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Francisco Ferrer Guardia y

la pedagogía libertaria

Ángel Cappelletti

1980
Índice general
Capítulo I 4

Capítulo II 11

Capítulo III 24

Capítulo IV 40

Capítulo V 50

Capítulo VI 61

Capítulo VII 67

Capítulo VIII 83

Capítulo IX 94

Capítulo X 119

2
Capítulo XI 124

Capítulo XII 133

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Capítulo I
Cuando se habla de la pedagogía Libertaria en Espa-
ña, se piensa en seguida, por lo general, en Francisco
Ferrer y la Escuela Moderna. La resonancia internacio-
nal que alcanzó el proceso de éste y la unánime indig-
nación que en los medios de izquierda y liberales de
todo el mundo (desde Glasgow a Buenos Aires) provo-
có su fusilamiento, contribuyeron, sin duda, más que la
intrínseca importancia de su obra educativa a hacerlo
famoso y conocido.
Sin embargo, como bien dice Clara E. Lida, “la preo-
cupación por la formación intelectual de las clases des-
poseídas fue tema central del ideario político del movi-
miento anarquistas desde su fundación. Contrariamen-
te a lo que se ha sostenido hasta el momento, la preo-
cupación de los anarquistas por la educación popular
y la creación de escuelas y centros de instrucción fue
muy anterior a la fundación de las Escuelas Modernas
de Francisco Ferrer a comienzos del siglo XX; ya en el

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congreso de Zaragoza, en 1872, se propone un plan de
enseñanza integralque contribuye al desarrollo de to-
dos los aspectos de la formación individual. Trinidad
Soriano redactó un extenso proyecto sobre este tema
en el que se presentaba el plan de enseñanza de la nue-
va educación para los trabajadores” (Anarquismo y re-
volución en la España del siglo XIX, Madrid, 1972, pág.
152).
Desde fines de la década del 60 y durante las dos
primeras etapas del bakuninismo (1868-74 y 1874-81)
se advierte en el ambiente proletario y en la prensa
obrera preocupaciones de tipo pedagógico, y aunque
las mismas al principio sólo adquieren relieve en los
grupos más reformistas, cobran luego importancia in-
clusive entre los más radicales (Cf. J. Álvarez Junco, La
ideología político del anarquismo español. Madrid, 1976,
págs. 523-524). Por otra parte, la “Liga de librepensado-
res”, fundada en 1869, que publica diversas revistas y
periódicos y sostiene una biblioteca pública, considera
como una de sus finalidades esenciales la promoción
de una educación conforme a sus principios. La Con-
federación anticlerical, a quien confía esta tarea, dice
tener, en 1882, 19 escuelas primarias y secundarias. Y,
si bien es cierto que estos librepensadores no son anar-
quistas, pues, como dice Ivonne Turín, adoptan frente

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al Estado una actitud positiva, conservan, sin embargo,
gracias a su anticlericalismo, “un aire de familia con
las futuras escuelas anarquistas” (L’Educatoinetl’Ecole
en Espagne de 1874 a 1902.Liberaisme et tradition, París,
1959, pág. 131).
Antecedentes más directos de la Escuela Moderna y
de la educación anarquista en la España del siglo XX
pueden encontrarse en las “escuelas cosmopolitas de
enseñanza popular libre de Cataluña”, que, según Ál-
varez Junco, eran de inspiración anárquico-masónica
(1886). El mismo autor (op. cit., pág. 524) se refiere tam-
bién, desde el mismo punto de vista, “a la apertura de
diversas escuelas laicas en 1885, 1887 y 1888; la cele-
bración de un congreso constitutivo de la “Confede-
ración autónoma de enseñanza laica”, uniendo a re-
publicanos, socialistas, anarquistas y otros “amantes
del progreso”, en septiembre de 1888; la existencia de
una “sección de instrucción” en la Sociedad de Impre-
sores de Barcelona”. Menciona asimismo la fundación
de una serie de escuelas laicas en Barcelona, entre 1880
y 1898, las cuales se confederan bajo la dirección del
ex fraile escolapio Bartolomé Gabarró Borrás. Este mis-
mo tipo de Escuelas fue promovido fue promovido, al
parecer en Cataluña, también por Elías Puig y Belén
Sárraga y, más tarde, en Andalucía, por José Sánchez

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Rosa. Según Buenaventura Delgado, en 1883 había en
Barcelona dos grupos dedicados a promover la ense-
ñanza laica: la Unión Española de Librepensadores, de
carácter deísta, con filiales en todo el territorio de Es-
paña, y la Sociedad Catalana de Amigos de la Enseñan-
za laica, vinculada a la masonería. “En 1885, la primera
agrupaba una cincuentena de escuelas con un total de
2.500 alumnos: la mayoría de ellas estaban radicadas
en Cataluña y seguían las orientaciones de Bartolomé
Gabarró, escritor y editor de los libros de texto de las
escuelas de la Confederación, periodista, visitador in-
cansable de sus escuelas y director del colegio modelo
“Luis Blanc”, instalado en la típica calle barcelonesa de
Petritxol (11, 2. º). La masonería catalana intentó mo-
nopolizar el movimiento creciente de enseñanza laica,
contrarrestando los esfuerzos de Gabarró. Se alió con
los anarquistas catalanes y organizó un Congreso de
Amigos de la Enseñanza laica. Al congreso celebrado
en 1888 se adhirieron 70 instituciones y asistieron 50
delegados. Cuatro años después se celebró en Madrid
el Congreso Universal de Librepensadores al que acu-
dieron representantes de Barcelona. Los 500 congresis-
tas reunidos en el teatro Príncipe Alfonso —entre ellos
Ferrer, representando a la masonería francesa— tuvie-
ron que suspender sus sesiones y volver defraudados

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a sus hogares, obligados por la policía” (Buenaventu-
ra Delgado, “Ferrer Guaria y la pedagogía anarquista
en Barcelona”. Historia y Vida. Núm. 68. Noviembre de
1973, pág. 51) por otras parte, no hay que olvidar las ex-
periencias pedagógicas de clara definición anarquista,
promovidas en diversos países de Europa, pero muy
especialmente en Francia. Allí, el veterano militante
Paul Robin, que en la época de la Comuna de París es-
taba ya relacionado con Bakunin y con la Federación
del Jura, habían dirigido, desde 1880 a 1894, el famoso
orfanato de Cempuis. Escritores tan conocidos en los
medios libertarios y obreros de todo el mundo, como
Malato, Reclús y Grave, se habían ocupado no sólo en
la elaboración de una filosofía anarquista de la educa-
ción, sino también de la confección del programa de
“L’Ecole Libertaire” (1898). Francisco Ferrer, que vivió
en París desde 1885 a 1901 y que sólo tardíamente se
conectó con el movimiento anarquista español, debe
quizás más a estos ensayos franceses (y en especial a
Robin), que a los antes mencionados intentos españo-
les, como bien supone Álvarez Junco (op. cit. Pág. 525).
De hecho —dice éste—, “Ferrer no puede ser adscrito
a ninguna escuela concreta y se limitó a intentar in-
troducir en España —en versión bastante radical— las
tendencias fundamentales de la pedagogía moderna”.

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El mismo no se identifica plenamente con la ideolo-
gía anarquista no aceptaba para sí tal denominación.
“No soy un anarquista —decía—, soy un rebelde” (Cfr.
G. Lapouge-J. Bécarud, Los anarquistas españoles. Bar-
celona, 1977, página 64).
En rigor, aun cuando sus ideas estaban más cerca del
anarquismo que del marxismo, se habían originado en
el seno del republicanismo radical, que no ignoraba el
problema de la explotación del trabajo no la lucha de
clases, pero que se preocupaba fundamentalmente por
la cuestión política (lucha contra la monarquía) y por
el problema religioso (anticlericalismo, ateísmo). Para-
lelamente, faltaban en su vida privada aquellos rasgos
de austeridad y de generosidad heroica, característicos
de las grandes figuras del anarquismo español, Ansel-
mo Lorenzo y Fermín Salvochea. Sus hábitos de vida
burgueses, su inestabilidad conyugal, hasta un cierto
sentido comercial, lo distanciaban de la conducta típi-
ca de los militantes libertarios de la época. (Cfr. Carlos
Díaz, “¿Ferrer Guardia, arcángel o Satanás?”. Prólogo
a la Escuela Moderna, Madrid, 1976, pág. 10).
Por otra parte, su muerte, que hizo de él un már-
tir de la pedagogía racionalista, suplió largamente, por
el sereno valor con que supo enfrentarla, los defectos

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de su vida, haciéndolo digno congénere de los santos
ácratas.
En todo caso, la influencia que sobre sus ideas peda-
gógicas ejerció el anarquismo y la influencia que los
métodos y el espíritu de la Escuela Moderna ejercie-
ron sobre los medios obreros y anarquistas españoles
en las siguientes décadas, resulta harto clara, y no pue-
de ser siquiera discutida.
Antes de analizar dichas ideas y métodos en su rela-
ción con la ideología anarquista es preciso, sin embar-
go, ubicar históricamente la persona y la acción del
mismo Ferrer.

10
Capítulo II
Francisco Ferrer Guardia provenía de una familia
de medianos agricultores, propietarios de viñedos, y
al mismo tiempo aparceros, gente de orden, católica
y claramente adicta a la monarquía. Nacido el 10 de
enero de 1859 (según su hija, Sol Ferrer) o el 7 de julio
de 1854 (según Orts-Ramos y otros), en el pueblo ribe-
reño de Alella, no muy distante de Barcelona, tuvo, pu-
yes, una formación familiar convencional, formó par-
te del coro parroquial y asistió a una escuela aldeana,
donde en una sala de dudosas condiciones higiénicas
y bajo el imperio de la palmeta, dedicó la mayor parte
de su tiempo a estudiar la historia sagrada y a recitar
el catecismo. El dogmatismo, la violencia y la estupi-
dez de esta clase de educación (común a casi todas las
escuelas de la España de su época), causaron en él una
honda repulsa. Y, como dice Dommanget, “es seguro
que sacó del mal recuerdo de esos cinco o seis años de
represión, de doma, de hipocresía y de embotamien-

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to confesional una parte de su vocación de educador”.
Más aún, es seguro que por contraposición salieran de
allí una gran parte de las ideas y de los sentimientos
que inspiraron la vida de la Escuela Moderna. “Más tar-
de dirá, en el momento de fijar las bases de la Escuela
Moderna: “No tengo más que tomar lo contrario de lo
que he vivido”. Y saboreará una especie de venganza,
al colocar en la portada amarilla de la Escuela renova-
da, bajo el retrato de la pequeña escolar, la divisa que
resume su ideal pedagógico: “La infancia feliz y libre”
(M. Dommanget, Los grandes socialistas y la educación.
Madrid, 1972, pág. 384). No debe olvidarse, por otro
lado, que ya en su primera educación pudo establecer
Ferrer una comparación entre la pedagogía típicamen-
te tradicional del maestro semicura de Alella y la de
otro maestro laico, comprensivo, casi liberal, que tuvo
luego en Teyá. Y, aunque en su niñez no faltó un cu-
ra que quiso orientarlo hacia la carrera eclesiástica, lo
cierto es que la influencia extra-escolar predominante-
mente ejercida sobre él en aquella edad fue la de su tío,
que había servido en el Ejército a las órdenes de Prim,
y la de su hermano mayor José, notoriamente anticle-
rical y ateos (Sol Ferrer, La vie et l’oeuvre de Francisco
Ferrer. Un martyr au XX. París, 1962, pág. 48).

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Su educación formal no se prolongó demasiado; al
morir su padre no tenía Francisco sino trece años, y
desde aquel momento debió trabajar de lleno en los
viñedos de la familia. Sin embargo, la política y la edu-
cación constituían ya, desde aquella época, interés do-
minante en él.Pi y Margall es el héroe de su adoles-
cencia y cuando se proclama la primera república, el
joven Ferrer se ve inundado por una enorme alegría
(Dommanget, op. cit. Pág. 384).
A los catorce años empieza a trabajar en Barcelo-
na, como dependiente de una pañería, según unos; co-
mo aprendiz de una fábrica textil, según otros; como
ayudante de panadero, según una tercera fuente (Cfr.
Buenaventura Delgado. Op. Cit. Pág. 487).
Sol Ferrer (op. cit, págs. 49-50) insiste en la influen-
cia que sobre el adolescente ejerce un tendero del su-
burbio de San Juan de Provensals, cuya esposa es ami-
ga de la madre de Francisco, y en cuyo establecimien-
to trabaje éste, como tenedor de libros. Aquel peque-
ño comerciante, republicano, anticlerical y entusiasta
pensador, lo lleva consigo a las reuniones políticas y
lo inscribe en un curso nocturno.
En el ambiente obrero de la gran ciudad, agitado ya
por muchos fermentos revolucionarios, prosigue sus
lecturas radicales, que van ahora muchas más allá del

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Diario Liberal. Al mismo tiempo que estudia inglés,
perfecciona su francés y practica el naturismo, llega
fácilmente a la conclusión de que el enemigo número
uno del progreso y de la humanidad es la iglesia cató-
lica. (Dommanget, op. cit. Pág. 385).
Hacia esta época traba relación con los grupos que
rodean a Pi y Margall y, según Sol Ferrer, algunos llega-
ron a ver en el estudioso joven a un futuro continuador
de la obra del gran Federalista (op- cit. Pág. 53). Co-
sa que parece poco verosímil. Años después comien-
za a trabajar como revisor de ferrocarril en la línea
Barcelona-Port Bou. Al desempeñar este empleo, entre
en contacto no sólo con los obreros ferroviarios, sino
también con pasajeros de las más diversas profesiones
y clases sociales y, entre ellos, con algunos conspira-
dores y revolucionarios. Por estos años conoce tam-
bién a Teresa Sanmartí, joven católica de gran belleza
con quien contrae matrimonio canónico en 1880 (cfr. B.
delgado, op. cit. Pág. 48). Desde el punto de vista de sus
intereses políticos es fundamental la relación que esta-
blece con el líder republicanos avanzados, Ruiz Zorri-
lla, a quien, aprovechando sus viajes a la frontera como
revisor de trenes, sirve pronto de agente de enlace. Sus
afanes pedagógicos lo llevan a crear por entonces una
biblioteca pública circulante. En febrero de 1883 ingre-

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sa en la logia masónica Verdad de Barcelona, afiliada al
Gran Oriente español. Según B. Delgado, “su padrino
le presentó “cómo hombre honrado, despreocupado en
religión, casado, empleado de ferrocarriles y con una
tienda de confección para señoras”. El mismo autor re-
fiere que: “Al año siguiente los ingresos de Ferrer dis-
minuyeron notablemente y solicitó ayuda material a
la logia en que había ingresado, excusándose porque
sus ocupaciones le impedían contribuir en la medida
de sus deseos “a la sublime obra de regeneración” de
la que la masonería estaba encargada. La carta la fir-
maba Francisco Ferrer con el seudónimo “Cero”, que
posteriormente emplearía en sus publicaciones obre-
ras”. A partir de esta carta y de la comprobación de
las dificultades económicas que Ferrer afrontaba, quie-
re explicar Delgado la emigración de aquél a Francia.
Considera al mismo tiempo algo “fantástico” que Fe-
rrer haya sido, según señala casi todos sus biógrafos,
secretario del exiliado líder republicano Ruiz Zorrilla.
Lo cierto es que en 1885 está a punto de ser arresta-
do, bajo la acusación de instigar y promover una huel-
ga ferroviaria, por la cual debe abandonar su casa, su
mujer y sus tres hijos para esconderse en Sallent, en
casa del padre del educador anarquista Puig Elías; lo
cierto es también que toma parte activa en la intento-

15
na republicana de Santa Coloma de Farners, el 19 de
septiembre de1886, y que, al ser ésta desbaratada y to-
mado prisionero su jefe, el general Villacampa, se ve
obligado a huir y a pasar la frontera (Dommanget, op.
cit. Página 385). Al llegar a París, para ganarse la vi-
da, debe emplearse en una tienda de vinos. Se dedica
al negocio de fondista, en el barrio latino, tarea que
sustituirá finalmente por la enseñanza del idioma es-
pañol, con lo cual se inicia la pedagogía práctica. Sus
clases son primero sólo particulares, pero más tarde se
desarrollan en instituciones vinculadas a la masonería
o a los grupos de librepensadores, como el “Círculo de
enseñanza laica”, la “asociación politécnica”, etcétera.
Entre sus alumnas se cuentan L. Bonnard, C. Jacqui-
net, E. Meunié, la última de las cuales, como veremos,
hará un aporto financiero decisivo a la fundación de la
Escuela Moderna. Mientras tanto sigue estudiando in-
glés, concurre a la Biblioteca nacional y hasta proyecta
escribir un libro sobre la enseñanza de las lenguas. El
hecho de ser un emigrante de escasos recursos econó-
micos, obligado a ganarse laboriosamente la vida con
clases a tres Francis la hora y aun el hecho de su no
muy extensa ni brillante cultura no parecen, sin em-
bargo, constituir obstáculos insalvables al desempeño
de la secretaría de un político exiliado, contra lo que

16
opina B. Delgado. Es muy probable que Ferrer fuera
uno de los varios republicanos que, gozando de la con-
fianza de Ruiz Zorrilla; llevaba a cabo, junto a él, tareas
propias de un secretario privado.
Desde su llegada a París, toma contacto, como di-
ce Dommanget (op. cit. Págs. 385-386), con “con sus
compatriotas refugiados, con los republicanos, con los
socialistas, sobre todo con los anarquistas franceses”.
En 1893 pierde Ferrer a dos de sus hijos (Carlos y
Luz). Su vida familiar se deteriora; tiene graves conflic-
tos con su mujer, la cual, el 12 de julio de 1894, llega a
disparar contra él (y es condenada a un año de cárcel)
movida posiblemente por el hecho de que Ferrer la ha
separado de sus hijas al considerarla incapaz de edu-
carlas y acaba huyendo a Ucrania con un aristócrata
ruso. Se ha acusado a Ferrer —y ésta es quizá la más
grave de las imputaciones que se le han hecho— de ha-
berse despreocupado de la suerte de sus hijos. En tal
sentido se le podría comparar al autor del Emilio, que
revoluciono la pedagogía reivindicando la autonomía
natural de los niños, y al mismo tiempo enviaba a sus
hijos, a media que iban naciendo, al asilo de huérfa-
nos. Sabemos, en efecto, que de la educación del único
hijo varón de Ferrer, Riego, se ocupó siempre la ma-
dre, Leopoldina Bonnard; que Sol fue separada de su

17
madre apenas nació, que Paz y Trinidad fueron man-
dadas a Australia con su tío José, que tenía una granja
en Bendigo (Victoria), y que antes de esto, Trinidad
había sido recluida en un colegio, sin que se le permi-
tiera ninguna relación con su madre (B. Delgado, op.
cit. pág. 50). Semejante actitud sólo puede explicarse
suponiendo que Ferrer juzgase a su primera mujer, Te-
resa Sanmartí, católica, tan absolutamente carente de
dotes morales como para corromper a las niñas (Cfr.
Sol Ferrer, op. cit. pág. 59), hasta el punto de que fue-
ra mejor que creciesen sin afecto materno alguno; y
a su segundo mujer, Leopoldina Bonnard, librepensa-
dora, tan perfecta como para suplir cabalmente en la
educación del hijo la tarea paterna.
En 1895 hace Ferrer un largo viaje a Australia para
ver a sus hijas Paz y Trinidad y a su hermano José.
Con Malato, el conocido escritor y militante anar-
quista, visita diferentes Barrios y villas obreras, como
Oise y Montalaire, ara enterarse de un modo directo de
las condiciones de vida de la clase trabajadora, aunque
no parece haber estado, según señala Dommanget (op.
cit., pág. 386), en el orfanato de Cempuis, situado en
esas cercanías. Sin embargo, más tarde, traba amistad
con Robin, se afilia a la “Liga de la regeneración huma-
na” (que divulga la eugenesia y comporta una tenden-

