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¿Qué es cultura de la legalidad?

La cultura de la legalidad de una sociedad determinada, “es el conjunto de creencias, valores,


normas y acciones que promueve que la población crea en el Estado de derecho, lo defienda y no
tolere la ilegalidad” [1]. Sirve como criterio para evaluar el grado de respeto y apego a las normas
vigentes por parte de sus aplicadores y destinatarios.

Es un mecanismo de autorregulación individual y regulación social, que exige por parte de los
ciudadanos y las ciudadanas una cierta armonía entre el respeto a la ley, las convicciones morales y
las tradiciones y convenciones culturales. [2]

La cultura de la legalidad es la creencia compartida de que cada persona tiene la responsabilidad


individual de ayudar a construir y mantener una sociedad con un Estado de derecho.

l Estado de derecho es aquél en el que todos los integrantes de la sociedad están gobernados por
leyes establecidas de forma democrática, protegen los derechos individuales y se aplican
uniformemente.

En un Estado de derecho, las normas jurídicas:

Se establecen en forma democrática, a través de mecanismos formales. Toda la sociedad puede


participar en la creación de las leyes.

Protegen los derechos humanos, en la convivencia de las personas como parte de una sociedad.
Las normas protegen tanto a las personas como a la sociedad.

Se aplican a todos y todas por igual, incluso a los gobernantes, son de carácter general, no importa
la situación económica, política, ni el rol social que se desempeñe.

Se hacen cumplir siempre y son obligatorias, las violaciones son sancionadas a través de
procedimientos y castigos preestablecidos.

Para promover una cultura de la legalidad, es importante partir de estos principios:

Interesarnos y conocer las normas básicas que nos regulan.

Respetar las normas.

Rechazar y denunciar los actos ilegales.

Colaborar con las dependencias del sistema de seguridad y procuración de justicia.


El Índice de Cultura de la Legalidad (ICL) es el primer instrumento en México para conocer el
respeto a la ley. Se construye con variables de la Encuesta de Cultura de la Legalidad (levantada
entre el 30 de mayo y el 08 de junio de 2014 con 2,500 casos) por Consulta Mitofsky y es la
primera encuesta realizada en México con estas características. Cuenta con representatividad a
nivel nacional y regional.

El índice se compone de tres ejes:

Valoración/Aprecio de la Cultura de la Legalidad. Construido por variables que evalúan la forma en


la que las personas encuestadas declaran que el respeto, conocimiento y cumplimiento de las leyes
y prácticas cívicas, es importante para una mejor vida en sociedad.

Percepción de la Cultura de la Legalidad en los otros. Construido con variables que evalúan la
percepción de las personas encuestadas sobre formas de respeto, conocimiento y cumplimiento de
las leyes y prácticas cívicas en su entorno, concretamente en su relación con otros.

Prácticas de la Cultura de la Legalidad en la persona. Construido con variables que dan elementos
para conocer si las personas encuestadas declaran tener respeto, conocimiento y cumplimiento de
las leyes y prácticas cívicas.

A partir de esos tres ejes se construye el Índice de Cultura de la Legalidad. Cada uno tiene una
ponderación equitativa que, ponderada, se traduce en una calificación que va de cero a diez,
donde cero significa el peor escenario de cultura de la legalidad y diez el óptimo.

La ponderación equitativa de cada eje se explica por el modelo de actuación por competencias que
impulsamos en MUCD para fomentar una cultura de la legalidad, pues en la actuación cívica y legal
importan, tanto los conocimientos sobre leyes y normas de convivencia, como las habilidades de
las personas para actuar.

Esperamos que la información sea de utilidad para identificar áreas de oportunidad y poner manos
a la obra en la construcción de una verdadera cultura de la legalidad en México

Carta detallada ICL

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Este ensayo plantea que la cultura de la legalidad contribuye a formar ciudadanos capaces de
conocer sus derechos y de ejercerlos de acuerdo con el conocimiento, valoración y respeto a las
leyes; analiza la cultura de la legalidad en México, experiencias exitosas en otros países y ofrece
propuestas involucradas en una estrategia en la que deben participar los diversos actores sociales,
empresariales y gubernamentales.
Quizá la herencia más grande del régimen autoritario establecido en México durante más
de 70 años del siglo pasado sea el marcado paternalismo y el patrimonialismo en nuestra
manera de asumir responsabilidades como gobernados y de exigir responsabilidades a
nuestros gobernantes.

