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DOLMEN

Capítulo 1

Mario Salas Camacho, era un conocido escritor y digo “era” porque no se


encontraba en su mejor momento. Llevaba una mala racha, atascado en el capítulo tres de
su libro “La herencia de los Mormones”, la presión de su editor y los dos años “sabáticos”
solo le habían enfadado más, no tardó en recibir un ultimátum.

Era un hombre delgado, más bien poca cosa, su piel era pálida y de brillo mortecino
y siempre vestía trajes que le quedaban holgados, como si un niño se hubiese puesto la ropa
de su padre. Sus cabellos eran castaños y carentes de brillo tan seco que parecían poder
absorber la humedad a su alrededor. Su mirada apagada, acompañada de unas enormes
bolsas bajo sus ojos, las cuales resaltaban su muerte en vida. Fumaba en una vieja pipa
desproporcionada en tamaño y casi caricaturesca.

Se encontraba de camino al hogar de su infancia, Dolmen, un pequeño pueblo del


sur de España al que el tiempo bien había olvidado tiempo atrás y no solo el tiempo, pues el
poco recordaba de su infancia. Sus padres eran reservados, tanto que a los 10 años lo
internaron para estudiar en el “San Saturnino de Cartago” en la ciudad de Tortosa.

Su padre trabajaba a diario encerrado en su despacho día sí y día también, su madre


le trataba como a un extraño desde que lo destetó y empezó a andar. Ni si quiera podía
tener acercamiento alguno a nadie del servicio, puesto que no duraban ni un mes en el
puesto. Esto hizo que durante su juventud fuese muy independiente y generó en él ciertas
carencias que reemplaza con su amiga la botella de anís.

Volviendo al motivo de su llegada a tan lúgubre lugar, su madre había fallecido hará
un mes, recibiendo como herencia la casa familiar. Era un día nublado, de hecho el cielo
parecía cerrarse cuanto más se acercaban al pueblo, como si el destino de aquellos que lo
habitan fuera vivir en la era más oscura de la humanidad.

El taxi no tardó en llegar a la entrada del pueblo, a un lado se pueden ver las ruinas
prehistóricas que daban nombre a la localidad, unos enormes dólmenes se alzaban a pie de
carretera y como el resto del lugar parecían olvidados por el paso del tiempo.

El conductor pregunta por la calle, haciendo que el lúgubre escritor se ponga


nervioso y busque rápidamente en sus papeles como si acabase de despertar de un trance y
tuviese que seguir con su vida sin momentos a frenar. “Calle caldero del Diablo”, le dice al
hombre, el cual solo ve como asiente con la cabeza a través del espejo retrovisor.
El lúgubre caserío asomaba al final de una de las más altas colinas del pueblo, el
suelo asfaltado pobremente sobre la vieja calzada hacia que el taxi retumbase durante todo
el trayecto. Era una pequeña casa, de no más de dos pisos, un enorme portón recibía a aquel
que lo visitase de una madera oscura, gruesa y envejecida con aspecto de sobrevivir a un
asedio o un desastre natural. Unas enormes aldabas de anillas de hierro fundido decoraban
y hacían la vez de timbre, estas colgaban de un siniestro diablo de acero negro el cual las
agarraba como si le perteneciesen y no pudieses robárselas.

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