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cia neomalthusania), y cuando aquél retorna de Nueva
Zelanda y se propone reorganizar la mencionada “Li-
ga”, una de las reuniones efectuadas con tal objeto tie-
ne lugar en la casa de Ferrer (Dommanget, op. cit., pág.
386-387). Vinculado a compatriotas radicales como Le-
rreoux y a las figuras más importantes del anarquismo
internacional del momento, como Kropotkin y Reclús,
no deja nunca de mantener estrechas relaciones con
la masonería. En 1890 ingresa en la logia “Los verdade-
ros expertos”, y llega hasta el grado 31 dentro del Gran
Oriente francés. Interviene activamente en la campaña
anti-militarista suscitada por el asunto Dreyfus; forma
parte del movimiento internacional de Librepensado-
res encabezados por el belga Terwagne, y, como diji-
mos, en 1892 asiste al Congreso convocado por dicho
movimiento en Madrid. Cuatro años más tarde va, co-
mo representante del IV distrito parisiense del Partido
Obrero Francés, al Congreso Socialista Internacional,
que se celebra en Londres. Su posición ideológica pa-
rece en este momento claramente ecléctica y concilia-
dora, dentro de lo que se podría considerar la izquierda
de la época. Ferrer mantiene tan buenas relaciones con
los republicanos como con los anarquistas, con los so-
cialistas como con los masones. Acertadamente dice,
pues, Dommanget, refiriéndose a él: “Tenía un pie en

19
el movimiento anticlerical y el otro en el movimiento
social, frecuentando y ayudando a los revolucionarios
de todas las escuelas. Uno de sus rasgos distintivos era
el eclecticismo y la tolerancia en el terreno ideológico.
Tenía el espíritu abierto, accesible a todas las doctrinas,
a todos los métodos de lucha” (op. cit., pág., 387).
Entre las alumnas de español que Ferrer consigue
en París, está la ya madura señorita Jeanne Ernestina
Meunié, católica practicante, sobre la cual ejerce una
poderosa influencia, hasta el punto de convencerla de
la necesidad de una educación racional, laica y cien-
tífica. Es posible que esta mujer estuviera enamorada
de Ferrer. Nada nos hace pensar que él lo estuviera de
ella ni que tuviera intenciones de unirse a la misma,
por lo cual parece enteramente equivoco lo que sugie-
ren Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March,
al escribir: “Las relaciones de Ferrer con su esposa, de
la que tuvo dos hijos —Trinidad y Paz— eran muy ti-
rantes. Se separó de ella y pidió el divorcio en Francia,
al conocer a la señorita Juana Ernestina Meunié. El 12
de junio de 1894 la despechada esposa disparo varias
veces contra su marido” (“¿Fue culpable Ferrer Guar-
dia?”. Historia y vida. Núm. 8, noviembre de 1968, pág.
99). Las causas del atentado de Teresa Sanmartí, según
se desprende de lo que antes dijimos, parecen ser, más

20
que los celos conyugales. Los sentimientos de materni-
dad burlada (Cf. B. Delgado, op. cit., pág. 50). Por otra
parte, si de alguien debía ella sentir celos no era de
la pacata y devota señorita Meunié, sino de la joven
maestra Leopoldina Bonnard, con la cual vivía mari-
talmente Ferrer desde hacía ya tiempo. De hecho, en
los viajes que Ferrer realizó acompañado por diversos
países de Europa a la rica Ernestina, se hizo acompa-
ñar también por la bella Leopoldina. Si pidió, pues, el
divorcio, no fue para unirse aquélla, pero tampoco po-
siblemente para casarse con está, ya que, de hecho, no
lo intentó ni siquiera después de haber tenido de ella
un hijo (y, dicho sea de paso, de Teresa no tuvo Ferrer
dos hijas, como señalan los citados autores, sino tres).
Al explicar los orígenes de la Escuela Moderna, el
propio Ferrer, describe a su discípula Ernestina como
una “católica convencida y observante escrupulosa-
mente nimia”, que “odiaba a los revolucionarios”, pe-
ro era, sin embargo, “ingenua y simpática y poco me-
nos que sin consideración alguna a antecedentes, ac-
cesorios y consecuencias” (Francisco Ferrer Guardia,
La Escuela Moderna, Madrid, 1976, pág. 29). Narra tam-
bién que, carente de afectos íntimos, debido a su aisla-
miento de soltera, le otorgó amistad y su confianza, y
que después de viajar con él por diversos países, se vio

21
“obligada a reconocer que no todo irreligioso es un per-
verso no todo ateo un criminal empedernido”, ya que
él, ateo convencido, le demostraba con su conducta lo
contrario (La Escuela Moderna, pág. 30). “Pensó enton-
ces —añade Ferrer— que mi bondad era excepcional,
recordando que se dice que toda excepción confirma
la regla; pero ante la continuidad y la lógica de mis
razonamientos hubo de rendirse a la evidencia; y si
bien respecto de religión le quedaron dudas, convino
en que una educación racional y una enseñanza cientí-
fica salvarían a la infancia del error, darían a los hom-
bres bondad necesaria y reorganizaría la sociedad en
conformidad a la justicia” (Ibíd.)Habiéndole expuesto
Ferrer la necesidad moral de llevar a la práctica tales
ideas pedagógicas, la señorita Meunié “concedió los re-
cursos necesarios para la creación de una institución
de enseñanza racional”, y de este modo aseguró la rea-
lización del proyecto, ya concebido por Ferrer, de la
Escuela Moderna. De hecho, Ernestina, para quien el
exiliado profesor español parece haber sido una espe-
cie de director espiritual laico, muere al poco tiempo,
dejándole una cuantiosa herencia (en títulos y propie-
dad inmueble) que asciende a un millón de francos. El
sigue ocupando un modesto departamento en la calle
Richer, pero poco después compra el “más Germinal”

22
(En Masnou, cerca de Barcelona) y hace venir de Aus-
tralia a sus dos hijas y a su hermano José. De su mente
no se aparta un instante, sin embargo, el proyecto de
la escuela racionalista. “En posesión de los medios ne-
cesarios a mi objeto —escribe—, pensé sin pérdida de
tiempo en llevarle a la práctica” (La Escuela Moderna,
pág. 35)

23
Capítulo III
Regresa así a Barcelona, donde se propone fundar la
Escuela Moderna. Leopoldina Bonnard es quizá quien
le inspira primero la idea (Sol Ferrer, op. cit., pág. 66).
Hacia esta época se muestra ya bastante desilusiona-
do de los partidos políticos y de los revolucionarios
profesionales, se ha distanciado algo del viejo partido
republicano y, sin abjurar de la masonería e inclusive
sin criticarla nunca públicamente, parece considerar-
la ya como una sociedad conservadora. La educación
racional de la infancia y de la juventud le parece, sino
él único, el más importante medio para acabar con la
sociedad burguesa y el capitalista.
La empresa no podría carecer de obstáculos. La igle-
sia, el Estado, el clero, los políticos, las escuelas tradi-
cionales, la prensa burguesa, las asociaciones cívicas
de padres de familia, etc., se ponen inmediatamente en
guardia, y no dejan de bombardear con todos sus me-
dios el proyecto de Ferrer (cfr. Hugo Thomas, La guerra

24
civil española, París, 1976, I, pág. 85). Esto se explica fá-
cilmente. Dice J. Connelly Ullman: “En aquella década
de tensión creada por la campaña anticlerical de los li-
berales, cualquier escuela experimental laica hubiera
levantado un movimiento de oposición, especialmen-
te si se proponía, como era el caso de Ferrer, educar
a los obreros. Además, Ferrer acababa de regresar de
París, después de dieciséis años de residencia allí, y en
el contexto de la Tercera República Francesa la edu-
cación racionalista adquiría otra dimensión: formaba
parte del complejo de derechos civiles y movimientos
de reforma de la enseñanza que no sólo había consegui-
do en Francia la legislación anticlerical, sino que había
promovido el establecimiento de un estado laico, cam-
paña que condujo con el tiempo a la separación de la
Iglesia y el Estado en 1905. En España, una campaña
así adquiría implicaciones revolucionarias” (La Sema-
na Trágica. Barcelona, 1972, pág. 163). Pero no es esto
todo. Como añade la misma autora, aun si prescindi-
mos de “cualquier potencial revolucionario, el hecho
de que Ferrer estuviera afiliado a la masonería, junto
con sus estrechos lazos con el gran Oriente de París,
hicieron que se sospechara de sus planes para fundar
una escuela” (La semana Trágica, pág. 164).

25
El movimiento hacia la escuela laica tenía ya sus
mártires. El periódico Las dominicales había sido dura-
mente perseguido por el gobierno reaccionario y uno
de sus redactores, García Vas, había sido asesinado (Sol
Ferrer, op. cit. página 70).
No es extraño que se comenzara diciendo que Ferrer
recibía dinero de la masonería (aun cuando él insistie-
ra que sólo había contado con la ayuda de Ernestina
Meunié); y para quien conoce la mentalidad de la sa-
cristía, tampoco es raro que se le acusara de relaciones
adulterinas con aquella mujer. A ello se refiere, sin du-
da, cuando en su libro, escribe Ferrer: “Cuánto ha fan-
taseado la maledicencia sobre este asunto, desde que
me vi obligado a someterme a un interrogatorio judi-
cial, es absolutamente calumnioso” (La Escuela Moder-
na, pág. 31).
Lo que no se puede negar es el sentido comercial
y la habilidad para los negocios que mostró siempre
Ferrer. Sin poner en duda que sus móviles fueran fun-
damentalmente idealistas, debe reconocerse que supo
aprovechar muy bien la coyuntura para acrecentar el
capital que disponía. En parís se mostró hábil especu-
lador de Bolsa; supo manejar el capital aportado por
su segunda mujer, Leopoldina Bonnard, y, sobre todo,
administró inmejorablemente la herencia de Ernestina

26
Meunié: hipoteco la propiedad comercial que ésta le le-
gara y adquirió acciones en “Fomento de obras y cons-
trucciones, S. A.”, compañía que tenía la concesión de
las obras de reforma urbana de Barcelona. Dichas ac-
ciones acrecentaron grandemente su valor por la con-
cesión de contratos adicionales, logrados gracias a la
buena voluntad de los concejales radicales (Cfr. Con-
nelly Ullman, op. cit. página 167).
Para proveer de local a la escuela habilita Ferrer un
piso en la calle de Bailén. En seguida tiene que ocupar-
se de comprar material didáctico, de redactar anuncios
y prospectos y, sobre todo, de conseguir personal do-
cente idóneo para los fines que se propone alcanzar
en la enseñanza. Requiere y obtiene la colaboración de
una ex alumna suya, Clemencia Jacquinet, que ejerce a
la sazón el profesorado en Egipto. Organiza, al mismo
tiempo un patronato o comité de honor en la Escuela,
integrado por el rector de la Universidad de Barcelona,
Rodríguez Méndez; por los profesores de la Facultad de
medicina, Llura y Martínez Vargas; por el conocido na-
turista Odón de Buen; por el biólogo y premio Nobel,
Ramón y Cajal, y por el patriarca del anarquismo es-
pañol, Anselmo Lorenzo, junto a éste, crea un comité
de colaboración inmediata, formado por Canibell, Prat,
Salas Antón y Peiró (Padre e hijo).

27
Al decidir finalmente la inauguración de su escuela,
Ferrer anuncia así al público el programa general de la
misma, es decir, su orientación y su meta, así como los
medios que usará para alcanzarla:

“La misión de la Escuela Moderna consiste


en hacer que los niños y niñas que se le con-
fíen lleguen a ser personas instruidas, verí-
dicas, justas y libres de todo prejuicio. Para
ello, sustituirá al estudio dogmático por el
razonado de las ciencias naturales. Excita-
rá, desarrollará y dirigirá las aptitudes pro-
pias de cada alumno, a fin de que con la to-
talidad del propio valer individual no sólo
sea un miembro un miembro útil a la socie-
dad, sino que como consecuencia, eleve pro-
porcionalmente el valor de la colectividad.
Enseñará los verdaderos deberes sociales, de
conformidad con la justa máxima: “No hay
deberes sin derechos; no hay derechos sin
deberes”. En vista del buen éxito que la en-
señanza mixta obtiene en el extranjero, y,
principalmente para realizar el propósito de
la Escuela Moderna, encaminado a prepa-
rar una humanidad verdaderamente frater-

28
nal sin categoría de sexos ni clases, se acep-
tarán niños de ambos sexos desde la edad
de cinco años. Para completar su obra, la
Escuela Moderna se abrirá las mañanas de
los domingos, consagrando la clase al estu-
dio de los sufrimientos humanos durante el
curso general de la historia y al recuerdo de
los hombres eminentes en las ciencias, en
las artes o en las luchas por el progreso. A
estas clases podrán concurrir las familias
de los alumnos. Deseando que la labor in-
telectual de la Escuela Moderna sea fructí-
fera en lo porvenir, además de las condicio-
nes higiénicas que hemos procurado dar al
local y sus dependencias, se establece una
inspección médica a la entrada el alumno,
de cuyas observaciones, si se cree necesario,
se dará conocimiento a la familia para los
efectos oportunos, y luego otra periódica, al
objeto de cortar la propagación de enferme-
dades contagiosas durante las horas de vi-
da escolar”” (La Escuela moderna, págs, 37-
38).

29
La inauguración de la escuela se efectuó el 8 de sep-
tiembre de 1901. Los alumnos inscritos eran 30: 12 ni-
ñas y 18 niños. Entre los asistentes al acto inaugural,
además de padres y parientes de los alumnos, se con-
taban delegados de varias sociedades obreras, especial-
mente invitados.
El local, según la crónica periodística, era lumino-
so, bien ventilado, alegre. Había varios gabinetes (de
Zoología, Mineralogía, etc.); se contaba con abundante
material gráfico (láminas de anatomía, botánica, etc.)
y con numerosos mapas físicos (aunque no políticos,
por considerarse que las fronteras son algo arbitrario
y contranatural); y, como verdadera innovación en Es-
paña, se había adquirido toda una serie de proyeccio-
nes luminosas. Los alumnos se hallaban distribuidos
en dos grupos que correspondían a dos niveles o gra-
dos: el preparatorio y el superior. La idea de dar confe-
rencias para adultos los domingos por la mañana (co-
mo sustituto, sin duda, de la misa) surgió de Clemencia
Jacquinet.
El número de alumnos creció constantemente: al
año siguiente eran 70; tres años más tarde, 123. Pero
además, surgen en seguida filiales y sucursales dentro
y fuera de Barcelona. En toda la provincia se cuentan,
hacia 1905, 147 sucursales. Sólo en la capital catalana

30
hay, en 1908, diez escuelas modernas, a las que concu-
rren unos mil alumnos. Pero la influencia de Ferrer y
de su escuela se extiende pronto a toda España y aun
al exterior: no sólo se fundan establecimientos de este
tipo en Madrid, Sevilla, Málaga, Granada, Córdoba, Cá-
diz, Palma de Mallorca, etc., sino también en Portugal,
Brasil, (Sao Paulo), Suiza (Laussane) y Holanda (Áms-
terdam). En Rosario (Argentina), Enrique Nido (Ama-
deo Lluan), amigo y ex colaborador de Ferrer, instala
uno, que pervive hasta su muerte, en 1926.

“Si Cataluña, si Barcelona muy especial-


mente, están en la vanguardia del movi-
miento emancipador de la Península, hay
que decirlo: la Escuela Moderna con toda
su red de instituciones, y principalmente
Ferrer, tiene gran parte en ello”, escribe
Dommanget (op. cit., pág. 395).

El primer rasgo característico de la Escuela Moder-


na es la enseñanza racional y científica. Se trata, ante
todo, de excluir el dogma religioso y la mitología que
conforma la base de toda la educación tradicional. La
enseñanza religiosa deforma, para Ferrer, el juicio, y
desvía la conducta del educado; es tan perniciosa pa-

31
ra la inteligencia como para la voluntad y tan negati-
va en lo teórico como en lo práctico. Desde este pun-
to de vista la Escuela de Ferrer es “laica”, aunque no
se trate, en verdad, de una escuela “neutra”, como el
término parece sugerir, sino de una escuela positiva-
mente anti-religiosa, en la medida en que la ciencia se
supone incompatible con la religión, y necesariamen-
te atea. Por otra parte, el término “laico” tampoco le
agrada a Ferrer, ya que —dice— “se denominan escue-
las laicas muchas que no son más que políticas o esen-
cialmente patrióticas y antihumanitarias” (La Escuela
Moderna, pág. 102). En efecto, además del dogma reli-
gioso, la Escuela Moderna excluye también al dogma-
tismo político, y la enseñanza “encaminada a exaltar
el patriotismo y a presentar la administración pública
actual como instrumento de buen gobierno” (Ibíd.).
He aquí, pues, que, según las propias palabras de Fe-
rrer, “La enseñanza se eleva dignamente sobre tan mez-
quinos propósitos”.
Y no puede asemejarse ni a la que brinda la iglesia
ni a la que imparte el Estado.

“En primer lugar no ha de parecerse a la


enseñanza religiosa, pues la ciencia ha de-
mostrado que la creación es una leyenda y

32
que los dioses son mitos, y por consiguien-
te se abusa de la ignorancia de los padres y
de la credulidad de los niños, perpetuando
la creencia en un ser sobrenatural, creador
del mundo, y al que puede acudirse con rue-
gos y plegarias para alcanzar toda clase de
fervores”.

Pero asimismo, “no ha de parecerse tampoco nuestra


enseñanza a la política, porque habiendo de formar indi-
viduos en perfecta posesión de todas sus facultades, ésta
le supedita a otros hombres, y así como las religiones,
ensalzando un poder divino, han creado un poder positi-
vamente abusivo y han dificultado la emancipación hu-
mana, los sistemas políticos la retardan acostumbrando
a los hombres a esperarlo todo de las voluntades ajenas,
de energías de supuesto orden superior, de los que por
tradición o por industria ejercen la profesión de gober-
nantes”. (La Escuela Moderna, pág. 103).
La enseñanza racional corresponde, según este con-
cepto, a la enseñanza anarquista. Y por los menos en
este aspecto, la Escuela Moderna resulta mucho más
radical que la mayoría de las escuelas laicas, funda-
das por masones, librepensadores y republicanos, has-
ta aquel momento en España. Es evidente, por ejemplo,

33
la distancia que la separa aquí de la Institución Libre
de Enseñanza, inspirada en la filosofía Krausista. Fe-
rrer no se para en el deísmo o en el panteísmo; profesa
activamente el ateísmo; no se contenta con la democra-
cia o la república, aspira a la anarquía, o algo que mu-
cho se le parece. Cree firmemente, por lo demás, que
tanto al antiteísmo como el antiestatismo no son sino
corolarios de la ciencia y que sus fundamentos pueden
demostrarse de un modo empírico y hasta experimen-
tal. De esta manera, puede decirse que, por una especie
de absolutización de la ciencia, que deriva en este caso
de un limitado sentido crítico y tal vez de una no muy
sólida cultura histórica, la Escuela Moderna enfrenta el
peligro de un nuevo dogmatismo, y de hecho sucumbe
ante él. Ya en su tiempo aquello le fue reprochado por
algunos lúcidos escritores anarquistas, y, entre ellos,
principalmente Mella. Poco después de la muerte de
Ferrer, surge a este propósito una polémica en los me-
dios libertarios. Algunos opinaban que en las escuelas
anarquista (y, por tanto, naturalmente, en la Escuela
Moderna) haya un exceso de doctrinarismo y que es
preciso brindar en ellas menos “sociología” revolucio-
naria y más datos estrictamente científicos. Así J. Bar-
bosa y el ya citado R. Mella sostiene que la escuela debe
ser ante todo antidogmática, es decir, ni religiosa ni an-

34
tirreligiosa, ni política, ni antipolítica, mientras otros,
como J. Echazarreta y Costa Iscar creen, por el contra-
rio, que debe ser positivamente anarquista, propagan-
do los ideales socialistas y libertarios y desarraigando
en los niños poco a poco toda supervivencia de la fe
cristiana (J. Álvarez Junco, op. cit. Pág. 537). Este deba-
te deriva al parecer de la contradicción que existe en el
seno de la ideología anarquista entre la afirmación de
la bondad natural del hombre (Rousseau) y el determi-
nismo social (Herbart). Ambas ideas son generalmente
aceptadas por las anarquistas de la época de Ferrer, y
un ejemplo muy representativo de ello sería la obra de
Kropotkin. Si nos atenemos a la primera tesis, la es-
cuela no deberá enseñar “verdades”, sino ayudar a que
el niño encuentre sus “verdades”; si atendemos sobre
toda a la segunda, tendrá necesariamente que dar al
educado una tabla de valores y, con ella, una cosmo-
visión. Ahora bien, aunque ambas tesis, como señala
Álvarez Junco, son auténticamente libertarias, “La úl-
tima parece en definitiva, la vigente en los medios es-
pañoles” (op. cit. Pág. 538). Esta tesis, que comparten
en el extranjero hombres como Sebastián Faure, en su
escuela de “La Ruche”, es indudablemente la que más
acerca la pedagogía anarquista a la marxista. Pero, aun
entre los anarquistas españoles nunca faltaron, a parte