En otras palabras, parece que esperamos que alguien resuelva nuestros problemas, y cuando
ese alguien lo intenta lo entendemos como si nos realizara un favor. Esta situación es
arriesgada porque aunque no podríamos generalizar esta actitud, tampoco podríamos afirmar
que una gran mayoría no actúe de esta manera. En este escenario resulta verdaderamente
difícil observar que alguien asuma el papel que le corresponde. La más clara evidencia puede
ser apreciada a partir de sus efectos: individuos que desconocen la ley o que no saben cómo
ejercerla no permitirán que el estado de derecho arraigue en la sociedad. Este es un factor que
determina el grado de calidad de cualquier democracia. En resumen, no podemos esperar que
una democracia prospere sin ciudadanía.

El objetivo de este ensayo es demostrar cómo la cultura de la legalidad puede contribuir a


formar ciudadanos que conozcan sus derechos y desarrollen su capacidad de ejercerlos de
manera efectiva y de acuerdo con las normas jurídicas. Primero se establece un marco
referencial que permite desarrollar el tema; luego se analiza la cultura de la legalidad en
nuestro país; posteriormente se analizan experiencias exitosas en otros países y, por último, se
ofrece una serie de propuestas a partir de una estrategia emprendida por distintos y diversos
actores sociales, empresariales y gubernamentales.

La cultura importa.

La inclusión de la cultura como variable que puede ofrecer explicaciones a diversos


fenómenos de índole económica, política y social ha tenido altibajos. Las ciencias que más le
han prestado atención son la Sociología y la Antropología; no así la Politología y la Economía, a
pesar de que en estas disciplinas se generaron grandes discusiones en algunos periodos.

Uno de los mayores obstáculos en el ámbito científico ha sido la ambigüedad del término cultura:
lo podemos relacionar con casi todo (cultura política, cultura empresarial, cultura
organizacional, programa cultural, cultura popular, cultura física, etc.); agreguemos la
multiplicidad de acepciones que tiene el término (alrededor de 150). Sin embargo, pese a lo
anterior, se puede observar la influencia de la cultura al catalogarla como sinónimo de los
“factores contextuales” que tienden a incorporarse en los trabajos de investigación.
El referente más claro lo encontramos en La ética protestante y el espíritu del capitalismo
publicado en 1905 por Max Weber. En este ensayo el autor expone la relación causal positiva entre
el conjunto de valores promovidos por el protestantismo y el sistema capitalista. En sentido
contrario, observó que los valores promovidos por el catolicismo, identificados con el
conformismo, dificultaban el desarrollo del sistema.

La tesis de Weber tiene más de cien años; en un sentido más amplio, evidencias recientes indican
que las naciones más religiosas (como las africanas, las de Medio Oriente, la India, las
latinoamericanas) son las menos civilizadas, más peligrosas y subdesarrolladas.

Es hasta 1963, con la publicación de The Civic Culture, de Gabriel Almond y Sidney Verba, que
retoman auge los estudios culturales. La interrogante que daba vida a la obra era sofisticadamente
sencilla: ¿cuál era el tipo de cultura política que correspondía a la democracia?

Independientemente de la mala elección de los países que comparan los autores (privilegian la
formalidad democrática y no la realidad de la misma), la conclusión a la que llegan fue identificar
un tipo de cultura específica acorde con la democracia, y a la que denominaron “cultura cívica”. La
influencia de The Civic Culture ha motivado la obra de otros autores, como Samuel Huntington
(The Hispanic Challenge) y Robert Putnam (Bowling Alone).

¿Qué implica la cultura?

Favorablemente, la cultura (como variable explicativa) ha ido ganando terreno y como


prueba de ello ha reunido consenso en torno a concepto:

La cultura es el conjunto de símbolos, normas, creencias, ideales, costumbres, mitos y rituales que
se transmite de generación en generación, otorgando identidad a los miembros de una
comunidad y que orienta, guía y da significado a sus distintos quehaceres sociales.

En la actualidad no sorprende esta definición, su consenso ha permitido instrumentar de mejor


manera la relación con otros ámbitos, de tal forma que sus resultados comparativos tienen
mayor alcance que los registrados anteriormente. Por ejemplo, en algún momento para entender
el sistema político mexicano se recurrió a la inclusión de los “factores contextuales” (de
alguna manera culturales). La comparación se realizó con aquellos países con los que
compararte idioma, religión, costumbres, etc. Los resultados no generaron respuestas
satisfactorias. A pesar de compartir algunas características los sistemas políticos analizados
eran muy diferentes al mexicano.
Tiempo después, y con mejores herramientas de análisis, se llegó a la conclusión de que el
sistema político más semejante al mexicano era el japonés.

