en el flujo descendente que produce modelos y preceptos para la percepción,
la representación, la evaluación y la acción concretas. Es, por tanto, un macrosis-
tema que integra, intercomunica y adecúa numerosos sistemas con sus respectivos
ámbitos de acción y composición jerárquica. La cosmovisión funciona como

2
Uso aquí el término representación en su acepción de imagen o concepto en que se hace presente la concien-
cia un objeto interior o exterior (Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española).

77
Alfredo López Austin

palestra en que se enfrentan concepciones individuales o colectivas disímbolas,


contradictorias, como una gran sombrilla que cubre la interacción de los diferentes
actores sociales. Con estos supuestos, la cosmovisión es el ordenador del mundo;
el rector práctico, lógico y moral de la conducta; el aparato que posibilita las rela-
ciones sociales; en suma, el fundamento racional y emotivo de la existencia humana.
La religión es, por su parte, uno de los más importantes sistemas del macro-
sistema.

Lo denotativo y lo connotativo como expresiones


de lo local y lo regional

Considero de suma importancia la búsqueda y caracterización de las articulaciones


en el vínculo entre la denotación y la connotación. Hay el peligro, sin embargo,
de reducir a este tipo de relaciones temas tan arduos como la recepción de elemen-
tos endógenos o exógenos en un contexto cultural; la unidad/diversidad en sus
ámbitos espaciales y temporales; el carácter diferencial de los componentes de la
cosmovisión en lo que toca a la resistencia al cambio, etcétera. Por ejemplo, los
pares de oposición binaria en distintas comunidades no deben ser vistos simple-
mente como elementos particulares para ser comparados con otros ajenos de similar
naturaleza. Son expresiones concretas —tal vez diferenciadas en cuanto a énfasis
local— de sistemas taxonómicos complejos, resistentes, históricamente comunes a
numerosas sociedades.
¿Cómo, sin tomar en cuenta la complejidad cosmológica, podrán detectarse
expresiones diversas de un mismo principio, equivalentes pero de traza diferente?
¿Cómo distinguir, por el contrario, expresiones aparentemente similares que en
realidad no tienen parentesco semiótico?

La supuesta inexistencia o irrelevancia


de la complejidad cosmológica

Contra este supuesto, estimo que, para estudiar la diversidad en la tradición me-
soamericana, debe recurrirse a la apreciación de la historia que ha motivado la
producción del pensamiento. Así, se podrán ubicar los elementos estudiados en su
posición lógica y jerárquica dentro del gran complejo cosmológico. Por ejemplo,

78
Unidad y diversidad en el estudio etnográfico

deberá tomarse en cuenta que el impacto de la Conquista dio fin al estado protec-
tor de las instituciones religiosas; que éstas fueron abatidas por el celo evangelizador;
que muchas expresiones del pensamiento transitaron de las formas artísticas, sun-
tuosas, canónicas, protegidas, a las formas populares y clandestinas. Pero también,
que el impacto de la evangelización fue muy diferente, cualitativa y cuantitativa-
mente, en el orden agrario, mismo que ha sido y continúa siendo el sustento de la
cosmovisión indígena.

Sin duda, la debida intelección de la lógica significativa no puede prescindir


ni de la contextualización en la complejidad cosmológica ni de los procesos histó-
ricos de construcción del pensamiento.

Conclusión

Es innegable la gran importancia de lo particular en el estudio etnográfico; pero su


valor sólo puede aquilatarse en su juego dialéctico con lo general, en los diferentes
radios temporales y espaciales. Concomitantemente, la unidad sólo puede com-
prenderse en la apreciación de sus variantes.
Lo zinacanteco, lo huave, lo huichol son únicas, significativas, relevantes,
admirables, inigualables formas de expresión de una cosmovisión compartida.

79
Alfredo López Austin

Bibliografía

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de este trabajo en la revista Cuicuilco Revista de Ciencias antropológicas,
42 (volumen 15), enero-abril, 2008, con el título: Sintaxis y semántica
en los rituales indígenas contemporáneos).

80
5. Unidad y diversidad en los pueblos de
tradición mesoamericana

Leopoldo Trejo Barrientos*

a presencia en esta mesa de tres etnólogos y un historiador


L sugiere que desde la etnografía le estamos echando montón a
Alfredo López Austin y a su modelo histórico del núcleo duro. Y si
bien es cierto que más de una vez hemos señalado los peligros que
supone el abuso de la analogía histórica en el estudio del simbolismo
indígena contemporáneo, esto no significa que, al menos yo,
pretenda negar su pertinencia y riqueza en mis investigaciones. En
otras palabras, no me propongo afirmar o cuestionar el modelo desde
mi disciplina, sino pensar los mejores medios para aprovecharlo en
contextos para los que no fue creado.
El primer paso en este camino es, quizá, desembarazarnos de
la vieja polémica que opone una unidad simbólico-religiosa mesoa-
mericana a una diversidad regional o étnica. A mi ver, desde las
posturas que enfrentaron a Kubler [1972] contra Caso [1971] y
Kirchhoff [1971], podemos apreciar que, planteada en estos
términos, la polémica cae muy pronto en un círculo vicioso que en
lugar de enriquecernos con el diálogo, termina invitándonos a una
innecesaria toma de partida. A fin de cuentas, tanto historiadores

* El maestro Leopoldo Trejo es investigador de la Subdirección de Etnografía del


mnah-inah. <ltrejo.mna@inah.gob.mx>.

81
Leopoldo Trejo Barrientos

como arqueólogos y etnólogos sabemos que existe suficiente evidencia para justi-
ficar, más allá de disciplinas, métodos y teorías divergentes, tanto la inclusión de
una enorme diversidad de pueblos en una misma tradición, como su relativa au-
tonomía y desarrollo particular.
Por tanto, el problema no está en determinar si se trata de una unidad o no,
sino en diferenciar los métodos y campos de análisis adecuados para cada uno de
los niveles de realidad a estudiar, teniendo siempre en mente que los resultados en
un nivel y campo no tienen necesariamente que corresponderse con los otros. En
otras palabras, modelos de interpretación construidos para definir y dar cuenta de
un tipo de unidad, por ejemplo, el pensamiento religioso en la Mesoamérica del
contacto, o en su defecto, la ritualidad de los totonacos de la huasteca meridional,
no deben aplicarse mecánicamente ni a otros campos, ni a otros tiempos y espacios;
no tanto porque generen desaciertos, sino porque pueden limitar nuestra mirada
ofreciéndonos respuestas evidentes para el modelo. No hay que olvidar que cada
marco de explicación está construido para dar cuenta de determinada realidad,
situación que nos obliga a modificarlo si es que pretendemos probarlo en otro
campo.
En este punto quiero detenerme un momento ya que en gran medida el abuso,
del que desde mi punto de vista ha sido víctima el modelo de Alfredo y que a final
de cuentas es el que ha despertado nuestro recelo desde la etnología, tiene que ver
con este, diría Zizek, "error de paralaje". Obviamente no basta con mentar el desfase
en las miradas, sino que se vuelve necesario intentar ofrecer una posible explicación
a su presencia. Quizá el origen del problema se encuentre en la tendencia que
tenemos algunos a pensar la totalidad "ya sea Mesoamérica o los totonacos" como
algo dado, o sea, como una unidad expresiva susceptible de ser leída.
Me pongo de ejemplo: recuerdo muy bien que la primera vez que terminé Los
mitos del Tlacuache [López Austin 1998] en mi cabeza resonó, y aún resuena, la
estructura de oposiciones complementarias que, en su flujo helicoidal, ordena el
cosmos apartando y acercando los dos grandes ámbitos de lo divino. Ciertamente
nunca cuestioné con seriedad la naturaleza de tal estructura; a fin de cuentas mis
diarios de campo y el modelo parecían armonizar sin forzar los datos. Fue sólo
después de varias lecturas, pero sobre todo, de una enfocada en el método y su
justificación teórica más que en las conclusiones que pude finalmente leer y atender
la serie de precauciones y restricciones que para su modelo el mismo Alfredo señala.
Althusser [1979], a quien descubrí en Los mitos del Tlacuache, augura larga

82
Unidad y diversidad en los pueblos de tradición mesoamericana

vida a las teorías que son capaces de ver no sólo lo que ven, sino sobre todo lo que
no ven; en otras palabras, a las que tienen claros sus límites y puntos de fragilidad
teórica y además los hacen explícitos. De ser así, auguro sin temor a equivocación
larga vida al modelo de Alfredo, al mismo tiempo que los invito a leerlo sin prestar
demasiada atención a los símbolos, reparando en su lugar en el constante diálogo
que mantiene con diversos autores. No hace mucho, un poco en broma y un poco
en serio, le comentaba a Alfredo que cuando lo leía me daba la sensación de estar
escuchando a un abogado, como en las películas gringas, no sólo entrega a su ad-
versario la documentación de la cual dispone para que el juicio sea justo, sino
además convencido de la inocencia de su cliente, en medio del litigio tiene la ha-
bilidad de adelantarse a los argumentos y réplicas del fiscal, cerrándole así toda
posibilidad de refutación. Créanme, resulta muy divertido y provechoso seguir los
derroteros de su argumentación, además así nos ponemos a salvo de incurrir en
acusaciones superficiales, al tiempo cuando podemos maquinar nuevos crímenes
de qué acusarlo.
Obviamente, estas dos posibilidades de lectura, que podemos llamarlas reli-
giosa y escéptica, tienen consecuencias divergentes. Si optamos por la primera,
quizá nos sentiremos más tranquilos al vernos envueltos en un mayor consenso.
Sin embargo, al centrar nuestra atención en las conclusiones del modelo, muy
probablemente nuestra actividad de investigación se limite a la identificación de
las respuestas y explicaciones adecuadas a nuestros predicamentos. Como el pen-
samiento de tipo religioso suele hacer énfasis en el reconocimiento, nos veríamos
tentados a ver en la larga duración de la historia un discurso de homogenización,
en tiempo y espacio, capaz de garantizarnos el tránsito fluido entre el pasado y el
presente a través del uso indiscriminado de la inferencia analógica. Al final y sin
darnos clara cuenta de ello, terminaríamos memorizando las conclusiones hacién-
dolas pasar injustamente como código. Procediendo de esta forma trataríamos al
todo social como a un libro abierto, proyectando sobre su diversidad una lectura
que más que unidad, terminaría siendo una extraña mismisidad, en tanto todo
parecería ser lo mismo. Un efecto secundario sería pensar al pasado prehispánico
como la coherencia de referencia y al presente como el resultado de la sucesión de
los diferentes periodos históricos.
Pero si en lugar de esto intentamos conocer, recrear los resortes que llevaron
al autor a pensar de la manera en que lo hizo, aunque corremos el enorme riesgo
de tergiversarlo alejándonos cada vez más de un posible consenso, por lo menos

83
Leopoldo Trejo Barrientos

nos veremos en la posibilidad de aventurar formas alternativas de aplicación de su


modelo según nuestras propias necesidades o intereses, o bien, por qué no, decidir
con justificada razón no aplicarlo. Además, considero que estaríamos en condicio-
nes de pensar, tanto a la historia como a la antropología, en función, no sólo de
sus tiempos diferenciales (largo, coyuntural y corto), sino sobre todo de la autono-
mía relativa de los distintos campos que componen al todo social. De elegir esta
segunda opción, la primera consecuencia importante que padeceríamos sería la
imposibilidad de tender analogías a diestra y siniestra, debido a que el "todo ho-
mogéneo" con el que estábamos acostumbrados a trabajar, ahora se nos presentaría
como un conjunto de prácticas —sistemas ideológicos los llama Alfredo en Cuerpo
humano e ideología [1980]— autónomas en tanto responden a la lógica de sus
propias estructuras, pero articuladas unas a las otras a pesar de tener velocidad y
distribuciones espaciales diferentes. En otras palabras, en lugar de reconocer pare-
cidos dentro de aquel continuo dado de antemano, nos veremos en la necesidad
de construir los campos de pertinencia para nuestras analogías, según la práctica o
prácticas que estemos estudiando.
Ahora bien, sabemos que el debate sobre la utilidad o no de la inferencia
analógica que hoy nos preocupa a los etnólogos, no sólo ponía los pelos de punta
a Kubler [1972], sino que además ha sido materia de discusión de los arqueólogos
desde hace más de 30 años. De ahí que no resulte extraño descubrir que lo mismo
Hermann Beyer [1979] que Evon Vogt [1983], a quien solemos recurrir los etnó-
grafos para cuestionar las explicaciones históricas, aboguen por un agotamiento de
las evidencias propias del contexto como requisito previo al uso de la analogía,
arqueológica en el primer caso, histórica en el segundo. Es interesante reparar en
este hecho porque, desde contextos temporalmente alejados, ambos autores coin-
ciden en la necesidad de reglamentar la analogía; situación que sugiere, que la
validez de la inferencia no depende de su direccionalidad en el espacio ni en el
tiempo. Esto es posible, según creo, debido a que en realidad, ni los vacíos ni los
contenidos con que se intenta llenarlos están dados de antemano.
Si no me equivoco y espero que no, porque aquí está Alfredo López Austin
para corregir, en Tamoanchan y Tlalocan [1994] la construcción a partir de fuentes
etnográficas del segundo responde, sí a la falta de fuentes, pero sobre todo a la previa
delimitación del objeto de estudio a partir de la puesta en estructura de los mate-
riales históricos. En este sentido, el Tlalocan no es algo dado que existió y existe en
la cosmovisión de los indígenas de tradición mesoamericana, aunque así lo sugieran

84
Unidad y diversidad en los pueblos de tradición mesoamericana

los mitos antiguos y contemporáneos. Al contrario, ese Tlalocan es producto del


vacío que el mismo Alfredo determinó, delimitación que a su vez le permitió recrear
uno contemporáneo, análogo al que quizá existió hace 500 años entre los nahuas
del Altiplano Central de México durante el Post-clásico Tardío.
De donde se deduce que la analogía, sea etnológica o histórica, es válida no
porque vaya del presente al pasado, o de oriente a occidente, ni tampoco porque
existan símbolos escurriendo por doquier en el mundo indígena de tradición me-
soamericana. La analogía es válida porque sus campos de pertinencia y aplicación
están bien delimitados. Entonces, el error de visión al que nos expondremos si
reproducimos un pensamiento de tipo religioso consistirá en tomar directamente
de las conclusiones de Alfredo el material para nuestras analogías históricas, en
lugar de intentar construir nuestros propios campos de pertinencia a partir del
trabajo de campo y del contraste entre las fuentes y el modelo del núcleo duro.
Por tanto, aunque es posible llevar el problema que nos convoca al viejo debate
entre antropología e historia, entre presente y pasado, considero que el diálogo
tendría que partir, primero, del reconocimiento por ambas disciplinas de tiempos
y prácticas diferenciales, así como de sus formas de relación. Procediendo conjun-
tamente de esta manera, a pesar de las divergencias propias de las teorías particu-
lares, estaríamos en condiciones de integrar en un mismo discurso los resultados
de ambas disciplinas. Ya no se trata entonces de debatir si el pasado determina el
presente, o si éste puede estudiarse al margen de aquél, de si los significados son
históricos o estructurales. Quizá valga la pena hacerse a la idea de que los signifi-
cados no son, se producen.
Salta entonces la pregunta de cómo ha de adecuarse, desde la Etnografía, el
modelo del núcleo duro. Ciertamente hoy no tengo una respuesta, pero en su lugar
puedo comentarles algunas ideas que, como miembro del equipo Huasteca sur del
proyecto de Etnografía del inah, nos han servido para el estudio del ritual en
aquella región del país. En primer lugar, nos ha dado muy buen resultado olvidar-
nos de él; es decir, pasar intencionalmente por alto el sistema de relaciones de
significado que podríamos inferir de sus conclusiones. Es necesario recalcar que
esta posición no es un rechazo, un abandono de su lectura; al contrario, por olvido
nos referimos al recuerdo oportuno, que es aquel que hacemos llegar en el momento
indicado. Así, aunque a primera vista en los altares se distinguen tres niveles hori-
zontales: uno inferior, otro intermedio y uno superior, por método nos aguantamos
las ganas de traducirlos como inframundo, tierra y plano celeste.

85
Leopoldo Trejo Barrientos

En segunda instancia, hemos intentado delimitar lo mejor posible las prácti-


cas a relacionar y su distribución diferencial, tanto en espacio como en tiempo, esto
con el fin de evidenciar que entre las esferas del ritual, del mito, de la historia
particular y de la lengua, por mencionar las que más nos interesan, existen desfases
muy marcados que hacen que la supuesta unidad étnica "lo totonaco, lo nahua, lo
tepehua, lo otomí" se nos diluya considerablemente, permitiéndonos, no sólo
escapar provisionalmente a la tentación de rastrear significados particulares, sino
también abordar en su estructura a cada una de las prácticas. En el caso concreto
del ritual, su lógica intencional.
Asimismo, creemos conveniente renunciar a la oposición forma/contenido,
pues en realidad poco nos va a ayudar en la compresión de las estructuras una vez
que renunciamos a la búsqueda de significados. En su lugar, apostamos a la iden-
tificación de varios niveles de sentido, alguno de ellos efectivamente de significa-
ción, otros más vagos que serán la estructura. Y es precisamente en las alturas de
los niveles de indeterminación del sentido donde, quizá, sea recomendable traer a
colación las coordenadas básicas del modelo de Alfredo, no para que nos digan qué
significa esto o aquello, sino para ayudarnos a entender algunos de los mecanismos
de pensamiento con que los grupos aprehenden su universo, a través de la puesta
en relación con el conjunto de prácticas sociales específicas.
Sin embargo, para poder lograr esto primero debemos resolver otros proble-
mas que el propio modelo de Alfredo supone, problemas más precisos que emergen,
esta vez, del intento de relacionar prácticas distintas. Menciono tan sólo uno que
me parece fundamental para el estudio del ritual indígena contemporáneo: sabemos
que para López Austin el mito se compone de dos núcleos básicos, uno es el mito
narración y el otro el mito creencia. Habremos de discutir seriamente la viabilidad
de este tipo de divisiones, ya que muy probablemente no se sostengan si se aplican
a prácticas distintas evidenciando así la autonomía relativa y los tiempos diferen-
ciales. De esta forma, a mí me resulta mucho más interesante pensar hasta qué
punto es factible dividir la práctica ritual en rito acción y rito creencia, pues si así
lo hacemos tendremos que precisar cuáles son las especificidades no de realización,
narración y acción, sino de conocimiento de cada tipo de creencia. Por otro lado,
si la rechazamos, entonces nos veremos obligados a definir qué es, de qué está
compuesta y cómo actúa la creencia en general, así como sus ligas con lo ritual, lo
mítico, lo gráfico, etc. En otras palabras, cuál es la naturaleza ontológica y episte-

86
Unidad y diversidad en los pueblos de tradición mesoamericana

mológica de la creencia. Pero no me hagan mucho caso en esto último pues aún
no logro entender del todo bien estos dos conceptos.
Finalmente, no me queda sino agradecer a Alfredo López Austin, a Saúl Millán
y a Johannes Neurath, tres maestros míos, la oportunidad de compartir con ellos
la mesa, pero más aún, la palabra.

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Leopoldo Trejo Barrientos

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Zizek, Slavoj
2006 Visión de paralaje. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires.

88
Parte ii
Estudiando los pueblos indígenas
en el siglo xxi

89
6. Unidad y diversidad en Mesoamérica

Catharine Good Eshelman*

Presentación

n este capítulo, publicado primero en otro número de Diario


E de Campo donde se presentaron cuatro nuevas contribuciones
al debate sobre la unidad y diversidad de Mesoamérica, mismo que
se inició en el número anterior y continuará en el siguiente; los tex-
tos que aquí aparecen se relacionan, además, con una discusión más
amplia sobre los enfoques antropológicos en el estudio de los grupos
indígenas de México, uno de los temas centrales del Seminario Per-
manente de Etnografía Mexicana, que coordiné junto con Marina
Alonso. Agradecemos la iniciativa de Gloria Artís por abrir este es-
pacio para el intercambio de ideas entre destacados especialistas de
diferentes instituciones con una larga trayectoria de investigación
antropológica e histórica sobre las culturas indígenas del país.
En conjunto, los trabajos expresan diferentes puntos de vista
pero comparten la misma preocupación: evaluar lo que se ha logrado

* La doctora Catharine Good es profesora-investigadora del Posgrado en


Antropología de la enah, inah.

91
Catharine Good Eshelman

en nuestro campo de estudio y pensar estratégicamente sobre nuestra dirección en


el futuro. La mayoría de los participantes se dedican a la docencia además de la
investigación, y otra consideración clave, que articuló Alfredo López Austin [2007
y capítulo 4] sobre el impacto de las teorías en la formación de investigadores jóvenes;
como plantea David Robichaux [capítulo 10]; tenemos que continuar esta conver-
sación en diversos espacios académicos. En cuanto a las inquietudes sobre el concepto
de Mesoamérica que expresaron Saúl Millán [2007 y capítulo 3], Johannes Neurath
[2007 y capítulo 2], y en menor grado Leopoldo Trejo [2007 y capítulo 5), los textos
de Alfredo López Austin y de Alicia Barabas [2007 y capítulo 7] responden a ellas
de manera muy puntual y clara. Los trabajos de Johanna Broda [capítulo 8] y David
Robichaux [capítulo 10] que se publican aquí, desarrollan otras dimensiones histó-
ricas y etnográficas del estudio del México prehispánico y actual.
En esta breve presentación saldrían sobrando comentarios sobre el contenido
de los artículos; más bien quiero referirme a los problemas de análisis fundamen-
tales para la antropología como campo de estudio que surgen de su lectura. Entre
ellos podemos señalar: la relación entre etnografía e historia; la dificultad de teorizar
el cambio, las rupturas y las continuidades culturales; el bagaje político de ciertas
tradiciones académicas asociadas con la idea de Mesoamérica; el reto de realizar
investigación empírica profunda y sintetizar o comparar a partir de los datos; la
necesidad de integrar casos particulares en contextos regionales, nacionales y
globales; el intento de abordar acciones e iniciativas locales, sin descuidar las con-
secuencias de relaciones de poder desigual. Todo esto tiene que ver con la urgencia
de replantear las metas de antropología en el México neoliberal y buscar una he-
rramienta teórica más adecuada para estudiar las sociedades indígenas en el siglo
xxi. Mi artículo trata algunas inquietudes sobre el origen del concepto de Mesoa-
mérica y sus implicaciones en relación a cómo entendemos la cultura y el cambio;
aquí me enfocaré en los temas de historia y etnografía.

El problema de la etnografía

Una de las aportaciones más sobresalientes del proyecto de la Coordinación


Nacional de Antropología del inah, Etnografía de las Regiones Indígenas de
México en el Nuevo Milenio, ha sido la demostración del valor científico y huma-
nístico del trabajo etnográfico sostenido y sistemático, así como estimularlo en un

92
Unidad y diversidad en Mesoamérica

periodo crítico que requiere del conocimiento profundo de las condiciones sociales
y culturales en las diferentes regiones del país. Este hecho nos obliga a preguntar
sobre el tipo de etnografía que hace falta en México hoy. En este sentido cobra
relevancia una corriente de la antropología contemporánea que ha sustentado teó-
ricamente al método etnográfico y sus usos en el mundo actual [Bloch 1990; Mintz
1996, Price et al. 2005; Ortner 1999, 2006] mientras toma distancia de las pro-
puestas de la antropología simbólica, interpretativa [Geertz 1973]. Sugerimos que
la metodología etnográfica sigue siendo una herramienta poderosa para el conoci-
miento de la realidad social que se puede aplicar en distintos contextos, no sola-
mente las supuestas "sociedades tradicionales" y en casos históricos. También su-
gerimos, de acuerdo con Ortner [2006], que la etnografía implica una postura
intelectual y un posicionamiento ético por parte del investigador.
Mi artículo en este número critica la etnografía descriptiva que se hacía en
México, pero la polémica sobre Mesoamérica revela otras inquietudes. Hay un
rechazo justificable al énfasis en la sociedad prehispánica como punto de partida
para entender a los indígenas actuales: esto tiene que ver con la tradición académica
e institucional de la antropología en el proyecto político del estado revolucionario
en el siglo xx. Una parte importante del debate surge de la relación entre etnogra-
fía e historia y el peso predominante de la arqueología sobre el estudio del indígena
actual.

El problema de la historia

Con respeto al problema de la historia, mucho depende del tipo de historia que se
hace y cómo se usa para abordar a los indígenas actuales. Es válido cuestionar el
énfasis desproporcionado en las culturas prehispánicas, tomarlas como la expresión
más auténtica de las tradiciones culturales indígenas, o la tradición de abordar a
los indígenas actuales en busca de continuidades. Pero no hay que descartar todo
uso etnográfico de la historia por estas deficiencias. Hace falta distanciarnos de las
nociones más convencionales en el manejo de la historia como la idea de partir del
pasado para mover hacia el presente, considerar que hacer historia consiste en
ordenar datos cronológicamente, tratar el presente como un derivado del pasado
o legitimar el estudio de las culturas indígenas hoy con la presencia de rasgos "pre-
hispánicos".