35
de los qué antes mencionados, quienes insistieran en
la necesidad de excluir todo dogma y de dejar libres pa-
so a la confrontación de ideas, dando por sentado que
dicha confrontación siempre saldrían triunfantes las
ideas libertarias. Así por ejemplo, Soledad Gustavo, en
su trabajo leído en el Ateneo de Madrid, y titulado So-
bre la Enseñanza, dice: “Fervientes convencidos de que
sólo la libertad es la que puede dar al pueblo su capaci-
dad íntegra para desenvolverse en el progreso y en la
civilización, abogamos por que esa libertad sea un he-
cho… Pero si nosotros abogamos a favor de la libertad
de enseñanza, no es para que nos podamos enseñar en
las escuelas nuestras ideas ácratas, como los ortodoxos
pretenden que se enseñe su religión; nosotros la que-
remos, sencillamente, porque queremos las libertad en
todo y para todo, y porque tenemos confianza en no-
sotros, en nuestras ideas y en la misma libertad, que
la consideramos superior a cuantas teologías y siste-
mas filosóficos-religiosos pueden concebirse” (ERA 80,
Les anarquistes, educadors del poble: “La revista Blanca”
(1898-1905), Barcelona, 1977, pág. 201). Insiste por eso
en el carácter fraternal y supra-confesional que debe
tener la escuela: “la enseñanza, para cumplir su misión,
debe abrazar en su seno la idea de la libertad y la tole-
rancia, del amor a la humanidad entera, sin distinción

36
de razas ni de religiones: todos somos hermanos en na-
turaleza, todos debemos ser educados e instruidos en
la escuela de la fraternidad” (Ibíd., página 204). En con-
secuencia, propicia una enseñanza “que respete todas
las creencias, que en ella lo mismo quepa el racionalis-
ta que el ateo, el materialista que el espiritualista”, con
tal de que “no se acongoje a la ciencia con vanos fantas-
mas, con absurdos indemostrables, con filosofías que
es incapaz de comprender la inteligencia de un niño”
(Ibíd., pág. 206).
En realidad, lo que Ferrer entiende por “ciencia” es
más bien “filosofía cientificista” y, sin duda, también
“materialista”.
Plenamente convencido de la eternidad y la unidad
de la materia, así como de su carácter increado, no pue-
de menos de considerarla como una realidad absoluta,
que se halla en el fondo de toda explicación.
Tal concepción del mundo llevo inmediatamente a
excluir todo antropomorfismo y antropocentrismo: ni
la tierra es el centro del universo ni el hombre el fin de
la creación. En primer término, rechaza, pues, en ge-
neral, cualquier cosmovisión teísta, y considera ente-
ramente inadmisible toda idea de un Dios personal. En
segundo lugar, se opone al cristianismo y a la cosmovi-

37
sión bíblica, en cuanto los considera indisolublemente
vinculados al geocentrismo y al antropocentrismo.
Esta filosofía materialista y mecanicista correspon-
de, al parecer, a la de Kropotkin, el pensador más in-
fluyente entre los anarquistas españoles de la época. Y
al considerarla, como el propio Kropotkin, un simple
resultado de la ciencia empírica y experimental, cree
Ferrer ineludible constituirla en base de toda la ense-
ñanza:
“Si la materia es una, increada y eterna: si
vivimos en un cuerpo astronómico secunda-
rio, inferior a incontable número de mun-
dos que pueblan el espacio infinito, como
se enseña en la Universidad y pueden saber
los privilegiados que monopolizan la cien-
cia universal, no hay razón ni puede haber
pretexto para que en la escuela de prime-
ras letras, a que asiste el pueblo cuando pue-
de asistir a ella, se enseñe que Dios hizo el
mundo de la nada en seis días, ni toda la co-
lección de absurdos de la leyenda religiosa”
(Ibíd., pág. 37).
Se parte del supuesto de que hay una verdad defi-
nitiva y, en la práctica, absoluta. El no enseñarla des-

38
de la escuela primaria implicaría una injusticia social,
puesto que la misma se enseña en la Universidad a los
privilegiados que pueden acceder a ella.
En este aspecto, la pedagogía de Ferrer se acerca no-
tablemente a la de los marxistas de su época y aun a
la de los actuales Estados “socialistas”, al paso que se
opone a las ideas del libertario Mella. Pero hay que re-
conocer que resulta muy difícil, en el calor de la lucha
superar todo dogmatismo cerril y prepotente, como lo
era el de la Iglesia católica en ese momento.
En cambio, no se pueden excusar del todo otras defi-
ciencias de la filosofía educativa de la Escuela Moder-
na. Parece privar en ella un intelectualismo excesivo:
no se percibe en ninguna parte el propósito de forta-
lecer la voluntad. Y sin duda tiene razón Dommanget,
cuando dice que en ella no se concedió bastante aten-
ción al campo de la efectividad. “Robin, e incluso los
jesuitas, por el conducto del P. Du Lac, le hubiesen po-
dido enseñar a preocuparse al menos tanto del corazón
como del cuerpo y el espíritu” (op. cit., pág. 409).
Tampoco parece haber habido ningún lugar dentro
de la Escuela Moderna —y es ésta otra objeción que no
se puede desdeñar— para la educación estética, que ya
había iniciado en España, desde un cuarto de siglo, la
Institución Libre de Madrid.

39
Capítulo IV
El segundo rasgo fundamental de la Escuela Moder-
na es su carácter social y cultural contestatario. No se
trata, como en toda enseñanza tradicional, de adaptar
al educado a la sociedad tal cual ella existe, sino, por el
contrario, de prepararlo para tener una visión crítica
del medio en que vive y para ser capaz de trasformar-
lo desde sus mismo fundamentos. Hay que aclarar, sin
embargo, que Ferrer no quiere promover directamente
la lucha de clases ni incitar al niño a la rebeldía, sino
sólo hacerlo capaz de rebelarse y de luchar cuando sea
adulto. A veces se le ha criticado a Ferrer el no haber
consagrado su escuela exclusivamente a los niños de
la clase proletaria y de las capas más bajas y oprimi-
das de la sociedad, tal como lo hicieron Robin y, en
general todos los pedagogos anarquistas. Él ha defini-
do la “coeducación social”, arguyendo que una escuela
exclusiva de la clase desheredada, si no enseña, como
las escuelas tradicionales, el acatamiento al terror y al

40
orden establecido, debe inclinar forzosamente a la re-
beldía y al odio. Ahora bien, es cierto —dice— que “los
oprimidos, los expoliados, los explotados han de ser
rebeldes, porque han de recabar sus derechos hasta
lograr su compleja y perfecta participación en el pa-
trimonio universal”, pero la escuela debe obrar sobre
los niños, intenta prepararlos para ser hombres, y “no
anticipa amores ni odios, adhesiones ni rebeldías, que
son deberes y sentimientos propios de los adultos”. En
otras palabras, se trata de no adelantar resultados, de
no pasar por alto el natural desarrollo de la conciencia
humana, de no atribuir al educado una responsabili-
dad sin haberlo dotado de los elementos que pueden
fundamentar su criterio moral.

“Aprendan los niños a ser hombres —dice—


,y cuando lo sean declárense en buena hora
en rebeldía” (La Escuela Moderna, pág. 56).

Por eso, concluye:

“La coeducación de pobres y ricos, que po-


ne en contacto unos con otros en la inocen-
te igualdad de la infancia, por medio de la
sistemática igualdad de la escuela racional,

41
ésa es la escuela buena, necesaria y repara-
dora”.
Esto, no obstante, si nos atenemos a algunos de los
resultados obtenidos en los primeros años de enseñan-
za, tendremos que admitir que la Escuela fue más revo-
lucionaria de lo que su mismo fundador dice y prevé,
ya que los niños no escaparán a ser hombres para juz-
gar la sociedad capitalista y para rebelarse contra ella
(y no los de las clases bajas solamente, sino, al parecer,
todos por igual). Baste leer, por ejemplo, algunas com-
posiciones que el propio Ferrer transcribe en su libro
para darse cuenta de ello. Un niño de doce años consi-
dera que, para que una nación o Estado pueda merecer
el nombre de “civilizado”, debe haber eliminado:
“1º la coexistencia de pobre y ricos, y co-
mo consecuencia, la explotación. 2º El mi-
litarismo, medio de destrucción empleado
por unas naciones contra otras, debido a la
mala organización de la sociedad 3º La de-
sigualdad que permite a unos gobernar y
mandar y obliga a otros a humillarse y obe-
decer. 4º El dinero, que hace a unos ricos y
les somete a los pobres” (La Escuela Moder-
na, pág. 146).

42
Una niña de nueve años, con sencillez y claridad que
el propio Ferrer encarece, escribe:

“Al criminal se le condena a muerte: si el


homicidio merece esa pena, el que conde-
na y el que mata al criminal igualmente
son homicidas; lógicamente deberían morir
también, y así se acabaría la humanidad.
Mejor sería que en vez de castigar al cri-
minal cometiendo otro crimen, se le diesen
buenos consejos para que no lo hiciese más.
Sin contar que si todos fuéramos iguales, no
habría ladrones, ni asesinos, ni ricos, ni po-
bres, sino todos iguales, amates del trabajo
y de la libertad” (La Escuela Moderna, pág.
147).

Una adolescente, de dieciséis años, ve así la sociedad


en el que vive:

“¡Qué desigualdad hay en este sociedad!


Unos trabajan desde la mañana hasta la no-
che, sin más descanso que el preciso para
comer sus deficientes alimentos; otros reci-
biendo el producto de los trabajadores para

43
recrearse con los superfluo. ¿Y por qué ha de
ser así? ¿No somos todos iguales? Induda-
blemente que lo somos, aunque la sociedad
no lo reconozca, ya que unos parecen desti-
nados al trabajo y al sufrimiento, y otros a
la ociosidad y al goce. Si algún trabajador
se rebela al ver la explotación a que vive
sujeto, es despreciado y castigado cruelmen-
te mientras otros sufren con resignación la
desigualdad. El obrero necesita instruirse, y
para lograrlo es necesario fundar escuelas
gratuitas, sostenidas por ese dinero que des-
perdician los ricos. De ese modo se consegui-
ría que el obrero adelantara cada vez más
hasta lograr verse considerado como mere-
ce, porque en resumen él es quien desempe-
ña la misión más útil de la sociedad” (La
Escuela Moderna, pág. 150-151).

Aunque Ferrer considere todo esto como una prue-


ba de que la Escuela Moderna ha logrado su propósito
fundamental, que consiste en hacer “que la inteligencia
del alumno, influida por lo que ve y documentada por los
conocimientos positivos que vaya adquiriendo, discurra
libremente, sin prejuicios ni sujeción sectaria de ningún

44
género, con autonomía perfecta y sin más traba que la
razón, igual para todos” (La Escuela Moderna, pág. 151).
Difícilmente se podría creer que niños y adolescen-
tes, después de un par de años de escolaridad, llegaran
a estas conclusiones sin una directa y positiva ense-
ñanza revolucionaria, basada en una ideología socialis-
ta y libertaria. ¿Es posible imaginar que sin ello, una
niña de nueve años puede escribir, a los pocos meses
de asistir a la escuela?, estas frases de salutación a un
congreso obrero:

“Los saludo, queridos obreros, por el trabajo


que hacen en bien de la sociedad. A ustedes
y a todos los obreros hay que agradecer el
trabajo con que se hace todo lo necesario pa-
ra la vida, y no a los ricos, que les pagan un
jornal mísero, y no se les pagan para que
vivan, sino porque si ustedes no trabajarán
tendrían que trabajar ellos” (La Escuela Mo-
derna, pág. 152)

¿Es posible suponer que sin una precisa instrucción


socialista pueda un niño de once años escribir?

“El trabajador, que debiera ser la admira-


ción del mundo, es el más despreciado por

45
nuestra sociedad. El que nos proporciona
vestido, casa y muebles; apacenta el ganado
que nos suministra lana y carne; con trenes
o buques nos lleva de un punto a otro, y nos
presta muchos otros servicios. A él debemos
la vida” (La Escuela Moderna, pág. 153).

Solamente una escuela impregnada de ideas socia-


listas y con un contenido ideológico revolucionario ex-
plícito y bien definido, puede hacer que niños de once
años se expresen de esta manera:

“¿Quiénes son los que disfrutan del traba-


jo producido por los obreros? Los ricos. ¿Pa-
ra qué sirven los ricos? Estos hombres son
improductivos, por lo que se les puede com-
parar con las abejas, sino que éstas tienen
más conocimiento, porque matan a los pa-
rásitos”.
“La mala organización social marca entre
los hombres una separación injusta, pues
hay dos clases de hombres, los que traba-
jan y los que no trabajan… Cuando hay una
huelga no se ven más que civiles a las puer-
tas de las fábricas dispuestos a hacer uso

46
del máuser. ¿No valdría más que en vez de
emplearse en eso se dedicaran a un oficio
útil?”
“¿Los hijos de los burgueses y los de los tra-
bajadores, no son todos de carne y hueso?
Pues ¿por qué en la sociedad han de ser unos
diferentes de otros?” (La Escuela Moderna,
pág. 154-155).

Cuando se leen frases como éstas, se explican fá-


cilmente el odio y el temor que el nombre de Ferrer
inspiró en su época a la burguesía industrial españo-
la. Un aeda de esta burguesía, el novelista catalán Ig-
nacio Agustí, por ejemplo, que sabe unir el intimismo
nostálgico con un rencor lleno de ignorancia hacia la
clase obrera y el socialismo, no duda en mezclar con
la Escuela Moderna el terrorismo, el atentado contra
la pareja real, las logias, los estupefacientes… y otras
basuras (El viudo Rius, Barcelona, 1962, pág. 135).
En realidad, el carácter revolucionario de la Escuela
Moderna deriva de su carácter racionalista y científi-
co (tal como son entendidos el racionalismo y la cien-
cia por Ferrer). Cuando éste sostiene que no preten-
de fomentar la lucha de clases directamente entre los
educados, probablemente sólo busca una justificación

47
para el hecho de que su escuela no sea gratuita y en-
teramente proletaria, sino más bien policlasista (por la
composición de su alumnado). De hecho, según vimos,
la lucha de clases, así como la lucha contra el Estado
y la Iglesia, constituyen el alma de toda la enseñan-
za en la Escuela Moderna. Y si es evidente que sólo
el prejuicio o la mala fe de los pedagogos conservado-
res pudo difundir la especie de que allí no se enseña-
ba otra cosa más que “política” (confróntese Y. Turín,
op. cit., pág. 318-319), también es claro que todo cuan-
to se enseñaba —y no podía ser de otro modo, dados
los presupuestos filosóficos de Ferrer— estaba impreg-
nado de una ideología socialista y libertaria, y de un
espíritu revolucionario. Desde este punto de vista, la
Escuela Moderna se halla en abierto contraste con la
mayoría de las experiencias de la pedagogía libertaria
que se realizaron después, hasta nuestros días. Ni si-
quiera la más radical de estas experiencias, la de la Ge-
meinschaftsschule, de Hamburgo, tan duramente ata-
cada por prensa nacional-socialista y por los corifeos
de la pedagogía nazi, trasmitió una ideología revolu-
cionaria o planteó directamente la problemática de la
sociedad contemporánea con espíritu libertario. Neill,
el fundador de Summerhill, opina que la política (y, por
consiguiente, también la antipolítica del anarquismo),

48
igual que la religión, constituyen un problema privado
y puramente personal, cuya resolución debe encarar el
adulto y no el niño.
El internacionalismo anarquista de la Escuela Mo-
derna se revela inclusive en la abierta negativa de su
fundador a usar en ella la lengua local y regional, el
catalán, que era, sin duda, la lengua que él mismo ha-
bía hablado primero, de niño. Prefiere el castellano, no
porque quiera hacer concesión alguna al nacionalis-
mo español y al centralismo madrileño, sino porque
lo considera más universal que el catalán. Pero, si en
su mano estuviera, sólo utilizaría una lengua interna-
cional, capaz de vincular espiritualmente a todos los
hombres del mundo, como el esperanto, por ejemplo
(cfr. La Escuela Moderna, pág. 36). Para sostener este
criterio, debe enfrentarse Ferrer a muchos influyentes
personajes y, entre ellos, a Lambí, el futuro líder de la
“Liga Catalana” y prominente portavoz de la derecha
regional (cfr. Sol Ferrer, op. cit., pág. 71).

49
Capítulo V
El tercer rasgo propio de la Escuela Moderna es su
carácter, integral. Esta denominación, igual que la de
“racional y científica”, no las inventamos nosotros ni
ninguno de los autores que sobre el tema han tratado
(como Álvarez Junco), sino que corresponde al voca-
bulario pedagógico anarquista de la época. Se entiende
por enseñanza “integral” la que no se limita a la forma-
ción de la inteligencia y del espíritu, sino que pretende
también formar el cuerpo y la mano; la que, según los
postulados de Kropotkin, atiende a la integración del
trabajo intelectual con el trabajo manual (cfr. Campos,
fábricas y talleres). Cuando en 1907 la Escuela Moder-
na fue reabierta, después del proceso y la absolución
de Ferrer, éste recibió una carta del propio Kropotkin
recomendando tal integración y citando, como ejem-
plo, algunos establecimientos norteamericano, que él
había conocido, sin duda, en su gira de conferencias
por aquel país (cfr. Y. Turín, op. cit., pág. 316). Para

50
Kropotkin la actividad intelectual desligada del traba-
jo manual deforma y deshumaniza (alienan, dirían los
marxistas) tanto como el trabajo manual ajeno a todo
pensamiento. En una sociedad socialista —sostiene—
ningún hombre estará condenado, como en la presen-
te sociedad industrial burguesa, a pasar su vida en la
ejecución de una acción mínima y sin sentido; todos se
sentirían dueños de sus actos por la comprensión de
su objeto, de su naturaleza y de sus afines; nadie ten-
drá siquiera un solo oficio o profesión, sino que, por
el contrario, alternará en el mayor número de ocupa-
ciones que sea posible. Ya Déjacque, en su utopía El
Humanisferio, que data de mediados del siglo XIX, ha-
bía representado a cada miembro de la futura e ideal
ciudad anarcocomunista ejerciendo sucesivamente y
según su gusto todos los oficios, todas las profesiones,
todas las artes. También Reclús había insistido en la
necesidad de integrar el pensamiento con el trabajo
manual y, en términos generales, todos los socialistas
de la época de Ferrer veían como un abismo a salvar
las diferencias que separan al campesino del obrero in-
dustrial, y sobre todo, al trabajador intelectual del tra-
bajador manual.
En la Escuela Moderna se trata de formar hombres
en los cuales la teoría no quede aislada de la práctica

51
ni la inteligencia separada del trabajo. Si por “antiinte-
lectualismo” se entiende la tendencia a negar el cultivo
del pensamiento por el pensamiento mismo, se podrá
decir que ella es una escuela “antiintelectualista”; pero,
si por tal se entiende la subordinación de la razón y de
la inteligencia a alguna instancia irracional, es eviden-
te que de ninguna manera merecerá tal calificativo. Lo
que la Escuela Moderna rechaza no es la “inteligencia”
(¿cómo podría hacerlo, si empieza por autocalificarse
como “racional y científica”?), sino más bien al “inte-
lectual”, como clase social y como tipo humano. En no
menor medida desearía asimismo acabar con el traba-
jo puramente “manual” y con la mecanización de la ac-
tividad humana dentro de la sociedad moderna, para
lograr el hombre “integral”.
Su meta es la formación de hombres aptos para vivir
en una sociedad industrial, sin adoptar, sin embargo,
los ideales de dicha sociedad; capaces de hacer y de
obrar pensando, para trasformar revolucionariamente
en el medio en que viven.
Es por eso que en la Escuela Moderna, como antes
en el orfanato de Robin, los niños realizan toda cla-
se de trabajos manuales (jardinería, horticultura, lim-
pieza, etc.). En esto recoge Ferrer tanto las ideas de
la pedagogía socialista del siglo XIX (recordemos en

