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EL ORÁCULO INSOLENTE
Lo sé. Esto es meterme en camisa de once varas. ¿Qué me importa a mí si fulanito dice esto y men-
ganito dice aquello? ¿Acaso no tenemos derecho todos a expresar lo que queramos? Pues claro
que si; es sencillamente que a uno empieza a molestarle que envenenen las aguas de tal manera
que quieran hacernos creer que lo mejor para nosotros es también lo mejor para ellos. Resultado:
demasiadas personas parecen saber con demasiada claridad qué es lo mejor para el resto de los
fotógrafos, asumiendo que todos hemos de circular hacia el mismo destino utilizando además los
mismos medios. Esto es lo que siempre se ha llamado cómo pensamiento único, es decir, aquella
doctrina que se pretende imponer como un modelo hacia el cual hacer converger todas nuestras
acciones y pensamientos. Que la tecnología digital es buena nadie lo discute; que tiene numerosas
virtudes tampoco. Ni siquiera que tiene muchas ventajas sobre la tecnología analógica. Esto es así
y no pasa absolutamente nada. El problema viene, creo yo, cuando demasiada gente quiere enterrar
a alguien que aún no ha muerto. Entonces uno sospecha de la impaciencia, de tantas prisas por ha-
cer que desaparezca algo que de momento no ha hecho daño a nadie. La película de Arthur Penn La
jauría humana demostraba magistralmente que muchos deseos colectivos no se basan en pruebas
objetivas sino en prejuicios más o menos inconscientes que terminan convirtiéndose en pasiones
irrefrenables en momentos delicados Así pues, sospecho porque demasiados fotógrafos no hacen
más que repetir como cotorras el mismo discurso de las propias multinacionales. Sospecho porque
nos ocultan mucha información y nos pintan la fotografía digital como un precioso paisaje con arco
iris incluido, lleno de verdor y frescura en el que todo el mundo es feliz mientras suena de fondo
una música celestial y relajante. Sospecho porque uno descubre informes sobre ciertos problemillas
que nunca aparecen publicados en las revistas, y sospecho porque mientras yo continúo haciendo
las mismas fotos que hace seis años con el único gasto de unas cuantas cajas de placas y su co-
rrespondiente revelado, demasiados fotógrafos intentan convencerme de que, después de haberse
gastado 12.000 euros, las fotos les salen gratis. ¿Será que me han visto cara de tonto?
De la misma forma, alguna publicidad subliminal nos ha querido hacer creer que una bolsa fotográ-
fica de veinte kilos puede sustituirse por una sola cámara de doscientos gramos. Igualmente, todos
hemos podido leer con cierta asiduidad (“acoso y derribo” en terminología popular) numerosos infor-
mes que destacaban el ascenso de ventas de las cámaras digitales y el correspondiente descenso
de las cámaras de película. Lo que casi nadie publicaba era que muchas de las inversiones que
se destinaban a la mejora de la tecnología digital provenían de los beneficios que generaban los
materiales “tradicionales” a los cuales se les ha ido recortando la publicidad hasta extremos increí-
bles mucho antes incluso de que las nuevas tecnologías hubiesen empezado a generar beneficios.
De nuevo otra pregunta muy sencilla: ¿qué ocurre cuando algo no se promociona? Seguro que lo
sabéis de carrerilla: que no se muestra y, por tanto, no se consume (para un ejemplo más gráfico
tenemos las prácticas monopolistas de Microsoft). El coste de la inversión también ha sido uno de
los caballos de batalla de las industrias fotográfica e informática. El cuento chino de que una vez
adquirido tu equipo digital el gasto es insignificante comparado con el analógico, es para echarse
a reír. Todavía no he conocido a nadie (y conozco a unos cuantos fotógrafos) que no haya dejado
de gastarse dinero desde que adquirió su flamante nuevo equipo digital (tarjetas de memoria, dis-
cos duros portátiles, baterías, cables, nuevo software, ordenadores completos, etc., etc., etc.). El
fotógrafo Bruce Barnbaum nos relata en su impagable texto Thoughts on digital photography como
adquirió en 1990 algunas ampliadoras que en la actualidad continúa utilizando sin haberse gastado
apenas un euro. Es más, él todavía realiza copias de sus negativos de hace treinta años, mientras
muchos de los sistemas digitales puestos en práctica hace tan sólo diez años ni siquiera se encuen-
tran ya en el mercado(2). Además, el tan celebrado ahorro de tiempo que la industria ha utilizado
como uno de sus principales caballos de batalla hay que analizarlo con mucho cuidado, sobre todo
cuando nos topamos con la paradoja, como bien saben muchos reporteros gráficos, de que la ges-
tión de imágenes a menudo sobrepasa el tiempo que se necesitó para capturarlas. Es más, reducir
la fotografía a resoluciones y velocidades equivaldría a despojarla de toda su magia. En fin, podría
seguir relatando durante párrafos y párrafos todas las mentiras que nos han hecho creer para con-
vencernos de que sólo había ventajas en la tecnología digital, pero sería de poca consideración por
nuestra parte hacia aquellas personas que pensaron que, efectivamente, Dios había resucitado.