93
Catharine Good Eshelman

Podemos pensar en la historia como procesos complejos y acercarnos a ella en


términos de transformaciones o estrategias de reproducción cultural; podemos
definir problemas de análisis desde la etnografía. Habría que hacer una reflexión
más antropológica sobre nuestro uso de la historia y analizar cómo los grupos que
estudiamos entienden la historia. Quiero sugerir unos ejemplos de donde podría-
mos aplicar otras ideas de historia a los datos de las culturas indígenas de México.
Como característica sobresaliente de esta tradición indígena, tenemos la constante
producción de variabilidad y diversidad. Esta proliferación de variantes, a veces
sobre aspectos aparentemente insignificantes de la vida material o social, interesa
y atrae a la gente: en lugar de favorecer la homogeneización, las culturas indígenas
de México disfrutan de esta exploración de la diferenciación.
Algunos antropólogos que abordan la historia desde la etnografía han demos-
trado que diferentes culturas ordenan su pasado —y desarrollan formas de entender
el pasado significativo— de acuerdo con reglas propias que difieren de manera
fundamental de nuestra visión de la historia. Se pueden descubrir teorías locales
de la historia en la vida ritual, en la música, en torno a una gran variedad de objetos,
en el paisaje y puntos del mundo natural, en cuentos. La investigación etnográfica
en otras regiones del mundo demuestra que hay poder político, social y simbólico
en el hecho de crear y transmitir historia propia y desarrollar una memoria histó-
rica autónoma. Estudiar etnográficamente los usos de la historia y la memoria en
la reproducción social o cultural entre los grupos indígenas en México, en el pasado
y actualmente, puede ser un proyecto interesante. Reconocer múltiples historias
con sus propias lógicas culturales permite problematizar la construcción occidental
de la historia y explorar la relación de ésta con la modernidad y la expansión del
capitalismo; nos da un punto de referencia externo para criticar el modelo domi-
nante.

94
Unidad y diversidad en Mesoamérica

Bibliografía

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95
Catharine Good Eshelman

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2007 Unidad y diversidad en los pueblos de tradición mesoamericana. Diario
de Campo, Boletín interno de los investigadores del área de antropología, 92,
mayo-junio. Gloria Artís (ed.). Coordinación Nacional de Antropología-
Instituto Nacional de Antropología e Historia. México.

96
7. Unicidad y diversidad en Mesoamérica;
una discusión inacabada

Alicia M. Barabas*

Presentación

gradezco mucho que, a pesar de encontrarme fuera de Mé-


A xico, en año sabático, me hayan invitado a participar en esta
importante polémica, que no tuve el gusto de escuchar, pero sí de
leer. Entiendo que las participaciones escritas que publicaron en
Diario de Campo hasta fin de 2007 iban dirigidas a activar esa po-
lémica —al menos sí la mía—, tanto criticando los puntos de vista
expuestos en la primera parte de este volumen como proponiendo
formas de conciliación interdisciplinarias y, por qué no, trasmitiendo
experiencias etnográficas y comprensiones teóricas surgidas de 30
años de investigación de Miguel Bartolomé y mías entre los grupos
indígenas de Oaxaca.
Quiero dejar en claro que mi propósito sincero al entrar en esta
valiosa polémica, no es "pelear" con los colegas que participan en
ella —como todos sabemos, muchas veces la crítica es subjetivamen-
te interpretada como "enemistad"— por dispares que sean nuestros
* La doctora Alicia Barabas es investigadora Centro inah Oaxaca.

97
Alicia M. Barabas

puntos de vista, sino construir entre todos otro momento más de la discusión sobre
las implicaciones de Mesoamérica en la antropología nacional.

Primero

Las presentaciones de los tres jóvenes y destacados etnógrafos/logos —Johannes


Neurath [capítulo 2], Saúl Millán [capítulo 3] y Leopoldo Trejo [capítulo 5]— me
resultan refrescantes porque pretenden reivindicar el valor de la diferencia cultural
en un medio académico que parece más inclinado a buscar semejanzas y certidum-
bres en la continuidad cultural entre el pasado y el presente. Tal vez éste sea el
problema de la "etnografía o etnología histórica" basada en la "ideología mesoa-
mericanista", como acusan Johannes Neurath y Saúl Millán.
Pero ¿cuáles son los antropólogos que trabajan así? La generalización que
hacen no sólo es apresurada sino también injusta, ya que hay un muy respetable
número de etnografías de campo que aun apelando a la historia no se construyen
buscando las continuidades entre los datos de ésta y los datos de los pueblos
actuales. Supongo que estos colegas lo saben, por eso extraña que pongan en un
mismo saco a toda la etnografía contemporánea nacional, que la desacrediten sin
fundamentar mucho sus críticas, en particular Neurath y que no propongan nada
a cambio, a no ser el viejo "localocentrismo" y la búsqueda de la diferencia cultural
en rechazo de la unidad propuesta por el paradigma mesoamericanista, emblema-
tizado hoy por Alfredo López Austin.

Segundo

Pienso que toda polémica fructífera debe sustentarse no sólo en la lectura de las
obras de etnógrafos teóricos actuales, por no decir de moda, sino también en otras
escritas en México y otros países de América Latina, además, por supuesto, de la
relectura de los clásicos de la antropología, que muchas veces ya han escrito sobre
lo que ahora vuelve a discutirse sin recurrir a ellos.
En este caso quiero presentar un breve apunte sobre una orientación antro-
pológica que comenzó a construirse hacia 1970, a partir de las reuniones y decla-
raciones del Grupo de Barbados [Bartolomé 2006].1 No tengo espacio para

1
Ver los libros y las cuatro Declaraciones del Grupo de Barbados (1972, 1974, 1979 y 1995).

98
Unicidad y diversidad en Mesoamérica

enumerar las fuentes teóricas que sustentaron este pensamiento en nuestra especia-
lidad, pero sí tengo que recalcar que ésa fue una década clave porque la discusión
sobre los derechos indígenas a la diferencia se abrió en distintos foros; las agencias
internacionales de derechos humanos, la iglesia llamada entonces de teología de la
liberación, la antropología y otras ciencias sociales y, tal vez lo más importante, se
consolidaron en América del Norte y surgió en América del Sur, una nueva forma
de movimientos indígenas, que nosotros llamamos etnopolíticos, que buscan rei-
vindicar sus derechos a la diferencia cultural y a la autogestión integral de sus
proyectos existenciales. En México los movimientos indígenas de este tipo salieron
a la luz pública en los tardíos años setenta del siglo xx y se consolidaron como
independientes en los ochenta.
No quiero abundar en esta historia,2 sino traer a la olvidadiza memoria que
la "diferencia cultural" y las consecuentes dinámicas identitarias han sido, desde
hace mucho, un fuerte tópico de reflexión de la antropología. En nuestra orienta-
ción antropológica, respetuosa de la diferencia y del pluralismo cultural, la discu-
sión se fue concretando en diversos planteamientos teóricos y numerosas etnogra-
fías que hicieron manifiesta la diferencia cultural interna y plantearon la necesidad
de reconocimiento de la pluralidad étnica existente "de hecho", por parte de los
estados nacionales latinoamericanos.3 La gran mayoría de ellas, sin renunciar al
"estudio de comunidad" para llegar al fondo de la cultura estudiada (para lo cual
hay necesariamente que dominar la lengua de la cultura en cuestión), inauguraba
una nueva forma de hacer etnografía de campo que, empleando con rigor el método
etnográfico, ampliaba el universo de estudio a grupos etnolingüísticos completos,
para poder comparar los datos entre las distintas comunidades, pero también para
presentar la situación demográfica, socioeconómica, territorial y política del grupo.

2
Entre muchos otros títulos recientes puede consultarse: Miguel Bartolomé. Gente de costumbre y gente de
razón. Editorial Siglo xxi. México, 1997 y 2004; Miguel Bartolomé (coord.). Visiones de la Diversidad. Relaciones in-
terétnicas e identidades indígenas en el México actual, 4 vols. Colección Etnografía de los Pueblos Indígenas de México.
inah, 2005; Alicia Barabas, La rebelión Zapatista y el movimiento indio en México, en Etnia e Nacao na América
Latino, G. Zarur (coord.). oea. Washington, 1996.
3
Existe numerosa bibliografía sobre la ideología y práctica del multiculturalismo. La antropología latinoa-
mericana prefiere con frecuencia nombrar el tema como "pluralismo cultural", entendiendo que se refiere a nuevas
políticas de derechos de los pueblos originarios y de articulación con los estados nacionales; un pluralismo de "dere-
cho" que supone pero se diferencia del pluralismo"de hecho". La Coordinación Nacional de Antropología del inah
ha publicado recientemente un Suplemento-libro de Diario de Campo, Boletín interno de los investigadores del área
de antropología (núm. 39, octubre, 2006), titulado Diversidad y Reconocimiento. Aproximaciones al Multiculturalismo
y la Interculturalidad en América Latina, coordinado por Alicia Barabas, que recoge la discusión contemporánea en
varios países de América Latina.

99
Alicia M. Barabas

La experiencia de campo acumulada por esos etnógrafos les permitió más tarde
elaborar panoramas etnográficos de mayor amplitud, regionales o nacionales.4
Muchas de ellas constituían verdaderas denuncias sobre la situación de colo-
nialismo interno que vivían los indígenas, otras se dirigían más a elaborar nuevos
conceptos y categorías de análisis que mostraban en forma inédita las relaciones
entre "indios" y "blancos", y las condiciones de construcción de las identidades
étnicas en contextos de pluralismo cultural desigual.5 Podría decirse que con esta
práctica etnográfica esa antropología latinoamericanista entraba en la arena política,
comprometida con el derecho de los indígenas a la diferencia y la autogestión,
sustentándose en la descripción y análisis etnográfico de esas diferencias culturales.
Pienso que desde entonces quedó establecida una vez más la relación entre la ciencia
y el compromiso político con los llamados "objetos de estudio", que puede no
compartirse, pero no puede ignorarse.
Creo que lo que también interesa aquí es recordar, porque dos de los deba-
tientes tratan enfáticamente este punto, que la discusión sobre los alcances de la
etnografía: lo local (la comunidad) y lo global (el grupo étnico, la región interét-
nica, etc.), es antigua. Pero, sobre todo, recalcar el problema que puede significar
emitir tajantes juicios de valor y decir que una, la local, es la "buena" —y única
válida— etnografía, en tanto que todo etnógrafo que busca categorías de análisis
de mayor alcance es señalado de hacer "mala" etnografía. Por el contrario, pienso
que las etnografías de lo local son disgregadoras de la realidad indígena si no van
acompañadas de una comprensión de los ámbitos etnoculturales mayores.
Saúl Millán propone abocarse al estudio de lo local, lo particular, a buscar
diferencias en lugar de observar similitudes y apela a circunscribirse al punto de
vista nativo para clasificar la realidad estudiada, en lugar de intentar interpretacio-
nes más comprensivas. La generalización comparativa le parece siempre construida
por clasificaciones demasiado amplias, contrarias a su perspectiva etnográfica
centrada en el estrecho ámbito de la comunidad.

4
Por ejemplo: Nelly Arvelo-Jiménez. Relaciones Políticas en una sociedad tribal. Ediciones Especiales, 68 (iii).
México, 1974; Richard Chase Smith. Las comunidades nativas y el mito del gran vacío amazónico. Lima, 1983; Miguel
Bartolomé y Alicia Barabas. Tierra de la Palabra, Historia y Etnografía de los chatinos de Oaxaca. Serie Científica, 108.
inah. México, 1982 (inah-fonca, 1996); Miguel Bartolomé y Alicia Barabas. La presa Cerro de Oro y el Ingeniero el
Gran Dios, 19 y 20. ini. México, 1990. El volumen 19 está dedicado a la etnografía de la Chinantla Baja, en Oaxaca.
5
Entre otros: Roberto Cardoso de Oliveira. Identidade, etnia e estrutura social. San Pablo, 1976; Darcy Ribeiro.
Os Indios e a Civitizacao. Brasil, 1970; Miguel Bartolomé y Alicia Barabas. La Resistencia Maya. Relaciones Interétnicas
en el oriente de la Península de Yucatán. Serie Científica 53, inah. México, 1977 y 1982.

100
Unicidad y diversidad en Mesoamérica

Johannes Neurath va más allá y afirma que la verdadera etnografía debe rea-
lizarse en pequeñas áreas y enfocarse en un tema de interés teórico. Ya no servirán
las etnografías subregionales o regionales que, fundándose también en descripcio-
nes de nivel local, pretenden sin embargo superar ese nivel fragmentador de la
identidad étnica y brindar información sobre todo de un grupo etnolingüístico. ¿Y
respecto al tema, la etnografía-etnología sólo deberán estudiar las religiones?, ¿ya
no serán válidas las etnografías generales, no por ello planteadas como "listas de
mercado", o estudiar otros temas de la realidad indígena? Por el contrario, hoy en
día, no son los temas, ni siquiera el localocentrismo y el uso del método etnográ-
fico, lo que hace específica a la antropología en el concierto de las otras ciencias
sociales y humanísticas, sino el recurrir a las creaciones de su propia historia y re-
cuperar los conceptos y conocimientos etnográficos de los clásicos, si se quiere para
criticarlos o reelaborarlos, pero, sobre todo, para reproducir en el cada vez más vasto
mundo de la ciencia la diferencia de nuestra especialidad; esa "mirada etnográfica"
de las cosas que ha caracterizado a la antropología, como señalaba Roberto Cardoso
de Olivera [1998].
Cuando Johannes Neurath critica la antropología simbólica (ésta sí es una
clasificación demasiado amplia; imagino que ha de pensar desde alguna de las
corrientes teóricas que le agrade, aunque no lo indica), que ha sido referencia para
los estudios etnográficos sobre lo que él, en forma muy casera y generalizada, llama
"el culto a los cerros"; me pregunto ¿a cuáles etnografías puede referirse? ya que no
nombra autores para no ser políticamente incorrecto. ¿Podrá ser tal vez a los 20
ensayos publicados en cuatro volúmenes en el año 2003-2004, coordinados por
mí, con el tema de "las simbolizaciones indígenas sobre el espacio en las culturas
indígenas de México"? Si no es así, que Johannes Neurath me perdone, aunque a
algún colega se refiere cuando escribe, por lo que mi comentario siguiente conserva
su valor. Sí, desde su punto de vista, las herramientas teóricas utilizadas en las in-
vestigaciones o la calidad de los datos etnográficos no resultan satisfactorios, sería
no sólo recomendable sino necesario que expusiera sus divergencias en una
ponencia, artículo o reseña analíticos y, en especial, propositivos, en lugar de tender
un injustificado halo de no credibilidad sobre la/s obra/s en cuestión. Lo mismo
puede decirse sobre su comentario acerca de los estudios sobre sistemas de cargos.
Creo, hay que mantener la seriedad en el foro académico y estudiantil; la
crítica es indispensable, pero debe ser fundamentada y apoyada también por el
conocimiento bibliográfico de etnografías y etnologías anteriores, que han tratado

101
Alicia M. Barabas

los temas que en estas ponencias aparecen sin historia, como surgidos de las galeras
de sus autores. Pienso que la "mejor" teoría, o el método etnográfico "mejor" no
han sido innovados todavía, pero si alguien ha tenido ya la revelación, sería enri-
quecedor que la expusiera. Por lo pronto me parece, aunque puede que me equi-
voque, que valdría la pena revisar el ambiguo concepto de Gran Mayar, área que
agrupa e identifica culturalmente a huicholes, coras y tepehuanes del sur sin pre-
sentar documentación etnográfica completa más que de los huicholes. Por otra
parte ¿existe entre los tres grupos alguna forma de identificación compartida?, ¿o
se trata de un área cultural construida por los antropólogos con base en afinidades
que sus protagonistas desconocen?, ¿dónde ha quedado aquí el rechazo de la unidad
a ultranza, la renuencia a las generalizaciones y la búsqueda de las diferencias, que
proclama Johannes Neurath?
Me parece que la confusión deviene que estos colegas han hecho casi sinóni-
mos la etnografía y el estudio de las cosmovisiones y religiones indígenas. Es cierto
que la descripción de los principios de la cosmovisión, los mitos, los rituales, las
fiestas religiosas, orientan al etnógrafo hacia lo local y, si domina la lengua, podrá
realizar interpretaciones más profundas. Pero de allí a suponer que esta temática
de investigación es equiparable a toda la etnografía, es dejar de lado un vastísimo
universo de viejos y nuevos temas que la especialidad trata y que, por supuesto,
pueden llevarse a cabo en ámbitos más amplios que la comunidad, sin menospre-
cio de su calidad. Esta postura, en lugar de buscar vinculaciones con las otras es-
pecialidades de la antropología (etnohistoria, antropología social, etc.), se cierra
sobre sí misma y termina por olvidar la vida terrenal de los creadores de los símbolos
religiosos.

Tercero

Son conocidas las implicaciones teóricas del concepto presentado por Kirchhoff,
sustentado en los difusionistas europeos y el particularismo etnográfico boasiano,
para construir macroáreas culturales, como intentos de mapeo y comprensión de
procesos amplios de la historia cultural. Las implicaciones epistemológicas también
han sido señaladas al advertir que esta forma de conocimiento parte de elementos
desagregados y aislados de los contextos espaciotemporales y los reúne en una unidad
homogénea y territorialmente delimitada a la que llama área cultural —Mesoamé-

102
Unicidad y diversidad en Mesoamérica

rica—, basándose principalmente en colecciones museográficas de elementos ar-


queológicos y etnográficos. Esta área cultural se construye como categoría conceptual
agrupando rasgos en complejos culturales, pero no se toma como "tipo ideal" de
referencia, sino que se le otorga realidad histórica. Si esta categoría es válida para
comprender la cultura prehispánica, el problema se construye cuando su uso es li-
nealmente trasladado a la etnografía y se buscan las concreciones étnicas de aquellos
rasgos proyectando especulativamente desde el pasado hacia el presente.
En cuanto a las implicaciones políticas, una vez creado y legitimado por la
ciencia, el concepto Mesoamérica tuvo, desde mi punto de vista, un doble destino:
por una parte se consolidó como paradigma de la antropología mexicana y por otra
se hizo símbolo de unidad nacional (años treinta y cuarenta del siglo xx), sirviendo
de emblema del "glorioso pasado mexicano" para la construcción de un estado
nacional posrevolucionario que quería borrar activamente las diferencias etnocultu-
rales "sobrevivientes", y buscaba la homogeneidad interna para lograr las condiciones
del "desarrollo" y el "progreso", según marcaban las nacientes políticas desarrollistas
como ahora lo hacen las neoliberales. Fue la larga época del indigenismo de incor-
poración y de integración que se difundió desde México y se practicó en toda
América Latina.
Mucho se ha dicho desde aquellos años, y se dice también en la Introducción
y en el texto de Millán, sobre esas corrientes teóricas de la antropología como para
seguir insistiendo en ellas, pero vale recalcar que fueron el fundamento de las áreas
culturales y lingüísticas elaboradas por la antropología en toda América, con el
propósito de ubicar y clasificar a los grupos indígenas del continente; tal vez con
la ulterior intención de los Estados Unidos (¿y de los gobiernos nacionales?) de
obtener un conocimiento estratégico sobre estos pueblos y sus recursos territoriales,
como dice el introductor.
Sin embargo, lo que no llegan a establecer los debatientes claramente es cómo
se operó la vinculación y el trasplante de aquellas teorías —y otras— al México
posrevolucionario, en reconstrucción nacional. Es posible que las áreas lingüístico-
culturales creadas por la antropología extranjera y nacional desde los años treinta,
a partir del nacimiento formal de la macroárea Mesoamérica, fueran tomadas como
referencia por los gobiernos nacionales —en muchas ocasiones conformados con
esos antropólogos como funcionarios—, y hayan tenido influencia en la posterior
diagramación estatal de la "modernización" en el medio rural, basada en el cambio

103
Alicia M. Barabas

cultural planificado, que contemplaba la supresión de las lenguas, las religiones y


las formas “societales” indígenas.
Igualmente pueden cuestionarse aquellos fundamentos epistemológicos here-
dados del siglo xix y comienzo del siglo xx, que dieron vida al concepto, construidos
a partir de la hipervalorización de "lo uno", de la unidad delimitada y homogénea,
y la desvalorización de "lo múltiple", la diferencia; crítica que ha comenzado a
construirse hace ya varias décadas desde una perspectiva dinamista y pluralista, que
privilegia los contextos y las alteridades y rechaza las unidades artificiosamente ela-
boradas.
Se puede tal vez reclamar a Alfredo López Austin el haber adoptado el término
sin cuestionar a fondo las corrientes teóricas y la epistemología que dieron origen
al concepto. Honestamente, no creo que aquella ideología unicista y homogenei-
zadora esté presente en el pensamiento de Alfredo cuando se refiere a la unidad
cultural de Mesoamérica, ya que ésta no supone para él, según dice en la réplica a
Saúl Millán, la negación de la diversidad de las expresiones culturales concretas, al
menos cuando se trata de pueblos indígenas actuales, que Alfredo López Austin
conoce por propia experiencia y a través de muchas lecturas etnográficas. Quedaría
por discutir si, como dice Alfredo, las cosmovisiones indígenas actuales son "va-
riantes" de una única cosmovisión mesoamericana transhistórica, o si, como Miguel
y yo pensamos, los pueblos indígenas han configurado "nuevas" cosmovisiones,
diferentes de la prehispánica, pero en las que se reproducen creencias y prácticas
que devienen del "núcleo duro" mesoamericano, conjuntamente con otras apro-
piadas de diferentes tradiciones a lo largo de 500 años. Por otra parte, si la persis-
tencia actual del concepto en el medio académico nacional se recrea a partir de las
obras clásicas de Alfredo López Austin en las que defiende la unidad cultural de
Mesoamérica, como indican los antropólogos debatientes, esto no implica que él
sea responsable de la utilización del concepto ni tampoco de la falta de críticas
coherentes y organizadas de sus colegas en torno al tema.
No puedo discutir sobre la vigencia y utilidad del concepto Mesoamérica en
el ámbito histórico arqueológico, pero se hace cada vez más evidente —como
también notan los debatientes— que las imprecisiones y dudas sobre su validez
aparecen cuando, tempranamente y hasta hoy, se extrapola el concepto linealmen-
te a la etnografía de campo, que tiene otros métodos de recolección y descripción
de los datos y a la etnología que surge de ella como momento interpretativo y
comparativo, resultando muchas veces esas interpretaciones descontextualizadas y

104
Unicidad y diversidad en Mesoamérica

forzadas, que sólo buscan probar la relación de continuidad entre la historia cultural
y las actuales manifestaciones culturales de los pueblos indígenas. Éstas, repito,
pueden ser las perspectivas etnográficas que parecen querer impugnar Saúl Millán
y Johannes Neurath y de manera más suave, Leopoldo Trejo. La polémica es refres-
cante y posiblemente contribuya a revisar el concepto mismo de área cultural y a
clarificar el de Mesoamérica, en particular su aplicación a la etnografía y la etnología.

Cuarto

Hay que ser muy cuidadosos cuando se utilizan conceptos en un medio estudian-
til que absorbe el conocimiento brindado por sus maestros sin formularle críticas.
Me refiero en este caso al uso del concepto de etnogénesis, que hace Johannes
Neurath siguiendo a Catharine Good, quien a su vez lo toma de otro autor. Claro
está que una palabra, sobre todo si es nueva, puede tener múltiples interpretaciones.
Sin embargo, la más frecuente y reconocida en el medio antropológico se refiere al
surgimiento o resurgimiento de grupos étnicos que habían sido considerados como
extintos [Roosens 1989; Bartolomé et al. 1996; Bartolomé 2006]. Pienso que debe
aclararse cuando se utiliza para nombrar de un modo aggiornado a los procesos de
cambio cultural o, mejor dicho, de transfiguración cultural, que sería la generación
permanente de la cultura a la que alude Johannes Neurath y que, en efecto, cons-
tituyen una dinámica común y constante de todas las culturas, en especial de
aquellas sometidas a procesos de imposición política, económica o cultural; tal
como ya hace muchos años lo demostrara Georges Balandier [1951] al definir la
"situación colonial".
Se plantea igual problema cuando Johannes dice sobre la necesidad de "dar
cuenta de los contextos culturales completos", ¿a qué se refiere con contexto
cultural?, ¿abarca éste a las relaciones económicas, políticas, sociales y cotidianas,
o sólo a los símbolos religiosos vinculados con las creencias y los rituales?, ¿qué
alcance debe tener ese contexto: una comunidad local, un grupo de comunidades
del mismo grupo etnolingüístico, ¿un ámbito regional ocupado por todo el grupo?
Desde mi perspectiva, como ya he dicho antes, es legítimo que un antropó-
logo que ha realizado varias etnografías entre grupos vecinos de un ámbito, descri-
biendo y analizando los textos y los contextos culturales, opte más tarde por elaborar
también artículos, ensayos o libros de síntesis en los que pueda comparar, genera-

105
Alicia M. Barabas

lizar y recurrir a "fragmentos" destacados de diferentes culturas para ejemplificar


procesos compartidos, más amplios que los locales, sin ser sospechado o acusado
de hacer mala etnografía, "de rompecabezas". ¿Es acaso que los relatos y prácticas
de los actores sociales de distintos grupos etnolingüísticos de un área de cotradición,
como es Oaxaca, pueden ser tildados de fragmentos porque no van acompañados
en este tipo de discurso etnográfico (v.g. un artículo) del contexto sociocultural en
el que se inscriben (mismo que puede ser leído en las etnografías publicadas)? ¿Cuál
es el modelo de etnografía que se quiere proponer: uno que por observar las dife-
rencias más pequeñas o sutiles no advierta además la unidad de sistemas culturales
más amplios? ¿Uno que se concentre en lo local minusvalorando la perspectiva de
lo global? Si es así, aventuro que de aquí en más, tendremos muchas ramas y pocos
árboles.

