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Un color diferente

Al llegar el momento, Sulpicio ya había terminado los preparativos, y cuando el sol se


ocultaba, cansado de entibiar caminos; salió de la soledad a la esperanza y se dirigió al
viejo refugio donde pronto iba a ocurrir lo que tanto había esperado.

Sobre su rancho todavía refulgía la luz sobre la única chapa nueva, que se destacaba
asentada en el centro del techo de paja; aprisionada por dos grandes piedras, que
medianamente aseguraban su estabilidad en caso de tormenta o visita del pampero.

Su única y preciada compañía, estaba pronta a parir y quería


darle toda la ayuda posible.

Por la mañana había cortado abundante pasto, y lo había extendido en el rincón más
fresco del frente, donde su amada yegua se había recostado esperando el momento.

Se encaminó hacia ella, y pasándole la mano por el lomo le habló con voz suave y
tierna, tratando de tranquilizar sus nervios de primeriza. Luego, ya entrada la noche, se
produjo el nacimiento y pudo observar tranquilizado, que temblando sobre sus
esbeltas y largas patas, se alzaba el hermoso potrillo que había soñado.

Se mantuvo largo tiempo acompañándolos en la penumbra lunar, y solamente cuando


estuvo seguro de que todo estaría bien, entró a su rancho y se tiró cansado sobre el
jergón de su catre.

Durmió de un tirón, agotado por la trasnochada, y cuando despertó ya el sol brillaba


alto sobre el solitario campo. Aprontó su amargo y luego se dirigió hacia afuera a
inspeccionar el nuevo potrillo… pero no encontró nada.

Caminó hacia el este, encandilado por la luz del amanecer y vio la silueta iluminada de
ambos pastando a pocos metros.

Se acercó, palmeó a la yegua, y girando sobre sus alpargatas enfrentó al potrillo… y en


ese preciso momento todo su mundo se derrumbó, y con el rostro pálido de asombro
observó que su pelo tenía el mismo color del pasto del que se estaba alimentando. Y
comprendió que de no haberse encontrado tan cerca, casi tocándolo, no habría
podido verlo; tal era su mimetización con el ambiente que lo rodeaba.
Sulpicio estaba totalmente desconcertado.

Caminó largamente, pensando y tratando de analizar lo sucedido, pero pese a lo


mucho que intentó llegar a alguna conclusión lógica, ello le resultó imposible.

Luego se dirigió hacia el rancho más cercano, para consultar prudentemente a su


vecino, dueño del padrillo que según su estimación era el padre de su potrillo, pero la
respuesta fue que siempre su descendencia había sido totalmente normal.

Regresó cansado y desorientado, y levantando sus ojos hacia el paraíso que se


levantaba frente a su puerta, se encontró con Pedro, un viejo loro de la zona que lo
saludó con afabilidad.

Inmediatamente y al comparar colores desconfió, pero el loro le juró que no tenía


nada que ver con el problema; es más, le confió que en alguna ocasión se le había
insinuado, pero la yegua siempre se había negado a sus requerimientos. Y Sulpicio,
sabedor que el loro era animal de una sola palabra, por conocerlo desde siempre, lo
descartó como partícipe del hecho.
Ya a la tardecita, con el cerebro obnubilado de tanto buscar respuestas, ya que a
kilómetros a la redonda no pudo descubrir otro animal verde a quien inculpar, se sentó
amargado y desconcertado, tratando de decidir que podía hacer con un animal tan
extraño.

Cuando ensimismado en sus pensamientos, se encontraba totalmente distraído, lo


sacó de su aturdimiento un peso húmedo que se asentó en su hombro. Y ahí, a su
lado, presentándose con un lengüetazo cariñoso, estaba su potrillo, con ojos que lo
penetraban inquisidores y amorosos.

Entonces, casi con temor, Sulpicio posó la mano sobre la estilizada cabeza e
inmediatamente sintió invadido su corazón por una desconocida ternura, que eliminó
dudas y pensamientos desagradables, dándole la seguridad de que nunca jamás se
separarían.