¿Qué implica la cultura de la legalidad?

Todas las sociedades enfrentan distintos y variados problemas en un lugar y tiempo determinados;
aunque no siempre son los mismos problemas y en el mismo grado, en algunas se registran
sistemas políticos más estables, mejores circunstancias económicas y mayor respeto a la ley.

Gobiernos de países que registran mayores problemas han adoptado medidas aplicadas en otros
que en circunstancias muy parecidas a las suyas pudieron mejorar significativamente su
realidad. Aunque en esta estrategia se aprecia una lógica innegable, en la realidad ha
resultado incompleta. Aunque se aplican medidas que en otros países han sido favorables,
los resultados no son los esperados porque provocan otros fenómenos diferentes.

Dar respuesta a este efecto puede apreciarse en dos vertientes que posteriormente tienden
a converger:

Ausencia de una visión global de las circunstancias. Cuando los países aplican medidas para
mejorar un sector determinado o un ámbito en específico se tiende a no considerar el impacto,
negativo o positivo, que esas acciones pueden tener en otro sector o ámbito. Veamos. Por
mucho tiempo se pensó que la corrupción era un fenómeno propio de los países pobres. Si un juez
o un policía se corrompían era porque no ganaban lo suficiente. De esta forma se consideraba
que su sistema de administración de justicia tenía que ver con la capacidad económica de cada
individuo. La solución, entonces, era de carácter económico: subir los sueldos de los
funcionarios. Así, a contracorriente, en muchos países se aplicó la medida.

Los pocos recursos económicos de un país pobre se concentraron en el salario de la burocracia. La


sorpresa para muchos vino después: la corrupción se incrementó. Cuando el juez o policía
incrementaron sus salarios también se incrementaron los montos del soborno. En realidad el
problema no se generaba en el ejercicio del servicio público sino en quienes ingresaban. Las
personas que ingresaban al servicio público eran corruptas desde antes y relacionaban su
actividad con el beneficio individual que les daba su cargo y no con la satisfacción de necesidades
sociales. Estudios posteriores demostraron que las naciones más ricas no eran necesariamente
menos corruptas.
Desde esta óptica se puede establecer que el factor cultural importa en mayor medida. La
estrategia se ha orientado hacia la adopción, dejando de lado la adaptación. En 1989 Francis
Fukuyama publica en un periódico de asuntos internacionales, The National Interest, un artículo
polémico titulado “¿El in de la Historia?”; en él afirma que el triunfo de las democracias liberales
es efecto de la caída del comunismo.

En resumen, el artículo no encontraba una ideología o forma de gobierno que pudiese competir
con el capitalismo y la democracia, la cual se encumbraba como la mejor forma de gobierno.

En la vida cotidiana los países democráticos parecían tener mejores condiciones de vida que los no
democráticos. En este sentido, el reto para varios países fue transitar hacia una forma de gobierno
democrática para gozar de los mismos beneficios. Tiempo después la realidad democrática se
encargó por sí misma de echar abajo el vaticinio de Fukuyama: la democracia no es la última forma
de gobierno porque se puede adoptar varias. En este caso se enfrentó a diversos tipos de
democracias, unas más eficientes que otras.

En varios países apostar por el establecimiento de la democracia conllevó serios esfuerzos


para garantizar elecciones libres y competitivas. El problema se originó después, al
comprender que las elecciones son un requisito insustituible pero no el único.
Investigaciones posteriores han demostrado que el estado de derecho, por ejemplo,
incrementa la calidad y los beneficios que conlleva la democracia.

Con un lenguaje neoinstitucionalista, donde la cultura adquiere peso a través de las


instituciones informales, Adam Przeworski expone lo siguiente:

Berkovitz, Pistor y Richard hallaron que los sistemas legales trasplantados no arraigan y tienen
efectos más débiles que los autóctonos. Incluso los comunistas no pudieron reformar sus
instituciones: el régimen comunista polaco intentó desesperadamente una reforma institucional
tras otra sin que nada se moviese. El cementerio de reformas institucionales tiene que ser
enorme. Después de todo esto, la idea de imponer la democracia en Afganistán o Irak
parece absurdo.