Quinto

Perdonen los lectores el hacer un poco de historia personal, no con afán protago-
nista sino para traer a la arena el tipo de etnografía que más frecuentemente hemos
realizado en Yucatán y por supuesto en Oaxaca. Miguel Bartolomé y yo llegamos
desde Argentina a México en 1972, y pronto fuimos contratados como investiga-
dores del inah. Ocasionalmente, apoyados por otros colaboradores, hemos prefe-
rido siempre realizar estudios etnográficos de mayor dimensión, abarcando a la
totalidad de un grupo etnolingüístico, lo que nos permitió trazar los contextos
sociales, económicos, políticos y culturales desde el nivel regional hasta el local, sin
perder por ello el método etnográfico, cualitativo, participativo y de residencia
prolongada, que nos brindó la posibilidad de acercarnos a la cultura del grupo con
cierta profundidad. Podrá decirse que no hemos escarbado cada dato cultural hasta
llegar a la médula, pero a lo largo de 30 años de práctica etnográfica en Oaxaca
hemos aportado etnografías actualizadas sobre grupos para los cuales sólo se contaba
con las monografías del Handbook of Middle American Indians, y uno que otro
artículo (muy ocasionalmente libros) de los primeros etnógrafos de campo o de
algún estadounidense o europeo, frecuentemente doctorandos en trabajo de campo.
Esta escueta producción etnográfica era el resultado concreto del paradigma
marxista ingerido pero no digerido por la antropología de los años sesenta y setenta,
marcado por la supresión de las categorías étnicas y culturales, y la adopción de las

106
Unicidad y diversidad en Mesoamérica

económicas. La escasa etnografía nacional de campo no veía chinantecos, chatinos


o zapotecos, sino modos de producción y clases sociales campesinas. Lamentable-
mente, este proceso de invisibilización de la diferencia y la diversidad se dio en esa
época en toda América Latina.
Nosotros, insertos en la ideología pluralista del Grupo de Barbados (1970),
realizamos etnografías cuyas unidades de análisis eran los grupos etnolingüísticos
y no las comunidades locales, porque intentábamos mostrar la "situación" de los
grupos y presentar a los sujetos étnicos colectivos, destacar las diferencias etnocul-
turales y el panorama del pluralismo cultural "de hecho" en el Estado. Además de
la política integracionista del indigenismo de Estado, uno de los paradigmas que
criticábamos era el de los "estudios de comunidad", sobre diferentes temas, que
brindaban imágenes aisladas (cerradas) de los grupos étnicos al diluirlos en múlti-
ples universos locales sin relación. Gran parte de esas etnografías utilizaban el
método del "caso generalizado", proyectando la descripción y el análisis del caso
local al conjunto de la etnia, dando por presupuesta la homogeneidad interna del
grupo. Nuestros estudios probaban, por el contrario, la diversidad cultural y situa-
cional intercomunitaria y el gran error etnográfico al que conducía la metodología
del caso generalizado.
Diseñamos entonces nuestras investigaciones de campo combinando lo local
con lo regional. Durante largas prospecciones que abarcaban todas las comunida-
des del grupo (o la mayoría de ellas), universo definido en principio lingüística-
mente, detectábamos los problemas de investigación y más tarde seleccionábamos
algunas de ellas en función de su potencialidad para responder a los diferentes
objetivos de estudio. En esas comunidades realizábamos descripciones detalladas
siguiendo el método etnográfico, entrevistando a múltiples actores sociales para
contrastar y corroborar la información; misma que más tarde era recuestionada en
otras comunidades, con el fin de acceder a un nivel más aceptable de generalización,
sin perder de vista las singularidades propias de cada universo local.
Previamente, habíamos recabado los estudios bibliográficos, históricos,
censales y cartográficos a fin de delimitar y detectar el conocimiento existente sobre
el macrouniverso étnico y sus localidades. Las realidades etnográficas desmentían
con frecuencia aquellos datos previos, por ejemplo, aumentando o disminuyendo
el número de hablantes de lengua materna, de comunidades hablantes y no ha-
blantes, que aun así mantenían patrones culturales indígenas y marcadas identida-
des étnicas. Advertimos tempranamente, que la pérdida lingüística no implicaba

107
Alicia M. Barabas

necesariamente pérdida cultural o de adscripción étnica, y que el indicador lingüís-


tico no era el único que denotaba la pertenencia étnica, también lo eran la historia,
el territorio y la cultura compartida como la autoidentificación étnica.
Si me he detenido en esta descripción metodológica que articula la etnografía
con la etnohistoria y la antropología social es porque no creo que muchos la
conozcan y me parece que sería fructífero discutirla a fondo antes de optar taxati-
vamente por los estudios de comunidad, como hacen Johannes y Saúl para
impugnar la etnología histórica, que si bien pueden ser cualitativamente diferentes
de aquellos que oscurecieron la antropología de los años sesenta y setenta, no dejan
de ser estudios locales que pocas veces llegan a comprender el conjunto y a estable-
cer comparaciones.

Sexto

Miguel Bartolomé y yo realizamos estudios etnográficos entre 10 de los 16 grupos


etnolingüísticos de Oaxaca [1999], aunque conocemos comunidades de todos los
grupos. Esta experiencia de conjunto y el conocimiento etnográfico puntual nos
han permitido entender que la diferencia y la unidad culturales no son excluyentes
sino complementarias; son dos principios que operan conjuntamente en la cons-
trucción de las culturas indígenas a lo largo de la historia profunda.
Por una parte la unidad cultural, representada etnográficamente por el legado
mesoamericano, que está sin duda presente en las cosmovisiones, en algunos relatos
mitológicos, en algunos rituales y en numerosas creencias y prácticas vinculadas
con la vida cotidiana, que han llegado hasta hoy lógicamente transformadas, trans-
figuradas, en relación con los diversos contextos histórico-sociales y la particular
selección de "hechos culturales", que cada grupo ha realizado colectivamente en el
dinámico proceso histórico. En Oaxaca la territorialidad simbólica cobija muchos
hechos culturales provenientes del "núcleo duro" mesoamericano que vemos re-
creados, con singularidad, en todos o casi todos los grupos; por ejemplo: los mitos
que narran los diferentes ciclos de destrucción y regeneración del universo y la
humanidad; el ciclo de los gemelos míticos Sol y Luna como héroes tesmósforos;
los relatos épicos de los héroes culturales étnicos durante la nominación del etno-
territorio; la noción de cardinalidad cuatripartita y tridimensional; el culto a los
cerros, a las cuevas y a las fuentes de agua, vinculados con los ancestros y la propi-

108
Unicidad y diversidad en Mesoamérica

ciación de la lluvia y la abundancia; la vinculación entre la culebra y el agua, para


mencionar sólo algunos de los elementos de ese legado que son comunes a esta área
de Mesoamérica [Barabas 2003]. Es por ello que, más que como un criterio unifi-
cador sincrónico, preferimos referir al área como una expresión de los aspectos
dinámicos de la tradición civilizatoria mesoamericana, cuyos rasgos se reproducen
en la actualidad.
Pero la unidad no se manifiesta sólo en aquel legado; los pueblos indígenas
actuales también tienen en común los hechos culturales y formas organizativas,
generados desde la época colonial hasta el presente, en relación con las diferentes
etapas del capitalismo, la religión católica, las religiones protestantes e indepen-
dientes y las diferentes estructuras de poder dominantes, desde las coloniales hasta
las construidas por el Estado nacional. Encontramos así, diversas formas del sistema
de cargos político-religiosos en todos los grupos, creencias y prácticas rituales vin-
culadas con el catolicismo y las nuevas religiones generalmente conflictivas, formas
comunes de tenencia de la tierra y organización geopolítica, el fenómeno reciente
y generalizado de la migración nacional e internacional, entre muchos otros deno-
minadores comunes de los actuales pueblos indígenas.
Ahora bien, los procesos que evidencian la "unidad" cultural histórica y con-
temporánea de los pueblos indígenas de Oaxaca son concomitantes con los procesos
de "diferenciación" cultural que han venido construyendo el pluralismo cultural
en el Estado. Lo que sabemos a partir de la arqueología, la etnohistoria y la etno-
grafía, es que a través del tiempo los indígenas siempre han seleccionado ciertos
motivos y patrones culturales, incorporándolos y reelaborándolos, muchas veces
con nuevos significados, a la "cultura vivida". Esto implica la permanente construc-
ción de nuevos universos simbólicos y organizativos, que entretejen nociones y
prácticas apropiadas de diferentes culturas y momentos históricos. De allí la vitalidad
de la mitología, por ejemplo, que se dinamiza apropiándose de la historia, o de las
prácticas rituales que entrecruzan distintas tradiciones religiosas y personajes
sagrados, o de los sistemas políticos locales, de origen colonial, que llegan al presente
como formas de autogobierno de los municipios, jurídicamente legalizadas.
Por otra parte, los procesos de diferenciación cultural y organizativa han ca-
racterizado a cada grupo etnolingüístico, dándoles una lengua(s) y una fisonomía
cultural particular reconocible, como chatinos o chinantecos. Sin embargo, no
debemos perder de vista las diferencias culturales y organizativas internas de cada
grupo, que se han generado igualmente en un proceso de selección y apropiación

109
Alicia M. Barabas

cultural, con medioambientes específicos, con historias compartidas, con la perte-


nencia municipal o la variante lingüística y que constituyen universos culturales
singulares. La diferencia puede estar expresada simplemente en un motivo o color
del huipil; en detalles aparentemente mínimos de la parafernalia de un ritual; en
la diferente composición de los cargos, pero para la "cultura vivida", que capta el
etnógrafo, se trata de diferencias fundamentales que les permiten a los indígenas
reclamar patrimonios culturales propios e identidades locales. La realidad se
complica más cuando se observa que en cada grupo o muchas veces en cada comu-
nidad, a los mismos significantes corresponden distintos significados, como bien
observa Saúl Millán.
Pensando en la complementariedad de los procesos generadores de unidad y
de diversidad cultural a través de la larga duración, es que arribamos al concepto
de "configuración cultural", que alude a los aspectos dinámicos y combinatorios
de la cultura.6 Preferimos por ello, referirnos a las diferentes configuraciones cul-
turales indígenas que conviven en Oaxaca que, desde nuestra perspectiva, no son
"variaciones" de la tradición mesoamericana sino "nuevas unidades de significado"
que devienen de distintos procesos de construcción de la realidad. Las culturas
indígenas no son procesos acabados sino en constante transfiguración.
Temo haberme extendido demasiado en estas reflexiones; queda entonces la
discusión planteada. No obstante, si una conclusión provisoria puedo extraer es
que lo expresado por los tres debatidores no permite descartar la validez del
concepto Mesoamérica en el ámbito histórico ni el etnográfico, sino que apunta a
retomarlo críticamente una vez más para comprender cómo se han ido constru-
yendo y reconstruyendo las actuales culturas indígenas.

6
Miguel Bartolomé y Alicia Barabas (coord.). Etnicidad y Pluralismo Cultural. La dinámica étnica en Oaxaca.
inah. México. 1984; Alicia Barabas y Miguel Bartolomé, op .cit., 1999; Miguel Bartolomé. Elogio del Politeísmo.
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tigadores del área de antropología. 74, marzo. Gloria Artís (ed.). Coordinación Nacional de Antropología-Instituto
Nacional de Antropología e Historia. México. 2005: Alicia Barabas. Dones, Dueños y Santos. Ensayos sobre las
religiones en Oaxaca. inah-Porrúa. México, 2006.

110
Unicidad y diversidad en Mesoamérica

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111
8. Ritualidad y cosmovisión: procesos
de transformación de las comunidades
mesoamericanas
* hasta nuestros días*

Johanna Broda**

La temática, el punto de partida

n este breve texto el punto de partida es el tema de las investi-


E gaciones del cual se hace la reflexión. En cuanto a estos temas,
me enfoqué años atrás en estudiar las fiestas del calendario ritual
mexica en su relación con la sociedad y el estado prehispánico y la
participación de los grupos sociales en estos ritos. A partir del estudio
de los cronistas, me di cuenta que estos textos históricos eran de una
riqueza tal que permitían elaborar una verdadera etnografía de los ritos
prehispánicos y explorar las interrelaciones estrechas que existían entre
* Agradezco a la Coordinación de Antropología y a los organizadores la invitación de
participar con una Conferencia (el 2 de marzo 2007) en el Seminario Etnografía de las
regiones indígenas de México en el nuevo milenio: Cosmovisiones y mitología, así como
en el presente debate que surgió a partir del seminario. Considero que es muy importante
tener la oportunidad de exponer algunos resultados de nuestras investigaciones y las
reflexiones que se plantean acerca de ellas, y recibir críticas y comentarios generando así
una discusión académica que considero necesaria. Nos hace consciente, de las premisas
y las interpretaciones que maneja cada uno de nosotros en sus estudios los cuales son
determinantes para los resultados que se obtienen.
** La doctora Johanna Broda es investigadora del Instituto de Investigaciones
Históricas-unam

113
Johanna Broda

el culto y la sociedad mexicas, la estratificación social y las relaciones socioeconómi-


cas y políticas existentes en Mesoamérica en el momento de la Conquista española.
La actividad económica fundamental era la agricultura del maíz, que dependía
estrechamente de los ciclos climáticos y de las condiciones ambientales de la geo-
grafía de Mesoamérica. Estas condiciones naturales y económicas de las sociedades
prehispánicas incidieron de una manera determinante en la conformación de su
ideología y cosmovisión a lo largo de los siglos, si no de milenios [Broda 2006].
En este contexto he dedicado mucha atención a estudiar el tema del culto
agrícola y su relación con el medio ambiente como los ciclos de la naturaleza, es-
pecíficamente el culto de la lluvia, de los cerros y del maíz. En el ciclo anual de
fiestas mexicas, estos cultos formaban la estructura básica encontrándose estrecha-
mente vinculados. Existe documentación etnohistórica abundante al respecto
[Broda 1971, 2004; Medina 1989, 2000; Good 2004b]. El maíz sigue siendo el
alimento sagrado que simboliza el sustento de la población indígena no sólo en
México y Guatemala, también para amplias regiones de la América Indígena, desde
los indios pueblo de Nuevo México y Arizona hasta los Andes. Considero que este
aspecto comparativo también tiene un gran interés. Existen ciertos conceptos fun-
damentales en la cosmovisión y ritualidad que comparten estas regiones herederas
de las civilizaciones precolombinas, lo que ha motivado a Gordon Brotherston
[1997] a hablar de la Tradición del Cuarto Mundo. He explorado en mayor detalle
algunos de estos aspectos, sobre todo en relación con el culto de la lluvia, las
montañas sagradas y el maíz [Broda 2004c].
En años recientes he combinado gradualmente el estudio de la ritualidad y la
cosmovisión prehispánicas con la etnografía de las fiestas indígenas en la actualidad.
El interés por estos temas fue mi punto de partida al iniciar el estudio del culto
prehispánico hace muchos años, pero en cuanto a la gran cantidad de datos etno-
gráficos existentes, me perdía en los detalles y los trabajos sobre "sincretismo" y
"aculturación" que existían entonces, me resultaban insatisfactorios. En años re-
cientes, se han hecho avances en estos campos y se ha acumulado abundante in-
formación etnográfica acerca de cosmovisión y ritualidad. También se ha avanzado
en la investigación acerca de las instituciones religiosas y las creencias indígenas
durante la Colonia, la labor de las órdenes, la creación de las cofradías, las jerarquías
de cargos, etc. Se han propuesto nuevos planteamientos teóricos y estudios con-
cretos acerca del sincretismo religioso, la reelaboración simbólica de creencias y
prácticas, y acerca del culto a los santos católicos como expresión del sincretismo.

114
Ritualidad y cosmovisión

Es fundamental recuperar más información acerca de los complejos procesos his-


tóricos en los cuales las comunidades indígenas se han visto envueltas después de
la Conquista, pero si bien la influencia española fue determinante, "los indígenas
no deben ser vistos sólo como receptores pasivos de estos procesos de imposición,
sino que reelaboraron creativamente sus formas de vida, su cultura y su religión
integrando elementos de ambas tradiciones culturales en una nueva forma de reli-
giosidad popular" [Báez-Jorge 1994, 1998; Broda et al. 2001, 2004].
Una diferencia fundamental con el periodo prehispánico era la articulación
con la sociedad mayor que se produjo a partir de la Conquista. Las expresiones
religiosas indígenas dejaron de formar parte del culto estatal impulsado por la clase
dominante prehispánica y "se convirtieron en cultos campesinos locales". La nueva
religión de Estado fue impuesta por la Iglesia católica, mientras que los ritos indí-
genas se desarrollaban al margen de ella. Algunas ceremonias se practicaban clan-
destinamente, otras continuaban celebrándose como rituales públicos en un ámbito
sincrético "y de esta manera han constituido mecanismos de resistencia étnica y de
la reproducción de identidades locales hasta nuestros días".
Con estos planteamientos teóricos he llevado a cabo estudios acerca de la ri-
tualidad indígena, en colaboración con varios colegas y estudiantes del Programa
de Posgrado en Historia y Etnohistoria y de Antropología de la enah [Broda et al.
2004]. Al aplicar una estrategia coherente de investigación, los resultados son sor-
prendentes. Dentro de los complejos procesos de cambio y continuidad, me he
limitado a investigar el tema del culto de la lluvia, de los cerros y del maíz, es decir
los ritos del ciclo agrícola. En este aspecto de la vida de las comunidades, íntima-
mente vinculado con su entorno geográfico, el clima, las estaciones y las prácticas
agrícolas de subsistencia, existen grandes continuidades con los ritos y la cosmovi-
sión prehispánicos.
Los cerros siguen siendo los contenedores del agua, de las riquezas y del maíz;
en ellos se hacen las espectaculares peticiones de lluvias que se siguen practicando
en muchas regiones indígenas de México. Hoy en día los ritos se dirigen a la Santa
Cruz, que sin embargo, reúne características de las deidades prehispánicas de la
tierra y del maíz y muchos elementos estructurales de estos rituales reproducen de
forma sincrética las tradiciones ancestrales [Broda 2001b].

115
Johanna Broda

La definición de conceptos

Para abordar el estudio de estos temas y contribuir al debate en cuestión, la defini-


ción de conceptos es una tarea fundamental. La antropología es el estudio sistemá-
tico y comparativo de las sociedades humanas. Una característica importante de la
antropología con su énfasis en la sociedad y la cultura, en la organización social y
las expresiones simbólicas de la sociedad, es que propone un estudio holístico, que
integra los diferentes aspectos de la vida social. Este estudio relaciona el compor-
tamiento observado y los textos registrados con su matriz contextual [Wolf 2001:
33]. En cuanto a las diferentes manifestaciones sociales y culturales, la perspectiva
además, es comparativa, se concentra no tanto en los rasgos únicos sino en estruc-
turas y patrones que son comparables con aquellas de otras sociedades.
De acuerdo con el enfoque planteado, "la religión, como categoría global, no
sólo se refiere a las creencias, sino también a la organización ceremonial; abarca
instituciones, actuaciones y ritos, no sólo ideas". Por otro lado, el ritual establece
el vínculo entre los conceptos abstractos de la cosmovisión y los actores humanos.
Al ser una parte sustancial de la religión, implica una activa participación social
[Broda 2001a]. Desde este punto de vista, la religión es, ante todo, un sistema de
acción, es vida social, y los ritos constituyen un aspecto sobresaliente que se presta
para ser investigado mediante el trabajo de campo. Los ritos pueden ser observados
por el investigador y constituyen una realidad visible que ofrece la posibilidad de
ser documentada empíricamente.
Sin embargo, cosmovisión y ritual forman una unidad. Hemos definido la
cosmovisión como "la visión estructurada en la cual los miembros de una comu-
nidad combinan de manera coherente sus nociones sobre el medio ambiente en
que viven, y sobre el cosmos en que sitúan la vida del hombre" [Broda 1991: 462].
El término de cosmovisión alude a una parte del ámbito religioso y se liga a las
creencias, los mitos, las explicaciones del mundo y al lugar del hombre en relación
con el universo, pero de ninguna manera puede sustituir el concepto más amplio
de la religión.
En este sentido, en mis investigaciones he vinculado el uso del concepto de
cosmovisión, ante todo a su estrecha relación con la observación de la naturaleza
definiendo esta última en el sentido de "la observación sistemática y repetida a
través del tiempo de los fenómenos naturales del medio ambiente que permite hacer
predicciones y orientar el comportamiento social de acuerdo con estos conocimien-

116
Ritualidad y cosmovisión

tos" [1991: 462]. Esta actividad contiene una serie de elementos "científicos", es
decir de observación exacta y se basa en datos empíricos concretos.
Si bien estoy consciente de que puede resultar polémico hablar de "ciencia"
en el México prehispánico, me adhiero a la posición la cual afirma que uno de los
principios básicos del método científico es "la construcción de un sistema basado
en hechos observables cuyos resultados pueden ser comparados sistemáticamente
con las observaciones subsiguientes para confirmar su exactitud" [Coleman 1967:
31]. La observación científica se aplica al mundo natural que rodea al hombre, al
medio en que vive como ser físico y social. Esta posición teórica nos permite situar
la problemática por estudiar dentro de una perspectiva histórica y analizar así los
conocimientos científicos de un pueblo en su contexto sociocultural.
La actitud hacia la naturaleza y su conceptualización constituyen una reela-
boración en la conciencia social —a través del "prisma" que esta conciencia cons-
tituye— de las condiciones naturales mediatizadas por la cultura. Estas últimas
nunca se presentan de forma igual en diferentes sociedades; no existe una percep-
ción "pura" desligada de las condiciones e instituciones sociales en las cuales nace
[Broda 1991: 462]. En este sentido, vemos que "la naturaleza" o "el mundo natural"
también se han conceptualizado de manera peculiar en las diferentes etapas histó-
ricas y en las culturas. Sin embargo, si bien se trata de estudiar la variación en las
representaciones o imágenes de la naturaleza que las culturas han creado, partimos
aquí de la posición de que el mundo real (la naturaleza) efectivamente existe siendo
percibido e interpretado de distintas maneras por las culturas, pero las representa-
ciones no tienen la primacía sobre el mundo real. Esta aclaración sirve en cuanto
a la postura de ciertas corrientes teóricas que dan la primacía a la idea sobre la
realidad.
Quizá precisamente por esto nos importa afirmar que la cosmovisión prehis-
pánica en cuanto contemplación de, y reflexión sobre la naturaleza, contenía un
cúmulo de observaciones exactas. En esta perspectiva nos acercamos a la religión
mesoamericana y su exuberante mitología y ritualidad, partiendo de su fundamen-
to en la observación de la naturaleza. Una de las principales motivaciones subya-
centes de la religión y del culto público era la de controlar las manifestaciones
contradictorias de los fenómenos naturales mediante los ritos. Al mismo tiempo
hay que señalar que la observación precisa que se evidenciaba en muchas de estas
prácticas, se entremezclaba también con el mito y la magia. Existía una relación

117
Johanna Broda

dialéctica entre el desarrollo de la observación concisa de la naturaleza y su trans-


formación, a partir de cierto punto, en mito y cosmovisión.
La religión forma una parte integral de la cultura. El concepto de cultura que
usa la antropología depende de su enfoque teórico. Un antropólogo que influyó
mucho en la discusión sobre cultura y religión ha sido el estadounidense Clifford
Geertz [1987] quien definió la cultura como “un sistema de símbolos compartidos,
símbolos cargados de significados”. La meta de la etnografía la ve Geertz en la in-
terpretación de los significados manejados colectivamente dentro de estos sistemas
de símbolos. Según su propuesta, los tejidos culturales pueden ser leídos como
textos. Geertz es uno de los principales exponentes de la antropología simbólica que
maneja un concepto de cultura desligado de los procesos sociales y la historia.
Catharine Good [2004a] ha argumentado con detalle una crítica a la coherencia
interna de los planteamientos teóricos de Geertz, si bien reconoce al mismo tiempo
sus aportes etnográficos. Otro de los críticos de Geertz ha sido Eric Wolf, quien ha
defendido una posición opuesta. Según este último autor:

En cuanto ubicamos la realidad de la sociedad en alineamientos sociales históricamen-


te cambiantes, imperfectamente unidos, múltiples y ramificados, nos hallamos con
que el concepto de una cultura fija, unitaria y vinculada debe ceder el paso a un sen-
timiento de fluidez y permeabilidad de conjuntos culturales[...] De este modo, 'una
cultura' se aprecia mejor como una serie de procesos que construyen, reconstruyen y
desmantelan materiales culturales, en respuesta a determinantes bien identificables
[Wolf 1987: 467, 468].

Coincido con Eric Wolf, quien considera el concepto de ideología como un eje de
primera importancia para examinar las distintas formas asumidas por la conciencia
social. Según he argumentado en anteriores trabajos, la ideología constituye el
producto histórico de las sociedades complejas en las que ha surgido una diferen-
ciación interna entre los gobernantes y el pueblo, sociedades que han creado formas
estatales de gobierno e instituciones que propagan la versión oficial de la ideología
y la cosmovisión. De esta manera, el concepto de ideología implica distinguir entre
"la realidad social objetiva" y la "explicación" que una sociedad concreta da de esta
realidad [Broda 1991].
En esta misma perspectiva Eric Wolf ha señalado, sobre todo en su obra más
reciente [2001], que la construcción de las ideologías como producto histórico se

118
Ritualidad y cosmovisión

genera entre grupos sociales con frecuencia antagónicos y en circunstancias políti-


cas concretas. Las ideologías no se construyen en el vacío de unas mentes abstrac-
tas sino dentro de determinados parámetros de una sociedad dada: "El proceso de
construcción de las ideologías no es sólo cognoscitivo, sino que también involucra
el ejercicio del poder". Por eso debe estudiarse la religión en relación con los
procesos hegemónicos del poder.
En este sentido, Wolf argumenta que:

La naturaleza no da sus significados a las cosas; los hombres son los que los desarrollan
e imponen[...] Esta capacidad de otorgar significados, de 'nombrar' (dar nombre) a las
cosas, actos e ideas, es una fuente de poder. El control de la comunicación permite a los
administradores de ideología establecer las categorías por medio de las cuales se va a
percibir la realidad... Por consiguiente, la construcción y mantenimiento de un conjunto
de comunicaciones ideológicas es un proceso social, que no puede ser explicado mera-
mente como la actuación formal de una lógica cultural interna[...] [Y finalmente], si la
edificación de ideología es por naturaleza un acto social, la consecuencia que se sigue es
que los procesos por medio de los cuales se construyen las ideologías tienen lugar dentro
del tiempo histórico y bajo circunstancias definibles [2001: 468, 469].

