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El psicoanálisis

Con el nombre de psicoanálisis se designa tanto al conjunto de teorías formuladas por


Freud acerca de la estructura y funcionamiento de la psique humana como al tipo de
terapia psicológica basada en la mismas. En su primer sentido, el psicoanálisis
envuelve una concepción exhaustiva del ser humano que ejercería una profunda
influencia en todos los ámbitos de la cultura, a pesar de que fue polémica y
diversamente negada desde sus inicios. En la actualidad, habiendo sido repetidamente
señalada la inverificabilidad de algunos de sus dogmas y especulaciones, el
psicoanálisis tiende a considerarse más como una escuela psicológica que como una
ciencia.

De la histeria al psicoanálisis
El psicoanálisis surgió de un método terapéutico para determinadas enfermedades
nerviosas que Sigmund Freud y su colega y compatriota Josef Breuer elaboraron
conjuntamente hacia 1890 y que daría como fruto la obra Estudios sobre la
histeria (1895). La primera preocupación de Freud, dentro del campo del psiquismo
humano, fue el estudio de la histeria, a través del cual llegó a la conclusión de que los
síntomas histéricos eran causados por conflictos psíquicos internos reprimidos. Con los
años llegaría a la convicción de que los trastornos mentales tienen su origen en la
sexualidad, y de que la vida sexual comienza ya en la primera infancia (mucho antes
de lo que en aquellos momentos se pensaba), tesis que había de concitar numerosas
críticas y oponentes a su teoría.
Sigmund Freud

Partiendo del presupuesto de que aquella afección era debida a la acción de


determinados hechos del pasado, los cuales, a manera de traumas, habían perturbado
la personalidad psíquica del sujeto, el tratamiento de la histeria debía centrarse en
que el paciente reprodujera los sucesos traumáticos que habían ocasionados tales
conflictos. Las intensas reacciones emotivas provocadas por aquellos hechos no
habían tenido manera, en su momento, de manifestarse libremente; habían sido
inhibidas, y hasta su recuerdo había desaparecido de la conciencia del paciente.

Para hallar el rastro de los hechos del pasado responsables de todo el proceso
morboso, Breuer y Freud usaron primero la hipnosis, con la cual se podían eludir los
mecanismos de defensa que determinaban el olvido del hecho traumático. Una vez
restablecido el recuerdo de aquel hecho, las reacciones emotivas conexas con él
encontraban su normal vía de desahogo, descargándose en aquellos comportamientos
(llanto, actitudes mímico-expresivas y actividades motoras de géneros diversos) con
los cuales habitualmente se expresan los sentimientos más intensos; ello conducía a
una atenuación progresiva o incluso a una anulación de la hipertensión emotiva. De
esta manera desaparecían también las manifestaciones sintomáticas y se producía la
normalización del enfermo. Breuer y Freud llamaron «catártico» a ese método, pues la
acción terapéutica consistía en una liberación de estados afectivos enquistados.

Finalizada por profundas desavenencias su colaboración con Breuer, Freud introdujo


otra técnica de tratamiento: la asociación libre. Al principio era paralela al uso de la
hipnosis, que acabó desechando por considerarla menos efectiva y fiable, y también
porque no podía ser usada en toda clase de pacientes. En las asociaciones libres, el
paciente es llevado a un estado de pasividad y relajación de la atención en el que
expresa sin censuras todo aquello que de forma espontánea le viene a la conciencia
(imágenes, recuerdos, ideas, impresiones).

El trabajo resultaba más largo de esta manera, pero también más seguro y completo.
El material así descubierto era mucho más abundante, y permitía descubrir no sólo
hechos aislados y episódicos (los hechos traumáticos), sino también diagnosticar
aquellas deformaciones generales de la personalidad causadas por los mismos. Con
todo, el objetivo del método de las asociaciones libres (que es el del psicoanálisis
propiamente dicho) es análogo al del método catártico: se trata en ambos casos de
obtener la cura por medio de una exploración de elementos del pasado encubiertos
por un olvido más o menos total, y siempre activos, aunque inconscientes, en el
psiquismo del sujeto.