52
especial las “pequeños hordas” de Fourier) como las
de otras tendencias modernas, de ideología democráti-
ca, aunque no necesariamente socialista. Tal es el caso
de la Escuela Activa, para la cual el hacer constituye
el fundamento de toda tarea educativa. Esta corrien-
te pedagógica, cuyos antecedentes suelen buscarse en
Pestalozzi y en Rousseau, se caracteriza tanto por una
tendencia a fomentar en los educados el sentido de la
solidaridad y de la cooperación, como por su decidi-
do rechazo de la tradicional enseñanza memorista y
verbalista. Al aprendizaje libresco pretende sustituir
la experiencia directa del niño y a la asimilación de
palabras, la creación de cosas. Uno de sus puntos de
partida es la idea de que en el niño se da siempre un
impulso demiúrgico. Ahora bien, las primeras realiza-
ciones concretas de la Escuela activa pueden remon-
tarse a muy pocos años antes de la fundación de la
Escuela Moderna. Recién en 1896 fundó J. Dewey en
la universidad de Chicago su “Escuela Elemental”, y
al año siguiente iniciaba Kerschenteiner en Munich su
trasformación de las escuelas primarias. Más aún, los
métodos activos propiamente tales, como el de la docto-
ra Montessori (en la “Casa dei bambini” de Roma) y el
del doctor Decroly (en la “Escuela para la vida” en Bru-

53
selas) datan precisamente del último y penúltimo año
de funcionamiento de la Escuela Moderna de Ferrer.
Todo esto nos demuestra, si no la absoluta origina-
lidad, por lo menos la gran novedad de los métodos
que Ferrer implantó o pretendió implantar en su Es-
cuela Moderna. De todas maneras, aunque él conocía,
sin duda, las ideas de los pedagogos de la Escuela ac-
tiva, es preciso advertir que antes de la aparición de
los métodos de esta Escuela, “había comenzado ya a
practicarse la educación activa de ciertas escuelas de
Europa, como las “Escuelas nuevas”, que comienzan
en la Abbotsholme, en Inglaterra, y que se trasplan-
tan a Alemania, con los “Hogares de educación en el
campo”, del doctor Liertz; a Francia, con la Ecole des
Roches, de Desmolins; a Suiza, con la escuela de Paul
Geeheb, etc.” (L. Luzuriaga, Diccionario de Pedagogía,
1960, págs. 11-12).
He aquí cómo el gran geógrafo anarquista Eliseo Re-
clús, en carta dirigida a Ferrer desde Bruselas, el 26 de
febrero de 1903, que aparece incluida en el libro La Es-
cuela Moderna, se expresa acerca de la enseñanza de la
geografía:

“Si tuviera la dicha de ser profesor de geo-


grafía para niños, sin verme encerrado en

54
un establecimiento oficial o particular, me
guardaría bien de comenzar por poner li-
bros y mapas en manos de mis infanti-
les compañeros; quizá ni pronunciaría ante
ellos la palabra griega geografía, pero sí les
invitaría a largos paseos comunes, feliz de
aprender en su compañía. Siendo profesor,
pero profesor sin título, cuidaría mucho de
proceder con método en esos paseos y en las
conversaciones suscitadas por la vista de los
objetos y de los paisajes… Por monótono y
pobre que fuera nuestro punto de residen-
cia, no faltaría la posibilidad de ver, si no
montañas o colinas, al menos algunas ro-
cas que rasgaran la vestidura de tierras más
recientemente depositadas; por todas partes
observaríamos cierta diversidad de terrenos,
arenas, arcillas, pantanos y turbas; proba-
blemente también areniscas y calcáreas; po-
dríamos seguir el margen de un arroyo o de
un río, ver una corriente que se pierde, un re-
molino que se desarrolla, un reflujo que de-
vuelve las aguas, el juego de las arrugas que
se forma en la arena, la marcha de las ero-
siones que despojan parte de una ribera y de

55
los aluviones que se depositan sobre los ba-
jíos. Si nuestra comarca fuera tan poco fa-
vorecida por la naturaleza que careciera de
arroyos temporales con sus cauces, acantila-
dos, rápidos, contenciones, compuertas, cir-
cuitos, revueltas y confluentes; en fin, la va-
riedad infinita de fenómenos hidrológicos”.
(La Escuela Moderna, pág. 108)
Así como para Ferrer no se deben confundir el juego
y las prácticas atléticas con el deporte, según veremos
más adelante, así para Reclús, cuyas ideas hace suyas
el mismo Ferrer, estas excursiones pedagógicas y las
más extensas que se puedan hacer no han de equipa-
rarse en ningún momento al “turismo”:
“A estos paseos alrededor de nuestra resi-
dencia habitual, las circunstancias de la vi-
da podrían añadir largas excursiones, ver-
daderos viajes, dirigidos con método, por-
que no se trata de correr al azar, como aque-
llos americanos que dan su «vuelta al Mun-
do Antiguo», y que suelen hacerse más ig-
norantes a fuerza de amontonar desorde-
nadamente lugares y personas en sus cere-
bros, confundiéndose todo en sus recuerdos:

56
los bailes de París, la revista de la guardia
en Postdam, las visitas al papa y al sultán,
la subida a las pirámides y la adoración
al Santo Sepulcro… Para evitar semejantes
aberraciones es importante proceder a las
excursiones y a los viajes con el mismo cui-
dado de método que en el estudio ordina-
rio para la enseñanza; pero es preciso evitar
también todo pedantismo en la dirección de
los viajes, porque ante todo el niño ha de en-
contrar en ellos su alegría: el estudio debe
presentarse únicamente en el momento psi-
cológico, en el preciso instante en que la vis-
ta y la descripción entren de lleno en el ce-
rebro para grabarse en él para siempre. Pre-
parado de ese modo, el niño se encuentra ya
muy adelantado, aunque no haya seguido
lo que se llama en curso: el entendimiento
se halla abierto y tiene deseo de saber” (La
Escuela Moderna, pág. 109-110).

En otro pasaje de su libro refiere Ferrer las excursio-


nes realizadas por los alumnos de la Escuela Moderna
a diversas fábricas de Sabadell, “donde se relacionaron
afectuosísimamente con obreras y obreros, que aco-

57
gieron a los infantiles visitantes con amor y respeto”,
y donde pudieron aprender directamente el funciona-
miento de la industria textil en sus diversos momentos
(La Escuela Moderna, pág. 130-134). Ya Froebel, en el ca-
pítulo XXII de su obra La Educación del hombre, había
hablado de la “utilidad de pequeños viajes y de largos
paseos”. Mucho antes todavía, a comienzos del siglo
XV, Vitorrino da Feltre utilizaba, en su “Casa giocosa”,
de Mantua, las excursiones como recurso pedagógico.
A pesar de esto, se ha criticado a Ferrer el que la en-
señanza impartida por la Escuela Moderna siguiera ba-
sándose más en los libros que en la experiencia directa.
“Al revés que Paúl Robin, Ferrer se basó en los libros
más que en la actividad manual o el aprendizaje direc-
to; aquéllos, aunque tendían a versar sobre materias
científicas más que humanísticas, distaban mucho de
ser manuales técnicos-profesionales, y si bien se edita-
ban por la propia Escuela Moderna (lo que demuestra
la preocupación de Ferrer por la clase de libros y por
su contenido), de ningún modo se trataba de una ex-
periencia del tipo de “la imprenta en la escuela”, como
la técnica con la que, nos parece, ha recogido parcial-
mente Freinet en nuestro siglo la vieja preocupación
por la enseñanza integral” (Álvarez Junco, op. cit., pág.
532).

58
Tales críticas sólo se justifican, a nuestro juicio, par-
cialmente. En un país como la España del novecien-
tos, con una abrumadora mayoría de analfabetos y al
mismo tiempo con una abundante literatura clerical-
reaccionaria, la preocupación de Ferrer por el libro es-
colar y su insistencia en la publicación de manuales
escritos con criterio “científico” y progresista resulta
fácilmente compresibles. Es verdad que entre los enun-
ciados teórico-pragmáticos y la praxis educacional hu-
bo una cierta disparidad y que el libro siguió siendo
instrumento principal en la enseñanza de la Escuela
Moderna, pero ciertamente no fue instrumento único
y esto ya bastaba para diferenciar profundamente la
técnica didáctica de la misma frente a las de las escue-
las tradicionales del país. Por otra parte, si bien es cier-
to que la editorial de la Escuela Moderna no estaba
incorporada a la misma escuela como obra a realizar
por parte de los educados (como en la aludida expe-
riencia de “la imprenta escolar”) no debe olvidarse que
una parte del Boletín, por lo menos, estaba dedicada a
publicar trabajos originales de los alumnos. El mismo
Ferrer nos los dice así:

“Una de las secciones del Boletín que mayor


éxito alcanzaron, fue la destinada a la pu-

59
blicación de pensamientos de los alumnos.
Más que una exposición de sus adelantos,
en cuyo concepto jamás se hubieran publi-
cado, era la manifestación espontánea del
sentido común. Niñas y niños, sin diferen-
cia apreciable en concepto intelectual por
causa del sexo, en el choque con la realidad
de la vida que les ofrecían las explicaciones
de los profesores y las lecturas, consignaban
sus impresiones en sencillas notas, si a veces
eran juicios simplistas e incompletos, mu-
cha más resultaban de incontrastable lógi-
ca, que trataban asuntos filosóficos, políti-
cos o sociales de importancia” (La Escuela
Moderna, pág. 162).

60
Capítulo VI
También el juego desempeñaba un papel importan-
te en la pedagogía de la Escuela Moderna.
Ferrer, oponiéndose a la pedagogía tradicional, se
niega a ver en él un mero instrumento para el desa-
rrollo físico del niño. Rechazaba por eso la sustitución,
que algunos creyeron ventajosa, del juego por la gim-
nasia y por el menor ejercicio físico. El juego —opina—
tiene una función más profunda, desde el momento
que “que el estado placentero y el libre desplegamiento
de las tendencias nativas son factores importantes, esen-
ciadísimos y predominantes en la vigorización y desen-
volvimiento del ser del niño” (La Escuela Moderna, pág.
68).
Sin citarlo, parece recordar aquí Ferrer aquel pasaje
en que Froebel dice que “por el juego [el niño] se abre
al gozo y para el gozo como se abre la flor al salir del
capullo; porque el gozo es el alma de todas las accio-

61
nes de esta edad” (La Educación del Hombre, New York,
1912, pág. 255).
Pero es Spencer a quien sigue y cita cuando, a ren-
glón seguido, sostiene que el vivo interés y la alegría
que el niño siente en sus juegos es tan importante co-
mo el ejercicio corporal que los acompaña. De ahí que
la gimnasia, al no ofrecer esta clase de estímulos men-
tales, siempre sea defectuosa e inferior al juego mismo.
Implícitamente parece adherir también Ferrer a la
teoría de Spencer, que explica el juego por un exce-
so de energía (teoría a la cual se inclina hoy M. A. S.
Neill, el fundador de Summerhill), y como mero recreo,
según lo concebía Schiller, o como atavismo, según lo
explicaba Stanley Hall. Pero, de todas maneras, de ha-
berlo conocido, hubiera también acogido con simpatía
la teoría de Karl Bühler, que hace del juego una especie
de ejercicio previo y preparatorio para la vida.
En todo caso no tarda en advertir que los juegos “me-
recen en la pedagogía otro punto de vista y una mayor
consideración si se quiere” (La Escuela Moderna, pág.
98). Si analizamos los juegos infantiles, veremos que
guardan gran similitud con los trabajos más serios de
los adultos:

62
“Los niños combinan y ejecutan sus juegos
con un interés y una energía que sólo abate
el cansancio. Trabajan por imitar cuantas
cosas pueden concebir que hacen los gran-
des. Construyen casas, hacen pasteles de ba-
rro, van a la ciudad, juegan a la escuela,
dan baile, hacen de médico, visitan muñe-
cas, lavan la ropa, dan funciones de circo,
venden frutos y bebidas, forman jardines,
trabajan en minas de carbón, escriben car-
tas, se hacen burla, discuten, pelean, etc. To-
do eso tiende a demostrarnos —añade— ‘El
niño juega a hombre, y cuando llega a la
edad viril hace en serio aquello que de niño
divertía’”. (La Escuela Moderna, pág. 71).

Pero además de esta función del juego como ejerci-


cio preparatorio para la vida, señala Ferrer otra aún
más importante, que es la de manifestar y coadyuvar
al libre desarrollo de la vida mediante el placer que
provoca y le es propio:

“Debe dejarse al niño que en donde quiere


que esté manifieste sinceramente sus deseos.
Este es el factor principal del juego, que, co-

63
mo advierte Johonnot, es el deseo compla-
cido por la libre actividad. Por lo mismo,
no nos pesa decir que es de absoluta nece-
sidad que se vaya introduciendo sustancia
del juego por el interior de las clases. Así lo
entienden en países más cultos y en organis-
mos escolares que prescinden de toda añeja
preocupación, y no desean otra cosa que en-
contrar racionales procedimientos para rea-
lizar la amigable composición entre la sa-
lud y el adelanto del niño” (La Escuela Mo-
derna, pág. 69).

Como los educadores de la Escuela activa, arremete


Ferrer contra el mutismo y la pasividad de las aulas tra-
dicionales y quiere sustituir la recepción de ideas por
la creación. Pero va más allá que la mayoría de ellos,
en cuanto no se contenta, como Ad. Ferriére, con pro-
mover “un movimiento de reacción contra lo que sub-
siste de medieval en la escuela contemporánea”, sino
que pretende superar toda pedagogía cristiana, basada
en el dogma del pecado original. El elemento hedonis-
ta aparece así en él con más fuerza que en otros pe-
dagogos afines, ya provengan del socialismo, ya de la
Escuela activa:

64
“Una concepción más verdadera y más op-
timista de la vida del hombre ha obligado a
los pedagogos a modificar sus ideas. En indi-
viduos y colectividades donde ha penetrado
la cultura moderna, se ve la vida desde un
punto de vista contrario a las enseñanzas
del sentido cristiano. La idea de que la vida
es una cruz, una enojosa y pesada carga, tie-
ne que tolerarse hasta que la providencia se
harte de vernos sufrir, radicalmente desapa-
rece. La vida se nos dice, es para gozar de la
vida, para vivirla. Lo que atormenta y pro-
duce dolor se debe rechazar como mutilador
de la vida. El que pacientemente lo acepta
es merecedor de que se le considere como un
atávico degenerado, o de ser un desdichado
inmoral, si tiene conocimiento de lo que ha-
ce” (La Escuela Moderna, pág. 69-70).

Finalmente, el juego tiene, para Ferrer, una tercera


función, que consiste en desarrollar en el educado el
sentido altruista. Contradiciendo en esto a Kropotkin,
afirma Ferrer que el niño es por lo general egoísta gra-
cias a la ley de la herencia. Esto se manifiesta, para
él, en su natural despótico, que lo lleva a querer impo-

65
nerse siempre sobre sus iguales. A través del juego se
lo puede muy bien orientar hacia la cooperación y la
solidaridad, demostrándole que se obtiene mayor pro-
vecho con la tolerancia y que la ley de la solidaridad
beneficia a los demás y al mismo tiempo que la practica
(La Escuela Moderna, pág. 71-72).

66
Capítulo VII
Ferrer demostró siempre, como fundador y director
de la Escuela Moderna, una verdadera obsesión por la
higiene. Claro está que no fue el primero en hablar de
ello en España. Médicos y pedagogos habían insistido
desde mucho tiempo atrás en la necesidad de atender
al emplazamiento, la orientación y las condiciones ge-
nerales del edificio escolar, así como a la adecuada di-
mensión de las aulas, a la ventilación, la calefacción y
el alumbrado, al mobiliario y a la distribución de los di-
versos departamentos y servicios (lavabos, vestuarios,
patios, etc.). Para citar un ejemplo entre muchos que
se podrían traer, recordaremos que quince años antes
de la fundación de la Escuela Moderna, el catedrático
de Higiene pública y privada de la Universidad de Va-
lladolid, doctor Nicanor Remolar García, dedicó su Dis-
curso inaugural para el curso de 1885-1886 a la “Higiene
de las escuelas”. Sin embargo, en la práctica, la gran
mayoría de las escuelas de la península, y particular-

67
mente las rurales y suburbanas, carecían a comienzos
de siglo de las más elementales condiciones higiénicas.
Esto se debía, sin duda, principalmente a factores de
índole socio-económica y a la política tradicionalmen-
te negligente de los gobernantes españoles de la época
en materia de educación primaria. Pero tenía también
por causa una generalizada y más bien difusa convic-
ción de la inferioridad del cuerpo frente al alma, in-
dependiente y libre, verdaderamente inmoral. Tal acti-
tud ascética, fomentada, aunque no siempre de modo
directo, por el clero, contribuía a un cierto menos pre-
cio por la higiene y por todo cuidado corporal. Y aquí
debe buscarse evidentemente la clave de la gran insis-
tencia de Ferrer en este punto de la higiene escolar.
Su hedonismo se complementaba muy bien con su an-
ticlericalismo. Y sentía verdaderamente complacencia
en equiparar catolicismo con suciedad y racionalidad
con aseo.

“Respecto a la higiene, la suciedad católica


domina en España. San Alejo y San Beni-
to Labra son, no los únicos, ni los más ca-
racterizados puercos que figuran en la lista
de los supuestos habitantes del reino de los
cielos, sino unos de los más populares en-

68
tre los inmundos e innumerables maestros
de la porquería” (La Escuela Moderna, pág.
62).
En España, el amor por la limpieza corporal y por la
higiene parece haber sido, hasta hace poco, cuestión
de heterodoxos. Pío Baroja, extractando el Diario del
cuáquero Usoz y Ríos, refiere que a éste le indigna la
suciedad de unos gallegos que viajan con él de Vigo
a Lisboa, y que escribe: “Bien hermosa y bella sería
España si en ella hubiese limpieza, tan suma limpie-
za como suma porquería hay ahora”. Y que poco más
adelante, comentando la suciedad de Portugal, cuya
educación está en manos de los frailes, añade el pro-
testante: “Y al cabo, quien dice frailes dice marranos y
holgazanes, y mal puede limpiar y educar un cerdo a
otros cerdos” (Pío Baroja, Siluetas románticas, Madrid,
1934, págs. 283-284).
Por otra parte, tampoco pierde Ferrer la ocasión de
atacar a la monarquía y a la clase burguesa, como cóm-
plices del clero, en el fomento de la suciedad:
“Con tales tipos de perfección, en medio del
ambiente de ignorancia, hábil e inicuamen-
te sostenido por el clero y la realeza de tiem-
pos pasados y por la burguesía liberal y

69
hasta democrática de nuestros días, claro es
que los niños que venían a nuestra escuela
habían de ser muy deficientes en punto a
limpieza: la suciedad era atávica” (La Es-
cuela Moderna, pág. 62).