Se puede apreciar que el punto de convergencia de ambas vertientes recae en el factor


cultural. Los esfuerzos que pretenden crear mejores condiciones de vida a través de la efectiva
aplicación del estado de derecho se encuentran profundamente influenciados por la forma
en que los individuos orientan, guían e interpretan las normas vigentes en un lugar y
tiempo determinado.
Es importante subrayar que no estamos hablando del factor cultural en términos generales
sino de uno específico, de una cultura relacionada con el conocimiento, aceptación y
aplicación de la ley. A esta se le conocerá como cultura de la legalidad. Roy Godson resume lo
anterior de la siguiente forma:

Una cultura de la legalidad signiica que la cultura, ethos y pensamiento dominantes en una
sociedad simpatizan con la observancia de la ley.

En una sociedad regida por el estado de derecho, la gente tiene capacidad para participar en la
elaboración e implementación de las leyes que rigen a todas las personas e instituciones dentro de
esa sociedad, incluyendo al gobierno mismo. Esto no es lo mismo que gobernar con la ley, en
donde los gobernantes (incluso los que han sido electos democráticamente) imponen la ley a otros
en la sociedad. Bajo el estado de derecho, todos (independientemente de la raza, credo, color,
género, antecedentes familiares o condiciones económicas, sociales y políticas) deben de ser
tratados por igual. El gobernante, al igual que el gobernado, debe responder ante el estado
de derecho.

Apegándonos a las ideas de Godson, es evidente la conveniencia de contar con un régimen


democrático respaldado por un estado de derecho cimentado en la cultura de la legalidad. Los
beneficios van desde el crecimiento y desarrollo económico, la disminución de homicidios,
esparcimiento de la vida cultural, hasta la recuperación de espacios públicos.

Sin embargo el nudo del asunto no se encuentra en esa conveniencia sino en los desafíos que
plantea su recorrido: ¿cómo generar simpatía por la observancia de la ley en sociedades donde
imperan altos índices de corrupción? ¿Cómo lograr que gobernantes abran espacios públicos de
participación a sus gobernados si esto puede ser contrario a sus intereses?

La experiencia en otros países demuestra que enfrentar estos desafíos se logra con un alto
grado de exigencia ascendente si los ciudadanos conocen sus derechos y obligaciones y demandan
respeto y cumplimiento de la ley, de tal forma que en el momento en el que los gobernantes no
actúan de la misma manera enfrentan mayores costos que los beneficios que les podría
producir hacer caso omiso a esa demanda. En esta línea es en donde la cultura de la
legalidad, a través de una serie de esfuerzos diversos y concretos, puede forjar individuos
que cuando se encuentran en capacidad de gozar sus derechos puedan conocerlos y
demandar su ejercicio de manera efectiva en un momento futuro.
Explicar esta cultura en México no resulta excepcional pero tiene muchas particularidades;
aunque muchos de nuestros problemas se presentan también en otros países (aunque varíe el
grado de intensidad), al interior de ellos los inconvenientes también son diferentes. Ilustremos la
situación anterior. La corrupción es un problema ubicuo pero no uniforme. El reto de
algunos países ha sido contenerla, manteniéndola en los niveles más bajos, pero en otros ha
permeado casi todas sus instituciones. El grado en el que este fenómeno se presenta explica que
los individuos se habitúen a ella.

Mientras unos condenan este fenómeno, otros la incorporan como parte de su realidad. La frase
que mejor releja este comportamiento es “que robe pero que trabaje”, en ella puede apreciarse un
sentimiento de resignación. La cultura paternalista mexicana se conforma con la lógica con
que se desarrolló el régimen autoritario; se puede comprender a partir de la conjunción de tres
elementos: el presidencialismo, un partido corporativo y el nacionalismo revolucionario. El
presidente era la pieza central sobre la que giraban las grandes decisiones políticas en el
país. A su vez, al presidente lo respaldaba un partido político que aglutinaba y subordinaba a
amplios sectores de la sociedad (obrero, campesino, popular, etc.); esta incorporación
proporcionaba grandes beneficios que de otra forma sería improbable y muy riesgoso obtener.
Aquí es precisamente donde el respaldo del sector se intercambia por prebendas y ocasiona que
se asimile al Estado como un proveedor. La última pieza que hace funcionar este esquema es una
ideología que releja la construcción de una nación. En este sentido, Macario Schettino tiene razón
al afirmar que la Revolución Mexicana, en realidad no es un hecho histórico (porque no consiguió
lo que se propuso) sino un concepto que sirvió como pretexto para legitimar al régimen.

Nada de extraño tiene esto, puesto que es propio de los regímenes modernos crear construcciones
culturales que permitan esa comunidad imaginaria indispensable, la Nación. Pero cada
construcción cultural tiene efectos adicionales: no sólo provee legitimidad al régimen, también
refuerza o moldea la cultura política de la sociedad y abre o limita las esferas social y económica.