El diván de su consulta en Viena


El tratamiento psicoanalítico se enriquecería posteriormente con la interpretación de
los sueños; para Freud, el sueño expresa, de forma latente y a través de un lenguaje
de símbolos, el conflicto que ha originado el trastorno psíquico. La interpretación de
los sueños es una ardua tarea en la que el terapeuta ha de vencer la «resistencia»
inconsciente del sujeto, que censura su trauma como forma de defensa ante la
ansiedad que causaría la mera evocación del mismo. Otro aspecto clave de la terapia
psicoanalítica es el análisis de la «transferencia»: en el curso del tratamiento, los
deseos, actitudes y sentimientos primitivos e infantiles del paciente hacia sus
progenitores o hacia las figuras más representativas de su infancia suelen ser
transferidos o proyectados sobre el terapeuta o sobre otras figuras de su entorno
actual (por ejemplo, su jefe o su cónyuge). Su análisis permitirá al paciente
comprender a qué obedecen dichos sentimientos, deseos y emociones, y
reinterpretarlos sin que ocasionen angustia.

El inconsciente

El psicoanálisis no es únicamente un método terapéutico; es también una doctrina


psicológica completa sobre la personalidad y el funcionamiento de la mente humana.
Las investigaciones de Freud sobre la histeria no perseguían inicialmente otro objetivo
que delimitar sus causas y su tratamiento, pero le condujeron a la elaboración de un
conjunto de hipótesis que explicaban la vida mental del hombre, tanto en su
desarrollo normal como en sus alteraciones y trastornos. En diversas etapas y con
algunas revisiones o matizaciones, Freud acabaría trazando una teoría general del
dinamismo psíquico, de su evolución a través de los sucesivos períodos de desarrollo y
del impacto de la sociedad, la cultura y la religión en la personalidad.

En su formulación topográfica, Freud incluyó en el psiquismo tres sistemas: uno


consciente; otro preconsciente, cuyos contenidos pueden pasar al anterior; y otro
inconsciente, cuyos contenidos no tienen acceso a la conciencia. La represión es el
mecanismo que hace que los contenidos del inconsciente permanezcan ocultos. La
vida psíquica se desenvuelve, pues, en tres regiones propias: la conciencia, lo
preconsciente y el inconsciente, las cuales no están separadas entre sí, sino en íntimo
y constante contacto. Lo inconsciente, fundamentalmente constituido por impulsos y
tendencias, ejerce constantemente su acción sobre nuestra vida consciente,
expresándose en ella y buscando formas de apaciguamiento.
Sigmund Freud

