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Petrarca, Epistolae metricae, III, 33: «Ojalá se hubiera nacido antes o en un tiempo muy

posterior; pues hubo y quizás habrá una época mejor. En medio ves que ha confluido en
nuestra época una mezcla de suciedad y vileza; una sentina de males nos domina; el
ingenio, la virtud y la gloria cesaron en el mundo».

Petrarca, Africa, XI, 451-457: «Mi destino es vivir en medio de variadas y confusas
tormentas. A ti, en cambio, si –como espera y desea mi alma– me sobrevives muchos
años, te aguardan quizá tiempos mejores; este sopor de olvido no ha de durar
eternamente. Disipadas las tinieblas, nuestros nietos podrán caminar de nuevo en el puro
resplandor del pasado».

Erasmo, Antibarbari, edición de L. D’Ascia, Turín, 2002, 87: «la espantosa catástrofe
que dispersó el patrimonio cultural de la Antigüedad, tan floreciente y vigoroso; ¿qué
terrible inundación había arrastrado consigo, en una horrenda confusión, los textos
clásicos, anteriormente tan puros y ordenados? ¿Cómo podíamos ser tan inferiores a los
antiguos?».

Erasmo, Elogio de la estupidez, trad. Tomás Fanego, Akal, 2011, cap. LII “Los
filósofos”: «De ellos y de sus hipótesis se ríe a lo grande la naturaleza. Porque no saben
nada con certeza lo demuestra con creces el hecho de que mantienen disputas
inexplicables incluso sobre uno sólo de estos asuntos. Aunque no sepan nada en
absoluto, no obstante, creen saberlo todo, y aunque no se conozcan ni a sí mismos y a
veces no vean un hoyo o una piedra ante sus propias narices, bien porque la mayoría
están cegatos, bien porque están en las musarañas, sin embargo, se las dan de ver las
ideas, los universales, las formas abstractas, los primeros principios, las esencias y las
presencias, cosas todas ellas tan sutiles que no creo que ni siquiera Linceo pudiese
percibirlas».

Ibid. LIII “Los teólogos”: «Estas sutilísimas sutilezas las hacen aún más sutiles los
numerosísimos sistemas de los escolásticos, de suerte que es más fácil que te veas libre
de un laberinto que de los galimatías de realistas, nominalistas, tomistas, albertistas,
occamistas, escotistas…, y aún no los he dicho todos, sino tan sólo los principales. En
todos ellos hay tanta erudición, tanta dificultad, que me parece que incluso los apóstoles
necesitarían otro Espíritu Santo si se vieran forzados a discutir de estas cosas con esta
nueva clase de teólogos (…) Ellos están satisfechísimos de sí mismos, e incluso se
aplauden hasta tal punto que, ocupados como están día y noche en estas placenteras
bagatelas, no les queda ni un poquito de tiempo que dedicar a leer siquiera una sola vez
el Evangelio o las cartas de san Pablo. Y al tiempo que tontean con estas cosas en sus
escuelas, están convencidos de que la Iglesia al completo, que de lo contrario se vendría
abajo, se asienta en los pilares de los silogismos igual que, según los poetas, Atlante
soporta sobre sus hombros el cielo (…) Yo misma (i. e. la Estupidez) suelo reírme a
veces del hecho de que, cuanto más bárbara y sucia es su forma de hablar, tanto más
teólogos les parece que son, y de que cuando balbucean tanto que no les puede entender
nadie más que los tartamudos, llaman ingenio a lo que la gente común no es capaz de
entender. En efecto, niegan que sea digno de las Sagradas Escrituras verse forzadas a
someterse a las leyes de la gramática. Sorprendente majestad la de los teólogos, si tan
sólo a ellos les está permitido hablar con incorrecciones, aunque eso también lo tienen
en común con muchos simples remendones».

G. Burnet, History of the Reformation of the Church of England (1679-1714), London,


1865), I, 66s.: “Pero cuando algunos estudiosos (i. e. humanistas del siglo XVI)
empezaron leer a los antiguos Padres y los concilios (…) vieron que había una gran
diferencia entre los primeros cinco siglos de la iglesia cristiana, en los que la piedad y el
conocimiento prevalecían, y los últimos diez siglos, en los que la ignorancia sepultó
todo el conocimiento anterior; solo una pequeña y errada devoción se preservó durante
seis de esos siglos; y en los últimos cuatro, la incesante ambición y la usurpación de los
papas fue apoyada por la aparente santidad de los frailes mendicantes y el falso
conocimiento que había entre los canonistas, escolásticos y casuistas. De modo que fue
increíble ver cómo los hombres, a pesar de toda la oposición que los príncipes en todas
partes ejercían contra el progreso de esas opiniones (i. e. las protestantes) y las grandes
ventajas por las que la iglesia de Roma arrastraba a muchos a sus intereses, estaban, por
lo general, inclinados hacia esas doctrinas (i. e. las protestantes)”.

Voltaire, Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, cap. XII: “Cuando
se pasa de la historia del Imperio Romano a la de los pueblos que lo han desmembrado
en el Occidente, se siente uno como el viajero que, al salir de una soberbia ciudad, se
encontrara en desiertos cubiertos de zarzas. Veinte jergas bárbaras suceden a la bella
lengua latina que se hablaba desde el fondo de la Iliria hasta el monte Atlas. En lugar
de aquellas sabias leyes que gobernaban la mitad de nuestro hemisferio, no se
encuentra uno más que con costumbres salvajes. Los circos, los anfiteatros elevados en
todas las provincias están convertidos en ruinosas moradas cubiertas de paja.
Aquellas grandes carreteras, tan hermosas, tan sólidas, extendidas desde el pie del
Capitolio hasta el monte Tauro, están cubiertas de aguas corrompidas. Idéntica
revolución se produce en los espíritus; y Gregorio de Tours, el monje de San Gall,
Fredegario, son nuestro Polibio y nuestro Tito Livio. El entendimiento humano se
embrutece con las supersticiones más cobardes e insensatas. Estas supersticiones
llegan hasta el punto de haber monjes que se convierten en señores y en príncipes;
tienen esclavos, y esos esclavos no se atreven siquiera a quejarse. Europa entera se
corrompe en este envilecimiento hasta el siglo XVI, y no sale de él sino en medio de
terribles convulsiones”.

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