Otro factor que influyó en la construcción cultural de la legalidad en México corresponde a las
facultades metaconstitucionales que ejercía la figura presidencial. En otras palabras, el control
vertical ejercido por el presidente violaba sistemáticamente el principio de legalidad.

En realidad la Constitución, la democracia y el presidencialismo eran forma y no fondo.

Describir la conformación de la cultura mexicana detalladamente en materia de legalidad


es un esfuerzo que excede estas líneas. Un argumento más que permitirá ofrecer evidencia al
respecto es el siguiente. En 1975 Rafael Segovia publica un análisis de la cultura política en
México en el que refiere que adquiere diversos matices de acuerdo con la región, el estrato social y
el tipo de escuela. A pesar de las diferencias registradas destaca que la desconfianza en la ley y la
falta de colaboración social eran rasgos transversales.

Para demostrar en qué medida la situación descrita por Segovia ha progresado, veamos algunos
datos en el apartado siguiente.

Electores y/o ciudadanos

El establecimiento de la democracia en México se concentró en el ámbito electoral, al menos


así lo demuestran las continuas y (en ocasiones) profundas reformas en este terreno. Es por eso
que la participación política se ha volcado hacia las urnas más que en ninguno otro espacio.

En el año 2000 las elecciones federales relejaron una participación del 63.97 por ciento, con un
total de 37 601 618 votos emitidos. Este dato es importante si se considera que respalda al primer
gobierno proveniente de un partido político diferente al que había gobernado por más de setenta
años. Sólo un año después, aún con el fervor de las elecciones, la Secretaría de Gobernación
realiza por primera vez la Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas, 20 para
conocer el grado de socialización política respecto al nivel de información y conocimiento de la
cultura política. De los abundantes resultados que arrojó la encuesta destaca que cinco de cada
diez entrevistados creen no vivir en democracia. Este dato contrasta no sólo con la votación del
año anterior, sino con los 15 989 636 votos obtenidos por el partido político que resultó
ganador. En otras palabras, 42.52 por ciento de la votación total del año 2000 no respaldó la
confianza en la democracia.

Otro dato relevante es que cuatro de cada diez entrevistados consideró que “le toca hacer
algo” por resolver los problemas que corresponden al gobierno, o sea, poco menos de la mitad de
los mexicanos espera que las autoridades satisfagan sus necesidades. Pero no sólo eso, el individuo
creé que la participación que podría realizar se limitaría a elegir a otra persona para que los
resuelva. Una interpretación crítica indicaría que los pocos que piensan que deben participar lo
dejan a otros.

Un último dato preocupante que podemos analizar es que ocho de cada diez habitantes
reconoce nunca haber trabajado con otros para intentar resolver algún problema comunitario. En
un intento por rescatar a los dos que sí han participado con otros para resolver un problema, estos
limitan su participación a los sindicatos y las iglesias. Recordemos que el corporativismo fue piedra
angular en la construcción del régimen autoritario y que datos recientes demuestran que las
limitantes para crecer económicamente se registran, en mayor medida, en los países más
religiosos.
El escenario que relejan los datos de la primera encuesta no fue nada esperanzador: votamos
mucho y resolvemos poco, y cuando lo tratamos de hacer aspiramos a una democracia con
condiciones autoritarias. Dejando atrás esta realidad recorramos once años para determinar si
los datos de la Quinta Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas 2012 arroja
datos que permitan registrar si hay avance o estancamiento en la forma de ver la participación
en nuestro país tomando como base los porcentajes de votación registrados en las elecciones
federales ocurridas ese año.

La participación en las elecciones federales en 2012 es sumamente parecida a la del año 2000.
Con un total de 49 089 446 votos emitidos, 63.14 por ciento de los ciudadanos inscritos en la
lista nominal sufragaron. 83 por ciento menos del porcentaje de doce años atrás. Aunque la alta
participación parece ser la constante, lo que en realidad nos interesa saber es si sigue siendo esta
la forma preferida en la que los mexicanos canalizan sus pretensiones para resolver los problemas
que los aquejan. Afortunadamente los resultados obtenidos una década después parecen ir en el
camino correcto.