Al insistir en que el análisis antropológico tiene que situarse en un marco histórico


concreto, en un momento histórico y en un contexto institucional, nos remitimos
a una posición expresada por el gran investigador de las culturas indígenas de
México, Paul Kirchhoff, hace más de medio siglo cuando afirmó que:

[La etnología constituye una parte integral del estudio] de la sociedad humana en
general. Dicha ciencia es la historia. Porque la única manera de estudiar la sociedad
humana en todas sus manifestaciones e interrelaciones, es estudiarla en su cambio
continuo, es decir, en su desarrollo, su evolución, su historia[...] [Kirchhoff 1979: 11].

En esta misma perspectiva, Eric Wolf escribió su obra fundamental, intitulada


Europa y la gente sin historia [1987]. En ella señala que con el establecimiento de
las ramas de las ciencias en el siglo xix, se crearon las especializaciones y esto
condujo a una tendencia de desligar unas de otras mientras que conceptualmente
las ciencias están interrelacionadas ya que se refieren a la totalidad de la vida humana
como una realidad histórica [1987: 20-22].

119
Johanna Broda

Además, muchas veces se ha dicho que la antropología es "el estudio de los


pueblos sin escritura" —los que no dejaron documentación histórica— y Eric Wolf
apunta cómo esto implicaba que se trataba de "pueblos o gente sin historia". Sin
embargo esto es una falacia, “todos los pueblos tienen y han tenido historia”. Las que
se considera que no tuvieron historia han sido las clases subalternas, ya que la historia
generalmente se ha escrito desde el poder y por el otro lado, a partir de la expansión
europea en los siglos xv y xvi, de las conquistas en América y Asia, y la creación de
las colonias, la escritura histórica dominante ha querido eliminar la historia de los
pueblos conquistados, despojarlos ideológicamente de su propia historia.
Otro autor, que desde su propia posición comparte este enfoque es el soció-
logo Gilberto Giménez, uno de los pioneros del estudio de la religiosidad popular
en México [1978]. Giménez señala que al investigar fenómenos culturales se
estudian "formas culturales objetivadas". De acuerdo con este autor, "la cultura no
existe sin sujetos ni sujetos sin cultura" [2001: 11] y en este sentido afirma que:

Una característica esencial de los fenómenos histórico-culturales como la religión, que


constituyen el objeto propio de las disciplinas sociales, es la imposibilidad epistemoló-
gica de disociarlos de un contexto espacio-temporal determinado [Giménez 1996: 22].

Con referencia al estudio de la religiosidad popular de los grupos étnicos de México,


Félix Báez-Jorge [1988] también ha señalado que:

[…] de acuerdo con la visión teórica de una antropología social interesada en estudiar
los hechos como procesos de formación, lo que consideramos el presente, sólo puede
ser aprehendido en su complejidad estructural si partimos de su desarrollo histórico
[1988: 24].

En este sentido estamos planteando aquí el proceso creativo de transformación de la


cultura de los pueblos indígenas de México y su estudio histórico y antropológico.

120
Ritualidad y cosmovisión

Procesos de transformación de las comunidades


mesoamericanas después de la Conquista: el sincretismo
y la religiosidad popular

En las transformaciones de las culturas indígenas mesoamericanas a partir de la


Conquista, se trata de procesos históricos de larga duración en el sentido de Fernand
Braudel [1974], que han sido analizados también por Alfredo López Austin [1990,
2001]. Este último investigador señala que ya desde la época prehispánica, Meso-
américa no ha sido un área cultural "uniforme y permanente de estructuras cohe-
sivas", sino que es producto de una compleja y heterogénea dinámica de relaciones
sociales. Este proceso, apunta López Austin, hizo posible que "la historia común y
las historias particulares de cada uno de los pueblos mesoamericanos [actuaran]
dialécticamente para formar una cosmovisión mesoamericana rica en expresiones
regionales y locales" [1990: 30-31]. Dentro de esta tradición histórica de larga
duración, existe, según la propuesta de López Austin [2001], un "núcleo duro",
un conjunto articulado de conceptos de la cosmovisión que se gestó a lo largo de
la historia prehispánica y cuyas manifestaciones han sobrevivido, en algunos casos,
la ruptura de la Conquista.
Coincido con López Austin en que muchos rasgos de la cosmovisión que
estudiamos hoy en día pertenecen a la larga tradición de la cultura mesoamericana,
que tuvo los inicios de su desarrollo por lo menos, desde el segundo milenio a.C.
[Kirchhoff 1943]. Manejamos el concepto de mesoamérica como “área cultural de
alta civilización que estaba fundamentada en la comunicación y los intercambios
constantes entre los pueblos que habitaron en ella. En este sentido, sus límites no
eran rígidos, cambiaron a lo largo de la historia y hubo relaciones más allá de sus
fronteras”. Por otra parte, más allá de Mesoamérica existían también intercambios
y relaciones a lo largo de la historia precolombina, la investigación demuestra esta
herencia común.
Sin embargo, hay que insistir al mismo tiempo que al estudiar los procesos
de transformación de las comunidades mesoamericanas después de la Conquista
no existe la supervivencia intacta de arcaísmos en lo que se refiere a creencias y
costumbres prehispánicas. Para abordar el periodo colonial, hay que tomar en
cuenta “el fenómeno del sincretismo”; éste es el producto del cambio cultural que
ha operado en la historia de México y que ha establecido múltiples articulaciones
entre el mundo rural y el poder hegemónico. De acuerdo con Félix Báez-Jorge, la

121
Johanna Broda

Colonia es "conceptuada a partir de la dialéctica de la colonización con sus secuelas


de asimetría social, reinterpretación simbólica y resistencia a la religión oficial,
oposición entre la tradición y la modernidad" [1998: 65].
Por otra parte, el hecho de que tantos rasgos y elementos conceptuales de las
culturas indígenas americanas sigan vivos hasta el día de hoy, implica que se hayan
transmitido y/o recreado de generación en generación, después de la Conquista.
Sin embargo, éste es un campo poco estudiado en la documentación histórica ya
que las fuentes raras veces hablan directamente de la respuesta que la población
indígena tuvo frente a la imposición de la religión y cultura occidentales. Antes se
hablaba de los procesos de aculturación, pero el término se ha criticado justificada-
mente, ya que sugiere un proceso demasiado mecánico y de intercambio de elementos
aislados. Parece más atinado hablar de reinterpretación simbólica y de sincretismo.1
Propongo definir “el sincretismo como la reelaboración simbólica de creencias,
prácticas y formas culturales, lo cual acontece por lo general en un contexto de
dominio y de la imposición por la fuerza —sobre todo en un contexto multiétni-
co—“. No se trata de un intercambio libre, sin embargo, por otra parte, hay que
señalar que la población receptora, es decir el pueblo y las comunidades indígenas,
han tenido una respuesta creativa y han desarrollado formas y prácticas nuevas que
integran muchos elementos de su antigua herencia cultural a la nueva cultura que
surge después de la Conquista.
Hablando de la historia colonial, resulta sumamente interesante estudiar los
procesos de introducción de las instituciones del imperio español en las diferentes
regiones de América y analizar cómo éstos incidieron en la reorganización de las
poblaciones conquistadas. Se creó una organización política, que incidió de manera
importante en la forma de organización de las comunidades campesinas, surgieron
nuevos circuitos económicos que vincularon a los indios con la economía española
y se implantó la política de la evangelización. En el siglo xvi las órdenes mendican-
tes —es decir, franciscanos, dominicos y agustinos— jugaron un papel fundamen-
tal en este proceso, desde fines del siglo xvi; los jesuitas también iniciaron su labor
en diferentes partes del imperio español. Se introdujo el culto católico con sus
principales fiestas. En la segunda mitad del siglo xvi, después del Concilio de Trento
y en plena Contrarreforma en Europa, el impulso que se dio a la veneración de la

1
Vale la pena retomar los textos fundamentales de Aguirre Beltrán sobre estos temas [1986, 1991a, 1991b;
véase también Bartolomé et al. 1982; Barabas 2006; Millán 2001].

122
Ritualidad y cosmovisión

Virgen María y al culto a los santos patronos, produjo efectos profundos en América
que permitieron la gestación de un sincretismo en la religión popular que incor-
poró muchos elementos de la cultura indígena. La religiosidad barroca, a partir de
la política de la misma Iglesia católica, permitió la elaboración de estos cultos en
las fiestas católicas con una amplia participación popular.
En cuanto al estudio de la historia colonial, hay que mencionar la obra de
Serge Gruzinski [1991, 1994] quien se enfoca en la imposición del cristianismo,
el profundo efecto que tuvieron las imágenes y los confesionarios sobre la mente
de los recién evangelizados y las clases populares en las ciudades de la Nueva España.
También hay que señalar las importantes aportaciones del historiador Antonio
Rubial [1996, 1999] al respecto.
Por otra parte, el antropólogo Félix Báez-Jorge se ha adentrado de manera
significativa en estos temas —aporta un cúmulo de datos empíricos y ha delineado
un enfoque teórico novedoso y creativo—. En su libro Los oficios de las diosas [1988]
investigó la conceptualización de las diosas de la tierra, el agua y la luna y su per-
manencia en el imaginario colectivo de los diferentes grupos indígenas de México.
En su libro Entre los naguales y los santos [1998] versa acerca de la reinterpretación
simbólica que diferentes grupos étnicos han hecho alrededor de santos y vírgenes,
los santuarios mexicanos y la dinámica de las devociones populares. De esta manera
hace una importante aportación a la discusión de la religiosidad popular en la
Nueva España y en el México actual.
Con referencia al proceso histórico, Báez-Jorge constata que:

Al destruirse el cuerpo sacerdotal de la religión mesoamericana precolombina, al des-


mantelarse su organización ceremonial y reprimirse sus manifestaciones canónicas por
el aparato represivo eclesiástico-militar de la Corona Española, los cultos populares
emergieron como alternativa a la catequesis cristiana, o bien como mediadores simbó-
licos que, en algunos contextos, terminaron sincretizándose con las imágenes católicas.
En el primer caso operaron como claves de la resistencia ideológica, mientras que en
el segundo funcionaron como materias primas de una nueva superestructura, cons-
truida a partir de la religión prehispánica y el cristianismo colonial, pero distinta de
ambas matrices [Báez-Jorge et al. 2001: 391-392].

A partir de estos conceptos, podemos delinear los procesos que configuraron el


“sincretismo”. En la Colonia tiene lugar una “reinterpretación simbólica” y la con-

123
Johanna Broda

figuración de nuevas tradiciones populares; a la vez se conservan elementos antiguos


que se articulan con la nueva religión impuesta por los españoles. En este contexto,
un aspecto fundamental es las “propiedades retentivas” de las ideologías religiosas.
Debido a la eliminación de la clase gobernante prehispánica y al estableci-
miento de la sociedad colonial con su compleja estratificación interna en la que los
indios ocuparon el escalón más bajo, las expresiones religiosas de estos últimos se
convirtieron en "religiosidad popular", una religiosidad distante de la ortodoxia de
la Iglesia católica oficial. El sincretismo resulta ser un fenómeno propio de la reli-
giosidad popular que expresa "articulaciones y contradicciones históricamente
configuradas" [Báez-Jorge 1994: 30].
En este contexto se inserta el culto católico a los santos patrones, advocaciones
de las comunidades indígenas que ocupan un lugar protagónico en los complejos
procesos ideológicos desencadenados por la Conquista. Las imágenes mismas de
cristos, vírgenes y santos ejercieron una poderosa atracción sobre los indios que
estaban acostumbrados a las imágenes en bulto de sus dioses. Otra dimensión de
la religiosidad popular es su carácter devocional, que se manifiesta en prácticas
propiciatorias a través de mandas, procesiones y peregrinaciones. La importancia
de los santuarios consiste en reunir periódicamente en ellos gran afluencia de pe-
regrinos [Giménez 1978]. Todos estos aspectos de la religión popular y su sincre-
tismo característico surgieron a partir de las políticas mismas de la Iglesia católica
de la Contrarreforma.
Así, las imágenes simbólicas presentes en las cosmovisiones mesoamericanas
han sido reformuladas de manera continua, semejando partituras musicales en
constante y múltiple interpretación. Las comunidades indígenas han adoptado
diferentes estrategias frente a las imposiciones de la jerarquía eclesiástica colonial.
En estos procesos, la intermediación de los santos y sus advocaciones han consti-
tuido, —en palabras de Báez-Jorge—, "el núcleo en el que la conciencia étnica y
las condicionantes históricas [han interactuado] de manera dialéctica, sustentando
los fenómenos de la memoria colectiva, la reelaboración simbólica y la identifica-
ción social"[1998: 248, 249].
Estos procesos ideológicos que han tenido lugar al interior de las comunida-
des indígenas, han sido fundamentales para la reproducción y cohesión de los
grupos étnicos. Por otra parte, la nueva religión popular que surge a partir del siglo
xvi retoma ciertas formas del culto prehispánico que antes habían formado parte
de la religión estatal. Entre ellas el principal elemento es el culto agrícola que se

124
Ritualidad y cosmovisión

encuentra en íntima relación con las manifestaciones de la naturaleza, según hemos


mencionado al inicio de este texto (manifestaciones en torno a los ciclos de cultivo
del maíz y otras plantas cultivadas, el clima, las estaciones, la lluvia, el viento, las
fuentes, las cuevas, los cerros, las piedras, etc.). Éstos son los aspectos donde en-
contramos las mayores continuidades en los rituales y la cosmovisión.

Procesos de globalización recientes

Naturalmente, esto no quiere decir que las tradiciones mesoamericanas, en su ar-


ticulación con la sociedad mayor, no estén expuestas en la actualidad a fuertes
presiones desde afuera. Hoy en día el sistema capitalista mundial se hace cada vez
más presente también a escala local. Estamos conscientes de que los procesos
actuales de la globalización inciden gravemente en la situación del campo mexicano,
particularmente en las apartadas regiones indígenas del país, generando los fenó-
menos de la migración temporal y/o permanente y la destrucción de modos de vida
tradicionales. Los efectos sobre las culturas locales son muy negativos. Sin embargo,
a pesar de estos embates de la modernidad las comunidades aún siguen reprodu-
ciéndose culturalmente y en estos procesos, la vida ceremonial juega un papel
fundamental para cohesionar a los miembros del grupo y fortalecer la identidad
étnica.

125
Johanna Broda

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9. Mesoamérica, cultura y cambio:
conceptos problemáticos en el estudio
etnográfico de los pueblos indígenas

Catharine Good Eshelman*

La temática, el punto de partida

a discusión sobre la utilidad de Mesoamérica como paradigma


L para la investigación en México, especialmente entre los grupos
indígenas contemporáneos, toca una serie de problemas fundamen-
tales para la antropología. Una preocupación de fondo en todos los
textos es la búsqueda de una herramienta teórica y conceptual más
productiva para abordar la diversidad cultural mexicana en el siglo
xxi. Mis comentarios aquí necesariamente son limitados en su temá-
tica y advierto que, por razones de espacio, simplifico argumentos
complejos. Primero trato una dimensión del origen del concepto de
Mesoamérica que conduce a dos otros problemas: las estrategias de
definición de las áreas culturales y los conceptos de cultura y cambio
que requieren abordar las relaciones de poder y formas de resistencia.

* La doctora Catharine Good Eshelman es profesora-investigadora del Posgrado en


Antropología de la enah.

131
Catharine Good Eshelman

El concepto de Mesoamérica: problemas de origen

La introducción de Andrés Medina [capítulo 1] ofrece una revisión histórica de las


áreas culturales en la antropología. Al evaluar el concepto de Mesoamérica [véase
Good 1993], voy a enfocar aquí un aspecto de esta temática: los etnógrafos traba-
jando en México adoptaron la clásica definición publicada por Kirchhoff [1943];
ésta se basaba en una lista de rasgos cuya presencia o ausencia delimitaba el área
cultural, en un procedimiento problemático para la arqueología y particularmente
contraproducente para la etnografía por sus implicaciones en la manera de ver la
cultura y el cambio.
En su defensa, recordamos que Kirchhoff ofreció su breve artículo como una
propuesta para discutir, no como un modelo acabado y obviamente reflejaba el
estado de la antropología americanista en la primera mitad del siglo xx. Esta tra-
dición partía de una visión esencialista de la cultura ya ampliamente criticada;1 éste
trata "la cultura" como una "cosa" que la gente "tiene" y asume que diferentes
grupos poseen diferentes culturas. Como resultado de la reificación de la cultura,
el trabajo etnográfico se convirtió en ejercicio taxonómico; se enfocaba a documen-
tar rasgos formales y ubicar los casos particulares en áreas culturales que servían
para organizar la diversidad en términos de descripciones generalizadoras.2 Otro
aspecto inconveniente de la definición de Mesoamérica, que en parte puede motivar
su descalificación por Johannes Neurath [2007 y capítulo 2] y Saúl Millán [2007
y capítulo 3], es la exclusión de los grupos indígenas del norte de México, y los del
suroeste de los Estados Unidos, aunque Medina nos recuerda que quedan en árido-
américa y oasis américa.
La lógica de la propuesta para delimitar Mesoamérica en función de rasgos,
encajaba con la ideología de la Revolución mexicana, que también influyó en la
etnografía. En las décadas de 1930, 1940 y 1950 era común generar listas de rasgos
culturales que definían a los pueblos indígenas dentro de una escala con dos polos
opuestos: el indio y el mestizo. Se pretendía medir el grado de "integración" del
indígena en la "cultura nacional" por la presencia, o la "pérdida" de ciertos rasgos.3
El cambio se abordaba como el tránsito entre ser indio hacia ser mestizo en un

1
Para mencionar algunos, Geertz [1973], Wolf [1982], Mintz et al. [1989] y Ortner [2006].
2
El Guía Murdock para clasificar datos etnográficos y el proyecto de formar los Human Relations Área Files
reflejan la lógica de este enfoque en la investigación antropológica.
3
El libro Heritage of Conquest, editado por Sol Tax en 1952 ilustra este tipo de etnografía.

132
Mesoamérica, cultura y cambio

proceso lineal, irreversible; esta aculturación constituía un tipo de "narrativa


maestra" que dominaba la historia oficial. El énfasis en rasgos formales para carac-
terizar la cultura expresaba las necesidades de un proyecto político de asimilación,
pero no funciona como planteamiento científico.
En el mismo contexto surgió otro proyecto ideológico del estado revolucio-
nario: la idealización de las grandes civilizaciones prehispánicas como la más alta
expresión de las culturas indígenas, mientras se menospreciaba al indígena contem-
poráneo al verlo como un vestigio de grandeza perdida, portador de una cultura
adulterada, cuyas comunidades pobres esperaban del "progreso y civilización"
[véase. Farriss 1983]. Un intento de reivindicación del indígena actual fue la
búsqueda de rasgos de las culturas prehispánicas entre pueblos vivos y políticamen-
te esto legitimaba su estudio. Estos estereotipos permeaban la percepción general
de los indígenas en México e influyeron en la investigación; los describo aquí
porque pueden explicar parcialmente las dudas sobre el concepto de Mesoamérica
asociado con esta tradición. Obviamente la etnografía actual es mucho más sofis-
ticada y quiero aclarar que de ninguna manera atribuyo el uso de un concepto tan
limitado de Mesoamérica a Alfredo López Austin o a alguno de mis colegas que
participa en el presente debate.
Siempre es pertinente criticar y precisar los conceptos que usamos y es válido
preguntar si conviene seguir con ellos cuando reconocemos los errores del pasado.
Si abandonamos el término de Mesoamérica, o el uso de áreas culturales habría que
considerar otras opciones. No podemos prescindir de conceptos que facilitan el
trabajo de síntesis como la noción de área cultural; lo que menos interesa ahora
para la antropología es volver a estudios localistas que no toman en cuenta contex-
tos regionales, nacionales e internacionales. Alfredo López Austin opta por mantener
el concepto de Mesoamérica, no obstante los abusos que se han hecho de él, porque
ha sido muy productivo para el trabajo académico en los campos de la historia y la
etnografía. En mi propio trabajo sigo refiriéndome a Mesoamérica, igual que los
colegas que escriben en este número.

Alternativas en la formulación de áreas culturales

Mi investigación en México siempre ha estado influida por avances en la etnogra-


fía de otras regiones del mundo, sobre todo los Andes, el Caribe y Melanesia; tengo

133
Catharine Good Eshelman

una gran deuda con dos maestros: John Murra, que dedicó su vida a la región
andina y Sydney Mintz, que enfocó su esfuerzo intelectual en las culturas afroame-
ricanas del Caribe. El trabajo de estos eminentes especialistas estableció sus respec-
tivas regiones como áreas etnográficas reconocidas por la antropología internacio-
nal. Sus propuestas y estrategias para formularlas son sugerentes para repensar la
definición de Mesoamérica y buscar otros ejes que caractericen nuestra región; una
breve descripción de estas dos propuestas ilustra las diferencias con la delimitación
que se hizo de Mesoamérica.
La obra magistral de Murra explora la estructura política y económica de las
sociedades andinas [1975], basándose en su análisis detallado del Estado Inca
[1978] identifica las características excepcionales de estas sociedades y hace énfasis
en lo que distingue a los andes de otras regiones etnográficas. Para Murra, la pre-
sencia en sí de un estado no explicaba nada, ya que surgieron en muchas partes del
mundo antiguo; más bien le interesaba la lógica detrás de la organización de este
estado, como expresión de principios andinos únicos, compartidos por los campe-
sinos, los señores étnicos locales y hasta las élites del Estado Inca. Esta lógica
consistía en estrategias particulares para aprovechar el medio ambiente, la recau-
dación de tributo en trabajo humano, pero no en especie y la circulación de bienes
por medio de relaciones sociales.
Murra preguntaba cómo los pueblos andinos se movilizaban social y políti-
camente para prosperar en un medio ambiente único en el mundo; elaboró las
definiciones de "archipiélago vertical" y "complementariedad ecológica" para
explicar la solución andina.4 Además, descubrió que los señores étnicos y el mismo
Estado Inca recibían "tributo" en energía humana de las poblaciones sujetas, pero
no en bienes producidos con los recursos caseros. Finalmente, al notar la marcada
ausencia de moneda, comercio y mercados,5 Murra analizó detenidamente las re-
laciones de reciprocidad y redistribución que permitían el movimiento de produc-
tos en todos niveles [Good 2007, elabora sobre este modelo].
En otro ejemplo Sydney Mintz [1974] caracterizó el Caribe con base en
procesos históricos y culturales compartidos; éstos conducen a la heterogeneidad

4
Consistía en la ocupación simultánea y permanente de diversos pisos o nichos ecológicos, en asentamientos
geográficamente dispersos; los colonos pertenecían a un mismo grupo étnico-político, que mantenía un centro rector
en la sierra alta.
5
Murra subrayó dos diferencias entre Mesoamérica y los Andes: en Mesoamérica existía tributo en bienes
junto con tasaciones de tributo en trabajo y la circulación de bienes se lograba por tratos comerciales, mercados y
comerciantes especializados.

134
Mesoamérica, cultura y cambio

y la diversidad en lugar de la homogeneidad o la uniformidad. Por tanto, la


búsqueda de rasgos formales no es muy productiva. Mintz observó que las culturas
del Caribe nacieron de la expansión colonial europea y del capitalismo incipiente;
quedaron profundamente marcadas por dos instituciones impuestas: las plantacio-
nes tropicales y la esclavitud en gran escala. Encontró otra característica singular:
con la llegada de los europeos la inmensa mayoría de población originaria se extin-
guió y todo el Caribe recibió pobladores importados en olas sucesivas. Este repo-
blamiento desató complejos procesos de creación cultural entre personas y grupos
procedentes de diferentes regiones de África, Europa, las Américas y Asia, que
aportaban diversas herencias raciales, lingüísticas y sociales. Los conceptos de et-
nogénesis y creolización han servido para describir este fenómeno cultural caribeño.
Tanto en el caso de los Andes como del Caribe es notable que se ha dado poco
peso a las características formales de la cultura para crear el área etnográfica. A la
hora de hacer el trabajo de campo, los antropólogos han podido explorar casos
empíricos con gran profundidad; pero los modelos de área permiten analizar lo
local dentro de contextos mayores, abordar el cambio a través del tiempo y vincular
los datos etnográficos con patrones históricos sin arrojar resultados predetermina-
dos. Sería interesante considerar el tipo de antropología que se desarrolla en áreas
definidas por procesos y relaciones, en contraste con una delimitada por rasgos
descriptivos. Estos ejemplos demuestran que hablar de una región o área cultural
no necesariamente implica hacer generalizaciones, simplificaciones o pasar por alto
la diversidad y la complejidad local; si consultamos la literatura sobre Oceanía o
África encontraremos otros.
Yo he intentado reformular nuestra idea de Mesoamérica al construir un
modelo a partir de mi investigación etnográfica —y sugiero que puede ser útil para
casos históricos—. La propuesta está enfocada en conceptos claves y principios
organizativos que conforman un tipo de lógica cultural o fenomenología, que
genera y guía la acción social [Good 1993, 2005]; muestro cómo estos principios
inciden en procesos y relaciones empíricas. Éstos son una definición amplia de
trabajo o tequilt, un concepto de fuerza o chicahuatiztli como energía vital que
circula, redes de intercambio entendidas como demostraciones del amor y respeto
y la conciencia propia de continuidad histórica. Los descubrí al estudiar cuidado-
samente en el campo la organización económica, social, ritual y las formas de ex-
presión estética entre los nahuas del alto Balsas, Guerrero.