“Prudente y sistemáticamente” se empezaron, pues,


a combatir los hábitos anti-higiénicos y la falta de aseo,
identificando limpieza con belleza, y suciedad con feal-
dad, mostrando la suciedad como causa de múltiples
enfermedades. Las influencia de esta educación higié-
nica llegó inclusive a las mismas familias de los educa-
dos, y Ferrer ve en este hecho un “consolador presagio
de la futura generación que ha de producir la enseñan-
za racional” (La Escuela Moderna, pág. 62).
En la tarea, más ardua sin duda de los que a primera
vista puede parecer, de implantar normas de higiene
escolar y de educar al mismo tiempo en la práctica de
la higiene a los alumnos, tuvo Ferrer la valiosa colabo-
ración del doctor Andrés Martínez Vargas, catedrático
de la Facultad de Medicina, cuyos estudios sobre tu-
berculosis y enfermedades infantiles le dieron renom-
bre internacional. Este médico ilustre, que era primo
del polígrafo Joaquín Costa (cfr. George. J. E. Chey-
ne, Joaquín Costa, el gran desconocido, Barcelona, 1972,

70
pág. 20), el cual estuvo muy estrechamente vinculado
a Giner de los Ríos, a la Institución Libre de Enseñanza,
y, por, tanto, a los problemas de la educación española
de su tiempo, era hombre de ideas radicales y simpa-
tizó siempre abiertamente con el proyecto de Ferrer,
aunque en ocasiones no dejara de presentarle algunas
objeciones de carácter práctico.
En un artículo, que Ferrer incluyó luego en su libro,
y que se titulaba Protección higiénica de las escuelas. Su
implantación por los particulares, aboga por lo que lla-
ma “protección e instrucción higiénicas en las escue-
las”, que es, para él, “la condición fundamental para
que la educación intelectual sea eficaz”. Ella deberían
atender —propone— los siguientes puntos: 1.º) Salu-
bridad del edificio; 2.º) Profilaxis de las enfermedades
transmisibles; 3.º) Comprobación del funcionamiento
normal de los órganos y del crecimiento; 4.º) Educa-
ción física y adaptación de los estudios a la capacidad
intelectual de cada niño; 5.º) Educación e instrucción
sanitarias; y 6.º) Redacción de un cuaderno biológico
(historia clínica e higiénica). Casi todos esos puntos
parece que se llevaron a la práctica dentro de la Es-
cuela Moderna. No faltaba allí el ejercicio de algunos
deportes (como la natación, considerada probablemen-
te el más integral de todos ellos), aunque desprovis-

71
tos siempre de cualquier sentido competitivo. Inclusi-
ve se hacía un lugar a la gimnasia, que, sin embargo,
no debía sustituir al juego, y a la que Ferrer miraba tal
vez con una cierta vaga aprensión por las connotacio-
nes que podían suscitar alineamientos, desfiles, órde-
nes, etc. (sabemos, sin embargo, que en el más célebre
de los institutos gimnásticos del siglo XIX, el Instituto
Central Real de Estocolmo, fundado en 1814, por la ac-
ción de Enrique Ling, se distinguía ya entre gimnasia
médica, gimnasia militar y gimnasia escolar) (cfr. Pie-
tro Romano, Dizionariodi Scienze Pedagoiche, Milano,
1929-I, pág. 457).
No ha faltado tampoco quien reprocha a Ferrer lo
inadecuado del local escogido para el funcionamiento
de su escuela. “En vez de ubicarla en las afueras de
Barcelona o en un ambiente rural, como aconsejan las
corrientes pedagógicas de entonces, a fin de facilitar el
desarrollo de los sentidos en contacto con la naturale-
za, Ferrer habilitó un piso en la calle Bailén, sin espacio
al aire libre, sin talleres y con muy pocas aulas. En tal
escuela sólo podía transmitirse una educación tan ma-
la como la tradicional”, dice B. Delgado (op. cit., pág.
52), contraponiendo la Escuela Moderna al Orfanato
de Cempuis, dirigido por Robin. Olvida, sin embargo,
la diferencia fundamental de tipo organizativo que ha-

72
bía entre ambas instituciones: la escuela de Robin esta-
ba destinada a recoger huérfanos de ambos sexos del
Departamento del Sena, y necesariamente funcionaba
como internado; la de Ferrer, destinaba a niños de las
diversas clases sociales de la ciudad de Barcelona, era
un externado. Mientras la primera podía muy bien fun-
cionar en el campo, la segunda no hubiera podido ha-
cerlo en aquella época sin dejar de ser lo que se propo-
nía ser: escuela urbana, externa, con coeducación de
clases. Por otra parte, si bien hay que reconocer que
la Escuela Moderna no logró realizar muy cabalmente
el programa de la Escuela Activa, y que la enseñanza
siguió allí basada sobre todo en el libro, tampoco es
verdad que careciera enteramente de talleres, y la en-
señanza al aire libre se impartía a través de frecuentes
excursiones colectivas.
El naturalismo pedagógico de Ferrer, que ignora la
idea del pecado original, y su anticlericalismo, que lo
lleva a oponerse a todas las instituciones de la edu-
cación tradicional, se manifiestan también en la adop-
ción del sistema coeducacional. La coeducación de los
sexos constituye, para él, la realización concreta más
significativa de la pedagogía racionalista, precisamen-
te porque es la que más se opone a la costumbre y los

73
prejuicios vigentes en la sociedad y la que más colide
con la tradicional y los principios católicos:

“La manifestación más importante de la en-


señanza racional, dado el atraso intelectual
del país, lo que por lo pronto podía chocar
más contra las preocupaciones y las costum-
bres, era la coeducación de niñas y niños”
(La Escuela Moderna, pág. 47).

El mismo Ferrer reconoce que ella no era absoluta-


mente nueva en España, y que en las aldeas, por razo-
nes simplemente económicas (es decir, por la imposi-
bilidad de pagar al mismo tiempo un maestro y una
maestra) muchas veces los niños recibían las clases en
la misma escuela; pero al mismo tiempo sostiene que
esto jamás sucedía en villas y ciudades donde la ense-
ñanza mixta era desconocida. Más aun, añade, “si acaso
por la literatura se tenía noticia de que en otros países
se predicaba, nadie pensaba en adaptarla a España, don-
de el propósito de introducir esa importantísima innova-
ción hubiera parecido descabellada utopía” (La Escuela
Moderna, pág. 47-48).
La idea misma de la coeducación es, sin embargo,
muy antigua, pues la encontramos y en la República

74
de Platón. En el siglo XVIII la habían defendido parti-
cularmente Rousseau y Condorcet, y a comienzos del
XIX, Fichte. En el campo socialista la habían promovi-
do —y en alguna medida, practicado— Babeuf en Fran-
cia y Owen en Inglaterra. La primera Internacional re-
comendaba el establecimiento de escuelas mixtas para
los hijos de los obreros.
Por otra parte, en Estados Unidos funcionaba ya des-
de 1835 el Colegio Mixto de Oberlin; y en 1853 el famo-
so pedagogo Horase Mann fundada un colegio coedu-
cacional en la ciudad de Antiochia. En Suecia había
escuelas secundarias mixtas desde 1876. Y en la pro-
pia España,Giner de los Ríos la lleva a la práctica en la
Institución Libre, a nivel secundario y superior.
Pero parece claro que el primer ensayo conocido y
notorio de la escuela mixta (si se exceptúan quizá algu-
nas de las escuelas libertarias y socialistas antes men-
cionadas que funcionaron siempre precaria y oscura-
mente), fue en España el de Ferrer.
En términos generales, puede decirse que la coedu-
cación se fue imponiendo, a partir de la última déca-
da del siglo pasado, en todas partes, pero de un modo
gradual. En las Universidades de integración de la mu-
jer tuvo lugar entre 1890 y 1920. En 1924 la Sociedad
de la Naciones fundaba un internado mixto. La revolu-

75
ción de Octubre impone la coeducación en las escue-
las primarias de la Unión Soviética, y aunque Stalin la
suprime (o la limita seriamente) en 1943, vuelve a ser
implantada después de la muerte de éste, en 1953.
En los países católicos y en España particularmente,
el gran obstáculo fue, durante mucho tiempo, la iglesia,
que siempre le opuso reparos, al menos en lo que toca
a la escuela primaria y secundaria.
Solamente durante la segunda república, en un mo-
mento en que el clero había perdido toda influencia en
las esferas gubernamentales y el planeamiento de la
educación estaba en manos de partidos laicos y más o
menos izquierdistas, se pudo dar un serio impulso a la
coeducación.
En esta tarea sobresalió concretamente el radical-
socialista Marcelino Domingo, primer Ministro de Ins-
trucción Pública en el Gobierno Provisional de la Repú-
blica, hasta octubre de 1931 (cfr. R. Tamames, Historia
de España, alfaguara VII, La república. La era de Franco,
Madrid, 1976, pág. 19).
Después de la caída de la república, durante largos
años, prevalecieron absolutamente las estrechas ideas
y los ñoños ideales del papa Pío XI. Este, en su encíclica
Divini Illius Magistri, considera “El método llamado co-
educación” como “erróneo y pernicioso a la educación

76
cristiana”, pues además de fundado en el naturalismo,
negador del pecado original, se basa “en una deplora-
ble confusión de ideas que trueca la legítima sociedad
humana en una promiscuidad e igualdad niveladora”.
Pero era justamente esta “igualdad niveladora”, im-
plicada en la coeducación, lo que la hacía atractiva a
los ojos de los socialistas y anarquistas; lo que, sin du-
da, la hacía indispensable en la Escuela Moderna.
Ferrer, que había visto fracasar su matrimonio con
Teresa Sanmartí, atribuía, sin duda, aquel hecho a la
inadecuada educación recibida por ella. Y ésta es, po-
siblemente, la causa de su insistencia en la necesidad
de la educación femenina y, al mismo tiempo, de la
coeducación. Supone, contra todo cuanto argumentan
los pedagogos católicos de su época, que sólo la tem-
prana y prolongada convivencia y el recíproco respeto
entre los sexos.

“La naturaleza, la filosofía y la historia en-


señan, contra todas las preocupaciones y to-
dos los atavismos, que la mujer y el hom-
bre completan el ser humano, y el desconoci-
miento de verdad tan esencial y trascenden-
tal ha sido y es causa de males gravísimos”
(La Escuela Moderna, pág. 48).

77
Fácil es advertir en los escritos de Ferrer una acti-
tud feminista, que lo lleva a reivindicar, con sentido
libertario y aun más allá de la época, una igualdad real
entre ambos sexos.

“El propósito de la enseñanza de referencia


es que los niños de ambos sexos tengan idén-
tica educación; que por semejante manera
desenvuelvan la inteligencia, purifiquen el
corazón y templen sus voluntades; que la
humanidad femenina y masculina se com-
penetren, desde la infancia, llegando a ser
la mujer, no de nombre, sino en realidad de
verdad, la compañera del hombre” (La Es-
cuela Moderna, pág. 49).

También aquí —y no sin razón, por cierto— acusa


Ferrer a la iglesia de haber negado en la práctica la dig-
nidad humana del sexo femenino, al que verbalmente
igualaba con el masculino. No sólo le ha negado toda
participación en el sacerdocio y la jerarquía eclesiásti-
ca, sino que, consagrando normas y valores de la vieja
sociedad patriarcal, ha hecho de la mujer todo lo con-
trario de una verdadera compañera del hombre. “Lo
que palpita, lo que vive por todas partes en nuestra so-

78
ciedades cristianas como fruto y término de la evolu-
ción patriarcal —dice— es la mujer no perteneciéndose
a sí misma, siendo ni más ni menos que un adjetivo del
hombre, atada continuamente al poste de su dominio
absoluto, a veces… con cadenas de oro”.
Pese a todas las acusaciones de donjuanismo que sus
enemigos vertieron sobre la cabeza de Ferrer, no es,
indudablemente, un machista quien, refiriéndose a la
mujer, escribe:

“El hombre la ha convertido en perpetua


menor. Una vez mutilada ha seguido para
con ella uno de los términos de disyuntiva
siguiente: o la oprime y le impone silencio,
o la trata como niño mimando… a gusto
del antojadizo señor” (La Escuela Moderna,
pág. 49).

Con la psicología de su época cree Ferrer que el


hombre representa el predominio del pensamiento y
el espíritu progresista, mientras la mujer, la fuerza del
sentimiento y del espíritu conservador. Pero, contra
la interpretación de muchos sociólogos y psicólogos,
advierte en seguida que ser diferente no significa ser
desigual o encontrarse en niveles distintos. Por otra

79
parte, al admitir el espíritu conservador de la mujer —
sostiene— no se esta admitiendo su inmovilidad men-
tal ni su innata oposición al progreso: todo dependerá
de lo que se le proporcione para guardar y conservar.
En el feminismo de Ferrer tuvieron, sin duda, gran
influencia las ideas de Robin sobre la revolución sexual.
El fundador del orfelinato de Cempuis había defendido
tesis muy osadas para su época. Además de propug-
nar el neo-maltusianismo (en lo cual no pudo lograr
el apoyo de su amigo Kropotkin), había emprendido
una campaña tendiente a liberar a las prostitutas del
estigma que les impone la sociedad burguesa y había
fundado la Ligueanti-esclaviste pour l’affranchissement
des file, con su revista Le cri des filles. En general, se
lo puede considerar como uno de los grandes precur-
sores decimonónicos del feminismo contemporáneo y
de la revolución sexual de nuestros días.
La gran meta de la pedagogía, en lo cual se cifra el fu-
turo de la humanidad, cosiste, según Ferrer, en lograr
“el matrimonio de las ideas con el corazón apasiona-
do y vehemente en la psiquis de la mujer” o, en otras
palabras, en realizar “el matriarcado moral”.

“Entonces, la humanidad, por una parte,


contemplada desde el círculo del hogar, po-

80
seerá el pedagogo significado que modele,
en el sentido del ideal, las semillas de las
nuevas generaciones; y por otra se contara
con el apóstol y propagandista entusiasta,
que por sobre todo ulterior sentimiento sepa
hacer sentir a los hombres la libertad, y la
solidaridad a los pueblos” (La Escuela Mo-
derna, pág. 53).

Parecería inclusive que, desde este punto de vista,


la educación de la mujer fuera más importante que la
del hombre. En la Escuela Moderna se llega a impartir
—cosa aún más insólita que la coeducación— una edu-
cación sexual. El rector de la Universidad de Barcelo-
na, doctor Rodríguez Méndez, que como vimos apoyó
desde el principio la obra de Ferrer, al proponerle éste
la idea de la educación sexual, consideró que esa era
adelantarse doscientos años a la época (Dommanget,
op. cit., pág. 399). Lo cierto es que Ferrer se adelanta-
ba, en este campo, más de medio siglo, pues recién en
nuestra década —y, desde luego, no en todos los paí-
ses no en todas las clases y grupos sociales— empieza
a generalizarse la educación sexual escolar. El arzobis-
po de Barcelona presentó una formal protesta contra
la práctica pedagógica. Y, en general, la coeducación y

81
la educación sexual (que, verdaderamente, es insepara-
ble de aquélla) fueron quizá los blancos más frecuentes
de los ataques conservadores contra la Escuela Moder-
na y contra la persona misma de Ferrer. En los proce-
sos que se le siguieron, no dejaron de salir a la luz. Y,
a decir verdad, quienes impugnaban por sobre todas
las cosas la coeducación de los sexos no equivocaban
la importancia del objetivo, ya que el propio fundador
de la Escuela Moderna ha escrito:

“La coeducación tenía para mí una impor-


tancia capitalísima, era, no sólo una cir-
cunstancia indispensable para la realiza-
ción del ideal que considero como resulta-
do de la enseñanza racionalista, sino co-
mo el ideal mismo, iniciando su vida en la
Escuela Moderna, desarrollándose progresi-
vamente sin exclusión alguna e inspirando
la seguridad de llegar al término prefijado”
(La Escuela Moderna, pág. 48).

82
Capítulo VIII
En la Escuela Moderna impero el principio de la li-
bertad. Frente a la rígida disciplina que caracteriza a
la escuela tradicional española, Ferrer quiere instaurar
una pedagogía ajena a la coacción, donde el educado
desarrolle sin presiones externas. Para él, como para
todo discípulo de Rousseau, el niño constituye lo más
importante del proceso educativo, mientras el maes-
tro y la materia misma a enseñar ocupan un lugar se-
cundario. La visión optimista que los clásicos del anar-
quismo (y particularmente Kropotkin, el gran teórico
libertario de la época) defienden y desarrollan, puede
considerarse como el trasfondo teórico inmediato de
estas ideas pedagógicas de Ferrer, aun cuando ocasio-
nalmente, como vimos, parezca disentir del optimismo
biológico de Kropotkin.
Como bien dice Dommanget, “en la escuela de Fe-
rrer —y es uno de sus rasgos esenciales— el niño es
libre, libre incluso de dejar la escuela”. Dentro del aula

83
se le permite una amplia libertad: entra y sale de ella
cuando quiere, se traslada de un sitio a otro, va a la
pizarra, lee este o aquel libro, se entrega a sus ensue-
ños infantiles. El mismo autor refiere que a un alumno
nuevo que se aburría Ferrer llegó a aconsejarle que se
fuera y que volviera sólo cuando tuviera ganas de ha-
cerlo (op. cit., pág. 308).
Hay que advertir, sin embargo, que esta libertad no
es en la Escuela Moderna tan absoluta como en la es-
cuela de Jasnaia Poliana, donde las relaciones entre
maestro y alumno son enteramente libres e informa-
les, y cuyo ideal, según las propias palabras del propio
Tolstoi, es que ellas fueran iguales a las que se esta-
blecen al practicar el deporte trineo. Tampoco parece
que se haya llegado a la idea del maestro-compañero,
y a la abolición de todos los detalles de organización
externa (programa, horario, distribución temática de
la materia, distribución fija de alumno por aulas, etc.),
como se hará en las comunidades escolares (Gemeins-
chaftschule), fundadas primero en Hamburgo y luego
en otras ciudades alemanas (Bremen, Groszschocher,
Berlín, etc.), después de la primera guerra mundial.
(Cfr. J. R. Schmid, El maestro compañero y la pedagogía
libertaria, Barcelona, 1976).

84
Inclusive entre las teorías anarquistas, no se suela
propiciar una absoluta libertad del niño en la escue-
la. Bakunin, por ejemplo, creía que éste necesita cier-
ta disciplina, que debe irse suavizado paulatinamente
hasta quedar abolida del todo. Y entre los ideólogos es-
pañoles del movimiento libertario parece haber predo-
minado, al menos hasta la época de Ferrer, este criterio
bakuninista, que se fortalece con las críticas a Tolstoi
y el recuerdo de su fracaso (Álvarez Junco, op. cit., pág.
529).
De todas maneras, desde el punto de vista de la liber-
tad del educado es claro que el pensamiento de Ferrer
se coloca no sólo cerca del de Tolstoi, sino también
en la línea que, partiendo de Rousseau, se continúa en
nuestro siglo con nombres tales como los de Ellen Key,
Ludwin Gurlitt, Berthohld Otto, M. A. S. Neil, y que la
Escuela Moderna forma parte de la familia compuesta
por la Gemeinschaftschule de Hamburgo, la Kindher-
heim Baumgarten de Viena, la Kearsley School de M.
E. F. O’Neil y, desde luego, el orfanato de Cempius de
Robin.
En la Escuela Moderna no hay premios ni castigos;
se han abolido los exámenes, las competencias y las
calificaciones y notas.

85
“Admitida y practicada la coeducación de
niñas y niños y ricos y pobres, es decir, par-
tiendo de la solidaridad y de la igualdad,
no habíamos de crear una desigualdad nue-
va, y, por tanto, en la Escuela Moderna
no habría premios, ni castigos, ni exáme-
nes en que hubiera alumnos ensoberbecidos
con la nota de «sobresalientes», medianías
que se conformaran con la vulgarísima no-
ta de «aprobados» ni infelices que sufrieran
el oprobio de verse despreciados por incapa-
ces” (La Escuela Moderna, pág. 89).

En esto se diferencia la Escuela Moderna —añade—


de las demás que existen en España (oficiales, religio-
sas e industriales). En la medida en que en todas ellas
imperaba una pedagogía más que tradicional, tradicio-
nalista, el sistema de premios y castigos tenía plena e
indiscutida vigencia.
Hacia comienzos de nuestro siglo eran muchos los
países de Europa y aun de América que habían asimi-
lado, por ejemplo, las agudas críticas de Locke a la ins-
titución de los castigos corporales, pero en las escue-
las, dirigidas por clérigos o por laicos clericales en su
mayoría. Locke no tenía mayor crédito. Mientras por

86
todas partes se iba imponiendo la idea surgida con el
naturalismo pedagógico (de Rousseau a Spencer) de
que los castigos válidos sólo son los inmanentes (las
relaciones naturales) y nunca los que se originan en
el arbitrio del docente, allí seguía imperando la palme-
ta. Mientras se tendía ya por doquier a ir suprimiendo
las recompensas y premios o reduciéndolos a los que
tienen un carácter corporativo (deportes) o de utilidad
para la institución, allí tenía lugar distribuciones de
premios como las descriptas por el padre Coloma en
Pequeñeces y se organizaban jerárquicamente las aulas
con el antiguo sistema de emperadores, cónsules y cen-
turiones, propio de la pedagogía jesuítica. Los exáme-
nes, los concursos, las oposiciones, seguían (y siguen)
siendo una manía muy hispánica. De nada valía (ni va-
le) argüir su carácter traumatizante y su escaso valor
como medio de evaluación (juicios dispares de los exa-
minadores, emotividad del examinado, etc.).
Cuando la enseñanza tiene por fin la adquisición
de un arte, ciencia o industria determinadas, es decir,
de una especialidad —dice Ferrer— podría ser útil el
examen o aun el diploma académico: ni lo niega ni lo
afirma.