Actualmente seis de cada diez mexicanos prefieren la democracia a cualquier otra forma de
gobierno. A pesar de esto la recomendación es ser cautelosos: cierto, poco más de la mitad de
los mexicanos prefiere la democracia, pero casi la mitad (cuatro de cada diez) no. Este último dato
empata con otro resultado de la encuesta: cuatro de cada diez ciudadanos piensan que en el
futuro tendrán menos posibilidades de influir en las decisiones de gobierno. Ante este escenario
podemos asumir que el ciudadano reconoce que la elección de sus gobernantes corre a
cargo de él, pero que una vez electos no cuenta con mecanismos que le permitan participar en las
decisiones que toman sus gobernantes.

Para sustentar este argumento podemos echar mano de otros dos resultados. Primero, no es
casual que el mayor grado de desconfianza se registré en los cargos de elección: sindicatos,
diputados, senadores y partidos políticos. Segundo, ocho de cada diez ciudadanos está de
acuerdo o muy de acuerdo en que el ejercicio del voto es el único mecanismo con el que cuentan
para decir si el gobierno hace bien o mal las cosas.

En contraste, algunos resultados pueden hacer que se recupere la confianza. A pesar de que
44 por ciento de la población entrevistada encuentra que para trabajar en una causa común
resulta difícil o muy difícil organizarse con otros ciudadanos, la mayoría logra identificar que
otros canales de participación son la organización con otras personas, quejarse ante las
autoridades y firmar cartas de apoyo.
Hasta aquí estaríamos hablando de la forma en que los mexicanos perciben (básicamente) a sus
autoridades. El siguiente paso consistirá en enfocar la percepción en ellos, los ciudadanos.

Desconocimiento o irresponsabilidad consciente de la ley

Identificar qué clase de ciudadanos somos los mexicanos no es un asunto sencillo. La mayoría dice
no confiar en las autoridades porque las ve como parte del problema: los encargados de respetar
y hacer cumplir la ley no la cumplen. Tratar de enlistar los actos de corrupción registrados
durante el régimen autoritario y el democrático no sólo sería extenso sino complejo. Digamos
que sí, es cierto, las autoridades no son confiables, ¿pero qué pasa con los ciudadanos?

Investigaciones sobre la corrupción han demostrado que se asemeja en gran medida a los
juegos de pares, por ejemplo el tenis. En este caso los jugadores son la ciudadanía y las
autoridades, independientemente de quién inicie al juego. Incluso, y en el mismo sentido,
algunas personas han argumentado que cada sociedad tiene las autoridades que merece.

El principal reto fue demostrar que la corrupción funcionaba de esa forma. ¿Pero cómo se
demostraba algo que era oculto, secreto y opaco? Hasta 1996 aparece el Índice de
Percepción de la Corrupción, a cargo de Transparencia Internacional, con él se tenían datos
que permitían demostrar en gran parte dicha circunstancia. La lógica era sofisticadamente
sencilla: si la corrupción ha pasado por algún camino, tuvo que haber dejado una huella. Era
precisamente esa huella la que habría de recogerse a través de la percepción.

En su capítulo interno ha sido Transparencia Mexicana la que se ha encargado de desarrollar, bajo


la misma lógica, elementos medibles que han permitido demostrar de manera indirecta
grados de corrupción en la ciudadanía. Uno de los mejores índices desarrollados al respecto es
el Índice Nacional de Corrupción y Buen Gobierno, cuyo propósito central es medir la
afectación de la corrupción en los hogares mexicanos a partir del análisis de 35 trámites en el
gobierno. Lamentablemente en las últimas mediciones se ha observado un incremento del índice:

Se identificaron 200 millones de actos de corrupción, tres millones más respecto a la medición
anterior.

La “mordida” ascendió a $165.00 por hogar, mientras que en la medición anterior registró
$138.00.

El costo anual por acceso o facilitación de los 35 trámites a través de “mordidas” pasó de 27 mil
millones de pesos a 32 mil millones de pesos.
También se ha mostrado consistencia y constancia de la corrupción en los trámites que son
más cercanos al ciudadano:

Evitar que un agente de tránsito se lleve su automóvil al corralón/sacar su automóvil del corralón.

Estacionarse en la vía pública en lugares controlados por personas que se apropian de ellos.

Evitar ser infraccionado o detenido por un agente de tránsito.

Estos tres trámites concentran entre 50 y 60 por ciento de las “mordidas”. En otra lectura
podríamos decir que precisamente en donde constantemente se viola la ley es en aquellos casos
en los que el ciudadano se corrompe o es corrompido.

Los datos respaldan que el problema en México no es el desconocimiento de las normas sino la
falta de respeto a ellas; esto es lo que ocasiona nuestros principales problemas de corrupción.
Aquel dicho de que “las reglas se hicieron para romperse” se ajusta a nuestra realidad porque para
romper la ley primero hay que conocerla.