El fin del mundo
Si todos hubiéramos hecho caso de la profecía que aseguraba que el año 2000 marcaba el final
del mundo, entonces podríamos habernos suicidado en masa y haber hecho realidad el pronóstico.
Entiendo que la industria apueste por sus intereses (que es lo que ha hecho toda la vida), pero
me queda la duda de averiguar por qué tantas personas aficionadas a la fotografía han asumido
que su discurso debía ser el mismo que el de las grandes multinacionales, que han creído a pies
juntillas todo lo que la publicidad nos vomitaba (que ha sido mucho), mientras pasaban horas,
días y semanas enteras intentando que sus fotos nuevas se pareciesen a las de antes. No puedo
entender el resentimiento con que algunos miran a la fotografía tradicional, avanzando con des-
parpajo su defunción entre proclamas y eslóganes robados a los comerciales de las empresas del
sector. Estoy seguro que a todos nos hubiera ido mucho mejor si en vez de dedicarnos a prever el
futuro hubiéramos dedicado esa energía a hacer mejores fotos. Al fin y al cabo, el tiempo que han
empleado muchos en aprender a utilizar ciertos aparatos, así como a editar y retocar sus fotos, ha
sido ciertamente muy elevado y, no nos engañemos, mucha de la tecnología de la que todos somos
prisioneros no hace más que poner cada vez más distancia entre nosotros y la experiencia de la
realidad natural. En el fondo, muchos fotógrafos de naturaleza están sustituyendo cada vez más el
viaje físico por una suerte de viaje tecnológico (léase Photoshop) que, incluso obteniendo el mismo
resultado, nunca podrán sustituirse. Lo importante es el camino y, afortunadamente, todavía pode-
mos elegir por cual transitar. Además, el proceso de perfección técnica no sirve de nada si no va
acompañado de un proceso paralelo de perfeccionamiento creativo. Por todo ello, el desafío de la
tecnología digital estaría en expandir los territorios visuales de la fotografía actual, no en declarar
batallas absurdas, maniqueas y utilitaristas contra los métodos tradicionales. La fotografía es aún
muy joven (si la comparamos con la pintura, la música o la literatura) como para andar enterrando
técnicas y tendencias.
Está claro que ni Dios morirá con la fotografía analógica ni va a resucitar con la digital, pero últi-
mamente el panorama dentro del mundo de la fotografía se parece demasiado a una guerra santa
en la que todos invocan la verdad de sus apóstoles sin tener muy claro hacia donde van. Es lógico
que una tecnología cada vez más complicada y potente genere sentimientos extremos de alarma y
entusiasmo, pero las profecías (y menos los fanatismos) no van a salvar a nadie, ni a creyentes ni
a ateos; sólo servirán para echar más leña a un fuego que sólo calienta a las grandes multinaciona-
les, y ni siquiera a todas. Como fotógrafos deberíamos dejar de hacerle el juego a la industria (que
nunca ha pensado en nosotros pero que se ha aprovechado muy bien de nuestra ingenuidad y de
nuestro bolsillo) y dedicarnos a crear cada vez mejores imágenes cualquiera que sea el soporte. En
realidad este artículo no pretende convencer a nadie de nada, es simplemente una queja, la mía,
para que dejen de engañarnos y de hacer predicciones estúpidas e inútiles.
No quiero que nadie deje de hacer fotos digitales. No pretendo que nadie reconozca los problemas
de la tecnología digital y reniegue de ella, puesto que todo avance tecnológico, todo progreso, como
bien ilustró Miguel Delibes en su libro Un mundo que agoniza (de mensaje aún vigente), siempre
conlleva un paso hacia atrás, un retroceso(3). No quiero que la gente deje de hacer predicciones si
ello les hace felices. No pretendo que se vuelva a la fotografía analógica. No quiero que la gente
piense como yo. Sólo deseo que dejen de contarme mentiras y nos dejen en paz, que nos permitan
hacer las fotos qué queramos y cómo queramos, tanto si las hacemos en tarjetas de memoria o
en película. Nadie, que yo sepa, ha mejorado su escritura gracias a la utilización de un ordenador;
el arte, afortunadamente, continúa dependiendo de nuestra capacidad creativa, al margen de las
herramientas que utilicemos. Y llegado a este punto, la verdad es que no se me ocurre una manera
mejor de terminar este artículo que autoplagiarme utilizando el final de otro, el titulado Más allá de
lo útil, publicado anteriormente en la revista FV y en mi libro El paisaje interior. Así pues, demos la
bienvenida a lo digital, a la comodidad y a la rapidez. Demos la bienvenida a los píxeles y a los CD,
al control y a las facilidades. Pero, por favor, antes que nada, demos la bienvenida a la imaginación,
al sentido común (eso que todos creemos poseer), a la creatividad y a los sentimientos.
© Fernando Puche
www.fernandopuche.net