No solamente los síntomas neuróticos, sino otras muchas manifestaciones que pueden
encontrarse en individuos sanos (y que tienen apariencia de elementos accidentales
de nuestra vida psíquica) constituyen en realidad la expresión de tendencias
subconscientes. En algunas obras que siguen siendo fundamentales para el
psicoanálisis, Freud ilustró los mecanismos por los cuales las tendencias del
subconsciente se expresan en nuestros sueños (La interpretación de los sueños, 1900), en
los lapsus, olvidos y leves trastornos momentáneos que se producen con mayor o
menor frecuencia en la vida de cada cual (Psicopatología de la vida cotidiana, 1904), en los
chistes que se nos ocurren (El chiste y su relación con lo inconsciente, 1905) e incluso en las
creaciones que poetas y artistas producen para nuestro deleite.
El Yo, el Ello y el Superyó
Freud no podía limitarse a examinar cómo se expresa el inconsciente en las diversas
producciones de la actividad psíquica; necesariamente hubo de plantearse tanto el
problema de los mecanismos que mantienen inconscientes determinados impulsos y
tendencias como el de la naturaleza de esos impulsos. En los años 20, en obras
como El Yo y el Ello (1923), Freud expuso un nuevo análisis del psiquismo que
complementa al anterior; en esta formulación estructural, el aparato psíquico está
formado por tres instancias. La primera, el Ello, es la instancia inconsciente que
contiene todas las pulsiones y se rige por el denominado principio de placer. La
segunda, el Yo, tiene contenidos en su mayoría conscientes, se rige por el principio de
realidad y actúa como intermediario entre el Ello y el Superyó, la tercera instancia del
aparato psíquico. El Superyó, por último, representa las normas morales e ideales.
El Ello, presente desde el nacimiento, es la base de la personalidad; contiene todos los
instintos y recibe su energía de los procesos corporales. Que el Ello ser rija por el
principio de placer significa que evita el dolor y busca el placer mediante dos
procesos: las acciones reflejas y un modo de acción que se denomina proceso
primario. Los reflejos son acciones innatas que reducen la incomodidad de inmediato,
como por ejemplo un estornudo. Un proceso primario puede ser, por ejemplo, la
fantasía, es decir, crear una imagen satisfactoria de lo que se desea. Por ejemplo, si
se tiene hambre, se puede comenzar a imaginar la comida preferida; obviamente, la
fantasía no basta para satisfacer el hambre ni cualquier otra necesidad posible.
Así pues, es función del Yo tratar con la realidad y satisfacer las demandas del Ello, ya
que éste no puede determinar la diferencia entre lo que existe en realidad y lo que
está en la mente. El Yo, en cambio, puede establecer esta distinción, y opera según el
principio de realidad, haciendo de mediador entre los deseos del Ello y las realidades
del mundo exterior. El Yo intenta satisfacer las urgencias del Ello del modo más
apropiado y eficaz. Por ejemplo, el Ello puede urgir a la persona a ir a dormir de
inmediato, sin que importe dónde se encuentre; el Yo retrasa el sueño hasta encontrar
un momento y lugar convenientes.

Freud y sus colegas en el Congreso de La Haya (1922)

Según Freud, el proceso de represión que impide al inconsciente expresarse en la


conciencia se produce por el hecho de que ciertas tendencias contrastan con lo que
quisiéramos ser, razón por lo cual las rechazamos y no queremos reconocerlas como
propias. Este yo ideal no incide en nosotros como un modelo que tenemos presente,
sino que se erige en referencia de una instancia autónoma, el Superyó, autoridad
interior que nos hace sentir sus imperativos y ejerce en nosotros su dominio. Algunas
veces se deja sentir abiertamente como voz de la conciencia, sentido del deber,
remordimiento, etc. Pero actúa también inconscientemente en forma automática y
silenciosa, produciendo precisamente, entre otras cosas, la represión.
Freud considera el Superyó como el heredero interior de aquella autoridad exterior que
en la infancia está constituida por los padres. Por un lado, los padres representan para
el niño un ideal, lo que el niño aspira a llegar a ser. Por otro, y por medio de la acción
educativa y de las limitaciones impuestas al niño, los padres constituyen el primer
freno exterior a los impulsos instintivos. Debido a la identificación con los padres, la
primitiva autoridad exterior se torna autoridad interior, en un proceso denominado
«introyección».
Tanto el Superyó como el Ello actúan autónomamente en nuestra vida psíquica,
haciendo sentir incesantemente su acción y agitación sobre el Yo. Los conflictos
interiores se desenvuelven precisamente entre estas tres instancias en sus relaciones
con aquella otra constituida por las exigencias del mundo exterior. En obras
como Inhibición, síntoma y angustia (1926), Freud describió la neurosis como una opresión
sobre el Yo ejercida por la excesiva aspereza del Superyó o por la violencia de las
tendencias del Ello.
Pulsiones y sexualidad
Paralelamente a este examen de la dinámica de la psique, Freud indagó en la
naturaleza de los contenidos del inconsciente. En este campo, el concepto
fundamental en la teoría freudiana es la «pulsión» (triebe, en alemán), tensión o
impulso que tiende a la consecución de un fin y deriva en distensión y placer cuando
el fin es obtenido; es la pieza básica de la motivación. El placer viene dado por la
ausencia de tensión y el displacer por la presencia de la misma; el organismo,
inicialmente, se orienta hacia el placer (principio de placer) y evita las tensiones, el
displacer y la ansiedad.