87
“Pero en la Escuela Moderna no había tal
especialidad; allí ni siquiera se anticipaban
aquellas enseñanzas de conveniencia más
urgente encaminadas a ponerse en comu-
nión intelectual con el mundo; lo culminan-
te de aquella escuela, lo que la distingue
de todas, aun de las que pretendían pasar
como modelos progresivos, era que en ella
se desarrollaban amplísimamente las facul-
tades de la infancia sin sujeción a ningún
patrón dogmático, ni aun lo que pudiera
considerarse como resumen de la convicción
de su fundador y de sus profesores, y cada
alumno salía de allí para entrar en la activi-
dad social con la aptitud necesaria para ser
su propio maestro y guía en todo el curso de
la vida” (La Escuela Moderna, pág. 90).

Ciertamente no le fue fácil a Ferrer hacer entender


estas razones y aceptar estos criterios a los padres de
los mismos educados: algunos solicitaban castigos pa-
ra sus hijos, impregnados del bíblico de que la letra con
sangre entras; otros querían que los méritos de los su-
yos no quedaran sin recompensa ni pasaran desaperci-
bidos. Pero él permaneció firme en sus convicciones y

88
el único género de sanción que admitió en la escuela (si
“sanción” puede llamarse a esto) consistía en hacer no-
tar al educado la concordancia (o discordancia) entre
su conducta (buena o mala) y al bien propio y común.
He aquí lo que, ante la insistencia de algunos padres,
anclados en la rutina, se vio obligado a publicar en el
Boletín:

“Los exámenes clásicos, aquellos que esta-


mos habituados a ver a la terminación del
año escolar y a los que nuestros padres te-
nían en gran predicamento, no dan resulta-
do alguno, y si lo producen es en el orden
del mal. Estos actos, que se visten de solem-
nidades ridículas, parecen ser instituidos so-
lamente para satisfacer el amor propio en-
fermizo de los padres, la supina vanidad y
el interés egoísta de muchos maestros y pa-
ra causar sendas torturas a los niños antes
del examen, y después, las consiguientes en-
fermedades más o menos prematuras” (La
Escuela Moderna, pág. 91).

La necesidad de preservar ante todo la salud física y


psíquica y el propósito de no consagrar la vanidad de

89
los padres y el egoísta interés de los maestros, son así
el fundamento inmediato de la supresión de los exáme-
nes. Pero, en el fondo, hay otra razón aún más impor-
tante: la necesidad de excluir de la escuela cualquier
forma de coacción y el propósito de no coartar la liber-
tad del educado sometiéndolo a lo que más se parece a
un tribunal de justicia. Igualmente importante es, pa-
ra la Escuela Moderna, evitar la competencia malsana
y, por eso no transige con las calificaciones ni con los
premios. He aquí lo que escribe en el Boletín una maes-
tra:

“Mientras estudiábamos gramática, cálcu-


lo, ciencia y latín, los maestros y nuestros
padres no descansaban, como impulsados
por acuerdo tácito, procurando persuadir-
nos de que estábamos rodeados de rivales
que combatir, de superiores que admirar o
de inferiores que despreciar. ¿Con qué ob-
jeto trabajamos?, se nos ocurría preguntar
alguna vez, y se nos contestaba que ya ob-
tendríamos beneficio de nuestros esfuerzos
o soportaríamos las consecuencias de nues-
tra torpeza; y todas las excitaciones y to-
dos los actos nos inspiraban la convicción de

90
que si alcanzáramos el primer puesto, si lo-
gráramos ser más que los otros, nuestros pa-
dres, parientes y amigos, el profesor mismo,
nos darían distinguidas muestras de prefe-
rencia. Como consecuencia lógica, nuestros
esfuerzos se dirigían exclusivamente al pre-
mio, al éxito. De ese modo no se desarrolla-
ba en nuestro ser moral más que la vanidad
y el egoísmo” (La Escuela Moderna, pág. 93-
94).
Tampoco pasa inadvertido para esta educadora el
carácter deformante del sistema de enseñanza basado
en los exámenes: sabe que con él se desarrollan unilate-
ralmente ciertas facultades mientras otras se atrofian;
sabe que el estudiante descuida, gracias a él, aspectos
muy importantes de la vida.
Por otra parte, no deja de señalar las intrínsecas de-
ficiencias del examen mismo:
“Una nota o una clasificación dada en con-
diciones determinadas, sería diferente si
ciertas condiciones cambiaran; por ejemplo,
si el jurado fuera otro, si el ánimo del juez,
por cualquier circunstancia, hubiera varia-
do. En este asunto la casualidad reina como

91
señora absoluta, y la casualidad es ciega”
(La Escuela Moderna, pág. 95).

Otro argumento, no menos valedero que el anterior,


que esgrime la maestra Emilia Boivin contra los exá-
menes es que en ellos no se dan bases sólidas de eva-
luación, pues se reducen a un trabajo de algunas horas
o a una conversación de algunos minutos (La Escuela
Moderna, pág. 95).
Ferrer recibía con frecuencia, de parte de centros
obreros y grupos republicanos, quejas de los malos tra-
tos dispensados en los niños en las propias escuelas
fundadas por dichos centros y grupos de izquierda. Él
mismo tuvo ocasión de presenciar en sus visitas a di-
ferentes centros educativos cómo se seguían adminis-
trando castigos físicos a los educados.

“Esas prácticas irracionales y atávicas han


de desaparecer; la Pedagogía moderna las
rechaza en absoluto” (La Escuela Moderna,
pág. 46).

Por eso, una de las condiciones básicas que impone


a todo el que aspira a ejercer la docencia dentro de la
Escuela Moderna es absoluta renuncia a todo castigo

92
moral y material. El maestro que impone un castigo
cualquiera queda allí descalificado para siempre.

93
Capítulo IX
La Escuela Moderna no fue más que una faceta de
un prisma educacional, como dice Sol Ferrer en el libro
que escribió sobre su padre. Más exactamente habría
que decir que fue un núcleo en torno al cual se agru-
paron diversas empresas dirigidas todas a la educación
libertaria. Alrededor de ella giraban, en efecto, una bi-
blioteca, una editorial, una sala de conferencias públi-
cas, y una serie de instituciones para-escolares. Dos
de éstas, la sala de conferencias y la editorial revisten
particular importancia pedagógica. La idea de ofrecer
a los padres de los alumnos y al público en general, los
domingos por la mañana (como sustituto de la misa
y del sermón), una serie de conferencias sobre temas
científicos y sociales partió de la maestra anarquista
Clemencia Jacquinet, a quien Ferrer había contratado
para la Escuela, trayéndola desde Egipto donde ejercía
su profesión.

94
Al comienzo las conferencias no tuvieron mucho
método por la incompetencia de quienes la dictaban,
ni lograron mayor continuidad. A veces la falta de con-
ferenciantes obligó a sustituir a disertación por una
simple lectura. Sin embargo, el público que a ellas acu-
día era numeroso y la prensa liberal de Barcelona no
dejaba de anunciarlas. En vista de ello, Ferrer se reuni-
do con el ya mencionado doctor Martínez Vargas y con
Odón de Buen, catedrático de la Universidad, para pro-
ponerles la creación, en la Escuela, de una Universidad
Popular, “en la que aquella ciencia que en el estableci-
miento del Estado se da, o mejor dicho, se vende a la
juventud privilegiada, se diera gratuita al pueblo, como
una especie de restitución, ya que todo ser humano tiene
derecho a saber” (La Escuela Moderna, págs. 119-120).
La idea de la “Universidad Popular” había surgido
algunas décadas antes en diversos países de Europa,
con el propósito de vulgarizar la cultura y de promo-
ver la educación popular. Las universidades popula-
res se multiplicaron y se federaron pronto por países.
En los primeros años de nuestro siglo fueron surgien-
do así la Federation des Universités populaires de Fran-
cia, la Federazione delle Universitá popolari de Italia; la
Deutschen Oestörreichisches Volkschulen de Alemania;
la Central Oestörreichisches Volkschulen Verein, de Aus-

95
tria, etc. Aunque en ciertos casos sus promotores y di-
rectores fueron grupos vinculados a la izquierda socia-
lista o anarquista, en general adquirieron un matiz re-
formista y hasta conservador. Así en 1901, el senador
Pullé, presidente de la Federazione italiana, declaraba
ya que las universidades populares no tendrán en sus
cursos y en sus conferencias otro objetivo sino el de
ser un medio “para dar mejores hábitos de espíritu”,
con lo cual quería excluir evidentemente cualquier fi-
nalidad crítica o subversiva. Sin embargo, éste es pre-
cisamente el sentido que Ferrer quería dar. Para él se
trata, como siempre, de difundir la luz de la ciencia
y del saber racional a costa de las tinieblas de la reli-
gión y de la representación tradicional del mundo. Así,
el 15 de diciembre de 1901, Ernesto Vendrell inauguró
las conferencias hablando sobre Hipatía, mártir de la
ciencia y de la belleza y sobre el fanatismo religioso,
encarnado en el obispo Cirilo. Sabemos que uno de
los temas preferidos en las conferencias dominicales
eran los “sufrimientos humanos durante el curso ge-
neral de la historia” (o sea, la historia de la opresión
de los pueblos por las clases dominantes, del Estado y
de la Iglesia). En esta “misa de la ciencia” se conmemo-
raba asimismo hagiográficamente el “recuerdo de los
hombres eminentes en las ciencias, en las artes o en

96
las luchas por el progreso” (La Escuela Moderna, pág.
38).
Pero además había conferencias sobre temas especí-
ficamente científicos. El doctor Martínez Vargas diser-
taba sobre fisiología e higiene; el doctor De Buen sobre
geografía y ciencia naturales.
A partir del 5 de 1902 las conferencias dejaron de
tratar sobre temas aislados y se constituyeron sistemá-
ticamente dos cursos científicos, a cargo de estos dos
catedráticos. Al inaugurarlos, el primero de ellos habló
sobre higiene escolar, y el segundo sobre la utilidad del
estudio de la historia natural.
Aunque es claro que esta incipiente universidad po-
pular de la Escuela Moderna no alcanzó ni con mucho
la proyección y el nivel intelectual que había logrado
ya por entonces la Institución libre de enseñanza, fun-
dada en Madrid en 1876 por un grupo de destacados
docentes, privados de sus cátedras en la Universidad
Oficial por defender la libertad académica (Giner de
los Ríos, Azcárate, Salmerón, etc.), ella tuvo un sentido
específicamente “popular” y aun proletario (en cuanto
se esforzó por atraer a los militantes sindicales y a los
miembros de los centros obreros) que la Institución li-
bre nunca alcanzó. De hecho, la universidad popular
de Ferrer fue reconocida y aun imitada en el extran-

97
jero, en medios anarquistas (por Luigi Fabbri en Italia,
por Sebastián Faure en Francia), tanto como atacada en
su propia ciudad por los conservadores y por la prensa
tradicionalista y clerical, que veía con horror aquellas
sacrílegas “misas de la ciencia”. El propio Ferrer dice:

“Los eternos apaga-luces, los que fundan so-


bre las tinieblas de la ignorancia popular el
sostenimiento de sus privilegios, sufrieron
mucho al ver aquel foco de ilustración que
brillaba con tanta intensidad, y no sería po-
ca su complacencia al ver a la autoridad,
puesta a su servicio, extinguirle brutalmen-
te” (La Escuela Moderna, pág. 120).

Quizá el eco inmediato más importante de esta uni-


versidad popular, racionalista y anticlerical, de Ferrer,
haya sido la que con igual o semejante espíritu creó
tres o cuatro años más tarde (1905) Vicente Blasco Ibá-
ñez en la rotonda de un casino valenciano.
Otra de las instituciones que giraban en torno a la
Escuela Moderna es la Editorial. Uno de los más graves
problemas con que se enfrenta Ferrer al fundar su es-
cuela es el de la carencia de libros de texto adecuados
para los fines pedagógicos que se propone.

98
“Todo el bagaje instructivo de la antigua
pedagogía era una mezcla incoherente de
ciencia y de fe, de razón y absurdo, de bien
y de mal, de experiencia humana y de reve-
lación divina, de verdad y de error; en una
palabra, inadaptable en absoluto a la nueva
necesidad creada por el intento de la insti-
tución de la nueva escuela” (La Escuela Mo-
derna, pág. 99).

Puesto que la escuela desde tiempo inmemorial (es


decir, desde que existe la sociedad de clases) está supe-
ditada a los intereses de las clases dominantes y tien-
de (más que a comunicar el saber de las generaciones
anteriores a las nuevas) a imponer las pautas que con-
vienen al Estado y a los sectores superiores de la socie-
dad, resulta claro que nada de lo que estaba escrito con
esta finalidad se podría aprovechar en la Escuela Mo-
derna. Ni siquiera servían los textos utilizados por el
Estado democrático en sus escuelas laicas, porque en
ellos “Dios es remplazados por el Estado, la virtud cris-
tiana por el deber cívico, la religión por el patriotismo,
la sumisión por la obediencia al rey, al autócrata y al
clero por el acatamiento al funcionario, al propietario
y al patrón”. Se desvanecía así para Ferrer, la esperan-

99
za de utilizar, traduciéndolos y adaptándolos, los ma-
nuales usados en las escuelas de la Tercera República
Francesa.
Se veía, por consiguiente, en la necesidad de editar
sus propios libros de Texto; y de esta manera, surgió
la Editorial de la Escuela Moderna.
La primera obra que publicó, poco después de indu-
rados los cursos, fue Las aventuras de Nono, del anar-
quista francés Juan Grave, la cual, según palabras del
propio Ferrer, es una “especie de poema en que se paran-
gona con graciosa ingenuidad y verdad dramática una
fase de las delicias futuras con la triste realidad de la
sociedad presente, las dulzuras del país de Autonomía
con los horrores del reino de Argirocracia” (La Escuela
Moderna, pág. 101).
Esta obra tuvo mucho éxito entre los alumnos de la
Escuela Moderna, ya que el mismo Ferrer nos dice:

“Su lectura encantaba a los niños, y la pro-


fundidad de sus pensamientos sugería a
los profesores múltiples y oportunísimos co-
mentarios. Los niños en sus recreos reprodu-
cían las escenas de Autonomía, y los adul-
tos, en sus afanes y sufrimientos, veían re-
flejada su causa en la constitución de aque-

100
lla Argirocracia donde imperaba Monadio”
(La Escuela Moderna, pág. 101).

La obra había sido traducida por el viejo anarquis-


ta Anselmo Lorenzo, y de ella se sacaron 10.000. Los
dos libros editados a continuación tenían un abierto
contenido antinacionalista y antimilitarista, así como
el primero era, sobre todo, anticapitalista y antiestatal.
Se titulaban Cuadernos manuscritos y Patriotismo y co-
lonización. Aunque no escritos expresamente para la
Editorial de la Escuela Moderna, había sido traducidos
para ella, y no dejaron también de tener gran influen-
cia entre los educados.
Otras obras publicadas por la Editorial fueron el
Resumen de la Historia de España de Estévanez, el
Compendio de Historia Universal, de Clemencia Jacqui-
net; la Historia Natural, de Odón de Buen; La evolu-
ción superorgánica, de Lluris; La subsistencia universal,
de Bloch y Parafal-javat, y El origen del cristianismo,
de Lalvert, obra que había adaptado el escritor anar-
quista Malato, donde, según palabras del propio Ferrer,
“los mitos, los dogmas y las ceremonias se presentan en
su sencillez primitiva, unas veces como símbolo exotéri-
co que oculta una verdad para el iniciado y deja al ig-
norante una conseja, y otras como una adaptación de

101
creencias anteriores impuestas por la torpe rutina y con-
servada por la malicia utilitaria” (La Escuela Moderna,
pág. 117).
Ferrer tenía prevista la publicación de La gran revo-
lución, obra historiográfica en la que Kropotkin da su
propia interpretación libertaria de la revolución fran-
cesa. El libro había sido traducido también por Ansel-
mo Lorenzo, pero no se llegó a publicar en la Editorial.
Esta sacó a luz, en cambio, una serie de manuales de
lectura, de historia, de gramática, de ciencias naturales,
etc. que se vendían a precios muy populares.
Entre los libros editados, que no eran propiamente
textos de estudio, sino más bien trabajos destinados a
desarrollar al sentido crítico y a llenar las lagunas del
saber científico del alumno y del público proletario en
general, se cuentan también León Martín de Malato, El
niño de M.Petit y Preludios a la lucha de Pi y Arsuaga,
el hijo de Pi y Margall (Sol Ferrer, op. cit., pág. 117).
En general, todos los libros publicados estaban muy
bien impresos e iban acompañados de numerosos gra-
bados y láminas.
El éxito obtenido fue muy grande; los libros tenían
una gran demanda, y antes de 1909 algunos títulos al-
canzaban ya su cuarta edición. Centros republicanos,
bibliotecas populares, sindicatos y sociedades de resis-

102
tencia, escuelas laicas, se aprovecharon de ellos. Su fa-
ma y difusión trascendió las fronteras de España hacia
diversos países de lengua castellana. En Filipinas va-
rios de estos libros fueron adoptados como textos en
las escuelas y aun en los seminarios clericales de la
Iglesia aglipayana, desprendida de la Iglesia católica
pocos años antes y fuertemente opuesta a la jerarquía
hispánica y al predominio del clero peninsular. Su fun-
dador, el obispo Gregorio Aglipay, que en 1903 enca-
bezaba a una veintena de obispos y a 249 sacerdotes
indígenas, llegó inclusive a escribir una carta a Ferrer
para felicitarlo por su labor editorial (B. Delgado, op.
cit., pág. 54). En el Boletín núm. 61, del 1 de Junio de
1909 se reproduce la carta de felicitación del Episcopa-
do Independiente de Filipinas, dirigida desde Manila a
Ferrer, y firmada por el obispo Isidoro C. Pérez, secre-
tario general, y por el propio Gregorio Aglipay, obispo
supremo (Sol Ferrer, op. cit., págs. 124-125), así como
las observaciones críticas del propio Ferrer sobre dicha
carta (Ibíd., páginas 125-128).
Los libros de la Escuela Moderna alcanzaron tam-
bién algún éxito en ciertos países hispanoamericanos,
como Argentina y Uruguay, aunque, desde luego, no
en la escuela oficial.

103
La calidad didáctica de algunos de estos textos pare-
ce inmejorable. No se puede negar, sin embargo, que,
muy en consonancia con el carácter activamente revo-
lucionario de la Escuela, que, pese a las declaraciones
de su fundador, no se abstiene de la crítica directa a la
sociedad burguesa y a sus instituciones ni del adoctri-
namiento socialista y libertario, casi todos ellos están
impregnados de ideología anticapitalista, antimilitaris-
ta, anticlerical y, en general, anarquista, hasta el punto
de parecer muchas veces panfletos propagandísticos.
Esto no sucede sin desmedro de la eficacia pedagógi-
ca de los mismos. ¿Qué pensar, por ejemplo, de un li-
bro de aritmética elemental en el cual los problemas
planteados llevan inevitablemente referencias a la ex-
plotación capitalista, a la miseria obrera, a la plus valía,
etc?
Ya antes, en la única obra de texto escrita por el pro-
pio Ferrer, el Tratado de español práctico, editado en
París, en 1895, por Garnier, se advierte esta tendencia.
Un autor tan favorable, en general, a Ferrer, como es
Dommanget, reprocha, en efecto, a dicho manual (fru-
to de la experiencia pedagógica de Ferrer como profe-
sor de lengua española en Francia) no sólo cierta falta
de seriedad en las lecturas (como, por ejemplo, cuan-
do insiste sobre “la bella Otero”), sino también su con-

104
tinuo proselitismo (cfr. Sol Ferrer, op. cit., páginas 61-
63). Concluye, sin embargo, diciendo, con plena razón,
según parece, que aunque esto no se puede llamar sa-
na pedagogía, resulta por lo demás enteramente lógico
en un revolucionario como Ferrer (op. cit., pág. 388).
Para éste, en efecto, el modo con que hasta ahora
ha sido enseñada, por ejemplo, la aritmética “es uno
de los más poderosos medios de inculcar a los niños
las falsas ideas del sistema capitalista, que tan pesada-
mente gravita sobre la sociedad actual”. ¿Podría haber
hecho otra cosa —de acuerdo con sus propios ideales
pedagógicos— que exigir un texto en el cual no se tra-
te: “de dinero, de ahorro y de ganancia”, sino más bien
del trabajo humano, y en el cual “la aritmética resul-
te lo que debe ser en realidad: la ciencia de la economía
social, tomando la palabra economía en su sentido eti-
mológico de buena distribución”? (La Escuela Moderna,
pág. 105).
En la empresa editorial de la Escuela Moderna cola-
boraron con Ferrer, además de la maestra Jacquinet, el
conocido militante Anselmo Lorenzo, Portet, Morral,
Colominas, Maseras, Cristóbal Litrán y otros.
La tercera de las instituciones pedagógicas satélites
de la Escuela Moderna es el Boletín, órgano periodísti-
co de la misma.

