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Universidad de Navarra
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Barcelona-Madrid

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LINARES

Un viernes por la tarde, Arsacio Linares, hablando con su esposa sobre las cosas
que tenía que hacer la siguiente semana, le decía:

«El martes iré a Valencia a la reunión trimestral del consejo de administración


de Retasa, la empresa de la familia de mi madre. Yo creo que ha llegado el momento
de que dimita como consejero. No sé qué más argumentos emplear para que mis
primos se animen a contratar un director general profesional, o a admitir un nuevo
socio estratégico haciendo una ampliación de capital, o a emplear los servicios de
una empresa de consultoría... Sí, ya sé que son demasiadas cosas y todas al mismo
tiempo, pero bastaría que empezaran en serio con una para ver algo de luz en este
túnel de tantos años sin cambio y sin que hagan caso a nada de lo que digo.»

Retasa era una empresa familiar en tercera generación, especializada en la


fabricación de embalajes de cartón para productos hortofrutícolas, propiedad de seis
accionistas: dos hermanos con el 24% cada uno; otros tres hermanos (dos mujeres y un varón,
primos hermanos de los anteriores) con el 15% cada uno, y un antiguo directivo de la
empresa, ya jubilado, que poseía el 7% restante.

En Retasa trabajaban los tres accionistas varones miembros de la familia. Personas


con edades entre los 50 y los 60 años, que «desde siempre» se habían repartido las funciones
de ventas, compras y administración. Retasa era una empresa tradicional, financieramente
«segura», poco amiga de introducir grandes cambios, bien conocida en el sector, con una
clientela fiel a la que se daba un excelente servicio y con unos operarios que llevaban muchos
años colocados en la empresa.

Caso preparado por el Profesor Miguel Angel Gallo, como base de discusión y no como ilustración de la
gestión, adecuada o inadecuada, de una situación determinada. Enero de 2002.
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Ultima edición: 6/2/02
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El consejo de administración estaba integrado por siete miembros, los seis


accionistas o sus representantes, y el abogado de la empresa. Las funciones de presidente
siempre habían sido desempeñadas por el mayor de los primos, y las de secretario, por el
abogado. El Consejo se reunía cuatro veces al año; no se enviaba información por anticipado
a los consejeros, y el orden del día era siempre el mismo y muy sencillo (lectura y
aprobación del acta, temas varios y fecha de próxima reunión). Las reuniones eran breves,
prácticamente protocolarias, y nunca se producían discusiones importantes.

Arsacio, hijo de una de las accionistas, era huérfano desde los 18 años y tenía una
sola hermana. Al terminar la carrera de ingeniero de caminos, entró a trabajar en una empresa
del sector de la construcción. Cuando cumplió 21 años, su madre pidió que lo aceptaran como
su representante en el Consejo, y todos estuvieron de acuerdo; simultáneamente se incorporó
al Consejo otro hijo de la segunda hermana. Arsacio no tenía prácticamente ningún
conocimiento de sus responsabilidades y derechos como consejero; ningún otro consejero se
los explicó ni tampoco él se preocupó de estudiarlos por su cuenta. Las reuniones del Consejo
eran una balsa de aceite; los miembros de la familia se querían y la confianza de unos en otros
resultaba casi infinita.

Como preparación para una promoción profesional importante, la empresa de


construcción en la que trabajaba invitó a Arsacio a seguir un curso de larga duración para el
perfeccionamiento de directivos en una conocida escuela de negocios. Allí Arsacio descubrió
un mundo nuevo; a partir de entonces veía con claridad, y con un punto de vista muy
diferente, lo necesario que era que Retasa cambiara de estrategia y de la forma de ser
dirigida. En el programa que siguió en la escuela de negocios no hubo sesiones dedicadas a
las funciones de gobierno propias de un consejo de administración, pero Arsacio se compró
algunos libros, comentó el tema con sus colegas y asistió a varios seminarios especializados.

A partir de este momento se animó a pedir, siempre de forma respetuosa,


información previa a la reunión de cada Consejo a su primo, el presidente, así como a
sugerirle que pusiera puntos en el orden del día relacionados con el análisis del entorno y la
definición de la estrategia de producto-mercado. Pero nunca tuvo éxito. El presidente le
contestaba: «Hay un apartado de temas varios, y entonces puedes preguntar lo que desees y
comentar todo lo que te parezca oportuno; sabes que todos nos apreciamos y siempre
buscamos lo mejor para Retasa».

Las reuniones del Consejo ya no eran lo mismo. Cada vez que Arsacio pedía más
información o dedicaba tiempo en la reunión a analizar más detenidamente el balance, que
indefectiblemente se entregaba con más de seis meses de retraso, el presidente y el secretario
ponían mala cara. Cuando, en muy contadas ocasiones, manifestó con energía opiniones
contrarias a las de los miembros de la familia que trabajaban en la empresa, los demás
consejeros nunca le apoyaron.

Como, en su opinión, la situación de Retasa empeoraba con rapidez, mantuvo


reuniones individuales con todos los consejeros intentando hacerles comprender sus
argumentos, en un clima «profesional», distendido, y en el que lo único que él deseaba era
sensibilizarles hacia la necesidad de cambio, pero tampoco logró nada.

Los tres consejeros que trabajaban en la empresa le comentaron casi unánimemente


que la situación no era como él la veía, que Retasa era distinta y tenía una clientela segura y
plenamente adicta. El antiguo directivo propietario del 7%, le dijo con claridad que él estaba
dispuesto a vender sus acciones, pero siempre que quedaran en poder de la familia. El hijo de
su tía, el único consejero con una edad similar a la suya, le contestó con evasivas, y haciendo
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referencia a que era su madre la que en cualquier caso tendría que decidir. El abogado le
habló de lo peligroso que resultaría para Retasa la continuidad en el Consejo de discusiones
poco productivas.

Arsacio se había preguntado muchas veces si su comportamiento como consejero


era un comportamiento «responsable». Si estaba haciendo todo lo que podía para
incrementar el valor de la empresa, para que tuviera una buena continuidad, para que los
hombres y mujeres que allí trabajaban no sólo conservaran su trabajo, sino también se
desarrollaran, para que la información sobre la situación se facilitara de manera veraz a los
que tenían derecho a ella. Y siempre le quedaba alguna duda...

Arsacio continuó comentándole a su esposa:

«¿Qué otra cosa puedo hacer, salvo dimitir? Somos una empresa familiar, no
puedo entrar en aspectos como salvar mi voto o convocar juntas extraordinarias;
además de los problemas que le crearía a mi madre... De qué serviría, siempre
perdería en las votaciones... y mi madre nunca apoyaría una acción social de
responsabilidad.»

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