Inicialmente, Freud diferenció dos tipos de pulsiones: los impulsos del yo o de


autoconservación y los impulsos sexuales. El estudio de la sexualidad (infantil y
adulta, perversa y normal, en el hombre sano y en el neurótico) indujo a Freud a
concebir el impulso sexual como una energía, la «libido», que tiende a polarizarse
hacia un objeto (un individuo del sexo opuesto) con la finalidad específica de la
actividad sexual.
Freud en una imagen tomada en 1929 en Berchtesgaden (Alemania)

No obstante, dicha energía o libido subsiste aunque no se encamine hacia su objeto y


finalidad específicas, y puede orientarse entonces a objetos y finalidades impropias.
De este modo, incluso lo que se llama amor ideal o asexual (o «sublimado», como
técnicamente lo designa el psicoanálisis) o el conjunto de los sentimientos que
enlazan al hombre con los demás hombres (sentimientos sociales) pueden entonces
aparecer como expresiones de la libido. La atenuación de los sentimientos sociales en
el hombre enamorado o la disminuida importancia de la sexualidad en los individuos
capaces de grandes sublimaciones son ejemplos que justifican este concepto de una
energía única que puede canalizarse en variadas direcciones, ser diversamente
utilizada y asumir formas distintas.

Consideraciones análogas permiten establecer una conexión entre los instintos


sexuales y las fuerzas instintivas por las cuales el individuo procura su propia
conservación, defensa y valorización personal, puesto que la potenciación de los
impulsos de conservación se realiza en detrimento de los sexuales, y viceversa. Por
esta razón, en obras ulteriores como Introducción al narcisismo (1914), Freud ensanchó el
concepto de libido, considerándola como una energía que, en las muy variadas formas
antes mencionadas, puede proyectarse al exterior, sobre un objeto (libido objetual), o
bien reconcentrarse hacia el interior, es decir, hacia la defensa y la protección del
propio yo (libido narcisista).
La teoría de los impulsos experimentaría todavía nuevas revisiones en ensayos
como Más allá del principio del placer (1920), en el que aparece un segundo grupo de
instintos, los instintos de muerte, difíciles de identificar, ya que muy a menudo su
acción es más silenciosa y oscura. De este modo, la globalidad de la doctrina
freudiana distingue entre «pulsiones de vida» (Eros), que propician la supervivencia y
la reproducción y que incluyen las dos de la formulación anterior, y «pulsiones de
muerte» (Thánatos), entendidas como la tendencia a la reducción completa de
tensiones. También la pulsión de muerte, como la libido, puede ser derivada al
exterior y manifestarse como agresividad hacia los hombres y las cosas. Sin embargo,
a menudo se concentra sobre el yo como autoagresión; las neurosis graves poseen
siempre un fortísimo componente autoagresivo.
El desarrollo de la sexualidad

Freud aportó asimismo una visión evolutiva respecto a la formación de la personalidad


al establecer una serie de etapas en el desarrollo sexual. En cada una de la etapas, el
fin es siempre común: la consecución de placer sexual, que apacigua las tensiones de
la libido. La diferencia entre cada una de ellas está en el objeto que proporciona el
placer. El niño recibe gratificación instintiva desde diferentes zonas del cuerpo en
función de la etapa en que se encuentra; de este modo, a lo largo del crecimiento, la
actividad erótica del niño se centra en diferentes zonas erógenas.