135
Catharine Good Eshelman

El problema de cultura, cambio y el concepto de etnogénesis

Mi propuesta incorpora un concepto histórico procesual de la cultura6 que tiene


implicaciones metodológicas importantes; integra el estudio de la vida material y
las relaciones de poder en el mismo campo de análisis con las dimensiones religio-
sas, simbólicas, éticas y estéticas de la vida colectiva. A la vez requiere de una
perspectiva histórica sobre los procesos sociales, enfocada en la innovación, meca-
nismos de reproducción cultural y estrategias de resistencia. Utilizo la reproducción
cultural como referente para los cambios y adaptaciones creativas que permiten la
continuidad y éstos sólo se perciben con una visión histórica; sugiero que la con-
tinuidad se ubica más bien en los conceptos, las orientaciones cognitivas, los valores
fundamentales detrás de la acción [Mintz et al. 1989; Price et al. 2005] y no tanto
en las expresiones formales de la cultura. Al considerar la innovación en coyuntu-
ras claves como un mecanismo de reproducción cultural, descarto la idea de repro-
ducción como la réplica mecánica o imitativa de patrones y rasgos o el manteni-
miento de elementos formales inalterados. Hay otras propuestas que procuran
comunicar la misma dinámica.
Neurath [2007 y capítulo 2] mencionó el término etnogénesis y Barabas [2007
y capítulo 7] retomó el tema; quiero hacer una breve reflexión sobre etnogénesis en
relación con la cuestión de cómo abordar el cambio cultural. Usé etnogénesis en
Haciendo la Lucha, publicado en 1988, por una sugerencia directa de John Murra,
para hablar de las adaptaciones creativas de los pueblos nahuas. Dejé el término
cuando empecé a trabajar con teorías de cultura y reproducción cultural; pero hay
una reformulación de etnogénesis que puede ser relevante para los temas de discusión
aquí.
En la introducción a un volumen colectivo, Jonathan Hill [1996] afirma que
etnogénesis normalmente se refiere a la aparición histórica de un pueblo, pero señala
que un propósito del libro es extender el concepto en dos sentidos: a los procesos
de creación y adaptación que permiten la sobrevivencia del grupo como tal y a la
conciencia histórica de un pueblo. Dice "[...] etnogénesis can also serve as an analyti-
cal tool for developing critical historical approaches to culture as an ongoing process of
conflict and struggle over a people's existence and their positioning within and against
a general history of domination." [1996: 1]. Propone etnogénesis para hablar de las

6
A diferencia de las propuestas de Kirchhoff, o de la antropología simbólica [véase Good 2004].

136
Mesoamérica, cultura y cambio

luchas culturales y políticas de un grupo con el fin de persistir en contextos de


cambios radicales con la expansión de los estados coloniales y nacionales. Hill
sugiere que esta definición ampliada de etnogénesis ayuda a situar los casos parti-
culares de pueblos indígenas o afroamericanos en contextos mayores y a explorar
las interrelaciones entre historias globales y locales. Enfatiza que las luchas cultu-
rales (procesos de etnogénesis) son intrínsecamente dinámicas y enraizadas en la
experiencia y la conciencia histórica de un pueblo. Nos recuerda que hay poder
político, social y simbólico en el hecho de crear y transmitir historia propia y con-
servar una memoria histórica autónoma. Este tema merece trabajo etnográfico
cuidadoso y nos indica otra forma de acercarnos a la historia.

Consideraciones finales

Decidí hablar de conceptos de cultura, áreas culturales, la reproducción cultural y


etnogénesis en estas páginas para abrir otros espacios en nuestro debate, ya que
considero que estas discusiones reflejan la necesidad de reformular y afinar las teorías,
y metodologías con el fin de estudiar los grupos indígenas de México. Termino se-
ñalando otras propuestas que me parecen relevantes en relación con lo expuesto
aquí. Barabas [2007 y capítulo 7] propone el concepto de configuración cultural
para aludir "a los aspectos dinámicos y combinatorios de la cultura" y abarcar
"procesos generadores de unidad y de diversidad cultural a través de la larga duración
[...]" En las sesiones del seminario permanente del proyecto Etnografía de las
regiones indígenas de México en el nuevo milenio, han surgido propuestas estimu-
lantes como alternativas a la idea de reproducción cultural como proceso de cambio.
Severi utilizó un concepto de tradición como "el proceso de transmisión de
conocimientos" o "proceso constante de generación de conocimientos comparti-
dos"; distinguió su idea de tradición de la perspectiva patrimonialista, porque hay
creatividad e innovación en los procesos de generación y transmisión de conoci-
mientos, además de puntos de estabilidad. Para él la tradición se ejerce y contrastó
tradición como corpas de tradición como práctica, para subrayar la importancia
de la acción social para su transmisión.7

7
Apuntes del Curso Memoria ritual impartido por Carlo Severi, viernes, 20 de octubre, 2006. cnan-inah.
Véase también Ortner [2006].

137
Catharine Good Eshelman

Gordón Brotherston y Lucía Sa han planteado la existencia de una tradición


intelectual amerindia, que incluye, pero transciende Mesoamérica; ésta sigue en
elaboración entre los pueblos que estudiamos y revela una gran sofisticación filo-
sófica y epistemológica. Incluye los campos del ritual, historia, las "cosmovisiones"
y la "mitología". Estas ideas parecen ser cercanas a las propuestas de Pedro Pitarch,
quien también habló de una tradición intelectual, filosófica amerindia, sujeta al
estudio por medio de la etnografía. Para terminar, tenemos la reformulación de
etnogénesis discutida arriba, con su énfasis en las relaciones del poder desigual que
subyacen en todos los pueblos que estudiamos. Varias de estas propuestas nos
obligan a repensar el manejo de la historia y cómo definimos el campo de estudios
históricos con respecto a los indígenas actuales. Habrá de evaluarse su utilidad para
nuestra región y los problemas de análisis que los etnógrafos quienes trabajamos
en México enfrentamos hoy día.

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140
10. Diversidad y unidad en Mesoamérica:
otra perspectiva del debate

David Robichaux*

Como ajeno, desde varios puntos de vista, a un curioso debate


que ha tenido sus avalares y que ha atraído la atención de antropó-
logos mexicanos, me resulta grato "echar de mi propia cuchara" a la
edición actual de la discusión. Considero que con estos comentarios,
apenas estamos iniciando una discusión que debemos continuar pues
aún queda mucho por decir. Si revisamos los textos de los cuatro
ponentes del Taller Signos de Mesoamérica, que se llevó a cabo el 20
de abril en el Instituto de Investigaciones Antropológicas (iia) y la
presentación de Andrés Medina, encontramos elementos para hacer
una historia reciente de buena parte de la antropología mexicana
—que se refleja en distintas vertientes— en torno al rechazo y acep-
tación del concepto de Mesoamérica. Reitero mi condición de
extraño al debate, por haber participado en una corriente de la an-
tropología mexicana que aparentemente rompió con el paradigma
dominante de ésta, en la que, según algunos autores, el concepto de
Mesoamérica se asoció indisolublemente con un proyecto de Estado
hegemónico y homogenizador. Me refiero a mi filiación "palermia-
na" puesto que, siguiendo una de las lecciones del maestro, postulo

* El doctor David Robichaux es investigador de la Universidad Iberoamericana.

141
David Robichaux

que un concepto o una teoría son tan buenos como su capacidad para estimular la
investigación antropológica; una tarea cuyo propósito es producir datos propios.
Creo que, en lugar de juzgar un concepto por su supuesta filiación política, un
supuesto propósito hegemónico de la etnohistoria sobre la etnología o del Distrito
Federal sobre la provincia, es necesario, ante todo, discutir la relevancia del concepto
a la luz de su utilidad para generar conocimientos sobre los pueblos que ocupan y
ocupaban un espacio importante de la República mexicana y de la totalidad o de
importantes áreas de los países centroamericanos.
La propuesta de juzgar a partir del criterio de la utilidad va de la mano de otra
que es la de hacer las discusiones a partir de los datos. Al fin y al cabo, el concepto
en cuestión es en realidad una pregunta que gira alrededor de las culturas urbanas
y estatales que surgieron de manera prístina en la geografía de lo que Kirchhoff, en
su clásica definición, denominó Mesoamérica. Desde luego, abordar las cosas así
tiene sus raíces en los planteamientos ya muy antiguos de Julián Steward, Karl
Wittfogel y Ángel Palerm sobre las características de las sociedades que surgieron
antes de 1519 [véase Palerm 1997]. Se trata de un enfoque de corte materialista
—"marxiano" para usar el término de Palerm— que ponía el énfasis en las relacio-
nes entre el hombre y el medio, y en el surgimiento de organizaciones como res-
puesta a la necesidad de asegurar la producción de alimentos y otros bienes, así
como el flujo de tributos [Palerm 1989].
Antes de proceder estos datos relativos al área mesoamericana tienen serias
implicaciones que no deben olvidarse en cualquier discusión en torno a la antro-
pología mexicana y mexicanista: el objeto de estudio de ésta son pueblos con una
larga historia de formar parte de sociedades estatales, estratificadas por definición
y característico de estas últimas, con una larga memoria histórica oral, además de
escrita, fundada no sólo en millones de fojas de documentación colonial sino
también en códices, relatos y descripciones etnográficas recogidas por cronistas
como Sahagún y Durán. Esta dimensión histórica nos hace ver cuán dependiente
es (o debe ser) una disciplina de sus datos disponibles. Así, no debemos olvidar que
las antropologías estadounidense y británica —y la francesa de Lévi-Strauss— hacen
sus debates en un vacío histórico. No puedo dejar de distinguir este hecho por el
grave peligro de cual nos advierten los críticos del concepto de Mesoamérica sobre
la supuesta imposición de modelos fijos y únicos sobre una realidad que —según
ellos—, lejos de ser caracterizada por la unidad, es diversa ad infinitum. ¿No hay
un peligro de traer a Mesoamérica, como si fuera a un vacío, modelos que más

142
Diversidad y unidad en Mesoamérica

tienen que ver con traumas gringos o franceses que con lo que pasa en la realidad
mexicana y las necesidades de conocerla? ¿No podría ser que el rechazo de los
modelos y la predilección por lo diverso son manifestaciones locales de algo muy
propio de la tradición particularista estadounidense? Esto lo encontramos muy
presente en la obra de Clifford Geertz, el apóstol de la sociología de Talcott Parsons,
que relegó la "cultura" al significado. Como ha señalado Roy D'Andrade [195:
249], al abocarse a este esfuerzo la antropología acepta una tarea imposible y se
deja menos parada para comprender y explicar la sociedad.
Pero, al decir esto, tocamos otro punto de un proyecto de antropología que
pretende "interpretar" y rehusar cualquier propósito de explicación. En otras de
sus manifestaciones es una antropología que ambiciona estudiar la cultura, cen-
trándose en las narraciones de los actores, confundiendo frecuentemente éstas con
el significado; es una antropología que privilegia lo ideológico sobre el mundo
concreto material; la cual que ni siquiera plantea la pregunta de la relación entre
ese mundo concreto y material y el mundo de las ideas, los valores y los significados;
es una antropología que, por su propia autodefinición, no puede hacer más que
cojear, pues elimina de su enfoque economía y relaciones sociales y se pierde en las
representaciones, todo en nombre de un respeto por los conceptos locales que, al
fin y al cabo, es lo único que la antropología debe estudiar [véase Robichaux 2005a:
212-214].
Y para no olvidar de lo que estamos hablando: es una antropología que no
sabe qué hacer con la historia. En una palabra, es una antropología que, si es capaz
de plantear preguntas interesantes de investigación o de estimular a ésta, tendría
que demostrar su capacidad de adaptarse y asimilar el hecho de la pertenencia de
Mesoamérica la cual Eric Wolf llamó "la gente sin historia", sólo en la medida en
que tiramos por la ventana a Chimalpahin, Sahagún, Alva Ixtlixóchitl y otros que,
si bien deben examinarse críticamente —como los trabajos de cualquier etnógra-
fo— nos proporcionan una mirada al pasado. Por encima de eso, las ya menciona-
das millones de fojas de archivos, guardadas por las autoridades coloniales y el
abundante registro arqueológico, que nos permiten observar una larga duración en
una dimensión nunca imaginada por los padres de la antropología británica y es-
tadounidense que dieron poca importancia a la historia, pues a diferencia de la
antropología mexicana, no tuvieron con qué. Hay excepciones, desde luego, sobre
todo en la antropología estadounidense, pero en la práctica, la gran mayoría de los

143
David Robichaux

antropólogos han despreciado la historia como el mal compadre que desprecia el


pulque que se le ofrece.
Por cierto, el rechazo a la historia —ya presente en la antropología— se
refuerza si reducimos nuestra disciplina a la imposible tarea de interpretar para
llegar al significado [D'Andrade 1995: 249]. Una cosa es la búsqueda de descubrir
los conceptos locales —aquellos que no se traducen fácilmente a los términos
usuales o universalistas de la antropología— y otra sería tirar por la borda toda la
experiencia positiva y negativa de determinadas herramientas conceptuales. En el
ámbito del parentesco, la crítica que hace David Schneider a éste es una rebelión
contra las categorías que, si bien al desarrollarlas Murdock propició una interesan-
te labor comparativa, sirven como impedimento para descubrir lo específico de las
culturas [Schneider 1995]. La crítica de Schneider puede verse como una búsqueda
del significado, el significado que tenían los nativos de las cosas y se trata de una
labor loable. Pero nunca se debe olvidar que incluso el deconstructor del parentes-
co como Geertz parte de un concepto de "cultura" que le fue asignado por Talcott
Parsons. El proyecto parsoniano contempló una gran división del trabajo, división
similar a la que describió Adam Smith y que conduciría a la eficiencia, ya que la
sociología se dedicaría al estudio de las relaciones sociales, la sicología a la mente y
la antropología a la "cultura". Así avanzarían las ciencias sociales al especializarse
cada quien en un campo delimitado, en este caso, la antropología con la vocación
de estudiar el significado [véase Parsons et al. 1951].
Nuevamente, siguiendo los criterios que planteé desde el inicio de este escrito,
debemos juzgar esta propuesta, no por su coherencia lógica o su fundamentación
epistemológica, sino por su capacidad de producir conocimiento sobre la sociedad.
En esta tarea, por cierto, no se puede rechazar la idea de Schneider y otros sobre la
importancia de los conceptos o nociones locales, pero la cuestión que planteo ante
aquellos obsesionados con el significado es ¿cómo estudiarlo? ¿Se trata de descubrir
los significados locales, de conocer cómo los nativos categorizan el mundo? ¿Se hace
esto con el afán de no imponer nuestras categorías sobre un mundo sociocultural
al que no pertenecemos? De esta manera, tampoco podemos caer en la ingenuidad
de que así logramos liberarnos del etnocentrismo. Porque parece que este proyecto
busca privarnos de herramientas y recursos disponibles tanto para interpretar como
para explicar. Me refiero en esta discusión sobre Mesoamérica, la historia y de
manera más importante, a la información susceptible de recoger en el campo sobre
la economía, las relaciones sociales y las prácticas concretas de las personas. Lo cual,

144
Diversidad y unidad en Mesoamérica

desde luego, implica largas estancias de convivir con personas que en México, ge-
neralmente han sido denominadas como "indígenas" o "campesinos" y compartir
con ellos momentos que no sean sólo aquellos de la entrevista formal. Es decir, es
entrar en un tipo de contacto de una duración e intensidad que nos permiten
plantear, como lo hizo Malinowski, la existencia de los llamados "imponderables
de la vida".
Tal vez sea muy pronto para saber los resultados del proyecto parsoniano,
encarnado en la antropología de Geertz y Schneider que, de manera consciente o
inconsciente, los antropólogos en muchos países, de manera acrítica, han asumido
como suyo. ¿Será que la búsqueda del significado ha sido la causa del notable de-
caimiento de la etnografía que se manifiesta en relatos de antropólogos que, más
que nada, nos reportan sobre sus sentimientos en el campo? Todo el desprecio de
los "datos" y el cuestionamiento de los motivos de la antropología, de sus asocia-
ciones con los estratos hegemónicos y con el imperialismo, y la postura de un
supuesto compromiso del antropólogo con las causas "políticamente correctas"
parecen ser, en gran medida, traumas estadounidenses. Si bien puede haber motivos
en la antropología mexicana para cuestionarse, no hace falta ir a buscar los estímu-
los en otra sociedad. Aunque la tarea de hacer este balance ya se ha iniciado, en el
futuro estas recientes importaciones parsonianas descontextualizadas de debates
mexicanos, también tendrán que ponerse en la balanza a la hora de juzgar a la
antropología mexicana. La cuestión que debe hacerse al respecto sería si la búsqueda
del significado y la dedicación exclusiva a éste como ente sin relación con el mundo
material y social produjo alguna etnografía significativa. A fin de cuentas, lo que
dura de un antropólogo es su etnografía —sus datos de campo— y no alguna moda
teórica que flotaba por ahí como parte del Zeitgeist.
A estas alturas, nos hemos ido, aparentemente, lejos de la discusión sobre
Mesoamérica pero lo anterior tuvo como propósito señalar al menos parte del
trasfondo ideológico de algunas de las críticas esbozadas al respecto en la mesa de
Antropológicas del 20 de abril. Yendo al grano de la crítica hecha por los neocul-
turalistas de Geertz y Schneider, lo que rescataría de su proyecto es su énfasis en la
necesaria tarea de la antropología de descubrir los conceptos locales. Pero me dis-
tancio de ellos en cuanto a su método y la aplicación de sus conceptos. Me parece
que el mayor impacto de los neoculturalistas está en el discurso y no tanto en la
práctica, lo que aparentemente tiene malas consecuencias para la buena etnografía.
Ya asimilada esta lección de la importancia de los conceptos locales ¿a dónde vamos

145
David Robichaux

ahora? Yo propongo que vayamos directamente a lo concreto y en esta empresa


debemos empezar por el reconocimiento de que la antropología mexicana estudia
a México y que, históricamente, ha estudiado México por razones concretas. Se
trataba de un proyecto de un Estado nacional, que tenía como propósito formar
una nación. De ahí y en ese contexto del Estado unipartidista caracterizado por el
tan vilipendiado "nacionalismo revolucionario" con su "democracia dirigida",
prosperó sin duda el autoritarismo en todas sus manifestaciones hasta teóricas en
los centros de investigación mexicanos, todas instituciones estatales. Como en todo
proyecto estatal o religioso que impone ideologías sobre conocimiento científico,
tienen que darse aberraciones y desviaciones de las tareas académicas. Y es segura-
mente por ello, que algunos expresan un rechazo tan visceral al concepto de Me-
soamérica y a sus apologistas.
¡Bravo por esta crítica! Pero, ¿debemos cerrar nuevamente los ojos ante lo que
hay a la mano y buscar solaz en el significado? Por mi deformación palermiana, mi
solución es ir a los datos y poner en la balanza lo que algunos teóricos locales han
propuesto y los resultados de estas proposiciones. Es decir, me encuentro en el
campo de las teorías de alcance limitado de Merton y pienso que a escala de Me-
soamérica hay varias propuestas que sirven, no para perpetuar un concepto hege-
mónico del Estado autoritario sino para plantear preguntas interesantes de inves-
tigación. Pienso que hay otras preguntas que deben plantearse, pero aquellas que
surgen de las propuestas que menciono, brevemente a continuación, constituyen
un inicio de una tarea comparativa que considero necesaria para el área mesoame-
ricana. Creo, además, que darse a esta tarea de manera sistemática constituye la
única vía mediante la cual se puede discutir seriamente la cuestión de la unidad vs
la diversidad de Mesoamérica y de la validez del concepto.
Me referiré ahora brevemente a las propuestas muy concretas sobre los pueblos
mesoamericanos actuales, esbozadas por Alfredo López Austin, Catharine Good,
Johanna Broda y un servidor que tienen que ver con algunos de los aspectos de lo
que tradicionalmente se ha considerado como parte de la etnografía. De estas
propuestas se deriva una serie de preguntas que considero susceptible para estimu-
lar investigaciones que produzcan conocimientos sobre las sociedades mesoameri-
canas. A la vez, aplicada de manera comparativa, puede servir para confirmar o
redefinir el área cultural.
Pido disculpas si a mis colegas los represento mal o malinterpreto sus ideas
en este breve esbozo casi caricaturesco y por hablar de mi propia propuesta. Debe

146
Diversidad y unidad en Mesoamérica

entenderse que se trata de una lectura personal, sesgada por mis prejuicios teóricos
que sólo traté tangencialmente aquí. Por eso, me atrevo a agrupar estas propuestas
de una manera no muy convencional. Comienzo, sin embargo, por lo más tradi-
cional, es decir, por las propuestas que parecen arraigarse en una noción tradicional
de Mesoamérica. Me refiero a los postulados de Alfredo López Austin y de Johanna
Broda con respecto al discutido término de "cosmovisión mesoamericana", en sus
distintas acepciones y a los míos sobre parentesco o, mejor dicho, sobre un parti-
cular sistema familiar y sus consecuencias estructurales para la organización social
en sus distintas dimensiones. Trataré, en un rubro aparte, algunas propuestas de
Catharine Good con respecto a la noción de ejes culturales, principios culturales
o lógica cultural y sus implicaciones para la construcción de la persona.
El convencionalismo de agrupar a los tres primeros autores radica en que éstos
parten de la existencia desde larga data de sociedades estatales en el área mesoame-
ricana con una serie de pautas ideológicas y organizativas características de forma-
ciones sociales estratificadas, basadas en la producción agrícola campesina. Las
propuestas de Broda y López Austin nos llevan a la importancia del ciclo agrícola
y de las estaciones del año en la vida ceremonial y ritual, en una serie de prácticas
y creencias en lo que ha sido usualmente denominado la "ideología". Tal vez por
haberse habituado a una confusión entre la línea que daba el Estado autoritario y
las propuestas de investigación, algunos siguen presos del autoritarismo y, equivo-
cadamente, han visto estas propuestas como una camisa de fuerza. Todo lo contra-
rio: considero que nos proporciona un buen armazón para realizar comparaciones
en una serie de rubros tradicionales —y no por ello menos importantes— que
debemos cubrir en la buena etnografía mexicana. Nos llevan no sólo al mundo,
frecuentemente ocultado u olvidado, de las prácticas rituales, el ciclo agrícola y las
creencias, sino que también nos preparan para captar al menos una parte de su
significado.
Al decir esto, destaco mi rechazo a la idea de que el significado de los actores
sea el único significado que el antropólogo debe buscar. Hay significados más
profundos que los mismos actores no ven. Si en la etnografía examinamos estas
propuestas podemos estar en una posición para reformular, rechazar o redefinir
Mesoamérica. En mi propia experiencia, las propuestas de Broda y López Austin
me han permitido ubicar una serie de prácticas en un contexto más amplio, como
parte de una gran tradición milenaria a la vez que particular de una determinada
región [Robichaux 1997]. Pienso que las propuestas de estos autores no constituyen

147
David Robichaux

en absoluto la tiranía de la historia o de la etnohistoria sobre la etnografía, sino


propuestas útiles y relevantes para la sociedad que se investiga, más útiles y rele-
vantes que las posiciones necesariamente ahistóricas de los británicos y los estadou-
nidenses. Pienso que estas propuestas tienen algo a su favor puesto que han pro-
ducido —y creo que pueden seguir produciendo— conocimientos sobre una parte
de lo que se ha considerado usualmente en la etnografía. Así que, como todo buen
proyecto de conocimiento, al confrontarse estas propuestas en investigaciones con-
cretas, el tiempo dirá si fueron útiles o no.
Como podemos ver, me he agrupado con Broda y López Austin pero al tratar
lo mío al final, de hecho, me he situado aparte. En primer lugar, me junté con ellos
puesto que aparentemente sigo a Kirchhoff al destacar una serie de rasgos en el
ámbito de la organización social, lo que de alguna manera va en paralelo con los
rasgos que mis colegas han destacado en la cosmovisión y el ciclo ritual. Pero me
pongo al final puesto que —como dije al inicio— soy de alguna manera extraño a
estos debates. Como se acordará el lector, me coloqué en una posición palermiana
que dio énfasis en la importancia de los antecedentes de estado agrario de Mesoa-
mérica. Y, aunque el trabajo de Broda y López Austin se ubica en lo ideológico, su
énfasis en la materialidad como parte de la ideología mesoamericana los coloca en
una posición economicista o materialista que también manifestaba Palerm. Es por
el énfasis en lo material y en las condiciones concretas de existencia en una larga
tradición agrícola dentro de una formación estatal que he agrupado mi trabajo en
la misma categoría de López Austin y Broda.
Pero me diferencio de ellos puesto que me inicié en la antropología —supues-
tamente en la antropología social—, en una época y un contexto social donde lo
que se estudiaba en la disciplina en México era fundamentalmente la economía
campesina. Es así, de manera muy economicista, que abordé la familia residencial
y su sensibilidad al impacto de las transformaciones económicas. En ese proceso,
sin preocupación alguna por lo que significaban las cosas para la gente, y recurrien-
do a métodos cuantitativos y los cualitativos asociados con la etnografía, descubrí
que la economía no explicaba todo y que, a pesar de una transformación radical
de la infraestructura, la continuidad en un sistema de reproducción social indicaba
la persistencia también de un conjunto de valores que servían de guión para la
conducta de las personas al pasarse por las etapas de su vida en familia [véase Ro-
bichaux 2002]. Este único proceder me permitió igualmente cuestionar ideas con-
vencionales relativas a una familia mexicana y a los procesos de mestizaje [Robi-

148
Diversidad y unidad en Mesoamérica

chaux 2002, 2005a y 2005b]. Me permitió entablar diálogos con otras disciplinas
y proponer interpretaciones desde la antropología de algunas representaciones de
la realidad nacional. Esto fue posible gracias al método comparativo que me llevó
a revisar de manera casi exhaustiva los materiales relativos a la herencia de la tierra,
la casa y la residencia postmarital [2005a y 2005b]. Debo decir que me confieso
sociólogo e historiador y no me arrepiento de lo que serían pecados para los cultu-
ralistas al saltarme las trancas de los conceptos de nativos y cuantificar y trabajar
con conceptos etic.
De sus largos años de trabajo etnográfico en el Alto Balsas, Catharine Good
[véase 2005] ha destacado la importancia de una serie de conceptos de los nahuas
relativos a tequitl que, aunque se traduce mal como "trabajo", en al menos algunas
de sus acepciones se puede traducir como tal. Permite abordar la reciprocidad, las
relaciones sociales, la conformación de los grupos y la construcción de la persona.
De ninguna manera se puede calificar esta propuesta como una imposición del
antropólogo sobre la realidad, acorde con el guion mesoamericanista hegemónico.
Más bien se trata de una serie de ejes conceptuales o lógicas culturales, desarrolla-
das a partir de una acuciante observación de la realidad durante largos periodos.
Este desarrollo conceptual muestra que las descripciones etnográficas sistemáticas
pueden llevarnos más allá de la mera descripción —sin buscar significados— y
formular conceptos con capacidad explicativa de los fenómenos que, a la vez, nos
conducen a los significados. Pero, al igual que las ideas de Broda, López Austin y
el que escribe estas líneas, no se trata de una doctrina, sino de una propuesta para
la investigación. Si los investigadores quieren deificar estas ideas y hacer de ellas
dogmas, entonces simple y sencillamente se revelan como incapaces de investigar
por manifestar una relación dogmática, enfermiza con la teoría y los conceptos.
En resumen, estos conceptos nativos de la antropología mexicana constituyen
acercamientos más apegados a las realidades concretas del área puesto que fueron
desarrollados a partir de estas últimas. No pretendo que estas ideas agoten la agenda
de temas de investigación de los etnógrafos; hay otras y surgirán todavía siempre
que exista una sana interacción entre la teoría y los datos, es decir, mientras se haga
etnografía. Y el único parámetro mediante el cual podemos evaluar dichas propues-
tas o cualquier teoría o concepto es su capacidad para estimular la investigación
empírica. Con un armazón construido a partir de tales ideas y adicionado con
algunas otras extraídas de realidades concretas, la etnografía en México tiene por

149
David Robichaux

delante mucha tarea por hacer. Y, al abocarse a ella, más podrá decir —y con fun-
damento— sobre la diversidad y la cuestionada unidad de Mesoamérica.