105
El propio Ferrer explica así su origen y la función
que le asignó:

“La prensa política o la de información, lo


mismo cuando nos favorecía que cuando
empezó a señalar esta institución como pe-
ligrosa, no solía mantenerse en la recta im-
parcialidad, llevando las alabanzas por la
vía de la exageración o de la falsa interpre-
tación, o revistiendo las censuras con los ca-
racteres de la calumnia. Contra estos daños
no había más remedio que la sinceridad y
la claridad de nuestras propias manifesta-
ciones, ya que dejarlos sin rectificación era
una causa perenne de desprestigio, y el Bo-
letín de la Escuela Moderna llenó cumpli-
damente su misión”. (La Escuela Moderna,
pág. 161).

No se trataba, como se ve, de una revista pedagógi-


ca de carácter técnico o científico, cual había de serlo
La escuela renovada, que, inspirada y dirigida por Fe-
rrer, se publicará en Bruselas (desde el 15 de abril al
15 de noviembre de 1908) y luego, a partir de enero
de 1909, en París. Constituía más bien un órgano de

106
divulgación, de intercambio de ideas y experiencias y
de propaganda educativa. Sus destinatarios eran tanto
lo niños como los maestros, los padres y el público en
general. Tenía, sin embargo, un claro tono polémico,
al enfrentarse a los planteos de la escuela tradicional
y, en general, de la sociedad burguesa.
En total se publicaron 62 números entre 1901 y 1907.
Salía mensualmente. Al principio y hasta 1906 tenía só-
lo 16 páginas; desde 1906 se extendió en 24 (cfr. Dom-
manget, op. cit., pág. 402). Tuvo además una segunda
época que fue desde mayo de 1908 a julio de 1909.
En el Boletín se daban a conocer los programas de la
Escuela, se publicaban noticias y estadísticas relativas
a su actividad, estudios de los maestros sobre temas de
pedagogía, traducciones de artículos importantes apa-
recidos en revistas del exterior, crónicas e informes so-
bre la actualidad educacional en el mundo, resúmenes
de las conferencias dominicales, avisos y llamados a
concurso, etc. Pero la sección más original del mismo
era la dedicada a los trabajos de los alumnos. En ella,
como dice Ferrer, niños y niñas, “en el choque con la
realidad de la vida que les ofrecían las explicaciones de
los profesores y las lecturas, consignaban sus impresio-
nes en sencillas notas”, las cuales, “si a veces eran juicios

107
simplistas e incompletos, muchas más resultaban de in-
contrastable lógica” (La Escuela Moderna, pág. 162).
De esta manera, Ferrer viene a ser también uno de
los “pioneros” del periodismo escolar.
He aquí cómo caracteriza Sol Ferrer (op. cit., págs.
72-73) el contenido del Boletín: “En los boletines del
primer período aparece la preocupación del fundador
de la escuela por adaptarse, en el orden material e in-
telectual, a las nuevas exigencias del progreso cientí-
fico… Ellos resumen las actividades de la escuela, sus
progresos, ilustrados por estadísticas, las mejoras in-
troducidas, las conferencias, generalmente dominica-
les para padres, adultos y alumnos, las reseñas de las
excursiones, los textos de composiciones de los alum-
nos que subrayan bien el espíritu de la escuela, y, en
fin, la correspondencia de los alumnos de la “Escue-
la Moderna” con otros alumnos de centros semejan-
tes. La educación racionalista es allí evidentemente la
preocupación mayor. El número de 30 de septiembre
de 1904, por ejemplo, relata que se han ofrecido seis
conferencias, dadas por universitarios, sobre los temas
de la evolución, el origen de los mundos, la formación
de la tierra, el origen de la vida, las etapas de la evolu-
ción animal. Todo eso demuestra el gran interés de la
Escuela en los programas fundamentales a los que se

108
dedica la ciencia, sin pretender haberlos resuelto todos.
En el mismo boletín se encuentran también composi-
ciones de los niños que dan la orientación exacta de la
educación que reciben esos niños, llamados a formarse
una opinión sobre las cuestiones tradicionales ofreci-
das a sus reflexiones, a fin de ensanchar su horizonte
sobre todos los problemas humanos y más particular-
mente sobre las cuestiones sociales… Las cuestiones
sociales están, pues, al orden del día en el Boletín de
la Escuela Moderna. Así lo demuestra igualmente un
artículo titulado La enseñanza y los obreros. El autor
del artículo (Boletín del 28 de febrero de 1905) se le-
vanta contra el hecho de que algunos obreros envíen
sus hijos a instituciones cuya enseñanza desaprueban,
porque tales escuelas son gratuitas o caso. En la Escue-
la Moderna los niños pobres eran admitidos con una
ligera contribución o aun gratuitamente. Los pudien-
tes pagaban en proporción a sus medios. Los obreros
deben comprender que aun si les fuera necesario impo-
nerse privaciones para poder vivir, no deben ahorrar
sobre la parte concedida a la instrucción… En el bo-
letín de la misma fecha, 28 de febrero de 1905, Ferrer
responde públicamente al presidente de la Comisión en
pro de la abolición de las corridas de toros. Su oposición
a esta fiesta bárbara es, ciertamente, decidida: “Pero —

109
dice— es más bárbaro y más salvaje aún admitir y de-
fender un régimen basado en la explotación del hombre
por el hombre, que hace tan poco caso de la vida huma-
na”. La diversidad de las tomas de posición de Ferrer a
través de estos boletines de la primera época muestra
la originalidad de su pensamiento. Lo esencial para él
es liberar al individuo de toda opresión.
El 31 de mayo de 1906, Mateo Morral, hijo de un in-
dustrial de Sabadell y colaborador de la editorial de la
Escuela Moderna, que unos días antes ha viajado des-
de Barcelona a Madrid, arroja una bomba en la calle
Mayor contra el rey Alfonso XIII y su flamante espo-
sa, Victoria de Battenberg. El atentado deja un saldo
de veintiséis muertos y ciento siete heridos. Morral lo-
gra huir y se esconde durante algunos días en casa de
amigos republicanos (no anarquistas), hasta que, des-
cubierto por la policía, se suicida.
El hecho de que Morral hubiera trabajado hasta al-
gunas semanas antes en la institución fundada por Fe-
rrer fue motivo suficiente para que en seguida se sospe-
chara de éste y se le inculpara. El 4 de junio es deteni-
do y se le procesa como cómplice e incitador del aten-
tado (cfr.Lapouge-Bécarud, op. cit., pág. 64). Ya antes,
en dos ocasiones, la policía lo había querido implicar
en intentos de asesinatos políticos. “Ahora trataba de

110
demostrar, como dice Joan Connelly Ullman, que Fe-
rrer había proyectado el atentado de la calle Mayor en
unión de Nicolás Estévanez, conspirador sempiterno y
especialista en explosivos, que había llegado de París
varios días antes de que Morral saliera de Barcelona”
(op. cit., página 172).
En medios izquierdistas y republicanos se comen-
zó a difundir el rumor de que Morral había obrado en
realidad movido por una decepción amorosa, al verse
rechazado por Soledad Villafranca, maestra de la Es-
cuela Moderna que estaba unida a Ferrer desde fines
del año anterior, sin que, al parecer, el propio Morral lo
supiera. Se dijo más: que Ferrer se había aprovechado
de esta pasión para impulsarlo a la acción terrorista.
Sin embargo, no existe de ello la menor prueba y, en
principio, la intervención de Ferrer parece muy poco
verosímil. Todo nos conduce a pensar que por enton-
ces el maestro catalán estaba dedicado por entero a su
obra educativa y que no cifraba ya casi ninguna espe-
ranza en la política o en el terrorismo. Por otra parte, el
médico anarquista Vallina, que conoció de cerca a Mo-
rral y murió hace pocos años en su exilio mexicano,
sostenía, según dice Santillán, que, aunque enamora-
do de Soledad, aquél no obró sino con el propósito de
provocar el estallido de la revolución.

111
En realidad, puede decirse, pues, que Ferrer fue tan
ajeno al intentado magnicidio como el mismo movi-
miento obrero y anarquista. Aunque lo retuvieron du-
rante más de un año en la cárcel, los jueces no pudie-
ron encontrar prueba alguna contra él y, finalmente,
el 12 de junio de 1907, muy a pesar suyo, se vieron
obligados a dejarlo en libertad.
Factor importante en esta decisión judicial fue, sin
duda, la campaña llevada a cabo en el exterior por anar-
quistas, socialistas, republicanos, anticlericales, libera-
les y masones. El mundialmente célebre antropólogo y
criminólogo italiano Lombroso consideraba por enton-
ces a Ferrer como “il nuovo martire del libero pensiero
e della libertá’umana” en la España inquisitorial (Con-
nelly Ullman, op. cit., pág. 171). Dentro de España, en
cambio, casi nadie defendió a Ferrer, excepto Lerroux
y algunos periódicos republicanos, como España Nue-
va, de Rodrigo Soriano, en Madrid. La mayoría de los
republicanos parece haberse desentendido, por la ne-
gativa de Ferrer a colaborar con ellos; los anarquistas,
porque ponían en duda la moralidad de su vida priva-
da y de sus móviles; los masones, porque no deseaban
verse mezclados para nada con el terrorismo y el asesi-
nato político. El gran maestre Miguel Morayta llegó in-
clusive a escribir a las logias italianas para disuadirlas

112
de una campaña de apoyo a Ferrer (Connelly Ullman,
op. cit., pág. 172).
De todas maneras, al ser liberado se le siguió some-
tiendo a una estrecha vigilancia policial y se le hizo
objeto de diversas presiones morales. Por eso, apenas
diez días después de su encarcelamiento, cruzó la fron-
tera, decidido a poner fin al acoso policíaco y, al mis-
mo tiempo, a explicar a la opinión pública europea las
verdaderas razones de su encarcelamiento y proceso.
Demás está decir que la Escuela Moderna y sus filia-
les fueron clausuradas. Pero Ferrer no da muestras de
ceder en su fervor pedagógico y se convierte en propa-
gandista de la educación racional y libertaria a través
de varios países europeos, pero especialmente en Bél-
gica y Francia.
Después de descansar un mes en Amelie-les-Bains,
junto con su familia y con su amigo Anselmo Loren-
zo (período durante el cual concluye su libro La Escue-
la Moderna, que se publicará después de su muerte),
llega a París, donde lo aguardan Malato y otros mu-
chos amigos y simpatizantes. En Bruselas, la acogida
es aún más entusiasta que en París. Allí lo espera, en-
tre otros, su viejo amigo M. Christiaens. En Londres
se encuentra con el profesor de matemáticas cubano
Tarrida de Mármol, con Rodolfo Rocker, sindicalista li-

113
bertario alemán, con W.Heaford, secretario de la liga
de librepensadores ingleses y con el príncipe P. Kro-
potkin, uno de los pensadores anarquistas que más in-
fluyeron en sus concepciones políticas y sociales (Sol
Ferrer, op. cit., págs. 109-110).
El 15 de abril de 1908 empieza a publicar en Bruselas,
como ya se dijo, la revista pedagógica L’Ecole Renovée,
que traslada a París en enero de año siguiente. Paralela-
mente organiza la Liga Internacional para la Educación
Racional de los Niños, en cuyo consejo directivo figura,
como presidente de honor, Anatole France. Por otra
parte, reinicia sus actividades masónicas, y lo hace en
abierta oposición a las tendencias predominantes en
las logias españolas. Convencido de que éstas se han
vuelto conservadoras y han perdido la beligerancia so-
cial que en otro tiempo las había caracterizado, funda,
con un grupo de militantes de la izquierda republica-
na, una logia garibaldina a la que llama Los siete amigos
(Connelly Ullman, op. cit., pág. 175).
Mientras tanto, en Barcelona, aunque la Escuela no
ha podido reabrir sus puertas, la actividad editorial
continúa, y se comienzan a publicar nuevos textos, tra-
ducidos, la mayoría de ellos, del francés. En esta tarea
sigue contando Ferrer con la valiosa colaboración del
rector de la Universidad, doctor Rodríguez Méndez. Se

114
halla precisamente aquél en Londres, ocupado en ob-
tener la autorización para traducir algunos libros in-
gleses, cuando, al enterarse de la enfermedad de una
sobrina, decide volver en seguida a Barcelona.
He aquí cómo relata Sol Ferrer (op. cit., págs. 128-
131) la vuelta de su padre a la ciudad condal y las cir-
cunstancias que la rodearon:

“La primavera del año 1909 ve a Ferrer lle-


gar a Londres, donde piensa concederse va-
caciones. Todo va bien para él. La “Liga” ex-
tiende su influencia; la Revista marcha (900
suscriptores desde abril). Londres es una de
sus ciudades preferidas. Se ha instalado, se-
gún su costumbre, en la calle Montagne, 10,
en una “confortable casa de huéspedes”, cer-
ca del Museo Británico. Fuera de sus visi-
tas a la National Gallery y a la British Li-
brary, pasa el tiempo en interminables y
apasionadas conversaciones con Kropotkin
y William Heaford… Sus amigos de Lon-
dres lo ayudan eficazmente en sus búsque-
das bibliográficas y le procuran los libros
que creen que pueden interesarle… Ha ele-
gido ya seis libros cuando recibe un alar-

115
mante telegrama de su hermano José, anun-
ciándole que su mujer y su hija están gra-
vemente enfermas. Le ruega acudir lo antes
posible en su ayuda. Ferrer no duda cuan-
do se trata de su familia. Soledad y él se
encuentran al día siguiente en París. Tiene
una cita con Charles Albert en el Café de Pa-
rís. Se trata de “L’Ecole Renovée». Algunas
llamadas telefónicas. Llegan al Mas Germi-
nal el 14 de junio… María está fuera de pe-
ligro. Pero en la niñita se ha declarado la
fiebre tifoidea. Consultas, inquietud, visita
de un gran especialista. La pequeña mue-
re el 19 de junio. Ferrer se ve profundamen-
te afectado por ello. Evoca la Luz, su hija
bien amada, que ha desaparecido a la mis-
ma edad. A pesar de su dolor, trabaja ba-
jo el nogal, escribe cartas, copia notas, estu-
dia “seis deliciosos libritos ingleses” (según
escribe a W.Heaford), especialmente Chil-
dren’s Magic Garden y Magic Garden’s
Childhood, de Alice Chesterton. Piensa pu-
blicarlos. Según su costumbre, los anota, se-
ñalando los pasajes para desarrollar y los
que será preciso suprimir por su carácter

116
demasiado inglés. Tiene sobre su mesa una
traducción inconclusa de El Cuervo, de Ed-
gar Poe, y El dinamismo atómico. La edito-
rial lo ocupa mucho: cada día va a la ciudad
para acabar los asuntos en curso, antes de
volver a Inglaterra. Durante sus desplaza-
mientos advierte que es seguido, pero esto lo
divierte más que lo molesta. Un artículo de
Renato Ruggiera en Freedom, relatando su
visita-entrevista al Mas Germinal, nos pin-
ta la vida que allí se lleva después del recien-
te duelo: Ferrer, que espera al visitante en
la pequeña estación de Mongat, le declara
su intención de retornar pronto a Londres y
le confía otro libro inglés para hojear: The
Children’s book of Moral lessons. Ferrer,
con gravedad, habla de educación, expone
sus esfuerzos para resucitar la Escuela Mo-
derna. Al volver a llevar a su huésped a la
estación, le muestra a lo lejos, la siniestra
silueta de Montjuich… “ Quisiera borrarlo
de horizonte”, dice. Le señala también a un
individuo: “ Mi vigilante. Un policía dedi-
cado a mi persona. En todas partes se me
hace este honor”.

117
Sol Ferrer no cree, como muchos defensores de su
padre, que éste ignorara por entonces los aconteci-
mientos que se están preparando, aunque está conven-
cida plenamente de que nada tuvo que ver con la insu-
rrección popular y con los hechos de la Semana Trági-
ca.

118
Capítulo X
Cuando España intenta tomar posesión de Rif, de-
sértica región que le ha correspondido en el reparto
de Marruecos hecho por el tratado de Algeciras, de-
be enfrentar la feroz oposición de los indígenas. El 9
de julio de 1909 atacan éstos a un grupo de trabajado-
res españoles del ferrocarril de Menilla. El Gobierno
de Maura decreta la movilización de la Brigada Mixta
de Cataluña. El día 14 parte de Barcelona el batallón de
Cazadores y el 18 debe hacerlo el de Reus, integrado
totalmente por catalanes. La reacción popular y obrera
no tarda en hacerse sentir. El 20, anarquistas y socia-
listas deciden en Tarrasa la huelga general. El 23, el
Gobierno prohíbe una reunión conjunta que iba a rea-
lizarse en el local de Solidaridad Obrera. A socialistas
y anarquistas se unen los republicanos radicales de Le-
rroux, furiosamente anticlericales. El 26 estalla la huel-
ga. En la madrugada del 27 se inicia, en Pueblo Nuevo,
la quema de iglesias (Antonio Padilla, El movimiento

119
anarquista español, Barcelona, 1976, págs. 178-179). La
insurrección popular se generaliza. Se levantan barri-
cadas. En general, sin embargo, el movimiento no al-
canza un carácter verdaderamente revolucionario: no
hay intentos de asumir el control de la economía y ni
siquiera se trata de expropiar a comerciantes e indus-
triales o de asaltar los bancos. El blanco de todas las
iras populares parece ser el clero, a quien se considera
el gran responsable ideológico de la guerra colonial y
de la opresión de clases.
Según los datos oficiales proporcionados inmediata-
mente después de los hechos por el obispado de Bar-
celona, se quemaron doce iglesias y cuarenta conven-
tos y colegios religiosos, aunque primero estimó sólo
una treintena el número de éstos (Connelly Ullman,
op. cit., pág. 510). En el transcurso de la insurrección
murieron de cuatro a ocho agentes oficiales, entre mili-
tares y policías, y hubo entre ellos ciento veinticuatro
heridos. En cambio, entre los rebeldes murieron nada
menos que ciento cuarenta personas (noventa y ocho
hombres y seis mujeres) y el número de heridos aten-
didos en los dispensarios públicos fue de doscientos
noventa y seis, lo cual hace suponer que en realidad
fueron muchos más (Connelly Ullman, op. cit., págs.
512-513).

120
Hay que hacer notar que en todos estos aconteci-
mientos no hubo ninguna dirección ni planificación y
que las acciones se produjeron por espontánea inicia-
tiva popular, según el más puro estilo bakuninista. A
pesar de esto o, quizá precisamente por esto, no se co-
metieron demasiados excesos ni se contaron muchas
víctimas. De los pocos muertos que hubo entre el cle-
ro, algunos lo fueron de una forma casual y preterin-
tencional, otros porque ofrecieron resistencia armada
o pretendieron poner a salvo no los símbolos sagrados,
sino los sagradas caudales del convento.
Antonio Fabra Ribas, socialista, testigo presencial
de los hechos y uno de los promotores (un poco a pe-
sar suyo) de la huelga general, nos dice: “Se respetaron
siempre y en todos los sitios las personas y, si bien
fueron desenterradas varias momias de algunos con-
ventos, nadie puede sostener honradamente que hubo
propósito de profanarlas. Lo que ocurrió es que, aten-
diendo a una leyenda popular muy extendida en Cata-
luña, se creyó que se trataba de personas que habían
sido martirizadas y enterradas clandestinamente” (La
semana trágica, Madrid, 1975, pág. 31).
Carecen, pues, de fundamento las versiones, recogi-
das por muchos historiadores, sobre la profanación de
cadáveres “de monjas jerónimas y dominicas” (cfr. P.