La primera etapa de desarrollo es la etapa oral, en la que la boca es la zona erógena por
excelencia; es la fase del lactante, en la que se configura un primer objeto de placer,
el pecho de la madre, y comprende el primer año de la vida. A continuación se da
la etapa anal, que va hasta los tres años: el niño empieza a objetivarse a sí mismo
como foco de placer y, a la vez, a ejercitarse en el autocontrol; el placer se encuentra
en la liberación de productos de desecho, que reduce la tensión.
En una casa de veraneo en Hohe Warte (1933)

Le sigue la etapa fálica, alrededor de los cuatro años, en la que el niño comienza a
desarrollar el interés por el padre del sexo opuesto y pasa por el llamado «complejo
de Edipo». Después de este período, la sexualidad infantil entra en una etapa de
latencia (desde los cinco a los doce años de edad aproximadamente), en la que los
instintos sexuales se reprimen hasta que se reactivan por los cambios fisiológicos que
se producen en el sistema reproductivo durante la pubertad.
Con la pubertad comienza la etapa genital, en la que el individuo desarrolla la atracción
hacia el sexo opuesto y se interesa por formar una unión amorosa con otro. Éste es el
estadio más largo, pues dura desde la adolescencia hasta la senilidad; se caracteriza
por la socialización, la planificación vocacional y las decisiones acerca del matrimonio
y la formación de una familia. Freud sugiere que, dentro de este proceso evolutivo de
nuestras capacidades eróticas, algunos conflictos son especialmente centrales; así, el
citado complejo de Edipo es un crucial nudo de tensiones: el deseo de apropiarse del
primer objeto erótico (la madre) entra en conflicto con la figura paterna, que encarna
la autoridad.
A través de estas fases se va constituyendo nuestra compleja identidad: la honda
capa del Ello se compone de impulsos y deseos, muchas veces aún informes o que no
encuentran objetos a los que orientarse; la superior capa de los ideales e imposiciones
normativas constituye el Superyó. En medio, el fluctuante mundo del Yo, que integraría,
en sus expresiones maduras, un equilibrio tanto erótico como estético o moral y que,
en las personalidades dañadas o patológicas, naufraga entre los impulsos no
canalizados del deseo y las normas sólo represivas de la autoridad. Paralelamente a
esta evolución intrapsíquica, se va dando en el sujeto un proceso de socialización en
el que se moldean las relaciones con los demás; para la formación de la personalidad
son de suma importancia los procesos de identificación (habitualmente, con los padres
o figuras relevantes en la infancia), que permiten al individuo incorporar las
cualidades de otros en sí mismo.
Su influencia

Ya en sus comienzos, y también en la actualidad, las doctrinas psicoanalíticas


suscitaron grandes pasiones y controversias, y contaron con tantos defensores como
detractores. Entre las críticas que se formularon contra las tesis de Sigmund Freud,
las principales fueron la falta de objetividad de la observación y la dificultad de derivar
hipótesis específicas verificables a partir de la teoría.

A pesar del cuestionamiento a que fueron sometidas las ideas freudianas,


especialmente en los círculos médicos, su trabajo congregó a un amplio grupo de
seguidores. Entre ellos se encontraban Karl Abraham, Sandor Ferenczi, Alfred Adler,
Carl Gustav Jung, Otto Rank y Ernest Jones. Algunos de ellos, como Alfred Adler y Carl
Gustav Jung, fueron alejándose de los postulados de Freud y crearon su propia
concepción psicológica. De este modo, tras haber protagonizado una verdadera
revolución en la psicología y el pensamiento de la época, el psicoanálisis perdió su
conformación unitaria y sirvió como base para el desarrollo y proliferación de un gran
número de teorías y escuelas psicológicas; muchos de sus conceptos, sin embargo,
acabarían pasando de los ámbitos especializados a la vida cotidiana, hasta configurar
en gran medida el modo en que entendemos y percibimos nuestra propia mente.

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