La solución más socorrida ha consistido en imponer multas más altas, pero como ya lo hemos
establecido anteriormente, lo único que tiende a ocasionar este tipo de medidas es que las
“mordidas” se incrementen. Otro camino que ha mostrado mejores resultados en otros países
ha sido la concientización de los problemas que puede acarrear la falta de respeto a la ley, así
como los evidentes beneficios en otros ámbitos que conlleva cumplirla. Veamos puntualmente en
los siguientes párrafos de qué estamos hablando.

La apuesta por la cultura de la legalidad tiene que ser vista como una estrategia
complementaria a la regulación e impartición de justicia porque no basta con que la ley se cumpla
cada vez que se trasgrede el orden social, también se debe prever que los individuos no tengan
ganas de transgredirlo.

Actualmente se pueden identificar claros esfuerzos destinados a implantar una cultura


simpatizante de la ley, entre ellos podemos destacar los casos de Hong Kong, Sicilia, Bogotá,
áreas de Botswana, la República de Georgia, Centro y Sudamérica, así como en la frontera
entre México y Estados Unidos de América.

El propósito de revisar otros casos en el mundo es observar cómo lugares con problemas muy
similares a los nuestros lograron modificar su situación a algo más confortable y satisfactorio para
la mayoría. Por eso revisaremos los casos de Palermo (Italia) y Bogotá (Colombia), para que
podamos obtener lecciones que puedan ser adaptadas al caso mexicano.
Palermo es la capital de Sicilia, que forma parte de la región de la Italia insular. Esta ciudad fue
mundialmente famosa por ser considerada la cuna de la mafia, también conocida como la Cosa
Nostra.

Basada en un sistema sustentado en el soborno, la corrupción y el miedo, la presencia de la mafia


permeaba la vida social, política y económica de la ciudad de tal forma que el trámite más sencillo
se llevaba al amparo de ella. La amenaza, el chantaje y el asesinato eran utilizados por la mafia
para mantener su control, que llegó a incluir a los medios de comunicación, los empresarios, los
políticos, la sociedad, incluso a la Iglesia.

No fue sino hasta la década de los ochenta que un nuevo movimiento se expresa en contra de este
sistema de ilegalidad. De la misma forma en que diversos sectores de la sociedad se
encontraban inmersos en este sistema, se les requirió para revertir la situación. Hubo esfuerzo
de jóvenes abogados organizando audiencias públicas, pasando por el trabajo social de
sacerdotes, hasta periodistas valientes que encontraban espacios para publicar los perjuicios de la
mafia. Los políticos del país no se pudieron desentender de esta problemática y tuvieron que
dotar con mayores herramientas a los iscales y policías (incautación de propiedades, duros
regímenes carcelarios, programas de protección a testigos, etc.) que trataron de combatir este mal.

Como era de esperarse, la reacción de la mafia fue atroz. Curiosamente, entre mayores eran sus
embates, mayores eran las manifestaciones de la ciudadanía en contra, de tal forma que la
intimidación se convirtió en indignación.

Un punto nodal en este cambio se registró con la llegada de Leoluca Orlando, elegido alcalde de la
ciudad en noviembre de 1993. Durante su mandato se aplicaron cientos de programas que tenían
como directriz un modelo basado en el conocimiento, respeto y simpatía por la ley, o sea, una
cultura de la legalidad.

Entre las acciones puntuales encontramos la adopción de monumentos por las escuelas;
recuperación y restauración de los espacios públicos; recepción, respuesta y publicación de cartas
en los periódicos de la ciudad por parte del alcalde; reurbanización de áreas destinadas a la
organización de actividades culturales, entre otras.

Estas medidas generaron varios resultados, entre los que se pueden destacar los siguientes:
El índice anual de asesinatos bajó de 240 a 3 en sólo quince años.

A partir de 1993 el turismo, principalmente extranjero, se incrementó en 87%.

La denuncia social se ha vuelto la regla.

Se incrementó la venta de periódicos, lo que dio paso a mayores espacios de libertad de expresión.

Arrinconamiento y erradicación de la omertà como consecuencia del mayor grado de confianza en


las autoridades.

Con una población de aproximadamente 8 millones de personas viviendo cotidianamente


con problemas de pobreza, asesinatos, corrupción, inseguridad, narcotráico, injusticia social,
etc., Bogotá viviría un cambio radical en 1994 a partir de una serie de acciones nunca antes
realizadas por políticos “extravagantes”.