Pronto se acostumbró al color del pelaje y se convirtieron en


amigos inseparables.

Como si fuera un perrito casero, el potrillo lo seguía adonde fuera. Juntos recorrían el
campo, conversaban sobre las cosas de la vida, trabajaban en el pequeño cantero que
se encontraba a pocos metros de la tranquera y mateaban juntos en la madrugada;
porque Sulpicio, obedeciendo viejas leyes camperas, siempre se levantaba al
amanecer, aunque no hubiera mucho para hacer.

Sulpicio era un paisano de vivir metódico, cada fin de semana, montado en su yegua,
se dedicaba a traer algo de la cercana frontera; para revender o permutar su
mercadería en el almacén del pueblo. Y con el escaso dinero que le reportaba su
negocio podía adquirir allí mismo la sal, fideo y carne que integraban la base de su
alimentación.

El potrillo creció y pronto lo pudo ensillar y montar sin problema; y como no podía ser
de otra manera lo llamó Verdoso. Y tanta era su afinidad que los días de frío y viento
dormían juntos dentro del pequeño rancho… previniendo además de que alguna oveja
encontrándolo dormido lo confundiera con pasto y lo mordiera.

Sulpicio sentía temor de lo que pudieran decir si llegaba al pueblo montado en un


animal tan extraño; pues sabía que su fuerte temperamento lo traicionaría, en caso de
que alguien se atreviera a burlarse de Verdoso, al cual no estaba dispuesto a soportar
que le hicieran ninguna broma.

Así transcurrió el tiempo sin mayor novedad, hasta que un día llegó la noticia de que
se realizaría en el pueblo una gran feria. Y como no eran de desperdiciar las
empanadas, asado y vino, y de seguro se organizaría baile al atardecer, preparó sus
mejores pilchas, calzó su facón en el cinto (por si a alguien se le ocurría insultar al
caballo), ensilló a Verdoso y enfiló a la fiesta.

Cuando entraron al ancho patio, detrás del almacén de ramos generales donde se
realizaba la reunión. Los gritos y el murmullo de la conversación se elevaban en el aire,
pues allí se encontraban los pobladores de leguas a la redonda.

De pronto al percibir su presencia, se hizo un raro silencio y todo


pareció detenerse en el tiempo…

Y en ese tenso ambiente, Sulpicio desensilló, dejó a Verdoso sin atar en el largo
palenque donde se hallaba el resto de los caballos y enfrentó con gesto desafiante a
toda la concurrencia.

Pero sus dudas pronto quedaron disipadas, aún los paisanos más bromistas del pago,
al cruzar su mirada con la de Verdoso percibieron su ternura y encanto. Tuvo que
contestar mil preguntas y su caballo se convirtió en el centro de la reunión, pues
inmediatamente todos, sin saber bien el motivo, pero deslumbrados por su exótica
belleza, aceptaron respetuosos su presencia.

Incluso cuando comenzó la usual partida de truco, Verdoso se acostó a la sombra del
alero y se dejó usar como mesa de timba, respirando lentamente para que no fueran a
desparramarse las cartas, y permitiendo que por primera vez el almacén contara con
tapete verde.

Eso sí, se negó rotundamente a colaborar como mesa de billar, no fuera que le rayaran
el lomo con el taco; ya que había observado que por falta de práctica, los jugadores no
se destacaban por su habilidad.

El único que desconfiado no se acercó más, fue el viejo Anastasio Gimenez, pues un
bromista al observar que Verdoso se había recostado contra la pared, lo convenció de
que era una enredadera de variedad desconocida. Y éste (tan corto de vista que lo
único que podía ver sin problema era su nariz), se acercó para tratar de arrancar una
hoja y recibió en la cara un relincho que lo hizo caer de espalda por la sorpresa.