121
Aguado Bleye, Manual de Historia de España, III, pág.
845).
Cuando todo acabó y “manu militari” el Gobierno de
Madrid impuso paz, aquella semana de rebelión y vio-
lencia popular comenzó a llamarse “la semana trágica”
y, naturalmente, los triunfadores (el Gobierno, los mi-
litares, la burguesía, el clero) se creyeron en la obliga-
ción de “hacer un escarmiento”. Como no se puede en-
carcelar o ejecutar a un pueblo entero, era preciso en-
contrar un chivo expiatorio. ¿Y quién mejor que aquel
extraño hombrecillo, fundador de una escuela donde
se enseñaba todo lo contrario de lo que la sociedad bur-
guesa consagraba, de lo que el Estado aprobaba, de lo
que la Iglesia bendecía? ¿Quién mejor que aquel ma-
són, amigo de republicanos radicales y casi identifica-
do después con los anarquistas, que ya en 1906 había
sido procesado como presunto cómplice e instigador
del magnicida Morral?
Ferrer, que sabedor de las intenciones del Gobierno,
había permanecido oculto durante algunas semanas
en una casa de campo, mientras sus amigos ha-
cían correr la voz de que había escapado a Londres
(L’Humanité, de París, llegó a publicar una entrevista
con él), fue finalmente detenido el 1 de septiembre por

122
el Somatén de Alella (Ricardo Fernández de la Reguera
y Susana March, op. cit., pág. 104).

123
Capítulo XI
El juicio fue un verdadero pre-juicio. Ferrer estaba
condenado de antemano. Prevaleció el “odium theo-
logicum” sobre el más elemental sentido jurídico. Se
atropellaron todas las normas procesales. El defensor
de oficio, un oficial del ejército (que se desempeñó,
por cierto, con gran honradez y coraje) no tuvo acce-
so al expediente (ocho tomos de setecientas páginas)
sino un día antes de la primera audiencia (Lapouge-
Bécarud, op. cit., pág. 69). Por otra parte, muchos de
sus amigos y presuntos correligionarios lo abandona-
ron. La Esquerra catalana no movió un dedo por él; los
radicales lerrouxistas no sólo no lo defendieron, sino
que, habiendo sido ellos los principales promotores de
la quema de conventos, se apresuraron a echar la cul-
pa sobre Ferrer. Anarquistas y socialistas bien poco
podían hacer. La derecha, por supuesto, lo acusó uná-
nimemente. “Los periódicos adictos a Maura y mucha
prensa derechista fomentaron la campaña. Las auto-

124
ridades conservadoras atizaban la hoguera. El señor
Ugarte, fiscal del Supremo, hizo unas declaraciones a
La Época y El Liberal, señalando a Ferrer como “direc-
tor del movimiento”. Políticos de nota, como el gene-
ral Luque, no se recataban en decir que consideraban
a Ferrer el principal responsable de la sedición” (Fer-
nández de la Reguera-March, op. cit., página 103).
El 9 de octubre, el consejo de guerra reunido para
juzgar a Ferrer dio su veredicto, declarándolo culpable
y condenándolo a muerte “en concepto de autor y co-
mo jefe de la rebelión”. La sentencia fue inmediatamen-
te comunicada al Gobierno central. Algunos políticos
liberales, como Moret, aconsejaron entonces a Maura
que concediera a Ferrer un indulto. Parece que inclusi-
ve el Vaticano estaba dispuesto a pedirlo, siempre que
de antemano se le asegurara que el pedido no sería
rechazado. El Gobierno hizo oídos sordos. No hubo in-
dulto ni conmutación de pena. El día 13 de octubre, Fe-
rrer era fusilado en el castillo de Montjuich (Connelly
Ullman, op. cit., pág. 528). En sus últimos momentos
demostró gran firmeza y consecuencia. Se negó a reci-
bir los sacramentos y rechazó todo auxilio eclesiástico.
Pasó la noche escribiendo cartas. Y marchó al patíbulo
con firme paso y rostro sereno. Sus últimas palabras
fueron: ”¡Viva la Escuela Moderna!”

125
El fusilamiento de Ferrer provocó una oleada de in-
dignación y protesta en todo el mundo. Se declararon
huelgas, se asaltaron embajadas y consulados españo-
les, se publicaron millares de artículos periodísticos
y de folletos ensalzando la figura del maestro catalán
y condenado la brutal represión del Gobierno de Ma-
drid. Hubo manifestaciones en París, Roma, Nápoles,
Turín, Bolonia, Oporto, Coimbra, Lisboa, Valence, Ni-
za, Narbona, Trieste, Orán, Lieja, Lyon, Bruselas, Mar-
sella, Génova, Venecia, Londres, Buenos Aires, Berlín,
etc. Las más conocidas figuras europeas de las letras,
del pensamiento, de la política, enviaron indignadas
protestas a las autoridades españolas por aquel ase-
sinato legal. Maeterlinck y Anatole France, Jean Jau-
rès y Clemenceau, Kropotkin y Malato, Hauptmann y
Sudermann sumaron sus voces a las del pueblo euro-
peo (Fernández de la Reguera-March, op. cit., pág. 104;
Lapouge-Bécarud, op. cit., pág. 70). Y, como recuerda
Rudolf Rocker, se hicieron millones de copias del retra-
to de Ferrer, se fundaron numerosas asociaciones para
estudiar y difundir sus ideas pedagógicas; Bruselas le
erigió una estatua (que los alemanes derribaron al in-
vadir Bélgica, durante la primera guerra mundial, pero
que, después de la guerra, fue reinstalada). Cincuenta

126
y nueve municipios de Francia impusieron su nombre
a plazas y calles (op. cit., págs. 541-542).
Todo esto no puede explicarse simplemente como
una conjuración de la masonería, según cree Antonio
Ballesteros (Historia de España y su influencia en la His-
toria universal, vol. XII, tomo IX, pág. 103, Barcelona,
1963), ni como consecuencia de un mito forjado para
desprestigiar a la España monárquica y tradicionalista,
según sostiene el reaccionario historiador Pío Zabala
Lera (Historia de España y de la civilización española.
Edad Contemporánea, V, pág. 360, Barcelona, 1930).
Para los historiadores quedó abierta una cuestión:
¿Fue Ferrer culpable de los delitos por los cuales se le
condenó y ejecutó?
Antes de cualquier otra consideración se debe decir
a este respecto, con Connelly Ullman, que “ninguna
explosión popular de la magnitud e intensidad de la
Semana Trágica es obra de un solo hombre” (op. cit.,
pág. 529).
Si se trata de averiguar, sin embargo, el papel que Fe-
rrer desempeñó en la rebelión popular y en los ataques
a iglesias y conventos, habrá que comenzar diciendo
que, cuando la huelga se planteó, aquél no estaba en
Barcelona. Y aunque apareció allí pocos días después,
su presencia en la ciudad o en sus alrededores nada te-

127
nía que ver con el conflicto popular sino con razones
estrictamente familiares y privadas.
En segundo lugar, habrá que tener en cuenta que
tanto por razones psicológicas como socio-políticas no
era él la persona indicada para encabezar ni siquiera
para promover o alentar un movimiento de esa índo-
le. Ferrer era un hombre más bien tímido, de carácter
reservado y hasta huraño, con pocos amigos, sin cua-
lidades de líder y sin grandes vinculaciones políticas.
Con los lerrouxistas ya no se llevaba bien por haberse
negado a cooperar con ellos en el plano electoral; con
la Esquerra no tenía nada que ver por su posición anti-
catalanista; con los socialistas apenas si mantenía rela-
ción alguna; los anarquistas, aunque coincidía ideoló-
gicamente con ellos, lo miraban con desconfianza por
su condición de hombre acaudalado y de hábitos más o
menos burgueses. ¿A quién podía haber movido, pues,
a la revuelta? ¿Qué fuerzas podía haber encabezado?
En tercer lugar, aunque docenas de personas vieron
a Ferrer en Barcelona el día 26, sólo una dijo haberlo
visto el 27, cuando se inició el asalto y quema de las
iglesias. “Fueron interrogados los miles de detenidos
—lerrouxistas en su mayoría, enemigos probados de Fe-
rrer y sus principales testigos de cargo en el proceso—,
pero ninguno pudo confirmar su presencia en Barcelo-

128
na el día 27” (Fernández de la Reguera-March, op. cit.,
pág. 100). Ferrer se hallaba ese día en su “mas” de Tia-
na, a cuatro horas de marcha de la ciudad. Por la ma-
ñana se le vio en una barbería de Masnou. El único
testigo que dijo haberlo visto en las Ramblas, por la
noche, sufrió al parecer una confusión, ya que Ferrer,
que habitualmente usaba barba y bigote, se había ra-
surado por entonces completamente. Diego Abad de
Santillán nos ha comunicado su opinión de que se le
confundió con el conocido anarquista Miranda, el cual
usaba indumentaria parecida y sombrero de pajilla co-
mo Ferrer.
En cuarto lugar, es importante tener en cuenta que
nadie durante la Semana Trágica nombró para nada
a Ferrer. No lo mencionaron en absoluto quienes es-
cribieron crónicas o comentarios de los hechos inme-
diatamente después de ocurridos. Ninguno de los sa-
cerdotes o de las religiosas que prestaron testimonio
a propósito de la quema y saqueo de iglesias o con-
ventos aludió a él (Fernández de la Reguera-March, op.
cit., pág. 100). Se puede argüir, naturalmente, que aun
cuando no haya tenido una intervención directa como
líder de la multitud incendiaria, fue indirectamente res-
ponsable de aquella violencia, por la educación anti-
clerical impartida en las aulas de la Escuela Moderna.

129
Pero ni aun esta responsabilidad moral —que de nin-
guna manera sería suficiente para fundamentar una
condena— parece que se le puede atribuir. En efecto,
los egresados de la Escuela Moderna ascenderían por
entonces a unos pocos centenares. Ninguno de los frai-
les o monjas o demás testigos presenciales reconoció
entre los incendiarios a uno solo de ellos. Reconocie-
ron, en cambio (y se lamentaron amargamente de ello)
a muchos de sus propios ex alumnos. ¿Quién ignora
que Voltaire fue educado por los jesuitas?
Ferrer fue víctima elegida y arquetípica del odio teo-
lógico, del odio de las clases dominantes, de los parti-
dos conservadores, del Estado. Más aún, fue víctima
del miedo ancestral a lo nuevo, al cambio, a la revolu-
ción.
Luis Simarro, en su libro El proceso de Ferrer y la
opinión europea (1910), sostenía ya, a un año de los he-
chos, que el Gobierno conservador de Maura le había
hecho cargar deliberadamente con toda la responsabi-
lidad de la rebelión para deshacerse de él (cosa que
no había logrado en el proceso de 1906-1907), y que
había obrado movido e instigado por grupos católicos
y ultramontanos, como el Comité de Defensa Social
(Connelly Ullman, op. cit., pág. 542).

130
Fabra Ribas, que como socialista y enemigo del anar-
quismo, no sentía gran simpatía por Ferrer, escribe:
“Francisco Ferrer no intervino —ni pudo intervenir—
en el movimiento. Bien es verdad que se sospechaba
—con fundamento o sin él, que esto no importa para el
caso— que había participado anteriormente en la orga-
nización de algunos actos terroristas, pero nadie, abso-
lutamente nadie, podía haber probado su injerencia en
los sucesos de la Semana Trágica, ni antes ni durante ni
después de aquellos sucesos. Ahora bien, Ferrer, a jui-
cio de los gobernantes de la neutralidad de un Maura
—a quien importaba siempre más parecer que ser— era
una excelente presa para hacerle quedar bien a su ma-
nera, esto es, para demostrar que había detenido nada
menos que al jefe principal de la subversión, lo cual le
permitía además hacer caer sobre el mismo todo el pe-
so de la ley —de su ley— y deshacerse, al mismo tiempo,
de un hombre que consideraba peligroso. Y esto, que
constituye una execrable monstruosidad para todo in-
dividuo normal, quería imponerse porque sí, porque
así le convenía a Maura, a la opinión de España y del
mundo civilizado” (op. cit., pág. 65).
Sólo autores tan parciales y tan manifiestamente
ultrareaccionarios como Manuel Ferrandis y Caetano
Beirao, pueden afirmar, pues, que a Ferrer se le con-

131
denó “una vez probada su intervención y dirección en
los sucesos de la Semana Trágica” (Historia contempo-
ránea de España y Portugal, Barcelona, 1966, pág. 414).
En definitiva, sigue siendo válido el juicio de Anato-
le France en su carta a M. Naquet: “Todo el mundo lo
sabe: el crimen de Ferrer consiste en haber fundado es-
cuelas” (escuelas anarquistas, sin duda, escuelas donde
se cuestionaba al capitalismo, a la Iglesia y al Estado).

132
Capítulo XII
Un juicio sobre la persona y la obra de Ferrer exige
que se distingan varios planos y aspectos.
Ferrer fue un hombre valiente y sincero, que dedicó
su vida, sus esfuerzos y su dinero a una obra pedagó-
gica que consideraba no sólo como auténticamente re-
volucionaria en sí misma, sino también como el único
camino que en la práctica podía conducir a un cambio
radical de la sociedad.
De su constancia, de su energía, de su coraje para
enfrentar los numerosos obstáculos que se le oponían
hay pruebas más que suficientes.
Sus dotes de organizador y de administrador se re-
velaron no sólo en el expedito funcionamiento de la
escuela, sino también en la creación de la universidad
popular, de la editorial, etc. Aplicadas a otros objetivos
aquellas dotes hubieran hecho de él, sin duda, un gran
empresario industrial o un poderoso comerciante.

133
Su vida privada y sus relaciones familiares lo distan-
cian ciertamente de las normas puritanas que regían la
conducta de los militantes anarquistas y socialistas de
la época. No fue, sin embargo, un Don Juan, por la sen-
cilla razón de que a ningún hombre que ame realmente
la revolución le quedan tiempo ni ganas para serlo. Lla-
marlo, como el historiador Pabón, “medio Landrú” es
una manera de prolongar intelectualmente la ecuani-
midad de los digitados jueces de Maura.
El capital que heredó y que supo aumentar en hábi-
les negocios de Bolsa puso también una poderosa valla
entre él y los anarquistas de la época. Estos no dejaron
de considerarlo, en general, como un burgués. No se
puede olvidar, sin embargo, que Ferrer, aun sin identi-
ficarse absolutamente con la ideología anarquista, pu-
so buena parte de su dinero al servicio de una escuela
que, en lo esencial, puede considerarse impregnada de
dicha ideología.
El conocido periodista libertario Jean Grave, que lo
conoció y trató muy de cerca y que, por otra parte, no
parece haber sido hombre pródigo en elogios, dice de
él “que era un hombre suave, tranquilo y sencillo”, que
“respiraba bondad, modestia, cordialidad”, y que “esa
es la impresión que producía en todos los que lo trata-
ron”. ¿Podemos preferir a este juicio el de Brenan, que

134
nunca lo vio ni lo conoció, pero que lo llama “pedante
de estrechas miras y con pocas cualidades atractivas”?
No resulta muy creíble que Pérez Galdós presidiera un
banquete en honor de un “pedante de estrechas miras”
ni que Pío Baroja le enviara sus novelas (Cfr. Sol Ferrer,
op. cit., pág. 98).
Resulta, sin duda, exagerada la comparación de Fe-
rrer con Sócrates, Séneca y Giordano Bruno, que en-
contramos en la prensa izquierdista de la época. Pero,
en todo caso, cuando Unamuno lo califica, por su par-
te, de “frío energúmeno”, “fanático ignorante”, “imbé-
cil y malvado”, sólo está haciendo gala de su conocido
espíritu de contradicción frente a la intelectualidad eu-
ropea, empeñada en ensalzar los méritos del fusilado
maestro catalán. Y es claro que cuando un hombre co-
mo el canónigo Manjón, dedicado a la educación de la
infancia sin recursos, llama a Ferrer “verdadero crimi-
nal, encumbrado masón, verdadero autor del frustrado
regicidio el día de la boda del rey y de los incendios de
iglesias y escuelas de Barcelona, estafador, mal padre,
mal esposo y mala persona” (Diario de P. Manjón, Ma-
drid, 1973, pág. 337), priman en él absolutamente los
prejuicios de una religiosidad mezquina sobre la gene-
rosidad de su alma de pedagogo popular.

135
Es verdad que Ferrer no fue hombre de gran cultura
y que su preparación científico-pedagógica, propia de
un autodidacta, era unilateral y no carente de grandes
lagunas. Aun su estilo, que Yvonne Turin juzga “denso,
conciso, extremadamente claro y vivo”, está, sin em-
bargo, frecuentemente reñido con la sintaxis. Nunca
asistió a una escuela normal y menos a una universi-
dad. Su práctica pedagógica la inició en la edad ma-
dura (algunos dicen que se graduó de maestro, pero
no hay de ello ninguna prueba). Pero también es cier-
to que poseía una clara inteligencia natural, un gran
amor por el saber, una admiración sin límites por la
ciencia y los científicos, además de un enorme interés
por todos los problemas de la educación. Igualmente
cierto parece que, como dice la citada Y. Turin, “tenía
un inmenso poder de seducción” y que “sabía manejar
las psicologías y poseía el arte de asombrar a quien lo
trataba por vez primera”, por lo cual “ejerció una ver-
dadera fascinación sobre ciertas personas”. Era, según
puede inferirse, un educador y un guía moral nato.
Es verdad que sus ideas pedagógicas no se pueden
considerar profundamente originales. Y aunque Dom-
manget opina que su Tratado de español práctico es un
aporte positivo al progreso de la enseñanza de las len-
guas vivas, y su hija, Sol Ferrer, considera su obra iné-

136
dita Principes de morale scientifique como valioso ex-
ponente de su pensamiento social y político (op. cit.,
pág. 87), hay que convenir en que Ferrer no hizo sino
adoptar y adaptar las corrientes más avanzadas de la
pedagogía europea de su época.
Sin embargo, esa adopción la hizo a primera hora,
antes que nadie en España y en el mundo de habla his-
pánica, lo cual supone ya no escaso mérito. Y, por otro
lado, esa adaptación supuso tanto una visión político-
sociológica de las condiciones del país y de sus necesi-
dades, como una capacidad de ideologizar radicalmen-
te las corrientes pedagógicas contemporáneas, en sen-
tido socialista y libertario, lo cual hace de él, como dice
Orts Ramos, un continuador de Owen, de Cabet y de
Marx, y, podríamos añadir nosotros, de Proudhon, de
Kropotkin y, desde luego, de Robin.
El significado de la Escuela Moderna, dentro de un
país como la España del novecientos, trasciende su re-
percusión próxima y su influencia inmediata. Ella re-
presenta, ciertamente, un hito en la historia de las ins-
tituciones educativas, a pesar de que la literatura aca-
démica, siempre manipulada directa o indirectamente
por la Iglesia y por el Estado, haya pretendido ignorar-
lo y aun cuando los manuales de historia de la educa-

137
ción y los diccionarios de pedagogía lo pasen entera-
mente por alto.
Ferrer introdujo y puso en práctica casi todas las
innovaciones de la más avanzada pedagogía europea
de su época, luchó contra la pereza mental, contra la
inercia de la tradición, contra los métodos anticuados,
contra los maestros ignorantes y estúpidos, contra la
disciplina cruel y el imperio de la palmeta, contra la
represión brutal y el dogmatismo pétreo. La mera idea
de fundar una escuela independiente de la Iglesia y del
Estado, ajena al dogma religioso y político, era revolu-
cionaria y altamente positiva en una sociedad como
aquélla, aun sin descartar el riesgo de que tal antidog-
matismo sistemático se convirtiera en un dogmatismo
de signo opuesto. Si a esto unimos, por otro lado, el
proyecto de crear en la niñez de una conciencia so-
cial revolucionaria, al mostrar el origen de la desigual-
dad económica, la explotación del trabajo proletario,
la opresión generada por el sistema capitalista de pro-
ducción, las mentiras e hipocresías de la sociedad bur-
guesa, el carácter represivo del Estado, la ignominia
de la guerra y la miseria del nacionalismo y del milita-
rismo, no podremos menos de reconocer en la Escuela
Moderna uno de los más osados y meritorios intentos

138
que se hayan realizado en el mundo para lograr una
educación verdaderamente socialista y libertaria.

139
Biblioteca anarquista
Anti-Copyright

Ángel Cappelletti
Francisco Ferrer Guardia y la pedagogía libertaria
1980

Recuperado el 13 de junio de 2013 desde


kclibertaria.comyr.com
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es.theanarchistlibrary.org

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