Bibliografía

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150
Diversidad y unidad en Mesoamérica

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Autónoma de México/Sociedad Mexicana de Demografía-Colegio de
México. México: 299-322.
2007 Familias nahuas en la edad industrial: Cambios y permanencias en la
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1995 (1984) A Critique of the Study of Kinship. Ann Arbor, University of
Michigan Press.

151
Parte III.
Acercando la Etnografía, la Historia
y la Antropología

153
11. Unidad y diversidad en Mesoamérica

Saúl Millán*

H acia mediados de noviembre, cuando Alfredo López Austin


me propuso discutir algunas ideas que para entonces había ex-
presado en distintos foros,1 el debate parecía centrarse en un terreno
común que interesa por igual a etnógrafos e historiadores. Acaso por
comodidad intelectual, elegimos un tema vago y poco novedoso en
el horizonte de la antropología mexicana, cuya trayectoria ha girado
en parte sobre la posible unidad cultural de una región tan extensa
y diversa como es Mesoamérica. Si bien era evidente que el asunto
corría el riesgo de la reiteración, trayendo a cuento viejas polémicas
que nunca llegaron a zanjarse plenamente, no por ello resultaba
forzosamente ocioso. En la medida en que los cambios de paradig-
ma implican a menudo la relectura de antiguas aproximaciones, las
empresas antropológicas suelen estar sujetas a un desplazamiento de
los centros de interés y a una transformación continua de sus proble-

1
Me refiero, en específico, a los trabajos titulados Cuerpos y ofrendas: la dimensión sim-
bólica de una jerarquía indígena y Sintaxis y semántica en los rituales indígenas contemporáneos,
presentados en el 52 Congreso Internacional de Americanistas y el vi Coloquio Paul Kirchhoff,
respectivamente.

* El doctor Saúl Millán es profesor-investigador de la enah del inah.

155
Saúl Millán

máticas que les impide ser simplemente acumulativas. De ahí que el interés inicial
no consistiera en reproducir los términos de una polémica que ya había medido
sus alcances entre arqueólogos e historiadores, acostumbrados a debatir el concepto
de Mesoamérica y sus posibles fronteras, sino en examinar las posibilidades de dos
disciplinas, como la historia y la etnografía, que se interesan por la unidad y la
diferencia del mundo indígena que tienen a su alcance.
¿Cuál es, entonces, la naturaleza del nuevo debate? En primer lugar, es nece-
sario coincidir con la observación que nos hace Pedro Pitarch desde las primeras
líneas de su contribución, en el sentido de que una polémica de estas características
lleva implícita "la percepción, cada vez más extendida, de que algunas de las difi-
cultades que experimenta la etnografía mesoamericana guardan relación con la
'dependencia' que muestra ésta respecto de los estudios prehispánicos". Esa per-
cepción, en efecto, no es ilusoria. En buena medida, deriva de la inclinación que
muestran algunos estudios etnográficos a subrayar la dependencia de las culturas
indígenas hacia el mundo prehispánico, en detrimento de la descripción cultural
y de la comprensión de los conceptos indígenas contemporáneos. Interesada en la
continuidad, que constituye una de las modalidades de la concepción unitaria, la
historia del mundo prehispánico parece ejercer un enorme esfuerzo de reducción
sobre su objeto de estudio, a fin de estabilizar un "canon" cultural que la etnogra-
fía no reconoce como tal. El resultado, como advierte Pitarch, es una disciplina
que tiende a producir versiones canónicas y se aleja en esa medida de la descripción
etnográfica, acostumbrada por el contrario a la enorme inestabilidad de los mate-
riales orales y a la dificultad de constituirse en el modelo canónico de sí misma.
En la contribución que hoy nos ofrece Andrés Medina, advierte con razón
que el debate en curso abre nuevamente la discusión hacia las relaciones que se
tienden entre la historia y la etnografía. Sin duda, ésta es una de las múltiples aristas
que encierra una polémica centrada en la unidad y la diversidad, ya que en ella se
juega "la explicación de los cambios y de las continuidades en la cultura de los
pueblos indios", como anota Medina. No puedo dejar de señalar, sin embargo, que
hay algo paradójico en el hecho de que una disciplina como la historia, abocada
tradicionalmente a examinar los cambios y las transformaciones, tome en este caso
el partido de las semejanzas y las continuidades, mientras su contraparte etnográ-
fica se encuentre por el contrario interesada en las rupturas y las discontinuidades.
En otro escenario, sin duda, los papeles estarían invertidos. Pero, a pesar de las
mejores intenciones de todos aquellos que empleamos el término por comodidad

156
Unidad y diversidad en Mesoamérica

analítica, es necesario reconocer que la construcción de Mesoamérica como objeto


de estudio no puede ser ajena a esa vocación nacionalista que caracterizó a la an-
tropología de principios de siglo. No se trata, en este caso, de la contribución ciega
a una política nacionalista que resulta actualmente inexistente, sino del peso
absoluto o relativo que el discurso unitario imprimió en la antropología nacional,
enfocando su óptica hacia temas o problemáticas que respondieron en su momento
a una política de Estado. De ahí que resulte conveniente aclarar, a fin de evitar
malentendidos, que el actual debate no se libra en términos de una alternativa que
opone a la etnografía y a la historia como si éstas fueran disciplinas antagónicas,
sino entre dos disciplinas que comienzan a deshacerse de la camisa de fuerza
impuesta por la visión unitaria del nacionalismo. "Las formas posibles de hacer
historia —nos dice Marina Alonso en el artículo que incluimos— no pasan por la
búsqueda de continuidades, porque ésta siempre termina bajo una prospección
ideológica, relacionada con el poder, que no produce conocimiento en la medida
que yuxtapone el pasado y el presente. Así se crean los anacronismos".
Al reconocer que un acontecimiento es una relación entre algo que pasa y una
pauta de significación que le es subyacente, la historia ha aprendido de la etnogra-
fía el valor analítico del término cultura. Pero este aprendizaje debería de llevar a
su vez el reconocimiento implícito de que una cultura sólo se cristaliza cuando se
distingue de otra. Tal vez, lo que el etnógrafo exija del historiador no sea otra cosa
que un respeto más acentuado hacia las formaciones diversas, lejos de los cánones
unitarios, donde el devenir encuentra nuevas maneras de ramificarse. En su último
trabajo sobre Oaxaca, por ejemplo, John Chance señala que una de las cosas más
importantes que han aprendido los historiadores de Mesoamérica en los últimos
años ha sido la de tener un enorme respeto a la diversidad: "incluso en regiones
que anteriormente fueron tratadas como culturalmente homogéneas, se ha vuelto
evidente que los patrones de una comunidad pueden no ser aplicables a otras lo-
calidades que se ubican a poca distancia" [Chance 1998]. Aunque ha sido formu-
lado por un historiador, este precepto podría ser asumido plenamente por los et-
nógrafos contemporáneos, quienes se enfrentan constantemente a pueblos y
sociedades que abogan por su singularidad y encuentran en la diferencia un valor
sociológico importante.
No he pretendido aquí agotar las salidas de un debate que, en la medida en
que se incorporen nuevas contribuciones, habrá de trazar nuevas rutas de reflexión
hacia temas y problemáticas que le son inherentes. Creo, sin embargo, que los

157
Saúl Millán

trabajos de Pedro Pitarch, Marina Alonso y Andrés Medina, obligan a pensar sobre
una de sus salidas posibles, como es la relación entre la etnografía y la historia. El
lector advertirá que otras aristas, otras ópticas y otros ángulos, están presentes en
sus valiosas contribuciones. Todas ellas demuestran que el valor intelectual de un
argumento no depende solamente de su validez, sino también de la diferencia que
propone frente a las unidades conceptuales de antaño.

Bibliografía

Chance, John K.
1998 La conquista de la sierra: españoles e indígenas en la época de la Colonia.
Instituto Oaxaqueño de las Culturas, Oaxaca: 76.

158
12. M ... o de cómo los
etnógrafos recurren a la historia y los
historiadores a la etnografía

Marina Alonso Bolaños*

S i bien es cierto que la impugnación o reificación de las bases


teóricas y epistemológicas del concepto de Mesoamérica, así
como la denuncia de su ideologización han sido expresadas en nu-
merosas ocasiones y en diversos foros académicos [Medina 2007], el
presente debate posee un perfil particular enfocado en que dicho
concepto, ampliamente difundido en la antropología mexicana, sea
cuestionado ahora desde la etnología y no a partir de la arqueología.
Considero entonces que las aseveraciones hechas por los arqueólogos
con respecto a la vigencia o no del concepto, no ayudan mucho en
este momento. No obstante, estoy consciente en que la discusión
sobre la "Unidad y diversidad en Mesoamérica" debe plantearse,
como señala Johannes Neurath, en términos de una epistemología
crítica de las ciencias histórico-antropológicas [Neurath 2007 y
capítulo 2], porque precisamente, uno de los aspectos fundamenta-
les que subyacen a este diálogo es la vieja polémica de la relación
entre historia y etnología.

* La maestra Marina Alonso es investigadora de la Fonoteca del inah.

159
Marina Alonso Bolaños

En el proceso de conformación de las denominadas ciencias histórico-sociales


—o ciencias del espíritu, de acuerdo con Dilthey—, se ha observado una preocu-
pación constante: la búsqueda de un método que les permita configurar su propia
especificidad. Para Dilthey, la escuela histórica de la primera mitad del siglo xix no
había logrado resolver sus limitaciones internas, debido a la falta de conexión con
el análisis de los hechos de la conciencia porque carecía de un fundamento filosó-
fico [Dilthey 1978: 5]. Más aún, la aplicación de los principios y métodos de las
ciencias naturales al mundo histórico que hicieran otros pensadores, condujo a
Dilthey a pronunciarse por una fundamentación de las "ciencias del espíritu",
independiente de las naturales y cuyo centro habían de ser los hechos de la con-
ciencia. La razón de esta separación tenía que ver con la existencia real de una
autoconciencia humana, esto es, una soberanía de la voluntad "en contraposición
con el curso mecánico de los cambios naturales"1 [Dilthey 1978: 15]. Así, la dife-
rencia entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu estaría dada
fundamentalmente en el campo metodológico con respecto a los puntos de partida
encaminados hacia la comprensión de los hechos histórico-sociales.2
A diferencia de la ciencia galileana, las disciplinas cualitativas como la historia
y la antropología no poseen un grado de reiterabilidad porque no pueden hacer
uso del método experimental. En tanto que los indicios o señales de eventos his-
tóricos no son directamente experimentables por el observador, permiten conside-
rar la parte por el todo o el efecto por la causa y con ello la posibilidad de descifrar
o reconstruir [Ginzburg 1983: 67]. Por ello, la historia se caracteriza por construir
el conocimiento a través de un paradigma indiciario, es indirecta y conjetural
[1983: 72], por tanto, presenta un margen de aleatoriedad.
Por su parte, la Antropología como ciencia que explica al ser humano en su
multiplicidad fenoménica [Llobera 1990] utiliza un método dialógico en el cual
no se contempla el objeto (epistemológico) y se habla sobre él, sino que un ser
humano no es estudiado como cosa porque no puede permanecer sin voz, es decir,
se trata de un interlocutor en el proceso de investigación [Bajtín 1999: 383]. Todo
lo que el antropólogo vive con sus interlocutores forma parte de su investigación,

1
Lo cual no quería decir para este autor que el hombre fuese únicamente un ser espiritual sino que en tanto
constituía una unidad de vida, existía una interconexión con el mundo natural.
2
Es interesante que la lectura de la obra de Dilthey haya sido introducida a México por los refugiados españoles
que se habían formado en Alemania.

160
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por lo que su actividad es un ejercicio de escritura de la experiencia. De ahí la


importancia del trabajo etnográfico.
Entonces, considerando lo anterior, el diálogo entre historiadores y etnólogos
conlleva sus dificultades y el problema de la construcción del dato pareciera ser uno
de los puntos cruciales. Los métodos y fuentes de historiadores y etnólogos/etnó-
grafos se encuentran en terrenos desiguales. Si bien las nuevas formas de hacer
antropología e historia se distinguen por la riqueza en el uso de diversas fuentes,
pero fundamentalmente por el planteamiento de nuevas interrogantes a éstas, hay
que decir que los historiadores no pueden construir sus propias fuentes. No apre-
henden un fenómeno de manera directa y lo perciben de forma incompleta a través
de documentos y testimonios; así, se conoce el pasado por una actividad que no
pasa a través de la vivencia de los actores como sería en el caso del etnólogo/etnó-
grafo, lo cual no necesariamente hace que las fuentes de este último, en la medida
en que él mismo las ha construido, sean más confiables como lo asegura Neurath
[2007 y capítulo 2]. Al igual que el historiador, el etnógrafo elige un problema que
no precisamente coincide con el cogito de sus protagonistas.3 De hecho, los buenos
historiadores desarrollan una tarea fundamental de la cual deberíamos aprender
más: la crítica de fuentes. Con ello, "reconocen que sus afirmaciones son falibles,
que pueden ser desechadas a la vista de nuevos datos y están conscientes de que
por tanto, no existen verdades únicas." [Viqueira 2002]. Muchos etnógrafos se
abrazan a veces de una sola interpretación pretendiendo que su perspectiva sea la
única. O peor aún: el conocimiento "corre el riesgo de convertirse en la simple
reproducción" de aquél que los habitantes de un lugar tienen sobre ellos mismos
[Todorov 1991: 391].
Frente a algunas de las diferencias y semejanzas entre historia y etnología
podemos señalar que, lejos de ser un impedimento de diálogo académico debieran
ser enriquecedoras, como sin duda han existido ejemplos de ello. Sin embargo,
coincidiendo con Saúl Millán, este vínculo también "han conducido con demasia-
da frecuencia a la búsqueda frenética de elementos prehispánicos que pueden per-
manecer escondidos en las culturas indígenas contemporáneas", [Millán 2007 y
capítulo 3] donde se aplica la "metodología del rompecabezas" [Neurath 2007 y
capítulo 2], en la que se hacen embonar las piezas del pasado y el presente, del norte
y el sur, de los murales de Bonampak y los textiles tzotziles. O bien, se niega el

3
A esto se agrega el hecho de que haya etnografías buenas y etnografías malas, como bien afirma Catharine Good.

161
Marina Alonso Bolaños

cambio o se le concibe como pérdida sobre la cual hay que incursionar para des-
cubrir los restos de una tradición milenaria.
Al observar mujeres chamulas en San Cristóbal de Las Casas elaborando no-
vedosos diseños textiles con técnicas de cera —al mismo tiempo que realizan el
bordado tradicional tzotzil— muchos investigadores han pensado que se está frente
a un fenómeno de "pérdida" de identidad, entre otras razones, debido al gusto y
las demandas de consumo turístico, al sistema de libre mercado, a la vida urbana,
a la migración, a la modernidad, u otros factores habitualmente considerados
embates de la globalización contra el patrimonio cultural de los indígenas. Sin
embargo, la existencia de este tipo de textiles responde a una situación social y
económica menos simplista y que requeriría de un estudio detallado: en 1995, un
grupo de personas expulsado por diversos motivos de San Juan Chamula, que se
había adscrito inicialmente al protestantismo, se convirtió al Islam, adquiriendo
con ello, una serie de prácticas culturales del mundo musulmán tales como el es-
tampado de telas con cera.4 Como este ejemplo, muchos otros nos indican que la
búsqueda de elementos prehispánicos encarna las nociones de unidad y continuidad
cuando no necesariamente se trata de problemas históricos ni antropológicos. Esto
es, las formas posibles de hacer historia no pasan por la búsqueda de continuidades,
porque ésta siempre termina bajo una prospección ideológica, relacionada con el
poder, que no produce conocimiento en la medida que yuxtapone el pasado y el
presente. Así se crean los anacronismos. Tampoco se trata de una reflexión antro-
pológica si no se problematiza, sino se plantean nuevos argumentos e interrogantes
acerca de lo que creemos que cambia o que no cambia.5 Es decir, para ser un tema
antropológico, debe ser construido como problema, debe entrar en debate con
otros textos que abordan el mismo objeto de estudio o casos semejantes, cuestionar
las categorías usadas por otros autores y proponer nuevos enfoques.
Por otro lado, la continuidad del canon mesoamericano sin más, se ha aplicado
por etnógrafos y etnohistoriadores basándose en los planteamientos —apabullantes
por su lógica y contundencia— de Alfredo López Austin. La obra de este autor ha
construido modelos de análisis que sin proponérselo, se han concretado —como

4
Sobre este tema están las investigaciones del antropólogo Gaspar Morquecho.
5
Al respecto, Catharine Good ha insistido en que la noción de reproducción cultural señala que las tradiciones
no continúan automáticamente, sino que la característica esencial de la transmisión cultural consiste en que aquello
que se transmite cambia; estas posturas discutieron y se apoyaron al mismo tiempo de los planteamientos sociológi-
cos de P. Bourdieu y de la llamada historia cultural y antropología histórica: Peter Burke; Michel De Certau; Roger
Chartier, entre otros [Good 2007].

162
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toda obra monumental— en exploraciones e investigaciones de gran envergadura,


pero también, en muchos casos por desgracia, su recepción ha sido acrítica y repetida
incansablemente, en reiteradas ocasiones sin siquiera haber sido leída. David Robichaux
lo dice muy bien: "no se trata de una doctrina, sino de una propuesta para la in-
vestigación" [Robichaux 2007]. Empero, el hecho de que dichos modelos sean
"aplicados" a cualquier realidad indígena, haciendo una alegoría exaltada de lo
prehispánico, es desconcertante. En general se ha creído que la difusión de un
fenómeno, documentado en muchos casos de manera fragmentaria, puede ser
considerada como un indicador de su importancia histórica o de su continuidad y
de ahí que muchos investigadores se aboquen a la clasificación de rasgos que "aparecen"
en todas las sociedades mesoamericanas, atendiendo más a lo que aparentemente
se asemeja a su pasado, frente a lo que actualmente es observable.
En este tipo de estudios no se piensa a los diversos pueblos como realidades
insertas en la larga duración que no constituyen antecedentes ni continuidades de
las presentes y que además se modifican a distintos ritmos. De hecho, no todo
presente es producto de un pasado. Aunque la afirmación anterior pareciera un
tanto obvia, encierra una mayor complejidad porque el investigador considera
equivocadamente que la profundidad histórica corresponde únicamente a señalar
"los antecedentes" de una situación actual (sin mencionar el asunto de lo sincró-
nico y lo diacrónico que ha sido un impedimento para la construcción del saber
histórico-antropológico). En efecto, el pasado no funciona como "antecedente"
porque no existen historias lineales de causas y efectos, sino que el devenir de los
grupos indígenas precisa de ser visto como procesos de múltiples historias entrela-
zadas. Sólo de esta manera podrán observarse en su amplitud a las sociedades in-
dígenas actuales. Como consecuencia, no estaría tan segura de que pueda llamár-
sele historia a aquella narración que algunos etnólogos hacen para tratar la
dimensión temporal de una sociedad dada, porque los procesos a que hacen refe-
rencia los emplea como un recurso retórico para simular la profundidad histórica,
cuando en realidad su planteamiento es completamente ahistórico. De igual forma,
muchos historiadores o etnohistoriadores recurren a una etnografía simplista, de
fácil alcance que los hacen llegar a conclusiones menores.6

6
Es preciso decir que varios etnohistoriadores —en el contexto del proyecto Etnografía de las regiones in-
dígenas de México en el Nuevo Milenio— han escrito etnografías estupendas, mejores incluso que la de muchos
etnólogos (v.g. Julieta Valle, Patricia Gallardo, Ulises Fierro, Carlos Heiras, Antonio Reyes, Eduardo Saucedo, Bardo
Hernández, Israel Lazcarro, por mencionar unos cuantos).

163
Marina Alonso Bolaños

Los párrafos anteriores nos remiten a una historia que ya conocemos: me


refiero a la historia de la antropología mexicana. Sabemos bien cómo el pasado
prehispánico puede reinterpretarse y adaptarse a las circunstancias7 y sin restarle
ningún valor, ahora más que nunca interesa tener una postura crítica frente a la
historia de nuestra ciencia, pues sus vestigios se han enraizado en el imaginario de
los historiadores y etnólogos con respecto a los objetos y métodos de investigación.
No está por demás recordar que la antropología mexicana proviene de una
tradición intelectual romántica que ha coexistido con un interés ilustrado por el
conocimiento en sí, en el cual, la búsqueda de un vínculo del pasado prehispánico
con la nación moderna ha sido el leimotiv. Esto ha sido ampliamente documenta-
do, Luis González advirtió que la moda aztequista, de los días de la Independencia
y de los primeros años de la vida nacional, confundió lo indio con lo mexicano8 y
el tema de las continuidades resulta crucial. De manera que no basta con hacer un
recuento de autores y de sus aportes sino de distinguir de manera crítica las filia-
ciones y tradiciones intelectuales de la antropología mexicana y discutir con ellas
en la medida de lo posible.
Finalmente, derivado de lo anterior, el tema del papel del científico social se
antojaría pertinente para este debate puesto que la relación entre la ciencia y el
compromiso político, como bien dice Alicia Barabas, puede no compartirse pero
no puede ignorarse [Barabas 2007 y capítulo 7]. Sin embargo, también hay que
decir que el mundo cambia y con él muchas perspectivas políticas dejan de ser
pertinentes, digamos, para lo que nos interesa aquí, ya no son prolíficas teórica-
mente. En contradicción a lo que probablemente se planteó, el paradigma de la
antropología mesoamericanista contribuyó a legitimar la noción de lo indio, que
había prevalecido y sobre la cual se edificaba nuestro país, negando por consiguien-
te, la diversidad cultural. Hay que decirlo: la continuidad de la idea de continuidad
ha contribuido a crear muchos estereotipos.9

7
Tenemos ejemplos hermosos como el de Juárez, quien manejó la ejecución de Maximiliano como la defensa
de la antigua nación indígena y como una venganza a la muerte de Motecuhzoma y Cuauhtémoc, porque la invasión
había constituido una agresión al Anáhuac y "a mi progenitor Cuatimoctitzin". Citado en Florescano, op. cit., p. 436.
8
Los románticos creyeron que los indios eran diferentes del resto de la sociedad por derecho, mas no de hecho,
por tanto, la proclamación de la igualdad ante la ley, terminaría por resolver el problema indígena. Así, los indios
dejaron de ser indios en 1821 cuando se promulgó el Plan de Iguala. [González et al.1996: 157-158].
9
'No podemos permitirnos esto porque tenemos un gran reto científico y social frente al futuro. Justo apenas
hace unos días el comisionado para el desarrollo de los pueblos indígenas de México, Luis H. Álvarez, declaró que la
tarea más importante para la institución que encabeza es la construcción de caminos y comunicaciones para que los
indígenas logren acercarse a "la civilización".

164
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No sólo las sociedades cambian, sino que las exigencias científicas deberán
modificarse con el trascurrir del tiempo. Los grupos indígenas actuales son irreduc-
tibles a su pasado prehispánico y en esa medida el empleo del concepto de Meso-
américa para la praxis actual de la etnología se ha tornado prácticamente insoste-
nible. No se trata de hacer tabula rasa, sólo debemos asumir que estamos ante una
nueva profesionalización de nuestras ciencias histórico-antropológicas.

