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Sobre su rancho todavía refulgía la luz sobre la única chapa nueva, que se destacaba
asentada en el centro del techo de paja; aprisionada por dos grandes piedras, que
medianamente aseguraban su estabilidad en caso de tormenta o visita del pampero.
Por la mañana había cortado abundante pasto, y lo había extendido en el rincón más
fresco del frente, donde su amada yegua se había recostado esperando el momento.
Se encaminó hacia ella, y pasándole la mano por el lomo le habló con voz suave y
tierna, tratando de tranquilizar sus nervios de primeriza. Luego, ya entrada la noche, se
produjo el nacimiento y pudo observar tranquilizado, que temblando sobre sus
esbeltas y largas patas, se alzaba el hermoso potrillo que había soñado.
Caminó hacia el este, encandilado por la luz del amanecer y vio la silueta iluminada de
ambos pastando a pocos metros.
Entonces, casi con temor, Sulpicio posó la mano sobre la estilizada cabeza e
inmediatamente sintió invadido su corazón por una desconocida ternura, que eliminó
dudas y pensamientos desagradables, dándole la seguridad de que nunca jamás se
separarían.
Como si fuera un perrito casero, el potrillo lo seguía adonde fuera. Juntos recorrían el
campo, conversaban sobre las cosas de la vida, trabajaban en el pequeño cantero que
se encontraba a pocos metros de la tranquera y mateaban juntos en la madrugada;
porque Sulpicio, obedeciendo viejas leyes camperas, siempre se levantaba al
amanecer, aunque no hubiera mucho para hacer.
Sulpicio era un paisano de vivir metódico, cada fin de semana, montado en su yegua,
se dedicaba a traer algo de la cercana frontera; para revender o permutar su
mercadería en el almacén del pueblo. Y con el escaso dinero que le reportaba su
negocio podía adquirir allí mismo la sal, fideo y carne que integraban la base de su
alimentación.
El potrillo creció y pronto lo pudo ensillar y montar sin problema; y como no podía ser
de otra manera lo llamó Verdoso. Y tanta era su afinidad que los días de frío y viento
dormían juntos dentro del pequeño rancho… previniendo además de que alguna oveja
encontrándolo dormido lo confundiera con pasto y lo mordiera.
Así transcurrió el tiempo sin mayor novedad, hasta que un día llegó la noticia de que
se realizaría en el pueblo una gran feria. Y como no eran de desperdiciar las
empanadas, asado y vino, y de seguro se organizaría baile al atardecer, preparó sus
mejores pilchas, calzó su facón en el cinto (por si a alguien se le ocurría insultar al
caballo), ensilló a Verdoso y enfiló a la fiesta.
Cuando entraron al ancho patio, detrás del almacén de ramos generales donde se
realizaba la reunión. Los gritos y el murmullo de la conversación se elevaban en el aire,
pues allí se encontraban los pobladores de leguas a la redonda.
Y en ese tenso ambiente, Sulpicio desensilló, dejó a Verdoso sin atar en el largo
palenque donde se hallaba el resto de los caballos y enfrentó con gesto desafiante a
toda la concurrencia.
Pero sus dudas pronto quedaron disipadas, aún los paisanos más bromistas del pago,
al cruzar su mirada con la de Verdoso percibieron su ternura y encanto. Tuvo que
contestar mil preguntas y su caballo se convirtió en el centro de la reunión, pues
inmediatamente todos, sin saber bien el motivo, pero deslumbrados por su exótica
belleza, aceptaron respetuosos su presencia.
Incluso cuando comenzó la usual partida de truco, Verdoso se acostó a la sombra del
alero y se dejó usar como mesa de timba, respirando lentamente para que no fueran a
desparramarse las cartas, y permitiendo que por primera vez el almacén contara con
tapete verde.
Eso sí, se negó rotundamente a colaborar como mesa de billar, no fuera que le rayaran
el lomo con el taco; ya que había observado que por falta de práctica, los jugadores no
se destacaban por su habilidad.
El único que desconfiado no se acercó más, fue el viejo Anastasio Gimenez, pues un
bromista al observar que Verdoso se había recostado contra la pared, lo convenció de
que era una enredadera de variedad desconocida. Y éste (tan corto de vista que lo
único que podía ver sin problema era su nariz), se acercó para tratar de arrancar una
hoja y recibió en la cara un relincho que lo hizo caer de espalda por la sorpresa.
En ese difícil momento Verdoso dobló las patas y se echó a todo lo largo en el
pastizal, y Sulpicio dándose cuenta de sus intenciones, lo imitó de forma inmediata
acostándose a su lado. Y pese a que la milicada pasó prácticamente junto a ellos, su
color, confundiéndose con el pasto los ocultó, haciéndolos prácticamente invisibles a
la vista.
Comenzó a notar a Verdoso distinto, como reacio a compartir su amistad como antes
y algo triste. Pero pensó que era debido a que sentía envidia por el tiempo que le
dedicaba a su familia, principalmente a sus hijos que correteaban en todo instante a su
alrededor requiriendo su atención.
Luego advirtió señales que le hicieron pensar que había contraído alguna enfermedad,
dado que notó dos protuberancias extrañas a ambos lados de su lomo que en pocos
días, creciendo y endureciéndose, llegaron a ocupar casi todo el largo de su cuerpo.
Y un hermoso día de domingo, cuando Sulpicio almorzaba con toda su familia,
entretenido y hundido en la gritería infernal en que se había convertido su mesa, sintió
nuevamente el peso de la cabeza de Verdoso en su hombro, y sospechando algo
distinto se levantó abrazándose fuerte a su cuello, recibiendo la húmeda y cariñosa
caricia de su hocico en su mejilla y la triste mirada (que desde entonces anidó en su
corazón) que anunciaba su despedida.
Fin.