Obligado a renunciar al cargo de rector de la Universidad Nacional de Colombia por diversas


excentricidades y actos polémicos, Antanas Mockus se postularía como aspirante independiente a
la alcandía de Bogotá en las elecciones de 1994, las que ganaría con un amplio margen de
ventaja (después de una campaña política nada ortodoxa). Una vez siendo alcalde, tuvo que
enfrentar un sistema político corrompido y nepotista, el que supo reestructurar aprovechando su
calidad de político independiente.

Su mandato se distingue por establecer y tratar de solucionar una disparidad entre la cultura, la ley
y la moral. En este sentido, los problemas que enfrenta Bogotá tienen sustento en la moralidad
prevaleciente en ese momento. Viendo así las cosas, el reto consistía en reeducar a la ciudadanía.

Desde contratar mimos para que regularan el tránsito en la ciudad, hasta la impresión de tarjetas
con la imagen del arcángel san Rafael para racionar el uso del agua, las medidas implantadas por
Mockus causaron burla pero demostraron resultados nunca antes pensados. Algunos de ellos
son:

Disminución de entre 5% y 25% en el número de habitantes que piensa que desobedecer la ley,
portar armas y aprovecharse económicamente se encuentra justiciado cuando se realiza justicia.

Disminución de la tasa de homicidios: de 80 por cada 100 000 habitantes en 1994, a 18 en el


2006.

Disminución de la tasa de muertes por accidentes de tráico: 200% entre 1994 al 2006.

Conclusiones
El cambio de régimen político en México (de uno autoritario a uno democrático) concentró
sus esfuerzos en el ámbito electoral; lo importante en su momento fue garantizar que el voto
contara de manera efectiva. Lo malo es que en este camino olvidamos que la democracia
no sólo requiere de instituciones sino también de ciudadanos.

En ese sentido dimos por hecho que emitir nuestro voto era suficiente para que otros se
dedicaran a resolver nuestros problemas pero nunca asumimos que en gran medida
nosotros éramos parte del problema: nos molesta la corrupción cuando la vemos en otros
pero no somos capaces de dejarla a un lado cuando nos toca enfrentarla.

Afortunadamente podemos decir que las cosas han ido cambiando, aunque no en la medida
en que nos hace falta. Los datos analizados demuestran que los mexicanos vamos
identificando canales de participación que antes nos parecían ajenos. Resulta conveniente
recordar que los esfuerzos aislados no sirven de mucho, al menos así lo ha demostrado la
experiencia en otras regiones. Parece ser que la armonización de diversos sectores
(educativo, empresarial, religioso, etc.) es viable y cobra sentido bajo el respeto y promoción de la
ley.

No hay que olvidar que los centros educativos, más que ninguna otra institución, establecen las
bases de todo proceso de renovación cultural. De la forma en que la participación sea impulsada
en un proceso de enseñanza dependerá que sea vista como un derecho y una obligación.

De la misma manera es importante no perder de vista que una estrategia basada en la cultura de la
legalidad debe de ser impulsada de manera complementaria a la efectividad que debe
distinguir a los sistemas de impartición de justicia.

Propuestas.

Del análisis de los casos presentados podemos identificar dos elementos que nos permitirán
descartar propuestas jactanciosas. El primero consiste en el reconocimiento de liderazgos
acotados en ciertos sectores, con responsabilidades claras, y el segundo tiene que ver con el
establecimiento de un espacio geográfico reducido, facilitando así su puesta en práctica. Ahora
bien, lo importante no es ofrecer un listado exhaustivo de programas y proyectos específicos
sino líneas de acción encaminadas a incentivar la participación social, fortalecer el estado de
derecho y valorar los beneficios de un régimen democrático a partir de la congruencia de las
autoridades.
Institucionalización curricular de la cultura de la legalidad en la educación básica, de tal forma
que permita forjar conocimientos y destrezas para prevenir la delincuencia.

Reforzar los aprendizajes de la cultura de la legalidad por instituciones culturales y


religiosas.

Que los medios masivos de comunicación divulguen los esfuerzos colectivos de cultura de la
legalidad emprendidos por la ciudadanía.

Incentivos económicos de las autoridades a grupos sociales o universidades que impulsen la


cultura de la legalidad a través de programas y proyectos (seminarios, congresos, etc.).

Capacitar a funcionarios públicos en la cultura de la legalidad, principalmente los que tienen


relación directa con la ciudadanía.

Involucrar a la ciudadanía en la solución de problemas comunitarios

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