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167
13. Trabajo agrícola y ritualidad: notas
para una reflexión sobre la unidad y la
diversidad en Mesoamérica

Andrés Medina*

L a discusión abierta sobre una de los grandes temas de la antro-


pología mexicana —el de las diversas implicaciones de un
concepto como Mesoamérica, que se erigió en un paradigma funda-
mental para la configuración teórica de las investigaciones antropo-
lógicas—, es una iniciativa auspiciada por Alfredo López Austin, a
partir de la presentación de sendas ponencias por parte de Saúl
Millán, Johannes Neurath, Leopoldo Trejo y el propio López Austin
en el Seminario Permanente Taller de signos el 20 de abril del año
en curso. El que la polémica tuviera como requerimiento la presen-
tación de un texto de 10 cuartillas nos ha permitido conocer de
manera sintética los argumentos aducidos y participar en las reflexio-
nes suscitadas; si a esto añadimos la publicación de dichos textos en
las páginas de Diario de Campo y la apertura a la participación de
otros estudiosos interesados, lo que tenemos como resultado es una
experiencia espléndida, novedosa, para dialogar y dejar el testimonio
escrito de los diversos puntos de vista, lo que nos dejará aproximar-
nos a las complejidades de una discusión en la que se entrecruzan
posiciones políticas y teóricas.

* El doctor Andrés Medina es investigador del iia-unam.

169
Andrés Medina

Evidentemente el espacio concedido a cada participante es insuficiente para


transmitir las densidades de las diferentes posiciones asumidas, pero por otro lado,
esa misma brevedad nos admite abarcar la diversidad de las mismas y tener así una
aproximación a la riqueza de la polémica; es asimismo, una invitación para pro-
fundizar en los planteamientos esbozados.
Así pues, lo que presento aquí son, solamente, breves notas tomadas de la
presentación hecha en el Seminario de Etnografía de los Pueblos Indígenas de
México, de la Coordinación Nacional de Antropología del inah.

Mesoamérica: una discusión teórica y política

La definición de Mesoamérica como un área cultural tiene certificado de nacimien-


to la publicación del ensayo seminal de Paul Kirchhoff en las páginas de la revista
Acta Americana, que se publicaba en la ciudad de México. Sin embargo, tiene sus
reconocidos antecedentes en la tradición etnológica fundada por Franz Boas en
Estados Unidos y en las escuelas alemana y austríaca de etnografía, todas ellas
respaldadas por diversas corrientes del historicismo alemán decimonónico. Kir-
chhoff une estas tradiciones en su trabajo de investigación en el proyecto auspicia-
do por el Bureou of American Ethnology y dirigido por Julian H. Steward, que se
propone, como una primera etapa, resumir la información histórica, arqueológica
y etnográfica de los pueblos indios sudamericanos [Steward 1948]. En la obra
publicada en ocho volúmenes, el Hand-book of South American indians, el criterio
básico para organizar la información es la definición de áreas culturales. El plan-
teamiento teórico respectivo está en el libro publicado por el propio Steward, Teoría
y práctica del estudio de áreas. Desde su llegada a México, en 1937, Kirchhoff se
incorpora al proyecto de Steward y organiza a un grupo de alumnos y profesores
del Departamento de Antropología, en el Instituto Politécnico Nacional (ipn) para
realizar las investigaciones bibliográficas sobre diversas áreas sudamericanas, como
nos lo informa Barbro Dahlgren, entonces estudiante de la primera generación
[1996: 39].
El texto de Kirchhoff en el que define Mesoamérica tiene un carácter preli-
minar, esquemático, en el que establece los límites y composición a partir de rasgos
que considera diagnósticos. La propuesta es tomada de inmediato como paradigma
por los arqueólogos, principalmente, pues les permite configurar los parámetros

170
Trabajo agrícola y ritualidad

espacio-temporales de sus comparaciones y generalizaciones. Las Mesas Redondas


de la Sociedad Mexicana de Antropología se dedican, desde la primera, realizada
en la ciudad de México en 1941, a sustanciar y definir las diversas regiones meso-
americanas. Así, en la primera Mesa Redonda se discute la identidad de la mítica
Tollón, concluyéndose que corresponde a la ciudad de Tula, en el estado de Hidalgo
y no en Teotihuacan, como lo asumían muchos arqueólogos; la segunda Mesa,
realizada en Tuxtla Gutiérrez, en 1942, abre la discusión sobre los olmecas; y así,
en cada una de estas reuniones se continúa alimentando el paradigma mesoameri-
cano, prácticamente hasta la xix, cuando se abre la discusión sobre la utilidad del
concepto.
Cuando la sociedad de alumnos de la enah publica en 1964 una nueva edición
del artículo de Kirchhoff, lo antecede una breve nota del autor lamentando el que
su propuesta haya sido tomada tal cual, sin haberse sometida a la crítica. Sobre todo
porque el propio Kirchhoff había continuado trabajando en el tema y confrontado
su posición con la propuesta de Alfred Kroeber sobre el carácter del área cultural
al norte de Mesoamérica, lo que llamó Aridomérica y Oasisamérica. Aquí lo que
resulta importante es cómo el propio Kirchhoff define el concepto de área cultural,
no solamente como la distribución de rasgos sino, sobre todo, como un proceso
histórico [Kirchhoff 1954]. Hasta su muerte, en 1972, Kirchhoff continuó desa-
rrollando sus ideas aplicándolas fundamentalmente al estudio del México Antiguo.
Es decir, circunscribir la discusión sobre Mesoamérica al ensayo de 1943
resulta no sólo injusto, sino grotesco también, pues la propuesta va a diversificarse
en los distintos campos de la antropología mexicana.
Uno de los elementos que ha incidido poderosamente en la discusión es la
coyuntura política en la que aparece la propuesta de Kirchhoff; por una parte, el
contexto nacionalista del Estado mexicano y, por el otro, el proceso de expansión
de los Estados Unidos hacia América Latina. Con respecto al nacionalismo
mexicano, sus raíces se sitúan en el siglo xviiii, con los jesuitas nacionalistas, con
Francisco Xavier Clavijero a la cabeza, que asumen el pasado mesoamericano como
constituyente de la identidad nacional [véanse Villoro 1987; Brading 1995]. No
es circunstancial que en 1990 se celebraran los 200 años de la arqueología mexicana,
a partir del descubrimiento de las dos esculturas monumentales, ahora en el altar
mayor del Museo Nacional de Antropología: la Piedra del Sol y la diosa Coatlicue.
En el corazón de ese nacionalismo que mira el esplendor del México Antiguo
está la arqueología y la etnohistoria; es el que hará florecer, en el régimen de la

171
Andrés Medina

Revolución mexicana, ya en el siglo xx, a la política indigenista y, tras ella, a la


antropología social aplicada, como la llamaría Juan Comas en su libro clásico sobre
la historia de la antropología [1964]. Esta ideología encuentra su espacio funda-
mental, su sostén institucional y político, con la creación en 1939 del inah, cuyo
primer director es Alfonso Caso; de la enah, en 1942, así como de la Sociedad
Mexicana de Antropología, asociación científica en la que se dan las más impor-
tantes discusiones teóricas hasta 1972.
A partir de los años setenta la antropología comienza a diversificarse y a tomar
diferentes vertientes teóricas y temáticas, aunque el inah, con la mayor comunidad
de investigadores en el campo de la antropología, mantiene una continuidad con
el paradigma mesoamericanista, lo que otorga una importancia fundamental a la
discusión en torno a este concepto.
Con estos señalamientos generales trato de destacar la necesidad de conside-
rar también el contexto teórico en todo el proceso de construcción teórica y hege-
mónica del planteamiento mesoamericanista; y la discusión adquiere mayor tras-
cendencia en el marco del desmontaje de la ideología nacionalista a partir del
establecimiento de la política neoliberal en México.

El trabajo agrícola y la ritualidad

Mesoamérica es fundamentalmente un espacio histórico constituido por diversas


sociedades complejas, es decir, estatales que tienen en el cultivo del maíz el eje de
su economía y de su concepción del mundo; se trata de un espacio articulado por
alianzas políticas y guerras entre las sociedades componentes, por redes comerciales
y centros de peregrinaje, por una concepción del tiempo y del espacio sintetizada
en un sistema calendárico compartido por todas ellas, entre otras características. En
el abigarrado conjunto de las sociedades mesoamericanas destacan aquellas que han
tenido un papel hegemónico y desarrollaron complejos sistemas políticos; elaboradas
y diversas técnicas agrícolas, así como tradiciones históricas; sistemas de escritura
y calendarios basados en lo que Johanna Broda (1995) ha llamado "observación
exacta de la naturaleza", que alude a la astronomía, los cálculos matemáticos, la
botánica y otros campos del conocimiento. Tales son las que hablaron las lenguas
amerindias mayoritarias en la actualidad (náhuatl, maya yucateco, zapoteco,

172
Trabajo agrícola y ritualidad

mixteco y otomí), que incluye a casi el 60% de los hablantes de lenguas amerindias
en México, de acuerdo con el censo del año 2000.
La base económica de estas sociedades era el cultivo del maíz y el sistema
tributario que canalizaba los excedentes hacia la clase dominante, la nobleza. El
trabajo agrícola en torno al maíz implica de hecho, un complejo de cultígenos que
proporcionaba la dieta básica para el mantenimiento y la reproducción social de
estas sociedades. Sin embargo, poco sabíamos de todas las implicaciones técnicas
y rituales que rodean el ciclo agrícola. Las fuentes históricas, como las de los cro-
nistas españoles y la nobleza de las sociedades de la Cuenca de México, han sido
parcas al respecto y no es sino hasta los años cincuenta, del siglo xx, cuando
comienza la investigación sistemática sobre las técnicas agrícolas; las formas variadas
de irrigación; los instrumentos tradicionales de trabajo; las variedades de los cultí-
genos principales, así como sobre el manejo de los recursos ofrecidos por la diver-
sidad ambiental.
Sin embargo, no era suficiente la elaborada información sobre los aspectos
técnicos de la agricultura centrada en la milpa para acceder al conocimiento del
carácter de las sociedades agrarias sostenidas por su producción agrícola, era nece-
sario desplegar el espacio ritual del trabajo agrícola, el ceremonialismo desarrollado
a lo largo de las diferentes etapas del cultivo. Una sugerente pista es propuesta por
Johanna Broda a partir de sus investigaciones sobre la ritualidad agrícola de los
pueblos de la Cuenca de México en el siglo xvi; apoyándose en las crónicas reconoce
la importancia política de los rituales a los dioses de la lluvia, aquellos que regían
sobre el trabajo y la suerte del cultivo del maíz, centro del culto de los campesinos,
o sea, los macehuales. Una mirada a la condición contemporánea de los pueblos
originarios de la Cuenca de México le permitió reconocer la vigencia de numerosos
rituales mesoamericanos, aunque entramados con un catolicismo que asumía muy
diversas formas, pero que, por otro lado, revelaba la vitalidad de una concepción
del mundo con profundas referencias a la tradición religiosa mesoamericana, como
la ha denominado A. López Austin [Broda 1971; López Austin 1998].
Desde muy temprano Johanna Broda centró sus investigaciones en los rituales
relacionados con la petición de lluvias, que abre el periodo de trabajo intenso en
las milpas, los que tienen como un referente temporal el periodo que va de la fiesta
de San Marcos, el 25 de abril, a la de San Isidro Labrador, el 15 de mayo, pero que
tiene como su eje principal en la gran fiesta de la Santa Cruz. Esto le condujo al
reconocimiento del culto a los cerros y a la base astronómica de los sistemas calen-

173
Andrés Medina

dáricos, lo que le permitió establecer una muy sugerente comparación de los datos
históricos con aquellos de la etnografía y encontrar así, sorprendentes continuida-
des. El campo que se abre a la reflexión y a la discusión es el de las relaciones entre
la historia y la etnografía, es decir, el de la explicación de los cambios y de las
continuidades en la cultura de los pueblos indios.
El planteamiento, sin embargo, merece una mayor elaboración; hasta ahora
tenemos ya algunas muy buenas descripciones y análisis desde diferentes perspec-
tivas teóricas, de los rituales de petición de lluvias, pero muy pocas del ciclo ritual
completo, que va de la preparación del terreno al levantamiento de la cosecha.
Un hecho fundamental para entender la especificidad del trabajo agrícola en
la tradición mesoamericana, es decir, aquella relacionada con el complejo agrícola
que rodea al maíz. A diferencia de la tradición cristiana occidental, en la que el
trabajo es un castigo divino, en la concepción mesoamericana el trabajo agrícola es
un diálogo intenso con las entidades que inciden en el crecimiento y maduración
del cereal; ello implica una concepción del mundo que otorga un carácter vital a
las fuerzas de la naturaleza. La lluvia, los vientos, la tierra, los cerros, tienen una
condición que encarna a dioses con los cuales se establece una compleja relación
de reciprocidad; los hombres necesitan de esas entidades para producir sus alimen-
tos y los bienes necesarios a su existencia; sin embargo, como se expresa en la mi-
tología y en los rituales respectivos, tales entidades necesitan también de los
hombres, para ser alimentados con los rezos, con las esencias vitales contenidas en
las ofrendas, los cantos y las danzas, en el esfuerzo desplegado para organizar los
rituales mismos. Esta concepción ha sido investigada a profundidad en los trabajos
de Catharine Good, particularmente en las nociones que rodean al término tequiti,
entre los nahuas de la cuenca del Balsas, en el estado de Guerrero [Good 2001,
2004].
Hay otra concepción compleja que incide en el trabajo agrícola, la de sacrifi-
cio. La roza y quema de las plantas silvestres, la penetración de la tierra con el palo
sembrador, que es relacionada con el acto sexual, son una agresión a las entidades
implicadas, básicamente la tierra, que requiere un ritual para pedir autorización,
pero sobre todo exige un sacrificio, cuyo componente más valioso es la sangre, lo
que constituye el "supremo acto nutricio", como lo llama Sybille de Pury [1979].
En las "peleas de tigres" que se realizan en los pueblos nahuas de la Montaña de
Guerrero, se ofrece la sangre derramada por los combatientes en el ritual de petición
de lluvias, pero también se sacrifica a guajolotes y gallinas en la cima de los cerros

174
Trabajo agrícola y ritualidad

sagrados, escurriendo la sangre sobre las piedras que marcan el sitio y en la tierra
misma, en un hoyo excavada específicamente para tal fin [Díaz 2000].
El acto mismo de sembrar los granos en la tierra implica un ritual, dirigién-
dose a la tierra, a los granos mismos, a las herramientas de trabajo, con elaboradas
metáforas y respetuosos gestos. De hecho el día de la siembra, a la que se convoca
a amigos y parientes, se realiza un complejo ceremonial que influye ofrendas y
peticiones, hechas en un altar situado en el centro de la milpa y que se extiende a
las cuatro esquinas. Al final se realiza un banquete y se consumen diversas bebidas
embriagantes.
Así, cada etapa del trabajo agrícola está marcada por muy diversos rituales.
Desafortunadamente tenemos muy poca información al respecto, por lo que
resultan altamente iluminadores los datos que nos ofrecen algunas investigaciones,
como las de Catharine Good y las de Arturo Gómez (con los nahuas del Balsas y
los de la Huasteca, respectivamente) sobre los rituales relacionados con las primicias
y con la llegada de las primeras mazorcas a la casa; pero todavía es mucho lo que
nos falta saber de otras regiones del país sobre este respecto.
En cambio sobre la fiesta de los muertos tenemos muy ricas descripciones, la
suntuosidad desplegada en la mayor parte de los pueblos indios, muestran una gran
diversidad de bienes procedentes de los campos de cultivo. Es una fiesta de la
cosecha que se ha desarrollado en complejidad en la segunda mitad del siglo xx y
se le ha creado un vínculo muy fuerte con el nacionalismo; sin embargo, mantiene
los elementos básicos de la tradición religiosa mesoamericana.
El ámbito del trabajo agrícola y de los rituales con los que se articula constitu-
ye el referente fundamental en el proceso de producción y en el de la reproducción
social y cultural; es el espacio a partir del cual se establece lo que Nicos Poulantzas
llamó la matriz espacio-temporal, es decir, los ejes estructurantes de la cosmovisión.
Es a partir del trabajo agrícola, de la experiencia cotidiana y de la incertidumbre
sobre el logro del esfuerzo desplegado por la acción de las entidades, que inciden en
el resultado final, como se aguza el sentido y se exploran los cielos, los vientos, los
ritmos de las lluvias, el movimiento del sol, y se genera un conocimiento estrecha-
mente entramado con la ritualidad correspondiente. No existe el conocimiento fuera
del contexto social y cultural en el que emerge y en las condiciones del trabajo en el
campo se articula en los discursos diversos constituyentes de la ritualidad.
El trabajo agrícola es también una experiencia social de gran intensidad; en
un primer plano implica al grupo familiar participante, pero esto se muestra con

175
Andrés Medina

mayor contundencia en el plano del trabajo comunitario, como el tequio, donde a


la par que se desarrolla una actividad práctica se socializan experiencias en un
ambiente festivo, estimulado por la comida y las bebidas embriagantes.
Junto con la actividad práctica y ritual que implica el ciclo de trabajo agrícola,
destaca la importancia de la reproducción social, el campo de las relaciones de
parentesco, en el cual adquieren vigencia las relaciones formales de filiación, que
en las sociedades cerealeras como las mesoamericanas se establecen por línea mas-
culina, es decir, patrilinealmente; esto a su vez, otorga una importancia estratégica,
por sus repercusiones en la política y las nociones locales de poder, a las alianzas
familiares entre las unidades implicadas en los acuerdos matrimoniales; el ritual de
bodas, como lo ha registrado la etnografía, es una larga y elaborada negociación
que adquiere una rica expresión simbólica.
Es en el seno de las relaciones familiares donde se instituyen los procesos que
sientan las bases de las nociones locales de persona; en este sentido los pueblos
mesoamericanos han elaborado sus concepciones sobre la persona a partir de la
experiencia agrícola, porque no sólo su "sangre es el maíz", y la creación misma del
hombre tiene como ingrediente básico la masa de maíz, sino el ciclo de vida humano
y el del maíz son descritos con las mismas metáforas, en este sentido son muy ricas
las contribuciones de Alessandro Lupo [1995] y de Pury-Toumi [1979]. Finalmen-
te, como lo ha mostrado elocuentemente Alfredo López Austin para los nahuas del
siglo xvi y Jacques Galinier para los pueblos otomíes de la Huasteca, el cuerpo
humano es el modelo del universo y ello ha conducido al reconocimiento de las
nociones frío/calor, y otras más, como fundamentales para la cosmovisión [López
Austin 1980; Galinier 1990]. Es decir, la tradición religiosa mesoamericana se
mantiene y reproduce en las comunidades agrarias que continúan realizando el
trabajo y la ritualidad en torno al maíz. Sin embargo, las manifestaciones contem-
poráneas de esta experiencia están mediadas por la religiosidad cristiana y la orga-
nización política impuestas por la colonización española. Aquí es donde ingresamos
al estratégico campo del cambio social y cultural, en donde las concepciones teóricas
vigentes comienzan a descascararse y a mostrar grietas. Veamos dos ejemplos
bastante ilustrativos de la situación.

176
Trabajo agrícola y ritualidad

Sistemas de cargos y sincretismo

La temática del gobierno y el poder en las comunidades indígenas ha sido central


en la política indigenista desarrollada a partir del gobierno cardenista, cuando se
plantea la cuestión de la representatividad de la población indígena, en cuyo
contexto emerge el Consejo Supremo de la Raza Tarahumara; si bien la posición
que se define es la negación de tal posibilidad, en la práctica se comienzan a cons-
truir los mecanismos políticos de control sobre la población indígena, dando paso
a formas nuevas de caciquismo, como lo ha mostrado Jan Rus en relación con el
pueblo de San Juan Chamula, y Henri Favre con Erasto Urbina en la región de los
Altos de Chiapas. El mejor trabajo, sin duda, es el libro de Gonzalo Aguirre Beltrán,
un clásico en este campo, Formas de gobierno indígena, publicado originalmente en
1953. En este texto, y apoyándose en las investigaciones de Alfonso Villa Rojas en
Oxchuc y de Ricardo Pozas en Chamula, muestra dos espacios significativos en la
política comunitaria, el del llamado Ayuntamiento regional, que corresponde a la
presencia de la estructura política colonial, en la que se articulan estrechamente las
autoridades políticas y religiosas, por otro lado, el Ayuntamiento constitucional,
impuesto por las autoridades federales y amparado por el artículo 115 de la cons-
titución vigente. Los conflictos entre ambas instancias son una situación amplia-
mente generalizada.
Sin embargo, lo que me interesa subrayar aquí es todo el proceso histórico
por el cual la imposición del Ayuntamiento castellano para fundar las Repúblicas
de Indios en la sociedad colonial se transforma gradualmente hasta convertirse en
una institución fundamental en el mantenimiento y reproducción de la población
indígena de raíz mesoamericana. El Cabildo es la institución representativa de los
derechos de los pueblos indios ante la Corona española; incluso la condición e
identidad de indio se remiten a la pertenencia a una comunidad que cuenta con
tal representación.
Durante los años aciagos del siglo xix, si no es que desde la imposición de las
reformas borbónicas en el siglo anterior, la comunidad indígena y su cabildo se
convierten en espacio de resistencia ante la política etnocida desplegada por los
liberales; el despojo de las tierras comunales y el desconocimiento legal de las au-
toridades comunitarias, lanzan a la clandestinidad a las autoridades tradicionales.
La reforma agraria impulsada por el gobierno de la Revolución mexicana, particu-
larmente en la fase del sexenio cardenista, afecta profundamente a los pueblos

177
Andrés Medina

indios, pues el reparto de la tierra abre paso a una etapa de reconstitución de las
comunidades a partir de su tradición mesoamericana, se introducen entonces las
formas de organización relacionadas con el manejo de la propiedad agraria —la
mesa directiva con presidente, tesorero, vocales y otros puestos— que se incorporan
al escalafón tradicional. Esta situación impone la hegemonía política del gobierno
federal, pero por otro lado, permite la transformación social y cultural de las co-
munidades. De hecho, la propia acción indigenista y la creciente experiencia de los
pueblos indios en sus relaciones con los centros urbanos, da pie a la configuración
de una nueva dirigencia en los pueblos indios que reivindican sus derechos políti-
cos y comienza a recuperar una memoria histórica que se articula a la milenaria de
los pueblos mesoamericanos.
El proceso desemboca, en la actualidad, en los reclamos de autonomía y en
la construcción de la misma en la práctica, ante la cerrazón de las autoridades
gubernamentales; la experiencia de los "caracoles" entre los zapatistas chiapanecos
y la organización de policías comunitarias, entre otras iniciativas orientadas en la
misma dirección, muestran la importancia capital de este espacio político, la crea-
tividad desde una tradición política colonial que se ha convertido en un instru-
mento de lucha y de negociación de importancia estratégica para la continuidad
de una antigua concepción del mundo, diseñada en la experiencia del trabajo en
torno al maíz.
Finalmente, con respecto a las diversas explicaciones sobre la religiosidad de
las comunidades indígenas, no es difícil reconocer la densa impronta impuesta por
el catolicismo y el etnocentrismo europeo. Como parte del lenguaje usado desde
la intolerancia religiosa que ve en las formas no apegadas a la ortodoxia impuesta,
formas impuras que deben ser eliminadas, aparecen diversas calificaciones marcadas
también por el racismo; y la mejor expresión de ello es el esquema evolucionista
del desarrollo de la humanidad. Gradualmente se han ido eliminando muchos de
los términos impuestos por esta perspectiva teórica, en la que por cierto, emerge el
primer paradigma de la antropología. El concepto de "tribu" hace tiempo se ha
desechado para calificar la organización tradicional de los pueblos indios, aunque
las mismas implicaciones aparecen en el "grupo étnico", tan inasible teórica y
políticamente.
El término sincretismo procede de la tradición católica para calificar a aquellas
formas que considera impuras, "mezcladas", es un término que descalifica y no
permite establecer las diversas especificidades históricas y culturales. Una opción

178
Trabajo agrícola y ritualidad

pragmática ha sido el de redefinirla en función de las situaciones a las que se aplica,


retorciéndolo en muchas direcciones. Sin embargo, tiene una evidente carga etno-
céntrica que hace más aconsejable, no tanto buscar un sinónimo, como en el caso
de los "grupos étnicos", sino replantear la perspectiva desde la cual se analizan los
fenómenos religiosos. Incluso la pesada influencia de la tradición católica nos
obligan a reconsiderar el concepto mismo de religión; así, por ejemplo, lo que se
ha denominado, en esta línea de pensamiento, "religiosidad popular" para distin-
guirla de la ortodoxia, muestra esa ambigüedad y descalificación, que impide
asignar otros conceptos a las nuevas formas de organización y experiencia espiritual
que se desarrollan en las comunidades indígenas contemporáneas.

Reflexión final

Con estas notas he tratado de referirme a algunos de los problemas de orden teórico
y metodológico que encuentro en mi propio trabajo de investigación; intento
también contribuir a la discusión abierta con puntos de vista que han sido signifi-
cativos en mi experiencia personal. Me parece que los señalamientos de Catharine
Good en la presentación del segundo grupo de propuestas son fundamentales para
decantar los más importantes problemas implicados, particularmente aquellos que
tienen que ver con las perspectivas teóricas puestas en juego. Hay un hecho evidente,
la crisis de la perspectiva teórica y política construida por el nacionalismo mexicano
en torno a Mesoamérica; en ello tiene que ver, por supuesto, la crisis misma del
nacionalismo. Sin embargo, no podemos enfrentar esta situación cerrando los ojos
y pretender que es posible comenzar desde cero; la compleja tradición académica
y teórica que se ha establecido en la segunda mitad del siglo xx tiene que ser con-
frontada a través de un conocimiento profundo y honesto de sus propuestas; la
descalificación, la negación o, peor aún, esquematizar y distorsionar los datos
impiden aquello que nos hemos propuesto desde el comienzo de la polémica: es-
tablecer un diálogo abierto.