A la tardecita los acontecimientos se precipitaron, pues Sulpicio, que siempre había


sido retraído y de pocas palabras, encontró acariciando a Verdoso a la más hermosa
china que alguna vez había visto, y animándose la invitó a subirse a su lomo para dar
un paseo y observar la caída del sol. Y ésta de buen ánimo lo acompañó, adaptándose
a la silla, al caballo y a Sulpicio… como si los conociera desde siempre.

Al regreso, embrujado de amor y de vino, sintió que un sentimiento distinto invadía su


alma, y agradeció a lo alto el envío de su maravilloso amigo verde. Pero pronto dado el
cambio de situación, se encontró con la novedad de que necesitaba aumentar sus
ingresos, pues cada vez que veía a la mujer que se había adueñado de su corazón y
observaba su pequeño y mísero rancho, se daba cuenta de la necesidad de mejorarlo,
si es que quería ofrecerle un lugar con ciertas comodidades para alojar a una familia.

La única solución que encontró fue la de comenzar a traer de la frontera mayor


cantidad y calidad de mercadería, aumentando de esa forma la magnitud de su
negocio y la posibilidad de concretar sus aspiraciones.

Habiendo evaluado que la recompensa se correspondía con el riesgo, consiguió un


adelanto a cuenta del dueño del almacén, ensilló a Verdoso, y al trote largo se
encaminó a la frontera donde concretó la compra del matute. A la vuelta regresó
lentamente al costado de su amigo, ya que la carga que éste acarreaba sobre el lomo
no dejaba espacio para montar, y además no deseaba sobrecargarlo demasiado,
aunque sabía que su fuerza cada día era mayor.

De pronto entre la arboleda sintió un repiquetear de cascos, acompañado de ruidos


metálicos, y sintió que el miedo estrangulaba su pecho. La concreción de todas sus
esperanzas corría serio peligro, ya que si las autoridades lo sorprendían en su tarea
perdería su libertad.

En ese difícil momento Verdoso dobló las patas y se echó a todo lo largo en el
pastizal, y Sulpicio dándose cuenta de sus intenciones, lo imitó de forma inmediata
acostándose a su lado. Y pese a que la milicada pasó prácticamente junto a ellos, su
color, confundiéndose con el pasto los ocultó, haciéndolos prácticamente invisibles a
la vista.

Pronto, habiendo concretado sus ganancias Sulpicio pudo reformar su rancho y


concretar sus aspiraciones de formar una nueva familia. Y a los pocos años los gritos
de niños atronaban en el campo antes desierto, colmándolo de felicidad y haciendo
realidad todo lo que su sencilla alma podía desear.

Pero algo comenzó a enturbiar su felicidad.

Comenzó a notar a Verdoso distinto, como reacio a compartir su amistad como antes
y algo triste. Pero pensó que era debido a que sentía envidia por el tiempo que le
dedicaba a su familia, principalmente a sus hijos que correteaban en todo instante a su
alrededor requiriendo su atención.

Luego advirtió señales que le hicieron pensar que había contraído alguna enfermedad,
dado que notó dos protuberancias extrañas a ambos lados de su lomo que en pocos
días, creciendo y endureciéndose, llegaron a ocupar casi todo el largo de su cuerpo.
Y un hermoso día de domingo, cuando Sulpicio almorzaba con toda su familia,
entretenido y hundido en la gritería infernal en que se había convertido su mesa, sintió
nuevamente el peso de la cabeza de Verdoso en su hombro, y sospechando algo
distinto se levantó abrazándose fuerte a su cuello, recibiendo la húmeda y cariñosa
caricia de su hocico en su mejilla y la triste mirada (que desde entonces anidó en su
corazón) que anunciaba su despedida.

Y entonces Verdoso, mensajero de su felicidad, desplegando sobre su lomo el más


hermoso par de alas que haya tenido pájaro alguno, se elevó sobre sus asombradas
cabezas, realizó un elegante giro por sobre el rancho, relinchó en un adiós cariñoso… y
desapareció por sobre las nubes.

Fin.

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