179
Andrés Medina

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182
14. El canon prehispánico*

Pedro Pitarch**

N o es fácil aventurarse a participar en un debate sin reconocer


con cierta claridad cuál es su tema. El título —Unidad y di-
versidad en Mesoamérica— resulta un poco vago. Quizá se trata de
una vaguedad deliberada: es la carencia implícita lo que estimula el
debate. En todo caso, mi impresión es que el verdadero tema del
debate permanece implícito, más sobreentendido que directamente
expresado o abordado (volveré más adelante sobre esto). Si entiendo
bien, este no-tema puede formularse de la siguiente manera: la per-
cepción, cada vez más extendida, de que algunas de las dificultades
que experimenta la etnografía mesoamericana guardan relación con
la "dependencia" que muestra ésta respecto de los estudios prehis-

* Este texto corresponde al guion, un poco modificado, de una plática que di en el inah en junio de
2007, como parte de un seminario más amplio. Agradezco a la Coordinación Nacional de Antropología
del inah y, muy especialmente, a Marina Alonso por su invitación a dar el seminario. El texto tiene un
carácter más bien informal y carece del respaldo factual de un artículo convencional. He procurado,
no obstante, incorporar y responder algunos de los comentarios que se hicieron a mi presentación,
especialmente aquellos formulados por Catharine Good, Saúl Millán y Johannes Neurath, a quienes
agradezco sus observaciones.

** El doctor Pedro Pitarch es profesor-investigador de la Universidad Complutense de Madrid.

183
Pedro Pitarch

pánicos. La sombra de la historia prehispánica impediría el desarrollo y la autono-


mía de la etnografía.
En su forma clásica (una postura a la cual me adhiero) la etnografía se interesa
—no sólo, pero sí principalmente— por la diferencia cultural, la diferencia como
parte de la diversidad. El interés de las culturas indígenas reside en su diferencia,
su singularidad. No es raro, sin embargo, que en la práctica etnográfica la diferen-
cia tienda a reducirse en favor de una identidad cultural mesoamericana. Existe
una predisposición a subrayar el grado actual de semejanza y continuidad con el
mundo indígena prehispánico, en detrimento de la descripción cultural en sí, in-
cluyendo los propios conceptos indígenas. En efecto, en la etnografía de las culturas
indígenas mesoamericanas se advierte una suerte de ansiedad por identificar
aquellos aspectos que confirmen su carácter "indígena". En este contexto, lo
indígena es lo prehispánico (por cierto que esta equivalencia —errada en mi opinión
y que denota un punto de vista esencialista— también es postulada tácitamente
por quienes adoptan la postura contraria: las culturas indígenas estarían tan modi-
ficadas por la historia de la dominación europea, que considerarlas propiamente
indígenas resultaría una mistificación). En la etnografía, los datos que remiten al
mundo prehispánico, tranquilizan; los que aparentemente no lo hacen, incomodan.
Tratamos de conjurar esta inseguridad mediante la remisión, casi inconsciente y
cuanto más directa mejor, a algún dato precolombino. En ocasiones, la constatación
supuesta de que una práctica, un objeto o una idea aparecen ya "antiguamente"
constituye en sí misma la explicación etnográfica. A veces, en lugar de contextua-
lizar la información, reconocer su significado y establecer comparaciones contro-
ladas, se extrapolan datos aislados del periodo prehispánico para sustentar las ex-
posiciones (como también sucede a la inversa). Más que una explicación, buscamos
una constatación. Es como si mediante esa repetición nos quisiéramos convencer
de algo de lo que estamos sólo semiconvencidos, que los indios son verdaderamen-
te "indios".1

1
Una línea diferente de estudios indígenas —más reciente y cada vez más vigorosa en la medida en que está muy
influida por los estudios de las universidades estadounidenses— se interesa especialmente por cuestiones de política,
política de la cultura. Se ocupa de los indígenas en tanto que sujetos políticos, más como grupos subordinados que
como poblaciones culturalmente diferenciadas. Esta orientación se mueve en el paradigma de la dominación-resisten-
cia: los indígenas como campesinos, mujeres, pobres, es decir, grupos subalternos (por supuesto, hay antropólogos
que trabajan en ambos campos y algunos tratan de combinarlos. Pero aun así no son fáciles de combinar y tienden a
permanecer conceptualmente diferenciados). Ahora bien, en esta perspectiva, la definición de lo indígena no es pro-
blemática; la diferencia cultural se da por sentada. Más exactamente, la "cultura" tiende a equipararse con aquello que
los indígenas ponen en funcionamiento para proteger, resistir, adelantar (o hacer lo que sea que haga) la identidad y

184
El canon prehispánico

Tampoco debemos llevarnos por la exageración. En la actualidad los estudios


etnográficos organizados en función exclusivamente de la continuidad con el pasado
prehispánico son casi inexistentes. Ni siquiera las etnografías antiguas, por más que
estuvieran permeadas por la retórica comparativa con las civilizaciones prehispáni-
cas —pienso incluso en casos extremos como los trabajos de Vogt en Chiapas y lo
que denominó el "modelo filogenético"— se regían exclusivamente, ni siquiera
principalmente, por este criterio. Por lo demás, el hecho de que trabajos relativa-
mente tempranos como los de Judith Friedlander (aunque un poco exagerados, en
mi opinión) denunciaran el aztequismo etnográfico, demuestra que ésta no es una
preocupación nueva.
Pero es cierto que, en conjunto, por así decir, el subconsciente de la etnogra-
fía indígena está asediado por el fantasma del déficit de "prehispanicidad". En este
contexto, "prehispanicidad" equivale a "indianidad" y ésta a su vez a "integridad".
Lo indígena es lo prehispánico, o aquello de lo prehispánico sobrevive en la actua-
lidad. El mundo prehispánico representaría el máximo de integridad, la vara de
medir de la indianidad. Un listón respecto del cual los indígenas contemporáneos
ocuparían una posición ambivalente. Por un lado, atestiguarían que ese mundo no
ha desaparecido por completo, pero, por otro, que también se ha mezclado, con-
fundido, incluso degradado.
Dicho de otro modo, para la etnografía, las culturas prehispánicas representan
el canon. Un modelo considerado como perfecto e ideal: la cultura en muchos
sentidos ideal que fraguaron para la posteridad los escritos de los cronistas europeos
y que funciona como la norma culta. El valor de la etnografía contemporánea tiende
a medirse, como consecuencia, por el grado de identidad que muestre respecto de
este canon. Lo que debemos preguntarnos es por qué las culturas prehispánicas
representan, han venido a constituirse, en el canon de la etnografía y si en verdad
debemos considerar el mundo prehispánico —o más exactamente, los estudios
sobre el mundo prehispánico— como un modelo de comprensión y resultado para
la etnografía. Comenzaré por la segunda cuestión.
Desde luego no soy especialista en los estudios prehispánicos, pero me parece
difícil creer que podamos conocer mejor la cultura y el pensamiento indígena
prehispánicos que los contemporáneos. Es una obviedad que a menudo olvidamos.

la autonomía. El estudio de las prácticas culturales, en todo caso, interesa en la medida en que son utilizadas para esos
fines. Evidentemente, el tema de las relación entre el estudio de las culturas prehispánicas y contemporáneas es muy
secundario, cuando no simplemente irrelevante a esta orientación de investigación.

185
Pedro Pitarch

La obviedad de que no es lo mismo tratar con los vivos que con los muertos. Por
más extensas y fiables que sean las fuentes de que disponemos, es una información
o bien culturalmente mediada, o bien de la que carecemos la exégesis indígena, o
ambas cosas. Con los vivos es otra cosa: podemos dialogar, conocer no sólo su
creencia, sino su opinión —tanto mejor si es en lengua indígena—. Podemos, in-
terrogarles por el sentido de una acción y si, como suele suceder, nos responde que
no lo sabe o que "es la costumbre", esta repuesta será mucho más significativa que
lo que nos pueda decir cualquier interpretación. Todo esto demasiado evidente,
pero si es así, ¿por qué confiamos entonces, implícita, a veces abiertamente, más
en las fuentes históricas que en las actuales?, ¿por qué nos parecen aquellas más
sólidas y coherentes?, ¿por qué, en fin, debiéramos conceder más crédito y valor a
lo que escribió un tal Bernardino, del pueblo de Sahagún, en Castilla, que a las
palabras dichas por un indígena otomí o quiché (por más que esas palabras hayan
sido pronunciadas en un Vips de la Ciudad de México)?2
La etnografía trabaja sobre un terreno movedizo. Los indígenas, como nos
sucede al resto de los miembros de la especie, no siempre tienen las ideas claras, se
contradicen, las opiniones varían. El conocimiento local elabora ciertos campos,
no otros. Sobre todo, no es fácil reconocer qué problemas se plantean como tales
las culturas indígenas, del mismo modo que los problemas que plantea nuestra
cultura —más específicamente, nuestra pequeña cultura académica— no tienen
por qué ser problemas para ellas (es dudoso, por ejemplo, que el tema de este debate
represente mínimamente un problema para las culturas indígenas). Las ideas indí-
genas acerca de la naturaleza, la sociedad, la persona, la política, etcétera, son tan
distintas que nos obligan a tensar nuestra imaginación y forzar nuestros automa-
tismos intelectuales y lingüísticos. Nos fuerzan a dudar continuamente (por
ejemplo, ¿qué es un cuerpo en cierta lengua indígena?, ¿cuántos cuerpos tiene una
persona?, etcétera). Como resultado, la información de campo tiende a mostrar
una incoherencia y ambigüedad incómodas. Sólo mediante un enorme esfuerzo de
reducción y limado de aparentes contrasentidos nuestros escritos alcanzan un aire
de coherencia mínima para ser legibles. Pero, como cualquiera se mostrará de
acuerdo, hay una buena dosis de infidelidad en todo ello.
En contraste, la historia prehispánica aparenta proporcionar esquemas mucho

2
A lo largo de este texto estoy hablando, por supuesto, desde el punto de vista del etnógrafo. Me interesa el
efecto que tiene la tendencia a la "canonización" del pasado prehispánico en la etnografía, no en la historiografía, que
imagino se planteará sus propios problemas y discusiones y entre los cuales ignoro si se encuentra éste.

186
El canon prehispánico

más coherentes. Un estado de la cultura tendencialmente ordenado, unánime, libre


de discordancias. No hay opiniones, sólo creencias. Unos seres humanos con un
grado de adhesión a los principios culturales inasequibles a las poblaciones indíge-
nas coloniales o contemporáneas. Es posible que la historia, por su propia natura-
leza, tienda a producir versiones canónicas. La historia —hasta donde se pueda
hablar de una cosa tan vasta— aspira a ser positiva. Esto quizá guarde relación con
el privilegio de la escritura, de su auctoritas, con la posibilidad de fijar unas versio-
nes y no otras, o producir síntesis abstraídas. La escritura produce ortodoxia. Por
el contrario, la actividad etnográfica, que trabaja esencialmente con materiales
orales, dificulta la estabilidad y la autoridad. La etnografía nos predispone, o al
menos así debiera, a impedir la fijación de lo canónico, los imperativos prescripti-
vos. De ahí, quizá, la dificultad de la propia etnografía para establecerse como
modelo canónico de sí misma.
Como quiera que sea, en el caso del estudio de las culturas prehispánicas, esta
atracción por la "canonicidad" resulta de una intensidad particular. En mi opinión,
sin embargo, esa apariencia de seguridad y "naturalidad" es ilusoria. Responde a la
fabricación de un modelo magistral. Estoy convencido que si pudiéramos hacer
trabajo de campo en una ciudad o una aldea prehispánica de Mesoamérica, nos
encontraríamos con las mismas dificultades de comprensión con que nos encon-
tramos entre los indígenas contemporáneos. Tendríamos las mismas dificultades
para entender las distinciones étnicas, las demarcaciones sociopolíticas, la clasifi-
cación de los géneros narrativos, o para mencionar algo que me queda más cercano,
qué cosa son las "almas" y cuántas hay. En otras palabras, tendríamos la misma
dificultad, si es que no más, para confeccionar una descripción cultural. Más aún,
al igual que la etnografía actual, su estudio debiera conducirnos a la propia discu-
sión de esos conceptos, de su pertinencia y posibilidad de traslación: "etnicidad",
"soiíus", "mito", "persona". Basta con recordar el desconcierto e irritación que
mostraban los españoles en el siglo xvi, acostumbrados como estaban a una sola
versión canónica del pasado, la Biblia, al escuchar de los indígenas versiones tan
distintas y contradictorias de su pasado —lo que llamamos ahora "mitos"—. La
situación que refleja el trabajo de campo, en suma, no es resultado de la degradación
de las culturas indígenas actuales, sino, muy por el contrario, el estado natural de
las cosas. Nuestra comprensión de las culturas indígenas depende de un ingente
esfuerzo de traducción que no sucumba ni a la reducción ni en la simple transpo-

187
Pedro Pitarch

sición. Y en este tipo de trabajo no hay diferencia entre el estudio del pasado y el
presente indígena.
En definitiva, no hay razones científicas o factuales como para que la historia
prehispánica funcione como precepto de la etnografía. Las razones por las cuales
aquella se ha constituido en el canon de ésta son de otro tipo. En general, sabemos
que la tradición occidental tiende a fabricar pasados ideales. Nada hay de extraño
en ello: forma parte de la llamada "invención de la tradición". Como recuerda
irónicamente Marshall Sahlins, en los siglos xv y xvi un grupo de intelectuales
europeos se dedicaron a formular un canon basado lejanamente, de manera selec-
tiva y uniformitaria, en la antigüedad grecolatina. Lo conocemos como "Renaci-
miento". Casualmente surgió cuando los turcos estaban a las puertas de Europa.
En el caso de México, el canon prehispánico es en parte resultado del propio desa-
rrollo de la ideología nacionalista. Como observó hace ya tiempo Octavio Paz, la
legitimación posrevolucionaria del Estado mexicano dependía de su vinculación
con el pasado prehispánico. La Conquista pasó a representar una usurpación; la
Independencia y, sobre todo, la Revolución, una restauración. No es casual, por
supuesto, que el "canon prehispánico" etnográfico se base en las culturas del México
central, inmediatamente anterior a la conquista europea.
El penetrante comentario de Octavio Paz sobre el sentido ideológico del
diseño de las salas del Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México
es sumamente pertinente al tema del debate. Entrar en el Museo de Antropología
—dice Paz— es penetrar en una arquitectura hecha de la materia solemne del Mito.
Toda la organización de las salas de la historia prehispánica está dispuesta en función
de la exaltación del antiguo México-Tenochtitlan. El Museo se convierte en un
templo que da culto al origen, un origen que es la fuente de poder y legitimidad.
Paz no hace mención del segundo piso del Museo, donde se encuentra la exposición
de las culturas indígenas actuales, pero el lugar que ocupan éstas en la "arquitectu-
ra del Mito" se desprende fácilmente de su comentario. Su lugar es igual estratégi-
camente marginal. Los indígenas contemporáneos se encuentran justo encima de
las culturas prehispánicas, sobrepuestos a ellas (el Museo, por cierto, se ha tragado
el piso intermedio del periodo virreinal y también del siglo xix). Pero estar estra-
tigráficamente arriba es ocupar un lugar menor. Los pocos visitantes que después
de un recorrido deslumbrante y agotador por la historia prehispánica se animan a
subir a la sección etnográfica quedarán un poco decepcionados. Se trata de salas
considerablemente menos lujosas, más pequeñas y de techos —esto es quizá lo más

188
El canon prehispánico

notable— más bajos. Por añadidura, las vitrinas exponen —al menos así era hasta
hace algunos años, cuando visité el Museo por última vez— unas culturas indíge-
nas sin mácula de modernización: no hay trastes de plástico, ni radios ni aparatos
de televisión, ni mucho menos mujeres indígenas con el pelo teñido de rubio. La
exposición recurre a un tipo de procedimiento mimético —lo que Kirshenblatt-
Gimblett llama una aproximación in situ— que expande los límites del objeto
etnográfico para incluir más de aquello que fue dejado atrás. En este caso, me
parece, lo que fue dejado atrás no es sólo el contexto del que se han extraído los
objetos, sino también las civilizaciones prehispánicas que se encuentran justo
debajo. El segundo piso es un reflejo del primero, pero un reflejo pálido. En
realidad, excepto por el hecho mismo de su contigüidad espacial, no es fácil percibir
la relación entre ambos. Pero desde el punto de vista de la función del Museo, es
un reflejo necesario: el edificio estaría incompleto sin tratar de marcar la persisten-
cia del pasado en el presente.
La investigación etnográfica en México —el estudio de las culturas indíge-
nas— ha estado estrechamente vinculada a la acción gubernamental y, como parte
de ésta, a las formas ideológicas de legitimación del Estado. Todo esto es algo bien
conocido. Pero debemos reconocer que las implicaciones que ha tenido esta con-
dición para la etnografía en términos de su contenido científico es algo mucho
menos pensado. Por una parte, no sabemos exactamente cuánto y en qué forma el
conocimiento de las culturas indígenas de México es el resultado de esta subordi-
nación instrumental. ¿Sería muy distinta la imagen que tenemos de las culturas
indígenas si la etnografía hubiera dependido menos de la acción indigenista? Por
otra parte, casi más significativo es el escaso reconocimiento del hecho mismo, es
decir, que el contenido científico de la etnografía ha sido determinado por su papel
institucional. Tengo la impresión de que éste ha sido un aspecto reprimido en las
discusiones sobre la etnografía. Por los menos así ha sido hasta ahora, aunque
probablemente esté comenzando a cambiar. En cierto artículo, Roberto Da Matta
observa que aquello tratado en la etnografía de otras culturas es simplemente una
descripción, cuando se trata en la propia se convierte en una política. Ciertos temas
no son neutros; desatan emociones, sentimientos y actitudes, especialmente acti-
tudes políticas. A menudo, por una suerte de censura inconsciente, es preferible
mantenerlos fuera de discusión. Es por esto que los grandes centros de antropolo-
gía de EU y Europa tienden a inhibir los estudios de su propia cultura: demasiado
discutibles, poco "científicos".

189
Pedro Pitarch

Entre las consecuencias que ha tenido para la etnografía mesoamericana su


condición de instrumento de la ideología nacionalista (por supuesto, junto con el
resto de las actividades culturales y científicas institucionalizadas), se encuentra la
elaboración de lo que vengo llamando el canon prehispánico. La idea de que una
de las funciones implícitas de la etnografía indígena consiste en mostrar que el
pasado existe en el presente; que la "usurpación" no ha sido completa porque hay
un núcleo oculto, subterráneo y permanente en el México contemporáneo. Lo
"indio" no sólo es pensado en los márgenes sino en la esencia de la nación, una
esencia que en momentos de crisis sale a la superficie. El último episodio de esta
condición (acaso el episodio final) fue el fantástico eco de la rebelión zapatista de
Chiapas, cuando en cierto tiempo la "cuestión indígena" pasó al primer plano del
debate nacional como un espejo donde se miraba todo el país, "en ese espejo —dice
Paz— no nos abismamos en nuestra imagen, sino que adoramos la Imagen que nos
aplasta". Después, una vez pasada la crisis de identidad, el espejo fue nuevamente
velado y la cuestión indígena desapareció del debate nacional. Ahora bien, el re-
quisito para identificar una cultura indígena esencial a la nación y por tanto inmune
a la transformación histórica, consiste precisamente en esencializarla. No es otra la
función del canon prehispánico en etnografía: fijar y esencializar.3
Me parece, en fin, que la etnografía indígena se caracteriza no como suele
decirse, por la preocupación de la continuidad cultural, como por el apuntalamien-
to del canon. El modelo prehispánico ofrece el respaldo de un mundo prestigioso.
A cambio de reducir y "naturalizar" los conceptos indígenas, el canon ha ofrecido
a la etnografía seguridad y sentido. Pero la etnografía ha contribuido activamente
a producir y mantener esa imagen preceptiva del pasado prehispánico. En cualquier
caso, la aceptación de este modelo ideal deja a la etnografía cautiva en un círculo
vicioso. La historia prehispánica produce un tipo de expectativa que la etnografía

3
También la etnografía estadounidense y hasta cierto punto la europea de las culturas indígenas mesoamerica-
nas ha tendido a invocar un modelo prehispánico ideal. En este caso, no obstante, me parece que intervienen razones
más bien de carácter romántico que propiamente institucionales (aunque sabemos que entre ambas también existe
cierta relación. Podría resultar rnuy revelador pensar por qué los estadounidenses marcan como modelo la civilización
maya, mientras que los mexicanos la de los "antiguos nahuas"). En todo caso, esto sugiere que el canon prehispánico
no puede explicarse exclusivamente por razones de legitimación política y que parecen existir razones más difusas que
tienen que ver, como observaba antes, con un más general sentimiento de idealización del pasado. No obstante esto,
también los etnógrafos extranjeros parecen haber sido con frecuencia abducidos por el indigenismo de las institucio-
nes mexicanas. Por poner un ejemplo, Jan Rus ha mostrado cómo el lanzamiento del proyecto Harvard-Chiapas en
los años cuarenta estuvo determinado, al menos en sus inicios, por las necesidades ideológicas del Instituto Nacional
Indigenista (ini). De hecho, sino hubiera sido por el ini el proyecto no habría existido.

190
El canon prehispánico

no puede alcanzar. Esto acrecienta la ansiedad por encontrar fragmentos de ese


modelo en la actualidad, lo que a su vez fuerza a remitirse incesantemente a un
pasado garante de la "corrección".
Ni qué decir tiene que esta crítica del canon no debe confundirse con un
rechazo de la historia. Por el contrario, uno de los mayores privilegios de los estudios
mesoamericanos, en relación con otras regiones etnográficas del mundo, es el de
disponer una perspectiva temporal milenaria. Los etnógrafos podemos identificar
continuidades y cambios en las culturas indígenas durante largos periodos de
tiempo. Problemas de interés contemporáneo —pautas de consumo de alcohol,
procesos de conversión religiosa, etcétera— pueden ser rastreados en el tiempo e
iluminar los acontecimientos actuales. En esta perspectiva, las culturas indígenas
representan momentos de un proceso en el tiempo. Desde hace un largo intervalo,
la etnografía histórica es el campo de estudio que probablemente ha hecho una
mayor contribución a la transformación del objeto de la antropología y a la manera
en que pensamos la cultura.
Pero es evidente que un verdadero desarrollo de la etnografía (incluida la et-
nografía histórica) no puede producirse bajo la férula de un modelo del pasado
prescriptivo. Las convenciones del respeto a lo canónico impiden el juego del
cuestionamiento, de la impugnación, de la revisión, en definitiva, de la crítica, que
es, por supuesto, el requisito principal del desarrollo del conocimiento. La creati-
vidad de la duda, por tanto, de la búsqueda permanece ahogada por la conformidad
a lo que deber ser. En última instancia, la sumisión al canon desemboca en la es-
terilidad intelectual. No es el caso de la etnografía mesoamericana. Pero tengo la
impresión que este respeto por el modelo la ha circunscrito en unos márgenes de
interpretación y consenso intelectual demasiado estrechos. Esta actitud tiene la
ventaja de evitar la tontería de la novedad por la novedad, de la moda transitoria,
que nos hace olvidar nuestras adquisiciones más valiosas, tal y como denunció Louis
Dumont a propósito de la antropología estadounidense. Pero un peso excesivo de
la convención produce también reiteración, falta de ligereza, una pesantez que
impide arriesgarse e imaginar posibilidades y perspectivas distintas. La etnografía
de regiones como las tierras bajas sudamericanas o Melanesia, que carecen de ese
modelo autoritativo, parece encontrarse en un estado continuo de efervescencia
intelectual, de prueba y error, lo que las convierte en áreas de referencia de la teoría
etnológica. En la etnografía mesoamericana, en cambio, ciertos temas y problemas
se reproducen durante décadas con monótona reiteración. Tengo la impresión de

191
Pedro Pitarch

que a veces los temas se estudian simplemente porque es "lo que se supone que se
debe estudiar". Sólo ahora estamos comenzando a superar la travesía del desierto
de los estudios de la "identidad indígena".
Durante décadas las culturas indígenas han representado un patrimonio
cultural del nacionalismo que el indigenismo, y con él la etnografía, debían gestio-
nar. Pero los cambios en el Estado mexicano y en la propia lógica nacionalista están
volviendo esta función innecesaria. En cierto modo, la etnografía, tal y como la
conocemos, se está quedando desempleada, lo cual permite deshacerse de esa carga
instrumental que le fue asignada. Es probable que esto implique cierto grado de
marginación de la disciplina en el espacio público: de estar en una posición relati-
vamente central (aunque tampoco hay que exagerar), pasaría a una posición más,
por así decir, académica. En compensación, la etnografía podría desembarazarse de
la rigidez de la convención y explorar perspectivas y posibilidades de trabajo más
estimulantes. En otras palabras, podemos rehusar la equivalencia tácita entre
"indígena" y "prehispánico". Podemos pasar de considerar a las culturas indígenas
como una cápsula del tiempo constituyendo la esencia o el basamento de la nación
—fósiles culturales políticamente útiles— a formas culturales diferenciadas cuyo
interés reside, entre otras cosas, en su propia diferencia. Toda la perspectiva etno-
gráfica puede girar sobre sí misma. Puede cambiar, por ejemplo, la flecha del
tiempo. En lugar de ser pensadas casi exclusivamente vinculadas con el pasado,
podríamos pensarlas con relación a la modernidad. ¿Qué dice la modernidad de
las culturas indígenas? ¿Y qué dicen las culturas indígenas de la modernidad? ¿Cómo
interpretan, domestican, o —para tomar la expresión de Sahlins— "indigenizan"
la modernidad? Éste me parece un reto fascinante para una etnografía de las culturas
indígenas que ya no dependa de la autoridad del pasado.

192
UNIDAD Y DIVERSIDAD EN MESOAMÉRICA
DEBATES ANTROPOLÓGICOS, ETNOGRÁFICOS, HISTÓRICOS
Se terminó de imprimir en 2019 en

Se compuso en tipos Adobe Garamond Pro de 16, 13


10, 9 y 7 puntos y Adobe Jenson Pro de 8 y 7 puntos,
se imprimió en papel Bond ahuesado de 90 g.
Diseño de Logotipo:
Miguel Martínez Montoya

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